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CAPÍTULO 3 REVELACION: PALABRA DADA AL SER HUMANO La Teología Fundamental reflexiona alrededor de la verdad revelada y en tal sentido, y como parte de su tarea específica, estudia la revelación y su credibilidad. Pero no se trata de cualquier revelación: en perspectiva bíblica -una de nuestras particularidades culturales- se trata de comprender la revelación como aquella Palabra dada por Dios a la humanidad en orden a su salvación, Palabra que adquiere -ya en nuestra perspectiva cristiana- una perspectiva y profundidad en “el reconocible rostro humano de esa trascendencia” (Schillebeeckx: 31): Jesús confesado el Cristo, Hijo de Dios. La necesidad de elaborar algunos apuntes alrededor de una teología de la revelación no viene sólo dada por las exigencias intrateológicas. Es un hecho que nuestro mundo, como apuntamos en los preliminares, “revela” de manera permanente orientaciones que suponen la realización de lo humano (adhiriendo a ello, de manera explícita o no, la realización de lo divino). Piénsese, por ejemplo, la guerra de EEUU contra Irak (año 2003); mediáticamente, fue una guerra de realización de lo humano: una cruzada liberadora del oprimido pueblo irakí contra su tirano; una guerra liberadora contra una amenaza biológica y nuclear contra el mundo libre y democrático; una cruzada que, una vez efectuada, salvó a un país y al mundo entero de una amenaza latente, y “reveló” las bondades de los sistemas democráticos y de seguridad, y restableció la normalidad. Pero lo mediático escondió una cantidad de mentiras: el sufrimiento, la prepotencia, la mentira, el egoísmo democrático y diplomático se hicieron presentes una vez más, y se impusieron de una manera ya no sutil, sino descarada. Y a nivel simplemente creyente, causa pesar, 55

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CAPÍTULO 3

REVELACION: PALABRA DADA AL SER HUMANO

La Teología Fundamental reflexiona alrededor de la verdad revelada y en tal sentido, y como parte de su tarea específica, estudia la revelación y su credibilidad. Pero no se trata de cualquier revelación: en perspectiva bíblica -una de nuestras particularidades culturales- se trata de comprender la revelación como aquella Palabra dada por Dios a la humanidad en orden a su salvación, Palabra que adquiere -ya en nuestra perspectiva cristiana- una perspectiva y profundidad en “el reconocible rostro humano de esa trascendencia” (Schillebeeckx: 31): Jesús confesado el Cristo, Hijo de Dios.

La necesidad de elaborar algunos apuntes alrededor de una teología de la revelación no viene sólo dada por las exigencias intrateológicas. Es un hecho que nuestro mundo, como apuntamos en los preliminares, “revela” de manera permanente orientaciones que suponen la realización de lo humano (adhiriendo a ello, de manera explícita o no, la realización de lo divino). Piénsese, por ejemplo, la guerra de EEUU contra Irak (año 2003); mediáticamente, fue una guerra de realización de lo humano: una cruzada liberadora del oprimido pueblo irakí contra su tirano; una guerra liberadora contra una amenaza biológica y nuclear contra el mundo libre y democrático; una cruzada que, una vez efectuada, salvó a un país y al mundo entero de una amenaza latente, y “reveló” las bondades de los sistemas democráticos y de seguridad, y restableció la normalidad. Pero lo mediático escondió una cantidad de mentiras: el sufrimiento, la prepotencia, la mentira, el egoísmo democrático y diplomático se hicieron presentes una vez más, y se impusieron de una manera ya no sutil, sino descarada. Y a nivel simplemente creyente, causa pesar, como observa con buen tino Jon Sobrino, que en su reciente visita a Madrid (mayo 2003) Juan Pablo II, que ha repudiado esta guerra, se fotografíe e intercambie con tranquilidad regalos con el presidente Aznar, “defensor acérrimo de la guerra y participante de ella, cerrado a todo diálogo y desafiante de la opinión de la inmensa mayoría de los españoles” (Sobrino 2003: 13).

A pesar y en contra de todo esto, de las patéticas situaciones humanas de injusticia y velamiento de la verdad, las orientaciones bíblicas y cristianas siguen pensando la revelación, no como un dar razón de los status quo mediáticos y políticos, sino como un misterio permanente pero en una dirección particular: Dios, o cualquiera que sea su nombre, aparece como “el misterio que tiene pasión por 'que sean salvos' la naturaleza y la historia universal, la sociedad y el hombre”, misterio apasionado que siempre subsiste “por más deshonrado y manchado que esté ese nombre por la conducta misma de quienes, en las más diversas religiones, creen en Dios” (Schillebeeckx: 20).

Sobre esta orientación, deseamos en este capítulo explorar pautas de comprensión en torno al significado del concepto de revelación y de revelación cristiana, y sus implicaciones en el mundo contemporáneo latinoamericano, comprendiendo la

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capacidad humana ante tal acontecimiento y las exigencias creyentes que de allí se derivan.

1. ELEMENTOS GENERALES EN TORNO AL DISCURSO SOBRE LA REVELACIÓN.

La revelación en sí misma no es un dato positivo y desnudo, sino que cuenta con innumerables mediaciones. La reflexión teológica con el correr de los siglos, y contando con sus errores y aciertos propios, ha intentado el acto de aprehensión de lo revelado. Sobre tal acto de aprehensión queremos dirigir esta mirada introductoria, situándonos, en primer lugar, en lo que ha sido una aprehensión típica de nuestra cultura occidental, para comprender, desde allí, las exigencias comprensivas que se abren en una conciencia de tipo más histórico y situado.

1.1. UNA APROPIACIÓN DE TIPO GNOSEOLÓGICO.

La comprensión teológica, decíamos en capítulos anteriores, se ha movido con preferencia en torno al logos grecolatino. En palabras de Parra: “ese subsistir de lo cristiano en Occidente equivalió a verterlo en los moldes del pensamiento racional, que ha sido consustancial al derrotero de la civilización, desde la herencia de los griegos hasta los intentos antiguos, medievales y modernos por fundamentar la metafísica y por sustentar los principios trascendentales, universales, necesarios, abstractos y normativos del ser” (:76).

Tal vertimiento ocasionó que el discurso sobre la revelación quedara sellado con la “impronta de la filosofía primera por la que se legitimó la ciencia rigurosa” (Parra: 77). Desde allí la comprensión de la revelación quedó marcada por una serie de elementos impositivos donde ella se entiende como una transmisión segura de verdades de Dios que, no siendo inaccesibles a la razón humana, le sobrepasan; sus fuentes (Escritura y Tradición) quedan percibidas desde un saber nocional o declaración teorética de las que se derivan doctrinas o verdades superiores; la fe queda descrita en términos veritativos y nocionales y la verdad con el cariz de lo nocional filosófico. De esta manera, la transmisión de la fe se media por un conocimiento objetivo y aceptación razonada de un cuerpo doctrinal, instruyendo sobre lo que se necesita saber para salvarse. Aparece el magisterio como custodio de un cuerpo doctrinal veritativo y preservado de errores filosóficos, el dogma como proposición intelectual, y aún verdad ahistórica y desencarnada, que esclarece puntos doctrinales. Con ello, el camino de Jesús adquiere los contornos de un sistema doctrinal teórico (Parra: 82-86).

De esta larga tradición de pensamiento al interior de la Iglesia, adquiere particular importancia la comprensión de la revelación como revelación natural, en tanto –desde la perspectiva que venimos reseñando- es obligación de la razón afirmar el hecho de la revelación, desde el reconocimiento de la propia falta de fundamento ontológico que solo encuentra su respuesta en el fundamento último, Dios. Así, la revelación natural se refiere a “la manifestación indirecta de Dios a la inteligencia del hombre, en las realidades del mundo creado, como la experiencia de esa misma manifestación en la conciencia, principio de moralidad y fundamento rector de la conducta, abierta por eso mismo al juicio trascendente de Dios” (González Montes: 259), o dicho en términos más resumidos, al “tipo de conocimiento de Dios que puede lograrse por medio de la

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simple razón humana a partir de la naturaleza” (Bentué: 61). Si, por medio del ejercicio de la razón, en sentido físico “a partir de lo positivo de la creación podemos inducir a Dios como causa de efectos positivos o de bienes” (Bentué: 63), y en sentido metafísico “a partir de la carencia radical de la naturaleza podemos inducir a Dios como fundamento que da consistencia ontológica a esa naturaleza” (Bentué: 64), es necesario reconocer la existencia de Dios como fundamento nuestro: una actitud contraria implicará falta de honestidad o de capacidad intelectual (Bentué, p.62).

Frente al panorama de la revelación natural, es necesario reconocer algunas insuficiencias. Será valioso comprender que “El mundo y el hombre atestiguan (...) la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo” (Catecismo, 34), pero para afirmar con sentido razonable y explicar ello hay que proceder con cuidado con las argumentaciones, evitando algunos despropósitos que aquí se evidencian. En primer lugar, afirmar que no reconocer la existencia de Dios implica falta de honestidad o capacidad intelectual, implica un argumento tautológico y defensivo: en efecto, se va a probar la existencia de Dios, pero para proceder a la prueba, debemos partir de suponer ya su existencia; de lo contrario, ni somos honestos ni tenemos capacidad intelectual; una cosa será argumentar, pero otra muy diferente caer en la tentación apologética del argumento. En segundo lugar, es claro que la argumentación alrededor de la revelación natural se mueve en torno al logos grecolatino, sentido importante, pero insuficiente y secundario respecto del logos semita; en efecto, la posible comprensión de la revelación es ante todo una comprensión dada desde la experiencia radical de contraste, desde la experiencia de apelación del corporal sufriente, desde la experiencia vivida y narrada del pueblo oprimido y su salvación concreta; es propiamente, el sentido de la “obra” de Dios que se revela a la inteligencia de la humanidad (cfr. Romanos 1,20). Por último, y frente al amplio panorama de la apropiación gnoseológica de la revelación, surge la pregunta por “si el cristianismo occidental y la Iglesia latina no han sido quizás más institución que carisma, más pensamiento ilustrado que acontecimiento salvífico, más disquisición que seguimiento, más teología triunfante que aproximación al misterio y al enigma, más código formulado que camino histórico, más enunciado preciso y demostrativo que símbolo evocativo, más disciplina eclesiástica que Reino de Dios”(Parra: 86).

1.2. HACIA UNA APROPIACIÓN HISTÓRICA DE LA REVELACIÓN.

El tema de la revelación natural, con sus desarrollos y posibles críticas, forma parte de la tradición del pensamiento teológico, pero lo que es de suyo en específico es el tema de la revelación sobrenatural, o “revelación” como genéricamente se le conoce. La revelación sobrenatural ha sido entendida muchas veces bajo parámetros desencarnados, ahistóricos, o incluso dogmáticos. De esta manera, se habla, por ejemplo, de la revelación sobrenatural como de un “tipo de conocimiento que deriva solo de la Palabra manifestada por Dios a través de la Escritura y la tradición de la Iglesia” (Bentué: 61), entendiéndolo bajo el carácter del logos grecolatino con las consecuencias de la unidireccionalidad en torno a lo teorético del conocimiento, mencionadas arriba.

Ahora bien, dentro de la comprensión teológica de la revelación se ha recuperado, en especial desde el Concilio Vaticano II, los lineamientos de una concepción de la revelación en la historia, comprendiéndola como acontecimiento en la historia del pueblo de Israel y de modo culminante en la historia de Jesús de Nazaret, historia “interpretada en su dimensión salvífica y reveladora” (Parra: 87), de tal que, “de un

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cristianismo entendido como simple auditor de la palabra, anclado con seguridad al cuerpo doctrinal del pasado y a un tipo de verdad irremisiblemente conquistada y poseída, se pasa a la figura de un cristianismo, Pueblo de Dios, que en la historia y por la historia peregrina hoy hacia la casa del Padre con todos los riesgos de lo provisional y de lo imprevisible, de lo dinámico y de lo perfectible, de lo ya poseído pero aún inalcanzado” (Parra: 89).

Por esto, se llega a entender que la revelación se da en torno a hechos históricos de salvación interpretados por la palabra (dabar, semita), cuyas fuentes adquieren una connotación histórica que vive y crece en la enseñanza de la Iglesia, su vida y su culto, abierto al permanente interrogarse y comprender existenciales, formando una fe que rebasa lo puramente intelectual e implica la existencia toda hacia una verdad en torno a una fidelidad a la alianza y a la realización de ella en la historia. Por esto, la formación en la fe, pasa de ser simple doctrina a una práctica que en su actuar se va forjando y creciendo, tematizando también su propia experiencia histórica. El magisterio eclesial aparece como impulsor de la verdad cristiana operativa, y el dogma vuelve a ser símbolo de la fe viva, operante y práctica de la comunidad eclesial. Todo ello referido al camino de Jesús como la historia viva y operante de quienes peregrinan a la casa del Padre, en obediencia al evangelio, abriéndose a la trascendencia y provocando la inmanencia (Parra: 91-95).

Interesa indicar, con lo anterior, algunas notas sobre la revelación sobrenatural a tener en cuenta. Siendo que la “revelación sobrenatural constituye el entramado de la historia de salvación de Israel y de Jesús transmitida y sacralmente actualizada en el culto por la Iglesia” (González Montes: 268), se suele reconocer en ella algunas connotaciones comunes.

En primer lugar, se entiende que sea una acción gratuita de Dios, manifestación suya libérrima de darse a conocer para conducir al hombre a la comunión con Él. Esto hace comprender que su objetivación se da en la historia de salvación. Por esto mismo, tal “carácter histórico de la revelación divina positiva se despliega en la historia en virtud de la encarnación del Logos divino” (González Montes: 269). Sobre estas tres primeras connotaciones, se comprende una cuarta: el carácter dialógico de tal revelación, en tanto “la condición interpersonal del diálogo entre Dios y el hombre es el lugar propio para comprender la índole del conocimiento de Dios que la revelación sobrenatural activa”. Esto en razón del supuesto que Dios no se comprende en su realidad divina inmediata, “sino sólo en virtud de las señales o signos de su presencia”, por lo que “la respuesta del hombre a Dios se gesta en la experiencia de Dios que se da en la percepción del desarrollo histórico de la acción de Dios en el mundo y en la permanencia de sus signos” (González Montes: 269). Estas dos connotaciones, permiten comprender la sexta que se suele formular: “La revelación sobrenatural, por hallarse de este modo históricamente ubicada, está afectada por un proceso desigual en el tiempo” (González Montes: 270), de tal que posee un carácter pluriforme: por esto mismo, al

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examinar la historia de la revelación, se puede comprender por periodos1, o por la manera fenoménica como aparece la manifestación divina2.

2. ORIENTACIONES GENERALES EN TORNO A LA TEOLOGÍA DE LA REVELACIÓN.

Hemos apuntado ya un horizonte formal en torno a la comprensión de una revelación de tipo histórico. Sobre tal horizonte, es factible tomar una fórmula-resumen, y sobre ella realizar un primer ejercicio de comprensión, que nos ubicará en la orientación central de nuestro discurso. La revelación se suele definir como Palabra de Dios dada para la humanidad en orden a su salvación. Si estamos postulando que nuestra comprensión ha de tomar la dirección de lo hermenéutico, lo metafórico y liberador, es central no tomar esta definición como simple fórmula digital sino como una síntesis icónica del experienciar humano que ha percibido la salvación y la Palabra de Dios.

Esta advertencia la hacemos en orden a una profunda tergiversación que solemos realizar en torno a cierto campo de las realidades humanas. Por lo normal, el campo del experienciar humano en torno a su existir, a su vivencia, al arte, a los afectos, esto es, lo social, lo ético, lo estético y lo religioso, se muestra o se dice en tipos de lenguaje icónicos o simbólicos, de tipo más afectivo y connotativo, siempre abiertos a ser redescubiertos y redinamizados desde el mismo experienciar humano. Pero existe también el campo del experienciar humano referido a lo concreto, informativo, utilitario transaccional, que se resuelve en lenguajes de tipo lógico y científico-técnico, que en su pretensión de prestar una expresión fiable y objetual adquieren un carácter digital. Frente a esto, y sabiendo que la revelación pertenece con propiedad al campo de lo icónico, se suele caer en la tentación, impresión o uso, que las formulaciones creyentes participan más de lo digital que de lo icónico3.

Se trata entonces, a lo largo de nuestra exposición, de abordar la comprensión desde la perspectiva de lo icónico, atravesado, a nuestro parecer, por la apelación del corporal sufriente, e indicando a su vez las lecturas digitales que de lo mismo se han realizado, señalando sus insuficiencias.

2.1. REVELACIÓN DE LA PALABRA.

Lo que se revela es la Palabra, y no cualquier palabra, sino Palabra de Dios como se suele afirmar litúrgicamente. Lo que interesa aquí recalcar y recordar es que esta Palabra pertenece, de manera primordial y fundamental, al horizonte semántico del

1 Así, algunos autores la estudian a partir de las tradiciones de Israel (Latourelle, por ejemplo), periodizando una revelación patriarcal, otra mosaica, profética, deuteronómica, sapiencial, neotestamentaria. Otros hablarán de un tiempo de los Profetas o Padres, y un tiempo del Hijo. A nivel de la revelación neotestamentaria, algunos la postulan en tres tiempos: tiempo de la palabra y actuación de Cristo, tiempo de la proclamación evangélica y de la iglesia, tiempo de la consumación escatológica de la obra de Cristo (González Montes: 270-271).2 Así, se distingue la revelación o manifestación divina en la manera como se desarrolla: en algunos momentos, se trata de un esquema donde “Dios aparece”, que normalmente obedece a concepciones epifánico-cultuales; en otros, un esquema donde “Dios actúa”; en otros, un esquema donde “la gloria de Dios se revela” (González Montes: 271-274).3 Esta terminología de lo icónico y lo digital, que tomamos de Juan Luis Segundo (1989), corresponde en semilogía a los lenguajes familiares y las hermenéuticas sociales y estéticas (para lo icónico), y a los lenguajes utilitario-transaccional y los códigos lógicos y científico-técnicos (para lo digital).

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Dabar hebreo, o el Logos (término griego) en sentido hebreo y semita, antes que grecolatino.

En esta dirección, la Palabra posee ante todo un sentido interpelador: es central en la narrativa bíblica la experiencia sufrida de la realidad, que interpela a un hacerse cargo de ella desde el sufrimiento del corporal sufriente. Tal interpelación antropológica, es leída en el marco de una tradición experiencial religiosa como Palabra de Dios. Se trata entonces de comprender las llamadas de la realidad sufriente, no tanto en el ánimo de informar sobre una realidad, sino más bien de transformar hacia esa realidad. De tal que la orientación de la Palabra como logos grecolatino es secundaria a la intencionalidad del texto bíblico4.

2.2. PALABRA QUE COMUNICA UNA REVELACIÓN.

La Palabra comunica una revelación de Dios para la humanidad. En el término revelación confluyen diversas orientaciones semánticas: del verbo latino revelare (sust: revelatio), “quitar el velo, dar a ver, descubrir y dar a conocer”; en el término, y gracias a la tradición teológica, confluye también el campo semántico de lo que aparece, la epifanía (gr: epipháneia), el campo semántico de lo oraular-profético en torno al “desvelamiento de lo oculto por venir” (gr: propheeteía) o “desvelamiento de la verdad oculta” (gr: apokálypsis) (González Montes: 249-250). Con esto, podemos decir que la revelación se comprende, en lo fundamental, “como desvelamiento de aquella verdad oculta propia del misterio de Dios y de los 'decretos de su voluntad' o designio para el mundo y destino eterno del hombre” (González Montes: 250). Podríamos decir entonces, y de manera esquemática, que la noción semántica de revelación implica (a) un oculto que se desoculta, que aparece, que se desvela, (b) no por acción propia humana sino por su carácter de acontecimiento y que (c) permite al humano, su destinatario, re-conocer algo que era su conocido oculto (en tanto eso que se desoculta era su misma verdad humana hacia la verdad divina, misma verdad -conocido- que por estar oculto era desconocido).

Queremos detenernos entonces sobre la comprensión que implica tal noción semántica, desde una visión “clásica” del asunto, y otra, a nuestro juicio, más contemporánea y compleja, que ayuda a mejor situar sus contenidos. Procederemos, en orden a un contraste comparativo, sobre la base de tres preguntas: ¿qué es aquello oculto? ¿Por qué se encuentra oculto?, y, una vez des-ocultado -revelado-, ¿a qué nos llama?.

2.2.1. Una orientación clásica.

Para nuestra intención, exploremos lo expuesto por Bentué en torno al “concepto general de revelación” (:60-61), que se basa, por demás, en su concepción fenomenológica de la religión, tal y como quedó expuesta al final de nuestro segundo capítulo. Ubicando el sentido etimológico de revelación como un apocalipsis, “develar la verdad”, entiende que la palabra de Dios “revela quién es Dios, pero para el hombre y, por lo mismo, revela quién es el hombre para Dios (...) nos llama a reconocer nuestra propia verdad 'desnuda', lo mismo que nos llama a reconocer a Dios como fundamento 4 Esto lo afirmamos criticando la exposición de Bentué, quien entiende la Palabra desde el logos grecolatino que posee, además, el sentido interpelador del Dabar. Por esto, su exposición se mueve dentro de los esquemas clásicos de la demostración: la revelación informa una verdad (Dios fundamento de nuestra existencia; el humano como contingente), y apela sobre esa verdad una respuesta (reconocer nuestro fundamento y nuestra contingencia), como detallaremos enseguida.

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de nuestra existencia” (Bentué: 60). Pero, debido a que nuestra inconsistencia nos causa vértigo, la camuflamos y no queremos reconocerla; es este camuflaje y no reconocimiento lo que constituye nuestro pecado original, en ese intento desesperado de autofundarnos (tentación de ser como dioses, en Gen 3.5). De tal que, precisamente, a ese reconocimiento nos llama la revelación: a renunciar a nuestra vana autonomía y pseudofundamento, y convertirnos al verdadero fundamento, que es Dios (Bentué: 61).

Sobre este argumento, exploremos las preguntas planteadas: (a) ¿Qué es aquello oculto? Se trata, simple y llanamente, que Dios es fundamento de nuestra existencia (verdad divina) y que nosotros somos seres contingentes (verdad humana). (b) ¿Por qué se encuentra oculto? En lo básico, por nuestro pecado original: este consiste en no reconocer a Dios, y el deseo de autofundarse y ser Dios. (c) Una vez desocultado lo oculto, ¿a qué nos llama? A reconocer a Dios como nuestro fundamento, y a renunciar a nuestros deseos de autonomía.

Tal comprensión corre dos graves riesgos, a nuestro parecer. Uno primero, lo podemos denominar subordinación acrítica y a-priori: aquí toda orientación y comprensión teológica se dirige con exclusividad a reconocer nuestra contingencia y nuestro fundamento sobre la base de la renuncia a nuestra autonomía, punto en el que insiste Bentué en varios pasajes de su estudio; en este perspectiva, Dios se presenta como un ser a reconocer en su superioridad y subordinarse a él. Deja por fuera, pues, varios logros actuales del pensamiento humano: no reconoce la autonomía propia del mundo y de la historia (Küng 1979) (que adquirirá, eso sí, un significado sacramental y creyente dada desde una particularidad tradición cultural creyente). Además, como vamos a sugerir, el problema del conocimiento de Dios se circunscribe primariamente a su reconocimiento en el rostro del prójimo, en el corporal sufriente. Es en esta línea que creemos -y este el segundo riesgo que deseamos indicar- que la concepción de pecado que maneja es inadecuada.

Sin embargo, como esquema, lo creemos válido y comprensible afinando un poco más sus elementos. Examinemos esto.

2.2.2. Una orientación contemporánea.

Tuvimos oportunidad de referir en sus líneas globales el pensamiento de René Girard a propósito de una fenomenología de la religión que observa el ocultamiento de lo sagrado. Si retomamos los elementos allí expuestos, delineamos lo siguiente:

¿Qué es aquello oculto? Siguiendo a Bentué, podemos decir que somos contingentes en cuanto no somos fundamentados en nosotros mismos. Esto nos lo indica Girard, con una novedad: nuestro fundamento cultural, psicosocial, y por ende religioso, es la expulsión. Ante la amenaza de la rivalidad y violencia, se crea un mecanismo cultural (el chivo expiatorio) que culpabiliza de los males de la sociedad, al azar y con saña, a una víctima, y la expulsa: el doble carácter de esta víctima, maléfica en cuanto causante de los males, benéfica en cuanto su expulsión otorga la paz, es lo que la convierte en divina. Al culpable ajusticiado, y ahora hecho Dios, adoramos: es lo fascinante y tremendo. Esta adoración, en sus mitos y ritos, perpetúa el crimen original que nunca es visto como crimen, sino como sacrificio sagrado.

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Precisamente lo oculto es esa fundamentación violenta de todas nuestras instituciones sociales, incluida la religión. Permanece oculto en tanto que no haya conciencia sobre tal mecanismo del chivo expiatorio, puede seguir funcionando y fundamentando la sociedad. Ser asesinos es, digámoslo así, la profunda inconsciencia fundamentadora de la sociedad. Y a este mecanismo se le puede divinizar con un nombre: Dios. Cuando Bentué afirma que no reconocemos nuestro fundamento, tiene razón: es necesario no reconocerlo para que funcione.

Pero, paralelo a éste, existe otro fundamento, igual de oculto, incluso oculto por el fundamento sacrificial mencionado. Se trata de un fundamento de signo totalmente contrario, no sacrificial. Si en el prólogo joánico (Jn 1,1ss) se declara que el mundo expulsa al Verbo, éste reconoce al mundo como hijo suyo y le llama; Caín es defendido por Dios quien, sin justificar su asesinato, le protege de la venganza; Jacob evita el conflicto con Esaú y le reconoce como hermano, como hace José con sus hermanos; Abraham no sacrifica a su hijo; insisten los profetas en la misericordia hacia la viuda y el huérfano, no en el sacrificio; Jesús se conmociona desde lo más hondo de sus entrañas frente al desfavorecido, y pide que el sábado funcione para el hombre y no al revés. Se trata, en suma, de algo que también está oculto: esa honda y fértil posibilidad de funcionar social y relacionalmente con el prójimo de maneras no sacrificiales, que la narrativa bíblica se atreve a llamar auténtica. Y esto también es Dios. De nuevo nos encontramos ante el dilema planteado por la lucha entre Miguel y la Bestia en el libro del Apocalipsis (Ap 12-13): ¿Quién indica al verdadero Dios, ya que ambos reivindican el título de “Quién como Dios”?. Se trata de la realidad duélica entre Dios y dios (ídolo). Ambas posibilidades permanecen ocultas, y esto es lo que revelará la revelación o, dicho en otras palabras, es la revelación la que proporcionará el criterio de distinción.

¿Por qué se encuentra oculto? Como dice Bentué, “por nuestro pecado”. Pero, si somos más estrictos con la noción bíblica del pecado, este no es tanto esta soberbia de la autofundamentación que no reconoce a Dios, sino más bien el “oprimir la verdad (de lo que uno es y de lo que son los demás) mediante la injusticia (con la que uno actúa o la injusticia con que uno siente de sí y de los demás)” (González Faus 1991b: 95). En el pecado, siguiendo la línea paulina, el ser humano o bien “realiza una afirmación ególatra de su propia libertad oprimiendo en esa egolatría injusta la verdad de la dignidad y de la libertad de los demás” montando mecanismos de excusas “para justificar la divinización de sus propios deseos”, o bien “realiza una afirmación egoísta de su propia moralidad y de su propia creencia en Dios, utilizando así al bien y a Dios como excusa para ponerse encima de los demás” oprimiendo así “la verdad de su igualdad con los demás, mediante la injusticia de su orgullo de ser superior” (González Faus 1991b: 96). De tal que este pecado no reconoce el fundamento: piensa que tiene a Dios -o que no le necesita- cuando lo que tiene es un fundamento sacrificial, y en esa injusticia, no se da cuenta de lo que podría ser el verdadero fundamento: lo no sacrificial.

Una vez desocultado lo oculto, ¿a qué nos llama? Decíamos con Bentué: “a reconocer a Dios como nuestro fundamento, y a renunciar a nuestros deseos de autonomía”. Compartimos plenamente la primera parte de la frase. La posibilidad de la revelación, venimos insinuando, se direcciona hacia un hacerse cargo de la realidad, cargar con la realidad y encargarse de la realidad: y de manera primordial tal realidad como realidad corporal sufriente: la posibilidad de escuchar y conmocionarse ante el gemido de dolor de la realidad, y hacerse cargo de ella, que es precisamente la actuación central del Dios

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bíblico: “Escucha mi palabra, Yahvé, repara en mi plegaria; atento a mis gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío” (Sal 5,2-3). Podemos traducir este “llamado” como un darse cuenta de nuestras formas relacionales sacrificiales, como una apelación a cambiar hacia formas no sacrificiales y sí comunitarias, y en ese sentido, a asumir con responsabilidad nuestra autonomía en el mundo. Dios, digámoslo de esta manera, “quiere 'hombres de Dios', preocupados ellos también por la humanidad” (Schillebeeckx: 27).

2.3. PALABRA EN ORDEN A SU SALVACIÓN.

La palabra de Dios es dada a la humanidad para su salvación. Este es el tercer elemento que hemos de examinar como propio de una noción general de revelación.

Al examinar el horizonte profano de la revelación comentábamos cómo, en un primer nivel antropológico, sobre la habitualidad humana suceden experiencias-acontecimiento que, en tanto rompen dicha habitualidad y la reordena hacia nuevas comprensiones del pasado, el presente y el porvenir, y en tanto tales experiencias no son buscadas sino que simplemente acontecen gratuitamente, pueden ser nombradas -con propiedad y en sentido genérico- como de revelación. Ahora bien, no toda experiencia reveladora posee un mismo nivel. Puede ser “revelación” como experiencia-acontecimiento un insight5

cognitivo frente a un problema matemático, o un insight afectivo frente a un problema de pareja, que de repente vislumbra una solución; puede ser una actuación de signo positivo, personal o colectiva, que abre o cierra a nuevos aspectos positivos no previstos; o puede ser una presencia, una palabra, un gesto, que como acontecimiento permite vislumbrar nuevos caminos de situaciones cerradas.

La experiencia-acontecimiento que nos interesa, a nivel de las tradiciones culturales religiosas, es aquella que aparece como vivencia básica prereligiosa, definida como experiencia radical de contraste: percepción de algo profundamente equivocado en el mundo y veto a ello, equivocación y veto referidos a “la experiencia del sufrimiento y el mal, la opresión y la infelicidad” (Schillebeeckx: 29). Es, como dijimos, la experiencia de percepción del corporal sufriente, que en su presencia muestra la falsedad del orden establecido que lo ha permitido, escándalo para toda buena intención de cualquier orden de signo sagrado o profano, con la “autoridad” otorgada desde su sufrimiento más allá de cualquier posible razón, invitando a que se le acoja en toda su dolorosa realidad.

Tal experiencia radical de contraste como acontecimiento fundamental es lo que se hace central -por razones que escapan aquí a nuestro análisis- en el experienciar judeocristiano. Desde su particular tradición experiencial religiosa, el pueblo semita comprende la revelación de Dios desde tal acontecimiento fundamental: ciertamente el oprimido y el pobre irrumpe, y desde allí irrumpe Dios como acontecimiento que provoca la liberación (Sivatte: 37-41; Aguirre-Vitoria). La palabra de Dios se da con gratuidad, experiencia acontecimiento que se especifica como experiencia radical de contraste, y ésta leída, de manera particular, como experiencia de salvación. Pero, como ha insistido muchas veces la teología de la liberación, no es una salvación abstracta ni intimista: se trata de salvación de males concretos, históricos, estructurales, y salvación 5 Se refiere este término a ese momento de la conciencia intencional en el cual, “de golpe”, logra articular las intuiciones y operaciones cognitivas y afectivas que le preceden, momento en el cual, frente a un problema determinado, logra establecer sus relaciones, comprender su desenvolvimiento y avizorar su solución. En el lenguaje cotidiano, es ese momento de “inspiración” en el que sentimos que aquello que nos preocupa está plenamente comprendido. El término es desarrollado por Lonergan (1999; 1994)

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de un pueblo, que se orienta hacia formar comunidades alternativas en las cuales no se vivan relaciones sacrificiales de dominación y explotación.

Recalquemos con esto, que lo central de la experiencia-acontecimiento juedocristiana, y aún podemos decir humana, es entroncarse en aquello que experimenta liberación humana concreta y la lleva a cabo. Este primer nivel de sentido antropológico se ve complementado por uno segundo, ya religioso: en la tradición experiencial religiosa, “el acontecer profano se torna el material de la 'palabra de Dios' ”, es decir, se interpreta tal historia en relación con Dios (Schillebeeckx: 31). Por esto la historia salvífica es, ante todo, acontecimiento humano liberador en donde, por principio, lo decisivo no es negar o afirmar a Dios (primer nivel antropológico), sino “la respuesta a la pregunta: de qué lado eliges en la lucha entre el bien y el mal, entre los opresores y los oprimidos?” (Schillebeeckx: 32). Y es sobre la base de esta cuestión, común a creyentes y no creyentes, que se decide dentro de una tradición experiencial religiosa el creer o no creer el Dios.

Por esto, el mundo y la historia son la base de toda realidad salvífica, en tanto allí se salva o condena la historia y el hombre. Aparece en esta perspectiva la religión como el lugar donde se toma expresa conciencia del actuar salvífico de Dios, y aparece la historia de la revelación como el lugar donde la historia de salvación se hace experiencia de fe consciente y articulada (Schillebeeckx: 38-39).

2.4. PALABRA DADA A LA HUMANIDAD.

Esta palabra dada con gratuidad al ser humano, en razón de su decisión por entero libre y amorosa, invita a una respuesta de acogimiento. Así lo afirma expresamente la Dei Verbum: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a si mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina” (DV, 2).

Saliendo Dios al encuentro del humano, su Palabra le comunica el designio salvador. Es decir, el humano puede conocer a Dios y su voluntad salvadora y liberadora, en tanto “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (Catecismo, numeral 27). Queremos subrayar con esto que la formulación de la revelación implica la posibilidad de conocer a Dios y su designio salvador y liberador para la humanidad. Se plantea entonces el cómo es posible comprender a Dios, asunto sobre el cual la tradición de la Iglesia sostiene dos grandes modos: uno primero, referido a la capacidad humana genérica y primordial de conocer a Dios “con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas” (Dei Verbum 6), es decir, la revelación natural; ello sin embargo, reconoce el magisterio, resulta insuficiente por los “muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural”(Pío XII, enc.Humani generis), por lo que “el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios” (Catecismo, numeral 38), que es lo que corresponde a la revelación de Dios, o revelación sobrenatural. Aspectos ambos que hemos dejado explicados atrás.

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Ahora bien, la necesidad de iluminación a la situación humana puede caer en una comprensión dogmaticista: así, en el caso ejemplificado con Bentué, el humano mortificado y contingente necesita de la Palabra que le quita la mortificación y la contingencia. Quizás el asunto sea más profundo y elemental a la vez: nuestra fundamentación, vimos con Girard, se refiere a mecanismos estructurales y personales de violencia y exclusión; la palabra bíblica, palabra que acontece al interior del desenvolvimiento de la humanidad histórica y desde la apelación del corporal sufriente, revela tales órdenes e intuye y pone en camino la posibilidad de superar tal fundamentación. Es voluntad de vida, no solo concreta sino también divina: vida que ha de hacerse en la historia, vida que reivindica a vivos y muertos, y vida, en fin, que ciertamente es dada a la humanidad para que pueda seguir viviendo.

3. MANIFESTACIÓN DE LA REVELACIÓN. UNA HISTORIA NARRADA Y REVISITADA.

Dada la comprensión esbozada sobre revelación (Palabra de Dios dada para la humanidad en orden a su salvación) y explicitados algunos elementos y orientaciones críticas, es necesario afirmar que tal revelación, en cuanto forma parte de una tradición experiencial religiosa, se encuentra testimoniada, y tal testimonio consignado. En nuestro caso particular, en torno a la tradición judeocristiana, este testimonio consignado se reconoce en las escrituras, que precisamente por tal carácter, son consideradas sagradas y manifiestan la obra de Dios. Por esta manifestación, considerada verdadera, se afirma de ellas su carácter inspirado, que por esto mismo no contiene error y conforman una norma, un Canon.

¿Cómo comprender razonable y metafóricamente tales elementos? Proponemos enmarcar nuestro tema desde una disertación sobre la imagen bíblica de las “obras” de Dios, que nos resituará en torno a la caracterización de las escrituras como inspiradas, inerrantes y canónicas.

3.1. LO INVISIBLE DE DIOS EN SUS OBRAS.

La comprensión de la revelación natural, por lo usual, parte de afirmar que en la “obra” creada de Dios, esto es, el mundo entero, se manifiesta lo invisible de Dios, por lo que mediante un esfuerzo de la razón es posible identificarlo. Pero, si bien esta orientación interpretativa puede sostenerse, creemos que no es ella la central, y a partir de la propuesta que aquí vamos a hacer, examinaremos el tema que ahora nos ocupa.

Pablo: lo invisible de Dios se deja ver a la inteligencia a través de las obras.El contexto inicial de esta frase pertenece a Pablo, en la carta a los Romanos 1,18-25. Pablo entiende que “lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” (vv.20); por esto, es “inexcusable” la actitud de todos los hombres que “habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios” (vv.21), por su “impiedad e injusticia” dado que “aprisionan la verdad en la injusticia” (vv.18). Por esto, Dios los entrega “a las apetencias de su corazón” (vv.24), “a pasiones infames” (vv.26), “a su mente insensata” (vv.28). Encontramos aquí una noción de “pecado” referida a oprimir la verdad (“de lo que uno es y de lo que son los demás”) mediante la injusticia (“con la que uno actua o la injusticia con que uno siente de sí y de los demás”) (González Faus 1991, p.95). Hacia ellos (los pecadores) “la ira de Dios se

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revela desde el cielo” (vv.18), y Dios les entrega (vv.24-32). Al respecto, González Faus nos explica:

Y la cólera de Dios se le revela en que acaba descubriéndose a sí mismo como idólatra de las cosas y, por tanto, como esclavo de todos los objetos de su deseo. El mecanismo de excusas montado por el pagano para justificar la divinización de sus propios deseos le convierte en una víctima de ellos. (...) [Y el judío, que afirma egoísticamente su propia moralidad, cfr.2,1-29] se vuelve inexcusable porque, al juzgar a los demás, acaba considerándose a sí mismo como un dios (igual que el pagano), y, al elevarse por encima de los otros, acaba sometido a las mismas 'dictaduras del deseo' que los paganos (1991b: 96).

Ahora bien, sobre este panorama, ¿cuál es el sentido de esa obra de Dios? Pablo no está hablando sobre el vacío ni inventando cosas, sino que está recogiendo comprensiones de su propia tradición cultural religiosa, que tiene un enraizamiento particular. Es plausible que Pablo comprenda estas obras en la misma línea de la tradición de la comunidad joánica. Examinemos, pues, un aspecto particular de lo que se dice allí.

Juan: Hacer la obra que se ha visto del Padre.Una aclaración de entrada: es evidente, que como hecho escrito, el evangelio de Juan es muy posterior a la Carta a los Romanos. Pero nos referimos a tradiciones, que no hablan en el vacío sino que comparten e interpretan tradiciones religiosas que, a su vez, dependen de tradiciones más antiguas. Por esto, la posibilidad que compartan un fondo común, en este caso alrededor del tema de las obras que ahora nos ocupa.

Un pasaje especialmente significativo en el evangelio de Juan, se refiere a la discusión del judío Jesús con “los judíos que habían creído en él” (Jn 8, 31-59). Todo se define en torno a la obra de Abraham, padre de la fe. Quien haga la obra de Abrahám es realmente hijo de Abraham; el que no hace la obra de Abraham, aunque se diga hijo de Abraham no lo es: será más bien, y dado sus deseos asesinos, hijo del mentiroso y Homicida, el Diablo. Se trata entonces de una definición en torno a la obra de Abraham (Román). Pasemos a examinarla.

Abraham: la obra de sacrificar o no sacrificar al hijo.De las tradiciones de Abrahám, una central para el pensamiento judeocristiano lo conforma el relato del Génesis 22, relativo al Sacrificio de Isaac. No sólo es la referencia del pasaje aludido de Juan, y el trasfondo para la teología paulina de la ley; también es un tema central sobre el carácter de la fe en la carta a los Hebreos y la carta de Santiago (Hb 11, 17-19; St 2, 20-23), y sobre el cual se funda la figura de Abrahám como Padre de todos los creyentes, y que forma parte central de la reflexión teológica posterior (Hinkelammert 1989, 1998).

En el relato del sacrificio de Isaac, tal como lo leemos hoy, encontramos lo siguiente:- Yahvé exige a Abrahám: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, vete al país de

Moria y ofrécelo en holocausto, en uno de los montes, el que yo te diga” (vv.2).- Abraham sube al monte, amarra al hijo, y en el momento en que le va a matar,

Yahvé (representado con la voz del ángel) le dice: “No alargues la mano contra el niño ni le hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único” (vv.12).

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- Producto de esta obediencia, el ángel promete: “Por mi mismo juro (…) que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de tus enemigos; por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido mi voz” (vv.16-18).

¿Qué esquema nos ofrece este texto? Ante todo, una continuidad en la orden de Yahvé: “sacrifícamelo” y “no lo sacrifiques que ya se que respetas a Dios pues no me niegas al niño” conforman en lo básico una misma orden: Abrahám tiene la intención de matarlo; en la segunda orden la primera orden se pospone, pero sigue vigente. Producto de esta intención, aparecen cuatro promesas: bendición, descendencia, conquista y centralidad. Así, el acto de Abrahám es un acto de matar o de tener la intención de hacerlo, lo que acarrea las promesas mencionadas. Si Abrahám no es asesino, es por lo menos un potencial asesino.

Pero teniendo en cuenta algunos datos interpretativos, es posible hacer otra lectura. En efecto, el texto en cuestión posiblemente provenga de una antigua tradición oral del siglo XI ó XII, que encuentra su forma escrita definitiva hacia el siglo VIII a.c. Sin embargo, a este texto definitivo se le hace un añadido entre los siglos IV y II ac: son las palabras en cursiva del texto que arriba hemos mencionado. Así pues, el texto original (del siglo octavo) quedaría sin las siguientes frases: “que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único” (v.12b), "por no haberme negado tu hijo, tu único” (v.16c), y “y se adueñará tu descendencia de la puerta de tus enemigos; por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido mi voz” (v.17c-18). Sin estas frases, el sentido del texto cambia de manera radical, así:

Primero, aparece una orden de Yahvé: matar. Pero, al momento de ejecutar el acto, aparece una orden totalmente contraria, también de Yahvé: no matar. En este momento, Abrahám tiene que decidir entre dos órdenes de la divinidad. Pero obedeciendo una, se hace desobediente a la otra. Finalmente decide, haciéndose obediente a la segunda orden (no matar) y desobedeciendo la primera (matar). Esta obediencia-desobediencia, le trae tan sólo dos promesas de parte de la divinidad: bendición y descendencia.

Actualización de la tradición de Abrahám.Esta tradición, tal como la hemos visto, exige pues discernimiento. Una orden divina debe ser pensada antes de obedecerla. En el caso de Jesús, cuando alude a la tradición y obra de Abrahám, alude a la necesaria percepción que lo principal para el ser humano es no matar a su hijo, aun cuando con esta decisión pueda contrariar la voz de la divinidad. Ese es el trasfondo de la discusión que presenta el evangelista Juan.

Pero, es evidente, se puede elegir el matar, y el matar tiene dos promesas adicionales: conquista y centralidad. Esta insinuación realizada desde el añadido al texto del génesis aparece clara, por ejemplo, en la tradición griega del Agamenón. Nos cuenta Esquilo (en su tragedia “Agamenón”) cómo Agamenón, para poder salir con su flota a conquistar Troya, es apelado por la diosa para que sacrifique a su hija. Agamenón delibera y accede a matar a su hija, con lo que consigue la promesa de conquista. No es un sueño de antiguos autores y aún hoy día este esquema sigue estando presente: se trata de realizar en la actualidad presente ciertos sacrificios de vidas humanas con el fin de

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asegurar una conquista futura. Los equilibrios macroeconómicos de un país -se suele formular- se logran sobre la base del sacrificio de una población presente. Dice un famoso economista, Hayek: “Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la mantención de vidas: no a la mantención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas”. En términos de los antiguos relatos: la conquista y centralidad sólo se logra matando algunas vidas. Un claro ejemplo de esto lo conforma las declaraciones de guerra alrededor de Irak, donde la preservación de la democracia, la paz y el libre comercio -característica en el discurso oficial de un mundo justo- justifica una guerra salvaje, desigual y atroz, que se mueve en la línea de lo que decía un militar colombiano hace pocos años: “La Institución antes que la vida”.

Lo invisible de Dios en sus obras. De tal que esta obra de Abraham, obra del padre en el Jesús joánico, la obra que para Pablo es de Dios y se deja ver a la inteligencia, tiene un contenido particular respecto de las posibilidades del dar vida, posibilidades que pertenecen a la mano del hombre en su historia y cuyo extraño impulso es voluntad de Dios. En realidad, esto es lo que se corresponde con más propiedad a la experiencia de fe vetero y neotestamentaria: una voluntad acendrada de dar vida, de conducir a un mundo de no muerte, de escuchar la apelación del corporal sufriente y rescatarlo, de hacerse cargo de la realidad dolorida.

Esto es, ante todo, lo que se revela en la revelación de manera fundamental y primaria. Pero, insistamos, es posible leer el relato también de manera sacrificial, y es posible leer la revelación de Dios como una voluntad de sometimiento que pasa incluso por el dar muerte. Por esto, el texto bíblico, a pesar de su antigüedad, es sumamente moderno y contemporáneo: “porque sostiene la ambigüedad: Se puede leer desde el punto de vista de la clase dominante, y se puede leer desde el punto de vista de la liberación frente a la opresión” (Hinkelammert 1989: 22).

3.2. TESTIMONIO DE LAS OBRAS: LA ESCRITURA.

Es posible que la tradición de Abraham tenga algún trasfondo histórico, tanto en su momento de origen (s.XI-XII a.c.) como en su primer momento redaccional (s.IX-VIII a.c): se trata de un momento donde los sacrificios humanos son la regla, no la excepción. Quizás al interior de estas sociedades han surgido “disidencias” que, sin abandonar del todo las orientaciones culturales fundamentales, introducen una profunda ambigüedad y cambio de dirección, y quizás estos grupos disidentes se vieron obligados a emigrar o resistir, dada su herejía respecto de lo que conformaba la regla. Estos grupos abrahámicos, llegando al territorio cananeo, se ven obligados a resistir al tributarismo cananeo, y se encuentran con grupos de vivencias similares en torno a aspectos liberadores captados en el actuar divino: una serie de campesinos empobrecidos habitante originales de estas tierras, con probabilidad huidos de las ciudades-estado de aquel entorno (los hapiru), y grupos humanos migrantes de las duras condiciones de trabajo forzado en Egipto (el grupo mosaico), amén de clanes centrados en el culto (grupo sinaítico) (Schwantes).

Nos interesa resaltar ahora, de manera breve, el aspecto escriturístico de estas tradiciones y de, en general, todas las tradiciones bíblicas, en tanto ello forma parte de un acervo testimoniado alrededor de la revelación, tal como lo afirma Dei Verbum 13: “La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje

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humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres”.

3.2.1. Escritura e historia de salvación.

Nos encontramos con un complejo panorama de tradición oral antes del hecho escrito, que recoge vivencias centrales (en torno a ordenamientos jurídicos y aspectos culturales religiosos, sobre todo) de grupos humanos de muy diversa índole. Es factible afirmar que, frente a ello, nace la necesidad de reunir lo oral pasajero y consignarlo, dada la importancia que tienen estas tradiciones en la conformación del ethos cultural correspondiente6.

En el caso semita, la tradición oral está referida a hechos fundantes que, de una manera u otra, son historia significativa dado su carácter liberador. De tal que de ese conjunto de historia vivida y “profana”, se destaca en especial aquella historia salvadora y liberadora de las condiciones de realidad dolorosas. Precisamente, son “en aquellos hechos históricos que se hicieron significativos e interpelantes para la gente, que fueron lugar de encuentro con Dios”: aparece en ellos y en su recuerdo oral y escrito, las grandes profesiones de fe (así, Dt 6, 20-25; 26, 1-11; Josué 24, 1-18), en donde “aparece el núcleo de la fe y también la tendencia de ampliar y explicitar tal núcleo a raíz de las nuevas realidades vividas por el pueblo”, hecho histórico en el que el pueblo, desde su tradición experiencial religiosa, descubre la acción de Dios y empieza a creer (Sivatte: 38).

¿Qué provoca esta lectura creyente y liberadora del acontecimiento mundano? A nivel antropológico, podemos decir que es la misma estructura experiencial humana en cuanto abierta a la conmoción que le provoca la historia dolorosa (Schillebeeckx: 31-39). Pero esta apertura, en cuanto percibida como gratuidad y como invitación, adquiere a la luz de la particular tradición religiosa el nombre de la trascendencia, pues es un dado preteorético no elaborado por el ser humano (Schillebeeckx: 59-60).

Por esto se puede afirmar que lo característico de Israel fue percibir, en los hechos históricos de su historia profana, la presencia salvadora de Dios, y tal interpretación fue lo que recogió en su escritura, de tal que la historia bíblica se convierte en la historia de fe de Israel. En la interpretación de fe que hace Israel de su propia historia se revela Dios: “Lo que Dios quiere revelar no son tanto unos hechos objetivos cuanto la interpretación de esos hechos. Por eso Dios suscita acontecimientos y Él está ahí presente; pero sobre todo suscita una fe que los lee”. En este sentido, la historia bíblica es “esa confesión que Israel hace de la salvación que le viene de Dios” en tanto sobre unos hechos se confiesa la intervención salvadora de Dios (Bentué: 67).

3.2.2. El proceso revelatorio en la escritura.

Dado lo anterior, es posible hablar de un proceso revelatorio al interior de las sagradas escrituras, tanto en el antiguo como en el nuevo testamento, distinguiendo así las etapas, contenido y significado de la revelación en sus diferentes momentos (Bentué: 82-92).

6 No nos detenemos a considerar las complejidades de la tradición oral y su paso a la escritura. Un buen panorama lo ofrecen: Buenaventura, Ong, Vansina.

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Los estudios de Teología Fundamental suelen reconocer y explicar las diferentes etapas de la revelación ya sea por una fenomenología de las representaciones de la revelación, o bien por una periodización de acuerdo a la evolución histórica de las tradiciones de Israel (sobre ésta última manera, por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta las etapas de la revelación7). Entran aquí en consideración diversos aspectos exegéticos, redaccionales e históricos que no es nuestra intención tratar; interesa indicar que, por lo normal, al examinar tal proceso revelatorio se formula una estructura fundamental: un encuentro permanente de comunión del hombre con Dios (o mejor decir, de iniciativa de comunión de Dios hacia el hombre) que supone la reestructuración total del hombre y una nueva comprensión de su existencia.

Sobre la base de tal estructura del proceso revelatorio, se concluyen algunos contenidos fundamentales del mismo. Uno primero se refiere a la expresa voluntad de Dios de entrar en comunión con el hombre, movido por un extremo deseo de benevolencia y de amor, lo que indica que la relación que establece con Él está fundada en el recíproco respeto de la adhesión personal y libre. Pero, constata la reflexión teológica y la misma experiencia del caminar creyente, el hombre no comprende el don que se le hace, sino que reivindica su autonomía y no reconoce su condición de creatura (Instituto: 69).

Sobre estos primeros cuatro contenidos es necesario realizar unas primeras advertencias, en orden a su orientación icónica. Tales contenidos, formulados tal cual, pueden introducir una idea de progreso ascendente e indefinido, idea que en la actualidad no es posible sostener. Por un lado, y visto de manera creyente, la historia humana es una oscilación constante entre el mysterium salutis y el mysterium iniquitatis, y por eso mismo profundamente ambigua; por otro lado, pueden introducir una visión de la historia bíblica siempre positiva y de un Dios siempre “limpio”, olvidando las ambigüedades que se presentan también alrededor del Dios que se confiesa y revela: si bien es el centro este Dios salvador y liberador, existen también tradiciones judeocristianas intitucionalizadas y sacrificiales: así, la lectura sacrificial que se hace de la tradición de Abrahám con los añadidos sacerdotales del siglo IV-II; o la tradición de Moisés que indica que, ante la cólera de Yahvé y su amenaza, Moisés conmina a Yahvé a abandonar “el ardor de tu cólera y arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo” (Ex 32, 12b), convive con aquella tradición de Moisés que hace suya la cólera de Yahvé y manda a los hijos de Leví a matar cada uno “a su hermano, a su amigo y a su pariente” (Ex 32, 27c).

Es necesario, valga la redundancia, llenar de contenido tales contenidos. Al examinar el proceso revelatorio, hay que introducir la ambigüedad y la presencia de la violencia, junto con la apelación del corporal sufriente, pues es al interior de ello que se da la historia revelatoria por contraste, reconociendo que en el proceso revelatorio siempre hay una constante y creciente tendencia (primordial, pero no única) a no creer en la culpa de la víctima ni en su asesinato, ni disfrazar los mecanismos victimales presentes en la historia.

Con tales elementos, adquirirá peso e historia los siguientes contenidos fundamentales:

7 Así: “Desde el origen, Dios se da a conocer” (numerales 54-55), “La alianza con Noé” (56-58), “Dios elige a Abraham” (59-61), “Dios forma a su pueblo Israel” (62-64), “Cristo Jesús, mediador y plenitud de toda revelación” (65-67).

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Ante esta realidad, Dios no rechaza al hombre, sino que sigue saliendo a su encuentro e inicia una historia de salvación y amor.Este sorprendente comportamiento de Dios ante la indiferencia, el rechazo y la ingratitud nos lo hace comprensible la propia revelación: Dios es amor; un amor esencialmente libre y gratuito, que ama sólo por amor, sin otros intereses o motivaciones; que se expone, por ello, a no ser comprendido ni acogido; pero que, entonces, adquiere toda la fuerza y luminosidad de un amor intenso que todo lo transforma y lo renueva.En la perspectiva de los conceptos de libertad y de amor se comprende el misterio de Dios y toda la historia de salvación y se ilumina el problema del pecado y del mal en el mundo; la libertad, constitutivo esencial del hombre, es la causa del pecado y del mal; pero Dios ha creado al hombre libre, porque sólo a partir de la libertad es posible el amor. (Instituto: 69)

De esta manera, es posible comprender que las narraciones bíblicas (p.ej., Caín y Abel, el patriarca José, el Éxodo), a diferencia de los mitos que por lo general creen en la culpa de la víctima y en la legitimidad de su asesinato (Rómulo y Remo, Edipo), no justifican al asesino “ni el asesinato del asesino”. El texto bíblico parece ser una lectura realizada desde la víctima, y el pueblo elegido un pueblo identificado con la víctima, que ve su origen en ella (González Faus 1998: 249). De tal que, frente a los mitos culturales que suelen justificar y borrar el asesinato, la narración bíblica percibe y reconoce que toda cultura reposa sobre una tendencia a la expulsión y el asesinato (pecado); esta tendencia de corregir los mitos fundacionales continúa con los profetas, quienes en su actuación se ponen al lado de las víctimas (insistiendo en la unanimidad violenta) criticando el culto sacrificial que las enmascara (pregonando la conversión y no el volver a formas sacrificiales), y relativizando las prescripciones legales a favor del amor. Pero esta revelación está a mitad de camino, pues aunque se postula la inocencia de la víctima, falta aún postular su divinidad, que es precisamente lo que se desarrolla en el Nuevo Testamento.

En suma, se pueda afirmar que la Escritura es Palabra de Dios, en el sentido de ser ella un testimonio privilegiado y único del actuar liberador de Dios en la historia, y en tanto se comprenda al interior de tal afirmación necesarios procesos de discernimiento para identificar las diferentes tendencias y tensiones interpretativas que se presentan al interior de ella. Y esto trae consecuencias a nivel de su caracterización como inspirada, inerrante y canónica, tal como lo afirma el magisterio.

3.3. CARACTERIZACIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA.

Siendo la Escritura expresión de la palabra de Dios, la iglesia y el magisterio se ha esforzado por caracterizarla en sus notas centrales, y así se pronuncia la Dei Verbum 11: “La santa madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales han sido confiados a la Iglesia”. Resume esta declaración las tres notas que nos interesa comentar. Esta caracterización no está exenta de complejas discusiones y problemas, cuyo punto de origen se encuentra en la misma formulación dogmática, que adquiere, inevitablemente, una expresión digital. Trataremos entonces de rastrear en tal formulación digital su planteamiento icónico, desde la crítica a la comprensión digital8.

8 Para el debate sobre esta caracterización: Segundo 1989; Alonso.

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3.3.1. La Inspiración: del dictado de Dios al impulso de Dios.

Siendo la Escritura un testimonio de la Palabra de Dios, se suele reconocer en ella una inspiración dada por Dios mismo. En su significado dogmático, se “afirma que las personas que finalmente redactaron los textos de la Biblia, escribieron todo lo que Dios quería que escribieran y sólo lo que él quería. De manera que puede decirse con propiedad que Dios es el autor principal de la escritura” (Bentué: 72), tomando como base, además, diversas insinuaciones de la misma Escritura (1 Cron 16, 40; Is 34,16; 2 Pe 1,20; 2 Tim 3, 14-17); recogiendo tal tradición, el magisterio lo sigue afirmando de diversas maneras, hasta la Dei Verbum, que llega a formular:

La revelación que la sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta bajo la inspiración del Espíritu Santo... En la composición de los libros Sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros Sagrados enseñan sólidamente, fielmente y si error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra salvación (DV 11).

Esta declaración respeta, en opinión de Bentué, las especificidades condicionales del autor humano, se entiende la garantía divina a sus palabras, y se resalta la finalidad antropocéntrica de las escrituras: nuestra salvación. El asunto aquí es por qué escoge Dios dar la revelación en forma de historia. Como razón teológica, se arguye que se trata de poner una historia en orden a la salvación, y de tal que, la interpretación desde la fe de la historia, inspirada por Dios, es ya garantía de su veracidad: la fe asegura la presencia de Dios a pesar de las dificultades del despojo (así, Gen 12 y 22): se trata de fiarse de Dios y su actuación siempre presente (Bentué, p.73-74).

Tal consideración parece estar imbuido de una fuerte tendencia digital. Es muy sencillo (y frecuente) entender, a partir de lo expuesto, que el autor inspirado es inspirado al momento de su escritura, y que existe algo así como una autoridad externa que puede calificar a tal autor de inspirado. Con esto se quita fuerza al proceso de comprensión que la inspiración, valga la redundancia, pretende inspirar.

Señalemos primero que, antes de la doctrina, existe todo un proceso preteorético, experiencial, que intuye en lo fundamental (en el caso de nuestra tradición judeocristiana) que lo más auténtico de Dios es su comunión, y a esa comunión siempre nos está impulsando. Tal intuición, que es además colectiva, es capaz de arriesgar una interpretación al conjunto de aconteceres seleccionados de la historia humana y de orientaciones humanas, como historia y orientaciones que fueron empujados por Dios, historia y orientaciones, además, que manifiestan tal intuición de comunión. En el juego interpretativo, esta atribución de inspiración siempre se da a posteriori, y no pertenece al presente escritural o factual de lo acontecido. Y por cierto que, esta interpretación no se cierra sobre sí misma: se trata de una progresiva explicitación de sentido en torno a la intuición de comunión, que se atreve además a reevaluar las interpretaciones anteriores.

De allí que, en la doctrina sobre la inspiración, lo que afirma el autor (y de tal se afirma que lo afirma el Espíritu Santo), es afirmado desde sus particulares condicionamientos

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culturales y humanos, y desde las corrientes interpretativas de la tradición en la cuál él se mueve: en ocasiones, tales interpretaciones y asunciones escritas de la tradición convergen, en ocasiones divergen abiertamente -como ya hemos insinuado con varios ejemplos-. El problema será entonces distinguir las muy diversas orientaciones e inspiraciones que se presentan al interior de la Escritura, ella, en su globalidad, “inspirada”. Es decir, quizás se nos pide, ante todo, que estemos atentos a leer (con todo lo que implica de proceso, tal lectura) la obra de Dios en la plural historia humana como afirmación radical de la vida humana -que es Gloria de Dios-, y a leer la obra del ídolo (inspiración perversa, que hay que advertir para no caer en ella) que es negación radical de la vida humana. Esto es, dejar vivir la inspiración como impulso crítico y apelante de Dios y del corporal sufriente.

3.3.2. La inerrancia: De la ausencia de error al reconocimiento del error.

Con lo anterior, y enlazado con la caracterización de inspiración, aparece la caracterización de inerrancia. Este término no es utilizado en Vaticano II, pero a él se refiere cuando afirma que la escritura enseña “sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para la salvación nuestra” (DV 11). Siendo inspirada la interpretación y su escritura, y garantizada por el Espíritu, por lo mismo se dice de la Escritura inerrante: “no puede contener error, pues sería negar la validez de esa garantía divina que llamamos inspiración” (Bentué: 74). Ahora bien, se advierte desde la comprensión dogmática, el nivel propio de la inerrancia no se ubica en el hecho o prueba científico-histórica positiva (aspectos que puede llegar a tocar la escritura desde su propia visión de mundo), sino en el del mensaje religioso: la interpretación de fe “nos dice sin error cómo Dios está presente en el mundo y en la historia, salvando” (Bentué: 76). “Sin error”, hace referencia a una “verdad”: se trata de la verdad de salvación, en tanto en toda la Biblia “está presente el Dios que inspira para salvar al hombre”; de esta manera, cada cosmovisión bíblica es asumida como mediación para dar la verdad salvífica al hombre todo, fin este universal aunque las cosmovisiones particulares no sean válidas.

Lo anterior, siendo un enfoque válido, nos introduce también en la problemática digital planteada. Aunque nos aclara que la inerrancia no se refiere a la ausencia de error respecto de datos científico-históricos, deja la sensación de cierta generalidad que simplemente no reconoce errores en lo que sea que la fe bíblica signifique. Además, y sobre esto queremos llamar en particular la atención, la posibilidad de error queda por completo desvalorizada como parte de la mismísima procesualidad del conocimiento humano, como si aquellos autores que denominamos inspirados no participaran en el proceso revelatorio desde todas sus flaquezas y baches, sus incapacidades intelectuales, sus condicionamientos e ignorancias propias de su cultura. Al respecto, nos recuerda San Agustín en un comentario al cuarto evangelio: “Hermanos, tal vez ni siquiera Juan dijo [las cosas] como son, sino aún él, como pudo; porque habló de Dios [siendo] hombre. Ciertamente, inspirado por Dios, pero, no obstante, hombre. Por inspirado dijo algo; si no hubiera sido inspirado, no habría dicho nada. Pero, como era un hombre inspirado, no dijo todo como es, sino que dijo lo que puede decir un hombre” (cit. en: Segundo 1989: 133). Con esto queremos decir que, de manera paradójica, afirmar la inerrancia de la escritura implica admitir en ella el error, pero en un sentido icónico.

En efecto, desde una conciencia preteorética aquello que percibimos como autenticidad de Dios (su comunión) es algo que dice verdad de aquello que somos los seres

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humanos. Se trata de una dirección antropológica que va hasta nuestros fundamentos y los desnuda: nuestro origen viene de la violencia y la expulsión, pero a la vez y como invitación, nuestro origen está -debe estar- en lo más auténtico de Dios, su comunión que supera el origen violento y expulsivo. Y esta verdad (la más fundamental de todas en el sentido de ser ella la posibilidad de cualquier fundamento: pues si el humano está muerto o expulsado no puede pensar o vivir ningún fundamento, y, a la vez, muerto y expulsado muestra que ningún fundamento ha servido para nada al vivir) se narra sin ningún tipo de ocultamiento en la narrativa bíblica. El texto bíblico muestra siempre que queremos hacer víctimas, que las queremos expulsar, pero a su vez, muestra cada vez con más radicalidad que la víctima es inocente, a tal punto que ella se vuelve piedra angular de toda revelación: revela potestades y principados que matan, y afirman al hombre concreto, que no mata y acoge, que se niega a matar y a excluir, y que sella con su sangre tal profunda intuición de dignidad humana, que es la mismísima dignidad de Dios.

Desde esta conciencia se podrá, entonces, afirmar la validez de lo inerrante. El error es parte del proceso humano, que más que error trátase de una comprensión insuficiente pero necesaria en el camino hacia la verdad de la relacionalidad humana que da vida (y que es comunión de Dios). Ese error, en tanto reconocido y puesto en camino hacia un no error, se vuelve inerrante. Con ello no se descalifica otras complejas verdades humanas (y aún escrituras de otras tradiciones revelatorias), sino que se pone a la tradición propia y a la tradición ajena en el complejo proceso de reconocer su errancia en torno a la relacionalidad humana (cuya realización de dignidad es la realización de Dios), de ir forjando su inerrancia como proceso comprehensivo de tal errancia, y de ir encaminándose en conjunto a una vida digna de los hijos de Dios.

3.3.3. La canonicidad: de la norma a la referencia central.

Siguiendo el camino de la lógica dogmática, siendo inspirada y siendo verdadera la Escritura, ella actúa como norma o punto de referencia de la fe concreta, es decir, como Canon; de allí su caracterización de Canonicidad. El concepto de canon bíblico implica que “la revelación está ya dada por Dios en forma definitiva y completa en los libros que constituyen la Biblia. Por lo tanto, la revelación está ahí concluida” (Bentué: 77). Del proceso que ha llevado al canon -establecido a lo largo de una compleja historia y consagrado de manera tardía en el cristianismo- interesa, para la formulación dogmática, su significado teológico: para Israel, siendo la palabra de Dios salvadora, es imprescindible conocerla porque allí se juega su salvación, y de esta intuición, surge la necesidad de la fidelidad al canon por ser ésta posibilidad de salvación. Tal referencia y sus razones aplicó para el naciente cristianismo, en lo que respecta al Antiguo Testamento, y referente al Nuevo predominó, sobre todo, el criterio de su origen apostólico (Bentué: 77-81). Por esto se indica que el canon ya está cerrado y completo, en la certeza de un paradigma garantizado y definitivo en Cristo, frente al cual nuestra tarea como Iglesia es su explicitación progresiva, que se manifiesta en la elaboración de sus dogmas (Bentué: 137-138).

Tal formulación dogmática puede caer en los peligros de una lectura digital; es el caso de Bentué quien, de manera inconsciente -quizás por su misma opción filosófica-, realiza una lectura impresionantemente jurídica, religiosa e infantil de la historia de Israel: si cumplo, me salvo; si no cumplo, no me salvo; para cumplir, fijo lo que tengo que cumplir; así, nuestro autor llega a afirmar: “Después de Josías, Israel abandona de

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nuevo el conocimiento y la fidelidad a la ley. El resultado es el exilio en Babilonia” (:80); desde esta perspectiva, el canon se hace para mejor cumplir. Un segundo elemento problemático, objeto de innumerables debates, es la pretensión de presentarse como revelación “definitiva y completa”; muchos teólogos ven aquí una pretensión que, dado nuestro actual mundo globalizado y plural, resulta insostenible o criticable en muchos aspectos (Pieris, Knitter, Amalados, Vigil), pues ciertamente lleva a desvalorizaciones de culturas locales y de tradiciones religiosas también con su particular fuerza.

Frente a esto, antes que entrar en el debate interesa valorar la formulación dogmática en algunos elementos, a nuestro juicio, esenciales. Desde una conciencia preteorética, decíamos, se intuye la autenticidad de Dios en torno a la comunión humana, que es su comunión; desde allí se dice verdad de lo que somos los seres humanos en nuestros fundamentos; desde allí, pues, entendemos que tal verdad se muestra narrativamente, se escenifica, para, desde esa narración, impulsar nuestras posibilidades de humanización. Es decir, el relato se vuelve punto central de referencia para la comprensión de nuestro humano vivir. En tal sentido, de ser punto central de referencia, aparece la posibilidad de afirmar, desde nuestra particular tradición cultural, que aquel punto central es definitivo y completo. Se implica una afirmación icónica antes que digital, en tanto que decimos que aquella escritura que de por sí es imperfecta y transitoria como toda palabra humana, logró intuir un definitivo y completo que se refiere al ser humano que merece vivir, y tal merecimiento como manifestación de la Gloria de Dios.

De esta manera, calificar nuestra escritura como definitiva y completa, es reconocerse en la propia tradición, y abrir el espacio para entender que existen otros definitivos y completos desde otras orillas parciales, en tanto hagan referencia al fundamento fundamental, que es el ser humano en su vida, el hombre como Gloria de Dios, y la vida del pobre y excluido como Gloria del Dios Vivo.

Por cierto, esto también será criterio de juicio de otras tradiciones revelatorias. Porque se trata, en últimas, de la presencia del misterio. Es -permítasenos la metáfora- como aquel que está frente al mar, viendo una ínfima parte de él desde la orilla en la que está situado, sabiendo (intuyendo) que siempre hay múltiples orillas y múltiples situaciones, pero que en definitiva ese mar es solo uno, y a pesar que no lo percibe todo, “sabe” que todo él está allí, y que un día se encontrará con prójimos lejanos que le hablen de las orillas que él mismo no alcanzará a conocer.

Desde esta perspectiva, quizás sean iluminadoraslas siguientes palabras de Segundo:

Cuando decimos, pues, que tenemos ‘fe’ en el contenido (‘dogmático’) del Antiguo Testamento [y del Nuevo, añadimos nosotros], queremos decir que ponemos nuestra confianza absoluta en que, siguiendo el camino allí marcado y jalonado por cosas imperfectas y transitorias, como ocurre en toda educación, hallaremos siempre frente a nosotros una verdad siempre mayor y una más honda riqueza de sentido para nuestra existencia humana. Esta fe se vuelve así tanto más ‘racional’ o, si se prefiere, ‘razonable’ (y, por ende, menos fideísta) cuanto que no la sentimos bombardeada por afirmaciones ‘verdaderas’ aisladas, sino empujada, como todo proceso pedagógico, hacia las crisis generadoras de descubrimientos. El Absoluto a quien seguimos no nos impone ceguera

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obediente a misterios ininteligibles, sino que nos guía, como a seres libres y creadores, hacia una verdad siempre más honda y enriquecedora (1989: 136).

4. CENTRO Y EJE DE LA REVELACIÓN: EL ACONTECIMIENTO JESUCRISTO.

Siendo la revelación Palabra de Dios dada para la humanidad en orden a su salvación, testimoniada en la escritura, adquiriendo un modo manifestativo dialogal en la historia de la salvación, se reconoce, ya desde la fe cristiana, que tal revelación adquiere una dimensión completa en el acontecimiento de Jesucristo. De tal que se puede formular:

En Cristo culmina la revelación porque en él culmina la entrega de Dios al hombre. Cristo, y Cristo en la plenitud de su misterio, es, a la vez, el revelador y lo revelado; las palabras que Jesús pronuncia y los gestos que realiza remiten a lo que él es: a la realidad de un Dios que es vida -más aún vida trinitaria-, que en él, en Cristo, se entrega de modo que a partir de él la vida divina se extiende, en virtud de la acción del Espíritu, al conjunto de la humanidad. Lo que en Cristo acontece y se comunica dice referencia a la totalidad del cosmos y de la historia, que están ordenados a él y reciben de él plenitud de sentido. Cristo no es un episodio de una revelación universal que le trasciende, sino el ‘universal concreto’ al que todo el acontecer se ordena y en el que todo acontecer se resume. Toda intervención de Dios en la historia, desde la creación hasta la consumación escatológica, tiene sentido pleno en Cristo y puede ser desvelada e interpretada de forma acabada sólo en referencia a él. Cristo es, en suma, la clave hermenéutica de toda revelación (Illanes: 349).

Esta conciencia cristocéntrica forma parte de la comprensión de la revelación cristiana y de la fe en ella, es elemento constitutivo y conformador de todo proceder teológico, y por ende, también del proceder de la Teología Fundamental. Esta conciencia, sin embargo, se articula desde procederes e intereses concretos que hacen que todo discurso (entre ellos el teológico, y en particular el cristológico) participe de lugares sociales de producción y funcionalidades concretas (Lois: 225), por lo que, si bien la teología reconoce en Cristo la clave hermenéutica de toda revelación, esta clave es, a su vez leída y funcionalizada desde los propios condicionamientos culturales.

Será este nuestro enfoque en el presente apartado. No presentaremos una cristología. Exploraremos algunos enfoques a nuestro juicio significativos, para postular algunos elementos claves de comprensión de la revelación. En primer lugar examinaremos la lectura realizada de tal clave hermenéutica; luego mostraremos tres maneras concretas de reflexión cristológica (desde Bentué, Girard, y desde la cristología latinoamericana de la liberación); a partir de ello, por último, desarrollaremos nuestras conclusiones.

4.1. CAMINOS DE LA PREOCUPACIÓN CRISTOLÓGICA.

Si bien la conciencia de la centralidad cristológica ha sido algo permanente en el pensamiento teológico cristiano, no siempre se ha asumido ésta con toda su radicalidad, e incluso en algunos momentos pasó a ser más una declaración formal que una realidad articulante efectiva.

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Las primeras reflexiones cristológicas de la Iglesia primitiva se mueven alrededor de una cristología de ‘títulos’9. Es sabido que la Iglesia primera predica a Jesucristo antes que al Jesús histórico, por lo que los títulos cristológicos son “modelos teóricos para expresar y hasta cierto punto conceptualizar, desde la fe, la realidad especial de Jesús” (Sobrino 1999: 220), o, si se quiere, maneras culturales y plurales que expresan el contenido y significado de la divinidad percibida en Jesús (González Faus 1984: 217). Ahora bien, poco a poco la referencia al Jesús histórico “iba haciéndose necesaria para evitar que el Cristo de la fe se quebrara en mil subjetivismos visionarios o gnósticos” (González Faus 1984: 215), lo que determina la aparición de una reflexión cristológica que toma forma narrativa, la cual, integrando la especial relación de Jesús con el Padre, insiste en mostrar “la ultimidad de Jesús en su relación con el reino de Dios y mostrando la realidad de su humanidad como historia”, recalcando al mediador del reino de Dios con “una historia concreta y específica” (Sobrino 1991a: 581).

De este doble movimiento, hay que reconocer que pronto primó la reflexión cristológica alrededor de los títulos que, a pesar de toda su riqueza y positividad, trajo el peligro de concentración el algunos con menoscabo de otros o de jerarquización de ellos según propios y particulares intereses, de tal que se llegó “a prescindir de lo que fue central en Jesús, el reino de Dios, y a ignorar una cristología basada consecuentemente en el reino”. Los títulos, en su concreto destino histórico, llevaron también “a ignorar lo humano de Jesús (problema de contenido para la cristología) y al grave error de pensar que ya se sabe con anterioridad a Jesús qué significan sus contenidos” (Sobrino 1991a: 583); en esto jugará algún papel la lectura que se hace de los escritos neotestamentarios desde las perspectivas que ofrece el logos grecolatino. No todo es negativo, es evidente, en la historia que se trace de la reflexión teológica y cristológica que parte de los títulos y que se acentúa en torno a la reflexión que le proporciona el logos grecolatino, pero hay que decir que con ello muchas veces se cayó en aquello que Jon Sobrino calificaba como una “abstracción sin concreción”, “reconciliación sin conflicto”, “absolutez sin relación” (Sobrino 1991c: 29-33). Quizás esto ayude a explicar él por qué en la Apologética clásica el tratado propiamente cristológico parecía ser más bien un apéndice de la demonstratio christiana: sentada la necesidad de la religión, y sentada la insuficiencia de la religión natural, aparece Cristo como el legado divino y con exclusividad como revelador cierto y único, que apoyaba así la racionabilidad del acto de fe y salvaguardaba la trascendencia de la verdad creída -al margen, por cierto, y respecto del creer, de toda disponibilidad subjetiva- (Illanes: 338-341).

Los horizontes se empiezan a abrir ya hacia el siglo XIX. Johann Sebastian Drey, en su Apologética (1838) centra su atención en la noción y realidad del reino que se despliega en la historia; el cardenal John Henry Newman introduce la consideración del acto de fe como un encuentro interpersonal con Dios que se revela en Cristo; Karl Barth introduce una saludable insistencia en torno a la necesidad del cristocentrismo teológico; y numerosos autores ponen de presente la necesidad de una vuelta a las fuentes escriturísticas y patrísticas (Illanes: 341-346). De tal que, ya en la actualidad, se puede dar por sentada una conciencia madura en torno al eje articulador de toda teología: la realidad de Cristo y su misterio. Implica esto reconocer a Cristo como la clave hermenéutica de toda revelación, a la fe como un encuentro interpersonal con Dios en Cristo, y la credibilidad de la fe y la revelación en torno al comprender que en Jesucristo

9 González Faus (1984: 215-345) , analiza los siguientes títulos: Segundo Adán, Hijo del Hombre, Mesías, Señor, Primogénito, Palabra, Hijo. Sobrino (1999: 213-401) se centra en los títulos Sumo Sacerdote, Mesías, Señor, Hijo de Dios, Hijo del Hombre, Siervo, Palabra, Eu-aggelion.

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se trasparenta el vivir humano y el vivir de Dios. Pero este reconocimiento, a su vez, entra a participar en el juego hermenéutico, por lo que es imprescindible examinar las maneras como se asume tal reconocimiento. Es tal la intención de nuestro siguiente apartado.

4.2. LECTURAS CRISTOLÓGICAS: ENFOQUES Y PROBLEMAS.

Reconocido el hecho Jesús como clave hermenéutica de toda revelación, tal clave es leída en diferentes perspectivas. Queremos referirnos ahora a tres de ellas buscando una visión global, por lo que las examinaremos de acuerdo a este esquema: postularemos su intención y el asunto que le subyace, exponemos su procedimiento central; al final realizamos algunos apuntes críticos al mismo.

4.2.1. Jesucristo: resolución del problema existencial básico del hombre (A.Bentué).

Recogemos aquí la ‘cristología fundamental’ elaborada por Antonio Bentué (:93-125) por considerarla un ejemplo una cristología que, asumiendo orientaciones contemporáneas a Vaticano II, por su misma estructura discursiva pareciera ser una reedición apologética.

A lo largo de su exposición sobre Teología Fundamental, entiende Bentué que la cristología es el punto clave de comprensión. Ya que el mensaje revelado es dado al ser humano para su salvación, en su discurso ha realizado primero un diagnóstico del ser humano (:25-32) que le ha llevado a concluir que éste es un ser, ontológica y ónticamente, angustiado, en tanto su existir es mortificado y la realidad de su existir mortificadora. De tal que la pregunta existencial del hombre frente a su situación de contingencia mortal pide una respuesta adecuada: diferentes pensadores y religiones (:32-57) lo han intentado, evadiendo la cuestión o intentando comprenderla de manera reduccionista alienándonos a la realidad finita, postulanto un sinsentido, o acudiendo ingenuamente a esquemas religiosos de salvación: “Pero el hombre no puede dejar de buscar la posibilidad de un fundamento absoluto de su existencia” (:59).

Intención.Se dan, entonces, dos condiciones para elaborar una respuesta a la situación-pregunta de contingencia mortal de la humanidad. Por un lado, esta respuesta ha de direccionarse hacia reconocer un fundamento absoluto de la existencia, en tanto se ha indicado que el hombre no se autofundamenta de manera autónoma. Y segundo, si se ha de reconocer un fundamento absoluto, este debe ser razonable y objetivo; esto último, en su planteamiento, se deduce en la correspondencia que presente tal respuesta al problema existencial básico del hombre. Dado este panorama, Bentué formula su intención: defenderá la razonabilidad (o racionalidad) de la fe cristiana, en tanto más razonable que otras opciones religiosas (:93, 110). Esta razonabilidad, a su vez, se basa en “la contundencia histórica del hecho Jesús”, y en la “genialidad especial de su mensaje como respuesta al problema radical del hombre” (:93).

Trasfondo. Como situación humana de trasfondo a su inquietud cristológica, Bentué indica que “La pretensión alienante de que el ‘tener’ funda al hombre, dándole consistencia valórica, permite así mantener, e incluso agudizar, la situación opresiva de unos pocos a costa de

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la mayoría desposeída y consolada de su miseria por la ilusión de que, gracias a los mismos mecanismos del sistema imperante, podrán algún día también ellos entrar en el ‘mundo de fantasía’ del confort, el poder y el dinero” (:32). Se trata, en lo primordial, de la situación del individuo alienado (como respuesta desesperada a su contingencia y su pretensión de autofundarse) que, o bien se entrega al tener riquezas y poder (y con ello produce situaciones sociales de injusticia), o bien elige caminos de salvación -en la tecnociencia, en la filosofía, o en la religión- que son insuficientes (y con ello no remedia su angustia existencial y recae en las redes del tener).

Procedimiento.En vista a establecer la razonabilidad de la pretensión cristiana como objetivamente verdadera palabra de salvación, se ocupará Bentué primero de la “contundencia histórica” del hecho Jesús (:93-109). Sobre esto, explora su significado con vista a establecer la correspondencia que tiene tal hecho como respuesta a la experiencia existencial básica del hombre (:110-119) (que es dato central para establecer su racionalidad), lo que le permite, a su vez, formular que Cristo es el Verbo revelador (:119-125).

Fundamentar lo histórico de Jesús es necesario para demostrar “qué certeza histórica podemos tener de lo que pretendió ser y de lo que, de acuerdo a ello, hizo y dijo”, y de esta manera asegurar la certeza que lo planteado en él y en el cristianismo no son simples proyecciones personales o culturales (Bentué: 95). Recurriendo a resultados de diversos estudios y reseñando discusiones en torno al problema del Jesús histórico y la historicidad del acontecimiento pascual, piensa Bentué que es plenamente histórico (contundente) y razonable “la pretensión de Jesús de ser un enviado de Dios, vinculado a él de una forma misteriosa e inédita hasta entonces” (:97). La nota de “contundencia histórica” de esta conclusión se centra en el carácter supremamente original de los diferentes indicios que ofrecen las escrituras y que apuntan a tal conciencia de divinidad como enviado.

Es original su forma de referirse a Dios como Abba (Bentué: 97-99), en tanto este giro de lenguaje ni obedece a influencias culturales externas, ni es algo acostumbrado en su propia cultura, ni puede ser una expresión atribuida por sus seguidores dado que estos son “un grupo de pescadores judíos incultos, atemorizados, tras la muerte de su maestro” (:99); implica además toda una renovación y una fortísima conciencia cristológica. Se suma a ello sus palabras (logia) sobre el reino, cuya mayoría conserva también éste carácter irreductible a su entorno cultural. Son todos estos indicios de una identidad divina presentada por el mismo Jesús.

Es original el hecho del acontecimiento pascual (muerte y resurrección) (Bentué: 100-107). Frente a la posibilidad que la fe pospascual y los esquemas en que se expresa sean similares y herederos de los esquemas religiosos propios de los cultos mistéricos de la época (:100), existe un núcleo original e incontaminado que no permite suponer tal predisposición mistérica: por un lado, la muerte tan atroz de Jesús junto al derrumbamiento de todas las esperanzas mesiánicas, y por otro, estando los discípulos tan aislados culturalmente y siendo gente “indocta y asustada” ellos “no tenían ‘genialidad’ alguna que pudiera predisponerlos a la elaboración de un sistema interpretativo para asumir el golpe del fracaso de Jesús” (:102). En similar perspectiva se lee el milagro de la tumba vacía y el acontecimiento de resurrección, todo ello verificado “en la transformación fulminante” (:107) que tuvieron estos pobres hombres,

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“quienes, inexplicablemente, por la forma inmediata y sin influencias externas que los pudieran predisponer a ello, superaron la frustración total de la derrota de Jesús y descubrieron que ella no había sido la última palabra, sino que Dios había dicho la suya definitiva resucitando a Jesús” (:105).

Es original su anuncio y forma de vida asumida, además que ratificados por la resurrección (Bentué: 108-109). Teológicamente, asume una condición social de pobre y anuncia el reino a los pobres como “crítica radical a la situación de riqueza como alienación” del tener y del poder. Por esto, “La salvación dada en Jesús muestra, pues, las alienaciones que determinan la situación opresiva del status quo mundano. Y al denunciarlas busca la liberación de ellas”. Tal opción “implicaba el designio de ser apresado y muerto como subversivo del orden establecido de acuerdo a la escala mundana, según la cual vale el confort, el poder y la riqueza”. De allí que Jesús prevé su muerte cruenta y necesaria, en tanto designio divino de “una opción comprometida (…) por la causa de la verdad desnuda”: de allí que Jesús nunca acepte traicionar su misión o suavizar el desenlace, asumiendo las consecuencias hasta el final. “Toda esa actitud histórica de Jesús es asumida y ratificada por Dios al resucitarlo. Y forma parte indisociable de la fe pascual. Por la resurrección de Cristo, el poder de Dios rechaza la pretensión opresora del poder del hombre” (:109).

Resultan de estas notas de originalidad, en cuanto únicas respecto de cualquier tiempo y cultura, no solo que el hecho Jesús y su resurrección sean históricos, sino contundentemente históricos. Esto permite ya afirmar que la opción cristiana, basada en lo anterior, no sólo es razonable, sino objetivamente razonable, y aún más, más razonable que cualquier otra opción religiosa. Y a esta racionalidad contribuye, quizás ya en un sentido más filosófico, la ‘genialidad especial de su mensaje’.

La genialidad especial del mensaje de Jesús se basa en su correspondencia precisa con la experiencia existencial básica del hombre. La vida humana es una obra vana, angustiante e inconsistente (Bentué: 26); pero, reconociendo a Jesús como Verbo encarnado, Hijo de Dios, lugar donde Dios se hace Hombre, mediación para acceder al Padre, “la vida humana inconsistente en sí misma es salvada en Cristo”, pues “En la humanidad real y accesible de Jesús estamos realmente en su divinidad” (Bentué: 112). La experiencia de la muerte es límite insuperable y frustrante para nuestro deseo egocéntrico e introduce la frustración en nuestra vida (Bentué: 27); pero en el anuncio pascual recibe el hombre el mensaje que la muerte ya no es la última palabra para él, en tanto se postula “el designio gratuito de Dios para (...) asumirlo en su propia vida inmortal” (Bentué: 116). La experiencia de la convivencia también es una frustración dado el deseo egocéntrico y el límite de la muerte, y se suele centrar en el tener y el poder (Bentué: 28); pero el mensaje y pascua de Jesús muestra el amor gratuito que descentra y, como don del Espíritu, permite creer en la posibilidad del amor “como última palabra más allá de la experiencia fatal de los egoísmos omnipresentes” (Bentué: 117).

Siendo tan precisa esta correspondencia, se entiende en su mensaje una forma de existir según Dios: existir centrado en el reino, que desenmascara alienaciones propias del confort y la riqueza, que denuncia proféticamente la injusticia, que propugna una ética moral del ser y no del tener (Bentué: 117-119).

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Conclusión. Dadas pues, la originalidad de Jesús y la genialidad de su mensaje, es posible comprender que se trata en Jesús de la presencia de una realidad salvadora, única e inigualable, la misma presencia salvífica entre nosotros, de tal que se le puede calificar razonablemente, y es racional decirlo así, como “Cristo el Verbo revelador” (Bentué: 119-125). Es racional y razonable también la pretensión de Jesús de ser enviado de Dios. Es racional y razonable creer en ello. Y, dado que la pretensión cristiana se fundamenta en ello, ésta misma también es racional y razonable.

Observaciones críticas. Es curioso que, al considerar las diferentes direcciones que ha tomado la Teología Fundamental durante los dos últimos decenios del siglo XX dentro de la idea de una Teología Fundamental práctica, se considere a Bentué como autor significativo y como forjador de la teología latinoamericana de la liberación precisamente con la obra que venimos comentando (así, en Pié-Ninot: 38-39). Aparte de su nacionalidad chilena y del hecho valioso de dar a conocer una reflexión latinoamericana en Europa, su reflexión es “clásica” -como anuncia, por demás, en su prólogo-, radicando su “novedad” en orientar su reflexión hacia el significado de la existencia humana (Bentué: 11-12). Pero, pensamos, esto no basta para situar esta obra como parte de una teología latinoamericana de la liberación, y la pensaríamos más bien -sin desvalorizar sus contenidos- como una reedición apologética. Examinemos algunos puntos críticos para sustentar esta afirmación.

Para abordar el asunto del Jesús histórico, parte Bentué del supuesto que tal asunto no sólo debe ser histórico, sino ‘contundentemente’ histórico. ¿En dónde radica esta diferencia, esta excelencia de la historia de Jesús? En su ‘originalidad’, en un sentido único, irrepetible, aislado de las corrientes culturales y sociales de su tiempo y, podríamos decir, misterioso. Pero desde una conciencia contemporánea, esto es algo imposible de sostener: desde que nace el humano, se encuentra inserto en una red de significatividades, de cultura, en las cuales se entrecruzan múltiples tradiciones de profundo arraigamiento en el inconsciente colectivo del ethos social. La diferencia cristiana no puede radicar en un aislamiento: Jesús y sus seguidores, la comunidad pospascual, la sociedad en general, participan de esquemas de pensamiento, y estos se presentan y se comparten en las narraciones vetero y neotestamentarias. Podemos hablar de insistencias, de desarrollos especiales, pero nunca de una originalidad aislada y única, sueño que apenas postularon los románticos europeos en el siglo XVII y XVIII.

Este afán de demostrar tal originalidad, vicia su argumento. Su consecuencia central será presentar a Jesús como una especie de máximo genio religioso de la humanidad, y tautologizarlo; de manera esquemática se dice: si es enviado e Hijo, tiene que ser original; si es original, tiene que ser genio; si es genio y original, tiene que ser el enviado Hijo de Dios. A nuestro juicio, lleva esto también a una desvalorización de la humanidad de los humanos: sus pobres discípulos, rudos e ignorantes pescadores (¡así lo dice!), son incapaces de cualquier pensamiento complejo, son incapaces de tener esquemas culturales o de elaborarlos, son incapaces de comprensión.

Si lo que hay en Jesús es una suprema originalidad, una contundencia histórica, ya de manera inconsciente se plantea lo central de su pretensión: Jesús pretende ser el enviado de Dios. En esta perspectiva, prácticamente Jesús se predica a sí mismo, y todo su mensaje y praxis, y toda experiencia pascual, se mueve en dirección a validar la pretensión de Jesús: su opción encarnatoria, sus palabras y praxis, su crítica profética, su

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muerte en cruz y posterior resurrección, son apenas parte de un proceso de validación pausada y se ordenan a ella. Quizás este esquema inconsciente sea la razón por la cual Bentué insista en que el humano debe abandonar su autonomía, que es soberbia y pecado, y reconocer el único señorío válido: el de Jesucristo. Esto queda claro al considerar la resurrección: es simplemente un acto de validez de la pretensión del enviado.

La clave de todo este movimiento es quizás su opción filosófica. Si, como nos anuncia con frecuencia en su texto, Jesucristo es la verdad del ser humano, y esta verdad referida a la verdadera respuesta a la problemática existencial del ser humano, la carta ya está jugada, aún antes de estudiar la cristología: si el hombre no tiene fundamento ontológico y por ello se angustia y su vida, muerte y convivencia se tornan problemas, en Cristo Dios encontrará un fundamento ontológico seguro, ya no se angustiará y participará de la vida eterna, superación de la muerte y convivencia en el amor que ofrece Cristo Jesús. Este simple argumento, predispuesto y excesivamente genérico -por no decir piadoso- es lo que conforma la racionalidad del mensaje cristiano.

Subyace una antropología de corte individualista, intimista, que entiende que todo el problema se sitúa en el fatal egocentrismo humano que, desde su autonomía, no permite abrirse a los otros y a Dios, posibilidad que solo se empieza a dar desde la renuncia a tal egocentrismo y autonomía. En suma, se trata de una apologética para el siglo XX: ha demostrado Bentué que el hombre necesita de la religión; ha demostrado que de las religiones y los sistemas filosóficos ofrecen respuestas parciales o alienadas al ser humano; y ha demostrado que de las religiones, la de mayor contundencia histórica, racionalidad y razonabilidad es el cristianismo.

4.2.2. Jesucristo: develamiento del hombre y revelación de Dios (René Girard).

Frente a algunas antropologías que valoran el carácter egoísta del deseo humano con negatividad, la reflexión contemporánea ha reconocido al deseo como una condición fundamental, propia e insuperable del ser humano, y en especial el deseo mimético de apropiación, mecanismo humano central para nuestro aprendizaje y convivencia. En esta línea se mueve la obra de René Girard quien, a partir de numerosos estudios sobre el fenómeno de la violencia y sus narrativas, se ha preocupado, cada vez con mayor claridad, de la ‘diferencia’ cristiana, de la cual enjuicia: “lejos de estar definitivamente pasada de moda y superada, la religión de la Cruz, en su integridad, constituye esa perla de elevado precio cuya adquisición justifica más que nunca el sacrificio de todo lo que poseemos” (Girard 2002: 19).

Es importante aclarar que la preocupación central de Girard, desde sus estudios antropológicos, es el hecho de la violencia humana en tanto mecanismo desatado por el deseo humano, violencia que si bien es destructiva, paradójicamente es también la creadora de sociedad y de cultura, y esto, con base en los mecanismos del chivo expiatorio, que originan la religión, los mitos y ritos, y los sistemas judiciales, y que siguen estando a la base de las modernas formas de convivencia, siempre bajo formas enmascaradas que niegan la existencia de tal violencia y la hacen creíble y justificable (González Faus 1998: 230-240). Pero estamos llegando a un punto en la historia de la humanidad en que su fuerza desatada (e ignorada por su enmascaramiento) amenaza con destruir a la misma humanidad.

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Frente a ello, al continuo funcionamiento de los mecanismos del chivo expiatorio y el enmascaramiento de su violencia (y su expresión verbal que él denomina “relatos míticos”), observa Girard la original perspectiva judeocristiana, que no enmascara la violencia ni se engaña frente a ella, pues es narrada desde el punto de vista de las víctimas de esa misma violencia. Por eso su análisis, siendo estrictos, no es religioso, “sino que desemboca en lo religioso”, y en este sentido declara de manera franca realizar una apología del cristianismo (Girard 2002: 18).

Intención. Pretende Girard, como decíamos, realizar una apología del cristianismo, en tanto aparece en él con todo realismo la víctima como fundadora de toda religión y toda cultura; aparición cuyo objeto es impedir el funcionamiento de los mecanismos victimarios (González Faus 1998: 248).

Trasfondo. Preocupa a Girard la crudeza de la violencia omnipresente en todas las formaciones sociales y culturales, violencia que para ser frenada requiere de una respuesta que de cuenta de ella y la desenmascare, y permita que las relacionalidades humanas funcionen de una manera diferente a la violenta.

El hecho de que toda cultura repose sobre la expulsión y el asesinato, que los mitos lo justifiquen y lo borren, y que nos resistimos a ese saber, es un dato preocupante de la existencia humana. Comenta, al respecto, González Faus: “Es sin duda curiosa nuestra resistencia a aceptar esa formulación de que la cultura reposa sobre el pecado, pese a que sabemos que se ha llegado a la luna con el hambre de muchos, que la revolución industrial se hizo con la sangre de tantos hombres, y su despegue inicial con la trata de esclavos africanos, que la democracia de los países que se consideran avanzados se asienta sobre el expolio de materias primas a losa países pobres (expolio, eso sí, disfrazado de comercio) o que la genética no se ha recatado de experimentar en seres humanos -como propugnaban los nazis- para muchos de sus espectaculares avances” (1998: 250).

Por lo normal, la cultura aparece como una salida al problema de la violencia “por un camino intermedio: la víctima emisaria evita que nos destruyamos, sin tener que amarnos” (González Faus 1998: 252). Y esto es en el mundo contemporáneo cada vez menos posible, y se hace definitivo el dilema de la existencia humana entre amarse o destruirse.

Procedimiento. A Girard se le puede calificar de comparatista. Su impresionante acervo de información, de análisis de relatos de muy diversa procedencia (míticos, bíblicos, relatos medievales, etc) le permiten observar un esquema constante en torno a violencias colectivas, a las que califica como procesos reales, pero matizados u ocultados en los diferentes textos de las culturas. A partir de este ejercicio comparativo, da cuenta de una diferencia importante entre los relatos bíblicos y el resto de relatos, que él llama míticos:

Lejos de ser más o menos equivalentes, como inevitablemente se tiende a pensar dadas las semejanzas al propio acontecimiento [la representación de la violencia], los relatos bíblicos y evangélicos se diferencian de modo radical de los míticos. En los relatos míticos las víctimas de la violencia colectiva son

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consideradas como culpables. Son, sencillamente, falsos, ilusorios, engañosos. Mientras que en los relatos bíblicos y evangélicos esas mismas víctimas son consideradas inocentes. Son, esencialmente, exactos, fiables, verídicos. (Girard 2002: 16)

Para dar cuenta de esta diferencia, Girard intenta ir directamente al texto bíblico y explorar, a partir de sus narraciones, el saber que éste ofrece sobre la violencia. Este saber el texto bíblico no lo ofrece con conceptos, sino que lo narra: son interactuaciones humanas mostradas en relatos prototípicos, relatos inspirados en una historia real, relatos que desnudan la manera de funcionar tales interactuaciones. Es esto lo que denomina, de manera genérica, las nociones que ofrece el saber bíblico y evangélico, de las cuales deseamos reseñar tres centrales, a nuestro juicio: la imitación, el escándalo, y Satán, todas ellas emparentadas, puesto que forman parte de un mismo movimiento de interactuación humana. Tales nociones tienen su representación verídica en el momento de la Pasión, y aunque quedan desnudadas, es tan poderoso el escándalo y Satán en la cultura, que logran tergiversar y ocultar la Pasión.

La imitación es otro nombre del deseo mimético, en tanto el aprendizaje humano se basa en la mimesis imitativa de sus congéneres que convierte a estos a su vez, en rivales, y orienta la cultura a basarse en rivalidades y conflictos permanentes, que por lo normal son minimizados mediante los mecanismos del chivo expiatorio y las prohibiciones rituales generadas a partir de allí (González Faus 1998: 240-248); es lo que el saber bíblico reconoce, advirtiendo contra las dinámicas del deseo (Girard 2002: 23-52). El evangelio parte de esta base. No se puede desconocer la imitación, y Jesús también se mueve en esta condición humana. Por eso, invita a imitar al Padre (Mt 5,48), o a imitarle a él en cuanto que imita al Padre o hace las obras del Padre (Jn 8,31), imitación que es hacer obras de vida (Jn, 49-51), imitación que se basa en la misericordia, el acogimiento y el servicio; por esto, Jesús puede declarar que su reino no es de este mundo (Jn 18, 36).

Pero, a su vez, Jesús sabe que hay otro tipo de imitación. Si su reino fuera de este mundo, “mi gente habría combatido” (Jn 18,36) como combaten las gentes del mundo. Es una imitación entonces, que se basa sobre la expulsión (Jn 1, 10-11) y sobre el chivo expiatorio, “pues conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación” (Jn 11,50). Se trata entonces de esa imitación cuya dinámica se puede comprender a partir de las nociones de escándalo y de Satán.

El escándalo es algo común y típico de la humanidad y se trata, ante todo, de movimientos imitativos individuales o de masas, que aseguran la preeminencia del propio deseo y conducen al conflicto violento. Tiene el escándalo (en sentido literal: piedra de tropiezo [sust.], cojear [verbo]), por decir así, dos grandes dimensiones: la acción de escandalizarse, propia de quienes se mueven alrededor de Jesús, y el objeto sobre el cual se escandalizan estas personas, que poco a poco se va centrando en Jesús.

De lo primero, el ejemplo claro es el mismo Pedro (Girard 1986: 197-215). Ante el anuncio de la Pasión, Pedro no cree que tal sea posible y le reprende (Mt 16, 21-23 y par); Jesús le reprocha de tener pensamientos “de los hombres”; Pedro quizás está pensando en un profeta poderoso, defensivo, a la manera típica humana. Jesús comprende esto, y por eso les advierte que sus discípulos, incluso el ardiente Pedro, se escandalizarán de él (Mt 26, 31). Aunque a Pedro le parezca absurdo tal posibilidad, la

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mostrará con crudeza negando a su maestro (Mt 26, 69-75): han arrestado a Jesús, su grupo se ha disuelto, y Pedro necesita grupo con el cual identificarse: con inconsciencia, busca su admisión poniéndose en contra de su maestro, y compartiendo este estar en contra con quienes se encuentran en el patio del Sanedrín; es entonces cuando Pedro se da cuenta de lo estúpido de su actitud (“se acordó de aquello que le había dicho Jesús”), pero ya es tarde. Pedro sucumbe, como todos, al mimetismo de las actitudes expulsivas y violentas .

Jesús es lúcido y sabe que los escándalos son inevitables (Mt 18,7), y que él, sin participar del escándalo, será hecho escándalo por los escandalizados. Jesús es causa de escándalo (Mt 13, 57) en tanto come con publicanos (Mc 2,15ss), interactúa con pecadores y los defiende de quienes se creen justos y los condenan (Lc 18, 9ss), rompe jerarquías absurdas que atentan contra la vida humana, y “enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7, 29) siendo cualquier hijo de vecino: “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto?” (Mt 13, 55-56). Jesús invita a desactivar el escándalo: que sus seguidores le imiten a él y a la obra de su Padre, que es misericordia y dar vida, donde el mayor es el servidor (Mt 20, 24ss). Y Jesús es escándalo, precisamente, porque no funciona como funciona el mundo: con base en jerarquías y valores que ocultan la violencia y exclusión, y el mundo, que no admite que se pueda funcionar de otra manera, se escandaliza de él, lo hace escándalo, y lo expulsa (Jn 1, 10-11). Y sabe Jesús también que la mala imitación que conduce al escándalo es, en realidad, imitación de Satán.

Satán es el nombre personalizado del escándalo, que no por estar ausente de sustancia deja de tener visibles y fuertes efectos. Es principio de imitación, seductor, puesto que es asesinato primordial que los seres humanos imitan. Es “mentiroso y padre de la mentira”, pues quienes le imitan ignoran que estén imitando un asesino (e incluso se creen descendientes de Abraham) (Jn 8, 44). Por esto Pedro es calificado por Jesús como Satanás y escándalo (Mt 16,23): intenta seducir a Jesús, invitarle a funcionar como funciona el mundo, e ignora que se haya en ese movimiento.

Satán además expulsa a Satán (Mc 3, 24-26) (Girard 1986: 240-256), y en esto basa su efectividad. Invita a los hombres a expulsarlo, y expulsándolo, funcionan los hombres como funciona Satán, y de esta manera lo conservan, como hacen los gerasenos con su propio demonio (Mc 5, 1-20) (Girard 1986: 216-239). Para que Satán funcione y se enseñoree sobre la humanidad, es necesario que quienes funcionan a su manera violenta, ignoren que ellos mismos son violentos (“nuestro Padre es Abraham”, dicen los judíos que quieren asesinar a Jesús: Jn 8,39) y que, en esta ceguera (cfr. Jn 9,41), culpen a su posible víctima de ser ella misma un demonio: “¿no decimos con razón que res un samaritano y tienes un demonio?” (Jn 8,48)10.

Para Girard, pues, el escándalo y Satán son nociones que narran los fenómenos miméticos y victimarios, tal y como aparecen en la cultura humana, sin esconderlos ni disfrazarlos (al contrario de lo que suele hacer la cultura humana) (Girard 2002: 68-69). A partir de ello, Jesús acusa a su cultura de cuajar alrededor de víctimas emisarias 10 Por demás, esto es lo que sucede con claridad en torno a la “guerra contra el terrorismo”. Para poder derrotar cualquier tipo de pensamiento disidente, el establecimiento lo culpa de terrorista, le atribuye terribles crímenes y procede contra ellos. Si se mira con cuidado, en la actualidad toda la descripción de parte de EEUU de lo que son los “terroristas” y de lo que hacen, en realidad es una proyección de lo que los mismos EEUU son y hacen. Un análisis muy sugestivo al respecto, en: Hinkelammert 2002.

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(asesinos de profetas - hijos de los asesinos de los justos hijos del Satán asesino desde el principio), y de repetir inconscientemente el asesinato fundador al desolidarizarze de sus padres. Esa manera típica de funcionar de las sociedades humanas es el escándalo, es Satán, es el pecado original, (por escándalos, por Satán), fondo inagotable que permanece olvidado e ignorado y que lo hacen invisible quienes arrebatan la llave de la ciencia (González Faus 1998: 251). Precisamente, esto es lo que se revela en la Pasión de Cristo.

La pasión de Cristo, como cumbre de la revelación de aquello que está oculto es develación del hombre, es puesta en acto: “la pasión de Jesús en la que se reproduce y culmina el acontecimiento fundador de todos los ritos del planeta, y en la que se destacan la unanimidad absoluta de la condena y la absoluta inocencia de la víctima. Esta santidad absoluta impide eximir de culpabilidad a los asesinos para poder suscitar así la gratitud ulterior de éstos. Por eso el mecanismo-de-la-víctima no simplemente se repite sino que llega a su paroxismo, al funcionar contra aquello mismo que lo desenmascaraba” (González Faus 1998: 252). Cristo como piedra rechazada y angular, en cuanto muestra que siempre ha existido esa piedra al sufrir esa violencia hasta el fin. La revelación es una de-velación: en lenguaje de Colocenses 2, 14-15, desenmascara las potestades (la cultura humana) y las exhibe. Sólo percibiendo el reflejo de la violencia que es la cultura tales poderes sacroviolentos caerán.

Jesús afronta el mecanismo fundador, pero tal mecanismo, confiando en su funcionamiento, aquí no funciona, pues Jesús no queda como víctima sagrada en cuanto culpable. Por esto surge una crisis sacrificial definitiva, en el sentido que Jesús revela “que la violencia mata por la necesidad de matar para crear unión, no por la culpabilidad (real o no) de la víctima”. Si Jesús hace esto, es porque no pertenece a la violencia, y en tal sentido su divinidad como “humanidad no violenta ni presa de la violencia”, como ser-para-los demás (González Faus 1998: 253): es el saber auténtico bíblico sobre la violencia, saber que incluso revelado no podemos aprender, saber que es el Logos joánico “siempre expulsado porque desenmascara a esa violencia que sólo es fundadora en cuanto desconocida. La desenmascara al no ser recibida por los suyos ni por el mundo” (González Faus 1998: 254).

Pero esta revelación se tergiversa y oculta, se camufla para resucitar el mecanismo fundador. Tal falsificación se vincula al hecho de que se haga una lectura sacrificial de la Pasión, en vez de su lectura no sacrificial que es la auténtica. No sólo es el mayor malentendido histórico, sino que es revelador de la impotencia humana ante la fuerza de la violencia, y posible causa para que la cristiandad sacrificial quede fundada -paradójicamente- sobre el texto evangélico mismo. Se esconde que la muerte de Jesús es acto salvador en la línea profética de misericordia que se aleja del sacrificio. Tal revelación provoca reacción, para falsearla, oscurecerla, o matizarla: un mundo violento no admite la posibilidad de algo no violento, y lo relee en su perspectiva violenta, y de allí que se tienda a neutralizar el valor de la víctima. Pero a ello se resiste, de manera permanente, la intuición de que la resurrección no es producto de la crucifixión (en el sentido que la afirmación de lo divino pasa por el dar muerte a lo humano), y la Pasión no es proceso divinizador (en el sentido de la deificación del dolor) (González Faus 1998: 254-256).

Dado lo anterior, es claro que la Cruz no es eficaz sobre las sociedades en tanto más bien “enfrenta al hombre con su propia violencia”, y su redención (efecto salvador de la

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revelación del mecanismo victimario) es supremamente lenta. Pero, frente a este panorama Girard es optimista: dado los actuales niveles de conflicto, observa que ya no hay manera de mitificar la violencia y va surgiendo la última posibilidad de sobrevivencia de la humanidad: “destruirnos o renunciar a destruirnos” (González Faus 1998: 259).

Resume González Faus: “1) La muerte violenta del Santo de Dios a manos de todos revela que la víctima emisaria y el deseo mimético son la piedra angular sobre la que reposa todo el edificio de la humanidad y la cultura. 2) Esa piedra angular, cuando es rechazada en su revelación, se convierte en piedra de tropiezo. 3) Pero aceptar esta revelación y 'seguir a Cristo sería renunciar al deseo mimético'. Y sólo Cristo, como modelo no rival, posibilita este tipo de imitación”. Se trata, entonces, de un saber que es “incorporarse a lo que ese saber posibilita y exige: la renuncia al deseo mimético” (1998: 259).

Observaciones críticas.A juicio de González Faus (1998, p.260-272), la perspectiva girardiana tiene varios aciertos, como el comprender la divinidad de Jesús como una perfección de lo humano en sentido de orientarse hacia las relacionalidades no violentas, y en subrayar la importancia del deseo mimético. Permite comprender el nihilismo de la cultura y el fetichismo de la ciencia y la política, que permaneciendo inconsciente ante sus propios mitos destruye a los otros, y desarrolla un optimismo cultural desconociendo su fundamentación sobre el crimen. Acierta también al indicar que la eficacia del mecanismo victimal se debe a la ignorancia del mismo, que es la perspectiva del pensamiento bíblico, donde el mayor pecado es una inconsciencia de la culpa, y en la conciencia de ello reside ya el principio de su conversión (1998: 267-270). “Por lo que toca a los creyentes, la obra de Girard plantea decisivamente la necesidad de convertir toda religiosidad hacia la no-violencia de Dios, que se ha revelado en Jesús y que se entrega a los hombres antes que destruirlos, y hacia la radicación experiencial en la decisión de no combatir al mal con el mal” (1998: 272).

Ahora bien, sin minimizar la importancia de la violencia, el mimetismo y la víctima, hay que comprender que ellos forman parte “de la infinita y polifónica complejidad de lo real”, y no pueden ser, por tanto, clave de la ciencia: “no todo es violencia en el origen de la religión (...) no todo es mimesis en el deseo y en el conflicto humanos (...) no todo es chivo emisario en la constitución de las sociedades humanas” (González Faus 1998: 260-264). Por esto, el discurso de Girard cae en tres grandes totalizaciones: el panviolentismo: la religión no solo es un fenómeno social de violencia, que parece ser el enfoque girardiano; existen también claves personalistas de la religión, o experiencias de contingencia, por lo que no todo puede ser víctima emisaria; el panmimetismo: no todo es simetría ni mimesis del deseo, pues existen amplias zonas del deseo que no nacen de, ni obedecen a, las leyes de la mimesis; y el panvictimismo: ni todos los procesos violentos son procesos de una víctima emisaria; ni toda víctima colectiva es inocente (en el sentido que previamente pudo ser un agresor injusto en su primer papel de opresor, o en el sentido de la tendencia individual de un masoquismo del sacrificio, que disimula un afán neurótico de autodivinización: González Faus 1998: 263-264). Quizás por esto mismo, convenga preguntarse frente a Girard si todo sacrificio se reduce al esquema de la víctima emisaria, que no permite ver la posibilidad de hablar de un sacrificio de comunión; si es posible establecer el asesinato primitivo como hecho

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fundador de la cultura, siendo que es esto apenas una hipótesis entre muchas; si su perspectiva no se queda tan solo en una exigencia de conversión individual, obviando un tanto la necesaria tarea histórica y colectiva; si su insistencia en la revelación que acontece en la Cruz, no lo lleva a olvidar que esta revelación pasa también por los pobres (González Faus 1998: 265-266). Esto lleva a un reduccionismo neotestamentario: al ubicar la redención con exclusividad en la Cruz, no se alcanza a percibir que el Nuevo Testamento “no nace de esa revelación de la víctima emisaria, sino de la experiencia de la resurrección del Jesús terreno y crucificado, como hecho escatológico” (González Faus 1998: 266); de allí que falte en Girard “el Jesús del reino, anunciador, obrador y personificador de presencias o signos de liberación. El Jesús histórico parece reducirse en él al polemista desenmascarador de los fariseos y de la religión violenta” (González Faus 1998: 267).

4.2.3. Jesucristo: el mysterium liberationis frente al misteryum iniquitatis (cristología latinoamericana de la liberación).

Si en los dos apartados anteriores hemos reseñado autores específicos, pensamos que ahora es necesaria una perspectiva global, dada la madurez y la abundancia de autores de la teología latinoamericana de la liberación. El carácter de esta reseña será entonces global, y recogeremos algunos desarrollos sistemáticos centrales en torno a la cristología de la liberación.

Una breve nota contextual. El hacer teológico latinoamericano se ve atravesado, en las décadas del 60 y 70, por corrientes críticas del pensamiento (estructuralismo, marxismo, escuela de Frankurt, etc), por un fuerte clima de renovación eclesial (Vaticano II, Medellín, Puebla), por una abrumadora realidad de pobreza-exclusión y exterminio, y por un fuerte clima de movilización social. La conciencia de todos estos elementos permite entender que la cristología se asume desde un lugar social y eclesial concreto (la opción por los pobres y sus causas, la iglesia popular), que implica una ruptura epistemológica (pasar del discurso abstracto y alienante a uno de signo crítico profético y salvífico-liberador) orientada hacia una hermenéutica histórico-práxica y no meramente interpretativa, y por ello mismo, concediendo una importancia decisiva a la figura histórica de Jesús de Nazaret en torno a su operatividad histórica de signo liberador. (Oliveros; Tamayo 1991; Boff; Dussel 1991; Lois).

Intención. De manera global, podemos decir que la cristología de la liberación busca reconocer en el hecho cristiano, en la realidad totalizante de Cristo, toda su “operatividad histórica de signo liberador” (Lois: 231) y su finalidad última de construir el reino de Dios sobre la base de una praxis historizada (intellectus amoris) que gira en torno a la posibilidad de vida para los pobres (intellectus iustitiae) en contra de la opresión del antirreino (intellectus liberationis) (Sobrino 1991a: 589).

Trasfondo. La intención de esta teología parte, pues, de reconocer en Jesucristo una realidad salvífico-liberadora que trata de responder con verdadera y actuante palabra de vida a “la injusticia secular e institucionalizada que somete a millones y millones de personas a inhumana pobreza” de manera brutal (Oliveros: 18).

Procedimiento.

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Para su reflexión, la cristología latinoamericana parte preferentemente del Jesús histórico11. Esto le permite descubrir la relacionalidad constitutiva de Jesús con el reino de Dios y con el Dios del reino, recuperar la dimensión histórica de la cruz y su significado redentor y salvífico-liberador, y comprender la resurrección como una irrupción anticipada de la liberación definitiva que confirma la vida histórica de Jesús e invita a su seguimiento (Lois: 243-248).

Este punto de partida no es gratuito, y no se puede acusar a la cristología de la liberación de ser simplemente una cristología ‘desde abajo’. El hecho que las narraciones evangélicas insistan en mostrar “la ultimidad de Jesús en su relación con el reino de Dios y mostrando la realidad de su humanidad como historia”, recalcando al mediador del reino de Dios con “una historia concreta y específica” (Sobrino 1991a: 581), permite indicar que: (1) si los evangelios vuelven a Jesús narrando su historia, es ésta una posibilidad de la cristología sistemática; (2) lo último para Jesús, de esta manera, es presentado como el reino de Dios y Abba, donde mejor se comprende lo segundo a partir de lo primero; (3) la presencia última del reino acontece en una realidad dialéctica y duélica frente al antirreino, por lo que “Jesús no aparece como mediador, como Hijo y como ser humano desde una tabula rasa, sino en medio de una realidad que le hace contra”; (4) en las narraciones evangélicas, que afirman la universalidad de la salvación desde el acontecimiento de resurrección, no se borra “la parcialidad de Dios, de la mediación y del mediador”, en tanto el reino de Dios es para los pobres. Por esto, se defiende el punto de partida narrativo en cuanto primero fue una vida real antes que reflexión creyente sobre él, y además, permite una visión crítica y correctiva sobre los meros títulos cristológicos (Sobrino 1991a: 582).

Desde tal procedimiento, pues, se determinan algunos contenidos específicos (Lois: 234-248): Jesús predica el reino de Dios, el Dios de Jesús es el Dios del reino; la cruz de Jesús es redentora y salvífico-liberadora; la resurrección de Jesús es esperanza para las víctimas.

Jesús predica el Reino de Dios, y no a sí mismo, ni a la iglesia, ni a Dios, y por esto el reino de Dios, como funcionalidad y relacionalidad constitutiva de Jesús, es principio clave para acceder a él y organizar con coherencia la práctica y misión.

El reino de Dios predicado por Jesús (anunciado, proclamado en su proximidad y presencia, referido en las parábolas, reclamada la conversión para entrar en él) nunca es referido en su contenido literal, por lo que se hace necesario aproximarse a él por caminos indirectos. Uno primero es el nocional, que intenta averiguar, a partir de nociones antiguas y contemporáneas a Jesús, qué pudo Jesús pensar sobre tal: “el reino es presentado como una utopía, la salvación plena que se acerca para todos como don gratuito de Dios”; de corte preferentemente europeo, esta conclusión necesita, sin embargo, una “ulterior concreción para evitar el formalismo abstracto” (Lois: 234). Por esto otro camino, el de la praxis de Jesús, asumido por la cristología latinoamericana, busca precisar el contenido significativo del reino desde el hacer de Jesús, sus signos, su actividad liberadora de denuncia y anuncio (así, Schillebeeckx).

11 No es su único punto de partida. De hecho, ella asume varios a la vez, que se codeterminan. A este punto le acompaña también la realidad de la pobreza o de la víctima, que a su vez, determinan problemas hermenéuticos, históricos o teológicos (Sobrino 1999: 25-209).

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Un tercer camino para comprender la realidad del reino de Dios, y este como aporte específico y original de la cristología latinoamericana, es el de los destinatarios de la praxis de Jesús (los pobres de la tierra), que concreta el anterior. Explorando este, concluye la cristología latinoamericana:- Jesús anuncia el reino y espera su venida, pero pone a su servicio su actividad y

hacer transformador.- Jesús realiza acciones para significar la presencia parcial del reino de Dios entre

nosotros (milagros, expulsiones, acogida de pecadores, perdón de pecados). - Sus milagros como signos o clamores del reino que se hace presente como poder

que salva, realizado por impulso de misericordia hacia el débil y oprimido, “manifiestan que el reino de Dios es salvación entendida como superación de males concretos (...) y liberación de opresiones históricas” (Lois: 235).

- La actividad de Jesús desenmascara, denuncia y destrona los ídolos “que sustentan las estructuras (...) que oprimen a los pobres y pecadores y se afirman a costa de su dignidad, libertad y aun su propia vida”; así el reino, “sin dejar de ser una realidad escatológica y teologal, tiene una dimensión histórico-social y, por tanto, política” (Lois: 235).

- Su praxis, realizada al servicio del reino, es procesual (“Jesús, como hombre pleno, es un ser que hace historia al compás de su propio hacerse en la historia”), situada (dada en su contexto particular: de ahí la importancia del estudio del contexto de su momento para comprender el contenido significativo del reino y sus implicaciones) (Lois: 235), partidaria (en tanto su vinculación esencial con los pobres: fue uno de ellos, optó por ellos, anunció para ellos y desde ellos) y conflictiva (dado el destinatario del reino y su promesa de bienaventuranza, se entiende el reino como “utopía superadora de la pobreza injusta”, que remite entonces “a la trascendencia trastornante e incómoda del Dios de Jesús y a su radical disidencia respecto de este mundo burgués que margina u oprime”), con significación salvífica liberadora, e invitación al creyente a seguirle en ella (Lois:237).

- A partir de lo anterior, se comprende que en la totalidad de la praxis de Jesús, “el reino se nos presenta como alternativa ofrecida por Dios a la situación global existente, históricamente dominada por los valores del antirreino; como el ideal de una sociedad nueva que va a implantar en la historia la realización definitiva de la justicia, la utopía de los pobres, el término de su marginación injusta, la liberación de sus esclavitudes, la posibilidad de su vivir con dignidad”. En esta perspectiva, Jesús es anunciador y servidor fiel del reino, e invita a la conversión y a su seguimiento (Lois: 238).

El Dios de Jesús es el Dios del reino. Determinar el contenido significativo del reino de Dios lleva a perfilar al Dios a cuyo servicio se pone Jesús, y de la interrelación de ambos aspectos “brota la revelación de Dios como Dios del reino”. El cálido y cercano Abba remite al reino de Dios. “Precisamente porque Dios es Padre misericordioso, amor radical u originario, el reino viene a la historia y por eso el acceso al Padre pasa por la aceptación de ese reino, por el compromiso que nos sitúa a su servicio” (Lois: 239). Por esto la fuerza revelatoria del acontecimiento Jesús, plenificado en la cruz y en la resurrección, reenvía más atentamente a la historia.

Se destacan entonces los siguientes aspectos del Dios de Jesús: - Su dimensión abismal, escandalosa, distinta, disidente, en contra de todo

abaratamiento, aburguesamiento complaciente o legitimación sacral de su imagen de Dios y del mundo.

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- Es el Dios de los pobres, no de los señores. Siendo los pobres destinatarios del reino, son ellos “la mediación de la ultimidad” de Dios, “sacramento privilegiado de su presencia y el espacio preferente para acceder y encontrarse con él”; revelación y presencia del Dios sufriente y fracasado, y exigencia hacia él. Y estos pobres también son lucha esperanzada y así también Dios exigencia esperanzada, “Dios ánimo (...) Dios liberador, que interviene salvíficamente en la historia como el que quiere establecer la justicia y el derecho de los pobres” (Lois: 240).

- Por esto mismo se trata de un Dios de vida, que como categoría teológica fundamental y desde la situación de opresión latinoamericana, trae consecuencias: la teología se elabora en la alternativa radical muerte-vida; el Dios verdadero aparece como garante de la vida humana, que se transforma en valor último y relativizante de todo valor que la contravenga; toda amenaza (personal y estructural) a la vida humana, y en particular a la del pobre, es atentado en contra del Dios de Jesús; por esto se opone al Dios de la vida no tanto el ateísmo sino la idolatría, los ídolos, que exigen víctimas para subsistir. La fe en el Dios de Jesús se expresa, entonces, de manera ineludible (no únicamente) en el compromiso a favor de los pobres.

- La trascendencia de Dios se reformula desde su condición de Dios de los pobres. Es dejar a Dios ser Dios, misterio inmanipulable. Por esto, confesar al Dios de los pobres y al Dios de la vida, es asumirlo. “Por eso la lucha contra los ídolos de la muerte, contra la injusticia que crucifica a los pobres, es afirmación de Dios, y la práctica de la injusticia o la pasividad resignada ante ella es su negación” (Lois: 242).

La cruz de Jesús es redentora y salvífico-liberadora. Desde la opción por los pobres y una solidaridad real con los oprimidos (los crucificados contemporáneos), es la cruz de Jesús un tema central. Por principio, es necesario purificarla “de su condición de mero símbolo del carácter oneroso de nuestra reconciliación con Dios”, y por ello su consideración histórica permite entender que fue resultado de la vida entera de Jesús, quien “no buscó la muerte sino que le fue impuesta y él la aceptó no resignadamente sino como expresión de su libertad y fidelidad a la causa de Dios y de los hombres” (Lois: 242).

Por esto la cristología latinoamericana denuncia la insuficiencia de teorías expiatorias y sus modelos (sacrificio expiatorio, satisfacción sustitutiva, precio pagado como rescate), que eliminan o secuestran “el contexto real histórico de la cruz” (Lois: 243) y deforman la imagen del Dios cristiano, valorando el dolor humano en sí mismo y perdiendo la dimensión crítico-profética de la cruz y su significación político-liberadora. Desentrañar su dimensión salvífico-redentora implica recuperarla en su historia, vincularla a la totalidad de su vida y su mensaje, sus responsables, y a la conciencia de Jesús como servidor fiel del reino hasta el final. Su significación salvífica es iluminada con plenitud desde el acontecimiento escatológico de la resurrección, que confirma además la vida de Jesús y remite de nuevo a la historia. Recuperar la cruz en su historia e iluminada por su resurrección es, también, poner en evidencia su manipulación en torno a la “legitimación sacral de todo sufrimiento injusto” (Lois: 243), y recuperar “su fuerza crítica y liberadora, como juicio contra el pecado de los poderosos que crucifican al justo, y se convierte en invitación apremiante a la lucha contra la perversión de los poderosos que dan muerte”. Por esto genera la cruz una espiritualidad en consonancia con el seguimiento del crucificado: “La cruz subjetiva y personal de creyente está así vinculada a la cruz objetiva de los que sufren por ser injustamente oprimidos. Y solo

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desde esa vinculación la teología de la cruz, abierta a la resurrección, se convierte legítimamente en teología de la esperanza” (Lois: 244).

La cruz es, pues, un escandaloso principio hermenéutico o clave gnoseológica, que siendo ya patrimonio de buena parte de la cristología actual, ha sido puesta originalmente en relieve por la cristología latinoamericana: “Pensar a Dios desde la cruz significa pensarlo hoy desde los pobres crucificados de la historia”; “El Dios crucificado y sufriente, impotente y débil, que se nos muestra en la cruz reconciliando al hombre consigo (...) es el mismo Dios que salva y libera”; es decir, el Dios que padece solidariamente abre, “desde lo más negativo de la historia un futuro de esperanza” (Lois: 245).

La resurrección de Jesús es esperanza para las víctimas. Toda cristología “ve en el acontecimiento escatológico de la resurrección la acción de Dios que anticipa la liberación definitiva y rompe la continuidad con el mundo presente, al corregir la negatividad inherente a la muerte del justo sufriente y llevar la vida de Jesús a una plenificación indefinible e indeducible desde la historia”, el anuncio de su venida gloriosa y el amén de todas sus promesas, la meta final de la resurrección de los muertos y la recreación consumativa de todas las cosas “recapituladas en Cristo bajo la soberanía absoluta de Dios” (Lois: 245). Pero la cristología latinoamericana enfatiza la resurrección como confirmación de la vida, causa y persona de Jesús, insistiendo que el Resucitado es el Crucificado, y por ello, puesto que Dios resucitó a un crucificado, los crucificados de la historia pueden tener esperanza.

Sobre esto se insiste en la afirmación “que el Crucificado es el Resucitado o que el Resucitado es el Crucificado”, en tanto que, si se considera la cruz sin relacionarla dialécticamente con la resurrección se tiende a presentar el sufrimiento como perteneciente al ser de Dios (y por tanto insuperable) y se le sacraliza; y si se considera la resurrección sin cruz se obvia el presente de injusticia y opresión, tendiendo a una ideología del éxito y de futuro reconciliado que legitima y aliena el sufrimiento actual (Lois: 246). Es central por ello, como horizonte hermenéutico de captación de la resurrección, la vivencia de la esperanza que brota de la cruz y que se afirma contra toda esperanza. Por esto, “el lugar decisivo de la experiencia del Resucitado no es la teología, ni la confesión, ni la liturgia, sino el seguimiento”, y la resurrección de Jesús “es el lugar del que brota el envío pleno del Espíritu”, por lo que “únicamente en la novedad de una vida realizada según el Espíritu se puede captar la verdad última de la vida y persona de Jesús como revelación del Padre y como camino hacia él” (Lois: 247).

Y desde este horizonte concreto, desde lo que se considera realmente último para Jesús, el reino de Dios, la cristología latinoamericana afirma la ultimidad y trascendencia de Cristo reconociéndolo como mediador absoluto del reino de Dios, y que invita a un seguimiento como una expresión existencial de la fe en él (Sobrino 1991a: 575, 590).

Observaciones críticas. Observa con acierto la cristología latinoamericana, como ya había tenido la oportunidad de observar la teología de lo político en Europa (Metz, Peukert) y algunos recientes estudios antropológicos (Girard) y económicos (Hinkelammert) que la comprensión cristológica se sitúa en lugares específicos y entre corrientes interpretativas diversas, intentando desentrañar al verdadero Dios de Vida que es confrontado y expulsado por los ídolos de la muerte. Realidad duélica que, pensamos, es lo que le ha traído mayores

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dolores de cabeza a la cristología latinoamericana: su insistencia en llevar una praxis auténtica y consecuente, en hacer vivido y no alienante el mensaje cristiano, le han hecho participar en el martirio y la incomprensión aún de sus mismos hermanos de iglesia. Con tal transfondo, fuente muchas veces de malos entendidos, podemos vislumbrar algunos elementos críticos parea sus planteamientos de manera general.

Una crítica central ha girado en torno a su metodología: “la preeminencia concedida desde el punto de vista metodológico al Jesús histórico conduce inevitablemente a negar, o al menos oscurecer, la divinidad de Jesús”, o reducirla a una jesusología, al no tener en cuenta las fórmulas dogmáticas conciliares. Con similar preeminencia, se critica también la parcialidad de sus lugares, en tanto vician la reflexión “y conducen a negar prácticamente la significación escatológica y salvífico universal del acontecimiento Jesús” (Lois: 248).

Frente a ello sin embargo, considera Julio Lois, la cristología latinoamericana “acepta las afirmaciones neotestamentarias y conciliares sobre la divinidad de Cristo con toda claridad (...) no ha considerado tarea específica suya el profundizarlas en sí mismas ni ha hecho de ellas el punto de partida metodológico de su reflexión”, en tanto tal divinidad sólo se hace comprensible “en el humilde e incondicional seguimiento de Jesús”. Además, si bien privilegia una cristología desde abajo, comprende que de manera ortodoxa el misterio de Cristo se ha formulado de forma descendente (verbo hecho carne, unión hipostática) y plantea el misterio formalmente como misterio; frente a ello, aclara que tal misterio no se capta “en su pura formalidad abstracta, sino cuando se observa en su contenido concreto” (Lois: 250): se puede hablar entonces, en la cristología latinoamericana, “de una prioridad teológica del Cristo de la fe y de una prioridad lógica y metodológica del Jesús histórico”. Finalmente, la parcialidad del lugar social y eclesial (alternativa a parcialidades del poder o de universalismos ascépticos) permite entender evangélicamente, de forma adecuada y paradójica, la universalidad de Jesús, como parcialidad encaminada hacia la totalidad de Dios (Lois: 251).

Existen otros aspectos críticos que, aunque inciden en la elaboración teológica, pertenecen quizás al campo más amplio de las dinámicas humanas de percepción que a elementos problémicos presentes ad intra del discurso. Algunos de ellos serían: - Su planteamiento sobre Dios que apela a la praxis liberadora de los creyentes quizás

echa en falta una confrontación clara con el debate abierto por el ateísmo contemporáneo, problema ciertamente ajeno a la realidad latinoamericana pero a ser asumido dentro de la realidad global mundial.

- Si bien es central la referencia a la cristopraxis, hay que admitir que algunas veces esto ha llevado al olvido de realizar adecuadas fundamentaciones epistemológicas, a reducciones acríticas e inmediatistas y a la identificación primaria con proyectos sociales y políticos.

- Si bien, con base en insistir en la fuerza mesiánica del cristianismo y las tradiciones bíblicas más críticas del orden social, se ha recuperado la operatividad histórica de la biblia, es necesario atender a la diversidad de tradiciones presentes a su interior, que no siempre son críticas y transmiten imágenes patriarcales e institucionales (Tamayo 1991: 68-70), o a aquellas tradiciones que, siendo menos críticas, fundamentan la cotidianidad y la resistencia.

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Es posible que estos elementos críticos, ya empezado el siglo XXI, hayan sido asumidos y superados y se vislumbren nuevas problemáticas. Sin embargo, vemos necesario no olvidarlos, pues siempre conformarán una posibilidad de recaída constante.

4.3. “CENTRO Y EJE” COMO REFERENCIA PARA UN DESCENTRAMIENTO.

Decíamos, al iniciar el presente apartado, que la fe cristiana se sitúa particularísimamente en torno al acontecimiento Jesucristo, reconociendo allí el culmen de la revelación y de la entrega de Dios al hombre. No es la cristología, pues, un tema más de la teología, sino el referente central para la comprensión y articulación de la dimensión revelatoria y de fe. Pero también es claro que este acontecimiento único -en el sentido lato de la palabra- es leído desde lugares y funcionalidades concretas: “La figura única de Jesús irradia sonidos y tonalidades variadas que son recogidas por sensibilidades distintas” (Bueno: 9). Como queda visto en este parcial recorrido, el hecho de reconocer a Jesús como clave hermenéutica de toda revelación, en sí mismo no dice nada. Esta clave es leída en diferentes perspectivas, todas ellas en sí mismas insuficientes, como insuficientes son las palabras humanas para referirse a la realidad de Dios. De allí la tarea del teólogo de “investigar, a tientas y balbuceos, qué puede significar Dios para los hombres”, atendiendo a su designio salvífico y liberador (Schillebeeckx: 14). Quisiéramos aquí, y recogiendo algunos elementos expuestos, explicitar en qué sentido entendemos a Jesucristo como “centro y eje” de la revelación y de la fe.

Examinado la reflexión de Bentué, indicábamos cómo esta cae en la trampa de hacer de Jesús un predicador de sí mismo y validador de su reflexión. Este peligro lo advirtió también, con inusitado vigor, la reflexión teológica latinoamericana al advertir que, ante todo, Jesús no se predica a sí mismo, sino al Reino y a su Padre; allí, el referente “reinocéntrico” de Jesús adquiere contenido en una dimensión histórico-social, política, práxica, invitadora del seguimiento y la construcción del Reino en solidaridad radical con aquellas víctimas del antireino, los pobres y excluidos. En este sentido Jesús, confesado el Cristo, ‘transparenta’, con sus palabras y obras, al mismo Padre, en tanto se hace imitación suya, e invita a que se imite como él imita, esto es, haciendo la obra del Padre de Vida. De allí el paralelo con la reflexión girardiana: el seguimiento de Jesús requiere la conciencia no sólo del lugar de las praxis suyas y sus referencias centrales, sino también la conciencia de cómo se desenvuelven esas praxis del Reino y del antireino: en éstas, desde la conciencia de los desenvolvimientos relacionales violentos y expulsivos y sus mecanismos de reproducción y enmascaramiento, y en aquéllas -las del Reino-, desde la conciencia de los desenvolvimientos relacionales no violentos.

Tal dirección sólo es posible, pensamos aquí, si existe y se cultiva la capacidad para conmocionarse y escuchar el rostro sufriente y mudo de la víctima y el excluido. De hecho, muy buena parte de las cristologías actuales entienden que Jesús no sólo es la Palabra encarnada de Dios, sino que ante todo es Palabra que interpela desde la negatividad de la historia. Existirán, sí, muchas otras dimensiones, pero esta dimensión de la Palabra, de carácter ético, es central, pues sin ella carece de sentido las demás: una multitud matada jamás alabará a este nuestro Dios o a cualquier otro.

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Afirmar el carácter central y eje de la cristología respecto de la revelación y la fe cristiana no es razón, por demás, para centrarse en una cerrazón dogmaticista, sino más bien, invitación a profundizar arriesgada y descentradamente en los problemas que acucian hoy al mundo. De tal que, metodológicamente hablando, los conceptos bíblicos, conciliares y teológicos sólo tendrán sentido si se asumen desde la profunda intuición de la vida humana manifestada con plenitud en Cristo como vida vivida en la cotidianidad relacional no violenta, que desnuda y se aparta de la vida vivida violenta que mata y apaga la gloria de Dios: intuición, que por cierto, se manifiesta en nuestras falibles y traicioneras palabras humanas, por lo que, aunque la intuimos plena, debemos saber que siempre tendrá nuevos horizontes y retos para su realización en nuestra historia.

5. LA REVELACIÓN VEHICULADA EN LA TRADICIÓN Y VIVIDA EN LA COMUNIDAD CREYENTE.

Recapitulemos lo dicho, en orden inverso a lo expuesto. Se reconoce a Jesucristo como la clave hermenéutica de toda revelación, centro y eje de la vida cristiana, revelador y revelado, objeto de nuestra fe, que transparenta a Dios y le da un contenido concreto, revelación ya anunciada en el Antiguo Testamento y testimoniada en el Nuevo. Se reconoce a la Escritura como el testimonio completo de la revelación de Dios para la humanidad. Se reconoce en esta revelación la manifestación libre de Dios, de carácter centralmente dialógico, manifestada en las obras de una historia de salvación y liberación, que revela aquello que está oculto, la voluntad de Dios para los hombres, la Palabra de Dios dada para la humanidad en orden a su salvación. En suma, esta revelación es un mensaje, una buena noticia, de salvación-liberación para los hombres. Se trata, entonces, de una orientación fundamental de la existencia humana frente a la cual el humano es libre de acogerla o no, y de la cual Dios le está invitando de manera permanente.

Como orientación fundamental se va elaborando en torno a tradiciones que son vehiculadas y actualizadas, desde sus particulares inquietudes y lugares, por las comunidades creyentes que asumen tal orientación fundamental como posibilidad comprensiva de la revelación. Tales comunidades creyentes intentan explicitar sus tradiciones de una manera puntual y diferenciada, discerniendo aquellos lugares en donde mejor se expresa (lugar teológico), y construyendo a la vez las mediaciones institucionales necesarias para que tal tradición alimente en su hondura la vida misma de la comunidad creyente. Este es, de manera genérica, el camino del presente apartado, que intenta recoger y releer algunos clásicos temas de la eclesiología, pues es la iglesia el lugar y signo de la revelación.

5.1. TRADICIÓN Y TRADICIÓN TEOLÓGICA.

El término Tradición proviene del latín traditio, tradere, que en sus significados remite en especial al acto de entregar algo a alguien, o al mismo acto de entregar como objeto, o bien a quienes reciben la entrega en tanto sujetos del acto. Se trata, para nuestro enfoque, de entender la tradición como la trasmisión (que implica la entrega y su acto, su objeto y su sujeto) de una orientación fundamental para un determinado grupo cultural.

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Es importante insistir que aquí la tradición la referimos a una orientación fundamental, no una esencia. Muchas veces la tradición se entiende en este segundo sentido, y se llega a formular: “la transmisión de la esencia verdadera perenne de un grupo humano” (Bentué: 126). Hablar de “esencias” es olvidar las dialécticas de la realidad, sus profundas ambigüedades, sus zonas oscuras y desconocidas, es caer en idealizaciones, mistificaciones y glorificaciones muchas veces acríticas, y permitir, debido a ello, actitudes críticas poco serias rayanas en la crónica escandalosa (Küng 1997: 17-27). Por esto preferimos hablar de una orientación fundamental, en tanto así podemos comprender cierta sustancia permanente de tal tradición, que se manifiesta y vehicula a lo largo de la historia mediante paradigmas cambiantes12. Lo que en concreto nos interesa de la tradición cultural es la tradición teológica, advirtiendo que no son instancias separadas sino mutuamente influyentes.

Como punto de comparación, acerquémonos con brevedad a un planteamiento esencialista de la tradición teológica. Allí, por lo normal, se entiende que su objeto es, precisamente, la revelación, y esto en diversos aspectos: en la medida que ella se comunica a los hombres, en la medida que está presente en la escritura, y en la medida que su transmisión es un acto de dar a conocer dicho objeto y de interpretarlo y explicitarlo desde las escrituras. Se entiende también que su sujeto, a quien se le transmite pues tal objeto, es la iglesia toda (Bentué: 127-128). El desarrollo de este esquema clásico conduce a formular que el objeto de esta tradición teológica es recibido y elaborado por sujetos -digámoslo así- especialmente competentes (por estar bajo inspiración del Espíritu) que elaboran una tradición segunda o debitaria de la fundamental, que transmiten a su vez aquella tradición teológica fundamental. En este esquema explicativo son dos las grandes tradiciones segundas: la tradición apostólica, “doctrina revelada enseñada por los apóstoles como la auténtica enseñanza de Jesús”, esta también fundamental y ya cerrada, y la tradición eclesial, que es la misma “tradición apostólica en cuanto continuada y explicitada progresivamente (...) bajo la tutela del magisterio eclesiástico” (Bentué: 127), y por esto mismo, tradición que “sigue abierta y susceptibles a constantes explicitaciones ulteriores de la fe recibida”. De allí se entiende también que, en la formulación del sujeto de la tradición, se formule cierto orden lógico: Pedro, los apóstoles, los Papas sucesores de Pedro, los Obispos sucesores de los apóstoles, el pueblo en general como comunidad de creyentes (Bentué: 128).

A tal esquema clásico tenemos que anotar que quizás el esquema objeto-sujeto no sea muy claro, debido a un problema fundamental: la revelación no es propiamente un objeto, sino un mensaje de salvación y liberación, una comunicación dada al hombre, una apelación a la comunidad-justicia intrahumana para trasparentar la Vida de Dios, referente central de la reflexión y la vivencia de la fe. Sin abandonar la terminología “objeto de la tradición”, ha de leerse en clave hermenéutica comunicativa y apelativa-ética, y no en clave filosófica esencialista ni positivista. Por esto, preferimos nosotros hablar de una sustancia de la tradición, o tradición fundamental si se quiere, referida al mensaje de la fe en Jesucristo.

Es claro que a partir de tal tradición fundamental se origina una tradición apostólica, y sobre la base de esta, una tradición eclesial. Pero hoy día tenemos que abrir, con 12 “Sustancia” sería un núcleo fundacional, central, al cual se dirigen las miradas, que convoca en torno a algunos elementos básicos pero que deja gran margen para la creatividad histórica; por esto la calificamos como “cierta sustancia”, no “la sustancia”. El “paradigma” se refiere a un macromodelo, constelación global de convicciones, valores, modos de proceder, compartida por los miembros de una determinada comunidad, que lee, interpreta y actualiza tal sustancia.

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responsabilidad intelectual, el abanico de posibilidades: la tradición apostólica, o tradición de los doce como se le suele denominar, no es la única tradición original del primer cristianismo, aunque sea la única reconocida por el catolicismo. Un sinnúmero de tradiciones le acompañan, tanto contemporáneas a la tradición apostólica como posteriores.

Es claro también que la tradición eclesial se desarrolla sobre la base de la tradición apostólica y bajo la tutela del magisterio eclesiástico. Pero esto, hoy día, no puede hacer perder de vista que hubo, y hay en la actualidad, un sinnúmero de tradiciones eclesiales que no necesariamente responden a tutelas magisteriales, que muchas veces se desarrollan en colaboración o al margen de tradiciones eclesiales oficiales, y que ellas también son formas de iglesia.

De tal que la tradición teológica, como una forma específica de tradición, se vehicula desde comunidades creyentes que hacen suyo, como referente sustancial, aquella tradición matriz y paradigmática cuyo centro y eje se conforma en Jesucristo. Con esto, entramos propiamente en terrenos de la eclesiología.

5.2. LA COMUNIDAD DE CREYENTES, CAUCE DE LA TRADICIÓN.

En términos antropológicos, dada una tradición fundante u original, ésta es asumida por un grupo humano que la hace suya, encontrando allí su identidad y su punto de referencia permanente, reinterpretándola y reactualizándola a lo largo de su historia. Bajo esta perspectiva, podemos entender entonces a la iglesia como lugar de una tradición particular, o de manera más específica, como “comunidad de creyentes reunida en torno al Señor Jesús, y enviada por él para testimoniar ante el mundo la buena noticia del amor universal y salvador de Dios a los hombres” (Alemany: 371).

De tal que “la Iglesia aparece como una mediación objetivamente necesaria” para que personas de todos los tiempos y lugares accedan a tal conocimiento y mensaje de salvación, en tanto la salvación ofrecida por la revelación supone una comunidad que haga llegar e invite a la palabra por medios concretos (Bentué: 134): siendo este medio la humanidad de Jesús, esta humanidad se actualiza en los sacramentos. “Palabra y sacramento constituyen, pues, la sustancia de la Iglesia, su razón de ser, lo que ella transmite 'por nuestra salvación' ”, que se encuentran animadas por el Espíritu Santo, y su validación pasa por la aceptación del hermano (Bentué: 135). Ahora bien, aunque estas formulaciones son compartidas, en general, por toda la teología, su comprensión concreta en torno al hecho de la iglesia varía. Por esto, es necesario referirse genéricamente a la comprensión de iglesia que elabora la teología.

5.2.1. Una comprensión clásica de la iglesia.

Un ejemplo de ello, de nuevo, es lo expuesto por Bentué (: 132-135), quien para validar que sea la iglesia el lugar por excelencia de la tradición teológica, examina la relación que hay entre el origen de la iglesia y el hecho Jesús. Examinemos su argumentación.

En su vida pública, Jesús “tuvo discípulos elegidos por él para que lo siguieran”, una comunidad organizada de fieles. Llamó en especial a un grupo, el de los doce, verdadera “ 'institución' prepascual, establecida por Jesús en su vida terrena”, al que incluso, “previendo su propia muerte, se dedicó en especial a preparar[los] (...) para hacerlos

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capaces de sobrellevarla”. Y si bien algunos autores sugieren que Jesús quizás no estuviera interesado en fundar una iglesia que sobreviviera su misión (debido al contexto cultural de expectativa apocalíptica de fin de mundo), a juicio de Bentué, es “claro que pensó en una comunidad de discípulos para prolongar su 'obra' después de muerto”: solo así se entiende que haya existido una primera generación cristiana. Estos son lo que, con la experiencia de resurrección, comprenden que el mensaje del maestro lleva implícito su anuncio a todas las naciones (:132).

Surgen, pues, nuevas comunidades a partir “de la autoridad indiscutible de los doce”, primera comunidad fundadora (incluso Pablo vincula su apostolado a ellos). Desbordados por el crecimiento de las comunidades, confían su misión a otros Ancianos o Epíscopos, constituidos por el Espíritu Santo mediante la imposición de manos. Ellos, como intérpretes autorizados de la fe, se reúnen en caso de conflicto y acuerdan opiniones comunes (dogma), reconocidas como inspiración del Espíritu Santo. En la tradición evangélica se muestra que en torno a la conducción, se había asignado un especial papel a Pedro (Mt 16, 17-19), primero de los doce (Mc 3,16) (Bentué, p.133). Por esto en la tradición sinóptica marcana las mujeres avisan de la resurrección “a los discípulos y a Pedro” (Mc 16,7), y en el concilio de Jerusalén siendo Santiago el principal prevalece la opinión de Pedro (Hch 15, 7ss, 14), y Pablo lo cita como columna (Gal 2,9), y en la tradición joánica es el encargado del pastoreo de las ovejas (Jn 21, 15-17). Sumado a esto, la tradición eclesial primitiva de Pedro en Roma, permite considerar a Pedro y la Iglesia Romana como “primado” de todas las Iglesias (Bentué: 134).

Sobre la base de lo anterior, concluye: “Es, pues, históricamente razonable sostener que no es ajena al deseo de Jesús la institución de una comunidad jerarquizada de creyentes en él, que prolongara su mensaje después de su muerte, animada por su mismo Espíritu” (Bentué: 134).

5.2.2. Comprendiendo la Iglesia como fenómeno complejo.

Lo expuesto por Bentué, puede ser considerado un esquema clásico y tradicional que basa la fundación de la Iglesia en Jesús, quien la dota de “estructuras sacramentales, institucionales y jerárquicas” que se desarrollan posteriormente en la tradición apostólica y eclesial; se realza así “la vinculación entre Jesús y la Iglesia, y del Nuevo Testamento con la actual”, dentro de una visión “organicista y continuista de la historia” (Estrada: 8). Amén de esto, nos ofrece una imagen de “los orígenes del cristianismo como movimiento único, con una sola estructura institucional y cuerpo doctrinal, donde la diversidad habría venido después”, imagen que “identifica unidad con ortodoxia y diversidad con herejía”; una imagen cronológica que pasa de la vida de Jesús a la fundación de la Iglesia, a la recepción del Espíritu por parte de ésta, y a su actividad misionera creciente y ordenada; y una imagen geográfica de expansión del cristianismo que, como iglesia, se origina en Jerusalén, pasa por Antioquía, Galacia, Efeso, Corinto, llega a Roma, de allí a Europa, y de Europa al resto del mundo (Richard 1996: 8-9).

Ya Hans Küng había sostenido a finales de la década de los sesenta, y hoy es compartido por todos los estudiosos serios, tres grandes tesis respecto a Jesús y los orígenes de la Iglesia (Küng 1968: 88-99). a) El Jesús prepascual no fundó en vida una Iglesia: si bien se puede comprender la existencia de un grupo de seguidores y el llamado de Jesús a formar un pueblo de Dios, no existe, históricamente, una particular

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concreción13; el hecho de los doce no indica particularidad o separación, sino “el llamamiento de todo Israel” (Küng 1968:91); las formulaciones evangélicas en torno al primado de Pedro tienen ya un carácter teológico desde las comunidades petrinas, e incluso en algún caso particular, como el evangelio de Marcos, algunos exégetas consideran que ello no es más que una ironía crítica a la figura de Pedro y los seguidores de Jesús14. Sin embargo, es claro que b) “El Jesús del estadio prepascual puso, mediante su predicación y actividad, los fundamentos para la aparición de la Iglesia postpascual” (Küng 1968: 93), en tanto que su mensaje y actividad proporciona un núcleo fundante y creativo y llama al seguimiento. Por esto es c) que existe la Iglesia desde que comienza la fe en la resurrección, agrupación de comunidad entendida como obra de Dios a través de la acción de Dios en Jesucristo. De tal que, si bien se afirma el origen de la Iglesia en Jesús, debe entenderse en el sentido de informada por la totalidad del acontecimiento Jesucristo, y no en el sentido del mecanicismo de una voluntad original y fundadora.

Respecto de la imagen de los orígenes del cristianismo como movimiento único, los recientes desarrollos de la sociología de la religión y la reflexión teológica sobre los orígenes, han mostrado que es, precisamente, la diversidad, la nota particular de los primeros tiempos eclesiales (al respecto, Ribla #28 y #29). Las tendencias canónicas conviven y se originan a un tiempo con las hoy llamadas apócrifas; las iglesias son diversas en sus insistencias interpretativas respecto del kerigma, y aún se evidencian algunas originarias que con propiedad podrían ser llamadas jesuánicas; diversas también respecto de su aspecto organizativo, y aún en ocasiones en conflicto, o en ausencia de conflicto por desconocimiento dada su distancia geográfica; por esto no se puede sostener, por ejemplo, que Pablo se subsume a Pedro.

Similar se puede decir de la imagen cronológica insinuada. En realidad, antes de la organización de las iglesias hubo un tiempo de verdadera explosión del Espíritu, “donde coexistieron una pluralidad de tendencias y sectas, unidas ciertamente por un mismo Espíritu, la tradición primitiva del bautismo, y la Ecuaristía”, y que no necesariamente elaboraban o compartían el esquema trinitario (Ribla #28 y #29; Küng 1997: 77-125; Estrada: 111-158).

Por esto, la imagen geográfica, basada en una mala e interesada lectura del Evangelio de Lucas, desconoce el área de expansión (no necesariamente vinculada a la comunidad apostólica ni paulina) del cristianismo en Galilea, Samaria y Siria del Sur, el horizonte del norte de Africa (Egipto, Etiopía, Cirenaica y Libia) y el área oriental (Mesopotamia, Asia central, India, China) en donde, de modo muy temprano llegó, a su modo, el mensaje cristiano (Ribla #28 y #29).

13 Jesús es un permanente disidente de toda institucionalización. Siendo lo central en él el amor al prójimo como bien del hombre y como voluntad de Dios, es Jesús a-monacal (frente a la emigración ascética), a-sacerdotal (frente al stablisment saduceo), a-rabínico (frente al legalismo fariseo), a-revolucionario (frente a la revolución zelota); no es un legislador o caudillo tipo Moisés, tampoco un místico o monje tipo Buda, tampoco un jefe militar u hombre de estado tipo Mahoma, tampoco un erudito o maestro de virtudes tipo Confucio. Se encuentra, pues, en la encrucijada de las opciones intrajudías y en la de las religiones universales. Sin embargo, algo de esos caracteres respira y no es indiferente a ellos. (Küng 1997: 49-51). 14 Así Pixley, quien escribe: “Marcos relata (...) una asombrosa autocrítica, pues tiende a poner aquí a Jesús solo por un lado abogando por la confrontación martirial y la creación de comunidad servicial, y los amigos por el otro lado, todos con miedo y queriendo colocarse en puestos de poder en el reino ansiado” (:55); muestra Marcos un relato “de miedo e incapacidad de un grupo que no supo apoyar a su líder a la hora de la crisis”(:56).

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Quizás el esquema eclesiológico clásico y tradicional tenga su origen en Eusebio de Cesarea, historiador teólogo de Constantino, quien escribe su Historia Eclesiástica “para justificar la construcción de la cristiandad constantiniana” (Richard 1996: 7). Este esquema ha sido elaborado por la cristiandad, con todas las consecuencias que ello ha traído para una adecuada comprensión de la revelación y su mensaje, y hoy día exige (excepto de parte de sectores neoconservadores de la Iglesia que desearían volver a paradigmas medievales) una fuerte revisión, y ya hay el bagaje suficiente para ello.

Es el esquema que Bentué en su exposición defiende, aunque se muestra favorable a los desarrollos posconciliares y de las Asambleas de Medellín y Puebla. Es forzoso reconocer también que, aún pasados los años y las exigencias críticas del presente, tal esquema teológico tradicional es defendido por muchos sectores eclesiales. Para Estrada, esto no es mas que una expresión de miedo:

[...] miedo a la historia y a la evolución, con todo lo que supone ésta de improviso, coyuntural y novedoso. Anacrónicamente, se proyecta un esquema teológico en los orígenes a costa de ignorar la historia, como si nuestro presente histórico hubiera estado ya planificado en los comienzos.[...] miedo a asumir discontinuidades, rupturas, innovaciones, conflictos, emergencia de nuevas teologías y desplazamiento de viejas tradiciones. Se aceptaba la historia entendiéndola de forma orgánica y continua. Como si la Iglesia fuera el resultado de un crecimiento sin fisuras, planificado desde el principio, y que arrancaba del mismo Jesús, según el plan predeterminado por Dios. [...] miedo de la Jerarquía a la teología, sobre todo a la más dialogante con las ciencias y la hermenéutica actual, ya que ese diálogo lleva a una comprensión histórico-crítica de la eclesiología en tensión con la visión que se sigue manteniendo oficialmente. [...] Se recela también de que la gente tome conciencia del pluralismo eclesiológico que hay en el mismo Nuevo Testamento, de que se conozcan los conflictos que se plantearon en la iglesia primitiva y los problemas irresueltos con los que se enfrentaron los cristianos tras la muerte de Jesús. En una palabra, hay miedo a la teología, que llevaría a una mayoría de edad del pueblo de Dios. [...] miedo a asumir que con sólo Jesús no puede explicarse ni histórica ni teológicamente el origen y desarrollo de la Iglesia, traiciona la falta de conciencia histórica y de sentido critico, respecto de las Escrituras, de una buena parte del catolicismo actual y descubre los intereses subyacentes a la preservación del modelo vigente (:9-11).

5.2.3. Perspectivas y retos eclesiológicos recientes.

De una y otra manera, estos elementos orientadores han ido tomando cada vez más fuerza en la reflexión eclesiológica a nivel mundial. A partir de allí se articulan diversos retos y perspectivas, de las cuales diremos algo ahora a partir de las elaboraciones europeas y latinoamericanas (advirtiendo que no son las únicas posibles: queda por fuera de nuestro campo las reflexiones eclesiológicas desde las teologías contextuales en torno a lo afro, a lo indio, al género, etc.)

Perspectivas eclesiológicas en Europa.

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Buena parte de las perspectivas eclesiológicas recientes se desarrollan a partir de la revalorización de la Iglesia como signo y lo que ello implica (Alemany). Se trata de una profundización de las fórmulas de Vaticano II, que bien sintetizadas se encuentran en el Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 775:

“La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

A partir de esta fuerte conciencia sacramental y sígnica, se plantean perspectivas recientes y posibles prospectivas, a futuro. De ellas, son tres las grandes perspectivas abiertas desde Concilio Vaticano II:

a) Valoración de la Iglesia como signo: El carácter sacramental de la iglesia se define desde su capacidad significativa. Utilizar el lenguaje de Signo (signo del reino, signo de la salvación, signo de la revelación), implica que la existencia de la iglesia es, ante todo, una proexistencia: “existencia para los demás, transparencia de Jesucristo, toda cuya vida fue una existencia para otros”; por tanto, no puede la iglesia “estar ahí simplemente para sí misma, ocupada únicamente con su propia imagen y celebración, y por tanto cultivando un narcicismo eclesiológico”(H.Fries, cit. en Alemany: 377); esto implica que la Iglesia se revista de revisión continua y autocrítica de sus palabras y hechos.

b) Afirmación de la contextualidad: Considerar el signo, exige atender entonces a su contexto, al componente situacional inherente a toda comunicación para que sea efectiva. Atrás deben quedar los tiempos en los que se suponía una correlación inmediata entre la verdad perenne del evangelio y de la iglesia como institución elevada por encima de las vicisitudes humanas. Es en el concretísimo y diferenciado mundo de los hombres donde la Palabra se comunica, donde la Iglesia participa con todas sus falencias y aciertos, y esto no puede ser encubierto o negado.

c) La apertura al diálogo: Siendo el signo ante todo parte de una estructura comunicativa, la Palabra es entonces diálogo, y así debe transparentarlo la iglesia de acuerdo a las exigencias de la razón crítica hermenéutica. No se puede sostener la autosuficiencia cognoscitiva, la autonomía desvinculante o la actitud guardiana y administradora de verdades. Se trata de buscar, ante todo, una actitud de escucha: “Su práctica comporta interpersonalismo, valoración y comunicación de las experiencias, narratividad, señalamiento recíproco de las parcelas de verdad percibidas por los interlocutores individuales, en beneficio del avance compartido hacia su plenitud” (Alemany: 381-382).

Desde estas grandes perspectivas, se trata de profundizar la significatividad de la comunidad cristiana, que implica pensar la operatividad significativa y dialogal de la Iglesia, esto es, que tal signo “sea realmente portador de significación para quienes lo perciben” (Alemany: 383). De allí entonces que se planteen tres grandes consecuencias para la Iglesia en su conjunto, y aún para las Iglesias:

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a) Ser lugar y signo de una revelación en términos dialogales: Estando el peso en la comprensión de la revelación como autocomunicación de Dios, ya no hay campo (o debería estar de manera subsidiaria) para esquemas doctrinales, cosísticos y verticalistas, y se demanda a la Iglesia que se constituya ella misma como comunidad de encuentro: “Una comunidad donde los valores de la proximidad, la solidaridad, la acogida, constituyan factores reales de su presencia pública hacia dentro y hacia fuera de sí misma, sin confundirlos por eso con la mera tranquilización psicológica o sentimental de quien se sabe confortable, calientito y seguro al cobijo de una institución salvífica” (Alemany: 386).

b) Dar testimonio del Dios de Jesús: Si la Iglesia como signo está fundada, no como asociación de propio beneficio o aseguradora de la salvación de sus miembros, sino en función de un encargo que la constituye, es central el factor testimonial y allí se mueve sus signos. Siendo que su fe se proclama en torno al Dios de Jesús, Dios de Vida para los demás, auténtica trascendencia mostrada en Jesús, insertado históricamente en la historia humana e interlocutor del hombre, “la Iglesia tendrá que velar para que sus propias palabras, lejos de levantar obstáculos a la fluidez del diálogo entre Dios y los hombres, lo favorezcan y alimenten” (Alemany: 389). Por esto la Iglesia no puede desatender el fragor y cacofonía de las palabras humanas, perdidas, acalladas, reprimidas, muertas, seducidas; y esto tiene consecuencias:

Que, si da importancia al rasgo dialogal del Dios que testimonia, edifique sus procesos testificantes recurriendo a estructuras comunicativas más dialogales que autoritarias o impositivas. Que, consciente de la decisiva repercusión de la misión que tiene encomendada, no ceda a las tentaciones del abaratamiento rutinario o del vaciamiento retórico, pero tampoco a la de las declaraciones teóricas, que quizás por pretender ser válidas para todos los tiempos, terminan por no serlo en ninguno. Que, cuando tantas otras palabras como circulan por el mundo se hallan al servicio de las ideologías y mentiras esclavizantes, las suyas manifiesten limpia, osada y humildemente la verdad que les confiere peso (Alemany: 389).

c) La constatación de la pluralidad de Iglesias: La conciencia de la Iglesia como signo también puede coadyuvar a asumir el hecho histórico de las múltiples confesiones, no solo procedentes de la común fe en torno a Jesucristo, sino de aquellas no cristianas. Se trata de comprender y profundizar en la posibilidad dialogante de los acuerdos ecuménicos, de la asunción y fuerte explicitación de las tradiciones éticas comunes que posibilitan una humanidad más humana, y de dar testimonio recíproco de caridad, respeto, perdón, reconocimiento de los errores del pasado, y reconocimiento de la expresividad propia cultural15.

Perspectivas eclesiológicas en Latinoamérica. Si lo presentado respecto de las recientes perspectivas eclesiológicas en una fuerte conciencia y un programa, hay que admitir que, en la perspectiva latinoamericana, con

15 Queremos destacar en esta línea de reflexión ecuménica en Europa, Hans Küng. Ya en sus escritos de 1987 y 1993, ha insistido en la necesidad de unos lineamientos comunes y ecuménicos que partiendo de las mismas religiones estudiadas, confluyen en la ética. Y de allí, sus preocupaciones más recientes en torno a la fundamentación de una ética mundial que recurra también al acervo humanístico de las grandes religiones (1989; 1991; 1999; 2000).

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todos sus vaivenes, estos elementos han sido incorporados, aunque nombrados de otra manera.

En efecto, la sacramentalidad de la Iglesia pensada como signo, y por ello su carácter de proexistencia, es formulado y analizado en términos de sacramento histórico de liberación (Ellacuría 1991b). Las exigencias de la contextualidad ha sido una conciencia temprana de la Teología Latinoamericana de la Liberación, al insistir en la importancia del ‘lugar’ (Boff), y consecuente con ello, asumiendo el reto de un modelo de iglesia que suele ser denominado como Iglesia de los Pobres (Richard 1987). La apertura al diálogo, ha sido asumida de manera temprana por la realidad eclesiológica latinoamericana en su dar la palabra al pueblo en sus múltiples facetas (multiracial, multicultural) y hacerlo verdadero sujeto dialogante, y en los últimos años, por la apertura ecuménica y participación a los múltiples movimientos sociales, confesionales y no confesionales, que buscan y proponen un mundo más humano (Richard 2003). Amén de esto, la iglesia latinoamericana en su opción por los pobres, en su desenvolvimientos desde las CEBs y grupos de muy diversos órdenes, ha procurado realizar su pública presencia en torno a la acogida y solidaridad dando su testimonio, y no sólo testimonio sino testimonio martirial, de la profunda verdad de Dios en la vida del pobre y del excluido y de la profunda mentira abaratada de los ídolos de opresión y muerte que habitan nuestro continente. Lo que para Alemany es prospectiva de la Iglesia, ha sido aquí dolorosísimo camino.

Y es en este camino, además, donde se ha abierto una brecha para la comprensión de la pluralidad de las iglesias desde el reconocimiento de la existencia de diferentes maneras de “ser” Iglesia. La reflexión eclesiológica en la teología de la liberación ha reconocido que la Iglesia Latinoamericana no es una realidad unitaria, sino realidad en revisión, conflicto y fermento (Quiroz: 259-260, 267-268). Al interior de ella se ha planteado una Iglesia Popular que, como modelo histórico y manera de ser iglesia, surge como respuesta a las insuficiencias y crisis del modelo de Cristiandad e intenta recuperar y realzar la intuición de la Iglesia como sacramento de liberación histórica, como signo y servidora del Reino de Dios, y como Pueblo de Dios (Quiroz: 262-267)

La Cristiandad, como modelo histórico de Iglesia, supone una jerarquía (autoridad eclesial) que “busca la inserción de la Iglesia en la totalidad social a través del poder político y social de las clases dominantes; a su vez tiende a [organizarse internamente] según estos modelos de dominación”, y su articulación con la sociedad se define desde la relación Iglesia-Estado e Iglesia-Poder. Al interior de este modelo ha surgido uno nuevo, la Iglesia de los Pobres, iglesia que nace del pueblo, iglesia que “busca su relación con la totalidad social a través de su inserción en los grupos oprimidos y las clases explotadas”, que “busca organizar internamente la Iglesia según relaciones de fraternidad y servicio”(Richard 1987:20; 2003). Esta iglesia popular no es otra iglesia o iglesia paralela, sino un profundo “movimiento de renovación eclesial al interior de la Iglesia institucional existente y en comunión con ella”, y por ello mismo, “universal en su raíz y vocación”, que “busca en la profundidad del movimiento de los pobres y oprimidos la presencia del Dios vivo” y desde allí “convoca a todos los hombres a la salvación” y a la recuperación de su condición humana; “no pretende, por lo tanto, totalizar el conjunto de la iglesia, sino ser su raíz fundamental de conversión y renovación” para una renovación y reinvención del modelo original evangélico (Richard 1987: 31). Lo anterior quiere decir que a partir del reconocimiento de la posible pluralidad receptiva de la tradición teológica, la Iglesia de los Pobres recoge tal posible

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pluralidad y la replantea para los momentos actuales atendiendo a aquel núcleo original de la tradición que es el Dios de Jesús como Dios del Reino, Dios de Vida.

En este sentido, adquiere central importancia la realidad del pobre, del excluido, de la víctima, lugar por excelencia donde se manifiesta la voluntad y gloria de Dios (“la gloria de Dios es que el pobre viva”, decía Ms. Romero), siendo allí donde se verifica, por demás, la proexistencia de la Iglesia. Ya no aparece entonces el pueblo fiel como un lugar teológico más, sino como lo central de la realidad de la Iglesia, y de manera específica en la realidad latinoamericana como “pueblo crucificado”, lugar teológico central por ser éste principio de salvación universal (Ellacuría 1991a).

A partir de este principio, de esta centralidad, que retoma creativamente lo sustancial de la fe (el Resucitado es el crucificado, el crucificado es el Resucitado, y esto como principio de salvación de esa Palabra dada para la humanidad) se articulan de muy diversas maneras los lugares teológicos y los elementos propios de la organización eclesial, atendiendo a las particularidades de las iglesias locales.

De esta manera, se ha presentado una diversidad de énfasis o notas características en las iglesias latinoamericanas que han reclamado una especificidad, que no suponen una jerarquización estricta, sino elementos básicos presentes en sus configuraciones y centrales de acuerdo a las realidades regionales, que quizás podemos nombrar de la siguiente manera:

a) Opción por los pobres: Iglesia que se configura en sus inicios para el Pueblo de Dios, y que devolviéndole su palabra, empieza a configurarse desde el Pueblo de Dios, y en la nota específicamente latinoamericana, desde el Pueblo sufriente y crucificado, y ampliando la concepción del Pueblo hacia el Pueblo crucificado y hacia, durante el último decenio del siglo XX, el sujeto excluido (Hinkelammert 1998). Esta opción es la opción preferencial que siempre ha tenido la iglesia, pero ahora ya consciente y crítica, comprometida, solidaria, política y geopolítica, redescubierta desde el Evangelio del Dios de los pobres (Gutiérrez).

b) Comunidades de base como referente organizacional: La iglesia adquiere formas históricas, y ha encontrado en las comunidades de base un referente central. Espacios democráticos de resistencia, de acogida, de cercanía, donde se confronta el evangelio con la vida cotidiana en sus dinámicas propias (gestuales, simbólicas), donde se celebra y dramatiza, y ofrece alientos y referentes para el enraizamiento del pensar teológico, para vivir la posibilidad ser sujetos y movimiento social (no masa conducida), para renovar estructuras parroquiales, eclesiales, sociales, políticas, hacia un verdadero diálogo comunicativo, constructivo, crítico y liberador que transparente el actuar de Dios para nuestra salvación (Azevedo).

c) Lectura popular de la biblia. Si el evangelio llega al pueblo, este lo retoma, lo recrea, encuentra allí alimento. El sentido bíblico ya no es exclusivo de la academia o el magisterio: ellos han de colaborar con quien fue su cuna de origen y actuar como “sujetos auxiliares a su servicio” (Richard 2003: 20).

d) Espiritualidad de la liberación: Algo central en la nueva configuración eclesial desde sus comienzos. La práctica eclesial y la teología que nace del encuentro con el Dios de los Pobres, reconoce una fuerza, un Espíritu que, bíblicamente inspirado, le pide

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honradez con lo real (respetar la verdad de la realidad y reaccionar con misericordia), ser fiel a lo real y dejarse llevar de lo real, pues allí están las llamadas y exigencias del Misterio de Dios en la historia y la trascendencia en la historia (Sobrino 2003). Además, es una espiritualidad que afirma la vida frente a la espiritualidad idólatra presente en “las estructuras de dominación (...) que hace posible que el opresor oprima con buena conciencia y sin límite alguno” y que “transforma a los sujetos en cosas y a las cosas en personas” (Richard 2003:10; Equipo DEI).

Desde estos cuatro grandes elementos, pensamos, se redefine la iglesia latinoamericana y va redefiniendo y apropiando con creatividad muchos otros temas, en torno a la evangelización, la comunión, los sacramentos, el sacerdocio y los ministerios, el papado, valora positivamente los fenómenos de la religiosidad popular, y ofrece nuevas perspectivas de estudio en torno a los temas clásicos de la teología.

Estas nuevas exigencias en torno a la operatividad Iglesia, inspiradas desde la reforma iniciada en Vaticano II, no han sido, ni mucho menos, acogidas con calma. Errores, como todo proceso humano, existen, pero lo grave es constatar que además estos procesos han sido perseguidos y estigmatizados, no solo desde instancias políticas, sino también eclesiales.

5.3. LA TRADICIÓN TEOLÓGICA, EXPRESADA EN EL DOGMA Y ACTUALIZADA EN LOS LUGARES TEOLÓGICOS.

En líneas genéricas, podemos decir que la iglesia, que recibe la tradición teológica, trata de comprenderla y explicitarla de manera adecuada de acuerdo a las necesidades propias de su momento histórico. Por lo común, se entiende que dada la revelación y su ‘fijación’ en la escritura, la elaboración dogmática no dice nada nuevo sino que tan solo explicita aquella única revelación. Sería el dogma algo así como la interpretación autorizada y cierta (en cuanto validada por el Espíritu) de la revelación contenida en la escritura. El dogma se va acompañando, a su vez, de una serie de lugares teológicos que permiten captar y revalorizar el significado de la tradición. Tal formulación genérica es comprendida también de diversos modos, lo que determina el tipo de reflexión teológica que se realice.

5.3.1. Tradición-dogma-lugar teológico: lo normado clásico.

En una reflexión clásica, o por lo menos imbuida con tal mentalidad, el dogma refiere, en una expresión autorizada, el contenido de la revelación, connotando “una precisión en orden a la recepción de la revelación cristiana: la de la doctrina o enseñanza autorizada, verdad de fe que se ha de creer, de norma, por tanto, para la fe con la que el hombre responde a la revelación” (Izquierdo 1999b: 667).

Se entiende, por demás, que la explicitación que el dogma hace de la revelación nunca es completa, y por tanto es posible hablar de una evolución dogmática, en el sentido que “las formulaciones de la fe dogmática progresan [acumulativamente], a medida que el discurso humano de los creyentes va descubriendo más y más las implicaciones de lo revelado en la Escritura” (Bentué: 138). Y siendo el dogma explicitación progresiva, son ante todo un elemento de unidad que manifesta la veracidad de Dios (Bentué: 141-144).

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A la formulación dogmática como explicitación progresiva de la revelación, le acompañan una serie de instancias o lugares teológicos que permiten captar el significado de la tradición (Bentué: 145-169). Tales lugares han sido explicitados a su vez por el magisterio, los que en orden e importancia serían:- Liturgia. Las verdades de fe dadas para nuestra salvación, son por ello mismo

celebradas.- Los padres. Ayudan a gestar las líneas básicas del dogma cristiano, y tienen especial

valor teológico y ecuménico.- El magisterio. Se trata de una mediación que atiende los condicionamientos propios

del mundo humano, evitando manipulaciones ideológicas de tipo fundamentalista o subjetivista. Se trata de un lugar de discernimiento de la tradición, “instancia objetiva suficientemente amplia para no caer en nuevos fundamentalismos y suficientemente concreta para evitar el relativismo subjetivo” (Bentué: 149), que exige una guía pastoral que garantize la unidad de la fe (aquí se sitúa el tema de la infabilidad y la normatividad) basado en la racionalidad de la tradición y sus explicitaciones.

- Los teólogos. Son quienes reflexionan y estructuran la fe de la iglesia, sobre la base de esa dogmática ya gestada por los Padres, y siendo esa su misión y vocación, se ponen en constante diálogo con la cultura de su tiempo; deben tener aptitudes específicas, por lo normal con ratificación académica o profesional; además, siendo que el teólogo no es obispo ni conductor de la iglesia, su opinión no prevalece sobre la del Obispo, en tanto este tiene “la garantía jerarquizada del Espíritu”, y “la fe descubre en la obediencia al pastor la verdad salvífica” (Bentué: 153).

- Sentir del pueblo fiel (“sensus fidelium”). Valorada esta instancia a raíz de Vaticano II, se entiende “pueblo fiel” como “aquellos que no tienen ni el carácter magisterial ni el teológico dentro de la Iglesia”, pero “acoge en su vida la relevancia de la fe, e intenta llevarla a la práctica”, ya sea al interior de diversos movimientos eclesiales o al interior de sus labores habituales (Bentué: 153-154). En la valoración del pueblo fiel, toma especial significado la experiencia de los pobres como lugar teológico, y se reconoce también el papel de la religiosidad popular (Bentué: 155-156).

- Signos de los tiempos. Tema revalorizado desde Vaticano II, entiende que la historia y el mundo es también un lugar teológico en tanto es también creación de Dios y amado por Dios. Se trata entonces “de los movimientos e inquietudes que se dan en el mundo” que “pueden ser signos de la presencia salvadora de Dios en el mundo” (Bentué: 158). Esta comprensión explicita lo dicho por Jesús (Mt 16,3) que mira a la tierra, a la historia, al hombre oprimido y a la lucha por superar esa opresión, y así, la fe de la Iglesia lee los acontecimientos históricos, y explicita el significado profundo de la palabra revelada.

5.3.2. Crisis de lo clásico.

El paso a nuevos paradigmas de pensamiento en el siglo XX ha permitido ir dando cuenta de elementos problémicos que subyacen al fondo de los planteamientos presentados. A pesar de ello, no es ni mucho menos una mentalidad superada: se ha reclamado y se sigue reclamando respecto de un peso dogmático de nuestra iglesia y nuestra teología que transmite dogmas como creencias que hay que creer sin entender, como elementos que antes que ayudar a la fe la encorsetan muchas veces de manera opresiva, y aún se llega a preguntar por su utilidad respecto de la vivencia cristiana.

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Examinado la exposición del apartado anterior, razón podrían tener tales reclamos. En efecto, allí el dogma está en la frontera de quedar patentado como una fórmula digital, perenne e intemporal y ajena a la historia y la interpretación. De él se admite sólo que es una explicitación ‘progresiva’ de la revelación definitiva en Cristo, es decir, una evolución lineal, progresiva y sin errores, como si no participara, como palabra humana, de todas las ambigüedades de la historia y de la perceptividad humana, y esto gracias a la supuesta garantía de saberse validada por el espíritu de Dios. Posición poco menos que irresponsable en nuestros tiempos y que, antes que posibilitar el carácter proexistencial del cristiano y su comunidad, lo vuelve autovalidante de sus propios prejuicios y cerrado a las posibles apelaciones del Dios siempre mayor, dejándolo apenas en una espiral de autoengaño.

Desde este horizonte, los lugares teológicos aparecen apenas como una confirmación de una sociedad jerárquica y aún monárquica, que se justifica en su presente como únicos herederos de los Padres, como únicos y auténticos presidentes de la liturgia, y como únicos y válidos intérpretes de la tradición en tanto otras posibles interpretaciones son fundamentalismos y subjetivismos. De esta manera, y muchas veces de manera inconsciente, se configura el Magisterio como una existencia para sí disfrazada de proexistencia, que dicta normas y pide sujeción a ellas; por esto mismo concibe al teólogo apenas como un comentador magisterial servil, en tanto es el magisterio el que tiene, de manera autovalidada y autoafirmada, “la garantía jerarquizada del Espíritu”; por esto concibe el sentir del pueblo fiel como un siervo fiel, obsequioso y humilde-humillado, callado y a-crítico; por esto concibe, finalmente, los signos de los tiempos como una condescendencia obsequiosa a nombrar, de cuando en cuando y de manera genérica, los males de la humanidad, sin nunca atreverse a mirar la realidad a sus ojos y cargar con ella, diluyendo así la carga profética de su tradición.

5.3.3. De lo normado a lo vital.

El dogma no es, ni mucho menos, una formulación cerrada que describe, con puntualidad y sin error, una realidad acabada. Es cierto: así muchas veces se ha leído en un uso instrumentalista, instructivo, digital, que hace percibir la idea de un límite rígido y preciso que excusa la reflexión y que permite la imposición (Segundo 1989: 25-46). Pero una comprensión para nuestros tiempos exige resituarnos respecto de esta idea. Para ello será necesario examinar con brevedad lo que supone la evolución dogmática.

El hecho que exista un dogma supone una historia previa que confluye en el punto de cierta formulación dogmática, historia que no es, por demás, una línea de progreso ascendente, sino un desenvolvimiento ambiguo y paradójico. Siguiendo la terminología de Juan Luis Segundo, podemos decir que la vivencia histórica de la fe veterotestamentaria, fue capaz de leer, en los acontecimientos de su historia, el actuar salvífico del Dios Liberador, y con ello, ir puntuando dentro de su amplia historia aquellos acontecimientos que mejor “decían” a Dios. Pero estas puntuaciones, a su vez y en nuevos contextos, eran releídas, revalorizadas, reinterpretadas en torno a nuevas direcciones que les iba exigiendo su momento particular. Es decir, se reconocen insuficiencias y errores, pero siempre en el marco de una continua pedagogía hacia una verdad siempre mayor (Segundo, p.49-166). El proceso neotestamentario supuso una continuidad con esta forma de valorar la historia, pero a la vez una ruptura, en tanto se reclamaba en el acontecimiento Jesucristo ya la verdad dada de manera definitiva. Se constituyó, a partir de allí, la exigencia de un difícil equilibrio por la exigencia de

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entender el dogma en su pretensión de guía del creyente y advertencia sobre itinerarios teológicos dudosos; difícil equilibrio, en tanto podía ser muy corto el paso para volverse una norma acrítica a ser afirmada desencarnadamente. Sobre esta muy breve sinopsis, hay que indicar que el dogma se presenta, en primera instancia, de manera narrativa e icónica. En el Nuevo Testamento, aunque prevalece lo narrativo, se empiezan a configurar fórmulas que presuponen tal narrativo-icónico. Pero es ya en la evolución posterior, donde el dogma adquiere un carácter plenamente digital seguramente por las exigencias expresivas de su contexto (Meunier).

Se puede afirmar, entonces, que el dogma no es una adquisición terminada. Se puede entender por lo menos en dos sentidos: es, ante todo, una formulación que pretende responder a situaciones acuciantes del momento, y por ello ser guía; pero, cuando la situación ha cambiado y el tiempo ha pasado, se vuelve el dogma una palabra que dice de dónde se viene y cuál ha sido el camino recorrido, exigiendo así la recreación del dogma (Meunier). Esto implica una actitud específica frente al dogma: no es palabra final, es parte de un proceso revisado y revisitado. Como enunciados humanos, son declarativos antes que constitutivos, son de fe antes que religiosos, son eclesiales antes que magisteriales, y están referidos al misterio antes que a la disciplina y la lógica; y por esto mismo, siempre están en tensión de desarrollo (Parra: 251-259). Tienen el desafío de encontrar nuevas expresividades en una teología del siglo XXI que insiste en lo icónico, en lo narrativo, en lo simbólico y lo hermenéutico, pues es en la vida vital donde se narraron por primera vez, y se refieren, en el caso del cristianismo, de manera central a esa historia de salvación hecha carne por nosotros y reconocida en sus gestos y palabras.

Esto mismo pide un nuevo pensar respecto de los lugares teológicos. El esquema clásico arriba expuesto es debitario con claridad de una eclesiología tradicional que establece una serie de jerarquías y controles, donde lo central es, precisamente, el magisterio y la obediencia literal hacia el obispo. Pero hoy, muy buena parte de la teología actual pide una revalorización de tales instancias, en pos de esquemas más democráticos, participativos, y en verdad posibilitadores del crecimiento maduro y responsable del Pueblo de Dios.

Para tal revalorización, quizás no sea atrevido decir que hoy día el lugar teológico por excelencia se constituye en torno a aquel lugar humano donde se trasparenta la radical ausencia de humanidad y divinidad: el excluido, el pobre, la víctima. Porque es allí donde Jesús realizó su autenticidad humana y divina como ejercicio de compasión con el prójimo dolorido; porque es allí donde clama la realidad y se desnuda el fracaso de nuestros metarelatos tanto seculares como religiosos; porque es allí donde la elemental humanidad pide delicadeza, y donde la elemental divinidad pide cercanía y acogimiento; porque es allí, en fin, donde surge la más elemental experiencia del existenciario religioso como experiencia radical de contraste. Y sabemos, la víctima adquiere rostros y nombres concretos, y pide ser decida y no abandonada. Es la elemental conciencia ética de nuestro tiempo que se enfrenta, a su vez, con todo aquello que quiere acallarla o negarla: “Las víctimas constituyen el gran relato macabro de nuestro tiempo. Sin embargo, sobre ellas se tiende un tupido velo de silencio, indiferencia y encubrimiento” (Tamayo 2003: 154).

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Son pues, las víctimas, realidad primordial, a cuyo orden se han de enfilar de manera compleja (y no jerárquica) los diversos lugares teológicos, y desde ellas, si es necesario, reformularlos.

6. HISTORIA HUMANA COMO PALABRA DE DIOS.

La Teología Fundamental se ocupa del tema de la revelación, Palabra de Dios dada para la humanidad en orden a su salvación. Es una palabra trascendente que surge de entre los pliegues de la historia humana, amante del hombre y su vida concreta y, por esto mismo, salvífica; palabra que se manifiesta en las historias humanas de liberación y que, para el creyente cristiano, toma rostro reconocible en Jesucristo. Mantener esa palabra, esa herencia, que es presente y promesa de salvación-liberación de los ídolos de la muerte que acechan al hombre, es tarea de las iglesias, las cuales son, a su vez, mediaciones de aquella Palabra, de aquella revelación, y por eso mismo proexistentes, configurándose como existencia para los demás.

Por ello, podemos decir que las religiones y las iglesias son sacramento de la salvación en el mundo, en tanto ellas son “los lugares en que se tematiza y verbaliza la salvación que proviene de Dios, donde es confesada, proclamada proféticamente y celebrada litúrgicamente” (Schillebeeckx: 39), y se encuentran mediadas por la acción humana, pues “son hombres, creyentes en el interior de una determinada tradición experiencial, quienes transforman en lenguaje esta acción de Dios, quienes la hacen volverse palabra” (Schillebeeckx: 41).

¿Qué se configura, entonces, alrededor de la revelación de Dios, de la Palabra de Dios?. Apenas, y tanto, “el misterio que tiene pasión porque sean salvos la naturaleza y la historia universal, la sociedad y el hombre” (Schillebeeckx: 20).

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