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1 NOSOTROS Y LOS OTROS Reflexión sobre la diversidad humana por TZVETAN TODOROV ETNOCENTRISMO EL ESPIRITU CLASICO La diversidad humana es infinita; si quiero observarla, ¿por dónde empiezo? Digamos, para entrar en materia, que es preciso distinguir entre dos perspectivas (que guardan relaciones entre sí). En la primera, la diversidad es la de los propios seres humanos; en este caso, se quiere saber si formamos una sola especie o varias (en el siglo xviii, este debate se formulaba en términos de "monogénesis" y "poligénesis"); y, suponiendo que sea una sola, cuál es el alcance de las diferencias entre grupos humanos. Planteado de otra manera, se trata del problema de la unidad y la diversidad humanas. En cuanto a la segunda perspectiva, desplaza el centro de atención hacia el problema de los valores: ¿existen valores universales y, en consecuencia, la posibilidad de llevar los juicios más allá de las fronteras, o bien, todos los valores son relativos (de un lugar, de un momento de la historia, incluso de la identidad de los individuos)? Y, en cl caso en que se admitiera la existencia de una escala de valores universal, ¿cuál es su extensión, que abarca, qué excluye? El problema de la unidad y la diversidad se convierte, en este caso, en el de lo universal y lo relativo; y es por ahí por donde voy a comenzar esta exploración. La opción universalista puede encarnar en diversas figuras. Merece estar en primer lugar el etnocentrismo, porque es la mis común de ellas. En la acepción que aquí se da al vocablo, el etnocentrismo consiste en el hecho de elevar, indebidamente, a la categoría de universales los valores de la sociedad a la que yo pertenezco. El etnocentrista es, por así decirlo, la caricatura natural del universalista. Este, cuando aspira a lo universal, parte de algo particular, que de inmediato se esfuerza por generalizar; y ese algo particular time que serle necesariamente familiar, es decir, en la práctica, debe hallarse en su cultura. Lo único que lo diferencia del etnocentrista —pero, evidentemente, en forma decisiva— es que este atiende a la ley del menor esfuerzo y procede de manera no crítica: cree que sus valores son los valores, y esto le basta; jamás trata, realmente, de demostrarlo. El universalista no etnocéntrico (que cuando menos podemos tratar de imaginar) trataría de fundamentar en la razón la preferencia que siente por ciertos valores en detrimento de otros; incluso, se mostraría particularmente vigilante respecto de aquello que, aun cuando le pareciera universal, figurara en su propia tradición; y estaría dispuesto a abandonar lo que le es familiar y a adoptar una solución observada en un país extranjero, o encontrada por deducción. El etnocentrismo tiene, pues, dos facetas: por una parte, la pretensión universal, y por la otra, el contenido particular (frecuentemente nacional). Los ejemplos de etnocentrismo, en la historia del pensamiento en Francia, al igual que en la de los demás países, son innumerables; sin embargo, si se busca el

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NOSOTROS Y LOS OTROS

Reflexión sobre la diversidad humana por TZVETAN TODOROV

ETNOCENTRISMO

EL ESPIRITU CLASICO

La diversidad humana es infinita; si quiero observarla, ¿por dónde empiezo? Digamos, para entrar en materia, que es preciso distinguir entre dos perspectivas (que guardan relaciones entre sí). En la primera, la diversidad es la de los propios seres humanos; en este caso, se quiere saber si formamos una sola especie o varias (en el siglo xviii, este debate se formulaba en términos de "monogénesis" y "poligénesis"); y, suponiendo que sea una sola, cuál es el alcance de las diferencias entre grupos humanos. Planteado de otra manera, se trata del problema de la unidad y la diversidad humanas. En cuanto a la segunda perspectiva, desplaza el centro de atención hacia el problema de los valores: ¿existen valores universales y, en consecuencia, la posibilidad de llevar los juicios más allá de las fronteras, o bien, todos los valores son relativos (de un lugar, de un momento de la historia, incluso de la identidad de los individuos)? Y, en cl caso en que se admitiera la existencia de una escala de valores universal, ¿cuál es su extensión, que abarca, qué excluye? El problema de la unidad y la diversidad se convierte, en este caso, en el de lo universal y lo relativo; y es por ahí por donde voy a comenzar esta exploración.

La opción universalista puede encarnar en diversas figuras. Merece estar en primer lugar el etnocentrismo, porque es la mis común de ellas. En la acepción que aquí se da al vocablo, el etnocentrismo consiste en el hecho de elevar, indebidamente, a la categoría de universales los valores de la sociedad a la que yo pertenezco. El etnocentrista es, por así decirlo, la caricatura natural del universalista. Este, cuando aspira a lo universal, parte de algo particular, que de inmediato se esfuerza por generalizar; y ese algo particular time que serle necesariamente familiar, es decir, en la práctica, debe hallarse en su cultura. Lo único que lo diferencia del etnocentrista —pero, evidentemente, en forma decisiva— es que este atiende a la ley del menor esfuerzo y procede de manera no crítica: cree que sus valores son los valores, y esto le basta; jamás trata, realmente, de demostrarlo. El universalista no etnocéntrico (que cuando menos podemos tratar de imaginar) trataría de fundamentar en la razón la preferencia que siente por ciertos valores en detrimento de otros; incluso, se mostraría particularmente vigilante respecto de aquello que, aun cuando le pareciera universal, figurara en su propia tradición; y estaría dispuesto a abandonar lo que le es familiar y a adoptar una solución observada en un país extranjero, o encontrada por deducción.

El etnocentrismo tiene, pues, dos facetas: por una parte, la pretensión universal, y por la otra, el contenido particular (frecuentemente nacional). Los ejemplos de etnocentrismo, en la historia del pensamiento en Francia, al igual que en la de los demás países, son innumerables; sin embargo, si se busca el ejemplo más apropiado —y por el momento no se trata más que de un ejemplo que, sencilla-mente, permita fijar las ideas—, cabe mencionar lo que Hyppolite Taine denomino, en les Origines de la France contemporaine, "el espíritu clásico", el de los siglos XVII y XVIII, y que a veces (en el extranjero) se identifica simplemente con el espíritu francés. Es preciso decir, para empezar, que la gran corriente del pensamiento en esa época se dedica a representar al hombre "en general", más allá de sus variantes; la lengua misma se pretende universal, por ser lengua de la razón; y es, de hecho, hablada fuera de las fronteras francesas. Cuando Pascal anuncia el proyecto de su obra, escribe: "Primera parte: Miseria del hombre sin Dios. Segunda parte: Felicidad del hombre con Dios" (Pensées, 60). El hombre está en singular, acompañado del artículo definido. Lo que dice Pascal tiene que poderse aplicar a todos los hombres, al hombre en general. La Rochefoucauld comienza con una "Advertencia al lector", donde introduce sus Maximes: "He aquí un retrato del corazón del hombre, que doy al público." Ni siquiera pregunta si este corazón es siempre el mismo, bajo todos los climas.

En cuanto a La Bruyère, él estaría dispuesto a plantearse la pregunta, pero solo con la finalidad de desecharla mejor. En el "Discours sur Théophraste", con el que introduce su tradición de los Caracteres del autor griego, la cual, a su vez, precede a sus propios Caracteres, justifica su proyecto de la siguiente manera: "En efecto, los hombres en nada han cambiado en cuanto al corazón y a las pasiones; son aún tal como eran y como los mostro Teofrasto" (p. 13). Toda la primera parte de su obra se refiere, una y otra vez, a la misma cuestión: nada ha cambiado en el mundo, y los autores de la antigüedad siguen siendo perfectamente actuales. Su trabajo propio as-pira menos a ser original que perenne y universal: "Permítaseme aquí una vanidad acerca de mi obra: estoy casi dispuesto a creer que es preciso que mis

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retratos expresen bien lo que es el hombre en lo general, puesto que se parecen a tantos en particular" ("Prefacio" al Discours de l'Académie, p. 488).

La Bruyère no ignora que ocurren cambios con el tiempo, cuan-do escribe: "Nosotros, que somos tan modernos, vamos a ser antiguos dentro de algunos siglos" ("Discours sur Theophraste", p. 11); e igualmente: "Los hombres no tienen usos ni costumbres que sean de todos los siglos, [las costumbres] cambian con el tiempo" (p. 12). Pero estos cambios no tocan más que la superficie de las cosas: "Dentro de cien años, el mundo aún subsistirá en su totalidad: será el mismo teatro con los mismos decorados, aunque no sean los mismos actores" ("De la tour", 98, p. 246). Esta diferencia aparentemente no tiene ninguna importancia; La Bruyère pretende; entonces, observar su época y extender sus conclusiones a toda la duración de la historia; de la misma manera en que declara, con todas sus tetras, que no conoce más que Francia y, en el seno de esta, únicamente la vida de la corte, sin que esto le impida esperar que sus observaciones tengan alcance universal: "Por mis que a menudo extraiga [los caracteres] de la corte de Francia y de los hombres de mi nación, no es posible, de todas maneras, restringirlos a una sola corte, o a un solo país, sin que mi libro pierda mucho de su amplitud y de su utilidad, sin que se aparte del plan que me he trazado, de describir a los hombres en general" (preámbulo a los Caracteres, p. 62).

La finalidad es describir a los hombres en general, y el medio, el de recurrir a los hombres que mejor se conoce, que en este caso son los representantes de la Corte. Esta manera de proceder contiene ya, en germen, un peligro de etnocentrismo (y de "sociocentrismo", esto es, la identificación de toda Ia sociedad con uno solo de sus grupos sociales). El proyecto universalista está bien presente entre los representantes del "espíritu clásico" en Francia, y no es eso lo que ha de reprochárseles; de cualquier forma, no es seguro que los medios utilizados estén a la altura de Ia tarea.

EL ORIGEN DE LOS VALORES

En principio, los moralistas del siglo xvii no ignoran la diversidad humana; desde cierto punto de vista son, incluso, relativistas a la manera de Montaigne. Reconocen sin vacilaciones la influencia que ejerce en nosotros la costumbre; ahora bien, ¿acaso la costumbre, la mayoría de las veces, no es nacional? Recordemos las famosas fórmulas de Pascal: "La costumbre es nuestra naturaleza" (89). "¿Que son nuestros principios naturales, sino nuestros principios acostumbrados?" (92). "Que cada quien siga las costumbres de su país" (294). Pero si las costumbres son a la vez poderosas y diversas, ¿cómo podrá conocerse al hombre sin tomar en cuenta sus costumbres? Pascal no se plantea esta pregunta. Es preciso decir que, en realidad, no forma parte de su proyecto describir las costumbres de los distintos pueblos. Sin embargo, se topa con el problema en una ocasi6n, cuando trata el tema dc las diversas religiones que existen en el mundo. Pas-cal no ignora cl peligro que le acecha at abordar esta materia. "Hay que admitir que la religión cristiana tiene algo de asombroso —'Es porque nació usted en ella', se nos dirá. No es por eso, ni mucho menos; me resisto, por esa misma raz6n, por temor a que este pre-juicio influya en mí; pero aunque haya nacido en ella, no dejo de sentirlo así" (615). Curiosamente, la única vez que tiene que abordar la diversidad concreta de las costumbres, Pascal asume inmediatamente una postura absoluta: la naturaleza de esos otros no es, quizá, más que una primera costumbre, pero no la suya; si defiende una religión, es en nombre de criterios absolutos, y no porque sea la de su país. Mas lo cierto es, claro está, que para él la religión no es una costumbre. Y siempre seguirá la misma t6nica: los demás son esclavos de la costumbre porque ignoran la verdadera fe; aquel que la conoce vive en lo absoluto, fuera dc la costumbre.

Así, pues, la práctica de Pascal no ilustra los principios relativistas que el enuncia. Sin embargo, esta práctica podría ser defendida en si misma: no es porque el país al que pertenezco posea tales valores, que yo deba necesariamente condenarlos; eso sería un etnocentrismo al revés, apenas más convincente que su versión al derecho, si se me permite expresarlo así. Es perfectamente posible que yo pertenezca a una religión, la compare con las otras y la encuentre la mejor de todas. Pero esta coincidencia entre lo ideal y lo que me es personal, evidentemente me tiene que hacer particularmente precavido en la elección de mis argumentos, "por temor a que este prejuicio me soborne".

¿Cuáles son los argumentos de Pascal? Dice: "Hay tres maneras de creer: la raz6n, la costumbre y la inspiraci6n. La religión cristiana, que es la única que posee la razón..." (245); pero esto no es más que una petición de principio. 0 bien plantea la "Falsedad de las demás religiones, que no tienen testigos" (592); o que "Mahoma no predijo; Jesucristo, predijo" (599). La religión cristiana "es la única que siempre ha sido" (605). ¡Pero estas razones dependen en demasía de la elección, aparentemente muy subjetiva, que se haga de determinados datos hist6ricos! Para mantener su alum proposici6n (la de que la religión cristiana es de codas las épocas), Pascal se ve obligado a ponerse "contra la historia de China" (594); pero no es negando los hechos como se sale de la costumbre. El razonamiento de Pascal es circular, y con ello ejemplifica el espíritu etnocéntrico: primero se definen los valores absolutos a partir de los valores personales, y en seguida se finge juzgar al mundo propio, con ayuda de este falso absoluto. "Ninguna religión más que la nuestra ha

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enseñado que el hombre nace en pecado, ninguna secta de filósofos lo ha dicho: en consecuencia, ninguna ha dicho la verdad" (606). Lo "verdadero" se define mediante lo "nuestro", lo cual no le impide venir a real-zar de inmediato el prestigio de lo "nuestro", ¡adornándolo con sus lindos colores! El universalismo de Pascal es de la especie más banal: la que consiste en identificar, de manera no crítica, nuestros valores con los valores; dicho de otra forma, es etnocentrismo.

La Bruyère, a su vez, está consciente de la diversidad de las costumbres, y sigue a Montaigne en la aceptación condescendiente que reserva a las diferencias. Declaramos bárbaros a todos los que no se nos parecen, lo cual es un gran error; nada sería más deseable que ver que la gente "se deshiciera del prejuicio que tiene respecto de sus costumbres y maneras, que, sin lugar a discusi6n, no solamente hace que las considere como las mejores de todas, sino que casi le hace decidir que todo lo que no se apega a ellas es despreciable" ("Discurso sobre Teofrasto", p. 11). Rápidamente condena el etnocentrismo estrecho de los demás: "El prejuicio del país, aunado al orgullo de la nación, nos hace olvidar que la raz6n pertenece a todos los climas, y que se piensa de manera junta en todos los lugares donde hay hombres: a nosotros no nos gustada que nos trataran así aquellos a los que denominamos bárbaros; si algo de bárbaros tenemos es el hecho de que nos horroricemos al ver que otros pueblos razonan como nosotros" ("Des jugements", 22, p. 351).

Los bárbaros son quienes creen que los otros, los que los rodean, son bárbaros. Todos los hombres son iguales, pero no todos lo saben; algunos se creen superiores a los otros, y es precisamente por ello que son inferiores; en consecuencia, no todos los hombres son iguales. Como se ye, esta definición no deja de plantear algunos problemas 16gicos, puesto que el hecho de observar que ciertos pueblos se creen superiores y en realidad son inferiores, me obliga a enunciar un juicio del géneros de los que yo condeno: que los demás son inferiores; haría falta que la comprobación de este tipo de inferioridad se apartara explícitamente de los comportamientos a los que se refiere. A partir de ahí, nada se le podría censurar a ese planteamiento, si no contuviera esta fórmula final: "razonar como nosotros". ¿Hay que creer que no existe más que una buena racionalidad, y que esta es la nuestra? ¿Acaso no se alaba a esos extranjeros porque saben razonar como nosotros? ¿Y si razonaran de otra manera? Porque, una dc dos: o bien la razón pertenece verdaderamente "a todos los climas", es rasgo universal y distintivo de la especie humana, y entonces el "razonar como nosotros" resulta superfluo, o bien no es así, y nuestra manera dc razonar es la única buena.

Lo cierto es que La Bruyére se inclina por la segunda solución, que es, una vez más, la versión etnocéntrica (o egocéntrica) del universalismo. Apenas acaba de definir lo bárbaro mediante un criterio independiente de sus países de origen, cuando renuncia a dicho criterio para regresar a una visión más familiar: "No todos los extranjeros son barbaros, y no todos nuestros compatriotas son civiliza-dos" (ibid.). Se comprueba así, que el universalismo de La Bruyére no es más que una tolerancia que, a fin de cuentas, es bien limitada: hay también buenos extranjeros, aquellos que saben razonar como nosotros. Y el fragmento siguiente, cuya idea es aportar la prueba de que La Bruyére sabe colocarse en el lugar de los demás, y tiene buena voluntad para reconocer el punto de vista de cada quien, da un paso más en la dirección del etnocentrismo: "Con una lengua tan pura, un refinamiento tan grande en nuestra vestimenta, costumbres tan cultivadas, leyes tan bellas y una cars blanca, para algunos pueblos somos bárbaros" ("Des jugements", 23, pp. 351-352). No solo está convencido de que nuestras leyes son bellas, nuestras costumbres refinadas y nuestro lenguaje puro (¿sí no, quo podría significar todo esto?), cree, además, que la blancura del rostro es prueba de no barbarie. ¡He ahí una idea bien bárbara! Aun cuando supusiéramos que la Erase de La Bruyére fuese irónica, la concatenación de los argumentos no deja de ser inquietante.

La Bruyére no se da cuenta de su etnocentrismo. Es de manera incidental que califica a Francia como el "país que es el centro del buen gusto y de la urbanidad" ("De la societe", 71, p. 170), cuando quizá la idea misma de que codas las cosas tienen un centro es precisamente una característica de la tradición francesa. Y si bien se per-mite imaginar a los siameses tratando de convertir a los cristianos a su religión, no por ello deja de explicarse el éxito de los misioneros cristianos en Siam, por la calidad particular de la religión cristiana —que, afortunadamente, es la suya. ¿No será esto la fuerza de la verdad?" ("Des esprits forts", 29, p. 459). Así, pues, al igual que Pascal, cree absolutamente verdadero aquello que es característico de su cultura. Desde ese falso universalismo, basta con dar solo un paso para entrar a un verdadero relativismo: "Cuando se recorren, sin el prejuicio del país propio, todas las forma de gobierno, no se sabe por cuál optar: en todas hay lo menos bueno y lo menos malo. Lo más razonable y seguro es apreciar que aquella en la que se ha nacido es la mejor de todas, y someterse a ella" ("Du souverain", 1, p. 269). Sc trata aquí de la variante nacionalista del relativismo (puesto que no existe un universal, es mejor preferir lo que se encuentra en casa, hasta cuando tiene la ventaja de presentarse como una elección, más que como una necesidad.

Por lo demás, el interés por las otras naciones es pasajero en La Bruyére. Contrariamente a Montaigne, va a condenar abiertamente los viajes: "Hay quienes acaban por corromperse a causa de los viajes largos, y pierden lo poco de religión

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que les quedaba; de un día al otro yen nuevos cultos, diversas costumbres, distintas ceremonias […]: el gran número de estas que se les muestra, los vuelve más indiferentes" ("Des esprits Ions", 4, p. 450). Lo que más le atrae es, al parecer, la diversidad que existe dentro de la sociedad, como lo testimonian los títulos de sus capítulos: "De la ciudad", "De la corte", "De los grandes", "Del soberano", "De las mujeres" . . . Pero las apariencias engañan: jamás se aleja de su percepci6n unitaria. Ve a los grupos sociales como círculos concéntricos, en los que cada uno refleja o tempera al anterior, sin aportar nada radicalmente nuevo: el pueblo imita a la ciudad, la cual imita a la corte, y esta imita al príncipe; decididamente, no se escapa a la centralización. "A la ciudad le repugna la provincia; la corte está desengañada de la ciudad. " ("De la tour", 101, p. 247): se tiene la impresión de que esta serie podría proseguir indefinidamente. Como después dirá Rica en las Lettres persanes: "El príncipe imprime el carácter de su espíritu a la corte, la corte a la ciudad, la ciudad a las provincial. El alma del soberano es un molde que da forma a todos los demás" (1.99).

Los grupos étnicos no interesan a los moralistas del siglo XVII porque en realidad no cuentan: no existe un enlace indispensable entre el hombre individual, con su configuración psíquica, y la humanidad; esto es, por lo demás, lo que permite deducir tan fácilmente los rasgos de esta última a partir de los de aquél. Cuando La Bruyére se pregunta por qué no todos los países del mundo forman una sola nación ("De l'homme", 16), se da cuenta de que vivir bajo el mismo techo con más de una persona, tampoco es &cit. La (mica diferencia que importa es la que existe entre los individuos; la que haya entre culturas no tiene cabida aquí.

EL ETNOCENTRISMO CIENTIFICO

Observaremos otro ejemplo del etnocentrismo, propio del "espíritu clásico", en uno de los ideólogos: Joseph-Marie de Gerardo. El interés de su texto reside en que se trata de un documento hist6rico importante: es un folleto publicado en 1800 por la Sociéte des observateurs de Phomme, de la cual es miembro De Gerardo, orientado a facilitar y hacer más científicas las indagaciones que lleven a cabo los viajeros en países lejanos. Por más que la existencia de esta sociedad haya sido efímera (1799-1805), podríamos decir que ese documento es el primero de carácter propiamente etnológico en la tradici6n francesa.

Desde el prólogo mismo de sus Considérations sur les diverses méthodes a suivre dans l'observation des peuples sauvages, arremete contra las observaciones anteriores: contra lo que Rousseau había llamado, como veremos, "el prejuicio nacional". "Nada más ordinario, por ejemplo, que juzgar las costumbres de los salvajes mediante analogías sacadas de nuestras propias costumbres que, sin embargo, tan poca relación guardan con aquellas. [ . . .] Hacen razonar al salvaje a nuestra manera, cuando el salvaje no les explica males son sus propios razonamientos" (p. 135). Es preciso desconfiar de esta proyección inconsciente de uno mismo sobre los otros. Y, de la misma forma en que no hay que equiparar a los salvajes con nosotros, tampoco hay que asimilarlos entre sí. "No tenemos la intención de hablar del salvaje en general, ni de colocar a todos los pueblos salvajes bajo un tipo común, lo cual sería absurdo" (p. 146). He ahí las intenciones; veamos ahora como se llevan a cabo.

No nos detendremos mucho en el hecho de que De Gerardo da la impresión de saber de antemano la respuesta a muchas de las preguntas que, no obstante, exige que planteen los futuros viajeros. Es-cribe, sencillamente: "Sin duda, los salvajes no pueden poseer un gran número de ideas abstractas" (p. 141), "los conceptos de los que los salvajes seguramente menos se ocupan, son los que se refieren a la reflexión" (p. 141), "puesto que los idiomas de los salvajes son probablemente muy pobres" (p. 143), "esta variedad, aunque mucho me-nos sensible, sin duda, que la que se presenta en las sociedades civilizadas" (p. 154; las cursivas son mías), etc. No son precisamente estas expresiones las que determinan el proyecto global de De Gerardo.

Y lo más grave es que el método concreto pan recabar información proviene directamente de los "razonamientos de nuestros filósofos", en este caso de Condillac. De hecho se trata de una descripción sistemática del ser humano, en la cual la originalidad de De Gerando consiste en convertir en preguntas las afirmaciones del maestro. He aquí una muestra: "¿Acaso va [el salvaje] del conocimiento de los efectos a la suposición de ciertas causas, y canto imagina estas causas? ¿Admite una causa primera? ¿Le atribuye inteligencia, poder, sabiduría y bondad? ¿La cree inmaterial?", etc. (p. 151).

De Gerando parte de un cuadro universalista y racionalista; sabe cómo es el hombre en general y trata de averiguar cómo se sitúan los hombres particulares en relación con el tipo ideal. Una vez más, no se le puede reprochar el proyecto como tal; no obstante, donde este se vuelve discutible es cuando De Gerando considera como categorías universales aquellas que le ofrece una filosofía contemporánea, sin tratar de controlarlas mediante los datos que están disponibles sobre la vida física y mental de los otros. Así, cuando divide su indagación según "dos rubros principales: el estado del individuo y el de la sociedad" (p. 145), o cuando afirma que "la sociedad en general […] se nos presenta bajo la forma de

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cuatro tipos distintos de relaciones: las políticas, las civiles, las religiosas y las económicas" (p. 158), De Gerando eleva al rango de instrumentos conceptuales universales nociones difícilmente aplicables incluso a su misma sociedad solo cien altos antes. Si bien no es directamente a partir de sus propias costumbres como se propone juzgar las de los salvajes, lo cierto es que trata de hacerlo a partir de sus categorías menta-les —las cuales, después de todo, no están tan alejadas de sus costumbres.

Los llamados de De Gerardo a mantener la guardia contra el etnocentrismo de los demás, no bastan para evitar que su propio pensamiento sea etnocéntrico, como tampoco los de La Bruyére impidieron que este desconociera a los otros: con demasiada frecuencia, cl universalista es un etnocentrista sin saberlo. La razón de esta ceguera se encontraba tal vez ya en la avenencia inicial del mismo folleto (que probablemente deba atribuirse a Jauffret y no a De Gerardo): en ella se especifica que el estudio de De Gerardo queda reservado únicamente a las "naciones que difieren [...] de las naciones de Europa" (p. 128). Así, pues, el escrito de De Gerardo ilustraría una verdad banal: si uno no se conoce a sí mismo, jamás lograra conocer a los demás; conocer al otro y conocerse son una y la misma cosa.

LO GENERAL, A PARTIR DE LO PARTICULAR

La crítica del etnocentrismo es, sin embargo, cosa muy común en el siglo XVIII; Fontenelle y Montesquieu habituaron a ella a sus Ice-tares. Si debemos creer a Helvecio, se trata de un defecto del que no se libra ningún país. "Aunque recorra todas las naciones, en todos lados voy a encontrar usos distintos, y cada pueblo en particular creerá necesariamente que posee las mejores costumbres" (De l'esprit, 11, 9, t. I, p. 245). Lo que en cada país se llama cordura, no es más que la locura que le es propia. Por consiguiente, los juicios que unas naciones emiten sobre otras nos informan acerca de quienes hablan, y no acerca de aquellos de quienes se habla: en los otros pueblos, los miembros de una nación no estiman mis que aquello que les es cercano. "Cada nación, convencida de que es la %Mica que posee la cordura, toma a todas las demás por locas, y se asemeja bastante a aquel habitante de las Marianas que, persuadido de que su lengua es la única del universo, llega a la conclusión de que los demás hombres no saben hablar" (II, 21, t. 1, p. 374).

Empero, una crítica de esta índole corre el riesgo de desembocar finalmente en el relativismo puro. Quizá el primero que critica sistemáticamente el etnocentrismo de la filosofía clásica —con todo y que, y esto es lo esencial, no renuncia a su universalismo— es Rousseau (lo cual no impidió que Taine lo incluyera entre los representantes de ese mismo "espíritu clásico"). Rousseau entabla el debate, particularmente la famosa y larga nota x del Discours sur l'origine de que es una disertación dedicada al conocimiento de las otras culturas. Para empezar, critica las descripciones de los viajeros, sobre las cuales se fundamenta este conocimiento, descripciones que son, a Ia vez, incompetentes e interesadas en las que, en lugar del otro, la mayoría de las veces se encuentra la imagen deformada de uno mismo. "Tras trescientos o cuatrocientos años durante los cuales los habitantes de Europa han inundado las otras panes del mundo y publicado sin cesar nuevos libros de viajes y relatos, estoy convencido de que los únicos hombres que conocemos son los europeos" (p. 212). Pero tampoco muestra mucha mayor blandura hacia los "filósofos", que creen poder generalizar sin mucho esfuerzo: "De ahí proviene aquel bonito adagio de moral, tan trillado por la turba filosófica, de que los hombres son iguales en todas panes y, puesto que en todos lados poseen las mismas pasiones y los mismos vicios, es bastante inútil tratar de caracterizar a los distintos pueblos; razonamiento este similar al que lleva a decir que no se puede distinguir entre Pedro y Jaime porque ambos tienen nariz, boca y ojos" (pp. 212-213).

En vez de este conocimiento impugnable, Rousseau imagina otro, cuyo programa formula en estos términos: es preciso "sacudir el yugo de los prejuicios nacionales, aprender a conocer a los hombres por sus semejanzas y sus diferencias, y adquirir aquellos conocimientos universales que no son ni los de un siglo ni los de un país exclusivamente, sino que, al pertenecer a todos los tiempos y todos los lugares, son, por así decirlo, la ciencia común de los sabios" (p. 213). Rousseau distingue, pues, dos aspectos de ate estudio. Por un lado, es preciso descubrir la especificidad de cada pueblo, así como las eventuales diferencias que tenga respecto de nosotros. Para ello, hay que ser instruido, desinteresado (en lugar de estar a cargo de una misión de conversión o de conquista) y saber desembarazarse de los "pre-juicios nacionales", es decir, del etnocentrismo. Pero esto no es más que la mitad del trabajo. Hace falta, por otro lado, y una vez comprobadas estas diferencias, regresar a la idea universal del hombre, idea que no serla resultado de la pura especulación metafísica, sino que absorberla el conjunto de esos conocimientos empíricos. Una formulación casi contemporánea, en el Essai sur l'origine des langues, confirma el carácter necesario de esta relación entre etnología y filosofía, entre lo particular y lo general: "Cuando se quiere estudiar a los hombres, hay que mirar cerca de uno; pero para estudiar al hombre, es preciso dirigir la mirada a lo lejos; primero hay que observar las diferencias, para descubrir lo que nos es propio" (p. 89).

"Tengo por máxima indiscutible: quienquiera que no haya visto más que a un pueblo, en vez de conocer a los hombres, no conoce mis que a las personas con las que ha vivido" (Emile, v, p. 827). Rousseau quisiera que el conocimiento, por

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sobre lo aparente, se elevara hasta captar la naturaleza, canto de las cosas, como de los seres. Pero si no se conoce mis que el país de uno, mis que a los que están cerca, se toma por natural aquello que no a mis qué habitual. El primer impulso que nos hace buscar verdaderamente esta "naturaleza" proviene del descubrimiento de que dos formas pueden corresponder a la misma esencia, y que, en consecuencia, nuestra forma no es (necesariamente) la esencia. Este proceder paradójico —descubrir lo propio a partir de lo diferente— es constantemente reivindicado por Rousseau. "Es poca cosa aprender las lenguas por sí mismas, ya que su use no es tan importante como se cree; pero el estudio de las lenguas conduce a Ia granítica general. Es preciso aprender latín para conocer el francés; es necesario estudiar y comparar uno y otro, para comprender las reglas del arte de hablar" p. 675). Resulta bastante sorprendente comprobar que Rousseau, en quien se piensa siempre como en un espíritu puramente deductivo, recomiende aquí, de hecho, un método completamente distinto. Así, el universalismo "bueno" es, para empezar, aquel que no deduce la identidad human a partir de un principio, sea cual fuere, sino que parte de un conocimiento profundo de lo particular, y que avanza al tanteo (seria con aparte saber si Rousseau sigui6 siempre sus propios preceptos). Y es aún mejor aquel que se apoya en cuando menos dos particulares (como, en el caso de las lenguas, el francés y el latín), y, por consiguiente, en un diálogo entre ellos. Rousseau destruye aquí Ia falsa evidencia de la que parte el etnocentrismo: la deducci6n de lo universal a partir de un particular. Lo universal es el horizonte de armonía entre dos particulares; quizá jamás se llegue a él, pero sigue existiendo la necesidad de postularlo, para hacer inteligibles los particulares existentes.