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Un intento para ordenar ideas alrededor del concepto de ética y responsabilidad social de la empresa
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Aclaraciones previas sobre ética y responsabilidad de la empresa
Generalmente se circunscribe la idea de responsabilidad empresarial a los efectos de la
empresa en su entorno circundante, sobre todo en lo social y en lo ambiental. Tal parece que
una empresa es responsable por actuar bien y evitar daños, sobre todo mediante acciones
extraordinarias y externas. Esa misma empresa es ética, en cambio, si prescribe y sanciona
ciertas conductas individuales en forma interna, con arreglo a principios morales.
Asociamos la ética con individuos y la responsabilidad con organizaciones. Ello explica que
la ética parezca más cómoda dentro de la empresa y la responsabilidad fuera de ella. El
arreglo semántico parece inofensivo, pero induce a pensar que la ética y la responsabilidad
empresarial son dos cosas esencialmente distintas, aún cuando estén muy relacionadas.
Este error conceptual equivale a decir que las matemáticas y la geometría son cosas
distintas, aunque emparentadas. Peor aún, pensar que la ética es una rama de la
responsabilidad empresarial es tanto como afirmar que las matemáticas son uno de los
temas que aborda la geometría.
No podemos limitar la idea de responsabilidad empresarial a acciones colectivas,
extraordinarias y externas, porque antes que eso se relaciona con acciones individuales y
rutinarias dentro de la empresa. De igual manera es un error encerrar a la ética empresarial
en un marco de conductas individuales indeseables dentro de la empresa, porque la ética
también se interesa en las conductas colectivas, o actos de la empresa. Asimismo, la
dimensión ética más importante tiene que ver con las conductas positivas y productivas, más
que con conductas negativas y prohibiciones.
Conviene ordenar estos conceptos porque responsabilidad y ética son dos nociones tan
relacionadas que pueden emplearse indistintamente. Responsabilidad es un término amplio
que significa “responder”, en el sentido de “hacer” lo debido. Un médico es responsable de
procurar la salud (acción esperada) o de la cirugía que practicó a un paciente (acción
realizada). En cambio la ética reflexiona sobre lo que es debido: reflexiona sobre las
responsabilidades del médico.
Ética y responsabilidad se interesan en la acción recta o buena, pero la ética “piensa” en
dicha acción y la responsabilidad la “ejecuta”. Entre estos dos conceptos existe una relación
jerárquica y temporal donde primero se piensa y luego se actúa. Actuar antes de pensar es
contrario a la lógica (aunque esto ocurra con frecuencia).
La responsabilidad es una de las maneras en que la ética piensa en los actos humanos, pero
no es la única. Una ética de responsabilidades se interesa en cómo debemos responder y
piensa, usualmente, en las consecuencias de nuestros actos, pasados o futuros. Por ello
afirmamos: “el fabricante es responsable por la seguridad de sus productos”.
Un segundo modo de pensar corresponde a una ética de virtudes y se interesa en lo que es
bueno en términos de nuestro modo habitual de actuar, o carácter. Indaga en ciertas
cualidades generales del ser, más que en cómo debemos responder. Esta ética razonaría si
conviene que el médico sea amable, generoso, honesto, puntual y así en todo lo relacionado
con atributos estables de la conducta.
Un tercer ángulo se relaciona con los valores, o las cosas que preferimos porque pensamos
que son deseables. Este es el ámbito de una ética de bienes, o cosas que consideramos
valiosas. Lo valioso en el ejemplo del médico es la vida humana, la salud, el bienestar físico
y emocional. Esta ética se interesa, desde luego, en los fines: de una persona, de una
profesión, de una empresa…
Un cuarto y último punto de vista corresponde a una ética de principios. En este caso lo
importante son las leyes morales y sus normas derivadas. Ya no interesa tanto qué debe
hacer el médico o cómo actúa regularmente, sino las leyes que ordenan su conducta a la
consecución de sus fines.
En suma, en nuestros actos es importante considerar nuestras responsabilidades, pero así
también qué bienes son deseables, qué virtudes hemos de adquirir y qué principios rectores
nos permiten ordenar estas dimensiones. Podemos ver que la responsabilidad es una entre
estas cuatro perspectivas éticas.
Siendo esto así, la responsabilidad empresarial es uno de los temas que aborda la ética
empresarial y nunca en sentido inverso. Podemos hablar de ética de la empresa sin
referirnos necesariamente a la responsabilidad de la empresa, sino de los principios que
ordenan su actividad, de sus hábitos operativos o procesos, o de los bienes que produce.
Es verdad que una noción amplia de responsabilidad nos exige respetar ciertos principios,
preferir ciertos bienes o actuar como conviene. Es aquí donde hablar de ética y de
responsabilidad comienza a fundirse en un mismo campo semántico. Lo que no resulta
admisible es colocar a la ética empresarial como un satélite de la responsabilidad
empresarial.
Notas para un modelo de dirección ética de la empresa
Podemos describir cualquier empresa si aclaramos quiénes la integran, cuáles son sus
propósitos, mediante qué procesos pretende alcanzarlos y qué principios rigen sus
operaciones. Cada empresa existe en ciertas personas concretas o participantes porque
participan en la creación de riqueza y en su distribución. Los participantes son el fin último de
la empresa, de conformidad con los principios que ordenan sus operaciones. La empresa
busca fines más inmediatos, o propósitos, esencialmente en el ámbito económico pero
también en los ámbitos social y político. Por último, para obtener estos propósitos son
necesarios ciertos procesos o hábitos operativos.
Estos cuatro elementos definen a la empresa en un sentido general y así también a cualquier
empresa en particular. Responden quiénes la conforman (personas), qué buscan
(propósitos), por qué lo buscan (principios) y cómo lo alcanzan (procesos).
Cada uno de dichos elementos corresponde a una perspectiva ética, como se muestra
enseguida:
Personas Ética de virtudes Se ocupa de los hábitos y actos de quienes participan en
la empresa.
Principios Ética de principios Se interesa en las causas últimas ordenadoras de la
operación de la empresa.
Propósitos Ética de bienes Reflexiona sobre la “riqueza” que produce una empresa:
bienes económicos, sociales y políticos.
Procesos Ética de
responsabilidades
Los procesos permiten crear hábitos operativos y
responsabilidades colectivas, de manera que podamos
hablar en sentido propio de una empresa responsable.
En síntesis, una empresa es responsable cuando sus procesos son responsables (ética de
responsabilidades); para que esto ocurra, sus actos han de procurar bienes deseables en sí
mismos (ética de bienes); en ellos han de predominar ciertas conductas en forma estable
(ética de virtudes); finalmente, las metas económicas han de obtenerse entablando
relaciones justas entre participantes (ética de principios).
¿Qué mueve a una empresa a actuar en forma responsable? Con el tiempo, sus prácticas o
procesos de negocio se transforman en hábitos operativos, es decir, aquellos modos
compartidos de hacer las cosas que van quedando impresos en la memoria colectiva de los
participantes. Estos hábitos dan forma a un carácter organizacional, o conjunto de rasgos
que definen su modo particular de decidir y actuar.
El carácter organizacional se sostiene en dos columnas principales: la estructura y la cultura.
La estructura es la forma visible de la organización, con sus organigramas, redes de
autoridad y políticas. La cultura, en cambio, constituye la parte invisible de la organización y
se advierte, sutilmente, en ciertas costumbres, normas informales, símbolos, creencias y
valores compartidos.
Los hábitos operativos cobran la forma de una estructura particular y una cultura concreta
que caracterizan a una organización, es decir, que definen su carácter. El carácter de cada
empresa depende en buena medida de su experiencia, pues cada decisión pasada dejó
impresa una huella. Las conductas del pasado han sido convenientes cuando han buscado,
en general, conciliar los propósitos con los principios: armonizar el bien propio con el bien
común; equilibrar el egoísmo y el altruismo; fortalecer la generosidad y moderar la codicia.
Una dirección humanista de la empresa busca maximizar el valor económico empleando
medios moralmente rectos, condición que exige al menos dos criterios: (1) operar en un
marco de justicia donde todos los participantes obtienen lo que les corresponde, y (2)
generar valor social y político, además de valor económico.
Propósitos
Todas las empresas tienen en común ciertos propósitos genéricos. A partir de estos
propósitos generales, cada empresa elige ciertos propósitos particulares que en ocasiones
se expresan mediante una declaración escrita de «visión», donde define lo que la empresa
llegará a ser, y de «misión», donde redacta su contribución fundamental.
Para responder cuáles son los fines de la empresa, preguntémonos antes de qué esta
hecha, qué la mueve y qué la distingue de otras organizaciones e imprime en ella una cierta
forma característica. Entre los principios del funcionamiento de una empresa encontramos
algunos elementos sin los cuales no existiría, como la producción de bienes, las relaciones
de intercambio, la estructura de organización, las tecnologías y el conocimiento colectivo, así
como diversos insumos indispensables para operar.
Con base en lo anterior, una empresa no está constituida por edificios, máquinas o cuentas
bancarias, porque todo esto puede cambiar sin que la empresa deje de ser lo que es. Tiene
que haber otra “materia” que sustente a la empresa.
Un taller de herrería no está hecho de hierro. Quizá sea el herrero mismo la materia con la
que está hecho, pero el herrero puede heredar el taller a su hijo y el taller seguirá siendo el
mismo. Podemos buscar la causa del taller de herrería en las destrezas transmitidas del
padre al hijo. Si el hijo estudia carpintería y ahora las ventanas son de madera, esta vez
habrá desaparecido el taller de herrería para dar lugar a uno de carpintería. Ha cambiado el
oficio, entendido como ocupación habitual o actividad artesanal.
Quienes realizan el trabajo son personas, pero las personas en sí mismas tampoco son la
empresa. La causa material de la empresa radica en las relaciones de producción e
intercambio entre distintos participantes; su causa formal son la estructura de organización y
los procesos que imprimen una forma característica en dichas relaciones; su causa eficiente
es la dirección de la empresa junto con la tecnología que utiliza, es decir, la forma colectiva
que adoptan la inteligencia y la voluntad de quienes la integran; por último, su causa final
consiste en la producción de bienes.
En suma, una empresa está constituida por relaciones de producción e intercambio que se
organizan en ciertos procesos y estructuras, empleando determinados conocimientos para
producir bienes. Estos bienes son, en el sentido más amplio que les confirió Aristóteles,
aquello a lo que todas las cosas aspiran.
Conviene analizar qué bienes producen las empresas, ya que reducirlos a la categoría de
bienes económicos equivale a considerar sólo una de sus dimensiones, y no la más
importante. Por ejemplo, un producto manufacturado es un bien útil para el consumidor; su
producción, por otra parte, involucra a trabajadores cuya manutención constituye otro bien
que produce la empresa. Además, la empresa genera una derrama económica que en sí
misma constituye un bien social. El pago de tributos constituye un bien para la comunidad
política.
Una institución social como es la empresa posee funciones preponderantemente
económicas, pero, desde una perspectiva ética, estas funciones económicas están
subordinadas a sus contribuciones sociales. Adicionalmente tiene deberes políticos, pues
toda asociación pertenece a ciudadanos y en esta medida está llamada al ejercicio del deber
ciudadano en beneficio de la comunidad política. En síntesis, a la empresa le corresponden
tres tipos de fines: económicos, sociales y políticos.
Se afirma que la empresa existe para producir riqueza, lo cual nos parece razonable siendo
su causa final la producción de bienes y porque resulta más sencillo cuantificar el dinero
generado que la satisfacción o el compromiso de los participantes. Pero la empresa no existe
en los bienes económicos o en el dinero. Sustancialmente la empresa existe en las
personas, de manera que los bienes económicos no son fines últimos, sino medios al
servicio de las personas. Sólo las personas tiene categoría de fines últimos.
Cada fin se materializa como un bien, por lo cual la empresa produce bienes económicos,
bienes sociales y bienes políticos. Un bien es algo benéfico y deseable, ya sea por sí mismo
(bien último), o por razón de otros bienes (bien intermedio). El dinero nunca es un fin en sí
mismo, sino un bien intermedio que sirve para conseguir otros bienes.
Sin la producción de bienes la empresa no existe. Tampoco existe sin personas, sin
conocimientos colectivos y sin procesos formales. Todos los elementos causales aquí
señalados existen para producir algún tipo de bien que es causa final de la empresa. Sin
embargo existen bienes intermedios cuya consecución conduce a otro bien, hasta llegar a un
bien que, como señaló Aristóteles, es bueno por sí mismo y por cuya causa los demás
bienes son buenos. Agregó que hay tres tipos de bienes: los bienes exteriores, como la
riqueza; los bienes del cuerpo, como la salud, y los bienes intelectuales y morales, que son
bienes «con máxima propiedad y plenamente», a los que denomina bienes del alma.
Los bienes que produce la empresa son también bienes morales en la medida en que
contribuyan a la realización de aquel fin del hombre que no es un fin intermedio, sino que es
un fin deseado por sí mismo. Este bien soberano es la felicidad. Los demás bienes son
bienes intermedios para alcanzar este fin, el único que es bueno en sí mismo y no un bien
intermedio para alcanzar otro más elevado. ¿Significa esto que una empresa existe para
producir felicidad? No exactamente. Significa que la empresa produce diversos bienes que
acercan al hombre a este fin supremo, y significa también que la empresa puede emplear
medios que lo apartan de dicha finalidad.
En primer término, el fin social de la empresa consiste en producir bienes para quienes
participan en ella. El fin social constituye el fin último de la empresa (y por ende su causa
primera) por cuanto la empresa está constituida por hombres cuyos fines últimos son los
fines últimos de la empresa. En este sentido, la empresa es una institución social antes que
económica. Por ello, los mayores bienes a los que la empresa puede aspirar son los bienes
sociales y a ellos se subordinan los bienes económicos en calidad de bienes intermedios.
Por otra parte los bienes políticos constituyen fines sociales en un contexto ampliado, es
decir, en el marco de la comunidad política en cuyo seno se desarrolla la comunidad
concreta de trabajo que es la empresa. Toda empresa es una asociación que funciona dentro
de una asociación más grande: la comunidad política. Los participantes en la empresa son
también ciudadanos y pertenecen a otras asociaciones además de la empresa.
¿Cuándo alcanza una empresa sus fines económicos, sociales y políticos? Una empresa
alcanza su fin social cuando los bienes que produce son convenientes para los participantes,
con arreglo a la dignidad inherente a cada persona. Por otra parte, realizar el fin económico
no sólo pide que la empresa produzca tanto bienes económicos como sea posible, sino que
los distribuya de manera justa. Finalmente, realizar el fin político exige aportar los tributos y
exigir que se traduzcan en un bien común.
Podría pensarse que la dimensión ambiental también es un fin de la empresa, por cuanto la
producción y el consumo suponen una amenaza para el ambiente y la vida misma. Por su
relevancia, el cuidado del medio natural no es un fin de la empresa, sino una cualidad
siempre presente en los medios elegidos para que la empresa realice sus fines sociales,
económicos y políticos.
Los bienes económicos son bienes morales, o sociales, cuando se producen con arreglo a
principios. Esto significa que los medios empleados para producirlos han sido congruentes
con la categoría de fines últimos que poseen las personas. A una empresa podemos
conocerla en forma cuantitativa, por ejemplo en el número de colaboradores, o en el valor
monetario de los bienes económicos que produce, pero es más complicado conocerla de
manera cualitativa, por la producción de bienes morales.
Podemos afirmar que es propósito general de las empresas producir e intercambiar bienes
económicos. Desde una perspectiva ética, sin embargo, estos bienes económicos han de
ser, además, bienes morales. He sostenido que la empresa existe en las personas que en
ella entablan relaciones de producción e intercambio, de manera que los propósitos de la
empresa son los propósitos de sus participantes. Pero resulta problemático dar cuenta de
tantos fines como participantes tiene una empresa: un propietario desea aumentar su
patrimonio, o simplemente busca un medio para subsistir; esto mismo buscan un colaborador
o un proveedor; el cliente desea satisfacer una necesidad o resolver algún problema. Más
allá del fin particular de cada participante, todo intercambio es moral cuando se realiza en
forma justa. El criterio de justicia es el marco de referencia que transforma un bien
económico en un bien social.
Aún cuando en la empresa podemos ver una herramienta creada por el hombre para
satisfacer sus necesidades materiales, no pertenece a la categoría de un martillo o de un
sofisticado aparato médico, sino que es producto de la suma de esfuerzos provenientes de
personas. Siendo las personas ilimitadamente más valiosas, prevalecerán siempre para
definir la causa final (o razón de existir) de una empresa.
A más de esto, la empresa existe para servir al hombre en calidad de una comunidad
concreta que opera dentro de una comunidad política, de manera que existe vinculación
entre los fines de cada empresa en particular y los fines de la comunidad política a la que
pertenece. Ambas comunidades, la empresa y la comunidad política, sirven los propósitos de
las personas que las conforman. La empresa es en sí misma un medio del que se vale la
comunidad política para alcanzar fines sociales más amplios.
Podemos ver que el fin último de la empresa es el bienestar de quienes la conforman. Este
bienestar lo es también, en última instancia, de la comunidad política. Por tanto el fin
económico de la empresa es sólo el fin instrumental que la justifica y le imprime sentido,
puesto que sin esta función deja de ser lo que es. Este fin económico es también un medio,
pues los bienes económicos no son fines en sí mismos sino medios de los que se vale el
hombre para obtener fines más elevados. Cuando el bien económico se transforma en fin
último, la empresa se desvirtúa y degenera. En cambio, cuando el bien económico conserva
su condición de medio, se encamina la empresa al fin que le es propio.
El fin económico de la empresa consiste en producir bienes económicos, es decir, aquellos
cuyo valor se mide por la moneda según afirmó Aristóteles, quien agregó que la riqueza es
un bien útil que se desea por respecto de otro bien. Así introduce este filósofo el libro uno de
la Ética, señalando que el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío;
el de la estrategia, la victoria y el de la ciencia económica, la riqueza. De esta forma, las
empresas aportan a la comunidad política todo género de bienes y servicios para satisfacer
otras tantas necesidades.
Estas aportaciones de la empresa producen una derrama económica donde los ingresos por
ventas se transforman en compras a los proveedores, salarios a los colaboradores, tributos a
las autoridades y beneficios para los propietarios. De esta forma, el valor económico que una
empresa aporta a la comunidad es el valor monetario de los bienes que produce, expresado
en el dinero que recauda y pone en circulación. Este valor económico contiene la riqueza
creada por la propia empresa, si a los ingresos descontamos los costos totales que
involucran su operación y producción.
La producción de bienes económicos presupone que se produzca tanto como se pueda,
siempre que los bienes se distribuyan justamente entre quienes participaron en su
producción. Por otra parte, el fin social consiste en que estos bienes producidos sean
convenientes no sólo en relación con su consumo, sino también en cuanto al valor moral de
los medios empleados para producirlos.
Basta, por el momento, considerar que la empresa pone en manos de la sociedad productos
y servicios con un valor en dinero que es pagado por la comunidad política, de manera que
este dinero provoca una derrama económica que inicia con los consumidores y termina en la
retribución final para los propietarios. Ninguna economía sobreviviría sin los bienes
económicos que producen las empresas. Sin ellos apenas habría tributos y los gobiernos
carecerían de recursos para funcionar. Los tributos se originan mayoritariamente en la
actividad productiva de la empresa, en distintos momentos de la adquisición, producción e
intercambio de bienes económicos.
En el discurso general sorprende la ausencia de un fin político de la empresa, al grado en
que relacionar la política con la empresa sería como mezclar el agua con el aceite. Con todo,
el fin político de la empresa consiste en aportar los tributos convenidos por ley, deber de
pagar del que se sigue el derecho de exigir. Esta contribución ha de traducirse en un bien
para la comunidad política. De todos los bienes económicos que produce la empresa sólo el
tributo tiene un fin social amplio, fuera de la comunidad-empresa y de cara a la comunidad
política, es decir, más allá del cumplimiento de sus fines específicos como empresa
particular.
Históricamente la empresa es una creación política que dejó de ser una concesión especial
del gobernante para convertirse en una agregación libre de individuos. Desde esta
perspectiva, lo que la empresa ganó en libertades lo pagó con creces en obligaciones, sobre
todo en materia de tributos cuyo propósito es alcanzar la equidad o justicia social.
Por lo anterior, el bien social que produce la empresa no se restringe al reducido núcleo de
quienes participan en ella, como una comunidad cerrada, sino que el dinero por ella
generado beneficia también al resto de los miembros que conforman la comunidad política.
Por tanto, este bien político que produce la empresa es un bien común. Contribuir de esta
manera al bienestar general constituye un primer fin político de la empresa.
Un segundo fin político de la empresa consiste en supervisar la administración de los tributos
por parte del gobierno, labor que corresponde a la ciudadanía. Las empresas son una entre
muchas asociaciones ciudadanas que conforman la comunidad política. No podemos
divorciar a la sociedad y a las empresas como si se tratase de dos categorías distintas, pues
las empresas son una entre diversas asociaciones que conforman la comunidad política.
En un régimen democrático no resulta congruente que a la supervisión que el gobierno
ejerce sobre la empresa no corresponda una supervisión equivalente de la empresa sobre el
gobierno. Precisamente por ser ellas mismas la base económica de la tributación, las
empresas poseen un importante poder para influir positivamente en las instituciones
políticas.
Un tercer fin político de la empresa es asegurar su propia supervivencia frente a obstáculos y
ataques surgidos en el seno de la comunidad. Una sociedad que ve con recelo y sospecha a
la empresa es una sociedad condenada a la pobreza. Un régimen político que concentra en
pocas manos el poder económico puede engendrar una actitud social desfavorable e inhibe,
de paso, las condiciones para que florezcan miles de empresas. Este círculo perverso
engendra condiciones adversas para la inversión, debilitando la principal fuente de recursos
económicos para combatir la pobreza.
Por esta razón, es fin político de la empresa promover y exigir condiciones que fomenten la
inversión y la competitividad. Para este efecto, son herramientas propias de las empresas la
conformación de cámaras o asociaciones, la influencia positiva en la opinión pública, la
constitución de grupos de presión (advocacy groups), el cabildeo legislativo (lobying), la
denuncia, la protesta pública, la negociación política y la realización de estudios y
propuestas, entre otras medidas. Cumplir el fin político implica que una empresa defienda y
concilie sus intereses particulares y gremiales con los intereses sociales más amplios.
Principios
En la navegación tradicional se empleaba el sextante para conocer la ubicación exacta
mediante la posición del sol y de los astros. Un navegante ignorante de estas reglas
astronómicas podría perderse. Estas reglas no limitaban la libertad de los navegantes. Por el
contrario, su conocimiento permitía llegar mucho más lejos, con mayor seguridad y en menor
tiempo.
En esta libertad ordenada por principios hunde sus raíces la responsabilidad de la empresa.
Cada principio es una ley moral, natural e inmutable, que ordena el universo moral del
hombre, de la misma manera como las leyes físicas ordenan y dan forma al universo
material. El universo físico está predeterminado y funciona siempre de una manera
predecible, pero el universo moral del hombre no está predeterminado. Paradójicamente,
cuanto más actúa el hombre con libertad más se conforman y ordenan sus actos a la ley
moral, sin que ello implique una restricción.
Se considera que una empresa es responsable cuando ha realizado ciertos actos
responsables, pero con frecuencia dichos actos son aislados y su manera general de actuar
es muy distinta. En otras palabras, no es lo mismo un acto responsable que una persona
responsable. Una cosa es un acto aislado, como cuando decimos que Juan actuó en forma
responsable, y otra cosa es afirmar que en lo general y de Juan es responsable de manera
habitual.
Si nos situamos dentro de la categoría de “ser responsable”, más allá de un acto aislado,
tampoco es lo mismo llamar responsable a una persona que a una asociación de personas.
En el primer caso existen actos individuales y en el segundo actos colectivos, o actos de la
empresa. Lo que define la responsabilidad de una empresa es una manera colectiva de ser y
de hacer las cosas. Un colectivo no piensa, pero está conformado por personas que sí
piensan, que influyen en la conducta general del colectivo al que pertenecen y que reciben
su influencia.
Para que los miembros de una asociación actúen colectivamente en forma responsable, de
manera habitual y estable, es necesario cierto grado de institucionalización, así como el
desarrollo gradual de procesos repetitivos que conduzcan a la adquisición de hábitos
operativos. Conforme una empresa crece, adquiere gradualmente una cultura organizacional
o modo habitual de hacer las cosas. La cultura y los procesos influyen en las operaciones
cotidianas y quedan registrados en la memoria colectiva de manera informal, pero también a
través de registros explícitos que incluyen sistemas, políticas, normas, procedimientos y
estructuras de organización, entre otros elementos.
Conforme una empresa evoluciona y se institucionaliza, en ella predominan ciertas maneras
particulares de elegir y decidir. Opera con base en principios cuando armoniza los intereses
de sus participantes en un marco de justicia. Operar en un marco de justicia tiene razón de
logro: es una condición difícil de alcanzar, pero factible, que requiere de una «estructura
ética», esto es, de cierta evolución positiva en la constitución «dura» o tangible de una
empresa, expresada sobre todo en su organización y en sus políticas formales de operación.
Asimismo, dicha estructura allana el camino para forjar una «cultura de integridad». Esta es
la parte «blanda» o intangible de la empresa, constituida por ciertos valores compartidos,
normas informales, costumbres y otros elementos. Estructura y cultura son dos caras de una
misma moneda y representan el «ser» responsable de una empresa, más allá de cualquiera
de sus actos aislados.
Si recurrimos nuevamente a una analogía, la estructura ética correspondería a la disciplina
presente a bordo de una embarcación, así como a las funciones de sus tripulantes y la
disposición de sus velas. Comprendería todo aquello que puede ser previsto
razonablemente. Por otro lado, la cultura de integridad se reflejaría en numerosos actos
espontáneos como las relaciones informales entre los tripulantes, difíciles de encajonar en
una norma o procedimiento.
De acuerdo con los principios que la mueven, una empresa se constituye como una red de
relaciones moralizantes o desmoralizantes, ya sea que fomente las relaciones justas entre
sus miembros, o que promueva relaciones basadas en el egoísmo. En seguida expongo
cuáles son los principios ordenadores de la actividad de la empresa, cuyos dirigentes pueden
tener muy claros los fines económicos, menos claros los fines sociales e ignorar los fines
políticos. Guardar congruencia entre sus tres fines constituye el primer acto moralizante de
cada empresa particular. Esta es la función de los principios: ordenar los actos de la empresa
para que esta alcance sus fines, o propósitos.
Si los principios son causas últimas que rigen la conducta, los valores son preferencias sobre
ciertos objetos que, siendo deseables, se constituyen en bienes. Si el principio es una guía,
el valor es una elección. En este orden de ideas, ¿cómo se incorporan los principios y los
valores en la operación de la empresa? En las empresas pequeñas o medianas, las
decisiones suelen concentrarse en uno o más miembros de la familia o de los socios
propietarios, de tal manera que cuando hablamos de comportamiento ético debemos
referirnos a los empresarios y no a las empresas. En todo caso estaremos hablando de
«empresarios socialmente responsables». Para que podamos referirnos a una «empresa
socialmente responsable», el empresario deberá preocuparse por transmitir a la empresa un
espíritu socialmente responsable.
Muchas empresas conservan una cierta mística de sus fundadores, que permanece como
inspiración para la toma de decisiones. Conforme la empresa crece y se desarrolla, crea
políticas, sistemas y procedimientos de control hasta que llega el momento en que el
fundador es prescindible. Aparecen los administradores profesionales y en ocasiones la
empresa está en condiciones de emitir acciones públicas. Un empresario con visión de
integridad puede planear la manera como la empresa transitará estas etapas, incluyendo el
desarrollo de una estructura ética acorde con sus creencias, principios y valores.
En la operación de la empresa se encuentran implícitos numerosos valores que resultan
fundamentales para alcanzar sus fines, tales como: la confianza, la innovación, la
colaboración, la eficacia, la tenacidad o la perseverancia. Todos estos valores están
relacionados con la noción de un trabajo bien realizado. Sólo en el criterio de eficiencia
encontramos buena parte de la necesidad de especializar el trabajo en el empresa.
¿Cómo permanecen dichos valores a pesar de que las personas van y vienen? A manera de
aproximación, consideremos que una empresa está mejor preparada para crecer y competir
cuando en ella coinciden la cualificación humana de sus directores y la satisfacción laboral
de su personal. Más aún, si la empresa logra la adhesión y el apoyo de todos sus
participantes, se transforma en una comunidad-empresa donde los intereses individuales,
entrelazados en una sana y vigorosa tensión, avanzan en sincronía hacia un propósito
común.
Algunos estudios demuestran que, conforme disminuye el sentido de comunidad dentro de
una empresa, aumenta la violación de normas y disminuye el respeto mutuo. Por el contrario,
un sentido de comunidad y de propósitos compartidos tiende a reducir las conductas
indeseables, propiciando las conductas adecuadas.1
Este sentido de comunidad no es algo espontáneo, ni existe siempre en la empresa. Cuando
lo hay, suele ser producto de una evolución informal, no planeada, y resultado indirecto de
los valores que han prevalecido entre sus dirigentes. Rara vez surge como un proceso formal
y planeado. Este ideal representa la mayor oportunidad para las empresas y el núcleo
profundo de su responsabilidad. No es que la ética y la empresa estén divorciadas, sino que
sus relaciones han sido usualmente informales y esporádicas. Es necesario formalizar esta
relación para que la empresa sea plenamente responsable. Digamos que la empresa tiene
que organizar una cena formal y hablar con la ética, seriamente, de compromisos.
1 Pfeffer, “Working Alone: What Ever Happened,” 6.
Este modelo se sustenta en los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, que conforman
la crítica moral de las empresas más consistente y prolongada que ha existido. Asimismo son
guías generales de conducta de cara a la vida colectiva y defienden derechos fundamentales
que guardan una estrecha relación con la empresa, como la propiedad privada y el bien
común.
Dicho cuerpo de principios constituye una ética de normas universales, no sólo porque
forman parte del habla cotidiana (incluso sin que la mayoría de la gente se percate de ello)
sino porque obedecen a una concepción antropológica racional del ser humano. Constituyen
la principal fuente inspiradora de los Derechos Humanos y surgieron de una larga serie de
críticas agudas a diversas problemáticas sociales y económicas, particularmente a partir de
la Revolución Industrial tardía, desde el siglo XIX.
Partimos de la noción de marco de justicia como elemento ordenador de las operaciones
empresariales, entendiendo la justicia en la empresa como un proceso continuo de
armonización de intereses económicos para alcanzar el bien común. Veremos que esta
forma de operar es una exigencia de solidaridad que se relaciona con la dignidad de las
personas (fin social), con la noción de destino universal de los bienes (fin económico) y con
el principio de subsidiariedad (fin político).
La siguiente tabla muestra la relación entre los propósitos y los principios en la empresa:
Marco de justicia como bien común
Propósito Principios
Fin social Dignidad de la persona
Solidaridad Fin económico Destino universal de los bienes
Fin político Subsidiariedad
Sin cualquiera de estos principios no hay posibilidad de que un acto pueda ser llamado
responsable, puesto que se estaría violando un derecho fundamental del ser humano. Sin
ellos sólo hay actos egoístas que se oponen al bien común; actos mezquinos que son
contrarios a la solidaridad; actos autoritarios que impiden la subsidiariedad. El empleo de
estos principios presupone ordenar prioridades y anteponer la persona a las riquezas.
Implica dar a otros la prioridad que merecen sobre el bien propio, alcanzando un equilibrio
justo. Exige, sobre todo, la moderación y el control de los motivos egoístas para dar cauce a
la colaboración y al entendimiento. Significa, en suma, ser libres en el sentido de ser
capaces de auto-gobierno, de controlar apetitos egocéntricos.
Si asumimos que la responsabilidad es una cualidad de un acto libre y ordenado por
principios, llamar responsable a una empresa presupone que dicha empresa posee
autonomía por cuanto sus integrantes tienden a operar con base en principios. En ella los
intereses de todos sus integrantes tienden a un equilibrio justo.
Dado que estas conductas no se realizan por decreto o imposición legal, sino que han de ser
voluntarias, en los actos libres encontramos el fundamento de una autonomía colectiva en la
empresa, no así en las normas o imposiciones. En otras palabras, cuando los actores en la
empresa actúan por imposición, la responsabilidad organizacional compete a la estructura
jerárquica de organización, esto es, a las líneas de mando responsables de diseñar las
normas. En cambio, en el amplio margen de libertad de actuación fuera del ámbito de control
de las normas formales encontramos numerosas conductas colectivas que pueden ser
llamadas actos responsables de la empresa, en sentido propio y no a manera de analogía.
En tanto que la estructura tiende a imponer conductas, la cultura las cultiva sin coacción. Una
cultura de integridad neutraliza la necesidad de avanzar excesivamente en las normas
formales, de tal manera que la empresa evite transformarse en un organismo burocrático y
autócrata. El exceso de normas termina por limitar la creatividad y la productividad. Por esta
razón, resulta imprescindible desarrollar una cultura de integridad que regule la necesidad de
normas formales. Conforme aumenta el peso de dicha cultura en las decisiones individuales,
con mayor fundamento podemos llamar responsable a la propia empresa y no sólo a sus
integrantes.
En este punto surge una cuestión fundamental: si el acto responsable es un acto libre, luego
todo principio de actuación supondrá un gravamen para la libertad. Tal gravamen no existe
porque un principio ofrece una guía general y no impone o prescribe cierta conducta
específica. Se trata de alcanzar cierto ideal y no de prohibir conductas concretas. Una norma
es, con frecuencia, un eslabón entre un principio general y un estándar específico de
conducta. Una característica de las normas morales es que se sostienen sobre todo en
principios generales, en tanto que las normas técnicas se sostienen fundamentalmente en
estándares específicos.
En una organización, los principios, las normas y los estándares son semejantes a los
principios constitucionales, las leyes y los reglamentos de una comunidad política. Conforme
una organización «aprende», sus estándares de trabajo tienden a cubrir la mayor cantidad
posible de procesos o tareas. Pueden ser normas técnicas si se orientan al saber hacer, o
normas morales, si obedecen a un deber. Las normas se traducen en estándares específicos
que deciden por la persona qué hacer, dónde, cuándo, quién o cómo. Cada estándar es una
elección previa y programada que no substituye a la inteligencia individual, pero transmite
experiencia acumulada y dirige las tareas, sobre todo en sus aspectos técnicos.
Toda norma, ya sea un principio o un estándar de trabajo, puede ser formal si se transmite
de manera planeada y organizada, o informal si se difunde de manera ocasional y arbitraria.
Mientras más grande es una empresa las normas tienden a formalizarse más. Sin embargo,
las normas morales no obedecen a criterios técnicos, sino prácticos, y por ende son más
difíciles de expresar por escrito. Se resisten a formar parte de manuales, cosa que permiten
las normas técnicas.
Pareciese que, en tanto menor sea el arbitrio personal y mayor la reglamentación, mejor y
más ético será el desempeño de la empresa. Nada hay más lejos de la verdad. A manera de
ejemplo consideremos a una empresa que rechaza reglamentar las conductas y tareas.
Llamémosla «organización ácrata», del griego a: sin, y cratos: autoridad. Es evidente que
quienes participen en esta organización dispondrán del máximo de libertad, pero el hombre
no hace un buen uso de su libertad de manera espontánea. En este caso lo más probable es
que la anarquía reinante conduzca al desastre. Para que esta organización funcione,
tendrían que integrarla superhombres que no necesitan dirección ni freno.
Consideremos, por otro lado, una organización donde se controlan todas las conductas y
abundan los castigos. Llamémosla «organización autócrata». Esta organización parecería
conformada por gente desenfrenada y necesitada del mayor control. En este caso lo más
probable es que se frenen también la iniciativa y el trabajo productivo.
Así las cosas, ha de existir un equilibrio justo entre la «organización ácrata» y la
«organización autócrata». Este punto medio corresponde a la estructura ética. Una empresa
consigue más colaboración cuando en ella se equilibran la autoridad y la libertad. Es así
como la presencia de una autonomía ordenada es sustento de una ética de la empresa. Hay
autonomía ordenada cuando se opera con las normas necesarias, produciendo hábitos de
trabajo positivos que a su vez reducen la necesidad de normas.
Bien común
Para este modelo de dirección ética, una empresa actúa en favor del bien común cuando
armoniza los intereses de los participantes, de manera que en lo económico cada cual reciba
lo que le corresponde, en lo social se anteponga el fin de cada participante al fin económico,
y en lo político se participe en la construcción de la comunidad política aportando tributos y
supervisando su mejor empleo. El bien común se alcanza a través de operaciones realizadas
dentro de una estructura ética y en un marco de justicia.
Entablar un diálogo permanente con los participantes es la mejor manera de conocer el
grado en que se alcanza el bien común. Para este efecto, no existe un sistema de
indicadores capaz de orientar las decisiones. Existen indicadores sobre responsabilidad
social que en general no toman en cuenta la percepción y nivel de bienestar de los
participantes, sino la opinión subjetiva de los directores. Es en esta cuestión donde la
perspectiva de la antropología filosófica puede conciliar los principios éticos con la práctica
cotidiana de la dirección.
No hay que confundir el bien común con la propiedad compartida ni con el reparto de bienes,
como pretende el utilitarismo. Fue Jeremy Bentham quien concibió el bien común desde una
perspectiva utilitaria. Afirmó que el bien común es la suma de bienes poseídos por los
individuos. Sostiene Velázquez2 que esta noción del bien común es débil si se compara con
una noción fuerte, defendida principalmente por el catolicismo3, según la cual un bien puede
ser poseído por una persona con exclusión de cualquiera otra y en tal virtud es un bien
privado, o puede ser poseído por todos los miembros de un colectivo, en cuyo caso es la
suma de bienes privados. Un bien común, en cambio, se distingue del bien privado y del bien
colectivo porque se constituye como un bien universal, de tal manera que puede ser
distribuido y comunicado sin necesidad de que sea propiedad de nadie en particular. En este
sentido fuerte un bien común no es divisible, como es el caso de la seguridad nacional, de un
medio ambiente limpio o de la prosperidad económica. De esta manera cada persona
participa de la totalidad, no sólo de una parte que se ha de sumar a otras para alcanzar dicha
totalidad (como prescribe la noción utilitaria de bien común).
En la filosofía de Aristóteles y Tomás de Aquino el concepto de bien común ocupa un lugar
prominente. Otro tanto ocurre en las enseñanzas sociales católicas, pero ha recibido escasa
atención por parte de las teorías de la organización, así como en los discursos de la ética de
la empresa y de la responsabilidad empresarial.4 Sostiene Smith que la noción de bien
común tiene raíces aristotélicas y en general ha sido desestimada, con excepción de las
teorías políticas y sociales católicas. 5 El declive en el interés por el bien común, agrega, se
origina en el ascenso de la teoría liberal. Esta teoría ha sido criticada por la teoría
comunitaria argumentando que produce individuos atomísticamente aislados.
En general, los teóricos liberales han intentado resolver la tensión existente entre el individuo
y la comunidad. Smith afirma que en Aristóteles podemos encontrar una perspectiva que no
es ni liberal ni comunitaria. En la corriente liberal se percibe que el bien común no puede ser
sostenido porque el bien de uno implica casi por necesidad el bien de otro. Asimismo, se
concibe que cada persona es el mejor juez de su propio bien y no es admisible que alguien
más imponga lo que es bueno (Stuart Mill). Otros pensamientos liberales son anti-
teleológicos, de manera que cualquier fundamento del bien común sería arbitrario o
despótico (Hobbes). Otros más sostienen que la ciencia no puede revelar una imagen
universalmente atractiva de lo que conviene a todo hombre (Locke). De esta forma, sólo a
través de una racionalidad basada en el diálogo y el consenso es posible superar el acuerdo
a profundidad que la idea de bien común parece exigir (Rawls). La teoría liberal requiere
neutralidad política porque la legitimidad de la autoridad política no está sustentada en el
2 Velasquez, “International business, morality, and the common good,” 29. 3 Velasquez cita a William A. Wallace, O.P., The Elements of Philosophy, A Compendium for Philosophers and Theologians (New York: Alba House, 1977), p. 166-67. 4 Antonio Argandoña, “The common good of the company and the theory of organization,” papel de trabajo para “la Caixa” Chair of Social Responsibilityand Corporate Governance. IESE Business School (Marzo, 2009): pag.1.
5 Smith, “Aristotle on the conditions for and limits of the common good,” 625-26.
bien común, sino en la idea de un contrato libre entre individuos racionales para proteger sus
derechos naturales.
Justicia
En su código de principios, Unilever promulga tres valores principales cercanos a la justicia:
honestidad, integridad y transparencia. También acentúa el respeto a los derechos humanos
y sostiene que su prioridad son las personas, categoría en la que no sólo considera a
quienes conforman su comunidad interna de trabajo, sino a todas aquellas relacionadas con
la empresa (stakeholders). Estas ideas guardan estrecha relación con la naturaleza
«pública» de esta empresa y son patentes los vínculos con su reputación como opción
segura para invertir.
En la justicia encontramos el principio rector de los actos de la empresa, puesto que estos se
realizan con el fin de producir y distribuir bienes económicos. Operar en un marco de justicia
implica no sólo una responsabilidad legal, sino sobre todo moral; significa dar lo que le
corresponde a cada participante en la riqueza que produce la empresa. Alcanzar este
propósito no se consigue fácilmente: tiene razón de bien arduo, o de logro.
Operar en un marco justo tiene un carácter arduo porque, naturalmente, cada actor procura
su beneficio tanto como pueda. Cuando la empresa opera con justicia prevalece el que nadie
tome para sí más de lo que corresponde: el consumidor no paga más ni menos que lo que
vale el producto; el obrero no recibe más ni menos que lo que vale su trabajo; el propietario
recibe un beneficio que compensa razonablemente su sagacidad y esfuerzo. En este caso
podemos afirmar que la empresa posee un carácter, es decir, que la caracteriza una forma
de actuar congruente con principios morales. Esta forma de actuar es generalizada y estable,
por ello constituye una manera de ser de la empresa.
De la justicia como principio rector se derivan hábitos operativos que atañen particularmente
a la empresa. Como su fin es preponderantemente económico, estos hábitos corresponden
al buen uso de los bienes económicos. El equilibrio necesario consiste en devolver a los
bienes económicos su razón de medios.
Al fin económico lo mueve otro principio derivado de la justicia, que consiste en la noción del
destino común o universal de los bienes económicos. Cada relación de intercambio supone
cierta tensión entre el interés personal y el interés ajeno. Por esta razón, en el concepto de
balance o equilibrio subyace la raíz moral de cada acto humano en la empresa.
Desde tiempos antiguos esta cuestión fue abordada por Aristóteles, para quien el avaro se
afana por las riquezas más de lo que conviene, en tanto que el liberal hace buen uso de la
riqueza.6 Podemos ver, aquí, un sentido del término «liberal» que no corresponde a una
libertad política o a una libertad económica como modernamente se ha entendido, sino una 6 Aristóteles, Ética a Nicómaco, IV, I.
libertad personal que significa «liberado de los bienes materiales». En este sentido de
libertad se ha definido aquí a la responsabilidad como la «cualidad de un acto libre».
Siendo que las relaciones de intercambio son la sustancia de la empresa, resulta fácil
identificarlas con el lucro y sospechar que invariablemente la avaricia está presente.
Aristóteles considera antinatural a la vida de lucro porque la riqueza no es un bien deseado
por sí mismo, sino un bien útil que los hombres desean en relación con otros bienes.7
Una de las razones por las que la avaricia tiende, razonablemente, a frenarse a sí misma es
que el sistema de intercambio frena de muchas maneras a quien toma para sí algo indebido.
Para que la red de relaciones de intercambio funcione, el bien que se desea para sí mismo
ha de ser recibido a cambio de una contraprestación razonable, sin tomar mucho más de lo
que conviene.
Cuando impera el interés propio en el intercambio, los hombres encontrarán tantas formas de
abuso que se producirá, inevitablemente, una crisis de confianza y un desenlace ruinoso
para la empresa, pues la confianza ejerce en el sistema de libre empresa importantes
funciones de auto-regulación. Subsisten, sin embargo, suficientes matices para imprimir un
sello distintivo en el carácter moral de la empresa.
Dignidad humana
Una justicia plena sólo se alcanza a partir del valor intrínseco de cada persona, siempre
presente detrás de cada interacción y más allá de los intereses utilitarios. El fin social de la
empresa se rige por este principio, considerando que cada hombre es un fin en sí mismo. En
esta dignidad vemos una ley práctica en el sentido que le confiere Kant, como el imperativo
moral formal de no utilizar a un ser humano como medio para alcanzar fines particulares.
Este razonamiento implica el deber de contribuir para que cada hombre se perfeccione, es
decir, que alcance su fin, puesto que este fin es también fin último de la empresa.
Si consideramos que los hombres son los fines de la empresa, luego tanto los actos
humanos como los actos de la empresa habrán de ser actos acomodados a la razón de fin
en sí mismo que posee el hombre, constituido como bien soberano.
Solidaridad
En lo que compete a los fines políticos, la justicia se traduce en otro principio derivado que es
la solidaridad, extensión natural de la dignidad de cada ser humano. Señala Feinberg8 que
un grupo es solidario cuando sus miembros comparten intereses mutuos, y lo es más cuando
7 Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, I.
8 Joel Feinberg, “Collective Responsibility,” The Journal of Philosophy, Vol. 65, No. 21, (1968): 677-79.
dichos miembros conforman una comunidad de intereses, de tal manera que se integran
mediante vínculos afectivos. Entre ellos existe identificación, de forma que si hay fracaso es
un fracaso común y si hay triunfo es un triunfo compartido.
Cuando existe solidaridad no se daña a un miembro sin dañar a todos. Este sentido de
unidad es un fenómeno psicológico al que Feinberg presta atención especial. Recurre a la
noción de «reacciones vicarias», que se producen por ejemplo cuando sentimos orgullo por
los triunfos de aquellos con quienes nos identificamos afectivamente, o cuando sentimos
vergüenza porque estas personas cometieron un acto indigno, como si lo hubiésemos
cometido nosotros mismos. En cambio, si este acto lo comete un extraño, simplemente
experimentamos rechazo o lástima. De esta manera, la solidaridad es una condición
necesaria para experimentar emociones vicarias. Con todo, hay límites en la identificación
con el grupo. En un extremo, no nos sentimos orgullosos o avergonzados por actos
atribuidos a la humanidad entera, por más que seamos solidarios con ella, pero sí por actos
atribuidos a nuestra nacionalidad, de donde se concluye que ha de existir un sentido de
individualidad basada en la diferencia.
Empresas y gobierno desempeñan un papel esencial para la comunidad política, por lo que
las funciones del gobierno constituyen otro componente fundamental para un modelo de
dirección humanista de la empresa. Entre las diversas funciones morales del gobierno hemos
de incluir el deber ineludible de procurar que las empresas produzcan más bienes, así como
que estos bienes se distribuyan justamente. Por medio del tributo la empresa transfiere
riqueza al gobierno, cuyas funciones incluyen una redistribución justa de bienes económicos,
así como establecer leyes e incentivos para incrementar la inversión productiva y para que
las empresas operen en un marco de justicia. De esta manera, la solidaridad incluye también
las relaciones de justicia entre las empresas y la comunidad política.
Del principio de solidaridad se derivan numerosos actos de la empresa. Ejemplo de ello es el
cabildeo legislativo, que reclama la participación de las asociaciones ciudadanas (entre las
que destaca la empresa) en los asuntos de interés público. Sin embargo vemos que las
empresas emplean este tipo de poder para defender sus propios intereses y raramente
abrazan intereses sociales amplios como, por ejemplo, el uso diligente de los tributos.
Es habitual que las empresas se ocupen de sí mismas y desdeñen este género de causas
sociales, que constituyen una enorme área de oportunidad si consideramos el poder
colectivo de los gremios empresariales. En la práctica lo que existe es un juego de fuerzas
entre los poderes político y económico, que se traduce con frecuencia en una compleja red
de favores y canonjías. Precisamente allí donde existen grandes intereses económicos, las
leyes favorecen a unos cuantos, en perjuicio de la libertad de emprender.
En el tributo encontramos una importante contribución pública de la empresa. A esta
contribución corresponde la supervisión y exigencia del buen uso del dinero público, no sólo
porque toda asociación posee deberes ciudadanos sino, sobre todo, porque la empresa es
fuente principal del tributo. Vemos, sin embargo, que la tributación es acatada por las
empresas en forma dócil y acrítica, desentendiéndose en seguida del asunto como si una
administración pública honesta y diligente estuviese garantizada.
Subsidiariedad
En el fin político de la empresa encontramos un imperativo de libertad regido por el principio
de subsidiariedad, según el cual una asociación de orden superior no ha de intervenir en los
asuntos de una asociación de orden inferior que puede resolverlos por sí misma. El principio
de subsidiariedad rige particularmente en las relaciones entre los gobiernos y las
asociaciones ciudadanas. Es aplicable de manera especial en las relaciones entre el Estado
y el mercado, o entre gobiernos y empresas. Propone que el gobierno ha de conceder tanta
libertad como sea posible y tanta regulación como sea necesaria. Fundamentalmente busca
alcanzar un equilibrio justo entre la libertad y la regulación. La limitación principal de esta
norma moral consiste en que la libertad florece cuando hay responsabilidad, o corre el riesgo
de transformarse en abuso y en libertinaje. Por esta razón, las conductas prevalecientes en
las empresas e industrias condiciona dónde debemos ubicar el justo medio entre la libertad y
la regulación.
En el uso adecuado de su libertad encuentra el hombre su mayor fuente de crecimiento
personal, al grado en que obstruir dicha libertad destruye su dignidad. Resulta imprescindible
que una empresa sea subsidiaria también en su operación interna, reglamentando las
relaciones entre una autoridad y un subordinado en la medida en que las conductas
generales lo requieran. Así, conviene también formar a las personas para que decidan por sí
mismas, en lugar de decidir por ellas.
En una estructura ética, la dignidad de la persona no es sólo un fin, sino la mejor vía para
que la propia empresa alcance los mejores resultados posibles. Resulta contra-intuitivo dirigir
a una empresa como si estuviese conformada por autómatas cuyas conductas siempre han
de ser reguladas, pues estas medidas se oponen a la creatividad y al buen uso de la razón al
servicio de un fin colectivo.
La productividad no sólo se busca por motivos de eficiencia, sino también psicológicos o de
realización, como sostiene Barnard cuando afirma que «todo integrante del grupo ha de
percibir que su contribución al resultado colectivo es eficiente, o de otra manera renunciará a
participar para no fomentar la ineficiencia del grupo».9
Cuando los directores ignoran el principio de subsidiariedad oponen un obstáculo formidable
al desarrollo de la empresa. Fallan externamente en su relación con las autoridades al
provocar nuevas regulaciones o al permitir regulaciones innecesarias. Internamente fallan
9 Barnard, The Functions of the Executive, 44.
por regular donde no deben o por no reglamentar lo que deben. En esta circunstancia crece
la desconfianza y las decisiones se centralizan en exceso.
Tal estado de cosas es una enfermedad que se conoce como burocracia, término nacido
durante la Revolución Francesa que proviene de bureau: escritorio, y cratos: poder. Ante el
imperio del procedimiento, la administración termina por frenar la eficacia. La burocracia es el
vicio en que incurren las empresas cuando, buscando equilibrar sus procesos y principios
⎯cuando pretenden ser éticas⎯ no acaban de ver en sus participantes a los verdaderos
fines.
A toda empresa conviene, según se ha visto, alcanzar un equilibrio entre el marco estructural
de los estándares o controles concretos de conducta, y el ambiente cultural de los principios
o guías generales. Un estándar enseña a hacer algo pero elimina otros modos posibles, con
lo que la eficacia se consigue a costa de la creatividad. Por esta razón requiere cautela
considerar un proceso como algo definitivo.
No todo en la empresa está estrictamente programado. Por esta razón, decimos que las
organizaciones «aprenden». La mejor prueba es la innovación, sobre todo entendida como
agregación de pequeñas mejoras que terminan por producir un cambio importante. Este tipo
de innovación no corresponde a una mejora súbita en un proceso concreto, sino a una lenta
serie de pequeñas mejoras que se acumulan en la totalidad de procesos.
Personas
En las teorías de la organización se suele argumentar que la empresa es un sistema de
transacciones contractuales, o un sistema de cooperación, y en cada acto de compra existe
tanto una cooperación mutua como una transacción económica. De esta manera, la suma de
participantes en una empresa representa la suma total de agentes individuales en cuyas
manos descansan todas las transacciones económicas realizadas por la empresa.
Las empresas son grupos de individuos que persiguen metas definidas, donde los miembros
se vinculan y desvinculan libremente, usualmente motivados por su interés propio.10 Estas
interacciones sociales que constituyen la empresa ocurren, sostiene Soares, en cuatro
categorías: entre personas, entre empresas, entre empresas y personas, y entre empresas y
sociedad.11 A estas categorías habría que incluir las relaciones entre personas y autoridades,
así como entre estas y las empresas.
Este modelo de dirección considera como participantes a todos aquellos involucrados en el
origen y el destino de los bienes económicos. Son ellos quienes producen y reciben la
riqueza que atribuimos a la empresa. Se organizan para realizar diversas tareas y son
10 Peter French, “Ethics and Agency Theory,” Business Ethics Quarterly Volume 5, Issue 3 ( 1995): 1. 11 C. Soares, "Corporate versus individual moral responsibility", Journal of Business Ethics 46.2 (2003): 144.
participantes en tanto contribuyen en la creación de algo común, pero también partícipes en
cuanto tienen derecho a tomar parte de la cosa creada. Resulta preferible el término
participantes, antes que partícipes, por ser primera la acción de participar, pues sólo creando
se es partícipe de lo creado.
Son cinco los participantes que conforman una empresa: los clientes, los proveedores, los
colaboradores, las autoridades y los propietarios. El núcleo duro de la empresa radica en los
propietarios y los colaboradores, de allí la noción clásica de trabajo y capital. Ambos
colaboran adquiriendo insumos de los proveedores, hacia atrás en la cadena de valor, y
transformándolos en bienes útiles para los clientes, adelante en dicha cadena. Los
gobernantes aportan un marco institucional, legal y estructural para que este proceso se lleve
a efecto de la mejor manera posible.
De acuerdo con Coase, si la producción pudiese resolverse con base en intercambios
simples habría largas cadenas de transacciones individuales pero no empresas. Llega un
momento en que los nexos entre diversos participantes han de formalizarse en relaciones
contractuales de mayor alcance, necesidad que explica el surgimiento de las empresas. Por
esta razón, una empresa surge debido a que resulta cotoso operar exclusivamente con base
en mecanismos de precios.12
En síntesis, podemos concebir a la empresa como una creación común donde participan por
una parte los propietarios, que aportan capital, y por otra los colaboradores, que aportan
trabajo. Enseguida la conforman los proveedores, que proveen insumos, y los clientes, que
consumen el producto. Por último participan las autoridades, que aportan seguridad, orden e
infraestructura a cambio de tributos.
Esta concepción de la empresa como grupo conformado por cinco participantes se sostiene
en dos argumentos: uno contractual y otro financiero. De acuerdo con el argumento
contractual, en toda relación de intercambio existe un contrato implícito donde alguien paga
una cantidad a cambio de un servicio, insumo o contraprestación. Sólo en estos cinco
géneros de relación existe un contrato y por tanto un deber o reclamo de justicia derivado
directamente del involucramiento en la operación de la empresa. Cualquier otro efecto o
reclamo constituye lo que los economistas llaman una externalidad y proviene del entorno de
la empresa.
Por otra parte, el argumento financiero consiste en que los bienes económicos que produce
la empresa se miden por el dinero. Para este efecto, el instrumento que mide en dinero las
operaciones realizadas dentro de un intervalo de tiempo es el estado de resultados. En forma
sucinta, el estado de resultados se divide en cinco cuentas mayores: las ventas, el costo de 12 Oliver, E. Williamson y Sidney, G. Winter. The Nature of the Firm. Origins, evolution and development (New York: Oxford University Press, 1991), pag 3-4.
ventas, los gastos de operación, los impuestos y las utilidades. Este instrumento es un
resumen aritmético del dinero habido por la empresa, así como de la manera como lo ha
gastado y de cuánto quedó para fines de reinversión o reparto.
Cada una de las cinco cuentas antes mencionadas se origina en los actos de un grupo de
participantes. Así, los clientes adquieren los productos y generan los ingresos por ventas; los
proveedores aportan diversos insumos y representan buena parte del costo de ventas; los
colaboradores conforman el personal de la empresa y representan una porción importante de
los gastos de operación; las autoridades reciben y administran los tributos y, finalmente, los
propietarios aportan capital y tienen derecho a disponer del dinero remanente.
Los cinco participantes admiten distintas clasificaciones, como muestra la tabla:
Estos cinco grupos de personas participan en la generación de bienes económicos, por lo
que la armonía en sus interacciones puede multiplicar los resultados económicos de la
empresa. Por ejemplo, un consumidor satisfecho aumenta las ventas; un proveedor
comprometido disminuye el costo de ventas; un colaborador motivado aumenta la
productividad de los gastos de operación; el pago de tributos faculta a la autoridad para crear
un entorno favorable a la inversión; finalmente, un propietario satisfecho busca reinvertir en
la empresa y fortalecerla.
¿Son lo mismo participante y stakeholder?
El concepto de stakeholder incluye a terceros que no participan en la riqueza producida por
la empresa. Para entrar en esta categoría, basta que un actor externo se interese en la
operación de la empresa o que sea afectado por ella. El concepto de participante tiene un
sentido distinto, pues permite transitar hacia la noción de una comunidad-empresa
conformada por quienes realmente producen los bienes económicos.
La diferencia entre stakeholder y participante es sustancial porque, en tanto que el
stakeholder es el «otro» afectado por la empresa, opuesto al propietario (shareholder), la
noción de participantes comprende a quienes «son» la empresa, en tanto entablan las
relaciones económicas que la sostienen. En la práctica, cada empresa define a su manera
quiénes son sus stakeholders, pensando en quiénes podrían resultar afectados por la
empresa o podrían afectarla. Sin embargo todas las empresas comparten los mismos cinco
participantes en la riqueza que generan.
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Se puede argumentar que algunos participantes no se conciben a sí mismos como parte
integrante de una empresa, es decir, no hay una conciencia real de ser un «nosotros». Por
ejemplo, un consumidor no se considera parte de una empresa por el sólo hecho de adquirir
uno de sus productos. Con todo, la noción de «parte» se refiere aquí a «participación en»,
sin ser requisito que exista conciencia explícita de formar «parte de». La suma de
consumidores que adquieren los productos de una empresa son tan importantes que dicha
empresa no existiría sin ellos. En cada acto de compra existe una relación contractual
basada en una transacción económica.
Identificar los linderos que definen a una empresa es una tarea compleja. Podemos ver a la
empresa como un sistema a su vez conformado por subsistemas, siendo ella misma un
subsistema dentro de sistemas de mayor calibre, por lo que es necesario dibujar con
precisión sus fronteras. Para delimitar dónde comienza y dónde termina una empresa, la
mayoría de los autores recurren a nociones relativamente simples de propiedad y de
control.13
Una empresa multinacional que ha desarrollado un concepto avanzado de stakeholders es
Unilever. Considera como stakeholders a sus clientes, empleados, proveedores e
inversionistas y gobiernos, así como a las comunidades locales, las organizaciones sin fin de
lucro, académicos y ciudadanos interesados en la empresa. Afirma, en uno de sus reportes
anuales: «Nuestro éxito depende de que sostengamos relaciones sanas con un amplio
espectro de personas y organizaciones que tienen interés (stake) en la empresa».14
Unilever parece estar constituida por un grupo de administradores, para quienes los clientes,
proveedores, empleados, autoridades y propietarios son otros grupos cuyos intereses han de
ser reconocidos y considerados. Una empresa no es un grupo de administradores
responsable de conciliar intereses diversos, sino que la empresa «es» todos estos intereses
en juego.
No se advierte en los administradores una postura en el sentido de ser «portavoces de
quienes conforman esta empresa». Podemos ver que es una relación de corte «yo-tú”, donde
el «yo» es «la empresa« (los administradores) y el «tú» son todos los demás. No es esta una
relación incluyente basada en un «nosotros». En cambio, el modelo de cinco participantes
permite hablar de la empresa en el sentido de un «nosotros»: los cinco grupos que
participamos en esta empresa concreta. Este esquema abre un escenario nuevo para una
reflexión ética sobre la empresa.
Interlocutores de la empresa
13 Louis Putterman y Randall, S. Kroszner. The Economic Nature of the Firm (UK: Cambridge University Press, 1996), pág. 8 14 Unilever, Sustainable Development 2007: Introduction & Our business and impacts.. www.unilever.com
Existen otros grupos humanos interesados en la actuación de la empresa, además de los
cinco participantes en la riqueza que produce. Ejemplo de estos terceros interesados son las
organizaciones civiles, la academia, los medios de comunicación o los vecinos afectados por
la operación de una fábrica, o quienes denuncian una campaña publicitaria.
Estos grupos interesados son, dentro de la nomenclatura aquí propuesta, solamente
interlocutores de la empresa. El término interlocutores equivale a stakeholders, pues incluye
a todos los interesados o afectados, entre ellos los participantes mismos.
Los interlocutores entablan una especie de diálogo social sobre el papel de la empresa, y
sostienen debates sobre la conducta de alguna empresa en particular. En inglés se emplea
el término practitioner para designar a los directores o administradores interesados en el
discurso sobre la responsabilidad empresarial. Su perspectiva es pragmática y orientada a
los resultados económicos, en contraste con el interés teórico de los académicos, también
denominados «especialistas» o «autores». Por su parte a los interlocutores gubernamentales
se les ha identificado como «reguladores» (en inglés regulators). Finalmente se ha
denominado «activistas» a los interlocutores de la sociedad civil que abanderan una causa y
ejercen presión social, sobre todo a través de los medios de comunicación. Todos ellos
conforma la comunidad, considerada en ocasiones un stakeholder más. También se ha
considerado stakeholder a los medios de comunicación. Los comunicadores suelen ser
interlocutores de peso, aunque constituyen un instrumento al servicio de los grupos ya
mencionados.
Los consumidores y los trabajadores son, ante todo, participantes en las empresas, aunque
también entablan un diálogo en su calidad de interlocutores cuando se agrupan como
activistas o adoptan una postura sindicalizada. En el cliente encontramos al interlocutor más
importante de la empresa. Cada decisión de compra envía mensajes de aprobación a cierta
empresa y desaprobación a muchas otras. El consumo informado constituye una vía poco
aprovechada para reformar la conducta de las empresas, incluyendo la denominada
«inversión ética».15
Clientes
La empresa nace para satisfacer una necesidad, momento en que cobra vida el cliente cuya
necesidad satisface. A diferencia del proveedor, que es elegido por la empresa, es el cliente
quien elige a la empresa como proveedora. El cliente encarna el fin económico de la
15 La inversión ética, también llamada inversión sustentable, socialmente responsable o incluso «verde» es una tendencia que crece en años recientes conforme aumentan los fondos de inversión que abanderan ciertas causas, por ejemplo la sustentabilidad, la conservación ambiental, el gobierno corportativo, los derechos humanos o la justicia social. Aspiran a atraer inversionistas que ven en estos criterios una manera de mejorar la conducta de las empresas y también de invertir con menores riesgos en empresas que han demostraro un alto grado de responsabilidad.
empresa, pues a los propietarios, colaboradores y proveedores los une el propósito común
de satisfacerlo.
Es verdad que entre un cliente y una empresa puede haber una relación efímera, reducida al
acto aislado y anónimo de comprar un producto por única vez. No obstante, con ese acto
ingresa dinero al flujo financiero que da forma a la empresa. Sin este flujo la empresa no se
justifica ni subsiste: simplemente no existe.
Por producción o intercambio en un marco justo se entiende, interpretando a John Rawls,
aquél que un vendedor estaría dispuesto a aceptar si fuese el comprador. Dicho de otra
forma, quien no se disponga a comprar lo que vende no tiene por qué esperar que su cliente
lo haga.16
Una empresa está comprometida con su cliente cuando evita pensar en una transacción
calculadora y anónima, sino en una relación personal con alguien que posee derechos y
necesidades. En una relación como esta existe interés, pero también compromiso. Este
compromiso implica que la relación se sustenta en la persona y no en el objeto
intercambiado. Para que exista compromiso, el bien intercambiado debe ser conveniente
para quien lo consume.
Son incontables los bienes que fabrican las empresas, e igualmente numerosos los
beneficios y los perjuicios que pueden acarrear. Con frecuencia el bien económico que
produce la empresa no es un bien moral, una vez contabilizados sus efectos en los órdenes
de la salud física y mental, del medio natural o de la cultura.
Es común producir y vender objetos transformados, de antemano, en bienes superfluos,
cuyos atributos se vinculan con apetitos humanos como el deleite por la envidia ajena. Es el
vendedor quien sugiere un motivo al comprador, y no el más noble. No podemos decir que
falte a la justicia, pues el comprador es libre de aceptar o no el señuelo que se le ofrece.
Pero tampoco podemos afirmar que el bien propuesto contribuya a crear una mejor persona
y una mejor sociedad. Resulta claro que hay categorías en la medida en que el producto
incide positivamente en el fin último del consumidor.
Quizá convenga clasificar los bienes que producen las empresas, sin demeritar a ninguno y
considerando que todos ellos son bienes, pero algunos son más bienes que otros. Como
aproximación inmediata, esta clasificación podría distinguir entre los bienes necesarios, que
contribuyen a sostener la vida humana o a dotarla de cierta dignidad; los bienes culturales,
que procuran belleza y goces intelectuales o estéticos; los bienes deleitables, que procuran
placeres corporales o de descanso y esparcimiento; finalmente los bienes superfluos, que
por innecesarios o caros son más propios de compradores con alto poder adquisitivo. Es
16 John Rawls, filósofo célebre dentro del liberalismo político desarrolló el concepto de justicia como equidad. Su teoría política propone dos principios para entablar relaciones justas, basados en la noción de posición original y el velo de ignorancia.
claro que algunos bienes encajan en más de una categoría, pero esta breve clasificación
induce a reflexionar sobre el abanico abierto de las necesidades humanas.
Una empresa colabora con la sociedad cuando resuelve una necesidad. Pero es aún más
meritorio si, además de colaborar, se compromete con la comunidad porque contribuye a
construir una sociedad mejor. Entre ambos niveles, el de colaboración y el de compromiso,
existe una diferencia de grado. Es una diferencia abismal en términos de estatura moral.
Toda empresa elige el grado en que ha de constituirse ella misma en un bien moral.
También un cliente colabora con la empresa cuando elige el producto que esta le ofrece. Se
compromete con ella cuando, además de elegir un producto, simpatiza con la empresa y
como resultado le brinda cierta lealtad.
Es a través de la innovación como la empresa alcanza la excelencia en su colaboración con
la sociedad. Cuando la innovación contribuye a crear un mejor mundo o una mejor sociedad,
existe un compromiso con la comunidad. Para resolver los problemas más agudos es
necesario encontrar ideas nuevas. Este es el mayor valor social que aporta la empresa, sin el
cual seguiríamos recurriendo a curanderos, trasladándonos a pie o montando bestias. La
capacidad inventiva de las empresas contribuye a expandir la cultura y coloca, uno a uno, los
ladrillos que construyen una civilización.
No es requisito que la empresa realice un hallazgo revolucionario para ser innovadora. Rara
vez se produce la innovación como un fogonazo de luz, semejante al descubrimiento de la
bombilla eléctrica por parte de Tomás Alba Edison. La innovación suele consistir en una serie
concatenada de pequeñas mejoras en los procesos o los productos. Toda empresa ha de
buscar siempre mejores formas de hacer lo acostumbrado. En este proceso de mejoramiento
constante radica una de las principales virtudes de la empresa y su mayor fortaleza. En la
relación entre la empresa y su cliente, sólo aquella empresa dotada de un espíritu de
mejoramiento constante contribuye a crear una sociedad mejor.
En síntesis, tres son los elementos que permiten a la empresa relacionarse con sus clientes
en un marco de justicia: contribuir al fin del cliente entendido como persona; no vender
aquello que no se estaría dispuesto a comprar y buscar una mejora continua en calidad y
costos, procesos y productos. Desde una óptica socio-política, la innovación de ruptura que
resuelve necesidades apremiantes constituye una virtud del sistema empresarial que
requiere cuidado y estímulos diversos, en las universidades, en los laboratorios, incentivos
fiscales, premios, financiamientos…
En el mundo han surgido diversas asociaciones de protección para consumidores, como
aquellas que promueven el comercio justo, las que proponen normas para publicidad o para
el etiquetado de los productos, o normas de calidad y seguridad, las que realizan
investigaciones sobre efectos secundarios o perjudiciales de los productos y otras más.