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7 1 —Quiero que robes algo para mí. No era la primera vez que oía esas palabras, aunque por lo general la persona que las pronunciaba prefería dar un rodeo primero. El americano no. Él fue directo al grano, como si nada. Si yo fuera peor escritor de lo que soy, os diría que aquello hizo que me saltaran todas las alarmas o que un escalofrío me recorrió la espalda. Lo cierto es que solo hizo que le prestara más atención. —Te has equivocado —le dije—. Soy escritor, no un ladrón. —Un cierto tipo de escritor. He seguido tu trabajo. Eres bueno. Sonreí. —No soy más que un escritor mediocre con una educación muy cara. —Ah, sí, como escritor. Pero como ladrón, eso ya es otra cosa. Tienes talento, muchacho, y no es fácil encontrar eso por aquí. «Por aquí» era Ámsterdam. Y siendo aún más precisos, «por aquí» era el típico pub holandés escasamente iluminado en el extremo norte del canal de Keizersgracht, a veinte minutos andando, o a diez en bici, de mi apartamento. Era un sitio pe- queño cuya calidez provenía más de lo próximas que estaban las paredes que de los rescoldos casi consumidos del fuego que había al otro lado de nuestra mesa. Ya había estado allí antes,

No era la primera vez que oía esas palabras, aunque por lo ...distrimagen.es/catalogo/extras/basico/lfl24025av.pdf · —Porque —comenzó, subiendo y bajando una ceja rápida-mente—

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—Quiero que robes algo para mí.No era la primera vez que oía esas palabras, aunque por lo

general la persona que las pronunciaba prefería dar un rodeo primero. El americano no. Él fue directo al grano, como si nada. Si yo fuera peor escritor de lo que soy, os diría que aquello hizo que me saltaran todas las alarmas o que un escalofrío me recorrió la espalda. Lo cierto es que solo hizo que le prestara más atención.

—Te has equivocado —le dije—. Soy escritor, no un ladrón.—Un cierto tipo de escritor. He seguido tu trabajo. Eres bueno.Sonreí.—No soy más que un escritor mediocre con una educación

muy cara.—Ah, sí, como escritor. Pero como ladrón, eso ya es otra

cosa. Tienes talento, muchacho, y no es fácil encontrar eso por aquí.

«Por aquí» era Ámsterdam. Y siendo aún más precisos, «por aquí» era el típico pub holandés escasamente iluminado en el extremo norte del canal de Keizersgracht, a veinte minutos andando, o a diez en bici, de mi apartamento. Era un sitio pe-queño cuya calidez provenía más de lo próximas que estaban las paredes que de los rescoldos casi consumidos del fuego que había al otro lado de nuestra mesa. Ya había estado allí antes,

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aunque solo de paso, pero el nombre no me había dicho nada cuando el americano me lo sugirió como lugar de encuentro. Y allí estaba de nuevo, con un vaso de cerveza holandesa frente a mí y, detrás del vaso, una propuesta algo intrincada.

El americano se había puesto en contacto conmigo a través de mi página web. Hoy en día, la mayoría de los escritores de suspense tienen una; en ella se puede encontrar información sobre mí y mis libros. Cada una de las novelas de ladrones que he escrito hasta la fecha tienen un apartado propio y hay una sección de noticias con información de cualquiera de las lecturas públicas que hago, así como cualquier detalle personal que a mis admiradores les pueda interesar, como en qué lugar estoy viviendo mientras escribo mi última novela. También hay un enlace para que los lectores me envíen un correo electrónico; fue así como el americano se puso en contacto conmigo.

«Un trabajo para usted», había escrito. «Usted pone el precio. Le contaré más en el Café de Brug. A las diez de la noche, el jueves (mañana).»

No tenía ni idea de quién era el americano, claro está, razón de más para desconfiar de él, pero también es cierto que hacía ya mucho tiempo que había dejado de combatir la tentación de aceptar un nuevo trabajo. Porque lo cierto es, por si aún no lo habíais adivinado, que no solo me dedico a escribir libros sobre un ladrón profesional, sino que resulta que yo también lo soy.

—Ese talento al que te refieres… —dije—. Suponiendo que exista.

—Suponiendo, me gusta.—Bueno, pues solo por suponer, entonces, que yo tenga

ese talento… Siento curiosidad por saber para qué quieres que lo use.

El americano miró por encima de mi hombro, hacia la puerta, después por encima del suyo, hacia la parte trasera del bar.

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Cuando se quedó satisfecho al comprobar que a su cuello no le pasaba nada y que nadie estaba escuchando nuestra con-versación, rebuscó en el interior del bolsillo delantero de su cazadora y sacó un objeto pequeño que colocó sobre la mesa de madera, justo delante de mí. El objeto resultó ser la fi-gurita de un mono del tamaño de mi pulgar. El mono estaba sentado sobre sus cuartos traseros, con las rodillas elevadas a la altura del pecho, con las manos cubriéndole los ojos, y la boca completamente abierta, como horrorizado por lo que fuera que hubiera visto dentro de la cazadora.

—No ver el mal —dije, en parte para mí mismo, y el ameri-cano asintió y cruzó los brazos delante del pecho.

Cogí el mono para verlo más de cerca. Por el peso y el tacto seco y arenoso que tenía, supuse que la figurita estaba hecha con yeso de París, lo que explicaba en parte su acabado algo basto. La expresión de asombro que había leído en el rostro del primate también podría haber querido expresar el miedo, o incluso el mudo regocijo, de su creador. Todo en conjunto, resultaba difícil imaginar que valiera más que un puñado de libras, de dólares o de euros, según fuera el caso.

—Hay dos monos más —me comunicó el americano, sin que me sorprendiera lo más mínimo—. Uno que se tapa los oídos y otro que se tapa la boca.

—No me digas.—Quiero que los robes.Ladeé la cabeza.—Suponiendo que pudiera… conseguirlos para ti. No estoy

seguro de que merezcan mi tiempo.El americano se inclinó hacia mí y arqueó una ceja.—¿Cuánto para que merezcan tu tiempo?Pensé en una cifra y después la doblé.—Diez mil euros.—¿Los quieres esta noche?Me reí.

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—Pero esto no tiene ningún valor —exclamé, lanzándole la figurita al americano, que luchó con sus manos para cogerla antes de que cayera en la mesa.

—Para mí, sí, muchacho —me dijo, limpiándole el polvo con cuidado y colocándola de nuevo en el bolsillo de su chaqueta—. ¿Qué dices?

—Me lo pensaré. ¿Otra cerveza?Me levanté, cogí los vasos sin esperar su respuesta y me

acerqué a la barra, donde una rubia no poco atractiva estaba rellenando unos pequeños boles con anacardos. Era alta y esbelta, y con ese moreno permanente tan escandinavo que siempre me hace sentir irremediablemente inglés. Era fácil ver que tenía que estar acostumbrada a que tontos como yo quisieran ligar con ella cada dos por tres y, cuando estableci-mos contacto visual, en sus ojos había una mirada de disculpa anticipada.

—Twee pils astublieft —logré decir, mientras levantaba dos dedos, por si el hecho de estar delante de un grifo de cerveza en la barra de un bar con dos vasos vacíos no le dejaba lo sufi-cientemente claro qué es lo que quería pedir.

—Ahora mismo —respondió ella, en un inglés entrecortado.Se colocó el pelo detrás de la oreja y después cogió uno de

los vasos y empezó a llenarlo, mientras yo intentaba pensar en algo que no fueran los lunares de su cuello, por lo que al final terminé preguntándome cómo me había conocido el americano. Resultaba del todo intrigante porque siempre intentaba mantener mi actividad como ladrón en secreto, y esa era una de las razones por las que viajaba tanto. La única persona con la que hablaba de esa parte de mi vida estaba en Londres, y aquí en Ámsterdam solo había hecho dos trabajos en los últimos cuatro meses, y ninguno de ellos del tipo de robo que pudiera llamar mucho la atención. Es cierto que uno de los trabajos había sido un encargo, pero el hombre que me había contratado era un belga que pasaba sus instrucciones a

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través de un perista de París en el que yo confiaba, y resultaba poco probable que el belga le hubiera contado al americano algo de mí, teniendo en cuenta que, en realidad, nunca nos habíamos visto cara a cara. Así que, ¿cómo me había conocido el americano? ¿Y por qué diablos quería que robara dos figu-ritas sin ningún valor?

—Las cervezas —dijo la rubia, quitando la espuma de los vasos de media pinta con una espátula de plástico y colocándolas delante de mí.

—Ese hombre —le dije, señalando al tipo con un gesto de cabeza—. ¿Ha estado aquí antes?

—Sí. Es americano.—¿Viene mucho?Hizo un mohín con los labios.—Bastante, creo.—¿Sabes cómo se llama?—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Pero es educado, siempre

deja propina.No era de extrañar que lo hiciera. Dejé unas cuantas monedas

más en la barra y cogí las cervezas.El americano tenía casi sesenta años, o eso me parecía, aun-

que aparte de la edad resultaba muy difícil conjeturar nada más sobre él. Tenía una espesa mata de pelo cano, con un corte juvenil y despuntado, y aparentaba estar más o menos en for-ma para su edad. La cazadora le sentaba bien, le confería cierto aire de deportista, como el tipo de hombre al que le gusta salir a navegar en su tiempo libre, y ya me había propuesto fijarme en sus manos para ver si tenía señales de rozaduras de cuerdas cuando él me sacó de mis pensamientos.

—Si quieres saber mi nombre no tienes más que preguntar. Me llamo Michael.

—Michael…—No hace falta que lo digas tan despacio.—Estaba esperando el apellido.

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—Pues esa puede ser una espera muy larga. Los monos —siguió hablando— están en dos lugares diferentes. Para mí es importante que te lleves los dos. También es importante que lo hagas en la misma noche.

—¿Dos lugares diferentes?—Ajá.—¿En Ámsterdam?—Eso mismo. Dos sitios, a quince minutos a pie de distancia.—¿Y estos lugares son residencias privadas?—¿Residencias privadas? —repitió—. Caray. No son más que

un apartamento y una casa flotante, ¿de acuerdo? No tienes que preocuparte de las alarmas o de que alguien te moleste porque, la noche en la que lo hagas, ambos sitios estarán vacíos.

—¿Y eso cómo lo sabe?—Lo sé porque los hombres que viven en esas dos residencias

estarán cenando. Aquí. Conmigo.Pensé un rato en eso. No me entusiasmaba demasiado lo que

estaba escuchando.—Suena complicado —dije—. ¿Por qué no robas tú mismo

los monos? No creo que sea difícil.—Porque —comenzó, subiendo y bajando una ceja rápida-

mente— el tipo de la casa flotante tiene una caja fuerte y no dispongo de la combinación. El otro tiene un apartamento en el Jordaan: está en el último piso de un edificio de cinco plantas y resulta que, por lo que yo sé, tiene tres cerraduras.

—Pero nada de alarmas.—Ninguna.—¿Seguro?—Mira, no puedes tener una alarma en una casa flotante: si

llega una tormenta, o una barcaza pasa demasiado deprisa a su lado, el movimiento del agua del canal la activa.

—¿Y el apartamento?—Como ya he dicho, está en un quinto piso. Tal y como yo lo

veo, supongo que el tipo se imagina que no necesita una alarma.

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—Y esas cerraduras…—No serán un problema para ti. Yo no tengo ni las llaves ni

tu talento, y por eso estamos teniendo esta conversación.—Se me ocurre algo más —añadí—. Imaginemos que esos

dos hombres valoran las figuritas de la misma forma que tú; bueno, cuando lleguen a casa después de la cena y se den cuenta de que han desaparecido… sospecharán de ti.

Negó con la cabeza.—Confían en mí.—Quizá. Pero si al final sospechan y van a por ti, bueno,

puede que mi nombre salga a relucir.—No de estos labios.—Eso dices tú. Pero a mí no me gusta.—Bueno, escucha a ver si te vale esto: no tengo la intención

de estar en ningún lugar donde puedan encontrarme. Hemos quedado a las siete y habremos acabado de cenar sobre las diez. Eso te concede tres horas para efectuar el trabajo, lo que me parece tiempo más que suficiente. El bar cierra a las once y tengo previsto encontrarme contigo a las diez y media para que me entregues las figuritas. Si todo sale según lo planeado, habré salido de Ámsterdam antes de medianoche. Y no pienso volver.

—¿Te marchas de Holanda?—Bueno, eso no es de tu incumbencia, ¿verdad?Hice una pausa, intenté algo distinto.—El tiempo es un tanto ajustado. Pongamos que no consigo

abrir la caja fuerte.—Lo harás.—O que no logro encontrar la figurita en el apartamento.—El tipo la guarda debajo de la almohada.Fruncí el ceño.—¿Duerme encima de la figurita?—Duerme con ella, por lo que sé. Y la encontrarás debajo de

la almohada.

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Me recliné en el asiento y contemplé el bar. La rubia estaba limpiando la barra con un trapo húmedo, el pelo le bailaba en la cara. Los únicos clientes que había eran tres holandeses que bebían cerveza en una mesa cerca de la puerta principal. Se reían y se daban palmaditas en la espalda unos a otros, luciendo sonrisas de esas que muestran los dientes, como si la vida no pudiera irles mejor. Detrás de ellos una lluvia intensa golpeaba con fuerza el ventanal, difuminando el contorno del puente del canal que se distinguía al otro lado. Suspiré y fui directo al grano.

—Oye, voy a tener que decir que no. No sé cómo me has en-contrado y eso es parte del problema. Lo otro es que tú quieres que esto se haga mañana y eso me preocupa. Me gusta poder investigar un poco el trabajo antes de ponerme a ello y no me estás dando el tiempo que necesito.

El americano entrelazó las manos sobre la mesa y colocó los pulgares uno encima del otro.

—¿Y si doblamos la cifra?—Es curioso —le respondí—, pero eso me pone más nervioso

aún. Mira, tengo que pensar que, por alguna razón, para ti es vital que esto esté hecho mañana por la noche. Y que me pagues veinte mil euros me obliga a deducir que existe el doble de riesgo del que pensé que habría en primera instancia.

—El riesgo es parte de ello. La recompensa también.—Sigue siendo un no.El americano hizo una mueca, meneó la cabeza cansadamente.

Entonces buscó dentro de la manga de su cazadora y sacó de ella un trozo de papel. Dudó por un momento, mirándome a los ojos una vez más, antes de pasarme el papel por encima de la mesa.

—Bueno, muchacho, voy a correr el riesgo. Aquí tienes las direcciones. Quiero que las tengas. Pongamos que llega mañana, son las siete de la tarde y cambias de opinión.

—Eso no va a ocurrir.

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—Y se te ve convencido. Pero ¿por qué no estar abiertos a la posibilidad de que reconsideres tu actitud? De esa forma, tienes toda la información que necesitas y todo bajo control. La decisión es tuya.

Le sostuve la mirada y, estúpido de mí, alargué el brazo y cogí el trozo de papel.

—Muy bien, chico —me dijo—. Lo único que te pido es que te lo pienses.

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Y vaya si lo pensé: durante la mayor parte de la noche y del día siguiente. Pensé en ello cuando tendría que haber estado corrigiendo el manuscrito que esperaba en mi escritorio, y pensé en ello cuando di mi paseo diario a la hora de comer y más tarde, cuando salí a por un paquete de cigarrillos, a eso de las tres. Y que me aspen si no seguía pensando en ello cuando me encontré frente a la ventana del Café de Brug a las siete y cuarto de la noche.

El americano estaba ya allí, sentado a la misma mesa, y lo acompañaban dos hombres. Estos eran más jóvenes que él y tenían cierto aire europeo, por la forma en la que iban vestidos, aunque no había manera de saber si eran holandeses sin escu-charlos hablar. Los dos llevaban cazadoras de cuero y vaqueros claros, pero físicamente eran opuestos. El hombre que estaba de espaldas a mí era grueso, con el cuello ancho y la cabeza afeitada, mientras que su amigo era delgado como un palo, de aspecto casi enfermizo, con una cara tan consumida que pare-cía que había dado una calada demasiado larga a un cigarrillo y se había olvidado de echar el humo. ¿Eran esos los hombres que vivían en el apartamento del Jordaan y en la casa flotante? Y, si lo eran, ¿quién era quién? Tomé al hombre delgado por el propietario del barco, porque no conseguía imaginármelo subiendo y bajando cinco pisos de escaleras cada día sin que

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un equipo de médicos de apoyo y una tropa de animadoras lo acompañaran, pero el hombre grueso no me parecía el tipo de persona que tuviera dinero para vivir en el Jordaan. Aunque a lo mejor me engañaban las apariencias, como se suele decir, porque yo desde luego esperaba, por todos los demonios, no tener el aspecto de un ladrón.

Con la mano en el bolsillo, toqueteé el trozo de papel que tenía las dos direcciones escritas. Pensé, por un momento, en volver a repasar la situación una vez más, para sopesar los pros y los contras a los que me enfrentaba, pero en realidad no había motivo para hacerlo. Quiero decir, ¿a quién pretendía engañar, allí de pie frente al café, fingiendo que iba a tomar una decisión? Había más posibilidades de que yo rechazara pasar una noche con la camarera rubia que de que no hiciera el trabajo esta noche. Así pues, me aparté de la ventana, crucé el canal por el puente, giré en una calle y luego en otra, y no tardé en encontrarme caminando calle abajo hacia el muelle de metal pintado donde estaba atracada una antigua y espléndida barcaza holandesa.

Supongo que a algunas personas puede sorprenderles que la mayor parte de los ladrones profesionales tiendan a evitar irrumpir en un lugar en mitad de la noche. Sí, es verdad, hay menos gente merodeando, pero si alguien te ve en cuclillas de-lante de una puerta cerrada a las tres de la mañana, bueno, eso les resultaría bastante sospechoso. Sin embargo, si te pones con el mismo cerrojo, por ejemplo, a las siete y media de la tarde, corres el riesgo de que te vea más gente, pero también hay una buena oportunidad de que no le den mucha importancia. Después de todo, los ladrones solo trabajan de noche, ¿no?

Lo cierto es que este ladrón en particular no tuvo que preocu-parse por nada de eso. En primer lugar, ya estaba oscuro y el viento soplaba con tal fuerza que mantenía a la gente en sus hogares y alejados de las calles. Pero, abreviando, me llevó más tiempo sacar el minidestornillador y el juego de ganzúas que

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el que tardé en hacer saltar el viejo e indolente bombín de la cerradura de la puerta de la barcaza.

Llamé a la puerta y esperé el tiempo suficiente para que alguien contestara antes de abrirla del todo. No se escuchó ningún revo-loteo, ni un golpe ni, de hecho, ningún tipo de ruido, lo que no me sorprendió demasiado, porque el interior de la barcaza estaba a oscuras y sabía (o al menos creí que sabía) que el propietario estaba pasando la noche fuera, disfrutando de un jugoso filete. Volví a llamar una vez más y, cuando estuve seguro de que no había nadie en casa, entré, cerré la puerta detrás de mí (para lo poco que me pudiera servir) y le di al interruptor de la luz. Supongo que los habrá que se sorprendan de eso también, pero es de sentido común: encender una luz principal da a entender que tienes derecho a estar en ese sitio, mientras que merodear en el interior de una propiedad con la luz de una linterna es una forma innecesaria de delatarse.

El interior era espacioso y de planta abierta, decorado con una mezcolanza de paneles de madera de los años setenta pintados de amarillo, una alfombra de pelo marrón y cortinas naranjas en las ventanas. Eché las cortinas que estaban descorridas y me tomé un momento para mirar a mi alrededor. No había muchos muebles, solo una cama grande en la proa del barco, cubierta de sábanas revueltas y prendas descartadas, una mesa de cocina de plástico llena de platos sucios y envases de comida precocinada, y, frente al televisor, un sofá raído con los cojines hundidos que debían de llevar ahí, haciendo un cálculo aproximado, desde la última vez que habían decorado la habitación. También había bastantes armarios empotrados en las esquinas de la habitación, algunos cubiertos con telas de cuadros escoceses, y un pequeño cubículo que sobresalía de una pared, donde presumía que debía de estar el baño.

Levanté las manos y me hice crujir los nudillos, como un pia-nista antes de un concierto, o, más concretamente, un ladrón con una leve artritis. Después doblé los dedos, meneándolos al aire

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como si fuera capaz de conectar con alguna presencia cósmica y adivinar el escondite de la caja fuerte. Mis dedos emitieron un silbido al hacerlo porque llevaba puestos unos guantes qui-rúrgicos de una caja que tenía en casa, la cual, a su vez, había cogido del hospital de la ciudad en una visita reciente, debido a mi artritis, por supuesto. Llevaba los guantes por costumbre (no había registro de mis huellas dactilares en ningún lugar fuera del Reino Unido y no era muy probable que nadie fuera a buscarlas allí), ya que yo era amigo del hábito y la costumbre, la forma más segura que conocía de protegerme de errores que podrían acarrearme serias consecuencias.

Pero estoy divagando. La caja fuerte.Meneo de los dedos aparte, la mejor forma de encontrarla era

llevar a cabo una razonada y metódica búsqueda, empezando por la parte delantera del barco y moviéndome de lado a lado, primero a babor y luego a estribor, buscando en cada armario, en cada compartimento y en cada cavidad hasta que llegase al dormitorio en la parte trasera, suponiendo que tuviera que llegar hasta ahí. Y está claro que ese sería mi proceder dentro de un momento, después de intentar algunas cosas antes.

Así que ahora, si yo fuera una caja fuerte, ¿dónde me escon-dería? ¿En Antigua? Hmm… ¿En el baño? No, allí no. ¿En la cocina? ¿Qué cocina? ¿Encima de la cama? Ni rastro. ¿Detrás del cuadro de un campo de tulipanes que colgaba, no demasiado enderezado, en la pared encima del sofá? Vaya, gracias. El dueño del barco, según parece, no le tenía miedo a los tópicos.

Y tampoco era, para mi desgracia, amigo de la clásica combi-nación. Esto sí que era una pena, porque me había pasado más noches de las que me apetece recordar con la oreja pegada a las puertas de metal de una o dos de las más corrientes marcas, a la espera de escuchar el clic que indicaba los puntos de contacto al introducir los dígitos, haciendo un gráfico con los números a los que corresponderían estos clics e imaginando qué secuencia de dígitos sería necesaria para abrir la antes impenetrable puerta.

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Toda esa práctica no servía de nada aquí, porque la caja fuerte que tenía frente a mí tenía una cerradura electrónica. Diez números en total, del cero al nueve, en un teclado normal y corriente. Podría probar a escuchar los clics, pero no me serviría de mucho, puesto que una cerradura electrónica no hace ningún ruido. O podía probar cualquier combinación posible, lo cual solo me serviría para recordarme el tiempo que me quedaba en este planeta, aunque no tenía la paciencia suficiente para eso. No, estaba claro que una cerradura electrónica era un reto, y solo conocía tres formas de lidiar con ella.

La primera y menos apetecible era prenderle fuego. Veréis, las cajas fuertes se pueden dividir por lo general en dos categorías: o están hechas a prueba de robo o están hechas a prueba de incendio. Por asombroso que parezca, resulta extraño encontrarse con una caja fuerte doméstica que cumpla las dos funciones, por la simple razón de que costaría mucho dinero. Por lo que, mientras que las cajas fuertes a prueba de robo están diseñadas y fabricadas para resistir en caso de que intenten forzarlas, no tienen protección contra el fuego. Lo que está muy bien, pero no me ayudaba demasiado, puesto que no tenía tiempo de provocar un incendio controlado que alcanzara la temperatura necesaria para que se combara el metal de la caja y, lo que es más, seguir ese método muy probablemente transformaría la caja fuerte en un horno y cocería el objeto que estaba intentando robar.

El segundo método, y más deseable, era utilizar la contrase-ña. Disculpadme si estoy diciendo una obviedad, pero lo cierto es que da igual la de veces y la de formas en las que nos digan que no hay que hacerlo, la mayor parte de nosotros llevamos un registro escrito de las contraseñas de las tarjetas de crédito, de los teléfonos móviles y, sí, también de las cajas fuertes, y con mucha frecuencia dejamos esas útiles notas al lado de los mismos objetos que se supone que las contraseñas tienen que proteger. Así pues busqué la clave con mucho detenimiento. Busqué en el panel frontal de la caja fuerte, en la pared que la

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rodeaba, en la parte delantera y después detrás del cuadro que colgaba frente a ella, en los cajones y armarios cercanos, en el baño, entre las sábanas sucias, debajo de la cama. Y no encontré nada en absoluto. Ni un número. Pero había que intentarlo.

Y todo esto me dejaba la última opción que, pese a ser parecida a la segunda, resulta un poco más laboriosa, si bien está basada en un hecho bien simple: para abrir una cerradura electrónica tienes que tocar el teclado. Y si tocas el teclado, venga, ¿eso qué quiere decir? ¡Muy bien! Huellas. Un montón de ellas. Y suponiendo que no cambies muy a menudo el código (o, mejor incluso, que nunca lo hagas), las huellas pueden decirle al avezado ladrón qué botones hay que pulsar, aunque, por desgracia, no el orden en el que hay que pulsarlos. A propósito de lo cual, la única forma que se me ocurría de evitar esta trampa era llevar guantes cada vez que haya que manipular la caja fuerte, pero, sinceramente, ¿quién lleva guantes dentro de casa sino el sim-pático ladrón del barrio?

Si hubiera dispuesto de más tiempo, podría haber usado un truco particularmente elegante y haber pasado un poco de tinta ultravioleta sobre una superficie cercana que el dueño del barco tuviera que tocar antes de abrir la caja, por ejemplo el marco del cuadro, y después aplicarle una luz negra (que habría sido un complemento estupendo en el decorado) y conseguir así la contraseña de esa forma. Pero, por desgracia, el tiempo no estaba de mi lado y no me quedaba otra que confiar en la siguiente mejor alternativa: un kit de huellas dactilares.

Así que, de la pequeña colección de herramientas de robo que llevaba en el bolsillo, saqué un estuche de maquillaje compacto que había rellenado unos meses atrás con polvos de huellas. Abrí el estuche, saqué la pequeña brocha que estaba sujeta con unas pestañas en el interior y empecé a empolvar cada tecla con sumo cuidado. Cuando acabé, soplé para quitar el polvo sobrante, después apagué un momento las luces del techo y dirigí el foco de mi linterna de bolsillo para que iluminara la

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parte superior del teclado hasta que logré ver lo que quería. Y allí estaban, cuatro teclas manchadas con varias capas de hue-llas y que revelaban los misteriosos números: nueve, cuatro, uno y cero. Cuando di por terminado el truco de magia, volví a encender las luces del techo, limpié el polvo del teclado lo mejor que pude y empecé a meter varias combinaciones de la contraseña que había conseguido, trabajando con la presunción de que tenía solo cuatro dígitos. En algún momento de los diez minutos que siguieron, cuando estaba imbuido en una fantasía en la que me imaginaba pulsando el teclado hasta el siguiente domingo, escuché al fin el golpeteo y el zumbido de bienvenida del mecanismo del cerrojo que se retraía y, quién lo diría, la puerta de la caja fuerte se abrió de pronto.

Como soy un tipo de recursos, tiré de la puerta y eché un vistazo a su interior. Era pequeña y dentro había solo cuatro objetos. El primero era una fotografía arrugada de dos hombres que estaban de pie delante de un río enlodado, con cañas de pescar y cajas de aparejos, sonrientes ante la cámara. Reconocí a uno de los hombres como el alfeñique del café y la otra persona era casi con toda seguridad su padre. Debajo de la fotografía había un fajo de billetes. Los cogí y los conté. Había sesenta billetes de cien euros en el fajo. Volví a poner el dinero donde lo había encontrado, junto a una barra marrón de algo que parecía hachís. Al lado estaba la figurita del mono. Este tenía las manos en los oídos, como si tuviera miedo del plan que había tenido de hacer saltar en pedazos la caja fuerte. Lo cogí, lo sopesé en la mano y vi que era muy parecido a la figurita que me había enseñado el americano. Lo deslicé en mi bolsillo y durante un momento consideré qué debía hacer después.

Lo que decidí hacer después fue guardarme el dinero en el bolsi-llo. Cierto es que me estaban pagando más que suficiente por este trabajo, pero eso no significaba que tuviera que pasar por alto un poco de calderilla extra cuando estaba justo allí, esperándome. Y aunque el hachís no me llamaba mucho la atención (en Ámster-

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dam apenas había demanda y, si alguna vez me sentía con ganas de fumar, seguro que conseguiría un colocón mejor con la hierba barata que se servía en cualquiera de los coffee shops que tenía cerca de casa) cogí también la tableta. De esa forma, si al hombre delgado le daba por comprobar la caja fuerte cuando volviera no daría por hecho directamente que la persona que había entrado en su casa iba detrás de la figurita. O esa al menos era mi teoría.

Con la caja fuerte vacía de todo menos de la fotografía, cerré la puerta y volví a teclear el código, colgué de nuevo el cuadro tal como lo había encontrado y apagué las luces del techo. Entonces descorrí las cortinas que había echado antes y me dispuse a marcharme, cerrando la puerta de la barcaza tras de mí y quitándome los guantes.

Miré el reloj. Ya eran las nueve menos cuarto e iba a tener que moverme deprisa si quería llegar a tiempo. Con un simple movimiento de muñeca, tiré el hachís por la borda, directo a las oscuras aguas del canal y después bajé a la acera y fui en busca de una bici.

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En Ámsterdam se roban bicicletas todo el tiempo. Es una de las razones por las que todas son tan viejas: nadie quiere invertir en algo que probablemente le terminarán robando tarde o tempra-no. Lo curioso es que muchos holandeses no tienen demasiados reparos en sustituir sus bicis robadas por otras bicis robadas. Las compran de los ladrones que operan en la plaza Dam, de forma que así el negocio se mantiene vivo.

No sabría decir cuántas se roban cada día, pero sé que son muchas. Por eso resulta lógico pensar que hay unos cuantos ladrones de bicis por ahí. Prácticamente todos ellos, según creo, usan alicates para cortar las cadenas y los candados tan rápido como les es posible. En ese sentido no soy un ladrón muy típico, pues me gusta usar mis ganzúas. Si el candado es lo bastante simple, soy casi igual de rápido que un tipo con un par de ali-cates, y mis ganzúas resultan algo mucho menos sospechoso de llevar encima. Y ese método cuenta además con el mérito de que no destruyo el candado del propietario, que suele costar más de lo que cuesta la propia bici.

En esta ocasión, elegí una con luces de dinamo y un sillín que tenía aspecto de ser cómodo, y luego le quité el candado y la cadena en menos de un minuto. Después de eso, volví a enganchar la cadena alrededor de una reja y me alejé pedaleando. Resultó que la marcha estaba mucho más dura de lo que me habría gustado,

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pero no había mucho que pudiera hacer al respecto porque solo tenía una. Los frenos se activaban pedaleando hacia atrás, algo que es ilegal en el Reino Unido y, aunque la dinamo zumbaba con fuerza contra mi rueda trasera, la lámpara delantera apenas parpadeaba. A pesar de todo, disfruté del paseo. No duró más de cinco minutos, pero cuando llegué a la calle que buscaba casi me dio pena bajarme y dejar la bici junto a un árbol.

El edificio en el que estaba el apartamento estaba construido en un estilo típico del Jordaan. De piedra oscura, alto y estrecho, con un tejado a dos aguas y un gancho de grúa que se alzaba en el punto más alto. Formaba parte de una hilera de casas de quizá cuarenta edificios, cada uno de los cuales tenía vistas sobre el canal Singel, una localización privilegiada.

Subí las escaleras hasta la puerta principal y recorrí con la vista los timbres que estaban colocados en el marco de la puerta. El que estaba más arriba, que supuse que pertenecía al apartamento del quinto piso al que iba, no tenía ningún nombre escrito a su lado. Llamé al timbre y esperé. Dada la antigüedad del edificio, y puesto que no había ningún altavoz cerca, no pensé que hubiera un interfono moderno, así que le di tiempo al ocupante para que, o bien abriera una ventana y me diera un grito, o bien que bajara los cinco pisos y me abriera la puerta. Esperé a que la manecilla de mi reloj diera dos vueltas completas y, al no ocurrir nada, toqué una vez más el timbre y esperé un poco más. Al fin, como soy un tipo perspicaz, deduje que no había nadie en casa.

Lo cierto es que la ausencia de un telefonillo no solo me hizo perder tiempo sino que me impidió una entrada fácil en el edificio. Con un bloque de apartamentos modernos siempre podía llamar a uno de los otros y conseguir que una persona confiada me de-jase pasar. Aquí, en cambio, no podía hacer eso, porque cuando llamara a una casa en la que hubiera alguien, ese alguien tendría que bajar a abrirme la puerta, lo que significaría que tendría que contarle algo para convencerle de que me dejara entrar y eso le

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daría la oportunidad de que recordara mi cara. No parecía que fuera a funcionar y, aunque lo hiciera, era demasiado arriesgado.

La puerta principal era una cosa imponente, más de medio metro más alta y más ancha de lo habitual, como si pretendie-ra ahuyentarme a base de intimidación. Por suerte para mí, la cerradura que tenía era tan resistente a mis encantos como cualquiera de esas mujeres casi desnudas que bailaban tras una ventana, bajo una luz roja, a solo unas calles de distancia. Y justo como una de las más comerciales de esas particulares señoritas, la puerta aceptó mi tarjeta de crédito, que introduje en la parte superior del marco hasta que el pestillo cedió. Había una segunda cerradura, con un pestillo empotrado, y el asunto habría sido un poco más peliagudo si las buenas gentes que ha-bitaban el edificio hubieran decidido echarlo.

Abrí la puerta con facilidad y entré. Delante de mí había una escalera prácticamente vertical que tuve que subir casi como si fuera una escalera de mano. Los escalones eran de madera y no paraban de crujir y de chirriar, por lo que una parte de mí estaba preocupada de que algún vecino cotilla se sintiera impelido a salir de su apartamento y preguntarme quién era yo. Otra parte de mí maldecía al estúpido que se le había ocurrido construir una escalera con un ángulo que parecía el de una atracción de feria. Me hizo pensar que cualquiera que viviera por encima del nivel del suelo tendría que ser más o menos joven y gozar de buena salud, y que si tuviera que escapar deprisa no me resultaría nada fácil. Me asaltó una desagradable imagen de mí mismo tropezando, cayéndome y rompiéndome una pierna por varios sitios y me estremecí al escuchar los repetitivos chasquidos imaginarios de mi fémur, como si fuera un cubito de hielo al sumergirlo en un vaso de agua del grifo.

Llegué por fin al último piso. Puede que me detuviera un par de veces para recuperar el aliento y la fuerza de mis piernas, pero no me encontré con nadie y di las gracias por ello. La puerta que buscaba estaba al final del pasillo y, mientras me

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armaba de valor y me preparaba para la tarea, experimenté un hormigueo de nerviosa energía al pensar que iba a entrar de nuevo en un espacio prohibido. Esta vez parte de la emoción venía del desafío que presentaban las cerraduras. Había tres, tal y como había dicho el americano, pero eran de una clase distinta a las cerraduras que había abierto antes. La diferencia radicaba en que eran de la marca Wespensloten, que significaba literalmente «cerradura de abeja». Las cerraduras Wespensloten eran las más caras del mercado holandés, y por una buena razón. Había comprado varias nada más llegar a Holanda y me había costado un poco familiarizarme con sus particularidades. Mi gran avance llegó solo cuando desmonté una de las cerraduras y la reconstruí para entender qué es lo que las hacía tan extra-ñas. La respuesta fue que había un juego más de guardas tanto en la base del cilindro como en la parte de arriba, pero saberlo tampoco me facilitaba demasiado el trabajo de abrir ese tipo de cierres, y solía costarme algunos intentos hacerme con ellas.

Sin embargo, antes de enfrentarme a las cerraduras, llamé con fuerza a la puerta y esperé de nuevo. Al ver que no apa-recía nadie para ver qué quería, me sentí lo bastante seguro para ponerme los guantes quirúrgicos y sacar la linterna de mi bolsillo. Dirigí la luz de la linterna hacia el canto de la puerta para ver si encontraba algún indicio de que hubiera un cable. El americano había estado en lo cierto respecto a todo lo que me había dicho hasta ahora, pero era mi cuello el que estaba en juego si me cogían, así que quería estar lo más seguro posible de que no había ninguna alarma. No veía ningún cable y, aun-que eso no fuera concluyente, sí me pareció lo suficiente para ponerme en marcha.

Decidí ponerme primero con la cerradura de arriba y después con la de abajo, porque ambas eran de resorte y parecía que serían más fáciles que la cerradura con pestillo que estaba en el medio. Así que saqué mi minidestornillador y mis ganzúas, sujeté la linterna con la boca y empecé a examinar las guardas

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interiores que impedían que el cerrojo de la cerradura superior se deslizara hacia atrás. Después de poco tiempo me empezó a resultar molesto tener que sujetar la linterna con los dientes y la mandíbula empezó a dolerme, y, como de todos modos la luz no me estaba ayudando demasiado, me quité la linterna de la boca y la metí en el bolsillo. Moví a un lado y a otro la barbilla hasta que la hice crujir y, cuando volví a sentirme cómodo, retomé la tarea de inspeccionar el interior del cilindro de la cerradura, recompensado cada vez que oía el tic amortiguado de una guarda que se levantaba para descansar sobre el fino saliente interno, cuya imagen estaba visualizando en mi mente. Al cabo de poco tiempo, ya había levantado las guardas de la parte de arriba, momento en el que puse la ganzúa del revés y lo intenté con las de abajo. Era una labor engorrosa, pero puse todo mi empeño en hacer bien el trabajo, sin romper la puerta, y perseveré hasta que la última guarda quedó alineada. La fuerza con la que estaba usando el destornillador hizo que el mecanismo cilíndrico rotara. Ahora que había acabado con la parte difícil, calcé el cilindro para que se abriera y repetí el mismo proceso con la cerradura de abajo hasta que, un poco más tarde, la desmonté también.

Eso me dejó solo con la de en medio. Hice un breve descanso mientras recuperaba el aliento y me limpiaba el sudor de la frente con la manga del abrigo. Cuando al fin me centré de nuevo en la cerradura, solté un gruñido al darme cuenta de que era una Wespenslot Speciaal, un producto que, por una vez, se merecía la fama que los del departamento de publicidad le habían otorgado. La Speciaal, veréis, funcionaba con los mismos principios básicos que las otras dos que ya había desmontado, pero guardaba, ade-más, algunas sorpresas, ninguna de las cuales merecen comen-tarse con detenimiento mas que para decir que necesitan algo más de reflexión y de mucho más ingenio y, aunque eso puede ser algo capaz de entretenerme en la tranquilidad de mi hogar, resultaba mucho más irritante cuando me estaba impidiendo

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entrar en el de otro. Así que maldije mi suerte, apreté los dientes y suspiré, y después me recompuse y empecé a centrarme en el maldito trasto, las guardas primero, probando con todo tipo de subterfugios, improvisaciones o la simple fuerza hasta que, en un lapso de algo más de cinco minutos, ya tenía el cilindro listo para girar. Y fue entonces cuando descubrí un contratiempo que tendría que haber previsto: el mecanismo de bloqueo no estaba conectado a un simple pestillo, sino que estaba unido a una varilla de hierro mucho más grande que estaba asegurada justo detrás de la puerta.

Y eso sí que era un problema, y lo era porque no parecía que hubiera ejercido la fuerza suficiente con mi minidestornillador para mover la varilla y no había sido tan precavido de traer uno más grande. Retrocedí y pensé por un momento, y decidí que no tenía tiempo para hacerme con las herramientas apro-piadas para el trabajo. Las inapropiadas tendrían que valer. Así que, ignorando deliberadamente todas las cosas que podrían, con gran probabilidad, ir mal, giré el minidestornillador con toda la fuerza y toda la velocidad de la que fui capaz y, para mi enorme alivio, la varilla de hierro cedió antes de que el destornillador se partiera.

Con el último obstáculo salvado, retiré mis punzones y mis ganzúas, abrí después la puerta con cuidado y eché un vistazo, en busca del parpadeo infrarrojo de algún sensor de movimiento. Al no ver ninguno, entré más allá del umbral de la puerta para evitar un posible sensor de presión y después miré debajo de la alfombrilla para asegurarme de que de verdad no había ninguna alarma en el apartamento. Cuando al fin quedé convencido, cerré la puerta tras de mí y volví a echar el cerrojo, encendí las luces principales y me dispuse a registrar el dormitorio.

Resultó que el apartamento tenía dos dormitorios, ambos situados en la parte trasera del edificio, lejos de las vistas del canal que ofrecían los ventanales del salón principal. Una de las habitaciones era diminuta y en ella no había más que una

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cama plegable con las sábanas y la colcha revueltas y sin almo-hada. Pasé de largo y fui hasta la segunda habitación, mucho más amplia, cuyo espacio estaba dominado por un colchón grande, de matrimonio, tirado en medio del suelo. Me puse de rodillas junto al colchón y busqué debajo de la única almohada que había encima de él. Después busqué dentro de la funda. Luego saqué la almohada de su funda y le di la vuelta. Pero allí no había nada.

Volví a colocarla como la había encontrado y busqué debajo de la funda del edredón, alrededor de él y, después, debajo del colchón. Luego volví a mirar en la almohada, me senté e inspec-cioné la habitación. No había nada aparte de un enorme baúl de madera. El baúl tenía un pequeño candado, que conseguí abrir sin demasiado esfuerzo, y miré en su interior. Había mucha ropa, y también un blíster de lo que parecían pastillas para el dolor de cabeza, además de algunos preservativos de distintos colores desperdigados por ahí. Registré un poco más a fondo y mis dedos tocaron algo frío y duro. Ya sabía lo que era antes de sacarlo del baúl, pero lo saqué de todas formas.

Se trataba de una pistola. Cierto es que mi conocimiento sobre armas es, en el mejor de los casos, rudimentario, pero cualquier estúpido sabía que era mortífera. Sostener la pistola me hizo pensar por enésima vez que debería aprender algo más sobre armas. De ese modo, cuando me encontrara con una (algo que sucedía más a menudo de lo que me gustaba) podría quitarle las balas o trucar el gatillo para impedir que disparara. Pero, por alguna razón, soy reacio a hacerlo. Quizá sea porque aprender sobre armas de fuego es algo que hacen los malos. O la policía.

Como no sabía desarmar la pistola, empecé a pensar en es-conderla, una táctica a la que había recurrido una o dos veces en el pasado. El problema, claro está, era que el único sitio que había para esconder la pistola dentro del dormitorio era el baúl y tenía el curioso presentimiento de que el propietario a lo

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mejor miraba ahí. Otra posibilidad era llevarla conmigo, pero no me gustaba. Imaginemos que al salir del apartamento me paraba un policía, me registraba y terminaba encontrando que llevo encima mis herramientas de ladrón y, además, la pistola. No parecía una buena idea.

Tampoco una en la que haber malgastado mi tiempo. Después de todo, el asunto importante era dónde había ido a parar la figurita de mono. Si seguía en el apartamento, encontrarla no iba a resultar una tarea tan fácil como encontrar una caja fuerte en la pared. Cierto que el apartamento no tenía demasiados muebles, pero la figurita de mono no tenía más que unos centí-metros de alto y podía estar escondida en cualquier parte. Y eso suponiendo que aún estuviera allí. El americano había insistido en que estaría debajo de la almohada, pero allí no estaba.

Volví a mirar mi reloj. Faltaba poco para las nueve y media, lo que significaba que solo me quedaba una hora hasta la cita que tenía con el americano y apenas media hora para que el hombre delgado y el grande terminaran de cenar. Los márgenes empezaban a estrecharse de forma incómoda y eso asumiendo que el americano no los estrechara más aún despidiendo a su compañía y deseándoles con antelación que pasaran buena no-che. No era del todo improbable. Después de todo, el americano no sabía si yo había cambiado de idea, incluso si esperaba que pudiera haberlo hecho.

Diez minutos. Ese era todo el tiempo que me iba a conce-der y no era, desde luego, mucho tiempo. Estaba claro que no podía dudar más, pero ¿por dónde empezar? Sacudí la cabeza y miré al techo, quizá esperando una pista. Lo que resulta curioso, porque de hecho encontré algo mucho mejor que eso: una trampilla.

La trampilla estaba justo encima de mi cabeza, pero no me había dado cuenta antes porque estaba pintada del mismo co-lor que el resto del techo. Y, menuda sorpresa, el baúl estaba colocado justo debajo. Qué curioso.

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Sin perder el tiempo, me metí la pistola en la cinturilla del pantalón, cerré la tapa del arcón y me subí encima. De puntillas, empujé la trampilla hacia el techo y, con cuidado, la coloqué hacia un lado. Entonces tanteé la abertura con la punta de los dedos. La madera era áspera y granulosa, y estaba cubierta de polvo. Palpé alrededor del marco de madera y seguí sin encon-trar lo que estaba buscando. Pero sentí un pálpito de todos modos, así que me coloqué la linterna en la boca y, con la ayuda un salto bien calculado y de un empujón, logré impulsarme y meter la cabeza en la abertura. Claro, no había tenido la pre-visión de encender la maldita linterna, así que tuve que subir más alto hasta que mis codos descansaron en el borde interior de la trampilla y pude alcanzar la linterna con la mano que me quedaba libre. La encendí y recorrí con la luz el interior, frío y con olor a humedad. No había nada de interés delante de mí, así que usé los codos para moverme, con las piernas colgando en la habitación que quedaba debajo, e hice un círculo casi completo antes de ver la figurita del mono. Estaba justo al otro lado del marco de madera de la apertura, tumbada de costado sobre el esponjoso aislamiento de la buhardilla, con los ojos sorprendidos y abiertos de par en par, tapándose la boca con las patas delan-teras. Alargué el brazo para cogerla y la agarré con la mano, preguntándome cómo demonios podía valer todo este esfuerzo.

Y me hice más preguntas cuando oí un golpe seco que resonó alto en el pasillo, seguido de un segundo golpe y del sonido de la madera al resquebrajarse.