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Novela que ha suscitado el - La Doctrina · acostumbrado a ningún suceso ... extraño sujeto, a través del cual se podía ... decía de él era puro cuento, un mito vulgar

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Novela que ha suscitado elentusiasmo de millares de lectoresdesde su primera publicación, Elmaestro y Margarita no sólo es unasátira genial de la sociedadsoviética, con su poblaciónhambrienta, sus burócratasestúpidos, sus aterradosfuncionarios y sus corruptos artistas.Acompañado de una extravagantecorte, el diablo llega a Moscú eirrumpe en sus mediocres vidasdesencadenando toda una serie deperipecias trepidantes ydisparatadas que radiografían las

debilidades de la naturalezahumana.Como tantos otros creadores eintelectuales de la Unión Soviética,Mijaíl Bulgákov (1891-1940) fuehostigado y perseguido por suscríticas al sistema. Por ello no pudollegar a ver publicada en vida suobra maestra, El maestro yMargarita, que sólo pudo ver la luzde forma póstuma en 1966.

Mijaíl Bulgákov

El maestro yMargarita

ePUB v1.3Jorcinbon 14.06.12

Título original: Мастер и Маргарита(Master i Margarita)Mijaíl Bulgákov, 1966.Traducción: Amaya Lacasa Sancha

Editor original: Jorcinbon (v1.0 a v1.3)ePub base v2.0

—Aun así, dimequién eres.

—Una parte deaquella fuerza quesiempre quiere el mal yque siempre practica elbien.

GOETHE, Fausto

LIBRO PRIMERO

1No hable nunca con

desconocidos

A la hora de más calor de una puesta desol primaveral en «Los Estanques delPatriarca» aparecieron dos ciudadanos.El primero, de unos cuarenta años,vestido con un traje gris de verano, erapequeño, moreno, bien alimentado ycalvo. Tenía en la mano un sombreroaceptable en forma de bollo, ydecoraban su cara, cuidadosamenteafeitada, un par de gafas

extraordinariamente grandes, de monturade concha negra. El otro, un joven anchode hombros, algo pelirrojo ydesgreñado, con una gorra de cuadrosechada hacia atrás, vestía camisa decowboy, un pantalón blanco arrugadocomo un higo y alpargatas negras.

El primero era nada menos queMijaíl Alexándrovich Berlioz[1],redactor de una voluminosa revistaliteraria y presidente de la dirección deuna de las más importantes asociacionesmoscovitas de literatos, que llevaba elnombre compuesto de MASSOLIT[2]; y eljoven que le acompañaba era el poetaIván Nikoláyevich Ponirev, que escribía

con el seudónimo de Desamparado.Al llegar a la sombra de unos tilos

apenas verdes, los escritores se lanzaronhacia una caseta llamativamente pintadadonde se leía: «Cervezas y refrescos».

Ah, sí, es preciso señalar la primeraparticularidad de esta siniestra tarde demayo. No había un alma junto a lacaseta, ni en todo el bulevar, paralelo ala Málaya Brónnaya. A esa hora, cuandoparecía que no había fuerzas ni pararespirar, cuando el sol, después de habercaldeado Moscú, se derrumbaba en unvaho seco detrás de la Sadóvaya, nadiepasaba bajo los tilos, nadie se sentabaen un banco: el bulevar estaba desierto.

—Agua mineral, por favor —pidióBerlioz.

—No tengo —dijo la mujer de lacaseta como ofendida.

—¿Tiene cerveza? —inquirióDesamparado con voz ronca.

—La traen para la noche —contestóla mujer.

—¿Qué tiene? —preguntó Berlioz.—Refresco de albaricoque. Pero no

está frío —dijo ella.—Bueno, sírvalo como esté.El sucedáneo de albaricoque formó

abundante espuma amarilla y el aireempezó a oler a peluquería.

Después de refrescarse, a los

literatos les dio hipo. Pagaron y sesentaron en un banco mirando hacia elestanque, de espaldas a la Brónnaya.

En este momento ocurrió la segundaparticularidad, que concerníaexclusivamente a Berlioz. De pronto sele cortó el hipo; le dio un vuelco elcorazón, que por un instante parecióhundírsele; sintió que volvía luego, perocomo si le hubieran clavado en él unaaguja, y a Berlioz le entró un pánico talque hubiese echado a correr paradesaparecer rápidamente de «LosEstanques».

Miró alrededor con desazón sincomprender qué era lo que le había

asustado. Palideció y se enjugó la frentecon el pañuelo. «Pero, ¿qué es esto? —pensó—. Nunca me había pasado nadaigual. Será el corazón que me falla...Estoy agotado..., ya es hora de mandartodo a paseo... y a Kislovodsk...»

Y entonces el aire abrasador seespesó ante sus ojos, y como del airemismo surgió un ciudadano transparentey rarísimo. Se cubría la pequeña cabezacon una gorrita de jockey y llevaba unaridícula chaqueta a cuadros. También deaire... El ciudadano era largo,increíblemente delgado, estrecho dehombros y con una pinta, si me permiten,bastante burlesca.

La vida de Berlioz habíatranscurrido de tal manera que no estabaacostumbrado a ningún sucesoextraordinario. Palideciendo aún más ycon los ojos ya desorbitados, pensóhorrorizado: «¡Esto es imposible!».Pero desgraciadamente no lo era: aquelextraño sujeto, a través del cual se podíaver, se mantenía flotante, balanceándoseen el aire.

Le invadió una tremenda sensaciónde terror y cerró los ojos. Y cuando losabrió de nuevo, vio que todo habíaterminado. La neblina se había disipado,el tipo de los cuadros habíadesaparecido y, con él, la aguja que le

oprimía del corazón.—¡Buf! ¡Cuernos! —exclamó el

redactor—. Sabes, Iván, por poco medesmayo de tanto calor. Hasta he tenidoalgo parecido a una alucinación... —Trató de sonreír, pero todavía le bailabael miedo en los ojos y le temblaban lasmanos. Logró tranquilizarse. Se abanicócon un pañuelo y diciendo con una vozbastante animada: «Bueno, comodecía...», siguió su discurso,interrumpido para tomar el refresco.

Este discurso, como se supo mástarde, era sobre Jesucristo. El jefe deredacción había encargado al poeta unlargo poema antirreligioso para el

próximo número de la revista. IvánNikoláyevich había escrito el poema yen un plazo muy corto, pero sin fortuna,porque no se ajustaba lo más mínimo alos deseos de su jefe. Desamparadodescribió al personaje central de supoema —es decir, a Cristo— con tonosmuy negros. Berlioz consideraba quetenía que hacer un poema nuevo. Yprecisamente en ese momento, él,Berlioz, se lanzó a toda una disertaciónsobre Cristo con el fin de que el poetase percatara de su principal defecto.

Sería difícil decir qué había falladoen el artista: si la fuerza plástica de sutalento o el total desconocimiento del

tema. Pero el resultado fue un Cristovivo, testimonio de su propia existencia,aunque con todos sus rasgos negativos.

Berlioz quería demostrar al poetaque se trataba, no de la maldad o bondadde Cristo, sino de que Cristo como tal,no existió nunca y que todo lo que sedecía de él era puro cuento, un mitovulgar.

Hay que reconocer que nuestro jefede redacción era un hombre muy leído yen su discurso citaba, con muchahabilidad, a los historiadores antiguos,al famoso Filón de Alejandría y a JosefoFlavio —hombre docto y brillante—que no hacían mención alguna de la

existencia de Jesús. Exhibiendo unamagnífica erudición, MijaílAlexándrovich comunicó, entre otrascosas, al poeta, que ese punto delcapítulo 44 del libro 15 de los famososAnales de Tácito, donde se habla de laejecución de Cristo, no es más que unaañadidura posterior y falsa.

Todo lo que decía el jefe deredacción era novedad para el poeta,que le escuchaba atentamente, sinapartar de él sus vivos ojos verdes, confrecuentes accesos de hipo ymaldiciendo por lo bajo el sucedáneo dealbaricoque.

—No existe ninguna religión oriental

—decía Berlioz— en la que no haya,como regla general, una virgeninmaculada que dé un Dios al mundo. Ylos cristianos, sin inventar nada nuevo,crearon a Cristo, que en realidad nuncaexistió. Esto es lo que hay que dejarbien claro...

La voz potente de Berlioz volabapor el bulevar desierto y a medida quese metía en profundidades —lo que sóloun hombre muy instruido se puedepermitir sin riesgo de romperse lacrisma— el poeta se enteraba de más ymás cosas interesantes y útiles sobre elOsiris egipcio, bondadoso dios e hijodel Cielo y de la Tierra, sobre el dios

fenicio Fammus, sobre Mardoqueo,incluso sobre Vizli Puzli, el terribledios, mucho menos conocido, que fuemuy venerado por los aztecas deMéxico. Precisamente cuando MijaílAlexándrovich le explicaba al poetacómo los aztecas hacían con masa depan la imagen de Vizli Puzli, apareció enel bulevar el primer hombre.

Tiempo después, cuando en realidadya era tarde, muchas organizacionespresentaron sus informes con ladescripción de ese hombre.

La comparación de dichos informesno puede dejar de causar asombro. En elprimero se lee que el hombre era

pequeño, que tenía dientes de oro ycojeaba del pie derecho. En el segundo,que era enorme, que tenía coronas deplatino y cojeaba del pie izquierdo. Eltercero, muy lacónico, dice que no teníarasgos peculiares. Ni que decir tiene queninguno de estos informes sirve paranada.

Primero: el hombre descrito nocojeaba de ningún pie, no era nipequeño ni enorme; simplemente alto.En lo que se refiere a su dentadura, teníaa la izquierda coronas de platino y a laderecha, de oro. Vestía un elegante trajegris, unos zapatos extranjeros del mismocolor, y una boina, también gris, le caía

sobre la oreja con estudiado desaliño.Llevaba bajo el brazo un bastón negrocon la empuñadura en forma de cabezade caniche. Aparentaba cuarenta años ypico. La boca, algo torcida. Bienafeitado. Moreno. El ojo derecho, negro;el izquierdo, verde. Las cejas, oscuras, yuna más alta que la otra. En una palabra:extranjero.

Al pasar junto al banco donde sesentaban el redactor y el poeta, elextranjero los miró de reojo y,deteniéndose repentinamente, se sentó enun banco a dos pasos de nuestrosamigos.

«Alemán», pensó Berlioz. «Inglés»,

pensó Desamparado. «¿Y no le daráncalor esos guantes?»

Entre tanto, el extranjero se habíaparado a contemplar los grandesedificios que, en forma de rectángulo,rodeaban el estanque. Evidentemente erala primera vez que estaba allí y el lugarle sorprendía. Detuvo la mirada en lospisos altos, en los cristales quedeslumbraban con el reflejo quebradizode un sol que se iba para siempre deMijaíl Alexándrovich; y después en losprimeros pisos, allí donde las ventanasempezaban a oscurecerse presintiendo lanoche. Sonrió con indulgencia y entornólos ojos. Apoyó las manos en la

empuñadura del bastón y la barbilla enlas manos.

—Tu representación, Iván —decíaBerlioz—, del nacimiento de Jesús, Hijode Dios, es justa y satírica, pero la claveestá en que antes de Cristo habíannacido toda una serie de hijos de Dios;como el Adonis fenicio, el Attis deFrigia o el Mitra persa. En conclusión,ni nacieron ni existieron ninguno deellos. Y Cristo, por supuesto, tampoco.

—Es necesario que tú, en vez dedescribir el Nacimiento o la llegada delos Magos, relates los rumores absurdosde este acontecimiento. Porque, según lomentas tú, da toda la impresión de que

Cristo pudo nacer así.Y al llegar aquí, Desamparado hizo

un intento de terminar con el hipo que leseguía atormentando y contuvo larespiración. El resultado fue un ataquemás agudo y doloroso. También entoncesBerlioz tuvo que interrumpir sudiscurso, porque el extranjero se habíalevantado y se dirigía hacia ellos. Losescritores le contemplaban extrañados.

—Espero que ustedes me perdonen—dijo el caballero con acentoextranjero, pero sin llegar a desfigurarlas palabras— por atreverme... sinhaber sido previamente presentados...pero el tema de su docta conversación

es tan sumamente interesante que...Diciendo esto se quitó la boina con

elegancia y a nuestros amigos no lesquedó otro remedio que levantarse yhacer una leve inclinación. «No, másbien francés», pensó Berlioz.

«Polaco», pensó Desamparado.Es preciso señalar que el extranjero

causó una pésima impresión al poeta yque, sin embargo, a Berlioz le agradó; esdecir, no es que le gustara sino, ¿cómodiríamos?, que más bien parecíainteresarle.

—¿Me permiten que me siente? —preguntó el caballero cortésmente, y losescritores tuvieron que hacerle sitio. El

extranjero se sentó entre ellos conprontitud y en seguida tomó parte en laconversación—. Si no me equivoco,usted acaba de decir que Cristo no haexistido —dijo volviendo hacia Berliozsu ojo izquierdo, el verde.

—No, no se equivoca —respondióBerlioz—, eso es exactamente lo quehabía dicho.

—¡Oh, qué interesante! —exclamóel extranjero.

«¿Qué diablos querrá éste?», pensóDesamparado frunciendo el entrecejo.

—Y usted, ¿estaba de acuerdo consu interlocutor? —se interesó eldesconocido, volviéndose hacia

Desamparado.—¡Cien por cien! —asintió el poeta,

al que le gustaban las expresionesafectadas y metafóricas.

—¡Sorprendente! —exclamó elentrometido interlocutor y, mirandofurtivamente en derredor, redujo la voz,ya baja, a un murmullo y dijo—:Perdonarán mi insistencia, pero meparece entender que, además, no creenen Dios —y añadió con expresiónalarmada—: ¡Les juro que no se lo diréa nadie!

—No, no creemos en Dios —contestó Berlioz con una ligera sonrisa,al ver la sorpresa del turista—. Pero es

algo de lo que se puede hablar conentera libertad.

El extranjero se recostó en el bancoy preguntó, con la voz entrecortada decuriosidad:

—¿Quiere usted decir que sonateos?

—Pues sí, somos ateos —respondióBerlioz sonriente. Desamparado pensócon irritación: «Este bicho extranjero senos ha pegado como una lapa. ¡Pero quétipo tan plomo!».

—¡Qué encanto! —gritó el extrañoturista, girando la cabeza a un lado y aotro para mirar a los dos literatos.

—En nuestro país nadie se

sorprende porque uno sea ateo —dijoBerlioz con delicadeza y diplomacia—.La mayoría de nuestra población hadejado, conscientemente, de creer entodas las historias sobre Dios.

El extranjero, entonces, se levantó yestrechó la mano al sorprendido jefe deredacción mientras decía:

—Permítanme hacerles otra pregunta—dijo el invitado.

—Pero, ¿por qué? —inquirióDesamparado con estupor.

—Porque, como viajero, consideroesta información de extraordinariaimportancia —explicó el extranjero,levantando un dedo con aire

significativo.Desde luego, esta confidencia tan

importante tuvo que impresionar muchoal forastero, que miraba asustado a lascasas de alrededor, como si temiera laaparición de un ateo en cada ventana.

«No, no es inglés», pensó Berlioz. YDesamparado pensó: «¡Cómo habla elruso! ¡Qué bárbaro! ¡Me gustaría saberdónde lo habrá aprendido!», y de nuevoenarcó las cejas.

—Permítanme hacerles otra pregunta—dijo el invitado extranjero, despuésde meditar con cierta inquietud—. ¿Ylas pruebas de la existencia de Dios, queson cinco, como ustedes sabrán?

—¡Ah! —contestó Berlioz—, todasesas pruebas no significan nada hoy endía, la humanidad las archivó ya hacetiempo. No me negará que la razón nopuede admitir ninguna prueba de laexistencia de Dios.

—¡Bravo! —exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Está usted repitiendoexactamente lo que nuestro viejoinquiridor Manuel opinaba de esteasunto. Pero no olvide algo muy curioso:destruyó por completo las CincoPruebas y después, como burlándose desí mismo, elaboró una sexta propia.

—La prueba de Kant —dijo elredactor sonriendo con benevolencia—

tampoco es convincente; y no a humo depajas dijo Schiller que los argumentosde Kant a este respecto sólo podríansatisfacer a los esclavos. Y Strauss sereía de su sexta prueba.

Mientras el extranjero seguíahablando, Berlioz se preguntaba: «Pero,¿quién puede ser? Y, ¿cómo es posibleque hable el ruso tan bien?».

—A ese Kant habría que encerrarletres años en Solovkí[3] ;—soltó derepente Iván Nikoláyevich

—¡Iván, por favor! —le susurróBerlioz azorado.

Pero la idea de enviar a Kant aSolovkí no sólo no extrañó al forastero,

sino que pareció entusiasmarle.—¡Estupendo! —gritó. Y le brillaba

el ojo izquierdo (el verde) mirando aBerlioz—. ¡Allí es donde debiera estar!Ya le decía yo mientras desayunábamos:«Usted dirá lo que quiera, profesor, perose le ha ocurrido algo absurdo. Puedeque sea muy elevado, pero resultaincomprensible. ¡Ya verá cómo se reiránde usted!».

A Berlioz parecían crecerle los ojosde asombro. «¿Desayunando... conKant? Pero, ¿qué dice este hombre?».

—Pero —continuó el extranjero, sinhacer caso del asombro de Berlioz ydirigiéndose al poeta— es imposible

mandarle a Solovkí porque lleva más decien años en un lugar mucho más lejanoque Solovkí, y le aseguro que no haymodo de sacarle de allí.

—Pues yo lo siento —dijo el poetaagresivo.

—Y yo también —afirmó eldesconocido. Y le brillaba el ojo—,pero a mí me preocupa lo siguiente: siDios no existe, ¿quién mantiene entoncesel orden en la tierra y dirige la vidahumana?

—El hombre mismo —dijoDesamparado con irritación,apresurándose a contestar una preguntatan poco clara.

—Perdone usted —dijo eldesconocido suavemente—, para dirigiralgo es preciso contar con un futuro máso menos previsible; y dígame: ¿cómopodría estar este gobierno en manos delhombre que no sólo es incapaz deelaborar un plan para un plazo tanirrisorio como mil años, sino que nisiquiera está seguro de su propio día demañana? —Y volviéndose a Berlioz—:Figúrese, por ejemplo, que es usted elque va a disponer de sí mismo y de losdemás, y que poco a poco le toma gusto;pero de pronto... resulta que usted...hum... tiene un sarcoma pulmonar —aldecir esto el extranjero sonreía, como si

la idea del sarcoma le complacieraextraordinariamente—, pues sí, unsarcoma —repitió la palabra sonora,entornando los ojos como un gato—. ¡Yse acabó su capacidad de gobierno!Todo lo que no sea su propia vida dejaráde interesarle. La familia empieza aengañarle; y usted, dándose cuenta deque hay algo raro, se lanza a consultarcon grandes médicos, luego concharlatanes y, a veces, incluso convidentes. Las tres medidas son absurdas,y usted lo sabe. El fin de todo esto estrágico: el que hace muy poco se sabíacon el poder en las manos, se encuentrade pronto inmóvil en una caja de

madera; y los que le rodean, conscientesde su inutilidad le queman en un horno.Y hay veces que lo que sucede es aúnpeor: un hombre se dispone a ir aKislovodsk —el extranjero miró dereojo a Berlioz—; puede parecer unatontería, pero ni siquiera eso está en susmanos, porque repentinamente y sinsaber por qué, resbala y le atropella untranvía. No me dirá que ha sido élmismo quien lo ha dispuesto así. ¿Nosería más lógico pensar que fue otro elque lo había previsto? —y se echó a reírcon extraña expresión.

Berlioz había escuchado con granatención el desagradable relato sobre el

sarcoma y el tranvía; y unospensamientos bastante pocotranquilizadores comenzaban a rondarlepor la cabeza. «No es un extranjero...¡Qué va a ser! —pensaba—, es un sujetorarísimo... Pero, ¿quién puede ser?».

—Me parece que tiene ganas defumar —interrumpió de pronto eldesconocido dirigiéndose al poeta—.¿Qué prefiere?

—Pero, ¿es que tiene de todo? —preguntó malhumorado el poeta, que sehabía quedado sin tabaco.

—¿Qué prefiere? —repitió eldesconocido.

—Bueno, «Nuestra marca» —

contestó rabioso Desamparado. Elforastero sacó una pitillera del bolsilloy se la ofreció a Desamparado.

—«Nuestra marca»...Lo que más sorprendió al jefe de

redacción y al poeta, no fue que en lapitillera hubiese precisamentecigarrillos «Nuestra marca», sino lamisma pitillera. Era enorme. De oro deley. Al abrirla, brilló en la tapa, con luzazul y blanca, un triángulo de diamantes.

Al ver aquello los literatos pensaroncosas distintas; Berlioz: «No, esextranjero»; y Desamparado: «¡Diablos!¡Qué tío!».

El poeta y el dueño de la pitillera

encendieron un cigarrillo y Berlioz, queno fumaba, lo rechazó.

«Puedo hacerle varias objeciones —decidió Berlioz—. El hombre es mortal,eso nadie lo discute. Pero es que...»

No tuvo tiempo de articular palabra,porque el extranjero empezó a hablar.

—De acuerdo, el hombre es mortal,pero eso es sólo la mitad del problema.Lo grave es que es mortal de repente,¡ésta es la gran jugada! Y no puede decircon seguridad qué hará esta tarde.

«¡Qué modo tan absurdo de enfocarla cuestión!», meditó Berlioz y lerebatió:

—Me parece que saca usted las

cosas de quicio. Puedo contarle lo queharé esta tarde sin miedo a equivocarme.Bueno, claro, si al pasar por laBrónnaya, me cae un ladrillo en lacabeza...

—Pero un ladrillo, así, de repente—interrumpió el extranjero conautoridad— no le cae encima a nadie.Puedo asegurarle que precisamenteusted no debe temer ese peligro. La suyaserá otra muerte.

—Quizá usted sepa cuál y no leimporte decírmelo ¿verdad? —intervinoBerlioz con una ironía muy natural,dejándose arrastrar por la conversaciónverdaderamente absurda.

—Desde luego, con mucho gusto —respondió el desconocido. Y miró aBerlioz de pies a cabeza, como si lefuera a cortar un traje. Después, empezóa decir entre dientes cosas muy extrañas:«Uno, dos... Mercurio en la segundacasa... la luna se fue... seis, unadesgracia... la tarde, siete...», y en vozalta, complaciéndose en laconversación, anunció—: Le cortarán lacabeza.

Desamparado miró furioso, lleno derabia, al impertinente forastero. YBerlioz, esbozando una sonrisa oblicuapreguntó:

—¿Y quién será? ¿Enemigos?

¿Invasores?—No —contestó su interlocutor—,

una mujer rusa, miembro delKomsomol[4].

—¡Mmm! —gruñó Berlioz, irritadopor la broma del desconocido—,perdone usted, pero me parece pocoprobable.

—También yo lo siento, pero es así—contestó el extranjero—. Además megustaría saber qué va a hacer esta tarde,si no es un secreto, naturalmente.

—No es ningún secreto. Primeropienso ir a casa y después, a las diez dela noche, hay una reunión en elMASSOLIT que voy a presidir.

—Eso es imposible —afirmó muyseguro el extranjero.

—¿Por qué?—Porque... —y el extranjero miró al

cielo con los ojos entornados. Unospájaros negruzcos lo rasgaban ensilencio, presintiendo el fresco de lanoche— porque Anushka ha compradoaceite de girasol y además lo haderramado. Esa reunión no tendrá lugar.

Entonces, como es lógico, se hizo unsilencio bajo los tilos.

—Por favor —dijo Berlioz despuésde una pausa con la vista fija en elextranjero que desvariaba—. ¿Qué tieneque ver el aceite de girasol?... ¿Quién es

Anushka?—Sí, ¡qué pinta aquí el aceite de

girasol! —intervino de prontoDesamparado, que por lo visto habíadecidido declarar la guerra alinesperado interlocutor—. ¿No tuvousted nunca la oportunidad de visitar unsanatorio para enfermos mentales?

—¡Iván! —exclamó en voz bajaMijaíl Alexándrovich.

Pero el extranjero no se molestó lomás mínimo y se echó a reír muydivertido. ¿Cómo no? Y muchas veces—dijo entre risas, pero sin dejar demirar muy serio al poeta.

—¡He visto tantas cosas! Lo que

siento es no haberme molestado enpreguntar al profesor qué es laesquizofrenia. Por favor, pregúnteselousted mismo, Iván Nikoláyevich.

—¿Cómo sabe usted mi nombre?—¡Pero, Iván Nikoláyevich!; ¿quién

no le conoce a usted? —El extranjerosacó del bolsillo el último número de laGaceta literaria e Iván Nikoláyevich sevio retratado en la primera página sobresus propios versos. Pero este testimoniode gloria y popularidad, que tantaalegría le deparara el día anterior,parecía que ahora no le hacía ningunagracia.

—Perdone, ¿eh? —dijo cambiando

de expresión—. ¿Me permite unmomento? Tengo que decirle una cosa alcamarada.

—¡Por favor, con toda libertad! —exclamó el desconocido—. Meencuentro estupendamente bajo estostilos; además, no tengo ninguna prisa.

—Oye, Misha —susurró el poeta,llevando a Berlioz aparte—, este tío nies turista ni nada, es un espía. Es unemigrado que ha pasado la frontera.Pídele sus documentos, que se nos va...

—¿Tú crees? —dijo Berliozpreocupado y pensando para susadentros: «Puede que tenga razón».

—Hazme caso —repitió el poeta—,

se hace el tonto para indagar algo. Yaves cómo habla el ruso —y el poetahablaba mirando de reojo aldesconocido por si escapaba—. Vamosa detenerle o se nos irá.

Y tiró del brazo de Berliozconduciéndole hacia el banco.

El desconocido se había levantado ypermanecía de pie. Tenía en la mano unlibrito encuadernado en gris oscuro, unsobre grueso de papel bueno y unatarjeta de visita.

—Lo siento, pero en el calor de ladiscusión, he olvidado presentarme.Aquí tienen, mi tarjeta de visita, mipasaporte, y la invitación a Moscú para

hacer unas investigaciones —dijo conseriedad el extranjero, mientrasobservaba a los dos literatos con aireperspicaz.

Se azoraron. «¡Diablos!, nos haoído», pensó Berlioz indicándole con unademán que los documentos no erannecesarios. Mientras el extranjero leencajaba los documentos al jefe deredacción, el poeta pudo leer en latarjeta la palabra «Profesor», impresacon letras extranjeras, y la letra inicialdel apellido: una «W».

—Mucho gusto —murmurabaBerlioz muy cortado. El forasteroguardó los documentos en el bolsillo.

Así se restablecieron las relacionesy los tres tomaron asiento.

—¿Ha venido en calidad deconsejero, profesor? —preguntóBerlioz.

—Así es.—¿Es usted alemán? —inquirió

Desamparado.—¿Yo...? —preguntó el profesor,

quedándose pensativo—. Pues sí,seguramente soy alemán —dijo.

—Habla usted un ruso de primera —dijo Desamparado.

—¡Ah!, soy políglota y conozcomuchos idiomas —respondió elprofesor.

—Y, ¿cuál es su especialidad? —seinteresó Berlioz.

—Soy especialista en magia negra.«¡Lo que faltaba!», estalló en la

cabeza de Mijaíl Alexándrovich.—Y... ¿le han invitado a nuestro país

por esa profesión? —preguntórecobrando la respiración.

—Sí, precisamente por eso —afirmóel profesor y explicó—: Handescubierto unos manuscritos originalesen la Biblioteca Estatal de Herbert deAurilaquia, nigromante del siglo X. Yquieren que yo los descifre. Soy el únicoespecialista del mundo.

—¡Ah! Entonces, ¿es usted

historiador? —preguntó Berliozaliviado, con respeto.

—Soy historiador —afirmó el sabioy añadió algo que no venía a cuento—:Esta tarde ocurrirá una historia muyinteresante en «Los Estanques delPatriarca».

El asombro del jefe de redacción ydel poeta llegó al colmo. El profesorhizo una seña con la mano para que seacercaran y susurró:

—Tengan en cuenta que Cristoexistió.

—Mire usted, profesor —dijoBerlioz con una sonrisa forzada—,respetamos sus conocimientos, pero

tenemos otro punto de vista sobre estacuestión.

—No es cuestión de puntos de vista—respondió el extraño profesor—:simplemente existió, y eso es todo.

—Pero se necesita alguna prueba —comenzó a decir Berlioz.

—No se necesita prueba alguna —interrumpió el profesor. Y en voz baja,perdiendo repentinamente su acentoextranjero, añadió—: Es muy sencillo:con un manto blanco forrado de rojosangre; arrastrando los pies como hacenlos jinetes, apareció a primera hora dela mañana del día catorce del mesprimaveral Nisán...

2Poncio Pilatos

Con manto blanco forrado de rojosangre, arrastrando los pies como hacentodos los jinetes, apareció a primerahora de la mañana del día catorce delmes primaveral Nisán, en la columnatacubierta que unía las dos alas delpalacio de Herodes el Grande, el quintoprocurador de Judea, Poncio Pilatos.

El procurador odiaba más que nadaen este mundo el olor a aceite de rosas,y hoy todo anunciaba un mal día, porqueese olor había empezado a perseguirle

desde el amanecer.Le parecía que los cipreses y las

palmeras del jardín exhalaban el olor arosas, y que el olor a cuero de lasguarniciones y el sudor de la escolta semezclaba con aquel maldito efluvio.

Por la glorieta superior del jardínllegaba a la columnata una levehumareda que procedía de las alasposteriores del palacio, donde se habíainstalado la primera cohorte de laduodécima legión Fulminante, que habíallegado a Jershalaím con el procurador.El humo amargo que indicaba que losrancheros de las centurias empezaban apreparar la comida se unía también al

grasiento olor a rosas.«¡Oh dioses, dioses! ¿Por qué este

castigo?... Sí, no hay duda, es ella, ellade nuevo, la enfermedad terrible,invencible... la hemicránea, cuandoduele la mitad de la cabeza, no hayremedio, no se cura con nada... Trataréde no mover la cabeza...»

Sobre el suelo de mosaico, junto a lafuente, estaba preparado un sillón; y elprocurador, sin mirar a nadie, tomóasiento y alargó una mano en la que elsecretario puso respetuosamente untrozo de pergamino. Sin poder conteneruna mueca de dolor, el procurador echóuna ojeada sobre lo escrito, devolvió el

pergamino y dijo con dificultad:—¿El acusado es de Galilea? ¿Han

enviado el asunto al tetrarca?—Sí, procurador —respondió el

secretario.—¿Qué dice?—Se ha negado a dar su veredicto

sobre este caso y ha mandado lasentencia de muerte del Sanedrín para suconfirmación —explicó el secretario.

Una convulsión desfiguró la cara delprocurador. Dijo en voz baja:

—Que traigan al acusado.Dos legionarios condujeron de la

glorieta del jardín al balcón y colocaronante el procurador a un hombre de unos

veintisiete años. El hombre vestía unatúnica vieja y rota, azul pálida. Lecubría la cabeza una banda blanca,sujeta por un trozo de cuero que leatravesaba la frente. Llevaba las manosatadas a la espalda. Bajo el ojoizquierdo el hombre tenía una granmoradura, y junto a la boca un arañazocon la sangre ya seca. Miraba alprocurador con inquieta curiosidad.

Éste permaneció callado un instantey luego dijo en arameo:

—¿Tú has incitado al pueblo a quedestruya el templo de Jershalaím?

El procurador parecía de piedra, yal hablar apenas se movían sus labios.

El procurador estaba como de piedra,porque temía hacer algún movimientocon la cabeza, que le ardíaproduciéndole un dolor infernal.

El hombre de las manos atadas dioun paso adelante y empezó a hablar:

—¡Buen hombre! Créeme...El procurador le interrumpió, sin

moverse y sin levantar la voz:—¿Me llamas a mí buen hombre? Te

equivocas. En todo Jershalaím se diceque soy un monstruo espantoso y es lapura verdad —y añadió con vozmonótona—: Que venga el centuriónMatarratas.

El balcón pareció oscurecerse de

repente cuando se presentó ante elprocurador el centurión de la primeracenturia Marco, apodado Matarratas.Matarratas medía una cabeza más que elsoldado más alto de la legión, y era tanancho de hombros que tapaba porcompleto el sol todavía bajo.

El procurador se dirigió al centuriónen latín:

—El reo me ha llamado «buenhombre». Llévatelo de aquí un momentoy explícale cómo hay que hablarconmigo. Pero sin mutilarle.

Y todos, excepto el procurador,siguieron con la mirada a MarcoMatarratas, que hizo al arrestado una

seña con la mano para indicarle que lesiguiera. A Matarratas, siempre queaparecía, le seguían todos con la miradapor su estatura, y también los que leveían por primera vez, porque su caraestaba desfigurada: el golpe de una mazagermana le había roto la nariz.

Sonaron las botas pesadas de Marcoen el mosaico, el hombre atado le siguiósin hacer ruido; en la columnata se hizoel silencio, y se oía el arrullo de laspalomas en la glorieta del jardín y lacanción complicada y agradable delagua de la fuente.

El procurador hubiera queridolevantarse, poner la sien bajo el chorro

y permanecer así un buen rato. Perosabía que tampoco eso le serviría denada.

Después de conducir al detenido aljardín, fuera de la columnata, Matarratascogió el látigo de un legionario queestaba al pie de una estatua de bronce yle dio un golpe al arrestado en loshombros. El movimiento del centuriónpareció ligero e indolente, pero elhombre atado se derrumbó al suelocomo si le hubieran cortado las piernas;pareció ahogarse con el aire, su rostroperdió el color y los ojos la expresión.

Marco, con la mano izquierda,levantó sin esfuerzo, como si se tratara

de un saco vacío, al que acababa decaer; lo puso en pie y habló con vozgangosa, articulando con esfuerzo laspalabras arameas:

—Al procurador romano se le llamahegémono. Otras palabras no se dicen.Se está firme. ¿Me has comprendido o tepego otra vez?

El detenido se tambaleó, pero pudodominarse, le volvió el color, recobró larespiración y respondió con voz ronca:

—Te he comprendido. No mepegues.

En seguida volvió ante elprocurador.

Se oyó una voz apagada y enferma:

—¿Nombre?—¿El mío? —preguntó de prisa el

detenido, descubriendo con su expresiónque estaba dispuesto a contestar sinprovocar la ira.

El procurador dijo por lo bajo:—Sé mi nombre. No quieras hacerte

más tonto de lo que eres. El tuyo.—Joshuá —respondió el arrestado

rápidamente.—¿Tienes apodo?—Ga-Nozri.—¿De dónde eres?—De la ciudad de Gamala —

contestó el detenido haciendo un gestocon la cabeza, como queriendo decir que

allí lejos, al norte, a su derecha, estabala ciudad de Gamala.

—¿Qué sangre tienes?—No lo sé seguro —contestó con

vivacidad el acusado—. No recuerdo amis padres. Me decían que mi padre erasirio...

—¿Dónde vives?—No tengo domicilio fijo —

respondió el detenido tímidamente—;viajo de una ciudad a otra.

—Esto se puede decir con una solapalabra: eres un vagabundo —dijo elprocurador—. ¿Tienes parientes?

—No tengo a nadie. Estoy solo en elmundo.

—¿Sabes leer?—Sí.—¿Conoces otro idioma aparte del

arameo?—Sí, el griego.Un párpado hinchado se levantó, y el

ojo, cubierto por una nube de dolor,miró fijamente al detenido; el otro ojopermaneció cerrado.

Pilatos habló en griego:—¿Eres tú quien quería destruir el

templo e incitaba al pueblo a que lohiciera?

El detenido se animó de nuevo, susojos ya no expresaban miedo. Siguióhablando en griego:

—Yo, buen... —el terror pasó por lamirada del hombre, porque de nuevohabía estado a punto de confundirse—.Yo, hegémono, jamás he pensadodestruir el templo y no he incitado anadie a esa absurda acción.

La cara del secretario que escribíalas declaraciones encorvándose sobreuna mesa baja, se llenó de asombro.Levantó la cabeza pero en seguidavolvió a inclinarse sobre el pergamino.

—Mucha gente y muy distinta sereúne en esta ciudad para la fiesta. Entreellos hay magos, astrólogos, adivinos yasesinos —decía el procurador con vozmonótona—. También se encuentran

mentirosos. Tú, por ejemplo, eres unmentiroso. Está escrito: incitó a destruirel templo. Lo atestigua la gente.

—Estos buenos hombres —dijo eldetenido, y añadió apresuradamente—,hegémono, nunca han estudiado naday no han comprendido lo que yo decía.Empiezo a temer que esta confusión va adurar mucho tiempo. Y todo porque élno apunta correctamente lo que yo digo.

Hubo un silencio. Ahora los dosojos del procurador mirabanpesadamente al detenido.

—Te repito y ya por última vez, quedejes de hacerte el loco, bandido —pronunció Pilatos con voz suave y

monótona—. Sobre ti no hay demasiadascosas escritas, pero suficientes para quete ahorquen.

—No, no, hegémono —dijo eldetenido todo tenso en su deseo deconvencer—, hay uno que me sigue conun pergamino de cabra y escribe sinpensar. Una vez miré lo que escribía yme horroricé. No he dichoabsolutamente nada de lo que ha escrito.Le rogué que quemara el pergamino,pero me lo arrancó de las manos yescapó.

—¿Quién es? —preguntó Pilatos conasco y se tocó una sien con la mano.

—Leví Mateo —explicó el detenido

con disposición—. Fue recaudador decontribuciones y me lo encontré porprimera vez en un camino, en Bethphage,donde sale en ángulo una higuera, y nospusimos a hablar. Primero me trató conhostilidad, incluso me insultó, mejordicho, pensó que me insultaballamándome perro —el detenido sonrió—. No veo nada malo en ese animalcomo para sentirse ofendido con sunombre.

El secretario dejó de escribir y mirócon disimulo, pero no al detenido, sinoal procurador.

—... Sin embargo, después deescucharme, empezó a ablandarse —

seguía Joshuá—, por fin tiró el dinero alcamino y dijo que iría a viajarconmigo...

Pilatos sonrió con un carrillo,descubriendo sus dientes amarillos y,volviendo todo su cuerpo hacia elsecretario, dijo:

—¡Oh, ciudad de Jershalaím! ¡Loque no se pueda oír aquí! Le oye, ¡unrecaudador de contribuciones que tira eldinero al camino!

No sabiendo qué contestar, elsecretario creyó oportuno imitar lasonrisa del procurador.

—Dijo que desde ese momentoodiaba el dinero —explicó Joshuá la

extraña actitud de Leví Mateo y añadió—: Desde entonces me acompaña.

Sin dejar de sonreír el procuradormiró al detenido, luego al sol que subíaimplacable por las estatuas ecuestres delhipódromo que estaba lejos, a laderecha, y de pronto pensó con dolorosaangustia que lo más sencillo sería echardel balcón al extraño bandido,pronunciando sólo tres palabras: «Quele ahorquen». También podría echar a laescolta, marcharse de la columnata alinterior del palacio, ordenar queoscurecieran las ventanas. Tenderse enel triclinio, pedir agua fría, llamar convoz de queja a su perro Bangá y contarle

lo de la hemicránea. Y de pronto, la ideadel veneno pasó por la cabeza enfermadel procurador, seduciéndole.

Miraba con ojos turbios al detenidoy permanecía callado; le costaba trabajorecordar por qué estaba delante de él,bajo el implacable sol de Jershalaím, unhombre con la cara desfigurada por losgolpes, y qué inútiles preguntas tendríaque hacerle todavía.

—¿Leví Mateo? —preguntó elenfermo con voz ronca y cerró los ojos.

—Sí, Leví Mateo —le llegó a losoídos la voz aguda que le estabaatormentando.

—Pero ¿qué decías a la gente en el

mercado?La voz que contestaba parecía

pincharle la sien a Pilatos, le causabadolor. Esa voz decía:

—Decía, hegémono, que el templode la antigua fe iba a derrumbarse y quesurgiría el templo nuevo de la verdad.Lo dije de esta manera para que mecomprendieran mejor.

—¿Vagabundo, por qué confundíasal pueblo en el mercado, hablando de laverdad, de la que no tienes ni idea?¿Qué es la verdad?

El procurador pensó: «¡Oh, dioses!Le estoy preguntando cosas que no sonnecesarias en un juicio... Mi inteligencia

ya no me sirve». Y de nuevo le parecióver una copa con un líquido oscuro.«Quiero envenenarme»...

Otra vez se oyó la voz:—La verdad está, en primer lugar,

en que te duele la cabeza y te dueletanto, que cobardemente piensas en lamuerte. No sólo no tienes fuerzas parahablar conmigo, sino que te cuestatrabajo mirarme. Y ahora,involuntariamente, soy tu verdugo y estome disgusta mucho. Ni siquiera erescapaz de pensar en algo y lo único quedeseas es que venga tu perro, que es, porlo visto, el único ser al que tienescariño. Pero tu tormento se acabará

pronto, se te pasará el dolor de cabeza.El secretario, sorprendido, se quedó

mirando al detenido y no terminó deescribir una palabra.

Pilatos levantó los ojos de dolorhacia el detenido y vio el sol, bastantealto ya, sobre el hipódromo. Un rayohabía penetrado en la columnata y seacercaba a las sandalias gastadas deJoshuá, que se apartaba del sol.

Entonces el procurador se levantódel sillón, se apretó la cabeza con lasmanos y su cara afeitada y amarillenta sellenó de terror. Pudo aplastarlo con unesfuerzo de voluntad y se sentó denuevo.

El detenido seguía su discurso. Elsecretario ya no escribía, con el cuelloestirado como un ganso trataba de noperder una palabra.

—Ya ves, todo ha terminado —dijoel detenido, mirando a Pilatos conbenevolencia—. Me alegro mucho. Teaconsejaría, hegémono, que abandonarasel palacio y fueras a dar un paseo a piepor los alrededores, por los jardines delmonte El Elión. La tormenta empezará...—el detenido se volvió mirando al solcon los ojos entornados— más tarde, alanochecer. El paseo te haría bien y yo teacompañaría con mucho gusto. Tengounas ideas nuevas que creo que podrían

interesarte; estoy dispuesto aexponértelas porque tengo la impresiónde que eres una persona inteligente —elsecretario se puso pálido como unmuerto y dejó caer el rollo depergamino. El detenido continuóhablando sin que le interrumpiera nadie—. Lo malo es que vives demasiadoaislado y has perdido definitivamente lafe en los hombres. Reconoce que esinsuficiente concentrar todo el cariño enun perro. Tu vida es pobre, hegémono —y el hombre se permitió esbozar unasonrisa.

El secretario pensaba si debía o nodar crédito a sus oídos. Pero parecía ser

cierto. Trató de imaginarse qué formaconcreta adquiriría la ira del impulsivoprocurador tras oír tan inauditaimpertinencia. No consiguió hacerseidea, aunque le conocía bien.

Se oyó entonces la voz cascada yronca del procurador, que dijo en latín:

—Que le desaten las manos.Un legionario de la escolta dio un

golpe con la lanza, se la pasó a otro, seacercó y desató las cuerdas del preso.El secretario levantó el rollo; habíadecidido no escribir y no asombrarsepor nada.

—Confiesa —dijo Pilatos en griego,bajando la voz—, ¿eres un gran médico?

—No, procurador, no soy médico —respondió el preso, frotándose con gustolas muñecas hinchadas y enrojecidas.

Pilatos miraba al preso de reojo. Leatravesaba con los ojos que ya no eranturbios, que habían recobrado laschispas de siempre.

—No te lo he preguntado —dijoPilatos—, pero puede que conozcas ellatín, ¿no?

—Sí, lo conozco —contestó elpreso.

Las amarillentas mejillas de Pilatosse cubrieron de color y preguntó enlatín:

—¿Cómo supiste que yo quería

llamar al perro?—Es muy fácil —contestó el

detenido en latín—: movías la mano enel aire —el preso imitó el gesto dePilatos— como si quisieras acariciarle,y los labios...

—Sí —dijo Pilatos.Hubo un silencio. Luego Pilatos

preguntó en griego:—Entonces, ¿eres médico?—No, no —dijo vivamente el

detenido—; créeme, no soy médico.—Bien, si quieres guardarlo en

secreto, hazlo así. Esto no tiene nadaque ver con el asunto que nos ocupa.¿Aseguras que no has instigado a que

derriben... o quemen, o destruyan eltemplo de alguna otra manera?

—Repito, hegémono, que no heprovocado a nadie a hacer esas cosas.¿Acaso parezco un loco?

—Oh, no, no pareces loco —contestó el procurador en voz baja, ysonrió con mordaz expresión—. Juraque no lo has hecho.

—¿Por qué quieres que jure? —seanimó el preso.

—Aunque sea por tu vida —contestóel procurador—. Es el mejor momento,porque, para que lo sepas, tu vida pendede un hilo.

—¿No pensarás que tú la has

colgado, hegémono? —preguntó el preso—. Si es así, estás muy equivocado.

Pilatos se estremeció, y respondióentre dientes:

—Yo puedo cortar ese hilito.—También en eso estás equivocado

—contestó el preso, iluminándose conuna sonrisa, mientras se protegía la caradel sol—. ¿Reconocerás que sólo aquelque lo ha colgado puede cortar ese hilo?

—Ya, ya —dijo Pilatos, sonriente—.Ahora estoy seguro de que los ociososmirones de Jershalaím te seguían lospasos. No sé quién te habrá colgado lalengua, pero lo ha hecho muy bien. Apropósito, ¿es cierto que has entrado en

Jershalaím por la Puerta de Susa,montando un burro y acompañado por untropel de la plebe, que te aclamabacomo a un profeta? —el procuradorseñaló el rollo de pergamino.

El preso miró sorprendido alprocurador.

—Si no tengo ningún burro,hegémono. Es verdad, entré enJershalaím por la Puerta de Susa, pero apie y acompañado por Leví Mateosolamente, y nadie me gritó, porqueentonces nadie me conocía enJershalaím.

—¿No conoces a éstos —seguíaPilatos sin apartar la vista del preso—:

a un tal Dismás, a otro Gestas y a untercero Bar-Rabbán?

—A esos buenos hombres no lesconozco —contestó el detenido.

—¿Seguro?—Seguro.—Ahora, dime: ¿por qué siempre

utilizas eso de «buenos hombres»? ¿Esque a todos les llamas así?

—Sí, a todos —contestó el preso—.No hay hombres malos en la tierra.

—Es la primera vez que lo oigo —dijo Pilatos, sonriendo—. ¡Puede serque no conozca suficientemente la vida!Deje de escribir —dijo, volviéndosehacia el secretario, que había dejado de

hacerlo hacia tiempo, y se dirigió denuevo al preso:

—¿Has leído algo de eso en un librogriego?

—No, he llegado a ello por mímismo.

—¿Y lo predicas?—Sí.—Y el centurión Marco, llamado

Matarratas, ¿también es bueno?—Sí —contestó el preso—; pero es

un hombre desgraciado. Desde que unosbuenos hombres le desfiguraron la cara,se hizo duro y cruel. Me gustaría saberquién se lo hizo.

—Yo te lo puedo explicar con

mucho gusto —contestó Pilatos—,porque fui testigo. Los buenos hombresse echaron sobre él como perros sobreun oso. Los germanos le sujetaron por elcuello, los brazos y las piernas. Elmanípulo de infantería fue cercado, y deno haber sido por la turma de caballeríaque yo dirigía, que atacó por el flanco,tú, filósofo, no podrías hablar ahora conMatarratas. Eso sucedió en la batalla deIdistaviso, en el Valle de las Doncellas.

—Si yo pudiera hablar con él —dijode pronto el detenido con aire soñador—, estoy seguro que cambiaríacompletamente.

—Me parece —respondió Pilatos—

que le haría muy poca gracia al legadode la legión que tú hablaras con algunode sus oficiales o soldados. Pero,afortunadamente, eso no va a suceder,porque el primero que se encargará deimpedirlo seré yo.

En ese momento una golondrinapenetró en la columnata volando conrapidez, hizo un círculo bajo el techodorado, casi rozó con sus alaspuntiagudas el rostro de una estatua decobre en un nicho y desapareció tras elcapitel de una columna. Es posible quese le hubiera ocurrido hacer allí su nido.

Durante el vuelo de la golondrina, enla cabeza del procurador, ahora lúcida y

sin confusión, se había formado elesquema de la actitud a seguir. Elhegémono, estudiado el caso de Joshuá,el filósofo errante apodado Ga-Nozri,no había descubierto motivo de delito.No halló, por ejemplo, ninguna relaciónentre las acciones de Joshuá y lasrevueltas que habían tenido lugar enJershalaím. El filósofo errante habíaresultado ser un enfermo mental y porello el procurador no aprobaba lasentencia de muerte que pronunciara elPequeño Sanedrín. Pero teniendo encuenta que los discursos irrazonables yutópicos de Ga-Nozri podían ocasionardisturbios en Jershalaím, lo recluiría en

Cesarea de Estratón, en el marMediterráneo, es decir, donde elprocurador tenía su residencia.

Sólo quedaba dictárselo alsecretario.

Las alas de la golondrina resoplaronsobre la cabeza del hegémono, el pájarose lanzó hacia la fuente y salió volando.El procurador levantó la mirada hacia elpreso y vio que un remolino de polvo sehabía levantado a su lado.

—¿Eso es todo sobre él? —preguntóPilatos al secretario.

—No, desgraciadamente —dijo elsecretario, alargando al procurador otrotrozo de pergamino.

—¿Qué más? —preguntó Pilatosfrunciendo el entrecejo.

Al leer lo que acababa de recibircambió su expresión. Fue la sangre queafluyó a la cara y al cuello, o fue algomás, pero su piel perdió el matizamarillento, se puso oscura y los ojosparecieron hundírsele en las cuencas.

Seguramente era cosa de la sangreque le golpeaba las sienes, pero elprocurador sintió que se le turbaba lavista. Le pareció que la cabeza delpreso se borraba y en su lugar aparecíaotra. Una cabeza calva que tenía unacorona de oro, de dientes separados. Enla frente, una llaga redonda, cubierta de

pomada, le quemaba la piel. Una bocahundida, sin dientes, con el labioinferior colgando. Le pareció a Pilatosque se borraban las columnas rosas delbalcón y los tejados de Jershalaím, quese veían abajo, detrás del parque, y quetodo se cubría del verde espeso de losjardines de Caprea. También le sucedióalgo extraño con el oído: percibió elruido lejano y amenazador de lastrompetas y una voz nasal que estirabacon arrogancia las palabras: «La leysobre el insulto de la majestad...».

Atravesaron su mente una serie deideas breves, incoherentes y extrañas:«¡Perdido!». Luego: «¡Perdidos!». Y

otra completamente absurda, sobre lainmortalidad; y aquella inmortalidad leproducía una angustia tremenda.

Pilatos hizo un esfuerzo, sedesembarazó de aquella visión, volviócon la vista al balcón y de nuevo seenfrentó con los ojos del preso.

—Oye, Ga-Nozri —habló elprocurador mirando a Joshuá de maneraextraña: su cara era cruel, pero sus ojosexpresaban inquietud—, ¿has dicho algosobre el gran César? ¡Contesta! ¿Hasdicho? ¿O... no... lo has dicho? —Pilatos estiró la palabra «no» algo másde lo que se suele hacer en un juicio, eintentó transmitir con la mirada una idea

a Joshuá.—Es fácil y agradable decir la

verdad —contestó el preso.—No quiero saber —contestó

Pilatos con una voz ahogada y dura— site resulta agradable o no decir laverdad. Tendrás que decirla. Perocuando la digas, piensa bien cadapalabra, si no deseas la muerte, quesería dolorosa.

Nadie sabe qué le ocurrió alprocurador de Judea, pero se permitiólevantar la mano como protegiéndosedel sol, y por debajo de la mano, comosi fuera un escudo, dirigió al preso unamirada insinuante.

—Bien —decía—, contéstame:¿conoces a un tal Judas de Kerioth y quéle has dicho, si es que le has dicho algo,sobre el César?

—Fue así —explicó el preso condisposición—: Anteanoche conocí juntoal templo a un joven que dijo ser Judas,de la ciudad de Kerioth. Me invitó a sucasa en la Ciudad Baja, y me convidó...

—¿Un buen hombre? —preguntóPilatos, y un fuego diabólico brilló ensus ojos.

—Es un hombre muy bueno ycurioso —afirmó el preso—. Manifestóun gran interés hacia mis ideas y merecibió muy amablemente...

—Encendió los candiles... —dijo elprocurador entre dientes, imitando eltono del preso, mientras sus ojosbrillaban.

—Sí —siguió Joshuá, algosorprendido por lo bien informado queestaba el procurador—; solicitó miopinión sobre el poder político. Estacuestión le interesaba especialmente.

—Entonces, ¿qué dijiste? —preguntó Pilatos—. ¿O me vas acontestar que has olvidado tus palabras?—pero el tono de Pilatos no expresabaya esperanza alguna.

—Dije, entre otras cosas —contabael preso—,que cualquier poder es un

acto de violencia contra el hombre y quellegará un día en el que no existirá ni elpoder de los césares ni ningún otro. Elhombre formará parte del reino de laverdad y la justicia, donde no esnecesario ningún poder.

—¡Sigue!—Después no dije nada —concluyó

el preso—. Llegaron unos hombres, meataron y me llevaron a la cárcel.

El secretario, tratando de no perderuna palabra, escribía en el pergamino.

—¡En el mundo no hubo, no hay y nohabrá nunca un poder más grande ymejor para el hombre que el poder delemperador Tiberio! —la voz cortada y

enferma de Pilatos creció. El procuradormiraba con odio al secretario y a laescolta.

—¡Y no serás tú, loco delirante,quien hable de él! —Pilatos gritó—:¡Que se vaya la escolta del balcón! —Yañadió, volviéndose hacia el secretario—: ¡Déjame solo con el detenido, es unasunto de Estado!

La escolta levantó las lanzas,sonaron los pasos rítmicos de suscáligas con herraduras, y salió al jardín;el secretario les siguió.

Durante unos instantes el silencio enel balcón se interrumpía solamente porla canción del agua en la fuente. Pilatos

observaba cómo crecía el plato de agua,cómo rebosaban sus bordes, paraderramarse en forma de charcos.

El primero en hablar fue el preso.—Veo que algo malo ha sucedido

porque yo hablara con ese joven deKerioth. Tengo el presentimiento,hegémono, de que le va a suceder algúninfortunio y siento lástima por él.

—Me parece —dijo el procuradorcon sonrisa extraña— que hay alguienpor quien deberías sentir mucha máslástima que por Judas de Kerioth;¡alguien que lo va a pasar mucho peorque Judas!... Entonces, MarcoMatarratas, el verdugo frío y

convencido, los hombres, que según veo—el procurador señaló la caradesfigurada de Joshuá— te han pegadopor tus predicaciones, los bandidosDismás y Gestas que mataron con sussecuaces a cuatro soldados, el suciotraidor Judas, ¿todos son buenoshombres?

—Sí —respondió el preso.—¿Y llegará el reino de la verdad?—Llegará, hegémono —contestó

Joshuá convencido.—¡No llegará nunca! —gritó de

pronto Pilatos con una voz tan tremenda,que Joshuá se echó hacia atrás. Asígritaba Pilatos a sus soldados en el

Valle de las Doncellas hacía muchosaños: «¡Destrozadles! ¡Han cogido alGigante Matarratas!». Alzó más su vozronca de soldado y gritó para que leoyeran en el jardín:

—¡Delincuente! ¡Delincuente! —luego, en voz baja, preguntó—: JoshuáGa-Nozri, ¿crees en algunos dioses?

—Hay un Dios —contestó Joshuá—y creo en Él.

—Entonces, ¡rézale! ¡Rézale todo loque puedas! Aunque... —la voz dePilatos se cortó— esto tampocoayudará. ¿Tienes mujer? —preguntóangustiado, sin comprender lo que leocurría.

—No; estoy solo.—Odiosa ciudad... —murmuró el

procurador; movió los hombros como situviera frío y se frotó las manos comolavándoselas—. Si te hubieran matadoantes de tu encuentro con Judas deKerioth hubiera sido mucho mejor.

—¿Por qué no me dejas libre,hegémono? —pidió de pronto el presocon ansiedad—. Me parece que quierenmatarme.

Pilatos cambió de cara y miró aJoshuá con ojos irritados y enrojecidos.

—¿Tú crees, desdichado, que unprocurador romano puede soltar a unhombre que dice las cosas que acabas

de decir? ¡Oh, dioses! ¿O te imaginasque quiero encontrarme en tu lugar? ¡Nocomparto tus ideas! Escucha: si desdeeste momento pronuncias una solapalabra o te pones al habla con alguien,¡guárdate de mí! Te lo repito: ¡guárdate!

—¡Hegémono...!—¡A callar! —exclamó Pilatos, y

con una mirada furiosa siguió a lagolondrina que entró de nuevo en elbalcón—. ¡Que vengan! —gritó.

Cuando el secretario y la escoltavolvieron a su sitio, Pilatos anunció queaprobaba la sentencia de muerte deldelincuente Joshuá Ga-Nozri,pronunciada por el Pequeño Sanedrín, y

el secretario apuntó las palabras dePilatos.

Inmediatamente Marco Matarratas sepresentó ante Pilatos. El procurador leordenó que entregara al preso al jefe delservicio secreto y que le transmitiera laorden de que Ga-Nozri tenía que estarseparado del resto de los condenados, yque a todos los soldados del serviciosecreto se les prohibiera bajo castigoseverísimo que hablaran con Joshuá ocontestaran a sus preguntas.

Obedeciendo la señal de Marco, laescolta rodeó a Joshuá y se lo llevarondel balcón.

Después llegó un hombre bien

parecido, de barba rubia, con plumas deáguila en el morrión, doradas yrelucientes cabezas de león en el pecho,cubierto de chapas de oro el cinto de laespada, sandalias de suela triple con lascintas hasta la rodilla y un manto rojoechado sobre el hombro izquierdo. Erael legado que dirigía la legión.

El procurador le preguntó dónde seencontraba en aquel momento la cohortede Sebástica. El legado comunicó que lacohorte había cercado la plaza delantedel hipódromo, donde sería anunciada alpueblo la sentencia de los delincuentes.

El procurador dispuso que el legadodestacara dos centurias de la cohorte

romana. Una de ellas, dirigida porMatarratas, tendría que escoltar a loscondenados, los carros con losutensilios para la ejecución y a losverdugos, en el viaje al monte Calvario,y una vez allí entrar en el cerco dearriba. Otra cohorte tenía que serenviada inmediatamente al Calvario yformar el cerco. Con el mismo objeto, esdecir, para guardar el monte, elprocurador pidió al legado quedestacase un regimiento de caballeríaauxiliar: el ala siria.

Cuando el legado abandonó elbalcón, el procurador ordenó alsecretario que invitara al palacio al

presidente del Sanedrín, a dos miembrosdel mismo y al jefe del servicio deltemplo de Jershalaím, pero añadió quele gustaría que la entrevista con ellosfuera concertada de tal manera quepreviamente tuviera la posibilidad dehablar a solas con el presidente.

La orden del procurador fuecumplida con rapidez y precisión, y elsol, que aquellos días abrasabaJershalaím con un furor especial, nohabía llegado aún a su punto más alto,cuando en la terraza superior del jardín,entre dos elefantes de mármol blancoque guardaban la escalera, seencontraron el procurador y el que

desempeñaba el cargo de presidente delSanedrín, el gran sacerdote de JudeaJosé Caifás.

El jardín estaba en silencio. Pero alsalir de la columnata a la soleadaglorieta superior entre las palmeras —monstruosas patas de elefante—, elprocurador vio todo el panorama del tanodiado Jershalaím: sus puentescolgantes, fortalezas y, lo másimportante, un montón de mármol,imposible de describir, cubierto deescamas doradas de dragón en lugar detejado —el templo de Jershalaím—. Elprocurador pudo percibir con su finooído muy lejos, allí abajo, donde una

muralla de piedra separaba las terrazasinferiores del jardín de la plaza de laciudad, un murmullo sordo, sobre el quede vez en cuando se alzaban gritos ogemidos agudos.

El procurador comprendió que alláen la plaza se había reunido una enormemultitud, alborotada por las últimasrevueltas de Jershalaím, que esperabacon impaciencia el veredicto. Los gritosprovenían de los desasosegadosvendedores de agua.

El procurador empezó por invitar algran sacerdote al balcón, pararesguardarse del calor implacable, peroCaifás se excusó con delicadeza,

explicando que no podía hacerlo envísperas de la fiesta. Pilatos cubrió suescasa cabellera con un capuchón einició la conversación, que transcurrióen griego.

Pilatos dijo que había estudiado elcaso de Joshuá Ga-Nozri y queaprobaba la sentencia de muerte.

Tres delincuentes estabansentenciados a muerte y debían serejecutados en este mismo día: Dismás,Gestas y Bar-Rabbán, y además eseJoshuá Ga-Nozri. Los dos primerosintentaron incitar al pueblo a unlevantamiento contra el César, habíansido prendidos por los soldados

romanos y eran de la incumbencia delprocurador; por consiguiente, no habíalugar a discusión. Los dos últimos, Bar-Rabbán y Ga-Nozri, habían sidodetenidos por las fuerzas locales ycondenados por el Sanedrín. De acuerdocon la ley y de acuerdo con lacostumbre, uno de estos dosdelincuentes tenía que ser liberado enhonor a la gran fiesta de Pascua queempezaba aquel día. Por eso elprocurador deseaba saber a quién de losdos delincuentes quería dejar en libertadel Sanedrín, a Bar-Rabbán o a Ga-Nozri. Caifás inclinó la cabezaindicando que la pregunta había sido

comprendida, y contestó:—El Sanedrín pide que se libere a

Bar-Rabbán.El procurador sabía perfectamente

cuál iba a ser la respuesta del gransacerdote, pero quería dar a entenderque aquella contestación provocaba suasombro.

Lo hizo con mucho arte. Searquearon las cejas en su cara arrogante,y el procurador, en actitud muysorprendida, clavó la mirada en los ojosdel gran sacerdote.

—Reconozco que esta respuesta mesorprende —dijo el procuradorsuavemente—. Me temo que debe de

haber algún malentendido.Pilatos se explicó. El gobierno

romano no atentaba en modo algunocontra el poder sacerdotal del país, elgran sacerdote tenía que saberloperfectamente, pero en este caso eraevidente que había una equivocación.

Realmente, los delitos de Bar-Rabbán y Ga-Nozri eran incomparablespor su gravedad. Si el segundo, cuyadebilidad mental saltaba a la vista, eraculpable de haber pronunciadodiscursos absurdos en Jershalaím yalgunos otros lugares, el primero eramucho más responsable. No sólo sehabía permitido hacer llamamientos

directos a una sublevación, sino quetambién había matado a un guardiamientras intentaban prenderle. Bar-Rabbán representaba un peligro muchomayor que el que pudiera representarGa-Nozri.

En virtud de todo lo dicho, elprocurador pedía al gran sacerdote querevisara la decisión y dejara en libertada aquel de los dos condenados querepresentara menos peligro, y éste era,sin duda alguna, Ga-Nozri.

Caifás dijo en voz baja y firme queel Sanedrín había estudiado el caso conmucho detenimiento y que comunicabapor segunda vez que quería la libertad

de Bar-Rabbán.—¿Pero cómo? ¿También después

de mi gestión? ¿De la gestión del querepresenta al gobierno romano? Gransacerdote, repítelo por tercera vez.

—Comunico por tercera vez quedejamos en libertad a Bar-Rabbán —dijo Caifás en voz baja.

Todo había terminado y no valía lapena seguir discutiendo. Ga-Nozri se ibapara siempre y nadie podría calmar loshorribles dolores del procurador, laúnica salvación era la muerte. Pero estaidea no fue lo que le sorprendió.Aquella angustia inexplicable que leinvadiera cuando estaba en el balcón se

había apoderado ahora de todo su ser.Intentó buscar una explicación y la queencontró fue bastante extraña. Tuvo lavaga sensación de que su conversacióncon el condenado quedó sin terminar, oque no le había escuchado hasta el final.

Pilatos desechó este pensamiento,que desapareció tan repentinamentecomo había surgido. Se fue, y suangustia quedó sin explicar, porquetampoco la explicaba la idea querelampagueó en su cerebro. «Lainmortalidad..., ha llegado lainmortalidad...» ¿Quién iba a serinmortal? El procurador no pudocomprenderlo, pero la idea de la

misteriosa inmortalidad le hizo sentirfrío en medio de aquel sol agobiante.

—Bien —dijo Pilatos—; así sea.Entonces se volvió, abarcó con la

mirada el mundo que veía y sesorprendió del cambio que habíasufrido. Desapareció la mata cubierta derosas, desaparecieron los cipreses quebordeaban la terraza superior, tambiénel granate y una estatua blanca en mediodel verde. En su lugar flotó una nubepurpúrea, con algas que oscilaban y queempezaron a moverse hacia un lado, ycon ellas se movió Pilatos. Ahora se lellevaba, asfixiándole y abrasándole, laira más terrible, la ira de la impotencia.

—Me ahogo —pronunció Pilatos—.¡Me ahogo!

Con una mano, fría y húmeda, tiródel broche del manto y éste cayó sobrela arena.

—Se nota mucho bochorno, haytormenta en algún sitio —contestóCaifás, sin apartar los ojos del rostroenrojecido del procurador, temiendo loque estaba por llegar. «¡Qué terrible esel mes Nisán este año!»

—No —dijo Pilatos—, no es por elbochorno; me asfixio por estar junto a ti,Caifás —y añadió con una sonrisa,entornando los ojos—: Cuídate bien,gran sacerdote.

Brillaron los ojos oscuros del gransacerdote y su cara expresó asombrocon no menos habilidad que elprocurador.

—¿Qué estoy oyendo, procurador?—dijo Caifás digno y tranquilo—. ¿Meamenazas después de una sentenciaaprobada por ti mismo? ¿Será posible?Estamos acostumbrados a que elprocurador romano escoja las palabrasantes de pronunciarlas. ¿No nos estaráescuchando alguien, hegémono? Pilatosmiró con ojos muertos al gran sacerdotey enseñó los dientes, esbozando unasonrisa.

—¡Qué cosas dices, gran sacerdote!

¿Quién nos puede oír aquí? ¿Es que meparezco al joven vagabundo alienadoque hoy van a ejecutar? ¿Crees que soyun chiquillo? Sé muy bien lo que digo ydónde. Está cercado el jardín, estácercado el palacio, ni un ratón puedepenetrar por una rendija. No sólo unratón, sino ése... ¿cómo se llama?... dela ciudad de Kerioth. Pues si... sipenetrara aquí lo sentiría con toda sualma, ¿me crees, Caifás? Puesacuérdate, gran sacerdote, ¡desde estemomento no tendrás ni un minuto de paz!Ni tú ni tu pueblo —y Pilatos señalóhacia la derecha, donde a lo lejos, en loalto, ardía el templo—. ¡Te lo digo yo,

Poncio Pilatos, jinete lanza de oro!—¡Lo sé, lo sé! —respondió

intrépido Caifás, y sus ojos brillaron.Alzó las manos hacia el cielo, y siguió—: El pueblo de Judea sabe que tú leodias ferozmente y que le harás muchomal, ¡pero no podrás ahogarlo! ¡Dios leguardará! ¡Ya nos oirá el Césaromnipotente y nos salvará del funestoPilatos!

—¡Oh, no! —exclamó Pilatos, ycada palabra le hacía sentirse másaliviado: ya no tenía que fingir, no teníaque medir las palabras—. ¡Te hasquejado al César de mí demasiadasveces, Caifás, y ha llegado mi hora!

Ahora mandaré la noticia y no aAntioquía, ni a Roma, sino directamentea Caprea, al mismo emperador, lanoticia de que en Jershalaím guardáis dela muerte a los más grandes rebeldes. Yno será con agua del lago de Salomón,como quería hacer para vuestro bien,con lo que saciaré la sed de Jershalaím.¡No! ¡No será con agua! ¡Acuérdate decómo por vuestra culpa tuve quearrancar de las paredes los escudos conla efigie del emperador, trasladar a lossoldados, cómo tuve que venir aquí paraver qué ocurría! ¡Acuérdate de mispalabras!: verás en Jershalaím más deuna cohorte, ¡muchas más! Toda la

legión Fulminante, acudirá la caballeríaárabe. ¡Entonces oirás amargos llantos ygemidos! ¡Entonces te acordarás delliberado Bar-Rabbán, y te arrepentirásde haber mandado a la muerte al filósofode las predicaciones pacíficas!

La cara del gran sacerdote se cubrióde manchas, sus ojos ardían. Al igualque el procurador, sonrió enseñando losdientes, y contestó:

—¿Crees, procurador, en lo queestás diciendo? ¡No, no lo crees! No espaz, no es paz lo que ha traído aJershalaím ese cautivador del pueblo, ytú, jinete, lo comprendes perfectamente.¡Querías soltarle para que sublevara al

pueblo, injuriara nuestra religión yexpusiera el pueblo a las espadasromanas! Pero yo, gran sacerdote deJudea, mientras esté vivo ¡no permitiréque se humille la religión y protegeré alpueblo! ¿Oyes, Pilatos? —y Caifáslevantó la mano con un gestoamenazador—. ¡Escucha, procurador!

Caifás dejó de hablar y elprocurador oyó de nuevo el ruido delmar, que se acercaba a las mismasmurallas del jardín de Herodes elGrande. El ruido subía desde los piesdel procurador hasta su rostro. A susespaldas, en las alas del palacio, se oíanlas señales alarmantes de las trompetas,

el ruido pesado de cientos de pies, eltintineo metálico. El procuradorcomprendió que era la infantería romanaque ya estaba saliendo, según su orden,precipitándose al desfile, terrible paralos bandidos y rebeldes.

—¿Oyes, procurador? —repitió elgran sacerdote en voz baja—. ¿No medirás que todo esto —Caifás alzó losbrazos y la capucha oscura se cayó de sucabeza— lo ha provocado el miserablebandido Bar-Rabbán?

El procurador se secó la frente fría ymojada con el revés de la mano, miró alsuelo, luego levantó los ojos entornadoshacia el cielo y vio que el globo

incandescente estaba casi sobre sucabeza y que la sombra de Caifásparecía encogida junto a la cola delcaballo. Luego dijo en voz baja eindiferente:

—Se acerca el mediodía. Nos hemosdistraído con la charla y es hora decontinuar.

Se excusó elegantemente ante el gransacerdote, le invitó a que le esperarasentado en un banco a la sombra de lasmagnolias, mientras él llamaba al restode las personalidades, necesarias parauna última y breve reunión y daba unaorden, referente a la ejecución.

Caifás se inclinó finamente, con la

mano apretada al corazón y se quedó enel jardín; Pilatos volvió al balcón. Dijoal secretario que invitara al jardín allegado de la legión, al tribuno de lacohorte, a dos miembros del Sanedrín yal jefe de la guardia del templo, queesperaban a que se les avisara en untemplete redondo de la terraza inferior.Añadió que él mismo saldría en seguidaal jardín y se dirigió al interior delpalacio.

Mientras el secretario preparaba lareunión, el procurador tuvo unaentrevista con un hombre cuya caraestaba medio cubierta por un capuchón,aunque en la habitación, con las cortinas

echadas, no entraba ni un rayo del solque pudiera molestarle. La entrevista fuemuy breve. El procurador le dijo unaspalabras en voz baja y el hombre seretiró. Pilatos fue al jardín, pasando porla columnata.

Allí, en presencia de todos aquellosque quería ver, anunció con aire solemney reservado que corroboraba lasentencia de muerte de Joshuá Ga-Nozriy preguntó oficialmente a los miembrosdel Sanedrín a cuál de los dosdelincuentes pensaban dar libertad. Aloír que era Bar-Rabbán, el procuradordijo:

—Muy bien —y ordenó al secretario

que anotara en seguida todo en el acta,apretó con la mano el broche que elsecretario levantara de la arena y dijocon solemnidad:

—¡Es la hora!Los presentes bajaron por la ancha

escalera de mármol entre paredes derosas que despedían un olor mareante yse acercaron al muro del jardín, a lapuerta que daba a una gran plaza llana,al fondo de la cual se veían lascolumnas y estatuas del hipódromo.

Al salir del jardín todo el gruposubió a un estrado de piedra quedominaba la plaza. Pilatos, mirandoalrededor con los ojos entornados, se

dio cuenta de la situación.El espacio que acababa de recorrer,

es decir, desde el muro del palacio hastael estrado, estaba vacío, pero delantePilatos no podía ver la plaza: la multitudse la había tragado. Hubiera llenadotodo el espacio vacío y el mismoestrado si no fuera por la triple fila desoldados de la Sebástica, que seencontraban a mano izquierda dePilatos, y los soldados de la cohorteauxiliar Itúrea, que contenían a lamuchedumbre por la derecha.

Pilatos subió al estrado, apretandoen la mano el broche innecesario yentornando los ojos. No lo hacía porque

el sol le quemara, no. Sin saber por qué,no quería ver al grupo de condenados,que, como bien sabía, no tardarían ensubir al estrado.

En cuanto el manto blanco forradode rojo sangre apareció en lo alto de laroca de piedra sobre el borde de aquelmar humano, el invidente Pilatos sintióuna ola de ruido que le golpeó losoídos: «Gaaa». Nació a lo lejos, junto alhipódromo, primero en tono bajo, luegose hizo atronador y después desostenerse varios instantes, empezó adescender. «Me han visto», pensó elprocurador. La ola no se había apagadodel todo cuando empezó a crecer otra

vez, subió más que la primera y, comoen las olas del mar surge la espuma, selevantó un silbido y unos aisladosgemidos de mujer. «Es que les han echosubir al estrado —pensó Pilatos—; losgemidos provienen de varias mujeresque ha aplastado la multitud al echarsehacia adelante.»

Esperó un rato, sabiendo que no hayfuerza capaz de acallar unamuchedumbre, que es necesario queexhale todo lo que tenga dentro y secalle por sí misma.

Cuando llegó este momento, elprocurador levantó su mano derecha y elúltimo murmullo cesó.

Entonces Pilatos aspiró todo el airecaliente que pudo, y gritó; su vozcortada voló por encima de miles decabezas:

—¡En nombre del CésarEmperador!...

Varias veces le golpeó los oídos elgrito agudo y repetido: en las cohortes,alzando las lanzas y los emblemas,gritaron los soldados con vocesterribles:

—¡¡Viva el César!!Pilatos levantó la cabeza hacia el

sol. Bajo sus párpados se encendió unfuego verde que hizo arder su cerebro, ysobre la muchedumbre volaron las

roncas palabras arameas:—Los cuatro malhechores, detenidos

en Jershalaím por crímenes, instigaciónal levantamiento, injurias a las leyes y ala religión, han sido condenados a unaejecución vergonzosa: ¡a ser colgadosen postes! Esta ejecución se va aefectuar ahora en el monte Calvario. Losnombres de los delincuentes son:Dismás, Gestás, Bar-Rabbán y Ga-Nozri. ¡Aquí están!

Pilatos señaló con la mano, sin mirara los delincuentes, pero sabiendo concerteza que estaban en su sitio.

La multitud respondió con un largomurmullo que parecía de sorpresa o de

alivio. Cuando se apagó el murmullo,Pilatos prosiguió:

—Pero serán ejecutados nada másque tres, porque, según la ley y lacostumbre, en honor ala Fiesta dePascua, a uno de los condenados,elegido por el Pequeño Sanedrín yaprobado por el poder romano, ¡elmagnánimo César Emperador ledevuelve su despreciable vida!

Pilatos gritaba y al mismo tiempoadvertía cómo el murmullo se convertíaen un gran silencio.

Ni un suspiro, ni un ruido llegaba asus oídos, y por un momento a Pilatos lepareció que todo lo que le rodeaba

había desaparecido. La odiada ciudadhabía muerto, y él estaba solo, quemadopor los rayos que caían de plano, con lacara levantada hacia el cielo. Pilatosmantuvo el silencio unos instantes yluego gritó:

—El nombre del que ahora va a serliberado es...

Hizo otra pausa antes de pronunciarel nombre, recordando si había dichotodo lo que quería, porque sabía que laciudad muerta iba a resucitar al oír elnombre del afortunado y después noescucharía ni una palabra más.

«¿Es todo? —se preguntó Pilatos—.Todo. El nombre.»

Y haciendo rodar la «r» sobre laciudad en silencio, gritó:

—¡Bar-Rabbán!Le pareció que el sol había

explotado con un estrépito y le habíallenado los oídos de fuego. En estefuego se revolvían aullidos, gritos,gemidos, risas y silbidos.

Pilatos se volvió hacia atrás y sedirigió hacia las escaleras, pasando porel estrado sin mirar a nadie, con la vistafija en los coloreados mosaicos quetenía bajo sus pies, para no tropezar.Sabía que a sus espaldas estaba cayendosobre el estrado una lluvia de monedasde bronce y de dátiles y que entre la

muchedumbre que aullaba, los hombres,aplastándose, se encaramaban unossobre otros para ver con sus propiosojos el milagro: cómo un hombre que yaestaba en manos de la muerte se habíaliberado de ella; cómo le desataban,causándole un agudo dolor en las manosdislocadas durante los interrogatorios, ycómo él, haciendo muecas y gimiendo,esbozaba una sonrisa loca e inexpresiva.

Sabía que al mismo tiempo laescolta conducía a los otros tres por lasescaleras laterales, hacia el camino quellevaba al oeste, fuera de la ciudad, almonte Calvario. Sólo cuando estabadetrás del estrado, Pilatos abrió los ojos

sabiendo que ya estaba fuera de peligro:ya no podía ver a los condenados.

Al lamento de la multitud, queempezaba a calmarse se unían los gritosestridentes de los heraldos, que repetían,uno en griego y otro en arameo, lo quehabía dicho el procurador desde elestrado. A sus oídos llegó el redoble delas pisadas de los caballos que seaproximaban y el sonido de unatrompeta que gritaba algo breve yalegre. Les respondió el silbidopenetrante de los chiquillos que estabansobre los tejados de las casas en la calleque conducía del mercado a la plaza delhipódromo, y un grito: «¡Cuidado!».

Un soldado, solitario en el espacioliberado de la plaza, agitó asustado suemblema. El procurador, el legado de lalegión, el secretario y la escolta separaron. El ala de caballería, con eltrote cada vez más suelto, irrumpía en laplaza para atravesarla evitando el gentíoy seguir por la calleja junto a un muro depiedra cubierto de parra por el caminomás corto hacia el monte Calvario.

Un hombrecillo pequeño como unchico, moreno como un mulato, elcomandante del ala siria, trotaba en sucaballo, y al pasar junto a Pilatos gritóalgo con voz aguda y desenvainó suespada. Su caballo, mojado, negro y

feroz, viró hacia un lado y se encabritó.Guardando la espada, el comandante lepegó en el cuello con un látigo, loenderezó y siguió su camino por lacalleja, pasando al galope. Detrás de él,en filas de a tres, cabalgaban los jinetesenvueltos en una nube de polvo. Saltaronlas puntas de las ligeras lanzas debambú. El procurador vio pasar junto aél los rostros que parecían todavía másmorenos bajo los turbantes, con losdientes relucientes descubiertos enalegres sonrisas.

Levantando el polvo hasta el cielo,el ala irrumpió en la calleja, y Pilatosvio pasar al último soldado con una

trompeta ardiente a sus espaldas.Protegiéndose del polvo con la mano

y con una mueca de disgusto, Pilatossiguió su camino hacia la puerta deljardín del palacio; le acompañaban ellegado, el secretario y la escolta.

Eran cerca de las diez de la mañana.

3La séptima prueba

—Sí, eran casi las diez de la mañana,respetable Iván Nikoláyevich —dijo elprofesor.

El poeta se frotó la cara con lamano, como si acabara de despertar, yobservó que ya había caído la tardesobre los «Estanques». Una barca ligerase deslizaba por el agua, ya en sombra, yse oía el chapoteo de los remos y lasrisas de una ciudadana. Los bancos delos bulevares se habían ido poblando,pero siempre en los otros tres lados del

cuadrado, dejando solos a nuestrosconversadores.

El cielo de Moscú estabadescolorido, la luna llena todavía no eradorada, sino muy blanca. Se respirabamejor y sonaban mucho más suaves lasvoces bajo los tilos: eran vocesnocturnas.

«¡Cómo se pasó el tiempo!... Y nosha largado toda una historia —pensóDesamparado—. ¡Si es casi de noche!...A lo mejor no ha contado nada. ¿No lohabré soñado?»

Tenemos que suponer que realmenteel profesor les había contado todoaquello, de otro modo habríamos de

admitir que Berlioz había soñado lomismo, porque, mirando fijamente alextranjero, dijo:

—Su relato es extraordinariamenteinteresante, profesor, pero no coincideni lo más mínimo con el Evangelio.

—¡Por favor! —contestó el profesorcon una sonrisa condescendiente—.Usted sabe mejor que nadie que todo loque se dice en los Evangelios no fuenunca realidad y si citamos el Evangeliocomo fuente histórica... —sonrió denuevo. Y Berlioz se quedó de piedra,porque precisamente era eso lo que élhabía dicho a Desamparado mientraspasaban por la Brónnaya en su camino

hacia los «Estanques del Patriarca».—Eso es verdad —respondió

Berlioz—. Pero sospecho que nadiepodrá confirmar la veracidad de todo loque usted ha dicho.

—¡Oh, no! ¡Esto hay quien loconfirma! —dijo el profesor muyconvencido, hablando repentinamente enun ruso macarrónico. Les invitó concierto aire de misterio a acercarse más.

Se aproximaron uno por cada lado,y, sin ningún acento (porque tan prontolo tenía como no; el diablo sabrá porqué), les dijo:

—Verán ustedes, lo que pasa esque... —el profesor miró en derredor

atemorizado y continuó en voz muy baja— yo lo presencié personalmente.Estuve en el balcón de Poncio Pilatos yen el jardín cuando hablaba con Caifás,y en el patíbulo, de incógnito,naturalmente, y les ruego que no digannada a nadie. Es un secreto... ¡pchss!

Hubo un silencio. Berlioz palideció.—Y usted... usted... ¿cuánto tiempo

hace que está en Moscú? —preguntó convoz temblorosa.

—Acabo de llegar hace un instante—dijo desconcertado el profesor.

Entonces, por primera vez, nuestrosamigos se fijaron en sus ojos y llegaronal convencimiento de que el ojo

izquierdo, el verde, era de un loco deremate, y el derecho, negro y muerto.

«Bueno, me parece que aquí está laexplicación —pensó Berlioz con pánico—. Es un alemán recién llegado que estáloco o que le ha dado la chifladuraahora mismo. ¡Vaya broma!»

Efectivamente, todo se habíaaclarado; el extrañísimo desayuno con eldifunto filósofo Kant, la estúpidahistoria del aceite de girasol y Anushka,los propósitos sobre la decapitación ytodo lo demás: el profesor estabarematadamente loco.

Berlioz reaccionó en seguida ydecidió lo que había que hacer.

Apoyándose en el respaldo del banco ypor detrás del profesor, empezó agesticular para dar a entender aDesamparado que no llevara lacontraria. Pero el poeta, que estabacompletamente anonadado, no entendiósus señales.

—Sí, sí —decía Berlioz exaltado—,todo eso puede ser posible... muyposible. Pilatos, el balcón y todo lodemás... Dígame, ¿ha venido solo o consu esposa?

—Solo, solo; siempre estoy solo —respondió el profesor con amargura.

—¿Y dónde está su equipaje,profesor? —preguntó Berlioz con tacto

—, ¿en El Metropol? ¿Dónde se hahospedado?

—¿Yo...? En ningún sitio —respondió el desquiciado alemán,recorriendo «Los Estanques» con su ojoverde angustiado y dominado por elterror.

—¿Cómo? Y... ¿dónde piensa vivir?—En su casa —dijo con desenfado

el demente guiñando el ojo.—Por mí... encantado —balbuceó

Berlioz—, pero me temo que no se va aencontrar muy cómodo. El Metropoltiene departamentos estupendos. Es unhotel de primera clase...

—Y el diablo, ¿tampoco existe? —

preguntó de repente el enfermo, en untono jovial.

—Tampoco...—¡No discutas! —susurró Berlioz,

gesticulando ante la espalda delprofesor.

—¡Claro que no! ¡No hay ningúndiablo! —gritó de todos modos IvánNikoláyevich, desconcertado con tantolío—. ¡Pero qué castigo! ¡Y apriéteselos tornillos!

El demente soltó una carcajada tanruidosa que de los tilos escapó volandoun gorrión.

—Decididamente esto se poneinteresante —decía el profesor

temblando de risa—. Vaya, vaya, resultaque para ustedes no existe nada de nada—dejó de reírse y como suele sucederen los enfermos mentales, cambió dehumor repentinamente; gritó irritado—:Conque no existe, ¿eh?

—Tranquilícese, por favor,tranquilícese —balbuceaba Berlioz,temiendo exasperarle—. Por favor,espéreme aquí un minuto con elcamarada Desamparado mientras voy ahacer una llamada ahí a la vuelta. Yluego le acompañamos donde ustedquiera; como no conoce la ciudad...

Hay que reconocer que el plan deBerlioz era acertado: lo primero era

encontrar un teléfono público ycomunicar inmediatamente a la Secciónde Extranjeros algo parecido a que elconsejero recién llegado estaba en «LosEstanques» en un estado evidentementeanormal. Y habría que tomar las debidasprecauciones, porque todo aquello erauna cosa disparatada y bastantedesagradable.

—¿Quiere llamar? Muy bien, puesllame... —dijo con tristeza el enfermo, ysuplicó exaltado—: Pero, por favorantes de que se vaya, créame, el diabloexiste. Es lo único que le pido.Escúcheme bien; existe una séptimaprueba que es la más convincente de

todas. Ahora mismo se les va apresentar.

—Sí, sí, naturalmente —asentíaBerlioz muy cariñoso y guiñándole elojo al pobre poeta, que no le veía lagracia a quedarse vigilando al demente,se dirigió hacia la salida de «LosEstanques», que está en la esquina de lacalle Brónnaya y la Yermoláyevski.

El profesor se sosegó y parecióvolver a la normalidad.

—¡Mijaíl Alexándrovich! —gritó aespaldas de Berlioz.

El jefe de redacción se volvió,sacudido por un estremecimiento, ypensó para tranquilizarse que su nombre

y su patronímico también podía haberlossacado de algún periódico.

Poniendo las manos a manera dealtavoz, el profesor volvió a gritar:

—Con su permiso voy a decir quepongan un telegrama a su tío de Kíev.

Berlioz no pudo evitar otrasacudida. ¿De dónde sabría el loco lodel tío de Kíev? Porque por unperiódico no, desde luego. ¿Y siDesamparado tuviera razón? ¿Y si losdocumentos son falsos? ¡Qué sujeto másextraño!... ¡Al teléfono, hay quetelefonear rápidamente! Lo aclararán enseguida.

Berlioz, sin escuchar nada más, echó

a correr.En aquel momento, y junto a la

salida de la calle Brónnaya, se levantóde un banco y salió a su encuentro elmismo ciudadano que surgiera del calorabrasador. Pero ahora ya no era de aire,sino normal, de carne y hueso y, a la luzdel crepúsculo, Berlioz divisó conclaridad que su pequeño bigote eracomo dos plumas de gallina, los ojosdiminutos, irónicos y abotargados. Elpantaloncito de cuadros tan corto que sele veían unos calcetines blancos ysucios.

Mijail Alexándrovich retrocedió,pero le calmó la idea de que podía ser

una simple coincidencia y que, fuera loque fuera, no era momento de pensarlo.

—¿Busca el torniquete? —inquirióel tipo de los cuadros con voz cascada—. Por aquí, por favor. Siga derecho,que llegará donde va. ¿Y no me daríaalgo por la ayudita para echar un trago?¡Está más averiao el ex chantre!...

Y se quitó la gorra de un golpe,haciendo muchos visajes.

Berlioz, sin escuchar al pedigüeño yremilgado chantre, corrió al torniquete ylo agarró con la mano. Lo hizo girar y yaestaba dispuesto a pasar sobre la vía,cuando una luz roja y blanca le cegó losojos; se había encendido la señal:

«¡Cuidado con el tranvía!».El tranvía apareció inmediatamente,

girando por la línea recién construida dela calle Yermoláyevski a la Brónnaya.De pronto, al volver y salir en línearecta, se encendió dentro la luzeléctrica; el tranvía dio un tremendoalarido y aceleró la marcha.

El prudente Berlioz, aunque estabafuera de peligro, decidió volver aprotegerse detrás de la barra; cogió eltorniquete y dio un paso atrás. Se leescurrió la mano y soltó la barra. Se leresbaló un pie hacia la vía deslizándosepor los adoquines como si fueran dehielo; con el otro levantado, el traspiés

le derrumbó sobre las vías.Cayó boca arriba, golpeándose

ligeramente la nuca. Aún tuvo tiempo dever —no supo si a la izquierda o a laderecha— la áurea luna. Se volvióbruscamente, encogió las piernas y seencontró con el pañuelo rojo, la cara dehorror, completamente blanca, de laconductora del tranvía que se leaproximaba inexorablemente. Berlioz nogritó, pero la calle estalló en chillidosde mujeres aterrorizadas.

La conductora tiró del frenoeléctrico, el tranvía clavó el morro enlos adoquines, dio un respingo y saltaronlas ventanillas en medio de un estruendo

de cristales rotos.En la mente de Berlioz alguien lanzó

un grito desesperado: «¿Será posible?».De nuevo y por última vez, apareció laluna, pero quebrándose ya en pedazos.Luego vino la oscuridad.

El tranvía cubrió a Berlioz. Algooscuro y redondo saltó contra la reja delparque, resbaló después por la pequeñapendiente que separa aquél de laAvenida, para acabar rodando,brincando sobre los adoquines, a lolargo de la calzada.

Era la cabeza de Berlioz.

4La persecución

Se calmaron los gritos histéricos de lasmujeres, dejaron de sonar los silbatosde los milicianos; aparecieron dosambulancias: una se llevó el cuerpodecapitado y la cabeza al depósito decadáveres, la otra, a la hermosaconductora, herida por los cristalesrotos. Los barrenderos, con delantalesblancos, barrieron los restos de cristalesy taparon con arena los charcos desangre.

Iván Nikoláyevich se derrumbó en

un banco antes de llegar al torniquete yallí se quedó. Trató de incorporarsevarias veces, pero las piernas no leobedecían: sufría algo parecido a unaparálisis.

El poeta había corrido hacia eltorniquete cuando oyó el primer grito yvio la cabeza, dando saltitos por lacalle. No pudo soportar lo que veía ycayó en el banco mareado. Se mordióuna mano hasta hacerse sangre. Porsupuesto, se había olvidado deldemente, preocupándose sólo deentender lo ocurrido: ¿Cómo eraposible? Acababa de hablar con Berliozy en un instante... una cabeza.

Unos cuantos hombres, horrorizados,corrían por el bulevar y pasaban casirozando al poeta, pero él no oía suspalabras. Dos mujeres se encontraronjunto a él y una de ellas, de nariz afiladay cabeza descubierta, gritó a la otra porencima de la oreja del poeta:

—...¡Anushka, nuestra Anushka! ¡Lade la calle Sadóvaya! Son cosas suyas...¡Fíjate que compra aceite de girasol enla tienda y que al pasar por el torniqueteva y se le rompe la botella! ¡Imagínate!,toda la falda hecha una porquería y ella,¡hala!, venga decir palabrotas... ¡y esepobrecito que se resbala y a la vía...!

De todo lo que gritó aquella mujer,

el cerebro dañado de Iván Nikoláyevichsólo pudo retener una palabra: Anushka.

—¿Anushka?... ¡Anushka! —balbuceó el poeta mirando inquieto enderredor—, pero si...

A la palabra Anushka pudo añadirdespués otras cuantas: «Aceite degirasol» y luego, sin saber por qué,«Poncio Pilatos». Desechó a Pilatos ysiguió ordenando la cadena queempezara con la palabra Anushka. Llegóen seguida al profesor.

«¿Pero, cómo...? Dijo que la reuniónno tendría lugar porque Anushka habíavertido el aceite. Y mira por dónde nohabrá reunión. Bueno, todavía más: dijo

exactamente que sería una mujer quien lecortara la cabeza y resulta que la queconductora del tranvía era una mujer.Pero bueno, ¿qué es esto?»

Estaba claro. No, no podía quedar lamenor duda. El misterioso consejerosabía de antemano el hecho siniestro dela muerte de Berlioz. Dos ideasatravesaron el cerebro del poeta. Laprimera fue: «no tiene nada de loco, esoes una tontería», y la segunda: «¿no lohabrá tramado todo él mismo? Pero¿cómo? ¡Ah! Esto no va a quedar así. Yalo averiguaremos».

Haciendo un tremendo esfuerzo, IvánNikoláyevich se incorporó lanzándose

hacia donde estuviera hablando con elprofesor. Felizmente aquél no se habíaido.

Los faroles de la Brónnaya estabanencendidos y sobre «Los Estanques»brillaba una luna dorada. Y así, a la luzde la luna, siempre ilusoria, le parecióque lo que el hombre llevaba bajo elbrazo, no era un bastón, sino una espada.

El «metomentodo» ex chantre estabaprecisamente en el mismo sitio dondehabía estado hacía muy poco IvánNikoláyevich. Se había colocado en lanariz unos impertinentes del todoinnecesarios a los que le faltaba uncristal y que tenían el otro partido.

Ahora, el ciudadano de los cuadros,tenía un aspecto todavía más repulsivoque cuando indicara a Berlioz el caminohacia la vía.

Iván, con el corazón encogido, seacercó al profesor y comprendió,mirándole de frente, que su cara notraslucía el menor indicio de locura. Niantes ni ahora.

—¡Confiese de una vez! ¿Quién esusted? —preguntó con voz sorda.

El extranjero frunció el entrecejo,miró al poeta como si le viera porprimera vez y contestó con hostilidad:

—No comprender... Hablar... Ruso...—Es que no entiende —se metió el

chantre desde el banco, aunque nadie lehabía pedido que explicara las palabrasdel forastero.

—¡No disimule! —dijo IvánNikoláyevich amenazador, y tuvo unasensación de frío en el estómago—, lehe oído hablar ruso perfectamente. Ni esusted alemán, ni profesor. ¡Usted lo quees un asesino y un espía! ¡Entréguemesus documentos! —gritó furioso.

El misterioso profesor torció condesprecio la boca —ya de por síbastante torcida— y se encogió dehombros.

—¡Ciudadano! —intervino de nuevoel detestable chantre—, ¿No ve que está

poniendo nervioso al turista? ¡Ya lepedirán cuentas!

Y el sospechoso profesor, con ungesto arrogante, le volvió la espalda yse alejó. Iván se encontró desarmado yse dirigió muy exaltado al chantre:

—¡Oiga, por favor! ¡Ayúdeme adetener a ese delincuente! ¡Tiene ustedel deber de hacerlo!

El chantre, animándose sobremanerae incorporándose de un salto, gritó:

—¿Qué delincuente? ¿Dónde está?¿Un delincuente extranjero? —Lebailaban los ojillos de alegría—. ¿Eraése? Pues si es un delincuente, loprimero es ponerse a gritar «socorro».

O si no, se larga. ¡Venga!, vamos a gritara la vez —y abrió el hocico.

El desconcertado Iván, haciendocaso al chantre burlón gritó «¡socorro»!,pero el otro no dijo nada. Le habíatomado el pelo.

El grito solitario y ronco de Iván nodio un resultado positivo. Dos damiselassaltaron hacia un lado y el poeta pudooír con claridad: «Borracho».

—¿De modo que te pones de suparte? —gritó Iván furibundo—. ¿Te vasa reír de mí? ¡Déjame pasar!

Iván se lanzó a la derecha y elchantre también; Iván a la izquierda y elcanalla también.

—Pero, ¿qué?, ¿te atraviesas apropósito? —gritó Iván enfurecido—,¡te voy a entregar a las milicias!

Trató de asir al granuja por lamanga, pero no cogió más que aire,como si al chantre se le hubiera tragadola tierra.

Iván se quedó con la boca abierta deasombro, miró en derredor y vio a lolejos al odioso desconocido que seencontraba ya junto a la salida a latravesía del Patriarca, y además noestaba solo. El más que sospechosochantre tuvo tiempo de alcanzar alprofesor. Pero eso no era todo. Había untercero en el grupo: un gato surgido de

no se sabe dónde. El gato era enorme,como un cebón, negro como el hollín ocomo un grajo, y con un bigotedesafiante como el de los militares decaballería. Los tres se dirigían hacia lacalle y el gato andaba sobre las patastraseras.

Iván se precipitó tras los maleantes,aunque en seguida comprendió que iba aser muy difícil darles alcance.

Los tres pasaron la travesía en unmomento y salieron a la calleSpiridónovka. Iván aligeraba el paso,pero a pesar de ello, la distancia entre ély sus perseguidos no se acortaba. Antesde que el poeta tuviera tiempo de

reaccionar se encontró, después deabandonar aquella tranquila calle, en laplaza Nikitskaya, donde su situaciónempeoró. Había bastante aglomeración yademás, la pandilla de granujas decidióutilizar el truco preferido por losbandidos: huir a la desbandada.

El chantre se escabulló subiendoligero a un autobús que pasaba por laplaza de Arbat. Al perder de vista a unode los del grupo, Iván concentró suatención en el gato; el extraño animal sehabía acercado al estribo del tranvía«A» que estaba en la parada, habíaempujado con insolencia a una mujerque dio un grito, agarrándose a la

barandilla e incluso tratando dealargarle a la cobradora una moneda dediez kopeks a través de la ventanillaabierta por el calor.

El comportamiento del gatoimpresionó de tal manera a Iván que sequedó inmóvil junto a la tienda decomestibles de la esquina. Pero aún leimpresionó más la actitud de lacobradora, que al darse cuenta de que elgato se metía en el tranvía, temblando derabia, gritó:

—¡Los gatos no pueden subir! ¡Queno se puede entrar con gatos! ¡Zape! ¡Ote bajas o llamo a las milicias!

Pero a la cobradora, como a los

pasajeros, les pasó inadvertido loesencialmente asombroso, porque, al finy al cabo, lo de menos era que un gatosubiera al tranvía, pero es que este gato¡había intentado pagar!

El gato resultó ser no sólo un animalsolvente, sino también muy disciplinado.Al primer bufido de la cobradorainterrumpió su discusión descolgándosedel estribo para irse a sentar en laparada, mientras se frotaba los bigotescon la moneda. Pero cuando lacobradora tiró de la cuerda y el tranvíase puso en marcha, el gato hizo lo mismoque hubiera hecho cualquiera en el casode haber sido expulsado de un tranvía y

que tiene necesariamente que viajar enél. Dejó pasar los tres vagones deltranvía, saltó al borde del último, seaferró con una pata a una de las gomasque colgaban de la trasera y así pudohacer su viaje, ahorrándose además diezkopeks.

Iván, puesta toda su atención en elrepelente gato, estuvo a punto de perderde vista al más importante de sus tresperseguidos: el profesor. Por suerte, ésteno había tenido tiempo de escabullirse.Iván descubrió la boina gris a través dela muchedumbre, al principio de laBolshaya Nikítskaya o de la calle deHertzen. En un instante llegó hasta allí.

Pero la suerte no le acompañaba. Elpoeta aligeraba el paso o corríaempujando a los transeúntes, pero noconseguía disminuir la distancia que leseparaba del profesor ni un centímetro.

A pesar de su disgusto, Iván nodejaba de admirarse de la rapidez tanextraordinaria con que se desarrollabala persecución. Apenas transcurridosveinte segundos, Iván Nikoláyevich seencontró deslumbrado por las luces dela plaza Arbat. Unos segundos más yestaba en una callejuela oscura deaceras desiguales; se dio un trompazo yse hirió una rodilla. Otra calzadailuminada, después la calle de

Kropotkin y luego otra y otra y por fin,una bocacalle triste y desagradable conluz escasa, donde Iván perdió de vistadefinitivamente al que tanto leinteresaba alcanzar. El profesor habíadesaparecido.

Iván Nikoláyevich estabaconfundido, pero se le ocurrió derepente que el profesor tenía queencontrarse en la casa número 13,seguramente en el apartamento 47.

Irrumpió en el portal, subió volandohasta el segundo piso, fue derecho alapartamento y llamó impaciente. No lehicieron esperar mucho. Una niña deunos cinco años abrió la puerta y, sin

preguntar nada, desapareció en elinterior.

El vestíbulo era enorme, estabadescuidadísimo, iluminado por unaminúscula bombilla, débil y polvorienta,que colgaba de un techo negro de mugre.Colgada de un clavo en la pared, unabicicleta sin neumáticos; en el suelo, unbaúl enorme, forrado de hierro. En unestante, sobre un perchero, un gorro deinvierno con sus largas orejerascolgando. A través de una puerta, unreceptor transmitía la voz sonora yexaltada de un hombre que clamaba algoen verso.

Iván Nikoláyevich, sin sentirse

turbado por su extraña situación, sedirigió hacia el pasillo directamente,guiado por esta reflexión: «Se habráescondido en el baño». El pasillo estabaa oscuras. Chocó varias veces con lasparedes hasta que vio una tenue yestrecha franja de luz bajo una puerta,encontró a tientas el picaporte y dio unligero tirón. Saltó el cerrojo e Iván seencontró precisamente en el baño,pensando que había tenido suerte.

Pero no tuvo tanta como hubieradeseado. Envuelto en una atmósfera decalor húmedo y a la luz de los carbonesque se consumían en el calentador,entrevió unos grandes barreños que

colgaban de la pared y una bañera conunos horribles desconchones negros. Yen la bañera, de pie, una ciudadanadesnuda, cubierta de espuma y con unestropajo en la mano, entornó sus ojosmiopes, para mirar a Iván que acababade irrumpir en el baño. Como la luz eratan mala, le confundió seguramente conalguien y dijo alegremente en voz baja:

—¡Kiriushka! ¡No seas fanfarrón!¿Te has vuelto loco? ¡Fédor Ivánovichestá a punto de volver! ¡Fuera de aquí!—Y salpicó a Iván con el estropajo.

La confusión era evidente y elculpable era, naturalmente, IvánNikoláyevich. Pero no tenía intención de

reconocerlo y exclamó en tono dereproche: «¡Qué frivolidad!», y enseguida, sin saber cómo ni por qué, seencontró en la cocina.

Estaba desierta, y en la lumbre,alineados en silencio, había cerca deuna decena de hornillos de petróleoapagados. Un rayo de luna entraba por laventana polvorienta, sucia desde hacíaaños, iluminando escasamente un rincóndonde, entre polvo y telarañas, colgabaun icono olvidado. Detrás de la urna queguardaba el icono asomaban las puntasde dos velas de boda. Y debajo delicono había otro de papel, más pequeño,clavado en la pared con un alfiler.

Nadie sabe qué pasó por laimaginación de Iván, pero antes de salircorriendo por la escalera de servicio, seapoderó de una de las velas y del iconode papel; y con ellos en la manoabandonó el desconocido piso,murmurando algo entre dientes, azoradopor el recuerdo de lo ocurrido en elbaño y tratando de adivinar,inconscientemente, quién sería eldescarado Kiriushka y si no lepertenecería el ridículo gorro de lasorejeras.

De nuevo en la calle triste ydesierta, el poeta buscó con la mirada alfugitivo, pero no había nadie. Iván se

dijo muy seguro:—¡Pues claro, está en el río

Moskva! ¡Adelante!Hubiera sido interesante preguntar a

Iván Nikoláyevich por qué suponía queel profesor estaba precisamente en el ríoMoskva, y no en cualquier otro sitio,pero desgraciadamente no había nadieque pudiera preguntárselo. Aquellahorrible calle estaba totalmente desierta.

Unos minutos después IvánNikoláyevich se encontraba en lospeldaños de granito de la escalinata delrío.

Se quitó la ropa y la dejó al cuidadode un simpático barbudo que fumaba un

cigarro, junto a una camisa blanca y rotay unas botas gastadas con los cordonesdesatados. Iván movió los brazos pararefrescarse un poco y se tiró al aguacomo lo haría una golondrina. El aguaestaba muy fría. Se le cortó larespiración, y por un momento, llegó atener la sensación de que no podría salira la superficie. Pero emergióresoplando, sofocado, con los ojosredondos de espanto, y nadó en aquelagua que olía a petróleo, entre el zigzagde los haces de luz de los faroles de laorilla. Cuando el poeta, saltando lospeldaños, llegó empapado al sitio dondedejara su ropa al cuidado del barbudo,

se encontró con que ésta habíadesaparecido, y no sólo la ropa:tampoco había rastro alguno del barbudomismo. En el lugar donde dejara elmontón de sus prendas, había unoscalzoncillos a rayas, la agujereadacamisa, la vela, el icono y una caja decerillas. Iván, enfurecido, amenazóimpotente con el puño cerrado y se pusolo que había encontrado en lugar de suropa.

Le llenaron de inquietud dosconsideraciones; en primer lugar habíaperdido el carnet de MASSOLIT, del queno se separaba nunca, y además, ¿podríaandar libremente por Moscú con aquella

pinta? Realmente, en calzoncillos...Desde luego no era culpa suya, pero¿quién sabe? Podría haber algún lío y alo mejor lo detendrían.

Arrancó los botones del tobillo, conla esperanza de que así, los calzoncillospodrían pasar por pantalones de verano.Recogió el icono, la vela y las cerillas yechó a andar diciéndose a sí mismo: «¡AGriboyédov! ¡Seguro que está allí!».

Había empezado la vida nocturna dela ciudad. Pasaron algunos camiones,envueltos en nubes de polvo, y en lascajas, sobre sacos, iban unos hombrestumbados panza arriba. Todas lasventanas estaban abiertas. En cada una

de ellas había una luz bajo una pantallanaranja, y de todas las ventanas, detodas las puertas, de todos los arcos, lostejados, las buhardillas, los sótanos ylos patios, salía el ronco rugido de lapolonesa de la ópera Eugenio Oneguin.

Los temores de Iván Nicoláyevichestaban justificados. Llamaba laatención y los transeúntes se volvían amirarle. Decidió dejar las callesprincipales y seguir su camino porcallejuelas, donde la gente es menoscuriosa y hay menos probabilidades deque alguien se acerque a importunar a unhombre que va descalzo, con preguntassobre sus calzoncillos, que se habían

negado obstinadamente a parecer unospantalones.

Y eso hizo. Iván se sumergió en lamisteriosa red de callejuelas ybocacalles de Arbat. Emprendió lamarcha pegado a las paredes,volviéndose a cada instante y mirandotemeroso alrededor, escondiéndose enlos portales de vez en cuando, evitandolos pasos de peatones y las entradassuntuosas de los palacetes de lasembajadas.

Y durante todo su difícil camino,sentía un insoportable malestar,producido por una orquestaomnipresente, que acompañaba el

profundo bajo que cantaba su amor haciaTatiana.

5Todo ocurrió en

Griboyédov

Situado en los bulevares, al fondo de unjardín marchito, había un palaceteantiguo de dos pisos, color crema,separado de la acera por una rejalabrada de hierro fundido. Delante de lacasa había una pequeña plazoletaasfaltada, que en invierno solía estarcubierta de un montón de nievecoronado por una pala hincada, y enverano, bajo un toldo de lona, se

convertía en un espléndido anexo delrestaurante.

El edificio se llamaba «Casa deGriboyédov» porque, según se decía,esta casa perteneció en otros tiempos auna tía del escritor AlexandrSerguéyevich Griboyédov[5]. Si fue o node su propiedad es algo que no sabemoscon certeza. Nos parece recordar queGriboyédov no tuvo ninguna tíapropietaria. Pero el caso es que la casase llamaba así. Y un moscovita bastanteembustero llegaba a asegurar que en lasala ovalada y con columnas delsegundo piso, el famoso escritor leía aaquella misma tía trozos de La

desgracia de tener ingenio, y que la tíale escuchaba reclinándose en un sofá. Ya lo mejor era verdad, pero eso es lo demenos. Lo que importa es que la casapertenecía precisamente a MASSOLIT,que presidía el pobre MijaílAlexándrovich Berlioz antes de suaparición en «Los Estanques delPatriarca».

En la actualidad nadie llamabaaquella casa «Casa de Griboyédov»,porque los miembros de MASSOLIT sereferían a ella como «Griboyédov»simplemente y el término se había hechopopular: «Ayer me pasé dos horas enGriboyédov» «¿Y qué tal?» «He

conseguido que me concedan dos mesesen Yalta» «¡Qué suerte tienes!» o bien:«Voy a ver a Berlioz, que recibe hoy decuatro a cinco en Griboyédov», etc., etc.

MASSOLIT no podía haberseinstalado en Griboyédov mejor y conmás confort. Quien visitara Griboyédovpor primera vez se encontraba de unmodo involuntario con informacióndestinada a los diversos gruposdeportivos, así como con las fotografíasen grupo o individuales de los miembrosque componían MASSOLIT, que cubríanlas paredes de la escalera que llevaba alprimer piso.

En la puerta de la primera habitación

de este piso había un letrero: «Secciónpesca-veraneo» con un dibujo querepresentaba una carpa que habíatragado el anzuelo.

En la puerta de la habitación número2 estaba escrito algo no muy claro:«Inscripciones y plazas para un día decreación. Dirigirse a M. V.Podlózhanaya». En la puerta siguiente lainscripción era lacónica ycompletamente ininteligible:«Perelíguino». Luego el visitante casualde Griboyédov se mareaba entre losletreros que decoraban las puertas denogal de la tía del gran escritor: «Paracoger número en la cola para el papel,

diríjase a Poklióvkina», «Caja»,«Cuentas personales de los autores desketches».

Después de recorrer unainterminable cola que empezaba en laplanta baja junto a la portería, se llegabaa una puerta, asaltada a cada instante porla gente, que ostentaba el letrero:«Cuestión Vivienda».

Pasada la puerta del problema de lavivienda se descubría un lujoso cartelque representaba una roca, y en la cima,un jinete que vestía una capa y llevabaun fusil al hombro. En la parte inferiorhabía unas palmeras y un balcón, y en elbalcón, mirando al infinito con ojos muy

despiertos, un joven con tupé y con unapluma estilográfica. Al pie se leía:«Vacaciones completas para creación,de dos semanas (cuento, novela corta)hasta un año (novela, trilogía) Yalta,Suuk Su, Borovoye, Tsijidzhiri,Majindzhauri, Leningrado (Palacio deInvierno)». Para esta puerta había colatambién, pero no exagerada: unas cientocincuenta personas.

Y siguiendo las caprichosas líneasde subidas y bajadas en la casa deGriboyédov, se sucedían: «Dirección deMASSOLIT», «Cajas n.° 2, 3,4, 5»,«Consejo de Redacción», «Presidentede MASSOLIT», «Sala de Billar», varias

dependencias de servicios y por fin,aquella sala con columnas, donde la tíadisfrutaba de la comedia genial de susobrino.

Cualquier visitante —por supuesto,si no era irremediablemente tonto— sedaba cuenta en seguida de llegar aGriboyédov de lo bien que vivían losdichosos miembros de MASSOLIT yrápidamente sentía la comezón de laverde envidia. Entonces dirigía al cieloamargos reproches por no haberledotado de talento literario al venir almundo, ya que él no podía ni soñar enconseguir el carnet de miembro deMASSOLIT; un carnet marrón, que olía a

piel buena, con un ancho ribete dorado,conocido por todo Moscú.

¿Quién se atrevería a decir algo endefensa de la envidia? Es un sentimientode ínfima categoría, pero hay quecomprender al visitante. Porque lo quehabían visto en el piso de arriba no eratodo, ni mucho menos. La planta baja dela casa de la tía la ocupaba entera unrestaurante, y ¡qué restaurante! Con todajusticia se consideraba el mejor deMoscú. Y no porque estuviera instaladoen dos grandes salones, en cuyos techosabovedados había pinturas de caballoscolor lila con crines asirías; no sóloporque en cada mesa hubiese una

lámpara cubierta con un chal; no sóloporque allí no podía entrar cualquiera,sino porque, gracias a la calidad de susviandas, Griboyédov gozaba de laprimacía sobre cualquier otrorestaurante de Moscú, y estas viandas seservían a unos precios de lo másaceptables, nada excesivos.

No tiene, pues, nada de sorprendenteuna conversación como la que oyó elautor de estas verídicas líneas mientrasestaba junto a la reja de hierro fundidode Griboyédov.

—¿Dónde cenas esta noche,Ambrosio?

—¡Pero qué pregunta, querido Foka!

¡Aquí, naturalmente! ArchibaldoArchibáldovich me ha dicho en secretoque van a tener sudak a la carta aunaturel. ¡Es toda una obra de arte!

—¡Cómo vives, Ambrosio! —suspiraba Foka, demacrado, descuidado,con un carbunco en el cuello,dirigiéndose a Ambrosio el poeta,gigante de labios encarnados, cabello deoro y carrillos resplandecientes.

—No se trata de un arte especial —replicaba Ambrosio—,es un deseonatural de vivir como una persona.¿Acaso se puede encontrar sudak en el«Coliseo»? Quizá sí, pero en el«Coliseo» una ración te cuesta trece

rublos quince kopeks, mientras que aquícinco cincuenta. Aparte de que en el«Coliseo» el pescado es de tres días, yademás no puedes tener la seguridad deque no te dé en la cara con un racimo deuvas un jovenzuelo que salga delCallejón del Teatro. No, no, me opongoradicalmente al «Coliseo» —tronaba lavoz de Ambrosio el gastrónomo en todoel bulevar—, no me convences, Foka.

—No trato de convencerte,Ambrosio —piaba Foka—. También sepuede cenar en casa.

—¡Hombre, muchas gracias! —vociferaba Ambrosio—. Me figuro a tumujer, tratando de preparar en una

cacerola en la cocina colectiva de tucasa, un sudak a la carta au naturel.Jiji... Au revoire, Foka —y Ambrosio sedirigió canturreando a la terraza bajo eltoldo.

¡Sí, sí, amigos míos...! ¡Todos losviejos moscovitas recuerdan al famosoGriboyédov! ¡Qué son los sudakhervidos a la carta! ¡Una bagatela, miquerido Ambrosio!

¿Y el esturión, el esturión en unacacerola plateada, el esturión enporciones, con capas de cuello decangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevoscocotte con puré de champiñón entacitas? ¿Y no le gustan los filetitos de

mirlo con trufas? ¿Y las codornices a lagenovesa? ¡Nueve cincuenta! ¡Y el jazz,y el servicio amable! Y en julio, cuandotoda la familia está en la casa de campoy usted está en la ciudad porque leretienen unos asuntos literariosinaplazables, en la terraza, a la sombrade una parra trepadora y en una manchadorada del mantel limpísimo, un platitode soupe printempnière. ¿Lo recuerda,Ambrosio? ¡Pero qué pregunta mástonta! Leo en sus labios que sí seacuerda. ¡Me río yo de sus tímalos y desu sudak! ¿Y los chorlitos de la época,las chochas, las perdices, las estarnas ylas pitorros? ¡Y las burbujas de agua

mineral en la garganta! Pero basta ya,lector, te estás distrayendo. ¡Adelante!

A las diez y media de ese mismo día,cuando Berlioz pereció en «LosEstanques», en el segundo piso deGriboyédov estaba iluminada solamenteuna habitación, en la que languidecíandoce literatos, que esperaban, reunidos,a Mijaíl Alexándrovich.

Sentados en sillas, en mesas, eincluso, como hacían algunos, en lasrepisas de dos ventanas de la Direcciónde MASSOLIT, soportaban un seriobochorno. Aunque la ventana estabaabierta, no entraba ni una brisa de aire;Moscú devolvía el calor, acumulado en

el asfalto durante el día, y era evidenteque la noche no iba a ser un alivio.Desde el sótano de la mansión de la tía,donde estaba instalada la cocina delrestaurante, subía un olor a cebolla.Todos tenían sed. Estaban nerviosos eirritados.

El literato Beskúdnikov, un hombresilencioso, bien vestido y con unamirada atenta pero impenetrable, sacó elreloj. Las agujas del reloj seaproximaban a las once. Beskúdnikovdio un golpecito con el dedo en la esferadel reloj, se lo enseñó a su vecino, alpoeta Dvubratski, que sentado en unasilla balanceaba los pies con unos

zapatos amarillos de suela de goma.—¡Caramba! —refunfuñó

Dvubratski.—Seguro que el mozo se ha quedado

en el río Kliasma —dijo con voz espesaNastasia Lukinishna Nepreménova,huérfana de un comerciante moscovita,que se había hecho escritora y sededicaba a escribir cuentos de batallasmarítimas con el seudónimo deTimonero Georges.

—¡Usted perdone! —empezó ahablar muy decidido Zagrívov, el autorde populares sketches—. También a míme gustaría estar ahora en una terrazatomando té, en vez de asfixiarme aquí.

¿No estaba prevista la reunión para lasdiez?

—¡Y qué bien se debe estar ahora enel río Kliasma! —pinchó a los presentesTimonero Georges, sabiendo quePerelíguino, la colonia de chalets de losliteratos, era el punto flaco de todos—.Ya estarán cantando los ruiseñores. Nosé por qué, pero siempre trabajo mejorfuera de la ciudad, sobre todo enprimavera.

—Llevo ya tres años pagando parapoder llevar a mi mujer, que tiene bocio,a ese paraíso, pero no hay nada enperspectiva —dijo amargamente y concierto veneno el novelista Jerónimo

Poprijin.—Eso ya es cuestión de suerte —se

oyó murmurar al crítico Ababkov desdela ventana.

Un fuego alegre apareció en los ojosde Timonero Georges, que dijo,suavizando su voz de contralto:

—No hay que ser envidiosos,camaradas. Existen sólo veintidóschalets, se están construyendo otros sietey somos tres mil los miembros deMASSOLIT.

—Tres mil ciento once —añadióalguien desde un rincón.

—Ya ven —seguía Timonero—.¿Qué se va a hacer? Es natural que

hayan concedido los chalets a los quetienen más talento.

—¡A los generales! —irrumpió sinrodeos en la disputa Glujariov elguionista.

Beskúdnikov salió de la habitaciónfingiendo un bostezo.

—Tiene cinco habitaciones para élsolo en Perelíguino —dijo a susespaldas Glujariov.

—Y Lavróvich, seis —gritóDeniskin—. ¡Y el comedor de roble!

—Eso no nos interesa ahora —intervino Ababkov—, lo que importa esque ya son las once y media.

Se armó un gran alboroto; algo

parecido a una rebelión se estabatramando. Llamaron al odiosoPerelíguino, se confundieron de chalet ydieron con el de Lavróvich; se enteraronde que Lavróvich se había ido al río yesto colmó su disgusto. Llamaron al azara la Comisión de Bellas Letras, por laextensión 930 y como era de esperar, nohabía nadie.

—¡Podía haber llamado! —gritabanDeniskin, Glujariov y Kvant.

Oh, pero sus gritos eran injustos;Mijaíl Alexándrovich no podía llamar anadie. Lejos, muy lejos de Griboyédov,en una sala enorme, iluminada conlámparas de miles de vatios, en tres

mesas de zinc, estaba aquello que, hastahacía muy poco, era MijaílAlexándrovich.

En la primera, el cuerpodescubierto, con sangre seca, un brazofracturado y el tórax aplastado; en lasegunda, la cabeza con los dientes dedelante rotos, con unos ojos turbios queya no se asustaban de la luz fuerte, y enla tercera un montón de trapos sucios.

Estaban junto al decapitado: unprofesor de medicina legal, unespecialista en anatomía patológica y suayudante, representantes de laInstrucción Judicial y el vicepresidentede MASSOLIT, el literato Zheldibin, que

tuvo que abandonar a su mujer enfermaporque fue llamado urgentemente.

El coche fue a buscar a Zheldibin yle llevó en primer lugar, junto con los dela Instrucción Judicial (eso ocurriócerca de media noche), a la casa deldifunto, donde fueron lacrados todos suspapeles. Luego se dirigieron al depósitode cadáveres.

Y ahora, todos los que rodeaban losrestos del difunto deliberaban sobre quésería más conveniente, si coser lacabeza cortada al cuello, o sisimplemente exponer el cuerpo en lasala de Griboyédov, tapando al difuntocon un pañuelo negro hasta la barbilla.

Mijaíl Alexándrovich no podíatelefonear a nadie; en vano seindignaban y gritaban Deniskin,Glujariov y Kvant con Beskúndnikov. Amedianoche los doce literatosabandonaron el piso de arriba y bajaronal restaurante. Allí hablaron de nuevo deMijaíl Alexándrovich y con palabraspoco amables. Todas las mesas de fueraestaban ocupadas, como era lógico, ytuvieron que quedarse a cenar en lospreciosos pero bochornosos salones.

También a medianoche en el primerode los salones algo sonó, retumbó,tembló y pareció desparramarse. Y casial mismo tiempo una voz aguda de

hombre gritó desaforadamente alcompás de la música: «¡Aleluya!». Erael famoso jazz de Griboyédov querompió a tocar. Entonces pareció que lascaras sudorosas se iluminaron,revivieron los caballos pintados en eltecho, se hizo más fuerte la luz de laslámparas y, como liberándose de unacadena, se inició el baile en los dossalones y luego en la terraza.

Glujariov se puso a bailar con lapoetisa Tamara Medialuna; tambiénbailaba Kvant; bailó Zhukópov elnovelista con una actriz vestida deamarillo. Bailaban: Dragunski,Cherdakchi, el pequeño Deniskin con la

gigantesca Timonero Georges; bailaba labella arquitecta Seméikina Gal, apretadacon fuerza por un desconocido conpantalón blanco de hilo. Bailaban losmiembros y amigos invitados,moscovitas y forasteros, el escritorJohannes de Kronshtadt, un tal VitiaKúftik de Rostov, que parece que eradirector de escena, al que un herpesmorado le cubría todo un carrillo;bailaban los representantes másdestacados de la Subsección Poética deMASSOLIT, es decir, Babuino,Bogojulski, Sladki, Shpichkin y AdelfinaBuzdiak; bailaban jóvenes deprofesiones desconocidas con el pelo

cortado a cepillo y las hombreras llenasde algodón; bailaba uno de bastanteedad, con una barba en la que se habíaenredado un trozo de cebolla verde, ycon él una joven mustia, casi devoradapor la anemia, con un vestido arrugadode seda color naranja.

Los camareros, chorreando sudor,llevaban jarras de cerveza empañadaspor encima de las cabezas; gritaban convoces de odio, ya roncas: «Perdón,ciudadano...»; por un altavoz alguiendaba órdenes: «Uno de Karski, dos deZubrik, Fliaki gospodárskiye»[6]. Lavoz aguda ya no cantaba, aullaba:«¡Aleluya!»; el estrépito de los platillos

del jazz conseguía cubrir a veces elruido de la vajilla que las camarerasbajaban por una rampa a la cocina. Enuna palabra: el infierno.

Y a medianoche hubo una visión enese infierno. En la terraza apareció unhombre hermoso, de ojos negros y barbaen forma de puñal, vestido de frac, queechó una mirada regia sobre susposesiones. Dicen las leyendas que enotros tiempos el tal caballero no llevabafrac sino un ancho cinto de cuero del queasomaban puños de pistolas; su pelo decolor ala de cuervo estaba cubierto deseda encarnada, y en el mar Caribenavegaba bajo su mando un barco con

una siniestra bandera negra cuya insigniaera la cabeza de Adán.

Pero no, mienten las leyendas quequieren seducirnos. En el mundo noexiste ningún mar Caribe, no hayintrépidos filibusteros navegando, y noles persiguen corbetas y no hay humo decañones que se dispersa sobre las olas.No, nada de eso es cierto y nunca lo hasido. Pero sí hay un tilo mustio, una rejade hierro fundido y un bulevar detrás deella, un trozo de hielo se derrite en unacopa, y unos ojos de buey, sangrientos,en la mesa de al lado... ¡Horror,horror...! ¡Oh, dioses, quieroenvenenarme!...

Y de pronto, como por encima de lasmesas, voló: «¡Berlioz!». Enmudeció eljazz, desparramándose como si hubierarecibido un puñetazo. «¿Qué? ¿Cómodice?» «¡Berlioz!» Y todos se ibanlevantando de un salto.

Sí, estalló una ola de dolor alconocerse la terrible noticia sobreMijaíl Alexándrovich. Alguien gritaba,en medio del alboroto, que era preciso,inmediatamente, allí mismo, redactar untelegrama colectivo y enviarlo en elacto.

¿Un telegrama? ¿Y a quién? ¿Y paraqué mandarlo?, diríamos. En realidad,¿adónde mandarlo? ¿Y de qué serviría

un telegrama al que está ahora con lanuca aplastada en las enguantadas manosdel médico y con el cuello pinchado porla aguja torcida del profesor? Hamuerto. No necesita ningún telegrama.Todo ha terminado, no recarguemos eltelégrafo.

Sí, sí, ha muerto... ¡Pero nosotrosestamos vivos!

Era verdad, se había levantado unaola de dolor, se mantuvo un rato yempezó a descender. Algunos volvierona sus mesas y, a hurtadillas primero,abiertamente después, se tomaron untrago de vodka con entremeses.Realmente, ¿se iban a desperdiciar los

filetes volaille de pollo? ¿Se puedehacer algo por Mijaíl Alexándrovich?¿Quedándonos con hambre? ¡Pero sinosotros estamos vivos!

Naturalmente, cerraron el piano y sefueron los del jazz; varios periodistas semarcharon a preparar las notasnecrológicas. Se supo que Zheldibinhabía regresado del depósito ya. Seinstaló arriba, en el despacho deldifunto, y corrió la voz de que sería elsustituto de Berlioz. Zheldibin mandóllamar a los doce miembros de ladirección, que estaban en el restaurante;en el despacho de Berlioz se improvisóuna reunión para discutir los

apremiantes problemas de la decoracióndel salón de las columnas deGriboyédov, el transporte del cuerpodesde el depósito a dicho salón, laorganización para el acceso de la gentea él y otros asuntos referentes a aquelpenoso suceso.

El restaurante reanudó su habitualvida nocturna, y hubiera continuadohasta el cierre, es decir, hasta las cuatrode la mañana, si no hubiese sido por unacontecimiento tan fuera de lo común,que sorprendió a los clientes delrestaurante más que la muerte deBerlioz.

Causó primero la sorpresa entre los

sagaces cocheros que estaban al tanto dela salida de la casa de Griboyédov. Fueuno de ellos el que hizo la primeraobservación, incorporándose en ladelantera:

—¡Anda! ¡Mirad eso!Repentinamente, como por arte de

magia, se encendió una luz junto a lareja y fue acercándose a la terraza. Losocupantes de las mesas empezaron aincorporarse y vieron aproximarse, juntocon la lucecita, un fantasma blanco haciael restaurante. Cuando llegó a la verja sequedaron todos como estatuas de sal,con trozos de esturión pinchados con eltenedor y los ojos desorbitados. El

conserje, que acababa de salir delguardarropa del restaurante al patio parafumar, apagó el cigarro y echó a andarhacia el fantasma con la intención,seguramente, de cerrarle el paso alrestaurante, pero, sin saber por qué, nolo hizo y se quedó parado con unaestúpida sonrisa en los labios.

Y el fantasma, después de traspasarla puerta de la reja, puso los pies en laterraza sin que nadie se lo impidiera. Ytodos pudieron ver que no se trataba deningún fantasma, sino de IvánNikoláyevich Desamparado, el conocidopoeta.

Iba descalzo, con unos calzoncillos

blancos a rayas y, sujeto por unimperdible a su camisa, llevaba unicono de papel con la imagen de unsanto desconocido. En la mano llevabaencendida una vela de boda. Mostrabaarañazos recientes en el carrilloderecho. Sería difícil describir ladensidad del silencio que se hizo en laterraza. A un camarero se le derramó lacerveza de la jarra que llevabainclinada.

El poeta levantó la vela sobre sucabeza y dijo con voz fuerte:

—¡Hola, amigos! —Miró por debajode la mesa más próxima y exclamó conangustia—: ¡Tampoco está aquí!

Una voz de bajo dijocategóricamente:

—¡Otro! Delirium tremens.Y otra voz de mujer asustada:—¿Pero cómo le habrán dejado las

milicias pasar con esa pinta?Iván Nikoláyevich la oyó y

respondió:—Por poco me detienen dos veces,

en la calle Skátertni y aquí, en laBrónnaya. Pero salté una verja y ya veis,me he arañado el carrillo. —EntoncesIván Nikoláyevich levantó la vela y gritó—: ¡Hermanos en la literatura! —su vozronca se fortaleció e hizo más enérgica—. ¡Escuchadme todos! ¡Está aquí! ¡Hay

que darle caza antes de que nos haga undaño irreparable!

—¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Quién estáaquí? —volaron las voces de todo elrestaurante.

—El consejero —dijo Iván—, y esteconsejero acaba de matar a MishaBerlioz en «Los Estanques».

Entonces, de los salones del interiorsalió gente en masa y una multitud seprecipitó sobre la lucecita de Iván.

—Con permiso, explíquese, porfavor —dijo una voz suave y amable aloído de Iván—. Dígame, ¿cómo que lemató? ¿Quién le mató?

—El consejero extranjero, profesor

y espía —respondió Iván volviendo lacabeza.

—¿Cómo se llama? —le preguntaronal oído.

—¿Que cómo se llama? —gritó Iváncon pesadumbre—. ¡Si yo supiera suapellido! No me dio tiempo a leerlo ensu tarjeta. Me acuerdo nada más de laprimera letra, es una «V». ¿Pero quéapellido empieza por «V»? —sepreguntó Iván a sí mismo, apretándose lafrente con la mano, y empezó amurmurar—: Ve, va, vo... ¿Vashner?¿Vagner? ¿Vainer? ¿Vegner? ¿Vinter? —a Iván se le movía el pelo del esfuerzo.

—¿Vulf? —gritó una mujer con

pena.Iván se enfadó.—¡Imbécil! —gritó buscando a la

mujer con la mirada—. ¿Qué tiene quever Vulf? Vulf no tiene la culpa denada... Vo, va... No, así no saco nada enlimpio. Bueno, ciudadanos. Hay quellamar inmediatamente a las milicias,que manden cinco motocicletas yametralladoras para cazar al profesor.Ah, y no olvidar que va con otros dos:uno alto con chaqueta a cuadros y conunos impertinentes rotos y un gato negro,grandísimo. Mientras, yo buscaré aquí,en Griboyédov, porque presiento que seencuentra aquí.

Iván sentía una gran desazón; seabrió paso a empujones entre los que lerodeaban, y apretando la vela,manchándose con la cera que goteaba, sededicó a mirar debajo de las mesas.

Alguien dijo: «¡Un médico!», y anteIván apareció un rostro de aspectocariñoso, rollizo, afeitado y bienalimentado, con gafas de concha.

—Camarada Desamparado —hablóel rostro con voz de aniversario—,tranquilícese. Usted está afligido por lamuerte de nuestro querido MijaílAlexándrovich... no, simplementenuestro Misha Berlioz. Ahora loscamaradas lo acompañarán hacia su

casa y dormirá con tranquilidad.Iván le interrumpió, enseñando los

dientes:—¿Pero no te das cuenta que hace

falta atrapar al profesor? ¡Y me vienescon esas tonterías! ¡Cretino!

—Camarada Desamparado, ¡porfavor! —contestó la cara, enrojeciendo,y retrocedió arrepentida de habersemezclado en aquel asunto.

—Nada de favores, y menos a ti —dijo con odio Iván Nikoláyevich.

Convulso, se le descompuso la carade repente, cogió la vela con la manoizquierda y le dio una bofetada a la caraque respiraba compasión. Creyeron que

había que arrojarse sobre Iván, y así lohicieron. Se apagó la vela, al poeta se lecayeron las gafas y quedaron aplastadasinmediatamente.

Se oyó un tremendo grito de guerrade Iván, que con el regocijo de todosllegó hasta los bulevares; el poetaintentó defenderse. Ruido de platos quese estrellaban en el suelo y gritos demujeres.

Mientras los camareros trataban desujetar a Desamparado con unas toallas,se estaba desarrollando en elguardarropa esta conversación entre elcomandante del bergantín y el conserje:

—Pero ¿no viste que estaba en

calzoncillos? —preguntaba con una vozmuy fría el pirata.

—Pero Archibaldo Archibáldovich—decía el conserje con temor—, ¿cómoiba a impedirle la entrada si es miembrode MASSOLIT?

—Pero ¿no viste que estaba encalzoncillos?

—Usted perdone, ArchibaldoArchibáldovich —contestaba elconserje ruborizado—, ¿qué otra cosapodía hacer? Ya comprendo que hayseñoras en la terraza y...

—No tiene nada que ver con lasseñoras. Además, a ellas les da lomismo —decía el pirata, atravesándole

literalmente con la mirada—. ¡Pero a lasmilicias sí que les importa! En Moscú,una persona puede deambular en pañosmenores solamente en un caso: si vaacompañado por las milicias y en unasola dirección: hacia el cuartel de lasmilicias. Y tú, como conserje, debessaber que, sin perder un segundo, en elmismo momento que aparece un hombrevestido así, tienes que ponerte a silbar.¿Me oyes? ¿No oyes lo que está pasandoen la terraza?

El aturdido conserje oyó elestrepitoso ruido de platos rotos y losgritos de las mujeres.

—¿Y qué hago contigo ahora? —

preguntó el filibustero.La piel del conserje adquirió un

color como de tifus, sus ojos parecíanlos de un cadáver. Y tuvo la sensaciónde que una pañoleta de seda roja, defuego, cubría repentinamente el cabellonegro, con raya, de su jefe. Incluso elplastrón y el frac desaparecieron, ysobresalía de un ancho cinturón de cueroel mango de una pistola. El conserje sevio a sí mismo colgado de una verga. Sevio con la lengua fuera, la cabeza inerte,caída sobre un hombro, y hasta llegó aoír las olas rompiendo contra el barco.Se le doblaban las piernas. Elfilibustero se apiadó de él, se apagó su

mirada aguda.—Escucha, Nikolái, ¡que sea la

última vez! Ni regalados nos interesanconserjes como tú. ¡Vete de guardián auna iglesia! —y al decir esto elcomandante le ordenó con rápidas yprecisas palabras—: Llamas a Panteléidel bar. A un miliciano. El informe, uncoche. Y al manicomio. —Y luegoañadió—: Silba.

Un cuarto de hora después elasombradísimo público, no sólo el delrestaurante, sino también la gente delbulevar y de las ventanas de losedificios que daban al patio delrestaurante, veía salir del portal de

Griboyédov a Panteléi, el conserje, a unmiliciano, un camarero y al poeta Riujin,que llevaban a un joven fajado como unmuñeco, que lloraba a lágrima viva yescupía a Riujin precisamente, gritandoa todo pulmón:

—¡Cerdo! ¡Canalla!Un malhumorado conductor intentaba

poner en marcha el motor de su camión.Junto a él, un cochero calentaba alcaballo, pegándole en la grupa con unasriendas color violeta, mientras decía avoz en grito:

—¡En el mío! ¡Que ya se sabe dememoria el camino al manicomio!

La gente que se había arremolinado,

murmuraba y comentaba el suceso. Enresumen, un escándalo repugnante,infame, sucio y atrayente, que terminósólo cuando el camión se alejóllevándose al pobre Iván Nikoláyevich,al miliciano, a Panteléi y a Riujin.

6Esquizofrenia, como

fue anunciado

En la sala de espera de una famosaclínica psiquiátrica, recién inaugurada ala orilla del río Moskva, apareció unhombre de barba en punta y bata blanca.Era la una y media de la madrugada.Iván Nikoláyevich estaba sentado en unsofá bajo la estrecha vigilancia de tresenfermeros. A su lado, en un estadohorriblemente alterado, se sentaba elpoeta Riujin, y en el mismo sofá,

amontonadas, las toallas que habíanservido para atar a Desamparado, queahora tenía libres los brazos y laspiernas.

Riujin palideció al ver entrar al dela bata blanca, tosió y dijo con timidez:

—Buenas noches, doctor.El médico hizo una inclinación de

cabeza en respuesta al saludo de Riujin,pero sin mirarle, con la vista fija en IvánNikoláyevich, que permanecía inmóvil,con cara de mal humor y el ceñofruncido y que no se había inmutado conla entrada del doctor.

—Verá, doctor —dijo Riujin en unmisterioso susurro y mirando con

expresión asustada a Iván Nikoláyevich—, éste es el conocido poeta IvánNikoláyevich Desamparado..., y metemo que esté con el delirium tremens...

—¿Bebe mucho? —preguntó entredientes el doctor.

—Pues sí, a veces; pero, enrealidad, no como para esto...

—¿Intentaba cazar cucarachas, ratas,diablos y perros corriendo?

—No —contestó Riujinestremeciéndose—; le vi ayer y tambiénesta mañana. Estaba completamentenormal.

—¿Y por qué está en calzoncillos?¿Le han sacado de la cama?

—Es que se presentó así en elrestaurante...

—Ya, ya —dijo el médico, muysatisfecho—. ¿Y esos arañazos? ¿Hatenido alguna pelea?

—Se cayó de una verja y luego sepegó con uno en el restaurante..., bueno,y con más.

—Bien, bien —dijo el doctor, yvolviéndose hacia Iván añadió—: Hola,¿cómo está?

—¡Hola!, saboteador —contestóIván, furioso, en voz alta.

Riujin se azoró hasta el punto de queno se atrevía a levantar los ojos alcorrecto doctor. Pero éste no pareció

ofenderse lo más mínimo; se quitó lasgafas con gesto automático y rápido y,levantándose la bata, las guardó en elbolsillo de detrás del pantalón. Luegopreguntó a Iván:

—¿Cuántos años tiene?—¡Váyanse al diablo todos! —gritó

Iván con brusquedad, dándoles laespalda.

—Pero ¿por qué se enfada? ¿Le hedicho algo desagradable?

—Tengo veintitrés años y presentaréuna demanda contra todos vosotros.Sobre todo contra ti, ¡liendre! —dijodirigiéndose a Riujin.

—¿Y de qué piensa quejarse?

—De que me habéis traído a mí, unhombre completamente sano, a unmanicomio —contestó Iván lleno de ira.

Riujin miró con detención a Iván yse quedó perplejo: sus ojos no eran losde un loco. Eran sus ojos claros desiempre y no los de turbia mirada quetenía cuando llegó a Griboyédov.

«¡Caramba! —pensó Riujin asustado—. ¡Si realmente está normal porcompleto! ¿Por qué le traeríamos? ¡Vayatontería que hemos hecho! Está normal ytan normal; lo único que tiene son losarañazos en la cara...»

El médico, sentándose en unabanqueta blanca de pie cromado,

empezó a hablar con mucha calma.—Usted está en una clínica, no en un

manicomio. Nadie le va a retener aquí sino es necesario.

Iván Nikoláyevich le miró de reojo,desconfiando.

—¡Menos mal que hay alguiencuerdo entre tanto imbécil! Y el quemás, el idiota de Sashka, que encima esun inepto.

—¿Quién es Sashka el inepto? —seinteresó el médico.

—Éste, Riujin —contestó Ivánseñalando con un dedo a Riujin.

El interpelado explotó deindignación.

«En vez de agradecérmelo —pensócon amargura—,encima de tomarmeinterés. ¡Es un puerco!»

—Por su psicología es un caciquetípico —siguió Iván Nicoláyevich, quese sentía inspirado para desenmascarara Riujin—, y además un cacique quetrata de disfrazarse de proletario conmucha astucia. Fíjese en la agriaexpresión de su cara y compárela conlos rimbombantes versos que hacompuesto... ja, ja. ¡Mírele, mírele pordentro! ¡Qué estará pensando!... ¡Sequedaría usted boquiabierto! —E Ivánsoltó una carcajada siniestra.

Riujin se había puesto rojo,

sofocado, y sólo pensaba que habíacriado un cuervo y que se habíainteresado por alguien que a la hora dela verdad resultó ser un enemigoencarnizado. Y, sobre todo, que no podíahacer nada: ¡no hay posibilidad dediscusión con un loco!

—¿Y por qué le han traído aquí? —preguntó el médico, después de haberescuchado atentamente lasrecriminaciones de Desamparado.

—¡Estos imbéciles! ¡Que se vayantodos al cuerno! Me sujetaron, me ataroncon unos trapos y me arrastraron hastaaquí en un camión.

—Por favor, contésteme a esta otra

pregunta: ¿por qué fue al restaurante enropa interior?

—Pues eso no tiene nada de extraño—contestó Iván—; fui a bañarme al ríoMoskva y me birlaron la ropa. Dejaronesta porquería, pero es mejor que irdesnudo por Moscú, ¿no?, y además mepuse lo que encontré porque tenía muchaprisa por llegar al restaurante deGriboyédov.

El médico miró inquisitivamente aRiujin, y éste dijo de mala gana:

—El restaurante se llama así.—Ah, bien —dijo el médico—. ¿Y

por qué tenía tanta prisa? ¿Iba a algúnasunto de trabajo?

—Estoy intentando pescar alconsejero —contestó Iván Nikoláyevich,un poco inquieto.

—¿A qué consejero?—¿Sabe quién es Berlioz? —

preguntó Iván con aire significativo.—Es... ¿el compositor?Iván se impacientó.—¡Pero qué compositor ni qué

narices! Ah, sí..., claro, el compositor sellama igual que Misha Berlioz.

Riujin, aunque no tenía ganas dehablar, tuvo que explicarlo:

—Esta tarde, en los «Estanques delPatriarca», un tranvía ha atropellado alpresidente de MASSOLIT, Berlioz.

—No digas embustes cuando nosabes de qué hablas —se enfadó Iváncon Riujin—. Fui yo quien estabapresente, no tú. ¡Lo puso debajo deltranvía a propósito!

—¿Le empujó?—Pero ¿por qué «empujó»? —

exclamó Iván irritado por la torpezageneral—. Ése no tiene ni quemolestarse en empujar. ¡Hace unas cosasque te dejan helado! Antes de quesucediera ya sabía que a Berlioz leatropellaría un tranvía.

—¿Alguien más vio a ese consejero?—Eso es lo malo, que sólo le vimos

Berlioz y yo.

—Bien. ¿Qué medidas tomó ustedpara atrapar al asesino? —y al deciresto el médico se volvió y echó unamirada a una mujer con bata blanca. Ellaempezó a llenar un cuestionario.

—Pues hice lo siguiente: cogí unavelita en la cocina.

—¿Ésta? —preguntó el médico,señalando una vela rota, que estaba conel icono sobre la mesa de la mujer conbata blanca.

—Esta misma, y...—¿Y para qué quería un icono?—Bueno, el icono —Iván enrojeció

—; lo que más les asustó fue el icono —de nuevo apuntó con el dedo a Riujin—.

Es que resulta que el profesor..., bueno,lo diré francamente..., tiene que ver conel diablo y no es tan fácil darle alcance.

Los enfermeros se pusieron rígidossin apartar los ojos de Iván.

—Sí, sí, tiene que ver con él —seguía Iván—; es un hecho indiscutible.Ha hablado personalmente con PoncioPilatos. ¡Y no tenéis por qué mirarme deesa manera! Ha visto todo: el balcón ylas palmeras. ¡En una palabra, queestuvo con Poncio Pilatos, os loaseguro!

—Bien, bien.—Entonces, como digo, salí

corriendo con él en el pecho.

El reloj dio las dos.—¡Huy! —exclamó Iván, y se

levantó del sofá—. Son las dos, y yoaquí, perdiendo el tiempo con vosotros.Por favor, ¿dónde hay un teléfono?

—Déjenle pasar al teléfono —ordenó el médico a los enfermeros.

Mientras Iván cogía el auricular, lamujer preguntó a Riujin por lo bajo:

—¿Está casado?—Soltero —respondió Riujin

asustado.—¿Es miembro del Sindicato?—Sí.—Oiga, ¿las milicias? —gritó Iván

en el auricular—. ¿Milicias? Camarada,

que manden cinco motocicletas yametralladoras para detener a unprofesor extranjero. ¿Cómo? Vengan abuscarme, yo iré con ustedes... Habla elpoeta Desamparado desde la casa delocos... ¿Qué dirección es ésta? —preguntó al médico, tapando elmicrófono con la mano, y luego gritó denuevo por el teléfono—: ¡Oiga!¡Dígame!... ¡Qué canallada! —vociferóIván arrojando el auricular contra lapared. Luego se volvió hacia el médico,y tendiéndole la mano se despidiósecamente y se dispuso a marcharse.

—¡Pero, oiga! ¿Dónde piensa ir así?—intervino el médico, mirándole a los

ojos—. En plena noche, vestido de esemodo... Usted no está bien, debequedarse con nosotros.

—¡Déjenme pasar! —dijo Iván a losenfermeros que le cerraban el pasohacia la puerta—. ¿Me dejan pasar ono? —gritó con voz terrible.

Riujin empezó a temblar y la mujerapretó un botón de la mesa; en susuperficie de cristal apareció una cajitabrillante y una ampolla cerrada.

—Ah, sí, ¿eh? —preguntó Iván,mirando alrededor con ojos salvajes dehombre acosado—. ¡Ya veréis!...¡Adiós! —y se tiró de cabeza a laventana, tapada con una cortina.

Se oyó un golpe bastante fuerte, peroel cristal detrás de la cortina no cedió,ni siquiera se rajó, y al cabo de unmomento Iván Nikoláyevich se debatíaentre los bríos de los enfermeros ytrataba de morderles, gritando:

—¡Mira qué cristalitos se hanagenciado! ¡Suelta! ¡Suelta!

En las manos del médico brilló unajeringuilla; la mujer, con un solomovimiento, descosió la manga de lacamisa y le sujetó por un brazo, en undespliegue de fuerza poco femenino. Laatmósfera se impregnó de éter.

Iván se desvaneció en bríos de loscuatro enfermeros y el médico

aprovechó la ocasión para introducirlela aguja en el brazo. Así le tuvieronvarios segundos y después le soltaronsobre el sofá.

—¡Bandidos! —gritó Iván dando unsalto, pero le volvieron a sentar en elsofá.

En cuanto le soltaron se incorporóde nuevo y esta vez se sentó él mismo.Permaneció callado; miraba alrededorsintiéndose acorralado; bostezó y luegosonrió con amargura.

—Conque me habéis encerrado —dijo bostezando otra vez. Se tumbó, dejócaer la cabeza sobre una almohada,metió el puño debajo, como un niño, y

con voz soñolienta, sin rencor ya,añadió—: Está bien..., ya lo pagaréis; yoos he prevenido; allá vosotros... A mí loque realmente me interesa ahora esPoncio Pilatos... Pilatos... —y cerró losojos.

—Al baño, solo en la 117, con unguardián —ordenó el médico,poniéndose las gafas. Riujin seestremeció de nuevo. Se abrieronsilenciosamente las puertas blancas yapareció un pasillo con luces nocturnascolor azul. Por el pasillo traían unacamilla sobre ruedas de goma.Tendieron en ella a Iván dormido ydesaparecieron; las puertas se cerraron

detrás de él.—Doctor —preguntó Riujin,

conmovido, en voz baja—, ¿estárealmente enfermo?

—Desde luego —respondió elmédico.

—¿Y qué tiene? —preguntótímidamente Riujin.

El médico le miró con aire cansino ycontestó indolente:

—Alteración motriz y del habla...,interpretaciones delirantes... Parece uncaso difícil. Tenemos que suponer quesea esquizofrenia y ademásalcoholismo...

De todo lo que dijo el médico,

Riujin entendió tan sólo que lo de IvánNikoláyevich era algo serio. Y preguntócon un suspiro:

—¿Y por qué hablará de eseconsejero?

—Seguramente vio a alguien que haimpresionado su perturbadaimaginación. O puede que seasencillamente una alucinación.

Unos minutos después el camiónllevaba a Riujin a Moscú. Estabaamaneciendo, y la luz de los faroles dela carretera era innecesaria y molesta.El conductor, enfurecido por la noche enblanco, iba a toda marcha y el camiónresbalaba en las curvas.

Se tragó el bosque, dejándolo atrás;el río se iba a un lado y delante delcamión corría toda una avalancha deobjetos: vallas y puestos de vigilancia,leña apilada, postes enormes y unosmástiles, y en los mástiles extrañoscarretes, montones de guijarros, la tierrasurcada por canales; en una palabra, senotaba que Moscú estaba allí mismo,tras un viraje, y que en seguida lotendrían encima, rodeándoles.

Riujin sufría el traqueteo y losvaivenes del camión, trataba deinstalarse sobre un madero que se leescurría continuamente. Las toallas quePanteléi y el miliciano, que se habían

marchado en un trolebús, arrojarondentro del camión, resbalaban por lacaja. Riujin hizo intención derecogerlas, pero reaccionó con enfado,les dio un puntapié y desvió la vista:«¡Al diablo con ellas! ¡Soy un primo porocuparme tanto de este lío!».

Su estado de ánimo no podía serpeor. Era evidente que la breve estanciaen la casa del dolor le había hecho unaprofunda impresión. Riujin trataba deencontrar lo que le estaba atormentando:¿El corredor, con aquellas lámparasazules, clavado en la memoria? ¿Elpensamiento de que lo peor que le podíapasar a uno era perder la razón? Sí,

desde luego, también era esto, aunquesólo como una vaga sensación; habíaalgo más, pero ¿qué?

Una ofensa. Las hirientes palabrasque Desamparado le lanzara. Y lo peorno fueron las palabras en sí, sino quetenía toda la razón.

El poeta ya no miraba el paisaje; conla vista fija en el suelo sucio que semovía continuamente, murmuraba ylloriqueaba consumiéndose.

¡Los versos! Tenía treinta y dosaños. Y después ¿qué? Seguiríaescribiendo varios poemas al año.¿Hasta que fuera viejo? Sí, hasta lavejez. ¿Pero qué le aportarían sus

versos? ¿La gloria? «¡Qué tontería! Note engañes: la gloria no es para quienescribe versos malos, pero ¿por qué sonmalos?... Tiene razón, toda la razón»,hablaba consigo mismo sin compasiónalguna.

Intoxicado por aquel ataque deneurastenia, el poeta se tambaleó, elsuelo dejó de moverse bajo sus pies.Levantó la cabeza y se dio cuenta de quehacía mucho rato que estaba en Moscú.Había amanecido, se veía una nubedorada y el camión estaba atascado enuna larga hilera de coches a la vuelta deun bulevar. Casi allí mismo, encima deun pedestal, había un hombre metálico

con la cabeza un poco inclinada quemiraba indiferente el bulevar[7].

Le invadieron unos extrañospensamientos. Se sentía enfermo. «Éstees un ejemplo de lo que es tener suerte—Riujin se incorporó en la caja delcamión y levantó la mano amenazando ala figura de hierro fundido que no semetía con nadie—. Cualquiermovimiento que hiciera, cualquier cosaque le ocurriera, de todo sacabaprovecho, todo contribuyó a su fama.Pero, en realidad ¿qué ha hecho? No loentiendo... ¿Habrá algo especial en esaspalabras: “La tormenta y la niebla...”?[8]. ¡No lo entiendo! ¡Suerte es lo que

tuvo! ¡Nada más que suerte!» —concluyó mordaz.

Riujin notó que el camión se movíabajo sus pies. «Fue el disparo de aqueloficial zarista que le atravesó la caderay le aseguró la inmortalidad...»[9].

La hilera de automóviles se puso enmarcha. Dos minutos más tarde el poeta,completamente enfermo, hastaenvejecido, entraba en la ya desiertaterraza de Griboyédov. En un rincónterminaban su velada un grupo dejuerguistas. En el centro mantenía laatención un conocido suyo, animador ypresentador de revistas, que llevaba enla cabeza un gorrito oriental y sostenía

en la mano una copa de vino «Abrau».Archibaldo Archibáldovich recibió

con mucha amabilidad a Riujin, quecargaba con las toallas, y en seguida leliberó de los dichosos trapos. Si Riujinno hubiera estado tan deshecho por lavisita al sanatorio y el viaje en camión,habría experimentado una gransatisfacción contando lo sucedido ydecorándolo con detalles inventados.Pero no estaba de humor. Riujin erapoco observador, pero a pesar de ello yde la tortura del viaje en camión,comprendió, nada más mirar al piratacon atención, que aunque éste hubierahecho algunas preguntas y

exclamaciones tales como «¡Ay! ¡Ay!»,no le preocupaba en absoluto lo quehubiera pasado a Desamparado. «Asíme gusta. ¡Me alegro!», pensaba conhumillante y furioso cinismo el poeta, yañadió interrumpiendo la historia de laesquizofrenia:

—Archibaldo Archibáldovich, ¿meda una copita de vodka?

El pirata puso cara de pena y lesusurró:

—Ya comprendo..., ahora mismo —e hizo una seña al camarero.

Un cuarto de hora más tarde Riujinestaba encorvado sobre una copa,bebiendo una tras otra, completamente

solo. Comprendía, y se resignaba a ello,que su vida ya no tenía arreglo; lo únicoque podía hacer era olvidar.

El poeta había perdido la noche,mientras los demás estaban de juerga, yahora comprendía que no podía hacerlavolver. Bastaba levantar la cabeza, de lalamparita hacia el cielo, para darsecuenta de que la noche había terminadoirremediablemente. Los camareros, conmucha prisa, tiraban al suelo losmanteles de las mesas. Los gatos querondaban la terraza tenían aspectomañanero. Era irrevocable. Al poeta sele echaba el día encima.

7Un apartamento

misterioso

Si alguien le hubiera dicho a Stiopa estamañana: «Stiopa, levántate ahora mismoo te fusilarán», seguro que habríarespondido con voz muy lánguida yapenas perceptible: «Podéis fusilarme ohacer lo que queráis de mí, porque nome levanto».

Y no ya levantarse, ni siquiera abrirlos ojos podría. Se le ocurría que alabrirlos se encendería un relámpago y su

cabeza estallaría en pedacitos. Unapesada campana repetía monótona en sucabeza, y entre el globo del ojo y elpárpado cerrado le bailaban unasmanchas marrones con cenefasrabiosamente verdes. Y por si esto fuerapoco sentía unas náuseas que parecíanestar relacionadas con el machacanteritmo de un gramófono.

Trataba de recordar. La nocheanterior le parecía haber estado...¿dónde?, no lo sabía; ¡sí!, tenía unaservilleta en la mano, intentaba besar auna señora; al día siguiente la iba a ver,le anunciaba. Ella se negaba diciendo:«No, no vaya. No estaré en casa», y él

insistía: «Pues voy a ir de todosmodos». Era lo único que le venía a lamemoria.

Stiopa no sabía quién era la señora,ni qué hora era, ni qué día, ni el mes, ylo que era todavía peor: no tenía lamenor idea de dónde se encontraba. Estoúltimo, sobre todo, había que aclararloen seguida. Despegó el párpado del ojoizquierdo. Descubrió un reflejo opacoen la oscuridad, por fin reconoció elespejo y se dio cuenta que estaba echadoboca abajo en su propia cama, es decir,en la cama que fue de la joyera, en eldormitorio. Una punzada aguda en lacabeza le obligó a cerrar los ojos.

Pero expliquémonos: StiopaLijodéyev, director del teatro Varietés,se despertó por la mañana en el piso quecompartía con el difunto Berlioz, en unacasa grande, de seis pisos, situada en lacalle Sadóvaya.

Tenemos que decir que este pisonúmero 50 tenía desde hacía tiempo unareputación que podemos llamar, si nomala, sí extraña. Dos años atrás habíapertenecido a la viuda del joyero DeFugere, Ana Frántsevna De Fugere,respetable señora de cincuenta años,muy emprendedora, que alquilaba treshabitaciones de las cinco que poseía;uno de los inquilinos parece que se

llamaba Belomut, el otro había perdidosu apellido.

Un domingo se presentó en el pisoun miliciano, hizo salir al vestíbulo alsegundo inquilino (cuyo apellidodesconocemos) y dijo que tenía que ir ala comisaría un minuto para firmar algo.El inquilino ordenó a Anfisa, la fielanciana servidora de Ana Frántsevna,que si le llamaban por teléfono, dijeraque volvería a los diez minutos, y se fuecon el correcto miliciano de guantesblancos. Pero no sólo no volvió a losdiez minutos, sino que no volvió nuncamás. Lo sorprendente es que, por lovisto, el miliciano desapareció con él.

Anfisa, que era muy beata, o mejordicho supersticiosa, explicó sin rodeos ala disgustada Ana Frántsevna que setrataba de un maleficio, que sabíaperfectamente quién se había llevado alhuésped y al miliciano y que no queríadecirlo porque era de noche.

Pero, como todos sabemos, cuandoun maleficio aparece, ya no hay modo decontenerlo. Según tengo entendido, elsegundo huésped desapareció el lunes, yel miércoles le tocó el turno a Belomut,aunque de manera diferente. Como eracostumbre, aquella mañana se presentóun coche para llevarle al trabajo. Y se lollevó, pero nunca lo trajo de vuelta y

nunca más volvió a aparecer el coche.La pena y el horror que sentía

madame Belomut son indescriptibles,pero no fue por mucho tiempo. Aquellamisma noche, cuando Ana Frántsevna yAnfisa volvieron de la casa de campo ala que se habían marchado urgentemente—nadie sabe por qué—, se encontraroncon que la ciudadana Belomut ya noestaba en su piso. Y eso no era todo:habían sellado las puertas de las doshabitaciones que ocupara el matrimonioBelomut.

Pasaron dos días. Al tercero, AnaFrántsevna, agotada por el insomnio,volvió a marcharse a su casa de

campo... Ni que decir tiene que tampocovolvió.

Anfisa se quedó sola y estuvollorando hasta la una y pico. Luego seacostó. No sabemos qué pudo pasarle,pero contaban los vecinos que en el pisonúmero cincuenta se estuvieron oyendogolpes durante toda la noche y que hastala mañana siguiente hubo luz en lasventanas. Al otro día se supo que Anfisatambién había desaparecido.

Circulaban muchas historias sobrelos desaparecidos del piso maldito; sedecía, por ejemplo, que la delgada ybeata Anfisa llevaba un saquito de anteen su pecho hundido, con veinticinco

brillantes bastante grandes quepertenecían a Ana Frántsevna. Se decíatambién que en la leñera de la casa, a laque se fuera Ana Frántsevna con tantaurgencia, se descubrieron inmensostesoros, brillantes y monedas de oro,acuñadas en los tiempos del zar. Y otrascosas por el estilo. Claro, no podemosasegurar que sea verdad porque no losabemos con certeza...

El caso es que, a pesar de todo, elpiso sólo estuvo vacío y sellado duranteuna semana, y después se instalaron enél el difunto Berlioz con su esposa yStiopa con la suya. Naturalmente, losnuevos inquilinos del condenado

apartamento también fueronprotagonistas del diablo sabe quémanejos. En el primer mes de suestancia allí desaparecieron las dosesposas, pero ellas sí dejaron rastro.Contaban que alguien había visto a laesposa de Berlioz en Járkov, con uncoreógrafo, y la mujer de Stiopaapareció en la calle Bozhedomka,donde, según decían, el director deVarietés, sirviéndose de numerosasamistades, se las había arreglado paraencontrarle habitación, pero con lacondición de que no se le ocurrieravolver por la Sadóvaya...

Como decíamos, Stiopa se quejaba

de dolor. Iba a llamar a Grunia, sucriada, y pedirle una aspirina, peropensó que sería inútil hacerlo, porqueGrunia no tendría ninguna aspirina.Trató de pedir auxilio a Berlioz y lellamó entre gemidos: «¡Misha! ¡Misha!»,pero, como ustedes comprenderán, noobtuvo respuesta alguna. En la casareinaba un silencio completo.

Al mover los dedos de los pies,Stiopa descubrió que tenía los calcetinespuestos; pasó la mano temblorosa por lacadera para averiguar si también teníalos pantalones, pero no pudocomprobarlo. Por fin, dándose cuenta deque estaba abandonado y solo, de que

nadie le podía ayudar, decidiólevantarse, aunque para ello tuviera quehacer un esfuerzo sobrehumano.

Abrió los ojos con dificultad y viosu propia imagen en el espejo: unhombre con el pelo revuelto, la caraabotargada y la barba negra, los ojoshinchados; llevaba una camisa sucia concuello y corbata, calzoncillos ycalcetines.

Tal era su reflejo en el cristal, perode pronto descubrió junto a él a undesconocido vestido de negro con unaboina del mismo color.

Stiopa se sentó en la cama y se pusoa mirar al extraño desorbitando, en lo

que era posible, sus ojos cargados. Eldesconocido rompió el silencio y dijocon un tono de voz bajo y profundo, ycon acento extranjero:

—Buenos días, entrañable StepánBogdánovich.

Hubo una pausa y luego, haciendo unesfuerzo enorme, Stiopa pronunció:

—¿Desea usted algo? —y se quedósorprendido por lo irreconocible de supropia voz.

Había dicho «desea» con voz detiple, «usted» con voz de bajo y no fuecapaz de articular «algo».

El desconocido sonrióamistosamente, sacó un reloj grande de

oro, con un triángulo de diamantes en latapa, que sonó once veces.

—Son las once. Hace una hora queestoy esperando a que despierte, porqueusted me citó a las diez. Y aquí estoy.

Stiopa encontró sus pantalones sobreuna silla que había junto a la cama ydijo, medio en susurro:

—Perdón... —se los puso y preguntócon voz ronca—: Dígame su nombre,por favor.

Hablaba con dificultad. A cadapalabra que pronunciaba parecía que sele clavaba una aguja en el cerebro,produciéndole un espantoso dolor.

—¡Vaya! ¿Se ha olvidado de mi

nombre? —y el desconocido se rió.—Usted perdone —articuló Stiopa,

pensando que la resaca se le presentabacon un nuevo síntoma. Le pareció que elsuelo junto a la cama se había hundido yque inmediatamente se iría de cabeza alinfierno.

—Querido Stepán Bogdánovich —habló el visitante sonriendo con aireperspicaz—, una aspirina no le servirápara nada. Siga el viejo y sabio consejode que hay que curar con lo mismo queprodujo el mal. Lo único que le harávolver a la vida es un par de copas devodka con algo caliente y picante.

Stiopa, que era un hombre astuto,

comprendió, a pesar de su situación, queya que le había encontrado en tal estado,tenía que confesarlo todo.

—Le hablaré con sinceridad —empezó moviendo la lengua con muchoesfuerzo—. Es que ayer...

—¡No me diga más! —cortó elvisitante, y corrió su sillón hacia unlado.

Con los ojos desmesuradamenteabiertos, Stiopa vio que en la pequeñamesita había una bandeja con pan blancocortado en trozos, caviar negro en unplato, setas blancas en vinagre, unacacerola tapada y la panzuda licorera dela joyera llena de vodka. Y lo que más

le sorprendió fue que la licorera estabaempañada de frío. Pero esto era fácil deentender, puesto que estaba dentro de uncubo lleno de hielo. En resumen, estabatodo perfectamente servido.

El desconocido, para evitar que elasombro de Stiopa tomase desmesuradasproporciones, le sirvió medio vaso devodka con rapidez.

—¿Y usted? —pió Stiopa.—Con mucho gusto.Stiopa se llevó la copa a los labios

con mano temblorosa y el desconocidose bebió la suya de un trago. Stiopasaboreó, masticando, un trozo de caviar.

—Y ¿usted no come nada?

—Se lo agradezco, pero nunca comomientras bebo —respondió eldesconocido llenando las copas denuevo.

Destaparon la cacerola, que resultócontener salchichas con salsa de tomate.

Poco a poco la molesta nubecillaverde que Stiopa sentía ante sus ojosempezó a disiparse. Podía articularpalabras y, lo que era mucho másimportante, empezaba a recordar. Todohabía sucedido en Sjodnia, en la casa decampo del autor de sketches Jústov, adonde le había llevado el mismo Jústoven un taxi. Le vino a la memoria cómohabían cogido el taxi junto al Metropol.

Estaba con ellos un actor (¿o no eraactor?) con un gramófono en un maletín.Sí, sí, fue precisamente en la casa decampo. Además recordaba que losperros aullaban al oír el gramófono.Pero la señora a la que Stiopa queríabesar permanecía en la oscuridad de sumemoria. El diablo sabrá quién era.Parece ser que trabajaba en la radio opuede que no...

Desde luego, el día anteriorempezaba a aclararse, pero Stiopaestaba mucho más interesado en elpresente, sobre todo en la aparición deldesconocido en su dormitorio, y ademástoda aquella comida y el vodka. Esto sí

que le gustaría saber de dónde venía.—Bueno, supongo que ya habrá

recordado mi nombre.Pero Stiopa sonrió avergonzado.—¡Pero, hombre!, me parece que

bebió oporto después del vodka. ¡Eso nose debe hacer nunca!

—Por favor, le ruego que esto quedeentre nosotros —dijo Stiopaconfidencial.

—¡Por supuesto, no faltaría más!Pero no puedo responder por Jústov.

—¿Conoce a Jústov?—Le vi ayer, de pasada, mientras

estaba en su despacho, pero basta unamirada para darse cuenta de que es un

sinvergüenza, farsante, acomodaticio ytiralevitas.

«¡Eso es!», pensó Stiopa, asombradoante la merecida, precisa y lacónicadefinición de Jústov.

Sí, el día anterior empezaba areconstruirse sobre sus fragmentos, peroel director de Varietés seguíapreocupado; fuera como fuera, él nohabía visto en su despacho a estedesconocido con boina negra.

—Soy Voland[10], el profesor demagia negra —dijo el intruso conaplomo, y notando la difícil situación enla que se hallaba Stiopa, lo explicó todoordenadamente.

Venía del extranjero y había llegadoa Moscú el día anterior, presentándosede inmediato a Stiopa para proponerlesu actuación en el Varietés. Stiopa habíallamado al Comité de Espectáculos de lazona de Moscú y había arreglado elasunto (al llegar aquí Stiopa palideció yempezó a parpadear); luego le hizo aVoland un contrato para sieteactuaciones (Stiopa abrió la boca) y lecitó a las diez del día siguiente paraultimar detalles. Y por esto estaba allí.Al llegar a su casa le había recibidoGrunia, quien le explicó que ella mismaacababa de llegar porque no vivía allí;que Berlioz no estaba en casa y que, si

el señor quería ver a StepánBogdánovich, pasara a su habitación,porque ella no se comprometía adespertarlo, y que luego, al ver el estadoen que se hallaba Stepán, él mismohabía mandado a Grunia a la tienda máspróxima a comprar vodka y comida, y ala farmacia a buscar hielo y queentonces...

—¡Permítame que le pague, porfavor! —lloriqueó Stiopa, buscando sucartera, muerto de vergüenza.

—¡Pero qué cosas tiene! —exclamóel artista, obligándole a zanjar así lacuestión.

Muy bien, el vodka y el aperitivo

tengan una explicación; sin embargo, aStiopa daba pena verle: decididamente,no se acordaba en absoluto de aquelcontrato y podía jurar que no había vistoa Voland el día anterior. A Jústov, sí,pero no a Voland.

—¿Me permite el contrato, porfavor? —pidió Stiopa en voz baja.

—Desde luego.Stiopa echó una ojeada al papel y se

quedó de una pieza. Todo estabaperfecto: su propia firma desenvuelta y,escrita en diagonal, la autorización deRimski, el director de finanzas, paraentregar al artista Voland diez mil rublosa cuenta de los 35.000 que se le

pagarían por las siete actuaciones. Másaún: allí mismo estaba el recibo deVoland por los 10.000 rublos yacobrados.

«¿Pero esto qué es?», pensó el pobreStiopa con una sensación de mareo. ¿Noserían los primeros alarmantes síntomasde pérdida de la memoria? Era evidenteque las muestras de asombro después dehaber visto el contrato seríansencillamente indecentes. Pidió permisoa su invitado para ausentarse duranteunos minutos y corrió, en calcetines,según estaba, al vestíbulo, donde sehallaba el teléfono, mientras gritaba endirección a la cocina:

—¡Grunia!No obtuvo respuesta alguna. Miró la

puerta del despacho de Berlioz que dabaa la cocina y, como suele decirse, sequedó petrificado. En la manivela,sujeto con una cuerda, había un enormelacre.

«¡Caramba! —explotó en su cabeza—. ¡Sólo me faltaba esto!» Y suspensamientos empezaron a recorrer uncamino de doble dirección, pero, comosuele pasar en las catástrofes, en un solosentido, y el diablo sabrá cuál. Seríadifícil describir el lío que Stiopa teníaen la cabeza. Por un lado, laincongruencia del de la boina negra, el

vodka frío y el increíble contrato, y porsi eso no fuera bastante, ¡la puerta deldespacho lacrada! Si se le contase aalguien que Berlioz había hecho undisparate, les aseguro que no lo creería.Pero el lacre allí estaba. En fin...

Tenía en la cabeza un hormigueo depensamientos y recuerdos muydesagradables. Recordó que hacía muypoco le había encasquetado un artículopara que Berlioz lo publicara en surevista, y parecía que lo había hecho apropósito. Entre nosotros, el artículo erauna auténtica estupidez, inútil y, además,mal pagado.

Después de lo del artículo recordó

una conversación algo dudosa quesostuvieron en aquel mismo sitiocenando con Mijaíl Alexándrovich, elveinticuatro de abril. Claro que no eralo que se llama una conversación dudosaexactamente (Stiopa no la habríaconsentido), pero hablaron de algo de loque no hacía falta hablar. Se podía haberevitado facilísimamente. De no habersido por el lacre, esta conversación notendría ninguna importancia, peroahora...

«Berlioz, Berlioz... —repetíamentalmente—. ¡No me cabe en lacabeza!»

No había lugar para lamentaciones y

marcó el número de Rimski, el directorde finanzas del Varietés. La situación deStiopa era difícil: el extranjero podíaofenderse si Stiopa no se fiara de él apesar de haber visto el contrato, ytampoco era fácil la conversación con eldirector de finanzas, porque no le podíadecir: «¿Firmaste ayer un contrato conun profesor de magia negra por treinta ycinco mil rublos?». ¡Era imposible!

—¡Diga! —se oyó al otro lado lavoz aguda y desagradable de Rimski.

—¡Hola, Grigori Danílovich —habló Stiopa en tono muy bajo—, soyLijodéyev. Verás, resulta que... tengoaquí a... el artista Voland... y, claro..., me

gustaría saber qué hay de esta tarde.—Ah, ¿el de la magia negra? —

respondió Rimski—. Ya están loscarteles.

—Bien, de acuerdo —dijo Stiopacon voz débil—; bueno, hasta luegoentonces...

—¿Va a venir usted pronto? —preguntó Rimski.

—Dentro de media hora —contestóStiopa; colgó el auricular y se apretó lacabeza, que le abrasaba, entre lasmanos. Pero ¡qué cosa tan extraña estabasucediendo! ¿Y qué era de su memoria?

Le resultaba violento permanecerpor más tiempo en el vestíbulo. Elaboró

rápidamente un plan a seguir; ocultaríapor todos los medios su asombrosa faltade memoria y trataría de sonsacar alextranjero sobre lo que pensaba hacerpor la tarde en el Varietés, que le estabaencomendado.

Stiopa, de espaldas al teléfono, vioreflejado claramente en el espejo delvestíbulo, que la perezosa Grunia hacíatiempo no limpiaba, la imagen de un tipomuy extraño, alto como un postetelegráfico, con unos impertinentessobre la nariz (si hubiera estado allíIván Nikoláyevich, en seguida le hubierareconocido). El extraño sujetodesapareció rápidamente del espejo.

Stiopa, angustiado, recorrió el vestíbulocon la mirada y sufrió un nuevosobresalto: esta vez un enorme gatonegro pasó por el espejo y tambiéndesapareció.

Le daba vueltas la cabeza y setambaleó.

«Pero, ¿qué me pasa? ¿No me estarévolviendo loco? ¿A qué se deben estosespejismos?», y gritó asustado buscandoen el vestíbulo:

—¡Grunia! ¿Pero quién es ese gato?¿De dónde sale? ¿Y el otro?

—No se preocupe, StepánBodgánovich —se oyó una voz que noera de Grunia, sino del invitado, que

contestaba desde el dormitorio—. Elgato es mío. No se ponga nervioso.Grunia no está, la he mandado aVorónezh. Se me quejó de que usted seestaba haciendo el distraído y no le dabavacaciones.

Estas palabras eran tan inesperadasy tan absurdas que Stiopa pensó que nohabía oído bien. Enloquecido, echó acorrer hacia el dormitorio y casi seconvirtió en una estatua de sal junto a lapuerta. Se le erizó el cabello y leaparecieron en la frente unas gotas desudor.

Su visitante ya no estaba solo en lahabitación. Le acompañaba, sentado en

otro sillón, el mismo tipo que aparecieraen el vestíbulo. Ahora se le podía verbien, tenía unos bigotes como plumitasde ave, brillaba un cristal de susimpertinentes y le faltaba el otro. Peroaún descubrió algo peor en su propiodormitorio: en el pouf de la joyera,sentado en actitud insolente, un gatonegro de tamaño descomunal sosteníauna copa de vodka en una pata y en laotra un tenedor, con el que ya habíapescado una seta.

La luz del dormitorio, débil de porsí, se oscureció aún más ante los ojos deStiopa. «Así es como uno se vuelveloco», pensó, agarrándose al marco de

la puerta.—Veo que está usted algo

sorprendido, queridísimo StepánBogdánovich —le dijo Voland a Stiopa,al que le rechinaban los dientes—. Leaseguro que no hay por qué extrañarse.Éste es mi séquito.

El gato se bebió el vodka y la manode Stiopa comenzó a deslizarse por elmarco.

—Y como el séquito necesitaespacio —seguía Voland—, alguien delos presentes sobra en esta casa. Y meparece que el que sobra es usted.

—Aquello, aquello —intervino convoz de cabra el tipo largo de los

cuadros, refiriéndose a Stiopa—,últimamente está haciendo muchasinconveniencias. Se emborracha, tienelíos con mujeres aprovechándose de susituación, no da golpe y no puede hacernada porque no tiene ni idea de lo que setrae entre manos. Y les toma el pelo asus jefes.

—Se pasea en el coche oficial de suorganización —sopló el gato,masticando la seta.

Entonces apareció el cuarto y últimode los que llegarían a la casa,precisamente cuando Stiopa, que habíaido deslizándose hasta el suelo, arañabael marco con su mano sin fuerzas.

Del mismo espejo salió un hombrepequeño, pero extraordinariamenteancho de hombros, con un sombrerohongo y un colmillo que se le salía de laboca, lo que desfiguraba el rostro ya depor sí horriblemente repulsivo. Además,tenía el pelo del mismo color rojo que elfuego.

—Yo —intervino en la conversacióneste nuevo individuo— no puedoentender cómo ha llegado a director —yel pelirrojo hablaba con una voz cadavez más gangosa—. Es tan capaz dedirigir como yo de ser obispo.

—Tú, desde luego, no tienes muchode obispo, Asaselo[11]—habló el gato,

sirviéndose unas salchichas en un plato.—Precisamente eso es lo que estaba

diciendo —gangueó el pelirrojo, yvolviéndose con mucho respeto aVoland, añadió—: ¿Me permite,messere, que le eche de Moscú y lemande al infierno?

—¡Zape! —vociferó el gato, con lospelos de punta.

Empezó a girar la habitación entorno de Stiopa, que se golpeó la cabezacon la puerta y pensó, a punto de perderel conocimiento: «Me estoymuriendo...».

Pero no se murió. Entreabrió losojos y se encontró sentado sobre algo

que parecía ser de piedra. Cerca se oíaun ruido monótono, y al abrir los ojosdel todo vio que aquel ruido era del mar,una ola le llegaba casi a los pies. Enconclusión, que estaba sentado al bordede un muelle con un brillante cielo azulsobre su cabeza y una ciudad blanca enlas montañas que tenía detrás.

Sin saber lo que se suele hacer enestos casos, Stiopa se incorporó sobresus piernas temblorosas y se dirigió porel muelle hacia la orilla del mar.

Un hombre que fumaba y escupía almar, sentado en el muelle, se le quedómirando con cara de espanto y dejó defumar y escupir.

Stiopa hizo la ridiculez dearrodillarse y preguntarle al fumador:

—Por favor, ¿qué ciudad es ésta?—¡Pero oiga usted! —protestó el

desalmado fumador.—No estoy bebido —contestó

Stiopa con voz ronca—, me ha pasadoalgo raro... Estoy malo... ¿Dónde estoy,por favor? ¿Qué ciudad es ésta?

—Pues Yalta...Stiopa suspiró, se tambaleó hacia un

lado y cayó dando con la cabeza contrala piedra caliente del muelle. Perdió elconocimiento.

8Duelo entre el profesor

y el poeta

Precisamente cuando Stiopa perdió elconocimiento en Yalta, lo recobrabaIván Nikoláyevich, despertando de unsueño largo y profundo. Eran cerca delas once y media de la mañana. Iván sepreguntaba cómo había ido a parar aaquella habitación de paredes blancas,con una extraña mesilla de noche demetal claro y en la ventana cortinasblancas que filtraban el sol.

Movió la cabeza para convencersede que no le dolía y recordó que estabaen un sanatorio. Este pensamiento letrajo a la memoria la muerte de Berlioz,pero ahora, por la mañana, ya no lecausó tan fuerte impresión. Después dehaber dormido, Iván Nikoláyevichestaba más tranquilo y con las ideas másclaras. Permaneció inmóvil durante unosinstantes en la limpísima y cómoda camade muelles, y de pronto descubrió a sulado el botón de un timbre. Lo apretó,porque tenía la costumbre de tocar, sinninguna necesidad de hacerlo, losobjetos que estuvieran a su alcance.Esperaba oír el timbre o que apareciera

alguien, pero lo que sucedió fue algomuy distinto.

A los pies de la cama se encendió uncilindro mate en el que estaba escrita lapalabra «Beber». Empezó a girar hastaque salió la palabra «Empleada». Comoes natural, el ingenioso cilindrosorprendió a Iván. Después, el cartel de«Llame al doctor» sustituyó a la palabra«Empleada».

—¡Humm! —profirió Iván sin saberqué hacer con el cilindro. Acertó pormera casualidad. Apretó de nuevo elbotón cuando se leía «Practicante». Elcilindro le respondió con un timbrediscreto. Se apagó la luz y el cilindro se

paró. Una mujer algo entrada en carnespenetró en la habitación.

Tenía una fisonomía simpática,llevaba bata blanca y le dijo a Iván:

—¡Buenos días!A Iván le pareció que aquel saludo

estaba fuera de lugar y no contestó. ¡Demodo que después de meter en unaclínica mental a un hombre cuerdo,hacen como si no hubiera pasado nada!La mujer, sin perder su expresiónbondadosa, subió la persiana apretandoun botón. La habitación se inundó de sol,que entraba a través de la reja ligera quellegaba hasta el suelo. Por la reja seveía un balcón, más allá la orilla de un

río sinuoso y al otro lado del río unalegre pinar.

—Puede bañarse cuando quiera —leinvitó la mujer, y bajo su mano se abrióuna pared interior, descubriendo uncuarto de baño completo, perfectamenteinstalado.

Iván, que había decidido no dirigirlela palabra, no pudo contenerse al ver elancho chorro de agua que salía por ungrifo reluciente y caía en la bañera.

—¡Igual que en el Metropol! ¿No?—dijo con ironía.

—Pues no —contestó la mujer conorgullo—, mucho mejor que allí. Vienenmédicos y científicos expresamente para

estudiar nuestro sanatorio. Incluso«inturistas» nos visitan todos los días.

¡«Inturistas»![12]. Esta palabra lehizo recordar al consejero queconociera el día anterior. La cara deIván se oscureció repentinamente y dijo,observando a la mujer con el rabillo delojo:

—¡«Inturistas»! Estáis locos con los«inturistas». Pero le aseguro que entreellos hay gente muy curiosa.Precisamente ayer conocí yo a uno queera una maravilla.

Faltó muy poco para que se pusieraa contarle lo de Poncio Pilatos, pero secontuvo porque comprendió que no

conduciría a nada, que ella no le podríaayudar.

Cuando Iván salió del baño,encontró todo lo que un hombre en esascircunstancias puede necesitar: camisaplanchada, calzoncillos y calcetines.Pero esto no era todo, porque la mujerabrió un armario y, señalando a suinterior, preguntó a Iván:

—¿Qué prefiere, un batín o unpijama?

Iván, sujeto a la fuerza a su nuevaresidencia, por poco pega un salto deasombro ante el desparpajo de la mujer.Apuntó con el dedo a un pijama defranela roja.

Luego le condujeron a través de unpasillo desierto y silencioso hasta unenorme despacho. Decidió adoptar unapostura irónica ante la magnificenciacon que estaba instalado aquel edificio ybautizó el despacho con el apodo de«cocina fábrica»[13].

No andaba descaminado. Habíaarmarios de todos los tamaños conbrillantes instrumentos niquelados.Había sillones de complicada estructura,grandes lámparas con pantallasrelucientes, un sinnúmero de frascos,mecheros de gas, cables eléctricos yaparatos completamente desconocidos.

Tres personas le atendieron en el

despacho; dos mujeres y un hombre. Lostres de blanco. Empezaron llevándolejunto a una mesa, que había en un rincón,con la clara intención de hacerindagaciones.

Iván se puso a analizar su situación.Se le ocurrían tres caminos a seguir. Elprimero, y el que más le seducía, eraarrojarse contra las lámparas y elextraño instrumento y destrozarlos parademostrar su disconformidad con lainjusta detención. Pero el Iván de hoyera muy distinto al Iván de ayer, y estaprimera solución le pareciócontraproducente. Era muy probable quele tomaran por un loco agresivo.

Desechó por completo esta primeraopción. Otra actitud podría ser la decontarles de inmediato todo el asuntodel profesor consejero y de PoncioPilatos, pero sus experiencias del díaanterior le habían demostrado que nadiecreería su relato y que lo tergiversarían.Rechazó también este camino y eligió untercero: encerrarse en un silencio digno.

No le fue posible mantenerse en estapostura hasta el final, porque tuvo queresponder a una serie de preguntas,aunque lo hizo de manera escueta y conbastante hosquedad. Le preguntaron todolo preguntable sobre su vida pasada,hasta detalles tan pequeños como los

relativos a la escarlatina que pasóquince años atrás. Una de las mujeres debata blanca, después de llenar unapágina entera, la volvió y pasó apreguntarle sobre su familia. ¡Esto yaera el colmo! Quién murió, cuándo y porqué, si bebía o no, si no había tenidoenfermedades venéreas, y cosas por elestilo. Por fin le pidieron que contara losucedido el día anterior en «LosEstanques del Patriarca», pero no sepusieron muy pesados y parecían noextrañarse con la historia de Pilatos.

Entonces la mujer cedió a Iván a unhombre que tenía una táctica muydistinta y no le preguntaba nada. Le tomó

la temperatura y el pulso, le miró losojos alumbrándolos con una lámparaespecial. Luego vino en su ayuda unamujer y le pincharon con algo en laespalda, pero sin hacerle daño; con elmango de un martillo le hicieron unosdibujos en el pecho, le dieron golpecitosen las rodillas con dos macilloshaciéndole saltar las piernas; lepincharon en un dedo y le sacaronsangre, le pincharon también en una venadel brazo, le pusieron en los brazos unaspulseras de goma...

A todo esto, Iván esbozaba unasonrisa amarga como para sus adentros ypensaba que todo estaba resultando muy

raro, absurdo. ¡Quién se lo iba a decir!Había querido advertirles de la amenazade peligro que representaba eldesconocido consejero, intentabadetenerlo y lo único que consiguió fueencontrarse en un misterioso gabinete,hablando de su tío Fédor, que enVólogda se dedicaba a beber como unacuba. ¡Qué estupidez tan inaguantable!

Por fin terminaron con él y leacompañaron a su habitación, donde lesirvieron una taza de café, dos huevospasados por agua y pan con mantequilla.Comió y bebió todo lo que le habíanofrecido; después decidió esperar al quedirigiera aquella institución y reclamar

de él atención y justicia.Su espera no fue larga, porque el

director apareció en seguida. De prontose abrió la puerta del cuarto de Iván yentró un grupo de personas con batasblancas. Les precedía un hombrecuidadosamente afeitado, como un actor,de unos cuarenta y cinco años, con ojossimpáticos, pero muy penetrantes, y decorrectos ademanes. Todo el séquitodaba muestras de atención y respeto aldirector, por lo que su entrada resultómuy solemne. «¡Igual que PoncioPilatos!», pensó Iván.

Sin duda alguna era el másimportante. Se sentó en una banqueta;

los demás permanecían de pie.—Doctor Stravinski —se presentó a

Iván el recién llegado, mirándole conbenevolencia.

—Aquí tiene, AlexandrNikoláyevich —dijo sin alzar la voz unode barbita bien arreglada, alargándoleun papel escrito de arriba abajo.

«Han preparado todo unexpediente», pensó Iván. El jefe echóuna ojeada al papel con gesto mecánico,murmurando: «Humm, ajá», y cambióvarias frases con los allí presentes en unidioma poco conocido. «También hablaen latín, como Pilatos», pensó Iván contristeza. Oyó una palabra que le hizo

estremecerse: «esquizofrenia», la mismaque pronunciara el maldito extranjero eldía anterior en «Los Estanques delPatriarca», y que ahora repetía elprofesor Stravinski. «También lo sabía»,meditó angustiado Iván.

Por lo que se podía apreciar, el jefehabía decidido estar de acuerdo contodo lo que dijeran los demás ydemostraba su alegría con expresionestales como «bueno, muy bien».

—Muy bien —dijo Stravinski,devolviendo la hoja a uno de los delséquito, y añadió dirigiéndose a Iván:

—¿Es usted poeta?—Sí, soy poeta —dijo Iván con aire

sombrío; sentía de pronto unainexplicable repulsión hacia la poesía;sus versos, que acababa de recordar, leparecían embarazosos.

Frunciendo el entrecejo, preguntó asu vez a Stravinski:

—¿Es usted profesor?Stravinski afirmó con una

inclinación cortés.—¿Y es el jefe de todo esto? —

seguía Iván.Stravinski inclinó la cabeza de

nuevo.—Necesito hablar con usted —dijo

Iván Nikoláyevich con aire significativo.—Precisamente para eso estoy aquí

—respondió Stravinski.—Es que —empezó Iván, pensando

que había llegado su hora— me hantomado por loco y nadie me quiereescuchar.

—¡Por favor! Estamos dispuestos aescucharle con muchísimo gusto —dijoStravinski, serio y tranquilizador— y nopermitiremos de ningún modo que lotomen por loco.

—Pues entonces escuche: ayer porla tarde, un tipo muy misterioso se meacercó estando yo en «Los Estanques delPatriarca». No estoy seguro de si era ono extranjero. Sabía de antemano todo loreferente a la muerte de Berlioz y había

visto personalmente a Poncio Pilatos.Los miembros del séquito

permanecían inmóviles, escuchando alpoeta en silencio.

—¿Pilatos? Es el que vivió cuandoJesucristo, ¿no? —preguntó Stravinski,mirando fijamente a Iván.

—Ese mismo.—Bien —dijo Stravinski—. ¿Y ese

Berlioz murió atropellado por untranvía?

—Eso es, exactamente ayer leatropelló un tranvía en «Los Estanques»,delante de mis ojos, y ese misteriosociudadano...

—¿El amigo de Pilatos? —

interrumpió Stravinski, que parecía muycomprensivo.

—El mismo —afirmó Iván,estudiando a Stravinski— y ya sabía queAnushka había vertido el aceite... ¡Y allímismo fue donde resbaló! ¿Qué opinausted? —preguntó Iván con interés,esperando causar una gran impresión.

Pero no hubo tal impresión.Stravinski preguntó sencillamente:

—Y esa Anushka, ¿quién es?A Iván le desagradó la pregunta, y,

cambiando de expresión, respondió unpoco nervioso:

—Anushka no tiene ningunaimportancia. ¡El diablo sabrá quién es!

Es una imbécil de la Sadóvaya. Lo queimporta es que él lo sabía conanterioridad, ¿comprende? Sabía lo delaceite. ¿Me entiende?

—Perfectamente —contestó muyserio Stravinski, dándole al poeta ungolpecito en la rodilla, y añadió—: sigay no se altere.

—Sigo —dijo Iván, tratando dehablar en el mismo tono de Stravinski,sabiendo por triste experiencia que sólola calma podía ayudarle—. Pues esetipo siniestro (que se hace pasar porconsejero) tiene un poderextraordinario. Por ejemplo, echas acorrer detrás de él y no hay manera de

alcanzarle... Le acompaña una parejitade cuidado y muy curiosa también, untipo largo con los cristales de losimpertinentes rotos y un gato de untamaño increíble, que encima viaja soloen el tranvía. Además —en vista de quenadie le interrumpía, Iván hablaba cadavez con más seguridad y convencimiento— ha estado personalmente en el balcónde Poncio Pilatos de eso no hay dudaalguna. Pero ¿qué le parece todo esto?Hay que detenerle rápidamente, o haráun daño irreparable.

—Vamos a ver, si no le he entendidomal, lo que usted trata de conseguir esque le detengan, ¿no es así?

«Es inteligente —pensaba Iván—;hay que reconocer que entre losintelectuales también se encuentra gentecon cerebro. No hay duda.» Y contestó:

—Claro, pero ¿cómo no me voy aempeñar? Piense si no lo haría ustedmismo. Y mientras tanto me tienen aquí ala fuerza, me meten una lámpara en losojos, me bañan y me preguntan sobre mitío Fédor, que hace ya bastante tiempoque no existe. ¡Exijo que me dejen salir!

—Muy bien, muy bien —respondióStravinski—, ahora todo se ha aclarado.Tiene razón, ¿qué objeto tiene el reteneren un sanatorio a un hombre cuerdo?Bien, le dejo salir ahora mismo si me

dice que es normal. No me lo demuestre,dígamelo simplemente. Entonces, ¿esusted normal?

Hubo una pausa. La gorda que habíaatendido a Iván por la mañana miraba alprofesor con veneración. Iván pensó denuevo: «Realmente, este hombre esinteligente».

La proposición del profesor le habíaparecido perfecta y se puso a pensar concalma su respuesta, frunció el entrecejoy, por fin, dijo con seguridad.

—Soy normal.—Muy bien —exclamó Stravinski

aliviado—; si es así, vamos a dialogarcon lógica. Empecemos por su día de

ayer —se volvió y en seguida le dieronla hoja de Iván—. En la persecución deldesconocido que se presentó comoamigo de Poncio Pilatos, usted hizotodas las cosas siguientes —Stravinskiempezó a doblar sus afilados dedos unopor uno, mirando alternativamente a Ivány a la hoja de papel—: se colgó unicono al pecho, ¿no es así?

—Sí —asintió Iván con airetaciturno.

—Se cayó de una valla, arañándosela cara, ¿no es verdad? Y apareció en elrestaurante con una vela encendida, enpaños menores. Y se pegó con alguien.Le trajeron aquí atado. Una vez aquí,

llamó a las milicias, pidiendo que lemandaran ametralladoras. Luego intentósaltar por la ventana. ¿No? Dígame,¿cree usted que actuando de ese modo sepuede llegar a cazar a nadie? Y si ustedes normal, me dirá que no, que no es unmétodo. ¿Se quiere marchar de aquí? Deacuerdo, hágalo. Pero antes unapregunta, por favor: ¿dónde piensa ir?

—A las milicias, naturalmente —contestó Iván, ya con bastante menosaplomo y sintiéndose un poco confusofrente a la mirada del profesor.

—¿Directamente desde aquí?—Sí.—¿Y no pasará antes por su casa?

—preguntó Stravinski con rapidez.—¡Pero si no tengo tiempo! Mientras

yo me paseo y voy a mi casa, ¡se larga!—Bien. ¿Y qué será lo primero que

diga a las milicias?—Lo de Pilatos —respondió Iván, y

sus ojos parecían velarse con unanubécula lúgubre.

—¡Perfecto! —exclamó Stravinskiconquistado, y, volviéndose al de labarbita, ordenó—: Fédor Vasilievich,puede dar de baja al ciudadanoDesamparado, pero no ocupe estahabitación ni cambie la ropa de cama.Dentro de dos horas el ciudadanoDesamparado estará aquí. Bien —se

dirigió al poeta—, no puedo desearleéxito, porque tengo la absoluta certezade que no lo tendrá. ¡Hasta pronto! —selevantó y su séquito inició la marcha.

—¿Y qué razón voy a tener paravolver aquí? —preguntó Iván,preocupado.

Stravinski parecía esperar estapregunta, porque se sentó de nuevo yempezó a decir:

—Por la simple razón de que encuanto aparezca usted en las milicias encalzoncillos, diciendo que ha visto a unhombre que conoce personalmente aPoncio Pilatos, le traerán aquíinmediatamente y se tendrá que quedar

en esta misma habitación.—¿Y qué tienen que ver los

calzoncillos? —preguntó Iván, mirandoalrededor, desconcertado.

—Lo importante es Poncio Pilatos,desde luego, pero el que vaya encalzoncillos también influirá. Porquetiene que dejar aquí la ropa delsanatorio y ponerse la suya. Le recuerdoque vino aquí en calzoncillos. Y comousted no tiene la intención de pasar porcasa, aunque yo se lo he insinuado...Luego lo de Pilatos..., y es cosa hecha.

A Iván le pasaba ahora algo muyextraño. Su voluntad parecía escindirse.Se sentía débil y necesitado de consejo.

—Pero ¿qué hago? —preguntótímidamente.

—¡Así me gusta! —respondióStravinski—. Esto ya es ponerse enrazón. Déjeme contarle lo que le hapasado. Ayer hubo alguien que provocóun disgusto, un temor, contándole unahistoria sobre Pilatos y alguna otra cosa.Y usted, sobreexcitado y nervioso, sepuso a recorrer la ciudad hablando dePoncio Pilatos. Es lógico que le hayantomado por loco. Lo único que puedesalvarle es una cura de absoluto reposo.Lo que tiene que hacer, por tanto, esquedarse aquí.

—¡Pero si hay que pescarle en

seguida! —gritó Iván suplicante.—De acuerdo, pero ¿por qué lo

tiene que hacer precisamente usted?Escriba un informe, relate sus sospechasy su denuncia contra esa persona. Semandará su declaración a donde seanecesario, no es ningún problema. Y si,como usted cree, se trata de undelincuente, lo aclararán en seguida.Pero todo esto con la condición de nohacer un enorme esfuerzo cerebral, y,sobre todo, piense menos en PoncioPilatos. ¡Si fuésemos a creer en todaslas historias que se cuentan!

—¡Comprendido! —exclamó Iván enun arranque de decisión—. Solicito que

se me dé lápiz y papel.—Dele papel y un lápiz cortito —

ordenó Stravinski a la gorda—. Pero leaconsejo que hoy no escriba nada.

—¿Cómo que no? ¡Hay que hacerlohoy, precisamente hoy! —gritó Ivánasustado.

—Bueno, pero sin esforzarse. Si nolo hace hoy, ya lo hará mañana.

—¡Se escapará!—Eso no —aseguró Stravinski—,

no irá a ningún sitio, se lo garantizo. Yrecuerde que aquí le ayudarán en todo loposible, sin eso no conseguirá nada.¿Me oye? —preguntó Stravinski con airesignificativo. Cogiéndole las manos a

Iván Nikoláyevich y mirándole fijamentea los ojos, repitió varias veces, sinsoltarle—: Aquí le vamos a ayudar.¿Entiende? Le vamos a ayudar. Sesentirá mejor, es un sitio tranquilo,silencioso... Le vamos a ayudar...

De pronto, Iván Nikoláyevichbostezó y se suavizó su expresión.

—Sí, sí —dijo en voz baja.—Muy bien —concluyó Stravinski,

como de costumbre, y se levantó—;adiós. —Le estrechó la mano y ya a lasalida dijo, volviéndose hacia el de labarbita—: Sí, pruebe el oxígeno y losbaños.

Instantes después, Iván no tenía a

nadie frente a él. El profesor y suséquito habían desaparecido. Más alláde la reja de la ventana, iluminado porun sol de mediodía, se veía el pinarrevestido de alegre primavera y un pocomás cerca brillaba el río.

9Cosas de Koróviev

Nikanor Ivánovich Bosói, presidente dela Comunidad de Vecinos del inmueblenúmero 302 bis, de la moscovita calleSadóvaya —donde viviera el difuntoBerlioz—, estaba bastante ocupadodesde la noche anterior, es decir, desdela noche del miércoles al jueves.

Como ya sabemos, a medianoche sehabía presentado en su casa unacomisión (en la que se encontrabaZheldibin), que lo despertó paracomunicarle la muerte de Berlioz y para

que les acompañara al apartamentonúmero 50, donde fueroncuidadosamente sellados losmanuscritos y objetos personales deldifunto.

En el piso no encontraron ni aGrunia, la sirvienta, ni al frívolo StepánBogdánovich. Los de la comisiónexplicaron a Nikanor Ivánovich que sellevarían los apuntes y manuscritos deldifunto para efectuar un análisis, y quela parte del piso que habitaba Berlioz, osea, las tres habitaciones (despacho,cuarto de estar y comedor, quepertenecieron a la joyera), pasaría adisposición de la Comunidad de

Vecinos. Los objetos personales tendríanque quedar depositados hasta queaparecieran los herederos.

La noticia de la muerte de Berliozcorrió por la casa a un ritmosorprendente, y desde las siete de lamañana del jueves Bosói no dejó derecibir llamadas telefónicas y visitas delos aspirantes a la vivienda del difunto.A las dos horas, Nikanor Ivánovichhabía recibido ya treinta y dossolicitudes.

Solicitudes que contenían súplicas,amenazas, líos, denuncias, promesas dehacer obra en la casa por propia cuenta,alusiones a estar viviendo en una

estrechez insoportable; inclusoreferencias a la imposibilidad decontinuar conviviendo con bandidos.Había también una descripción,impresionante por su fuerza plástica, delrobo de unos ravioles, expresamentecolocados en el bolsillo de unachaqueta; esto había sucedido en elapartamento número 31. Y también habíados promesas de acabar con la propiavida, de suicidarse, y una confesión deembarazo secreto.

Nikanor Ivánovich tenía que salir amenudo al vestíbulo de su piso. Lecogían por un brazo, le susurraban algoal oído y le prometían que no olvidarían

la deuda.Hasta la una de la tarde duró el

suplicio. Entonces Nikanor Ivánovichtrató sencillamente de escapar, para loque salió de su casa en dirección a laoficina que estaba situada junto a laverja del inmueble. Pero el asedio nocesó y también tuvo que huir de allí.Aunque con bastante dificultad,consiguió despistar a los que leperseguían entrando por el patioasfaltado, y por fin desapareció en elsexto portal, donde, en el quinto piso, seencontraba el maldito apartamentonúmero 50.

Nikanor Ivánovich, que era algo

grueso, tuvo que pararse en eldescansillo de la escalera para recobrarla respiración. Después llamó al timbrede la puerta del apartamento, pero nadieabría. Irritado y gruñendo en voz baja,llamó una y otra vez, pero sin resultado.Harto de esperar, sacó del bolsillo unmanojo de llaves que pertenecía a laadministración, abrió la puerta con manoautoritaria y entró en la casa.

—¡Oye, muchacha! —gritó NikanorIvánovich una vez en el vestíbulo, queestaba semi a oscuras—. ¡Grunia, ocomo te llames! ¿Dónde estás?

Nadie contestó.Nikanor Ivánovich sacó de la cartera

una cinta métrica, quitó el lacre de lapuerta del despacho y dio un paso haciaadentro. Sí, un paso sí que lo dio, perono llegó a dar más, porque el asombro ledetuvo en la puerta; hasta se estremeció.

Sentado junto a la mesa del difuntoestaba un ciudadano largo y flaco, conuna chaqueta a cuadros, gorrita dejockey e impertinentes; en una palabra:nuestro amigo de siempre.

—¿Quién es usted, ciudadano? —preguntó Nikanor Ivánovich asustado.

—¡Vaya! ¡Nikanor Ivánovich! —gritó el inesperado ocupante, con vozaguda y tintineante, y levantándose de unsalto saludó al presidente con un

respetuoso y forzado apretón de manos.A Nikanor Ivánovich no le calmó aquelsaludo lo más mínimo.

—Perdone —habló con ciertasospecha—. ¿Quién es usted? ¿Es usteduna personalidad oficial?

—¡Ay, Nikanor Ivánovich! —exclamó cordialmente el desconocido—. Personalidad oficial o no oficial,¿qué más da? Todo es relativo. Dependedel punto de vista desde el que seenfoque la cuestión. Sí, sí, depende delas circunstancias. Hoy puede que no seauna personalidad oficial, pero mañana,¿quién sabe?, puedo serloperfectamente. También sucede al revés,

¡y tan a menudo, además!Naturalmente, estos razonamientos

no sirvieron para tranquilizar alpresidente de la comunidad de vecinos,el cual, desconfiado por naturaleza,dedujo de las divagaciones delciudadano que no era una personalidadoficial y que, probablemente, sería undon Nadie.

—Pero bueno, ¿quién es usted?,¿cómo se llama? —preguntó en tonosevero, avanzando hacia el desconocido.

—Mi apellido —dijo el ciudadano,sin inmutarse lo más mínimo— digamosque es Koróviev. ¿Quiere tomar algo?Pero sin cumplidos, ¿eh?

—¡Oiga usted! —hablaba NikanorIvánovich con verdadera indignación—.¿Pero qué es lo que dice? —esauténticamente desagradable, pero hayque reconocer que Nikanor Ivánovichera un tipo bastante basto—. Estáprohibido entrar donde el difunto. ¿Quéhace usted aquí?

—Siéntese, Nikanor Ivánovich —decía sin el menor azoramiento elciudadano. Y se puso a trajinar de aquípara allá, intentando acomodar alpresidente en un sillón. NikanorIvánovich, completamente enfurecido,rechazó el sillón.

—¡Que quién es usted, estoy

diciendo!—Permita que me presente, soy el

intérprete de una personalidadextranjera que reside en esteapartamento —dijo el llamadoKoróviev, dando un taconazo con unabota rojiza y sucia.

Nikanor Ivánovich abrió la boca deasombro. La presencia allí de unextranjero y de su intérprete no era paramenos. Pidió al intérprete que explicarasu situación, lo que éste hizogustosísimo. El director del Varietés,Stepan Bogdánovich Lijodéyev, habíatenido la amabilidad de invitar al artistaextranjero, señor Voland, a que residiera

en su casa durante los días que estuvieraen Moscú para actuar, una semanaaproximadamente. Sobre esto, Lijodéyevhabía escrito a Nikanor Ivánovich el díaanterior pidiéndole que inscribiera alextranjero en el registro provisional,mientras él, Lijodéyev, estuviera enYalta.

—Pues no me ha escrito nada —dijoel presidente sorprendido.

—Mire en su cartera, NikanorIvánovich —propuso Koróviev condulzura.

Encogiéndose de hombros, NikanorIvánovich abrió la cartera y descubrió lacarta de Lijodéyev.

—¿Pero cómo es posible que loolvidara? —balbuceaba NikanorIvánovich, completamentedesconcertado.

—¡Eso pasa a menudo, NikanorIvánovich! —cotorreaba Koróviev—.Una distracción, un despiste,agotamiento, tensión alta, queridoNikanor Ivánovich. Sí, eso es cosacorriente. Yo soy más despistado quenadie. Ya le contaré cosas de mi vidaotro día, cuando tomemos una copa, leaseguro que se partirá de risa.

—¿Y cuándo se va Lijodéyev aYalta?

—¡Si ya se ha ido! —gritaba el

intérprete—, ¡ya está en camino! ¡Eldiablo sabrá por dónde anda ahora! —yagitó los brazos como si fuera un molinode viento.

Nikanor Ivánovich quería ver alextranjero personalmente, pero recibióuna rotunda negativa:

—Imposible —dijo el intérprete—.Está ocupadísimo. Amaestrando al gato.Eso sí, si usted quiere puedo enseñarleel gato.

Nikanor Ivánovich se negó. Y elintérprete le hizo una propuestainesperada: teniendo en cuenta que alextranjero no le gustaba en absolutovivir en hoteles y estaba acostumbrado a

vivir a sus anchas, ¿no podría lacomunidad de vecinos alquilarle todo elpiso, incluyendo las habitaciones deldifunto, durante una semana, es decir, eltiempo que permaneciera en Moscú,cumpliendo su misión?

—Al difunto seguro que le da igual—susurraba Koróviev—, porque no menegará, Nikanor Ivánovich, que el pisoya no lo necesita para nada.

Nikanor Ivánovich estaba algodesconcertado. Alegó que losextranjeros tenían que vivir en elMetropol, no en casas particulares.

—Sí, sí, claro, pero es que éste esmuy caprichoso —decía Koróviev en

voz baja—, ¡no quiere! No le gustan loshoteles. Estoy de los «inturistas» hastaaquí —se quejaba en tono confidencialseñalándose con un dedo el cuellonudoso—. ¡Me tienen harto! Cuandovienen, o se dedican a espiar, como unoshijos de perra, o me dan la lata con suscaprichos: esto está mal, lo otrotambién. Y para su Comité es unauténtico negocio. El dinero no esproblema para él —Koróviev se volvióy le susurró al presidente al oído—: ¡Esmillonario!

La proposición era realmentepráctica. Esto era innegable. Era unaproposición seria, desde luego, pero

había algo terriblemente informal en elmodo de hablar del individuo, en sumodo de vestir y en los ridículosimpertinentes que no servían para nada.Al presidente todo esto le producía unadesconfianza angustiosa, pero, a pesarde todo, decidió admitir la proposición.La realidad, no declarada, era que lacomunidad de vecinos tenía un déficitbastante respetable. Cuando llegara elotoño tenían que comprar petróleo parala calefacción, pero nadie sabía dedónde podrían sacar el dinero necesario.El «inturista» les ayudaría a salir delpaso. Nikanor Ivánovich era un hombrepráctico y prudente. Antes de decidir le

dijo al intérprete que tenía queconsultarlo con la Oficina de TurismoExtranjero.

—¡De acuerdo! —exclamóKoróviev—, hay que consultarlo,naturalmente. Ahí hay un teléfono,aclárelo en seguida y ya sabe, que pordinero no tiene que preocuparse —decíallevándole hacia el vestíbulo donde seencontraba el teléfono—. ¡Nadie mejorque él para sacarle dinero! ¡Si viera elchalet que tiene en Niza! Cuando vaya alextranjero el verano que viene, no dejede visitarlo, ¡quedará usted maravillado!

La rapidez con que solucionaron elproblema en la Oficina de Turistas

sorprendió a Nikanor Ivánovich. Nopusieron ninguna dificultad y, por lovisto, ya tenían idea de que el señorVoland pensaba quedarse en el piso deLijodéyev.

—¡Estupendo! —gritaba Koróviev.El presidente, sin reponerse aún de

su asombro, declaró que la comunidadde vecinos estaba de acuerdo en alquilaral artista Voland el piso númerocincuenta por la cantidad de... —Nikanor Ivánovich vaciló antes decontestar— quinientos rublos diarios.

Koróviev le hizo un guiño y,mirando furtivamente en dirección aldormitorio del que llegaba el rumor de

los saltos del pesado gato, dijo con vozronca:

—Eso serían unos tres milquinientos a la semana, ¿no?

A Nikanor Ivánovich, que esperabaque el intérprete hubiera dicho algo asícomo: «pica usted alto, ¿eh?, queridoNikanor Ivánovich», el asombro ya no lecabía en el cuerpo cuando aquél dijo:

—¡Pero hombre, si eso no es dinero!¡Pida más, que se lo dará! ¡Pida cinco!

Nikanor Ivánovich, ya enteramentetrastornado, se encontró sin saber cómojunto a la mesa del muerto, dondeKoróviev, con bastante prontitud yhabilidad, esbozó dos ejemplares de

contrato. Se lanzó al dormitorio y volviócon los contratos firmados ya por elextranjero. El presidente puso tambiénsu firma.

Koróviev solicitó que le extendieraun recibo por cinco mil.

—Con letra, con letra, NikanorIvánovich... —y diciendo algo queparecía no venir a cuento —eine, zwei,drei— sacó cinco paquetes de billetesnuevos y se los tendió al presidente.

Y después, la operación de contar,amenizada por las bromas y refranes quedecía Koróviev: «Quien guarda halla»,«El ojo del amo engorda el caballo».

Una vez contado el dinero, Koróviev

entregó al presidente el pasaporte delextranjero para su registro provisional.Nikanor Ivánovich guardó el contrato yel dinero en su cartera, e incapaz decontenerse pidió tímidamente un vale.

—¡Qué cosas tiene! —rugióKoróviev—. ¿Cuántos quiere? ¿Doce,quince?

El perplejo presidente explicó quenecesitaba sólo dos, uno para él y otropara Pelagia Antónovna, su mujer.

Koróviev sacó inmediatamente unalibreta y firmó un vale para dos en laprimera fila. Le alargó el vale a NikanorIvánovich con la mano izquierda,mientras ponía con la derecha un

crujiente y grueso paquete en la manodel presidente. Nikanor Ivánovich echóuna mirada al paquete, se puso rojo y lorechazó con la mano.

—No, no, por favor, eso no estápermitido —murmuró él.

—¿Cómo que no? —le decíaKoróviev, al oído—. Nosotros no lohacemos, pero los extranjeros sí. Si nolo acepta se va a ofender, NikanorIvánovich, y eso no sería conveniente.¡Ha hecho usted tanto!...

—Se castiga severamente —articulóel presidente en voz bajísima y mirandoen derredor.

—¿Y dónde están los testigos? —le

susurró en el otro oído Koróviev—.Dígame, ¿dónde están?

Y entonces, como más tardeexplicaba el presidente, sucedió unmilagro: ¡el paquete, solito, se metió ensu cartera!

El presidente, medio mareado,alteradísimo, se encontró en la escalera.Tenía en la cabeza un tremendo remolinode ideas. Pasaban por su mente el chaletde Niza, el gato amaestrado, la idea deque verdaderamente no hubo testigos yque Pelagia Antónovna se pondría muycontenta con el vale. Eran sensacionesincoherentes, pero agradables. Pero algole perturbaba en el fondo de su alma,

algo parecido a unos pinchazos. Era suconciencia intranquila. Y, ya en laescalera, una idea repentina, como ungolpe, le cruzó por la mente. ¿Cómohabía entrado el intérprete en eldespacho, si la puerta estaba lacrada?¿Y por qué no se lo había preguntado élmismo? Durante un momento se detuvomirando fijamente con cara de borregolos peldaños de la escalera, luegodecidió mandarlo todo a paseo y noatormentarse más con cuestionescomplicadas.

En cuanto el presidente huboabandonado el apartamento, salió unavoz baja del dormitorio:

—No me gusta nada ese NikanorIvánovich. Es un fresco, un tunante. ¿Nopodríamos hacer algo para que novuelva más?

—Messere, bastaría con una ordensuya... —respondió Koróviev, pero conuna voz no cascada, sino limpia ysonora.

A los pocos segundos el condenadointérprete entraba en el vestíbulo; marcóun número y se puso a hablar con vozacongojada:

—¡Oiga! Siento que es mi deberponer en su conocimiento que elpresidente de la Comunidad de Vecinosde la casa número trescientos dos bis de

la Sadóvaya, Nikanor Ivánovich Bosói,se dedica al tráfico de divisas. En suapartamento (el número treinta y cinco),en el tubo de ventilación del retrete, haycuatrocientos dólares envueltos en papelde periódico. Les habla el inquilino delpiso once de dicho inmueble, mi nombrees Timoféi Kvastsovy les ruego norevelen mi identidad, porque temo quedicho presidente se vengaría.

¡Y el muy canalla colgó el auricular!Lo que pasó después en el piso

número cincuenta es algo quedesconocemos, pero sí sabemos lo queestaba ocurriendo en el piso de NikanorIvánovich. Después de encerrarse en el

cuarto de baño, sacó el paquetito de lacartera —el que le encasquetara elintérprete—, se aseguró de que sucontenido eran cuatrocientos rublos, loenvolvió en un papel de periódico y lopuso en el tubo de ventilación.

Cinco minutos después, el presidenteestaba tranquilamente sentado a la mesade su pequeño comedor. Su mujer letrajo de la cocina un arenquecuidadosamente partido y cubierto decebolleta verde. Nikanor Ivánovich sesirvió un vaso de vodka que bebió enseguida, se sirvió otro y se lo tomó ypinchó con el tenedor tres trocitos dearenque... En ese momento sonó el

timbre. Pelagia Antónovna traía unacacerola humeante. Con una simplemirada se daba uno perfecta cuenta deque en medio del «borsh» en llamashabía algo de lo más apetitoso, un huesocon tuétano. Nikanor Ivánovich tragósaliva y gruñó como un perro:

—¡Que se vayan al cuerno! ¿Es queno me van a dejar ni comer? ¡Que noentre nadie! ¡Di que no estoy! Si vienena preguntar por el piso, cuéntales quehabrá reunión la semana que viene, ¡queme dejen en paz!

Su esposa corrió al vestíbulo yNikanor Ivánovich, con un cucharón enlas manos, empezó a sacar el hueso con

una raja a lo largo, en el mismomomento en que entraban en lahabitación dos ciudadanos, y con ellos,Pelagia Antónovna, muy pálida. Alverlos, Nikanor Ivánovich palideció. Selevantó.

—¿Dónde está el retrete? —preguntó con aire preocupado uno quellevaba camisa blanca. Algo golpeó lamesa del comedor y produjo unadetonación: era el cucharón que habíacaído sobre el hule.

—Por aquí, por aquí —dijorápidamente Pelagia Antónovna.

Los recién llegados la siguieronligeros al pasillo.

—¿Pero qué pasa? —preguntó envoz baja Nikanor Ivánovich, siguiendo asu vez a los ciudadanos—. En nuestracasa no pueden encontrar nada... Porfavor..., me permiten sus documentos...

Uno de ellos le mostró el suyo, sinpararse, mientras que el otro estaba yaen el retrete, encima de una banqueta,buscando con la mano en el tubo deventilación. Nikanor Ivánovich apenasveía. Descubrieron el paquete, que nocontenía rublos, sino unos billetesdesconocidos, azules o verdes, con laefigie de un viejo. Nikanor Ivánovich nopudo verlos con claridad; una nube, unasmanchas, le cegaban.

—Dólares en la ventilación... —dijopensativo uno de los ciudadanos, ypreguntó a Nikanor Ivánovich con vozsuave y amable—: ¿Es suyo esteenvoltorio?

—¡No! —respondió NikanorIvánovich con voz terrible—. ¡Lo hanpuesto aquí enemigos!

—Sí, eso suele pasar —afirmabauno, y añadió de nuevo con voz suave—: Bueno, hay que entregar el resto.

—¡No tengo!, ¡les juro que es laprimera vez que los veo! —gritó elpresidente lleno de desesperación.

Se precipitó hacia la cómoda, abriónerviosamente un cajón del que sacó su

cartera, mientras gritaba incoherente:—¡Tengo aquí el contrato... Ese

sinvergüenza del intérprete...Koróviev..., con impertinentes!

Abrió la cartera, echó una ojeadadentro, metió la mano... y su rostroadquirió una tonalidad azul; la dejó caeren el «borsh». En la cartera no habíanada, ni la carta de Stiopa, ni elcontrato, ni el pasaporte del extranjero,ni dinero, ni el vale. En una palabra:nada; bueno, sí, allí estaba la cintamétrica.

—¡Camaradas! —gritaba elpresidente frenético—. ¡Hay quedetenerles! ¡El diablo está en esta casa!

Quién sabe lo que pasó por lacabeza de Pelagia Antónovna, quejuntando las manos y con expresión deasombro, gritó:

—¡Confiésalo todo, Nikanor, lotendrán en cuenta!

Los ojos rojos de ira, NikanorIvánovich levantó los puños cerradossobre la cabeza de su mujer, lanzando untremendo alarido:

—¡Maldita imbécil!Después, casi sin fuerzas, se deslizó

sobre una silla, decidido probablementea afrontar lo irremediable.

Y mientras esto sucedía, TimoféiKondrátievich Kvastsov estaba en el

descansillo de la escalera, junto a lapuerta del piso del presidente, con eloído o con el ojo pegados al agujero dela cerradura, sin poder dominar sucuriosidad.

Cinco minutos después, losinquilinos que estaban en el patio vieroncómo el presidente, acompañado pordos individuos, salía en dirección a laverja de la casa.

Contaban que Nikanor Ivánovichtenía la cara descompuesta, que andabadando tumbos como si estuvieraborracho y que iba murmurando algoentre dientes.

Y una hora más tarde, un ciudadano

desconocido entraba en el piso número11, donde precisamente en ese momentoTimoféi Kondrátievich, lleno desatisfacción relataba a otros vecinoscómo se habían llevado al presidente. Eldesconocido le hizo una seña con eldedo, para que fuera de la cocina alvestíbulo, le dijo algo y desaparecieronlos dos.

10Noticias de Yalta

Mientras sobre Nikanor Ivánovich caíaaquella desgracia, también en laSadóvaya, y bastante cerca del inmueblenúmero 302 bis, Rimski, director definanzas del Varietés, estaba en sudespacho acompañado por Varenuja, eladministrador.

El despacho estaba situado en lasegunda planta del edificio. Dos de lasventanas del amplio despacho daban a lacalle y una tercera, a espaldas deldirector, al parque de verano del

Varietés, en el que había un bar conrefrescos, el tiro y un escenario al airelibre. Decoraban la estancia, además delescritorio, unos viejos carteles muralescolgados en la pared, una mesa pequeñacon un jarro de agua, cuatro sillones yuna antigua maqueta llena de polvo, quedebió de ser para alguna revista. Yhabía, como es lógico, una caja fuerte,de tamaño mediano, desconchada yvieja, colocada junto a la mesa, a manoizquierda de Rimski.

Rimski, que llevaba sentado a sumesa toda la mañana, estaba de malhumor; Varenuja, por el contrario, seencontraba animoso, con viva actividad.

Pero no era capaz de dar salida a suenergía.

En los días de cambio de programa,Varenuja se refugiaba en el despacho deldirector de finanzas, huyendo de los quele amargaban la vida pidiéndole pases.Éste era uno de esos días. En cuantosonaba el timbre del teléfono Varenujadescolgaba el auricular y mentía:

—¿Por quién pregunta? ¿Varenuja?No está. Ha salido del teatro.

—Oye, por favor, llama otra vez aLijodéyev —dijo Rimski irritado.

—Te he dicho que no está. Mandé aKárpov. No hay nadie en su casa.

—¡Sólo me faltaba oír eso! —

refunfuñaba Rimski, haciendo ruido conla máquina de cálculos.

Se abrió la puerta y entró unacomodador, arrastrando un paquete decarteles suplementarios, recién impresosen papel verde con letras rojas. Se leía:

Todos los días desde hoy en el teatro Varietésy fuera de programa

EL PROFESOR VOLANDMagia negra. Sesiones con la revelación de

sus trucos

Varenuja tiró un cartel sobre lamaqueta, se apartó para contemplarlomejor y ordenó después al acomodadorque se pegaran todos los ejemplares.

—Ha quedado bien llamativo —indicó Varenuja al salir el acomodador.

—Pues a mí todo este asunto no mehace ninguna gracia —gruñía Rimski,mirando el cartel con enfado a través desus gafas de concha—. Me sorprendeque le hayan dejado representarlo.

—¡Hombre, Grigori Danílovich, nodigas eso! Es un paso muy inteligente. Elmeollo de la cuestión está en larevelación de los trucos.

—No sé, no sé, me parece que no setrata del meollo... Siempre se le ocurrencosas así. Y, por lo menos, nos podíahaber presentado al mago ese. ¿Loconoces tú? ¡De dónde diablos lo habrá

sacado!Pero tampoco Varenuja había tenido

la oportunidad de conocer alnigromante. Stiopa había irrumpido eldía anterior en el despacho de Rimski(«como un loco», según decía el mismoRimski) con el borrador del contrato,pidiendo que lo pusieran en limpioinmediatamente y que entregaran aVoland el dinero. Pero el magodesapareció y nadie pudo conocerle, aexcepción de Stiopa.

Rimski sacó el reloj: ¡las dos ycinco!, comprobó furioso. La verdad esque tenía toda la razón. Lijodéyev habíallamado sobre las once, diciendo que

llegaría en seguida y no sólo no habíavenido, sino que, además, habíadesaparecido.

—Está todo paralizado —casi rugíaRimski, señalando con el dedo unmontón de papeles a medio escribir.

—¡Mira que si lo ha atropellado untranvía como a Berlioz! —decíaVarenuja, escuchando las graves,prolongadas y angustiosas señales delteléfono.

—Pues no estaría mal —apenas seoyeron las palabras de Rimski, dichasentre dientes.

En este momento entró en eldespacho una mujer, chaqueta de

uniforme, gorra, falda negra yalpargatas. Sacó de una bolsita que lecolgaba de la cintura un pequeño sobreblanco cuadrado y un cuaderno, ypreguntó:

—¿Quién es Varietés? Un telegramaurgentísimo. Firme.

Varenuja hizo un garabato en elcuaderno de la mujer y, en cuanto secerró la puerta tras ella, abrió elsobrecito cuadrado. Leyó el telegrama;parpadeando, le dio el sobre a Rimski.

El telegrama decía lo siguiente:«yalta moscú varités hoy once y mediainstrucción criminal apareció morenopijama sin botas enfermo mental dice ser

lijodéyev director varietés telegrafíeninstrucción criminal yalta donde estédirector lijodéyev.»

—¡Mira por dónde! —exclamóRimski, y añadió—: ¡Vamos de sorpresaen sorpresa!

—¡Falso Dimitri![14] —dijoVarenuja, y se puso a hablar por teléfono—. ¿Telégrafos? A cuenta del Varietés.Telegrama urgente. ¡Oiga! «YaltaInstrucción Criminal Director Lijodéyeven Moscú Director de Finanzas Rimski.»

Después de la noticia del impostorde Yalta, Varenuja siguió buscando aStiopa por teléfono; buscó por todaspartes y, naturalmente, no le encontró.

Cuando Varenuja, con el teléfonodescolgado, pensaba adónde podíallamar, entró de nuevo la mujer quetrajera el primer telegrama y le entregóun nuevo sobre. Lo abrió con muchaprisa, y al leer su contenido silbó.

—¿Qué pasa ahora? —preguntóRimski con gesto nervioso.

Varenuja, sin decir una palabra, lealargó el telegrama y el director definanzas pudo leer: «suplico creanarrojado yalta hipnosis de volandtelegrafíen instrucción criminalconfirmación identidad lijodéyev.»

Rimski y Varenuja, las cabezasjuntas, releían el telegrama; luego se

miraron, sin decir palabra.—¡Ciudadanos! —se impacientó la

mujer—. ¡Firmen, y después puedenestar así, callados, todo el tiempo quequieran! ¡Tengo que llevar lostelegramas urgentes!

Varenuja, sin dejar de mirar eltelegrama, echó una firma torcida en elcuaderno de la mujer, que rápidamentedesapareció.

—¿Pero no has hablado con él a lasonce y pico? —decía el administradorperplejo.

—¡Pero esto es ridículo! —gritóRimski con voz aguda—. Haya habladoo no, ¡no puede estar en Yalta! ¡Es de

risa!—Está bebid... —dijo Varenuja.—¿Quién está bebido? —preguntó

Rimski, y de nuevo se quedaronmirándose el uno al otro.

No había duda, el que telegrafiabadesde Yalta era un impostor o un loco.Pero había algo extraño: ¿cómo podía elequívoco personaje de Yalta saber quiénera Voland y que había llegado el díaantes a Moscú?

—«Hipnosis»... —repetía Varenujala palabra del telegrama—. ¿Cómo sabelo de Voland? —parpadeó, y luegoexclamó muy decidido—: ¡No!¡Tonterías!... ¡Tonterías, tonterías!

—¿Dónde diablos se hospeda eseVoland? —preguntó Rimski.

Varenuja se puso en contactoinmediatamente con la Oficina deTuristas extranjeros y Rimski sesorprendió en extremo al saber que sehabía instalado en casa de Lijodéyev.Marcó el número de éste y durante unbuen rato escuchó las señalesprolongadas y graves. Se oía tambiénuna voz monótona y lúgubre quecantaba: «Las rocas, mi refugio...».Varenuja pensó que había interferenciasen la línea y la voz sería del teatroradiofónico.

—En su casa no contesta nadie —

dijo colgando el teléfono—. ¿Qué hago?¿Llamo otra vez?

Apenas pudo terminar, porque en lapuerta apareció la cartera de nuevo, ylos dos, Rimski y Varenuja, seadelantaron a su encuentro. Esta vez elsobre que sacó de la bolsa no erablanco, sino de un color oscuro.

—Esto empieza a ponerseinteresante —dijo Varenuja entredientes, acompañando con la mirada a lamujer que se iba muy presurosa. Rimskise apoderó del sobre.

Sobre el fondo oscuro de papelfotográfico se veían claramente unasletras negras, manuscritas: «Comprueba

mi letra, mi firma, telegrafíaconfirmación, establecer vigilanciasecreta Voland Lijodéyev».

En los veintisiete años de actividadteatral Varenuja había visto bastantescosas, pero ahora se sentía incapaz dereaccionar, como si un velo siniestro leenvolviese el cerebro. Lo que pudodecir fue algo vulgar que no dejaba deser absurdo:

—¡Pero esto es imposible!Rimski reaccionó de manera distinta.

Se levantó y abriendo la puerta, vociferóal ordenanza, que permanecía sentado enuna banqueta.

—¡Que no entre nadie más que los

de correos! —y cerró con llave.Sacó de un cajón un montón de

papeles y, cuidadosamente, hizo lacomparación de la letra gruesa,inclinada a la izquierda de la fotocopia,con la letra de Stiopa que hallara enalgunas resoluciones. Varenuja, apoyadosobre la mesa, exhalaba un cálido vahosobre la mejilla de Rimski. Comprobósus firmas, que terminaban en un ganchocomplicado, y dijo al fin con seguridad:

—Esta letra es la suya.Y Varenuja repitió como un eco: «La

suya».Observando a Rimski con detención,

el administrador notó con asombro el

cambio que éste había experimentado.Su delgadez parecía haberse acentuado,incluso daba la impresión de haberenvejecido de repente. Tras la monturade sus gafas de concha, la expresión desus ojos había cambiado, perdiendo suvivacidad habitual. Su fisonomía sehabía cubierto de un tinte no sólo deangustia, sino también de tristeza.

Varenuja se comportó comocualquier hombre se comporta ante algoinsólito. Recorrió el despacho dosveces, alzando los brazos a manera deun crucificado, y bebió un vaso de aguaamarillenta de la jarra, antes deexclamar:

—¡No lo comprendo! ¡No locomprendo! ¡No lo comprendo!

Rimski, con la mirada perdida através de la ventana, se concentraba enalgún pensamiento. Su situación erarealmente difícil. Era necesario haceralgo en seguida, inventar, sin moversede allí, justificaciones ordinarias parasucesos extraordinarios.

Entornó los ojos imaginándose aStiopa en pijama y sin botas subiendo aun avión superrápido a eso de las once ymedia y, a esa misma hora, apareciendoen calcetines en el aeropuerto de Yalta...Pero ¿qué diablos estaba pasando?Puede que no fuera él con quien hablara

por la mañana, pero ¡cómo no iba aconocer la voz de Stiopa! Además,¿quién, sino él podía haberle habladodesde su casa por la mañana? Era él,seguro; el mismo Stiopa que la nocheanterior entrara en el despacho,poniéndole nervioso por su falta deformalidad. ¿Cómo iba a marcharse sindecir nada en el teatro? Si hubierasalido en avión la noche anterior, nopodía estar en Yalta a mediodía. ¿O sípodía?

—Oye, ¿cuántos kilómetros hay aYalta? —preguntó Rimski.

Varenuja dejó de correr de un lado aotro y replicó:

—¡También yo lo he pensado! Hayunos mil quinientos kilómetros por trenhasta Sebastopol, ponle otrosochocientos a Yalta. Bueno, por aviónserían menos.

—Humm... ¡Por ferrocarril, nipensarlo! Pero entonces, ¿cómo? ¿En unavión, en un caza? ¿Pero le iban a dejarir en un caza, sin botas, además? Y ¿paraqué? Ni siquiera con botas le hubiesendejado. Nada, en un avión de cazatampoco. Si decía el telegrama que a lasonce y media apareció en la InstrucciónCriminal y estuvo hablando por teléfonoen Moscú... ¡Un momento!... (tenía elreloj frente a él).

Intentó recordar. ¿Dónde estaban lasagujas?... Horror, ¡eran las once y doceminutos cuando habló con Lijodéyev!

Pero ¿qué había pasado? Sisuponemos que inmediatamente despuésde la conversación se había lanzado,literalmente, al aeropuerto y en cincominutos estaba allí (lo cual erainconcebible), el avión que tenía quehaber salido en seguida había cubiertouna distancia de más de mil kilómetrosen cinco minutos, es decir, ¡a más dedoce mil kilómetros por hora!¡Imposible! Por lo tanto, no está enYalta.

¿Y qué puede haber sucedido?

¿Hipnosis? No hay hipnosis capaz detrasladar a un hombre a mil kilómetros.Entonces, ¿se imaginará que está enYalta? Puede que él se lo imagine, pero¿y la Instrucción Criminal de Yalta?¿También? No, eso no puede ser. ¿Y lostelegramas de Yalta?

La expresión del director de finanzasera realmente de tragedia. Alguienforcejeaba por fuera con el picaporte dela puerta. Se oían los gritos dedesesperación del ordenanza:

—¡Que no se puede! ¡No le dejo!¡Aunque me mate! ¡Tienen una reunión!

Rimski hacía todo lo posible pordominarse. Descolgó el teléfono.

—Por favor, una conferencia conYalta. ¡Es urgente!

«¡Buena idea!», exclamó Varenujapara sus adentros.

Pero no pudo celebrarse talconferencia. Rimski colgó el teléfono,mientras decía:

—Está la línea interrumpida, pareceque lo han hecho a propósito.

Estaba claro que la avería en lalínea le había afectado profundamente,incluso le obligó a pensar. Después deun rato de meditación descolgó elteléfono con una mano y empezó aescribir lo que estaba diciendo:

—Telegrama urgente. Varietés. Sí,

Yalta. A la Instrucción Criminal. Sí,texto: «Esta mañana sobre once y mediaLijodéyev habló conmigo Moscú stopNo vino al trabajo y no lo localizamospor teléfono stop Confirmo letra stopTomo medidas vigilancia artista stopDirector de finanzas Rimski».

«Muy bien», se le ocurrió pensar aVarenuja, pero no llegó a expresárselo así mismo, porque por su cabeza seentrecruzó: «Tonterías. No puede estaren Yalta».

Rimski recogió con mucho cuidadotodos los telegramas recibidos y lacopia del que pusiera él mismo, losmetió todos en un sobre, lo cerró,

escribió en él unas palabras y dijo,entregándoselo a Varenuja:

—Llévalo tú personalmente, IvánSavélievich. Que aclaren esto.

«Vaya, ¡esto está muy bien», pensóVarenuja, guardando el sobre en sucartera.

Y trató de probar suerte, marcandoel número de Stiopa. Oyó algo y empezóa gesticular y a guiñar el ojo misteriosay alegremente. Rimski estiró el cuerpo.

—¿Puedo hablar con el artistaVoland? —preguntó con dulzuraVarenuja.

—Está ocupado —se oyó al otrolado una voz tintineante—. ¿De parte de

quién?—Del administrador del Varietés,

Varenuja.—¿Iván Savélievich? —exclamó

alguien alegremente—. ¡Qué alegríaoírle! ¿Cómo está?

—Merci —contestó Varenujasorprendido—. ¿Con quién hablo?

—¡Soy su ayudante, su ayudante eintérprete Koróviev! —cotorreaba elteléfono—. A su disposición, queridoIván Savélievich. Puede disponer de mícon entera confianza. ¿Cómo dice?

—Perdón, pero... ¿StepánBogdánovich Lijodéyev no está en casa?

—Lo siento, ¡no está! —gritaba el

aparato—, ¡se ha ido!—¿Me puede decir adónde?—A dar un paseo en coche por el

campo.—¿Có... cómo?, ¿un... paseo... en

coche? ¿Y cuándo vuelve?—¡Dijo que en cuanto hubiera

tomado el aire volvería!—Bueno... —dijo Varenuja

desconcertado—, merci... Dígale, porfavor, a monsieur Voland que su debutes esta tarde, en el tercer acto.

—A sus órdenes. Cómo no. Sin falta.Ahora mismo. Sin duda alguna. Se lodiré —sonaban en el aparato laspalabras cortadas.

—Adiós —dijo Varenuja, muyconfundido.

—Le ruego admita —decía elteléfono— mis mejores y más calurosossaludos. Mis buenos deseos. ¡Éxitos!¡Suerte! ¡Felicidad! ¡De todo!

—¡Claro! ¿Qué te había dicho yo?—gritaba el administrador exaltado.Nada de Yalta, ha salido al campo.

—Pues si es verdad —habló eldirector de finanzas, palideciendo deindignación—, es una verdaderacochinada que no tiene nombre.

El administrador dio un salto y gritóde tal manera que hizo temblar aldirector.

—¡Ya caigo! En Púshkino[15] acabade abrirse un restaurante que se llamaYalta! ¡Ya comprendo! ¡Allí está! Estábebido y nos manda telegramas.

—Esto es demasiado —decíaRimski. Le temblaba un carrillo y teníallamaradas de furia en los ojos—. ¡Va apagar muy caro este paseo! —y cortó derepente, añadiendo algo indeciso—: ¿Yla Instrucción Criminal?

—¡Tonterías! ¡Cosas suyas! —interrumpió el impulsivo administrador,y preguntó—: ¿Llevo el paquete o no?

—Sin falta —contestó Rimski.Se abrió de nuevo la puerta dando

paso a la misma mujer de antes... «Es

ella», pensaba Rimski con angustia. Ylos dos se incorporaron adelantándose asu encuentro.

Este telegrama rezaba:«Gracias confirmación quinientos

rublos urgentemente para mí instruccióncriminal mañana salgo moscúlijodéyev.»

—Pero... está loco —decíadébilmente Varenuja.

Rimski tomó un manojo de llaves,abrió la caja fuerte y, sacando dinero deun cajón, separó quinientos rublos, pulsóel botón del timbre y entregó el dinero alordenanza con el encargo de que lodepositara en telégrafos.

—Perdona, Grigori Danílovich —Varenuja no podía dar crédito a lo queestaban viendo sus ojos—, me pareceque no hay por qué mandar ese dinero...

—Ya lo devolverán —respondióRimski en voz baja—. Pero él pagarámuy caro esta broma —y añadió,señalando la cartera de Varenuja—:Vete, Iván Savélievich, no pierdas eltiempo.

Varenuja salió corriendo deldespacho con la cartera bajo el brazo.

Bajó al primer piso. Había una colaenorme frente a la caja y supo por lacajera que no sobraría ni una entrada,porque el público, después de la edición

suplementaria de carteles anunciadores,acudía en masa. Ordenó a la cajera queno pusiera a la venta las mejores treintaentradas de palco y de patio de butaca;salió de la caja disparado,escabullándose entre los pegajosos quesolicitaban pases, y entró en su pequeñodespacho para coger la gorra. Sonó elteléfono.

—¿Sí? —gritó Varenuja.—¿Iván Savélievich? —preguntó

una voz gangosa y antipática.—No está en el teatro —empezó a

decir Varenuja, pero le interrumpieronen seguida.

—No haga el tonto, Iván

Savélievich, escúcheme. Esostelegramas no tiene que llevarlos aningún sitio y no se los enseñe a nadie.

—¿Quién es? —vociferó Varenuja—. ¡Déjese de bromas, ciudadano!Ahora mismo le van a descubrir. ¿Quénúmero de teléfono es el suyo?

—Varenuja —respondió laasquerosa voz—, entiendes ruso,¿verdad? No lleves los telegramas.

—¡Oiga! ¿Sigue en sus trece? —gritó el administrador frenético—.¡Ahora verá! ¡Ésta la paga! —gritóamenazador, pero tuvo que callarse,porque nadie le escuchaba.

En el pequeño despacho oscurecía

con rapidez. Varenuja corrió fuera, cerróla puerta de un portazo y salió al jardínde verano por una puerta lateral.

Después de aquella llamada tanimpertinente, estaba convencido de quese trataba de una broma de mal gusto enla que se entretenía una pandilla derevoltosos y seguro que tenía algo quever con la desaparición de Lijodéyev.Casi le ahogaba el deseo de descubrir aaquellos sinvergüenzas y, aunque puedaparecer extraño, sentía nacer en suinterior un agradable presentimiento.Eso suele pasar. Es la ilusión delhombre que se sabe acreedor de toda laatención por el descubrimiento de algo

sensacional.En el jardín el viento le dio en la

cara y se le llenaron los ojos de polvo.Aquella ceguera momentánea parecíauna advertencia. En el segundo piso secerró una ventana bruscamente, faltómuy poco para que se rompieran loscristales. Sobre las copas de los tilos ylos arces se oyó un ruido estremecedor.Había oscurecido y la atmósfera era másfresca. Varenuja se restregó los ojos yadvirtió que se cernía una tormentasobre Moscú; un nubarrón con la panzaamarillenta se acercaba lentamente.Sonó a lo lejos un prolongado estrépito.

A pesar de la prisa que tenía,

Varenuja quería comprobar, conrepentina urgencia, si en el aseo deljardín el electricista había cubierto labombilla con una red. Corrió hasta elcampo de tiro y se encontró entre losespesos matorrales de lilas, dondeestaba el pequeño edificio azulado delretrete.

El electricista debía de ser unhombre muy cuidadoso, la bombilla quecolgaba del techo del cuarto de aseo decaballeros estaba cubierta con una redmetálica, pero, al darse cuenta, inclusoen la penumbra que presagiaba latormenta, de las inscripciones hechas enlas paredes con lápiz o carboncillo, el

administrador hizo un gesto decontrariedad.

—¡Serán...! —empezó a decir, perole interrumpió una voz a sus espaldas:

—¿Es usted Iván Savélievich?Varenuja se estremeció. Se dio la

vuelta y vio ante sus ojos a un tiporegordete de estatura media que parecíatener cara de gato.

—Sí, soy yo —contestó Varenujahostil.

—Muchísimo gusto —respondió convoz chillona el gordo, que seguíapareciéndose a un gato, y, sinexplicación previa, levantó la mano y ledio un golpe tal a Varenuja en la oreja,

que de la cabeza del administrador saltóla gorra, desapareciendo en el agujerodel asiento, sin dejar rastro.

Seguramente por el golpe queasestara el gordo, el retrete se iluminóen un instante con luz temblorosa, y elcielo respondió con un trueno. Seprodujo otro resplandor y ante eladministrador apareció un sujetopequeño de hombros atléticos, pelirrojocomo el fuego, con una nube en el ojo yun colmillo que le sobresalía de la boca.Este otro, que por lo visto era zurdo, lepropinó un golpe en la otra oreja. Sonóotro trueno en respuesta y un chaparróncayó sobre el tejado de madera del

retrete.—Pero, camara... —susurró el

administrador medio loco, ycomprendiendo que la palabra«camaradas» no era adecuada para unostipos que asaltan a un hombre en unretrete público, dijo con voz ronca—:Ciudada... —pensó que tampoco semerecían este nombre y le cayó otroterrible golpe, que no supo de dónde levino. Empezó a sangrar por la nariz.

—¿Qué llevas en la cartera,parásito? —gritó con voz aguda el quese parecía a un gato—. ¿Telegramas?¿No te advirtieron por teléfono que nolos llevaras a ningún sitio? ¡Claro que te

advirtieron!—Me advirtie... advirti... tieron... —

respondió el administrador, ahogándose.—¡Pero tú has salido corriendo!...

¡Dame esa cartera, cerdo! —gritó el dela voz gangosa que oyera por teléfono,arrancando la cartera de las manostemblorosas de Varenuja.

Los dos cogieron a Varenuja por losbrazos, le sacaron a rastras del jardín ycorrieron con él por la Sadóvaya.

La tormenta estaba en plena furia, elagua se agolpaba ruidosamente en laboca de las alcantarillas, por todaspartes se levantaba un oleaje sucio,burbujeante. Chorreaban los tejados y

caía agua de los canalones. Por lospatios corrían verdaderos torrentesespumosos. De la Sadóvaya habíadesaparecido cualquier indicio de vida.Nadie podía salvar a Iván Savélievich.A saltos por las sucias aguas de la riada,iluminados de vez en vez por losrelámpagos, los agresores arrastraron aladministrador medio muerto y lellevaron en un instante a la casa número302 bis. Entraron en el patio, pasaron allado de dos mujeres descalzas, queestaban arrimadas a la pared con loszapatos y las medias en la mano. Semetieron precipitadamente en el portal y,casi en volandas, subieron a Varenuja,

que ya estaba próximo a la locura, alquinto piso, y allí lo dejaron en el suelo,en el siniestro vestíbulo del apartamentode Lijodéyev.

Los maleantes desaparecieron y ensu lugar surgió una joven desnuda,pelirroja, con los ojos fosforescentes.

Varenuja sintió que esto era lo peorde todo lo ocurrido. Retrocedió hacia lapared. La joven se le acercó poniéndolelas manos en los hombros. A Varenuja sele erizó el cabello. A través de sucamisa empapada y fría, sintió queaquellas manos lo eran aún más, erangélidas.

—Ven que te dé un beso —dijo ella

con dulzura. Varenuja tuvo ante sus ojoslas pupilas resplandecientes de lamuchacha... Perdió el conocimiento. Nosintió el beso.

11La doble personalidad

de Iván

El bosque del otro lado del río, que unahora antes estuviera iluminado por el solde mayo, era ahora una masa turbia yborrosa, medio disuelta.

Detrás de la ventana había una paredde agua, el cielo se encendía a cadamomento con hilos luminosos y lahabitación del enfermo se llenaba de luzcentelleante, empavorecedora.

Iván, sollozando, miraba al río lleno

de burbujas. Gemía a cada trueno y setapaba la cara con las manos. Las hojasque había escrito estaban tiradas endesorden por el suelo, las habíadispersado el golpe de viento queinvadiera la habitación antes de latormenta.

La tentativa de redactar un informesobre el endemoniado consejero habíasido un fracaso. Cuando aquellagordezuela enfermera, que se llamabaPrascovia Fedorovna, le entregó lápiz ypapel, Iván se frotó las manos con airemuy resuelto y se apresuró a instalarsejunto a la mesilla de noche. Lasprimeras líneas le salieron con bastante

facilidad.«A las milicias. Iván Nikoláyevich

Desamparado, miembro de MASSOLIT,declara que ayer tarde, cuando llegó conel difunto Berlioz a “Los Estanques delPatriarca”»...

Y el poeta se encontró indeciso derepente, sobre todo ante el término«difunto». Desde que empezara aescribir tuvo la sensación de queaquello resultaba un poco absurdo.¿Cómo iba a ser eso posible: llegó conel difunto? Los muertos no andan. Sí,evidentemente le podían tomar por loco.

Iván Nikoláyevich se puso a corregirlo escrito: «... con M. A. Berlioz, más

tarde difunto...». Esto tampoco satisfizoal autor. Intentó una tercera redacción,que resultó mucho peor que las dosprimeras:«... con Berlioz, que fueatropellado por un tranvía...». Además,la complicación era mayor, porque elcompositor también se llamaba así y alotro parecía no conocerle nadie; tuvoque añadir: «No el compositor».

El problema de los dos Berlioz ledejó agotado. Tachó todo lo escrito ydecidió empezar con algo fuerte quellamara de entrada la atención dellector; escribió que el gato había subidoal tranvía y luego volvió a la escena dela cabeza cortada. Aquello y las

profecías del consejero le trajeron a lamemoria a Poncio Pilatos y, para que eldocumento resultara más convincente,decidió incluir todo el relato sobre elprocurador, empezando por su apariciónen la columnata del Palacio de Herodescon un manto blanco forrado de rojosangre.

Iván trabajaba con auténticadedicación, tachaba lo escrito, incluíapalabras nuevas; incluso trató de dibujara Poncio Pilatos y al gato, caminandoeste último sobre sus patas traseras.Pero los dibujos no servían para nada, ycuanto más se esforzaba el poeta, másconfuso e incomprensible resultaba el

informe.Se divisó a lo lejos una horrible

nube con bordes de humo que seaproximaba hasta cubrir el bosque, yempezó a soplar el viento. Iván sintióque se había quedado sin fuerzas,incapaz de hacer el informe, y se echó allorar amargamente.

La bondadosa enfermera entró ahacerle una visita en plena tormenta y sealarmó al verle llorar; cerró la persianapara que el enfermo no se asustara conlos relámpagos, recogió las hojas delsuelo y subió corriendo en busca deldoctor.

El médico le puso una inyección en

el brazo y le aseguró que ya no sentiríadeseos de llorar, que todo pasaría y quelo que tenía que hacer era olvidar.

No se equivocó. Muy pronto elbosque del otro lado del río recobró suapariencia habitual y en el cielo, quevolvía a ostentar un limpio color azul, sedibujaba hasta el último árbol. El río secalmó. Y muy pronto, después de lainyección, también Iván se liberó de suangustia. Ahora estaba tranquilamentetumbado mirando el arco iris que sehabía desplegado en el cielo.

Así permaneció hasta bastante tarde,sin darse cuenta de que el arco iris sehabía disuelto, el cielo entristecido y

descolorido y el bosque ennegrecido.Bebió un vaso de agua tibia, volvió

a acostarse, recapacitó con sorpresasobre el giro que habían tomado suspensamientos. Aquel diabólico gato yano se lo parecía tanto, tampoco leperturbaba el recuerdo de la cabezacortada, y, dejando a un lado estasrememoraciones, empezó a admitir queen el sanatorio no se estaba del todo maly que Stravinski, además de unaeminencia, era un hombre inteligente yde trato agradable.

Después de la tormenta se habíaquedado una tarde suave y fresca.

La «casa del dolor» empezaba a

dormir. Iban apagándose las lucesblancas y mate de los silenciosospasillos, y, como mandaba elreglamento, se encendían en su lugarotras azules más débiles. Cada vez seoían menos pasos cautelosos deenfermeras sobre las alfombras de gomade los pasillos.

Iván se sentía invadido por unadulce debilidad. Miraba la bombillacubierta por una pantalla, queproyectaba una luz tenue; miraba la luna,que salía del bosque negro, y hablabaconsigo mismo.

«Pero ¿por qué me pondría tannervioso por el atropello de Berlioz? —

pensaba—. ¡Que se vaya al diablo! ¡Nique fuera mi hermano o mi cuñado! Y,bien mirado, yo, en realidad, no conocíaal difunto. ¿Qué sabía yo de él? Nada.Bueno, que era calvo y terriblementeelocuente. Y, ciudadanos —seguía sudisertación, dirigiéndose a alguien—,vamos a aclarar una cosa: ¿A qué veníaque yo me enfureciera con esemisterioso profesor, mago o consejero,con un ojo vacío y negro? ¿Y la absurdapersecución en calzoncillos, con la velaen la mano? ¿Y la ridícula escena en elrestaurante?»

—Oye, oye —decía, en tono severo,el antiguo Iván a este otro nuevo,

hablándole al oído desde dentro—,¡pero si sabía de antemano que a Berliozle cortarían la cabeza! ¿Cómo no te ibasa preocupar?

—Pero ¿qué están diciendo,camaradas? —discutía el nuevo Iváncon el Iván caduco.

—Que hay algo que no está claro, lonotaría hasta un niño. Se trata, desdeluego, de una persona extraordinaria ycien por cien misteriosa. Pero ¡ahí estálo más interesante!, ha conocidopersonalmente a Poncio Pilatos, ¿quépueden pedir? En vez de armar todoaquel lío en los «Estanques», tenía quehaberle preguntado muy finamente qué

había pasado con Pilatos y ese detenidoGa-Nozri. ¡Y yo que estuve haciendotanta tontería!... ¡Como si fuera tan graveel atropello del jefe de redacción! ¡Nique se fuera a cerrar la revista! ¿Sepuede hacer algo? El hombre es mortal,y, como acertadamente se dijo, es mortalde repente. Bueno, que en paz descanse.Pondrán a otro jefe de redacción queincluso puede que sea más elocuente queel anterior.

Después de dormitar un poco, elnuevo Iván preguntó con sorna al viejoIván:

—Bueno, y yo ¿quién soy?—¡Un imbécil! —se oyó claramente

una voz grave que no pertenecía aninguno de los dos Ivanes y que separecía mucho a la voz del consejero.

Iván no se ofendió al oír aquelinsulto; al contrario, fue para él unaagradable sorpresa; sonrió mediodormido, calmado ya. Se le acercaba elsueño lentamente y le parecía ver unapalmera en una pata de elefante, y elgato que se paseaba junto a el, pero noaquel gato espantoso, sino uno muydivertido. En resumen: el sueño leenvolvía.

Y de pronto, la reja se corrió haciaun lado, en el balcón apareció una figuradesconocida que se ocultaba a la luz y le

hacía a Iván un gesto levantando eldedo.

Iván se incorporó en la cama sinmiedo y vio a un hombre en el balcón.El hombre, llevándose un dedo a loslabios, susurró:

—Psht...

12La magia negra y la

revelación de sustrucos

Un hombrecillo con la nariz de porra,amoratada, con pantalones a cuadros,zapatos de charol y un sombrero de copaamarillo lleno de agujeros salió alescenario del Varietés. Montaba unavulgar bicicleta de dos ruedas. Dio unavuelta al ritmo de un foxtrot y luegolanzó un grito triunfal que hizoencabritarse a la bicicleta.

El hombre continuó con sólo larueda de atrás en el suelo, se puso patasarriba, desatornilló en marcha la ruedadelantera, la tiró entre bastidores y sepaseó por el escenario con una solarueda, pedaleando con las manos.Encaramada en un sillín, en lo alto de unmástil de metal, con una rueda en el otroextremo, apareció en escena una rubiaentradita en carnes que vestía una mallay una falda corta cubierta de estrellasplateadas. La rubia empezó a dar vueltaspor el escenario. Cuando se cruzaba conella, el hombrecito gritaba frases desaludo y se quitaba el sombrero con elpie.

Salió, por fin, un niño de unos ochoaños, pero con cara de viejo y se metióentre los mayores con una minúsculabicicleta y una enorme bocina deautomóvil.

Después de hacer varios virajes,todo el grupo, acompañado por elvibrante redoble del tambor, llegó hastael mismo borde del escenario; elpúblico de las primeras filas abrió laboca, retirándose, creyendo que el grupoy sus vehículos se abalanzarían sobre laorquesta.

Pero los ciclistas se detuvieronexactamente en el momento en que lasruedas delanteras estaban a punto de

deslizarse al abismo y caer sobre lascabezas de los músicos. Los ciclistasgritaron: «¡Ap!», y saltaron de susbicicletas, haciendo reverencias, larubia tiraba besos a los espectadores yel niño interpretó una graciosa melodíacon su bocina.

Los aplausos sacudieron la sala, lacortina azul se corrió, escondiendo a losciclistas, se apagaron las luces verdesque sobre las puertas indicaban lasalida, y, en medio de la red detrapecios, bajo la cúpula, seencendieron unas bolas blancas, comosoles.

Al único que parecían no interesar

los malabarismos de la técnica ciclistade la familia Giullí era a GrigoriDanílovich Rimski. Estaba en sudespacho solo, mordiéndose los finoslabios, con el rostro convulso.

A la increíble desaparición deLijodéyev se había sumado la deVarenuja, completamente inesperada.

Rimski sabía dónde había mandadoa Varenuja, pero se fue... y no volvió. Seencogía de hombros y decía para susadentros:

—Pero ¿qué habré hecho yo?Sin embargo, resultaba extraño que

un hombre tan cumplidor como eldirector de finanzas no llamara al lugar

donde había mandado a Varenuja paraaveriguar qué había sucedido. Perohasta las diez de la noche no podíahacerlo.

Rimski, haciendo un verdaderoesfuerzo, descolgó el teléfono a las diez.Sólo le sirvió para convencerse de queno funcionaba. El ordenanza le informóde que lo mismo ocurrió con todos losteléfonos de la casa; era de esperar,pero este hecho, simplemente molesto,acabó de desanimarle, aunque, por otrolado, le servía de disculpa para no tenerque hacer aquella llamada.

Una lámpara intermitente seencendió sobre su cabeza, anunciándole

el entreacto, y al mismo tiempo entró elordenanza en el despacho paraanunciarle la llegada del artistaextranjero. El director de finanzascambió de expresión, y, más negro queel carbón, se encaminó a los bastidorespara saludar al invitado, porque nohabía nadie más que pudiera hacerlo.

Empezaban a sonar los timbres y elpasillo estaba lleno de curiosos queintentaban husmear por los camerinos.Aquí y allá se veían prestidigitadorescon sus batas de colores chillones y susturbantes, un patinador que llevaba unachaqueta blanca de punto, un cómico conla cara empolvada y un maquillador.

La aparición del eminente invitadoprodujo expectación general. Vestía unfrac de magnífico corte y de una longitudnunca vista, y además llevaba antifaz.Pero lo que más llamó la atención fue suséquito. Acompañaban al mago un tipomuy largo con una chaqueta a cuadros,unos impertinentes rotos, y un enormegato negro, que andaba sobre las patastraseras y que entró en el camerino muydesenvuelto, arrellanándose en un sofá yentornando los ojos, molesto por la luzde las desnudas lámparas de maquillaje.

Rimski esbozó una sonrisa y suexpresión se hizo más agria y hosca. Nohubo apretón de manos. El descarado

tipejo vestido a cuadros se presentódiciendo que era «su ayudante». Eldirector le oyó con desagradablesorpresa: en el contrato no se hacíamención de tal ayudante.

Grigori Danílovich, con gestoforzado y seco, preguntó al imprevistoayudante por el equipo del artista.

—Pero, queridísimo y encantadorseñor director —dijo el ayudante convoz de campanilla—, nuestro equipo lollevamos siempre encima, ¡aquí esta!,eine, zwei, drei —y moviendo susrugosos dedos y ante los ojos de Rimskisacó un reloj por detrás de la oreja delgato. Era el reloj de oro del director,

que llevaba, hasta entonces, en unbolsillo del chaleco, bajo la abotonadachaqueta, y con la cadena pasada por elojal.

Inconscientemente, Rimski se llevólas manos al estómago. Todos lospresentes se quedaron con la bocaabierta y el maquillador, que estabaasomado a la puerta, lanzó un silbido deadmiración.

—Este relojito es suyo, ¿verdad?Tenga, por favor —decía el de loscuadros, alargándole el reloj con unamano sucia.

—Con éste no se puede ir entranvía... —susurraba alegremente el

cómico al maquillador.Pero lo que hizo el gato después

causó mucha más sensación. Se levantódel sofá, y siempre caminando sobre suspatas traseras, se acercó a una mesasobre la que había un espejo, destapóuna jarra de agua, se sirvió un vaso, lobebió, puso la tapadera sobre la jarra yse limpió los bigotes con una toalla demaquillar.

Nadie pudo articular palabra, sequedaron boquiabiertos, hasta que, porfin, el maquillador exclamóentusiasmado:

—¡Que tío!En ese momento sonó el timbre por

tercera vez y todos excitados ypresintiendo un número extraordinario,salieron del camerino atropelladamente.

Se apagaron los globos de la sala yse encendieron las luces del escenario.Sobre un ángulo de éste, en la parteinferior del telón, se proyectaba uncírculo rojo, y por una rendija de luzapareció ante el público un hombregordo de cara afeitada y alegría infantil;llevaba un frac arrugado y una camisa nomuy limpia. Era el presentador GeorgesBengalski, famoso en todo Moscú.

—¡Queridos ciudadanos! —hablócon sonrisa de niño—, vamos apresentar ante ustedes —se interrumpió

y, cambiando de entonación, dijo—: Veoque el numeroso público ha aumentadoen esta tercera parte, ¡está en la salamedio Moscú! Precisamente el otro díame encontré con un amigo y le dije:«¿Cómo es que no vienes al teatro?¡Ayer teníamos media ciudad!» y va yme dice: «Es que yo vivo en la otramitad» —hizo una pausa, esperando queestallara la risa, pero tuvo que seguir,porque nadie se rió—. Y, como lesdecía, tenemos entre nosotros al famosoartífice de la magia negra, monsieurVoland. Nosotros, desde luego, sabemosperfectamente —Bengalski sonrió consuperioridad— que tal magia no existe,

que no es más que una superstición. Peroel maestro Voland tiene un gran dominiode la técnica de los trucos, que nosdescubrirá en la parte más interesante desu actuación, es decir, cuando nos lorevele. Y como todos nosotros estamospor la técnica y los descubrimientos,vamos a pedir que salga ¡monsieurVoland!...

Después de esta estúpidapresentación, Bengalski, juntando lasmanos, saludó por la ranura entre lascortinas, y éstas empezaron adescorrerse con lentitud.

La salida del nigromante, de sularguirucho ayudante y del gato, que

apareció en escena sobre sus patastraseras, fue un gran éxito.

—¡Un sillón! —ordenó Voland envoz baja, y no sabemos de dónde surgióen el escenario un sillón, y el mago sesentó en él—. Dime, amable Fagot —preguntó Voland al payaso a cuadros,que, por lo visto, tenía otro nombreademás de Koróviev—, tú que crees,¿ha cambiado mucho la población deMoscú?

El mago miró al público, quepermanecía en silencio sorprendido porel sillón que había aparecido de repente.

—Eso es, messere —contestó en vozbaja Fagot Koróviev.

—Tienes razón. Los ciudadanos hancambiado mucho..., quiero decir en suaspecto exterior..., como la ciudadmisma. Ya no hablo de la indumentaria,pero han aparecido esos..., ¿cómo sellaman?..., tranvías, automóviles...

—Autobuses —le ayudó Fagot conrespeto.

El público escuchaba atentamente laconversación suponiendo que era elpreludio de los trucos. Entre bastidoresse habían amontonado tramoyistas,electricistas, actores, y, entre ellos,asomaba la cara, pálida y alarmada, deRimski.

Bengalski se había instalado en un

extremo del escenario y parecía estarmuy sorprendido. Levantó una ceja y,aprovechando una pausa, habló:

—El actor extranjero expresa suadmiración por los moscovitas y pornuestra capital, que ha avanzado tanto enel aspecto técnico —y Bengalski sonriódos veces: primero, al patio de butacas,y luego, al gallinero.

Voland, Fagot y el gato se volvieronhacia el presentador.

—¿Es que he expresado algunaadmiración? —preguntó el mago aFagot.

—No, en absoluto —contestó aquél.—Y ese hombre, ¿qué decía,

entonces?—Sencillamente ¡ha dicho una

mentira! —contestó el ayudante acuadros con una voz tan sonora queresonó en todo el teatro, y, volviéndosehacia Bengalski, añadió—: ¡Ciudadano,le felicito por su mentira!

Una risa estalló en el gallinero yBengalski se estremeció, poniendo losojos en blanco.

—Pero a mí, naturalmente, meinteresa mucho más que los autobuses,teléfonos y demás...

—Aparatos —sopló el de loscuadros.

—Eso es, muchas gracias —decía

despacio el mago con su voz pesada, debajo—, otra cuestión más importante.¿Estos ciudadanos habrán cambiado ensu interior?

—Sí, señor, ésa es una cuestiónimportantísima.

Los que estaban entre bastidores semiraron. Bengalski estaba rojo y Rimskipálido. Y el mago, adivinando eldesconcierto general, dijo:

—Nos hemos distraído, queridoFagot, y el público empieza a aburrirse.Haremos algo fácil para empezar.

Los espectadores se removieron ensus butacas. Fagot y el gato se colocaronuno en cada extremo del escenario.

Fagot castañeteó con los dedos y gritócon animación. «¡Un, dos, tres!» y cazóen el aire un montón de cartas, lasbarajó y se las tiró al gato, formando unacinta. El gato cogió la cinta y se ladevolvió a Fagot. La serpiente rojaresopló en el aire. Fagot, abriendo laboca como un polluelo, se la tragóentera, carta por carta. Después el gatohizo una reverencia, dio un taconazo conla pata izquierda y la sala estalló enruidosos aplausos.

—¡Qué bárbaro! —gritabanadmirados desde los bastidores.

Fagot, señalando con el dedo alpatio de butacas, dijo:

—Y ahora esta baraja, estimadosciudadanos, la tiene el ciudadanoParchevski, que está sentado en laséptima fila. Sí, la tiene entre un billetede tres rublos y la orden de comparecerante los tribunales sobre la pensiónalimenticia a la ciudadana Zelkova.

En el patio de butacas se produjo unmovimiento general. Muchos seincorporaron; por fin, un ciudadano, queverdaderamente se llamaba Parchevski,rojo de asombro, sacó de su cartera unabaraja y empezó a jugar con ella en elaire sin saber qué hacer.

—Puede guardársela como recuerdo—gritó Fagot—, y, ¿no decía usted ayer

noche, en la cena, que si no fuera por elpóker su vida en Moscú seríainsoportable?

—¡Es un truco muy viejo! —se oyódesde el gallinero.

—¡Ése de ahí abajo es también de lacompañía!

—¿Usted cree? —gritó Fagot,mirando al gallinero—. En ese caso,usted también es de los nuestros, porquetiene la baraja en el bolsillo.

Alguien se movió y se oyó una vozcomplacida:

—¡Es verdad! ¡Aquí la tiene!...¡Oye, pero si son rublos!

Los del patio de butacas volvieron

la cabeza. Arriba, en el gallinero, unciudadano había descubierto un paquetede billetes en su bolsillo, empaquetadocomo lo hacen en los bancos, y sobre elpaquete se leía: «Mil rublos». Susvecinos de localidad se habían echadosobre él, y el ciudadano, desconcertado,hurgaba en la envoltura paraconvencerse de si eran rublos de verdado falsos.

—¡Son de verdad!, ¡lo juro!, ¡rublos!—gritaban en el gallinero conentusiasmo.

—¿Por qué no juega conmigo conuna baraja de ésas? —preguntó jovial ungordo desde el centro del patio de

butacas.—Avec plaisir —respondió Fagot

—. Pero ¿por qué con usted solo?¡Todos tienen que participar conentusiasmo! —y ordenó—: ¡Por favor,miren todos hacia arriba!... ¡Uno! —ensu mano apareció una pistola—. ¡Dos!—la pistola apuntó hacia el techo—.¡Tres! —algo brilló y sonó. De lacúpula, evitando los trapecios,empezaron a volar papelitos blancossobre la sala.

Hacían remolinos en el aire, iban deun lado a otro, se amontonaban en lagalería y luego caían sobre la orquesta yel escenario. A los pocos minutos, la

lluvia de dinero, cada vez mayor,llegaba a las butacas y los espectadoresempezaron a cazar papelitos.

Se levantaban cientos de manos; elpúblico miraba al escenario iluminado,a través de los papeles, y veía unasfiligranas perfectas y verdaderas. Elolor tampoco dejaba lugar a dudas: eraun olor inconfundible por su atracción,un olor a dinero recién impreso. Primerola alegría y luego la sorpresa seapoderaron de la sala. Se oía:«¡Rublos!», y exclamaciones tales como«¡Oh!» y risas animadas. Algunos searrastraban por el suelo, buscandodebajo de las butacas. Las caras de los

milicianos expresaban cada vez mayordesconcierto; los actores salieron deentre bastidores con todo desparpajo.

De los palcos salió una voz: «¡Dejaeso! ¡Es mío, volaba hacia mí», y luegootra: «Sin empujar, o verás qué empujónte doy yo...».

Y sonó una bofetada. En seguidaapareció un casco de miliciano y alguienfue sacado del palco.

Crecía la emoción por momentos yno sabemos cómo hubiera terminadoaquello, de no haber sido por laintervención de Fagot, que, con unsoplido al aire, acabó con la lluvia debilletes.

Dos jóvenes intercambiaron entre síuna significativa mirada, se levantaronde sus asientos y se dirigieron al bar.Pues sí, no sabemos que habría pasadosi Bengalski no hubiera encontradofuerzas para reaccionar. Tratando dedominarse lo mejor que pudo, se frotólas manos como de costumbre, y con lavoz más sonora que tenía, dijo:

—Ya ven, ciudadanos, acabamos depresenciar lo que se llama un caso dehipnosis en masa. Es un experimentomeramente científico que demuestra demodo claro que en la magia no hayningún milagro. Vamos a pedir almaestro Voland que nos descubra el

secreto de este experimento. Ahoraverán, ciudadanos, cómo todos estospapeles, con apariencia de dinero,desaparecen tan pronto como hansurgido.

Y aplaudió, pero completamentesolo, sonriendo como con muchaseguridad en lo que había dicho, aunquesus ojos estaban lejos de expresar talaplomo y más bien miraban suplicantes.

El discurso de Bengalski no agradóa nadie en absoluto. Se hizo un silencio,que fue interrumpido por Fagot, el de loscuadros.

—... y esto es un caso de lo quellaman mentira —anunció con su aguda

voz de cabra—. Los billetes,ciudadanos, son de verdad.

—¡Bravo! —soltó una voz grave enlas alturas.

—Por cierto, ese tipo —Fagotseñaló a Bengalski— me está hartando.Mete las narices en lo que no le importay estropea la sesión con sus inoportunasobservaciones. ¿Qué hacemos con él?

—¡Arrancarle la cabeza! —dijo condureza alguien del gallinero.

—¿Cómo dice? ¿Eh? —respondióFagot inmediatamente a esta barbaridad—. ¿Arrancarle la cabeza? ¡Buena idea!¡Hipopótamo![16] —gritó, dirigiéndoseal gato—. ¡Anda! ¡Eine, zwei, drei!

Lo que vino a continuación erainaudito. Al gato negro se le erizó lapiel y maulló con furia. Luego seencogió y saltó al pecho de Bengalskicomo una pantera; de allí a la cabeza.Murmurando entre dientes, se agarró consus patas velludas al escaso cabello delpresentador y con un alarido salvaje learrancó la cabeza del cuello gordinflónen dos movimientos.

Las dos mil quinientas personas dela sala gritaron a la vez. La sangre brotóde las arterias rotas como de una fuentey cubrió el frac y el plastrón. El cuerpodecapitado hizo un extraño movimientocon las piernas y se sentó en el suelo. Se

oyeron gritos histéricos de mujeres. Elgato pasó la cabeza a Fagot, y éste,cogiéndola por el pelo, la mostró alpúblico. La cabeza gritabadesesperadamente:

—¡Un médico!—¿Seguirás diciendo estupideces?

—preguntó Fagot amenazador a lacabeza, que lloraba.

—¡No lo haré más! —contestó lacabeza.

—¡No le hagan sufrir, por Dios! —se oyó sobre el ruido de la sala una vozde mujer desde un palco.

El mago se volvió hacia la voz.—¿Qué, ciudadanos, le

perdonamos? —preguntó Fagot,dirigiéndose a la sala.

—¡Le perdonamos, le perdonamos!—se oyeron voces, primero solitarias ysobre todo femeninas, y luego formandocoro con los hombres.

—¿Qué dice usted, messere? —preguntó Fagot al del antifaz.

—Bueno —respondió aquélpensativo—, son hombres como todos...Les gusta el dinero pero eso ha sucedidosiempre... A la humanidad le ha gustadosiempre el dinero, sin importarle de quéestuviera hecho: de cuero, de papel, debronce o de oro. Bueno, son frívolos...,pero ¿y qué?..., también la misericordia

pasa a veces por sus corazones...Hombres corrientes, recuerdan a los deantes sólo que a éstos les ha estropeadoel problema de la vivienda... —y ordenóen voz alta—: Póngale la cabeza.

El gato apuntó con mucho cuidado ycolocó la cabeza en el cuello, donde seajustó como si nunca hubiese faltado deallí. Y un detalle importante: no lequedaba señal alguna. El gato pasó laspatas por el frac y el plastrón deBengalski y en seguida desaparecieronlos restos de sangre. Fagot levantó aBengalski, que estaba sentado, le metióen el bolsillo del frac un paquete derublos y le despidió del escenario,

diciendo:—¡Fuera de aquí, que nos estás

reventando!Tambaleándose, con mirada

inexpresiva, el presentador llegó hastael puesto de bomberos y allí se sintiómal. Gritaba con voz quejumbrosa:

—¡Mi cabeza, mi cabeza!Rimski, entre otros, se le acercó

corriendo. El presentador lloraba,trataba de coger algo en el aire, deasirlo con las manos y murmuraba:

—¡Que me devuelva mi cabeza, queme la devuelvan!... ¡Que me quiten elpiso, que se lleven los cuadros, peroquiero mi cabeza!

El ordenanza corrió a buscar unmédico. Trataron de acostar a Bengalskien un sofá de un camerino, pero seresistía, estaba agresivo y tuvieron queavisar a una ambulancia. Cuando sellevaron al pobre presentador Rimskivolvió al escenario y se percató de quehabían sucedido nuevos milagros. Enaquel momento, o algo antes, el magohabía desaparecido del escenario juntocon su descolorido sillón, y aquellohabía pasado inadvertido para elpúblico, absorto en los sorprendentesacontecimientos que se desarrollaban enescena gracias a Fagot, que, después delibrarse del malsano presentador, se

dirigió al público:—Bueno, ahora que nos acabamos

de quitar a ese plomo de encima, vamosa abrir una tienda para señoras.

En seguida medio escenario secubrió con alfombras persas,aparecieron unos enormes espejos,iluminados por los lados con unos tubosverdosos, y, entre los espejos, unosescaparates. Los espectadorescontemplaban sorprendidos diferentesmodelos de París de todos los colores yformas. En otros escaparates surgieroncientos de sombreros de señora, conplumitas y sin plumitas, con broches ysin ellos, cientos de zapatos: negros,

blancos, amarillos, de cuero, de raso, decharol, con trabillas, con piedrecitas.Entre los zapatos aparecieron estuchesde perfume, montañas de bolsos deantílope, de ante, de seda y, entre ellos,montones de estuches labrados,alargados, en los que suele haber barrasde labios.

Una joven pelirroja, con un trajenegro de noche, salida el diablo sabráde dónde, sonreía al lado de losescaparates como si fuera la dueña detodo aquello. La joven estaba muy bien,pero tenía una extraña cicatriz que leafeaba el cuello.

Fagot anunció, con abierta sonrisa,

que la casa cambiaba vestidos y zapatosviejos por modelos y calzados de París.Lo mismo dijo de los bolsos y todo lodemás.

El gato taconeó con una pata,mientras gesticulaba extrañamente conlas patas delanteras, algo característicode los porteros cuando abren una puerta.

La joven se puso a cantar con voz unpoco grave, pero muy dulce, algoincomprensible, pero, a juzgar por laexpresión de las señoras, muy tentador:

—Guerlain, Chanel, Mitsuko,Narcisse Noir, Chanel número cinco,trajes de noche, vestidos de cocktail...

Fagot se retorcía, el gato hacía

reverencias, la joven abrió losescaparates de cristal.

—¡Por favor! —gritaba Fagot—,¡sin cumplidos ni ceremonias!

Se notaba que había nervios en lasala, pero nadie se atrevía a subir alescenario. Por fin, lo hizo una morena dela décima fila; subió por la escaleralateral, con una sonrisa, como sin darleimportancia.

—¡Bravo! —exclamó Fagot—.¡Bienvenida nuestra primera cliente!Popota, un sillón. Empecemos por elcalzado, madame.

La morena se sentó en el sillón yFagot colocó en la alfombra delante de

ella un montón de zapatos. La mujer sequitó el zapato derecho y se probó unocolor lila, dio unos golpecitos en elsuelo con el pie, examinó el tacón.

—¿No me apretarán? —preguntópensativa.

Fagot exclamó ofendido:—¡De ninguna manera! —y el gato

maulló, tan herido se sentía.—Me llevo este par, monsieur —

dijo la morena muy digna, y se puso elotro zapato.

Arrojaron sus zapatos viejos entre lacortina, y detrás de ella se metieron lamorena y la joven pelirroja, seguida porFagot, que llevaba varias perchas con

vestidos. El gato desplegaba granactividad, ayudaba, y, para darse másimportancia, se colocó en el cuello unacinta métrica.

Instantes después reapareció lamorena con un vestido tan elegante queen el patio de butacas se formó unaverdadera ola de suspiros. Y la valientemujer, extraordinariamente embellecida,se paró ante un espejo, movió loshombros desnudos, se tocó el pelo en lanuca y se retorció, tratando de verse laespalda.

—La compañía le ruega que recibaesto como obsequio —dijo Fagot,entregándole abierto un estuche con un

perfume.—Merci —contestó la mujer con

gesto arrogante, y bajó por la escaleritaa la sala.

Mientras iba hacia su butaca, losespectadores se incorporaban para tocarel estuche.

Entonces se alborotó la sala y lasmujeres se lanzaron al escenario. Enmedio de las exclamaciones de emoción,las risas y los suspiros, se oyó una vozde hombre: «¡No te lo permito!». Y otrade mujer: «¡Eres un déspota y un cursi!¡No me retuerzas la mano!». Las mujeresdesaparecían detrás de la cortina,dejaban allí sus vestidos y salían con

otros nuevos. Había toda una fila demujeres sentadas en banquetitas de patasdoradas, que daban enérgicas pisadas enel suelo con sus pies, recién calzados.Fagot se ponía de rodillas, manipulabacon un calzador metálico; el gato nopodía con tantos bolsos y zapatos quellevaba, corría de los escaparates hacialas banquetas y volvía otra vez; la jovende la cicatriz aparecía y desaparecía,parloteando en francés sin parar, y loasombroso era que le entendían enseguida todas las mujeres, incluso lasque no sabían ni una palabra de aquellalengua.

Subió al escenario un hombre, que

causó admiración general. Dijo que sumujer estaba con gripe, y pedía que ledieran algo para ella. Para demostrar laveracidad de su matrimonio, estabadecidido a enseñar el pasaporte. Ladeclaración del amante esposo fuerecibida con carcajadas; Fagot gritó quele creía como si se tratara de él mismosin necesidad del pasaporte, y le entregódos pares de medias de seda; el gato,por su parte, añadió una barra de labios.

Las mujeres que habían llegadotarde corrían hacia el escenario, y deallí volvían las afortunadas con trajes denoche, pijamas con dragones, trajes detarde y sombreros ladeados sobre una

oreja.Entonces Fagot anunció que, por ser

tarde, la tienda iba a cerrarse dentro deun minuto hasta el día siguiente.

En el escenario se organizó unterrible alboroto. Las mujeres cogíanapresuradamente pares de zapatos, sinprobárselos. Una de ellas se lanzó comouna bala detrás de la cortina, se quitó sutraje y se apropió de lo primero queencontró a mano: una bata de seda conenormes ramos de flores, y, además,tuvo tiempo de agarrar dos frascos deperfume.

Pasado un minuto, estalló un disparode pistola, desaparecieron los espejos,

se hundieron los escaparates y lasbanquetas, la alfombra se esfumó, aligual que la cortina. Por últimodesapareció el montón de vestidosviejos y calzado. El escenario volvió aser el de antes: severo, vacío y desnudo.

Aquí intervino en el asunto unpersonaje nuevo. Del palco número 2 seoyó una voz de barítono, agradable,sonora e insistente.

—De todos modos, seríaconveniente, ciudadano artista, quedescubriera en seguida todo el secretode la técnica de sus trucos, sobre todo lode los billetes de banco. También seríaconveniente que trajera al presentador.

Su suerte preocupa a los espectadores.La voz de barítono pertenecía nada

menos que al invitado de honor de lavelada, a Arcadio ApolónovichSempleyárov, presidente de la ComisiónAcústica de los teatros moscovitas.

Arcadio Apolónovich se encontrabaen un palco con dos damas: una de edadmadura, vestida con lujo y a la moda, laotra jovencita y mona, vestida másmodestamente. La primera, como sesupo más tarde al redactar el acta, era suesposa, la segunda, una parienta lejana,actriz principiante pero prometedora,que había llegado de Sarátov y vivía enel piso de Arcadio Apolónovich y su

esposa.—Pardon! —respondió Fagot—. Lo

siento, pero no hay nada que descubrir,todo está claro.

—Usted perdone, ¡pero eldescubrimiento es completamentenecesario! Sin esto sus númerosbrillantes van a dejar una impresiónpenosa. La masa de espectadores exigeexplicación.

—La masa de espectadores —interrumpió a Sempleyárov el descaradobufón— me parece que no ha dichonada. Pero teniendo en cuenta surespetable deseo, Arcadio Apolónovich,estoy dispuesto a descubrirle algo. ¿Me

permite un pequeño numerito?—¡Cómo no! —respondió Arcadio

Apolónovich con aire protector—. Peroque descubra el secreto.

—Como usted diga. Entonces,permítame que le haga una pregunta.¿Dónde estuvo usted ayer por la tarde?

Al oír esta pregunta tan fuera delugar y bastante impertinente, a ArcadioApolónovich se le alteró la expresión.

—Arcadio Apolónovich estuvo ayeren una reunión de la Comisión Acústica—interrumpió la esposa de éste conarrogancia—; pero no comprendo quétiene que ver esto con la magia.

—¡Oh, madame —afirmó Fagot—,

pues claro que no lo comprende! Peroestá muy equivocada sobre esa reunión.Después de salir de casa para asistir aesa reunión, Arcadio Apolónovichdespidió a su chófer junto al edificio dela Comisión Acústica (la salaenmudeció) y luego se dirigió enautobús a la calle Yelójovskaya a ver aMilitsa Andréyevna Pokobatko, actriz deun teatro ambulante, y pasó en su casacerca de cuatro horas.

—¡Ay! —exclamó alguien con doloren medio del silencio.

La joven parienta de ArcadioApolónovich soltó una carcajada roncay terrible.

—¡Ahora lo comprendo todo! —gritó—. ¡Hace tiempo que lo estabasospechando! ¡Ahora comprendo porqué le han dado a esa inepta el papel deLuisa!

Y de pronto le asestó un golpe en lacabeza con un paraguas de color violeta,corto y grueso.

El infame Fagot, alias Koróviev,gritó:

—He aquí, respetables ciudadanos,un ejemplo de descubrimiento desecretos que tanto pedía ArcadioApolónovich.

—¡Miserable! ¿Cómo te atreves atocar a Arcadio Apolónovich? —

preguntó en tono amenazador la esposade aquél, poniéndose en pie en el palcoy descubriendo su gigantesca estatura.

Un nuevo ataque de risa diabólica seapoderó de la joven parienta.

—¡Yo! ¡Que cómo me atrevo! —contestó entre risas—. ¡Claro que meatrevo! —se oyó de nuevo el ruido secodel paraguas que rebotó en la cabeza deArcadio Apolónovich.

—¡Milicias! ¡Que se la lleven! —gritaba la esposa de Sempleyárov conuna voz tan terrible, que a muchos se lesheló la sangre en las venas.

Y por si eso era poco, el gato saltóal borde del escenario y rugió con voz

de hombre:—¡La sesión ha terminado!

¡Arreando con una marcha, maestro!El director, casi enloquecido, sin

apenas darse cuenta de lo que hacía,levantó su batuta y la orquesta, ¿cómodiríamos?, no es que empezara ainterpretar una marcha, no es que semetiera con ella, ni que se pusiera adarle a los instrumentos; no,exactamente, según la deplorableexpresión del gato, lo que hizo fuearrear con la marcha; una marchainaudita, incalificable por sudesvergüenza.

Por un momento pareció oírse

aquella antigua canción que seescuchaba en los cafés cantantes, bajolas estrellas del sur, de letraincoherente, mediocre, pero muyatrevida:

«Su excelencia, suexcelencia

cuida de sus gallinasy le gusta protegera las muchachas finas.»

Puede que esta letra nunca hubieraexistido, pero había otra con la mismamúsica, todavía más indecente. Eso eslo de menos. Lo que importa es que

después de que se interpretó la marcha,el teatro se convirtió en una torre deBabel. Los milicianos corrían hacia elpalco de Sempleyárov, asediado porcuriosos, se oían diabólicas explosionesde risas, gritos salvajes, cubiertos porlos dorados sonidos de los platillos dela orquesta.

El escenario estaba vacío: Fagot elembustero y el descarado gatazo Popotase habían desvanecido en el aire, comomomentos antes hiciera el mago con susillón desastrado.

13La aparición del héroe

Como estábamos diciendo, eldesconocido le hizo a Iván una señal conel dedo para que se callara.

Iván bajó las piernas de la cama y lemiró fijamente. Por la puerta del balcónse asomaba con cautela un hombre deunos treinta y ocho años, afeitado,moreno, de nariz afilada, ojos inquietosy un mechón de pelo caído sobre lafrente.

Al cerciorarse de que Iván estabasolo, el misterioso visitante escuchó por

si había algún ruido, miró en derredor y,recobrando el ánimo, entró en lahabitación. Iván vio que su ropa era delsanatorio. Estaba en pijama, zapatillas yen bata parda, echada sobre loshombros.

El visitante le hizo un guiño, seguardó en el bolsillo un manojo dellaves y preguntó en voz baja: «¿Mepuedo sentar?». Y viendo que Ivánasentía con la cabeza, se acomodó en unsofá.

—¿Cómo ha podido entrar? —susurró Iván, obedeciendo la señal deldedo amenazador—. ¿No están las rejascerradas con llave?

—Sí, están cerradas —dijo elhuésped—, pero Praskovia Fédorovna,una persona encantadora, es bastantedistraída. Hace un mes que le robé elmanojo de llaves, con lo que tengo laposibilidad de salir al balcón general,que pasa por todo el piso, y visitar devez en cuando a mis vecinos.

—Si sale al balcón, puedeescaparse. ¿O está demasiado alto? —seinteresó Iván.

—No —contestó el visitante confirmeza—, no me puedo escapar, y noporque esté demasiado alto, sino porqueno tengo a donde ir —y añadió, despuésde una pausa—. ¿Qué, aquí estamos?

—Sí, estamos —contestó Iván,mirándole a los ojos, unos ojos castañose inquietos.

—Sí... —de pronto el hombre sepreocupó—, espero que usted no sea delos de atar. Es que no soporto el ruido,el alboroto, la violencia y todas esascosas. Odio por encima de todo losgritos humanos, de dolor, de ira o de loque sea. Tranquilíceme, por favor, no esviolento, ¿verdad?

—Ayer le sacudí en la jeta a un tipoen un restaurante —confesóvalientemente el poeta regenerado.

—¿Y el motivo? —preguntó elvisitante con severidad.

—Confieso que sin ningún motivo—dijo Iván azorado.

—Es inadmisible —censuró elhuésped y añadió—: Además, quémanera de expresarse: «en la jeta»... Yno se sabe qué tiene el hombre, si jeta ocara. Seguramente es cara y ustedcomprenderá que un puñetazo en lacara... No vuelva a hacer eso nunca.

Después de reprenderle, preguntó:—¿Qué es usted?—Poeta —confesó Iván con

desgana, sin saber por qué.El hombre se disgustó.—¡Qué mala suerte tengo! —

exclamó, pero en seguida se dio cuenta

de su incorrección, se disculpó y lepreguntó—: ¿Cómo se llama?

—Desamparado.—¡Ay! —dijo el visitante, haciendo

una mueca de disgusto.—Qué, ¿no le gustan mis poemas?

—preguntó Iván con curiosidad.—No, nada, en absoluto.—¿Los ha leído?—¡No he leído nada de usted! —

exclamó nervioso el desconocido.—Entonces, ¿por qué lo dice?—¡Es lógico! —respondió—.

¡Como si no conociera a los demás!Claro, puede ser algo milagroso. Bueno,estoy dispuesto a creerle. Dígame, ¿sus

versos son buenos?—¡Son monstruosos! —respondió

Iván con decisión y franqueza.—No escriba más —le suplicó el

visitante.—¡Lo prometo y lo juro! —dijo muy

solemne Iván. Refrendaron la promesacon un apretón de manos. Se oyeronvoces y pasos suaves en el pasillo.

—Chist... —susurró el huésped, ysalió disparado al balcón, cerrando lareja.

Se asomó Praskovia Fédorovna, lepreguntó cómo se encontraba y si queríadormir con la luz apagada o encendida.Iván pidió que la dejara encendida y

Praskovia Fédorovna salió después dedesearle buenas noches. Cuando cesaronlos ruidos volvió el desconocido.

Le dijo a Iván que a la habitación119 habían traído a uno nuevo, gordo,con cara congestionada, que murmurabaalgo sobre unas divisas en la ventilacióndel retrete y juraba que en su casa de laSadóvaya se había instalado el mismodiablo.

—Maldice a Pushkin y gritacontinuamente: «¡Kurolésov, bis, bis!»decía el visitante, mirando alrededorangustiado y con un tic nervioso. Por finse tranquilizó y se sentó diciendo—:Bueno, ¡qué vamos a hacer! —y siguió

su conversación con Iván—. ¿Y por quéha venido a parar aquí?

—Por Poncio Pilatos —respondióIván, mirando al suelo con una miradalúgubre.

—¡¿Cómo?! —gritó el huésped,olvidando sus precauciones, y él mismose tapó la boca con la mano—. ¡Quécoincidencia tan extraordinaria!¡Cuénteme cómo ocurrió, se lo suplico!

A Iván, sin saber por qué, eldesconocido le inspiraba confianza.Empezó a contarle la historia de «LosEstanques», primero con timidez,cortado, y luego, repentinamente, consoltura. ¡Qué oyente tan agradecido

había encontrado Iván Nikoláyevich enel misterioso ladrón de llaves! Elhuésped no le acusaba de ser un loco;demostró un enorme interés por su relatoy se iba entusiasmando a medida que sedesarrollaba la historia. Interrumpíaconstantemente a Iván conexclamaciones:

—¡Siga, siga, por favor, se losuplico! ¡Pero, por lo que más quiera, nodeje de contar nada!

Iván no omitió nada, así se le hacíamás fácil el relato y, por fin, llegó almomento en que Poncio Pilatos salía albalcón con su túnica blanca forrada derojo sangre.

Entonces el desconocido unió lasmanos en un gesto de súplica ymurmuró:

—¡Ah! ¡Cómo he adivinado! ¡Cómolo he adivinado todo!

Acompañó la descripción de lahorrible muerte de Berlioz concomentarios extraños y sus ojos seencendieron de indignación.

—Lo único que lamento es que noestuviera en el lugar de Berlioz elcrítico Latunski o el literato MstislavLavróvich —añadió con frenesí pero envoz baja—: ¡Siga!

El gato pagando a la cobradora ledivirtió profundamente y trató de ahogar

su risa al ver a Iván, que, emocionadopor el éxito de su narración, se puso asaltar en cuclillas, imitando al gatopasándose la moneda por los bigotes.

—Así, pues —concluyó Iván,después de contar el suceso enGriboyédov, poniéndose triste y alicaído—, me trajeron aquí.

El huésped, compasivo, le puso lamano en el hombro, diciendo:

—¡Qué desgracia! Pero si ustedmismo, mi querido amigo, tiene la culpa.No tenía que haberse portado con él contanta libertad y menos con descaro. Esolo ha tenido que pagar. Todavía puededar gracias, porque ha sido

relativamente suave con usted.—¿Pero, quién es él? —preguntó

Iván, agitando los puños.El huésped se le quedó mirando y

contestó con una pregunta:—¿No se va a excitar? Aquí no

somos todos de fiar... ¿No habrállamadas al médico, inyecciones ydemás complicación?

—¡No, no! —exclamó Iván—.Dígame, ¿quién es?

—Bien —contestó el desconocido, yañadió con autoridad, pausadamente—:Ayer estuvo con Satanás en «LosEstanques del Patriarca».

Iván, cumpliendo su promesa, no se

alteró, pero se quedó pasmado.—¡Si no puede ser! ¡Si no existe!—Por favor, usted es el que menos

puede dudarlo. Seguramente fue una desus primeras víctimas. Piense que ahorase encuentra en un manicomio y se pasael tiempo diciendo que no existe. ¿No leparece extraño?

Iván, completamente desconcertado,se calló.

—En cuanto empezó a describir —continuó el huésped— me di cuenta decon quién tuvo el placer de conversar.¡Pero me sorprende Berlioz! Bueno,usted, claro, es terreno completamentevirgen —y el visitante se excusó de

nuevo—, pero el otro, por lo que heoído, había leído un poco. Las primeraspalabras de ese profesor disiparon todasmis dudas. ¡Es imposible noreconocerle, amigo mío! Aunque usted...perdóneme, si no me equivoco, es unhombre inculto.

—¡Sin duda alguna! —asintió eldesconocido Iván.

—Bueno, pues... ¡La misma cara queha descrito, los ojos diferentes, lascejas!... Dígame, ¿no conoce la óperaFausto?

Iván, sin saber por qué, se avergonzóterriblemente y con la cara ardiendoempezó a balbucir algo sobre un viaje al

sanatorio...a Yalta...—Pues claro, ¡no es extraño.’ Pero

le repito que me sorprende Berlioz... Nosólo era un hombre culto, sino tambiénmuy sagaz. Aunque tengo que decir en sudefensa que Voland puede confundir a unhombre mucho más astuto que él.

—¿Cómo? —gritó a su vez Iván—¡No grite!Iván se dio una palmada en la frente

y murmuró.—Ya entiendo, ya entiendo. Si, tenía

una «V» en la tarjeta de visita. ¡Ay, ay!¡Qué cosas! —se quedó sin hablar,turbado, mirando a la luna que flotabadetrás de la reja. Y dijo luego—:

Entonces, ¿pudo en realidad haberestado con Poncio Pilatos? ¡Ya habíanacido? ¡Y encima me llaman loco! —añadió indignado señalando a la puerta.

Junto a los labios del visitante seformó una arruga de amargura.

—Vamos a enfrentarnos con larealidad —el huésped volvió la carahacia el astro nocturno, que corría através de una nube—. Los dos estamoslocos, ¡no hay por qué negarlo! Verá: élle ha impresionado y usted ha perdido eljuicio, porque, seguramente, teníapredisposición a ello. Pero lo que ustedcuenta es verdad, indudablemente.Aunque es tan extraordinario, que ni

siquiera Stravinski, que es un psiquiatragenial, le ha creído. ¿Le ha visto austed? —Iván asintió con la cabeza—.Su interlocutor estuvo con Pilatos,también desayunó con Kant y ahora havisitado Moscú.

—¡Pero entonces puede armarse unagorda! ¡Habría que detenerle comofuera! —el viejo Iván, no muy seguro,había renacido en el Iván nuevo.

—Ya lo ha intentado y me pareceque es suficiente —respondió elvisitante con ironía—. Yo no leaconsejaría a nadie que lo hiciera. Esosí, puede estar seguro de que la va aarmar. ¡Oh! Pero, cuánto siento no haber

sido yo quien se encontrara con él.Aunque ya esté todo quemado y loscarbones cubiertos de ceniza, le juro quepor esa entrevista daría las llaves dePraskovia Fédorovna, que es lo únicoque tengo. Soy pobre.

—¿Y para qué lo necesita?El huésped dejó pasar un rato.

Parecía triste. Al fin habló:—Mire usted, es una historia muy

extraña, pero estoy aquí por la mismarazón que usted, por Poncio Pilatos —elvisitante se volvió atemorizado—. Haceun año escribí una novela sobre Pilatos.

—¿Es usted escritor? —preguntó elpoeta con interés.

El hombre cambió de cara y leamenazó con el puño.

—¡Soy el maestro! —se puso serio ysacó del bolsillo un gorrito negro,mugriento, con una «m» bordada en sedaamarilla. Se puso el gorrito y se volvióde perfil y de frente, para demostrar queera el maestro.

—Me lo hizo ella, con sus propiasmanos —añadió misterioso.

—¿Cómo se llama de apellido?—Yo no tengo apellido —contestó

el extraño huésped con aire sombrío ydespreciativo—. He renunciado a él,como a todo en el mundo, olvidémoslo.

—Pero hábleme aunque sea de su

novela —pidió Iván con delicadeza.—Con mucho gusto. Mi vida no ha

sido del todo corriente —empezó elvisitante.

... Era historiador, y dos años atráshabía trabajado en un museo de Moscú,además se dedicaba a la traducción.

—¿De qué idioma? —le interrumpióIván intrigado.

—Conozco cinco idiomas aparte delruso —contestó el visitante—, inglés,francés, alemán, latín y griego. Bueno,también puedo leer el italiano.

—¡Atiza! —susurró Iván conenvidia.

... El historiador vivía muy solo, no

tenía familia y no conocía a nadie enMoscú. Y figúrese, un día le tocaroncien mil rublos a la lotería.

—Imagine mi sorpresa —decía elhombre del gorrito negro— cuando metíla mano en la cesta de la ropa sucia y vique tenía el mismo número que venía enlos periódicos. El billete —explicó—me lo dieron en el museo.

... El misterioso interlocutor habíainvertido aquellos cien mil rublos encomprar libros y, también, dejó sucuarto de la calle Miasnítskaya..

—¡Maldito cuchitril! —murmuróentre dientes.

... Para alquilar a un constructor dos

habitaciones de un sótano en unapequeña casa con jardín. La casa estabaen una bocacalle que llevaba a Arbat.Abandonó su trabajo en el museo yempezó a escribir una novela sobrePoncio Pilatos.

—¡Ah! ¡Aquello fue mi edad de oro!—decía el narrador con los ojosbrillantes—. Un apartamento para mísolo, el vestíbulo en el que había unlavabo —subrayó con orgullo especial—, con pequeñas ventanas que daban ala acera. Y enfrente, a unos cuatro pasos,bajo la valla lilas, un tilo y un arce. ¡Oh!En invierno casi nunca veía por miventana pasar unos pies negros ni oía el

crujido de la nieve bajo las pisadas. ¡Ysiempre ardía el fuego en mi estufa!Pero, de pronto, llegó la primavera y através de los cristales turbios veía losmacizos de lilas, desnudos primero,luego, muy despacio, cubiertos de verde.Y precisamente entonces, la primaverapasada, ocurrió algo mucho másmaravilloso que lo de los cien milrublos. Y que conste que es una buenasuma.

—Tiene razón —reconoció Iván, quele escuchaba atentamente.

—Abrí las ventanas. Estaba yo en elsegundo cuarto, en el pequeño —elhuésped indicó las medidas con las

manos—; mire, tenía un sofá, enfrenteotro, y entre ellos una mesita con unalámpara de noche fantástica; más cercade la ventana, libros y un pequeñoescritorio, la primera habitación —queera enorme, de catorce metros— teníalibros, libros y más libros y una estufa.¡Ah! ¡Cómo lo tenía puesto!... El olorextraordinario de las lilas... el cansanciome aligeraba la cabeza y Pilatos llegabaa su fin...

—¡La túnica blanca forrada de rojosangre! ¡Lo comprendo! —exclamabaIván.

—¡Eso es! Pilatos se acercaba a sufin y yo ya sabía que las últimas

palabras de la novela serían «... elquinto procurador de Judea, el jinetePoncio Pilatos». Como es natural, salíaa dar algún paseo. Cien mil rublos esuna suma enorme y yo llevaba un trajeprecioso. A veces, iba a comer a algúnrestaurante barato. En Arbat había unrestaurante magnífico que no sé siexistirá todavía —abrió los ojosdesmesuradamente y siguió murmurando,mirando a la luna—. Ella llevaba unasflores horribles, inquietantes, de coloramarillo. ¡Quién sabe cómo se llaman!,pero no sé por qué, son las primerasflores que aparecen en Moscú.Destacaban sobre el fondo negro de su

abrigo. ¡Ella llevaba unas floresamarillas! Es un color desagradable.Dio la vuelta desde la calle Tverskaya auna callejuela y volvió la cabeza.¿Conoce la Tverskaya? Pasaban milesde personas, pero le aseguro que me viosólo a mí. Me miró no precisamente coninquietud, sino más bien con dolor. Y meimpresionó, más que por su belleza, porla soledad infinita que había en sus ojosy que yo no había visto jamás.Obedeciendo aquella señal amarilla,también yo torcí a la bocacalle y seguísus pasos. Íbamos por la triste callejatortuosa, mudos los dos por una acera yoy ella por la otra. Y fíjese que no había

ni un alma en la calle. Yo sufría porqueme pareció que tenía que hablarle, perotemía que no sería capaz de articularpalabra. Que ella se iría y no la volveríaa ver nunca más. Y ya ve usted: ellahabló primero:

»—¿Le gustan mis flores?»Recuerdo perfectamente cómo sonó

su voz, bastante grave, cortada, y aunquesea una tontería, me pareció que el ecoresonó en la calleja y se fue a reflejar enla sucia pared amarilla. Crucé la callerápidamente, me acerqué a ella ycontesté:

»—No.»Me miró sorprendida y comprendí

de pronto, inesperadamente, ¡que toda lavida había amado a aquella mujer! ¡Quécosas!, ¿verdad? Seguro que piensa queestoy loco.

—No pienso nada —exclamó Iván—, ¡siga contando, se lo ruego!

El huésped siguió:—Pues sí, me miró sorprendida y

luego preguntó:»—¿Es que no le gustan las flores?»Me pareció advertir cierta

hostilidad en su voz. Yo caminaba a sulado, tratando de adaptar mi paso alsuyo y, para mi sorpresa, no me sentíaincómodo.

»—Me gustan las flores, pero no

éstas —dije.»—¿Y qué flores le gustan?»—Me gustan las rosas.»Me arrepentí en seguida de haberlo

dicho, porque sonrió con aire culpable yarrojó sus flores a una zanja. Estabaalgo desconcertado, recogí las flores yse las di. Ella sonriendo, hizo ademánde rechazarlas y las llevé yo.

Así anduvimos un buen rato, sindecir nada, hasta que me quitó las floresy las tiró a la calzada, luego me cogió lamano con la suya, enfundada en unguante negro, y seguimos caminandojuntos.

—Siga —dijo Iván—, se lo suplico,

cuéntemelo todo.—¿Que siga? —preguntó el visitante

—. Lo que sigue ya se lo puede imaginar—se secó una lágrima repentina con lamanga del brazo derecho y siguióhablando—. El amor surgió antenosotros, como surge un asesino en lanoche, y nos alcanzó a los dos. Comoalcanza un rayo o un cuchillo de acero.Ella decía después que no había sidoasí, que nos amábamos desde hacíatiempo, sin conocernos, sin habernosvisto, cuando ella vivía con otrohombre... y yo, entonces... con esa...¿cómo se llama?

—¿Con quién? —preguntó

Desamparado.—Con esa... bueno... con... —

respondió el huésped, moviendo losdedos.

—¿Estuvo casado?—Sí, claro, por eso muevo los

dedos... Con esa... Várenka...Mánechka... no, Várenka... con unvestido a rayas, el museo... No, no lorecuerdo.

»Pues ella decía que había salidoaquel día con las flores amarillas, paraque al fin yo la encontrara, y si yo no lahubiese encontrado, acabaríaenvenenándose, porque su vida estabavacía.

»Sí, el amor nos venció en uninstante. Lo supe ese mismo día, unahora después, cuando estábamos, sinhabernos dado cuenta, al pie de lamuralla del Kremlin, en el río.

»Hablábamos como si noshubiéramos separado el día antes, comosi nos conociéramos desde hacíamuchos, muchos años. Quedamos enencontrarnos el día siguiente en elmismo sitio, en el río Moskva y allífuimos. El sol de mayo brillaba paranosotros solos. Y sin que nadie losupiera se convirtió en mi mujer.

»Venía a verme todos los días a lasdoce. Yo la estaba esperando desde muy

temprano. Mi impaciencia sedemostraba en que cambiaba de sitiotodas las cosas que había sobre la mesa.Unos diez minutos antes de su llegadame sentaba junto a la ventana y esperabael golpe de la portezuela del jardín. Escurioso, antes de conocerla casi nadieentraba por esa verja; mejor dicho,nadie; pero entonces me parecía quetoda la ciudad venía al jardín. Un golpede la verja, un golpe de mi corazón, y enmi ventana, a la altura de mis ojos,solían aparecer unas botas sucias. Elafilador. ¿Pero, quién necesitaba alafilador en nuestra casa? ¿Qué iba aafilar? ¿Qué cuchillos?

»Ella pasaba por la puerta una vez,pero antes de eso ya me había palpitadoel corazón por lo menos diez veces, noexagero. Y luego, cuando llegaba suhora y el reloj marcaba las doce, nodejaba de palpitar hasta que, casi sinruido, se acercaban a la ventana suszapatos con lazos negros de ante,cogidos con una hebilla metálica.

»A veces hacía travesuras: sedetenía junto a la segunda ventana ydaba golpes suaves con la punta delzapato en el cristal. En un segundo yoestaba junto a la ventana, perodesaparecía el zapato y la seda negraque tapaba la luz, y yo iba a abrirle la

puerta.»Estoy seguro de que nadie sabía de

nuestras relaciones, aunque no suele serasí. No lo sabía ni su marido, ni losamigos. En la vieja casa donde yo teníami sótano se daban cuenta, naturalmente,de que venía a verme una mujer, pero noconocían su nombre.

—¿Y quién es ella? —preguntó Iván,muy interesado por la historia de amor.

El visitante hizo un gesto que queríadecir que nunca se lo diría a nadie ysiguió su relato.

Iván supo que el maestro y ladesconocida se amaban tanto que eraninseparables. Iván se imaginaba muy

bien las dos habitaciones del sótano,siempre a oscuras por los lilos deljardín. Los muebles rojos, con latapicería desgastada, el escritorio conun reloj que sonaba cada media hora, loslibros, los libros desde el suelo pintado,hasta el techo ennegrecido por el humo yla estufa.

Se enteró Iván de que su visitante yaquella mujer misteriosa decidieron, yaen los primeros días de sus relaciones,que los había unido el propio destino enla esquina de la Tverskaya y la callecita,y que estaban hechos el uno para el otrohasta la muerte.

Supo cómo pasaban el día los

enamorados. Ella venía, se ponía undelantal y en el estrecho vestíbulo,donde tenían el lavabo, del que tanorgulloso estaba el pobre enfermo,encendía el hornillo de petróleo sobreuna mesa de madera y preparaba eldesayuno. Luego lo servía en una mesaredonda de la habitación pequeña.Durante las tormentas de mayo, cuandoun riachuelo pasaba junto a las ventanasensombrecidas, amenazando inundar elúltimo refugio de los enamorados,encendían la estufa y hacían patatasasadas. Las patatas despedían vapor yles manchaban los dedos con su pielnegra. En el sótano se oían risas, y los

árboles se liberaban después de lalluvia de las ramitas rotas, de las borlasblancas.

Cuando pasaron las tormentas yllegó el bochornoso verano, aparecieronlas rosas en los floreros, las rosasesperadas y queridas por los dos.

Aquel que decía ser el maestrotrabajaba febrilmente en su novela, quetambién llegó a absorber a ladesconocida.

—Confieso que a veces tenía celos—susurraba el huésped nocturno deIván, que entrara por el balcóniluminado por la luna.

Con sus delicados dedos de uñas

afiladas hundidos en el pelo, ella leía yreleía lo escrito, y después de releerlose ponía a coser el gorro. A veces sesentaba delante de los estantes bajos ose ponía de pie junto a los de arriba ylimpiaba con un trapo los libros, loscentenares de tomos polvorientos.

Le prometía la gloria, le metía prisay fue entonces cuando empezó a llamarlemaestro. Esperaba con impacienciaaquellas últimas palabras prometidassobre el quinto procurador de Judea,repetía en voz alta, cantarína, algunasfrases sueltas que le gustaban y decíaque en la novela estaba su vida entera.

Terminó de escribirla en agosto, se

la entregó a una mecanógrafadesconocida que le hizo cincoejemplares. Llegó por fin la hora en quetuvieron que abandonar su refugiosecreto y salir a la vida.

—Salí con la novela en las manos ymi vida se terminó —murmuró elmaestro, bajando la cabeza. Y el gorritotriste y negro con su «M» amarillaestuvo oscilando mucho rato.

Continuó narrando, pero ahora demanera un tanto incoherente. Iváncomprendió que al maestro le habíaocurrido una catástrofe.

—Era la primera vez que meencontraba con el mundo de la literatura.

Pero ahora, cuando mi vida está acabaday mi muerte es inminente, ¡lo recuerdocon horror! —dijo el maestro consolemnidad, y levantó la mano—. Sí, meimpresionó muchísimo, ¡terriblemente!

—¿Quién? —apenas se oyó lapregunta de Iván, que temía interrumpiral emocionado narrador.

—¡El redactor jefe, digo el redactorjefe! Sí, la leyó. Me miraba como si yotuviera un carrillo hinchado con unflemón, desviaba la mirada a un rincón ysoltaba una risita avergonzada.Manoseaba y arrugaba el manuscrito sinnecesidad, suspirando. Las preguntasque me hizo me parecieron demenciales.

No decía nada de la novela misma y mepreguntaba que quién era yo y de dóndehabía salido; si escribía hacía tiempo ypor qué no se sabía nada de mí; porúltimo me hizo una preguntacompletamente idiota desde mi punto devista: ¿quién me había aconsejado queescribiera una novela sobre un tema tanraro? Hasta que me harté y le preguntédirectamente si pensaba publicar minovela. Se azoró mucho, empezó abalbucir algo, sobre que la decisión nodependía de él, que tenían que conocermi obra otros miembros de la redacción,precisamente los críticos Latunski yArimán y también el literato Mstislav

Lavróvich. Me dijo que volviera a lasdos semanas. Volví y me recibió unamuchacha bizca, de tanto mentir.

—Es Lapshénnikova, la secretariade redacción —se sonrió Iván, queconocía muy bien el mundo que con tantaindignación describía su huésped.

—Puede ser —replicó el otro—. Medevolvió mi novela, bastante mugrientay destrozada ya, y, tratando de noencontrarse con mi mirada, me comunicóque la redacción tenía materialsuficiente para los dos años siguientes,por lo que quedaba descartada laposibilidad de publicar mi novela. ¿Dequé más me acuerdo? —decía el

maestro frotándose las sienes—. Sí, lospétalos de rosa caídos sobre la primerapágina y los ojos de mi amada. Meacuerdo de sus ojos.

El relato se iba embrollando cadavez más. Decía algo de la lluvia quecaía oblicua y de la desesperación en elrefugio del sótano. Y había ido a otrositio. Murmuraba que a ella, que lehabía empujado a luchar, no la culpaba,¡oh, no!, no la culpaba.

Después, Iván se enteró de algoinesperado y extraño. Un día nuestrohéroe abrió un periódico y se encontrócon un artículo del crítico Arimán en elque advertía a quien le concerniese que

él, es decir, nuestro héroe, habíaintentado introducir una apología deJesucristo.

—Sí, sí, lo recuerdo —exclamó Iván—, pero de lo que no me acuerdo es desu apellido.

—Deje mi apellido, se lo repito, yano existe —respondió el visitante—. Notiene importancia. A los dos díasapareció en otro periódico un artículofirmado por Mstislav Lavróvich en elque el autor proponía darle un palo al«pilatismo» y a ese «pintor de iconos debrocha gorda» que trataba deintroducirlo (¡Otra vez esa malditapalabra!).

»Sorprendido por esta palabrainaudita, “pilatismo”, abrí un tercerperiódico.

»Traía dos artículos, uno de Latunskiy otro firmado “N. E”. Le aseguro quelas creaciones de Arimán y Lavróvichparecían un inocente juego de niños allado de la de Latunski. Es suficiente quele diga el título del artículo: “El sectariomilitante”. Estaba tan absorto en losartículos relacionados con mi persona,que no advertí su llegada (habíaolvidado cerrar la puerta), apareció antemí con un paraguas mojado en las manosy los periódicos también mojados. Losojos le echaban fuego y las manos, muy

frías, le temblaban. Primero se echósobre mí para abrazarme y luego dijocon voz muy ronca, dando golpes en lamesa, que envenenaría a Latunski.

Iván se removió azorado, pero nodijo nada.

—Los días que siguieron fuerostristes, de otoño —hablaba el maestro—; el monstruoso fracaso de mi novelaparecía haberme arrebatado la mitad delalma. En realidad, ya no tenía nada quehacer y vivía de las reuniones con ella.Entonces me sucedió algo. No sé quéfue, creo que Stravinski ya lo habráaveriguado. Me dominaba la tristeza yempecé a tener extraños

presentimientos. A todo esto, losartículos seguían apareciendo. Losprimeros me hicieron reír. Pero amedida que salían más, iba cambiandomi actitud hacia ellos. La segunda etapafue de sorpresa. Algo terriblementefalso e inseguro se adivinaba en cadalínea de aquellos artículos, a pesar de sutono autosuficiente y amenazador. Meparecía —y no era capaz de desecharlo— que los autores de los artículos nodecían lo que querían decir y que suindignación provenía de esoprecisamente. Después empezó latercera etapa: la del miedo. Pero no, noera miedo a los artículos, entiéndame,

era miedo ante otras cosas que no teníanrelación alguna con la novela. Porejemplo, tenía miedo a la oscuridad. Enuna palabra, comenzaba una fase deenfermedad psíquica. Me parecía, sobretodo cuando me estaba durmiendo, queun pulpo ágil y frío se me acercaba alcorazón con sus tentáculos. Tenía quedormir con la luz encendida.

»Mi amada había cambiado mucho(claro está que no le dije nada de lo delpulpo, pero ella se daba cuenta de queme pasaba algo raro), estaba más páliday delgada, ya no se reía y me pedía quela perdonara por haberme aconsejadoque publicara un trozo de la novela. Me

decía que lo dejara todo y me fuera almar Negro, que gastara el resto de loscien mil rublos.

»Ella insistía mucho y yo, por nodiscutir (aunque algo me decía que noiría al mar Negro), le prometí hacerlo encuanto pudiera. Me dijo que ella sacaríael billete. Saqué todo mi dinero, cercade diez mil rublos y se lo di.

»—¿Por qué me das tanto? —sesorprendió ella.

»Le dije que tenía miedo de losladrones y le pedí que lo guardara hastael día de mi partida. Cogió el dinero, loguardó en su bolso y me dijo,abrazándome, que le parecía más fácil

morirse que abandonarme en aquelestado; pero que la estaban esperando yque no tenía más remedio quemarcharse. Prometió venir al díasiguiente. Me pidió que no tuvieramiedo de nada.

»Eso ocurrió al anochecer, amediados de octubre. Se fue. Me acostéen el sofá y dormí, sin encender la luz.Me despertó la sensación de que elpulpo estaba allí. A duras penas pudedar la luz. Mi reloj de bolsillo marcabalas dos de la mañana. Me acostésintiéndome ya mal y desperté enfermodel todo. De pronto me pareció que laoscuridad del otoño iba a romper los

cristales, a entrar en la habitación y queyo me moriría como ahogado en tinta.Cuando me levanté era ya un hombreincapaz de dominarse. Di un grito y sentíel deseo de correr para estar conalguien, aunque fuera con el dueño de micasa. Luchaba conmigo mismo como undemente. Tuve fuerzas para llegar hastala estufa y encender fuego. Cuando losleños empezaron a crujir y la puertecilladio varios golpes, me pareció que mesentía algo mejor. Corrí al vestíbulo,encendí la luz, encontré una botella devino blanco, la abrí y bebí directamentede la botella. Esto aminoró tanto misensación de miedo que no fui a ver al

dueño y me volví junto a la estufa. Abríla portezuela y el calor empezó aquemarme la cara y las manos. Clamé:

»—Adivina que me ha ocurrido unadesgracia... ¡Ven, ven, ven!

»Pero no vino nadie. El fuegoaullaba en la lumbre y la lluvia azotabalas ventanas. Entonces sucedió loúltimo. Saqué del cajón el pesadomanuscrito de mi novela, losborradores, y empecé a quemarlos. Fueun trabajo pesadísimo, porque el papelescrito se resiste a arder. Deshacía loscuadernos, rompiéndome las uñas, metíalas hojas entre la leña y las movía conun atizador. De vez en cuando me vencía

la ceniza, ahogaba el fuego, pero yoluchaba con ella y con la novela, que,aunque se resistía desesperadamente,iba pereciendo poco a poco. Bailabanante mis ojos palabras conocidas, elamarillo iba subiendo por las páginasinexorablemente, pero las palabras sedibujaban a pesar de todo. No seborraban hasta que el papel estabanegro; entonces las destruíadefinitivamente a golpes feroces delatizador.

»En ese momento alguien empezó aarañar suavemente el cristal. El corazónme dio un vuelco, eché al fuego elúltimo cuaderno y corrí a abrir la puerta.

Había unos peldaños de ladrillo entre elsótano y la puerta que daba al jardín.Llegué tropezando y pregunté en vozbaja:

»—¿Quién es?»Una voz, su voz, me contestó:»—Soy yo...»No sé cómo pude dominar la

cadena y la llave. En cuanto entró seapretó contra mí, chorreando agua, conlas mejillas mojadas, el pelo lacio ytemblando. Sólo pude pronunciar unapalabra.

»—Tú... ¿tú? —se me cortó la voz.Bajamos corriendo.

»En el vestíbulo se quitó el abrigo y

entramos presurosos en la habitaciónpequeña. Dio un grito y sacó con lasmanos lo que quedaba, el último montónque empezaba a arder. El humo llenó lahabitación. Apagué el fuego con los piesy ella se echó en el sofá, llorandodesesperada, sin poder contenerse.

»Cuando se tranquilizó, le dije:»—Odio la novela y tengo miedo.

Estoy enfermo. Tengo miedo.»Ella se levantó y habló:»—Dios mío, qué mal estás. ¿Pero,

por qué? ¿Por qué todo esto? Yo tesalvaré, te voy a salvar. ¿Qué tienes?

»Veía sus ojos hinchados por elhumo y las lágrimas y sentía sus manos

frías acariciándome la frente.»—Te voy a curar —murmuraba

ella, cogiéndome por los hombros—. Lavas a reconstruir. ¿Por qué?, ¿por qué nome habré quedado con otro ejemplar?

»Apretó los dientes indignada,diciendo algo ininteligible. Luegoempezó a recoger y ordenar las hojasmedio quemadas. Era un capítulocentral, no recuerdo cuál. Reunió lashojas cuidadosamente, las envolvió enun papel y las ató con una cinta. Suactitud revelaba gran decisión y dominiode sí misma. Me pidió vino y, despuésde beberlo, habló con más serenidad:

»—Así se paga la mentira. No

quiero mentir más. Me quedaría contigoahora mismo, pero no quiero hacerlo deesta manera. No quiero que le quedepara toda la vida el recuerdo de que leabandoné por la noche. No me ha hechonada malo... Le llamaron de repente,había un incendio en su fábrica. Peropronto volverá. Se lo explicaré mañana,le diré que quiero a otro y volverécontigo para siempre. Dime, ¿acaso túno lo deseas?

»—Pobrecita mía —le dije—, nopermitiré que lo hagas. No estarás bien ami lado y no quiero que muerasconmigo.

»—¿Es la única razón? —preguntó

ella, acercando sus ojos a los míos.»—La única.»Se animó muchísimo, me abrazó,

rodeándome el cuello con sus brazos ydijo:

»—Voy a morir contigo. Por lamañana estaré aquí.

»Lo último que recuerdo de mi vidaes una franja de luz del vestíbulo, y en lafranja, un mechón desrizado, su boina ysus ojos llenos de decisión. Tambiénrecuerdo una silueta negra en el umbralde la puerta de la calle y un paqueteblanco.

»—Te acompañaría, pero no tengofuerzas para volver solo. Tengo miedo.

»—No tengas miedo. Espera unashoras. Por la mañana estaré contigo.

»—Ésas fueron sus últimas palabrasen mi vida. ¡Chist! —se interrumpió elenfermo levantando un dedo—. ¡Quénoche de luna tan intranquila!

Desapareció en el balcón. Iván oyóruido de ruedas en el pasillo y unsollozo o un grito débil.

Cuando todo se hubo calmadovolvió el visitante. Le dijo a Iván que enla habitación 120 había ingresado unnuevo enfermo. Era uno que pedía que ledevolvieran su cabeza.

Los dos interlocutores estuvieron unrato en silencio, angustiados, pero se

tranquilizaron y volvieron a suconversación. El visitante abrió la boca,pero la nochecita era realmente agitada.Se oía ruido de voces en el pasillo. Elhuésped hablaba a Iván al oído, perocon voz tan baja que Iván sólo pudoentender la primera frase:

—Al cuarto de hora de marcharseella llamaron a mi ventana...

Al parecer, el enfermo se habíaemocionado con su propio relato. Unaconvulsión le desfiguraba la cara a cadainstante. En sus ojos flotaban y bailabanel miedo y la indignación. Señalaba conla mano a la luna, que hacía tiempo quese había ido. Y sólo entonces, cuando

los ruidos exteriores cesaron, el huéspedse apartó de Iván y habló más fuerte.

—Sí, fue una noche a mediados deenero. Estaba yo en el patio, muerto defrío, con el abrigo, el mismo pero sinbotones. Detrás de mí tenía unosmontones de nieve que cubrían los lilosy delante, en la parte baja del muro de lacasa, mis ventanas. Estaban iluminadasdébilmente, con las cortinas echadas.Me acerqué a una, dentro sonaba ungramófono. Es todo lo que pude oír,pero no vi nada. Permanecí allí,inmóvil, durante un buen rato y despuéssalí a la calle. Soplaba fuerte el viento.Un perro se me echó a los pies, me

asusté y corrí al otro lado de la calle. Elfrío y el miedo, que ya eran misinseparables compañeros, me poníanfrenético. No tenía dónde ir. Lo mássencillo hubiera sido arrojarme a lasruedas del tranvía que pasaba por lacalle en la que desembocaba micallecita. Veía de lejos los vagonesiluminados por dentro, envueltos por elhielo, y escuchaba su odioso rechinarcuando pasaban por las vías heladas.Pero, querido vecino, el miedo se habíaadueñado de mí, se había apoderado decada célula de mi cuerpo, ése era elproblema. Lo mismo me asustaban losperros que me atemorizaba un tranvía.

¡Le juro que no hay en esta casa otraenfermedad peor que la mía!

—Pero podía haberla avisado —dijo Iván, compadeciendo al pobreenfermo—. Además ella tenía su dinero,¿no? Seguramente lo habrá guardado.

—No lo dude. Claro que lo tieneguardado. Pero, me parece que noentiende, o mejor dicho, yo he perdidola facultad de expresarme. Y no, no meda mucha pena de ella, ya no podríaayudarme. ¡Imagínese —el huéspedmiraba con piedad en la oscuridad de lanoche—, se habría encontrado con unacarta del manicomio! ¡Cómo se puedeenviar una carta con este remite!...

¿Enfermo mental?... ¡Usted bromea!¿Hacerla desgraciada? No, eso no lopuedo hacer.

Iván no encontró nada que decirle,pero, a pesar de su silencio, le dabamucha lástima. El otro, angustiado porlos recuerdos, movía la cabeza con elgorro negro. Siguió hablando:

—Pobre mujer... Aunque tengo laesperanza de que me haya olvidado.

—¡Usted se podrá curar algún día...!—interrumpió Iván tímidamente.

—Soy incurable —contestótranquilo—. Cuando Stravinski habla devolverme a la normalidad no le creo. Esmuy humano y procura calmarme. Y no

tengo por qué negar que ahora meencuentro mucho mejor. ¡Sí! ¿Qué estabadiciendo? El frío, los tranvías volando...Sabía que existía este sanatorio y tratéde llegar aquí, a pie, atravesando toda laciudad.

»¡Qué locura! Estoy convencido deque al salir de la ciudad me habríahelado, pero me salvé por unacasualidad. Algo se había estropeado enel camión. Me acerqué al conductor —estaba a unos cuatro kilómetros de laciudad— y me llevé la sorpresa de quese apiadara de mí. El camión venía alsanatorio y me trajo. Fue una suerte.Tenía congelados los dedos del pie

izquierdo. Me los curaron. Y hace yacuatro meses que estoy aquí. La verdad,encuentro que no se está nada mal.¡Nunca se deben hacer planes a largoplazo, querido vecino! Yo mismo queríahaber recorrido el mundo entero; peroDios no lo ha querido así. Sólo veo unaínfima parte de esta tierra. Supongo queno es la mejor, pero no se está mal deltodo. Se acerca el verano, PraskoviaFédorovna ha prometido que losbalcones se cubrirán de hiedra. Susllaves me han servido para ampliarposibilidades. Habrá luna por lasnoches. ¡Oh! ¡Se ha ido! ¡Qué frescohace! Es más de medianoche. Tengo que

irme.—Dígame, por favor, ¿qué pasó con

Joshuá y Pilatos? —le pidió Iván—.Quiero saberlo.

—¡Oh, no! —respondió el huéspedestremeciéndose de dolor—, no puedorecordar mi novela sin ponerme atemblar. Su amigo, el de «Los Estanquesdel Patriarca», lo sabe mucho mejor queyo. Gracias por su compañía. Adiós.

Y antes de que Iván tuviera tiempode reaccionar, la reja se cerró con suaveruido y el huésped desapareció.

14¡Viva el gallo!

A Rimski, como suele decirse, lefallaron los nervios, y sin esperar a queterminaran de extender el acta, saliódisparado hacia su despacho. Sentado asu mesa, no dejaba de mirar, con ojosirritados, los mágicos billetes de diezrublos. Al director de finanzas se le ibala cabeza. Llegaba de fuera un ruidomonótono. Del Varietés salían a la calleverdaderos torrentes de gente, y al oídode Rimski, extraordinariamente aguzado,llegaron los silbatos de los milicianos.

Nunca presagiaban nada bueno, perocuando el silbido se repitió y se le unióotro prolongado y autoritario,acompañado de exclamaciones yrisotadas, comprendió que en la calleestaba pasando algo escandaloso ydesagradable y que, por muchas ganasque tuviera de ignorarlo, debía estarestrechamente ligado a la desafortunadasesión que el nigromante y sus ayudantesllevaran a cabo.

Y el sensitivo director de finanzasno se equivocó ni un ápice. Bastó unamirada por la ventana para hacerlecambiar de expresión y gruñir:

—¡Ya lo sabía yo!

Debajo de la ventana, en la acera,iluminada por la fuerte luz de losfaroles, había una señora encombinación con pantaloncitos colorvioleta; llevaba en la mano un sombreroy un paraguas, parecía estar fuera de sí yse agachaba o trataba de escapar a algúnsitio. La rodeaba una multitud muyexcitada que reía en ese mismo tono queal director le ponía carne de gallina.Junto a la dama se agitaba un ciudadanoque trataba de despojarse a toda prisade su abrigo de entretiempo, peroparecía tan nervioso, que no podíadominar una manga, en la que, alparecer, se le había enredado un brazo.

Se oían risas alocadas y gritos quesalían de un portal. Grigori Danílovichvolvió la cabeza. Descubrió otra señoraen ropa interior, ésta de color de rosa.De la calzada fue a la acera, queriendorefugiarse en un portal, pero se loimpedía la gente que le cerraba el paso.La desdichada, víctima de su frivolidady de su pasión por los trapos, engañadapor la compañía del odioso Fagot, sólouna cosa ansiaba: ¡que se la tragara latierra!

Un miliciano se dirigió a la infelizrasgando el aire con su silbido. Lesiguieron unos muchachos muyregocijados, cubierta la cabeza con

gorras. De ellos provenían las risotadasy los gritos. Un cochero delgado, conbigote, llegó en un vuelo junto a laprimera señora a medio vestir y paró enseco su caballo, un animal esquelético yviejo. Una risita alegre se dibujaba en lacara del bigotudo cochero.

Rimski se dio un puñetazo en lacabeza, escupió y se apartó de laventana.

Estuvo sentado un rato, escuchandoel ruido de la calle. Los silbidos endistintos puntos llegaron a su auge yluego empezaron a decaer. Con gransorpresa de Rimski, el escándalo habíaterminado, solucionado con una rapidez

inesperada.Llegó el momento de actuar, tenía

que beber el amargo trago de laresponsabilidad. Ya habían arregladolos teléfonos de todo el edificio, teníaque telefonear, comunicar lo ocurrido,pedir ayuda, mentir, echarle la culpa aLijodéyev, protegerse él mismo, etc.¡Diablos!

Dos veces puso el disgustadodirector su mano sobre el auricular ydos veces la retiró. Y de pronto, en elsilencio sepulcral del despacho estallóun timbrazo contra la cara del director.Se estremeció y se quedó frío. «Tengolos nervios destrozados», pensó, y

descolgó. Se echó hacia atrás yempalideció hasta ponerse blanco comola nieve. Una voz de mujer, cautelosa yperversa, le susurró:

—No llames, Rimski, o te pesará...Y el aparato enmudeció. Colgó el

auricular; sentía frío en la espalda, y sinsaber por qué se volvió hacia laventana. A través de las ramas de unarce, escasas y ligeramente cubiertas deverde, pudo ver la luna que corría poruna nube transparente. No podía apartarla vista de aquellas ramas, las miraba ylas miraba, y cuanto más lo hacía mayorera su miedo.

Haciendo un gran esfuerzo volvió la

espalda a la ventana llena de luna y selevantó. Ya no pensaba en llamar, ahoralo único que deseaba era desaparecerdel teatro lo antes posible.

Escuchó: el teatro estaba en silencio.Rimski se dio cuenta de que seencontraba solo en el segundo piso, y unmiedo invencible, infantil, se apoderóde él. No podía pensar sin estremecerseque tendría que recorrer los pasillos élsolo y bajar las escaleras. Cogiófebrilmente los billetes del hipnotizador,los metió en la cartera y, para darseánimos, tosió. Le salió una tos ronca ydébil.

Tuvo la sensación de que entraba

una humedad malsana por debajo de lapuerta. Un escalofrío le recorrió laespalda. Sonó el reloj y dio las doce.También esto le hizo temblar. Se quedósin aliento: alguien había hecho girar lallave en la cerradura. Agarraba lacartera con las manos húmedas y frías.El director sentía que, si se prolongabaun poco más aquel ruido en la puerta,gritaría desesperadamente sin poderloresistir.

Por fin, cediendo a los forcejeos dealguien, la puerta se abrió, dando paso aVarenuja, que entró en el despacho sinhacer ruido. Rimski se derrumbó en elsillón, se le doblaron las piernas.

Llenando sus pulmones de aire, esbozóuna sonrisa servil, y dijo en voz baja:

—Dios mío, qué susto me hasdado...

Sí, una aparición así, repentina,habría asustado a cualquiera, pero almismo tiempo era una gran alegría:podía dar una pequeña luz a aquelembrollado asunto.

—Cuenta, cuenta —articuló Rimski,agarrándose a la nueva posibilidad—.¡Anda, cuenta! ¿Qué quiere decir todoesto?

—Perdona —contestó con voz sordael recién aparecido, cerrando la puerta—, pensé que ya te habías ido.

Y Varenuja, sin quitarse la gorra, seacercó a un sillón y se sentó al otro ladode la mesa.

En la respuesta de Varenuja sepercibía una ligera extrañeza que enseguida chocó al director de finanzas, deuna sensibilidad que podría competircon la de cualquier sismógrafo delmundo. ¿Qué quería decir aquello? ¿Porqué habría ido Varenuja al despacho deRimski, si pensaba que él no iba a estarallí? Tenía su despacho. Además, alentrar en el edificio tenía que haberencontrado a alguno de los guardasnocturnos, y todos ellos sabían queGrigori Danílovich se había detenido en

su despacho. Pero el director definanzas no tenía tiempo que perder enhacer tales consideraciones.

—¿Por qué no me has llamado?¿Qué has averiguado del lío de Yalta?

—Lo que yo te dije —contestó eladministrador, haciendo un ruido con lalengua, como si le dolieran las muelas—, le encontraron en el bar de Púshkino.

—¿Cómo en Púshkino? ¿Cerca deMoscú? ¿Y los telegramas de Yalta?

—¡Qué Yalta ni que ocho cuartos!Emborrachó al telegrafista de Púshkinoy entre los dos idearon la broma deenviar telegramas con la contraseña deYalta.

—Sí, sí... Bueno, bueno —más biencantó que dijo Rimski.

Le brillaban los ojos con un fuegoamarillento. En su cabeza se perfilaba laescena festiva de la destituciónvergonzosa de Stiopa. ¡La liberación!¡La liberación tan ansiada de aqueldesastre personificado en Lijodéyev! Ypuede que se consiga algo todavía peorque la destitución de su cargo...

—¡Detalles! —dijo Rimski, dandoun golpe en la mesa con el pisapapeles.

Varenuja comenzó las explicaciones,los detalles. Al llegar a aquel sitio,donde le había enviado el director definanzas, le recibieron inmediatamente y

le escucharon con mucha atención.Claro, nadie creyó que Stiopa estuvieraen Yalta. Todos apoyaron a Varenuja ensu idea de que Lijodéyev, naturalmente,tenía que estar en la «Yalta» dePúshkino.

—¿Y dónde está ahora? —interrumpió al administrador el nerviosoRimski.

—¡Pues dónde va a estar! —respondió el administrador torciendo laboca en una sonrisa—. ¡En las milicias,curándose la borrachera!

—Bueno, bueno... ¡Gracias, hombre!Varenuja continuó con su narración,

y según avanzaba su historia, avanzaba

también la interminable cadena defechorías y actos bochornosos deLijodéyev que Rimski imaginaba contremendo realismo, y cada eslabón de lacadena era algo peor que loinmediatamente anterior. ¡Desde luego,bailando con el telegrafista, los dosabrazados, en la hierba, delante deltelégrafo y al son de un organillocallejero! ¡La persecución de unasciudadanas que chillaban horrorizadas!¡La fracasada pelea con un camarero delmismo «Yalta»! ¡La cebolleta verdetirada por el suelo, también en «Yalta»!¡Las ocho botellas de vino blanco seco«Ay Danil» rotas! ¡El contador

destrozado en un taxi porque el taxistase negó a llevar a Stiopa! ¡La amenazade detener a los ciudadanos que tratabande poner fin a las barrabasadas deStiopa!... En fin, ¡horroroso!

Stiopa era muy conocido en loscírculos teatrales de Moscú y todossabían que no era ninguna maravilla.Pero lo que había contado eladministrador era demasiado, inclusopara Stiopa. Sí, era demasiado,demasiado...

Rimski clavó sus penetrantes ojos enla cara del administrador y seensombrecía cada vez más segúnhablaba aquél. Cuanto más reales y

pintorescos eran los desagradablesdetalles que adornaban la narración deladministrador, menos le creía el directorde finanzas. Y cuando Varenuja le dijoque Stiopa había perdido el controlhasta el punto de oponer resistencia alos que fueron a buscarle para llevárseloa Moscú, Rimski sabía con certeza quetodo lo que contaba el administrador,aparecido a medianoche, era mentira.¡Mentira desde la primera palabra hastala última!

Varenuja no había estado enPúshkino, y el propio Stiopa tampoco.No hubo ningún telegrafista borracho, nicristales rotos en el bar, tampoco ataron

a Stiopa con cuerdas..., nada de aquelloera cierto.

Cuando Rimski se convenció de queel administrador le estaba mintiendo, elmiedo empezó a recorrerle por elcuerpo, subiendo desde las piernas, yotra vez le pareció que por debajo de lapuerta entraba una humedad putrefacta,de malaria. Sin apartar la vista deladministrador, que se retorcía en elsillón de una manera extraña, tratandode no salirse de la sombra, que dejabala lámpara azul de la mesa, y tapándosela cara con un periódico porque lemolestaba la luz, Rimski pensaba en loque podía significar todo aquello. ¿Por

qué le mentiría tan descaradamente eladministrador, que había vueltodemasiado tarde, si el edificio estabadesierto y en silencio? El presentimientode un peligro, desconocido peroterrible, le traspasó el corazón.Haciendo como que no veía lasmanipulaciones de Varenuja y susmovimientos con el periódico, eldirector de finanzas se puso a examinarsu expresión, casi sin escuchar lo quequería colocarle su interlocutor. Habíaalgo todavía más inexplicable que elrelato sobre las andanzas, lleno decalumnias, inventado no se sabía porqué, y ese algo era la transformación

operada en el aspecto y en los ademanesdel administrador.

A pesar de todos sus intentos detaparse la cara con la visera de la gorrapara esconderse en la sombra, a pesardel periódico, el director de finanzaspudo ver que tenía en el carrilloderecho, junto a la nariz, un enormecardenal. Además, el administrador, quesolía tener un aspecto muy saludable,estaba pálido, con una palidezenfermiza, de cal, y llevaba al cuello, enuna noche tan calurosa, una bufanda arayas. Si a esto añadimos su nuevamanía repulsiva, y que por lo visto habíaadquirido durante su ausencia, de chupar

y chapotear con los labios, el cambiobrusco en su voz que ahora era sorda yordinaria, su mirada recelosa y cobarde,podríamos decir con toda seguridad queVarenuja estaba desconocido.

Había algo más que al director leproducía terrible sensación deincomodidad, pero a pesar de losesfuerzos de su excitado cerebro, y deno apartar la vista de Varenuja, noconseguía averiguar qué era. Lo únicoque podía asegurar era que la unión deladministrador y el conocido sillón teníaalgo de inaudito y anormal.

—Por fin pudieron con él, lemetieron en el coche —seguía Varenuja

con su voz monótona, asomando pordetrás del periódico y tapándose elcardenal con la mano.

De pronto, Rimski alargó la mano, ycomo sin querer apretó con la palma elbotón del timbre, tamborileando con losdedos en la mesa al mismo tiempo. Sequedó frío. En el edificio desierto teníaque haber sonado irremediablemente unaseñal aguda. Pero no hubo tal señal y elbotón se hundió inerte en el tablero de lamesa. Estaba muerto, el timbre nofuncionaba.

La astucia del director de finanzasno pasó inadvertida para Varenuja, que,cambiando de cara, preguntó con una

llama de furia en los ojos:—¿Por qué llamas?—Es la costumbre —respondió

Rimski con voz sorda, retirando lamano, y preguntó a su vez algo indeciso—: ¿Qué tienes en la cara?

—Es del coche; me di un golpe conla manivela en un viraje —contestóVarenuja, desviando la mirada.

«¡Miente!», exclamó el director parasus adentros, y, con los ojos redondos,la expresión completamente enajenada,se quedó mirando al respaldo del sillón.

Detrás de éste, en el suelo, secruzaban dos sombras, una más densa yoscura, la otra más clara, gris. Se veía

perfectamente la sombra que proyectabael respaldo del sillón y la de las patas,pero sobre la del respaldo no se veía lasombra de la cabeza de Varenuja, nitampoco sus pies proyectaban sombraalguna por debajo del sillón.

«¡No tiene sombra!», pensó Rimskihorrorizado. Le entró un temblor.

Varenuja se volvió furtivamente,siguiendo la mirada demente de Rimski,dirigida al suelo, y comprendió queestaba descubierto. Se levantó del sillón(lo mismo hizo el director de finanzas) ydio un paso atrás, apretando en susmanos la cartera.

—¡Lo has adivinado, desgraciado!

Siempre fuiste listo —dijo Varenuja,soltando una risa furiosa en la mismacara de Rimski; de pronto dio un saltohacia la puerta y, rápidamente, bajó elbotón de la cerradura inglesa.

Rimski miró hacia atrásdesesperado, retrocediendo hacia laventana que salía al jardín. En laventana, llena de luna, vio pegada alcristal la cara de una joven desnuda que,metiendo el brazo por la ventanilla deventilación, trataba de abrir el cerrojode abajo. El de arriba ya estaba abierto.

Le pareció a Rimski que la luz de lalámpara de la mesa se estaba apagandoy que la mesa se inclinaba poco a poco.

Le echaron un cubo de agua helada,pero, felizmente, pudo rehacerse y no secayó. Las pocas fuerzas que le quedabanle sirvieron para susurrar:

—¡Socorro...!Varenuja vigilaba la puerta, daba

saltos y giraba en el aire un buen rato,señalaba hacia Rimski con los dedosengarabitados, silbaba y aspiraba elaire, guiñando el ojo a la joven.

Ella se dio prisa, metió por laventanilla su cabeza pelirroja, estiró lamano todo lo que pudo, arañó con lasuñas el cerrojo de abajo y empujó laventana. La mano se le estiraba como sifuera de goma, luego se le cubrió de un

verde cadavérico. Por fin los dedosverdosos de la muerta agarraron elcerrojo, lo corrieron y la ventanaempezó a abrirse. Rimski dio un ligerogrito, se apoyó en la pared y se protegiócon la cartera a modo de escudo.Comprendía que se acercaba la muerte.

Se abrió la ventana, pero en vez delfresco nocturno y el aroma de los tilos,entró en la habitación un olor a sótano.La difunta pisó la repisa de la ventana.Rimski veía con claridad en su pecholas manchas de la putrefacción.

En ese instante llegó del jardín ungrito alegre e inesperado; era el canto deun gallo que estaba en una pequeña

caseta detrás del tiro, donde guardabanlas aves que participaban en elprograma. El gallo amaestradoanunciaba con su sonora voz que desdeoriente el amanecer se acercaba aMoscú.

Una furia salvaje desfiguró la carade la joven, profirió una blasfemia convoz ronca, y Varenuja, en el aire, dio ungrito y se derrumbó al suelo.

Se repitió el canto del gallo, lajoven rechinó los dientes, se erizó supelo rojo. Al tercer canto del gallo sedio la vuelta y salió volando. Varenujadio un salto y salió a su vez por laventana detrás de la muchacha,

navegando despacio, como un Cupido.Un viejo —un viejo que poco antes

fuera Rimski—, con el cabello blancocomo la nieve, sin un solo pelo negro,corrió hacia la puerta, giró la cerradura,abrió y se precipitó por el pasillooscuro. Junto a la escalera, gimiendo demiedo, encontró a tientas el conmutadory la escalera se iluminó. El anciano, queseguía temblando, se cayó al bajar laescalera porque le pareció que Varenujase le venía encima.

Corrió al piso bajo y vio al guardadormido en el vestíbulo. Pasó depuntillas junto a él y salió con sigilo porla puerta principal. En la calle se sintió

algo mejor. Se había recuperado de talmanera que pudo darse cuenta,tocándose la cabeza, de que habíaolvidado el sombrero en el despacho.

Claro está que no volvió por elsombrero, sino que se apresuró a cruzarla calle hacia el cine de enfrente, dondebrillaba una luz tenue y rojiza. Seprecipitó a parar un coche antes de quenadie lo cogiera.

—Al expreso de Leningrado; te darépropina —dijo el viejo respirando condificultad y apretándose el corazón.

—Voy al garaje —respondió muyhosco el chófer, y le volvió la espalda.

Rimski abrió la cartera, sacó un

billete de cincuenta rublos y se losalargó al conductor por la portezuelaabierta.

Y al cabo de un instante el coche,trepidante, volaba como el viento por laSadóvaya. Rimski, sacudido en suasiento, veía en el retrovisor los alegresojos del chófer y sus propios ojosenloquecidos.

Al saltar del coche, junto al edificiode la estación, gritó al primer hombrecon delantal blanco y chapa queencontró:

—Primera clase, un billete; te darétreinta —sacaba de la cartera losbilletes de diez rublos, arrugándolos—;

si no hay de primera, dame de segunda...¡Y si no, de tercera!

El hombre de la chapa, mirando elreluciente reloj, le arrancaba los billetesde la mano.

Cinco minutos después de la cúpulade cristal de la estación salía el exprés,perdiéndose por completo en laoscuridad. Y con él desapareció Rimski.

15El sueño de Nikanor

Ivánovich

No es difícil adivinar que el gordo decara congestionada que instalaron en lahabitación número 119 del sanatorio eraNikanor Ivánovich Bosói.

Pero no entró en seguida en losdominios del profesor Stravinski,primero había estado en otro sitio. En lamemoria de Nikanor Ivánovich habíanquedado muy pocos recuerdos de aquellugar. Se acordaba de un escritorio, un

armario y un sofá.Allí Nikanor Ivánovich, con la vista

turbia por el aflujo de la sangre y laexcitación, tuvo que sostener unaconversación muy extraña, confusa, omejor dicho, no hubo tal conversación.

La primera pregunta que le hicieronfue:

—¿Es usted Nikanor IvánovichBosói, presidente de la Comunidad deVecinos del inmueble número 302 bis enla Sadóvaya?

Antes de contestar, el interpeladosoltó una terrible carcajada. Larespuesta fue literalmente lo siguiente:

—¡Sí, soy Nikanor, claro que soy

Nikanor! ¿Pero qué presidente ni quénada?

—¿Cómo es eso? —le preguntaron,entornando los ojos.

—Pues así —respondió éste—: sifuera presidente tendría que hacerconstar en seguida que era el diablo. Osi no, ¿qué fue todo aquello? Losimpertinentes rotos, todo harapiento.¿Cómo podía ser intérprete de unextranjero?

—¿Pero de quién habla? —lepreguntaron.

—¡De Koróviev! —exclamó él—.¡El del apartamento 50! ¡Apúntelo:Koróviev! ¡Hay que pescarle

inmediatamente! Apunte: sexto portal.Está allí.

—¿Dónde cogió las divisas? —lepreguntaron cariñosamente.

—Mi Dios, Dios Omnipotente, quetodo lo ve —habló Nikanor Ivánovich—, y ése es mi camino. Nunca las tuveen mis manos y ni sabía que existían. ElSeñor me castiga por mi inmundicia —prosiguió con sentimiento, abrochándosey desabrochándose la camisa ysantiguándose—; sí, lo aceptaba. Loaceptaba, pero del nuestro, delsoviético. Hacía el registro por dinero,no lo niego. ¡Tampoco es manco nuestrosecretario Prólezhnev, tampoco es

manco! Voy a ser franco, ¡son todos unosladrones en la Comunidad de Vecinos!...¡Pero nunca acepté divisas!

Cuando le pidieron que se dejara detonterías y explicara cómo habían ido aparar los dólares a la claraboya,Nikanor Ivánovich se arrodilló y seinclinó, abriendo la boca, como sipensara tragarse un tablón del parquet.

—¿Me trago el tablón —murmuró—para que vean que no me lo dieron?¡Pero Koróviev es el diablo!

Toda paciencia tiene un límite; losde la mesa alzaron la voz y le sugirierona Nikanor Ivánovich que ya era hora dehablar en serio.

En la habitación del sofá retumbó unaullido salvaje; lo profirió NikanorIvánovich, que se había levantado delsuelo.

—¡Allí está! ¡Detrás del armario!¡Se ríe!... Con sus impertinentes... ¡Quele cojan! ¡Que rocíen el local!

Empalideció. Temblando, se puso ahacer en el aire la señal de la cruz yendode la puerta a la mesa, de la mesa a lapuerta, luego cantó una oración yterminó en pleno desvarío.

Estaba claro que Nikanor Ivánovichno servía para sostener unaconversación. Se lo llevaron, lo dejaronsolo en una habitación, donde pareció

calmarse un poco, rezando entresollozos.

Naturalmente, fueron a la Sadóvaya,estuvieron en el apartamento número 50.Pero no encontraron a ningún Koróviev,tampoco le había visto nadie en la casani nadie le conocía. El piso queocuparan el difunto Berlioz y Lijodéyev,que se había ido a Yalta, estaba vacío yen los armarios del despacho estabanlos sellos perfectamente intactos. Sefueron, pues, de la Sadóvaya, y con ellospartió, desconcertado y abatido, elsecretario de la Comunidad de VecinosPrólezhnev.

Por la noche llevaron a Nikanor

Ivánovich al sanatorio de Stravinski.Estaba tan excitado que le tuvieron que,por orden del profesor, poner otrainyección. Sólo después de medianochepudo dormir Nikanor Ivánovich en lahabitación 119, aunque de vez en cuandoexhalaba unos tremendos mugidos dedolor. Pero poco a poco su sueño sehacía más tranquilo. Dejó de dar vueltasy de lloriquear, su respiración se hizosuave y rítmica y le dejaron solo.

Tuvo un sueño, motivado, sin dudaalguna, por las preocupaciones de aqueldía. En el sueño unos hombres contrompetas de oro le llevaban con muchasolemnidad a una gran puerta barnizada.

Delante de la puerta susacompañantes tocaron una charanga ydel cielo se oyó una voz de bajo, sonora,que dijo alegremente:

—¡Bienvenido, Nikanor Ivánovich,entregue las divisas!

Nikanor Ivánovich, muysorprendido, vio ante sí un altavoznegro.

Después, sin saber por qué, seencontró en una sala de teatro, con eltecho dorado y arañas de cristalrelucientes y con apliques en lasparedes. Todo estaba muy bien, como enun teatro pequeño, pero rico. Elescenario se cerraba con un telón de

terciopelo que tenía, sobre un fondocolor rojo oscuro, grandes dibujos demonedas de oro como estrellas. Habíauna concha e incluso público.

Le sorprendió a Nikanor Ivánovichque el público fuera de un solo sexo:hombres, y que todos llevaran barba.Además, también le causó sensación queen todo el teatro no hubiese una solasilla y que todos se sentaran en el suelo,perfectamente encerado y resbaladizo.

Nikanor Ivánovich, después de unosminutos de confusión —tanta gentedesconocida le azoraba—, siguió elejemplo general y se sentó en el parquet,a lo turco, acomodándose entre un

enorme barbudo pelirrojo y otrociudadano, pálido, con una barba negrabien poblada. Ninguno de los presenteshizo el menor caso a los recién llegados.

Se oyó el suave tintineo de unacampanilla, se apagó la luz en la sala yse corrió el telón, descubriendo en elescenario iluminado un sillón y unamesa, sobre la que había una campanillade oro. El fondo del escenario era deterciopelo negro.

De entre bastidores salió un actorcon esmoquin, bien afeitado y peinadocon raya. Era joven y agradable. Elpúblico de la sala se animó y todos sevolvieron hacia el escenario. El actor se

acercó a la concha y se frotó las manos.—Qué, ¿todavía están aquí? —

preguntó con voz suave de barítono,sonriendo al público.

—Aquí estamos —respondieron encoro voces de tenor y de bajo.

—Humm... —pronunció el actorpensativo—. ¡No comprendo cómo noestán hartos! ¡La gente normal está ahoraen la calle, disfrutando del sol y delcalor de primavera, y ustedes aquí, en elsuelo, metidos en una sala asfixiante!¿Es que el programa es tan interesante?Por otra parte, sobre gustos no hay nadaescrito —concluyó filosófico el actor.

Entonces cambió el timbre y el tono

de su voz y anunció alegremente:—Bien, el próximo número de

nuestro programa es Nikanor IvánovichBosói, presidente de la Comunidad deVecinos y director de un comedordietético. ¡Por favor, Nikanor Ivánovich!

El público respondió con unaovación unánime. El sorprendidoNikanor Ivánovich desorbitó los ojos, yel presentador, levantando la mano paraevitar las luces del escenario, lo buscóentre el público con la mirada y le hizouna seña cariñosa para que se leacercara. Nikanor Ivánovich se encontróen el escenario sin saber cómo. Lasluces de colores le cegaron los ojos y en

la sala los espectadores se hundieron enla oscuridad.

—Bueno, Nikanor Ivánovich, ustedtiene que dar ejemplo —dijo el jovenactor con voz amable—, entregue lasdivisas.

Todos estaban en silencio. NikanorIvánovich recobró la respiración yempezó a hablar:

—Les juro por Dios que...Pero no tuvo tiempo de concluir

porque la sala estalló en gritosindignados. Nikanor Ivánovich, muyconfundido, se calló.

—Según me parece haber entendido—dijo el que llevaba el programa—,

usted ha querido jurarnos por Dios queno tiene divisas —y le miró con cara decompasión.

—Eso es, no tengo —contestóNikanor Ivánovich.

—Bien —siguió el actor—,entonces... perdone mi indiscreción, ¿dequién son los cuatrocientos dólares,encontrados en el cuarto de baño de lacasa que habitan su esposa y ustedexclusivamente?

—¡Son mágicos! —se oyó una vozirónica en la sala a oscuras.

—Eso es, mágicos —contestótímidamente Nikanor Ivánovich; no sesabía si al actor o a la sala sin luz, y

explicó—: ha sido el demonio, elintérprete de los cuadros que me losdejó en mi casa.

De nuevo se oyó una explosión en lasala. Cuando todos se callaron, el actordijo:

—¡Vean ustedes qué fábulas de LaFontaine tiene que oír uno! ¡Que ledejaron cuatrocientos dólares! Todosustedes son traficantes de divisas, medirijo a ustedes como especialistas: ¿lesparece posible todo esto?

—No somos traficantes de divisas—sonaron voces ofendidas—, ¡pero esoes imposible!

—Estoy completamente de acuerdo

—dijo el actor con seguridad—, quieroque me contesten a esto: ¿qué se puededejar en una casa ajena?

—¡Un niño! —gritó alguien en lasala.

—Tiene mucha razón —afirmó elpresentador—, un niño, una cartaanónima, una octavilla, una bombaretardada y muchas más cosas, pero anadie se le ocurre dejar cuatrocientosdólares, porque semejante idiota todavíano ha nacido —y volviéndose haciaNikanor Ivánovich añadió con aire tristede reproche—: Me ha disgustadomucho, Nikanor Ivánovich, yo queesperaba tanto de usted. Nuestro número

no ha resultado.Se oyeron silbidos para Nikanor

Ivánovich.—¡Éste sí que es un traficante de

divisas! —gritaban—. ¡Por culpa degente como él tenemos que estar aquí,padeciendo sin motivo!

—No le riñan —dijo el presentadorcon voz suave—, ya se arrepentirá —ymirando a Nikanor Ivánovich con susojos azules llenos de lágrimas, añadió—: bueno, váyase a su sitio.

Después el actor tocó la campanillay anunció con voz fuerte:

—¡Entreacto, sinvergüenzas!Nikanor Ivánovich, impresionado

por su participación involuntaria en elprograma teatral, se encontró de nuevoen el suelo. Soñó que la sala se sumía enla oscuridad y en las paredes aparecíanunos letreros en rojo que decían:«¡Entregue las divisas!». Luego se abrióel telón de nuevo y el presentadorinvitó:

—Por favor, Serguéi GerárdovichDúnchil, al escenario.

Dúnchil resultó ser un hombre deunos cincuenta años y de aspectovenerable, pero muy descuidado.

—Serguéi Gerárdovich —le dijo elpresentador—, usted lleva aquí más demes y medio ya y se niega

obstinadamente a entregar las divisasque le quedan, mientras el país lasnecesita y a usted no le sirven de nada.A pesar de todo no quiere ceder. Ustedes un hombre cultivado, me comprendeperfectamente y no quiere ayudarme.

—Lo siento mucho, pero no puedohacer nada porque ya no me quedandivisas —contestó Dúnchiltranquilamente.

—¿Y tampoco tiene brillantes? —preguntó el actor.

—Tampoco.El actor se quedó cabizbajo y

pensativo, luego dio una palmada. Deentre bastidores salió al escenario una

dama de edad, vestida a la moda, esdecir, llevaba un abrigo sin cuello y unsombrerito minúsculo. La dama parecíapreocupada. Dúnchil la miró sininmutarse.

—¿Quién es esta señora? —preguntóel presentador a Dúnchil.

—Es mi mujer —contestó éste condignidad, y miró con cierta repugnanciael cuello largo de la señora.

—La hemos molestado, madameDúnchil —se dirigió a la dama elpresentador—, por la siguiente razón:queremos preguntarle si su esposo tienetodavía divisas.

—Lo entregó todo la otra vez —

contestó nerviosa la señora Dúnchil.—Bueno —dijo el actor—, si es así,

¡qué le vamos a hacer! Si ya haentregado todo, no nos queda otroremedio que despedirnos de SerguéiGerárdovich —y el actor hizo un gestomajestuoso.

Dúnchil se volvió con dignidad ymuy tranquilo se dirigió haciabastidores.

—¡Un momento! —le detuvo elpresentador—. Antes de que se despidaquiero que vea otro número de nuestroprograma —y dio otra palmada.

Se corrió el telón negro del fondodel escenario y apareció una hermosa

joven con traje de noche, llevando unabandeja de oro con un paquete grueso,atado como una caja de bombones, y uncollar de brillantes que irradiaba lucesrojas y amarillas.

Dúnchil dio un paso atrás y se pusopálido. La sala enmudeció.

—Dieciocho mil dólares y un collarvalorado en cuarenta mil rublos en oro—anunció el actor con solemnidad—guardaba Serguéi Gerárdovich en laciudad de Járkov, en casa de su amanteIda Herculánovna Vors. Es para nosotrosun placer tener aquí a la señorita Vors,que ha tenido la amabilidad deayudarnos a encontrar este tesoro

incalculable, pero inútil en manos de unpropietario. Muchas gracias, IdaHerculánovna.

La hermosa joven sonrió, dejandover su maravillosa dentadura, y semovieron sus espesas pestañas.

—Y bajo su máscara de dignidad —el actor se dirigió a Dúnchil— seesconde una araña avara, un embusterosorprendente, un mentiroso. Nos haagotado a todos en un mes de absurdaobstinación. Váyase a casa y que elinfierno que le va a organizar su mujerle sirva de castigo.

Dúnchil se tambaleó y estuvo apunto de caerse, pero unas manos

compasivas le sujetaron. Entonces cayóel telón rojo y ocultó a los que estabanen el escenario.

Estrepitosos aplausos sacudieron lasala con tanta fuerza, que a NikanorIvánovich le pareció que las luces deltecho empezaban a saltar. Y cuando eltelón se alzó de nuevo, en el escenariosólo había quedado el presentador.Provocó otra explosión de aplausos,hizo una reverencia y habló:

—En nuestro programa Dúnchilrepresenta al típico burro. Ya lescontaba ayer que esconder divisas esalgo totalmente absurdo. Les aseguroque nadie puede sacarles provecho en

ninguna circunstancia. Fíjense, porejemplo, en Dúnchil. Tiene un sueldomagnífico y no carece de nada. Tiene unpiso precioso, una mujer y una hermosaamante. ¿No les parece suficiente? ¡Puesno! En lugar de vivir en paz, sin llevarsedisgustos, y entregar las divisas y lasjoyas, este imbécil interesado haconseguido que le pongan en evidenciadelante de todo el mundo y, por si fuerapoco, se ha buscado una buenacomplicación familiar. Bien, ¿quiénquiere entregar? ¿No hay voluntarios?En ese caso vamos a seguir con elprograma. Ahora, con nosotros, elfamosísimo talento, el actor Savva

Potápovich Kurolésov, invitadoespecial, que va a recitar trozos de «Elcaballero avaro», del poeta Pushkin.

El anunciado Kurolésov no tardó enaparecer en escena. Era un hombregrande y entrado en carnes, con frac ycorbata blanca. Sin ningún preámbulopuso cara taciturna, frunció el entrecejoy empezó a hablar con voz poco natural,mirando de reojo a la campanilla deoro:

«Igual que un joven ninfo seimpacienta

por ver a su amadadisoluta...»

Y Kurolésov confesó muchas cosasmalas.

Nikanor Ivánovich escuchó lo quedecía sobre una pobre viuda, que estuvode rodillas bajo la lluvia, sollozandodelante de él, pero no consiguióconmover el endurecido corazón delactor.

Antes de su sueño NikanorIvánovich no tenía ni la menor idea de laobra del poeta Pushkin, pero, sinembargo, a él le conocía perfectamente yrepetía a diario frases como: «¿Y quiénva a pagar el piso? ¿Pushkin?», o «¿Labombilla de la escalera? ¡La habráquitado Pushkin!» «¿Y quién va a

comprar el petróleo? ¿Pushkin?»...Ahora, al conocer parte de su obra,

Nikanor Ivánovich se puso muy triste, seimaginó a una mujer bajo la lluvia derodillas, rodeada de niños, y pensó:

«¡Qué tipo es este Kurolésov!».Kurolésov seguía confesando cosas,

subiendo la voz cada vez más y terminópor aturdir por completo a NikanorIvánovich, porque se dirigía a alguienque no estaba en el escenario y secontestaba a sí mismo por el ausentellamándose bien «señor» o «barón», obien «padre» o «hijo», o de «tú» o de«usted».

Nikanor Ivánovich sólo comprendió

que el actor murió de una manera muycruel, después de gritar: «¡Las llaves,mis llaves!», luego cayó al suelo,gimiendo y arrancándose la corbata conmucho cuidado.

Después de morirse, Kurolésov selevantó, se sacudió el polvo delpantalón de su frac, hizo una reverencia,esbozó una sonrisa falsa y se retiróacompañado de aplausos aislados. Elpresentador habló de nuevo:

—Hemos admirado la magníficainterpretación que Savva Potápovich hahecho de «El caballero avaro». Estecaballero esperaba verse rodeado porgraciosas ninfas y un sinfín de cosas

agradables. Pero ya han visto ustedesque no le sucedió nada por el estilo, nole rodearon las ninfas, no le rindieronhomenaje las musas y no construyóningún palacio, al contrario, acabó muymal; se fue al cuerno de un ataque alcorazón, acostado sobre su baúl condivisas y piedras preciosas. Lesprevengo que les puede suceder algoigual o peor ¡si no entregan las divisas!

No sabemos si fue el efecto de lapoesía de Pushkin o el discurso prosaicodel presentador, pero de repente en lasala se oyó una voz tímida:

—Entrego las divisas.—Haga el favor de subir al

escenario —invitó amablemente elpresentador mirando hacia la sala aoscuras.

Un hombre pequeño y rubio aparecióen el escenario. A juzgar por su pinta,hacía más de tres semanas que no seafeitaba.

—Dígame, por favor, ¿cómo sellama?

—Nikolái Kanavkin —respondióazorado el hombre.

—Mucho gusto, ciudadanoKanavkin. ¿Bien?

—Entrego —dijo Kanavkin en vozbaja.

—¿Cuánto?

—Mil dólares y doscientos rublosen oro.

—¡Bravo! ¿Es todo lo que tiene?El presentador clavó sus ojos en los

de Kanavkin, y a Nikanor Ivánovich lepareció que los ojos del actor despedíanrayos que atravesaban a Kanavkin comosi fuera rayos X. El público contuvo larespiración.

—¡Le creo! —exclamó por fin elactor apagando su mirada—, ¡le creo!¡Estos ojos no mienten! Cuántas veceshe repetido que la principalequivocación que cometen ustedes esmenospreciar los ojos humanos. Quieroque comprendan que la lengua puede

ocultar la verdad, pero los ojos ¡jamás!Por ejemplo, si a usted le hacen unapregunta inesperada, usted puede noinmutarse, dominarse en seguida,sabiendo perfectamente qué tiene quedecir para ocultar la verdad y decirlocon todo convencimiento sin cambiar deexpresión. Pero, la verdad, asustada porla pregunta, salta a sus ojos un instantey... ¡todo ha terminado! La verdad no hapasado inadvertida y ¡usted estádescubierto!

Después de pronunciar estaspalabras tan convincentes con muchocalor, el actor inquirió con suavidad.

—Bueno, Kanavkin, ¿dónde lo tiene

escondido?—Donde mi tía Porojóvnikova, en la

calle Prechístenka.—¡Ah! Pero... ¿no es en casa de

Claudia Ilínishna?—Sí.—¡Ah, ya sé, ya sé!... ¿En una casita

pequeña? ¿Con un jardincillo enfrente?¡Cómo no, sí que la conozco! ¿Y dóndelos ha metido?

—En el sótano, en una caja debombones...

El actor se llevó las manos a lacabeza.

—Pero, ¿han visto ustedes algoigual? —exclamó disgustado—. ¡Pero si

se van a cubrir de moho! ¿Es que sepueden confiar divisas a personas así?¿Eh? ¡Como si fuera un crío pequeño!

El mismo Kanavkin comprendió quehabía sido una barbaridad y bajó sucabeza melenuda.

—El dinero —seguía el actor—tiene que estar guardado en un bancoestatal, en un local seco y bien vigilado,pero no en el sótano de una tía donde,entre otras cosas, lo pueden estropearlas ratas. ¡Es vergonzoso, Kanavkin, nique fuera un niño pequeño!

Kanavkin ya no sabía dónde metersey hurgaba, azorado, el revés de suchaqueta.

—Bueno —se ablandó el actor—,olvidemos el pasado... —y añadió—:por cierto, y ya para terminar de unavez... y no mandar dos veces el coche...,¿esa tía suya también tiene algo?

Kanavkin, que no se esperaba esteviraje, se estremeció y en la sala se hizoun silencio.

—Oiga, Kanavkin... —dijo elpresentador con una mezcla de reprochey cariño—, ¡yo que estaba tan contentocon usted! ¡Y que de pronto se metuerce! ¡Es absurdo, Kanavkin! Acabode hablar de los ojos. Sí, veo que su tíatambién tiene algo. ¿Por qué nos haceperder la paciencia?

—¡Sí tiene! —gritó Kanavkin condesparpajo.

—¡Bravo! —gritó el presentador.—¡Bravo! —aulló la sala.Cuando todos se hubieron calmado,

el presentador felicitó a Kanavkin, leestrechó la mano, le ofreció su cochepara llevarle a casa y ordenó a alguienentre bastidores que el mismo cochefuera a recoger a la tía, invitándola aque se presentara en el auditoriofemenino.

—Ah, sí, quería preguntarle, ¿no ledijo su tía dónde guardaba el dinero? —preguntó el presentador ofreciendo aKanavkin un cigarrillo y fuego.

Éste sonrió con cierta angustiamientras lo encendía.

—Le creo, le creo —respondió elactor suspirando—. La vieja es tanagarrada que sería incapaz de contárselono ya a su sobrino, ni al mismo diablo.Bueno, intentaremos despertar en ellaalgunos sentimientos humanos. A lomejor no se han podrido todas lascuerdas en su alma de usurera. ¡Adiós,Kanavkin!

Y el afortunado Kanavkin se fue. Elpresentador preguntó si no había másvoluntarios que quisieran entregardivisas, pero la sala respondió con unsilencio.

—¡No lo entiendo! —dijo el actorencogiéndose de hombros, y le cubrió eltelón.

Se apagaron las luces y por unosinstantes todos estuvieron a oscuras.Lejos se oía una voz nerviosa, de tenor,que cantaba:

«Hay montones de oro que sóloa mí pertenecen...»

Luego llegó el rumor sordo de unosaplausos.

—En el teatro de mujeres algunaestará entregando —habló de pronto elvecino pelirrojo y barbudo de Nikanor

Ivánovich, y añadió con un suspiro—:¡si no fuera por mis gansos! Tengogansos de lucha en Lianósovo... La van apalmar sin mí. Es un ave de lucha muydelicada, necesita muchos cuidados. ¡Sino fuera por los gansos! Porque lo quees Pushkin... a mí no me dice nada —ysuspiró.

Se iluminó la sala y NikanorIvánovich soñó que por todas las puertasentraban cocineros con gorros blancos ygrandes cucharones. Unos pinchesentraron en la sala una gran perola llenade sopa y una cesta con trozos de pannegro. Los espectadores se animaron.Los alegres cocineros corrían entre los

amantes del teatro, servían la sopa yrepartían el pan.

—A comer, amigos —gritaban loscocineros—, ¡y a entregar las divisas!¡Qué ganas tenéis de estar aquí,comiendo esta porquería! Con lo bienque se está en casa, tomando unacopita...

—Tú, por ejemplo, ¿qué haces aquí?—se dirigió a Nikanor Ivánovich uncocinero gordo con el cuellocongestionado, y le alargó un plato conuna hoja de col nadando solitaria en unlíquido.

—¡No tengo! ¡No tengo! ¡No tengo!—gritó Nikanor Ivánovich con voz

terrible—. Lo entiendes, ¡no tengo!—¿No tienes? —vociferó el

cocinero amenazador—, ¿no tienes? —preguntó de nuevo con voz cariñosa demujer—. Bueno, bueno —decía,tranquilizador, convirtiéndose en laenfermera Praskovia Fédorovna.

Ésta sacudía suavemente a NikanorIvánovich, cogiéndole por los hombros.

Se disiparon los cocineros ydesaparecieron el teatro y el telón.Nikanor Ivánovich, con los ojos llenosde lágrimas, vio su habitación delsanatorio y a dos personas con batasblancas, pero no eran los descaradoscocineros con sus consejos

impertinentes, sino el médico yPraskovia Fédorovna que tenía en susmanos un platillo con una jeringuillacubierta de gasa.

—¡Pero qué es esto! —decíaamargamente Nikanor Ivánovich,mientras le ponían la inyección—. ¡Si notengo! ¡Que Pushkin les entregue lasdivisas! ¡Yo no tengo!

—Bueno, bueno —le tranquilizabala compasiva Praskovia Fédorovna—, sino tiene, no pasa nada.

Después de la inyección, NikanorIvánovich se sintió mejor y durmió sinsueños.

Pero su desesperación pasó a la

habitación 120, donde otro enfermodespertó y se puso a buscar su cabeza;luego a la 118, donde el desconocidomaestro empezó a inquietarse,retorciéndose las manos, acongojado,mirando la luna y recordando la últimanoche de su vida, aquella amarga nochede otoño, la franja de luz debajo de lapuerta y el pelo desrizado.

De la 118 la angustia voló por elbalcón hacia Iván, que despertóllorando.

El médico no tardó en tranquilizar atodos los soliviantados y pronto sedurmieron. El último en dormirse fueIván, que lo hizo ya cuando el río

empezó a clarear. Le llegó la calmacomo si se fuera acercando una ola y lefuera cubriendo, a medida que elmedicamento le iba llegando a todo elcuerpo. Se le hizo éste más ligero y labrisa suave del sueño le refrescaba lacabeza. Se durmió oyendo el cantarmatinal de los pájaros en el bosque.Pronto se callaron. Iván empezó a soñarcon el sol que descendía sobre el monteCalvario, que estaba cerrado por undoble cerco...

16La ejecución

El sol descendía sobre el monteCalvario, que estaba cerrado por undoble cerco.

El ala de caballería que habíacortado el camino al procurador cercadel mediodía, salió al trote hacia laPuerta de Hebrón. El camino ya estabapreparado. Los soldados de infanteríade la cohorte de Capadocia empujaronhacia los lados a la muchedumbre, mulasy camellos, y el ala, levantandoremolinos blancos de polvo, que

llegaban hasta el cielo, trotó hasta elcruce de dos caminos: el del sur, queconducía a Bethphage, y el del noroeste,que llevaba a Jaffa. El ala siguiócabalgando por el camino del noroeste.Después de haber desviado lascaravanas que se precipitaban aJershalaím para la fiesta, los mismossoldados de Capadocia se habíandispersado por los bordes del camino.Detrás de los capadocios se agrupabanlos peregrinos que habían abandonadosus provisionales tiendas de campaña arayas, instaladas directamente en lahierba. El ala recorrió cerca de unkilómetro, adelantó a la segunda cohorte

de la legión Fulminante y, después deotro kilómetro de marcha, se acercó a laprimera, que se hallaba al pie del monteCalvario. Aquí se bajaron de loscaballos. El comandante dividió el alaen pelotones que rodearon toda la faldadel pequeño monte, dejando libre sólouna subida, la del camino de Jaffa.

Al poco rato se acercó al monte lasegunda cohorte y formó un segundocírculo.

Por fin llegó la centuria dirigida porMarco Matarratas. Avanzaba por elcamino formando dos largas cadenas, y,entre las cuales, bajo la escolta de laguardia secreta, iban en carro los tres

condenados, cada uno con una tablablanca en el cuello, donde se leía«bandido y rebelde» en dos idiomas,arameo y griego.

El carro de los condenados ibaseguido por otros, cargados con tablonesrecién cepillados, con travesaños,cuerdas, palas, cubos y hachas. En estoscarros iban seis verdugos. Les seguían,montados a caballo, el centurión Marco,el jefe de la guardia del templo deJershalaím y ese mismo hombre decapuchón con el que Pilatos había tenidouna entrevista muy breve en lahabitación ensombrecida del palacio.

Cerraba la procesión una cadena de

soldados seguida por unos dos milcuriosos que no se habían asustado delcalor agobiante, que deseabanpresenciar el interesante espectáculo. Alos curiosos de la ciudad se habíanunido los curiosos peregrinos, a los quedejaban colocarse en la cola de laprocesión libremente. La procesiónempezó a ascender al monte Calvario,acompañada por los gritos agudos de losheraldos, que seguían la columna yrepetían lo que Pilatos proclamara cercadel mediodía.

El ala de caballería dejó pasar atodos, pero la segunda centuria sólo alos que tenían relación directa con la

ejecución, y luego, con rápidasmaniobras, dispersó alrededor delmonte a toda la muchedumbre de talmanera, que ésta se encontró entre elcerco de infantería, arriba, y el de lacaballería abajo. Ahora podía ver laejecución a través de la cadena suelta delos soldados de infantería.

Habían pasado tres horas desde quela procesión iniciara la marcha hacia elmonte, y el sol descendía ya sobre elCalvario, pero el calor todavía erainsoportable, y los soldados de amboscercos sufrían del bochorno, se aburríany maldecían con el alma a los trescondenados, deseándoles sinceramente

una muerte rápida.El pequeño comandante del ala de

caballería, que se encontraba al pie delmonte, junto al único paso abierto desubida, con la frente mojada y la espaldade la camisa oscurecida por el sudor, nohacía más que acercarse a un cubo decuero, coger agua con las manos, bebery mojarse el turbante. Después sentíacierto alivio, se apartaba y empezaba arecorrer de arriba abajo el caminopolvoriento que conducía a la cumbre.Su larga espada golpeaba el trenzado decuero de sus botas. El comandantequería dar a sus soldados ejemplo deresistencia, pero sentía pena de ellos y

les permitió que, con sus lanzashincadas en tierra, formaran pirámides ylas cubrieran con sus capas blancas. Lossirios se escondían bajo estasimprovisadas cabañas del implacablesol. Los cubos se vaciaban uno tras otro,y los soldados de distintos pelotones seturnaban para ir por agua a undespeñadero al pie del monte donde, ala escasa sombra de unos escuálidosmorales, acababa sus días en medio deaquel calor infernal un turbio riachuelo.Allí mismo, siguiendo el movimiento dela sombra, se aburrían los palafreneros,sujetando a los cansados caballos.

El agobio de los soldados y las

maldiciones que dirigían a loscondenados eran comprensibles.Afortunadamente, no se habíanconfirmado los temores del procuradorde que en su odiado Jershalaím seorganizaran disturbios durante laejecución, y, cuando llegó la cuarta horadel suplicio, entre la cadena superior deinfantería y la inferior, de caballería,contra todo lo supuesto no quedabanadie. El sol, quemando a lamuchedumbre, la había arrojado aJershalaím. Detrás de las dos cadenasde las centurias romanas sólo quedabandos perros, que no se sabía a quiénpertenecían ni a qué se debía su

aparición en el monte. Pero también aellos les venció el calor y se tumbaroncon la lengua fuera, sin hacer ningúncaso de las lagartijas verdes, únicosseres que, sin temor al sol, corrían entrelas piedras caldeadas y las plantastrepadoras con grandes pinchos.

Nadie intentó llevarse a loscondenados ni en Jershalaím, invadidopor las tropas, ni allí, en el montecercado; y la gente volvió a la ciudad,porque en la ejecución no había habidonada interesante. Mientras tanto, en laciudad seguían los preparativos para lagran fiesta de Pascua, que empezabaaquella misma tarde.

La infantería romana lo estabapasando peor aún que los soldados decaballería. El centurión Matarratas sólopermitió a sus soldados quitarse losyelmos y cubrirse la cabeza con bandasblancas mojadas en agua, pero lesobligaba a permanecer de pie, con laslanzas en mano. Él mismo, con unabanda seca en la cabeza, se movía juntoal grupo de verdugos sin quitarse el petocon cabezas doradas de león, lasespinilleras, la espada y el cuchillo. Elsol caía sobre el centurión sin hacerleningún daño, y no se podía mirar a lascabezas de león que hervían al sol yquemaban los ojos con su reflejo.

El rostro desfigurado de Matarratasno expresaba cansancio ni descontento,y daba la impresión que el centurióngigante era capaz de seguir caminandodurante todo el día, la noche y el díasiguiente, todo el tiempo que fueranecesario. Seguía andando de la mismamanera, con las manos en el pesadocinturón con chapas de cobre, dirigiendoseveras miradas a los postes de losejecutados o a los soldados en cadena,dando patadas con la mismaindiferencia, con su calzado de cuero, alos huesos humanos blanqueados por eltiempo y a los pequeños sílices queencontraba a su paso.

El hombre del capuchón se habíasituado cerca de los maderos, en unabanqueta de tres patas, permanecíainmóvil, apacible, aunque de vez encuando revolvía aburrido la arena conuna ramita.

No es del todo cierto que detrás dela cadena de legionarios no habíaquedado nadie. Había un hombre, perono todos podían verlo. No estaba dondeel camino abierto subía al monte y desdedonde mejor podía verse la ejecución,sino en la parte norte, donde lapendiente no era suave, ni accesible,sino desigual, con grietas y fallas, dondeun moral enfermo trataba de sobrevivir,

aferrándose a la seca y resquebrajadatierra, maldita por el cielo.

Y precisamente allí bajo un árbolque no daba sombra, se había instaladoel único espectador que no participabaen la ejecución. Desde el principio, esdecir, hacía ya más de tres horas, estabasentado en una piedra. Había elegidopara observar los acontecimientos no lamejor posición, sino precisamente lapeor. De todas formas podía ver lospostes y, a través de la cadena desoldados, las dos manchas relucientes enel pecho del centurión; al parecer, estoera suficiente para el hombre que queríapasar inadvertido y sin que nadie le

molestara. Pero cuatro horas antes,cuando el proceso de la ejecución dabacomienzo, el comportamiento de estehombre había sido muy distinto. Pudohaber sido señalado, por lo que tuvo quecambiar su actitud y aislarse.

Cuando la procesión coronó elmonte, dejando atrás la cadena desoldados, apareció este hombre conmiedo de llegar tarde. Iba sofocado,corría, más que andaba, por el monte,empujaba a la gente y, al darse cuenta deque delante de él y del resto de lamuchedumbre se cerraba la cadena, hizoun ingenioso intento de pasar entre lossoldados al lugar de la ejecución, donde

los condenados descendían del carro,haciendo como que no entendía losexcitados gritos de los romanos. Recibióun fuerte golpe en el pecho con elextremo romo de una lanza y de un saltose apartó de los soldados, a la vez queexhalaba un grito desesperado exento dedolor. Dirigió una mirada turbia ycompletamente indiferente al legionarioque acababa de pegarle, como si fuerainsensible al dolor físico.

Corrió alrededor del monte,tosiendo y ahogándose, con las manos enel pecho, tratando de encontrar un claroen la cadena de soldados por dondepudiera pasar. Pero ya era tarde y la

cadena se había cerrado. Y el hombre,con la cara desfigurada por elsufrimiento, tuvo que renunciar a susdeseos de acercarse a los carros, de losque ya habían bajado los maderos. Susintentos no le habían conducido a nada;además podían haberle prendido, y eneste día eso no entraba para nada en susplanes.

Por eso había ido a instalarse en elbarranco, donde estaba tranquilo y nadiele iba a molestar.

Ahora, este hombre de barbasnegras, con los ojos llorosos por el sol yel insomnio, permanecía sentado en unapiedra. Estaba apesadumbrado.

Abría, suspirando, su taled gastadoen las peregrinaciones, que, de azulceleste, se había convertido en grisáceo,se descubría el pecho golpeado, por elque chorreaba el sudor sucio, o, conexpresión de insoportable dolor,levantaba los ojos al cielo, observandolas aves que volaban en lo altodescribiendo grandes circunferencias, enespera de un próximo festín; o clavabasu mirada de desesperación en la tierraamarillenta, viendo una calavera deperro medio deshecha y lagartijas quecorrían a su alrededor.

El sufrimiento del hombre era tanintenso, que a veces se ponía a hablar

consigo mismo.—Oh, imbécil de mí... —

murmuraba, tambaleándose en la piedra,en medio de su dolor, mientras arañabacon las uñas su pecho moreno—.¡Imbécil, mujerzuela insensata, cobarde!¡Soy una carroña y no un hombre!

Luego se callaba, bajaba la cabeza y,después de beber agua templada de unacalabaza, parecía revivir. Agarraba elcuchillo escondido en el pecho bajo eltaled o un trozo de pergamino, que teníaenfrente en una piedra, con un frasco detinta y un palito.

En el pergamino había ya variascosas escritas.

«Corren los minutos y yo, LevíMateo, estoy en el Calvario, ¡pero lamuerte no llega!»

Y después:«Desciende el sol, pero la muerte no

llega.»Ahora Leví Mateo apuntó,

desesperado, con el palito:«¡Dios! ¿Por qué te enojas con él?

Mándale la muerte.»Al escribirlo, sollozó sin lágrimas y

de nuevo se arañó el pecho con las uñas.Leví estaba desesperado a causa de

la trágica mala suerte que habían tenidoJoshuá y él, y además, por la graveequivocación que había cometido Leví,

según él mismo pensaba. AnteayerJoshuá y Leví se hallaban en Bethphage,cerca de Jershalaím, donde habían sidoinvitados por un hortelano al quegustaron sobremanera las predicacionesde Joshuá. Los dos huéspedes habíanestado trabajando toda la mañana en lahuerta para ayudar al dueño y pensabanmarchar a Jershalaím hacia la noche,cuando refrescara. Pero Joshuá teníaprisa, explicó que le esperaba un asuntoinaplazable en Jershalaím y marchósolo, hacia el mediodía. Ésta fue laprimera equivocación que cometió LevíMateo. ¿Por qué? ¿Por qué le habíadejado marchar solo?

Por la tarde Mateo no pudo ir aJershalaím. Le había atacado unadolencia inesperada y terrible.Temblaba, su cuerpo se había llenado defuego, chasqueaba con los dientes ypedía agua a cada instante.

No podía ir a ningún sitio. Cayósobre un telliz en el cobertizo delhortelano y permaneció allí hasta elamanecer del viernes, cuando laenfermedad abandonó a Leví taninesperadamente como le habíaacometido. Aunque se sentía débil y letemblaban las piernas, angustiado por elpresentimiento de una desgracia, sedespidió del dueño y se dirigió a

Jershalaím. Allí supo que supresentimiento no le había engañado yque la desgracia había ocurrido. Levíestaba entre la muchedumbre y oyó alprocurador anunciar la sentencia.

Mientras llevaban a los condenadosal monte, Leví corría junto a la cadenade soldados entre los curiosos tratandode hacer una señal a Joshuá, comodiciéndole que él, Leví, estaba allí, queno le había abandonado en su últimocamino y que rezaba para que la muertellegara cuanto antes. Pero Joshuá, quemiraba a lo lejos, hacia donde lellevaban, no le vio.

Cuando la procesión había

avanzado, y a Mateo le empujaba lamuchedumbre hacia la misma cadena desoldados, se le ocurrió una idea sencillay genial, e inmeditamente el apasionadoMateo empezó a maldecirse por nohaber caído antes en aquella idea. Lahilera de soldados no era muy densa,entre ellos había huecos. Con un poco deastucia y habilidad se podía pasar entredos legionarios, correr hasta el carro ysubirse en él. Entonces Joshuá estaría asalvo del sufrimiento.

No hacía falta más que un instantepara clavarle a Joshuá un cuchillo en laespalda, gritándole: «¡Joshuá! ¡Te salvoy me voy contigo! ¡Yo, Leví Mateo, tu

único y fiel discípulo!».Si Dios le bendijera con otro

instante más, podría darle tiempo dequitarse la vida él también, evitando lamuerte en el madero. Aunque esto últimoera lo que menos interesaba a Leví, elque fue recaudador de contribuciones.Le daba lo mismo cómo fuera su propiamuerte. Sólo deseaba que Joshuá, quenunca había hecho a nadie daño alguno,fuera liberado del suplicio.

El plan era acertado, pero había unproblema: que Leví no tenía cuchillo.Tampoco tenía ni una moneda.

Indignado consigo mismo, Levíescapó de la muchedumbre y corrió a la

ciudad. Una idea febril se le habíafijado en la cabeza: conseguir elcuchillo y alcanzar la procesión.

Llegó corriendo hasta la entrada dela ciudad, evitando las caravanas queafluían a Jershalaím, y vio a su izquierdala puerta abierta de una tiendecilladonde vendían pan. Sofocado por sucarrera bajo el sol ardiente, Leví tratóde dominarse, entró en la tienda contranquilidad, saludó a la dueña queestaba detrás del mostrador y le pidióque le alcanzara del estante de arriba unpan que le había gustado especialmente.Mientras ella se volvía, rápidamente ysin decir una palabra, cogió del

mostrador un cuchillo de pan, largo,afilado como una navaja, y echó a correrfuera de la tienda.

A los pocos minutos estaba de nuevoen el camino de Jaffa Pero ya no vio laprocesión. Echó a correr. De vez encuando tenía que tenderse sobre el polvopara recobrar la respiración. Y así sequedaba, sorprendiendo a los quepasaban a pie o montados en mulashacia Jershalaím. Permanecía echado,sintiendo los latidos de su corazón nosólo en el pecho, sino también en losoídos y en la cabeza. Una vez recobradose levantaba de un salto y seguíacorriendo, aunque cada vez más

despacio. Por fin, pudo ver en la lejaníala larga procesión envuelta en una nubede polvo. Estaba ya al pie del monte.

—¡Oh, Dios! —gimió Leví,comprendiendo que iba a llegar tarde.

Y había llegado tarde.Transcurrida la cuarta hora de la

ejecución, el sufrimiento llegó a sulímite y Leví se llenó de ira.

Se levantó de la piedra, tiró al sueloel cuchillo robado —inútilmente,pensaba ahora—, aplastó con el pie lacalabaza, quedándose sin agua, se quitóel kefi de la cabeza, agarró sus escasoscabellos y comenzó a maldecirse.

Se maldecía exclamando palabras

sin sentido, rugía y escupía, denigrandoa sus padres que habían traído al mundoa un ser tan imbécil.

Como viera que maldiciones yjuramentos no servían para nada, y quenada cambiaba bajo el sol achicharranteapretó sus puños secos y, entornando losojos, los levantó al cielo, hacia el solque se deslizaba cada vez más bajo,alargando las sombras y desapareciendopor fin, para caer al mar Mediterráneo.Y exigió a Dios un milagro.

Exigía a Dios que mandara la muertea Joshuá en aquel mismo instante.

Al abrir los ojos se convenció deque en el monte nada había cambiado,

excepto las manchas que ardían en elpecho del centurión y que ahora sehabían apagado. El sol enviaba susrayos contra las espaldas de losejecutados que miraban a Jershalaím.Entonces Leví gritó:

—¡Dios, te maldigo!Gritaba con voz ronca que se había

convencido de la injusticia divina y queno pensaba seguir creyendo.

—¡Eres sordo! —rugía Leví—. ¡Mehubieras oído de no ser así y le habríasmandado la muerte en seguida!

Cerró los ojos esperando que cayerafuego del cielo para que él mismomuriera. Pero no fue así y Leví, sin

despegar los párpados, siguió dirigiendoal cielo reproches amargos e insultantes.Hablaba a voz en grito de su completadesilusión; existían otros dioses y otrasreligiones. Sí, jamás otro dios hubieraconsentido que el sol quemara sobre unmadero a un hombre como Joshuá.

—¡Me he equivocado! —gritabaLeví, ya ronco—. ¡Eres el dios del mal!¡O acaso tienes los ojos cubiertos con elhumo de los incensarios del templo y tusoídos no oyen sino las vocesensordecedoras de los sacerdotes! ¡Noeres un dios omnipotente! ¡Eres un diosnegro! ¡Te maldigo, dios de losbandidos, eres su protector y su alma!

Algo sopló en la cara del que fuerecaudador de contribuciones y crujióbajo sus pies.

Sopló de nuevo y Leví se dio cuentaal abrir los ojos que, bien fuera por susmaldiciones o por cualquier otra razón,todo había cambiado en el mundo. El solhabía desaparecido antes de llegar almar, en el que se hundía todas las tardes.Una nube de tormenta que avanzabadesde el oeste, amenazadora einconmovible, se lo había tragado. Yahervían sus bordes con espuma blanca, ysu panza humeante tenía reflejosamarillos. El nubarrón gruñía y soltabahilos de fuego de vez en cuando. Por el

camino de Jaffa, por el pobre valle deHinnon, bajo las tiendas de losperegrinos, volaban remolinos de polvoque huían del viento, levantado derepente.

Leví calló. Trataba de comprender sila tormenta que cubriría Jershalaímtraería algún cambio a la situación delpobre Joshuá. Y entonces, al ver loshilos de fuego que cortaban la nube,empezó a pedir que un rayo diera en elmadero de Joshuá. Miraba arrepentidoal cielo limpio que aún no se habíatragado el nubarrón y donde las aves derapiña volaban sobre un ala paraescapar de la tormenta. Leví pensó que

se había apresurado tontamente en susmaldiciones, y que ahora Dios no leharía caso.

Volvió la vista hacia el pie delmonte y se fijó en el lugar donde seencontraba repartido el regimiento decaballería. Se dio cuenta de que habíahabido grandes cambios. Desde lo altoveía perfectamente a los soldados, quese agitaban, que sacaban las lanzas de latierra y se ponían las capas, a lospalafreneros que corrían por el caminollevando de las riendas a los caballosnegros. Estaba claro que el regimientose preparaba para partir. Leví,protegiéndose con una mano del polvo

que le pegaba en la cara y escupiendo,trataba de comprender qué significabanlos preparativos de la caballería.Dirigió la mirada más arriba y vio unafigura con una clámide roja que seacercaba a la plazoleta de la ejecución.El que fue recaudador de contribucionessintió frío en el corazón al presentirpróximo el final.

Quien subía por el monte cuandotranscurría la quinta hora del suplicio delos condenados, era el comandante de lacohorte que había llegado de Jershalaím,acompañado por un asistente.Obedeciendo a una indicación deMatarratas, la cadena de soldados se

abrió y el centurión saludó al tribuno.Éste se apartó con Matarratas y le dijoalgo en voz baja. El centurión saludó denuevo y se dirigió hacia el grupo deverdugos, que estaban sentados en unaspiedras junto a los maderos. Mientrastanto, el tribuno dirigió sus pasos haciael que estaba sentado en un banco detres patas; el hombre se incorporó yamablemente salió al encuentro deltribuno; también a éste le dijo algo envoz baja y se dirigieron hacia losmaderos. Se unió a ellos el jefe de laguardia del templo.

Matarratas miró con asco el montónde trapos sucios que yacían en tierra,

junto a los postes, trapos que habíansido la ropa de los condenados y que losverdugos se negaron a coger. Llamó ados de ellos y les ordenó:

—¡Seguidme!Del madero más próximo llegaba

una canción ronca y sin sentido. Agotadopor el sol y las moscas, Gestás se habíavuelto loco cuando corría la tercera horade la ejecución, y ahora cantaba por lobajo una canción sobre la uva. Decuando en cuando movía la cabezacubierta con un turbante; entonces lasmoscas se levantaban y luego volvían aposarse.

En el segundo madero, Dismás sufría

más que los otros dos, porque no perdíael conocimiento; movía la cabeza con unritmo fijo, ya a la izquierda, ya a laderecha, tocándose el hombro con laoreja.

El más feliz era Joshuá. Durante laprimera hora habían empezado a darledesmayos, luego perdió el conocimientoy dejó caer la cabeza con el turbantedeshecho. Las moscas y los tábanos lehabían cubierto de tal manera que sucara había desaparecido bajo una masaviva. Tábanos grasientos chupaban sucuerpo desnudo y amarillo, posándoseen las ingles, el vientre y las axilas.

Obedeciendo a los gestos del

hombre del capuchón, uno de losverdugos cogió una lanza y otro llevóhacia los maderos un balde y unaesponja. El primero levantó la lanza y ledio a Joshuá en los brazos, que teníaestirados y atados a los travesaños delposte, primero en uno y luego en otro. Elcuerpo con las costillas salientes seestremeció. El verdugo pasó la punta dela lanza por el vientre. Entonces Joshuálevantó la cabeza: las moscas volaroncon un murmullo y dejaron aldescubierto la cara del ejecutado,hinchada por las picaduras, con los ojoshundidos: una cara irreconocible.

Ga-Nozri despegó los párpados y

miró hacia abajo. Sus ojos, que siemprehabían sido claros, estaban turbios.

—¡Ga-Nozri! —dijo el verdugo.Ga-Nozri movió sus labios

hinchados y contestó con voz ronca, debandido.

—¿Qué quieres? ¿Para qué te hasacercado a mí?

—¡Bebe! —dijo el verdugo, y laesponja, empapada en agua, clavada enla punta de la lanza, subió hasta loslabios de Joshuá. En sus ojos brilló laalegría. Acercó la boca a la esponja ybebió con avidez. Del madero de al ladose oyó la voz de Dismás:

—¡Es una injusticia! ¡Soy igual de

bandido que él!Dismás se estiró, pero no pudo

moverse: sus brazos estaban sujetos alos travesaños con anillos de cuerda.Encogió el vientre y se agarró con lasuñas a los extremos de los travesaños, lacabeza vuelta hacia el poste de Joshuá;sus ojos estaban llenos de ira.

Una nube de polvo cubrió laplazoleta y se hizo más oscuro. Cuandoel viento se llevó el polvo, el centurióngritó:

—¡A callar el del segundo poste!Dismás se calló. Joshuá se apartó de

la esponja, y, tratando de hacer que suvoz fuera suave y convincente, pero sin

poder conseguirlo, pidió con voz roncaal verdugo:

—Dale de beber.Seguía oscureciendo. El nubarrón

había cubierto medio cielo,precipitándose hacia Jershalaím. Unasnubes blancas, hirvientes, volabandelante de la nube grande, impregnadade agua negra y de fuego. Algo brilló ysonó sobre el monte. El verdugo quitó laesponja de la lanza.

—¡Glorifica al generoso hegémono!—murmuró con solemnidad y pinchóligeramente a Joshuá en el corazón. Éstese estremeció y murmuró:

—Hegémono...

La sangre le corrió por el vientre, lamandíbula inferior se convulsionó y lacabeza quedó colgando.

Con el segundo trueno el verdugodaba de beber a Dismás, diciendo lasmismas palabras: «¡Glorifica alhegémono!»; le mató.

Gestás, enloquecido, dio un gritoasustado cuando el verdugo seaproximó, pero al tener la esponja ensus labios rugió algo y la agarró con losdientes. A los pocos segundos su cuerpocolgaba inerte, sujeto por las cuerdas.

El hombre del capuchón seguía lospasos al verdugo y al centurión, detrásde él iba el jefe de la guardia del

templo. Se detuvo ante el primermadero, miró fijamente al ensangrentadoJoshuá, le tocó un pie con su manoblanca y dijo a sus acompañantes:

—Muerto.Repitió lo mismo en los otros dos

postes.Después de esto el tribuno hizo una

señal al centurión, y, dando la vuelta,empezó a descender por el monte con eljefe de la guardia del templo y elhombre del capuchón. El monte estabasemioscuro, los relámpagos surcaban elcielo negro, que de pronto estalló enfuego, y el grito del centurión: «¡Quequiten el cerco!», se perdió en un

estrépito. Los soldados, felices, echarona correr por el monte, poniéndose losyelmos.

La oscuridad cubrió Jershalaím.La lluvia empezó de repente y

alcanzó a las centurias a la mitad delcamino de descenso. El agua caía contanta fuerza que, cuando los soldadoscorrían hacia abajo, les alcanzabanenfurecidos torrentes. Los hombresresbalaban y caían en la arcilla mojada,tenían prisa por llegar al camino llanoapenas visible entre el manto de agua,por el que se dirigía a Jershalaím lacaballería calada hasta los huesos. A lospocos minutos, en medio del vaho

humeante de la tormenta, del agua y delfuego, sólo quedó un hombre.

Agitaba el cuchillo, no en vanorobado, cayéndose en el pisoresbaladizo, agarrándose a todo lo quele venía a mano, arrastrándose a vecesde rodillas. Ansiaba llegar a losmaderos. Tan pronto desaparecía en laoscuridad total como le iluminaba unaluz temblorosa.

Al llegar a los postes, con el aguahasta los tobillos, se quitó el pesadotaled, empapado de agua, se quedó encamisa y se inclinó sobre los pies deJoshuá. Cortó las cuerdas que sujetabanlas piernas, subió al travesaño inferior,

abrazó a Joshuá y liberó sus brazos delas ataduras de arriba. El cuerpodesnudo y mojado de Joshuá cayó sobreLeví y le derrumbó. Leví quiso subírseloa los hombros en seguida, pero una ideale detuvo. Dejó en el suelo, en medio deun charco, el cuerpo con la cabezaechada hacia atrás y los brazos abiertos,y corrió por la resbaladiza masa dearcilla hacia los otros postes.

También cortó las cuerdas en ellos ydos cuerpos más se derrumbaron en elsuelo.

Pasaron unos minutos. En la cumbredel monte sólo quedaban tres postesvacíos y dos cuerpos que el agua

sacudía y removía.Ni Leví ni el cuerpo de Joshuá

estaban ya allí.

17Un día agitado

La mañana del viernes, es decir, al díasiguiente de la condenada sesión demagia, todo el personal del Varietés: elcontable Vasili Stepánovich Lástochkin,dos habilitados, las cajeras, losordenanzas, los acomodadores y lasmujeres de la limpieza, todo el personalefectivo, en vez de estar en sus puestosde trabajo, se encontraban sentados enlas ventanas que daban a la Sadóvaya,mirando lo que pasaba abajo, junto a lapuerta del Varietés. Había una cola

inmensa, de doble fila, que llegaba hastala plaza Kúdrinskaya. A la cabeza de lacola estaban cerca de dos docenas derevendedores, muy conocidos en elMoscú teatral.

En la cola reinaba la excitación, queatraía la atención de los transeúntes consus apasionados comentarios sobre lainsólita sesión de magia negra del díaanterior. El contable Vasili Stepánovichestaba muy avergonzado oyendoaquellos relatos. Él no habíapresenciado el espectáculo. Losacomodadores contaban Dios sabecuántas cosas y, entre otras, que despuésde la ya famosa sesión, algunas

ciudadanas corrían por la calle contrajes indecentes, y muchas más historiaspor el estilo. Vasili Stepánovich que eraun hombre discreto y modesto, oía todoaquello con los ojos muy abiertos ydecididamente no sabía qué medidastomar. Y lo malo era que tenía que serprecisamente él quien las tomara, ya quese había quedado solo al frente delequipo del Varietés.

Hacia las diez de la mañana, la colade impacientes había tomado talesproporciones que llegó la noticia aoídos de las milicias, y con una rapidezsorprendente se presentaron patrullas apie y a caballo, que consiguieron

mantener cierto orden en la cola. Pero,de todas maneras, la serpientekilométrica, aunque ordenada, constituíapor sí misma una gran atracción y unmotivo de asombro para los ciudadanosque pasaban por la Sadóvaya.

Esto en el exterior, pero dentro delVarietés el ambiente no era tampoco muynormal. Desde primera hora losteléfonos sonaban sin parar en losdespachos de Lijodéyev, de Rimski, enel de Varenuja y en la oficina decontabilidad.

Al principio Vasili Stepánovichintentaba dar una contestación, ocontestaba la cajera, o murmuraban algo

los acomodadores, pero luego dejaronde atender a las llamadas, porque nohabía posibilidad alguna de responder ala pregunta de dónde se encontrabanLijodéyev, Varenuja y Rimski. Alprincipio, para salir del paso, decían:«Lijodéyev está en su casa», pero lesrespondían que habían llamado a su casay allí les habían dicho que estaba en elVarietés.

Una señora, al borde de un ataque denervios, llamó exigiendo que se pusieraRimski, le aconsejaron que llamara a sumujer, y ella respondió entre sollozosque precisamente su mujer era ella y queRimski no aparecía por ningún sitio. No

había manera de entenderse en aquel lío.La mujer de la limpieza ya habíacontado a todo el mundo que cuandoentró a arreglar el despacho del directorde finanzas encontró la puerta abierta depar en par, las luces encendidas, laventana del jardín rota, el sillón tiradoen el suelo y nadie en el despacho.

A las diez y pico irrumpió en elVarietés madame Rimski. Sollozaba, seretorcía las manos. Vasili Stepánovich,apuradísimo, no sabía qué aconsejarle.A las diez y medía aparecieron lasmilicias. Y la primera pregunta —muyrazonable fue:

—¿Qué ocurre, ciudadanos? ¿Qué ha

pasado?El grupo se apartó, dejando a Vasili

Stepánovich, pálido y nervioso, frente alos milicianos. Se vio obligado a contarfrancamente lo ocurrido, es decir, que elconsejo de administración del Varietés,representado por el director general, eldirector de finanzas y el administradorhabía desaparecido en pleno y no sesabía dónde estaba, que el presentadordel programa había sido llevado a unmanicomio después de la sesión denoche del día anterior, y que, enresumen, la sesión había sido unverdadero escándalo.

A la esposa de Rimski, que seguía

sollozando, procuraron calmarla en loposible y la mandaron a casa. Lesinteresó mucho lo que contaba la mujerde la limpieza del estado en el queencontró el despacho de Rimski.Pidieron a los empleados que ocuparansus puestos y se dedicaran a susobligaciones. Poco después llegaron aledificio del Varietés los funcionarios dela Instrucción Judicial, con un perrocolor ceniza, de orejas afiladas,musculoso y con unos ojosextraordinariamente inteligentes. Entrelos empleados del Varietés se corrió enseguida la voz de que el perro era nadamenos que el famoso «Asderrombo». Y

realmente era él. Su comportamientosorprendió a todos. En cuanto entró en eldespacho del director de finanzas, sepuso a gruñir, enseñando sus aterradorescolmillos amarillentos, luego se tumbóen el suelo y, con una expresión deangustia y de rabia al mismo tiempo,avanzó arrastrándose hasta la ventanarota. Venciendo su miedo, saltó a larepisa de la ventana y, levantando suafilado morro, se puso a aullar con furia.No quería bajarse de la ventana, gruñía,se estremecía, con ganas de tirarse a lacalle.

Le sacaron del despacho y ledejaron en el vestíbulo, de allí salió por

la puerta principal y llevó a los que leseguían a la parada de taxis. Y allíperdió, al parecer, la pista que ibaolfateando. Después se lo llevaron.

El equipo de la Instrucción Judicialse instaló en el despacho de Varenuja, yuno a uno, fueron llamados todos lostestigos de los sucesos de la sesión deldía anterior. Hay que señalar que lainvestigación se encontraba a cada pasocon dificultades imprevistas. Se perdíael hilo.

¿Hubo carteles? Sí, pero por lanoche los taparon con otros nuevos yahora no quedaba ni uno. ¿De dóndellegó ese mago? ¡Quién lo sabe! ¿Quiere

decir que existía un contrato?—Es de suponer —respondía

nervioso Vasili Stepánovich.—Si se firmó, ¿tenía que haber

pasado por las manos del contable?—Sin duda alguna —contestó Vasili

Stepánovich, cada vez más nervioso.—Entonces, ¿dónde está?—No lo sé —repuso el contable,

poniéndose pálido.Efectivamente, no había ni rastro del

contrato en los archivos de contabilidad,ni en el despacho del director definanzas, ni en el de Lijodéyev, ni en elde Varenuja.

¿Cómo se llamaba el mago? Vasili

Stepánovich no lo sabía, el día anteriorno había estado en el teatro. Losacomodadores tampoco lo sabían. Lacajera, después de mucho arrugar lafrente y de pensar un buen rato, acabópor decir:

—Vo..., creo que Voland...¿O puede que no fuera Voland?

Puede que no. Puede que fuera Faland.Resultó que en el Departamento de

Extranjeros no tenían ninguna noticia deVoland ni de Faland, el mago.

Kárpov, el ordenanza, dijo que elmago se había hospedado en casa deLijodéyev. Inmediatamente fueron a lacasa. No había ningún mago. No estaba

tampoco Lijodéyev. Ni Grunia, lacriada; nadie sabía dónde se habíametido. Ni el presidente de laComunidad de Vecinos, NikanorIvánovich. Tampoco Prólezhnev.

La conclusión era increíble: habíadesaparecido el Consejo deAdministración, había tenido lugar unasesión escandalosa el día anterior y nose sabía quién la había organizado einstigado.

A todo esto, pasaba el tiempo, seaproximaba el mediodía y tenían queabrir las taquillas. Pero, claro, ¡esto nipensarlo! Se apresuraron a colgar en lapuerta del Varietés un gran trozo de

cartón que decía: «Hoy no hayespectáculo». Empezó a cundir laagitación en la cola desde la cabeza,pero, pasado el primer momento debastante consternación, se fuedispersando poco a poco y una horadespués no quedaba en la Sadóvaya elmenor rastro de tal cola.

El equipo de la Instrucción partiópara seguir su trabajo en otro sitio, ytodos los empleados, menos unoscuantos ordenanzas, quedaron libres. Secerraron las puertas del Varietés.

El contable Vasili Stepánovich teníados asuntos urgentes que resolver. Enprimer lugar, ir a la Comisión de

Espectáculos y Diversiones del géneroligero con el informe sobre losacontecimientos del día anterior; teníaque pasar después por la secciónadministrativa de la Comisión deEspectáculos para entregar larecaudación: 21.711 rublos.

Vasili Stepánovich, empleadodiligente y minucioso, empaquetó eldinero en papel de periódico, lo ató conuna cuerda, lo metió en la cartera y,como conociera bien las instrucciones,se dirigió no al autobús o tranvía,naturalmente, sino a la parada de taxis.

En cuanto los tres taxistas que habíaen la parada vieron acercarse a un

hombre con una cartera repletaarrancaron delante de sus narices,dirigiéndole miradas furibundas.

Sorprendido por aquella reacción, elcontable se quedó parado un buen rato,tratando de entender lo que pasaba.

A los tres minutos se acercó otrocoche, y en cuanto el conductor vio alprobable pasajero cambió de cara.

—¿Está libre? —preguntó, tosiendo,Vasili Stepánovich.

—Enseñe el dinero —respondió elconductor, muy hosco, sin mirar siquieraal contable.

Vasili Stepánovich, cada vez másextrañado, apretó con el brazo la

opulenta cartera y sacó del bolsillo unbillete de diez rublos.

—No le llevo —dijocategóricamente el chófer.

—¡Usted perdone!... —empezó elcontable, pero el otro le interrumpió:

—¿Tiene billetes de tres?El contable, desorientado por

completo, sacó del bolsillo dos billetesde tres rublos y se los enseñó al chófer.

—¡Suba! —gritó el hombre, dandoun golpe tan fuerte en la banderita delcontador que por poco lo rompe—.Vamos.

—¿Qué pasa, no tiene cambio? —preguntó tímidamente el contable.

—¡Tengo el bolsillo lleno decambio! —gritó el chófer, y en el espejose reflejaron sus ojos congestionados—.Es la tercera vez que me pasa hoy. Y alos demás también: que un hijo de perrame da un billete de diez rublos, ledevuelvo el cambio: cuatro cincuenta.Se va el muy cerdo. A los cinco minutosmiro y en vez del billete de diez rublos,¡una etiqueta de botella! —el chóferpronunció varias palabrasirreproducibles—. Otro, en laZúbovskaya. Diez rublos. Le doy tres decambio. Se va. Cojo la cartera y sale deallí una abeja y, ¡zas!, se me hinca en eldedo. ¡Qué...! —de nuevo el chófer dijo

algo irreproducible—. Y del billete dediez rublos, ¡ni rastro! Ayer, en esteVarietés (palabras irreproducibles), undesgraciado prestidigitador dio unasesión con billetes de diez rublos(palabras irreproducibles)...

El contable, mudo, se encogió comosi fuera la primera vez que oía lapalabra Varietés y pensó: «¡Qué cosas!».

Al llegar al sitio a donde iba, pagódebidamente al chófer, entró en eledificio y se dirigió por el pasillo haciael despacho del director. Se dio cuentade que había acudido en mal momento.En la oficina de la Comisión deEspectáculos reinaba el más completo

alboroto: junto al contable pasócorriendo una mujer ordenanza, con elpañuelo caído y los ojos desorbitados.

—¡Nada, nada! ¡Nada, hijos míos!—gritaba, dirigiéndose a alguien—. Lachaqueta y el pantalón están, perodentro, ¡nada!

Desapareció detrás de una puerta yse oyó ruido de platos rotos. De lahabitación del secretario salió el jefe dela primera sección, que conocía alcontable, pero que estaba en un estadotal, que no le reconoció y desapareciósin dejar huella.

El contable, sorprendido por todo loque veía, llegó hasta la secretaría, que

precedía al despacho del presidente dela Comisión. Se quedó perplejo.

A través de la puerta llegaba una voztemible, que, sin duda, era la voz dePrójor Petróvich, el presidente de laComisión. «¿Estará echando unabronca?», pensó el asustado contable, y,al volver la cabeza, vio algo peor:echada en un sillón de cuero, con lacabeza apoyada en el respaldo, laspiernas estiradas casi hasta el centro deldespacho, lloraba amargamente, con unpañuelo mojado en la mano, lasecretaria particular de PrójorPetróvich, la bella Ana Richárdovna.

Tenía la barbilla manchada de rojo

de labios, y de las pestañas salían ríosde pintura negra que corrían por susmejillas de melocotón.

Al ver que alguien entraba, AnaRichárdovna se levantó bruscamente, selanzó hacia el contable, le agarró por lassolapas de la chaqueta y empezó asacudirle, gritando:

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin, uno quees valiente! ¡Todos han escapado, todosme han traicionado! Vamos, vamos averle, que no sé qué hacer —y arrastróal contable hasta el despacho sin dejarde sollozar.

Una vez dentro del despacho, elcontable empezó por perder la cartera y

en la cabeza se le embarullaron todaslas ideas. Hay que reconocer que eramuy natural, que había motivos paraello.

Detrás de una mesa enorme, sobre laque se veía un voluminoso tintero,estaba sentado un traje vacío,escribiendo en un papel con una plumaque no mojaba en tinta. Llevaba corbatay del bolsillo del traje asomaba unapluma estilográfica, pero de la camisano emergía ni cabeza ni cuello, niasomaban las manos por las mangas. Eltraje estaba concentrado en el trabajo yparecía no darse cuenta del barullo quele rodeaba. Al oír que alguien entraba,

el traje se apoyó en el respaldo delsillón y por encima del cuello sonó lavoz de Prójor Petróvich que tan bienconocía el contable:

—¿Qué sucede? ¿No ha visto elcartel de la puerta? No recibo a nadie.

La bella secretaria dio un grito yexclamó, retorciéndose las manos:

—¿No lo ve? ¿Se ha dado cuenta?¡No está! ¡No está! ¡Que me lodevuelvan!

Alguien se asomó al despacho ysalió corriendo y gritando. El contablese dio cuenta de que le temblaban laspiernas y se sentó en el borde de unasilla, sin olvidarse de coger la cartera

del suelo. Ana Richárdovna, saltando asu alrededor, le gritó, tirándole de lachaqueta:

—¡Siempre, siempre le hacía callarcuando se ponía a blasfemar! ¡Y ya veen qué ha terminado! —la hermosasecretaria corrió hacia la mesa y convoz suave y musical, un poco gangosa acausa del llanto, exclamó:

—¡Prosha! ¿Dónde está?—¿A quién llama «Prosha»? —

preguntó el traje con arrogancia,estirándose más en su sillón.

—¡No reconoce! ¡No me reconoce amí! ¿Lo ve usted?... —sollozó lasecretaria.

—¡Prohibido llorar en mi despacho!—dijo, ya indignado, el irascible traje arayas y se acercó con la manga unmontón de papeles en blanco, con laevidente intención de redactar variasdisposiciones.

—¡No!, ¡no puedo ver esto!, ¡nopuedo! —gritó Ana Richárdovna, y saliócorriendo a la secretaría, y detrás deella, como una bala, el contable.

—Figúrese que estaba yo aquí —contó Ana Richárdovna, temblando deemoción y agarrándose de nuevo a lamanga del contable—, y en esto entra ungato. Un gato negro, grandísimo, comoun hipopótamo. Yo, naturalmente, le

grito «¡zape!». Se sale fuera y en sulugar entra un tipo también gordo, concara de gato, diciéndome: «¿Qué es esto,ciudadana? ¿Qué modo es éste de tratara las visitas diciéndoles zape?», y, ¡zas!,que se mete en el despacho de PrójorPetróvich. Yo, como es natural, le seguí,gritando: «¿Está loco?». Y esedescarado que va y se sienta frente aPrójor Petróvich en un sillón. Bueno, elotro... es un hombre buenísimo, peronervioso. No lo niego, se irritó. Esnervioso, trabaja como un buey; seirritó: «¿Qué es eso de colarse sinpermiso?». Y ese descarado, imagínese,bien arrellanado en el sillón, le dice

sonriente: «He venido a hablar con ustedde un asunto». Prójor Petróvich seguíairritado: «¡Oiga usted! ¡Estoyocupado!», le dice. Y el otro le contesta:«No está haciendo nada». Y entonces,claro está, a Prójor Petróvich se leacabó la paciencia y gritó: «Pero bueno,¿qué es esto? ¡Salga de aquíinmediatamente o el diablo me lleve!».Y el otro, que se sonríe y contesta: «¿Eldiablo me lleve? Facilísimo». Y ¡paf!Antes de que yo pudiera gritar,desapareció el de la cara de gato y... eltra..., el traje... ¡Eeeh! —aulló AnaRichárdovna, abriendo la boca, que yahabía perdido su delimitación natural.

Ahogándose con las lágrimas,recuperó la respiración y empezó ahablar de cosas incomprensibles.

—¡Escribe, escribe, escribe! ¡Espara volverse loca! ¡Habla por teléfono!¡El traje! ¡Todos han huido comoconejos!

El contable, de pie, temblaba. Perole salvó el destino. En la secretaríaaparecieron las milicias, representadaspor dos hombres de andares pausados yseguros. La bella secretaria, al verles,se puso a llorar con más fuerza, mientrasseñalaba con la mano la puerta deldespacho.

—No lloremos, ciudadana —dijo en

tono apacible uno de ellos, y elcontable, comprendiendo que allí ya notenía nada que hacer, salióapresuradamente de la secretaría. Unminuto después ya estaba al aire libre.En la cabeza tenía algo parecido a unacorriente de aire que zumbaba como enuna chimenea, y en medio del zumbidooía fragmentos del relato delacomodador sobre el gato de la sesiónde magia. «¡Ajá! ¿No será éste nuestrogatito?»

En vista de que en la Comisión deEspectáculos no había sacado nada enlimpio, el diligente Vasili Stepánovichdecidió ir a la sucursal de la calle

Vagánkovskaya, haciendo a pie elcamino para serenarse un poco.

La sucursal de la Comisión deEspectáculos estaba situada en unedificio deteriorado por el tiempo, alfondo de un patio. Era famoso por lascolumnas de pórfido que adornaban elvestíbulo. Pero aquel día no eran lasconocidas columnas lo que llamaba laatención de los visitantes, sino lo queestaba sucediendo debajo de ellas.

Un grupo de visitantes permanecíainmóvil junto a una señorita que llorabasin consuelo, sentada tras una mesa en laque había montones de gacetillas deespectáculos, que ella vendía. En aquel

momento no ofrecía ninguna de susgacetas al público, y a las preguntascompasivas respondía sólo moviendo lacabeza. Al mismo tiempo, de todos losdepartamentos de la sucursal: arriba,abajo, izquierda y derecha, sonabancomo locos los timbres de por lo menosveinte teléfonos.

Por fin, la señorita dejó de llorar, seestremeció y dio un grito histérico:

—¡Otra vez! —y empezó a cantarcon voz temblorosa de soprano.

«Glorioso es el mar sagrado delBaikal...»

Apareció en la escalera unordenanza, amenazó a alguien con elpuño y acompañó a la señorita con unatriste y débil voz de barítono:

«Glorioso es el barco/barril desalmones...»

Se unieron a la del ordenanza variasvoces lejanas, y el coro empezó a crecerhasta que la canción sonó en todos losrincones de la sucursal. En el despachonúmero 6, en la sección de contabilidady control, destacaba una voz fuerte, algoronca:

«Viento del norte, levanta laola...»

Gritaba el ordenanza de la escalera.A la señorita le corrían las lágrimas porla cara, trataba de apretar los dientes,pero la boca se le abríainvoluntariamente y seguía cantando unaoctava más alta que el ordenanza:

«El mozo no va muy lejos...»

A los silenciosos visitantes de lasucursal les sorprendía, sobre todo, queaquel coro esparcido por todo eledificio, cantara en verdadera armonía,

como si tuvieran los ojos puestos en labatuta de un invisible director deorquesta.

Los transeúntes se paraban en lacalle, admirados por la animación quereinaba en la sucursal.

Cantaron la primera estrofa y luegose callaron, como obedeciendo órdenesde un director. El ordenanza mascullóuna blasfemia y desapareció.

Se abrió la puerta de la calle y entróun ciudadano con abrigo, por debajo delcual asomaba una bata blanca. Leacompañaba un miliciano.

—¡Doctor, le ruego que haga algo!—gritó la señorita con verdadero ataque

de histerismo.En la escalera apareció corriendo el

secretario de la sucursal, azoradísimo y,al parecer, muerto de vergüenza.Tartamudeó:

—Mire usted, doctor, es un caso dehipnosis general y es necesario... —nopudo concluir, se le atragantaron laspalabras y empezó a cantar con voz detenor:

«Shilka y Nerchinsk...».

—¡Imbécil! —tuvo tiempo de gritarla joven, pero no pudo explicar a quiéndirigía el insulto, porque, sin

proponérselo, siguió canturreando lo de«Shilka y Nerchinsk»...

—¡Domínese! ¡Deje de cantar! —interpeló el doctor al secretario.

Era evidente que el secretario seesforzaba por dejar de cantar, pero envano, y, acompañado por el coro, llevóa los oídos de los transeúntes la noticiade que «el voraz animal no le rozó en laselva y la bala del tirador no lealcanzó».

Acabada la estrofa, la señorita fue laprimera en recibir una dosis devaleriana; luego, el doctor siguióapresuradamente al secretario parasuministrarla a los demás.

—Perdone usted, ciudadana —sedirigió Vasili Stepánovich a la joven—.¿No ha pasado por aquí un gato negro?

—¡Qué gato ni qué narices! —gritóla joven, indignada—. Lo que sí tenemosen la sucursal es un burro —y añadió—:No me importa que me oiga, se locontaré a usted todo —y se lo contó.

El director de la sucursal, «quehabía sido la ruina de los espectáculosdel género ligero» (según las palabrasde la joven), tenía la manía de organizarclubs para diversas actividades.

—¡Todo para despistar a ladirección! —gritaba la joven.

En un año había tenido tiempo de

crear los siguientes clubs: de estudio deLérmontov, de ajedrez y damas, de pingpong y equitación. Cuando llegó elverano, amenazó con la creación delclub de remo en agua dulce y dealpinismo. Y hoy llega el director a lahora de comer...

—... trayendo del brazo a ese hijo demala madre —contaba la joven—, queno sabemos de dónde habrá salido, unocon pantalones a cuadros, unosimpertinentes rotos y una jeta...,¡completamente imposible!...

Se presentó a los que estabancomiendo en el comedor de la sucursalcomo destacado especialista en la

organización de masas corales.Los futuros alpinistas cambiaron de

expresión, pero el director les animó yel especialista estuvo bromeando conellos, asegurándoles bajo juramento queel canto ocupaba poquísimo tiempo yera una fuente inagotable deposibilidades.

Los primeros en apoyar la ideafueron, naturalmente, Fánov yKosarchuk, los pelotilleros másconocidos de la sucursal, declarándosedispuestos a apuntarse. El resto de losempleados, comprendiendo que eraimposible evadirse, tuvieron queinscribirse también en el nuevo club.

Decidieron que la mejor hora sería la decomer, porque el resto de las horaslibres las tenían ya ocupadas conLérmontov y con el ajedrez. El director,para dar ejemplo, anunció que tenía vozde tenor, y lo que siguió fue una escenade pesadilla. El especialista en corales,el tipo de los cuadros, rompió a gritar:

—¡Do mí sol do!Sacó a los más tímidos de detrás de

los armarios, donde se habían escondidopara no cantar, dijo a Kosarchuk quetenía un oído perfecto, suplicó,gimoteando, que dieran una satisfacciónal viejo chantre y dio unos golpes con eldiapasón pidiendo que cantaran

«Glorioso mar»...Cantaron. Y muy bien. El hombre de

los cuadros conocía su oficio, desdeluego. Entonaron la primera estrofa y elchantre se excusó diciendo: «Perdonenun momento...», y desapareció.Esperaban, naturalmente, que volvieraen seguida. Pero transcurrieron diezminutos y aún no había vuelto. Losempleados de la sucursal estabancontentísimos creyendo que había huido.

Pero, de pronto, sin saber por qué,rompieron a cantar la segunda estrofa.Kosarchuk, que puede que no tuviera unoído perfecto, pero que era, sin duda, untenor bastante agradable, les arrastró a

todos. Acabada la estrofa, el chantre nohabía vuelto aún. Se marcharon cadacual a su sitio, pero no habían tenidotiempo de sentarse cuando empezaron acantar de nuevo, involuntariamente, sinquerer. Intentaban callarse. ¡Imposible!Callaban tres minutos y de nuevorompían a cantar; se volvían a callar, ¡ya cantar otra vez!

Se dieron cuenta de que lo quesucedía era bastante raro. El director,avergonzado, se encerró en su despacho.

La joven interrumpió su relato: lavaleriana no había causado efecto.

Pasado un cuarto de hora llegarontres camiones a la verja de la sucursal y

cargaron todo el personal de la casa,encabezado por el director.

Salió a la calle el primer camión.Pasada la sacudida, los empleados, depie en la caja del camión, enlazados porlos hombros unos con otros, abrieron laboca y la calle entera retumbó al ritmode la canción popular. Les siguió elsegundo camión y después el otro.Siguieron cantando. Los transeúntes,ocupados en sus propios asuntos, lesmiraban distraídamente, sin la menorsorpresa, pensando que era un grupo deexcursionistas que marchaba fuera de laciudad. Sí, salían de la ciudad, pero noiban de excursión, sino al sanatorio del

profesor Stravinski.Había pasado una media hora

cuando el contable, fuera de sí porcompleto, llegó al departamento definanzas con la intención de deshacerse,por fin, del dinero del Estado.

Como había tenido ya experienciasbastante extrañas, empezó mirando conmucha cautela la sala rectangular en laque, tras unas ventanas de cristalesescarchados con letreros dorados,estaban los funcionarios. No habíaningún indicio de desorden o alboroto.Todo estaba en silencio, comocorresponde a una institución respetable.

Vasili Stepánovich introdujo la

cabeza por una ventanilla en la que seleía: «Ingresos», saludó a un empleadoque conocía y pidió con amabilidad unvale de entrada.

—¿Para qué lo quiere? —preguntóel empleado de la ventanilla.

—Quiero ingresar una cantidad. Soydel Varietés.

—Un momento —contestó elempleado, y cerró con una rejilla elhueco del cristal.

«¡Qué extraño!», pensó el contable.Su sorpresa era muy natural. Era laprimera vez en su vida que le pasabauna cosa así. Todo el mundo sabe locomplicado que es sacar dinero, pueden

surgir dificultades. Pero en sus treintaaños de experiencia como contablenunca había observado ningunadificultad para ingresar dinero, bienfuera de un particular o de una personajurídica.

Por fin quitaron la redecilla y elcontable se aproximó de nuevo a laventanilla.

—¿Cuánto es? —preguntó elempleado.

—Veintiún mil setecientos oncerublos.

—¡Vaya! —dijo con cierta ironía elde la ventanilla, y le alargó al contableun papel verde.

El contable conocía bien lostrámites, llenó el papel en un momento ydesató la cuerda del paquete.Desempaquetó su envoltorio y sus ojosexpresaron un doloroso asombro.Murmuró algo.

Delante de sus narices aparecieronbilletes de banco extranjeros: habíapaquetes de dólares canadienses, librasesterlinas, florines holandeses, latos deLituania, coronas estonianas...

—¡Éste es uno de los granujas delVarietés! —sonó una voz terrible encimadel contable. Y Vasili Stepánovichquedó detenido.

18Visitas desafortunadas

Mientras el diligente contable corría enun taxi para llegar al despacho del trajeque escribía, del convoy número 9, deprimera clase, del tren de Kíev queacababa de llegar a Moscú, descendíaun pasajero de aspecto respetable, conun maletín de fibra en la mano. EraMaximiliano Andréyevich Poplavski,economista de planificación, residenteen Kíev, en la calle que antiguamente sellamaba Calle del Instituto. Era el tío deldifunto Berlioz, que se había trasladado

a Moscú porque la noche anterior habíarecibido un telegrama en los siguientestérminos:

«Me acaba atropellar tranvíaestanques del patriarca entierro viernestres tarde no faltes berlioz.»

Maximiliano Andréyevich estabaconsiderado como uno de los hombresmás inteligentes de Kíev. Laconsideración era muy justa. Pero untelegrama así podría desconcertar acualquiera, por muy inteligente quefuera. Si un hombre telegrafía diciendoque le ha atropellado un tranvía, quieredecir que está vivo. Entonces, ¿a quéviene el entierro? O está muy mal y

siente que su muerte está próxima. Esposible, pero tanta precisión es muyextraña: ¿cómo sabe que le van aenterrar el viernes a las tres de la tarde?Desde luego, el telegrama era muy raro.

Pero las personas inteligentes soninteligentes precisamente para resolverproblemas difíciles. Era muy sencillo.La palabra «me» pertenecía a otrotelegrama, sin duda alguna debería decir«a Berlioz», que es por error la palabraque figura al final. Con esta correcciónel telegrama tenía sentido, aunque,naturalmente, un sentido trágico.

Maximiliano Andréyevich sóloesperó, para emprender rápidamente

viaje a Moscú, que a su mujer se lepasara el ataque de dolor que sufría.

Tenemos que descubrir un secreto deMaximiliano Andréyevich.Indiscutiblemente le daba pena que elsobrino de su mujer hubiera perecido enla flor de la vida. Pero él era un hombrede negocios y pensaba cuerdamente queno había ninguna necesidad de haceracto de presencia en el entierro. A pesarde eso, tenía mucha prisa en ir a Moscú.¿Cuál era la razón? El piso. Un piso enMoscú es una cosa muy importante. Porincomprensible que parezca, aMaximiliano Andréyevich no le gustabaKíev, y estaba tan obsesionado con el

traslado a Moscú que empezó a padecerinsomnios.

No le producía ninguna alegría elhecho de que el Dniéper se desbordaseen primavera, cuando el agua, cubriendolas islas de la orilla baja, se unía con lalínea del horizonte. No le alegrabatampoco la magnífica vista que sedivisaba desde el pedestal delmonumento al príncipe Vladímir. No lehacían ninguna gracia las manchas de solque jugaban sobre los caminitos deladrillo, en la colina Vladímirskaya. Nole interesaba nada de aquello, lo únicoque quería era trasladarse a Moscú.

Los anuncios que pusiera en los

periódicos para cambiar el piso de lacalle Institútskaya en Kíev por un pisomás pequeño en Moscú no daban ningúnresultado. No le solían hacer ofertas, ysi alguna vez lo hacían, eran siempreproposiciones abusivas.

El telegrama conmovióprofundamente a MaximilianoAndréyevich. Era una ocasión única ysería pecado desperdiciarla. Loshombres de negocios saben muy bienque oportunidades así no se repiten.

En resumen, que, a pesar de lasdificultades, había que arreglárselaspara heredar el piso del sobrino. Sí, ibaa ser difícil, muy difícil; pero, costase lo

que costase, se superarían lasdificultades. El experto MaximilianoAndréyevich sabía que el primer pasoimprescindible era inscribirse comoinquilino, aunque fueraprovisionalmente, en las treshabitaciones de su difunto sobrino.

El viernes por la tarde, MaximilianoAndréyevich atravesaba la puerta de laoficina de la Comunidad de Vecinos delinmueble número 302 bis de la calleSadóvaya, de Moscú.

En una habitación estrecha, en laque, colgado en una pared, había unviejo cartel que mostraba en varioscuadros el modo de devolver la vida a

los que se ahogasen en un río, detrás deuna mesa de madera estaba sentado unhombre sin afeitar, de edad indefinida ymirada inquieta.

—¿Podría ver al presidente de laComunidad de Vecinos? —inquiriócortés el economista planificador,quitándose el sombrero y dejando elmaletín sobre una silla desocupada.

Esta pregunta, que parecía tannormal, desagradó sobremanera alhombre que estaba sentado detrás de lamesa. Cambió de expresión y, desviandola mirada, asustado, murmuró de modoininteligible que el presidente no estaba.

—¿Estará en su casa? —preguntó

Poplavski—. Tengo que hablar con él deun asunto urgente.

La respuesta del hombre fue algoincoherente, pero se podía deducir queel presidente tampoco estaba en su casa.

—¿Y cuándo estará?El hombre no contestó nada y se

puso a mirar por la ventana con gestotriste.

«Ah, bueno», dijo para sí elclarividente Poplavski, y preguntó por elsecretario.

El hombre extraño se puso rojo delesfuerzo y contestó, ininteligiblementetambién, que el secretario tampocoestaba..., que no sabía cuándo volvería y

que estaba... enfermo.«¡Ah!, bien», se dijo Poplavski.—Pero habrá alguien encargado de

la comunidad, ¿no?—Yo —respondió el hombre con

voz débil.—Verá usted —habló Poplavski con

aire autoritario—, soy el único herederodel difunto Berlioz, mi sobrino, que,como usted sabrá, murió en «LosEstanques del Patriarca», y me creo enel derecho, según la ley, de recibir laherencia, que consiste en nuestroapartamento número 50.

—No estoy al corriente, camarada—le interrumpió, angustiado, el hombre.

—Usted perdone —dijo Poplavskicon voz sonora— como miembro delcomité es su deber...

Entró entonces un ciudadano en lahabitación y el que estaba sentado detrásde la mesa palideció nada más verle.

—¿Piatnazhko, miembro del comité?—preguntó el que acababa de entrar.

—Soy yo —apenas se oyó larespuesta.

El que acababa de entrar se acercó yle dijo algo al oído al de la mesa, elcual, muy contrariado, se levantó de suasiento. A los pocos segundos Poplavskiestaba solo en la habitación.

«¡Qué complicación! ¡Mira que

todos al mismo tiempo!», pensó condespecho Poplavski, cruzando el patiode asfalto y dirigiéndose apresurado alapartamento número 50.

Le abrieron la puerta nada másllamar y Maximiliano Andréyevich entróen el oscuro vestíbulo. Se sorprendió unpoco, porque no se sabía quién le habíaabierto la puerta: en el vestíbulo nohabía nadie, sólo un enorme gato negrosentado en una silla.

Maximiliano Andréyevich tosió yavanzó varios pasos: se abrió la puertadel despacho y en el vestíbulo entróKoróviev. Maximiliano Andréyevichhizo una inclinación cortés y digna al

mismo tiempo, y dijo:—Me llamo Poplavski. Soy el tío...Antes de que pudiera acabar la

frase, Koróviev sacó un pañuelo suciodel bolsillo, se tapó la cara con él y seechó a llorar.

—...del difunto Berlioz.—¡Claro! —interrumpió Koróviev,

descubriéndose la cara—. ¡En cuanto levi pensé que era usted! —y, estremecidopor el llanto, exclamó—: ¡Quédesgracia! Pero qué cosas pasan, ¿eh?

—¿Le atropello un tranvía? —susurró Poplavski.

—¡Un atropello mortal! —selamentó Koróviev, y las lágrimas

corrieron torrenciales bajo losimpertinentes—. ¡Mortal! Lo presencié.Figúrese, ¡zas!, y la cabeza fuera. Lapierna derecha, ¡zas!, ¡por la mitad! Laizquierda, ¡zas!, ¡por la mitad! ¡Ya ve alo que conducen los tranvías! —y, alparecer, sin poderse contener más,Koróviev ocultó la nariz en la pared,junto a un espejo, sacudido por lossollozos.

El tío de Berlioz estabasinceramente sorprendido por la actituddel desconocido. «Y luego dicen que yano hay gente de buen corazón», pensó,notando que le empezaban a picar losojos. Pero al mismo tiempo una nube

desagradable le cubrió el alma y unaidea le picó como una serpiente: ¿no sehabrá inscrito este hombre tan bueno enel piso del difunto? No sería la primeravez que ocurría una cosa así.

—Perdón, ¿era usted amigo de miquerido Misha? —preguntó eleconomista, enjugándose con una mangael ojo izquierdo, seco, y con el derecho,estudiando a Koróviev, conmovido poraquella tristeza. Pero el llanto era tandesesperado que no se le podía entendernada, excepto la repetida frase de «¡zas,y por la mitad!». Harto de llorar,Koróviev se apartó, por fin, de la pared.

—No, ¡no puedo más! Voy a

tomarme trescientas gotas de valerianade éter... —y volviendo hacia Poplavskisu cara llorosa, añadió—: Los tranvías,¿eh?

—Perdón, pero ¿ha sido usted quienme ha enviado el telegrama? —preguntóMaximiliano Andréyevich, obsesionadocon la idea de averiguar quién era aquelextraño plañidero.

—Fue él —respondió Koróviev,señalando al gato.

Poplavski, con los ojos como platos,pensó que no había oído bien.

—No; no puedo, no tengo fuerzas —siguió Koróviev, sorbiendo con la nariz—, en cuanto me acuerdo de la rueda

pasándole sobre la pierna, ¡la rueda solapesará unos doscientos sesenta kilos...,¡zas!... Me voy a la cama, a ver siconsigo olvidar con el sueño.

El gato se movió, saltó de la silla, selevantó sobre las patas traseras, puso lasmanos en jarras, abrió el hocico y dijo:

—Yo he mandado el telegrama. ¿Quépasa?

Maximiliano Andréyevich sintió quese mareaba, se le aflojaron los brazos ylas piernas, dejó caer la cartera y sesentó frente al gato.

—Me parece que lo he dicho bienclaro —dijo el gato muy serio—. ¿Quépasa?

Poplavski no contestó.—¡Su pasaporte! —chilló el gato, y

alargó una pata peluda.Poplavski no entendía nada, sólo

veía dos chispas ardiendo en los ojosdel gato.

Sacó del bolsillo el pasaporte comosi fuera un puñal. El gato cogió de lamesita del espejo unas gafas de monturagruesa, de color negro, y se las colocósobre el hocico. Así resultaba muchomás impresionante todavía. Y learrebató a Poplavski el pasaporte queéste sostenía con mano temblorosa.

«Es curioso, no sé si me desmayo ono...», pensaba el economista. Llegaban

desde lejos los sollozos de Koróviev yel vestíbulo se llenó de olor a éter,valeriana y algo más, algo asqueroso ynauseabundo.

—¿En qué comisaría le dieron elpasaporte? —preguntó el gato,examinando una página del documento.

No recibió respuesta alguna.—¿En la 400, dice? —se dijo el

gato a sí mismo, pasando la pata por elpasaporte, que sostenía al revés—.¡Naturalmente! Conozco bien esacomisaría, dan pasaportes a cualquiera.Yo, desde luego, nunca hubiera dado unpasaporte a un tipo como usted. ¡Pornada del mundo! Con sólo verle la cara

se lo habría negado —y el gato, muyenfadado, tiró el pasaporte al suelo—.Se suprime su presencia en el entierro—continuó el gato en tono oficial—.Haga el favor de volver al lugar de suresidencia habitual —y gritó,asomándose a una puerta—: ¡Asaselo!

A su llamada acudió un sujetopequeñito, algo cojo, con un mono negromuy ceñido y un cuchillo metido en elcinturón de cuero; pelirrojo, con uncolmillo amarillento asomado por laboca y una nube en el ojo izquierdo.

Poplavski sintió que le faltaba aire,se levantó de la silla y retrocedió,apretándose el corazón.

—¡Asaselo, acompáñale! —ordenóel gato, y salió del vestíbulo.

—¡Poplavski! —dijo éste con vozgangosa—, espero que ya esté todoclaro.

Poplavski asintió con la cabeza.—Vuelve a Kíev inmediatamente —

seguía Asaselo—. Quédate allí sin decirni pío, y de lo del piso de Moscú, ¡nisoñarlo! ¿Te enteras?

El tipo pequeñajo, que atemorizabaverdaderamente a Poplavski con sucolmillo, su cuchillo y su ojo desviado,sólo le llegaba al hombro al economista,pero actuaba de manera enérgica,precisa y organizada.

En primer lugar, levantó el pasaportedel suelo y se lo dio a MaximilianoAndréyevich, que lo cogió con la manomuerta. Luego, el llamado Asaselo cogióla maleta con una mano, abrió la puertacon la otra, y, tomando al tío de Berliozpor el brazo, le condujo al descansillode la escalera. Poplavski se apoyó en lapared. Asaselo abrió la maleta sinservirse de una llave, sacó un enormepollo asado, al que le faltaba una pata, yque estaba envuelto en un grasientopapel de periódico, y lo dejó en eldescansillo. Luego sacó dos mudas deropa, una correa para afilar la navaja deafeitar, un libro y un estuche, y lo tiró

todo, excepto el pollo, por el hueco dela escalera. Hizo lo mismo con la maletavacía. Se oyó un ruido, y por el ruido senotó que había saltado la tapa de lamaleta.

Después, el bandido pelirrojo, conel pollo cogido por la pata, le propinó aPoplavski en plena cara un golpe tanterrible que saltó el cuerpo del pollo yAsaselo se quedó con la pata en lamano. «Todo era confusión en la casa delos Oblonski», como dijo muy bien elfamoso escritor León Tolstói. Lo mismohabría dicho en este caso. ¡Pues sí! Todoera confusión ante los ojos dePoplavski. Ante sus ojos se cruzó una

chispa prolongada, sustituida luego poruna fúnebre serpiente, que por uninstante ensombreció el alegre día demayo, y Poplavski bajó rodando lasescaleras con el pasaporte en la mano.

Al llegar al primer descansillorompió una ventana con el pie y sequedó sentado en un peldaño. El pollosin patas pasó a su lado, saltando, ycayó por el hueco de la escalera. Arriba,Asaselo se comió la pata en un momentoy se guardó el hueso en el bolsillo delmono. Luego entró en el piso y cerró lapuerta dando un buen portazo.

Se oyeron los pasos cautelosos dealguien que subía por la escalera.

Poplavski bajó otro tramo y se sentóen un banco de madera para recobrar larespiración.

Un hombre pequeño y ya de edad,con cara tristísima, vestido con un trajepasado de moda y un sombrero de pajadura, con cinta verde, se paró junto aPoplavski.

—Ciudadano, ¿le importaríadecirme —preguntó con tristeza elhombre del sombrero de paja— dóndeestá el apartamento número 50?

—Arriba —respondió conbrusquedad Poplavski.

—Se lo agradezco mucho —dijo elhombre con la misma tristeza y siguió

subiendo. Poplavski se levantó y bajócorriendo.

Podríamos pensar ¿a qué otro sitiosino a las milicias podría dirigirse contantas prisas Maximiliano Andréyevich,para denunciar a los bandidos quehabían sido capaces de aquel espantosoacto de violencia en pleno día? Pues no,de ninguna manera, de eso podemosestar seguros. Entrar en las miliciasdiciendo que un gato con gafas acababade leer su pasaporte y que luego unhombre con un cuchillo en la mano... No,ciudadanos, Maximiliano Andréyevichera un hombre inteligente de verdad.

Ya al pie de la escalera descubrió

junto a la puerta de salida una puertecitaque conducía a un cuchitril. El cristal dela puerta estaba roto. Poplavski guardóel pasaporte en el bolsillo y miróalrededor, esperando encontrar allí lascosas que Asaselo tiró por el hueco dela escalera. Pero no había ni rastro deellas. Poplavski se asombró de lo pocoque le importaban en aquel momento. Lepreocupaba otra idea más interesante ysugestiva: quería ver qué iba a pasar enel maldito apartamento al hombre queacababa de subir. Si le había preguntadodónde estaba el piso, quería decir queera la primera vez que iba allí. Es decir,iba a caer directamente en las garras de

aquella pandilla que se había instaladoen el apartamento número 50. Algo ledecía a Poplavski que el hombrecillosaldría muy pronto del apartamento.Como es natural, MaximilianoAndréyevich ya no pensaba ir al entierrode su sobrino y tenía tiempo de sobraantes de coger el tren de Kíev. Eleconomista volvió a mirar en derredor yse metió en el cuchitril.

Arriba se oyó el golpe de una puerta.«Ha entrado...» pensó Poplavski con elcorazón encogido. Hacía frío en aquelcuchitril, olía a ratones y a botas.Maximiliano Andréyevich se sentó en unmadero y decidió esperar. Tenía una

posición estratégica: veía la puerta desalida del sexto portal.

Pero tuvo que esperar mucho mástiempo de lo que pensaba. Y, mientras,la escalera estaba desierta. Por fin, seoyó una puerta en el quinto piso.

Poplavski estaba inmóvil. ¡Sí, eransus pasos! «Está bajando...» Se abrió lapuerta del cuarto piso. Cesaron lospasos. Una voz de mujer. La voz delhombre triste, sí, era su voz... Dijo algoasí como «Déjame, por Dios»... La orejade Poplavski asomó por el cristal roto.Percibió la risa de una mujer. Unospasos que bajaban decididos y rápidos.

Vio la espalda de una mujer que

salió al patio con una bolsa verde dehule. De nuevo sonaron los pasos. «¡Quéraro! ¡Vuelve al piso! ¿No será uno de lapandilla? Sí, vuelve. Arriba han abiertola puerta. Bueno, vamos a esperar...»

Pero esta vez no tuvo que esperartanto tiempo. El ruido de la puerta.Pasos. Cesaron los pasos. Un gritodesgarrador. El maullido de un gato. Lospasos apresurados, seguidos, ¡bajan,bajan!

Poplavski fue premiado. El hombretriste pasó casi volando, sin sombrero,con la cara completamente desencajada,arañada la calva y el pantalón mojado.Murmuraba algo, se santiguaba. Empezó

a forcejear con la puerta, sin saber, enmedio de su terror, hacia dónde se abría;por fin consiguió averiguarlo y saliócorriendo al patio soleado.

Ya no había duda. No pensaba en eldifunto sobrino ni en el piso, seestremecía recordando el peligro a quese había expuesto. MaximilianoAndréyevich corrió al patio, diciendoentre dientes: «¡Ahora lo comprendotodo!». A los pocos minutos un trolebússe llevaba al economista planificadorcamino de la estación de Kíev.

Mientras el economista estaba en elcuchitril, al hombrecillo le sucedió algomuy desagradable.

Trabajaba en el bar del Varietés y sellamaba Andréi Fókich Sókov. Cuandose estaba llevando a cabo lainvestigación en el Varietés, AndréiFókich se mantenía apartado de todos.Notaron que estaba aún más triste que decostumbre y había preguntado a Kárpovel domicilio del mago.

Como decíamos, el barman seseparó del economista, llegó al quintopiso y llamó al timbre del apartamentonúmero 50.

Le abrieron en seguida; el barman seestremeció, retrocedió y no se decidió aentrar, lo que se explica perfectamente.Le abrió una joven que por todo vestido

llevaba un coquetón delantal conpuntillas y una cofia blanca a la cabeza.¡Ah!, y unos zapatitos dorados. Tenía uncuerpo perfecto y su único defecto físicoera una cicatriz roja en el cuello.

—Bueno, pase, ya que ha llamado—dijo la joven, mirándole con susprovocativos ojos verdes.

Andréi Fókich abrió la boca,parpadeó y entró en el vestíbulo,quitándose el sombrero. En ese momentosonó el teléfono. La desvergonzadadoncella cogió el auricular y poniendoel pie en una silla, dijo:

—¡Dígame!El barman no sabía dónde mirar, se

removió inquieto, pensando: «¡Vayadoncella que tiene el extranjero! ¡Quéasco!». Y para evitar aquella sensaciónde repugnancia se puso a miraralrededor.

El vestíbulo, grande y maliluminado, estaba lleno de objetos yropas extrañas. En el respaldo de unasilla, por ejemplo, había una capa deluto, forrada de una tela color rojofuego; tirada con descuido sobre la mesadel espejo, una espada larga con unresplandeciente mango de oro. En unrincón, como si se tratara de paraguas ybastones, otras tres espadas con sendosmangos de plata. Colgadas de los

cuernos de un venado, unas boinas conplumas de águila.

—Sí —decía la doncella al teléfono—. ¿Cómo? ¿El barón Maigel? Dígame.Sí. El señor artista está en casa. Sí,estará encantado de saludarle. Sí,invitados... ¿Con frac o chaqueta negra?¿Cómo? Hacia las doce de la noche. —Al terminar la conversación, la doncellacolgó el auricular y se dirigió al barman—: ¿Qué desea?

—Tengo que ver al señor artista.—¿Cómo? ¿A él personalmente?—Sí, a él —contestó el hombre

triste.—Voy a preguntárselo —dijo la

doncella, al parecer no muy segura, yabriendo la puerta del despacho deldifunto Berlioz, comunicó:

—Caballero, aquí hay unhombrecillo que desea ver a messere.

—Que pase —se oyó la voz cascadade Koróviev.

—Pase al salón —dijo la joven ymuy natural, como si su modo de vestirfuera normal, abrió la puerta del salón yabandonó el vestíbulo.

Al entrar en la habitación que lehabían indicado, el barman olvidó elasunto que le había llevado allí: tal fuesu sorpresa al ver la decoración de laestancia. A través de los grandes

cristales de colores, una fantasía de lajoyera, desaparecida sin dejar rastroalguno, entraba una luz extraña, parecidaa la de las iglesias. A pesar de ser uncaluroso día de verano estaba encendidala vieja chimenea y, sin embargo, nohacía nada de calor, todo lo contrario, elque entraba sentía un ambiente dehumedad de sótano.

Delante de la chimenea, sentado enuna piel de tigre un enorme gato negromiraba al fuego con expresión apacible.Había una mesa que hizo estremecerseal piadoso barman: estaba cubierta debrocado de iglesia. Sobre este extrañomantel se alineaba toda una serie de

botellas, gordas, enmohecidas ypolvorientas. Entre las botellas brillabauna fuente que se veía en seguida queera de oro. Junto a la chimenea, unhombre pequeño, pelirrojo, con uncuchillo en el cinto, asaba unos trozosde carne pinchados en un largo sable deacero, el jugo goteaba sobre el fuego yel humo ascendía por el tiro de lachimenea.

No sólo olía a carne asada, sino a unperfume fuertísimo y a incienso. Elbarman, que ya sabía lo de la muerte deBerlioz y conocía su domicilio, pensópor un momento si no habrían celebradoun funeral, pero en seguida desechó por

absurda la idea.De pronto el sorprendido barman

oyó una voz baja y gruesa:—¿En qué puedo servirle?Y descubrió, en la sombra, al que

estaba buscando.El nigromante estaba recostado en un

sofá muy grande, rodeado dealmohadones. Al barman le pareció queel artista iba vestido todo de negro, concamisa y zapatos puntiagudos del mismocolor.

—Yo soy —dijo el barman, en tonoamargo— el encargado del bar delteatro Varietés...

El artista alargó una mano, brillaron

las piedras en sus dedos, y obligó albarman a que callara. Habló él muyexaltado:

—¡No, no! ¡Ni una palabra más!¡Nunca, de ningún modo! ¡No piensoprobar nada en su bar! Mi respetablecaballero, precisamente ayer pasé juntoa su barra y no puedo olvidar ni elesturión ni el queso de oveja. ¡Queridoamigo! El queso de oveja nunca esverde, alguien le ha engañado. Suele serblanco. ¿Y el té? ¡Si parece agua defregar! He visto con mis propios ojoscómo una muchacha, de aspecto pocolimpio, echaba agua sin hervir en suenorme samovar mientras seguían

sirviendo el té. ¡No, amigo, eso esinadmisible!

—Usted perdone —habló AndréiFókich, sorprendido por el inesperadoataque—, no he venido a hablar de eso yel esturión no tiene nada que ver...

—¡Pero cómo que no tiene nada quever! ¡Si estaba pasado!

—Me lo mandaron medio fresco —dijo el barman.

—Oiga, amigo, eso es una tontería.—¿Qué es una tontería?—Lo de medio fresco. ¡Es una

bobada! No hay término medio, o estáfresco o está podrido.

—Usted perdone —empezó de

nuevo el barman, sin saber cómo atajarla insistencia del artista.

—No puedo perdonarle —decía elotro con firmeza.

—Se trata de otra cosa —repuso elbarman muy contrariado.

—¿De otra cosa? —se sorprendió elmago extranjero— ¿Y por qué otra cosaiba a acudir a mí? Si no me equivoco,sólo he conocido a una persona quetuviera algo que ver con la profesión deusted, una cantinera, pero fue hacemuchos años, cuando usted todavía nohabía nacido. De todos modos,encantado.¡Asaselo! ¡Una banqueta parael señor encargado del bar!

El que estaba asando la carne sevolvió, asustando al barman con sucolmillo, y le alargó una banqueta deroble. No había ningún otro lugar dondesentarse en la habitación.

El barman habló:—Muchas gracias —y se sentó en la

banqueta. La pata de atrás se rompióruidosamente y el barman se dio un buengolpe en el trasero. Al caer arrastró otrabanqueta que estaba delante de él, y sele derramó sobre el pantalón una copade vino tinto.

El artista exclamó:—¡Ay! ¿No se ha hecho daño?Asaselo ayudó a levantarse al

barman y le dio otro asiento. El barmanrechazó con voz doliente la proposicióndel dueño de que se quitara el pantalónpara secarlo al fuego, y muy incómodocon su ropa mojada, se sentó receloso enotra banqueta.

—Me gustan los asientos bajos —habló el artista—, la caída tiene siempremenor importancia. Bien, estábamoshablando del esturión. Mi queridoamigo, ¡tiene que ser fresco, fresco,fresco! Ése debe ser el lema decualquier barman. ¿Quiere probar esto?

A la luz rojiza de la chimenea brillóun sable, y Asaselo puso un trozo decarne ardiendo en un platito de oro, la

roció con jugo de limón y dio al barmanun tenedor de dos dientes.

—Muchas gracias... es que...—Pruébelo, pruébelo, por favor.El barman cogió el trozo de carne

por compromiso: en seguida se diocuenta de que lo que estaba masticandoera muy fresco y, algo más importante,extraordinariamente sabroso. Pero depronto, mientras saboreaba la carnejugosa y aromática, estuvo a punto deatragantarse y caerse de nuevo. Delcuarto de al lado salió volando unpájaro grande y oscuro, que rozó con suala la calva del barman. Cuando se posóen la repisa de la chimenea junto al

reloj, resultó ser una lechuza. «¡Diosmío!» pensó Andréi Fókich, que eranervioso como todos los camareros.«¡Vaya pisito!»

—¿Una copa de vino? ¿Blanco otinto? ¿De qué país lo prefiere a estahora del día?

—Gracias... no bebo...—¡Hace mal! ¿No le gustaría jugar

una partida de dados? ¿O le gustan otrosjuegos? ¿El dominó, las cartas?

—No juego a nada —respondió elbarman ya cansado.

—¡Pues hace mal! —concluyó eldueño—. Digan lo que digan, siemprehay algo malo escondido en los hombres

que huyen del vino, de las cartas, de lasmujeres hermosas o de una buenaconversación. Esos hombres o estángravemente enfermos, o tienen un odiosecreto a los que les rodean. Claro quehay excepciones. Entre la gente que seha sentado conmigo a la mesa en unafiesta, ¡había a veces verdaderossinvergüenzas!... Muy bien, estoydispuesto a escucharle.

—Ayer estuvo usted haciendo unostrucos...

—¿Yo? —exclamó el magosorprendido—; ¡por favor, qué cosastiene! ¡Si eso no me va nada!

—Usted perdone —dijo anonadado

el barman—. Pero... la sesión de magianegra...

—¡Ah, sí, ya comprendo! Miquerido amigo, le voy a descubrir unsecreto. No soy artista. Tenía ganas dever a los moscovitas en masa y lo máscómodo era hacerlo en un teatro. Por esomi séquito —indicó con la cabeza algato— organizó la sesión, yo no hicemás que observar a los moscovitassentado en mi sillón. Pero no cambie decara y dígame: ¿y qué le ha hecho acudira mí que tenga que ver con la sesión?

—Con su permiso, entre otras cosas,volaron algunos papelitos del techo... —el barman bajó el tono de voz y miró

alrededor, avergonzado— y todos losrecogieron. Llega un joven al bar, me daun billete de diez rublos, y yo ledevuelvo ocho cincuenta... despuésotro...

—¿También joven?—No, de edad. Luego otro más, y

otro... Yo les daba el cambio. Y hoy mepuse a hacer caja y tenía unos recortesde papeles en vez del dinero. Hanestafado al bar una cantidad de cientonueve rublos.

—¡Ay, ay! —exclamó el artista—,¿pero es cierto que creyeron que eradinero auténtico? No puedo ni suponerque lo hayan hecho conscientemente.

El barman le dirigió una miradaturbia y angustiada, pero no dijo ni unapalabra.

—¿No serán unos cuantos granujas?—preguntó el mago preocupado—. ¿Esque hay granujas en Moscú?

La respuesta del barman fue nadamás que una sonrisa, lo que hizo disipartodas las dudas: sí, en Moscú haygranujas.

—¡Qué bajeza! —se indignó Voland—. Usted es un hombre pobre... ¿verdadque es pobre?

El barman hundió la cabeza entre loshombros y quedó claro que era unhombre pobre.

—¿Qué tiene ahorrado?El tono de la pregunta era bastante

compasivo, pero no era lo que se puedellamar una pregunta hecha condelicadeza. El barman se quedó cortado.

—Doscientos cuarenta y nueve milrublos en cinco cajas de ahorro —contestó de otra habitación una vozcascada— y en su casa, debajo de losbaldosines, dos mil rublos en oro.

El barman parecía haberse pegado altaburete.

—Bueno, en realidad, eso no esmucho —dijo Voland con airecondescendiente—, aunque tampoco lova a necesitar. ¿Cuándo piensa morirse?

El barman se indignó.—Eso no lo sabe nadie y además, a

nadie le importa —respondió.—Vamos, ¡que nadie lo sabe! —se

oyó desde el despacho la misma odiosavoz—. ¡Ni que fuera el binomio deNewton! Morirá dentro de nueve meses,en febrero del año que viene, de cáncerde hígado, en la habitación número 4 delhospital clínico.

El barman estaba amarillo.—Nueve meses —dijo Voland

pensativo—, doscientos cuarenta ynueve mil... resulta aproximadamenteveintisiete mil al mes... no es mucho,pero viviendo modestamente tiene

bastante... además, el oro...—No podrá utilizar su oro —

intervino la misma voz de antes, que lehelaba la sangre al barman—. En cuantomuera Andréi Fókich derrumbaráninmediatamente la casa y el oro irá aparar al Banco del Estado.

—Por cierto, no le aconsejo que sehospitalice —continuaba el artista—.¿Qué sentido tiene morirse en un cuartoal son de los gemidos y suspiros deenfermos incurables? ¿No sería mejorque diera un banquete con esosveintisiete mil rublos y que se tomara unveneno para trasladarse al otro mundo alritmo de instrumentos de cuerda,

rodeado de bellas mujeres embriagadasy de amigos alegres?

El barman permanecía inmóvil,avejentado de repente. Unas sombrasoscuras le rodeaban los ojos, le caíanlos carrillos y le colgaba la mandíbula.

—¡Pero me parece que estamossoñando! —exclamó el dueño—.¡Vayamos al grano! Enséñeme susrecortes de papel.

El barman, nervioso, sacó delbolsillo el paquete, lo abrió y se quedópasmado: el papel de periódicoenvolvía billetes de diez rublos.

—Querido amigo, usted estárealmente enfermo —dijo Voland,

encogiéndose de hombros.El barman, con una sonrisa de loco,

se levantó del taburete.—Yyy... —dijo, tartamudeando— y

si otra vez... se vuelve eso...—Hmm... —el artista se quedó

pensativo—. Entonces vuelva por aquí.Encantados de verle siempre que quiera,he tenido mucho gusto en conocerle...

Koróviev salió del despacho, leagarró la mano al barman ysacudiéndosela, pidió a Andréi Fókichque saludara a todos, peroabsolutamente a todos. Sin llegar aentender lo que estaba sucediendo, elbarman salió al vestíbulo.

—¡Guela, acompáñale! —gritabaKoróviev.

¡Y de nuevo apareció en el vestíbulola pelirroja desnuda!

El barman se lanzó a la puerta,articuló un «adiós» y salió comoborracho.

Dio varios pasos, luego se paró, sesentó en un peldaño, sacó el paquete ycomprobó que los billetes seguían allí.

Del piso de al lado salió una mujercon una bolsa verde. Al ver al hombre,sentado en la escalera, mirandoembobado sus billetes de diez rublos, lamujer se sonrió y dijo, pensativa:

—Pero qué casa tenemos... Éste

también bebido, desde por la mañana...¡Otra vez han roto un cristal de laescalera!

Miró fijamente al barman y añadió:—Oiga, ciudadano, ¡pero si está

forrado de dinero! Anda, ¿por qué no lorepartes conmigo?

—¡Déjame, por Dios! —se asustó elbarman y guardó apresuradamente eldinero.

La mujer se echó a reír.—¡Vete al cuerno, roñoso! ¡Si era

una broma! —y bajó por la escalera.El barman se incorporó lentamente,

levantó la mano para ponerse bien elsombrero y se percató de que no lo

tenía. Prefería no volver, pero le dabalástima quedarse sin sombrero. Despuésde dudar un poco, volvió y llamó a lapuerta.

—¿Qué más quiere? —le preguntó lacondenada Guela.

—Me dejé el sombrero... —susurróel barman, señalando su calva. Guela sevolvió de espaldas. El barman cerró losojos y escupió mentalmente. Cuando losabrió Guela le daba un sombrero y unaespada con empuñadura de color oscuro.

—No es mía... —susurró el barman,rechazando con la mano la espada yponiéndose apresuradamente elsombrero.

—¿Cómo? ¿Pero había venido sinespada? —se extrañó Guela.

El barman refunfuñó algo y fuebajando las escaleras. Sentía unamolestia en la cabeza, como si tuvierademasiado calor. Asustado, se quitó elsombrero: tenía en las manos una boinade terciopelo con una vieja pluma degallo. El barman se santiguó. La boinadio un maullido, se convirtió en un gatitonegro y, saltando de nuevo a la cabezade Andréi Fókich, hincó las garras en sucalva. Andréi Fókich gritó desesperadoy bajó corriendo. El gato cayó al suelo ysubió muy deprisa la escalera.

El barman salió al aire libre y corrió

hacia la puerta de la verja, abandonandopara siempre la dichosa casa número302 bis.

Sabemos perfectamente qué leocurrió después. Cuando salió a la calle,echó una mirada recelosa alrededor,como buscando algo. En un santiamén seencontró en la otra acera, en unafarmacia.

—Dígame, por favor... —La mujerque estaba detrás del mostrador,exclamó:

—¡Ciudadano, si tiene toda lacabeza arañada!

Le vendaron la cabeza y se enteró deque los mejores especialistas en

enfermedades del hígado eran Bernadskiy Kusmín; preguntó cuál de los dos vivíamás cerca y se alegró mucho de saberque Kusmín vivía casi en el patio de allado, en un pequeño chalet blanco. A losdos minutos estaba en el chalet.

La casa era antigua y muyacogedora. Más tarde el barman seacordaría de que primero encontró a unacriada viejecita, que quiso cogerle elsombrero, pero en vista de que no lollevaba, la viejecita se fue, masticandocon la boca vacía.

En su lugar, bajo un arco junto a unespejo, apareció una mujer de edad, quele dijo que podría coger número para el

día 19. El barman buscó un áncora desalvación. Miró, como desfalleciéndose,detrás del arco, donde estaba sin duda elvestíbulo, en el que había tres hombresesperando, y susurró:

—Estoy enfermo de muerte...La mujer miró extrañada la cabeza

vendada del barman, vaciló y pronunció:—Bueno... —y le dejó traspasar el

arco.Se abrió la puerta de enfrente y

brillaron unos impertinentes de oro.La mujer de la bata dijo:—Ciudadanos, este enfermo tiene

que pasar sin guardar cola.El barman no tuvo tiempo de

reaccionar. Estaba en el gabinete delprofesor Kusmín. Era una habitaciónrectangular que no tenía nada de terrible,de solemne o de médico.

—¿Qué tiene? —preguntó elprofesor Kusmín con tono agradable,mirando con cierta inquietud el vendajede la cabeza.

—Acabo de enterarme por unapersona digna de crédito —habló elbarman, con la mirada extraviada puestaen un grupo fotográfico tras un cristal—que en febrero del año que viene moriréde cáncer de hígado. Le ruego que lodetenga.

El profesor Kusmín se echó hacia

atrás, apoyándose en el alto respaldo deun sillón gótico de cuero.

—Perdone, pero no le comprendo...¿Qué le pasa? ¿Ha visto a un médico?¿Por qué tiene la cabeza vendada?

—¡Qué médico ni qué narices! Sillega a ver usted a ese médico... —respondió el barman, y le rechinaron losdientes—. No se preocupe por lacabeza, no tiene importancia. ¡Que sevaya al diablo la cabeza!... ¡Cáncer dehígado! ¡Le pido que lo detenga!

—Pero, por favor, ¿quién se lo hadicho?

—¡Créale! —pidió el barmanacalorado—. ¡Él sí que sabe!

—¡No entiendo nada! —dijo elprofesor encogiéndose de hombros yseparándose de la mesa con el sillón—.¿Cómo puede saber cuándo se va amorir usted? ¿Sobre todo si no esmédico?

—En la habitación número 4 —contestó el barman.

Entonces el profesor miró a supaciente con detención, se fijó en lacabeza, en el pantalón mojado y pensó:«Lo que faltaba, un loco...». Luegopreguntó:

—¿Bebe vodka?—Nunca lo he probado —respondió

el barman.

Al cabo de un minuto estabadesnudo, tumbado en una camilla fríacubierta de hule. El profesor le palpabael vientre. Es necesario decir que elbarman se animó bastante. El profesorafirmó categóricamente que por lomenos de momento, no había ningúnsíntoma de cáncer, pero que comoinsistía tanto, si tenía miedo porque lehubiera asustado un charlatán, deberíahacerse los análisis necesarios.

El profesor escribió unos papeles,explicándole dónde tenía que ir y quétendría que llevar. Además, le dio unacarta para el profesor neurólogo Buré,porque tenía los nervios deshechos.

—¿Qué le debo, profesor? —preguntó con voz suave y temblorosa elbarman, sacando su gruesa cartera.

—Lo que usted quiera —respondióel profesor seco y cortado.

El barman sacó treinta rublos, lospuso en la mesa y luego, con unahabilidad inesperada, casi felina, colocósobre los billetes de diez rublos unpaquete alargado envuelto en periódico.

—¿Qué es esto? —preguntó Kusmín,retorciéndose el bigote.

—No se niegue, ciudadano profesor—susurró el barman—, ¡le ruego que medetenga el cáncer!

—Guárdese su oro —dijo el

profesor orgulloso de sí mismo—. Másvale que vigile sus nervios. Mañanamismo lleve orina para el análisis, nobeba mucho té y no tome nada de sal.

—¿Ni siquiera en la sopa? —preguntó el barman.

—En nada de lo que coma —ordenóel profesor.

—¡Ay! —exclamó el barman conamargura, mirando enternecido alprofesor, cogiendo las monedas yretrocediendo hacia la puerta.

Aquella tarde el profesor no tuvoque atender a muchos enfermos y aloscurecer se marchó el último. Mientrasse quitaba la bata, el profesor echó una

mirada al lugar donde el barman dejaralos billetes y se encontró con que en vezde los rublos había tres etiquetas devino «Abrau-Dursó».

—¡Diablos! —murmuró Kusmín,arrastrando la bata por el suelo ytocando los papeles—. ¡Además deesquizofrénico es un estafador! Lo queno entiendo es para qué me necesitaría amí. ¿No será el papel para el análisis deorina? ¡Ah!... ¡Seguro que ha robado unabrigo! —Y el profesor echó a correr alvestíbulo, con la bata colgándole de unamanga —¡Xenia Nikítishna!— gritó convoz estridente, ya en la puerta delvestíbulo—. ¡Mire a ver si están todos

los abrigos!Los abrigos estaban en su sitio. Pero

cuando el profesor volvió a sudespacho, después de haber conseguidoquitarse la bata, se quedó como clavadoen el suelo, fijos los ojos en la mesa. Enel mismo sitio en que aparecieran lasetiquetas, había ahora un gatito negrohuérfano con aspecto tristón, maullandosobre un platito de leche.

—Pero... bueno, ¿qué es esto? —yKusmín sintió frío en la nuca.

Al oír el grito débil y suplicante delprofesor, Xenia Nikítishna llegócorriendo y le tranquilizó en seguidaexplicándole que algún enfermo se

habría dejado el gatito y que esas cosaspasaban a menudo en casa de losprofesores.

—Vivirán modestamente —explicaba Xenia Nikítishna— ynosotros, claro...

Se pusieron a pensar quién podríahaberlo hecho. La sospecha recayó enuna viejecita que tenía una úlcera deestómago.

—Seguro que ha sido ella —decía lamujer—. Habrá pensado: yo me voy amorir y me da pena del pobre gatito.

—¡Usted perdone! —gritó Kusmín—. ¿Y la leche? ¿También la ha traído?¿Con el platito?

—La habrá traído en una botella y lahabrá echado en el platito aquí —explicó Xenia Nikítishna.

—De acuerdo, llévese el gato y elplatito —dijo Kusmín, acompañándolahacia la puerta. Cuando volvió lasituación había cambiado.

Cuando estaba colgando la bata enun clavo oyó risas en el patio. Se asomóa la ventana y se quedó anonadado. Unaseñora en combinación cruzaba el patioa todo correr. El profesor incluso sabíasu nombre: María Alexándrovna. Unchico se reía a carcajadas.

—Pero, ¿qué es eso? —dijo Kusmíncon desprecio.

En la habitación de al lado, que erael cuarto de la hija del profesor, ungramófono empezó a tocar el foxtrot«Aleluya». Al mismo tiempo el profesoroyó a sus espaldas el gorgojeo de ungorrión. Se volvió. Sobre su mesasaltaba un gorrión bastante grande.

«Hmm... ¡tranquilo! —se dijo elprofesor—. Ha entrado cuando yo meaparté de la ventana. ¡No es nadaextraño!», se dijo mientras pensaba quesí era extraño, sobre todo por parte delgorrión. Le miró fijamente, dándosecuenta de que no era un gorrióncorriente. El pajarito cojeaba de la pataizquierda, la arrastraba haciendo

piruetas, obedeciendo a un compás, esdecir, bailaba el foxtrot al son delgramófono, como un borracho junto auna barra, se burlaba del profesor comopodía, mirándole descaradamente.

La mano de Kusmín se posó en elteléfono; se disponía a llamar a Buré, sucompañero de curso, para preguntarlequé significaba este tipo de aparicionesen forma de gorriones, a los sesentaaños, con acompañamiento de mareos.

Entre tanto, el pajarito se sentósobre un tintero, que era un regalo, hizosus necesidades (¡no es broma!),revoloteó después, se paró un instante enel aire, y tomando impulso, pegó con el

pico, como si fuera de acero, en elcristal de una fotografía querepresentaba la promoción entera de laUniversidad del año 94, rompió elcristal y salió por la ventana.

El profesor cambió de intención, yen vez de marcar el número del profesorBuré, llamó al puesto de sanguijuelas,diciendo que el profesor Kusmínnecesitaba que le mandaranurgentemente a casa unas sanguijuelas.Cuando colgó el auricular y se volvióhacia la mesa, se le escapó un alarido.Una mujer vestida de enfermera, con unabolsa en la que se leía «Sanguijuelas»,estaba sentada en la mesa. El profesor,

mirándole a la boca, dio un grito: teníaboca de hombre, torcida, hasta lasorejas, con un colmillo saliente. Losojos de la enfermera eran los de uncadáver.

—Vengo a recoger el dinerito —dijola enfermera con voz de bajo—, no va aestar rodando por aquí. —Agarró lasetiquetas con una pata de pájaro yempezó a esfumarse en el aire.

Pasaron dos horas. El profesorKusmín estaba sentado en la cama de sudormitorio, con las sanguijuelascolgándole de las sienes, de detrás delas orejas y del cuello. Sentado a lospies de la cama en un edredón de seda,

el profesor Buré, con su bigote blanco,miraba a Kusmín compasivamente y ledecía que todo había sido una tontería. Através de la ventana se veía la noche.

No sabemos qué otras cosasextraordinarias sucedieron en Moscúaquella noche y, desde luego, no vamosa intentar averiguarlo, porque, además,ha llegado el momento de pasar a lasegunda parte de esta verídica historia.¡Sígueme, lector!

LIBRO SEGUNDO

19Margarita

¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho queno puede haber amor verdadero, fiel yeterno en el mundo, que no existe? ¡Quele corten la lengua repugnante a esementiroso!

¡Sígueme, lector, a mí, y sólo a mí,yo te mostraré ese amor!

¡No! Se equivocaba el maestrocuando en el sanatorio a esa hora de lanoche, pasadas las doce, le decía aIvánushka que ella le habría olvidado.Imposible. Ella no le había olvidado,

naturalmente.Pero en primer lugar vamos a

descubrir el secreto que el maestro noquiso contar a Iván. Su amada sellamaba Margarita Nikoláyevna. Y todolo que de ella contó el pobre maestroera la pura verdad. Había hecho unadescripción muy justa de su amada. Erainteligente y hermosa y aún añadiríamosalgo más: con toda seguridad muchasmujeres lo hubieran dado todo con tal decambiar su vida por la de MargaritaNikoláyevna. Era una mujer de treintaaños, sin hijos, casada con un granespecialista que había hecho undescubrimiento de importancia nacional.

Su marido era joven, apuesto, bueno yhonrado y quería a su mujer con locura.Margarita Nikoláyevna y su maridoocupaban toda la planta alta de unprecioso chalet con jardín en unabocacalle de Arbat. ¡Qué sitio tanmaravilloso! Cualquiera que lo desee,puede comprobarlo visitando el jardín.Que se dirija a mí y le daré las señas, leenseñaré el camino, porque el chaletexiste todavía...

A Margarita Níkoláyevna no lefaltaba el dinero. Podía satisfacer todossus caprichos. Entre los amigos de sumarido había personas interesantes.Margarita Nikoláyevna no conocía los

horrores de la vida en un piso colectivo.En resumen... ¿era feliz? ¡Ni un solomomento! Desde que se casó a losdiecinueve años y se encontró en elchalet, no tuvo un solo día feliz. ¡Dioses,dioses míos! ¿Qué le hacía falta a estamujer? ¿Qué necesitaba esta mujer quesiempre tenía en sus ojos un fuegoextraño? ¿Qué necesitaba esta bruja, unpoco bizca, que un día de primavera sepuso unas mimosas de adorno? No lo sé.Seguramente, dijo la verdad; lenecesitaba a él, al maestro, ni elpalacete gótico, ni el jardín para ellasola ni el dinero. Le quería, era verdadque le quería.

A mí, que soy el narrador de estaverdad, pero ajeno a su historia al fin yal cabo, a mí, incluso a mí, se me encogeel corazón cuando pienso en lo quesufriría Margarita, al volver al díasiguiente a casa del maestro(afortunadamente sin haber hablado consu marido, que no había vuelto el díaprometido) y enterarse de que el maestrono estaba allí. Hizo todo lo posible porindagar, pero naturalmente, no pudoaveriguar nada. Volvió al chalet ycontinuó su vida en el lugar de antes.

Pero cuando desapareció la nievesucia de las aceras y las calzadas, yentró por las ventanas el viento inquieto

y húmedo de la primavera, elsufrimiento de Margarita Nikoláyevnafue más insoportable aún que en elinvierno. Lloraba muchas veces aescondidas, con amargura; no sabía siamaba a un hombre vivo o muerto ya. Ycuantos más días desesperadostranscurrían, más se aferraba a la ideade que estaba unida a un muerto.

Tenía que olvidarle o morir ellatambién. No podía seguir viviendo así.¡Era imposible! Olvidarle —costara loque costara—, ¡olvidarle! Pero lo peorera que no le olvidaba.

—¡Sí, sí, aquella equivocación! —decía Margarita, sentada junto a la

chimenea mirando al fuego, encendidocomo recuerdo de otro fuego que ardíaun día que él escribía sobre PoncioPilatos—. ¿Por qué me iría aquellanoche? ¿Para qué? ¡Qué locura hice!Volví al día siguiente como le prometí,pero ya era tarde. Sí, volví, como elpobre Leví Mateo, ¡demasiado tarde! —Estas palabras eran inútiles, porque, enrealidad, ¿qué habría cambiado si sehubiera quedado con el maestro aquellanoche? ¿Se podría haber salvado acaso?¡Qué absurdo! —diríamos nosotros,pero no lo hacemos ante una mujer roídapor la desesperación. El mismo día enque una ola de escándalo, provocada

por la aparición del nigromante, sacudíaMoscú, el viernes que el tío de Berliozfue enviado a Kíev, que detuvieron alcontable y pasaron tantas otras cosasmás, absurdas e incomprensibles,Margarita se despertó en su dormitoriocasi al mediodía. La habitación tenía unaventana que daba a la torre del palacete.En contra de lo que solía sucederle, estavez Margarita no se echó a llorar aldespertarse, porque tenía elpresentimiento de que, por fin, algo ibaa ocurrir. Cuando se dio cuenta de sucorazonada, empezó a acariciar la idea,a fomentarla en su alma, temiendo que,de otro modo, la abandonara.

—Tengo fe —susurraba Margaritasolemnemente—, ¡tengo fe! ¡Algo va apasar! No puede dejar de suceder,porque si no, ¿por qué tengo que sufrireste dolor hasta el final de mis días?Confieso que he vivido una doble vidaoculta a los demás, pero el castigo nopuede ser tan cruel... Algo tiene quesuceder inevitablemente, porque esimposible que esto dure siempre.Además estoy segura de que mi sueño hasido profético, lo juraría...

Así hablaba Margarita Nikoláyevna,mirando las cortinas rojas inundadas desol, mientras se vestía apresuradamentey peinaba su pelo rizado delante de un

espejo de tres caras.Aquella noche Margarita había

tenido un sueño extraordinario. Durantesu invierno de tortura no había soñadojamás con el maestro. De noche laabandonaba y sufría sólo por el día. Yaquella noche lo había visto.

Había soñado con un lugardesconocido: triste, desesperante, conun cielo oscuro de primavera temprana.Aquel cielo gris, como despedazado, ybajo el cielo una bandada de grajossilenciosos. Un puentecillo tortuosocruzaba un río turbio, primaveral. Unosárboles desnudos, tristes y pobres. Unálamo solitario, y más lejos, entre los

árboles, tras un huerto, una choza demadera, que podía ser una cocina o unbaño público, ¡quién sabe! Todo parecíamuerto, helaba la sangre en las venas ydaban unas ganas tremendas deahorcarse en ese mismo álamo junto alpuente. Ni una brisa, ni un movimientode las nubes, ni un alma. ¡Qué lugar másespantoso para un hombre vivo!

Y figúrense que de pronto se abría lapuerta de la choza y aparecía él.Bastante lejos, pero se le distinguíabien. Andrajoso, vestido de una maneramuy extraña. Despeinado y sin afeitar.Con los ojos enfermos, inquietos. Lehacía señas con la mano, llamándola.

Ahogándose en aquel aire inhabitable,Margarita corría hacia él por la tierradesigual, cuando se despertó.

«Esto puede significar dos cosas —pensaba Margarita—: o está muerto yme llama, entonces es que ha venido abuscarme y pronto voy a morirme, o estávivo y el sueño es que quiere que lerecuerde. Dice que pronto nosveremos... Sí, sí, ¡nos vamos a ver muypronto!»

Margarita se vistió, excitadatodavía; trataba de convencerse de queen realidad, todo se estaba arreglandomuy bien y había que saber aprovecharlos momentos propicios. Su marido se

había ido en comisión de servicio portres días. Durante tres días Margaritaestaría completamente sola, nadiepodría impedirle pensar en lo quequisiera y soñar con lo que le gustase.Las cinco habitaciones de la planta altadel palacete, que causarían la envidia amiles de personas de Moscú, estaban asu disposición.

Sin embargo, al sentirse libre portres días en su precioso piso, Margaritaeligió un lugar, que no era el mejor, nimucho menos. Después de tomar el té,fue a una habitación oscura, sinventanas, donde, en dos grandesarmarios, se guardaban las maletas y

toda clase de trastos. Se puso encuclillas, abrió el cajón de abajo de unarmario y, levantando un montón deretales de seda, sacó su único tesoro.Tenía en sus manos un viejo álbum depiel marrón, en que había una fotografíadel maestro, la libreta de la caja deahorros con el ingreso de diez milrublos a su nombre, unos pétalos secosde rosa colocados entre papel de seda yuna parte de un cuaderno in folio, escritoa máquina y con el borde inferiorquemado.

Regresó a su dormitorio con eltesoro, colocó la foto en el espejo detres caras, se sentó delante y así

permaneció cerca de una hora,sosteniendo en las rodillas el quemadocuaderno, pasando las páginas yreleyendo aquello, que ahora, quemado,no tenía principio ni fin: «...la oscuridadque llegaba del mar Mediterráneocubrió la ciudad, odiada por elprocurador. Desaparecieron los puentescolgantes que unían el templo y laterrible torre Antonia bajó del cielo elabismo, sumergiendo a los dioses aladosdel circo, el palacio Hasmoneo con susaspilleras, bazares, caravanas,bocacalles, estanques. DesaparecióJershalaím, la gran ciudad, como sinunca hubiera existido...».

Margarita quería seguir leyendo,pero no había nada más, sólo unosflecos desiguales ennegrecidos.

Enjugándose las lágrimas, apartó elcuaderno, apoyó los codos en la mesadel espejo y se quedó mirando la foto,reflejada en el cristal. Poco a poco se lefueron secando las lágrimas. Margaritarecogió cuidadosamente su tesoro y alos pocos minutos ya estaba todoenterrado bajo los trapos de seda. Sonóel candado en la habitación oscura.

Margarita Nikoláyevna estaba ya enel vestíbulo, poniéndose el abrigo parair a dar un paseo. Natasha, su bellacriada, preguntó qué tenía que hacer de

segundo plato, y al oír que lo quequisiera, para distraerse, entablóconversación con su dueña, diciendoDios sabe qué: que si el día anterior unprestidigitador había estado haciendotrucos en el teatro, que todos sequedaron con la boca abierta, querepartía gratis perfumes extranjeros ymedias, y después, cuando terminó lasesión y el público salió a la calle,¡zas!: todos estaban desnudos. MargaritaNikoláyevna se derrumbó en una silla,que había debajo del espejo, y se echó areír.

—¡Natasha!, pero ¿no le davergüenza? —decía Margarita

Nikoláyevna—. Es usted una chicainteligente, ha leído mucho... ¡Cuentanen las colas esos disparates y usted losrepite!

Natasha se puso colorada y repuso,con mucho calor, que no era ningunamentira, que ella misma había visto consus propios ojos en la tienda decomestibles de Arbat a una ciudadanaque llegó con zapatos y, cuando seacercó a la caja a pagar, los zapatosdesaparecieron y se quedó sólo con lasmedias. ¡Con los ojos desorbitados y unagujero en el talón! Los zapatos eranmágicos, zapatos de la función.

—¿Así se quedó?

—¡Así mismo! —exclamó Natasha,poniéndose más colorada porque no lacreían—. Sí, y ayer tarde las milicias sellevaron a unas cien personas. Unasciudadanas que habían estado en lafunción y corrían por la Tverskaya enpaños menores.

—Seguro que son cosas de Daria —dijo Margarita Nikoláyevna—, siempreme ha parecido que es una mentirosa.

La divertida conversación terminócon una agradable sorpresa paraNatasha. Margarita Nikoláyevna se fue asu dormitorio y salió de allí con un parde medias y un frasco de colonia y,diciendo que también ella quería hacer

un truco, se los regaló a Natasha,pidiéndole tan sólo una cosa: que noanduviera por Arbat en medias y que nohiciera caso de Daria. La dueña y susirvienta se dieron un beso y sesepararon.

Margarita se acomodó en el asientode un trolebús que pasaba por Arbat,pensando en sus cosas, prestandoatención de vez en cuando a lo quedecían dos ciudadanos que iban delantede ella.

Los dos, mirando hacia atrás contemor de que alguien les oyera, discutíanen voz baja algo absurdo. Uno de ellos,que iba junto a la ventanilla, enorme,

rollizo, con unos ojillos de cerdo muyvivos, susurraba a su vecino pequeñitoque tuvieron que tapar el ataúd con unatela negra...

—¡Pero si no puede ser! —decía elpequeño, asombrado—. ¡Si es algoinaudito!... ¿Y qué hizo Zheldibin?

En medio del monótono ruido deltrolebús se oyeron unas palabras quevenían desde la ventana.

—Investigación criminal... unescándalo... ¡como místico!...

Margarita Nikoláyevna, uniendo lostrozos de conversación, pudo componeralgo más o menos coherente. Losciudadanos hablaban de que habían

robado del ataúd la cabeza de un difunto(quién era, no lo nombraban). Por esoZheldibin estaba tan preocupado. Yestos dos que cuchicheaban en eltrolebús tenían algo que ver con elmaltratado difunto.

—¿Crees que nos dará tiempo depasar a recoger las flores? —seinquietaba el pequeño—. ¿A qué hora esla incineración? ¿A las dos?

Por fin Margarita Nikoláyevna secansó de escuchar las misteriosasincoherencias sobre una cabeza robada yse alegró de llegar a su parada.

Unos minutos más y MargaritaNikoláyevna estaba sentada en un banco

bajo la muralla del Kremlin, mirando ala Plaza Manézhnaya.

El sol muy fuerte la obligaba aentornar los ojos; recordaba su sueño,recordaba cómo hacía un año, el mismodía y a la misma hora, estaba sentadacon él en aquel banco y cómo ahora, subolso negro estaba junto a ella en elbanco. Esta vez él no estaba a su lado,pero mentalmente MargaritaNikoláyevna hablaba con él: «Si estásdeportado, ¿por qué no haces saber deti? Los otros lo hacen. ¿Es que ya no mequieres? No sé por qué, pero no lo creo.Entonces, o estás deportado o te hasmuerto. Si es así, te pido que me dejes,

que me des libertad para vivir, pararespirar este aire». Y ella mismacontestaba por él: «Eres libre... ¿Acasote retengo?». Ella replicaba: «Eso no esuna respuesta. Vete de mi memoria, sóloentonces seré libre...».

La gente pasaba junto a MargaritaNikoláyevna. Un hombre se quedómirando a la elegante mujer, atraído porsu belleza y por su soledad. Tosió y sesentó en el borde del mismo banco en elque estaba Margarita.

Por fin se atrevió a hablar:—Decididamente, hoy hace buen

día...Pero Margarita le echó una mirada

tan sombría, que el hombre se levantó yse fue.

«He aquí un ejemplo —decíaMargarita al que era su dueño—: ¿Porqué habré echado a ese hombre? Meaburro, y en ese don Juan no había nadamalo, aparte del “decididamente”, tanridículo... ¿Por qué estoy sola como unalechuza al pie de la muralla? ¿Por quéestoy apartada de la vida?»

Se sentía triste y alicaída. Y depronto, igual que cuando se despertó,una ola de esperanza y emoción selevantó en su pecho. «Sí, ¡algo va apasar!» Sintió otra vez el golpe de sucorazonada y comprendió que se trataba

de una onda sonora. Entre el ruido de laciudad se oía, cada vez con másclaridad, el retumbar de unos tambores ytrompetas, algo desafinados, que seaproximaba poco a poco.

Primero apareció un miliciano acaballo, que avanzaba a paso lento juntoa la reja del parque; le seguían tresmilicianos a pie. Luego venía un camióncon los músicos y detrás un cochefunerario nuevo, abierto, con un ataúdcubierto de coronas y cuatro personas enlas esquinas: tres hombres y una mujer.A pesar de la distancia, Margarita pudover que la gente que acompañaba aldifunto en su último viaje parecía

desconcertada, sobre todo la ciudadanaque iba detrás. Daba la impresión quelos carrillos gruesos de la ciudadanaestaban hinchados por un secretoemocionante y sus ojos abotargadoslanzaban chispitas. Faltaba poco paraque guiñara el ojo hacia el difunto,diciendo: «¿Han visto algo semejante?¡Es increíble!». Las trescientas personasque avanzaban a paso lento detrás delcoche, tenían la misma expresión dedesconcierto.

Margarita seguía con los ojos elcortejo, escuchando el triste ruido, cadavez más débil, de los tambores querepetían el mismo sonido: «Bums, bums,

bums». Pensaba: «¡Qué entierro tanextraño... y qué tristeza en ese “bums”!Creo que sería capaz de venderle mialma al diablo por saber si está vivo omuerto... Me gustaría saber a quién vana enterrar».

—A Mijaíl Alexándrovich Berlioz—se oyó a su lado una voz de hombre,algo nasal—, al presidente deMASSOLIT.

Margarita Nikoláyevna, sorprendida,se volvió y se encontró con que en subanco había un ciudadano; seguramentese habría sentado aprovechando que ellaestaba absorta con la procesión, y poraquella distracción había hecho su

última pregunta en voz alta.Entre tanto, la procesión se detuvo,

seguramente parada por los semáforos.—Pues sí —continuaba el ciudadano

desconocido—, qué ánimo tanasombroso tiene esa gente. Llevan aldifunto y están pensando dónde estará sucabeza.

—¿Qué cabeza? —preguntóMargarita, examinando a su inesperadointerlocutor. Era pequeño, pelirrojo, lesobresalía un colmillo, vestía unacamisa almidonada, un traje a rayas debuena tela, zapatos de charol y unsombrero hongo. La corbata era decolores vivos. Y lo extraño era que en el

bolsillo, donde los hombres suelenllevar un pañuelo o una plumaestilográfica, éste llevaba un hueso depollo roído.

—Pues sí, señora —explicó elpelirrojo—, esta mañana, en la sala deGriboyédov, han robado del ataúd lacabeza del difunto.

—¿Pero cómo es posible? —preguntó Margarita involuntariamente,recordando la conversación que oyeraen el trolebús.

—¡El diablo lo sabrá! —dijo elpelirrojo con desenfado—. Aunque meparece que habría que preguntárselo aPopota. ¡Qué manera de birlar la

cabeza! ¡Da gusto! ¡Qué escándalo! Loimportante es que nadie sabe para quépuede servir la cabeza.

A pesar de lo ocupada que estabaMargarita Nikoláyevna con lo suyo, nopudo menos de asombrarse al oír lasextrañas mentiras en boca deldesconocido ciudadano.

—¡Cómo! —exclamó ella—. ¿QuéBerlioz? ¿No será el del periódico?...

—Ése es, precisamente...—Entonces, ¿los que siguen el ataúd

son literatos?—¡Naturalmente!—¿Los conoce de vista?—A todos —respondió el pelirrojo.

—Dígame —habló Margarita, convoz sorda—, ¿no está entre ellos elcrítico Latunski?

—¿Pero cómo iba a faltar? —contestó el pelirrojo—. Es el delextremo en la cuarta fila.

—¿El rubio? —preguntó Margaritaentornando los ojos.

—Color ceniza... ¿No ve que halevantado los ojos al cielo?

—¿El que parece un cura?—¡El mismo!...Margarita no preguntó más y se

quedó mirando a Latunski.—Y usted, por lo que veo —dijo

sonriente el pelirrojo—, odia a ese

Latunski. ¿No es así?—No es el único que odio —

contestó Margarita entre dientes—, perono me parece un tema de conversacióninteresante.

La procesión continuó su camino,seguida de coches vacíos.

—Tiene razón, MargaritaNikoláyevna, no tiene nada deinteresante.

Margarita se sorprendió.—¿Es que me conoce?Por toda respuesta, el pelirrojo se

quitó el sombrero e hizo un gesto desaludo. «¡Qué pinta de bandido tieneeste tipo!», pensó Margarita, mirando

fijamente a su casual interlocutor.—Yo no le conozco a usted —dijo

Margarita secamente.—¿Cómo me va a conocer? Sin

embargo, me han enviado para hablarcon usted de cierto asunto —Margaritapalideció y se echó hacia atrás.

—En lugar de contar esas tonteríasde la cabeza cortada —dijo Margarita—tenía que haber empezado por ahí.¿Viene a detenerme?

—¡De ninguna manera! —exclamó elpelirrojo—. ¡Pero qué cosas tiene! Nohe hecho más que hablarle y ya piensaque la voy a detener. Vengo a tratar conusted un asunto.

—No comprendo. ¿De qué mehabla?

El pelirrojo miró alrededor y dijomisteriosamente:

—Me han enviado a invitarla a ustedpara esta noche.

—Usted está loco. ¿A qué me invita?—A casa de un extranjero muy

ilustre —dijo el pelirrojo con airesignificativo, entornando un ojo.

Margarita se enfureció.—¡Lo único que faltaba, una nueva

especie de alcahuete callejero! —dijoincorporándose, dispuesta a marcharse,pero la detuvieron las palabras delpelirrojo:

—La oscuridad que llegaba del marMediterráneo cubrió la ciudad, odiadapor el procurador. Desaparecieron lospuentes colgantes, que unían el templo yla terrible torre Antonia... DesaparecióJershalaím, la gran ciudad, como sinunca hubiera existido... ¡Por mí,también usted puede desaparecer con sucuaderno quemado y la rosa disecada!¡Quédese en ese banco sola, pidiéndoleque le dé libertad para respirar, que sevaya de su memoria!

Margarita, muy pálida, volvió. Elpelirrojo la miraba con los ojosentornados.

—No comprendo nada —dijo

Margarita Nikoláyevna con voz débil—.Lo de las hojas, podía haberlo leído,espiado... ¿Pero cómo se ha enterado delo que yo pensaba? —Y añadió con unaexpresión de dolor—: Dígame, ¿quiénes usted? ¿A qué organizaciónpertenece?

—Qué lata... —murmuró elpelirrojo, y habló fuerte—: Si ya le hedicho que no pertenezco a ningunaorganización. Siéntese, por favor.

Margarita le obedeció sin una solaobjeción, pero al sentarse le preguntó denuevo:

—¿Quién es usted?—Bueno, me llamo Asaselo; pero

eso no le dice nada.—Dígame, ¿cómo supo lo de las

hojas y lo que yo pensaba?—Eso no se lo digo.—¿Pero usted sabe algo de él? —

susurró Margarita, suplicante.—Pongamos que sí.—Se lo ruego, dígame sólo una

cosa: ¿vive? ¡No me haga sufrir!—Bueno, sí, está vivo —dijo

Asaselo de mala gana.—¡Dios mío!—Por favor, sin emociones ni gritos

—dijo Asaselo, frunciendo el entrecejo.—Perdóneme —murmuraba

Margarita, dócil ya—, siento haberle

irritado. Pero reconozca que cuando auna mujer la invitan en la calle a ir a unacasa... No tengo prejuicios, se loaseguro... —Margarita sonriótristemente—, pero yo nunca veo aningún extranjero y no tengo ningunasganas de conocerlos. Además, mimarido... Mi tragedia es que vivo con unhombre al que no quiero, pero consideroindigno estropearle su vida... Él no meha hecho más que el bien...

Se veía que este discursoincoherente estaba aburriendo aAsaselo, que dijo con severidad:

—Por favor, cállese un minuto.Margarita le obedeció.

—La estoy invitando a casa de unextranjero que no puede hacerle ningúndaño. Además, nadie sabrá de su visita.Eso se lo garantizo yo.

—¿Y para qué me necesita? —preguntó tímidamente Margarita.

—Lo sabrá más tarde.—Ya entiendo... Tengo que

entregarme a él —dijo Margaritapensativa.

Asaselo sonrió con aire desuperioridad y contestó:

—Cualquier mujer en el mundosoñaría con esto. Pero no tengo másremedio que defraudarla. No es eso.

—¿Pero quién es ese extranjero? —

exclamó Margarita turbada, en un tonode voz tan alto, que se volvieron los quepasaban junto al banco—. ¿Y qué interéspuedo tener en ir a verle?

Asaselo se inclinó hacia ella ysusurró con aire significativo:

—Tiene mucho interés..., puedeaprovechar la ocasión...

—¿Cómo? —exclamó Margarita conlos ojos redondos—. Si no me equivoco,está usted insinuando que puedo saberalgo de él.

Asaselo asintió con la cabeza ensilencio.

—¡Vamos! —exclamó Margarita confuerza, agarrando a Asaselo de la mano

—. ¡Vamos a donde sea!Asaselo se apoyó en el respaldo del

banco, tapando con su espalda unnombre grabado con navaja, «Niura», ydijo con expresión irónica:

—¡Qué gente más difícil son lasmujeres! —se metió las manos en losbolsillos y estiró las piernas—. ¿Porqué me habrán mandado a mí pararesolver este problema? Podía habervenido Popota, que tiene muchoencanto...

Margarita habló con una sonrisaamarga y contrariada:

—Por favor, déjese demixtificaciones y no me haga sufrir con

sus misterios. Se está aprovechando deque soy una persona desgraciada... Meestoy metiendo en algo muy extraño,¡pero le juro que ha sido nada más queporque usted me ha interesadohablándome de él! Estoy mareada contodas esas complicaciones...

—¡No dramatice! —repuso Asaselocon una mueca—. Trate de ponerse enmi lugar. Dar una paliza aladministrador, echar al tipo del piso,pegar un tiro, u otra tontería por elestilo, todo esto es especialidad mía.¡Pero hablar con mujeres enamoradas,eso sí que no! Estoy tratando deconvencerla hace más de media hora.

Entonces, ¿qué? ¿Se viene?—Sí —repuso sencillamente

Margarita Nikoláyevna.—Entonces, haga el favor de coger

esto —dijo Asaselo sacando una cajitaredonda de oro del bolsillo y dándoselaa Margarita—. Escóndala, que nos estánmirando. Le servirá. MargaritaNikoláyevna, de tanto sufrir haenvejecido usted bastante en este medioaño —Margarita se puso colorada, perono contestó. Asaselo continuó—: Estanoche, a las nueve y media, haga elfavor de desnudarse y untarse la cara yel cuerpo con esta crema. Despuéspuede hacer lo que quiera, pero no se

aparte del teléfono. Yo la llamaré a lasdiez y le daré instrucciones. Usted notendrá que ocuparse de nada, la llevarána donde haga falta, sin ninguna molestiapara usted. ¿Está claro?

Margarita tardó en contestar. Luegodijo:

—Está claro. Esto es de oro puro, seve por el peso. Veo que me estánsobornando para complicarme en unahistoria turbia y luego tendré quepagarlo...

—¿Pero qué dice? —murmuróAsaselo, indignado—. ¿Otra vez?

—No, espere...—¡Devuélvame la crema!

Margarita agarró la caja con todassus fuerzas.

—No, no, espere... Sé perfectamentea lo que voy. Lo hago todo por él,porque ya no me queda ningunaesperanza. Pero quiero decirle que si yomuero ¡usted tendrá la culpa! ¡Seavergonzará de ello! ¡Muero por amor!—y dándose un golpe en el pechoMargarita miró hacia el sol.

—¡Devuélvala! —gritaba Asaselo—. ¡Devuélvala, y al diablo todo! ¡Quemanden a Popota!

—¡Oh, no! —exclamó Margarita,sorprendiendo a los transeúntes—.¡Estoy dispuesta a todo, estoy dispuesta

a hacer esa comedia de la crema, estoydispuesta a irme al diablo! ¡No se lodoy!

—¡Vaya! —vociferó de prontoAsaselo con los ojos desorbitados,señalando algo detrás de la verja deljardín.

Margarita miró hacia donde le habíaindicado Asaselo, pero no descubriónada de particular. Cuando volvió amirar a Asaselo, como pidiendo unaexplicación por el absurdo «vaya», nohabía nadie que se lo pudiera explicar.El misterioso interlocutor de MargaritaNikoláyevna había desaparecido.

La mujer metió la mano en el bolso,

donde acababa de guardar la cajita, y seconvenció de que seguía allí. Sin pensaren nada, Margarita salió corriendo deljardín Alexándrovski.

20La crema de Asaselo

A través de las ramas de un arce se veíala luna llena en el cielo limpio de lanoche. Las manchas de luz que filtrabanlos tilos y las acacias dibujaban figurascomplicadas. La ventana de tres hojas,abierta, pero con la cortina echada,brillaba con rabiosa luz eléctrica. En eldormitorio de Margarita Nikoláyevnatodas las luces estaban encendidas,mostrando el gran desorden que reinabaen la habitación.

En la cama, encima de la manta,

había blusas, medias y ropa interior; enel suelo, junto a una cajetilla de tabacoaplastada, más ropa amontonada en elbarullo. En la mesilla de noche, un parde zapatos, junto a una taza de café sinterminar, un cenicero con una colillahumeante. En el respaldo de una silla, unvestido de noche negro. La habitaciónolía a perfume. Y de algún otro sitiopenetraba el olor a plancha caliente.

Margarita Nikoláyevna estabasentada ante el espejo con un albornozechado sobre su cuerpo desnudo y unoszapatos de ante negro. Delante de ella,junto a la cajita que le había dadoAsaselo, estaba el reloj con pulsera de

oro. Margarita no apartaba de él lamirada.

A veces le parecía que el reloj sehabía estropeado, que las agujas ya nose movían. Pero sí, se movían, muydespacio, como pegándose, y por fin laaguja larga marcó los veintinueveminutos. A Margarita le palpitaba tanfuerte el corazón, que no pudo coger lacajita. Por fin consiguió dominarse, laabrió y dentro vio una cremaamarillenta. Le pareció que olía a fangode pantano. Cogió un poco de crema conla punta de los dedos y se la puso en lamano. El olor a hierbas de pantano y abosque se hizo penetrante. Empezó a

frotarse con la crema la frente y lasmejillas.

La crema se esparcía con facilidad,y a Margarita le pareció que seevaporaba inmediatamente. Se friccionóvarias veces, se miró al espejo y dejócaer la caja encima del reloj. La esferase agrietó en seguida. Cerró los ojos,luego se miró otra vez y riódesaforadamente.

Sus cejas, depiladas como doshilitos, se habían espesado y learqueaban suavemente los ojos, másverdes que nunca. Una fina arruga que leatravesaba verticalmente la frente,aparecida en octubre, cuando perdió al

maestro, desapareció sin dejar huella.Desaparecieron también las sombrasamarillas de las sienes y una red dearrugas, apenas visibles, junto a lacomisura externa de los ojos. Un colorrosa uniforme le cubría la piel de lasmejillas, tenía la frente blanca y limpia yhabía desaparecido el rizado depeluquería.

La Margarita de treinta años veíareflejada en el espejo a una mujermorena, de unos veinte años, con el peloondulado.

Dejó de reír, se quitó de un golpe elalbornoz, cogió una cantidad bastanteregular de la crema ligera y grasienta y

empezó a frotarse el cuerpo conenérgicos ademanes. Se puso toda colorrosa, como iluminada por dentro. Luego,como si le hubieran sacado una agujadel cerebro, se calmó el dolor en unasien, que le había durado toda la tarde,desde la conversación en el JardínAlexándrovski; se le fortalecieron losmúsculos de las extremidades y elcuerpo se tornó ingrávido.

Dio un salto y se quedó en el aire,encima de la alfombra; luego notó quealgo tiraba de ella hacia el suelo y sebajó.

—¡Qué crema! ¡Pero qué crema! —gritó Margarita, cayendo en un sillón.

El efecto de las fricciones no fuesólo físico. Ahora bullía la alegría encada célula de su cuerpo, la sentía enforma de pequeñas burbujas que lapinchaban. Se sentía libre,completamente. Vio con claridad quehabía sucedido justamente aquello quepresintiera por la mañana y que dejaríael palacete y su antigua vida parasiempre.

Del recuerdo de su antigua vida sedesprendía un pensamiento: tenía unúltimo deber que cumplir antes decomenzar aquello nuevo y extraordinarioque parecía que la elevaba, llevándoselaal aire libre. Corrió desnuda, volando a

veces, al despacho de su marido,encendió la luz y se precipitó alescritorio. En una hoja de papel, quearrancó de un cuaderno, escribió deprisa, sin tachaduras, unas palabras alápiz:

«Perdóname y olvídame lo antes quepuedas. Me voy para siempre. Seráinútil que me busques. Me han vencidoel dolor y la desgracia y me heconvertido en bruja. Me voy, ya es hora.Margarita.»

Margarita voló a su dormitorio,sentía alivio en su alma. Natasha laseguía corriendo, con un montón deropa. Y todos aquellos objetos, perchas

de madera con vestidos, pañuelos deencaje, unos zapatos azules de raso, uncinturón, todo aquello cayó al suelo yNatasha se sacudió las manos libres.

—¿Qué tal estoy? —preguntóMargarita con voz ronca.

—¿Pero qué ha hecho? —decíaNatascha, retrocediendo hacia la puerta—. ¿Cómo lo ha conseguido, MargaritaNikoláyevna?

—¡Ha sido la crema, la crema! —contestó Margarita, señalando lareluciente cajita de oro y dando vueltasfrente al espejo.

Olvidando la ropa tirada por elsuelo, Natasha corrió hacia el tocador y

se quedó mirando los restos de cremacon los ojos encendidos por la envidia.Sus labios se movían en silencio. Sevolvió hacia Margarita Nikoláyevna ypronunció con beatitud:

—¡Qué cutis! ¡Pero qué cutis,Margarita Nikoláyevna! ¡Si parece quereluce!

Volvió en sí y corrió hacia los trajestirados, los levantó para quitarles elpolvo.

—¡Déjelo! —gritaba Margarita—.¡Al diablo! ¡Déjelo todo! O no,lléveselo de recuerdo. ¡Llévese todo loque haya en esta habitación!

Natasha, como si de repente se

hubiera vuelto loca, se la quedómirando, se colgó a su cuello y gritódándole besos:

—¡Si parece de raso! ¡Si reluce! ¡Deraso! ¡Y las cejas!

—Coja todos los trajes, losperfumes y lléveselo todo a su baúl,escóndalo —gritaba Margarita—, perono se lleve las joyas, porque podríanacusarla de robo.

Natasha agarró todo lo que encontróa mano: vestidos, zapatos, medias y ropainterior y salió del dormitorio.

En aquel momento entró por laventana abierta y siguió volando un valsvirtuoso y atronador; se oyó el ruido de

un coche que se acercaba a la puerta deljardín.

—¡Ahora llamará Asaselo! —exclamó Margarita, mientras escuchabael vals, que rodaba por la calle—. ¡Mellamará! ¡Y el extranjero no espeligroso, ahora me doy cuenta de queno es peligroso!

Se oyó el coche que se alejaba deljardín. Sonó la verja y se oyeron pasosen las losas del camino.

«Es Nikolái Ivánovich, conozco sumodo de andar —pensó Margarita—.Tengo que hacer algo original ydivertido para despedirme.»

Margarita descorrió la cortina de un

tirón y se sentó de perfil en el antepechode la ventana, abrazándose las rodillas.La luz de la luna le lamía el costadoderecho. Margarita levantó la cabezahacia la luna y puso cara pensativa ypoética. Sonaron otros dos pasos ycesaron de pronto. Margarita contemplóla luna un momento, suspiró para quehiciera bonito y volvió la cabeza haciael jardín; efectivamente, allí estabaNikolái Ivánovich, su vecino de laplanta baja del palacete. La luz de laluna caía de plano sobre NikoláiIvánovich. Estaba en un banco y senotaba desde luego que acababa desentarse. Tenía los impertinentes algo

torcidos y apretaba la cartera en lasmanos.

—¡Hola, Nikolái Ivánovich! —hablóMargarita con voz triste—. ¡Buenasnoches! ¿Vuelve de alguna reunión?

Nikolái Ivánovich no contestó.—Y yo —siguió Margarita,

asomándose un poco más por la ventana— estoy sola, como ve, aburrida,mirando a la luna y escuchando el vals...

Margarita se pasó la mano izquierdapor la sien, arreglándose el cabello, ydijo con enfado:

—¡Me parece poco correcto,Nikolái Ivánovich! ¡Al fin y al cabo soyuna mujer! Es una grosería no contestar

cuando le estoy hablando.A la luz de la luna destacaba hasta el

último botón del chaleco de NikoláiIvánovich, hasta el último pelo de subarba clara y puntiaguda; sonrió conexpresión enajenada, se levantó delbanco, y al parecer, muy azorado, en vezde quitarse el sombrero, hizo un gestocon la cartera y dobló las piernas, comosi pensara ponerse a bailar.

—¡Ah, qué hombre más aburrido esusted, Nikolái Ivánovich! —siguióMargarita—. ¡Le diré que estoy tan hartade usted, que no soy capaz de expresarlosiquiera! ¡Me alegro de poder perderlede vista! ¡Váyase al diablo!

El teléfono rompió a sonar en eldormitorio, a espaldas de Margarita.Saltó del antepecho de la ventana yolvidando a Nikolái Ivánovich, cogió elauricular.

—Habla Asaselo.—¡Querido, querido Asaselo! —

exclamó Margarita.—Ya es la hora. Salga volando —

habló Asaselo. Se notaba, por su tono devoz, que le había gustado el arrebatoalegre y sincero de Margarita—. Cuandopase sobre la puerta del jardín grite:«¡Invisible!». Luego vuele sobre laciudad, para acostumbrarse, y despuéshacia el sur fuera de la ciudad, al río.

¡La están esperando!Margarita colgó el auricular. En el

cuarto de al lado se oyó el paso dealguien que cojeaba y como si algúnobjeto de madera golpease la puerta.Margarita la abrió y entró bailando en eldormitorio la escoba con las cerdas paraarriba. El palo redoblaba en el suelo,daba patadas e intentaba salir por laventana como fuera. Margarita dio ungrito de alegría y se montó en la escoba.Sólo entonces le pasó por la cabeza laidea de que con todo aquel lío habíaolvidado vestirse. Siempre galopandosobre la escoba se acercó a la cama ycogió lo primero que encontró a mano:

una combinación azul. Moviéndolacomo si fuera un estandarte, echó a volarpor la ventana. El vals sonó con máspotencia.

Margarita se deslizó desde laventana hacia abajo y vio a NikoláiIvánovich.

Estaba como petrificado en el banco,verdaderamente perplejo, escuchandolos gritos y los ruidos que procedían deldormitorio iluminado del piso de arriba.

—¡Adiós, Nikolái Ivánovich! —gritó Margarita, bailando frente a él.

Él suspiró y empezó a resbalarse porel banco, trató de agarrarse con lasmanos y dejó caer al suelo su cartera.

—¡Adiós! ¡Para siempre! ¡Me voy!—gritaba Margarita dominando lamúsica del vals. Y dándose cuenta deque la combinación no le servía paranada, la arrojó a la cabeza de NikoláiIvánovich, con una risa sarcástica. Elhombre, cegado, cayó del banco sobrelos ladrillos del camino.

Margarita se volvió para mirar porúltima vez el palacete en el que habíasufrido tanto tiempo y vio en lailuminada ventana la cara de Natasha,con los ojos desorbitados por elasombro.

—¡Adiós, Natasha! —gritóMargarita, y levantó el cepillo—.

¡Invisible! ¡Invisible! —gritó con fuerza,y dejó atrás la verja, pasando entre lasramas de los arces, que le dieron en lacara. Estaba en la calle. El vals,completamente enloquecido, la seguía.

21El vuelo

¡Invisible y libre! ¡Invisible y libre!...Después de pasar por su calle,Margarita se encontró en otra, que lacortaba perpendicularmente. Cruzó deprisa esta calle larga, remendada ytortuosa, con la puerta inclinada de unadroguería, en la que vendían petróleopor litros y un insecticida, y comprendióque, incluso siendo completamente libree invisible, también en el placer habíaque conservar la razón. Milagrosamenteconsiguió frenar un poco y no se mató,

estrellándose contra un poste de unaesquina, viejo y torcido. Dio un viraje yapretó con fuerza la escoba, voló másdespacio, evitando los cables eléctricosy los rótulos, que colgaban atravesandolas aceras. La tercera bocacalle salía aArbat. Margarita ya se habíaacostumbrado al dominio de la escoba,notó que obedecía al menor movimientode sus brazos y piernas y que al volarsobre la ciudad tenía que ir muy atenta yno alborotar demasiado. Además, ya ensu calle había observado que lostranseúntes no la veían. Nadie levantabala cabeza, nadie gritaba «¡Mira!,¡mira!», ni se echaba hacia un lado, ni

chillaba, ni se desmayaba, ni reíaenloquecido. Margarita volaba ensilencio, con lentitud y no a muchaaltura, a la de un segundo piso,aproximadamente. Pero a pesar de ello,al llegar a Arbat, con sus lucesdeslumbrantes, se desvió un poco y sedio en el hombro contra un discoiluminado con una flecha. Margarita seenfadó. Detuvo la obediente escoba, seapartó a un lado y luego, lanzándosesobre el disco, lo rompió en pedazoscon el mango de la escoba. Los cristalescayeron con el consiguiente estrépito,los transeúntes se apartaron hacia unlado, se oyeron silbidos, pero

Margarita, consumada su inútiltravesura, se echó a reír.

«En Arbat hay que tener máscuidado —pensó Margarita—, está todoenredadísimo y no hay quien loentienda.»

Siguió volando, sorteando loscables. Debajo de ella pasaban capotsde los trolebuses, de los autobuses y delos coches; y desde allí arriba tenía laimpresión de que por las aceras corríanríos de gorras. De los ríos nacían unosriachuelos que desembocaban en lasencendidas fauces de las tiendasnocturnas.

«¡Qué aglomeración! —pensó

Margarita con enfado—. Si no haydónde moverse.»

Margarita cruzó la calle de Arbat,ascendió hasta la altura de un cuartopiso y, rozando los brillantes tubos deluz del teatro, pasó a una callecitaestrecha de casas altas. Estaban abiertastodas las ventanas y de todas salíamúsica de aparatos de radio. Margaritase asomó a una de ellas. Era una cocina.Dos hornillos de petróleo aullabansobre el fogón, y junto a ellos discutíandos mujeres con cucharas en la mano.

—Le diré, Pelagueya Petrovna, quehay que apagar la luz al salir del retrete—decía una de ellas, que estaba delante

de una cacerola con algo de comer,evaporándose—; si no, presentaremosuna denuncia para que la desalojen.

—¡Como si usted no hubiese roto unplato nunca! —replicaba la otra.

—Las dos han roto platos muchasveces —dijo Margarita con voz sonora,adentrándose un poco en la cocina.

Las dos contrincantes se volvieronhacia la ventana, estaban inmóviles, conlas sucias cucharas en la mano.Margarita estiró una mano con cuidado,e introduciéndola entre las dos mujeres,dio vuelta a las llaves de los hornillos ylos apagó. Las mujeres dieron un grito yse quedaron boquiabiertas. Pero

Margarita ya no tenía nada más quehacer en la cocina y salió a la calle.

Le llamó la atención un suntuosoedificio de ocho pisos, al parecer reciénconstruido, que estaba al final de lacalle. Empezó a descender, y al aterrizarse fijó en la fachada, revestida demármol negro; las puertas eran grandes,y a través de los cristales se veía unagorra con galón dorado y los botones delconserje. Sobre la puerta había unletrero, también dorado, que decía:«Casa del Dramlit».

Margarita se quedó mirando elletrero, tratando de descifrar elsignificado de aquella palabra:

«Dramlit». Con la escoba bajo el brazo,Margarita entró en el portal, empujandocon la puerta al sorprendido conserje yvio en la pared, junto al ascensor, unagran tabla negra, con unos letrerosblancos que indicaban los nombres delos inquilinos y los números de suspisos. Al ver el letrero de arriba quedecía «Casa de dramaturgos y literatos»,Margarita lanzó un grito furioso yahogado. Se elevó en el aire y empezó aleer con ávido interés los apellidos:Jústov, Dvubratski, Kvant,Beskúndnikov, Latunski...

—¡Latunski! —gritó Margarita—.¡Latunski!, pero si es él... ¡el que hundió

al maestro!El conserje, asombrado, con los ojos

fuera de las órbitas, dio un respingo, sequedó mirando la tabla, tratando deentender aquel milagro. ¿Cómo es que lalista de inquilinos había gritado?

Mientras tanto, Margarita subíavelozmente por la escalera, repitiendocon entusiasmo:

—Latunski, 84... Latunski, 84...A la izquierda, el 82; a la derecha,

83; más arriba, a la izquierda, 84. ¡Eraallí! Y una placa: «O. Latunski».

Margarita descendió de la escoba deun salto y sus recalentados talonespercibieron con delicia el frío del suelo

de piedra. Margarita llamó una vez yotra. Nadie abría. Apretó con más fuerzael botón del timbre y oyó el alboroto quese armaba en la casa de Latunski. Sí, elque vivía en el piso 84 tendría que estaragradecido el resto de sus días aldifunto Berlioz porque el presidente deMASSOLIT había sido atropellado por untranvía y la reunión funeral estabaconvocada precisamente para aquellatarde. El crítico Latunski había nacidobajo una estrella afortunada que le evitóel encuentro con Margarita, convertidaen bruja precisamente el mismo viernes.

En vista de que nadie abría lapuerta, Margarita descendió volando a

toda velocidad; contando los pisos en sucamino descendente, salió a la calle ymiró hacia arriba, calculando qué pisosería el de Latunski. No cabía duda, eranaquellas cinco ventanas oscuras de laesquina del edificio, en el octavo piso.Margarita se elevó de nuevo y a lospocos segundos entraba por la ventanaen un cuarto oscuro en el que sólo habíaun estrecho caminito plateado por laluna. Tomó corriendo este caminito yencontró la llave de la luz. En uninstante quedó iluminado todo el piso.Dejó la escoba en un rincón. Alcerciorarse de que en la casa no habíanadie, Margarita abrió la puerta de la

escalera para ver la placa. Habíaacertado. Era el lugar buscado por ella.

Cuentan que, todavía hoy, el críticoLatunski palidece al recordar aquellaespantosa tarde y aún pronuncia elnombre de Berlioz con adoración. Nadiesabe qué oscuro y repugnante crimenpodría haberse cometido aquella tarde:al volver de la cocina, Margaritallevaba en la mano un pesado martillo.

La invisible voladora trataba deconvencerse y de contenerse, pero letemblaban las manos de impaciencia.Apuntando con tino, Margarita golpeólas teclas del piano y en toda la casaretumbó un alarido quejumbroso. El

instrumento de Bekker, que no tenía laculpa de nada, gritó desaforadamente.Se hundieron sus teclas y volaron laschapitas de marfil. El instrumentoaullaba, resonaba y gemía. La tablasuperior barnizada se rompió de unmartillazo, sonando como el disparo deun revólver. Margarita, sofocada,rompía y aplastaba las cuerdas. Por fin,muerta de cansancio, se derrumbó en unsillón para recobrar la respiración.

De la cocina y del baño llegaba elzumbido alarmante del agua. «Pareceque el agua ya está llegando al suelo...—pensó Margarita, y dijo en voz alta—:No hay tiempo que perder.»

De la cocina llegaba al vestíbulo unverdadero torrente. Chapoteando en elagua con sus pies descalzos, Margaritallevaba cubos de agua al despacho delcrítico. Rompió con el martillo laspuertas de las librerías del despacho ycorrió al dormitorio. Rompió el armariode luna, sacó un traje del crítico y lometió en la bañera. Volcó un tinterolleno encima de la pomposa cama dematrimonio.

Todos estos estropicios que hacía lecausaban gran satisfacción, pero leseguía pareciendo que no eransuficientes. Por eso se puso a destrozartodo lo que le venía entre manos.

Rompía los tiestos de ficus que estabanen la habitación del piano. Sin terminarde hacerlo, volvía al dormitorio y conun cuchillo de cocina deshacía lassábanas, destrozaba las fotografíasenmarcadas. No sentía cansancio, peroestaba chorreando sudor.

En el piso número 82, debajo del deLatunski, a la criada del dramaturgoKvant, que estaba tomando el té en lacocina, le extrañó el ruido de pasos quellegaba de arriba. Levantó los ojos altecho: estaba cambiando de color, ya noera blanco, sino grisáceo y azulado. Lamancha se agrandó ante sus ojos y depronto aparecieron unas gotas.

Esto la dejó inmovilizada desorpresa, hasta que del techo empezó acaer una verdadera lluvia que golpeabaen el suelo. Se incorporó y puso debajode la gotera una palangana, pero nosirvió de nada, porque la lluviaabarcaba una superficie cada vez mayor,caía sobre la cocina de gas y sobre lamesa llena de cacharros. Dio un grito ycorrió a la escalera. Sonó el timbre en elpiso de Latunski.

—Bueno, ya empezamos... Es horade irse —dijo Margarita, y se montó enla escoba. Por el ojo de la cerraduraentraba una voz de mujer.

—¡Abran! ¡Abran! ¡Dusia, ábreme!

¡Que se ha salido el agua! ¡Estamosinundados!

Margarita se elevó un metro en elaire y dio un golpe en la araña decristal. Estallaron las dos bombillas yvolaron por toda la casa los colgantes.Cesaron los gritos en la cerradura y porla escalera se oyó ruido de pasos.Margarita salió volando por la ventana;desde fuera dio un ligero golpe en elcristal.

La ventana protestó y por la paredcubierta de mármol cayó una lluvia decristales. Margarita se acercó a otraventana. Abajo, lejos de ella, corría lagente, y uno de los dos coches que

estaban junto a la acera se puso enmarcha ruidosamente.

Al terminar con las ventanas deLatunski, Margarita voló hacia el pisovecino. Los golpes se hicieron másfrecuentes y la bocacalle se llenó deruidos estrepitosos. Del primer portalsalió corriendo el portero, miró haciaarriba; se quedó unos instantes indeciso,sin saber qué hacer, luego cogió unsilbato y silbó como un loco. Margarita,animada por el silbido, rompió congusto especial el último cristal del pisooctavo; luego bajó al séptimo y siguiódestrozando cristales.

El conserje, harto de estar matando

las horas detrás de las puertas de cristal,ponía en el silbido toda su alma,siguiendo los movimientos de Margarita,como acompañándola. Durante laspausas, mientras Margarita volaba deuna ventana a otra, el portero cogía aire,y con cada golpe de Margarita inflabalos carrillos y su silbido llegaba hasta elcielo.

Sus esfuerzos, unidos a los de laenfurecida Margarita, dieron buenresultado. En la casa reinaba el pánico.Se abrían las ventanas que quedabanenteras, se asomaban cabezas quevolvían a esconderse inmediatamente.Por el contrario, las ventanas abiertas se

cerraban. En las ventanas de las casasde enfrente aparecían sobre un fondoiluminado siluetas oscuras de hombresque trataban de comprender por qué enla nueva casa del Dramlit se rompían loscristales sin razón alguna.

En la calle, la gente corría hacia lacasa del Dramlit, y por todas lasescaleras interiores subían y bajabanhombres sin orden ni concierto. Lamuchacha de Kvant gritaba a todos losque corrían por la escalera que su casaestaba inundada; pronto se unió a ella lamuchacha de Jústov, del piso número80, debajo del de Kvant. En casa deJústov caía el agua en la cocina y en el

cuarto de baño.En casa de Kvant se derrumbó una

capa bastante considerable del cieloraso, rompiendo todos los cacharrossucios, y en seguida empezó a caer unverdadero chaparrón; el agua caía acántaros a través del chilladodescompuesto. Se oía gritar en laescalera.

Al pasar junto a la penúltimaventana del cuarto piso, Margarita miróal interior. Un hombre aterrorizado sehabía puesto una careta antigás.Margarita dio un golpe en la ventana conel martillo y el hombre se asustó ydesapareció.

Inesperadamente, se calmó elterrible caos. Margarita se deslizó hastael tercer piso y echó una mirada por laúltima ventana, tapada con una levecortina. En la habitación brillaba una luzdébil bajo una pantalla. Un niño de unoscuatro años, sentado en una cuna conbarrotes a los lados, escuchaba asustadolos ruidos de la casa. No había personasmayores en la habitación; por lo vistohabían salido.

—Están rompiendo los cristales —dijo el niño, y llamó—: ¡Mamá!

Nadie le respondió.—¡Mamá, tengo miedo!Margarita corrió la cortina y entró

por la ventana.—Tengo miedo —repitió el chico,

temblando ya.—No tengas miedo, pequeño —le

dijo Margarita, tratando de suavizar suterrible voz enronquecida por el aire—,son los chicos, que han roto unoscristales.

—¿Con un tirador?—Sí, con un tirador —afirmó

Margarita—. Duerme tranquilo.—Ha sido Sítnik —dijo el niño—,

él tiene un tirador.—¡Claro que ha sido él!El chico miró a un lado con aire

malicioso y preguntó:

—Y tú, ¿dónde estás?—No estoy —contestó Margarita—,

estás soñando.—Eso es lo que pienso —dijo el

chico.—Acuéstate —le ordenó Margarita

—; pon una mano debajo de la cara yseguirás soñando conmigo.

—Bueno, a ver si te veo —asintió elchico, y se tumbó con la mano bajo lamejilla.

—Te voy a contar un cuento —hablóMargarita, y puso su mano ardientesobre la cabeza del niño, con el pelorecién cortado—. Érase una vez unamujer... No tenía hijos y no era feliz. Se

pasó mucho tiempo llorando y luego seenfadó... —Margarita dejó de hablar yretiró la mano: el niño se habíadormido.

Margarita puso con cuidado elmartillo en la ventana y salió volando.Había un gran alboroto junto a la casa.Por la acera asfaltada, cubierta decristales rotos corría gente, ibangritando algo. Entre ellos se veíanalgunos milicianos. Sonó una campana, ypor la calle de Arbat apareció un cocherojo de bomberos con su escalera.

Pero todo aquello había dejado deinteresar a Margarita. Con cuidado, parano rozar ningún cable, empuñó la escoba

y en seguida ascendió por encima de lainfortunada casa. La callecita parecióinclinarse y se hundió hacia un lado. Ensu lugar, bajo los pies de Margarita,apareció una serie de tejados, cortadospor caminos relucientes. Se fueronapartando hacia la izquierda y lascadenas de luces formaron una granmancha continua.

Margarita dio otro impulso a suvuelo y pareció que la tierra se habíatragado los tejados; en su lugar se veíaahora un lago de temblorosas luceseléctricas. De repente, el lago se levantóvertical y apareció sobre la cabeza deMargarita; debajo brillaba la luna.

Margarita comprendió que iba cabezaabajo. Recuperó la posición normal yvio que el lago había desaparecido,dejando en su lugar un resplandor rosaen el horizonte. Desapareció a su vezeste resplandor y Margarita vio queestaba a solas con la luna, que volabahacia la izquierda, por encima de ella.Hacía tiempo que se había despeinado yel aire bañaba su cuerpo con un silbido.Al ver que dos hileras de lucesdistanciadas que se habían unido en doslíneas continuas de fuego,desaparecieron inmediatamente,Margarita se dio cuenta de que volaba auna velocidad enorme y le extrañó no

tener sensación alguna de vértigo.Habían pasado varios segundos

cuando abajo, muy lejos, en medio de laoscuridad de la tierra, se encendió unresplandor de luces eléctricas que seacercaba a Margarita vertiginosamente,pero se convirtió en seguida en untorbellino y desapareció. A los pocossegundos se repitió el mismo fenómeno.

—¡Ciudades! ¡Ciudades! —gritóMargarita.

Después, unas dos o tres veces viounas espadas opacas en fundas negras yabiertas. Comprendió que eran ríos.

Levantaba la cabeza hacia laizquierda, contemplando la luna que

volaba hacia Moscú, rápida y siempreen el mismo sitio. En su superficie sedibujaba algo oscuro y misterioso: undragón o un caballo jorobado, con elafilado hocico mirando a la ciudadabandonada.

A Margarita se le ocurrió que notenía por qué meterle tantas prisas a suescoba, que con eso perdía laposibilidad de admirar el paisaje ydisfrutar del vuelo. Algo le decía quelos que la esperaban se habían armadode paciencia y que ella podía evitar contoda tranquilidad aquella velocidad y laaltura mareante.

Margarita inclinó la escoba con las

cerdas para abajo, haciendo que selevantara el mango, y, aminorando lavelocidad, se acercó a la tierra. Esteresbalar, como en un trineo, le causó unagran satisfacción. La tierra se le acercóy en su espesor, informe hasta aquelmomento, se dibujaron los secretos y lasmaravillas de la tierra en una noche deluna. La tierra estaba cada vez máscerca, y Margarita ya sentía el olor delos bosques verdes. Volaba sobre laniebla de un valle cubierto de rocío,luego sobre un lago. Las ranas cantabana coro, y a lo lejos, encogiéndole elcorazón, se oyó el ruido de un tren.Pronto lo vio. Avanzaba despacio, como

una oruga, despidiendo chispas.Dejándolo atrás, Margarita voló sobreotro espejo de agua en el que pasó otraluna. Bajó todavía más y siguió su vuelocasi rozando con los talones las copasde unos pinos enormes.

Oyó tras ella un fuerte ruido de algocortando el aire que casi la alcanzaba.Poco a poco, a aquel ruido querecordaba al de una bala se unió una risade mujer a muchas leguas de distancia.Margarita se volvió. Se le acercaba unobjeto oscuro y de forma complicada.

Cuando llegó más cerca, Margaritaempezó a distinguir una figura quevolaba sobre algo extraño; por fin lo vio

con claridad: era Natasha, queaminoraba velocidad y alcanzaba ya aMargarita.

Estaba completamente desnuda, elpelo suelto flotando en el aire, montadasobre un cerdo gordo que sujetaba conlas patas delanteras una cartera y quecon las traseras pateaba en el airerabiosamente. A un lado del cerdo, unosimpertinentes, caídos de su nariz, y que,seguramente, iban sujetos a una cuerda,brillaban y se apagaban a la luz de laluna. Un sombrero le tapaba los ojos,casi constantemente. Margarita, despuésde mirarle con atención, reconoció en elcerdo a Nikolái Ivánovich, y su risa

resonó en el bosque, uniéndose a la deNatasha.

—¡Natasha! —gritó Margarita convoz estridente—. ¿Te has dado lacrema?

—Cielo mío —contestó Natasha,despertando el adormecido bosque depinos con sus gritos—. ¡Mi reina deFrancia, también le puse crema a él en lacalva!

—¡Princesa! —vociferó lloroso elcerdo, galopando con su jinete a cuestas.

—¡Margarita Nikoláyevna! ¡Cielo!—gritaba Natasha, galopando junto aMargarita—. Le confieso que he cogidola crema. ¡También nosotras queremos

vivir y volar! ¡Perdóneme, señora mía,pero no volveré por nada del mundo!¡Qué estupendo, MargaritaNikoláyevna!... Me ha pedido que mecase con él —Natasha señaló con eldedo al cuello del cerdo, que resoplabamuy molesto—, ¡que me case! ¿Cómome llamabas, eh? —gritaba,inclinándose sobre su oreja.

—Diosa —gimió él—. No puedovolar tan de prisa. Puedo perder unosdocumentos muy importantes. ¡Protesto,Natalia Prokófievna!

—¡Vete al diablo con tus papeles! —gritó Natasha, riendo con desenfado.

—¿Qué dice, Natalia Prokófievna?

¡Que nos pueden oír! —gritaba el cerdosuplicante.

Siempre volando al lado deMargarita, Natasha contó entre risas loque había sucedido en el palacetedespués que ella sobrevoló la puerta deljardín.

Contó Natasha que se olvidó de losregalos y que en seguida se desnudó, seuntó con la crema, y cuando reíaeufórica frente al espejo, maravillada desu propia belleza, se abrió la puerta yapareció Nikolái Ivánovich. Estabaemocionado, llevaba en las manos lacombinación azul de MargaritaNikoláyevna, la cartera y el sombrero.

Al ver a Natasha, Nikolái Ivánovich sequedó pasmado, y cuando pudodominarse un poco, anunció, rojo comoun cangrejo, que se había visto en eldeber de recoger la combinación yllevarla personalmente...

—¡Qué cosas decía el muysinvergüenza! —gritaba Natasha riendo—. ¡Hay que ver lo que me propuso! ¡Yel dinero que me prometió! Decía queClaudia Petrovna no se enteraría denada. ¿No dirás que miento? —interpelóNatasha al cerdo, que se limitaba avolver la cabeza avergonzado.

Entre otras travesuras, a Natasha sele había ocurrido ponerle en la calva a

Nikolái Ivánovich un poco de crema. Sequedó asombrada. La cara delrespetable vecino de la planta baja setransformó en un hocico de cerdo y enlos pies y en las manos le salieronpezuñas. Nikolái Ivánovich se vio en elespejo y dio un grito salvaje,desesperado, pero era demasiado tarde.A los pocos segundos cabalgaba por elaire a las quimbambas, fuera de Moscú,llorando de pena.

—Exijo que me devuelvan miapariencia habitual —gruñía con vozronca el cerdo, en una mezcla de súplicay exasperación—. ¡MargaritaNikoláyevna, pare a su criada, es su

deber!—¡Ah! ¿Conque ahora me llamas

criada? ¿Criada? —gritó Natasha,pellizcándole la oreja al cerdo—. Antesera una diosa. ¿Cómo me llamabas, di?

—¡Venus! ¡Venus! —contestócompungido el cerdo, volando sobre unriachuelo que se retorcía entre piedras, yrozando con las pezuñas las ramas de unavellano.

—¡Venus! ¡Venus! —gritaba Natashatriunfante, poniéndose una mano en lacintura y extendiendo la otra hacia laluna—. ¡Margarita! ¡Reina! ¡Pida queme dejen bruja! Usted lo puede hacer,usted que tiene el poder en sus manos.

Margarita respondió:—Lo haré, te lo prometo.—¡Gracias! —exclamó Natasha, y

de pronto se puso a gritar con voz aguday angustiada—: ¡De prisa! ¡Más deprisa! ¡Adelante!

Apretó con los talones los flancosdel cerdo, rebajados por la vertiginosacarrera, él dio un tremendo salto, hendióel aire y al segundo Natasha estaba yamuy lejos, convertida en un punto negro;pronto desapareció por completo y seapagó el ruido de su vuelo.

Margarita siguió volando, despacio,sobre una región desierta y desconocidade montes cubiertos de grandes piedras

redondeadas, entre inmensos pinos, queno sobrevolaba ya: pasaba entre sustroncos, plateados por la luna. Laprecedía, ligera, su propia sombra,porque, ahora, la luna la seguía.

Margarita sentía la proximidad delagua y comprendía que su objetivoestaba cerca. Los pinos se separaron yse acercó a un precipicio. En el fondo,entre sombras corría el río. La nieblacolgaba de los arbustos del tajo; la otraorilla era baja y plana. Bajo un gruposolitario de árboles frondosos brillabala luz de una hoguera y se movían unasfiguritas. Le pareció que de allí salía unzumbido de música alegre. Más allá,

hasta donde llegaba la vista en el valleplateado, no se veían rastros de casas nide gente.

Margarita bajó al precipicio y seencontró junto al río. Después de sucarrera por el aire le atraía el agua.Apartó una rama, echó a correr y se tiróal río de cabeza. Su cuerpo ligero seclavó en el agua como una flecha y elagua subió casi hasta la luna. Estabatibia como en una bañera, y al salir a lasuperficie, Margarita se recreó muchotiempo nadando en plena soledad, denoche, en aquel río.

Junto a ella no había nadie, pero unpoco más lejos, detrás de unos arbustos,

se oía ruido de agua y resoplidos:alguien se estaba bañando.

Margarita salió corriendo a la orilla.Su cuerpo ardía después del baño. No sesentía cansada y bailaba alegremente enla hierba húmeda.

De pronto dejó de bailar y escuchócon atención. Se acercaron losresoplidos, y de los salgueros surgió unhombre gordo, desnudo, con unsombrero de copa de seda negra echadopara atrás. Sus pies estaban cubiertos debarro y parecía que el bañista llevababotas negras. A juzgar por su respiracióndificultosa y el hipo que le sacudía,estaba bastante borracho, lo que también

confirmaba el olor a coñac que depronto empezó a despedir del río.

Al encontrarse con Margarita, elgordo se quedó mirándola fijamente yluego vociferó alegre:

—¿Qué es esto? ¿Pero eres tú?¡Clodina, pero si eres tú, la viudasiempre alegre! ¿También estás aquí? —y se acercó a saludarla.

Margarita dio un paso atrás ycontestó con dignidad:

—¡Vete al diablo! ¿Qué Clodina nique nada? Mira con quién hablas —ydespués de un instante de silencioterminó su retahíla con una cadena depalabrotas irreproducibles. Esto tuvo el

mismo efecto que una jarra de agua fría.—¡Ay! —exclamó el gordo

estremeciéndose—. ¡Perdóneme por loque más quiera, mi querida reinaMargot! Me he confundido. ¡La culpa latiene el maldito coñac! —el gordo sepuso de rodillas, se quitó el sombrero y,haciendo una reverencia, empezó abalbucir, mezclando frases rusas yfrancesas. Decía algo de la bodasangrienta de su amigo Guessar en París,del coñac y de que estaba abrumado porla triste equivocación.

—A ver si te pones el pantalón, hijode perra —dijo Margarita,ablandándose.

Al ver que Margarita ya no estabaenfadada, el gordo sonrió aliviado y lecontó con entusiasmo que se habíaquedado sin pantalones porque se loshabía dejado, por falta de memoria, enel río Eniséi, donde acababa de bañarse,pero que inmediatamente iría abuscarlos, ya que el río estaba a dospasos. Después de pedir ayuda yprotección empezó a retroceder hastaque se resbaló y se cayó de espaldas alagua. Pero incluso al caerse conservó ensu rostro, bordeado por unas patillas, laexpresión de entusiasmo y devoción.

Margarita silbó con fuerza, montó enla escoba que pasaba a su lado y se

trasladó a la otra orilla. La sombra delmonte no llegaba al valle y la lunabañaba toda la orilla.

Cuando Margarita pisó la hierbahúmeda, la música bajo los sauces sonómás fuerte y unas chispas saltaronalegremente de la hoguera. Debajo delas ramas de los sauces, cubiertas deborlas suaves y delicadas, iluminadaspor la luz de la luna, dos filas de ranasde cabeza enorme, hinchándose como sifueran de goma, tocaban una animadamarcha con flautas de madera. Ante losmúsicos colgaban de unas ramas desauce unos trozos de madera podrida,relucientes, iluminando las notas; en las

caras de las ranas se reflejaba elresplandor de la hoguera.

La marcha era en honor deMargarita. Le habían organizado unrecibimiento realmente solemne.Transparentes sirenas abandonaron sucorro junto al río para cumplimentarla,sacudiendo unas algas, y desde la orillaverdosa y desierta volaron lejos suslánguidos saludos de bienvenida. Unasbrujas desnudas aparecieron corriendodesde los sauces y formaron haciendoreverencias palaciegas. Un hombre conpatas de cabra se acercó presuroso, seinclinó respetuosamente sobre la manode Margarita, extendió en la hierba una

tela de seda, preguntó por el baño de lareina e invitó a Margarita a que setumbara a descansar.

Así lo hizo. El de las patas de cabrale ofreció una copa de champaña;Margarita lo bebió, y en seguida sintiócalor en el corazón. Preguntó qué habíasido de Natasha, y le respondieron que,después de bañarse, había vuelto aMoscú, montada en su cerdo, paraanunciar la llegada de Margarita y paraayudar a prepararle el traje.

Durante la breve estancia deMargarita bajo los sauces hubo otroepisodio: se oyó un silbido y un cuerponegro cayó al agua. A los pocos

segundos ante Margarita apareció elmismo gordo con patillas que se le habíapresentado tan desafortunadamente en laotra orilla. Al parecer, había tenidotiempo de volver al Eniséi, porque ibavestido de frac, pero estaba mojado depies a cabeza. Por segunda vez el coñacle había hecho una mala jugada: alaterrizar fue a caer justamente en elagua. A pesar de este triste percance, nohabía perdido su sonrisa, y Margarita,entre risas, permitió que le besara lamano.

La ceremonia de bienvenida tocabaa su fin. Las sirenas terminaron su danzaa la luz de la luna y se esfumaron en

ella. El de las patas de cabra preguntórespetuosamente a Margarita cómo habíallegado hasta el río. Le extrañó que sehubiera servido de una escoba:

—¡Oh!, ¿pero por qué? ¡Si es tanincómodo! —en un instante hizo unteléfono sospechoso con dos ramitas yordenó que enviaran inmediatamente uncoche, que, efectivamente, apareció almomento. Un coche negro, abierto, quese dejó caer sobre la isla, pero en elpescante se sentaba un conductor pococorriente: un grajo negro, con una larganariz, que llevaba gorra de hule y unosguantes de manopla. La isla se ibaquedando desierta. Las brujas se

esfumaron volando en el resplandor dela luna. La hoguera se apagaba y loscarbones se cubrían de ceniza gris.

El de las patas de cabra ayudó aMargarita a subir al coche y ella sesentó en el cómodo asiento de atrás. Elcoche despegó ruidosamente y se elevócasi hasta la luna. Desapareció el río yla isla con él. Margarita volaba haciaMoscú.

22A la luz de las velas

E1 ruido monótono del coche volandopor encima de la tierra adormecía aMargarita. La luz de la luna despedía uncalor suave. Cerró los ojos y puso lacara al viento. Pensaba con tristeza en laorilla del río abandonado, sintiendo quenunca más volvería a verle. Pensaba enlos acontecimientos mágicos de aquellatarde y empezaba a comprender a quiéniba a conocer por la noche, pero nosentía miedo. La esperanza de conseguirque volvieran los días felices le infundía

valor. Pero no tuvo mucho tiempo desoñar con su felicidad. No sabía sidebido a que el grajo era un buenconductor o a que el coche era rápido,pero el hecho fue que en seguidaapareció ante sus ojos, sustituyendo laoscuridad del bosque, el lago trémulo deluces de Moscú. El negro pájaroconductor destornilló una rueda en plenovuelo y aterrizó en un cementeriodesierto del barrio Dorogomílovo.

Junto a una losa hizo bajar aMargarita, que no preguntaba nada, y leentregó su escoba; luego puso en marchael coche, apuntando a un barranco queestaba detrás del cementerio. El coche

cayó allí con estrépito y pereció. Elgrajo hizo un respetuoso saludo con lamano, montó en la rueda y salióvolando.

Y en seguida apareció por detrás deun mausoleo una capa negra. Brilló uncolmillo a la luz de la luna y Margaritareconoció a Asaselo. Asaselo la invitócon un gesto a montarse en la escoba ymontó él en un largo florete; se elevaronen el aire y, sin ser vistos por nadie,descendieron a pocos segundos junto ala casa número 302 bis de la Sadóvaya.

Cuando atravesaban el portón,llevando bajo el brazo el estoque y laescoba, Margarita se fijó en un hombre

con gorra y botas altas que parecía muyimpaciente; seguramente estabaesperando a alguien. A pesar de que lospasos de Margarita y Asaselo eran muyligeros, el hombre solitario los percibió,y se estremeció asustado, sin saber dedónde provenían.

Junto al sexto portal se encontraroncon otro hombre que se parecíasorprendentemente al primero. Serepitió lo que acababa de ocurrir; ruidode pasos..., el hombre se volvióasustado y frunció el entrecejo. Cuandola puerta se abrió y se cerró, echó acorrer detrás de los transeúntesinvisibles, se asomó al portal, pero,

como era de esperar, no vio a nadie.Otro hombre, igual que el primero y

el segundo, estaba de guardia en eldescansillo de la escalera del tercerpiso. Fumaba un tabaco muy fuerte y aMargarita le dio un ataque de tos alpasar junto a él. El fumador se levantódel banco como si le hubieran pinchado,mirando alrededor inquieto, se acercó ala barandilla de la escalera y miró haciaabajo. Margarita y su acompañante yaestaban ante la puerta del piso número50.

No tuvieron que llamar a la puerta.Asaselo la abrió silenciosamente con supropia llave.

La primera sorpresa que recibióMargarita fue la oscuridad en la que seencontró. El vestíbulo estaba oscurocomo una cueva; Margarita, temiendotropezar, se agarró involuntariamente ala capa de Asaselo. Arriba, lejos,apareció la pequeña luz de un candil quese aproximaba hacia ellos. Asaselo lequitó a Margarita la escoba, quedesapareció en la oscuridad sin hacer elmenor ruido.

Empezaron a subir por una escaleraancha, que a Margarita se le hizointerminable. No podía comprendercómo en un piso corriente de Moscúpodía caber una escalera tan

extraordinaria, invisible e interminable.Terminó la subida y Margaritacomprendió que estaban en eldescansillo de la escalera. La luz estabaallí y Margarita vio la cara iluminada deun hombre alto de negro, que sostenía enla mano el candil. Todos los que habíantenido la desgracia de encontrarse con élen aquellos días le hubieran reconocidoincluso a la débil luz del candil. EraKoróviev, alias Fagot.

Su aspecto había cambiado bastante.La llama vacilante ya no se reflejaba enlos impertinentes rotos, inserviblesdesde hacía tiempo, sino en unmonóculo, también roto. En su cara

insolente se destacaba el bigotito rizado,y su negra vitola tenía fácil explicación:iba vestido de frac. Sólo el pecho iba deblanco.

El mago, el chantre, el hechicero, elintérprete, o lo que fuera; bueno,Koróviev hizo una reverencia y, con elcandil, un gesto invitando a Margarita aseguirle. Asaselo desapareció.

«¡Qué tarde más asombrosa! —pensaba Margarita—; me esperabacualquier cosa menos esto. ¿Les habráncortado la luz? Pero lo más raro de todoes la extensión de este lugar... ¿Cómo hapodido meterse todo esto en un piso deMoscú? ¡Es sencillamente

incomprensible!»A pesar de la luz tan débil que daba

el candil de Koróviev, Margaritacomprendió que se encontraba en unasala enorme, con una columnata que aprimera vista parecía interminable.Koróviev se paró junto a un pequeñosofá, dejó su candil en un pedestal; conun gesto invitó a Margarita a sentarse yél mismo se colocó a su lado en unapostura pintoresca, apoyándose en elpedestal.

—Permítame que me presente —habló Koróviev—: soy Koróviev. ¿Leextraña que no haya luz? Habrá pensadoque estamos haciendo economías. ¡Nada

de eso! ¡Que el primer verdugo de losque un poco más tarde tengan el honorde besar su rodilla me corte la cabeza eneste pedestal si es así! Lo que sucede esque a messere no le gusta la luz eléctricay no la daremos hasta el últimomomento. Entonces, créame, no senotará la falta de luz. Incluso seríapreferible que hubiera algo menos.

A Margarita le agradó Koróviev y suverborrea logró tranquilizarla.

—No, no —contestó Margarita—, loque más sorprende es cómo han hechopara meter todo esto —hizo un gesto conla mano, indicando la amplitud delsalón.

Koróviev sonrió con cierta dulzura yunas sombras se movieron en las arrugasde su nariz.

—¿Esto? ¡Sencillísimo! —contestó—. Quien conozca bien la quintadimensión puede ampliar cualquier localtodo lo que quiera y sin ningún esfuerzo,y además, le diré, estimada señora, quehasta unos límites incalculables. Yo,personalmente —siguió Koróviev—, heconocido a gente que no tenía ni lamenor idea sobre la quinta dimensión, nisobre nada, y que hacía verdaderosmilagros en eso de agrandar susviviendas. Por ejemplo, me han habladode un ciudadano que recibió un piso de

tres habitaciones y, sin conocer la quintadimensión ni demás trucos, la convirtióen un piso de cuatro, dividiendo con untabique una de las habitaciones. Despuéscambió este piso por dos separados endistintos barrios de Moscú: uno de tres yotro de dos habitaciones. Convendráusted conmigo en que ya eran cincohabitaciones. Uno de ellos lo cambiópor dos pisos de dos y, como fácilmentecomprenderá, se hizo dueño de seishabitaciones, aunque completamentedispersas en Moscú. Cuando se disponíaa efectuar el último canje, y el másbrillante, insertando un anuncio paracambiar seis habitaciones en distintos

barrios por un piso de cinco, susactividades, y por razones ajenas a suvoluntad, quedaron paralizadas. Puedeque ahora tenga alguna habitación, perome atrevo a asegurar que no será enMoscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, yluego me habla de la quinta dimensión!

Aunque Margarita no había dicho niuna palabra sobre la quinta dimensión yel que lo decía todo era Koróviev, seechó a reír con desenfado por la historiasobre las andanzas del industriosoadquirente de pisos. Koróviev siguióhablando.

—Bueno, vamos al grano, MargaritaNikoláyevna. Usted es una mujer muy

inteligente y ya habrá comprendidoquién es nuestro señor.

A Margarita le dio un vuelco elcorazón y asintió con la cabeza.

—Muy bien —decía Koróviev—, nonos gustan las reticencias ni losmisterios. Messere ofrece todos losaños una fiesta. Se llama el Baile delPlenilunio Primaveral, o de Los CienReyes. ¡Cuánta gente! —Koróviev sellevó la mano a un carrillo, como si ledoliera una muela—. Bueno, ustedmisma lo va a ver. Y como ustedcomprenderá, messere está soltero. Senecesita una dama —Koróviev separólos brazos—; reconozca que sin dama...

Margarita escuchaba a Koróvievprocurando no perder una palabra.Sentía frío debajo del corazón y laesperanza de ser feliz la mareaba.

—La tradición —siguió Koróviev—es que la dama de la fiesta tiene quellamarse Margarita, en primer lugar, yademás tiene que ser oriunda del país.Le contaré que nosotros viajamossiempre y ahora estamos en Moscú.Hemos encontrado ciento veinteMargaritas en Moscú y, no sé si me va acreer —Koróviev se dio una palmada enel muslo—, ¡ninguna nos servía! Y, porfin, la propicia fortuna...

Koróviev sonrió expresivamente,

inclinándose, y Margarita volvió a sentirfrío en el corazón.

—Bien, sin rodeos —exclamóKoróviev—. ¿No se negará adesempeñar este papel?

—No me negaré —respondióMargarita con firmeza.

—Naturalmente —dijo Koróviev, ylevantando el candil añadió—: sígame,por favor.

Atravesaron unas columnas yllegaron, por fin, a otra sala, en la queolía a limón y se oían ruidos; algo rozóla cabeza de Margarita. Ella seestremeció.

—No se asuste —la tranquilizó con

dulzura Koróviev, cogiéndola del brazo—, no son más que trucos de Popota. Meatrevo a darle un consejo, MargaritaNikoláyevna: nunca tenga miedo denada. No es razonable. El baile va a sermuy grande, no quiero ocultárselo.Veremos a personas que en sus tiempostuvieron en sus manos un poder enorme.Pero cuando pienso qué insignificantesson sus posibilidades en comparacióncon las de aquél, al séquito del quetengo el honor de pertenecer, me danganas de reír, o, a veces, de llorar...Además, usted también tiene sangre real.

—¿Por qué dice que tengo sangrereal? —susurró Margarita asustada,

arrimándose a Koróviev.—Majestad —cotorreaba Koróviev

muy juguetón—, los problemas de lasangre son los más complicados de estemundo. Si preguntáramos a algunasbisabuelas, especialmente a las quetuvieron reputación de más decentes, sedescubrirían unos secretossorprendentes, Margarita Nikoláyevna.Recuerde usted unas cartas barajadas dela manera más increíble. Hay ciertascosas en las que las barreras sociales ylas fronteras no tienen ningunaimportancia. Por ejemplo: una de lasreinas de Francia, que vivió en el sigloXVI, se hubiera sorprendido muchísimo

si alguien le hubiera dicho que yoacompañaría a su encantadoratataratataratataratataranieta por una salade baile en Moscú... ¡Ya hemos llegado!

Koróviev apagó de un soplo elcandil, que en seguida desapareció desus manos, y Margarita vio una franja deluz debajo de una puerta. Koróviev dioen ésta un golpecito. Margarita estabatan nerviosa que le empezaron achasquear los dientes y sintióescalofríos en la espalda.

La puerta se abrió. La habitación erabastante pequeña. Margarita vio unacama ancha, de roble, con sábanas yalmohadas sucias y arrugadas. Delante

de la cama había una mesa, también deroble, con las patas labradas, y sobreella un candelabro con los brazos enforma de patas de ave, con sus garras.En estas siete patas de oro ardíangruesas velas de cera. Había tambiénsobre la mesa un tablero de ajedrez, configuras admirablemente trabajadas.Sobre una pequeña alfombra muy raída,una banqueta. En otra mesa, un cáliz deoro y otro candelabro, éste con losbrazos en forma de serpientes. En lahabitación olía a cera y azufre. Lassombras de las velas se cruzaban en elsuelo.

Entre los presentes, Margarita

reconoció a Asaselo, de pie junto a untablero de la cama y vestido de frac.Con este atuendo no recordaba albandido que se le apareciera aMargarita en el Jardín Alexándrovski.Ahora, al verla, hizo una reverencia muygalante.

Sentada en el suelo, sobre laalfombra, preparando una mezcla en unacacerola, una bruja desnuda, que no eraotra que Guela, la que tantoescandalizara al respetable barman delVarietés y la misma a la que felizmenteespantara el gallo la madrugadasiguiente a la famosa sesión.

En esta habitación había además un

enorme gato negro sentado en un altotaburete, frente al tablero de ajedrez, ycon el caballo del ajedrez en su pataderecha.

Guela se incorporó e hizo unareverencia a Margarita. El gato hizo lomismo saltando del taburete y, alarrastrar su pata derecha trasera en unareverencia, dejó caer el caballo y semetió debajo de la cama para buscarlo.

Esto es lo que pudo ver laaterrorizada Margarita en medio de lasombra siniestra de las velas. El quemás atraía su mirada era precisamenteaquel al que pocos días antes trataba deconvencer el pobre Iván en los

Estanques del Patriarca de la noexistencia del diablo. El que no existíaestaba sentado en la cama.

Dos ojos se clavaron en la cara deMargarita. El derecho, con una chispadorada en el fondo, atravesaba acualquiera y llegaba a lo más recónditode su alma; el izquierdo —negro y vacío— como angosta entrada a una mina decarbón, como la boca de un pozo deoscuridad y sombras sin fondo. Volandtenía la cara torcida, caída la comisuraderecha de los labios; la frente, alta ycon entradas, estaba surcada por dosprofundas arrugas paralelas a las cejasen punta, y tenía la piel de la cara

quemada, como para siempre, por el sol.Voland, recostado cómodamente en

la cama, llevaba solamente una largacamisa de dormir, sucia y con unremiendo en el hombro. Estaba sentadosobre una pierna y tenía la otra estiradasobre una banqueta. Guela le frotaba larodilla de la pierna estirada, oscura, conuna pomada humeante.

Margarita pudo ver en el pechodescubierto y sin vello de Voland unescarabajo bien cincelado, en una piedraoscura, que colgaba de una cadenita deoro. En la parte posterior del escarabajohabía una inscripción. Junto a Voland,sobre sólido pie, un extraño globo

terrestre que parecía real, con una mitadiluminada por el sol.

Permanecieron en silencio unossegundos. «Me está estudiando», pensóMargarita, y con un gran esfuerzo devoluntad trató de evitar el temblor desus piernas.

Por fin Voland rompió a hablar yresplandeció su ojo brillante:

—Mis respetos, reina; le ruegodisculpe mi atuendo de casa.

Voland hablaba con voz baja, hastaronca a veces.

Cogió de la cama una larga espada y,agachándose, hurgó con ella debajo dela cama.

—¡Sal de ahí! La partida se da porterminada. Ha llegado una invitada.

—De ninguna manera —silbó comoun apuntador Koróviev, preocupado.

—De ninguna manera... —repitióMargarita.

—Messere... —le dijo Koróviev aloído.

—De ninguna manera, messere —repitió Margarita, dominándose, con unavoz muy baja, pero inteligible, y añadiósonriente—: Le ruego que no interrumpasu partida. Creo que cualquier revista deajedrez pagaría una gran suma si pudierapublicar esta partida.

Asaselo emitió un sonido

aprobatorio. Voland, con la vista fija enMargarita, le hizo una seña para que seacercara, y dijo para sus adentros:

—Tiene razón Koróviev. ¡Cómo secruza la sangre! ¡La sangre!

Margarita dio unos pasos hacia él,sin sentir el suelo bajo sus piesdescalzos. Voland le puso en el hombrouna mano pesada, como de piedra, peroardiente como el fuego, la atrajo hacia síy la hizo sentarse a su lado.

—Bien, si es usted tanencantadoramente amable —pronunció—, y que conste que yo no esperabamenos, vamos a dejarnos de cumplidos—se inclinó de nuevo hacia el borde de

la cama y gritó—: ¿Cuándo acabará estapayasada? ¡Sal de ahí, condenado Hans!

—No encuentro el caballo —respondió el gato con voz ahogada yfalsa—. No sé dónde se ha metido y loúnico que encuentro es una rana.

—Pero, ¿crees que estás en unacaseta de feria? —preguntó Voland,fingiendo severidad—. ¡Debajo de lacama no había ninguna rana! ¡Deja esostrucos baratos para el Varietés! ¡Si nosales ahora mismo te damos porvencido, maldito desertor!

—¡De ningún modo, messere! —vociferó el gato, y al instante salió dedebajo de la cama con el caballo en la

pata.—Le presento a... —empezó Voland,

pero se interrumpió—. ¡No puedosoportar a este payaso! ¡Mire en lo quese ha convertido debajo de la cama!

El gato, lleno de polvo,sosteniéndose sobre sus patas traseras,hacía reverencias a Margarita. Le habíasurgido en el cuello una pajarita blancade frac y, colgados sobre el pecho conun cordón de cuero, unos prismáticosnacarados, de señora. Y tenía losbigotes empolvados de purpurina.

—¿Pero qué es esto? —exclamóVoland—. ¿A qué viene la purpurina? ¿Ypara qué diablos quieres el lazo si no

llevas pantalones?—Los gatos no usan pantalones,

messere —respondió muy digno el gato—. ¿No querrá que me ponga botas? Elgato con botas existe sólo en loscuentos, messere. ¿Pero ha visto ustedalguna vez que alguien vaya a un bailesin corbata? ¡No estoy dispuesto a hacerel ridículo y arriesgarme a que me echendel baile! Cada uno se arregla comopuede. Lo dicho también se refiere a losprismáticos, messere.

—¿Y el bigote?—No comprendo —replicó el gato

secamente—. Asaselo y Koróviev, alafeitarse, se han puesto polvos blancos.

¿Es que son mejores que los depurpurina? Me he empolvado el bigote,nada más. Otra cosa sería si me hubieraafeitado. Un gato afeitado es algorealmente inadmisible, estoy dispuesto aafirmarlo así tantas veces como seanecesario. Aunque tengo la impresión —le tembló la voz, estaba ofendido— deque todos esos reparos que me estánponiendo no son casuales, ni muchomenos, y de que estoy ante un problemaserio: me expongo a no ir al baile. ¿Noes así, messere?

Y el gato, furioso por ofensa tal,pareció que iba a explotar de unmomento a otro.

—¡Ah, bandido! —exclamó Volandmoviendo la cabeza.—; siempre que sujuego está en peligro empieza a hablarcomo un sacamuelas, como el últimocharlatán en un puente. Siéntateinmediatamente y déjate de astuciasverbales.

—Me sentaré —contestó sentándoseel gato—, pero no tengo más remedioque replicar a su última observación.Mis palabras de ninguna manerarepresentan una astucia verbal, comousted ha dicho en presencia de la dama,sino una cadena de perfectos silogismos,que serían apreciados en su verdaderovalor por Sexto Empírico, Marciano

Capela y, a lo mejor, por el propioAristóteles.

—Jaque al rey —dijo Voland.—Muy bien, muy bien —respondió

el gato, y se quedó mirando el tablero deajedrez a través de sus prismáticos.

—Como decía —Voland se dirigió aMargarita—, le presento a mi séquito,donna. Este que hace el tonto es el gatoHipopótamo. A Asaselo y a Koróviev yalos conoce. Le recomiendo a mi criadaGuela: es rápida, comprensiva y noexiste favor que ella no pueda hacer.

La bella Guela sonrió, volviendohacia Margarita sus ojos verdosos, sindejar de ponerle la pomada a Voland en

la rodilla.—Eso es todo —terminó Voland, y

contrajo la cara, porque Guela le habíahecho demasiada presión en la rodilla—. Como verá, la sociedad es pequeña,variada y sin pretensiones —dejó dehablar y empezó a girar el globo, hechode tal manera que los mares azules semovían y el casquete de nieve sobre lospolos parecía un auténtico gorro denieve y de hielo.

Entretanto, en el tablero de ajedrezreinaba una gran confusión. El rey delmanto blanco andaba por su casillaalzando los brazos de desesperación.Tres peones blancos con alabardas

miraban desconcertados al alfil quemovía su espada indicando haciadelante, donde había dos jinetes negrosde Voland, montados en unos caballosexcitados que rascaban la tierra.

Margarita estaba admirada. Lesorprendía que las figuras estuvieranvivas.

El gato, apartando los prismáticosde sus ojos, dio un leve empujón al reyen la espalda. Éste, desesperado, se tapóla cara con las manos.

—Mal asunto, querido Popota —dijo Koróviev con voz venenosa.

—La situación es difícil, pero nocomo para perder las esperanzas —

contestó Popota—; es más: estoy segurode la victoria. Lo que hace falta esanalizar bien la situación.

Pero el análisis resultó algo extraño:empezó a hacer muecas y a guiñar el ojoa su rey.

—No hay remedio —seguíaKoróviev.

—¡Ay! —exclamó Popota—. ¡Se hanescapado los loros, ya lo decía yo!

Efectivamente, a lo lejos se oyó unruido de alas. Koróviev y Asaselosalieron corriendo de la habitación.

—¡Estoy harto del jaleo que ostraéis con el baile! —gruñó Voland sinapartar la mirada del globo.

En cuanto desaparecieron Koróvievy Asaselo, las muecas de Popotatomaron unas proporcionesdesmesuradas. Por fin, el rey blancocomprendió qué esperaban de él. Arrojósu manto y salió corriendo del tablero.El alfil se echó el manto del rey sobrelos hombros y ocupó su casilla.

Volvieron Koróviev y Asaselo.—Como siempre es una mentira —

dijo Asaselo mirando de reojo a Popota.—¿Qué me dices? Pues me pareció

oírlos —contestó el gato.—Bueno, esto dura demasiado —

dijo Voland—. Jaque al rey.—Messere —respondió el gato con

una preocupación fingida—, me pareceque está muy cansado. ¡No hay jaque!

—El rey está en la G2 —repusoVoland sin mirar al tablero.

—¡Messere, qué horror! —aulló elgato poniendo cara de susto—, el rey noestá en la G2.

—¿Qué pasa? —preguntó Volandsorprendido, y miró al tablero, donde elalfil con el manto de rey volvía lacabeza tapándose la cara.

—Eres un granuja —dijo Volandpensativo.

—¡Messere! ¡De nuevo recurro a lalógica! —habló el gato, llevándose laspatas al pecho—. Si un jugador anuncia

jaque al rey y el rey no está en eltablero, el jaque no puede serreconocido.

—¿Te rindes o no? —gritó Volandfurioso.

—Permítame que lo piense —pidióel gato con docilidad. Apoyó los codosen la mesa, se tapó los oídos con laspatas y se puso a pensar. Estuvopensando mucho rato y, al fin, dijo—:me rindo.

—Que maten a este ser obstinado —susurró Asaselo.

—Me rindo —repitió el gato—,pero exclusivamente porque no puedojugar en este ambiente de envidia e

intrigas.Se incorporó y las figuras de ajedrez

se metieron en un cajón.—Guela, ya es hora —dijo Voland, y

Guela desapareció de la habitación—.Tengo un dolor de piernas y encima estebaile...

—Permítame a mí —pidió Margaritaen voz baja.

Voland la miró fijamente y le acercósu rodilla.

Una masa caliente como la lava lequemó las manos, pero Margarita, sincambiar de expresión, empezó africcionar la rodilla de Voland tratandode no hacerle daño.

—Mis favoritos dicen que tengoreuma —decía Voland sin apartar lamirada de Margarita—, pero tengo missospechas que es un recuerdo de unabruja encantadora que conocí en el año1571 en el monte Brocken, en la Cátedradel Diablo.

—¿Será posible? —preguntóMargarita.

—No tiene ninguna importancia.Dentro de unos trescientos años noquedará nada. Me han recomendadomuchas medicinas, pero prefiero lasantiguas, las de mi abuela. ¡Qué hierbastan sorprendentes me ha dejado miabuela, esa vieja odiosa! A propósito,

¿usted no padece de nada? ¿A lo mejortiene alguna pena, algo que laatormenta?

—No, messere, no tengo nada de eso—contestó la inteligente Margarita—;sobre todo ahora, estando con usted, meencuentro perfectamente.

—La sangre es una gran cosa —dijoVoland sin que viniera a cuento, yañadió—: veo que le interesa mi globo.

—¡Oh, sí! Nunca había visto cosaigual.

—Es algo realmente bueno. Leconfieso que no me gustan las noticiaspor radio. Siempre las lanzan señoritasque pronuncian confusamente los

nombres geográficos. Además, una decada tres suele ser tartamuda, pareceque las eligen a propósito. Mi globo esmucho más práctico, sobre todo para mí,que necesito conocer losacontecimientos al detalle. Por ejemplo,¿ve usted ese trozo de tierra, bañado porel océano? Mire, se está incendiando. Esque ha empezado una guerra. Si seacerca más, verá los detalles.

Margarita se inclinó sobre el globo,el cuadradito de tierra se agrandó, secubrió de colores y pareció convertirseen un mapa en relieve. Luego vio lacinta del río con un pueblo a un lado.Una casa, del tamaño de un guisante, fue

creciendo hasta alcanzar el tamaño deuna caja de cerillas. De pronto,silenciosamente, el tejado de la casavoló con una nube de humo negro, lasparedes se derrumbaron y de la casasólo quedó un montículo que despedíauna oscura humareda. Acercándose más,Margarita pudo ver una figura de mujeren el suelo y, junto a ella, un niño conlos brazos abiertos en un charco desangre.

—Se acabó —dijo Voland,sonriendo—, no ha tenido tiempo depecar. El trabajo de Abadonna[17] esperfecto.

—No me gustaría estar en el lado

contrario al que esté Abadonna —dijoMargarita—. ¿De qué lado está?

—Cuanto más hablo con usted —respondió Voland con amabilidad—,más me convenzo de que usted es muyinteligente. La voy a tranquilizar. Essorprendentemente imparcial y apoya alas dos partes contrincantes en la mismamedida. Por consiguiente, el resultadoes siempre el mismo para ambas partes.¡Abadonna! —dijo Voland con voz baja,y de la pared salió un hombre delgadocon unas gafas oscuras queimpresionaron profundamente aMargarita, tanto que dio un grito yescondió la cara en el hombro de Voland

—. ¡Por favor! —gritó Voland—, ¡quénerviosa es la gente de ahora! —y le dioa Margarita una palmada en la espaldaque resonó en todo su cuerpo—. ¿No veque lleva gafas? Además, no haocurrido, ni nunca ocurrirá, queAbadonna aparezca delante de alguienantes de tiempo. Al fin y al cabo estoyaquí yo. ¡Y usted es mi invitada! Queríapresentárselo, nada más.

Abadonna estaba inmóvil.—¿Podría quitarse las gafas un

segundo? —preguntó Margarita,arrimándose a Voland yestremeciéndose, pero ahora decuriosidad.

—Eso es imposible —dijo Volandseriamente. Hizo un gesto a Abadonna yéste desapareció.

—¿Qué quieres, Asaselo?—Messere —respondió Asaselo—,

con su permiso tengo que decirle quehay aquí dos forasteros: una hermosamujer que lloriquea y pide que la llevencon su señora, y su cerdo, con perdón.

—¡Pero qué manera tan extraña decomportarse tienen las bellezas!

—¡Es Natasha! —exclamóMargarita.

—Bueno, déjala con su señora. Y elcerdo con los cocineros.

—¿Matarle? —exclamó Margarita

asustada—. Por favor, messere, esNikolái Ivánovich, mi vecino de abajo.Es una equivocación, ella le dio un pocode crema...

—Pero qué cosas tiene —dijoVoland—. ¿Quién lo va a matar y paraqué? Que se quede un rato con loscocineros y nada más. ¡No querrá que ledeje ir al baile!

—Pues sí... —añadió Asaselo, ycomunicó—: ya va a ser medianoche,messere.

—Ah, muy bien —Voland se dirigióa Margarita—: le doy las gracias deantemano. No se preocupe y no temanada. No beba más que agua, si no se

encontrará débil y no podrá resistirlo.¡Es la hora!

Margarita se levantó de la alfombray en la puerta apareció Koróviev.

23El Gran Baile de

Satanás

Era casi medianoche y tuvieron queapresurarse. Margarita apenas veía loque ocurría a su alrededor. Se legrabaron en la memoria las velas y unapiscina de colores. Cuando se encontróde pie en el fondo de la piscina, Guela yNatasha, que estaban ayudando, leecharon encima un líquido caliente,espeso y rojo. Margarita sintió en suslabios un sabor salado y comprendió

que la estaban bañando en sangre. Lacapa sangrienta fue sustituida por otra:espesa, transparente y rosácea. AMargarita le produjo cierto mareo elaceite de rosas. Luego la tumbaron en unlecho de cristal de roca y le dieronfricciones con grandes hojas verdes ybrillantes.

Entró el gato, que también se puso aayudar. Se sentó en cuclillas a los piesde Margarita y empezó a frotarle lostalones como si estuviera en la calle delimpiabotas.

Margarita no recuerda quién le hizounos zapatos de los pétalos de una rosapálida, ni cómo se abrocharon ellos

mismos con engarces de oro. Una fuerzala levantó y la colocó frente a un espejo.En su cabello brilló una corona dediamantes de reina. Apareció Koróvievy le colgó en el cuello la pesada efigiede un caniche negro, que colgaba de unavoluminosa cadena en un marquitoovalado. Este adorno le resultó muymolesto a la reina. La cadena empezó arozarle el cuello y la imagen la obligabaa encorvarse. Pero hubo algo que fuecomo un premio para Margarita por lasmolestias que le causaban la cadena y elcaniche: el respeto con que empezaron atratarla Koróviev y Popota.

—¡Qué se le va a hacer! —

murmuraba Koróviev en la puerta de lahabitación de la piscina—. ¡No hay másremedio! ¡Es necesario!... Permítame,majestad, que le dé el último consejo.Entre los invitados habrá gente muydiferente, ¡y tan diferente!, pero, mireina Margot, no debe mostrarpreferencia por nadie. Si alguien no legusta..., estoy seguro de que a usted nose le notará en la cara, pero ¡no puedo nipensarlo! ¡Lo notarían inmediatamente!Tiene que llegar a quererle, reina. Así,la dama del baile será pagada concreces. Otra cosa más: no deje a nadiesin una sonrisa, aunque sólo sea unasonrisita, si no le da tiempo a decir

nada, aunque sólo haga un movimientocon la cabeza. Bastará con lo que se leocurra, cualquier cosa, menos la falta deatención, eso les haría desvanecerse...

Margarita, acompañada porKoróviev y Popota, dio un paso de lahabitación con piscina a la oscuridadabsoluta.

—Yo, yo —susurraba el gato—, ¡yodaré la señal!

—¡Anda! —le respondió Koróvieven la oscuridad.

—¡¡¡El baile!!! —chilló el gato convoz estridente, y Margarita dio un grito ycerró los ojos. El baile cayó en forma deluz y, con ella, sonido y olor. Margarita,

conducida por el brazo de Koróviev, seencontró en un bosque tropical. Unosloros verdes, con las pechugas rojas,gritaban: «¡Encantado!». Pero el bosquese desvaneció pronto y su calor,semejante al del baño, fue sustituido porel frescor de una sala de baile concolumnas de una piedra amarilla yreluciente. La sala, como el bosque,estaba completamente desierta. Sólojunto a las columnas había unos negrosdesnudos con turbantes plateados. Ensus rostros apareció un color parduzco yturbio de emoción, cuando entróMargarita con su séquito, en el quesurgió, de pronto, Asaselo. Koróviev

soltó la mano de Margarita y susurró:—Hacia los tulipanes, directamente.Ante sus ojos se alzó un muro de

tulipanes y Margarita vio detrás de síinmensidad de luces con pantallas, queiluminaban las pecheras blancas y loshombros negros de los de frac. Entoncescomprendió de dónde procedía lamúsica de baile. Le cayó encima elestruendo de las trompetas y una oleadade violines la bañó como si fuerasangre. Una orquesta de unos cientocincuenta músicos interpretaba unapolonesa.

Un hombre de frac que estaba de piedelante de la orquesta palideció al ver a

Margarita, sonrió y con un gesto levantóa todos los músicos. La orquesta, en pie,sin interrumpir la música ni un segundo,seguía envolviendo a Margarita con elsonido. El director se volvió deespaldas a los músicos e hizo unaprofunda reverencia abriendo losbrazos. Margarita, sonriente, le hizo ungesto de saludo con la mano.

—No es bastante —susurróKoróviev— no podrá dormir en toda lanoche. Dígale: «Le felicito, rey de losvalses».

Margarita lo gritó así y sesorprendió al darse cuenta de que suvoz, llena como el son de una campana,

se elevó sobre el ruido de la orquesta.El hombre se estremeció de alegría, sellevó al pecho su mano izquierda ycontinuó dirigiendo con su batuta blanca.

—Aún es poco —susurró Koróviev—; mire a la izquierda, a los primerosviolines y salúdelos, para que cada unocrea que usted le ha reconocidopersonalmente. Son virtuosos de famamundial. ¡Ése..., el del primer atril esVietan!... Así, muy bien... Y ahora¡adelante!

—¿Quién es el director? —preguntóMargarita cuando se iba volando.

—¡Johann Strauss! —gritó el gato—.¡Que me cuelguen de una liana en un

bosque tropical si ha habido en otrobaile una orquesta como ésta! ¡La hetraído yo! Fíjese, nadie se ha negado nise ha puesto enfermo.

En la sala siguiente no habíacolumnas, sino auténticos muros derosas blancas, rojas y color marfil a unlado, y al otro lado una pared decamelias japonesas de flor doble. Entrelas paredes había fuentes y el champañahervía burbujeante en tres piscinas. Laprimera era color lila, transparente; laotra de rubíes, y la tercera de cristal deroca. Corrían entre las piscinas unosnegros con turbantes rojos, que con unoscacillos de plata llenaban los cálices

planos. En la pared rosa había un huecoen el que se alzaba un escenario, y en élun hombre acalorado, vestido con fracrojo de cola de golondrina. Delante deél tocaba el jazz con una fuerzainsoportable. Cuando el director vio aMargarita se inclinó en seguida hastaque tocó el suelo con las manos, luegose irguió y gritó con voz penetrante:

—¡Aleluya!Se dio una palmada en una rodilla,

luego en la otra, cruzó las manos, learrebató al último músico un platillo ydio un golpe en la columna.

Al salir Margarita vio al virtuosodel jazz-band luchando con la polonesa,

que le soplaba a ella en la espalda,pegándole a los músicos en la cabezacon el platillo y ellos inclinándose enplena parodia.

Por fin salieron a una plazoleta,donde, pensó Margarita, en plenaoscuridad les había recibido Koróvievcon su lamparilla. Ahora, la luz quesalía de unas parras de cristal cegabalos ojos. Colocaron a Margarita en unsitial y encontró bajo su mano izquierdauna pequeña columna de amatista.

—Aquí podrá apoyar la manocuando se sienta muy cansada —susurróKoróviev.

Un negro puso a los pies de

Margarita un almohadón que teníabordado un caniche dorado, y,obedeciendo a las manos de alguien,Margarita, doblando la pierna, apoyó unpie.

Margarita trató de mirar alrededor.Koróviev y Asaselo estaban a su lado enactitud de ceremonia. Junto a Asaselohabía tres jóvenes que le recordabanvagamente a Abadonna.

Sentía frío en la espalda. Margaritamiró hacia atrás; de una pared demármol salía un vino efervescente quecaía en una piscina de hielo. Sentía juntoa su pierna izquierda algo caliente ypeludo. Era Popota.

Margarita estaba en lo alto de unagrandiosa escalera alfombrada. Abajo,tan lejos que le parecía que estabamirando por unos prismáticos vueltosdel revés, vio una vasta entrada con unachimenea inmensa: por su boca enorme yfría podría entrar con facilidad uncamión de cinco toneladas. El portal y laescalera, tan fuertemente iluminados,que hacían daño a la vista, estabandesiertos. A lo lejos se oía el sonido delas trompetas. Permanecieron inmóvilescerca de un minuto.

—¿Y los invitados? —preguntóMargarita a Koróviev.

—Ya llegarán, majestad, ya llegarán.

Ya verá cómo invitados no faltan. Leconfieso que hubiera preferido estarcortando leña a tener que recibirlos enesta plazoleta.

—¡Cortar leña! —interrumpió elgato parlanchín—. Yo estaría dispuestoa hacer de cobrador en un tranvía y estosí que es el peor trabajo del mundo.

—Majestad, todo tiene que estarpreparado de antemano —explicóKoróviev, y su ojo brillaba a través delmonóculo roto—. No hay nada peor queel primer invitado que llega y no sabequé hacer, y el ogro de su esposa sepone a regañarle por haber llegado antesque nadie. Estos bailes hay que tirarlos

a la basura, majestad.—Directamente a la basura —

asintió el gato.—Faltan diez segundos para

medianoche —dijo Koróviev—; ya va aempezar.

Aquellos diez segundos leparecieron a Margarita interminables.Por lo visto, ya habían transcurrido,pero no pasó nada. De pronto algoexplotó en la chimenea y de allí salióuna horca de la que colgaba un cadávermedio descompuesto. El cadáver sesoltó de la cuerda, chocó contra el sueloy apareció un hombre guapísimo,moreno, vestido de frac y con zapatos de

charol. De la chimenea salió un ataúdcasi desarmado, se despegó la tapaderay cayó otro cadáver. El apuesto varón seacercó de un salto al cadáver y,doblando el brazo, lo ofreció muygalantemente. El segundo cadáver erauna mujer muy nerviosa, con zapatosnegros y plumas negras en la cabeza.Los dos, el hombre y la mujer,empezaron a subir apresuradamente lasescaleras.

—¡Los primeros! —exclamóKoróviev—. El señor Jaques con suesposa. Majestad, le voy a presentar auno de los hombres más interesantes. Unconocido falsificador de moneda,

traidor al Estado, pero bastante buenalquimista. Se hizo famoso —le susurróKoróviev al oído— envenenando a laamante del rey. ¡Y eso no lo hacecualquiera! ¡Fíjese qué guapo es!

Margarita, pálida, con la bocaabierta, vio cómo desaparecían abajo,por una salida del portal, la horca y elataúd.

—¡Encantado! —vociferó el gato enla cara del señor Jaques, que ya habíasubido las escaleras.

En aquel momento surgió de lachimenea un esqueleto decapitado al quele faltaba un brazo. Pegó contra el sueloy se convirtió en un hombre de frac.

La esposa del señor Jaques,prosternándose ante Margarita y pálidade emoción, le besó la rodilla.

—Majestad... —balbuceaba laesposa del señor Jaques.

—¡La reina está encantada! —gritaba Koróviev.

—Majestad... —dijo en voz baja elapuesto caballero, el señor Jaques.

—¡Encantados! —aullaba el gato.Ya los jóvenes acompañantes de

Asaselo, con sonrisas exánimes, perocariñosas, apartaban al señor Jaques y asu esposa hacia las copas de champañaque ofrecían los negros. Por la escalerasubía apresuradamente un hombre

solitario vestido de frac.—El conde Roberto —susurró

Koróviev— sigue estando interesante.Fíjese, majestad, qué curioso: el casocontrario al anterior, éste era amante dela reina y envenenó a su mujer.

—Encantados, conde —exclamóPopota.

De la chimenea salieron uno detrásde otro tres ataúdes, que explotaron y sedesclavaron en el camino; saltó alguiencon capa negra; el siguiente que saliódel oscuro hueco le clavó un puñal en laespalda. Se oyó un grito ahogado. Surgiócorriendo de la chimenea un cadávercasi descompuesto. Margarita cerró los

ojos, una mano le acercó a la nariz unfrasco de sales blancas. Le pareció queera la mano de Natasha.

La escalera empezó a poblarse degente. Ahora, en todos los peldaños,había hombres de frac y mujeresdesnudas, que desde lejos parecíantodos iguales. Pero las mujeres sedistinguían por el color de las plumas yde los zapatos.

Una de ellas, cojeando del pieizquierdo, se acercaba a Margarita;llevaba una extraña bota de madera.Tenía aspecto monjil, los ojos puestosen el suelo, delgada, muy modesta y conuna ancha cinta color verde en el cuello.

—¿Quién es ésa..., la de verde? —preguntó maquinalmente Margarita.

—Es una dama encantadora y muyrespetable —susurró Koróviev—, laseñora Tofana. Era muy conocida entrelas jóvenes y bellas napolitanas ytambién entre los habitantes de Palermo,sobre todo entre las que estaban hartasde sus maridos. Eso ocurre a veces,majestad, que una se cansa del marido...

—Sí —dijo Margarita con vozsorda, sonriendo al mismo tiempo a doshombres que se habían inclinado parabesarle la mano y la rodilla.

—Bueno, como decía —susurrabaKoróviev, arreglándoselas para gritar al

mismo tiempo—. ¡Duque! ¿Una copa dechampaña? Encantado... Pues bien, laseñora Tofana se daba cuenta de lasituación de esas pobres mujeres y lesvendía vinos frascos con un líquido. Lamujer echaba el líquido en la sopa delesposo, él se la comía, le daba lasgracias por sus atenciones y se sentíaperfectamente. Sí, pero a las pocashoras empezaba a tener una sedtremenda, luego se acostaba y al díasiguiente la bella napolitana, que habíapreparado la sopa a su esposo, estabatan libre como el viento en primavera.

—¿Y qué tiene en el pie? —preguntaba Margarita sin cansarse de

alargar su mano a los invitados quehabían adelantado a la señora Tofana—,¿qué es eso verde que lleva en elcuello? ¿Es que lo tiene arrugado?

—Encantado, príncipe —gritabaKoróviev, susurrando al mismo tiempo aMargarita—; tiene un cuello precioso,pero le pasó una cosa muy desagradableen la cárcel. En el pie lleva un cepo y lacinta es por lo siguiente: cuando seenteraron de que quinientos esposos malelegidos habían abandonado Nápoles yPalermo para siempre, los carceleros,en un arrebato, ahogaron a la señoraTofana.

—Qué felicidad, mi encantadora

reina, haber tenido el honor... —murmuraba Tofana con aire monjil,intentando ponerse de rodillas; pero elcepo se lo impedía. Koróviev y Popotale ayudaron a levantarse.

Por la escalera subía ahora unverdadero torrente. Margarita dejó dever lo que ocurría en la entrada.Levantaba y bajaba la manomecánicamente y sonreía a todos losinvitados con la misma sonrisa. Llenabael aire un ruido monótono y de las salasde baile, abandonadas por Margarita,llegaba la música como el sonido delmar.

—Ésa es una mujer muy aburrida —

Koróviev hablaba alto, sabiendo quenadie le iba a oír en medio del ruido devoces—; le encantan los bailes y sueñacon poder protestar por su pañuelo.

Margarita dio con aquella de quienhablaba Koróviev. Era una mujer deunos veinte años, con una figuraextraordinaria, pero tenía los ojosinquietos e insistentes.

—¿Qué pañuelo? —preguntóMargarita.

—Hace ya treinta años que un ayudade cámara —explicó Koróviev— seencarga de dejarle en su mesilla todaslas noches un pañuelo. Se despierta y elpañuelo está allí. Lo quema en una

estufa, lo tira al río, pero en vano.—¿Y qué pañuelo es ése? —

susurraba Margarita, levantando ybajando la mano.

—Es un pañuelo con un ribete azul.Es que cuando estuvo sirviendo en uncafé, el dueño la llamó un día alalmacén y a los nueve meses tuvo unhijo; se lo llevó al bosque y le metió elpañuelo en la boca. Luego lo enterró. Enel juicio declaró que no tenía con quéalimentar al hijo.

—¿Y dónde está el dueño del café?—preguntó Margarita.

—Majestad —rechinó de pronto elgato desde abajo—, permítame que le

haga una pregunta: ¿qué tiene que ver eldueño del café? ¡Él no ahogó en elbosque a ningún niño!

Sin dejar de sonreír y de saludar conla mano derecha Margarita agarró laoreja de Popota con la mano izquierda,clavándole sus uñas afiladas. Susurró:

—Granuja, si te permites otra vezintervenir en la conversación...

Popota pegó un grito quedesentonaba con el ambiente de la fiestay contestó:

—Majestad..., que se me va ahinchar la oreja... ¿Para qué estropear elbaile con una oreja hinchada? Hablabadesde el punto de vista jurídico... Me

callo, puede considerarme un pez y noun gato, ¡pero suelte mi oreja!

Margarita soltó la oreja.Los ojos insistentes y sombríos

estaban ya ante Margarita.—Me siento feliz, señora reina, de

haber sido invitada al Gran Baile delPlenilunio de Primavera.

—Me alegro de verla —contestóMargarita—, me alegro mucho. ¿Legusta el champaña?

—Pero ¿qué hace, majestad? —gritóKoróviev con voz desesperada, peroapenas audible—. ¡Se va a formar unatasco!

—Me gusta... —dijo la mujer con

voz suplicante, y de pronto empezó arepetir—: ¡Frida, Frida, Frida! ¡Mellamo Frida, oh, señora!

—Emborráchese esta noche, Frida, yno piense en nada. Frida extendió losbrazos hacia Margarita, pero Koróviev yPopota la agarraron de las manos condestreza y pronto se perdió entre lamultitud.

Una verdadera marea humana veníade abajo, como queriendo tomar porasalto la plazoleta en la que seencontraba Margarita. Los cuerposdesnudos de mujeres se mezclaban conlos hombres en frac.

Margarita veía cuerpos blancos,

morenos, color café y completamentenegros. En los cabellos rojos, negros,castaños y rubios como el lino, brillabandespidiendo chispas las piedraspreciosas. Parecía que alguien habíarociado a los hombres con gotitas de luz;eran los relucientes gemelos debrillantes. Continuamente Margaritasentía el contacto de unos labios en surodilla, a cada instante alargaba la manopara que se la besaran. Su cara se habíaconvertido en una máscara inmóvil ysonriente.

—Encantado —decía Koróviev convoz monótona—, estamos encantados...,la reina está encantada...

—La reina está encantada —repetíacon voz gangosa Asaselo.

—¡Encantado! —exclamaba el gato.—La marquesa... —murmuraba

Koróviev— ha envenenado a su padre, ados hermanos y a dos hermanas, por laherencia... ¡La reina está encantada!... Laseñora Minkina... ¡Qué guapa está! Algonerviosa. ¿Por qué tendría que quemarlela cara a su doncella con las tenazas derizar el pelo? Es natural que la hubieranasesinado... ¡La reina está encantada!...Majestad, un momento de atención: elemperador Rodolfo, mago y alquimista...Otro alquimista ahorcado... ¡Ah, aquíestá ella! ¡Qué prostíbulo tan estupendo

tenía en Estrasburgo!... ¡Estamosencantados!... Una modista moscovitaque todos queremos por su inagotablefantasía... Tenía una casa de modas y seinventó una cosa muy graciosa: hizo dosagujeritos redondos en la pared...

—¿Y las señoras no lo sabían?—Lo sabían todas, majestad —

contestó Koróviev—. ¡Encantado!...Este chico de veinte años, desdepequeño, había tenido extrañasinclinaciones, era un soñador. Una jovense enamoró de él y él la vendió a unprostíbulo...

Abajo afluía un río. Su manantial —la enorme chimenea— seguía

alimentándolo. Así pasó una hora yluego otra. Margarita empezó a notarque la cadena le pesaba más.

Le pasaba algo extraño con la mano.Antes de levantarla Margarita hacía unamueca. Las curiosas observaciones deKoróviev dejaron de interesarla. Ya nodistinguía las caras asiáticas, blancas onegras; el aire empezó a vibrar y aespesarse.

Un dolor agudo, como de una aguja,le atravesó la mano derecha. Apretandolos dientes, apoyó el codo en lacolumna. Del salón llegaba un ruido,parecido al roce de unas alas en unapared; por lo visto, había una verdadera

multitud bailando. Margarita tuvo lasensación de que incluso los suelos demármol, de mosaicos y de cristal deaquella extraña estancia, vibrabanrítmicamente.

Ni Cayo César Calígula, ni Mesalinallegaron a interesar a Margarita;tampoco ninguno de los reyes, duques,caballeros, suicidas, envenenadoras,ahorcados, alcahuetas, carceleros,tahúres, verdugos, delatores, traidores,dementes, detectives o corruptores.

Todos sus nombres se mezclaban ensu cabeza, las caras se fundieron en unaenorme torta y un solo rostro se le habíafijado en la memoria, atormentándola;

una cara cubierta por una barba colorfuego, la cara de Maluta Skurátov[18].

A Margarita se le doblaban laspiernas, temía que iba a echarse a llorarde un momento a otro. Lo que más lemolestaba era su rodilla derecha, la quele besaban. La tenía hinchada, con lapiel azulada, a pesar de que Natashahabía aparecido varias veces parafrotarle la rodilla con una esponjaempapada en algo aromático.

Habían pasado casi tres horas;Margarita miró hacia abajo con ojoscompletamente desesperados y seestremeció de alegría: el torrente deinvitados empezaba a amainar.

—Todas las reglas del baile serepiten, majestad —susurró Koróviev—; ahora la ola de invitados empezará adisminuir. Le juro que son los últimosminutos de sufrimiento. Allí tiene ungrupo de juerguistas de Brocken.Siempre llegan los últimos. Dosvampiros borrachos... ¿No hay nadiemás? Ahí viene otro..., otros dos.

Por la escalera subían los dosúltimos invitados.

—Este parece ser nuevo —dijoKoróviev, mirando a través delmonóculo—. Ah, ya sé quién es. Una vezAsaselo le fue a ver mientras estabatomando una copa de coñac y le

aconsejó la manera de deshacerse de unhombre cuyas revelaciones temíamuchísimo. Ordenó a un amigo quetrabajaba para él que salpicara lasparedes del despacho con veneno...

—¿Cómo se llama?—No lo sé —contestó Koróviev—,

hay que preguntárselo a Asaselo.—¿Quién es el que está con él?—Es su fiel amigo. ¡Encantado! —

gritó Koróviev a los dos últimosinvitados.

La escalera estaba desierta.Esperaron un poco por si venía alguien.Pero de la chimenea ya no salió nadiemás.

En un minuto, y sin comprendercómo había sucedido, Margarita seencontró de nuevo en la habitación de lapiscina. Lloraba de dolor en la mano yen la pierna, y se derrumbó en el suelo.Pero Guela y Natasha, consolándola, lallevaron al baño de sangre, volvieron adarle masaje y Margarita revivió.

—Un poco más, reina Margot —susurraba Koróviev que había aparecidoa su lado—; hay que hacer un últimorecorrido por las salas para que loshonorables huéspedes no se sientanabandonados.

Y Margarita salió volando de lahabitación de la piscina. En el mismo

tablado donde estuviera tocando laorquesta del rey de los valses, ahora seenfurecía un jazz de monos. Dirigía laorquesta un enorme gorila con patillasdespeinadas, bailando pesadamente ysujetando una trompeta. Una hilera deorangutanes soplaban en trompetasbrillantes, sosteniendo sobre loshombros alegres chimpancés conarmónicas. Dos cinocéfalos con melenasde león tocaban el piano, pero, entre elestruendo de los saxofones, el chillidode los violines y el tronar de lostambores en las patas de los gibones,mandriles y macacos, el piano no se oía.Numerosísimas parejas, como fundidas,

asombraban por la destreza y precisiónde movimiento, girando en unadirección; avanzaban como una paredpor el suelo de espejos, amenazandobarrer todo lo que encontraran pordelante. Unas mariposas vivaces yaterciopeladas volaban sobre el tropelde los danzantes, caían flores del techo.Se apagó la electricidad; se encendieronen los capiteles de las columnasmillares de luciérnagas y en el aireflotaron fuegos fatuos.

Margarita se encontró después enuna enorme piscina rodeada de unacolumnata. De la boca de un monumentalNeptuno negro surgía un gran chorro

rosa. Subía de la piscina un olormareante a champaña. Había grananimación. Las señoras, risueñas,entregaban sus bolsos a los caballeros oa los negros —que corrían con sábanasen las manos—, y, gritando, se tirabande cabeza al champaña. Se levantabancolumnas de espuma. El fondo de cristalde la piscina estaba iluminado por unaluz que atravesaba el espesor del vino, yse veían con claridad los cuerposplateados de los nadadores. Salían de lapiscina completamente borrachos.Volaban las carcajadas bajo lascolumnas y resonaban como el jazz.

De todo aquello se le quedó grabada

una cara; era una cara de personacompletamente ebria, con ojos de loco,pero suplicantes, y se acordó de unapalabra: «Frida».

Margarita se mareó por el olor avino, y ya estaba dispuesta a marcharse,cuando el gato negro organizó en lapiscina un número que la detuvo.

Popota había estado haciendo algojunto a la boca de Neptuno y la masa dechampaña, toda revuelta, desapareció dela piscina, levantando mucho ruido. Enlugar del líquido rosa y burbujeante, dela boca de Neptuno surgió un chorrocolor amarillo oscuro. Las damasgritaron como locas: «¡Coñac!», y

echaron a correr de los bordes de lapiscina hacia las columnas. A los pocossegundos la piscina estaba llena, y elgato, dando tres volteretas en el aire,cayó al coñac. Salió resoplando, con lapajarita hecha un trapo, sin resto depurpurina en el bigote y sin losprismáticos. Los únicos que sedecidieron a seguir el ejemplo dePopota fueron la ingeniosa modista y suacompañante, un desconocido mulatojoven. Los dos se tiraron al coñac, peroen ese momento Koróviev cogió aMargarita del brazo y abandonaron a losbañistas.

A Margarita le pareció ver unos

estanques enormes de piedra llenos deostras.

Después voló por encima de unsuelo de cristal, a través del cual seveían hornos infernales ardiendo, condiabólicos cocineros vestidos deblanco, que se agitaban entre los fuegos.

Luego, ya sin entender nada, viounos sótanos oscuros, iluminados concandiles, donde unos jóvenes servíancarne preparada en piedras caldeadas ydonde todos bebían a su salud de unasjarras. Luego unos osos blancos quetocaban la armónica y bailaban en unescenario. Una salamandraprestidigitadora que no ardía en el

fuego... Y por segunda vez se quedó sinfuerzas.

—La última salida —susurróKoróviev preocupado—, ¡y estaremoslibres!

Acompañada por Koróviev,Margarita se encontró de nuevo en lasala de baile, pero allí ya no bailaban:un tumulto incalculable de invitados seaglomeraba entre las columnas,liberando el centro de la sala. Margaritano recordaba quién le ayudó a subirse aun pedestal que apareció de pronto enmedio del espacio libre de la sala.Desde allí arriba oyó el toque demedianoche, que, según sus cálculos,

había pasado hacía tiempo. Con laúltima señal del reloj invisible cayó elsilencio sobre la multitud.

Margarita vio a Voland. Le rodeabanAbadonna, Asaselo y otros parecidos aAbadonna: negros y jóvenes. Margaritase dio cuenta de que delante de ellahabía otro pedestal preparado paraVoland. Pero no lo utilizó. Se sorprendióMargarita de que Voland hubieraaparecido en aquella última gran sala,en el baile, vestido de la misma maneraque cuando estaba en el dormitorio.Llevaba la misma camisa zurcida en elhombro y unas zapatillas viejas. En lamano, una espada desnuda, pero la

utilizaba como bastón, apoyándose enella.

Llegó hasta su pedestal cojeando, separó y en seguida apareció Asaselo conuna fuente en las manos; Margarita vioen la fuente la cabeza cortada de unhombre, con los dientes rotos. La salaseguía en silencio; sólo lo interrumpióun timbre lejano, inexplicable enaquellas circunstancias, que recordabauno de esos timbres que se oyen en laentrada principal de una casa.

—Mijaíl Alexándrovich —interpelóVoland en voz baja a la cabeza; elmuerto levantó los párpados y Margaritavio, estremecida, unos ojos vivos, llenos

de sentido y de dolor—. Todo se hacumplido, ¿no es verdad? —siguióVoland, mirando a los ojos de la cabeza—. La cabeza la cortó una mujer, lareunión no tuvo lugar, y yo estoyviviendo en su casa. Es un hecho. Y unhecho es la cosa más convincente deeste mundo. Pero ahora lo que nosinteresa es el futuro y no este hechoconsumado. Usted fue siempre unpropagandista ardiente de la teoría quedice que, al cortarle la cabeza, acaba lavida del hombre, se convierte en cenizay desaparece en la nada. Me alegrapoder comunicarle en presencia de misamigos, aunque ellos sirvan de prueba

de una teoría muy distinta, que esa teoríaes muy seria e inteligente, aunque todaslas teorías tienen un valor semejante...

»Entre ellas hay una que dice quecada uno recibirá en razón de su fe. ¡Queasí sea! Usted se va al no ser y me serágrato brindar por el ser con el cáliz en elque usted se va a convertir.

Voland levantó la espada. La piel dela cabeza tomó un color oscuro, seencogió, empezó a caer a trozos,desaparecieron los ojos y Margaritapudo ver en la fuente una calaveraamarillenta sobre un pie de oro, conojos de esmeralda y dientes de perlas.La calavera tenía una tapa con bisagras.

Se abrió.—Ahora mismo, messere —dijo

Koróviev ante la mirada interrogante deVoland—, ahora mismo aparecerá antesus ojos. Oigo en este silencio sepulcralel chirriar de sus zapatos de charol y elsonido de la copa, que ha dejado en lamesa después de beber champaña porúltima vez en su vida. Aquí está.

Alguien entraba en la sala,dirigiéndose a Voland. No se distinguíafísicamente del resto de los invitados,excepto en una cosa: éste se tambaleabade emoción, cosa que se notaba desdelejos. En sus mejillas ardían unasmanchas rojas y sus ojos expresaban un

verdadero pánico. El invitado estabaperplejo. Era natural: le habíasorprendido todo, especialmente el trajede Voland.

Pero fue recibido con todos loshonores.

—¡Ah, mi querido barón Maigel! —se dirigió Voland al invitado con unasonrisa cariñosa. Al interpelado parecíaque se le iban a salir los ojos de lasórbitas—. Tengo el gusto de presentarles—dijo Voland a los invitados— alrespetable barón Maigel, funcionario dela Comisión de Espectáculos yencargado de acompañar a losextranjeros por los monumentos

históricos de Moscú.Margarita contuvo la respiración,

porque le había conocido. Se habíaencontrado con él varias veces en losteatros y restaurantes de Moscú. «Pero—pensó Margarita— ¿éste también hamuerto?» Se aclaró todo en seguida:

—El entrañable barón —siguióVoland con una sonrisa alegre— fue tanamable que al enterarse de mi llegada aMoscú me telefoneó inmediatamente,proponiendo su ayuda como experto enlugares interesantes de la ciudad. Comoes natural, he sentido una gransatisfacción al poder invitarlo.

Margarita vio que Asaselo pasaba a

Koróviev la fuente con la calavera.—Por cierto, barón —dijo Voland en

tono íntimo, bajando la voz—, correnrumores sobre su extraordinario afán desaber. Dicen que ese afán, unido a sulocuacidad no menos desarrollada, estáempezando a llamar la atención general.Las malas lenguas ya han pronunciado lapalabra espía y confidente. Más aún: hayciertas opiniones de que todo esto le vaa llevar a un final muy triste antes de unmes. Y precisamente para evitarle esaespera angustiosa, hemos decidido veniren su ayuda, aprovechando lacircunstancia de que usted se hayainvitado a mi fiesta con el fin de pescar

todo lo que vea y oiga.El barón se puso todavía más pálido

que Abadonna, que era por naturaleza deuna palidez excepcional; despuéssucedió algo extraño. Abadonna secolocó junto al barón y se quitó las gafasun instante. Y algo como de fuego brillóen las manos de Asaselo, se oyó unruido parecido a una palmada, el barónempezó a perder pie y de su pecho brotóun chorro de sangre roja, cubriendo lacamisa almidonada y el chaleco.Koróviev puso el cáliz bajo el chorro yse lo ofreció lleno a Voland. Mientrastanto, el cuerpo exánime del barón yacíaen el suelo.

—¡A su salud, señores! —dijoVoland, y, levantando el cáliz, se lollevó a los labios.

Se produjo la metamorfosis.Desaparecieron la camisa zurcida y laszapatillas usadas. Voland vestía de negroy llevaba una espada de acero en lacadera. Se acercó rápidamente aMargarita, le ofreció el cáliz y le dijo entono imperativo:

—¡Bebe!Margarita sintió un fuerte mareo, se

tambaleó, pero el cáliz estaba ya junto asus labios; unas voces, no sabía dequién, le susurraron al oído:

—No tenga miedo, majestad... No

tema, majestad, que hace mucho que lasangre empapa la tierra. Y allí donde seha vertido, crecen racimos de uvas.

Margarita, sin abrir los ojos, dio unsorbo, una corriente dulce le subió porlas venas y sintió un timbre en sus oídos.Le pareció que cantaban gallos convoces ensordecedoras y que en algúnsitio interpretaban una marcha. Lamultitud de invitados empezó a cambiarde aspecto: los hombres de frac y lasmujeres se convirtieron en cadáveres.La putrefacción inundó la sala ante losojos de Margarita y flotó un olor asepultura. Se derrumbaron las columnas,se apagaron las luces y desaparecieron

las fuentes, las camelias y los tulipanes.Y todo quedó como antes: el modestosalón de la joyera y la puertaentreabierta que dejaba ver una franja deluz. Margarita entró por esa puerta.

24La liberación del

maestro

En el dormitorio de Voland todo estabacomo antes del baile. Voland, en camisa,estaba sentado en la cama, pero ahoraGuela no le frotaba la pierna, sino queponía la mesa del ajedrez para la cena.Koróviev y Asaselo, ya sin el frac, sesentaron a la mesa, y junto a ellos,naturalmente, se colocó el gato, que noquiso despojarse de su corbata, aunquela corbata era ya un trapo sucio.

Margarita, tambaleándose, se acercó ala mesa y se apoyó en ella. Voland lallamó con un gesto, como lo hicieraantes, y le pidió que se sentara:

—Bueno, ¿la marearon mucho? —preguntó Voland.

—¡Oh!, no, messere —apenas se oyóla respuesta de Margarita.

—Noblesse oblige —indicó el gato,y le sirvió a Margarita un líquidotransparente en un vaso pequeño.

—¿Es vodka? —preguntó Margaritacon voz débil.

El gato, indignado, dio un respingoen la silla.

—Por favor, majestad —dijo

ofendido—, ¿cree usted que yo seríacapaz de servir a una dama una copa devodka? ¡Eso es alcohol puro!

Margarita sonrió e intentó apartar elvaso.

—Beba sin miedo —dijo Voland, yMargarita cogió el vaso inmediatamente.

—Siéntate, Guela —ordenó Voland,y explicó a Margarita—: La noche deplenilunio es una noche de fiesta, ysiempre ceno en compañía de misfavoritos y de mis criados. Bien, ¿cómose encuentra? ¿Cómo ha resultado estafiesta tan agotadora?

—¡Estupenda! —cotilleó Koróviev—. ¡Todos han quedado encantados,

enamorados, aplastados! ¡Qué tacto, quéhabilidad, qué encanto y qué charme!

Voland levantó la copa sin decir unapalabra y brindó con Margarita. Ellabebió resignada, pensando que sería elfin. Pero no ocurrió nada malo. Un calorvivo le recorrió el vientre, algo legolpeó suavemente en la nuca, levolvieron las fuerzas, como después deun sueño profundo y tonificador, y sintióademás un hambre canina. Al acordarsede que no había comido desde lamañana anterior, sintió todavía máshambre... Atacó el caviar con avidez.

Popota cortó una rodaja de piña, lepuso sal y pimienta, se la tomó y

después se zampó una copa de vodkacon tanta desenvoltura que todosaplaudieron.

Cuando Margarita se bebió lasegunda copa, las velas de loscandelabros dieron más luz y en lachimenea ardió el fuego con más fuerza.Margarita no tenía la sensación de haberbebido. Mordiendo la carne con susdientes blancos, saboreaba el jugo, perosin dejar de mirar a Popota, que untabade mostaza una ostra.

—Lo que te falta es ponerle un pocode uva encima —dijo Guela en voz baja,dándole un codazo al gato.

—Le ruego que no me dé lecciones

—contestó el gato—, ¡con la cantidad demesas que he recorrido!

—Ah, pero qué gusto de estarcenando así, en familia, junto al fuego...—rechinaba la voz de Koróviev.

—No, Fagot —replicaba el gato—,el baile también tiene su encanto, suimportancia.

—No tiene nada de eso, ni encantoni importancia —replicó Voland—.Además, los rugidos de los tigres delbar y de aquellos osos absurdos porpoco me dan dolor de cabeza.

—Como usted diga —dijo el gato—;si sostiene que el baile no tiene ningunaimportancia, estoy dispuesto a opinar lo

mismo.—¡Oye, tú! —dijo Voland.—Es una broma —respondió el gato

con humildad—, además, voy a decirque frían a los tigres.

—Los tigres no se comen —replicóGuela.

—¿Usted cree? Pues escúcheme —dijo el gato, y, entornando los ojos degusto, contó cómo durante diecinuevedías estuvo errando por un desierto y loúnico que comía era carne de tigre.Todos escucharon con mucha atención lainteresante narración, y, cuando Popotaterminó, exclamaron a coro:

—¡Mentira!

—Y lo mejor de esta historia es —dijo Voland— que es mentira desde laprimera palabra a la última.

—¿Ah, sí? ¿Conque es mentira? —exclamó el gato, y todos esperaban queiba a protestar, pero él dijo con vozsorda—: Ya nos juzgará la historia.

—Dígame, por favor —se dirigióMargarita a Asaselo, reanimada con elvodka—, ¿no es verdad que usted lepegó un tiro al ex barón?

—Naturalmente —contestó Asaselo—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Había quepegarle un tiro, era necesario.

—¡Me asusté tanto! —exclamóMargarita—. ¡Fue tan inesperado!

—No era nada inesperado —replicóAsaselo, pero Koróviev se echó lasmanos a la cabeza:

—¿Cómo no se iba a asustar? ¡Si amí me temblaron las piernas! ¡Paf! ¡Ras!¡Y el barón al suelo!

—Por poco me da un ataque denervios —añadió el gato, relamiendouna cuchara con caviar.

—Hay una cosa que no llego aentender —dijo Margarita, y las lucestemblorosas se reflejaban en sus ojos—:¿No se oían afuera los ruidos y lamúsica del baile?

—Claro que no, majestad —explicóKoróviev—; hay que hacerlo de tal

manera que no se oiga. Hay que tenermucho cuidado.

—Sí, sí... Es que el hombre de laescalera..., cuando pasamos Asaselo yyo... y el otro junto al portal..., meparece que estaba vigilando el piso...

—¡Cierto! —gritó Koróviev—. ¡Escierto, querida Margarita! ¡Haconfirmado mis sospechas! Sí, estabanvigilando nuestro piso. Primero penséque era un sabio distraído o unenamorado sufriendo en la escalera.¡Pero no! ¡Algo me hizo dudar! ¡Sí,estaban vigilando el piso! ¡Y el otro, eldel portal, también!

—¿Y si vienen a detenernos? —

preguntó Margarita.—Pues claro que vendrán, mi

encantadora reina, ¡cómo no! —contestóKoróviev—. Me dice el corazón quevendrán. No ahora, claro está, pero esono faltará. Aunque me temo que no habránada interesante.

—¡Cómo me puse cuando se cayó elbarón! —dijo Margarita, que, por lovisto, seguía pensando en el asesinatoque había visto por primera vez en suvida—. ¿Seguramente usted tira muybien?

—Pues no lo hago mal —respondióAsaselo.

—¿Y a cuántos pasos? —Margarita

hizo una pregunta poco clara.—Depende de dónde se tire —

respondió Asaselo razonable—; unacosa es dar con un martillo en la ventanadel crítico Latunski y otra cosa darle enel corazón.

—¡En el corazón! —exclamóMargarita, apretándose el suyo—. ¡En elcorazón! —repitió con voz sorda.

—¿Quién es ese crítico Latunski? —preguntó Voland, mirando fijamente aMargarita.

Asaselo, Koróviev y Popota bajaronla vista avergonzados y Margaritarespondió sonrosándose:

—Es un crítico. Hoy he destruido su

piso.—¡Vamos! ¿Y por qué?—Messere —explicó Margarita—,

ha causado la ruina de un maestro.—¿Por qué tuvo que tomarse esa

molestia usted misma? —preguntóVoland.

—¿Me permite, messere? —exclamócontento el gato, levantándose de unsalto.

—Anda, quédate ahí —rezongóAsaselo, poniéndose de pie—, ahoravoy yo...

—¡No! —gritó Margarita—. ¡No, selo ruego messere, no lo haga!

—Como usted quiera —contestó

Voland y Asaselo volvió a sentarse.—¿De qué estábamos hablando, mi

querida reina Margot? —dijo Koróviev—. Ah, sí, el corazón... Da en el corazón—Koróviev señaló con un dedo largohacia Asaselo—, donde quiera: encualquier aurícula o ventrículo delcorazón.

Margarita tardó en entender, ycuando lo hizo exclamó sorprendida:

—¡Pero si no se ven!—¡Querida! —seguía Asaselo—.

Eso es lo interesante, que estén ocultos.¡Ahí está el quid del asunto! ¡En unobjeto visible puede dar cualquiera!

Koróviev sacó de un cajón el siete

de pique y se lo dio a Margarita,pidiéndole que marcara una de lasfiguras. Margarita marcó la del ángulosuperior derecho. Guela escondió lacarta bajo la almohada, gritando:

—¡Ya está!Asaselo, que estaba sentado de

espaldas a la almohada, sacó delbolsillo del pantalón una pistola negraautomática, apoyó el cañón en suhombro y sin volverse hacia la camadisparó, asustando a Margarita, pero fueun susto entusiasta. Sacaron la carta dedebajo de la almohada, estabaagujereada precisamente en la figura queMargarita marcara.

—No me gustaría encontrarme conusted cuando tenga la pistola en la mano—dijo Margarita, mirando concoquetería a Asaselo. Tenía verdaderadebilidad por la gente que hacía algo ala perfección.

—Mi preciosa reina —hablóKoróviev—, ¡no recomendaría a nadieque se lo encontrara, aunque no llevepistola! Le doy mi palabra de honor dechantre y de solista de que nadie iría afelicitar al que se lo encontrara.

El gato, que había estado muytaciturno durante el experimento de lapistola, anunció de pronto:

—Me comprometo a batir el récord

del siete.Por toda contestación, Asaselo

emitió un rugido ininteligible. Pero elgato se obstinó y exigió dos pistolas.Asaselo sacó otra pistola del bolsillotrasero del pantalón, y, torciendo la bocacon desprecio, alargó las dos pistolas algato fanfarrón.

Hicieron dos señales en la carta. Elgato estuvo preparándose mucho tiempode espaldas a la almohada. Margarita setapó los oídos con las manos, mirando auna lechuza que dormitaba en la repisade la chimenea. El gato disparó con lasdos pistolas. Guela dio un grito, lalechuza muerta se cayó de la chimenea y

se paró el reloj destrozado. Guela, conla mano ensangrentada, agarró al gatopor la piel, éste la agarró por los pelos,y los dos, formando una bola, rodaronpor el suelo. Una copa cayó de la mesa yse rompió.

—¡Que se lleven a esta loca! —gritaba el gato, defendiéndose de Guela,que se había montado encima de él.Separaron a los dos contrincantes,Koróviev sopló en el dedo de Guela,que se curó inmediatamente.

—No puedo disparar cuando meestán atosigando —dijo el gato, tratandode pegarse un enorme mechón de peloarrancado de la espalda.

—Apuesto a que lo ha hecho adrede—dijo Voland, sonriendo a Margarita—.Tira bastante bien.

El gato y Guela se reconciliaron,dándose un beso. Sacaron la carta dedebajo de la almohada. La única señalatravesada era la de Asaselo.

—Imposible —afirmó el gato,mirando la carta al trasluz de las velas.

La alegre cena continuaba. Secorrían las velas de los candelabros, lachimenea expandía por la habitaciónoleadas de calor seco y oloroso.Después de cenar, Margarita se sentíainmersa en una sensación de bienestar.Miraba cómo las volutas de humo

violeta del puro de Asaselo flotaban endirección a la chimenea y el gato lascazaba con la punta de la espada. Notenía ningún deseo de marcharse,aunque, según sus cálculos, ya era tarde.En efecto, eran cerca de las seis de lamañana.

Aprovechando una pausa, Margaritase dirigió con voz tímida a Voland:

—Me parece que... ya es hora demarcharme...; es tarde...

—¿Y qué prisa tiene? —preguntóVoland amablemente, pero en un tono unpoco seco. Los demás no dijeron nada,fingiéndose absortos en los anillos dehumo.

—Sí, ya es hora —dijo Margarita,azorada por todo aquello, y se volvióbuscando una capa o un mantón. Seavergonzó de pronto de su desnudez. Selevantó de la mesa. Voland, sin decirnada, cogió de la cama su bata usada ysucia; Koróviev se la echó a Margaritapor los hombros.

—Gracias, messere —dijoMargarita con voz apenas audible, ydirigió a Voland una mirada interrogante.Él respondió con una sonrisa amable eindiferente.

Una oscura congoja envolvió elcorazón de Margarita. Se sentíaengañada. Por lo visto, nadie pensaba

darle ningún premio por su cortesía enel baile ni nadie la retenía. Además, sedaba perfecta cuenta de que ahora notenía adónde ir. La idea de volver a supalacete la llenaba de desesperación ¿Ysi ella misma pidiera algo, como se lohabía aconsejado Asaselo cuando laconvenció en el Jardín Alexándrovski?«¡No, por nada del mundo!», se dijo a símisma.

—Adiós, messere —pronunció envoz alta, pensando: «En cuanto salga deaquí, iré a tirarme al río».

—Siéntese —le ordenó Voland.Margarita cambió de cara y se sentó.

—¿No quiere decirme algo de

despedida?—Nada, messere —respondió

Margarita con dignidad—, sólo quesiempre que lo necesiten estoy dispuestaa hacer todo lo que deseen. No me hecansado nada y lo he pasado muy bienen el baile. Si hubiera durado mástiempo, estaría dispuesta a ofrecer mirodilla a miles de ahorcados y asesinospara que la besaran —Margarita veía aVoland como a través de una nube; losojos se le estaban llenando de lágrimas.

—¡Tiene razón! ¡Así se hace! —gritó Voland con voz sonora y terrible—.¡Así se hace!

—¡Así se hace! —repitió como el

eco su séquito.—La hemos puesto a prueba —dijo

Voland—. ¡Nunca pida nada a nadie!Nunca y, sobre todo, nada a los que sonmás fuertes que usted. Ya se lopropondrán y se lo darán. Siéntese,mujer orgullosa —Voland le quitó de untirón la pesada bata y Margarita seencontró de nuevo sentada en la camajunto a él—. Bien, Margot —dijoVoland, suavizando su voz—, ¿quéquiere por haber sido hoy la dama de mibaile? ¿Qué quiere por haber estadodesnuda toda la noche? ¿En cuántovalora su rodilla? ¿Y los perjuicios quele han causado mis invitados, que acaba

de llamar asesinos? ¡Dígalo! Dígalo sinningún reparo, porque esta vez se lo hepropuesto yo mismo.

Margarita sentía el fuerte palpitar desu corazón; suspiró y se puso a pensar.

—¡Bueno, adelante! —la animabaVoland—. ¡Despierte su fantasía,espoléela! Sólo presenciar el asesinatode ese sinvergüenza que era el barónmerece un premio, sobre todo siendomujer. ¿Ya?

A Margarita se le cortó larespiración, y ya estaba dispuesta adecir aquellas palabras secretas eíntimas cuando, de pronto, palideció,apretó los labios y desorbitó los ojos.

«¡Frida, Frida, Frida!», le gritó en losoídos una voz insistente, suplicante.«Me llamo Frida.» Y Margarita habló,tropezando en cada palabra:

—¿Entonces... puedo pedirle... unacosa?

—Exigirla, exigirla, mi donna —decía Voland con sonrisa decomplicidad—; puede exigir una cosa.

Ah, ¡con qué habilidad subrayóVoland, repitiendo las palabras deMargarita, lo de «una cosa»!

Margarita suspiró y dijo:—Quiero que dejen de ponerle a

Frida el pañuelo con el que ahogó a suhijo.

El gato levantó los ojos hacia elcielo, suspiró ruidosamente, pero nodijo nada.

Voland contestó sonriente:—Teniendo en cuenta que está

excluida la posibilidad de que ustedhaya sido sobornada por esa imbécil deFrida —sería incompatible con sudignidad real—, estoy que no sé quéhacer. Lo único que me queda es reunirmuchos trapos y tapar con ellos lasrendijas de mi dormitorio.

—¿De qué habla, messere? —sesorprendió Margarita al oír estaspalabras, poco comprensibles.

—Estoy completamente de acuerdo,

messere —intervino el gato en laconversación—, con trapos,precisamente con trapos —y el gato,irritado, dio un golpe en la mesa con unapata.

—Hablo de la misericordia —explicó Voland, sin apartar de Margaritasu ojo ardiente—. A veces penetrainesperada y pérfida por las rendijasmás pequeñas. Por eso hablo de lostrapos...

—¡Y yo también hablo de eso! —exclamó el gato, y se apartó por si acasode Margarita, tapándose las orejaspuntiagudas cubiertas de una pomadarosa.

—¡Fuera! —les dijo Voland.—No he tomado café —contestó el

gato—, ¿cómo quiere que me vaya? ¿Nodirá, messere, que en una noche de fiestalos invitados se dividen en doscategorías? Una de primera y otros,como decía ese triste y roñoso barman,de segunda.

—Calla —le ordenó Voland, y,volviéndose hacia Margarita, lepreguntó—: Según tengo entendido, esusted una persona de una bondadexcepcional, ¿no es así? ¿No es unapersona de gran moralidad?

—No —dijo Margarita con fuerza—; sé que le puedo hablar con toda

franqueza y le diré que soy una personafrívola. He intercedido por Fridasolamente porque cometí la imprudenciade infundirle esperanzas. Estáesperando, messere, cree en mi poder. Ysi queda defraudada, mi situación va aser espantosa. No tendré tranquilidad entoda mi vida. No hay nada que hacer, silas cosas se han puesto así.

—Bien —dijo Voland—, está claro.—Entonces, ¿usted lo hará? —

preguntó Margarita en voz baja.—De ninguna manera —contestó

Voland—. Verá usted, mi querida reina:aquí hay un malentendido. Cadadepartamento tiene que ocuparse de sus

asuntos. No le niego que nuestrasposibilidades son bastante grandes,mucho mayores de lo que piensanalgunos hombres poco perspicaces...

—Desde luego, mucho mayores —intervino el gato sin poder contenerse,pues, al parecer, estaba muy orgullosode aquellas posibilidades.

—¡Cállate, cuernos! —le dijoVoland, y continuó su explicación—:¿Qué objeto tendría hacerlo si lo puedehacer otro, digamos, departamento? Portanto, yo no pienso hacer nada, lo haráusted misma.

—¿Es que se cumplirá si yo lo hago?Asaselo le dirigió con su ojo bizco

una mirada irónica, sacudió su cabezapelirroja sin que le viera nadie y dio unresoplido.

—Ande, hágalo, ¡qué suplicio! —murmuraba Voland, y giró el globo,estudiando en él algún detalle; por loque se veía, al mismo tiempo quehablaba con Margarita estabaocupándose de otro asunto.

—Bueno, Frida... —sopló Koróviev.—¡Frida! —gritó Margarita con voz

penetrante.Se abrió la puerta y entró una mujer

desnuda, despeinada, pero sin rastros yade embriaguez, con ojos frenéticos, yextendió los brazos hacia Margarita.

Ésta dijo con aire majestuoso:—Estás perdonada. No te darán más

el pañuelo.Frida profirió un grito y cayó en cruz

boca abajo ante Margarita. Voland hizoun gesto y Frida desapareció.

—Se lo agradezco mucho; ¡adiós! —dijo Margarita, levantándose.

—Bien, Popota —habló Voland—,en una noche de fiesta no vamos aaprovecharnos de la acción de unapersona que es poco práctica —sevolvió hacia Margarita—. Como yo nohe hecho nada, esto no cuenta. ¿Quéquiere?, pero para usted misma.

Hubo un silencio, que fue

interrumpido por Koróviev, quien lesusurró a Margarita al oído:

—Mi donna de diamantes, ¡esta vezle aconsejo que sea más razonable!Porque la suerte se le puede escapar delas manos.

—Quiero que ahora mismo, en esteinstante, me devuelvan a mi amadomaestro —dijo Margarita, desfiguradala cara por un gesto convulso.

En la habitación entró un fuerteviento, descendió la llama de las velasen los candelabros, se descorrió lapesada cortina, se abrió la ventana y,muy lejos, en lo alto, apareció la lunallena, pero no era una luna de mañana,

sino de medianoche. Desde la ventanahasta el suelo se extendió como unpañuelo verdoso de luz nocturna y en élapareció el visitante de Ivánushka, elllamado maestro. Iba vestido con laindumentaria del hospital: bata,zapatillas y el gorrito negro, del quenunca se separaba. Un tic le desfigurabala cara, sin afeitar; miraba a las luces delas velas con ojos locos de espanto, y asu alrededor hervía el torrente de luna.

Margarita le reconoció en seguida,levantó las manos, exhaló una queja ycorrió hacia él. Le besaba en la frente,en la boca, arrimaba la cara a su carrillosin afeitar y le corrían abundantes las

lágrimas tanto tiempo contenidas. Sólodecía una palabra, repitiéndola sinsentido:

—Tú..., tú..., tú...El maestro la apartó y le dijo con

voz sorda:—No llores, Margot, no me hagas

sufrir, que estoy muy enfermo —seagarró con la mano al antepecho de laventana, como si quisiera saltar yescaparse, y, mirando a los que sesentaban en la habitación, gritó—:¡Tengo miedo, Margot! Otra vez lasalucinaciones...

A Margarita le ahogaban lossollozos; susurraba, atragantándose a

cada palabra:—No, no, no..., no tengas miedo de

nada...; estoy contigo..., estoy contigo...Koróviev le acercó una silla al

maestro con tanta habilidad que éste nose dio cuenta. Margarita se arrodilló y,abrazándose al enfermo, se calmó. En suemoción no había notado que, de pronto,ya no estaba desnuda: tenía sobre sucuerpo una capa de seda negra. Elenfermo bajó la cabeza y se quedómirando al suelo con ojos sombríos.

—Pues sí —dijo Voland después deuna pausa—, lo han cambiado mucho.

Voland ordenó a Koróviev:—Anda, caballero, dale algo de

beber al hombre.Margarita suplicaba al maestro con

voz temblorosa:—¡Bébelo, por favor! ¿Tienes

miedo? ¡Créeme que te ayudarán!El enfermo cogió el vaso y bebió el

contenido, pero le tembló la mano y elvaso cayó al suelo, rompiéndose a suspies.

—¡Eso es señal de buena suerte! —susurró Koróviev a Margarita—. Mire,ya vuelve en sí.

Efectivamente, la mirada delenfermo ya no era tan empavorecida, taninquieta.

—Pero ¿eres tú, Margot? —preguntó

el visitante.—No lo dudes, soy yo —contestó

Margarita.—¡Más! —ordenó Voland.Vaciado el segundo vaso, la mirada

del maestro se tornó viva y expresiva.—Bueno, esto ya me gusta más —

dijo Voland, mirándole fijamente—.Hablemos. ¿Quién es usted?

—Ahora no soy nadie —respondióel maestro, y una sonrisa le torció laboca.

—¿De dónde viene?—De la casa del dolor. Soy enfermo

mental —contestó el recién llegado.Margarita no pudo soportar aquellas

palabras y se echó a llorar. Luegoexclamó, secándose los ojos:

—¡Qué palabras tan horribles!¡Horribles! Le prevengo, messere, quees el maestro. ¡Sálvelo, que se lomerece!

—¿Sabe usted con quién estáhablando en este momento? —preguntóVoland—, ¿sabe dónde se encuentra?

—Lo sé —contestó el maestro—.Ese chico, Iván Desamparado, fue micompañero del sanatorio. Me habló deusted.

—Ah, sí, desde luego —dijo Voland—. Tuve el placer de conocer a esejoven en «Los Estanques del Patriarca».

Por poco me vuelve locodemostrándome que yo no existo. Pero¿usted cree que soy realmente yo?

—No me queda otro remedio quecreerlo —dijo el maestro—, aunque mesentiría mucho más tranquilo si pensaraque usted es fruto de una alucinación. Yusted perdone —añadió el maestro,violento.

—Bien, si cree que se sentiría mástranquilo, piénselo así —dijo Volandcon amabilidad.

—¡Pero no! —dijo Margarita,asustada, sacudiendo al maestro por elhombro—. ¡Qué dices! ¡Si es élrealmente!

Esta vez intervino también el gato:—Yo sí que parezco una

alucinación. Fíjese en mi perfil a la luzde la luna.

El gato se metió en el reguero deluna y quiso añadir algo más, pero lepidieron que se callara. Entonces dijo:

—Bueno, bueno, me callaré. Seréuna alucinación silenciosa —y no dijomás.

—Dígame, ¿por qué Margarita lellama maestro? —preguntó Voland.

El maestro sonrió:—Es una debilidad disculpable.

Tiene una opinión demasiado alta de lanovela que he escrito.

—¿De qué trata su novela?—Es sobre Poncio Pilatos.Las lengüetas de las velas se

tambalearon, bailaron, saltó la vajilla enla mesa: la risa de Voland sonó como untrueno, pero no asustó ni sorprendió anadie con ella.

Popota rompió a aplaudir.—¿Cómo? ¿Sobre qué? ¿Sobre

quién? —dijo Voland, dejando de reír—. ¡Es fantástico! Déjeme verla —Voland extendió la mano con la palmavuelta hacia arriba.

—Desgraciadamente, no puedohacerlo —contestó el maestro—, porquela quemé en la chimenea.

—Usted perdone, pero no le creo —respondió Voland—, es imposible, losmanuscritos no arden —se volvió haciaPopota y dijo—: Anda, Popota, dame lanovela.

El gato saltó de la silla y todospudieron ver que estaba sentado sobreun montón de papeles. Haciendo unareverencia, le dio a Voland los primerosdel montón. Margarita se puso a temblary a gritar, tan emocionada que se lesaltaron las lágrimas:

—¡Aquí está el manuscrito! ¡Aquíestá!

Corrió hacia Voland y gritóentusiasmada:

—¡Es omnipotente! ¡Omnipotente!Voland cogió el ejemplar que le

había dado el gato, le dio la vuelta, lopuso a un lado y se quedó mirando almaestro sin decir una palabra, muyserio. Pero el maestro, angustiado y muyinquieto, nadie sabía por qué, se levantóde la silla y, dirigiéndose a la lunalejana, empezó a murmurar,estremeciéndose:

—Tampoco de noche, a la luz de laluna, tengo paz... ¿Por qué me hanmolestado? Oh, dioses, dioses...

Margarita le cogió por la bata delsanatorio, se arrimó a él y se puso amurmurar, acongojada, entre lágrimas.

—Dios mío, ¿por qué no le haráefecto la medicina?

—No importa, no importa —susurraba Koróviev, agitándose junto almaestro—, no se preocupe, no sepreocupe... Otro vasito, yo también leacompaño...

Y el vaso guiñó el ojo, brilló a la luzde la luna y ayudó. Sentaron al maestroen una silla y su cara recobró laexpresión serena.

—Ahora está claro —dijo Voland,señalando el manuscrito.

—Tiene toda la razón —intervino elgato, olvidando que había prometido seruna alucinación silenciosa—. Ahora la

idea principal de esta obra estáclarísima. ¿Qué me dices, Asaselo?

—Digo que habría que ahogarte enun río —contestó Asaselo con vozgangosa.

—Ten piedad de mí, Asaselo —lerespondió el gato—, y no le sugierasesta idea a mi señor. Créeme, meaparecería a ti todas las noches vestidocon el mismo ropaje lunar que lleva elpobre maestro y te llamaría para que mesiguieras. ¿Cómo te sentirías entonces,oh, Asaselo?

—Bueno, Margarita —habló denuevo Voland—, diga todo lo quenecesitan.

A Margarita se le iluminaron losojos, y le pidió suplicante a Voland:

—Permítame que le diga algo aloído.

Voland asintió con la cabeza yMargarita, acercándose al oído delmaestro, le susurró algo. Se oyó surespuesta:

—No, ya es tarde. No deseo en estavida sino tenerte a ti, Pero te repito queme dejes, lo vas a pasar muy malconmigo.

—No te dejaré —contestóMargarita, y se dirigió a Voland—. Lepido que volvamos a nuestro piso delsótano de la callecita de Arbat, que se

encienda la lámpara y que todo vuelva aser como antes.

El maestro se echó a reír, y,abrazando la cabeza de Margarita, yacon el pelo lacio, dijo:

—¡No haga caso de esta pobremujer, messere! En este piso hace yamucho que vive otro hombre, y las cosasno vuelven nunca a ser lo que antesfueron —apretó la mejilla contra lacabeza de Margarita y susurró,abrazándola—: Pobre, pobre...

—¿Dice que nunca vuelven a ser loque fueron? —dijo Voland—. Tienerazón. Pero vamos a intentarlo —yllamó—: ¡Asaselo!

En el mismo momento se desplomódel techo un ciudadano desconcertado,al borde de la locura; estaba en pañosmenores, pero llevaba gorra y unamaleta en la mano.

—¿Mogarich? —preguntó Asaseloal caído del cielo.

—Aloísio Mogarich —contestó éste,temblando.

—¿No fue usted quien, al leer elartículo de Latunski sobre la novela deeste hombre escribió una denuncia?

El ciudadano recién aparecido sepuso azul y derramó un torrente delágrimas de arrepentimiento.

—¿Quería trasladarse a sus

habitaciones? —preguntó Asaselo convoz gangosa, pero llena de ternura.

En la habitación se oyó el maullidode un gato furioso y Margarita hincó lasuñas en la cara de Aloísio, gritando:

—¡Para que sepas lo que es unabruja!

Hubo un momento de gran confusión.—¿Qué haces? —gritó el maestro

con dolor—. Margot, ¡qué vergüenza!—¡Protesto! ¡No es ninguna

vergüenza! —vociferó el gato.Separaron a Margarita de Aloísio.—Puse el baño —gritaba Mogarich,

tintineando con los dientes y del susto sepuso a decir sandeces—, sólo el

blanqueado..., la caparrosa...—Me parece muy bien lo del baño

—aprobó Asaselo—: él necesita tomarbaños —y gritó—: ¡Fuera!

Mogarich se dio la vuelta y saliócabeza abajo por la ventana.

El maestro murmuraba, con los ojosredondos.

—¡Esto es todavía más de lo quecontaba Iván! —miró alrededor,impresionado, y, por fin, dijo al gato—:Usted perdone, fuiste tú..., fue usted... —se cortó sin saber cómo hablarle—: ¿Esusted el mismo gato que se subió altranvía?

—Sí, yo mismo —afirmó el gato,

halagado, y añadió—: Es un verdaderoplacer oírle hablar con tanta delicadezadirigiéndose a un gato. No sé por qué,pero a los gatos se les suele «tutear»,aunque no hayamos autorizado parahacerlo.

—Me parece que usted no es muygato... —dijo el maestro, indeciso—. Sevan a dar cuenta en el sanatorio de quefalto —añadió tímidamente,dirigiéndose a Voland.

—¿Por qué se van a dar cuenta? —letranquilizó Koroviev, y en sus manosaparecieron unos libros y unos papeles—. ¿Es su historia clínica?

—Sí...

Koroviev echó la historia clínica ala chimenea.

—Si no existe el documento, noexiste la persona —dijo Koroviev consatisfacción.

—¿Y éste es el libro de registro desu casa?

—Sí...—¿Quién está empadronado?

¿Aloísio Mogarich? —Koroviev soplóen una página del registro—. ¡Zas! Y yano está; además, les ruego que olvidensu existencia. Y si se extraña el dueño,dígale que ha soñado con Aloísio.¿Mogarich? ¿Qué Mogarich? ¡No hubotal Mogarich! —el libro encuadernado

se evaporó de las manos de Koroviev—. Ya está en la mesa del casero.

—Tiene razón —dijo el maestro,sorprendido por el trabajo tan limpio deKoroviev—, si no existe el documento,no existe la persona. Yo, por ejemplo,no tengo ningún documento.

—¡Perdón! —exclamó Koroviev—.Eso es una alucinación, aquí tiene sudocumento —y se lo dio al maestro.Luego levantó los ojos al cielo y susurrócon dulzura a Margarita—: Y esto sonsus cosas, Margarita Nikoláyevna —yKoróviev le entregó a Margarita elcuaderno con los bordes quemados, larosa seca, la foto y, con especial

cuidado, la libreta de la caja de ahorros—; diez mil, justo lo que ha ingresado,Margarita Nikoláyevna. No queremosnada ajeno.

—Antes me quedaría sin patas quetocar nada ajeno —exclamó el gato,inflado, mientras bailaba sobre la maletapara cerrar en ella todos los ejemplaresde la desdichada novela.

—También sus documentos —seguíaKoróviev, entregándoselos a Margarita;luego, volviéndose a Voland, añadiórespetuoso—: ¡Eso es todo, messere!

—No, todavía falta algo —respondió Voland, levantando la cabezadel globo—, ¿dónde quiere, mi querida

donna, que meta su séquito? Yo,personalmente, no lo necesito para nada.

Por la puerta abierta entró corriendoNatasha y gritó:

—¡Que sea muy feliz, MargaritaNikoláyevna! —saludo con la cabeza almaestro y se dirigió de nuevo aMargarita—: Yo lo sabía todo.

—Las criadas siempre lo saben todo—dijo el gato levantando la pata conaire significativo—; quien piense queson ciegas, se equivoca.

—¿Qué quieres, Natasha? —preguntó Margarita—. Vuelve alpalacete.

—Margarita Nikoláyevna, cielo —

suplicó Natasha, poniéndose de rodillas—, pídale —miró de reojo a Voland—que me deje de bruja. ¡No quiero volveral chalet! ¡No quiero casarme con uningeniero o con un técnico! El señorJaques, en el baile de ayer, me hizo unaproposición —Natasha abrió el pañueloy enseñó unas monedas de oro.

Margarita dirigió a Voland unamirada interrogadora. Voland inclinó lacabeza. Entonces Natasha se le echó aMargarita al cuello, le dio varios besosruidosos y, con un grito triunfante, salióvolando por la ventana.

En su lugar apareció NikoláiIvánovich. Había recobrado su aspecto

normal anterior, el humano, pero estabamuy hosco, incluso irritado.

—A éste le dejaré que se marchecon una alegría especial —dijo Voland,mirando a Nikolái Ivánovich conrepugnancia—, con muchísimo gusto;aquí sobra.

—Solicito que se me entregue uncertificado —habló Nikolái Ivánovich,mirando alrededor espantado, pero conuna voz muy insistente— acreditandodónde he pasado la noche anterior.

—¿Con qué objeto? —preguntó elgato severamente.

—Con el objeto de presentárselo ami esposa —dijo Nikolái Ivánovich con

seguridad.—No solemos dar certificados —

contestó el gato, frunciendo el entrecejo—, pero bueno, siendo para usted,haremos una excepción.

Nikolái Ivánovich no tuvo tiempo dereaccionar, antes de que la desnudaGuela se sentara a una máquina deescribir y el gato le dictara.

—Se certifica que el portador de lapresente, Nikolái Ivánovich, ha pasadola mencionada noche en el baile deSatanás, siendo solicitados sus serviciosen calidad de medio de transporte...Guela, pon entre paréntesis: «cerdo».Firma: Hipopótamo.

—¿Y la fecha? —habló NikoláiIvánovich.

—No ponemos fechas, con fecha elpapel pierde el valor —contestó el gato,echando una firma. Luego sacó un sello,sopló al sello con todas las de la ley,plantó en el papel la palabra «pagado» yentregó el documento a NikoláiIvánovich. Después de esto NikoláiIvánovich desapareció sin dejar huella;en su lugar apareció un hombreinesperado.

—¿Y éste quién es? —preguntóVoland con asco, escondiendo los ojosde la luz de las velas.

Varenuja bajó la cabeza, suspiró y

dijo en voz baja:—Permítame que me marche, no

puedo ser vampiro. La otra vez conGuela por poco liquido a Rimski. Y esque no soy sanguinario. ¡Déjememarchar!

—Pero ¿qué es esto? —preguntóVoland, arrugando la cara—. ¿QuéRimski? ¿Qué quieren decir todas estastonterías?

—Por favor, no se preocupe,messere —respondió Asaselo y sedirigió hacia Varenuja—: No se dicengroserías por teléfono. Tampoco semiente por teléfono. ¿Está claro? ¿Lovolverá a hacer?

Con la alegría, todo se mezcló en lacabeza de Varenuja, su cara empezó arelucir, y sin darse cuenta de lo quedecía, balbuceó:

—Les juro por... quiero decir... suma... en seguida después de comer... —Varenuja se apretaba las manos contra elpecho, suplicando a Asaselo con lamirada.

—Bueno, ¡vete a casa! —dijo éste, yVarenuja se disipó en el aire.

—Ahora, déjenme solo con ellos —ordenó Voland señalando al maestro yMargarita.

La orden de Voland fue cumplida alinstante. Después de un silencio, se

dirigió al maestro:—Entonces, ¿al sótano de Arbat? ¿Y

quién va a escribir? ¿Y los sueños?, ¿lainspiración?

—No tengo más sueños einspiraciones —contestó el maestro—,ya no me interesa nada a mi alrededor,salvo ella —y puso la mano sobre lacabeza de Margarita—. Estoy roto,aburrido y quiero volver al sótano.

—¿Y su novela? ¿Y Pilatos?—Odio mi novela —contestó el

maestro.—Te ruego —pidió Margarita con

voz quejumbrosa—, que no digas eso.¿Por qué me haces sufrir? Si sabes muy

bien que he puesto toda mi vida en tuobra —Margarita añadió dirigiéndose aVoland—: No le haga caso, messere.

—¿Pero no tiene que describirsiempre a alguien? —decía Voland—. Siya ha agotado a ese procurador puededescribir, pongamos por caso, a Aloísio.

El maestro sonrió:—Eso no me lo publicará

Lapshénikova, además, es un tema pocointeresante.

—Entonces, ¿de qué van a vivir?Serán muy pobres.

—No me importa —contestó elmaestro, abrazando a Margarita—. Ellase volverá razonable y me abandonará.

—No creo —dijo Voland entredientes, y prosiguió—: Entonces ¿elhombre que ha creado la historia dePoncio Pilatos se va a un sótano paracolocarse frente a una lámpara,resignándose a la miseria?

Margarita se apartó del maestro ydijo, muy acalorada:

—Hice todo lo que pude: le propuseal oído algo muy atrayente, pero se negó.

—Ya sé lo que le propuso al oído —replicó Voland—, pero eso no es muyatrayente —se volvió al maestrosonriendo—. Le diré que su novela letraerá una sorpresa.

—Eso es muy triste.

—No, no es nada triste —dijoVoland—. No tiene nada que temer.Bien, Margarita Nikoláyevna, todo estáhecho. ¿Tiene algo que reprocharme?

—¡Por favor, messere, qué cosastiene!

—Entonces tenga esto comorecuerdo —dijo Voland y sacó dedebajo de la almohada una herradura deoro cubierta de diamantes.

—No, no, por favor, ¡cómo quiereque lo admita!

—¿Quiere discutir conmigo? —preguntó Voland sonriendo.

Como Margarita no tenía bolsillosen su capa, envolvió la herradura en una

servilleta, haciendo un nudo. Algo llamósu atención. Miró por la ventana a laluna reluciente y dijo:

—No llego a entenderlo... ¿cómo esposible que sea medianoche, cuandohace mucho que tenía que haber llegadola mañana?

—Siempre es agradable detener eltiempo en una medianoche de fiesta —contestó Voland—. ¡Les deseo muchasuerte!

Margarita extendió las dos manoshacia Voland con gesto de súplica, perono se atrevió a acercarse y exclamó envoz baja:

—¡Adiós! ¡Adiós!

—Hasta la vista —dijo Voland.Margarita con su capa negra, y el

maestro con la bata del sanatorio, sedirigieron al vestíbulo del piso de lajoyera, iluminado por una vela, dondeles esperaba el séquito de Voland.Cuando salieron del vestíbulo, Guelallevaba la maleta con la novela y elpequeño equipaje de Margarita; el gatole ayudaba.

Junto a la puerta del piso Koróvievhizo una reverencia y desapareció; losdemás fueron a acompañarles por laescalera. Estaba desierta. Al pasar porel descansillo del tercer piso se oyó ungolpe suave, pero nadie se fijó en ello.

Ya estaban junto a la misma puerta delsexto portal. Asaselo sopló hacia arribay cuando salieron al patio, donde nohabía entrado la luz, vieron a un hombrecon botas y gorra dormido junto a lapuerta, y un gran coche negro con lasluces apagadas. En el parabrisas seadivinaba la silueta del grajo.

Iban ya a subir al coche, cuandoMargarita exclamó preocupada:

—¡Dios mío, he perdido laherradura!

—Suban al coche —dijo Asaselo—y espérenme. Ahora mismo vuelvo,cuando aclare este asunto —ydesapareció en el portal.

Lo que había sucedido era losiguiente: antes de la aparición deMargarita, el maestro y susacompañantes, había salido aldescansillo del piso número 48, queestaba debajo del de la joyera, unamujer escuálida con una zafra y unabolsa en las manos. Era Anushka, lamisma que el miércoles había vertidoaceite junto al torniquete para desgraciade Berlioz.

En Moscú nadie sabía y,seguramente, nunca sabrá, a qué sededicaba aquella mujer y con quémedios vivía. Lo único que se sabía eraque se la podía ver todos los días con la

zafra, o la bolsa y la zafra, en el puestode petróleo, o en el mercado, en lapuerta de la casa, o en la escalera ysobre todo, en la cocina del piso número48 donde ella vivía. Ahora, se sabía quebastaba que estuviera o que aparecieraen algún sitio para que se armara unescándalo. Además, se la conocía por elapodo de la Peste.

Anushka, la Peste, se solía levantarmuy temprano. Esta vez se levantóprontísimo, sobre la una de lamadrugada. La llave giró en lacerradura, se abrió la puerta y Anushkaasomó la nariz, luego salió toda entera,dio un portazo y ya estaba dispuesta a

encaminarse, nadie sabía a dónde,cuando en el piso de arriba se oyó elgolpe de la puerta, alguien rodó por lasescaleras, chocó con Anushka, que saliódespedida hacia un lado con tal fuerzaque se dio un golpe en la nuca.

—¿A dónde, diablos, vas encalzoncillos? —chilló Anushka,llevándose la mano a la nuca.

Un hombre en paños menores, congorra y una maleta en la mano, lecontestó con los ojos cerrados y con vozsoñolienta y turbada:

—El calentador... la caparrosa...sólo blanquearlo —y gritó, echándose allorar—: ¡Fuera!

Subió corriendo las escaleras haciala ventana con el cristal roto y salióvolando, patas arriba. Anushka seolvidó de su nuca, abrió la boca ytambién se dirigió hacia la ventana.Apoyó el vientre en el antepecho yasomó la cabeza, esperando ver sobre elasfalto, iluminado por un farol, alhombre de la maleta, muerto. Pero en elasfalto del patio no había absolutamentenada.

Se podía suponer que el extraño ysoñoliento personaje había salidovolando de la casa, como un pájaro, sindejar huella. Anushka se santiguó ypensó: «Vaya un piso número 50... Por

algo dice la gente... ¡Menudo pisito!...».No tuvo tiempo de concluir sus

pensamientos, se oyó otro portazo en elpiso de arriba y alguien corrió por laescalera. Anushka, pegada a la pared,pudo ver a un ciudadano con barba y unaspecto bastante respetable, pero conuna cara que se parecía algo a la de uncerdo, que pasó junto a ella y, como elanterior, abandonó la casa por laventana, sin pensar en estrellarse contrael asfalto. Anushka ya se había olvidadodel objetivo de su salida, se quedó en laescalera, suspirando, santiguándose yhablando a solas.

Otro, ya el tercero, sin barba, con la

cara redonda, vestido con una camisa,salió al poco rato del piso de arriba y,como los anteriores, voló por laventana.

Haciendo honor a la verdad, hay quedecir que Anushka era muy curiosa, poreso se quedó esperando por si habíaalgún otro milagro. De nuevo se abrió lapuerta de arriba y se oyó bajar a ungrupo de gente, sin correr, como andatodo el mundo. Anushka abandonó laventana, bajó corriendo hasta su puerta,la abrió rápidamente, se escondió detrásde ella, y por una rendija brilló un ojoloco de curiosidad.

Un hombre con pinta de enfermo,

extraño, pálido, con las barbas sinafeitar, con gorrito negro y bata, bajabapor la escalera con pasos inseguros. Lellevaba del brazo cuidadosamente, unaseñorita vestida con un hábito negro, esole pareció a Anushka a oscuras. Laseñorita o estaba descalza o tenía unoszapatos transparentes, seguramenteextranjeros, hechos tiras. Además ¡laseñorita estaba desnuda! Sí, sí, ¡nollevaba nada bajo el hábito negro! «Pero¡qué pisito!» Todo cantaba en el interiorde Anushka al pensar en lo que diría alas vecinas al día siguiente.

Detrás de la señorita del trajeextraño iba otra completamente desnuda,

con un maletín en la mano, y junto almaletín merodeaba un enorme gatonegro. Anushka por poco pegó unchillido, frotándose los ojos.

Cerraba la procesión un extranjeropequeñajo, cojo, con un ojo torcido, sinchaqueta, pero con un chaleco blanco defrac y corbata. Todo este grupo desfilójunto a Anushka y siguió bajando. Algose cayó por el camino.

Al oír que los pasos cesaban,Anushka salió de su casa como unaserpiente, dejó la zapa junto a la puerta,se echó al suelo y empezó a buscar.Algo pesado, envuelto en una servilleta,apareció en sus manos. Cuando abrió el

paquete, a poco se le salen los ojos.Anushka se acercó la joya. En su miradase encendió un fuego felino. Y untorbellino se formó en su cabeza: «¡Nosé nada ni he visto nada!... ¿Al sobrino?¿O lo sierro en trozos?... Las piedrecitasse pueden sacar y se llevan una por una:una a la Petrovka, otra a laSmolénskaya... ¡Ni sé nada, ni he vistonada!».

Se guardó su tesoro en los senos,agarró la zafra y ya se disponía ameterse en su piso, aplazando el viaje ala ciudad, cuando creció ante sus ojos eltipo de la pechera blanca, sin chaqueta,y murmuró:

—¡Dame la herradura y la servilleta!—¿Qué herradura ni qué servilleta?

—preguntó Anushka haciéndose denuevas con bastante arte—. No sé nadade ninguna servilleta. ¿Qué le pasa,ciudadano, está borracho?

El ciudadano, con unas manos durasy frías como el pasamanos de unautobús, sin decir nada más, le apretó elcuello de tal manera, que cortó todoacceso de aire a sus pulmones. La zafracayó al suelo. Después de haberla tenidoalgún tiempo sin aire, el extranjero sinchaqueta apartó sus dedos del cuello deAnushka. Ella tragó un poco de aire ydijo con una sonrisa:

—Ah, ¿la herradura? ¡Ahora mismo!¿Es suya? Es que la vi en la servilleta yla recogí, por si alguien se la llevaba, yasabe usted qué cosas pasan...

Al recibir la herradura y laservilleta el hombre hizo variasreverencias, le estrechó enérgicamentela mano y, con acento extranjero, se loagradeció con verdadero entusiasmo:

—Le estoy profundamenteagradecido, madame. Esta herradura esun recuerdo muy querido para mí. Ypermítame que por el favor deguardármela le dé doscientos rublos. —Sacó inmediatamente el dinero delbolsillo del chaleco y se lo entregó a

Anushka.Ella, con una sonrisa desmesurada,

no hacía más que exclamar:—¡Ay!, ¡tantas gracias! Merci!

Merci!El espléndido extranjero bajó toda

la escalera de una zancada, pero antesde largarse definitivamente, gritó desdeabajo, sin ningún acento ya:

—¡Oye, tú! ¡Vieja asquerosa!¡Cuando encuentres algo llévalo a lasmilicias y no te lo metas en el bolsillo!

Con un extraño zumbido yembarullada la cabeza por aquella seriede sucesos en la escalera, Anushkasiguió gritando maquinalmente durante

bastante rato:—Merci! Merci! Merci!... —el

extranjero hacía mucho que no estabaallí.

Tampoco estaba el coche en el patio.Asaselo le devolvió a Margarita elregalo de Voland, se despidió de ella,preguntándole si estaba cómoda. Guelale dio varios besos ruidosos, el gato lebesó la mano y saludaron al maestro,que parecía exánime en un rincón delcoche. Luego hicieron una señal algrajo, y se disiparon en el aire, sinmolestarse en subir las escaleras. Elgrajo encendió las luces del coche ysalió del patio, pasando junto a otro

hombre profundamente dormido. Lasluces del coche desaparecieron entreotras muchas de la ruidosa Sadóvaya,que nunca dormía.

Una hora después, en el sótano deuna pequeña casa de Arbat, en lahabitación pequeña, que estaba igual queantes de la terrible noche del otoñoanterior, y junto a una mesa cubierta deterciopelo, con una lámpara y un florerode muguetes, estaba Margarita, llorandode felicidad y por todo lo que habíasufrido. Tenía frente a ella el cuaderno,desfigurado por el fuego, y un montón decuadernos intactos. La casa estaba ensilencio. En el cuarto de al lado dormía

el maestro profundamente, tapado con labata del sanatorio. Su respiración erasilenciosa y tranquila.

Harta ya de llorar, Margarita cogióun ejemplar que no había visto el fuegoy buscó la parte que releía antes delencuentro con Asaselo bajo las murallasdel Kremlin. No tenía sueño. Acariciabael cuaderno como se acaricia a un gatofavorito, le daba vueltas, lo miraba portodos los lados, se paraba en la primerapágina, luego abría el final. De pronto leatravesó la espantosa idea de que todohabía sido arte de magia, que iban adesaparecer los cuadernos, que seencontraría en su dormitorio del

palacete y al despertar iría a ahogarse alrío. Pero éste fue el último pensamientoaterrorizado, el eco de sus largos díasde sufrimiento. Nada desaparecía, elomnipotente Voland era realmenteomnipotente, y siempre que quisierapodría estar así, pasando las hojas,estudiándolas, besándolas y releer lafrase:

«La oscuridad que llegaba del marMediterráneo cubrió la ciudad, odiadapor el procurador...»

25Cómo el procurador

intentó salvar a Judasde Kerioth

La oscuridad que llegaba del marMediterráneo cubrió la ciudad, odiadapor el procurador. Desaparecieron lospuentes colgantes que unían el templo yla terrible torre Antonia, descendió unabismo del cielo que cubrió los diosesalados del hipódromo, el PalacioHasmoneo con sus aspilleras, bazares,caravanas, callejuelas, estanques...

Desapareció Jershalaím, la gran ciudad,como si nunca hubiera existido. Todo selo había tragado la oscuridad, y enJershalaím y sus alrededores no quedabaser viviente que no se hubiera asustado.Una extraña nube había llegado del maral atardecer del día catorce del mesprimaveral Nisán.

Cubrió con su panza el monteCalvario, donde los verdugos seapresuraban a matar a los condenados,se echó sobre el templo de Jershalaím,se arrastró en forma de espumosostorrentes desde el monte hasta cubrir laCiudad Baja. Entraba por las ventanas,empujaba a las gentes de las torcidas

callejuelas a sus casas. No tenía prisa ensoltar el agua que llevaba acumulada,pero sí la luz. Cuando el vaho negro yhumeante se deshacía en fuego, se alzabade la oscuridad el bloque inmenso deltemplo, cubierto de escamas brillantes.Pero al instante se apagaba, y el templovolvía a sumergirse en un oscuroabismo. Aparecía y desaparecía, sehundía, y a cada hundimiento seguía unestruendo de catástrofe.

Temblorosos resplandores sacabande la oscuridad al palacio de Herodes elGrande, frente al templo, en el monte delOeste. Impresionantes estatuas de oro,decapitadas, volaban levantando los

brazos al cielo. Pero el fuego celestialse escondía y los pesados golpes de lostruenos arrojaban a la oscuridad losídolos dorados.

El chaparrón empezó de repente,cuando ya la tormenta se habíaconvertido en huracán. Allí, junto a unbanco de mármol del jardín, donde a unahora próxima al mediodía estuvieranconversando el procurador y el gransacerdote, un golpe semejante al de undisparo de cañón había roto un cipréscomo si se tratara de un bastón. Elbalcón bajo las columnas se llenaba derosas arrancadas, hojas de magnolio,pequeñas ramas y arena, mezcladas con

el agua y el granizo. El huracándesgarraba el jardín.

En ese momento sólo había unhombre bajo las columnas: elprocurador.

Ya no se sentaba en el sillón. Estabarecostado en un triclinio, junto a unamesa baja repleta de manjares y jarrasde vino. Había otro lecho vacío al otrolado de la mesa. A los pies delprocurador había un charco rojo, comode sangre, y pedazos de una jarra rota.El criado, que antes de la tormentaestuvo poniendo la mesa para elprocurador, se había azorado bajo sumirada, temiendo haberle disgustado por

alguna razón. El procurador se enfadó,rompió el jarrón contra el suelo demosaico y le dijo:

—¿Por qué no miras a la caracuando sirves? ¿Es que has robadoalgo?

La cara del africano adquirió un tonogrisáceo, en sus ojos apareció un terroranimal, empezó a temblar y poco faltópara que rompiera otro jarrón, pero laira del procurador desapareció con lamisma rapidez con que había venido. Elafricano corrió a recoger los restos deljarrón y a limpiar el charco, pero elprocurador le despidió con un gesto, y elesclavo saltó corriendo. El charco había

quedado ahí.Durante el huracán el africano se

había escondido junto a un nicho en elque había una estatua de mujer blanca ydesnuda, con la cabeza inclinada. Teníamiedo de que el procurador le viera y deno acudir a tiempo a su llamada.

El procurador, recostado en eltriclinio en la penumbra de la tormenta,se servía vino en un cáliz, bebía consorbos largos, tocaba el pan de vez encuando, lo desmenuzaba, comíapequeños trozos, chupaba las ostras,masticaba el limón y bebía de nuevo.

Si el ruido del agua no hubiera sidocontinuo, si no hubieran existido los

truenos que amenazaban con aplastar eltejado del palacio, ni los golpes delgranizo sobre los peldaños del balcón,se habría oído murmurar al procuradorhablando consigo mismo. Si el temblorinestable del fuego celestial se hubieraconvertido en luz continua, unobservador habría visto que la cara delprocurador, con los ojos hinchados porel insomnio y el vino, expresabaimpaciencia; que no miraba sólo a lasdos rosas blancas ahogadas en el charcorojo, sino que, una y otra vez, volvía lacabeza hacia el jardín, como quienespera a alguien con ansiedad.

Algo después, el manto de agua

empezó a clarear ante los ojos delprocurador. El huracán, a pesar de sufuerza, cedía lentamente. Ya norechinaban las ramas, no se alzaban losresplandores, y los truenos eran menosfrecuentes. El cielo de Jershalaím ya noestaba cubierto por una manta violeta debordes blancos, sino por una vulgarnube gris, de retaguardia. La tormentamarchaba hacia el mar Muerto.

Ahora se podía distinguir el ruido dela lluvia, el del agua, que caía por lagárgola directamente sobre los peldañosde la escalera, por la que bajara de díael procurador para anunciar la sentenciaen la plaza. Se oía la fuente, ahogada

hasta ahora. Clareaba. En medio delmanto gris que corría hacia el Este,aparecieron ventanas azules.

Desde lejos, cubriendo el ruido dela lluvia, débil ya, llegaron a los oídosdel procurador sonidos de trompetas yde cientos de pezuñas. El procurador semovió al oírlos y se animó su expresión.El ala volvía del Calvario. A juzgar porlo que se oía, pasaba por la plaza dondela sentencia había sido pronunciada.

Por fin, el procurador escuchó losesperados pasos por la escalera queconducía a la terraza superior del jardíndelante del mismo balcón. El procuradorestiró el cuello y sus ojos brillaron de

alegría.Entre dos leones de mármol

apareció primero una cabeza concapuchón y luego un hombre empapado,con la capa pegada al cuerpo. Era elmismo que cambiara algunas palabrascon el procurador en el cuarto oscurodel palacio antes de la sentencia y que,durante la ejecución estuvo sentado enun banco de tres patas jugando con unaramita.

Sin evitar los charcos, el hombreatravesó la terraza del jardín, pisó elsuelo de mosaicos del balcón y alzandola mano dijo con voz fuerte y agradable:

—¡Salud y alegría, procurador!

El hombre hablaba en latín.—¡Dioses! —exclamó Pilatos—. ¡Si

está completamente empapado! ¿Qué leha parecido el huracán? ¿Eh? Le ruegoque pase en seguida a mis habitaciones.Cámbiese.

El recién llegado se echó hacia atrásel capuchón, descubriendo la cabezatotalmente mojada, con el pelo pegado ala frente. Con amable sonrisa se negó acambiarse, asegurando que la lluvia nopodía hacerle ningún mal.

—No quiero ni escucharle —respondió Pilatos, y dio una palmada.Así llamó a los criados, que se habíanescondido, y les ordenó que se ocuparan

del recién llegado y que sirvieran enseguida el plato caliente.

Para secarse el pelo, cambiarse detraje y de calzado y arreglarse, elhombre necesitó muy poco tiempo ypronto apareció en el balcón peinado,vestido con un manto rojo de militar ysandalias secas.

El sol volvió a Jershalaím antes dedesaparecer definitivamente en el marMediterráneo; enviaba rayos dedespedida a la ciudad, odiada por elprocurador, cubriendo de luz dorada lospeldaños del balcón. La fuente revivió yse puso a cantar con toda su fuerza. Laspalomas salieron a la arena, arrullaban

saltando por encima de las ramas rotas,picoteando en la arena mojada. Loscriados limpiaron el charco rojo yrecogieron los restos del jarrón. En lamesa humeaba la carne.

—Estoy dispuesto a escuchar lasórdenes del procurador —dijo elhombre acercándose a la mesa.

—Pues no oirá nada hasta que sehaya sentado y beba algo —respondióPilatos con amabilidad, señalando alotro triclinio.

El hombre se recostó. El criado lesirvió un cáliz de vino rojo y espeso.

Otro criado, inclinándose servicialsobre el hombro de Pilatos, llenó la

copa del procurador. Pilatos lesdespidió con un gesto.

Mientras el hombre bebía y comía,el procurador, sorbiendo el vino, mirabaa su huésped con los ojos entornados. Elvisitante de Pilatos era de edadmediana, tenía cara redonda, agradabley limpia, y nariz carnosa. Su pelo era deun color indefinido: ahora, cuando sesecaba, parecía más claro. Sería difícilaveriguar su nacionalidad. Lo quedefinía más su persona era la expresiónde bondad, aunque turbada de vez encuando por sus ojos, mejor dicho, por lamanera de mirar a su interlocutor. Teníalos ojos pequeños y los párpados algo

extraños, como hinchados. Cuando losentornaba, su mirada era picara ybenevolente. El huésped de Pilatosdebía tener sentido del humor, pero devez en cuando lo desterrabacompletamente de su mirada. Entoncesabría mucho los ojos y miraba fijamentea su interlocutor, como tratando dedescubrir una mancha invisible en lanariz de aquél. Esto duraba sólo uninstante, porque volvía a entornar losojos y de nuevo se traslucía su espíritupícaro y bondadoso.

El recién llegado no rechazó lasegunda copa de vino, sorbió variasostras sin ocultar su placer, probó la

verdura cocida y tomó un trozo de carne.Luego elogió el vino:

—Es una parra excelente,procurador, pero ¿no es «Falerno»?

—Es «Cécubo», de treinta años —respondió el procurador conamabilidad.

El huésped se apretó la mano contrael corazón negándose a tomar nada más,porque, según decía, ya había comidobastante. Pilatos llenó su cáliz y elhuésped hizo lo mismo. Los doscomensales echaron un poco de vino enla fuente con carne y el procuradorpronunció en voz alta, levantando sucopa:

—¡A nuestra salud! ¡A la tuya,César, padre de los romanos!...

Después apuraron el vino y losafricanos recogieron la mesa, quitandolos manjares y dejando la fruta y losjarrones. De nuevo el procuradordespidió a los criados con unmovimiento de la mano y quedó solo consu invitado bajo la columnata.

—Bien —dijo Pilatos en voz baja—, ¿cómo están los ánimos en laciudad?

Instintivamente volvió los ojos haciaabajo, allí donde terminaban de ardercolumnatas y tejados planos, doradospor los últimos rayos del sol, detrás de

las terrazas del jardín.—Me parece, procurador —

respondió el huésped—, que ahora nohay razón para preocuparse.

—Entonces, ¿se puede estar segurode que no hay peligro de disturbios?

—Se puede estar seguro —respondió el huésped mirando alprocurador con simpatía— de una solacosa en el mundo: del poder del granCésar.

—¡Qué los dioses le den una vidamuy larga! —se unió Pilatos—, ¡y unapaz completa! —estuvo callado un rato yluego siguió—: ¿Cree usted que sepuede marchar el ejército?

—Me parece que la cohorte de lalegión Fulminante se puede marchar —contestó el huésped y añadió—: Estaríabien que desfilara por la ciudad comodespedida.

—Buena idea —aprobó elprocurador—. Pasado mañana dejaréque se vaya y me iré yo también, y lejuro por el festín de los doce dioses, lejuro por los lares, ¡que daría mucho porpoder hacerlo hoy mismo!

—¿Al procurador no le gustaJershalaím? —preguntó el hombreamablemente.

—¡Por favor! —exclamó elprocurador, sonriendo—. En la tierra no

hay otro lugar más desesperante. Nohablo ya del clima, me enfermo cada vezque vengo aquí. Eso es lo de menos...¡Pero las fiestas!... ¡Los magos,hechiceros, brujos, estas manadas deperegrinos!... ¡Fanáticos, son unosfanáticos! ¿Y qué me dice del Mesíasque de pronto se les ocurrió esperar esteaño? Se está expuesto a presenciarmatanza tras matanza... Tener quetrasladar a los soldados constantemente,leyendo denuncias y quejas, la mitad delas cuales van dirigidas contra unomismo. Reconozca que es aburrido. Oh,¡si no fuera por el servicio delemperador!

—Sí, las fiestas aquí son difíciles —asintió el huésped.

—Deseo con toda mi alma queterminen lo antes posible —añadióPilatos con energía—. Por fin podrévolver a Cesárea. No sé si me creerá,pero esta construcción de pesadilla deHerodes —el procurador hizo un gestocon la mano hacia la columnata, dejandoclaro que hablaba del palacio— ¡meestá volviendo loco! No puedo dormir.¡El mundo no conoce otra arquitecturatan extraña como ésta!... Bueno,volvamos a nuestros asuntos. Ante todo,¿no le preocupa ese maldito Bar-Rabbán?

Entonces el huésped dirigió una desus miradas especiales a la mejilla delprocurador. Pero éste miraba al infinitocon expresión aburrida, la cara arrugadade asco, observando aquella parte de laciudad que estaba a sus pies,apagándose en el anochecer. También seapagó la mirada del huésped y sebajaron sus párpados.

—Es de suponer que Bar sea ahoratan inofensivo como un cordero —dijoel huésped y su cara redonda se cubrióde arrugas—, le resultaría difícilmanifestarse.

—¿Es demasiado conocido?—El procurador, como siempre,

comprende el problema hasta el fondo.—En todo caso —dijo el procurador

y levantó su dedo largo, con una piedranegra de sortija—, es necesario...

—¡Oh!, el procurador puede estarseguro de que mientras yo esté en Judea,Bar no podrá dar un paso sin que lesigan.

—Así estoy tranquilo. En realidad,como siempre que usted se encuentraaquí.

—¡El procurador es demasiadobenévolo!

—Y ahora le ruego que me informesobre la ejecución —dijo el procurador.

—¿Y qué le interesa al procurador

en particular?—¿No hubo por parte de la masa

intentos de expresar su indignación?Claro está, que esto es lo másimportante.

—No hubo ninguno —contestó elhuésped.

—Muy bien. ¿Se cercioró ustedmismo de que habían muerto?

—El procurador puede estar segurode ello.

—Dígame... ¿les dieron la bebidaantes de colgarlos en los postes?

—Sí. Pero él —el huésped cerró losojos— se negó a tomarla.

—¿Cuál de ellos? —preguntó

Pilatos.—¡Usted perdone, hegémono! —

exclamó el huésped—, ¿no le henombrado? ¡Ga-Nozri!

—¡Demente! —dijo Pilatoshaciendo una extraña mueca. Empezó atemblarle una vena bajo su ojo izquierdo—. ¡Morir de quemaduras de sol! ¿Porqué rechazar lo que permite la ley? ¿Conqué palabra se negó?

—Dijo —respondió el hombre,cerrando los ojos de nuevo— que loagradecía y no culpaba a nadie de sumuerte.

—¿A quién? —preguntó con vozsorda.

—Eso no lo dijo, hegémono...—¿No intentó predicar algo en

presencia de los soldados?—No, hegémono, esta vez no estuvo

demasiado hablador. Lo único que dijofue que entre todos los defectos delhombre, el que le parecía más grandeera la cobardía.

—¿Por qué lo dijo? —el huéspedoyó de repente una voz cascada.

—No quedó claro. Toda su actitudera extraña, como siempre.

—¿Qué era lo extraño?—Intentaba mirar a los ojos de cada

uno de los que le rodeaban y no dejabade sonreír, desconcertado.

—¿Nada más?—Nada más.El procurador dio un golpe con el

cáliz al servirse más vino. Lo bebió deun trago y dijo:

—El problema es el siguiente:aunque no podamos descubrir, por lomenos ahora, a sus admiradores oseguidores, no hay garantía de que noexistan.

El huésped le escuchabaatentamente, con la cabeza baja.

—Por eso, para evitar toda clase desorpresas —seguía el procurador— leruego que se recojan los cuerpos de lostres ejecutados y que se entierren en

secreto, para que no se vuelva a hablarde ellos.

—Está claro, hegémono —dijo elhuésped, poniéndose de pie—: En vistade la dificultad y responsabilidad de latarea, permita que me vaya en seguida.

—No, siéntese un momento —dijoPilatos, deteniéndole con un gesto—,hay dos cosas más. En primer lugar,teniendo en cuenta sus enormes méritosen el delicado trabajo de jefe delservicio secreto del procurador deJudea, me veo en la obligación dehacerlo saber en Roma.

El huésped se sonrojó, se puso enpie e hizo una reverencia, diciendo:

—Sólo cumplo mi deber al serviciodel emperador.

—Me gustaría pedirle una cosa —seguía el hegémono—, que si leproponen el traslado y el ascenso, que lorechace y se quede aquí. No me gustaríatener que prescindir de usted de ningúnmodo. Podrán premiarle de otra manera.

—Es una gran satisfacción servir asus órdenes, hegémono.

—Me alegro mucho. Bien, lasegunda cuestión. Se refiere a... este,como se llama... Judas de Kerioth.

De nuevo el huésped miró alprocurador de manera especial, aunquesólo por unos instantes.

—Dicen —seguía el procuradorbajando la voz—, que ha recibidodinero por haber acogido con tantahospitalidad a ese loco.

—Lo recibirá —corrigió por lo bajoel jefe del servicio secreto.

—¿Es grande la suma?—Eso nadie lo puede saber.—¿Ni siquiera usted? —dijo el

hegémono, elogiándole con su asombro.—Desgraciadamente, yo tampoco —

respondió el huésped con serenidad—.Lo único que sé es que va a recibir eldinero esta noche. Hoy le llamaron alpalacio de Caifás.

—¡Ah! ¡El avaro viejo de Kerioth!

—dijo el procurador sonriendo—. ¿Noes viejo?

—El procurador nunca se equivoca,pero esta vez sí —respondió el huéspedcon amabilidad—. El hombre de Keriothes joven.

—¿Qué me dice? ¿Podríadescribirlo? ¿Es un fanático?

—¡Oh, no, procurador!—Bien, ¿algo más?—Es muy guapo.—¿Qué más? ¿Tiene alguna pasión?—Es muy difícil conocer bien a

todos los de esta enorme ciudad...—¡No, no Afranio! No subestime sus

méritos.

—Tiene una pasión, procurador —elhuésped hizo una pausa corta—: eldinero.

—¿Qué hace?Afranio levantó los ojos hacia el

techo, se quedó pensando y luegocontestó:

—Trabaja en una tienda de cambiode un pariente suyo.

—Ah, bien, bien... —el procuradorse calló, miró alrededor paraconvencerse de que en el balcón nohabía nadie y luego dijo en voz baja—:Me han informado de que le van a mataresta noche.

El huésped miró fijamente al

procurador y mantuvo la mirada unosinstantes, después contestó:

—Procurador, usted tiene unaopinión demasiado buena de mí. Meparece que no merezco su informe aRoma. Yo no he tenido noticias de eso.

—Usted se merece el premio másgrande —respondió el procurador—,pero la noticia existe.

—Permítame una pregunta: ¿dedónde proviene?

—Permítame que no se lo diga porahora. Además, la noticia es poco claray dudosa. Pero yo debo preverlo todo.Así es mi trabajo. Y lo que más meinclina a creerlo es mi presentimiento

que nunca me ha fallado. El rumor esque uno de los amigos secretos de Ga-Nozri, indignado por la monstruosatraición de ese cambista, se ha puesto deacuerdo con sus cómplices para matarloesta noche, y el dinero del soborno,mandárselo al gran sacerdote con estaspalabras: «devuelvo el dinero maldito».

El jefe del servicio secreto ya nomiraba inquisitivamente al hegémono yle seguía escuchando con los ojosentornados. Pilatos decía:

—¿Cree usted que le gustará al gransacerdote recibir este regalo en la nochede fiesta?

—No sólo no le gustará —respondió

el huésped, sonriendo—, sino que meparece que se va a armar un granescándalo.

—Soy de la misma opinión. Por esole ruego que se ocupe de este asunto, esdecir, que tome todas las precaucionespara proteger a Judas de Kerioth.

—La orden del hegémono serácumplida —contestó Afranio—, perotranquilícese: el plan de losmalhechores es muy difícil de realizar.Figúrese —el huésped miró alrededormientras hablaba—, espiarlo, matarlo,además enterarse de cuánto dinero habíarecibido y arreglárselas para devolverloa Caifás, y ¿todo en una noche?

—De todos modos le van a mataresta noche —repitió Pilatos, obstinado—. Le digo que tengo un presentimiento.Y no se ha dado el caso que me hayafallado —cambió de cara y se frotó lasmanos con un gesto rápido.

—A sus órdenes —contestó elhuésped con resignación. Se puso en piey preguntó con severidad—: Entonces,¿le van a matar, hegémono?

—Sí —respondió Pilatos—, tengotodas mis esperanzas puestas en susorprendente eficacia.

El huésped se arregló el pesadocinturón bajo la capa y dijo:

—Salud y alegría.

—¡Ah sí! —exclamó Pilatos en vozbaja—, se me había olvidado porcompleto. ¡Le debo dinero!

El huésped se sorprendió.—Por favor, usted no me debe nada.—¿Cómo que nada? ¿Se acuerda que

el día de mi llegada a Jershalaím habíaun montón de mendigos... y que quisedarles algo de dinero y como no llevabaencima se lo pedí a usted?

—Procurador, ¡si eso no es nada!—Eso tampoco se debe olvidar —

Pilatos se volvió, cogió su toga queestaba detrás de él, sacó de debajo unpequeño saco de cuero y se lo extendióal huésped. Éste, al recibirlo, hizo una

reverencia y lo guardó debajo de lacapa.

—Espero el informe sobre elentierro —dijo Pilatos—, y sobre elasunto de Judas de Kerioth esta mismanoche. La guardia recibirá órdenes dedespertarme en cuanto usted llegue. Leespero.

—A sus órdenes —dijo el jefe delservicio secreto y se fue del balcón. Seoyó crujir la arena mojada bajo sus pies,luego sus pisadas por el mármol entrelos leones. Después desaparecieron suspiernas, el cuerpo y, por fin, capuchón.Sólo entonces el procurador se diocuenta de que el sol se había puesto y

había llegado el crepúsculo.

26El entierro

Quizá fuera el crepúsculo la razón delcambio repentino que habíaexperimentado el físico del procurador.En un momento había envejecido, estabamás encorvado y parecía intranquilo.Una vez se volvió y, mirando el sillónvacío con el manto echado sobre elrespaldo, se estremeció. La noche defiesta se acercaba. Las sombrasnocturnas empezaban su juego y,seguramente, al cansado procurador lepareció ver a alguien sentado en el

sillón. Cedió a su miedo, revolvió elmanto, lo dejó donde estaba y empezó adar pasos rápidos por el balcónfrotándose las manos. Se acercó a lamesa para coger el cáliz y se detuvocontemplando con mirada inexpresiva elsuelo de mosaico, como si tratara deleer algo escrito... Era la segunda vez enel día que le aquejaba una fuertedepresión. Con las manos en la sien, enla que sólo quedaba un recuerdo vago ymolesto de aquel tremendo dolor quesintiera por la mañana, el procurador seesforzaba en comprender el porqué desu sufrimiento. Y lo entendió en seguida,pero trató de engañarse a sí mismo.

Estaba claro que por la mañana habíadejado escapar algo irrevocablemente yahora trataba de arreglarlo con actosinsignificantes, y sobre todo, demasiadotardíos. El procurador trataba deconvencerse de que lo que estabahaciendo ahora, esta noche, no teníamenos importancia que la sentencia dela mañana. Pero la realidad es que lecostaba mucho creérselo. Se volvióbruscamente y silbó. Le respondió unladrido sordo que resonó en elatardecer, y un perrazo gris, con lasorejas de punta, saltó del jardín albalcón. El perro llevaba un collar conremaches de chapa dorados.

—Bangá, Bangá —gritó elprocurador casi sin voz.

El perro se levantó sobre las patastraseras y apoyó las delanteras en loshombros de su amo. Faltó muy pocopara que le tirara al suelo; le lamió uncarrillo. El procurador se sentó en unsillón. Bangá, jadeante y con la lenguafuera, se echó a sus pies. Sus ojosestaban llenos de alegría, la tormentahabía terminado y eso era lo único quetemía el intrépido perro. Se encontraba,además, con el hombre al que quería,respetaba y veía como al más fuerte delmundo, el dueño de todos los hombres,gracias al cual se creía un ser

privilegiado, superior y especial. Perotumbado a sus pies, sin mirarle siquiera,con los ojos puestos en el jardín semi aoscuras, el perro se dio cuenta enseguida de la apurada situación en quese encontraba su amo. Por eso cambióde postura. Se levantó, se acercó alprocurador y le puso la cabeza y laspatas en las rodillas, ensuciándole elmanto con arena mojada. Seguramentequería demostrar así su deseo deconsuelo y su disposición a enfrentarsecon la desgracia al lado de su señor.Trataba de expresar esta actitud en sumodo de mirar al procurador y con susorejas, levantadas y alertas. Así

recibieron la noche de fiesta en elbalcón, el hombre y el perro, dos seresque se querían.

Mientras tanto, el huésped delprocurador estaba muy ocupado.Después de abandonar la terraza delantedel balcón, bajó por una escalera a laterraza siguiente, torció a la derecha ysalió hacia el cuartel situado dentro delpalacio, donde estaban instaladas lasdos centurias que habían llegado aJershalaím con el procurador conmotivo de la fiesta. También estabaacuartelada aquí la guardia secreta, bajoel mando del huésped de Pilatos, quienapenas se detuvo en el cuartel; no estaría

allí más de diez minutos, pero enseguida salieron del patio tres carroscargados de herramientas de zapadoresy una cuba con agua, y acompañando alos carros, quince hombres a caballocon capas grises.

Atravesaron la puerta trasera delpalacio, se dirigían al oeste. Pasandojunto al muro de la ciudad, cogieron elcamino de Bethleem y por él fueronhacia el norte, hasta el cruce que habíajunto a la Puerta de Hebrón. Tomaronentonces el camino de Jaffa, por el quepasara de día la procesión de loscondenados a muerte. Había oscurecidoy en el horizonte apareció la luna.

Poco después, el huésped delprocurador, con una túnica usada,también abandonó el palacio a caballo.El huésped no salió de Jershalaím, sedirigió a algún sitio dentro de la ciudad.Pronto se le pudo ver muy cerca de lafortificación Antonia, que estaba alnorte, junto al gran templo. Tampoco sedetuvo mucho tiempo en el fuerte y levieron después en la Ciudad Baja, porsus calles torcidas y enredadas. Llegóhasta allí montado en una mula.

El hombre conocía bien la ciudad yno tuvo dificultad para encontrar la calleque buscaba. Llevaba el nombre deCalle Griega por la procedencia de los

dueños de las pequeñas tiendas quehabía en ella. Y precisamente junto a unade estas tiendas, en la que vendíanalfombras, detuvo el hombre su mula, seapeó y la ató a una anilla de la puerta.La tienda estaba cerrada. Junto a laentrada había una verja, por donde elhombre penetró en un patio cuadrangularrodeado de cobertizos. Dobló unaesquina del patio, se acercó a la terrazade una vivienda cubierta de hiedra yechó una mirada alrededor. La casa y loscobertizos estaban a oscuras: todavía nohabían encendido las luces. El hombrellamó en voz baja:

—¡Nisa!

Rechinó una puerta, y en lapenumbra de la noche apareció en laterraza una mujer joven, sin velo. Seinclinó sobre la barandilla con aspectointranquilo, para averiguar quién era elque llamaba. Al reconocer al hombre lesonrió e hizo un gesto amistoso con lamano.

—¿Estás sola? —preguntó Afranioen griego.

—Sí —susurró la mujer desde laterraza—, mi marido ha marchado aCesarea esta mañana —la mujer miróhacia la puerta y añadió—: pero lacriada está en casa —e hizo un gestoindicándole que pasara.

Afranio volvió a mirar alrededor ysubió por los peldaños de piedra. Luegolos dos desaparecieron en el interior.Afranio no estuvo allí más de cincominutos. Abandonó la casa y la terrazacubriéndose el rostro con la capucha ysalió a la calle. Poco a poco ibanapareciendo las luces de los candiles enlas casas. Fuera, el barullo de vísperasde fiesta era grande todavía, y Afranio,montado en la mula, se confundió enseguida con la muchedumbre detranseúntes y jinetes. Nadie sabe adónde se dirigió después.

Cuando se quedó sola la mujer a laque Afranio llamara Nisa, se cambió

rápidamente de ropa. No encendió elcandil, ni llamó a la criada, a pesar delo difícil que resultaba encontrar algo enuna habitación a oscuras. En cuantoestuvo preparada, con la cabeza cubiertapor un velo negro, se le oyó decir:

—Si alguien preguntara por mí, dique me he ido a ver a Enanta.

Se oyó el gruñido de la criada en laoscuridad:

—¿Enanta? ¡Esta Enanta...! Tumarido te ha prohibido que vayas averla. ¡Esa Enanta es una alcahueta! ¡Selo voy a decir a tu marido!

—¡Anda, cállate ya! —respondióNisa, y salió de la casa. Sus sandalias

resonaron en las baldosas de piedra delpatio. La criada cerró gruñendo lapuerta de la terraza.

Al mismo tiempo, en otra calleja dela Ciudad Baja, una callejuela retorcidaque bajaba hacia una de las piscinas congrandes escaleras, de la verja de unacasa miserable, cuya parte ciega daba ala calle y las ventanas al patio, salió unhombre joven, con la barbacuidadosamente recortada, un kefiblanco cayéndole sobre los hombros, untaled recién estrenado, azul celeste, conborlas en el bajo, y unas sandalias quele crujían al andar. Tenía nariz aguileña;era muy guapo. Estaba arreglado para la

gran fiesta y andaba con pasosenérgicos, dejando atrás a lostranseúntes que se apresuraban porllegar a la mesa festiva, y observabacómo se iban encendiendo las ventanas,una a una. Se dirigía al palacio del gransacerdote Caifás, situado al pie delmonte del Templo, por el camino quepasaba junto al bazar.

A los pocos minutos entraba en elpatio de Caifás abandonándolo un ratodespués.

En el palacio se habían encendido yalos candiles y las antorchas y habíaempezado el alegre alboroto de la fiesta.El joven siguió andando muy enérgico y

contento, apresurándose por volver a laCiudad Baja. En la esquina de la callecon la plaza del bazar, en medio delbullicio de las gentes, le adelantó unamujer de andares ligeros, comobailando. Llevaba un velo negro que lecubría los ojos. Al pasar junto alapuesto joven, la mujer levantó el velo yle miró, pero no sólo no se detuvo, sinoque apretó el paso, como si quisieraescapar del que había adelantado.

El joven se fijó en la mujer, y alreconocerla se estremeció. Se detuvosorprendido, contemplando su espalda, yen seguida corrió a su alcance. Pocofaltó para que empujase al suelo a un

hombre con un jarrón; alcanzó a la mujery la llamó, jadeante de emoción:

—¡Nisa!La mujer se volvió, entornó los ojos,

y con expresión de frío despecho lecontestó en griego, muy seca:

—¡Ah! ¿Eres tú, Judas? No te habíaconocido. Mejor para ti. Dicen que sialguien no te reconoce, es que vas a serrico...

Emocionado hasta el extremo de queel corazón le empezó a saltar como unpájaro en una red, Judas preguntó convoz entrecortada, en un susurro para queno le oyeran los transeúntes:

—¿Dónde vas, Nisa?

—¿Y para qué lo quieres saber? —respondió Nisa aminorando el paso, conmirada arrogante.

La voz sonó con notas infantiles.Desconcertada.

—Pero si... habíamos quedado...Pensaba ir a buscarte, me habías dichoque estarías en casa toda la tarde...

—¡Ay, no! —contestó Nisa,haciendo un mohín con el labio inferior.A Judas le pareció que aquella cara tanbonita, la más bonita que él había vistoen su vida, era todavía más bella—. Meaburría. Es fiesta, ¿qué quieres quehaga? ¿Quedarme para escuchar tussuspiros en la terraza? ¿Encima con el

miedo de que la criada se lo puedacontar a él? No, he decidido irme a lasafueras para escuchar el canto de losruiseñores.

—¿Cómo a las afueras? —preguntóJudas, completamente desconcertado—.¿Sola?

—Pues claro —contestó Nisa.—Déjame que te acompañe —pidió

Judas con la respiración entrecortada.En su cabeza se habían mezclado todoslos pensamientos. Se olvidó de todo enel mundo y miró suplicante los ojosazules de Nisa, que ahora parecíannegros.

Nisa no dijo nada y siguió andando.

—Nisa, ¿por qué te callas? —preguntó Judas con voz de queja,tratando de seguir el paso de la mujer.

—¿Y no me aburriré contigo? —dijoNisa parándose. Judas estaba cada vezmás confuso.

—Bueno —se apiadó por fin Nisa—, vamos.

—¿A dónde?—Espera... Entremos en este patio

para ponernos de acuerdo, tengo miedoa que me vea alguien conocido y le digaa mi marido que estaba con mi amanteen la calle.

Nisa y Judas desaparecieron delbazar. Hablaban en la puerta de una

casa.—Ve al Huerto de los Olivos —

susurraba Nisa, tapándose los ojos conel velo y dando la espalda a un hombreque pasaba por la puerta con un cubo enla mano—, a Gethsemaní, al otro ladodel Kidrón, ¿me oyes?

—Sí, sí...—Iré delante, pero no me sigas,

sepárate de mí —decía Nisa—. Yo irédelante... Cuando cruces el río..., ¿sabesdónde está la cueva?

—Sí, lo sé...—Cuando pases la almazara de la

aceituna, tuerce hacia la cueva. Estaréallí. Pero no se te ocurra seguirme

ahora, ten paciencia y espera —conestas palabras Nisa abandonó la puerta,como si no hubiera estado hablando conJudas.

Éste pensaba, entre otras cosas, quéexplicación daría a su familia parajustificar su ausencia en la mesa festiva.Trató de inventar una mentira; pero, porel estado de emoción en que seencontraba, no se le ocurrió nada yatravesó despacio la puerta.

Cambió de rumbo; ya no tenía prisapor llegar a la Ciudad Baja. Se dirigióde nuevo hacia el Palacio de Caifás. Yaera fiesta en la ciudad. Judas veía a sualrededor las ventanas llenas de luz, y

llegaban conversaciones hasta sus oídos.En la carretera, los últimos

transeúntes apresuraban sus burros,gritándoles y arreándoles. A Judas lellevaban los pies. No se fijó en la torreAntonia, cubierta de musgo, que pasabajunto a él; no oyó el estruendo de lastrompetas en la fortaleza y no reparótampoco en la patrulla romana a caballoy con antorchas, que había iluminado sucamino con luz alarmante.

Cuando dejó atrás la torre, Judas sevolvió y vio en lo alto, sobre el Templo,dos enormes candelabros de cincobrazos. Pero no pudo distinguirlos conclaridad. Le pareció que se habían

encendido sobre Jershalaím diezcandiles de tamaño sorprendente,haciendo la competencia al candil quedominaba Jershalaím: la luna.

A Judas ya no le interesaba nada.Tenía prisa por llegar a la puerta deGethsemaní y abandonar la ciudadcuanto antes. A veces, entre espaldas yrostros de los transeúntes, le parecía veruna figura danzante que le servía deguía. Pero se equivocaba. Sabía queNisa le había adelantadoconsiderablemente. Corrió junto a lostenderetes de los cambistas y por fin seencontró ante la puerta de Gethsemaní.Allí tuvo que detenerse, consumiéndose

de impaciencia. Entraban unos camellosen la ciudad y les seguía la patrullamilitar siria, que Judas maldijo para susadentros...

Pero todo se acaba, y el impacienteJudas ya estaba fuera de la ciudad. A suizquierda vio un pequeño cementerio yvarias tiendas a rayas de peregrinos.Después de cruzar el caminopolvoriento, iluminado por la luna,Judas se dirigió al torrente del Kidróncon la intención de pasar a la otra orilla.El agua murmuraba a sus pies. Saltandode una piedra a otra alcanzó, por fin, laorilla de Gethsemaní y se convenció conalegría de que el camino hasta el huerto

estaba desierto. La puerta mediodestruida del Huerto de los Olivos noquedaba lejos.

Después del aire cargado de laciudad, le sorprendió el olor mareantede la noche de primavera. A través de lavalla del huerto llegaba una ráfaga deolor a mirtos y acacias de los valles deGethsemaní.

Nadie guardaba la puerta, nadie lavigilaba, y a los pocos minutos Judas yacorría entre la sombra misteriosa de losgrandes y frondosos olivos. El caminoera cuesta arriba. Judas subía sofocado.De vez en cuando salía de la sombra aunos claros bañados por la luna, que le

recordaban las alfombras que viera en latienda del celoso marido de Nisa.

Pronto apareció a su izquierda laalmazara, con una pesada rueda depiedra y un montón de barriles. En elhuerto no había nadie: los trabajoshabían terminado al ponerse el sol yahora sólo sonaban y vibraban coros deruiseñores.

Su objetivo estaba cerca. Sabía quea la derecha, en medio de la oscuridad,se oiría el susurro del agua cayendo enla cueva. Así sucedió. Refrescaba.Detuvo el paso y gritó con voz no muyfuerte:

—¡Nisa!

Pero en lugar de Nisa, del troncogrueso de un olivo se despegó una figurade hombre bajo y ancho, que saltó alcamino. Algo brilló en su mano y seapagó en seguida.

Con un grito débil, Judas retrocedió,pero otro hombre le cerró el paso.

El primero, que estaba delante, lepreguntó:

—¿Cuánto dinero has recibido?¡Dilo, si quieres seguir con vida!

—¡Treinta tetradracmas! ¡Treintatetradracmas! ¡Todo lo que me dieron lotengo aquí! ¡Aquí está! ¡Podéis cogerlo,pero no me matéis!

El hombre que tenía delante le

arrebató la bolsa. Y en el mismo instantesobre la espalda de Judas voló uncuchillo y se hincó bajo el omoplato delenamorado. Judas cayó de bruces,alzando las manos con los puñosapretados. El hombre que estaba delantele recibió con su cuchillo, clavándoseloen el corazón hasta el mango.

—Ni...sa... —pronunció Judas, nocon su voz alta, limpia y joven, sino conuna voz sorda, de reproche; y no se oyónada más. Su cuerpo cayó con tantafuerza que la tierra pareció vibrar.

En el camino surgió una tercerafigura. Un hombre con manto ycapuchón.

—No pierdan el tiempo —ordenó.Los asesinos envolvieron con rapidez labolsa y la nota, que les dio este hombre,en una pieza de cuero y la ataron con unacuerda. Uno de los asesinos se guardó elpaquete en el pecho y los dos echaron acorrer en direcciones distintas. Laoscuridad se los tragó bajo los olivos.El hombre del capuchón se puso encuclillas junto al muerto y le miró lacara. En la penumbra le pareció blancacomo la cal, hermosa y espiritual.

A los pocos segundos no quedaba unser vivo en el camino. El cuerpoexánime tenía los brazos abiertos. El pieizquierdo estaba dentro de una mancha

de luna que permitía distinguir lascorreas de su sandalia. El Huerto deGethsemaní retumbaba con el canto delos ruiseñores.

¿Qué hicieron los dos asesinos deJudas? Nadie lo sabe, pero sí sabemoslo que hizo el hombre de la capucha.Después de abandonar el camino, semetió entre los olivos, dirigiéndosehacia el sur. Trepó la valla del huertopor la parte más alejada de la puertaprincipal, por el extremo sur, dondehabían caído unas piedras. Pronto estabaen la orilla del Kidrón. Entró en el aguay anduvo por el río hasta que percibió lasilueta de dos caballos y a un hombre

junto a ellos. Los caballos tambiénestaban en el agua, que corríabañándoles las pezuñas. El palafreneromontó un caballo y el hombre de lacapucha el otro, y los dos echaron aandar por el río. Se oía crujir laspiedras bajo las pezuñas de loscaballos. Salieron del agua a la orilla deJershalaím y fueron a paso lento junto alos muros de la ciudad. El palafrenerose separó, adelantándose, y se perdió devista. El hombre de la capucha paró sucaballo, se bajó en el camino desierto y,quitándose la capa, la volvió del revés,sacó de debajo un yelmo plano sinplumaje y se cubrió la cabeza con él.

Ahora subió al caballo un hombre conclámide militar negra y una espada cortasobre la cadera. Estiró las riendas y elnervioso caballo trotó, sacudiendo aljinete. El camino no era largo: el jinetese acercaba a la Puerta Sur deJershalaím.

El fuego de las antorchas bailaba ysaltaba bajo el arco de la puerta. Loscentinelas de la segunda centuria de lalegión Fulminante estaban sentados enbancos de piedra jugando a los dados.Al ver al militar a caballo, los soldadosse incorporaron de un salto. El militarles saludó con la mano y entró en laciudad.

La ciudad estaba inundada de lucesde fiesta. En las ventanas bailaba elfuego de los candiles, y por todas partes,formando un coro discorde, sonaban lasoraciones. El jinete miraba de vez encuando a través de las ventanas quedaban a la calle. Dentro de las casas, lagente rodeaba la mesa, en la que habíacarne de cordero y cálices de vino entreplatos de hierbas amargas. Silbando porlo bajo una canción, el jinete avanzabasin prisas, a trote lento, por las callesdesiertas de la Ciudad Baja,dirigiéndose hacia la torre Antonia,mirando los candelabros de cincobrazos, nunca vistos, que ardían sobre el

templo, o a la luna que colgaba porencima de los candelabros.

El palacio de Herodes el Grande noparticipaba en la celebración de lanoche de Pascua. En las estanciasauxiliares del palacio, orientadas haciael sur, donde se habían instalado losoficiales de la cohorte romana y ellegado de la legión, había luces, sesentía movimiento y vida. Pero la partedelantera, la principal, donde se alojabael único e involuntario huésped delpalacio —el procurador—, con suscolumnatas y estatuas doradas, parecíacegada por la luna llena. Aquí, en elinterior del palacio, reinaban la

oscuridad y el silencio.Y el procurador, como él dijera a

Afranio, no quiso entrar en el palacio.Ordenó que le hicieran la cama en elbalcón, donde había comido y donde porla mañana había tenido lugar elinterrogatorio. El procurador se acostóen el triclinio, pero no tenía sueño. Laluna desnuda colgaba en lo alto del cielolimpio, y el procurador no dejó demirarla durante varias horas.

Por fin, el sueño se apoderó delhegémono cuando era casi medianoche.El procurador bostezó, se desabrochó yse quitó la toga; se liberó del cinturónque llevaba sobre la camisa, con un

cuchillo ancho, de acero, envainado, ylo dejó en el sillón junto al lecho; luegose quitó las sandalias y se tumbó.

Bangá escaló en seguida el triclinioy se acostó junto a él, cabeza concabeza, y el procurador, pasándole unamano al perro por el cuello, cerró losojos. Sólo entonces durmió el perro.

El lecho estaba en la oscuridad,guardado de la luna por una columna,pero de los peldaños de la entrada hastala cama se extendía un haz de luna.Cuando el procurador perdió el contactocon la realidad que le rodeaba, empezóa andar por el camino de luz, hacia laluna.

Se echó a reír feliz por loextraordinario que todo resultaba en elcamino azul y transparente. Leacompañaban Bangá y el filósofoerrante. Discutían de algo importante ycomplicado y ninguno de los dos eracapaz de convencer al otro. No estabande acuerdo en nada, lo que hacía que ladiscusión fuera interminable, peromucho más interesante. Por supuesto, laejecución no había sido más que unmalentendido, el filósofo que inventaraaquella absurda teoría de que todos loshombres eran buenos estaba a su lado,luego estaba vivo. Y, naturalmente, dabahorror pensar que se podía ejecutar a un

hombre así. ¡No hubo tal ejecución! ¡Nola hubo! Ahí radicaba el encanto delviaje hacia arriba, subiendo a la luna.

Tenía mucho tiempo por delante, latormenta no empezaría hasta la noche, yla cobardía, sin duda alguna, era uno delos mayores defectos del hombre. Asídecía Joshuá Ga-Nozri. No, filósofo, noestoy de acuerdo. ¡Es el mayor defecto!

El que hoy era procurador de Judea,el antiguo tribuno de la legión, no fuecobarde, por ejemplo, cuando a losfuriosos germanos les faltó poco paradevorar al gigante Matarratas, en elValle de las Doncellas. Pero, ¡por favor,filósofo!, ¿cómo puede pensar usted, que

es inteligente, que el procurador deJudea iba a perder su puesto por unhombre que ha cometido un delito contrael César?

—Sí, sí... —gemía y sollozabaPilatos en sueños.

Claro que lo perdería. Por lamañana no lo hubiera hecho así; pero,ahora, por la noche, después de haberlomeditado bien, estaba dispuesto a ello.Haría lo que fuera necesario para librarde la ejecución al médico demente ysoñador que no era culpable de nada.

—Así siempre estaremos juntos —decía el harapiento filósofo, elvagabundo, que no se sabía por qué

había aparecido en el camino del jinetede la Lanza de Oro— ¡cuando salga uno,saldrá el otro! ¡Cuando se acuerden demí, te recordarán a ti! A mí, hijo depadres desconocidos y a ti, hijo del reyastrólogo y de la hermosa Pila, hija deun molinero.

—Sí, por favor, no me olvides.Recuérdame a mí, al hijo del astrólogo—pedía Pilatos. Y como viera elconsentimiento del mendigo de En Sarid,que asentía con la cabeza, caminando asu lado, el cruel procurador de Judeareía y lloraba de alegría, en sueños.

Esto era muy bonito, pero hizo queel despertar del procurador fuera

angustioso. Bangá lanzó un gruñido a laluna y el camino resbaladizo, comountado de aceite, se hundió bajo elprocurador. Abrió los ojos, recordó quela ejecución había existido, y después,con gesto acostumbrado, agarró el collarde Bangá. Buscó la luna con sus ojosenfermos y la vio, plateada, que se habíadesplazado. Un resplandor desagradabley alarmante interrumpía la luz de la lunay jugaba en el balcón ante sus propiosojos.

En las manos del centuriónMatarratas ardía una antorchadespidiendo hollín. El hombre mirabacon miedo y enfado al animal agazapado

para saltar.—Quieto, Bangá —dijo el

procurador con voz enfermiza, y tosió.Continuó hablando, cubriéndose la caracon la mano—. ¡Ni una noche de lunatengo tranquilidad!... Oh, dioses... Usted,Marco, también tiene un mal puesto.Mutila a los soldados...

Marco miraba al procurador congran sorpresa; éste se recobró. Parasuavizar las innecesarias palabras quehabía dicho medio en sueños, elprocurador añadió:

—No se ofenda, centurión. Le repitoque mi situación es todavía peor. ¿Quéquería?

—Ha venido el jefe del serviciosecreto.

—Que pase, que pase —ordenó elprocurador, tosiendo para aclararse lavoz y buscando las sandalias con lospies descalzos. El reflejo del fuegobailó en las columnas y las cáligas delcenturión resonaron en el mosaico. Elcenturión salió al jardín.

—Ni con luna tengo tranquilidad —se dijo el procurador, y le rechinaron losdientes.

Ahora en lugar del centuriónapareció en el balcón el hombre de lacapucha.

—Quieto, Bangá —dijo el

procurador en voz baja, y apretó consuavidad la nuca del perro.

Antes de decir nada, Afranio miróalrededor, como tenía por costumbre, yse fue a la sombra; cuando se convencióde que, además de Bangá, en el balcónno había nadie, empezó a hablar en vozbaja.

—Procurador, solicito que me llevea los tribunales. Usted tenía razón. Nohe sabido salvar a Judas de Kerioth, lohan matado. Solicito un juicio y ladimisión.

Afranio tuvo la sensación de que leestaban contemplando cuatro ojos: deperro y de lobo.

Sacó de debajo de su clámide unabolsa manchada de sangre, doblementesellada.

—Este saco con dinero lo arrojaronlos asesinos en casa del gran sacerdote.La mancha es de sangre de Judas deKerioth.

—¿Cuánto dinero hay dentro? —preguntó Pilatos inclinándose sobre elsaquito.

—Treinta tetradracmas.El procurador se sonrió y dijo:—Es poco.Afranio estaba callado.—¿Dónde está el cadáver?—No lo sé —respondió con digna

tranquilidad el hombre que nunca séseparaba de su capuchón—. Estamañana iniciaremos la investigación.

El procurador se estremeció y dejóla correa de la sandalia que noconseguía abrochar.

—¿Está seguro de que ha muerto?La respuesta que recibió el

procurador fue muy seca:—Procurador, trabajo en Judea

desde hace quince años. Empecé conValerio Grato. No necesito ver elcadáver de un hombre para saber queestá muerto. Le comunico que al hombreque llamaban Judas de Kerioth lo hanmatado hace unas horas.

—Perdóneme, Afranio —contestóPilatos—, todavía no estoy del tododespierto, y por eso lo dije. Duermo mal—el procurador sonrió—. En missueños siempre veo un rayo de luna.Fíjese, qué curioso, es como si yoestuviera paseando por ese rayo... Bien,me gustaría saber qué piensa de esteasunto. ¿Dónde piensa buscarlo?Siéntese.

El jefe del servicio secreto hizo unareverencia, acercó el sillón al triclinio yse sentó, haciendo sonar su espada.

—Pienso buscarle por la almazara,en el Huerto de Gethsemaní.

—Bien, bien. ¿Y por qué allí

precisamente?—Hegémono, creo que a Judas lo

han matado, no en la ciudad, perotampoco lejos de aquí: en las afueras deJershalaím.

—Le tengo por un gran experto en suoficio. No sé cómo irán las cosas enRoma, pero en las provincias no hayotro como usted. Pero explíqueme, ¿enqué se basa para creerlo así?

—No puedo admitir en absoluto —decía Afranio en voz baja—, que Judascayera en manos de sospechosos dentrode la ciudad. No se puede matar a nadieen la calle sin ser descubierto, luegotienen que haber conseguido llevarle a

algún escondite. Pero nuestro servicioha hecho un registro en la Ciudad Baja,y de estar allí estoy seguro de que lohubieran encontrado. No está en laciudad, se lo garantizo. Y si le hubieranmatado en algún otro lugar lejos de laciudad, no hubieran podido llevar tanpronto el dinero al palacio. Le hanmatado cerca de la ciudad. Han sabidohacerle salir de Jershalaím.

—¡No comprendo cómo han podidohacerlo!

—Sí, procurador, eso es lo másdifícil del caso y no sé si lograréaveriguarlo.

—¡Es realmente misterioso! Una

tarde de fiesta un hombre creyente quesale de la ciudad, no se sabe por qué,abandonando así la comida de Pascua, ymuere. ¿Quién y cómo ha podidoconseguir que saliera? ¿No habrá sidouna mujer? —preguntó el procurador depronto, como si tuviera una inspiración.

Afranio contestó tranquilo yconvincente:

—De ninguna manera, procurador.Esa posibilidad está excluida.Discurriendo con lógica, ¿quiénesestaban interesados en la muerte deJudas? Unos fantasiosos vagabundos, ungrupo de gente, que, ante todo, no incluíani una mujer. Procurador, para casarse

se necesita dinero. Para traer un hombreal mundo, también. Pero para matar a unhombre con ayuda de una mujer senecesita mucho dinero. Y ningúnvagabundo puede conseguirlo. En estecaso no ha intervenido ninguna mujer,procurador. Le diré algo más, interpretarasí el crimen no es sino llevarnos a unapista falsa, confundirnos en lainvestigación y desconcertarme a mí.

—Tiene usted toda la razón, Afranio—decía Pilatos—, y lo que yo decía noera más que una suposición.

—Desgraciadamente es equivocada,procurador.

—Pero, entonces, ¿qué? —exclamó

el procurador, mirando a Afranio conansiedad.

—Creo que se trata de dinero.—¡Magnífica idea! ¿Pero quién y

por qué podía ofrecerle dinero de nochey fuera de la ciudad?

—No, procurador, no se trata de eso.Tengo una teoría, y de no confirmarse, esprobable que no sea capaz de encontrarotra explicación — Afranio se inclinóhacia el procurador y terminó en vozbaja—: Judas quería esconder el dineroen algún sitio apartado, que sólo élconociera.

—Es una teoría muy acertada. Debede ser así como sucedió. Ahora lo

comprendo: le hizo salir de la ciudad supropio objetivo, no la gente. Sí, debióde ser así.

—Eso creo. Judas era un hombredesconfiado y quería guardar su dinerode la gente.

—Sí, usted dijo en Gethsemaní...Confieso que no llego a entender porqué piensa buscarlo precisamente allí.

—¡Oh!, procurador, es de lo mássencillo. A nadie se le ocurre esconderel dinero en caminos o sitios vacíos yabiertos. Judas no estuvo en el caminode Hebrón, ni en el de Betania. Teníaque ir a un sitio protegido, con árboles.Está clarísimo. Y cerca de Jershalaím no

hay otro lugar que reúna esascondiciones más que Gethsemaní. Nopudo haberse marchado muy lejos.

—Me ha convencido por completo.Entonces, ¿qué hacemos ahora?

—Voy a buscar inmediatamente a losasesinos que espiaron a Judas cuandosalía de la ciudad, y mientras, quieropresentarme a los tribunales.

—¿Por qué?—Esta tarde mi servicio le ha

dejado salir del bazar, después deabandonar el palacio de Caifás. Nopuedo explicarme cómo ha sucedido. Nome había pasado una cosa así en toda mivida. Estuvo bajo vigilancia

inmediatamente después de nuestraconversación. Pero se nos escapó en elbazar después de hacer un extraño virajey desapareció por completo.

—Bien. Pero no veo la necesidad dellevarle a los tribunales. Usted ha hechotodo lo posible y nadie en el mundo —elprocurador sonrió— hubiera podidohacer más. Castigue a los guardias quedejaron escapar a Judas. Pero leadvierto que no me gustaría que lasanción fuera severa. Al fin y al cabo,hemos hecho todo lo que estaba ennuestras manos por salvar a ese farsante.¡Ah sí! Casi me olvidaba preguntarle, ¿ycómo se arreglaron para tirar el dinero

en casa de Caifás?—Mire usted, procurador... Eso no

es demasiado difícil. Los vengadores seacercaron por la parte trasera delpalacio de Caifás, por allí el patio da auna callejuela. Tiraron el paquete porencima del muro.

—¿Con una nota?—Sí, exactamente como usted lo

había imaginado, procurador. Apropósito... —Afranio arrancó loslacres del paquete y enseñó su interioral procurador.

—¡Por favor, Afranio, pero quéhace! ¡Si los lacres serán del templo,seguramente!

—No debe preocuparse por eso,procurador— respondió Afranio,cerrando el paquete.

—¿Es que tiene usted todos loslacres? —preguntó Pilatos, riéndose.

—No podía ser de otra manera,procurador —contestó Afranio sinsonreír, muy severo.

—¡Me imagino la que se armaría encasa de Caifás!

—Sí, produjo una gran agitación. Mellamaron inmediatamente.

Hasta en la penumbra se podíadistinguir el brillo de los ojos dePilatos.

—Muy interesante...

—¿Me permite una objeción,procurador? No es nada interesante.Este asunto es larguísimo y agotador.Cuando pregunté en el palacio de Caifássi habían pagado dinero a alguien,denegaron rotundamente.

—¿Ah, sí? Bueno, si dicen que no lohan pagado, será que no lo han pagado.Más difícil será encontrar a losasesinos.

—Así es, procurador.—Afranio, se me ocurre una cosa.

¿No se habrá suicidado?—¡Oh, no, procurador! —contestó

Afranio, retrocediendo asombrado—.Usted perdone, pero es completamente

imposible.—En esta ciudad todo es posible.

Apostaría que en la ciudad empezarán acorrer rumores sobre eso muy pronto.

Afranio miró al procurador de aquelmodo especial como él solía hacerlo. Sequedó pensativo y luego contestó:

—Es posible, procurador.Al parecer, Pilatos no podía dejar el

asunto del asesinato del hombre deKerioth, aunque ahora ya estaba todoclaro. Dijo con aire un tanto soñador:

—Me gustaría haber visto cómo lemataron.

—Le han matado con verdadero arte,procurador —contestó Afranio,

mirándole con cierta ironía.—¿Y usted cómo lo sabe?—Tenga la bondad de fijarse en la

bolsa, procurador —respondió Afranio—. Estoy seguro de que la sangre deJudas brotaría como un torrente. Hetenido ocasión de ver muchos muertos,procurador.

—Entonces, ¿ya no volverá alevantarse nunca?

—No, procurador, se levantará —contestó Afranio con sonrisa filosófica— cuando suene sobre él la trompeta delmesías que aquí esperan. Pero no selevantará antes de eso.

—Es suficiente, Afranio; este asunto

está claro. Pasemos al entierro.—Los ejecutados ya están

enterrados, procurador.—¡Oh!, Afranio, sería un verdadero

crimen llevarlo a usted a los tribunales.Se merece la distinción más alta. ¿Cómolo hicieron?

Afranio se lo contó. Mientras élmismo estaba ocupado con el asunto deJudas, un destacamento de la guardiasecreta, dirigido por su ayudante, llegóal monte al anochecer. No encontraronuno de los cuerpos. Pilatos seestremeció y dijo con voz ronca:

—¡Ah, debía haberlo previsto!...—No se preocupe, procurador —

dijo Afranio, y siguió su relato—:Recogieron los cuerpos de Dismás yGestás, que tenían los ojos comidos poraves de rapiña, e inmediatamente selanzaron a buscar el tercer cuerpo. Loencontraron muy pronto. Un hombre...

—Leví Mateo —dijo Pilatos, másbien afirmando que interrogando.

—Sí, procurador... Leví Mateo seescondía en una cueva en la ladera nortedel Calvario, esperando que llegara lanoche. El cuerpo desnudo de Joshuá Ga-Nozri estaba con él. Cuando la guardiaentró en la cueva con una antorcha, Levíse llenó de ira y desesperación. Gritabaque no había cometido ningún crimen y

que, según la ley, cualquiera teníaderecho a enterrar a un delincuenteejecutado si así lo deseaba. Leví Mateodecía que no quería separarse delcuerpo. Estaba muy alterado, gritabaalgo incoherente, pedía o amenazaba ymaldecía...

—¿Tuvieron que detenerle? —preguntó Pilatos con aire sombrío.

—No, procurador —respondióAfranio tranquilizador—. Consiguieroncalmar al exaltado demente,asegurándole que el cuerpo seríaenterrado. Cuando lo comprendió, Levípareció sosegarse, pero dijo que nopensaba marcharse y que deseaba

participar en el entierro. Que no se iríaaunque le amenazáramos con la muerte yhasta ofreció, con este fin, un cuchillo decortar pan que llevaba encima.

—¿Le echaron? —preguntó Pilatoscon voz ahogada.

—No, procurador. Mi ayudantepermitió que tomara parte en el entierro.

—¿Cuál de sus ayudantes dirigía laoperación? —preguntó Pilatos.

—Tolmai —contestó Afranio, yañadió intranquilo—: A lo mejor, hacometido alguna equivocación...

—Siga —dijo Pilatos—, no huboequivocación. Y además, empiezo asentirme algo desconcertado: estoy

tratando, por lo visto, con un hombreque nunca se equivoca. Y ese hombre esusted.

—Llevaron a Leví Mateo en el carrocon los cuerpos de los ejecutados, y alas dos horas llegaron a un desfiladerodesierto, al norte de Jershalaím. Losguardias, trabajando por turnos, cavaronuna fosa profunda en una hora y en ellaenterraron a los tres ejecutados.

—¿Desnudos?—No, procurador. Habían llevado

expresamente unas túnicas. A cada unode los enterrados le pusieron un anilloen el dedo. A Joshuá con un corte, aDismás con dos y a Gestás con tres. La

fosa fue cerrada y tapada con piedras.Tolmai conoce el signo distintivo.

—¡Ah, si yo lo hubiera previsto! —dijo Pilatos con una mueca de disgusto—. Tendría que ver a ese Leví Mateo. .

—Está aquí, procurador.Pilatos, con los ojos muy abiertos,

miraba a Afranio fijamente. Luego dijo:—Le agradezco todo lo que ha hecho

en este asunto. Le ruego que mañanahaga venir a Tolmai y comuníquele queestoy contento con él, y a usted, Afranio—el procurador sacó del bolsillo delcinturón que tenía en la mesa una sortijay se la dio al jefe del servicio secreto—, le ruego que admita esto como

recuerdo.Afranio hizo una reverencia,

diciendo:—Es un gran honor para mí,

procurador.—Quiero que se premie a los

miembros de la guardia que llevaron acabo el entierro. Y que se imponga unaamonestación a los que dejaron matar aJudas. Que venga inmediatamente LevíMateo. Quiero averiguar algunosdetalles sobre el caso de Joshuá.

—A sus órdenes, procurador —respondió Afranio, y empezó aretroceder, haciendo reverencias.Pilatos dio una palmada y gritó:

—¡Que venga alguien! ¡Un candil ala columnata!

El jefe del servicio secreto bajabaya al jardín cuando los criados, conluces en la mano, aparecieron a espaldasde Pilatos. En la mesa, frente alprocurador, había tres candiles, y lanoche de luna se replegó del jardín enseguida, como si Afranio se la hubierallevado. Entró en el balcón un hombredesconocido, pequeño y delgado, juntoal gigante centurión, que se retiró,desapareciendo en el jardín alencontrarse con la mirada delprocurador.

El procurador, algo asustado y con

expresión de ansiedad en los ojos,estudiaba al recién llegado. Así se miraa aquel del que se ha oído hablar mucho,se ha pensado en él y por fin aparece.

El hombre debía de tener unoscuarenta años. Era muy moreno, ibadesarrapado, cubierto de barro seco ymiraba de reojo, como un lobo. Tenía unaspecto lamentable y recordaba, sobretodo, a los mendigos que abundan en lasterrazas del templo o en los bazares dela sucia y ruidosa Ciudad Baja.

No duró mucho el silencio; laextraña actitud del hombre lointerrumpió. Cambió de cara, setambaleó y de no haberse agarrado a la

mesa se hubiera caído.—¿Qué te pasa? —preguntó Pilatos.—Nada —contestó Leví Mateo, e

hizo un gesto como si estuvieratragando. Su cuello chupado, desnudo ygris se hinchó por un instante.

—Contesta, ¿qué te pasa? —repitióPilatos.

—Estoy cansado —dijo Levímirando al suelo con aire sombrío.

—Siéntate —dijo Pilatosindicándole el sillón.

Leví miró desconfiado alprocurador, fue hacia el sillón, miró dereojo, asustado, los brazos dorados delsillón y se sentó, pero no en él, sino en

el suelo, al lado.—Dime, ¿por qué no te has sentado

en el sillón? —preguntó Pilatos.—Estoy sucio y lo mancharía —dijo

Leví mirando al suelo.—Ahora te darán de comer.—No quiero comer.—¿Por qué mientes? —preguntó

Pilatos en voz baja—. No has comido entodo un día, o puede ser que desde hacemás tiempo. Pero muy bien, no comas.Te he llamado para que me enseñes elcuchillo que tienes.

—Los soldados me lo han quitadoantes de traerme aquí —contestó Leví, yañadió con aire lúgubre—:

devuélvamelo. Tengo que dárselo a sudueño, lo he robado.

—¿Para qué?—Para cortar las cuerdas —

respondió Leví.—¡Marco! —gritó el procurador, y

el centurión apareció bajo las columnas—. Que traigan su cuchillo.

—¿A quién robaste el cuchillo?—En el puesto de pan que hay junto

a la Puerta de Hebrón, al entrar en laciudad, a la izquierda.

Pilatos observó la hoja del cuchillo,pasó un dedo para ver si estaba afiladoy dijo:

—No te preocupes, devolverás el

cuchillo. Y, ahora, enséñame la carta quellevas encima, donde tienes apuntadaslas palabras de Joshuá.

Leví miró a Pilatos con odio ysonrió con una expresión tan hostil quesu cara se desfiguró por completo.

—¿Me la quieres quitar?—No te he dicho dámela, sino

enséñamela.Leví metió la mano por la camisa y

sacó un rollo de pergamino. Pilatos locogió, lo desenrolló, colocándolo entrelas luces, y empezó a estudiar los signospoco legibles. Era difícil descifraraquellas líneas mal hechas y Pilatosarrugaba la cara, se inclinaba sobre el

pergamino y pasaba el dedo por loescrito. Consiguió entender que setrataba de una cadena de frases sinilación alguna; fechas, compras anotadasy trozos poéticos. Algo pudo leer: «... lamuerte no existe... ayer comimos brevasdulces de primavera...».

Haciendo muecas por el esfuerzo,Pilatos leía fijando la vista:«... veremosel agua limpia del río de la vida... lahumanidad mirará al sol a través de uncristal transparente...». Aquí Pilatos seestremeció. En las últimas líneas delpergamino pudo leer:«... el defectomayor... la cobardía...».

Pilatos enrolló el pergamino y con

un gesto brusco se lo dio a Leví.—Toma —dijo, y después de un

silencio añadió—: Veo que eres unhombre letrado y no tienes por qué andarsolo, vestido como un mendigo, sin casa.En Cesarea tengo una gran biblioteca,soy muy rico y quiero que trabajes paramí. Tu trabajo sería examinar y guardarlos papiros y tendrías suficiente paracomer y vestir.

Leví se levantó y contestó:—No, no quiero.—¿Por qué? —preguntó el

procurador cambiando de cara—. ¿Tesoy desagradable..., me tienes miedo?

La misma sonrisa hostil desfiguró el

rostro de Leví. Dijo:—No, porque tú me tendrás miedo.

No te será fácil mirarme a la caradespués de haberlo matado.

—Cállate —contestó Pilatos—,acepta este dinero.

Leví movió la cabeza, rechazándolo,y el procurador siguió hablando:

—Sé que te crees discípulo deJoshuá, pero no has asimilado nada delo que él te enseñó. Porque si fuera así,hubieras aceptado algo de mí. Ten encuenta que él dijo antes de morir que noculpaba a nadie. —Pilatos levantó undedo con aire significativo. Su cara seconvulsionaba con un tic—. Es seguro

que hubiera aceptado algo. Eres cruel yél no lo era. ¿Adónde vas a ir?

De pronto Leví se acercó a la mesa,se apoyó en ella con las dos manos ymirando al procurador, con los ojosardientes, dijo:

—Quiero decirte, procurador, quevoy a matar a un hombre en Jershalaím.Quiero decírtelo para que sepas quetodavía habrá sangre.

—Ya sé que la habrá —respondióPilatos—, no me has sorprendido contus palabras. Naturalmente, ¿querrásmatarme a mí?

—No conseguiría matarte —contestóLeví con una sonrisa, enseñando los

dientes—, no soy tan tonto como parapensar en eso. Pero voy a matar a Judasde Kerioth y dedicaré a ello el resto demi vida.

Los ojos del procurador se llenaronde placer y, haciendo un gesto con eldedo, para que Leví Mateo se acercara,le dijo:

—Eso ya no puedes hacerlo, no temolestes. Esta noche ya han matado aJudas.

Leví dio un salto, apartándose de lamesa, y mirando alrededor con los ojosenloquecidos, gritó:

—¿Quién lo ha hecho?—No seas celoso —sonrió Pilatos,

y se frotó las manos—, me temo quetenía otros admiradores aparte de ti.

—¿Quién lo ha hecho? —repitióLeví en un susurro.

Pilatos le contestó:—Lo he hecho yo.Leví abrió la boca y se quedó

mirando al procurador, que dijo en vozbaja:

—Desde luego, no ha sido mucho,pero lo hice yo —y añadió—: bueno, yahora ¿aceptarás algo?

Leví se quedó pensativo, se ablandóy dijo:

—Ordena que me den un trozo depergamino limpio.

Pasó una hora. Leví ya no estaba enel palacio. Sólo el ruido suave de lospasos de los centinelas en el jardíninterrumpía el silencio del amanecer. Laluna palidecía, y en el otro extremo delcielo apareció la mancha blanca de unaestrella. Hacía tiempo que se habíanapagado los candiles. El procuradorestaba acostado. Dormía con una manobajo la mejilla y respirabasilenciosamente. A su lado dormíaBangá.

Así recibió el amanecer del quincedel mes Nisán el quinto procurador deJudea, Poncio Pilatos.

27El final del piso

número 50

Cuando Margarita llegó a las últimaslíneas del capítulo «... Así recibió elamanecer del quince del mes Nisán elquinto procurador de Judea, PoncioPilatos», llegó la mañana.

Desde las ramas de los salgueros ytilos llegaba la conversación matinal,animada y alegre, de los gorriones.

Margarita se levantó del sillón, seestiró y sólo entonces sintió que le dolía

todo el cuerpo y que tenía sueño.Es curioso, pero el alma de

Margarita estaba tranquila. No tenía lasideas desordenadas, no le habíatrastornado la noche, pasada de unamanera tan extraordinaria. No lepreocupaba la idea de haber asistido alBaile de Satanás, ni el milagro de que elmaestro estuviera de nuevo con ella;tampoco la novela, reaparecida de entrelas cenizas, ni que él se encontrara en elpiso de donde habían echado al soplónMogarich. En resumen: el encuentro conVoland no le había producido ningúntrastorno psíquico. Todo era así, porqueasí tenía que ser.

Entró en el otro cuarto, se convencióde que el maestro dormía un sueñotranquilo y profundo, apagó la luz de lamesa, innecesaria ya, y se acostó en undiván que había enfrente, cubierto conuna vieja sábana rota. Se durmió enseguida y esta vez no soñó nada. Las doshabitaciones del sótano estaban ensilencio, también la pequeña casa y laperdida callecita.

Pero mientras tanto, es decir, alamanecer del sábado, toda una planta deuna organización moscovita estaba envela. La luz de las ventanas que daban aun patio asfaltado, que todas lasmañanas limpiaban unos coches

especiales con cepillos, se mezclabacon la luz del sol naciente.

La Instrucción Judicial encargadadel caso Voland ocupaba una plantaentera, y las lámparas estabanencendidas en diez despachos.

En realidad el caso era ya evidentecomo tal, desde el día anterior —elviernes—, cuando el Varietés tuvo quecerrarse como consecuencia de ladesaparición del Consejo deAdministración y otros escándalosocurridos la víspera, durante la famosasesión de magia negra. Y lo que sucedíaera que continuamente, sin interrupción,llegaba más y más material de

investigación a este departamento deguardia.

Y ahora la Instrucción encargada deeste extraño caso, que tenía un matizclaramente diabólico, con una mezcla detrucos hipnóticos y crímenes evidentescomo agravante, tenía que ligar todoslos sucesos diversos y enredados quehabían ocurrido en distintas partes deMoscú.

El primero en visitar aquella plantaen vela, reluciente de electricidad, fueArcadio Apolónovich Sempleyárov,presidente de la Comisión de Acústicade Espectáculos.

El viernes después de comer, en su

piso del Puente Kámeni, sonó elteléfono, y una voz de hombre pidió queavisaran a Arcadio Apolónovich. Suesposa contestó con hostilidad queArcadio Apolónovich se encontrabamal, que se había acostado y no podíahablar por teléfono. Pero no tuvo másremedio que hacerlo. Cuando la esposade Sempleyárov preguntó quién deseabahablarle, le contestaron con pocaspalabras.

—Ahora..., ahora mismo, espere unsegundo... —balbuceó la arroganteesposa del presidente de la ComisiónAcústica, y, como una bala, corrió aldormitorio para levantar a Arcadio

Apolónovich del lecho, en el que yacíaatormentado por el recuerdo de la sesióndel día anterior y el escándalo queacompañó la expulsión de la sobrina deSarátov.

Arcadio Apolónovich no tardó unsegundo, tampoco un minuto, sino uncuarto de minuto en llegar al aparato,con un pie descalzo y en paños menores.Pronunció con voz entrecortada:

—Sí, soy yo... Dígame...Su esposa olvidó todos los

repugnantes atentados contra la fidelidadque se habían descubierto en la conductadel pobre Arcadio Apolónovich.Asomaba su cara asustada por la puerta

del pasillo y agitaba en el aire la otrazapatilla diciendo:

—Ponte la zapatilla, que te vas aenfriar —pero Arcadio Apolónovich larechazaba con el pie descalzo, poníaojos furiosos y seguía murmurando porteléfono:

—Sí, sí..., cómo no..., yacomprendo; ahora mismo voy...

Arcadio Apolónovich pasó toda latarde en el lugar donde se llevaba lainvestigación.

La conversación fue muy penosa,desagradable, porque tuvo que contarcon toda franqueza no sólo lo referente ala repugnante sesión y la pelea en el

palco, sino que también, de paso, se vioobligado a hablar de MilitsaAndréyevna Pokobatko, la de la calleYelójovskaya, de la sobrina de Sarátovy de muchas cosas, y el hablar de ellocausó a Arcadio Apolónovich unossufrimientos inenarrables.

Desde luego, las declaraciones deArcadio Apolónovich significaron unconsiderable avance en la investigación,puesto que se trataba de un intelectual,un hombre culto que había sido testigopresencial —un testigo digno ycualificado— de la indignante sesión.Describió a la perfección al misteriosomago del antifaz y a los dos truhanes que

tenía por ayudantes y recordóinmediatamente que el apellido delnigromante era Voland.

La confrontación de lasdeclaraciones de Arcadio Apolónovichcon las de otros testigos, entre los quehabía varias señoras, víctimas de lasesión (la señora de la ropa interiorvioleta, que sorprendiera a Rimski, ytantas otras, por desgracia), y la delordenanza Kárpov, al que había enviadoal piso número 50 de la Sadóvaya fue laclave para orientar la búsqueda delresponsable de aquellos extrañossucesos.

Visitaron más de una vez el piso

número 50. Y no se conformaron conexaminarlo minuciosamente, sino queademás comprobaron las paredes a basede golpes, controlaron los tiros de lachimenea y buscaron escondites. Perotodas estas medidas no condujeron anada y no se pudo encontrar a nadie enla casa, aunque era evidente que alguientenía que haber, en contra de la opiniónde todas aquellas personas que, porrazones diversas, estaban obligadas asaber todo lo relacionado con losartistas extranjeros que llegaban aMoscú, y que afirmaban con seguridad ycategóricamente que no había y no podíahaber en la ciudad ningún nigromante

llamado Voland.Su entrada no estaba registrada en

ningún sitio. Nadie había visto supasaporte, documentos o contrato ynadie, absolutamente nadie, sabía nadade él. El jefe de la Sección deProgramación de la Comisión deEspectáculos, Kitáitsev, juraba yperjuraba que el desaparecido StiopaLijodéyev no le había mandado para suaprobación ningún programa deactuación del tal Voland y que tampocole había comunicado su llegada. Por lotanto, Kitáitsev ni sabía, ni podíacomprender cómo pudo permitirLijodéyev semejante actuación en el

Varietés. Cuando le dijeron que ArcadioApolónovich había visto personalmenteal mago en el escenario, Kitáitsev selimitaba a alzar los brazos y levantar losojos al cielo. Se podía asegurar, porquese veía en sus ojos, que era limpio comoel agua de un manantial.

Y de Prójor Petróvich, presidente dela Comisión Central de Espectáculos...

Por cierto, regresó a su traje enseguida después de la llegada de losmilicianos al despacho, con laconsiguiente alegría de AnaRichárdovna y el asombro de lasmilicias que habían acudido para nada.

Es curioso también que al volver a

su despacho, dentro del traje gris arayas, Prójor Petróvich aprobara todaslas disposiciones que había hecho eltraje durante su corta ausencia.

Y como decía, el mismo PrójorPetróvich tampoco sabía nada acerca deningún Voland.

Resultaba completamente increíble:miles de espectadores, todo el personaldel Varietés, un hombre tan responsablecomo Arcadio ApolónovichSempleyárov, habían visto al mago y asus malditos ayudantes, y ahora no habíamodo alguno de localizarlos. No eraposible que se los hubiera tragado latierra o, como decían algunos, que no

hubieran estado nunca en Moscú. Siadmitieran lo primero, no quedaba lamenor duda de que la tierra también sehabía tragado a toda la dirección delVarietés. Si era cierto lo segundo,entonces resultaba que la administracióndel desdichado teatro, después deorganizar un escándalo inaudito(acuérdense de la ventana rota en eldespacho y de la actitud del perroAsderrombo), había desaparecido deMoscú sin dejar rastro.

Hay que reconocer los méritos deljefe de la Instrucción Judicial. Eldesaparecido Rimski fue encontrado conuna rapidez sorprendente. Bastó

confrontar la actitud de Asderrombo enla parada de taxis junto al cine, conalgunos datos de tiempo, como la horaen que acabó la sesión y cuándo pudodesaparecer Rimski, para queinmediatamente fuera enviado untelegrama a Leningrado. Al cabo de unahora llegó la respuesta. Era la tarde delviernes. Rimski había sido descubiertoen la habitación 412, en el cuarto pisodel hotel Astoria, junto a la habitacióndonde se alojaba el encargado delrepertorio de un teatro moscovita; en esasuite, en la que, como todos sabemos,hay muebles de un tono gris azulado condorados y un cuarto de baño espléndido.

Rimski, encontrado en el armarioropero de la habitación del hotel, fueinterrogado en el mismo Leningrado. AMoscú llegó un telegrama comunicandoque el director de finanzas Rimski seencontraba en un estado de completairresponsabilidad, que no daba o noquería dar ninguna respuesta coherente yque pedía únicamente que leescondieran en un cuarto blindado ypusieran guardia armada. Llegó untelegrama de Moscú con la orden de queRimski fuera escoltado hasta la capital,y el viernes por la noche, Rimski,acompañado, emprendió el viaje en tren.

También en la tarde del viernes

tuvieron noticias de Lijodéyev. Habíanpedido informes por telegrama a todaslas ciudades. Se recibió respuesta deYalta; Lijodéyev había estado allí, peroya había salido en avión para Moscú.

Del que no apareció ni siquiera unapista fue de Varenuja. El administradordel teatro, al que conocía absolutamentetodo el mundo en Moscú, habíadesaparecido como si se le hubieratragado la tierra.

Y, mientras tanto, hubo que ocuparsede otros sucesos que habían ocurrido enMoscú, fuera del teatro Varietés. Huboque aclarar el extraordinario caso de losfuncionarios que cantaban «Glorioso es

el mar...» (por cierto, que el profesorStravinski consiguió volverles a lanormalidad al cabo de dos horas, a basede inyecciones intramusculares),también fue necesario esclarecer elasunto del extraño dinero que unaspersonas entregaban a otras, o aorganizaciones, así como el de aquellosque habían sido víctimas de estosenredos.

Naturalmente, de todos losacontecimientos el más desagradable, elmás escandaloso y el de peor soluciónera el del robo de la cabeza del difuntoliterato Berlioz, en pleno díadesaparecida del ataúd, expuesta en un

salón de Griboyédov.La Instrucción estaba a cargo de

doce personas que recogían, como conuna aguja, los malditos puntos de aquelcaso esparcido por todo Moscú.

Un miembro de la InstrucciónJudicial se presentó en el sanatorio delprofesor Stravinski solicitando la listade los enfermos ingresados durante losúltimos tres días. Localizaron así aNikanor Ivánovich Bosói y aldesafortunado presentador de la cabezaarrancada. Estos dos, sin embargo, nosuscitaron mayor interés, pero se podíasacar como conclusión que los doshabían sido víctimas de la pandilla que

encabezaba el misterioso mago. Quien lepareció realmente interesante al juez deInstrucción fue Iván NikoláyevichDesamparado.

El viernes por la tarde se abrió lapuerta de la habitación número 117, enla que se alojaba Iván, y entró unhombre joven, de cara redonda,tranquilo y delicado en su trato, que notenía aspecto de juez de Instrucción,pero que era, sin embargo, uno de losmejores de Moscú. Vio en la cama a unhombre pálido y desmejorado, había ensus ojos indiferencia por cuanto lerodeaba, parecía contemplar algo queestaba muy lejos o quizá estuviera

absorto en sus propios pensamientos. Eljuez de Instrucción, en tono bastantecariñoso, le dijo que estaba allí parahablar de lo acontecido en «LosEstanques del Patriarca».

Oh, ¡qué feliz se hubiera sentidoIván si el juez hubiera aparecido antes,en la noche del mismo miércoles aljueves, cuando Iván exigía con tantapasión y violencia que escucharan surelato sobre lo sucedido en «LosEstanques del Patriarca»! Ahora ya sehabía realizado su sueño de ayudar a darcaza al consejero, no tenía que correr enbusca de nadie; habían ido a verleprecisamente para escuchar su narración

sobre lo ocurrido en la tarde delmiércoles.

Pero desgraciadamente Ivánushkahabía cambiado por completo durantelos días que sucedieron al de la muertede Berlioz. Estaba dispuesto aresponder con amabilidad a todas laspreguntas que le hiciera el juez deInstrucción, pero en su mirada y en sutono se notaba la indiferencia. Al poetaya no le interesaba el asunto de Berlioz.

Antes de que llegara el juez,Ivánushka estaba acostado, dormía. Antesus ojos se sucedían una serie devisiones. Veía una ciudad desconocida,incomprensible, inexistente, en la que

había enormes bloques de mármolrodeados de columnatas, con un solbrillante sobre las terrazas, con la torreAntonia, negra, imponente, un palacioque se elevaba sobre la colina del oeste,hundido casi hasta el tejado en el verdede un jardín tropical, unas estatuas debronce encendidas a la luz del solponiente. Veía desfilar junto a lasmurallas de la antigua ciudad a lascenturias romanas en sus corazas.

En su sueño aparecía frente a Iván unhombre inmóvil en un sillón, con la caraafeitada, amarillenta, de expresiónnerviosa, con un manto blanco forradode rojo, que miraba con odio hacia el

jardín frondoso y ajeno. Veía Iván unmonte desarbolado con los postescruzados, vacíos.

Lo sucedido en «Los Estanques delPatriarca» ya no le interesaba.

—Dígame, Iván Nikoláyevich,¿estaba usted lejos del torniquete cuandoBerlioz cayó bajo el tranvía?

En los labios de Iván apareció unaleve sonrisa de indiferencia.

—Estaba lejos.—¿Y el tipo de la chaquetilla a

cuadros estaba junto al torniquete?—No, estaba sentado en un banco

cerca de allí.—¿Está usted seguro de que no se

había acercado al torniquete en elmomento que Berlioz caía bajo eltranvía?

—Sí. Estoy seguro. No se habíaacercado. Estaba sentado.

Éstas fueron las últimas preguntasdel juez. Después de hacerlas, selevantó, estrechó la mano de Ivánushka,deseándole que se mejorase lo antesposible, y expresó la esperanza de poderleer sus poemas muy pronto.

—No —contestó Iván en voz baja—,no volveré a escribir poemas.

El juez sonrió con amabilidad,afirmando su convencimiento de que elpoeta se encontraba en un estado de

depresión, pero que pronto saldría deella.

—No —replicó Iván, sin detenerseen el juez, mirando alo lejos, al cieloque se apagaba—, no se me pasaránunca. Mis poemas eran malos, ahora lohe comprendido.

El juez de Instrucción dejó aIvánushka. Había recibido unainformación bastante importante.Siguiendo el hilo de los acontecimientosdesde el final hasta el principio, habíalogrado, por fin, llegar al punto departida de todos los sucesos. Al juez nole cabía duda de que todo habíaempezado con el crimen en «Los

Estanques». Claro está que ni Ivánushkani el tipo de los cuadros habíanempujado al tranvía al pobre presidentede MASSOLIT; se podría decir quefísicamente nadie había contribuido alatropello. Pero el juez estaba seguro deque Berlioz cayó (o se arrojó) al tranvíabajo los efectos de hipnosis.

Sí, habían recogido bastante materialy se sabía a quién y dónde había quepescar. Lo malo era que no había modode pescar a nadie.

Hay que repetir que no cabía lamenor duda de que el tres veces malditopiso número 50 estuviera habitado.Cogían el teléfono de vez en cuando y

contestaba una voz crujiente o unagangosa; otras veces abrían la ventana eincluso se oía la música de ungramófono. Estuvieron en el piso adistintas horas del día. Dieron unapasada con una red, examinando hasta elúltimo rincón. En la casa, que estababajo vigilancia desde hacía tiempo, sevigilaba no sólo la puerta principal, sinotambién la entrada de servicio. Es más,había centinelas en el tejado junto a laschimeneas. Sin embargo, cuando iban alpiso no encontraban absolutamente anadie. El piso número 50 estabahaciendo de las suyas y no había manerade evitarlo.

Así estaban las cosas hasta la nochedel viernes al sábado. A las doce enpunto el barón Maigel, vestido deetiqueta y con zapatos de charol, sedirigió con aire majestuoso al pisonúmero 50 en calidad de invitado. Seoyó cómo le dejaron entrar. A los diezminutos entraron en el piso sin llamar,pero no encontraron a los inquilinos, ylo que fue realmente una sorpresa, esque tampoco quedaba ni rastro del barónMaigel.

Como decíamos, esta situación duróhasta el amanecer del sábado. Entoncesaparecieron otros datos muyinteresantes. En el aeropuerto de Moscú

aterrizó un avión de pasajeros de seisplazas, procedente de Crimea. Entreotros, descendió un viajero de aspectoextraño. Era un ciudadano joven, sucio ycon barba de tres días; los ojoscolorados y asustados, sin equipaje yvestido de una manera bastante original.Llevaba un gorro de piel de cordero, unacapa de fieltro por encima de la camisade dormir y unas zapatillas azules,relucientes y por lo visto reciéncompradas. En cuanto bajó de laescalera del avión se le acercaron.Estaban esperándole, y al poco tiempoel inolvidable director del Varietés,Stepán Bogdánovich Lijodéyev,

compareció ante la Instrucción. Añadióalgunos nuevos datos. Se supo queVoland penetró en el Varietés haciéndosepasar por artista, hipnotizando a StiopaLijodéyev, y luego se las arregló paraenviar a Stiopa al quinto infierno fuerade Moscú. En resumen: se habíaacumulado cantidad de datos, pero estono implicaba ninguna esperanza; alcontrario, la situación empeoró porquese hizo evidente que se trataba de unapersona que se valía de trucos, talescomo los que tuvo que sufrir StepánBogdánovich, y eso quería decir que noiba a ser nada fácil pescarlo. Apropósito, Lijodéyev fue recluido en una

celda bien segura, a petición propia.Ante la Instrucción compareció tambiénVarenuja, que había sido detenido en supropio piso, al que había regresadodespués de una misteriosa ausencia dedos días.

A pesar de la promesa hecha aAsaselo de no volver a mentir, Varenujaempezó su relato con una mentiraprecisamente. Pero por esto no se ledebe juzgar severamente, porqueAsaselo le prohibió mentir y decirgroserías por teléfono, y ahora eladministrador hablaba sin la ayuda deeste aparato. Iván Savélievich declarócon mirada vaga que se emborrachó la

tarde del jueves, mientras estaba solo ensu despacho del Varietés, luego fue¿adónde?, no se acordaba; en otro sitioestuvo bebiendo starka[19], ¿dónde?, nose acordaba; se quedó después junto auna valla, ¿dónde?, tampoco seacordaba. Sólo después de advertirleque con su estúpida y absurda actitudinterrumpía el trabajo de la InstrucciónJudicial en un caso importante y que,naturalmente, tendría que dar cuenta deello, Varenuja balbució, sollozando, convoz temblona y mirando alrededor, quementía porque tenía miedo, temía lavenganza de la pandilla de Voland; queya había estado en sus manos y por eso

pedía, rogaba y deseaba ardientementeque se le recluyera en una celdablindada.

—¡Cuernos! ¡Qué perra han cogidocon la cámara blindada! —gruñó uno delos encargados de la Instrucción.

—Les han asustado mucho esoscanallas —dijo el juez, que había estadocon Ivánushka.

Tranquilizaron como pudieron aVarenuja, le dijeron que le protegeríansin necesidad de celda y entonces sedescubrió que no había bebido starkadebajo de una valla, sino que le habíanpegado dos tipos: uno pelirrojo, con uncolmillo que le sobresalía de la boca, y

otro regordete...—¿Parecido a un gato?—Sí, sí —susurró el administrador,

muerto de miedo, sin parar de mirar a sualrededor. Siguió contando con detallecómo había pasado cerca de dos días enel piso número 50 en calidad devampiro informador, que por poco habíacausado la muerte del director definanzas Rimski...

En ese mismo momento, en el tren deLeningrado llegaba Rimski.

Pero este viejo de pelo blanco,desquiciado, temblando de miedo, en elque apenas se podía reconocer aldirector de finanzas, no quería decir la

verdad de ningún modo y se mantuvomuy firme. Rimski aseguraba que nohabía visto de noche en su despacho a latal Guela, ni tampoco a Varenuja, quesimplemente se había encontrado mal yen su inconsciencia había marchado aLeningrado. Ni que decir tiene que eldirector de finanzas terminó susdeclaraciones solicitando que lerecluyeran en una celda blindada.

Anushka fue detenida cuando tratabade largarle un billete de diez dólares ala cajera de una tienda de Arbat. Lo quecontó Anushka sobre los hombres quesalían volando por la ventana de la casade la Sadóvaya, y sobre la herradura

que, según decía, había recogido parallevársela a las milicias, fue escuchadocon mucha atención.

—¿La herradura era realmente deoro con brillantes? —preguntaban aAnushka.

—¡No sabré yo cómo son losbrillantes! —contestaba.

—¿Pero le dio billetes de diezrublos?

—¡No sabré yo cómo son losbilletes de diez rublos! —contestabaAnushka.

—¿Y cómo entonces se convirtieronen dólares?

—¡Qué se yo, qué dólares ni que

nada, no vi ningunos dólares! —contestaba Anushka con voz aguda—.¡Estoy en mi derecho! ¡Me dieron unpremio y con eso compro percal! —ysiguió diciendo incongruencias: que ellano respondía por la administración deuna casa que había instalado en el quintopiso al diablo, que no le dejaba vivir.

El juez le hizo un gesto con la plumapara que se callara, porque estaban yatodos bastante hartos de ella; le firmó unpase de salida en un papelito verde, ycon la consiguiente alegría de los allípresentes, Anushka desapareció.

Luego desfiló por allí un grannúmero de personas, Nikolái Ivánovich

entre ellas, detenido exclusivamente porla estupidez de su celosa esposa, que alamanecer comunicó a las milicias que sumarido había desaparecido. NikoláiIvánovich no sorprendió demasiado a laInstrucción al dejar sobre la mesa elburlesco certificado diciendo que habíapasado la noche en el Baile de Satanás.Nikolái Ivánovich se apartó un poco dela realidad al contar cómo había llevadovolando a la criada de MargaritaNikoláyevna, desnuda, a bañarse en elrío en el quinto infierno y cómo, antes deeso, había aparecido en la ventana lamisma Margarita Nikoláyevna, tambiéndesnuda. No vio la necesidad de señalar

cómo se había presentado en eldormitorio con la combinación en lamano. Según su relato, Natasha salióvolando por la ventana, lo montó y lellevó fuera de Moscú...

—Cediendo a la coacción me viobligado a obedecer —contaba NikoláiIvánovich, y acabó su historiasolicitando que no se dijera nada deaquello a su esposa. Así se le prometió.

Las declaraciones de NikoláiIvánovich hicieron posible constatar queMargarita Nikoláyevna, igual que sucriada Natasha, había desaparecido sindejar huella. Se tomaron las medidasoportunas para encontrarlas.

Así, pues, aquella mañana delsábado se distinguió porque lainvestigación no cesó ni un momento.Mientras tanto, en la ciudad nacían y seexpandían rumores completamenteinverosímiles, en los que una parteínfima de verdad se decoraba conabundantes mentiras. Se decía que en elVarietés había habido una sesión demagia y que después los dos milespectadores habían salido a la calle talcomo les había parido su madre; que enla calle Sadóvaya se había descubiertouna tipografía de papeles de tipomágico; que una pandilla había raptadoa cinco directores del campo del

espectáculo, pero que las milicias lahabían encontrado inmediatamente, ymuchas cosas más, que no merece lapena contar.

Se aproximaba la hora de comer y enel lugar donde se llevaba a cabo laInstrucción sonó el teléfono.Comunicaban de la Sadóvaya que elmaldito piso había dado señales devida. Dijeron que se habían abierto lasventanas desde dentro, que se oía cantary tocar el piano y que habían visto,sentado en la ventana, a un gato negroque disfrutaba del sol.

Eran cerca de las cuatro de una tardecalurosa. Un grupo grande de hombres

vestidos de paisano se bajaron de trescoches antes de llegar a la casa número302 bis de la calle Sadóvaya. El grupose dividió en dos más pequeños, y unode ellos se dirigió por el patiodirectamente al sexto portal, mientrasque el otro abrió una portezuela quecorrientemente estaba condenada y entrópor la escalera de servicio. Los dosgrupos subían al piso número 50 pordistintas escaleras.

Mientras tanto, Asaselo y Koróviev—éste sin frac, con su traje de diario—estaban en el comedor terminando eldesayuno. Voland, como de costumbre,estaba en el dormitorio; nadie sabía

dónde estaba el gato. Pero a juzgar porel ruido de cacerolas que venía de lacocina, Popota debía de estarprecisamente allí haciendo el ganso,como siempre.

—¿Qué son esos pasos en laescalera? —preguntó Koróviev, jugandocon la cucharilla en la taza de café.

—Es que vienen a detenernos —contestó Asaselo, y se tomó una copitade coñac.

—Ah... Bueno, bueno... —dijoKoróviev.

Los que subían las escaleras ya seencontraban en el descansillo del tercerpiso. Dos fontaneros hurgaban en el

fuelle de la calefacción. Los hombrescambiaron expresivas miradas con losfontaneros.

—Todos están en casa —susurró unode los fontaneros, dando martillazos enun tubo.

Entonces el que iba delante sacó sinmás una pistola «Mauser» negra, y elque iba a su lado unas ganzúas. Hay queexplicar que los que se dirigían al pisonúmero 50 iban perfectamenteequipados. Dos de ellos llevaban en losbolsillos unas redes de seda fina, que sedesenvolvían con facilidad. Otro teníaun lazo y otro máscaras de gasa yampollas de cloroformo.

La puerta principal del piso número50 fue abierta en un segundo y todos seencontraron en el vestíbulo; el portazode la puerta de la cocina indicó que elsegundo grupo había llegado al mismotiempo por la entrada de servicio.

Esta vez el éxito, aunque no fueradefinitivo, era evidente. Los hombres serepartieron inmediatamente por todas lashabitaciones, y aunque no encontraron anadie, en el comedor recién abandonadodescubrieron los restos del desayuno, yen el salón, sobre el estante de lachimenea, junto a un jarrón de cristal, unenorme gato negro. Tenía en sus patas unhornillo de petróleo.

Los hombres se quedaron bastanterato contemplando al gato en silencioabsoluto.

—Hum..., pues es verdad, estáestupendo... —susurró uno de ellos.

—No molesto, no toco a nadie, estoyarreglando el hornillo —dijo el gato,mirándoles con ojeriza—, y tambiéncreo es mi deber advertirles que el gatoes un animal antiguo e intocable.

—Qué trabajo más limpio —murmuró uno, y otro dijo en voz alta yclara:

—Por favor, gato intocable yventrílocuo, ¡venga acá!

La red se abrió y voló en el aire,

pero ante el asombro de los presentes, alque la tiró le falló la puntería y no cazómás que el jarrón, que se rompióinmediatamente con estrépito.

—¡Bis! —vociferó el gato—.¡Hurra! —y poniendo el hornillo a unlado, sacó por detrás de la espalda una«Browning». Apuntó seguidamente alque estaba más cerca, pero antes de queel gato tuviera tiempo de disparar, en lasmanos del hombre explotó el fuego y, almismo tiempo del disparo de la«Mauser», el gato dio en el suelo,dejando caer su pistola y tirando elhornillo.

—Éste es el fin —dijo el gato con

voz débil, tumbado en una lánguidapostura en un charco de sangre—,apártense de mí un segundo, quierodespedirme de la tierra. Oh, mi amigoAsaselo —gimió el gato desangrándose—, ¿dónde estás? —el gato levantó susojos desvanecidos hacia la puerta delcomedor—. No acudiste en mi ayuda enel momento de un combate desigual;abandonaste al pobre Popota,prefiriendo una copa de coñac (muybueno, eso sí). Pues bien, que mi muertecaiga sobre tu conciencia, y yo, en mitestamento, te dejo mi «Browning»...

—La red..., la red... —se oyó unavoz nerviosa alrededor del gato, pero la

red, el diablo sabrá por qué, seenganchó en el bolsillo de alguien y noquiso salir.

—Lo único que puede salvar a ungato mortalmente herido —pronunció elgato— es un trago de gasolina —yaprovechando el momento de confusión,se pegó al orificio del hornillo y diovarios tragos. Inmediatamente se cortóla sangre que chorreaba por debajo de lapata izquierda delantera. El gato se pusoen pie de un salto, vivo y lleno deenergía, agarró el hornillo bajo el brazo,voló a la chimenea y de allí, rompiendoel empapelado, subió por la pared. A losdos segundos estaba muy alto,

encaramado en una galería metálica.Varias manos agarraron la cortina y

la arrancaron con la galería; el sol llenóla habitación, que estaba a media luz.Pero ni el gato, repuesto por unapillería, ni el hornillo cayeron abajo. Elgato, sin separarse del hornillo, se lasarregló para saltar a la araña quecolgaba en el centro de la habitación.

—¡Una escalera! —gritaron abajo.—Les desafío —chilló el gato,

columpiándose por encima de suscabezas en la araña. De nuevo aparecióen sus patas la pistola y colocó elhornillo entre dos brazos de la araña.Volando como un péndulo, apuntó a los

que estaban abajo y abrió fuego. Unestruendo sacudió la casa. Cayerontrozos de cristal de la araña,aparecieron estrellas de grietas en elespejo de la chimenea, llovió el polvode estuco; por el suelo saltaroncartuchos usados, explotaron loscristales de las ventanas y el hornilloatravesado empezó a escupir gasolina.

Pero el tiroteo no duró mucho rato ypoco a poco fue disminuyendo. Resultóser inofensivo para el gato y para susperseguidores. Nadie resultó muerto, nisiquiera herido. Todos, incluyendo algato, estaban ilesos. Uno de loshombres, para convencerse

definitivamente, soltó cinco balazos enla cabeza del dichoso animal, a lo que elgato respondió alegremente disparandotodo el cargador, y lo mismo, no pasónada. El gato se columpiaba en la arañacada vez con menos impulso, soplandoen el cañón de su pistola y escupiendoen su pata.

En la cara de los que estaban abajo,en completo silencio, se dibujaba unaexpresión de total asombro. Era el únicocaso, o uno entre pocos, de un tiroteoineficaz. Podían suponer que la«Browning» del gato era de juguete,pero no se podía decir lo mismo de las«Mauser» de la brigada. Y la primera

herida del gato, no quedaba la menorduda, había sido simplemente un truco,un simulacro indecente, lo mismo que labebida de gasolina.

Intentaron pescar al gato de nuevo.Echaron el lazo que se enganchó en unade las velas, y la araña se vino abajo. Sucaída pareció sacudir todo el edificio,pero no tuvo otro efecto.

Cayó una lluvia de cristales y el gatovoló por el aire y se instaló cerca deltecho en la parte superior del marcodorado del espejo de la chimenea. Notenía la menor intención de escaparse; alcontrario, como se encontrabarelativamente fuera de peligro, empezó

otro discurso:—No puedo comprender —decía

desde arriba— las razones de este tratotan violento...

Pero fue interrumpido al principiode su discurso por una voz baja yprofunda que no se sabía de dóndeprovenía:

—¿Qué ocurre en esta casa? No medejan trabajar...

Otra voz, desagradable y gangosa,respondió:

—Pues claro, es Popota, ¡porras!Y otra, tintineante, dijo:—¡Messere! Es sábado. Se pone el

sol. Ya es hora.

—Ustedes perdonen, pero no puedoseguir la conversación —dijo el gatodesde el espejo—. Ya es hora —y tirósu pistola, rompiendo dos cristales de laventana. Luego salpicó el suelo congasolina, que ardió sin que nadie laencendiera, produciendo una ola defuego que subió hasta el techo.

Todo empezó a arder con unarapidez nunca vista, cosa que no suelesuceder ni cuando se trata de gasolina.Humearon los papeles de las paredes,ardió la cortina tirada en el suelo, yempezaron a carbonizarse los marcos delas ventanas rotas. El gato se encogió,maulló, saltó del espejo a la repisa de la

ventana y desapareció con su hornillo.Fuera se oyeron disparos.

Un hombre, sentado en la escalerametálica de incendios, a la altura de lasventanas de la joyera, disparó al gatocuando éste volaba de una ventana aotra, dirigiéndose al tubo de desagüe dela esquina.

Por este tubo el gato se encaramó altejado. Allí también, sin efecto algunodesgraciadamente, le dispararon losguardias, que vigilaban las chimeneas, yel gato se esfumó a la luz del solponiente que bañaba toda la ciudad.

A todo esto en el piso se encendió elparquet bajo los pies de la brigada, y

entre las llamas, en el mismo sitio queestuvo echado el gato fingiendo unagrave herida, apareció, espesándose másy más, el cadáver del barón Maigel, conla barbilla subida y los ojos de cristal.No hubo posibilidad de sacarlo de allí.

Saltando por los humeantesrecuadros del parquet, dándosepalmadas en los hombros y el pecho queechaban humo, los que estaban en elsalón retrocedían al dormitorio y alvestíbulo. Los que se encontraban en elcomedor y en el dormitorio corrieronpor el pasillo. También llegaron los dela cocina, metiéndose en el vestíbulo. Elsalón ya estaba en llamas, lleno de

humo. Alguien tuvo tiempo de marcar elnúmero de los bomberos y gritó en elaparato:

—Sadóvaya, 302 bis.Era imposible quedarse por más

tiempo. El fuego saltó al vestíbulo; sehizo difícil respirar.

En cuanto se escaparon por lasventanas rotas del piso encantado lasprimeras nubes de humo, en el patio seoyeron gritos enloquecidos:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Un incendio!En distintos pisos de la casa la gente

empezó a gritar por teléfono:—¡Sadóvaya! ¡Sadóvaya, 302 bis!Mientras en la Sadóvaya se oían las

alarmantes campanadas de los alargadoscoches rojos que corrían por Moscú agran velocidad, encogiendo loscorazones, la gente que se agitaba en elpatio pudo ver cómo de las ventanas delquinto piso salieron volando, en mediode la humareda, tres siluetas oscuras,que parecían de hombre, y una silueta demujer desnuda.

28Últimas andanzas deKoróviev y Popota

No podríamos asegurar si las siluetasaparecieron realmente o si fueron frutodel terror que se había apoderado de losinquilinos de la desafortunada casa. Siverdaderamente fueron ellos, nadie sabea dónde se dirigieron, tampoco sesepararon; pero un cuarto de horadespués de que empezara el incendio enla Sadóvaya, junto a las puertas de lunadel Torgsin[20] en el mercado Smolenski,

apareció un ciudadano largo, con untraje a cuadros, acompañado de un grangato negro.

Escurriéndose hábilmente entre lostranseúntes, el ciudadano abrió la puertade entrada de la tienda. Pero un porteroenclenque, huesudo y con aire hostil, lescerró el paso, diciendo irritado:

—¡Con gato no se puede!—Usted perdone —sonó la voz

cascada del largo, que se llevó unamano nudosa a la oreja como si fuerasordo—, ¿con gatos, dice usted? ¿Ydónde está el gato?

Al portero se le salían los ojos delas órbitas. No era para menos:

efectivamente, no había ningún gato. Porencima del hombro del ciudadanoasomaba un tipo regordete que teníacierto aire de gato y llevaba una gorraagujereada y un hornillo de petróleo enlas manos.

Intentaba entrar en la tienda.Algo le desagradó al portero

misántropo en la pareja de visitantes.—Aquí se compra sólo con divisas

—articuló con voz ronca. Mirabairritado por debajo de las cejaspobladas y pardas, como carcomidaspor la polilla.

—Querido —dijo el larguirucho,bollándole un ojo detrás de los

impertinentes rotos—, ¿y cómo sabeusted que yo no las tengo? ¿Juzga por mitraje? ¡No lo haga nunca, queridísimoguarda! Puede meter la pata a base debien. Lea otra vez la historia del famosocalifa Harún al Rashid. Pero ahora,dejando la historia para mejor ocasión,quiero advertirle que voy a dar unaqueja de usted al director: Le contaréunas cuantas cosas y me temo que ustedtendrá que abandonar su puesto entre lasrelucientes lunas.

—Si yo tuviera el hornillo lleno dedivisas, ¿qué? —intervino acalorado elfelino regordete, metiéndose en la tiendade mala manera.

Detrás la gente empezaba aimpacientarse. El portero, dirigiendouna mirada de odio y desconfianza a laextraña pareja, se apartó, y nuestrosamigos se encontraron en la tienda.Después de echar una ojeada, Koróvievanunció con voz tan fuerte que se oyóhasta en el último rincón.

—¡Vaya tienda estupenda! ¡Unatienda pero que muy buena!

El público se volvió sorprendido,pero Koróviev tenía toda la razón:

En los estantes se veían montones depiezas de percal con estampados muyvariados. Detrás se amontonabanmuselinas, calicós y paños para frac. Se

perdían en el infinito verdaderas pilasde cajas de zapatos y había variasciudadanas sentadas en pequeñosbanquitos, con un pie en un zapato viejoy gastado y pisoteando la alfombra conel otro, dentro de un zapato nuevo ybrillante. Del interior salían canciones ymúsica de gramófono.

Pero Koróviev y Popota dejaronatrás todas estas maravillas y seencaminaron directamente a aquellaparte de la tienda donde se unían lassecciones gastronómica y de confitería.Allí había sitio de sobra.

Las ciudadanas con boinas ypañuelos no se amontonaban, como en la

sección de percales.Junto al mostrador, hablando con

aire imperativo, había un hombrepequeño, completamente cuadrado, conla cara afeitada hasta parecer azul, congafas de concha, sombrero nuevo sinarrugar y sin manchas de agua en lacinta, con un abrigo color lila y guantesnaranja de cabritilla. Atendía al clienteun dependiente con bata blanca, limpia ygorrito azul.

Con un cuchillo muy afilado, querecordaba al que robara Leví Mateo, eldependiente limpiaba un salmón rosa,grasiento y lloroso, con la piel plateada,parecida a la de una serpiente.

—Este departamento es soberbiotambién —reconoció solemnementeKoróviev—, y el extranjero parecesimpático —y señaló con airebenevolente la espalda color lila.

—No, Fagot, no —respondió Popotapensativo—, te equivocas, amigo mío:me parece que le falta algo en la cara aeste gentleman lila.

La espalda color lila se estremeció,pero debió de ser una casualidad,porque ¿cómo podía entender elextranjero lo que decían en rusoKoróviev y su acompañante?

—¿Es... bien? —preguntabaseveramente el comprador.

—¡Fenomenal! —contestaba eldependiente, hurgando con el cuchillo enla piel del salmón, con aire coqueto.

—Bueno gusta, malo no gusta —decía el extranjero exigente.

—¡Cómo no! —exclamaba eldependiente con entusiasmo

Nuestros amigos se alejaron delextranjero, del salmón y se acercaron almostrador de la confitería.

—Hace calor —se dirigió Koróvieva una vendedora jovencita con loscarrillos rojos, pero no obtuvo respuesta—. ¿A cuánto están las mandarinas? —le preguntó.

—A treinta kopeks el kilo —

contestó la dependienta.—Pobre bolsillo —dijo Koróviev

suspirando—, ¡ay, ay! —se quedópensativo, y luego invitó a su amigo—:come, Popota.

El gordo se colocó el hornillo bajoel brazo, agarró una mandarina, la de lacúspide de la pirámide, la devoró con lapiel y todo y cogió otra.

Un pánico de muerte se apoderó dela vendedora.

—¡Está loco! —exclamó, perdiendoel color—. ¡Déme el cheque! ¡Elcheque! —y dejó caer las pinzas de loscaramelos.

—Guapa, cielo, cariño —decía

Koróviev, recostándose sobre elmostrador y guiñando un ojo a lavendedora—, no llevamos divisasencima, ¿qué se le va a hacer? ¡Le juroque la próxima vez, no más tarde dellunes, le devolveremos todo con dinerolimpio! Somos de aquí cerca, de laSadóvaya, donde el incendio...

Popota iba ya por la terceramandarina cuando metió la pata en lacomplicada construcción de barras dechocolate, sacó una de abajo, lo quehizo que todo se derrumbara, y se latragó con la envoltura dorada.

Los dependientes de la sección depescado se habían quedado de piedra,

con los cuchillos en la mano. Elextranjero vestido de color lila sevolvió hacia los dos sujetos. Popotaestaba equivocado: no es que le faltaraalgo en la cara, más bien al contrario, lecolgaban los carrillos y tenía la miradaevasiva.

Con la cara completamente amarillala vendedora gritó en plena congoja, ysu voz se oyó en toda la tienda:

—¡Palósich! ¡Palósich!Acudió en masa la gente del

departamento de percales. Popotaabandonó la tentadora confitería y metióla mano en un barril en el que se leía:«Arenques escogidos de Kerch»; sacó

un par de arenques, se los tragó yescupió las colas.

—¡Palósich! —se repitió el gritodesesperado. De la sección de pescadollegó el rugido de un vendedor conperilla:

—¡Parásito! ¿Qué estás haciendo?Pável Iósifovich se apresuraba al

campo de batalla. Era un hombre debuena presencia, con bata blanca decirujano y un lápiz que le asomaba en unbolsillo. Seguramente Pável Iósifovichera un hombre de experiencia. Cuandovio a Popota con el tercer arenque en laboca hizo una rápida valoración, se hizocargo de la situación en seguida y, sin

entablar discusión alguna con lossinvergüenzas, ordenó, alargando losbrazos hacia la calle:

—¡Silba!Atravesando las puertas de luna, el

portero salió corriendo hacia la esquinadel mercado Smolenski e inició unsilbido siniestro. La gente empezó arodear a los bandidos. Entoncesintervino Koróviev:

—¡Ciudadanos! —gritó con voz finay temblorosa—. ¿Pero qué es esto? ¿Eh?¡Permítanme que haga esta pregunta!Este pobre hombre —Koróviev aumentóel temblor de su voz y señaló a Popota,que inmediatamente puso una cara

llorosa—, este pobre hombre está todoel día arreglando hornillos. Tienehambre... ¿y de dónde quieren que saquedivisas?

Pável Iósifovich, que solía sertranquilo y sereno, al oír aquello, gritócon severidad:

—¡Oye tú, haz el favor de callarte!—y de nuevo estiró la mano haciaafuera, impaciente. Los trinos junto a lapuerta sonaron con más alegría.

Pero Koróviev, sin dejarse cohibirlo más mínimo por la intervención delPável Iósifovich, prosiguió:

—¿De dónde? —preguntó a todoslos presentes—. ¡Está extenuado, tiene

hambre y sed, tiene calor! Y el pobrecitoprueba una mandarina. ¡Si no vale másde tres kopeks! Y ésos ya están silbandocomo ruiseñores de los bosques enprimavera, molestando a las milicias,distrayéndoles de su trabajo. Pero éste¡sí que puede! —y Koróviev señalóhacia el gordo color lila, que en seguidaexpresó inquietud en su rostro—. ¿Quiénes? ¿Eh? ¿De dónde ha venido? ¿Paraqué? Qué, ¿le echábamos de menos?¿Acaso le hemos invitado? Claro —decía el ex chantre a grito pelado consonrisa sarcástica—, como ven, lleva untraje lila muy elegante, está todohinchado de salmón, está repleto de

divisas. ¿Y uno de los nuestros, eh?¡Qué amargura, qué amargura! —aullóKoróviev, como si estuviera en una bodaa la antigua[21].

Este discurso estúpido, falto de tactoy, por lo visto, pernicioso políticamente,hizo que Pável Iósifovich seestremeciera de indignación; pero,aunque parezca extraño, a juzgar por losojos del público, había encontrado elapoyo de mucha gente. Cuando Popota,llevándose a los ojos una manga sucia,exclamó con aire trágico:

—¡Gracias, fiel amigo, hasdefendido a la víctima! —ocurrió unmilagro.

Un viejecito silencioso y de lo másdecente, vestido con modestia, perolimpio; un viejecito que estabacomprando tres pasteles de almendra enla confitería, se transformórepentinamente. Sus ojos despedían unfuego de lucha; se puso rojo, tiró elpaquete del pastel al suelo y gritó convoz fina e infantil:

—¡Es verdad! —agarró la bandeja,tirando los restos de la torre Eiffel dechocolate, destruida por Popota, y laagitó en el aire; con la mano izquierdaquitó el sombrero del extranjero y con laderecha le atizó un golpe en la cabezamedio calva. Se oyó un ruido semejante

al que hace una lámina de hierro al caerde un camión. El gordo se puso pálido,cayó de espaldas y se sentó en el barrilde los arenques de Kerch, levantando unverdadero surtidor de salmuera.Entonces sucedió otro milagro. El tipocolor lila gritó en ruso, al caerse en elbarril, sin el menor asomo de acentoextranjero:

—¡Me están matando! ¡Milicias!¡Me están matando los bandidos! —aprendió, por lo visto, el idioma hastaentonces desconocido, como resultadode la conmoción.

Se cortó el silbido del portero yentre el tumulto de emocionados

compradores aparecieron,aproximándose, los cascos de dosmilicianos. Pero el pérfido Popota, igualque se echa agua en el banco de un bañopúblico, roció el mostrador de laconfitería con la gasolina de su hornilloy ésta se encendió en seguida. El fuegose alzó y se extendió a lo largo delmostrador, comiéndose las bonitascintas de papel en las cestas de fruta.Las dependientas corrieron pegandogritos, y en seguida se incendiaron lascortinas de lino de las ventanas y en elsuelo ardió la gasolina.

El público, con locos alaridos, seechó hacia atrás en la confitería,

aplastando a Pável Iósifovich,innecesario ya. De detrás del mostradorde la sección de pescados losvendedores salieron en fila india, conlos afilados cuchillos en la mano, y sedirigieron corriendo hacia la salida deservicio.

Una vez que se hubo liberado delbarril, el ciudadano color lila, cubiertopor completo de grasa de arenque, pasópor encima del salmón del mostrador ysiguió a los vendedores. Sonaron ycayeron los cristales de la puerta; lagente los rompía para salvarse. Los dossinvergüenzas, Koróviev y el glotón dePopota, desaparecieron. ¿Por dónde?

Nadie lo sabe. Más tarde, los testigospresenciales del incendio en el Torgsincontaban que los dos bandidos volaronhacia el techo y allí explotaron, comodos globos de niño. Claro, que fueraprecisamente así, se puede poner enduda, pero como no lo sabemos seguro,no decimos nada.

Lo que sí sabemos es que un minutodespués de lo sucedido en el mercadoSmolenski, Popota y Koróviev estabanen la acera del bulevar, en frente de lacasa de la tía de Griboyédov. Koróviev,pasando ante la reja, dijo:

—¡Bah! ¡Si es la casa de losescritores! Sabes qué te digo, que he

oído muchas cosas buenas y favorablessobre esta casa. Fíjate en ella, amigomío. Es agradable pensar que bajo estetejado se ocultan y están madurandoinfinidad de talentos.

—Como las piñas en losinvernaderos —dijo Popota, subiéndosesobre la base de hormigón de la reja,para ver mejor la casa color crema concolumnas.

—Eso es —asintió Koróviev,compartiendo la idea de su amigoinseparable—. Y qué emoción tan dulceenvuelve el corazón cuando piensas queen esta casa madura el futuro autor deDon Quijote o del Fausto, o ¿quién

sabe?, de Almas muertas. ¿Eh?—Da miedo pensarlo.—Pues sí —seguía Koróviev—, se

pueden esperar cosas sorprendentes delos invernaderos de esta casa, que hareunido bajo su techo a varios ascetas,decididos a consagrar su vida alservicio de Melpómenes, Polihimnia yTalía. ¿Te imaginas el jaleo que se va aorganizar cuando uno de ellos ofrezca alpúblico de lectores El revisor o, enúltimo caso, Eugenio Oneguin?

—Pues podía pasar —asintió denuevo Popota.

—Sí —continuaba Koróviev,levantando un dedo con aire preocupado

—. ¡Pero!... ¡Pero, digo yo y repito el«pero»!... ¡Si a estas delicadas plantasde invernadero no les ataca algúnmicrobio, no les pica las raíces, si no sepudren! ¡Porque esto ocurre con laspiñas! ¡Y tanto que ocurre!

—Por cierto —se interesó Popota,metiendo su cabeza redonda entre lasrejas—, ¿qué están haciendo en esaterraza?

—Están comiendo —replicóKoróviev—. Además, mi queridoamigo, en esta casa hay un restauranteque no está mal y es bastante barato. Y apropósito, como todo turista que seprepara a emprender un viaje largo,

siento deseos de tomar algo y bebermeuna gran jarra de cerveza helada.

—Yo también —contestó Popota, ylos dos sinvergüenzas se dirigieron porel caminito asfaltado bajo los tilos haciala terraza del restaurante, que nopresentía la desgracia.

Una ciudadana pálida y aburrida,con calcetines blancos y boina delmismo color con un rabito, se sentaba enuna silla vienesa a la entrada en laterraza, en una esquina donde había unhueco en el verde de la reja cubierta deplantas trepadoras. Delante de ella, enuna simple mesa de cocina, había unlibro gordo, parecido a un libro de

cuentas, en el que la ciudadana apuntabacon objetivo desconocido a todos losque entraban.

Y precisamente esa ciudadana paró aKoróviev y a Popota.

—Los carnets, por favor —dijo ellamirando sorprendida los impertinentesde Koróviev y el hornillo de Popota y sucodo roto.

—Mil perdones, pero, ¿qué carnets?—pregunto Koróviev, extrañado.

—¿Son ustedes escritores? —preguntó a su vez la ciudadana.

—Naturalmente —contestóKoróviev con dignidad.

—¡Sus carnets! —repitió la

ciudadana.—Mi encanto... —empezó

dulcemente Koróviev.—No soy ningún encanto —le

interrumpió la ciudadana.—¡Ah! ¡Qué pena! —dijo Koróviev

con desilusión y continuó—: Bien, siusted no desea ser encanto, lo quehubiera sido muy agradable, puede noserlo. Dígame, ¿es que para convencersede que Dostoievski es un escritor, esnecesario pedirle su carnet? Coja cincopáginas cualesquiera de alguna de susnovelas y se convencerá sin necesidadde carnet de que es escritor. ¡Y mesospecho que nunca tuvo carnet! ¿Qué

crees? —Koróviev se dirigió a Popota.—Apuesto a que no lo tenía —

contestó Popota, dejando el hornillo enla mesa junto al libro y secándose con lamano el sudor de su frente, manchada dehollín.

—Usted no es Dostoievski —dijo laciudadana, desconcertada, dirigiéndosea Koróviev.

—¿Quién sabe?, ¿quién sabe? —contestó él.

—Dostoievski ha muerto —dijo laciudadana, pero no muy convencida.

—¡Protesto! —exclamó Popota concalor—. ¡Dostoievski es inmortal!

—Sus carnets, ciudadanos —dijo la

ciudadana.—¡Esto tiene gracia! —no cedía

Koróviev—. El escritor no se conocepor su carnet, sino por lo que escribe.¿Cómo puede saber usted qué ideasartísticas bullen en mi cabeza? ¿O enésta? —y señaló la cabeza de Popota,que hasta se quitó la gorra para que laciudadana pudiera verla mejor.

—Dejen pasar, ciudadanos —dijo lamujer nerviosa ya.

Koróviev y Popota se apartaron paradejar paso a un escritor vestido de gris,con camisa blanca, veraniega, sincorbata; con el cuello de la camisaabierto sobre el cuello de la chaqueta.

Llevaba un periódico bajo el brazo. Elescritor saludó amablemente a laciudadana; al pasar escribió en el libro,previamente abierto, un garabato y sedirigió a la terraza.

—No, no será para nosotros —hablócon tristeza Koróviev— la jarra heladade cerveza, con la que hemos soñadotanto, nosotros, pobres vagabundos.Nuestra situación es triste y difícil y nosé cómo salir de ella.

Popota se limitó a abrir los brazoscon amargura y colocó la gorra en sucabeza redonda, cubierta de pelo espesoque recordaba mucho la piel de un gato.

En ese momento una voz muy suave,

pero autoritaria, sonó encima de laciudadana.

—Déjeles pasar, Sofía Pávlovna.La ciudadana del libro de registro se

sorprendió. Entre el verde de la verjasurgió el pecho blanco de frac y la barbaen forma de puñal del filibustero.Miraba amistosamente a los dos tiposdudosos y harapientos e incluso leshacía gestos de invitación. La autoridadde Archibaldo Archibáldovich era algomuy palpable en el restaurante que éldirigía y Sofía Pávlovna preguntó condocilidad a Koróviev:

—¿Cómo se llama usted?—Panáyev —respondió él con

finura. La ciudadana apuntó el apellido yechó una mirada interrogante a Popota.

—Skabichevski[22] —dijo él,señalando el hornillo, Dios sabe porqué. Sofía Pávlovna lo apuntó también yacercó el libro a los visitantes para quefirmaran. Koróviev puso«Skabichevski» enfrente del apellido«Panáyev» y Popota escribió «Panáyev»enfrente de «Skabichevski».

Archibaldo Archibáldovich,sorprendiendo a Sofía Pávlovna con unasonrisa seductora, conducía a loshuéspedes a la mejor mesa, donde habíauna sombra tupida y donde el sol jugabaalegremente por uno de los huecos de la

verja con trepadora verde. Mientras,Sofía Pávlovna, parpadeando deasombro, estuvo largo rato estudiandolas extrañas inscripciones que habíandejado los inesperados visitantes.

Archibaldo Archibáldovichsorprendió más aún a los camareros quea Sofía Pávlovna. Apartó personalmentela silla de la mesa, invitando a Koróvieva que se sentara, guiñó el ojo a uno,susurró algo a otro, y dos camarerosempezaron a correr alrededor de losvisitantes; uno de ellos puso el hornilloen el suelo, junto a las botasdescoloridas de Popota.

Inmediatamente desapareció de la

mesa el viejo mantel con manchasamarillas y en el aire voló un mantelblanco como un albornoz de beduino,crujiente de tanto almidón que tenía.Archibaldo Archibáldovich murmurabaal oído a Koróviev en voz baja peromuy expresiva:

—¿A qué les invito? Tengo lomo deesturión especial... lo conseguí delcongreso de arquitectos...

—Bueno... mmm... un aperitivo...mmm... —pronunció Koróviev conbenevolencia, instalado en la sillacómodamente.

—Ya comprendo —contestóArchibaldo Archibáldovich con aire de

complicidad, cerrando los ojos.Al ver cómo el jefe del restaurante

trataba a los visitantes bastantesospechosos, los camareros dejaron susdudas y se tomaron el trabajo en serio.Uno de ellos acercó una cerilla a Popotaque había sacado del bolsillo una colillay se la había metido en la boca, seacercó corriendo otro, colocando junto alos cubiertos, piezas de finísimo cristalcolor verde. Copas de licor, de vino yde agua, en las que sabe tan bien el aguamineral, estando bajo el toldo...diremos, adelantándonos, que esta veztambién se bebió agua mineral bajo eltoldo de la inolvidable terraza de

Griboyédov.—Puedo invitarles a filetes de

perdices —murmuraba ArchibaldoArchibáldovich con voz musical. Elhuésped de los impertinentes rotosaprobaba enteramente todas laspropuestas del comandante del bergantíny le miraba con benevolencia a travésdel inútil cristal.

El literato Petrakov Sujovéi, quecomía con su esposa en la mesa de allado, y se terminaba un escalope decerdo, era observador, notacaracterística de todos los escritores, sedio cuenta de los especiales cuidados deArchibaldo Archibáldovich hacia los

visitantes y se sorprendió mucho. Suesposa, señora muy respetable, llegó atener celos de Koróviev y dio unosgolpecitos con la cucharilla para indicarque se estaban retrasando. ¿No era elmomento de servir el helado? ¿Quépasaba?

Pero Archibaldo Archibáldovich,dirigiéndole una sonrisa encantadora,mandó a un camarero, mientras él mismono abandonaba a sus queridoshuéspedes. ¡Ah, qué inteligente eraArchibaldo Archibáldovich! ¡Y seguroque no era menos observador que losmismos escritores! Sabía lo de la sesióndel Varietés y los sucesos de aquellos

días; había oído las palabras «el decuadros» y «el gato» y se las grabó en lamemoria, no como otros. ArchibaldoArchibáldovich supo en seguida quiéneseran sus visitantes. Y al comprenderlo,decidió no quedar mal con ellos. ¡PeroSofía Pávlovna! ¡Qué ocurrencia,cerrarles el paso a la terraza! Por otraparte, ¡qué se podía esperar de ella!

La señora de Petrakov, hincando conarrogancia la cucharilla en el heladoderretido, miraba con ojos enfadadoscómo la mesa de los dos payasosdesarrapados se cubría de manjares porarte de magia. Hojas de lechuga lavadashasta sacarle brillo salían de una fuente

con caviar fresco... un instante yapareció una mesa especial con un cuboplateado empañado de frío...

Sólo en el momento que se huboconvencido de que todo se estabahaciendo como era debido y que en lasmanos del camarero apareció una sarténcubierta, en la que algo chirriaba,Archibaldo Archibáldovich se permitióabandonar a los misteriosos visitantes,susurrándoles previamente:

—¡Con permiso! ¡Un minutito! ¡Voya ver los filetes! Se apartó de la mesa ydesapareció por una puerta interior delrestaurante. Si algún observador hubierapodido vigilar a Archibaldo

Archibáldovich, lo que hizo acontinuación le hubiera parecido algoextraño.

El jefe del restaurante no se dirigió ala cocina para vigilar los filetes, sino alalmacén del restaurante. Lo abrió con sullave, cerró la puerta al entrar, sacó deuna nevera con hielo dos pesados lomosde esturión, con mucho cuidado de nomancharse los puños los envolvió en unpapel de periódico, ató el paquetecuidadosamente con una cuerda y lopuso a un lado. Luego fue a la habitacióncontigua para comprobar si estaba susombrero y su abrigo de entretiempoforrado de seda, y solamente entonces se

encaminó a la cocina, donde el cocineroestaba preparando con esmero los filetesprometidos por el pirata.

Tenemos que aclarar que no habíanada de extraño e incomprensible en lasoperaciones de ArchibaldoArchibáldovich, y que las podríaencontrar raras sólo un observadorsuperficial. Su actitud era el resultadológico de todo lo anterior. Conociendolos últimos acontecimientos y, sobretodo, con el olfato tan fenomenal quetenía, Archibaldo Archibáldovich, eljefe del restaurante de Griboyédov,pensó que la comida de los dosvisitantes sería, aunque abundante y

lujosa, muy breve. Y su olfato, quenunca le había fallado, tampoco lo hizoesta vez.

Cuando Koróviev y Popotabrindaban por segunda vez con copas deun vodka espléndido, de doblepurificación, apareció en la terraza elcronista Boba Kandalupski, sudoroso yexcitado; era conocido en Moscú por suasombrosa omnisciencia. Se sentó enseguida con los Petrakov. Dejando en lamesa su cartera repleta, Boba metió suslabios en la oreja de Petrakov y empezóa susurrarle algo sugestivo. MadamePetrakova, muerta de curiosidad, acercósu oído a los labios grasientos y gruesos

de Boba. Éste de vez en cuando mirabafurtivamente alrededor, pero seguíahablando sin parar y se podían oíralgunas cosas sueltas, como:

—¡Palabra de honor! ¡En laSadóvaya, en la Sadóvaya!... —Bobabajó la voz todavía más—. ¡No lescogen las balas!... balas... balas...gasolina... incendio... balas...

—¡Habría que aclarar quiénes sonlos mentirosos que difunden estosrumores repugnantes! —decía madamePetrakova indignada, con voz algo másfuerte de lo que hubiera preferido Boba—. ¡Nada, nada, así sucederá, ya lesmeterán en cintura! ¡Qué mentiras más

peligrosas!—¡Pero, por qué mentiras, Antonida

Porfírievna! —exclamó Boba,disgustado por la duda de la esposa delescritor, y siguió murmurando—: ¡Lesdigo que no les cogen las balas!... Yahora el incendio... ellos por el aire...¡por el aire! —Boba cuchicheaba sinsospechar que los protagonistas de suhistoria estaban sentados a su lado,regocijándose con su cuchicheo.

Aunque pronto el regocijo seterminó. Salieron a la terraza de lapuerta interior del restaurante treshombres con las cinturas muy ceñidaspor cinturones de cuero, con polainas y

pistolas en mano. El primero gritó convoz sonora y terrible:

—¡Quietos! —y los tres abrieronfuego, disparando sobre las cabezas deKoróviev y Popota. Estos dos sedisiparon inmediatamente y en elhornillo explotó un fuego que fue a dardirectamente en el toldo. El fuego,saliendo de allí, subió hasta el mismotejado de la casa de Griboyédov. Lascarpetas con papeles, que estaban en laventana del segundo piso, ardieron enseguida, luego se prendió la cortina, y elfuego, haciendo ruido, como si alguienestuviera soplando para que creciera,entró en la casa de la tía de Griboyédov.

Por los caminos asfaltados quellevaban a la reja de hierro fundido deljardín, la misma por la que entraraIvánushka el miércoles por la nochecomo primer mensajero incomprendidode la desgracia, unos segundos despuéscorrían escritores que habían dejado sucomida a medias, Sofía Pávlovna,Petrakova y Petrakov.

Archibaldo Archibáldovich, quehabía salido a tiempo por la puertalateral, sin correr y sin muestras deimpaciencia, como un capitán que es elúltimo en abandonar su bergantín enllamas, estaba de pie, muy tranquilo,vestido con su abrigo de entretiempo

forrado de seda y con dos lomos deesturión bajo el brazo.

29El destino del maestro

y Margarita estáresuelto

Se ponía el sol. En la terraza de piedrade uno de los edificios más bonitos deMoscú, construido hace unos cientocincuenta años, en lo alto, dominandotoda la ciudad, estaban Voland yAsaselo. No se veían desde la calle,porque permanecían ocultos a lasmiradas innecesarias por unos jarronesde yeso con flores, también de yeso.

Pero ellos veían la ciudad casi hasta suslímites.

Voland se sentaba en un tabureteplegable, iba vestido con su hábitonegro. Su espada, ancha y larga, estabaclavada verticalmente entre dos losas dela terraza, haciendo de reloj de sol. Lasombra de la espada se alargaba lentapero firme, acercándose a los zapatosnegros de Satanás. Con su barbillaazulada apoyada en el puño, encorvadoen el taburete, sentado sobre su pierna,Voland miraba, sin desviar la vista delenorme conjunto de palacios, edificiosgigantescos y pequeñas casuchasdestinadas al derribo.

Asaselo había abandonado suatuendo moderno: chaqueta, sombrerohongo, zapatos de charol y, comoVoland, vestía de negro; estaba inmóviljunto a su señor y al igual que él, noapartaba la vista de la ciudad.

Voland habló:—Qué ciudad más interesante,

¿verdad?Asaselo se movió y contestó con

respeto:—Messere, me gusta más Roma.—Bueno, eso es cuestión de gustos

—dijo Voland.Al poco rato se oyó de nuevo su voz:—¿Y ese fuego en el bulevar?

—Está ardiendo Griboyédov —contestó Asaselo.

—Es de suponer que la parejainseparable de Koróviev y Popota hayaestado allí.

—No cabe la menor duda, messere.De nuevo reinó el silencio y los dos

que estaban en la terraza vieron cómo enlas ventanas que daban al occidente, enlos pisos altos de las casas, se encendíaun sol cegador. El ojo de Volanddespedía el mismo fuego que aquellasventanas, aunque él estuviera deespaldas al poniente.

De pronto algo llamó la atención deVoland en la torre redonda del tejado, a

sus espaldas. Un hombre de barba negra,sombrío, vestido con túnica y sandaliashechas por él, harapiento y manchado dearcilla, surgió de la pared.

—¡Vaya! —exclamó Volandmirándole con cierta burla—. ¡Lo quemenos me esperaba es verte aquí! ¿Quéte trae, huésped inesperado?

—He venido a verte, espíritu delmal y dueño de las sombras —contestóel recién llegado, mirando a Voland dereojo, con aire hostil.

—Si has venido a verme, ¿por qué,entonces, no me saludas, ex recaudadorde contribuciones? —habló Voland conseveridad.

—Porque no quiero que sigas consalud —contestó insolente el reciénllegado.

—Pues tendrás que conformarte conello —repuso Voland y una sonrisadesfiguró su boca—, casi no has tenidotiempo de aparecer en el tejado y ya hasdicho una necedad, y te diré en quéconsiste: en tu tono. Has pronunciado laspalabras como si no reconocieras laexistencia del mal y de las sombras.Porqué no eres un poco amable y tedetienes a pensar en lo siguiente: ¿quéharía tu bien si no existiera el mal y quéaspecto tendría la tierra sidesaparecieran las sombras? Los

hombres y los objetos producensombras. Ésta es la sombra de miespada. También hay sombras de árbolesy seres vivos. ¿No querrás raspar todala tierra, arrancar los árboles y todo lovivo para gozar de la luz desnuda? Eresun necio.

—No quiero discutir contigo, viejosofista —respondió Leví Mateo.

—Es que no puedes discutirconmigo por la razón que ya hemencionado: eres necio —dijo Voland, ypreguntó—: Bueno, dime rápido, no mecanses, ¿para qué has venido?

—Él me ha mandado.—¿Y qué recado traes, esclavo?

—No soy esclavo —contestó LevíMateo, cada vez más enfurecido—, soysu discípulo.

—Como siempre, hablamos enidiomas distintos —respondió Voland—,pero las cosas de que hablamos nocambian por eso. ¿Bueno?

—Ha leído la obra del maestro —habló Leví Mateo—, pide que te llevesal maestro y le des la paz. ¿Te cuestatrabajo hacerlo, espíritu del mal?

—A mí no me cuesta trabajo hacernada —contestó Voland— y tú lo sabesmuy bien —permaneció callado y luegoañadió—: ¿Y por qué no os lo lleváisvosotros al mundo?

—No se merece el mundo, semerece la tranquilidad —dijo Leví convoz triste.

—Puedes decir que todo será hecho—contestó Voland, se le encendió el ojoy añadió—: y déjame inmediatamente.

—Pide que también se lleven a laque le quería y sufrió tanto por él —Leví por primera vez habló a Voland convoz suplicante.

—Si no fuera por ti nunca se noshubiera ocurrido. Vete.

Leví Mateo desapareció; Volandllamó a Asaselo, diciéndole:

—Vete a verlos y arréglalo todo.Asaselo abandonó la terraza y

Voland se quedó solo.Pero su soledad no duró mucho rato.

En las losas de la terraza se oyeronruidos de pasos y voces animadas y antelos ojos de Voland aparecieronKoróviev y Popota. El regordete ya notenía su hornillo, iba cargado de otrosobjetos. Llevaba bajo el brazo unpequeño paisaje en marco dorado, lecolgaba una bata de cocinero medioquemada, y en la otra mano llevaba unsalmón entero con piel y cola. Los dosdespedían olor a quemado, el morro dePopota estaba sucio de hollín y la gorraestaba muy chamuscada.

—¡Saludos, messere! —gritó la

pareja incansable y Popota agitó elsalmón.

—¡Qué pinta! —dijo Voland.—¡Figúrese, messere! —gritó

Popota excitado y contento—, ¡me hantomado por un ladrón!

—A juzgar por los objetos que traes—contestó Voland mirando el cuadro—eso es lo que eres.

—Querrá creer, messere... —empezó Popota con voz zalamera.

—No, no te creo —le cortó Voland.—Messere, le juro que a base de

heroicos esfuerzos he intentado salvartodo lo que me fuera posible y esto es loúnico que pude conseguir.

—Prefiero que me digas ¿por qué seincendió Griboyédov? —preguntóVoland.

Los dos, Koróviev y Popota,separaron los brazos, levantaron losojos al cielo y Popota exclamó:

—¡No lo llego a entender!Estábamos tan tranquilos, en silencio,tomando unas cosas...

—Y de pronto ¡pum!, ¡pum! —intervino Koróviev—. ¡Que empiezan adisparar! Locos de miedo, Popota y yocorrimos al bulevar y los perseguidoresdetrás; y nosotros hacia el monumento aTimiriásev.

—Pero el sentido del deber —entró

Popota— venció nuestro miedovergonzoso y volvimos.

—Ah, ¿volvisteis? —dijo Voland—.Claro, entonces es cuando el edificioquedó reducido a cenizas.

—¡A cenizas! —afirmó Koróvievcon amargura—, literalmente a cenizas,messere, según su justa expresión. ¡Noquedaron más que cenizas!

—Yo me dirigí —contaba Popota—a la sala de reuniones, la de lascolumnas, messere, esperando sacaralgo valioso. Ah, messere, mi mujer, sila tuviera, ¡habría estado veinte veces ados pasos de ser viuda! Pero,felizmente, messere, estoy soltero y le

diré con franqueza que soy feliz así.¡Oh!, messere, ¿acaso se puede cambiarla libertad de soltero por un yugooneroso?

—¡Ya estamos diciendo tonterías! —indicó Voland.

—Le oigo y prosigo —contestó elgato—, pues sí, aquí está el paisajito.No fue posible sacar otra cosa de lasala, porque el fuego me quemaba lacara. Corrí a la despensa, salvé unsalmón. Corrí a la cocina, salvé unabata. Considero, messere, que he hechotodo lo que he podido y no comprendola razón de la expresión escéptica de sucara.

—¿Y qué hacía Koróviev mientrastú estabas robando? —preguntó Voland.

—Estuve ayudando a los bomberos,messere —respondió Koróvievseñalándose los pantalones rotos.

—Si eso es verdad, estoy seguro quehabrá que construir un edificio nuevo.

—Será construido, messere —contestó Koróviev—, me atrevo aasegurárselo.

—Bueno, lo único que queda esdesear que sea mejor que el anterior —dijo Voland.

—Así será, messere —afirmóKoróviev.

—Puede creerme —añadió el gato

—, soy un verdadero profeta.—A pesar de todo, hemos llegado

—comunicó Koróviev— y estamosesperando sus órdenes.

Voland se levantó del taburete, seacercó a la balaustrada y se quedó largorato inmóvil, sin decir una palabra, deespaldas a su séquito, mirando a laciudad. Luego se apartó del borde de laterraza, se sentó en el taburete y dijo:

—No habrá órdenes, habéis hechotodo lo posible y ya no necesito másvuestros servicios. Podéis descansar.Ahora va a llegar la tormenta yemprenderemos el camino.

—Muy bien, messere —contestaron

los dos payasos y desaparecieron detrásde una torre redonda que estaba en elcentro de la terraza.

La tormenta, de la que hablabaVoland, se estaba formando en elhorizonte. Una nube negra se levantó enel oeste y cortó medio sol. Luego locubrió por completo. En la terraza senotó fresco. Al poco rato todo estaba aoscuras.

Esta oscuridad llegada del oeste,cubrió la enorme ciudad.Desaparecieron los puentes, lospalacios. Desapareció todo, como sinunca hubiera existido. Un hilo de fuegoatravesó el cielo. Luego un golpe

sacudió la ciudad. Se repitió y empezóla tormenta. En las tinieblas ya no seveía a Voland.

30¡Ha llegado la hora!

—¿Sabes? —decía Margarita—, ayer,mientras tú dormías, estuve leyendo lode la oscuridad que llegaba del marMediterráneo... y esos ídolos, ¡oh!, ¡esosídolos de oro! No sé por qué no medejan en paz. Me parece que va a llover.¿No notas que está refrescando?

—Todo esto me gusta mucho, es muybonito —contestaba el maestro fumandoy rompiendo las volutas de humo con lamano—, y los ídolos, eso no tieneimportancia... pero qué pasará después,

¡eso sí que no lo veo claro!Esta conversación tenía lugar al

mismo tiempo que en la terraza dondeestaba Voland aparecía Leví Mateo. Laventana del sótano estaba abierta, y sialguien se hubiera asomado al pasar, sehabría sorprendido seguramente por elaspecto tan extraño que ofrecía lapareja. Margarita llevaba una capanegra sobre su cuerpo desnudo y elmaestro la ropa del sanatorio. Margaritano tenía absolutamente nada que ponerseporque todas sus cosas habían quedadoen el palacete, y aunque estaba muycerca, no quería ni pensar en ir abuscarlas. Y el maestro, que tenía todos

sus trajes en el armario, como si nuncase hubiera ausentado, sencillamente notenía ganas de vestirse y estabahablando con Margarita, diciéndole queen cualquier momento iba a empezaralgo extraño y absurdo. Por primera vezdesde aquel otoño estaba afeitado; en elsanatorio le recortaban la barbita conuna maquinilla.

La habitación también tenía unaspecto extraño y era difícil entenderalgo en medio de aquel caos. Losmanuscritos estaban sobre la alfombra yen el sofá. En el sillón había un libroabierto. La mesa redonda estaba puestapara la comida y entre los platos había

varias botellas. De dónde habían salidoaquellos comestibles y bebidas, era algoque no sabían ni Margarita ni el maestro.Al despertarse se encontraron con todoen la mesa.

Durmieron hasta el atardecer delsábado y los dos se sentíancompletamente repuestos, lo único queles recordaba las aventuras del díaanterior era un ligero dolor en la sienizquierda. En lo psíquico, habíancambiado considerablemente.Cualquiera que escuchara laconversación en el piso del sótano lohubiera notado. Pero no había nadie quepudiera escucharles. La ventaja de aquel

patio era que siempre estaba desierto.Los tilos y el salguero, que cada día seponían más verdes, despedían un olorprimaveral que el vientecillo traía por laventana.

—¡Diablos! —exclamó el maestrode pronto—. Cuando me pongo apensarlo... —apagó el cigarrillo en elcenicero y se apretó la cabeza con lasmanos—, escucha tú que eres unapersona inteligente y no has estadoloca... dime, ¿estás segura de que ayerestuvimos con Satanás?

—Estoy completamente segura —contestó Margarita.

—Claro, claro —dijo el maestro

irónicamente—, ahora tenemos en vezde un loco, dos: el marido y la mujer —alzó los brazos hacia el cielo y gritó—:¡El diablo sabe qué es todo esto, eldiablo, el diablo!

Como toda contestación, Margaritase derrumbó en el sofá, se echó a reír,moviendo sus pies descalzos y luegoexclamó:

—¡Ay, no puedo! ¡Ay, que nopuedo!... ¡mira la pinta que tienes!

El maestro azorado contemplaba suscalzoncillos del sanatorio. Margarita sepuso seria.

—Sin querer acabas de decir laverdad —dijo ella—, ¡el diablo sabe

qué es esto y el diablo, créeme, loarreglará todo! —se le encendieron losojos, se levantó de un salto y se puso abailar exclamando—: ¡Qué feliz mesiento, qué feliz, qué feliz por haberhecho un trato con el diablo! ¡Oh!, ¡eldiablo, el diablo! ¡Amor mío, no tendrásmás remedio que vivir con una bruja! —corrió hacia el maestro, le besó en loslabios, en la nariz y en las mejillas. Losmechones negros despeinados saltabanen la cabeza del maestro; los carrillos yla frente le ardían bajo los besos.

—Realmente, pareces una bruja.—No lo niego —contestó Margarita

—, soy bruja y me alegro mucho de ello.

—De acuerdo —decía el maestro—,si eres bruja, pues muy bien, es bonito yelegante. Entonces a mí, me han raptadode la clínica... ¡tampoco está mal! Mehan traído aquí, vamos a admitirlo.Hasta podemos suponer, que nadienotará nuestra ausencia... Pero, dime,por lo que más quieras, ¿cómo y de quévamos a vivir?, ¡lo digo pensando en ti,créeme!

En ese momento, en la ventanaaparecieron unos zapatos de punterachata y la parte baja de unos pantalonesa rayas. Luego los pantalones sedoblaron por la rodilla y un pesadotrasero ocultó la luz del día.

—Aloísio, ¿estás en casa? —preguntó alguien desde fuera, porencima de los pantalones.

—Ves, ya empiezan —dijo elmaestro.

—¿Aloísio? —preguntó Margarita,acercándose a la ventana—, ledetuvieron ayer. ¿Quién pregunta porél?, ¿quién es usted? —Nada másdecirlo, las rodillas y el traserodesaparecieron de la ventana. Se oyó elgolpe de la verja y todo volvió a lanormalidad. Margarita se dejó caer en elsofá, riendo hasta saltársele laslágrimas. Cuando se calmó, su caracambió completamente. Empezó a

hablar, muy seria, y al hacerlo, sedeslizó del sofá y se arrastró hasta lasrodillas del maestro y, mirándole a losojos, se puso a acariciarle el pelo.

—¡Cuánto has sufrido, cuánto hassufrido, pobrecito mío! Yo sola lo sé.Mira, ¡tienes hilos blancos en el pelo yuna arruga eterna junto a la boca! Nopienses en nada, amor mío! Ya hastenido que pensar demasiado, ahora loharé yo por ti. ¡Te aseguro que todo irábien, maravillosamente bien!

—No tengo miedo de nada, Margot—contestó el maestro y levantó lacabeza. A Margarita le pareció queestaba igual que cuando escribía aquello

que no vio nunca, pero que estabaseguro que había existido—, y no tengomiedo porque ya he pasado por todo.Me han asustado tanto que ya no mepueden asustar con nada. Pero me dapena de ti, Margarita, esto es, por eso lorepito tanto. ¡Despiértate!, ¿por qué vasa destruir tu vida junto a un enfermo sindinero? ¡Vuelve a tu casa! Me das penay por eso te lo digo.

—¡Ah! Tú, tú... —susurrabaMargarita, moviendo su cabezadespeinada—; ¡pobre de ti,desconfiado!... Por ti estuve temblandodesnuda la noche pasada, por ti heperdido mi naturaleza y la he cambiado

por otra nueva; y varios meses he estadoen un cuarto oscuro, pensando tan sóloen la tormenta sobre Jershalaím, me hequedado sin ojos de tanto llorar, y ahoracuando nos ha caído la felicidad, ¡tú meechas! ¡Muy bien, me iré; me voy a ir,pero quiero que sepas que eres unhombre cruel. ¡Te han dejado sin alma!

El corazón del maestro se llenó deamarga ternura, y, sin saber por qué, seechó a llorar escondiendo la cara en elpelo de Margarita. Ella lloraba y seguíahablando y sus dedos acariciaban lassienes del maestro.

—Estos hilos... Delante de mis ojosesta cabeza se está cubriendo de nieve...

¡Mi cabeza, que tanto ha sufrido! ¡Miraqué ojos tienes!, ¡llenos de desierto...; ytus hombros, teniendo que soportar esepeso..., te han desfigurado,desfigurado!... —las palabras deMargarita se hacían incoherentes, seestremecía del llanto.

El maestro se enjugó los ojos,levantó a Margarita de las rodillas, seincorporó él también y dijo con firmeza:

—¡Basta! Me has hechoavergonzarme. Nunca me permitiré lacobardía, ni volveré a hablar de esto,puedes estar segura. Sé que los dossomos víctimas de una enfermedadmental, a lo mejor te la he transmitido

yo... Muy bien, la llevaremos los dos.Margarita acercó los labios al oído

del maestro y susurró:—¡Te juro por tu vida, te juro por el

hijo del astrólogo, tan bien logrado portu intuición, que todo irá bien!

—Bueno, bueno —contestó elmaestro, y añadió, echándose a reír—:Claro, cuando a uno le han robado todo,como a nosotros, ¡trata de buscarsalvación en una fuerza extraterrestre!Muy bien, estoy dispuesto a buscarla eneso.

—Así, así me gusta; eres el de antes,te ríes —contestaba Margarita—; vete aldiablo con tus frases complicadas.

Extraterrestre o no, ¿qué importa?¡Tengo hambre! —y llevó al maestro dela mano hacia la mesa.

—No estoy seguro de que estacomida no se hunda o no salga volandopor la ventana —decía él, sosegado.

—Ya verás como no vuela.En ese mismo instante en la ventana

se oyó una voz nasal:—La paz esté con vosotros.El maestro se estremeció, y

Margarita, acostumbrada ya a todo loextraordinario, exclamó:

—¡Si es Asaselo! ¡Ay! ¡Quéestupendo! —y corrió hacia la puerta,susurrando al maestro:

—¡Ya ves, no nos dejan!—Por lo menos, ciérrate la capa —

gritó el maestro.—Si es igual —contestó Margarita

desde el pasillo.Asaselo ya estaba haciendo

reverencias. Saludaba al maestro, lebrillaba su ojo extraño. Margarita decía:

—¡Qué alegría! ¡En mi vida hetenido una alegría tan grande! Perdoneque esté desnuda, Asaselo, por favor.

Asaselo le dijo que no sepreocupara y aseguró que había visto nosólo a mujeres desnudas, sino queincluso las había visto sin piel. Dejó enun rincón, junto a la chimenea, un

paquete envuelto en una tela de brocadooscuro y se sentó a la mesa.

Margarita sirvió coñac a Asaselo yél lo tomó con gusto. El maestro, sinquitarle ojo, se daba pellizcos en lamano por debajo de la mesa. Pero lospellizcos no ayudaban. Asaselo no sedisipaba en el aire y, a decir verdad, nohabía ninguna necesidad de que lohiciera. No había nada tremendo en elpequeño hombre pelirrojo aparte del ojocon la nube, pero eso puede ocurrir sinmagia alguna, y también su ropa era algoextraña: una capa o una sotana; peroesto, pensándolo bien, se encuentra aveces. El coñac lo tomaba como es

debido, apurando la copa hasta el final ysin comer nada. Este coñac le produjo almaestro un zumbido en la cabeza y sepuso a pensar:

«No, Margarita tiene razón... Claroque éste es un mensajero del diablo. Siyo mismo estuve anteanocheconvenciendo a Iván que él se habíaencontrado en “Los Estanques” al mismoSatanás, ahora me asusto de esta idea yempiezo a hablar de hipnotizadores yalucinaciones... ¡Qué hipnosis, ni quénada!»

Se fijó en Asaselo y se convenció deque en sus ojos había algo forzado,como una idea sin expresar. «No es una

simple visita, seguro que trae algúnrecado», pensaba el maestro.

No se equivocaba en su sospecha.Asaselo, después de beberse la terceracopa de coñac, que no le hacía ningúnefecto, dijo:

—¡Demonio, qué sótano másacogedor! Pero yo me pregunto: ¿qué sepuede hacer en este sótano?

—Lo mismo digo yo —dijo elmaestro riéndose.

—¿Qué pasa, Asaselo? Me sientointranquila —preguntó Margarita.

—¡Por favor! —exclamó Asaselo—.No pensaba inquietarla lo más mínimo.¡Ah, sí!, por poco se me olvida...

Messere les manda recuerdos y me hapedido que le invite de su parte a dar unpequeño paseo, si desea usted venir,naturalmente... ¿Qué me dice?

Margarita le dio una patada almaestro por debajo de la mesa.

—Con mucho gusto —dijo elmaestro, examinando a Asaselo. Éstesiguió hablando:

—Esperamos que MargaritaNikoláyevna nos acompañe.

—¡Pues cómo no! —dijo Margarita,y su pie pasó de nuevo por el delmaestro.

—¡Qué fantástico! —exclamóAsaselo—. ¡Así me gusta! ¡A la

primera! ¡No como en el jardínAlexándrovski!

—¡Por favor, Asaselo, no me lorecuerde! Era tan tonta... Aunque meparece que no se me debe juzgar conmucha severidad: ¡una no se encuentratodos los días con el diablo!

—Claro —afirmó Asaselo—, sifuera todos los días, ¡qué agradable!

—A mí también me gusta lavelocidad —decía Margarita excitada—, me gustan la velocidad y ladesnudez... Como el disparo de una«Mauser», ¡si supieras cómo dispara! —exclamó Margarita volviéndose hacia elmaestro—. Una carta debajo de la

almohada y atraviesa cualquier figura...—el coñac empezaba a subírsele a lacabeza y le ardían los ojos.

—¡Ay, me había olvidado de otracosa! —gritó Asaselo, dándose unapalmada en la frente—. ¡Con tantascosas que tengo que hacer! Messere lesmanda un regalo —se dirigió al maestro—: una botella de vino. Y por cierto, esel mismo vino que bebió el procuradorde Judea: vino de Falerno.

Como era de esperar, esto tanexótico llamó la atención del maestro yMargarita. Asaselo sacó de un fúnebrebrocado un jarrón cubierto de moho.Olieron el vino, llenaron las copas,

miraron a través la luz de la ventana,que empezaba a oscurecerse antes de latormenta.

—¡A la salud de Voland! —exclamóMargarita, levantando su copa.

Los tres acercaron los labios a lacopa y tomaron un trago. En el mismoinstante el cielo que anunciaba latormenta empezó a oscurecerse en losojos del maestro y comprendió que erael fin. Llegó a ver cómo Margarita, conuna palidez de muerta, extendía losbrazos hacia él con gesto indefenso, sucabeza dio contra la mesa y empezó adeslizarse al suelo. El maestro tuvotiempo de gritar:

—¡La has envenenado! —agarró uncuchillo, pero su mano sin fuerzasresbaló del mantel; todo lo que lerodeaba se tiñó de negro y desapareció.Se cayó de espaldas, y al caerse seabrió la sien con la tabla del escritorio.

Cuando los envenenados yacíaninmóviles, Asaselo empezó a actuar.Primero saltó por la ventana y en unsegundo se encontró en el palacete deMargarita Nikoláyevna. Asaselo,siempre preciso y cumplidor, queríacomprobar si todo había salido bien.Todo estaba en orden. Asaselo vio cómouna mujer con aire sombrío, que estabaesperando la vuelta de su marido, salió

de su dormitorio. De pronto palideció, yllevándose la mano al pecho, gritódesolada:

—Natasha... Alguien que me ayude...Y cayó en el suelo del salón sin

llegar al despacho.—Muy bien —dijo Asaselo. Un

segundo después volvía junto a los dosamantes derribados. Margarita estabacon la cara escondida en la alfombra.Con sus manos de hierro, Asaselo lavolvió hacia sí como a una muñeca y lamiró fijamente. Ante sus ojos setransformaba la cara de la envenenada.A la luz del crepúsculo de la tormenta seveía cómo habían desaparecido su

estrabismo pasajero de bruja, la durezay crueldad de los rasgos. Su rostro sehizo suave y dulce, desapareció el gestofiero, y Margarita adquirió unaexpresión femenina de sufrimiento.Entonces Asaselo le abrió la boca y leechó varias gotas del mismo vino con elque la había envenenado. Margaritasuspiró, empezó a incorporarse sin laayuda de Asaselo, se sonrió y preguntócon voz débil:

—¿Pero por qué, Asaselo? ¿Qué hahecho conmigo?

Vio al maestro echado en el suelo, seestremeció y murmuró:

—Nunca lo hubiera esperado...

¡Asesino!—Pero no, no —contestó Asaselo

—, ahora se levanta. ¡Por qué será ustedtan nerviosa!

Tan convincente era la voz deldemonio pelirrojo, que Margarita lecreyó en seguida. Se incorporó de unsalto, llena de vitalidad, y ayudó a darlevino al maestro, que al abrir los ojos,con una mirada sombría, repitió conodio:

—¡La has envenenado!—¡Ah!, el insulto siempre es el

agradecimiento por una obra buena —contestó Asaselo—. ¿Está usted ciego?¡Recobre la vista!

Entonces el maestro se levantó, miróalrededor con ojos vivos y claros ypreguntó:

—¿Y qué significa esto?—Esto significa —respondió

Asaselo— que ya es la hora. ¿Oye lostruenos? Está oscureciendo. Loscaballos rascan la tierra, tiembla elpequeño jardín. Despídanse de prisa.

—¡Ah!, ya comprendo —dijo elmaestro—, usted nos ha matado yestamos muertos. Ahora comprendotodo.

—Por favor —contestó Asaselo—,¿es usted el que habla? Su amiga lellama maestro; si usted piensa, ¿cómo

puede estar muerto? ¿Es que parasentirse vivo hay que estar en el sótano,vestido con la camisa y los calzoncillosdel sanatorio? ¡Me hace gracia!

—Comprendo lo que dice —exclamó el maestro—, ¡no siga más!,¡tiene toda la razón!

—¡El gran Voland! —se unió a élMargarita—. ¡El gran Voland! ¡Lo hainventado mucho mejor que yo! Pero lanovela, la novela —gritaba al maestro—. ¡Llévatela a donde vayas!

—No hace falta —contestó elmaestro—, me la sé de memoria.

—Pero ¿no se te olvidará ni unapalabra? —preguntaba Margarita,

abrazando al maestro y limpiando lasangre de su frente.

—No te preocupes. Ahora nunca mepodré olvidar de nada.

—Entonces, ¡fuego! —exclamóAsaselo—. El fuego con el que empezótodo y con el que vamos a concluir.

—¡Fuego! —gritó Margarita con vozterrible.

La ventana dio un golpe y el vientotiró la cortina hacia un lado. Se oyó untrueno corto y alegre. Asaselo metió sumano con garras en la chimenea, sacó uncarboncillo humeante y encendió elmantel. Luego hizo lo mismo con unmontón de periódicos que estaban

encima del sofá, los manuscritos y lacortina.

El maestro, ya embriagado por lacabalgata que le esperaba, cogió de laestantería un libro y lo arrojó al mantelen llamas y el libro se prendió.

—¡Que arda la vida pasada!—¡Que arda el sufrimiento! —

gritaba Margarita.La habitación se movía entre las

llamaradas, y envueltos en humo, lostres salieron corriendo por la puerta,subieron por la escalera de piedra y seencontraron en el patio. Lo primero quevieron fue la cocinera del dueño de lacasa, sentada en el suelo. Junto a ella

había unas patatas desparramadas yvarias botellas. El estado de la cocinerase comprendía perfectamente. Trescaballos negros relinchaban junto a unacaseta y se estremecían, levantandotierra. Margarita montó la primera,luego Asaselo y el maestro el último. Lacocinera gimió, levantó la mano parahacer el signo de la cruz, pero Asaselole gritó desde el caballo con voz fiera:

—¡Que te corto el brazo! —silbó, ylos caballos, rompiendo las ramas delos tilos, salieron volando y se elevaronen una nube negra. Entonces empezó asalir humo de la ventana del sótano. Seoyó el grito débil y lastimoso de la

cocinera.—¡Fuego!...Los caballos ya volaban por encima

de los tejados de Moscú.—Quiero despedirme de la ciudad

—gritó el maestro a Asaselo, que ibapor delante. Un trueno se comió laspalabras últimas del maestro. Asaseloasintió con la cabeza y fue a paso degalope. Al encuentro del jinete seprecipitaba una nube que todavía nohabía empezado a gotear.

Volaban por encima del bulevar,veían las figuras de la gente que corríapara ocultarse de la lluvia. Caían lasprimeras gotas. Pasaron encima de una

humareda —era todo lo que quedaba dela casa de Griboyédov—. La ciudadquedó atrás sumida en la oscuridad. Seencendían los relámpagos. El verde delcampo sustituyó los tejados. Entoncesempezó a llover; los jinetes seconvirtieron en tres enormes burbujas enel agua.

Margarita ya conocía la sensacióndel vuelo, pero el maestro se sorprendióde la rapidez con que llegaron a suobjetivo, al lugar donde se encontrabaaquel del que quería despedirse, porqueno tenía a nadie más a quien decir adiós.Reconoció en seguida, a través del velode la lluvia, el edificio del sanatorio de

Stravinski, el río y el pinar en la otraorilla. Bajaron en el claro de unbosquecillo cerca del sanatorio.

—Les espero aquí —gritó Asaselo,poniendo las manos en forma de altavoz,iluminado por los relámpagos ydesapareciendo en la penumbra gris—.Despídanse, ¡pero rápido!

El maestro y Margarita bajaron delos caballos y volaron a través deljardín del sanatorio como dos sombrasde agua. Al instante el maestro descorríacon familiaridad la reja de la habitaciónnúmero 117. Margarita le seguía.Entraron en el cuarto de Ivánushka,invisibles e inadvertidos en medio del

ruido y el aullido de la tormenta. Elmaestro se acercó a la cama.

Ivánushka estaba inmóvilobservando la tormenta, como lo hicierael primer día de su estancia en la casade reposo. Esta vez no lloraba. Cuandodescubrió la silueta oscura que se habíaintroducido por el balcón, se incorporó,extendió los brazos y exclamó, contento:

—¡Ah!, ¡es usted! ¡Le esperaba, leesperaba hace mucho! ¡Por fin está aquí,vecino mío!

El maestro respondió:—Estoy aquí, pero

desgraciadamente no puedo seguirsiendo vecino suyo.

—Lo sabía, ya me lo habíaimaginado —contestó Iván en voz baja,y luego preguntó—: ¿Se lo haencontrado?

—Sí— dijo el maestro—, he venidoa despedirme, porque usted era el únicocon el que he hablado últimamente.

A Ivánushka se le iluminó la cara, ydijo:

—Qué alegría que haya venido hastaaquí. Cumpliré mi palabra, ya no piensoescribir más versos. Ahora me interesaotra cosa —Ivánushka sonrió y miró conojos enloquecidos más allá del maestro—, quiero escribir otra cosa.

El maestro se emocionó al oír estas

palabras y se sentó al borde de la camade Iván.

—Eso me parece muy bien. Ustedescribirá la continuación.

Los ojos de Ivánushka seencendieron:

—Pero cómo, ¿no lo va a hacerusted mismo? —Agachó la cabezapensativo—. ¡Ah! sí, ¡qué preguntashago! —Ivánushka miraba al sueloasustado.

—Sí —dijo el maestro, y su voz lepareció a Iván sorda y desconocida—.No escribiré más sobre él. Me dedicaréa otras cosas.

Un silbido lejano cortó el ruido de

la tormenta.—¿Ha oído? —preguntó el maestro.—Es la tormenta...—No; me están llamando, ya es hora

—explicó el maestro, levantándose de lacama.

—¡Espere un poco! ¡Sólo unapalabra! —pidió Iván—. ¿La encontró?¿Le ha sido fiel?

—Aquí está —contestó el maestroseñalando a la pared. De la blancapared se separó la figura oscura deMargarita, que se acercó a la cama.Miró con lástima al joven acostado.

—Pobre, pobre... —susurraba sinvoz, inclinándose sobre la cama.

—Qué guapa —dijo Iván sinenvidia, pero tristemente, con unaespecie de ternura infantil—. Mira, québien les ha salido todo. Pero lo mío hasido distinto —se quedó pensando yañadió—: A lo mejor, así tiene que ser...

—Sí, sí —susurró Margarita, y seinclinó sobre la cama—. Le voy a dar unbeso y ya verá cómo todo se resuelve...Créame, ya lo he visto todo, lo sé...

El joven rodeó con sus brazos elcuello de la mujer y ella le dio un beso.

—Adiós, discípulo —apenas se oyóla voz del maestro y empezó adesvanecerse en el aire. Desapareciójunto con Margarita. La reja del balcón

se cerró.Ivánushka sintió un gran

desasosiego. Se incorporó en la cama,miró alrededor angustiado, gimió, sepuso a hablar a solas y terminó porlevantarse. La tormenta era cada vezmás fuerte y, por lo visto, le habíatrastornado. También le inquietaba elruido de pasos y voces ensordecidasdetrás de la puerta, que podía distinguirporque sus oídos estaban yaacostumbrados al silencio. Seestremeció y llamó nervioso:

—¡Praskovia Fédorovna!Ella entraba ya en la habitación

mirándole con ojos preocupados e

interrogantes.—¿Qué? ¿Qué le sucede? —

preguntó—. ¿Le altera la tormenta?Tranquilícese, no es nada, ahora llamaréal médico y le ayudará...

—No, Praskovia Fédorovna, nollame al médico —dijo Ivánushka,mirando a la pared y no a la mujer—.No me pasa nada especial. Ya meconozco, no se preocupe. Dígame, porfavor —preguntó en tono cariñoso—,¿qué ocurre en el cuarto de al lado, en el118?

—¿En la 118? —repitió PraskoviaFédorovna, desviando la mirada—. Puesnada, no pasa nada —pero su voz era

falsa, e Ivánushka lo notó en seguida.—¡Ay! ¡Praskovia Fédorovna! Usted

siempre dice la verdad... ¿Tiene miedode que me exalte? No, le prometo que nosucederá. Dígame la verdad. Además, seoye todo a través de la pared.

—Acaba de fallecer su vecino —susurró Praskovia Fédorovna, sin poderevitar su franqueza bondadosa. Mirabaasustada a Ivánushka, iluminada por unrelámpago. Pero Ivánushka no reaccionócomo ella esperaba. Levantó el dedocon ademán significativo y dijo:

—¡Ya lo sabía yo! Le aseguro,Praskovia Fédorovna, que ahora hamuerto otra persona en la ciudad.

Además, sé quién es —Ivánushka sonriómisterioso—. ¡Una mujer!

31En los montes del

Gorrión

La tormenta se disipó sin dejar rastro yun arco multicolor, cruzando todo elcielo de la ciudad, bebía agua del ríoMoskva. En lo alto de un monte, enmedio de los bosques, se veían tressiluetas oscuras: Voland, Koróviev yPopota, montando negros corceles,contemplaban la ciudad a la otra orilladel río. El sol quebrado se reflejaba enmiles de ventanas y en las torres de

alajú del monasterio Dévichi.Se oyó un ruido en el aire, y

Asaselo, con el maestro y Margarita,que volaban tras su capa negra llena deviento, bajaron hacia el grupo de genteque les estaba esperando.

—Tuvimos que molestarles —dijoVoland después de una pausa,dirigiéndose a Margarita y al maestro—,espero que no me lo reprochen. No creoque se arrepientan. Bien —dijo almaestro—, despídanse de la ciudad. Hallegado la hora —Voland indicó con sumano enguantada los soles innumerablesque fundían los cristales a la otra orilla,donde la niebla, el humo y el vapor

cubrían la ciudad, calentada durante eldía.

El maestro saltó del caballo,abandonó a los demás y corrió hacia elprecipicio. Arrastraba por el suelo sucapa negra. Se quedó mirando la ciudad.Por un momento una gran tristeza leoprimió el corazón, pero pronto empezóa sentir una dulce ansiedad, una emociónde gitano nómada.

—¡Para siempre!... Esto hay quecomprenderlo —susurró el maestro,pasándose la lengua por sus labiosresecos y partidos. Prestó atención atodo lo que sucedía en su alma...Después de la emoción sentía una

profunda y encarnizada ofensa. Pero nofue un sentimiento duradero; le sucedióuna indiferencia orgullosa; por último,experimentó un presentimiento de la pazeterna.

El grupo de jinetes esperaba almaestro en silencio. Miraban la negrafigura al borde del precipicio, quegesticulaba, levantaba la cabeza comoqueriendo atravesar con la vista toda laciudad, ver más allá de sus límites, yluego apoyaba la barbilla en el pecho,estudiando la hierba pisoteada y mustiabajo sus pies.

El aburrido Popota interrumpió elsilencio.

—Permítame, maître, que silbe antesde emprender la marcha.

—Puedes asustar a la dama —contestó Voland—, y además ya hashecho bastantes trastadas por hoy.

—Ay, no, messere —intervinoMargarita, sentada en el sillín como unaamazona, con una mano en la cintura yarrastrando la larga cola por el suelo—.Permítale que silbe. Siento una grantristeza antes del viaje. ¿No le parece,messere, que es lo más natural, inclusosabiendo que al final del camino está lafelicidad? Que nos haga reír, porque metemo que esto va a terminar con lágrimasy no me gustaría que emprendiéramos

así el camino.Voland le hizo una seña a Popota;

éste se animó mucho, saltó del caballo,se metió los dedos en la boca, hinchólos carrillos y silbó. Margarita sintió unterrible zumbido en los oídos. Sucaballo se encabritó, de los árbolesempezaron a caer ramas secas, toda unamanada de urracas y gorriones echó avolar, un remolino de polvo avanzóhacia el río y todos vieron que en unbarco que pasaba junto al muelle variospasajeros perdieron sus gorras, quecayeron al agua.

El maestro se estremeció; perosiguió de espaldas, gesticulando aún

más, levantando los brazos hacia elcielo, como si estuviera amenazando ala ciudad. Popota miró alrededor,orgulloso.

—Has silbado, no lo niego —dijoKoróviev en tono condescendiente—,has silbado. Pero, como soy imparcial,te diré que el silbido te ha salidobastante regular.

—Es que no soy chantre —contestóPopota, inflado y digno, einesperadamente guiñó un ojo aMargarita.

—Voy a intentar yo, para recordarlos buenos tiempos —dijo Koróviev. Sefrotó las manos y se sopló los dedos.

—Oye, ten ciudado —se oyó la vozsevera de Voland desde su caballo—,sin causar destrozos.

—Créame, messere —respondióKoróviev, llevándose la mano al pecho—, es una broma, nada más que unabroma... De pronto se irguió como sifuera de goma, formó con los dedos dela mano derecha una figura complicada,se enrolló como un tornillo y,desenrollándose de golpe, pegó unsilbido.

Margarita no lo oyó, pero sí lo notóal salir disparada unos veinte metroscon su caballo excitado. Un roble quedóarrancado de raíz y la tierra se cubrió de

grietas hasta el mismo río. Un enormetrozo de orilla, con el muelle y unrestaurante, cayó al agua.

El agua del río hirvió, subió yprecipitó a la orilla de enfrente el barcocon los pasajeros sanos y salvos. Unpájaro, muerto por el silbido de Fagot,cayó a los pies del caballo relinchantede Margarita.

El silbido asustó al maestro. Se echólas manos a la cabeza y corrió hacia elgrupo de gente que le esperaba.

—¿Qué? —preguntó Voland desdesu caballo—. ¿Se ha despedido?

—Sí —contestó el maestro yacalmado, dirigiéndole una mirada recta

y valiente.Entonces rodó por las montañas una

voz terrible de trompeta, la voz deVoland:

—¡Es la hora! —le respondió elsilbido agudo y la risa de Popota.

Arrancaron los caballos, y losjinetes, subiendo por el aire,emprendieron la marcha. Margaritasentía a su caballo rabioso roer y tirarde la embocadura. La capa de Voland sealzó sobre toda la cabalgata, cubriendoel cielo del atardecer. Cuando por uninstante el velo negro se apartó hacia unlado, Margarita volvió la cabeza y pudover que no sólo ya no había torres de

colores, sino que hacía mucho que habíadesaparecido también la ciudad.

32El perdón y el amparo

eterno

¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es latierra al atardecer! ¡Qué misteriosa laniebla sobre los pantanos! El que hayaerrado mucho entre estas nieblas, el quehaya volado por encima de esta tierra,llevando un peso superior a sus fuerzas,lo sabe muy bien. Lo sabe el cansado. Ysin ninguna pena abandona las nieblasde la tierra, sus pantanos y ríos, y seentrega con el corazón aliviado en

manos de la muerte, sabiendo que sóloella puede tranquilizarle.

Los mágicos caballos negrosllevaban despacio a sus jinetes; y lanoche, inevitable, les iba alcanzando. Alsentirla a sus espaldas, incluso elincansable Popota permanecía ensilencio, volaba serio y callado, con lacola erizada, agarrando la silla con suspatas.

La noche cubría con su pañuelonegro los bosques y los prados, la nocheencendía luces tristes abajo, en lalejanía, pero eran luces que ya nointeresaban y no importaban al maestro ya Margarita, eran luces ajenas. La noche

adelantaba la cabalgata, chorreabadesde arriba, vertiendo repentinamenteunas manchas blancas de estrellas en elcielo entristecido.

La noche se espesaba, volaba junto aellos, les tiraba de las capas, yarrancándolas de sus hombros,descubría los engaños. CuandoMargarita, bañada por el viento fresco,abrió los ojos, vio cómo cambiaba elaspecto de los que volaban hacia su fin.Y cuando desde el bosque surgió a suencuentro una luna llena y roja, todos losengaños desaparecieron, cayendo a lospantanos, y las vestiduras pasajeras desortilegio se hundieron en la niebla.

En el que volaba junto a Voland, a laderecha de Margarita, sería difícilreconocer ahora a Koróviev Fagot, elintérprete impostor del consejeromisterioso que nunca había necesitadotraducción. En lugar de aquél, quevestido con ropa destrozada de circohabía abandonado los montes bajo elnombre de Koróviev Fagot, cabalgaba,haciendo sonar las cadenas de oro de lasriendas, un caballero color violetaoscuro, con cara lúgubre y taciturna.Con la barbilla hincada en el pecho, nomiraba la luna, no se fijaba en la tierra,pensaba en algo suyo, avanzando junto aVoland.

—¿Por qué ha cambiado tanto? —preguntó Margarita a Voland con una voztan baja, que se confundía con el silbidodel viento.

—Una vez este caballero gastó unabroma poco feliz —contestó Volandvolviendo hacia Margarita su rostro conel ojo lleno de luz suave—. Compuso unjuego de palabras, hablando de la luz ylas tinieblas, que no era muy apropiado.Por eso tuvo que seguir gastando bromasmucho más tiempo de lo que esperaba.Pero esta noche se liquidan todas lascuentas. El caballero ha pagado ysaldado la suya.

La noche arrancó la bonita cola de

Popota y los mechones de su pielsembraban los pantanos. El gato queentretenía al príncipe de las tinieblasresultó ser un adolescente delgado, undemonio paje, el mejor bufón que nuncaexistiera en el mundo. Ahora se habíaapaciguado y volaba en silencio, con surostro joven iluminado por la luz de laluna.

El último de la fila era Asaselo.Brillaba el acero de su armadura. Laluna también había transformado su cara.Desapareció por completo el colmilloabsurdo y espantoso, y los ojos torcidosse volvieron iguales, vacíos y negros; lacara blanca y fría. Ahora ofrecía su

verdadero aspecto de demonio deldesierto, demonio asesino.

Margarita no se veía a sí misma,pero pudo observar cómo habíacambiado el maestro. A la luz de la lunasu cabello era blanco, formando en lanuca una trenza que flotaba en el aire.Cuando el viento levantaba la capadescubriendo las piernas del maestro,Margarita veía cómo se encendían yapagaban las estrellas de sus espuelas.Igual que el joven demonio, el maestrovolaba sin apartar la mirada de la luna,sonriéndole, como si fuera algoconocido y querido, y murmuraba entredientes, según la costumbre que

adquiriera en la habitación número 118.El mismo Voland también había

recobrado su aspecto verdadero.Margarita no podría decir de quéestaban hechas las riendas del caballo;pensaba que podrían ser cadenas deluna, y el caballo, simplemente una masade tinieblas; su crin, una nube, y lasespuelas del jinete, manchas blancas deestrellas.

Así volaron en silencio largo rato,hasta que empezó a transformarse elpaisaje bajo sus pies.

Los bosques tristes se hundieron enla oscuridad de la tierra, tragándose lascuchillas opacas de los ríos. Abajo

aparecieron grandes piedras iluminadas,y entre ellas, huecos negros, donde nopenetraba la luz de la luna.

Voland detuvo el caballo en unacumbre pedregosa, plana y triste, y losjinetes avanzaron a paso lento,escuchando cómo las herraduras de loscaballos aplastaban el sílice y las rocas.La luna bañaba la planicie con luz fuertey verdosa. Margarita descubrió un sillóny la figura blanca de un hombre sentado.El hombre parecía sordo o demasiadoabsorto en sus pensamientos. No oía eltemblor de la tierra bajo el peso de loscaballos, y los jinetes se le fueronacercando sin atraer su atención.

La luna ayudaba a Margarita,alumbrando mejor que cualquier luzeléctrica, y la mujer pudo ver cómoaquel hombre sentado extendía susbrazos y clavaba sus ojos ciegos en eldisco de la luna. Ahora Margarita veíaque junto al pesado sillón de piedrayacía un perro oscuro, enorme, con lasorejas afiladas, que miraba coninquietud a la luna igual que su dueño. Alos pies del hombre había un jarrónhecho pedazos y un charco rojo oscuro,que nunca se secaba.

Los jinetes detuvieron los caballos.—Su novela ha sido leída —habló

Voland, volviéndose hacia el maestro—,

y solamente han dicho que por desgraciano está terminada. Yo quería enseñarle asu héroe. Lleva cerca de dos mil añossentado en esta plazoleta, durmiendo,pero cuando hay luna llena, como puedever, sufre terribles insomnios. Tambiénsufre su fiel guardián, el perro. Si esverdad que la cobardía es el peor vicio,el perro no es culpable. Lo único quetemía este valiente perro era la tormenta.Pero el que ama, tiene que compartir eldestino de aquel a quien ama.

—¿Qué dice? —preguntó Margarita,y una sombra de compasión cubrió surostro tranquilo.

—Dice siempre lo mismo —

respondió Voland—. Dice que nisiquiera con la luna descansa y que no legusta su trabajo. Eso dice siempre queno está dormido, y cuando duerme ve lomismo: un camino de luna por el quequiere irse para hablar con el detenidoGa-Nozri, porque, según dice, no acabóde hablar con él entonces, hace muchotiempo, el día catorce del mesprimaveral Nisán. Pero nunca consiguesalir a ese camino y nadie se le acerca.Entonces, ¿qué puede hacer? Hablaconsigo mismo. Bueno, naturalmente, aveces necesita alguna variante y muchasveces añade a sus palabras sobre la lunaque lo que más odia en este mundo es su

inmortalidad y su fama inaudita. Aseguraque cambiaría encantado su suerte por ladel vagabundo harapiento Leví Mateo.

—Doce mil lunas por una, hace tantotiempo, ¿no es demasiado? —preguntóMargarita.

—¿Qué? ¿Se repite la historia deFrida? —dijo Voland—. No, Margarita,esta vez no se moleste. Todo será comotiene que ser, así está hecho el mundo.

—¡Suéltelo! —gritó de prontoMargarita con voz estridente, comogritaba cuando era bruja. Una piedra sedesprendió con el grito y empezó arodar por los resaltos, cubriendo lasmontañas con un ruido estrepitoso. Pero

Margarita no podría decir qué habíaprovocado aquel ruido: si la caída o larisa de Satanás. Voland reía mostrando aMargarita:

—No grite en las montañas, él estáacostumbrado a los desprendimientos yno le molestan. Usted no tiene que pedirpor él, Margarita, porque ya lo hizoaquel con el que tanto quiere hablar —entonces Voland se volvió al maestro—:Bien, ¡ahora puede terminar su novelacon una frase!

El maestro parecía esperarlo,mientras estaba inmóvil mirando alprocurador. Puso las manos en forma dealtavoz y gritó; el eco saltó por las

montañas desiertas y peladas:—¡Libre!, ¡libre! ¡Te está esperando!Las montañas convirtieron la voz del

maestro en truenos, que las destruyeron.Los malditos muros de roca sederribaron. Sobre el abismo negro, quese había tragado los muros, se iluminóuna ciudad inmensa donde unos ídolosdorados y relucientes dominaban elfrondoso jardín, crecido durante muchosmiles de lunas. El camino de luna,esperado por el procurador, se extendióhacia el jardín, y el perro de orejasafiladas echó a correr por el camino elprimero. El hombre de manto blancoforrado de rojo sangre se levantó de su

sillón y gritó algo con voz ronca ycortada. No se podía comprender silloraba o reía, ni qué había dicho. Se levio correr por el sendero de luna,siguiendo a su fiel guardián.

—¿Y yo?... ¿También le sigo? —preguntó el maestro intranquilo,cogiendo las riendas.

—No —contestó Voland—, ¿paraqué seguir las huellas de lo que ya haacabado?

—Entonces, ¿hacia allá? —preguntóel maestro, volviéndose atrás, dondehabía surgido la ciudad reciénabandonada con las torres de alajú delmonasterio, con el sol hecho pedazos en

los cristales.—Tampoco —respondió Voland, y

su voz se espesó y flotó por las rocas—:¡Romántico maestro! Aquel con el quetanto ansia hablar, el héroe inventadopor usted, ha leído su novela —Volandse volvió hacia Margarita—: ¡MargaritaNikoláyevna! No puedo dudar de queusted haya intentado conseguir para elmaestro el mejor futuro, pero le aseguroque lo que yo les quiero ofrecer y lo queha pedido para usted Joshuá ¡es muchomejor! Déjelos solos —decía Voland,inclinándose hacia el maestro yseñalando al procurador, que se alejaba—. No vamos a molestarles. Puede que

lleguen a un acuerdo —Voland agitó lamano en dirección de Jershalaím y laciudad se apagó—. Tampoco allí —Voland señaló hacia atrás—. ¿Qué van ahacer en el sótano? —se apagó el solquebrado en los cristales—. ¿Para qué?—seguía Voland con voz convincente ysuave—. ¡Oh, tres veces románticomaestro! ¿No dirá que no le gustaríapasear con su amada bajo los cerezos enflor y por las tardes escuchar música deSchubert? ¿No le gustaría, como Fausto,estar sobre una retorta con la esperanzade crear un nuevo homúnculo? ¡Allí iráusted! Allí le espera una casa con unviejo criado, las velas ya están

encendidas y pronto se apagarán, porqueen seguida llegará el amanecer. ¡Por esecamino, maestro, por ese camino!¡Adiós, ya es hora de que me marche!

—¡Adiós! —contestaron a la vez elmaestro y Margarita. Entonces el negroVoland, sin escoger camino, se precipitóal vacío, seguido de su séquito. Tododesapareció: las rocas, la plazoleta, elcamino de luna y Jershalaím. Tambiéndesaparecieron los caballos negros. Elmaestro y Margarita vieron el prometidoamanecer, que sustituyó la luna demedianoche. El maestro y su amiga iban,con el resplandor de los primeros rayosde la mañana, por un puentecillo de

piedra musgosa que atravesaba unarroyo. El puente quedó detrás de losfieles amantes, que recorrían ya uncamino de arena.

—Escucha el silencio —decíaMargarita al maestro, y la arenasusurraba bajo sus pies descalzos—,escucha y disfruta del silencio. Mira, ahídelante está tu casa eterna, que te handado en premio. Ya veo la ventanaveneciana y una parra que sube hasta eltejado. Ésta es tu casa, tu casa eterna. Séque por la tarde te irán a ver aquellos aquien tú quieres, quienes te interesan yno te molestan nunca. Tocarán música ycantarán para ti y ya verás qué luz hay en

la habitación cuando arden las velas.»Dormirás con tu gorro mugriento de

siempre, te dormirás con una sonrisa enlos labios. El sueño te hará más fuerte yserás muy sabio. Y ya no podrásecharme. Yo guardaré tu sueno.

Así hablaba Margarita, yendo con elmaestro hacia su casa eterna, y almaestro le parecía que las palabras deMargarita fluían como el arroyo quehabían dejado atrás, y su memoria,intranquila, como pinchada con agujas,empezó a apagarse. Alguien dejaba libreal maestro, igual que él acababa deliberar a su héroe creado, que habíadesaparecido en el abismo, que se había

ido irrevocablemente, el hijo del reyastrólogo, perdonado en la noche delsábado al domingo, el cruel quintoprocurador de Judea, el jinete PoncioPilatos.

Epílogo

Pero ¿qué había pasado en Moscú desdeaquella tarde del sábado, en que Volandabandonó la capital durante la puesta delsol, desapareciendo con su séquito porlos montes del Gorrión?

Ni que decir tiene que durantemucho tiempo toda la capital estuvoimpregnada por un pesado murmullo derumores increíbles, que se propagaroncon gran rapidez a los lugares másapartados de las provincias. No merecela pena repetirlos.

El que escribe estas líneas verídicas

oyó personalmente en un tren que sedirigía a Feodosia el relato de cómo enMoscú dos mil personas habían salidodel teatro completamente desnudas, en elsentido literal de la palabra, y con esapinta tuvieron que irse a sus casas entaxis.

El susurro «el diablo» se oía en lascolas de las lecherías, tranvías, tiendas,pisos, cocinas, trenes de destinopróximo y lejano, estaciones yapeaderos, casas de campo y playas.

La gente más instruida y culta, comoes lógico, no participaba en loscomentarios sobre el diablo que habíavisitado la ciudad, sino que se reía de

ellos y trataba de hacer entrar en razón alos narradores. Pero ahí estaban loshechos y no era posible ignorarlos sindar alguna explicación. Alguien habíaestado en la capital. Las cenizas quequedaron de Griboyédov lo demostraroncon demasiada evidencia. Y habíamuchas más cosas. La gente culta sepuso del lado de la Instrucción Judicial:todo había sido obra de una pandilla dehipnotizadores y ventrílocuos que eranverdaderos artistas.

Se habían tomado urgentes yenérgicas medidas para la captura de labanda, en Moscú y en sus afueras, pero,desgraciadamente, no dieron ningún

resultado. El que se decía Voland ytodos sus compañeros habíandesaparecido de Moscú y no semanifestaban de ninguna manera. Comoes natural, se extendió la sospecha deque se habían escapado al extranjero,pero tampoco se hicieron ver allí.

La investigación de este asunto durómucho tiempo. Realmente, era tremendo.Aparte de los cuatro edificios quemadosy los cientos de personas que sevolvieron locas, hubo muertos. Podemoshablar con seguridad de dos: Berlioz yel desafortunado funcionario de laoficina de guías para extranjeros, el exbarón Maigel. Ellos sí que estaban

muertos. Los huesos carbonizados delsegundo fueron encontrados en elapartamento número 50 de la calleSadóvaya después de que se apagara elincendio. Sí, hubo víctimas y estasvíctimas justificaban una investigación.Hubo víctimas incluso después de ladesaparición de Voland, y que fueron,aunque sea penoso reconocerlo, losgatos negros.

Unos cien animales, fieles, leales yútiles al hombre, fueron fusilados yexterminados por otros medios endistintos puntos del país. En variasciudades más de una docena de gatos, yalgunos bastantes mutilados, fueron

entregados a las milicias. Así, enArmavir, uno de estos inocentesanimales fue conducido por unciudadano a las milicias con las patasdelanteras atadas.

El ciudadano acechó al gato en elmomento en que el animal con airefurtivo (¿qué se le va a hacer, si losgatos siempre tienen ese aire? No esporque sean viciosos, sino porque tienenmiedo de que algún ser más fuerte queellos, un perro o un hombre, les hagadaño o les perjudique. Las dos cosasson muy fáciles de hacer, pero lesaseguro que esto no honra a nadie,¡absolutamente a nadie!), sí, como decía,

con aire furtivo el gato se disponía aesconderse entre unas hojas.

Abalanzándose sobre el gato yquitándose la corbata para atarlo, elciudadano murmuraba con voz venenosay amenazadora:

—¡Ah! ¿Conque ha venido a vernosa Armavir, señor hipnotizador? ¡Puesaquí nadie le tiene miedo! ¡Y no se hagael mudo! ¡Ya sabemos qué clase debicho es usted!

El ciudadano llevó al pobre animal alas milicias, arrastrándole por sus patasdelanteras, atadas con una corbataverde, con ligeros puntapiésconsiguiendo que anduviese sobre las

patas de atrás.—¡Deje de hacer el tonto! —gritaba

el ciudadano, acompañado por unoschiquillos que silbaban—. ¡No va aconseguir nada! ¡Haga el favor de andarcomo es debido!

El gato negro ponía en blanco susojos de mártir. La naturaleza le habíaprivado del don de la palabra y no podíademostrar su inocencia. El pobre animaldebe su salvación a las milicias, enprimer lugar, y luego, a su dueña, unarespetable anciana viuda. En cuanto elgato estuvo en presencia de las milicias,se comprobó que el ciudadano despedíaun fuerte olor a alcohol, lo que hizo

dudar inmediatamente de susdeclaraciones.

Mientras tanto, la viejecita, que supopor sus vecinos que su gato había sidodetenido, corrió a las milicias y llegó atiempo. Habló del gato con lasconsideraciones más favorables, explicóque hacía cinco años que le conocía, quedesde que era pequeño respondía de élcomo de sí misma; demostró que nuncahabía sido culpado de nada malo y quenunca estuvo en Moscú. Había nacido enArmavir, allí creció y aprendió a cazarratones.

El gato fue devuelto a su dueña,aunque después de haber sufrido y

experimentado lo que es la equivocacióny la calumnia.

Además de los gatos, algunoshombres tuvieron ciertascomplicaciones de poca importancia.Resultaron detenidos en un plazo muybreve: en Leningrado, el ciudadanoVolmar, y Volper, en Sarátov; en Kíev yJárkov, tres Volodin; en Kazán, Voloj, yen Penza, lo que ya es realmenteabsurdo, el candidato a doctor enciencias químicas Vetchinkévich. Era unhombre moreno y muy alto.

En distintos lugares fueron detenidosnueve Korovin, cuatro Korovkin y dosKaraváyev.

En la estación de Bélgorod sacaronatado del tren de Sebastopol a unciudadano al que se le había ocurridodistraer a sus compañeros de viaje conjuegos de manos.

En Yaroslav, a la hora de comer,apareció un ciudadano en un restaurantecon un hornillo de petróleo que acababade arreglar. Abandonando su puesto enel guardarropa, dos conserjes salieroncorriendo seguidos de todos losempleados y clientes. Mientras tanto, ala cajera le había desaparecido toda laganancia de un modo incomprensible.

Pasaron muchas cosas más, y seríaimposible recordarlas.

Otra vez tenemos que ser justos conla Instrucción. Todo fue organizado nosólo para pescar a los delincuentes, sinotambién para explicar lo sucedido. Nose puede negar que las explicacionesfueron razonables e irrefutables.

Representantes de la Instrucción ypsiquiatras experimentados demostraronque los miembros de la banda dedelincuentes eran, o al menos uno deellos (las sospechas recaíanprincipalmente sobre Koróviev),hipnotizadores con una fuerza nuncavista, que podían hacerse ver en otrolugar del que estaban realmente, ensituaciones ficticias y tergiversadas.

Además, podían, sin dificultad alguna,sugestionar a cualquiera que seencontraran convenciéndole de quealgunas personas u objetos estabandonde no habían estado nunca, y alcontrario, alejaban del campo visual losobjetos o personas que realmente seencontraran allí.

Estas explicaciones esclarecíanabsolutamente todo, incluso lo que máspreocupaba a los ciudadanos: laincomprensible invulnerabilidad delgato, que había sido el blanco demuchos tiros durante el intento decaptura.

Naturalmente, nunca había habido

ningún gato en la araña y nadie habíapensado responder con tiros, todosdispararon al aire, mientras queKoróviev, convenciéndoles de que elgato estaba haciendo barbaridades,permanecía detrás de los quedisparaban, haciendo muecas yregocijándose de su enorme poder desugestión, utilizado con fines criminales.Él mismo, como era lógico, incendió elpiso, vertiendo la gasolina.

Claro está, que Stiopa no había ido aYalta (esto sería imposible hasta paraKoróviev) y no había mandado ningúntelegrama. Después de habersedesmayado en la casa de la joyera,

asustado por el truco de Koróviev, quele había enseñado un gato con una setaen un tenedor, se quedó allí hasta elmomento en que Koróviev, burlándosede él, le pusiera un sombrero de fieltro yle mandara al aeropuerto de Moscú, trashaber sugestionado a los representantesde la Instrucción Criminal de que Stiopaiba a salir del avión procedente deSebastopol.

Y a pesar de que la InstrucciónCriminal de Yalta aseguraba que habíarecibido al descalzo Stiopa y habíaenviado telegramas a Moscú, en elarchivo no se encontró ni una copia deaquellos telegramas, lo que condujo a la

conclusión, triste, pero indiscutible, deque la panda de hipnotizadores tenía lapropiedad de sugestionar a distanciasenormes y no sólo a individuos aislados,sino a grupos enteros de gente.

En estas condiciones, losdelincuentes podían volver loco inclusoa un hombre con una constituciónpsíquica de lo más fuerte. No vale lapena hablar de pequeñeces como labaraja en el bolsillo del hombre delpatio de butacas, o los trajes de señoradesaparecidos, o la boina que maullabay cosas por el estilo. Todo esto lo puedehacer cualquier hipnotizador mediocre,en cualquier escenario, incluido el truco

facilón de la cabeza del presentador. Elgato que habla, ¡eso ya es una tontería!Para mostrar al público un gato de estetipo basta con dominar las bases del arteventrílocuo y nadie podría dudar de queel arte de Koróviev iba mucho más alláde esas primicias.

Claro, lo importante no era la barajani las cartas falsas en la cartera deNikanor Ivánovich. ¡Eso son tonterías!Fue Koróviev quien volvió loco alpobre poeta Iván Desamparado,haciéndole ver en sus sueños dolorososel antiguo Jershalaím y el Calvario,quemado por el sol, sin una gota deagua, con sus tres hombres colgados en

postes. Fueron él y su pandilla quieneshicieron desaparecer de Moscú aMargarita Nikoláyevna y a su criadaNatasha. Por cierto: este asunto suscitóun interés especial por parte de laInstrucción. Había que aclarar si lasmujeres fueron raptadas por la banda deasesinos incendiarios o si se fugaron conellos por su propia voluntad. Basándoseen las declaraciones absurdas y confusasde Nikolái Ivánovich, y teniendo encuenta la nota extraña e incomprensibleque Margarita Nikoláyevna dejara a sumarido, donde decía que se convertía enbruja, añadiendo a esto la desapariciónde Natasha, que había dejado toda su

ropa, la Instrucción llegó a la conclusiónde que la dueña de la casa y su criadafueron hipnotizadas, al igual que muchamás gente, y raptadas por la pandilla.Surgió la idea, seguramente bastanteacertada, de que los delincuentes sesintieron atraídos por la belleza de lasmujeres.

Lo único que la Instrucción no habíaconseguido descifrar fue la razón por laque habían raptado del sanatoriopsiquiátrico al enfermo mental que decíaser el maestro. No hubo manera deaveriguarlo, como tampoco el apellidodel enfermo raptado. Desapareció parasiempre como el hombre muerto del

número 118 del primer bloque.Así, pues, casi todo quedó aclarado

y el trabajo de la Instrucción terminó,como todo termina en este mundo.

Pasaron varios años y losciudadanos empezaron a olvidar aVoland, a Koróviev y a los demás.Ocurrieron muchas cosas que cambiaronla vida de los que habían sufrido porculpa de Voland y su comparsa, y aunquefueron cambios pequeños einsignificantes, hay que mencionarlos.

Por ejemplo, Georges Bengalski,después de haber pasado tres meses enel sanatorio, tuvo que abandonar supuesto en el Varietés, precisamente

cuando había más trabajo, pues elpúblico acudía en masa a las taquillas:el recuerdo de la magia negra y larevelación de sus trucos resultó ser muyduradero. Bengalski abandonó elVarietés porque comprendía que seríademasiado penoso aparecer todas lasnoches ante dos mil personas, serinevitablemente reconocido y sometersea las preguntas burlonas sobre cómo seestaba mejor: con cabeza o sin ella.

Además, el presentador habíaperdido gran parte de su alegría, tanindispensable en su profesión. Le habíaquedado un trastorno desagradable ymolesto: cada plenilunio de primavera

sentía gran desasosiego, se echaba lasmanos al cuello y miraba alrededorangustiado. Estos ataques terminabanpasándosele, pero no le permitíandedicarse a su antiguo trabajo y elpresentador se retiró a vivir en paz,valiéndose de sus ahorros, que, segúnsus modestos cálculos, debían durarleunos quince años.

Se fue y nunca más se encontró conVarenuja, que gozaba de granpopularidad y de la simpatía general,gracias a su amabilidad, excepcionalincluso entre los administradores deteatro. Los aficionados a los vales lellamaban padre bienhechor. A cualquier

hora el que llamara al Varietés oía unavoz suave, pero triste: «Dígame», y a lapregunta de cuándo se podía hablar conVarenuja, la misma voz le contestaba:«Servidor». Pero, ¡cómo sufría IvánSavélievich con su propia amabilidad!

Stiopa Lijodéyev no volvió a tenerla pasión de tratar con el Varietés. Nadamás salir del sanatorio, en el que pasóocho días, le trasladaron a Rostov,donde recibió el puesto de director deuna gran tienda de comestibles. Correnrumores de que ha dejado de beber vinode Oporto y no bebe nada más quevodka, macerada en yemas de grosella,lo que le ha convertido en un hombre

robusto. Dicen que se ha vuelto calladoy evita a las mujeres.

El alejamiento de Lijodéyev delVarietés, ansiado durante muchos años,no le causó a Rimski tanta alegría comopensara. Después del sanatorio y laestancia en Kislovodosk, Rimski,viejecito, con la cabeza temblorosa,presentó la solicitud para dimitir de sucargo en el Varietés. Es curioso que estasolicitud la llevó al teatro la esposa deRimski. El mismo Grigori Danílovich nose encontraba con fuerzas para ir a lacasa donde había visto un cristal rotobañado de luna y un brazo largo, que seacercaba al cerrojo de abajo.

Al dejar el Varietés Rimski entró enun teatro infantil de muñecos en elbarrio de Samoskvorechie. En ese teatroya no tuvo que enfrentarse con elrespetable Arcadio ApolónovichSempleyárov sobre los problemasacústicos. Éste había sido trasladadorápidamente a Briansk y nombradodirector de un centro de preparación desetas. Ahora los moscovitas comen setassaladas y en vinagre; y no se cansan decelebrarlas y de alegrarse del traslado.Ya es cosa pasada, y podemos decir queno le iba a Arcadio Apolónovich eso dela acústica y que, a pesar de todos susesfuerzos por mejorarla, quedó como

estaba.Entre las personas que rompieron

con el teatro, aparte ArcadioApolónovich, estaba Nikanor IvanóvichBosói, aunque su única relación con elteatro fuera su pasión por las entradasgratuitas. Nikanor Ivánovich no sólo yano va a ningún teatro, pagando o sinpagar, sino que cambia de cara al oírcualquier conversación teatral. Odiatodavía con más fuerza al poeta Pushkiny al brillante actor Savva PotápovichKurolésov. A este último lo odia hastatal punto que el año pasado, al ver en elperiódico una nota enmarcada en negro,anunciando que Savva Potápovich, en la

flor de su vida artística, había sufrido unataque, Nikanor Ivánovich se puso tancongestionado que por poco le sigue aSavva Potápovich, y exclamó: «¡Le estábien empleado!». Más aún, aquellamisma tarde Nikanor Ivánovich,impresionado por la muerte delconocido actor, que le trajo muchosrecuerdos penosos, se fue solo,acompañado por la luna llena queiluminaba la Sadóvaya, y cogió unaterrible borrachera. Cada copaprolongaba la maldita cadena de figurasodiosas, y ante sus ojos se sucedíanDunchil Serguéi Gerárdovich, la bellaIda Herculánovna, el pelirrojo dueño de

gansos de lucha y el sincero NikoláiKanavkin.

¿Y qué les pasó a ellos? ¡Por favor!No les pasó absolutamente nada y eraimposible que les pasara algo, porquenunca habían existido, al igual que elsimpático presentador de revistas, comoel mismo teatro y la tía de Porojóvnikov,vieja y avara, que guardaba divisas,pudriéndose en el sótano. Tampocohabían existido las trompetas de oro ylos descarados cocineros. Todos ellosno habían sido más que un sueño deNikanor Ivánovich, provocado por elasqueroso Koróviev. Savva Potápovich,el actor, era el único real, que se mezcló

en el sueño sólo porque se le habíagrabado en la memoria a NikanorIvánovich gracias a sus frecuentesactuaciones por radio. Él existió, perolos otros no.

¿Entonces, a lo mejor tampocoexistió Aloísio Mogarich? No sóloexistió, sino que sigue existiendo yocupa el puesto que dejó Rimski, esdecir, el de director de finanzas delVarietés.

Cuando volvió en sí a lasveinticuatro horas de su visita a Voland,en un tren cerca de Viatka, se dio cuentade que se había ido de Moscú en unmomento de demencia, olvidando

ponerse los pantalones y habiendorobado un libro de registro deinquilinos. Mediante el pago alencargado del tren de una suma enorme,le compró unos pantalones viejos ymugrientos y se volvió a Moscú.Desgraciadamente no pudo encontrar suantigua casa. Pero Aloísio era unhombre muy emprendedor. A las dossemanas ya tenía una preciosahabitación en la calle Briusov y a lospocos meses estaba instalado en eldespacho de Rimski. Igual que antesRimski había sufrido por culpa deStiopa, ahora Varenuja sufría porAloísio. Varenuja sólo sueña con que se

lleven a Aloísio lo más lejos posible,porque, como dice a veces a sus amigosmás íntimos, «no hay otro canalla tangrande como Aloísio y de él se puedeesperar cualquier cosa».

Puede que el administrador no seaimparcial; nadie ha Visto a Aloísiohacer nada malo, ni siquiera hacer algoaparte del nombramiento de un nuevobarman en lugar de Sókov: AndréiFókich murió de cirrosis en la clínicadel primer Instituto de Medicina, a losnueve meses de la aparición de Volanden Moscú...

Pues sí, pasaron varios años y losverídicos sucesos relatados en este libro

se fueron olvidando, apagándose poco apoco en la memoria. Pero eso no lessucedió a todos.

Cada primavera, en cuanto llega laluna llena de fiesta, bajo los tilos de«Los Estanques del Patriarca» apareceal atardecer un hombre de unos treintaaños. Tiene el pelo rojizo, ojos verdes yva vestido modestamente. Es uncolaborador del Instituto de Historia yFilosofía, el profesor Iván NikoláyevichPónirev.

Al encontrarse bajo los tilos siemprese sienta en el mismo banco, dondeestuvo aquella tarde con Berlioz, hacetiempo olvidado por todos, cuando éste

vio por última vez la luna rompiéndoseen pedazos. Ahora está entera, blanca alcomienzo de la tarde y luego dorada,con un caballo dragón, y pasa porencima del que antes fue poeta.

Iván Nikoláyevich ya sabe ycomprende todo. Sabe que en sujuventud fue víctima de una panda dehipnotizadores, que luego estuvo entratamiento y consiguieron curarle. Perosabe también que hay ciertas cosas queno es capaz de dominar. No puededominar esta luna llena de primavera.En cuanto el astro empieza aaproximarse, en cuanto empieza acrecer, llenándose de oro, Iván

Nikoláyevich se siente desasosegado,nervioso, pierde el apetito y el sueño yespera que madure la luna llena. Nadiele puede retener en su casa. Sale alatardecer y se va a «Los Estanques delPatriarca».

Sentado en el banco, IvánNikoláyevich habla consigo mismoabiertamente, fuma, mira a la luna y alconocido torniquete.

Así pasa una o dos horas. Luego selevanta de su sitio y, siempre por elmismo camino, atravesando la calleSpiridónovka, con los ojos vacíos y sinver nada, se va a las bocacalles deArbat.

Pasa por el puesto de petróleo,dobla junto a un farol de gas, viejo ytorcido, y se acerca a una verja, tras laque hay un hermoso jardín, todavía sinverde, y en él, un palacete gótico, conuna torre con ventana de tres hojas,iluminada por la luna.

El profesor no sabe qué es lo que letrae hacia este palacete, ni quién lohabita, pero sabe que no puede lucharcontra sí mismo las noches de luna llena.Y también sabe que detrás de la reja, enel jardín, siempre verá lo mismo.

Verá sentado en un banco a unhombre de edad, con barbita eimpertinentes y un cierto aire de cerdo.

Iván Nikoláyevich siempre encuentra alhombre del palacete en la misma actitudsoñadora, con los ojos puestos en laluna. Iván Nikoláyevich ya sabe quedespués de admirar un rato la luna, elhombre bajará la vista hacia la ventanade la torre, mirando como si esperaraque se abriera de un momento a otro y enella fuera a aparecer algoextraordinario.

Lo que sigue, Iván Nikoláyevich yalo conoce de memoria. Hay queesconderse bien detrás de la reja,porque el hombre empezará a miraralrededor con ojos angustiados, tratandode localizar algo con la vista en el aire;

luego, alzando los brazos, exclamarácon dulce dolor y seguirá murmurando:

—¡Venus! ¡Venus!... ¡Qué imbécil hesido!

—¡Dioses míos! —susurrará IvánNikoláyevich, escondiéndose detrás dela reja y sin apartar la vista delmisterioso desconocido—. Otra víctimade la luna... Otra víctima como yo.

Y el hombre del jardín seguiráhablando:

—¡Qué imbécil! ¿Por qué? ¿Por quéno me habré ido con ella? ¿De qué teasustaste, burro? ¡Pedir un certificado!¡Pues ahora aguántate, viejo cretino!...

Esto continuará hasta que en la parte

oscura del palacete se abra de golpe unaventana, aparezca algo blanquecino y seoiga una desagradable voz de mujer:

—Nikolái Ivánovich, ¿dónde está?¡Qué fantasías tiene! ¿Quiere pescar lamalaria? ¡Venga a tomar el té!

Entonces el hombre despertará ydirá con voz falsa:

—¡Quería tomar el aire un poco,cielo mío! ¡Hace una noche estupenda!

Se levantará del banco, amenazarácon el puño la ventana que se cierra y seirá a casa de mala gana.

—¡Miente, miente! Oh dioses, ¡cómomiente! —murmura Iván Nikoláyevich,alejándose de la reja—. No es el aire el

que le atrae al jardín, algo ve en estasnoches primaverales de luna llena, algove en la misma luna y en lo alto delpalacete. ¡Cuánto daría yo por conocersu secreto, por saber quién es aquellaVenus que ha perdido y ahora busca enel aire, alzando los brazos!

El profesor vuelve a su casacompletamente enfermo. Su mujer haceque no se da cuenta de su estado y lemete prisas para que se acueste. Peroella no se acuesta: se queda sentada,leyendo junto a una lámpara, mirándolecon amargura. Sabe que al amanecerIván Nikoláyevich se despertará con ungrito de dolor, empezará a agitarse,

llorando. Por eso ella tiene preparadabajo la lámpara una jeringuilla enalcohol y una ampolla llena de líquidocolor té.

La pobre mujer, atada al hombregravemente enfermo, ya puede dormirse.Después de la inyección IvánNikoláyevich dormirá hasta la mañanacon expresión feliz, soñando con algoque ella desconoce, algo precioso yelevado.

Lo que despierta al sabio y le haceexhalar el grito de dolor en las nochesde luna llena de primavera es siempre lomismo. Ve al extraño verdugo sin narizque, dando un salto con un aullido, clava

su lanza en el corazón a Gestás, que estáatado a un poste y ha perdido la razón.Pero lo más terrible no es el verdugo,sino la luz irreal del sueño que viene deuna nube y que cae sobre la tierra, comosucede sólo durante las catástrofesuniversales.

Después de la inyección todo esto setransforma. Un ancho camino de luna seextiende desde la cama a la ventana, yun hombre con manto blanco, forrado derojo sangre, camina hacia la luna. Juntoa él va un joven vestido con una túnicarota y con la cara desfigurada. Los doshablan acaloradamente, discuten,quieren llegar a un acuerdo.

—¡Dioses, dioses! —dice el delmanto, volviendo su rostro arrogante aljoven—. ¡Qué ejecución más vulgar!Pero dime, por favor —y su expresiónse vuelve suplicante—, no la hubo,¿verdad? Te ruego, dímelo, ¿no fue así?

—Claro que no —responde elhombre con voz ronca—, lo has soñado.

—¿Puedes jurarlo? —pregunta eldel manto con aire servil.

—¡Lo juro! —dice su acompañante,y sus ojos sonríen.

—¡No quiero nada más! —grita elhombre del manto con voz cascada, ysube hacia la luna, llevándose a suinterlocutor. Les sigue un enorme perro

de orejas puntiagudas, tranquilo ymajestuoso.

Entonces el rayo de luna empieza arevolverse y se convierte en un río quese desborda. La luna reina y juega, laluna baila y hace travesuras. Deltorrente se forma una mujer de unabelleza sorprendente, que conduce de lamano hacia Iván a un hombre conbarbas, que mira alrededor asustado.Iván Nikoláyevich le reconoce enseguida. Es el número 118, su visitantenocturno. En su sueño Iván Nikoláyevichle extiende las manos y pregunta conansia:

—Entonces, ¿así terminó?

—Así terminó, mi discípulo —contesta el del número 118. La mujer seacerca a Iván y le dice:

—Así terminó. Todo terminó comotodo termina... Le daré un beso en lafrente y todo saldrá bien...

Se inclina hacia Iván y le da un besoen la frente. Él quiere acercarse a ella,le mira a los ojos, pero ella retrocede,retrocede y se va con el hombre hacia laluna...

La luna se enfurece, derramatorrentes de luz sobre Iván, salpica todo,la habitación se inunda de luz, la luztiembla, sube, cubre la cama... IvánNikoláyevich duerme feliz.

Por la mañana se despierta tranquiloy despejado. Su memoria dolida secalma y hasta la siguiente luna llenanadie hará sufrir al profesor: ni elasesino sin nariz de Gestás, ni el quintoprocurador de Judea, el cruel jinetePoncio Pilatos.

Notas

[1] Es habitual que bautice a suspersonajes con nombres decompositores musicales. <<

[2] Nombre compuesto que quiere decir«literatura de masas». (N. de la T.) <<

[3] Isla del mar Blanco, antiguo lugar dedeportación. (N. de la T.) <<

[4] Unión de Juventudes Comunistas. (N.de la T.) <<

[5] A. S. Griboyédov (1795-1829),escritor y diplomático ruso, autor de lacomedia La desgracia de tener ingenio.(N. de la T.) <<

[6] Tipos de shashlik, plato caucasianoque consiste en trocitos de carne a labrasa. Fliaki gospodárskiye, platopolaco. (N. de la T.) <<

[7] Se refiere al monumento a Pushkin,que se encuentra en la plaza que lleva sunombre. (N. de la T.) <<

[8] Palabras con las que comienza unacélebre poesía de Pushkin. (N. de la T.)<<

[9] Georges Dantés, monárquico francésque huyó de la Revolución de Julio y fueacogido por Nicolás I. Mató a Pushkinen un duelo en 1837. (N. de la T.) <<

[10] Valand, uno de los nombres comunesdel diablo en la lengua alemana. En lasnotas marginales del manuscrito de lanovela El maestro y Margarita aparecenvarios nombres propios del diablo, talescomo Mefistófeles, Asmodeo, Lucifer,etc. Parece ser que Bulgákov eligió elde Valand (Voland) para evitar posiblesasociaciones literarias. (N. de la T.) <<

[11] En la Cábala y en el libro apócrifode Henoch aparece Asasel, diablo de lamuerte y el desierto. (N. de la T.) <<

[12] Inturist, oficina de turismo extranjeroen la Unión Soviética. (N. de la T.) <<

[13] Tiendas especiales en las que sepuede adquirir platos cocinados. (N. dela T.) <<

[14] Impostor y usurpador del trono deRusia de principios del siglo XVII. (N.de la T.) <<

[15] Población que se encuentra cerca deMoscú. (N. de la T.) <<

[16] En la bula de 1233 de Gregorio IXaparece un enorme gato negro queparticipa en un aquelarre. Por otra parte,en el libro de Job (40,1524) se hacereferencia al hipopótamo como símbolodel diablo. (N. de la T.) <<

[17] En uno de los libros sobre el doctorFausto, junto con Lucifer, rey de losinfiernos, y del virrey Belial, figuraAbadónn, gran ministro y consejero deldiablo. (N. de la T.) <<

[18] G. L. Belski (?1572), apodadoMaluta Skurátov, famoso por sucrueldad, fue jefe de las fuerzasencargadas de la represión de losboyardos durante el reinado de Iván elTerrible. (N. de la T.) <<

[19] Una variedad de de vodka (N. de laT) <<

[20] Nombre de la asociación deproveedores en cuyos almacenes elcomercio se efectúa exclusivamente condivisas. (N. de la T.) <<

[21] Alusión a una antigua costumbrerusa. En las bodas, los invitados solíangritar: «¡Amargo!», para que los novios«endulzaran» el vino dándose un beso.(N. de la T.) <<

[22] Literatos rusos del siglo XIX. (N. dela T.) <<