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- -- ------- ------- --- - ----- --------- ---- - NUESTRO MIRO Javier Rubio Navarro R esulta dicil hablar de Miró a estas altu- ras. Esta rmula, con las variantes propias de cada caso, suele ser la inicial de muchos escritos concertados a plazo fijo, cuando, próxima, o pasada ya, la cha del vencimiento nos disponeos a cumplir con el compromiso. Con esa fórmula manistaos queriendo exor- cizarlas o pidiendo disculpas de antemano por ellas, las razones del atasco, las deficiencias de nuestros conocimientos sobre el asunto, la poca claridad de nuestras ideas sobre el particular, las posibles perturbaciones transitorias que nos aque- jan y no nos dejan escribir, la simple y omnipre- sente pereza, las diversas resistencias que de modo más o menos consciente nos impiden cum- plir satisctoriamente para ambas partes con el compromiso contraído. Resulta dicil escribir sobre Miró para una pu- blicación que se propone rendirle un homenaje con motivo de su nonagésimo cumpleaños. Lleva nuestro pintor casi setenta años pintando y hace sesenta y cinco que se celebró su primera exposi- ción. Su pintura ha suscitado tal cantidad de lite- ratura de todo tipo que sentios la íntima convic- ción de que es imposible decir nada nuevo sobre el tea. Además, el respeto que su edad nos ins- pira limita nuestra libertad a la hora de escribir sobre su obra. Desde un punto de vista cívico, admiraos la tenacidad del hombre que sigue trabando, en la medida de sus erzas, con el tesón que lo ha hecho durante toda su vida. Desde un punto de vista más especializado, admiraos el valor de su aportación artística que ha sido ya suficientemente reconocido en todas partes. Su nombre ocupa un lugar preeminente en todas las historias del arte contemporáneo. Entre la repetición y el telegrama nos debatios. Y ahí nos atascaos. No preten- deos restarle ni un ápice del respeto y la admira- ción que objetivamente nos merece su vida y su obra por tantos y tan diversos conceptos, pero somos conscientes, al mismo tiempo, de la magra contribución que haríamos a la vitalidad de su figura limitándonos a repetir lo que por tantos antes que nosotros ha sido dicho. MO EN LA GLORIA Miró es hoy, indiscutiblemente, una de las ma- yores glorias nacionales de nuestra cultura (y que por nacional entienda cada cual lo que quiera). No e siempre así, desde luego, pues antes de serlo nacional Miró e una gloria extranjera en la ma- yoría de las naciones occidentales con un elevado nivel cultural. Durante muchos años, Miró ha sido un ilustre exiliado interior cuyos méritos eran re- 36 Con Picasso, Franoise Gilot y los grabadores Madonra y su equipo. conocidos únicamente por una minoría. Pero a partir de la descomunal exposición barcelonesa de 1968 hemos asistido al proceso de reconocimiento de su figura, parcialmente al comienzo, en progre- siva apoteosis luego. Hemos cumplido con nuestra deuda cívica, lo hemos instalado en la gloria. Pero, coo siempre ocurre, se quiera o no, la gloria acarrea el tributo de mermar considerablemente la vitalidad de la · obra que la merece. Pues la gloria, coo dijo Paul Valéry, no es sino la suma de malentendidos que se acumulan sobre un nombre. Cuando la gloria llega en vida, el glorificado se convierte en autén- tico náuago de su gloria y el crítico se debate en la contradicción entre el respeto merecido a la persona y el reto que, coo en este caso, la obra nos provoca, dos citas a las que no es posible asistir con el mismo talante ni con idénticos argu- mentos. La duda sigue y, puestos a elegir, ante el riesgo de parecer injustos, lo mejor, tal vez, era callarse.

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Page 1: NUESTRO MIRO - CVC. Centro Virtual CervantesNUESTRO MIRO Javier Rubio Navarro Resulta difícil hablar de Miró a estas altu ras. Esta fórmula, con las variantes propias de cada caso,

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NUESTRO MIRO

Javier Rubio Navarro

Resulta difícil hablar de Miró a estas altu­ras.

Esta fórmula, con las variantes propias de cada caso, suele ser la inicial de

muchos escritos concertados a plazo fijo, cuando, próxima, o pasada ya, la fecha del vencimiento nos disponernos a cumplir con el compromiso.

Con esa fórmula manifestarnos queriendo exor­cizarlas o pidiendo disculpas de antemano por ellas, las razones del atasco, las deficiencias de nuestros conocimientos sobre el asunto, la poca claridad de nuestras ideas sobre el particular, las posibles perturbaciones transitorias que nos aque­jan y no nos dejan escribir, la simple y omnipre­sente pereza, las diversas resistencias que de modo más o menos consciente nos impiden cum­plir satisfactoriamente para ambas partes con el compromiso contraído.

Resulta difícil escribir sobre Miró para una pu­blicación que se propone rendirle un homenaje con motivo de su nonagésimo cumpleaños. Lleva nuestro pintor casi setenta años pintando y hace sesenta y cinco que se celebró su primera exposi­ción. Su pintura ha suscitado tal cantidad de lite­ratura de todo tipo que sentirnos la íntima convic­ción de que es imposible decir nada nuevo sobre el terna. Además, el respeto que su edad nos ins­pira limita nuestra libertad a la hora de escribir sobre su obra.

Desde un punto de vista cívico, admirarnos la tenacidad del hombre que sigue trabajando, en la medida de sus fuerzas, con el tesón que lo ha hecho durante toda su vida. Desde un punto de vista más especializado, admirarnos el valor de su aportación artística que ha sido ya suficientemente reconocido en todas partes. Su nombre ocupa un lugar preeminente en todas las historias del arte contemporáneo. Entre la repetición y el telegrama nos debatirnos. Y ahí nos atascarnos. No preten­dernos restarle ni un ápice del respeto y la admira­ción que objetivamente nos merece su vida y su obra por tantos y tan diversos conceptos, pero somos conscientes, al mismo tiempo, de la magra contribución que haríamos a la vitalidad de su figura limitándonos a repetir lo que por tantos antes que nosotros ha sido dicho.

MIRO EN LA GLORIA

Miró es hoy, indiscutiblemente, una de las ma­yores glorias nacionales de nuestra cultura (y que por nacional entienda cada cual lo que quiera). No fue siempre así, desde luego, pues antes de serlo nacional Miró fue una gloria extranjera en la ma­yoría de las naciones occidentales con un elevado nivel cultural. Durante muchos años, Miró ha sido un ilustre exiliado interior cuyos méritos eran re-

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Con Picasso, Franr;oise Gilot y los grabadores Madonra y su equipo.

conocidos únicamente por una minoría. Pero a partir de la descomunal exposición barcelonesa de 1968 hemos asistido al proceso de reconocimiento de su figura, parcialmente al comienzo, en progre­siva apoteosis luego.

Hemos cumplido con nuestra deuda cívica, lo hemos instalado en la gloria. Pero, corno siempre ocurre, se quiera o no, la gloria acarrea el tributo de mermar considerablemente la vitalidad de la

· obra que la merece. Pues la gloria, corno dijo PaulValéry, no es sino la suma de malentendidos quese acumulan sobre un nombre. Cuando la gloriallega en vida, el glorificado se convierte en autén­tico náufrago de su gloria y el crítico se debate enla contradicción entre el respeto merecido a lapersona y el reto que, corno en este caso, la obranos provoca, dos citas a las que no es posibleasistir con el mismo talante ni con idénticos argu­mentos. La duda sigue y, puestos a elegir, ante elriesgo de parecer injustos, lo mejor, tal vez, fueracallarse.

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NUESTRO MIRO

Cada generación actúa en relación con un con­junto de referencias que le es propio. Somete a crítica los datos recibidos, busca otros nuevos y establece lentamente de ese modo su particular universo de referencias. Por meras razones crono­lógicas, nuestra generación, y entiéndase este término como poco más que una variante del plu­ral de modestia, ha conocido únicamente el Miró consagrado, el Miró posterior a la exposición bar­celonesa de 1968.

Ello significa que nos hemos ido familiarizando con las imágenes de Miró, tan difundidas desde entonces, sin que pudiéramos tener una relación más intensa y productiva con las obras del artista a las que hoy concedemos un valor excepcional. Más que con esos cuadros de Miró, hemos ido tomando contacto con su obra de grabador, de litógrafo, de ceramista, de muralista, de tapicero, una obra con indudables y brillantes efectos deco­rativos, realizada en colaboración con excelentes

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artesanos, pero que pertenece a un orden de cosas muy distinto del que surge en su obra pictórica. Guarda con ésta estrechos vínculos formales, pero en ella se pierde inevitablemente gran parte de su intensidad originaria. En pleno auge del neo-da­daísmo, muchas de las licencias formales que Miró introducía en algunas obras de esa época nos producían un efecto mucho menos sorprendente del que supone habrían tenido en una mirada in­genua, cayendo también con frecuencia en el te­rreno de lo decorativo y en ocasiones, por !}Ué no­decirlo, de lo arbitrario.

En Barcelona, durante los años setenta, la utili­zación de sus imágenes para los más diversos me­nesteres publicitarios llegó a ser literalmente abrumadora. Del Salvat Catalá al 75 aniversario del Barr;a, parecía que no hubiera campaña publi­citaria de signo más o menos catalanizador que no pensara en utilizar las imágenes de Miró como emblema distintivo. El- efecto más inmediato de eso era, sin duda, la familiaridad de amplias masas de público hipotético con sus imágenes, pero, como contrapartida, su efecto fue mucho más ne­gativo del que pudiera pensarse, ya que, al vaciar de sentido muchas de esas imágenes, la inocencia del contemplador se torna en resabio difícilmente reversible.

Seríamos injustos si no dijéramos que, al mismo tiempo, de tanto en tanto, teníamos acceso a obras de Miró, a partir sobre todo de la apertura de la Fundación, en las que nos volvíamos a en­contrar con un pintor pleno de energía y de auda­cia. Nos recordaban que, a pesar de lo dicho, Miró seguía siendo capaz de conmovernos y de reverdecer las cualidades que le habían hecho acreedor del prestigio que ahora tan ampliamente disfrutaba.

La masiva y un tanto indiscriminada difusión de sus imágenes en esos años iba unida a una acumu­lación de malentendidos acerca de los posibles sentidos de su obra que no facilitaba precisamente a los espíritus inquietos el acercamiento a ella, su, digámoslo así, comprensión activa. Estos tópicos, repetidos hasta la saciedad más estomagante por periodistas y críticos, destinados en última instan­cia a ser repetidos sucintamente en los protocolos de las autoridades que encabezan los catálogos de las grandes exposiciones nacionales, elevaban una auténtica barrera ante los intentos de comprensión de quienes buscaban en su pintura otra cosa que lo tan masiva y unánimemente celebrado.

Miró primitivo, Miró infantil, Miró onírico, Miró telúrico, Miró artesano, Miró hortelano. To­das ellas categorías que no resisten el más leve análisis razonable, aunque reconozcamos que de­sempeñan su función, que es preciso tener en cuenta, en el sostenimiento de la frágil economía personal del artista.

Rafael Santos Torroella escribió un artículo, Vo­

luntad de poesía y de pintura en la obra de Joan Miró, a raíz de la exposición de 1968 (que hemos leído más tarde en uno de sus dietarios publica-

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De izquierda a derecha: Camilo José Cela y su esposa, Aurora Bautista, Pilar Juncosa de Miró, Joan Miró y Luis Escobar. Palma de Mallorca, 1961.

dos) en el que, con dureza oportuna, dejaba en su sitio muchos de los tópicos que era inevitable es­cuchar cuando el nombre de Miró aparecía. Ese artículo, en nuestra opinión, señala un auténtico hito en la crítica mironiana y es como una especie de momento antitético en el reconocimiento de los valores de su obra. Y en esto ha habido raras excepciones. Entre otros aniversarios, asistimos también ahora al décimoquinto de la hibernación crítica de Miró en nuestro ámbito cultural.

Un tema digno de desarrollo y que aquí sólo vamos a apuntar es el de la función que esos tópicos, buena parte de los cuales el artista ha hecho suyos, desempeñan en lo que hemos lla­mado el sostenimiento de la economía particular del artista. La obra de Miró es, en algunos mo­mentos, de una radicalidad tal que resulta insoste-9jble hasta sus últimas consecuencias. Miró, como muchos de los artistas modernos más radicales, se ve atrapado en la contradicción, en la esquizofre­nia, entre su vida, intensísima en ocasiones, de artista, su vida normal y su vida pública de artista oficial. Que ese rompecabezas de sus varias vidas simultáneas coincida es imposible. El mérito del artista reside, en ese punto, en soportar, por los medios que sea, en mantener esas contradicciones vivas, actuantes, sin que una invada las otras, con las consecuencias imaginables.

Miró vive, como otros muchos artistas, en esa continua fragmentación. Le lleva a transfigurarse literalmente cuando atraviesa la puerta del estudio

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y permanece en él aislado del resto del mundo. Cuando habla como artista público nos parece que realiza un ejercicio de ventriloquía, contándonos su vida tal como la han escrito otros, parcheando los baches entre los fragmentos con silencios o interjecciones. En ocasiones nos parece un traga­sables al que le molestaran las espinas del pes­cado, �n ocasiones un lanzafuegos enfriando su taza de café con leche. Para decirlo con otra ima­gen gráfica, hay un Miró dinamita y hay un Miró papilla y, nos guste o no, ambos coexisten en la misma persona. Su mayor mérito, lo que nos pro­duce la mayor admiración es que haya sabido mantenerlos a ambos vivos sin que uno invada el terreno del otro.

Pasando a otro terreno, cabe también que ahora, con perspectiva, nos preguntemos acerca de quiénes, entre los pintores españoles posterio­res, cuya obra ha estado con mayor facilidad a nuestro alcance, han aprovechado la lección más productiva que de la obra de Miró puede despren­derse. No nos referimos, claro está, a las superfi­ciales influencias que han llevado a más de uno a patéticos callejones sin salida y sin demasiado sentido. Unicamente Tapies, llevándolas por una dirección distinta y personal, ha interiorizado en profundidad las enseñanzas de la obra de Miró. Pero incluso eso nos ha estado cegado durante algún tiempo por la ausencia de una crítica res­ponsable que llamara la atención sobre estos pun­tos con argumentos pertinentes y oportunos.

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Hemos Üegado indirectamente a una nueva con­sideración de la pintura de Joan Miró. No quiero decir que la nuestra sea más valiosa y oportuna que las otras, simplemente que esa ha sido la nuestra. A ella hemos llegado a través de la impor­tancia que en su momento hemos concedido a la pintura americana que alcanza su madurez termi­nada la Segunda Guerra. Para esos pintores, la influencia mironiana fue, entre otras, decisiva. Ahora ya no le admiramos, por supuesto, única­mente por eso, pero ese fue un dato decisivo, un momento puntual que nos llevó a mirar con nue­vos ojos aquella obra con la que nos habíamos familiarizado antes de reflexionar sobre ella.

El otro momento decisivo de esa nueva consi­deración de la obra de Miró fue la revisión del surrealismo llevada a cabo por la crítica francesa reciente más perspicaz. Fueron hitos importantes para que las palabras que ya conocíamos empeza­ran a tener un sentido nuevo, más rico y com­plejo.

En el plano formal, nos parece que el trabajo de los genéricamente llamados expresionistas ameri­canos y la crítica que se ha ocupado de ellos colocan bajo una nueva luz la obra que Miró había desarrollado en solitario y de un modo absoluta­mente original tras su contacto con el surrealismo y las obras de Paul Klee y de Picasso. También la obra de madurez de Tapies, a la mejor compren­sión de la cual llegamos por el mismo camino, y sus reflexiones escritas nos han abierto vías de acceso a ese Miró que permanecía en buena parte oculto por sí mismo, por otras dimensiones de su obra de mucho menor interés para nosotros. Ahora lo admitimos tal como es, pero antes aque­llos aspectos de los que hemos hablado nos cerra­ban el camino.

No tenemos, ni tampoco las buscamos, nuevas categorías críticas con las que sustituir las que hemos rechazado. Tampoco las consideramos im­prescindibles. Para la función que desempeñan, ya están las otras. Lo primordial es que la pintura de Miró sigue actuando sobre nuestra sensibilidad y la conmueve, irreductible a los diversos discursos que tratan de normalizarla, de introducir forzada­mente en ella una coherencia que no tiene, un sentido socializable a costa de dejar fuera más elementos de los que integra.

Las triviales alegrías de las conmemoraciones no pueden hacernos olvidar que la pintura de Miró tiene un sentido difícil poco socializable y contra­dictorio. Si el mayor mérito de la vida del pintor consiste en haber sabido mantener en tensión su voluntad creadora, por todos los medios, aun in­curriendo en las contradicciones que hemos seña­lado, nuestro mejor homenaje consistiría en acep­tarlo tal como es, pero sin confundir las dimensio­nes de los terrenos en que su obra se despliega. La llama de su enigma, que en igual me- edida nos seduce y nos desazona, sigue ardiendo. Que sea, sinceramente, por muchos años.

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TAURUS DIA DEL LIBRO - 1983

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