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nota de clementina
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CASOS > A 50 AÑOS DE CLEMENTINA, LA PRIMERA COMPUTADORA CIENTIFICA ARGENTINA
Tiren papelitos A comienzos de los ‟60, durante el desarrollismo de Frondizi, en una habitación especialmente
creada, se encendió la primera supercomputadora científica que tuvo la Argentina: catorce
armarios parecidos a un vestuario, 5000 válvulas de vidrio, exigencias quirúrgicas de humedad
y temperatura. Pero durante los siguientes seis años, Clementina fue la niña mimada de un
Instituto de Cálculo con que la UBA se involucró en servicios tan diversos como el Censo de
1960 y la frecuencia de los semáforos de la Av. Santa Fe, pasando por el cálculo de la órbita
del Cometa Halley y la lingüística. El brutal asalto del gobierno de Onganía a la universidad
pública dejó el proyecto moribundo, hasta que en 1970 la apagaron definitivamente.
Por Carlos Gradin
La primera computadora científica llegó a la Argentina en barco. Fue en diciembre de 1960, y su
destino era la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, pero en realidad la Mercury de la compañía
inglesa Ferranti había sido comprada dos años antes. Los tiempos de la industria informática
distaban de la entrega inmediata, y ni hablar de la promesa de enchufar y usar.
De hecho, pasarían meses antes de que funcionara. La Mercury necesitaba un espacio que
albergara su frente de 18 metros de gabinetes, y en el que la temperatura y la humedad se
mantuvieran controladas. Se construyó una sala especialmente para ella en la nueva Ciudad
Universitaria, se envió a estudiantes y profesores argentinos a Inglaterra para capacitarse, y se
invitó a expertos como la programadora inglesa Cicely Popplewell, colaboradora de Alan Turing,
para dictar cursos y difundir la “mentalidad computacional” en Argentina.
El impulsor de estas actividades era el vicedecano de la Universidad de Buenos Aires, el
matemático Manuel Sadosky, un pionero en la difusión de la cibernética en el país. Alrededor de la
computadora de la Facultad se terminó de consolidar un espacio interdisciplinario de investigación
y desarrollo, el Instituto de Cálculo, en sintonía con las transformaciones en la Universidad luego
de la caída y proscripción del peronismo, y la llegada al poder del gobierno del radical desarrollista
Frondizi.
Seis años más tarde, el Instituto había puesto en marcha la carrera de computador científico y
ofrecía cursos de computación abiertos al público. Sobre todo, se había establecido como una
usina de investigaciones para la aplicación de computadoras en temas que iban desde el Censo de
Población de 1960 hasta la órbita del Cometa Halley y la frecuencia de los semáforos de la avenida
Santa Fe. Toda una camada de jóvenes investigadores, programadores e ingenieros se formó en
el Instituto, algo que sumado a la gran producción de textos y la política de financiar parte de sus
actividades mediante la venta de servicios a empresas y organismos del Estado, vuelve aún más
incomprensible su final.
Sadosky con Clementina.
En 1966, el golpe del general Onganía derrocó al gobierno de Arturo Illia. Un mes más tarde la
Policía Federal ingresaba a los edificios de la Universidad para desalojar una protesta, y
encarcelaba a estudiantes y profesores luego de golpearlos y hacerlos desfilar con los brazos en
alto, como muestra una imagen emblemática de aquella Noche de los Bastones Largos. El Instituto
de Cálculo seguiría funcionando, pero casi todos sus integrantes renunciaron para buscar nuevos
rumbos, algunos en la actividad privada y otros en universidades de países como Uruguay y
Venezuela.
Hoy, a 50 años de su puesta en marcha, la Facultad de Ciencias Exactas presenta un concurso de
cuentos que invita a homenajear a “Clementina, la primera computadora”. Una buena oportunidad
para preguntarse, entre otras cosas, por los motivos que pudieron haber llevado a las autoridades
de la Universidad a dejar que el Instituto de Cálculo se vaciara. ¿Qué vieron de subversivo los
interventores de la Universidad en un proyecto de científicos que aprendían a usar una
computadora?
Sin duda es gracioso que la protagonista de esta historia de programadores desalojados, como si
fueran hippies en una plaza o trabajadores en la toma de un frigorífico, tuviera un nombre tan
inofensivo como Clementina. Se lo habían puesto sus usuarios debido a la melodía de una vieja
canción del Oeste norteamericano que venía almacenada en su memoria, y que era modulada a
través de un primitivo sistema de sonido.
Clementina también jugaba al ajedrez, sin mayor destreza, pero ganaba partidas de nim, ese juego
ancestral en el que dos jugadores se turnan para levantar fichas de la mesa, mientras compiten
para no ser el que levante la última. Cuando ganaba, y Clementina siempre ganaba, si el primero
en mover era un humano hacía sonar por sus parlantes los acordes de la Marcha Triunfal de la
Aída de Verdi, un repertorio al que los programadores del Instituto de Cálculo agregaron “La
Cumparsita”.
En una nota en la revista Vea y Lea de 1962, Enriqueta Muñiz describe con algo de desengaño el
aspecto de la famosa computadora, compuesta de “catorce armarios que se asemejan a los
vestuarios de un club”. En esas imágenes puede verse a los empleados del Instituto operando
paneles recargados de conexiones, inclinados sobre la máquina con el mismo cuidado que pondría
en su consola el operador de una central nuclear.
Si algo debía necesitarse para hacer un centro de investigación en informática en la Argentina de
los años „60, sin duda era ese amor por la tecnología y la curiosidad un poco obsesiva que se
asocia a la figura del “hacker”, y que sin duda traslucen las anécdotas de quienes lidiaron con
Clementina. La Sociedad Argentina de Informática (Sadio) entrevistó hace unos años a muchos de
los que pasaron por el Instituto, y entre esos testimonios puede verse, por ejemplo, al ingeniero
Jonas Paiuk desplegando un pedazo de cinta perforada que conserva como recuerdo de la época
en que interactuar con la computadora implicaba realizar perforaciones en tiras de papel para
luego introducirlas en un lector, y esperar que no hubiera habido agujeros mal perforados, que
entonces debían ser reparados uno por uno con cinta adhesiva, lo que obligaba a los
programadores a intentar la proeza de “hablar” el más crudo lenguaje binario de ceros y unos.
Un técnico revisando uno de sus catorce armarios.
Paiuk recordaba, también, cuando en 1964, como encargado de mantenimiento de Clementina, fue
enviado a Inglaterra luego de que les llegara la información de que la Shell estaba deshaciéndose
de una computadora del mismo modelo que la instalada en Buenos Aires, por lo que su misión era
conseguir los tambores magnéticos de memoria, para sumarlos a los dos ya instalados. La misión
lo llevó a negociar con un vendedor de chatarra militar que le terminó vendiendo varios cajones de
piezas desechadas, que serían recicladas por el Instituto.
Reparada y supervisada permanentemente, las 5000 válvulas de vidrio de Clementina obligaban a
detener el trabajo para reemplazarlas, o esperar a que las condiciones de humedad y temperatura
fueran las óptimas. Así y todo, la computadora llegó a funcionar las 24 horas del día, con turnos
rotativos de encargados que ejecutaban los programas de las distintas áreas. Ingeniería y
estadística, sobre todo, pero también investigaciones como las del grupo de lingüística, que usó la
computadora para analizar estructuras de la lengua española y hacer ensayos de traducción
automática del ruso.
Oscar Varsavsky coordinaba a un grupo de economistas, sociólogos y programadores que
preparaban “modelos de experimentación numérica”, e intentaban aplicar la computadora a
fenómenos económicos y sociales de la realidad argentina, representados a través de ciertas
variables, lo que vuelve significativo un dato: fue para aliviar su tarea, de por sí compleja y hasta
insondable, que el Instituto decidió ayudarlos desarrollando una versión propia del lenguaje de
programación de Clementina. Wilfred Durán y su equipo crearon, entonces, el ComIC (Compilador
del Instituto de Cálculo), el primer gran proyecto de software del país, para el que contaban con
apenas un manual y, sobre todo, la paciencia para la prueba y el error hasta deducir el
funcionamiento de la computadora.
El golpe del „66 encontró al Instituto implementando con éxito su lenguaje, y ultimando los detalles
para empezar una nueva etapa. En su visita por Argentina, en 1964, De Gaulle había gestionado
una donación de un millón y medio de dólares del gobierno de Francia para que la Universidad
comprara computadoras, en lo que podría haber sido el germen de una red, ya que además del
Instituto también iban a recibir terminales la Facultad de Medicina, Ingeniería y el Instituto Germani.
Tras la intervención, y el éxodo del personal, con Manuel Sadosky a la cabeza, los trámites para la
compra volvieron a foja cero y acabaron diluyéndose. Clementina pudo haber acabado sus días en
mejores circunstancias, pero siguió cubriendo las necesidades de un Instituto despoblado y sin
dirección académica, en el que se hizo cada vez más difícil conseguir repuestos para la
computadora, hasta que en 1970 se comunicó su cese de operaciones. Habría que esperar hasta
el regreso de la democracia, en los „80, para que surgiera nuevamente un programa de
investigación en informática en la Universidad, mientras los estudiantes seguían haciendo sus
prácticas en computadoras de empresas privadas.
¿Qué hubiera pasado si el Instituto de Cálculo, y la Universidad, hubieran recibido el apoyo político
y económico del Estado? El matemático Pablo Jacovkis, ex director del Conicet, admite que puede
tomarse la libertad de “hacer ucronías, ya que no es estrictamente un historiador”, y mientras sigue
con su trabajo de reconstruir la historia de la informática en Argentina, como antes Nicolás Babini,
sostiene que un polo tecnológico autónomo en un área como la informática era posible en aquella
Argentina, salvando las distancias con los proyectos de las grandes potencias. No suena irreal, si
se piensa que hubo que esperar treinta años para que volviera a establecerse un centro de
informática comparable al Instituto de Cálculo. Y menos si se agrega que hubo otros proyectos
contemporáneos a Clementina, como la computadora experimental Cefiba, que se diseñó y armó
en la Facultad de Ingeniería, o la que estaban en vías de construir en la Universidad Nacional del
Sur, en Bahía Blanca, hasta que la cesación de pagos de los subsidios obligó a darla de baja. En
esos tiempos, Horacio Reggini, de la Facultad de Ingeniería, se convertía en la primera persona en
loguearse desde Argentina a un sistema con un nombre de usuario y un password, cuando pidió
prestados los teletipos de la empresa Transradio para ingresar a una computadora del MIT. Una
anécdota, pero también una muestra de que incluso en Argentina surgieron focos militantes de esa
“revolución electrónica” que desveló a Marshall McLuhan y dio inicio a nuestra época de celulares
más poderosos que las megacomputadoras de ayer.