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Tratado cristiano
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NO HAY LIBERTAD
SIN CRISTO
Martyn Lloyd-Jones
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“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.” —Juan 8:32
En ocasiones creo que la mejor señal que puede tener un hombre de que está
predicando el evangelio de Cristo y no simplemente entregándose a su propia fantasía
es que ciertas personas objeten con virulencia a lo que está diciendo y se sientan
disgustadas y resentidas con él por haberlo dicho. No es que piense que el propósito
del predicador sea atacar e intentar ofender a las personas deliberadamente —
porque eso es únicamente una demostración de despecho y odio personal—, sino más
bien que me parece obvio, a partir de la lectura de los Evangelios y de la observación
de incidentes como el que estamos considerando esta noche, que el evangelio tiene
la curiosa facultad de disgustar a cierto tipo de personas. Ciertamente, estoy seguro
de que una de las principales causas del declive en el número de feligreses y asistentes
a las iglesias es el hecho de que la Iglesia, en un intento de conciliar y agradar a las
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masas, ha diluido y desprovisto de vida hasta tal punto al evangelio de Cristo y lo ha
dejado tan inocuo que un gran número de personas ni siquiera lo considera ya una
posible teoría vital. «La predicación actual —se nos dice— no salva a los hombres, las
iglesias no están consiguiendo conversiones». Pero existe algo aún peor que eso en la
situación tal como la veo, y es que la predicación actual ni siquiera disgusta a los
hombres, les deja exactamente donde están, sin la menor agitación o perturbación.
Ahora bien, al leer los Evangelios no hay nada tan claro como el hecho de que la
predicación de Jesucristo solo tenía dos posibles efectos en sus audiencias: o bien
salvaba a los hombres o bien los enemistaba por completo y les hacía oponerse,
perseguir, amenazar e insultar.
¡Qué diferente es la situación que se presenta en el Nuevo Testamento de la imagen
que presenta hoy la Iglesia y la idea que se tiene de ella en estos tiempos! En la
actualidad, las personas conciben la iglesia como un lugar que atrae a cierto tipo de
personas débiles, emocionales y sosas, donde se dan discursos completamente
inofensivos e inertes, donde se habla de «amor» y «belleza», donde se pregonan
«pensamientos hermosos» e «ideas bellas», donde se hablan palabras tranquilas,
reconfortantes y de ánimo y donde, por encima de todo, no se debe decir nada que
pueda perturbar a alguien y mucho menos que moleste o irrite. La iglesia se considera
una especie de botica donde se distribuyen medicamentos y remedios tranquilizantes
y donde todo el mundo debe sentirse cómodo. Y el tema esencial de la iglesia debe
ser «el amor de Dios». Cualquiera que quebrante estas normas y produzca un efecto
perturbador en los miembros de su congregación es considerado alguien
cuestionable, desagradable, y se le acusa de emitir sus propias opiniones y prejuicios
en lugar de predicar el evangelio, del que se dice que no es sino la cantinela del «amor
de Dios». Ahora bien, como ya he indicado, esa acusación puede ser perfectamente
cierta; el ministerio de un hombre puede cuestionarse simplemente porque es un
alma mezquina y vil que convierte el púlpito en un fortín de cobardes y lo utiliza
simplemente para descargar su bilis contra sus enemigos personales. Pero ese no es
el único caso en el que un ministerio puede resultar cuestionable para ciertas
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personas; existe otra razón, y es la mejor y la principal: que esté predicando con
sinceridad el evangelio de Jesucristo.
¡Consideremos los Evangelios y el relato de la predicación de los Apóstoles que
tenemos en el libro de Hechos! Si alguna vez hubo alguien que conoció el amor de
Dios, si alguna vez se predicó y entendió el amor de Dios, si alguna vez hubo una
autoridad en ese amor, ese fue Jesucristo. Dijo que había venido a la tierra por él, hizo
su obra sustentado por él, lo reveló en sus milagros y maravillosas obras, estuvo
dispuesto a morir por él y, sin embargo, ¿qué efecto produjo en sus audiencias?
¿Volvieron todos del culto a casa sonriendo y felices, sintiéndose complacidos y
satisfechos consigo mismos? ¿Fue su ministerio perfecto uno en que nadie se ofendía
y nadie mostraba resentimiento alguno? ¿Evidencian sus cultos lo que es tan popular
en la actualidad: edificios con la «tenue luz religiosa» donde se cantan agradables
himnos, se ofrecen agradables oraciones y un «breve» sermón de buen gusto y con
notas culturales? Leamos las páginas del Nuevo Testamento y veamos la respuesta.
Consideremos particularmente las páginas del evangelio según Juan —Juan el
discípulo amado, Juan el apóstol del amor, Juan el que de hecho escribió la frase «Dios
es amor»—, leamos su relato del ministerio de Cristo. En él hallaremos que en una
ocasión, a causa de ciertas cosas que Cristo había dicho, «muchos de sus discípulos
volvieron atrás, y ya no andaban con él» (Juan 6:66–67). En esa ocasión, el efecto de
su predicación fue enviar a casa a cierto número de personas con la determinación de
no volver a escucharle. Y al marcharse, «dijo entonces Jesús a los doce: ¿Queréis acaso
iros también vosotros?». Parecía que todo el mundo iba a abandonarle y
momentáneamente pareció dudar aun de sus propios doce discípulos. No hay frase
que se repita con más frecuencia al final de sus discursos que esta: «Entonces
procuraban prenderle» y «tomaron entonces piedras para arrojárselas». Casi en cada
ocasión que predicaba se producía un conciliábulo entre ciertas personas para
determinar cómo podrían prenderle o destruirle.
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No me hace falta desarrollarlo más: no se puede decir en ningún sentido de la palabra
que el evangelio tal como lo predicó Cristo fuera cómodo de escuchar; nunca dejó a
los hombre impertérritos, o bien les emocionaba o bien les enfurecía. Porque es un
evangelio de doble filo que declara que «el que en él cree, no es condenado; pero el
que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito
Hijo de Dios» (Juan 3:18). Si no te salva, forzosamente te condena. Hay una cosa cierta,
no podemos quedar indiferentes. No es que la misión de Cristo fuera condenar a nadie
—vino para salvar— o que aquellos que predican el verdadero evangelio tengan la
misión de condenar, sino que el propio evangelio, la mismísima verdad de Dios, por
fuerza salva al hombre o le condena. Es inconcebible que la misma Palabra de Dios no
cause efecto alguno, y que podamos escucharla y quedar impertérritos. Hay algo
«punzante» en todas sus declaraciones, un sentido en que a la fuerza tienen que
parecer casi ofensivas a cada hombre natural, porque al decir que había venido para
salvar a los hombres, Cristo indicaba que los hombres necesitan la salvación y que sin
él están perdidos. Ahora bien, esa es una de las últimas cosas que nos gusta admitir
acerca de nosotros mismos: toca nuestra dignidad y nuestro amor propio y nos
oponemos como lo hicieron los judíos entonces cuando dijo: «Y conoceréis la verdad,
y la verdad os hará libres».
Simplemente examinemos la historia de los judíos y observemos cómo habían
reaccionado ante el evangelio de Cristo. Les estaba hablando acerca de sí mismo, de
su misión y de su unión con el Padre. Sus palabras eran tiernas y sublimes: «Porque el
que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre
lo que le agrada» (Juan 8:29). Y se nos dice que «hablando él estas cosas, muchos
creyeron en él». En otras palabras, creyeron que lo que estaba diciendo era cierto y
que verdaderamente era el Mesías que habían estado esperando. Hasta entonces
había estado hablando de sí mismo y ellos habían aceptado su testimonio, pero
cuando pasó a decir «si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis
verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres»,
empezaron los problemas. Estas mismas personas que acababan de creer que él era
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el Mesías y que estaba en constante comunión con Dios, estas mismas personas se
dirigieron a él y, con una mezcla de asombro y enfado, le dijeron: «Linaje de Abraham
somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?». ¡Qué
sorprendente nos parece esta objeción si consideramos el relato de manera
meramente superficial! «¿Qué podían objetar ante una declaración tan hermosa
acerca de la libertad?», nos vemos impelidos a preguntar. «¿No debieran haberla
aceptado con gozo y haberse regocijado en ella?». Y, sin embargo, no lo hicieron, y
ello por una razón muy obvia. Jesucristo, al prometerles que la verdad que recibirían
les haría «libres», quería decir al mismo tiempo que se encontraban en un estado de
esclavitud y cautiverio. Aunque creían que él era el mismísimo Mesías de Dios,
objetaban a esta declaración en la que señalaba que había algo erróneo en su estado
presente. «Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo
dices tú: Seréis libres?».
¡Ay!, el evangelio de Cristo está bien siempre y cuando se ocupe meramente de Cristo
y su misión, mientras se preocupe tan solo de cosas generales; pero en el momento
que empieza a aplicarse a nosotros se convierte en algo personal y ponemos
objeciones. Una cosa es derramar lágrimas ante representaciones y retratos
dramáticos de Cristo muriendo en la cruz; pero recuerda, si crees que Cristo tuvo que
morir en la cruz por ti, significa forzosamente que te encontrabas en tan terrible
estado y situación que solo su muerte podía salvarte. No hay nada que nos condene
hasta tal extremo como esa cruz y esa muerte que nos salva y redime. ¿Te has visto
alguna vez tan desesperadamente implicado en el pecado y tan incapaz de afrontar la
vida y el poder del diablo que nada sino esa muerte podía salvarte? Si no, estás en la
misma situación que esos judíos. Crees que Cristo era el Hijo de Dios; le crees, pero
no crees en él; y la creencia, a menos que sea una creencia en él, es completamente
inútil, como demuestra a estas personas aquí. ¿No es ese el gran tropezadero de
nuestros días? Nos gusta leer y considerar la enseñanza de Cristo, nos gusta
considerar su noble vida y ejemplo y reflexionar acerca de ello, puede que hasta
admitamos que era el Hijo de Dios; pero nos disgusta toda esta monserga de la
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conversión y el nuevo nacimiento. ¿Por qué? Porque implica que necesitamos
convertirnos y que, hasta que hayamos nacido de nuevo, estamos perdidos y
«muertos en pecado». No importa lo que cambie la vida y las vueltas que den las
ideas; hay una cosa tan arraigada en la naturaleza humana que nunca varía ni oscila,
y es nuestra buena opinión acerca de nosotros mismos. Nos gusta un evangelio que
nos interese, que nos seduzca, que apele a nuestras emociones y a nuestros
sentimientos, nos gusta en tanto en cuanto presenta ideas y el ideal de vida; pero
cuando promete «liberarnos» y darnos la libertad, tropezamos con él, ponemos
objeciones, porque al ofrecernos libertad indica nuestro presente cautiverio. Y, sin
embargo, esto es lo que ofrece Cristo y lo que Cristo dice, y toda nuestra dificultad
con respecto a esto gira en torno a nuestro falso concepto de la libertad.
Ahora bien, lo primero que se nos deja claro aquí es que nuestro falso concepto de lo
que constituye la libertad nos impide ver nuestro verdadero cautiverio.
Concentrándonos como lo hacemos en las cosas que nos rodean y luchando por la
libertad en ciertas cuestiones específicas, puede que no comprendamos que estamos
atados por un cautiverio y una tiranía personal. Estos judíos que se nos presentan
aquí, debido a que eran descendientes de Abraham y hombres libres en un sentido
político, desdeñaban la indicación de que necesitaban ser libres. «Vamos —decían—,
nunca hemos sido cautivos de ningún hombre» (¡considerando la cautividad egipcia y
babilónica como meros incidentes!). «Ya somos libres. Nunca hemos doblado nuestra
rodilla ante ningún señor o poder extranjero, jamás hemos sido esclavos. Nuestra
libertad ha sido siempre nuestro gran orgullo». En este discurso casi podemos
escuchar el estribillo de:
¡Gobierna, Gran Bretaña! ¡Gobierna, Gran Bretaña, las olas!
Los británicos nunca, nunca, nunca, serán esclavos.
Toda la raza humana tiene este sentimiento instintivo y hay hombres que han muerto
para obtener la libertad en este sentido político. Ahora bien, todo hombre digno de
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este nombre simpatiza con esto. El hombre que se conforma con seguir siendo esclavo
y estar sometido a una cruel tiranía es despreciable; y sin embargo, maravilla de
maravillas, aquellos que claman con más fuerza por este tipo de libertad son muy a
menudo esclavos de sus propias naturalezas malignas. Algunos de los más grandes
reformadores, hombres que han vivido y muerto por amor de la libertad de su país y
de su clase han sido mientras tanto esclavos de sus propios ataques de ira, de sus
deseos y ambiciones. «Somos libres —dicen los judíos— y siempre lo hemos sido».
«Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado,
esclavo es del pecado». Las personas del mundo actual que oprimen a otros son libres
en comparación con aquellos a quienes oprimen, pero en sus vidas personales son
esclavos y mercenarios; gobernados por el deseo de poder, el deseo de dinero, el
deseo de pompa, de extravagancia y de autoindulgencia. La libertad política es un
derecho del hombre. «Libertad, igualdad y fraternidad» es uno de los lemas más
nobles que se hayan acuñado y, sin embargo, te digo que, habiendo obtenido libertad
absoluta en ese aspecto, podemos seguir siendo infelices y desgraciados porque
somos esclavos de nuestras propias naturalezas. Las personas a quienes Cristo más
compadecía eran aquellas que pensaban que su riqueza y posición les hacían libres.
Según él, el tirano que debe ser más temido y evitado es Mamón. Juan Bunyan,
encarcelado en Bedford, conocía una libertad que sus acusadores jamás habían
experimentado. Los mártires cristianos que iban a la hoguera siempre compadecieron
a las personas que los enviaban allí y oraron por ellas. La libertad política es
importante, pero no es suficiente y no lo es todo. Consideremos por otro lado a las
personas que declaran tener libertad de pensamiento. «Me niego a estar atado —dice
el hombre— por cualquier cosa que me haya precedido. Declaro ser independiente y
un pensador original. Me niego a tomar mis ideas de otros y a ser obligado a creer en
algo». Ahora bien, hay un sentido en que esas palabras pueden ser perfectamente
ciertas e indicar un verdadero cristianismo, tal como demostraré; pero, al margen de
la libertad que proporciona la verdad de Cristo, ¡qué vacía y hueca es esa pretensión!
Después de todo, ¿cuál es tu idea y tu opinión? ¿Hasta que punto eres
verdaderamente responsable de ella? Considera lo que la construye y lleva a ella. Mira
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a tu alrededor y verás que todas esas ideas están determinadas por una serie de
accidentes. El lugar donde te educaste supone una diferencia; existe tal cosa como un
genio racial. Los celtas y sajones comienzan con distintos prejuicios y
predisposiciones. Tus padres y antepasados suponen una diferencia. También
cuentan, y mucho, los hechos de la vida que te rodean. Tus amigos, tus escuela y
universidad, tus maestros y profesores; todos ellos deben tenerse en cuenta al pensar
en la formación de las opiniones de un hombre. Consideremos los violentos
enfrentamientos entre grupos y clases antagónicas. Ambos lados afirman que piensan
de una forma libre y sin coerción; sin embargo, eso no puede ser cierto. Considera la
violencia con que plantean sus ideas y la violencia y el resentimiento con que las
proponen. Observa cómo envilecen y cómo maltratan a sus oponentes. ¿Por qué?
Porque no controlan ni dominan sus propias ideas sino que, como decimos, «se dejan
llevar» por ellas. Antes de que un hombre tenga el derecho a afirmar que piensa en
libertad, debe ser capaz de decir que ha considerado el otro lado tan cuidadosa y
desapasionadamente como el suyo. Los antiguos filósofos lo admitían, y la ausencia
de pasión y violencia en las ideas era para ellos la verdadera prueba de la sabiduría y
libertad de pensamiento. ¿Has observado también cómo cambian las ideas y
opiniones de los hombres a medida que cambian las circunstancias y cómo siguen
enorgulleciéndose de ser pensadores libres, independientes y originales? «He llegado
a la conclusión —dice el hombre— de que Dios no existe y de que la religión no es
sino una farsa y una droga». Y se enorgullece de lo que considera una opinión libre e
independiente. ¿Estás seguro de que tienes el derecho a expresar semejante opinión?
¿Has considerado todas las pruebas y argumentos y tienes una teoría infalible por la
que puedes explicar la vida en ausencia de Dios? Debemos admitir que existe una
diferencia entre la libertad de expresión y la libertad de pensamiento. Todos podemos
decir lo que queramos, pero ciertamente no podemos pensar lo que queramos: somos
una masa de prejuicios y de influencias hereditarias y ambientales. Estamos
condicionados en nuestro pensamiento por todos los factores que han hecho de
nosotros lo que somos.
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Pero nuevamente, aun si, como los filósofos griegos, lográramos superar todos estos
prejuicios, aun así, en un sentido moral, podemos ser esclavos. ¡Qué triste, patética y
absurda es toda esta petición de libertad moral en nuestros tiempos y esta afirmación
de que tenemos derecho a vivir nuestras vidas a nuestro modo! Lejos esté de mí
defender una moralidad fría e inhumana (me paso la mayor parte de mi tiempo
denunciando estas cosas). Sin embargo, en esta libertad moral de la que presumimos,
¡cuán obvia es la tiránica mano del diablo y el pecado! En nombre de esta libertad, los
hombres y las mujeres rompen con lo que les exigen sus padres, sus maridos y
mujeres, sus hijos y todo lo demás. «¿Por qué tengo que estar atado? ¿Por qué no voy
a tener libertad para vivir mi propia vida?». Y siguen adelante. Sin embargo, ¿obtienen
libertad? ¿Son libres de la forma en que gustan de considerarse libres? ¿Son felices y
están satisfechos sin preocupación alguna ni nada que les limite? Tras abandonar a
padres, marido, mujer e hijos, tras quebrantar las normas y restricciones, ¿son libres
estas personas y libres para hacer lo que les plazca? ¡No! No importa cómo se libren
de los demás; pero hay una voz y una persona en su interior de la que nunca pueden
desembarazarse. ¡Qué felices serían si pudieran! A cada movimiento hay una voz en
su interior que les grita: «¡Cobarde, sinvergüenza, mezquino!». Intentan ahogar esa
voz con más placer, quebrantando más reglas convencionales, pero sigue ahí; y
cuando quiera que hay un respiro en el juego, esta voz en nuestro interior, esta otra
persona que tenemos dentro, que llevamos con nosotros a todas partes, se mofa de
nosotros y nos reprende, nos desafía y nos pone en ridículo. ¿A qué se debe que
cuando uno entra en el camino licencioso y de pecado invariablemente va cada vez
más lejos? La respuesta es que no puede hallar satisfacción, no puede hallar paz, no
puede hallar felicidad y sigue ahondando cada vez más en un intento de reprimir esa
voz y olvidar su propio pasado. ¿Qué significan el remordimiento y la angustia la
mañana después del libertinaje? Simplemente que esa voz, esa persona en tu interior
que te sigue a todas partes, está objetando, exigiendo sus derechos. «Sabed que
vuestro pecado os alcanzará», dice Números 32:23. Podemos observar la forma en
que se expresa. No necesariamente significa que el mundo descubrirá tu pecado, no
es que otros lo descubran, sino que tu propio pecado te alcanzará. No te dejará en
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paz. Todas las cosas necias, pecaminosas y egoístas que has hecho, todos los actos
mezquinos y viles, toda la falta de honradez, toda la frivolización del código moral,
todas las cosas que has hecho y que sabes que no debes hacer, todas las cosas que
intentas disculpar, todas las cosas que intentas justificar preguntándote: «¿Por qué
no debo hacerlas?»; todas esas cosas surgirán ante ti con su dedo acusador. Estarás
tumbado solo en la cama, sin nadie a tu lado, y allí te enfrentarás al panorama, a una
pesadilla, de todas las cosas que has hecho o has descuidado. Te reprocharán, se
reirán de ti, te sondearán, te molestarán y atormentarán y no podrás evitarlas:
¡«Sabed que vuestro pecado os alcanzará»! ¿Libertad moral? Vamos, ninguno de
nosotros la tiene. Tenemos nuestra propia oposición en nuestro interior y no
podemos escapar de ella. Esta persona que va con nosotros a todas partes, que nos
sigue a los lugares secretos y registra nuestros mismísimos pensamientos e
imaginaciones se adueña de nosotros y no podemos evitarlo. Es implacable y no
atiende a excusas.
¿Me hace falta decir algo más acerca de este cautiverio? Cualquiera que piense debe
admitir de inmediato que somos esclavos y cautivos de nuestras propias naturalezas
indignas. Más aún, Cristo deja claro aquí que no podemos esperar liberarnos a
nosotros mismos, porque dice «y la verdad os hará libres». Como hemos visto, no
podemos liberarnos a nosotros mismos porque, en ese caso, hace tiempo que lo
habríamos hecho; pero —alabado sea Dios— podemos ser liberados porque «la
verdad os hará libres».
Ahora bien, una religión o una creencia que no libere a los hombres no tiene valor
alguno en absoluto, y debemos recordar que existe una forma de religión, de
asistencia a la iglesia y de considerarse miembros que es pura esclavitud. Hay
personas que son religiosas simplemente porque temen no serlo; asisten a un lugar
de culto porque fueron criadas para hacerlo así, porque es la costumbre y la tradición.
Creen en la Biblia meramente porque se les enseñó a hacerlo así y aceptan los dogmas
y doctrinas porque se los enseñaron sus padres y sus antepasados. Esto es lo que
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Cristo denomina en el versículo 35 de este capítulo «ser un esclavo de la casa».
Profesar una creencia en Dios y su Palabra, obedecer los mandatos de Dios,
abstenerse de vicios y pecados, llevar una vida decorosa y respetable de cara al
exterior es estar, en un sentido, en la casa de Dios; pero tal persona esta ahí
únicamente como esclava, como mercenaria, como sierva. No es libre. Su situación es
exactamente la misma que la del hindú, la del mahometano o el pagano que adora al
sol y otras cosas simplemente porque sus padres así lo hicieron. Es cautiva de la
costumbre, la tradición y el miedo. Esa no es la libertad que promete Cristo. No es
sino una creencia superficial que se basa en lo que otros han pensado y dicho al
respecto. La fe inexpugnable, la fe que libera, la que deslumbra el alma de un hombre
de tal forma que le hace decir: «Sé que esta es la verdad de Dios. Su enseñanza ha
tocado las fuentes más profundas del pensamiento y el sentimiento en mi pecho, ha
despertado mi conciencia, movido mi corazón, ha encendido mis aspiraciones a una
vida más pura, mejor, ha traído paz y descanso a mi espíritu, y aunque todos lo
nieguen, sé que es cierta porque ha cambiado mi vida». La verdad que libera es
aquella que tenía Pablo y que le movió a decir al escribir a los gálatas: «Mas si aun
nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos
anunciado, sea anatema» (Gálatas 1:8).
Bien, ¿cuál era ese evangelio? Solo este: que Jesucristo es el Hijo de Dios, que al morir
cumplió la ley y destruyó el poder de la muerte, que al hacerlo canceló el poder del
pecado y borró la deuda pecaminosa del género humano y que, por el poder de su
Espíritu, un hombre puede ser creado de nuevo y empezar una nueva vida que es una
vida eterna. ¿Cómo puedo ser feliz y liberado de la carga de todos mis pecados
pasados? ¿Cómo puedo contestar a esta voz en mi interior que me reprocha y se ríe
de mí cuando soy consciente de mi culpa? Pero cuando veo y creo que Cristo ha
tomado sobre sí ocuparse de mis pecados, cuando sé que Dios me perdona a través
de Cristo, cuando sé que mis pecados pasados son borrados, que los diablos se rían y
se mofen, que todas las voces en mi interior y del Infierno me insulten e intenten
esclavizarme, sé que soy libre y puedo enfrentarme a ellos. Conozco su poder, lo he
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experimentado en miles de ocasiones; pero, alabado sea Dios porque ahora conozco
un poder más grande. Ahora conozco un poder que puede llevar cautiva a la
cautividad, un poder que hace desaparecer la muerte y la tumba «en la victoria». Mi
pasado está limpio y soy libre. «Pero aún debes vivir —dices— y te encontrarás con
tentaciones que tentarán a tus pasiones y deseos. ¿No es prematuro tu grito de
libertad?». No, querido amigo, el poder en el que creo no es meramente un poder
que trate el pasado. Jesucristo no es meramente un personaje histórico: vive, reina y
actúa en este mundo a través del Espíritu Santo aquí y ahora. Mis pasiones no son
destruidas, mis facultades no son canceladas, pero por medio de su poder las utilizo
en otro sentido. Estas mismas pasiones y facultades que utilizaba para servir al diablo
se emplean ahora al servicio de Dios. Mis propias debilidades ahora glorifican a Dios.
La pasión con que maldecía y blasfemaba es ahora pasión con la cual glorifico a Dios;
la habilidad que ponía al servicio de mis propios deseos egoístas es ahora habilidad
que utilizo para predicar y difundir el Reino de Dios y la salvación para los pecadores.
¡Porque no es mi pasado ni una parte de mí mismo lo que ha sido salvado, sino yo
mismo! Eso es lo que profesa el cristiano, eso es lo que significa que la verdad hace
libres a los hombres. No es la confianza en uno mismo sino la confianza en Cristo la
que ha dominado y controlado mi ser. ¿Qué temeré si me apoyo en él y su poder? Él
se interpone entre mí y mi pasado, siempre está ahí para ayudarme y siempre me guía
hacia el futuro. Aunque siga siendo débil, él es fuerte; aunque mi asimiento pueda
fallar y yo pueda flaquear, él no. ¡No debo temer, no tengo por qué preocuparme, su
poder es eterno y en su fortaleza soy libre! Aunque la vida me decepcione, que todo
esté en mi contra, aunque todos los diablos del Infierno me ataquen —cosa que
harán—, aún diré:
¿De Aquel que me ama, quién podrá mi alma apartar?
¿Vida, muerte, tierra, Infierno?
¡Soy suyo para toda la eternidad!
¡Hombres y mujeres! ¡Creed en Cristo y seréis libres! Amén.