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Nuestros agradecimientos a

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Nuestros agradecimientos a:

Coorporación América, ArgentinaSigdo Koopers S.A., Chile

Instituto de Promoción y Desarrollo, IPD, Chile

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ARGENTINA - CHILE, CHILE - ARGENTINA: 1820 - 2010

Eduardo Cavieres – Ricardo Cicerchia, Coords.

D e s a r r o l l o s P o l í t i c o s , E c o n ó m i c o s y C u l t u r a l e s

Fernando AlvaradoNorberto Álvarez

Juan CáceresNicolás Dvoskin Oscar Edelstein

Baldomero EstradaSebastián Fernández

Claudio LlanosSara OrtelliInés Pérez

Fernando RivasJaime Vito

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© Eduardo Cavieres Figueroa y Ricardo Cicerchia, Coords. 2012Inscripción Nº 213.279

ISBN 978-956-17-0505-0

Tirada: 1.000 ejemplares

Ediciones Universitarias de ValparaísoPontificia Universidad Católica de Valparaíso

Calle 12 de Febrero 187, ValparaísoTeléfono (56-32) 227 3087 - E.mail: [email protected]

www.euv.cl

Diseño Gráfico: Guido Olivares S.Asistente de Diseño: Mauricio Guerra P.

Asistente de Diagramación: Alejandra Larraín R.Corrección de Pruebas: Osvaldo Oliva P.

Impresión: Salesianos S.A.

HECHO EN CHILE

Editor: Eduardo Cavieres F.

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Adolfo Zaldívar LarraínPresentación ............................................................................................................................................................. 7

Eduardo Cavieres – Ricardo CicerchiaIntroducción: (Re)Conocimientos, Identidades e Historiografías.Argentina-Chile/Chile-Argentina ...................................................................................................................... 11

Eduardo Cavieres – Ricardo CicerchiaChile y Argentina en una visión de largo tiempo. Tres situaciones,una historia en común ........................................................................................................................................... 27

Juan Cáceres Muñoz – Sebastián Fernández BravoIdeario y Lenguaje Político: El Concepto Patria en Chile y enEl Río de La Plata (1780-1850) ............................................................................................................................ 63

Sara Ortelli – Jaime VitoEstado y Nación: liberalismos y oligarquías en Argentina y Chile (1840-1890) ............................... 97

Nicolás Dvoskin – Claudio LlanosChile, Argentina y la economía exportadora Estado, economía y políticadurante la era del imperialismo (1880-1950) ............................................................................................... 127

Oscar Edelstein – Baldomero EstradaUrbanización, conflictividad social y participación ciudadana (1920-1970) .................................... 165

Norberto Álvarez – Fernando Rivas – Inés PérezFormación de ciudadanía, prácticas culturales y opinión pública (1930-1990) .............................. 199

Fernando AlvaradoLa política exterior económica de Argentina y Chile: dos estrategias parainsertarse en la globalización, un camino de integración para el futuro ........................................... 229

Fuentes y Bibliografía ............................................................................................................................................ 255

Autores ........................................................................................................................................................................ 289

Índice

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7Adolfo Zaldívar LarraínEmbajador de Chile ante la República Argentina

Si la idea es avanzar juntos, integrados para enfrentar la globalización del siglo XXI, es im-prescindible que reflexionemos no sólo política y económicamente sobre el desafío, también es necesario contar con el aporte de la historia como fundamento para esta decisión superior.

La historia, como ninguna otra ciencia, facilita una mirada hacia adelante.

El análisis objetivo de hechos y situaciones pasadas, proporciona sin lugar a dudas valiosos elementos para prever y construir el futuro. No estamos hablando y menos afirmando una tesis determinista. Solamente sostenemos que ese conocimiento constituye un antecedente valiosísi-mo para una Nación en la hora de tomar decisiones de fondo.

Con la integración chilena-argentina estamos hablando de transitar juntos por un gran cami-no, de una ancha vía para trabajar unidos en pos de un objetivo trascendente, que signifique dejar atrás en la polvareda del olvido los atajos o senderos de divisiones o individualismos.

Ahora es el tiempo de volver a tener un objetivo y propósito común, como lo hicimos cuando nos unimos para luchar por la libertad y la independencia. El desafío de la actual globalización nos demanda a chilenos y argentinos la unidad, para asumir con la misma fuerza y decisión la estrate-gia que nos dio soberanía a ambos Estados.

Esta gran convergencia requiere del aporte de todos, especialmente de nuestros intelectuales y, entre ellos, particularmente de las reflexiones de nuestros historiadores.

Debe repensarse la historia binacional y no de cualquier forma, debe hacerse integralmente desde ambos lados. Que se nos entregue los grandes procesos nacionales vividos por los dos pueblos. De su análisis riguroso surgirán las diferencias y coincidencias del pasado.

Para avanzar en un proceso de integración, no basta con afirmar y rescatar lo que nos ha uni-

Presentación

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8 do, también es necesario considerar y evaluar los desencuentros y sobre todo reflexionar desde el porqué o las causas de esas situaciones.

Tenemos que ver cómo reaccionaron ambos países en el pasado ante los mismos desafíos mundiales, tanto económicos como políticos y sociales.

Por cierto, encontramos muchas experiencias similares, por ejemplo, el cómo Argentina y Chi-le enfrentaron la globalización del siglo XIX, regida fundamentalmente por el desarrollo industrial de Inglaterra.

En ese intercambio comercial, Argentina proveía primero carne salada y cueros y después lana a la poderosa potencia europea de esos años, la cual, a su vez, la surtía de toda clase de manufac-turas. Buenos Aires se transformó desde entonces en el gran puerto distribuidor para las Provin-cias Unidas del Sur y eje del Río de la Plata.

Chile, por su parte, se constituyó a mediados del siglo XIX en la primera fuente mundial de co-bre, como consecuencia de la demanda inglesa, que a su vez dejaba de extraer en su territorio el codiciado mineral rojo, para transformarse hasta nuestros días en el gran procesador industrial del mismo. Valparaíso, a su vez recibía las mercaderías de retorno para distribuirlas no sólo en Chile, sino también hacia las provincias andinas argentinas, a Bolivia y a los demás países de la costa del Pacífico como Perú, Ecuador y Colombia.

150 años después, Argentina sigue siendo uno de los mayores centros mundiales de alimen-tos y Chile de cobre, pero ambos no han dejado de ser meros generadores de materias primas. Argentina podrá hoy exportar soja y no carne salada o trigo; Chile pudo en un momento producir más salitre que cobre, pero aun no ha logrado afianzar un desarrollo sustentable. Pese a tener todo a su favor, practicamente han quedado donde mismo, marcando el paso.

Por todo esto, el libro de historia conjunta chileno-argentino que presentamos, viene a consti-tuir un hito importante, no sólo a la historiografía de ambos países, sino que además es una contri-bución fundante para la integración que nos demanda el desafío de la presente globalización.

El destacado profesor, Premio Nacional y doctor en Historia, Eduardo Cavieres, ya ha dirigido dos trabajos similares, como lo fue la historia de Chile con Perú y de Chile con Bolivia. Faltaba nada menos que la de Argentina. Este vacío se sentía y urgía el emprendimiento que ahora culmi-na con la edición de este libro.

Para esta obra conjunta e integrada, la edición contó con el inapreciable concurso del doctor en historia argentina Ricardo Cicerchia. De esta forma la dirección fue binacional y al más alto nivel académico.

El mismo criterio editorial y de dirección del libro, se trasladó a cada uno de los siete capítulos que constituyen la obra, a fin de asegurar una debida visión desde ambos lados de la Cordillera de los Andes.

Este libro marcará el inicio de un proceso en la construcción de una identidad regional. Ven-drán sin ninguna duda otros aportes historiográficos que la complementarán y ampliarán, pero el mérito de los historiadores Cavieres, Cicerchia y sus otros colaboradores es haber dado este primer paso intelectual y académico.

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9Es conveniente tener presente, que los gobiernos de Chile y de la Argentina durante el siglo XIX, reconocieron el espacio y la importancia de la historia en la construcción de nuestros Estados nacionales.

En Chile la necesidad de escribir su propia historia, se sintió prácticamente desde los orígenes republicanos. Ya en 1839 con el triunfo contra la Confederación de Santa Cruz, el gobierno del Presidente Prieto le encomendó al naturalista francés Claudio Gay, que registrara la historia de la naciente república. Su obra sirvió de base al monumental compendio de dieciséis tomos de Barros Arana editada entre los años 1884 a 1902.

El caso argentino, por cierto, constituye una paradoja. La obra historiográfica de Mitre y López ofrece los términos de referencia de ese paradigma exitoso de la historiografía liberal nacionalista, en estrecha relación con esa intervención revolucionaria del historicismo romántico a la historia europea. Es el ejemplo fundacional que se describe como del ochenta al centenario. Sin embar-go, los itinerarios de esa historia, como bien lo ha sostenido Tulio Halperín Donghi, fueron más sinuosos y complejos. Recuerdos de provincia, de Sarmiento, El Federalismo argentino, de Francisco Ramos Mejía, La época de Rosas, de Ernesto Quesada, La Ciudad Indiana, de Juan Agustín García o El juicio del siglo, de Joaquín V. González, se reposicionan frente al modelo de la historia esencial-mente política, abonando el relato histórico con el compromiso sociológico.

La historia fue una tarea de especial preocupación para nuestros políticos e intelectuales. Mar-caron lo que sintieron como propio, como nuestro y representativo de la identidad nacional. Un-gieron a los líderes y héroes que pasaron a ser tanto o más importantes que los símbolos patrios.

Bartolomé Mitre y Benjamín Vicuña Mackenna son dos ejemplos representativos de lo que afirmamos. El primero de ellos con su notable obra sobre el Libertador José de San Martín y Vicuña Mackenna, biógrafo de O’Higgins, de Portales y su ostracismo de los Carrera.

Ahora ha llegado el tiempo de la integración, una etapa superior más significativa que los proyectos nacionales individuales, donde la historia está llamada nuevamente a jugar un rol fun-damental en su construcción. Es en este espacio donde se inserta la presente obra. Al igual que los profesores Cavieres y Cicerchia, sentimos también el compromiso de crear conciencia en nuestras sociedades del imperativo de la integración entre Chile y la Argentina.

Será tarea de los gobiernos, de los partidos políticos, de nuestros intelectuales y de las socie-dades en general fortalecer el proceso integrador, que ya ha sido asumido por la gente en forma natural y sencilla a ambos lados de la cordillera.

Llegó el momento de construir algo grande entre nosotros, que entregue un verdadero sen-tido épico a las futuras generaciones de jóvenes, que sientan que vale la pena jugarse por algo trascendente, noble y solidario. Por ello, no puede convocarse una integración como mera exi-gencia de mercado, reducida a un espacio de transacción de bienes y servicios, propio de una visión meramente materialista. El llamado tiene que ser humanista, aspirando a algo superior y la historia está llamada a ofrendar ese marco de acción.

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Presentación

Todo espacio genuino de reflexión encarna dilemas y desafíos. El presente proyecto asumió tales riesgos. Conviene admitir que no todas las sociedades tienen el mismo régimen de histo-ricidad, que no se representan ni experimentan el tiempo de la misma forma. Sin embargo, con cautela, fundamos un lugar común. Nuestro objetivo, repensar la relación chileno-argentina en clave de desarrollo social y de proceso histórico. En el intento alimentamos un acercamiento en cuatro dimensiones: las historias comunes; los procesos culturales en torno a las identidades; el desenvolvimiento de nuestras economías; y finalmente, la preconfiguración de nuevas agendas.

Nos propusimos un estado de la cuestión en tales asuntos que reagrupe el importante registro de saberes historiográficos nacionales sacudiéndonos de las formas tradicionales del discurso de frontera, una retórica amarrada a figuras presentes y a representaciones del pasado, estereoti-padas y peligrosamente confrontativas. Lejos del embeleso de todo historicismo, le otorgamos a cada eje temático un valor autónomo que se corresponda con la sensibilidad de sus propios actores y que al mismo tiempo visibilice las preocupaciones de nuestro propio contexto de enun-ciación.

En nuestros imaginarios se han sobreactuado las prácticas elitistas. Los sistemas culturales, sin embargo, se constituyen al calor de interlocuciones que el marco de asimetrías objetivas, or-ganizan territorios de combate ciudadano por los sentidos. Es ese mismo encuentro, el lugar de producción de subjetividades. La preponderancia de rasgos coercitivos de nuestra historia, entre ellos los sinuosos registros nacionalistas, han disimulado, con cierto éxito, el murmullo y el poder de espacios asociados, de lógicas compartidas, de hermandades en la diferencia. Este compromi-so intelectual contempla perspectivas de análisis de espacialidades, estructuras y prácticas que tienden a recuperar particularidades y simultaneidad de dinámicas sociales. Desde aquí y desde una cierta sensibilidad histórica compartida, nos sentimos autorizados a discutir algunas rotundas

introducción

(re)conociMientos, identidades e HistorioGraFÍas. arGentina-cHiLe/cHiLe-arGentina

Eduardo CavieresRicardo Cicerchia

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12 cartografías decimonónicas. También a reevaluar de forma crítica las formas estatales y las defini-ciones políticas de lo público. Despojados de las tentaciones del arte comparativo, emprendemos el debate desde una convicción regional y cultural de procesos nacionales y locales.

I. Inevitable, para nuestras perspectivas de análisis, es el abordar la cuestión nacional como problema. El desarrollo de la identidad nacional ha sido un tema de gran relevancia en la historio-grafía y la literatura de todos los países a lo largo de la historia. En América Latina, en sus nuevos Estados independientes, el tema de la identidad nacional ha sido particularmente importante des-de el propio siglo XIX en adelante; el espíritu nacionalista y el interés por lograr la unidad política en los países convirtieron estas preocupaciones en unos de los principales elementos discursivos de las políticas oficiales. Durante el siglo XX, ello persistió, con otras manifestaciones y efectos, en la política, la sociedad y las mentalidades de los pueblos. Los sistemas nacionales de educación fueron fundamentales en la construcción de un nacionalismo cultural. No se trata de una situación singular, pero sí bastante característico de la región al avanzar a través de adecuaciones bastante lentas en cuanto a un real proceso de integración social, con manifiestas carencias en términos del crecimiento económico, y, además, con serias inestabilidades políticas que dificultaron el sur-gimiento de un ambiente institucional de inclusión para la mayoría de sus ciudadanos. De esta manera, el Estado latinoamericano, como concepto y como funcionamiento, se quedó en sus con-tenidos decimonónicos y no ha avanzado al ritmo y nivel de sus potencialidades.

De esta manera, por una parte, la historia política oficial latinoamericana del siglo XIX no estu-vo tan distante de lo que sucedió en la experiencia europea. Baste con recordar una vez más, las tan conocidas obras de Benedict Anderson y Eric Hobsbawn respecto a la invención de las comu-nidades imaginadas y de las tradiciones, respectivamente, en ambos casos referidas a la construc-ción de un Estado verdaderamente moderno, que ya dejó de ser sólo estructura de poder, para entrar a definirse como un Estado-nación. Las instituciones, las imágenes y símbolos, los conte-nidos, los medios, el poder y el valor de la política, incluso las fuerzas armadas y la propia historia tuvieron significación propia y principal. En todos esos aspectos, Europa occidental y América Latina fueron básicamente similares. Los grandes acontecimientos estuvieron relacionados: la re-volución industrial significó del lado europeo procesos masivos de elaboración de bienes; del lado latinoamericano, exportación de recursos naturales en grandes volúmenes… un solo círculo, di-ferentes salidas. El ferrocarril en las comunicaciones internas y la navegación a vapor en las de lar-gas distancias acercaron más rápida y eficientemente las dos orillas del Atlántico mientras que, al mismo tiempo, las diferentes regiones de antiguos y nuevos Estados se unían en ideas, proyectos y realidades gracias a la expansión de la educación. Fernand Braudel ejemplificó magistralmente estas situaciones en su particular mirada sobre la construcción de la identidad francesa1.

En forma gradual, con notoriedad a partir del siglo XX, esas historias se fueron separando en sus objetivos y visiones: parte importante de la sociedad europea se volcó hacia América, en parti-cular hacia Latinoamérica. Miles de personas vinieron en la esperanza de mejores condiciones de vida y de un futuro más promisorio. Acá, en un marco de desarrollos dificultosos y siempre incom-

1 Fernand Braudel, La Identidad de Francia [1986], especialmente Vol. El espacio y la historia, Gedisa, Barcelona 1993.

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13pletos, América Latina reforzó su carácter de sociedad dual, de pocas inclusiones y muchas exclu-siones, ello a pesar de los proyectos y horizontes nacionalistas de fines del s. XIX y de los esfuerzos por imponer nuevas matrices culturales en el siglo XX: el nacionalismo cultural planteado por Er-nest Gellner, proceso también bastante global en donde la educación jugó un papel importante, en particular la educación fiscal orientada hacia los sectores o clases medias de la sociedad2.

La identidad nacional, como historia nacional oficial y como historia del estado-nación, ha conformado un sólido fundamento de la vida social e incluso ha generado sus propios desarrollos en las explicaciones del pasado. Se ha transformado en un amplio abanico de sensibilidades de-terminadas por la pertenencia de individuos a un Estado. Sus orígenes, y sus contenidos y concep-tos, corresponden en gran medida a los grandes acontecimientos del siglo XIX, especialmente en lo que se refiere a la diferenciación con los otros Estados y a sus ajustes territoriales. Sin descono-cer esa historia, ni debilitar los sentimientos de identidad que implican legítimas pertenencias, los proyectos historiográficos deben proporcionar también perspectivas de adecuados análisis. Esos aconteceres y circunstancias del siglo XIX se han venido transformando y, entonces, sin negar esa identidad que nos lleva a nuestros sentimientos nacionales del largo tiempo (por lo menos de dos siglos), los requerimientos del presente y del futuro próximo nos lleva igualmente a re-conocernos en muchos aspectos que forman parte no sólo de UN Estado sino de una comunidad mayor que se advierte muy claramente cuando nuestras miradas se desplazan hacia lo social y lo cultural. Así, pensar la cuestión nacional como problema no significa la negación de su existencia, sino, muy por el contrario, la reflexión sobre un ámbito mayor de intereses mutuos y solidarios. En el caso de Argentina y Chile, no sólo hubo proyectos comunes que se materializaron en los procesos de Independencia; en el presente, a lo largo de los espacios fronterizos, de sus centros semi-urbanos y poblados a uno y a otro lado de la cordillera, se desarrollan formas de vida, cultu-ras y solidaridades que entrecruzan positivamente las identidades propias de lo local con aquellas de carácter nacional. Los pasos fronterizos son parte de las relaciones diplomáticas entre ambos estados, pero particularmente espacios de tránsito de personas, encuentros cotidianos de carác-ter social, económico y cultural. El problema nacional no tiene sólo que disminuir, diferenciar, oponer, sino también sumar, complementar, unir.

II. Por cierto, la historia sigue siendo el elemento central de estos procesos. A partir de la hipó-tesis, generalmente aceptada por la historiografía, respecto al origen dual de la idea moderna de nación, nos parece acertado ver sus bases ilustradas y románticas. Las primeras fijan su atención en una perspectiva contractualista, mientras que las segundas nos llevan a la presencia de una entidad objetiva, al margen de la voluntad de los actores, una totalidad orgánica3. Efectivamente,

2 Hemos ejemplificado estas situaciones en las experiencias chileno-peruanas y a propósito de las relaciones entre ciudades de frontera: Arica y Tacna; Ver Eduardo Cavieres, Chile-Perú, la historia y la escuela. Conflictos nacionales, percep-ciones sociales; Instituto Chileno-francés, Mineduc-Chile, P. UCV, Valparaíso 2006.3 Elías Palti, La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, FCE, Buenos Aires, 2003, pp. 28 y ss. Lo que manifiesta esta dicotomía es la distinción biologicismo/culturalismo, y propone dentro del segundo término la dife-rencia entre naturalismo y voluntarismo. En esta perspectiva para el caso argentino ver Fernando Devoto, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia, s.XXI, Buenos Aires 2002.

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14 los pensamientos sobre la nación se ubicaron entre la naturaleza y la historia4.

En esta línea de reflexión, fue el romanticismo el que invirtió los términos. De un saber holísti-co enciclopédico, que observaba la circunstancia propia para operar sobre lo universal (es cierto que hasta el despliegue de una ciencia aplicada en la segunda mitad del siglo XIX, con mucha impronta filosófica), se pasó a una conciencia local en donde la universalidad sólo se afirmaba en ser atributo de la suma de particularidades esenciales. Desde allí se fue desarrollando un tipo de modernidad latinoamericana5

Las intervenciones más importantes que nos desplazan del sentido primordial y esencialista de nación hacia las nociones modernas de construcción social fueron inspiradas por pensadores modernistas como Ernest Gellner, y por teóricos de la comunicación, como Karl Deutsch6. Ambos vincularon la emergencia del nacionalismo y, por ende, de la nación, a la gran transformación de los tiempos modernos, lo que los marxistas llamaron la transición al capitalismo. Justamente, el pensamiento marxista logró avances significativos en la reconceptualización del nacionalismo a través de los debates en New Left Review y en los trabajos pioneros de Eric Hobsbawm y Miroslav Hroch. Se trató de un esfuerzo por materializar e historizar la narrativa del nacionalismo, de la invención de tradición de los ya citados Hobsbawm y Terence Ranger, a la evocación de Benedict Anderson de comunidades imaginadas.

Durante las últimas tres décadas, la explosión de estudios empíricos de movimientos naciona-les han confirmado el carácter ficcional de las nacionalidades de los siglos XIX y XX. La emergencia de las naciones no fue un desarrollo natural o lógico de una serie de características objetivas y fácilmente observables como un territorio común, idioma o religión. Un movimiento nacionalista viable o exitoso conllevó una relación mucho más arbitraria y sinuosa con los patrones existentes de organización social, admitiendo una poderosa intervención política en el diseño de una con-ciencia compartida de ciudadanía.

Los diccionarios denominados fundacionales están entre los artefactos culturales más im-portantes de una tradición nacional. También el intento casi universal de recolectar y adaptar a nuevos propósitos eventuales prácticas consuetudinarias de los antepasados. Pero fundamental ha sido el relato sobre el pasado que, inevitablemente, incluye un mito de orígenes que busca establecer y legitimar la reivindicación de la autonomía cultural y, contingentemente, la soberanía política.

Así, la política fue el terreno iniciático de la categoría de nación y el sistema cultural su lugar de elaboración y despliegue; un proceso imposible ya de reducir a criterios estáticos de idioma, territorio y etnicidad. Y este recorrido de constitución nacional que enfatiza sus formas discursi-vas, representa el ángulo más pronunciado de la nueva literatura en el campo. Podemos decir que las condiciones de nacionalidad emergieron en aquellos procesos concretos del desarrollo

4 Para una reflexión crítica sobre esta relación ver Gisela Catanzaro, La nación entre naturaleza e historia. Sobre los modos de la crítica, FCE., Buenos Aires, 2011. Para un estudio de caso, ver Ricardo Cicerchia, Modernidad, nacionalismo y naturaleza. `Anar a la terra´: El excursionismo catalán 1876-1923, Prehistoria, Rosario 2011.5 Sobre el proceso de modernización, las intertextualidades y los imaginarios de nación ver Ricardo Cicerchia, Viaje y modernidad. Relatos de mar y tierra. 7 Performances para una historia etnográfica (Quito, Abya Yala, 2011). 6 Ernest Gellner, Thought and Change, 1964 y Karl Deutsch, Nationalism and Social Communication, 1953.

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15institucional que permitían un sentido de lealtades compartidas en formación, es decir, como ya lo hemos señalado, la construcción de instituciones nacionales, un público nacional (opinión pública, comunidad de lectores, dominios culturales y espectáculos públicos), y un sistema de comunicaciones y transporte.

Faltando condiciones de independencia política y progresión institucional previas, las nacio-nalidades periféricas latinoamericanas parecen haber sido una invención de patriotas intelectua-les deseosos de replicar las historias que habían observado en la Europa revolucionaria, especial-mente en Francia, y en menor rango en América del Norte. Y, sin dudas, la versión más potente del ideal nacional definido como una categoría política de ciudadanos, tomó su legitimidad y resonancia emocional de la Revolución Francesa.

Sin embargo, el crecimiento de una conciencia nacional, aún donde las identificaciones nacio-nales subsumen lealtades regionales, religiosas y de clase, requirió de una intervención sistemá-tica por medio de un estado centralizado y sus agentes. En esta dirección podríamos identificar cierta periodización global del nacionalismo: entre los procesos estructurales de la formación del Estado, ubicados básicamente en los países del norte y oeste de Europa entre el siglo XV y finales del siglo XVIII; en la emergencia del nacionalismo como una ideología específica y una innovación cultural, particularmente entre comunidades que van consiguiendo gradualmente cierto nivel de independencia política; y, finalmente, en los procesos de homogenización cultural, extendién-dose sobre varias generaciones y en gran parte debido a la penetración más profunda de un go-bierno centralizado, principalmente en las áreas de escolarización, infraestructuras y política de fronteras. Sobre esta base, el nacionalismo se convierte en una clara instancia de contingencia histórica, vinculada a la intervención política, nuevas ideologías y cambios culturales, y expresa una transformación de los imaginarios sociales.

Al mismo tiempo, entendemos que una aproximación tan radicalmente subjetivista sería desproporcionada a la realidad. Lejos de naturalizar el proceso, la mayoría de los nacionalismos triunfantes presumen la existencia de alguna comunidad de territorio, idioma o cultura, que su-ministran la base para el proyecto intelectual de nacionalidad. Aun cuando los términos nación y nacionalidad han sido desestabilizados, la palabra etnicidad, en cambio, se ha mantenido en gran parte firme. Las profundas continuidades étnicas, sin embargo, también pueden ser descubiertas como creaciones históricas contingentes o reivindicativas.

Aunque poseedoras de una larga historia, las prácticas sociales arquetípicas no permanecen inmunes a modificaciones o cambios simbólicos. Aunque las comunidades étnicas pre-modernas (lo que Anthony J. Smith denomina “etnicidades”), y las nacionalidades pueden ser distinguidas de varias maneras –dimensiones, arraigo al territorio, identidad secular versus religiosa, límites estrictos o lábiles-, la diferencia fundamental no es alguna característica objetiva del grupo, sino el universo discursivo de su performance. Una nacionalidad moderna, con todas sus calidades y reivindicaciones políticas –soberanía popular, etnicidad como base de una independencia políti-ca y el reclamo de un territorio–, parecería sólo posible dentro del discurso moderno del nacio-nalismo.

En nuestro criterio, hubo en este proceso un discurso abortado, el de la voz científica, coloniza-do por los desarrollos políticos y los intereses económicos. En Argentina, se trató de la formación

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16 del Estado nacional y el capitalismo agrario; en Chile, de la misma formación del Estado nacio-nal y de un capitalismo financiero y minero. En Argentina, hacia 1880, Estanislao Zeballos fue el personaje más representativo del conocimiento geográfico. Su proyecto se inspiró en la obra de Humboldt. Ideólogo de la primera Sociedad Científica Argentina, proyectó un conjunto de ensa-yos bajo el título Descripción amena de la República Argentina, con un primer volumen Viaje al país de los araucanos, editado por Peuser en 1881. Como en la mejor tradición de las sociedades cien-tíficas, la producción de conocimiento se hacía incompleta sin el riguroso escrutinio académico y una política de divulgación de carácter democrático: se trataba de la idea de la creación de una comunidad de lectores, verdadera base de la ciudadanía.

Primero, la mensura de la pampa; luego, la conquista del desierto. Enormes diferencias con la épica de la frontera norteamericana. En lugar de pioneros, muy excepcionales en su actuar, suscriptores de empréstitos que sostuvieron la campaña de Roca. Las disciplinas de descripción y transformación territorial subsumieron un conjunto de operaciones en torno a las geografías nacionales. El protagonista inicial de este recorrido fue el agrimensor-ingeniero y por ello el co-nocimiento cartográfico se vuelve relevante. Ya para comienzos del Siglo XX, a raíz del programa de relevamiento unificado del territorio, el entonces recién creado Instituto Geográfico Militar profundizó sus estudios de triangulación. Así, la cartografía, primero como impulso de viajeros, naturalistas y topógrafos, será absorbida por el aparato militar7.

La geografía pasará a ser el campo de debate de la cuestión nacional hasta transformarse en una didáctica patriótica. Entre los miembros más destacados de la elite, Joaquín V. González la propondrá como formadora de la personalidad de la patria a través de su Mis Montañas (1923), un intento de articulación de saberes, localismo y sentimientos; mientras que Ricardo Rojas, más tarde, la encumbraría como orientadora de una cultura cívica.

En Chile ocurrió situación similar. Más que conocer el territorio, había que conocer lo que este contenía. Desde muy temprano, los ojos oficiales se dirigieron a Europa y muy especialmente hacia Francia. Además, se sabía lo que sucedía en Argentina. En 1822, se trajo a Juan José Dauxion Lavaysse desde Tucumán. Se le nombró Director del Museo Nacional y del Jardín Botánico; sin embargo, fue a partir del contrato entre el gobierno y Claudio Gay que se inició verdaderamente un plan sistemático de fundamentación científica de la acción del Estado: Gay se comprometió a realizar un viaje por todo el territorio nacional para investigar su historia natural, su geografía, geología, estadísticas y cuanto contribuyese a dar a conocer las producciones naturales del país, su industria, comercio y administración. R.A Philippi e Ignacio Domeyko fueron igualmente figuras relevantes8. La Universidad de Chile jugó un papel fundamental y fue el centro a partir del cual el propio Domeyko pudo constituir el modelo a partir del cual la mediación entre la alta produc-

7 Graciela Silvestri, El lugar común. Una historia de las figuras de paisaje en el Río de la Plata (Buenos Aires: Edhasa, 2011): p. 98.8 Ver, por ejemplo, Mario Cárdenas G., El museo nacional bajo la dirección de Rodulfo A. Philippi, 1853-1897; Cuadernos de Historia, Vol. 23, Santiago 2003, pp. 77-90. Sin embargo, sobre esta visión político-intelectual en la construcción del Estado chileno, destacan especialmente los trabajos de Rafael Sagredo; por ejemplo, De la historia natural a la historia nacional. La Historia física y política de Claudio y la nación chilena; Introducción a la reedición de Claudio Gay, Historia física y política de Chile, Cámara Chilena de la Construcción, DIBAM, PUC, Santiago 2007; en el Vol. V, en pp. ix-lviii. Para el caso argentino ver Ricardo Cicerchia, Historia de la vida privada en Argentina. Volumen III. Córdoba: Un corazón mediterráneo

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17ción científica de los países avanzados y su aplicación en regiones periféricas podía ser realidad. Articuló la investigación científica, el mundo productivo y el sistema educacional. Amado Pissis fue contratado en 1848 para realizar el primer levantamiento cartográfico del país en tiempos que, incluso, se organizaba el Observatorio Astronómico. En ese ambiente, cuando Vicente Pérez Rosales escribe su Ensayo sobre Chile, a mediados de los años 1850, no existía ni para el país ni para América Latina una obra en que se plasmara la geografía descriptiva con claros avances de la geografía cultural y de la ecohistoria9. Después vinieron los lentos, pero seguros pasos de los ingenieros en el pensar y materializar las ideas sobre el progreso del país. En definitiva, en Chile, como a lo largo de América Latina, “la intelligentzia, vale decir, los intelectuales, políticos y crea-dores, ha sido un segmento muy activo en la elaboración simbólica y en el perfilamiento de ideas fuerza; de allí su rol como conciencia nacional precursora, anunciadora, provocadora y, en algunos casos, retardataria de cambios”10.

III. La resignificación del nacionalismo ha sido también paralela a los trayectos de otras cate-gorías sociales, sobre todo los de clase y género. Desde el trabajo de Edward Thompson sobre la clase obrera inglesa, ha habido un acercamiento a las etnografías específicas de clase y a las ma-neras en que la experiencia, siempre en sí misma marcada y comprendida discursivamente, crea identidades de “interés”, texturas de identificación y arquitecturas de comunidad. La conciencia de clase, tanto como la conciencia nacional, para utilizar una de las famosas formulaciones de Thompson, es la manera en que la experiencia se despliega en términos culturales, encarnada en tradiciones, sistemas de valor, ideas y formas institucionales.

En estos aspectos, los estudios de Miroslav Hroch han tenido una influencia decisiva en cues-tiones del desarrollo político. Su modelo de un dominio totalmente público, cristalizándose gra-dualmente a partir de un mosaico de sociedades parroquiales bajo el impacto de la transforma-ción social conducida por el capitalismo, puede ser desplegado en una variedad de contextos historiográficos, los cuales normalmente no se encuentran en la literatura sobre el nacionalismo per se, sino desde las distintas configuraciones regionales de la política a la formación de culturas políticas territorializadas en cualquier sociedad en desarrollo. En este punto, su perspectiva no sólo se une al modelo de comunicación social de Karl Deutsch y a la literatura sobre la formación de nación, sino también al concepto de Jürgen Habermas sobre la esfera pública11. Desde un con-texto latinoamericano, John Womack opina:

para la Nación (Buenos Aires, Editorial Troquel, 2006): Capítulos IV y V (vinculados a Sarmiento y su proyecto académico-científico).9 Sol Serrano, Universidad y nación. Chile en el siglo XIX; Edit. Universitaria, Santiago 1994, p. 114. Para Pérez Rosales, ver Rolando Mellafe, Introducción al Ensayo sobre Chile (reed.), Edic. de la Universidad de Chile, Santiago 1986, pp. 13-32. 10 Bernardo Subercaseaux, Escenificación del tiempo histórico (nacionalismo e integración); Cuadernos de Historia, Vol. 22, Santiago 2002, p.189.11 De muchas formas, la aproximación de Hroch, Social Preconditions of National Revival in Europe, New York: Cam-bridge Universitvy Press, 1985, es reminiscente del análisis clásico de Charles Tilly, The Vendée, Cambridge, Mass.: Har-vard University Press, 1964. Véase Jürgen Habermas, The Structural Transformation of the Public Sphere: An Inquiry into a Category of Bourgeois Society, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1993; originalmente publicado en alemán, 1962; y Craig Calhoun (ed.), Habermas and the Public Sphere Cambridge, Mass.: MIT Press, 1992. Para algunas reflexiones directamente

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18 Muy ampliamente, la experiencia ha servido como una especie de educación li-beral para los individuos en transición por fuera de la tradición, justificando la re-presión de sus ansiosos deseos por la familia, el clan, el pueblo, la provincia... El nacionalismo también ha servido como un estilo de educación profesional para los individuos que se están transformando en burguesía… Pero como los ex alumnos, han mantenido fuertes recuerdos de ello mientras se acomodan en las rutinas de la nueva clase.12

Después de haber puesto énfasis en el elemento de la subjetividad condicionada y la innova-ción cultural en los principios de la constitución de nacionalidad, claramente existe un punto en donde las naciones comienzan a existir independientemente de las prácticas políticas que las ori-ginaron. Al lograr al menos la independencia o la auto-determinación política, la nación comienza a representar una formación discursiva –ideológica, institucional, cultural–, de un poder inmenso, lo cual ya determina las posibles formas de toda la actividad pública. Bajo tales circunstancias, el nacionalismo se convierte en un nombre para la condición general del cuerpo político moderno, más que como una doctrina, como el clima del pensamiento político y social de una comuni-dad. El estado-nación simplifica de manera eficiente la unificación cultural a través de sistemas de identificación compartidos. Así, el ideal nacional presta una legitimidad enorme a los incentivos intervencionistas de un sistema de poder centralizado.

La posibilidad de un re-conocimiento de espacios culturales diversos, depende de la habilidad de contrarrestar estos procesos vía construcciones identitarias alternativas, como lo va afirmando la nueva historiografía. De hecho, el campo de negociación dentro del marco global de identida-des regionales es donde, hoy por hoy, se pueden encontrar las discusiones más interesantes.

Creemos que es esta manera de interpretar la transición a la nación y la difusión resultante de la identificación nacional como única matriz aceptada y dilemática de constitución de ciudadanía, particularmente en la sociedad de masas del siglo XX, lo que ha generado, al mismo tiempo, es la búsqueda de otras herramientas analíticas provenientes de la historia social. La idea de la nación en el sentido proyectivo del siglo XIX, imaginó un futuro deseable de convivencia armónica y de auto-determinación colectiva dentro del espacio soberano de un orden político y socialmente solidario, cada vez más acompañado por el ideal de una cultura común coherente y bien organi-zada. Esta utopía de la nacionalidad moderna requería de la fundación de la comunidad nacional en un territorio específico, de una ciudadanía regulada constitucionalmente, y de bases sólidas de legitimidad. También significó poner énfasis en las diferencias entre una comunidad nacional y otras, eliminando las diferencias internas. En su particular genealogía se siguieron las historias de la construcción de nación de los viejos estados territoriales de Europa entre los siglos XIII y XVIII,

dirigidas hacia cuestiones de nación, véase Geoff Eley, “Nations, Publics and Political Cultures: Placing Habermas in the Nineteenth Century,” en Calhoun (ed.), Habermas and the Public Sphere, p. 289-339. Para algunos ejemplos de una aproxi-mación en un “estado práctico”, véase Gale Stokes, “The Social Origins of East European Politics”. East European Politics and Societies, 1 (1987), p. 30-74. Para el caso Latinoamericano ver Ricardo Cicerchia (compilador), Identidades, género y ciudadanía. Procesos históricos y cambio social en contextos multiculturales en América Latina, Quito, Abya Yala, 2005.12 John Womack, “Mariategui, Marxism, and Nationalism”. Marxist Perspectives, 3 (1980), p. 172.

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19que abolieron las soberanías competitivas dentro de un territorio dado, establecieron burocracias y ejércitos permanentes, y reclamaron el fin de las jurisdicciones rivales de la iglesia y las elites locales.

Luego, con la Revolución Francesa, las ideas de la nación como un pueblo, sujetas a la sobe-ranía popular y al mando constitucional, con reivindicaciones de un solo idioma nacional y (even-tualmente) una población étnicamente uniforme, inscribieron este proceso de construcción de nación con su contenido ideológico distintivo. Para sobrevivir, los estados imperiales y dinásticos se transmutaron en nacionales, normalmente bajo el ímpetu de la industrialización capitalista y las aspiraciones político-culturales asociadas de la burguesía. Las categorías nacionales o naciona-lidades resultaron ser pronunciadas y elaboradas durante el siglo XIX con cada vez más profusión, un proceso que se reforzaría durante el siglo XX.

Al margen del orden material que impone la ideología del progreso, pensar la nación como un espacio de conciencia y cultura dominó el pensamiento de los estudios culturales. En el inicio, dos trabajos fundamentales, The Uses of Literacy (1957) de Richard Hoggart y Culture and Society: 1780-1950 (1958) de Richard Raymond Williams, ambos en el espíritu de devolver la cultura a su lugar en el estudio de la sociedad, pero con el reconocimiento importante de que cualquier noción armó-nica de la cultura como “un modo completo de vida”, estuvieron necesariamente comprometidos por las actualidades de la fragmentación social, las divisiones de clase, de género, las exclusiones étnicas, y las jerarquías y relaciones del poder13.

¿Cómo ha afectado el crecimiento de los estudios culturales al estudio del nacionalismo? Por supuesto, la cultura es un término notoriamente manipulable. Raymond Williams distinguió cuatro grupos de significados: (a) la cultura como “un proceso general de desarrollo intelectual, espiritual y estético” de individuos; (b) la cultura como “una manera particular de vida, sea de per-sonas, un período, un grupo o la humanidad en general,” en el sentido antropológico; (c) la cultura como “las obras y las prácticas de actividad intelectual y especialmente artística”; y, (d) la cultura como “el sistema significativo por medio del cual un orden social necesariamente (entre otros medios) es comunicado, reproducido, vivido y explorado”14. Por otro lado, la cultura en un sentido antropológico, como un territorio informal, práctico e inconsciente de cotidianidad, es tributa-ria de una tradición del pensamiento nacionalista originada en Herder, quien argumentaba que cada pueblo, sociedad, grupo étnico, comunidad lingüística podría ser distinguido por “un modo completo de vida”, por sus costumbres comunes, maneras de pensar, y maneras de ser. Así cada modo de vida estaría informado de un “espíritu común” y las actividades sociales, los patrones de pensamiento y las maneras de ser, están producidas dentro y por medio de una cierta “gramática” o “sintaxis” de la vida cotidiana, es decir, por los valores generales y categorías que guían y dan sentido a las actividades específicas15.

13 Seductor el ensayo de Raymond Williams de 1958, “Culture is Ordinary”, en Resources of Hope: Culture, Democracy, Socialism, London: Verso, 1989, p. 3-18.14 Raymond Williams, Keywords. A Vocabulary of Culture and Society, ed. rev. (New York: Oxford University Press, 1983), p. 90; y Culture (London: Fontana, 1981), p. 13. 15 Glenn Jordan y Chris Weedon, Cultural Politics: Class, Gender, Race and the Postmodern World (Oxford: Blackwell, 1995), p. 565.

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20 Estos atributos de apariencia fijos y esenciales no deben ocultar una convicción: las culturas de la etnicidad están construidas a partir de campos de diferencia que son intercambiables y di-námicos y que es en el flujo de eventos pretéritos donde aparecen la emergencia y la variación.

La identificación nacional, claramente algo transmitido del pasado y asegurado como una pertenen-cia colectiva, algo reproducido en una mirada de maneras imperceptibles, está fundada también en la cotidianidad y la experiencia mundana.

Es necesario trasladar la cotidianidad hacia la cultura, hacia las obras y prácticas de la actividad social y a sus actores como productores culturales. Así, los movimientos nacionalistas de los siglos XIX y XX, dependieron de historias políticas e ideales políticos particulares de ciudadanía y de la organización estatal mucho más que de surgimientos espontáneos de comunidades culturales pre-establecidas.

Una de las contribuciones más importantes de los estudios culturales ha estado relacionada con la formación de las políticas nacionales. Aquí, el trabajo de Habermas sobre la esfera pública ha mostrado ser un modelo de gran influencia, en donde los ideales liberales del Siglo XIX de go-bierno constitucional, libertades civiles y el estado de derecho fueron vinculados a procesos más amplios de innovación cultural. La esfera pública es en este sentido, un dominio intermediario vinculando la sociedad y el estado, donde la ciudadanía se organiza como despliegue político de la opinión pública.

Hablamos de una genealogía que va desde la arquitectura de las prácticas cívicas (casas de reuniones, salones, tertulias, teatros, foros, paraninfos, museos), hasta la nueva infraestructura de comunicación social (prensa, editoriales y otros medios literarios; el ascenso de un público lector a través de asociaciones literarias; suscripción a publicaciones y bibliotecas que prestan libros; el perfeccionamiento del sistema de transporte; centros de sociabilidad como cafés y clubes; y las redes sociales), y en general, hacia un nuevo universo de adhesiones voluntarias. Esta historia de la formación de la esfera pública reescribe los procesos de comunicación social enfocando la cen-tralidad de las políticas culturales para el proyecto de construcción de nación.

El estudio de las literaturas nacionales ha adquirido más y más prominencia en este sentido.16 Dadas las demandas hechas por la centralidad de la crítica literaria, en oposición a otras formas de conocimiento académico como la sociología y la teoría social, ha operado sobre las estructuras ideológicas dominantes. Y, en términos más generales, sobresale la importancia de los argumen-tos moralistas y estéticos en el discurso fundacional de los nacionalismos del siglo XIX, articulados alrededor del ensayo y la novela.

Tanto las formas de ficción como las polémicas han sido medios de disputa, prestándose para los propósitos de oposición y de disidencia tan frecuentes como legítimos, y en todos los even-tos donde se representan los conflictos e incertidumbres de la auto-determinación nacional y la proclamación e institucionalización de una cultura oficial de la nación. Las literaturas nacionales, tanto constructiva como sintomáticamente, proveen una base textual compleja y desafiante para la exploración de los lenguajes del nacionalismo y la identificación nacional.

16 Un estudio sobre la influencia de los viajeros europeos en el Río de la Plata en Ricardo Cicerchia, Viajeros. Ilustrados y románticos en la imaginación nacional (Buenos Aires, Troquel, 2005).

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21El cómo la nación está representada, el cómo se justifican sus aspiraciones, y el cómo se narran sus orígenes y reivindicaciones, han sido temas claves de una creciente literatura de los estudios culturales. La ya citadas Comunidades Imaginadas de Benedict Anderson indican el momento de transición en la literatura desde los análisis estructurales y materialistas del nacionalismo, hacia una aproximación que enfatiza los significados y los efectos de “un sentido de nacionalidad”, y las relaciones íntimas entre el ser y la pertenencia a la nación. Anderson desarrolló un argumen-to complejo desde los cambios macro-históricos acontecidos durante y alrededor de la época ilustrada y la Revolución Francesa, mirando América, en donde la sociedad comienza a poder re-imaginar los límites de sus horizontes de sentido, reemplazando la lealtad a las religiones univer-sales y los órdenes divinos de las dinastías por un nuevo tipo de comunidad basado en una ciuda-danía, concebida como “una fraternidad de iguales” y “un profundo compañerismo horizontal”17. Las naciones se vuelven comunidades idealizadas, capaces de recrear una historia que vincule los diversos elementos en un solo conjunto, escondiendo patrones de dominación y exclusión que inevitablemente incluyeron. Sin embargo, la lealtad nacional requiere de alguna apelación transcendental. Esta apelación al pasado, lo que Lauren Berlant denomina “esta condición pseu-do-genética”, que afecta profundamente no sólo “la experiencia subjetiva del ciudadano de sus derechos políticos, sino también de la vida civil, la vida privada, la vida del cuerpo mismo,” es crucial para la utopía de nacionalidad, las redenciones de la nación y sus promesas de conjunto, esa unidad abstracta en que desea convertirse.18

Al explorar las historias y los procesos de representación, los estudios culturales no sólo se han ocupado de releer el canon, sino también la cultura popular, particularmente en las industrias de entretenimiento masivo que sin lugar a dudas, impactan sobre los estilos de vida. Existen tal vez dos aspectos de este giro a la cultura popular que merecen nuestra atención aquí. Por un lado, ex-tiende el análisis de las políticas nacionales del modelo básicamente literario de Öffentlichkeit (la esfera pública), en el relato clásico de Habermas, a las muy distintas circunstancias del siglo XX y su estructura de los medios de masivos de la comunicación pública. El ascenso de diarios baratos de circulación extendida y las literaturas sensacionalistas; el cine, la radio y la televisión; la revolución del transporte y las comunicaciones orales vía automóvil, el tránsito masivo, el teléfono y las nue-vas tecnologías de la comunicación electrónica, se convierten todos en vehículos de la relación entre lo local y lo nacional, y afectan modelando las formas de la identificación colectiva.

Es decir, se trata de la validación de los estudios de la cultura popular como un objeto de aná-lisis -tomándolo en serio, como manifestación de necesidades y aspiraciones reales- y como algo para ser decodificado. Por un lado, permite nuevas lecturas de los textos populares, profundizan-do en esta última con disposición para explorar el funcionamiento de su atracción, pero sobretodo reclaman el placer y el deseo como categorías de comprensión política. Y también subraya las ma-neras en que las culturas nacionales están construidas de manera discursiva alrededor de sistemas de distinción negativa, donde la positividad de la nación presume la existencia de una variedad de

17 Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, rev. ed. (London: Verso, 1991), p. 7.18 Lauren Berlant, Anatomy of National Fantasy. Howthorne, Utopia and Every day life (Chicago: The University Chicago Press, 1991): p. 20

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22 otros no asimilados. Los estudios culturales han permitido así una comprensión mucho más rica de esta dialéctica de la auto-identificación nacional, o del reconocimiento y desaprobación, que marcan el cuerpo imaginario de la nación en su disfraz masificado del siglo XX.

La nación también ha sido imaginada por medio de metáforas de familia, y de esa manera ha replicado el patriarcalismo de las formas familiares convencionales. En una cadena de asociación, las mujeres podrían ser las madres de la nación, reproduciendo su futuro biológico, nutriendo la próxima generación, y enseñando la lengua materna, exaltadas y veneradas como objetos de protección. Al mismo tiempo, las ansiedades sobre la salud de la nación, o su futuro demográfico y eficiencias productivas, o la estabilidad del tejido social, normalmente se traducen en políticas dirigidas hacia las mujeres a través de la retórica de los valores de la familia y las ofensivas políticas alrededor de la salud reproductiva, la regulación de la sexualidad, o el control directo sobre los cuerpos de las mujeres.

El patriarcado ha sido una formación poderosa y discursiva recurrente en este sentido. En los contextos del siglo XX, especialmente, es impensable discutir el nacionalismo sin encontrar esta dimensión explícita y sistemática del género19. La pertenencia a la nación es, por lo tanto, una facultad muy relacionada con el género. En sus manifestación más obvias, esto se tradujo en la exclusión de la mujer de la ciudadanía, preeminentemente por la falta de derechos políticos, pero más extensivamente en un repertorio de silencios e incapacidades que las inhibieron de la pro-piedad, la educación, la profesión y la política, todas aquellas posibilidades que calificaron a los hombres para el ejercicio de sus roles en la esfera pública.20

Si los términos fundamentales de la identidad social y política modernas -de clase, ciudadanía, etnia, nación, religión, la misma categoría del ser-, han sido constituidos de supuestos dicotómi-cos sobre lo que significa ser mujer o varón, aunque las definiciones jurídicas de ciudadanía y de lo personal conceden a veces una igualdad formal, robustecen la idea de reconsiderar las dimensio-nes y significados de género del discurso nacional y las significaciones de género de las relaciones intra y supranacionales dominadas por el militarismo.

Finalmente, y sobre la construcción de hegemonías nacionales, los conflictos de la izquierda y la derecha fueron una parte clave para las bases cambiantes del discurso nacional en el siglo XX, marcados por las expansiones y transformaciones de la esfera pública desde la década de 1890, y por la exaltación de la relación del Estado con la sociedad en el proceso complejo de extensión y regulación de la ciudadanía. El ascenso de los movimientos socialistas y sindicalistas, globalmente dramatizados por la Revolución Rusa y otras insurgencias populares después de 1917, abrió la cuestión de la democracia en las comunidades nacionales, pero también envigorizó un discurso disciplinario del nacionalismo de derecha. A partir de 1945, la izquierda se reposicionó simultá-neamente dentro del marco discursivo del estado-nación alterando la retórica del internacionalis-mo y los discursos de clase en la formación de los movimientos de izquierda.

19 Ver Gisela Bock y Pat Thane (eds.), Maternity and Gender Policies: Women and the Rise of the European Welfare States, 1880-1950s (London: Routledge, 1991); y Seth Koven y Sonya Michel (eds.), Mothers of a New World: Maternalist Politics and the Origins of Welfare States (London: Routledge, 1993). 20 Ver Ricardo Cicerchia (compilador), Formas familiares, procesos históricos y cambio social en América Latina (Quito, Abya Yala, 1998).

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23Desde los años 1980, por la crisis y caída de la Unión Soviética y el socialismo de Estado, la disolución de la socialdemocracia en la pos-guerra, la restructuración capitalista vía la globaliza-ción y la transición post-fordista, la reconfiguración de las soberanías nacionales vía regionalismos transnacionales, las bases sociales cambiantes de la política, el fracaso de los partidos tradiciona-les de masas y el dominio de las culturales de entrenamiento comercial en la esfera pública, pa-recen desvanecer las rutinas confiables de identidades colectivas organizadas. En un mundo que cambia rápidamente la nación puede reconstituirse como refugio. Esta inclusión conservadora refleja el temor al otro, lo ajeno. Y este riesgo, tal vez sea un buen punto de partida para el ascenso de las reivindicaciones de sistemas culturales más próximos a las dinámicas más fragmentarias y subjetivas de la sociedad civil.

IV. Es en el marco de estos debates en donde se desarrollan muchas de las controversias bina-cionales de nuestros países. Entre ellas, una cartografía de impronta militar, ideas esencialistas so-bre las identidades -confundiendo territorialidad con sistemas y políticas culturales en el sentido de las dinámicas de la esfera pública-, metonimias entre nación y familia, hegemonía de intereses políticos y económicos de las elites sobre los imaginarios sociales, etc. Intentar dar cuenta del proceso de configuración de vecindad y frontera entre Argentina y Chile, no puede prescindir de un análisis que complejice una arena de disputas y encuentros entre actores, intereses e ideas. Un marco que a su vez enfatice la mirada sobre la construcción del Estado Nacional y que ponga entre sus presupuestos los estudios históricos, los trayectos regionales y la performance de sistemas culturales.

Especialmente desde fines del s. XIX, para las elites, la amenaza a las unidades nacionales ima-ginadas habían llegado desde el exterior. El nacionalismo cultural de la modernidad fue estimu-lado en un intento por preservar las tradiciones nacionales frente a las corrientes migratorias. Fue en Argentina donde se desarrolló el intento más firme de resistir a este peligro de aculturación acuñando el concepto de argentinidad. En 1910, el tucumano Ricardo Rojas (1882-1957), publica el ensayo La Restauración Nacionalista, donde abogaba por el regreso de una tradición indo his-pánica marginada en parte por las migraciones a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Rojas, excelente escritor, profundo liberal y gran erudito, interpretaba al nacionalismo como producto de una historia compartida por el pueblo, enraizada en la naturaleza del país y de la sociedad. Identificaba el espíritu nacional en lo autóctono y tradicional, considerando que la cultura euro-pea no debía ser rechazada sino absorbida y adaptada para satisfacer las condiciones argentinas. Y hacia 1920 el poeta Leopoldo Lugones comienza a predicar un nacionalismo cultural en que el ideal de la vida rural no debía ser quebrado por los exabruptos de la urbanidad, demandando gobiernos dictatoriales movido por el temor del desorden y la anarquía.

En paralelo, en Chile, se produce también toda una literatura crítica que, por un lado, subra-yaba la llamada cuestión social, la no equivalencia entre los progresos alcanzados como nación y las condiciones de vida de la mayoría de la población que seguía excluida de los beneficios de esos progresos. Por otra parte, seguía enfatizando las potencialidades de una nación llamada a ser modelo dentro de sus pares latinoamericanos. Entre tantos textos, discursos, reflexiones de la época, sólo un ejemplo. En 1900, Enrique Mac-Iver, abogado y político del Partido Radical, congre-

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24 sista durante 48 años, pronunciaba un discurso respecto a la crisis moral por la que se atravesaba. Decía:

Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad21

Tanto en Chile como en Argentina, existían los mismos problemas, pero, lógicamente, sus pro-pias respuestas. Y debemos volver a uno de los temas centrales de todo análisis contemporáneo sobre la historia latinoamericana: las identidades regionales conforman un sistema simbólico, que fue organizado como instrumento de conocimiento y construcción de ‘lo real local’. Estas repre-sentaciones constituyeron otro ‘punto de vista’. Procesos de producción de percepciones sobre las formas de presentación y representación de la comunidad local. Microsistemas culturales que produjeron comunidad, conocidos y reconocidos, y localidad de pertenencia. Diferente sentido del nosotros, un espíritu, un sentimiento regional como principio de cohesión en tensión y armo-nía con otros círculos concéntricos identitarios, nacionales o globales22.

En el discurso regionalista aún preexiste un mandato social: la disposición de vivir localmente. Se trata de imaginar la región como una realidad trascendente, como un espacio de definición de proyectos de vida en común, de establecer una visión particular del mundo. Un universo propio donde sus integrantes están comprometidos a producir y trascender las fronteras, viviendo un interior como una intimidad que debe ser preservada y proyectada. Este tipo de separación del exterior por la barrera simbólica del umbral de los asuntos propios, es la que dio significado a la morada, el situ re significado históricamente y asociado al sentido de casa-hogar donde se ate-sora. Tratamos de repensar la región como agente activo en los itinerarios locales y nacionales, como unidad de sentido de prácticas sociales y barrera de contención de hegemonías.

En esta otra gran problemática, aún con diversos nombres, y también con diferentes conteni-dos, también se nos presenta una situación en común. Modos de federalismo o provincialismos (regionalismos) que en ambos países deben recuperar protagonismo. La figura de la nación, que habría llegado para llenar el vacío dejado por el desarraigo de comunidades, fue oprimiendo esas

21 Enrique Mac-Iver, Discurso sobre la crisis moral de la República; transcrito por Hernán Godoy, Estructura social de Chile, Editorial Universitaria, Santiago 1971, p.283.22 Entre los grandes desafíos contemporáneos, sin lugar a dudas, la globalización. Existe en este punto una nece-sidad de políticas económicas basadas en análisis de la trayectoria latinoamericana en el largo plazo, de su inserción internacional y en la evaluación de las performances económicas por sector. En la proyección económica de mediano y largo plazo para la región, que debe incluir necesariamente consideración sobre la evolución del mercado interno, y la reducción de las enormes brechas de desigualdad social, la información histórica cuantitativa y cualitativa tiene un pa-pel fundamental para dimensionar escenarios futuros, como asimismo para la modelización de crecimiento que articule potenciando nuestros bloques regionales con la economía mundial. Ver Albert Carreras, Xavier Tafunell, César Yáñez y Andrés Hofman, “El desarrollo económico de América Latina en épocas de globalización. Una agenda de investigación”. Serie Estudios estadísticos y prospectivos, 24 (Santiago de Chile: Naciones Unidas/CEPAL, 2004).

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25otras comunidades imaginadas del pueblo-región. Hablamos de una recuperación de esa casa como otro espacio social, como prácticas sostenidas de deconstrucción de la relación centralidad/periferia, hábito por lo extraordinario cotidiano y por lo ordinario puertas afuera inscripto en el domus local.

Nuestros estados nacionales han sido el correlato territorial del industrialismo, de la defensa de burguesías internas y externas y de la construcción de identidades basadas en la búsqueda de diferenciación. En principio, pareciera imprescindible la construcción de una esfera pública sobre otras bases, más vinculadas a los sistemas culturales producidos por las dinámicas de la sociedad civil. Así, las historias nacionales fueron concebidas durante mucho tiempo como un acto político, en el sentido etimológico del término. Ello ha sido particularmente cierto hasta la llegada de los denominados revisionismos de los últimos veinte años, superadores de los relatos maniqueos de aquella tradición. Y, en este campo, la renovación de la reflexión sobre nuestros pasados ha permitido esbozos de una nueva narrativa y estética en la producción de conocimiento histórico. El camino, lejos de completarse se nos presenta como un desafío y, en este sentido, el propósito y contenidos de este proyecto, intentan estimular un itinerario inconcluso y promisorio para nues-tras sociedades.

A nuestro juicio, son cuatro los elementos a tener en cuenta para la reformulación de una agenda cívica, regional y democrática: globalización y regionalismos; la crisis de representación política; el relato local desde la sociedad civil; y las nuevas narrativas y estéticas historiográficas. La reformulación de la relación entre sociedad civil y agencias estatales, la observamos en el sen-tido de una profundización de los procesos de transición hacia una ciudadanía tributaria de las ideas de igualdad y libertad. En este debate, las reflexiones deben orientarse en el marco de una creciente globalización que potencia una identidad común regional Pacífico-Atlántico. Se impone entonces, atender con nuevos conceptos y prácticas una profunda crisis de representación polí-tica. Las transiciones democráticas han encapsulado una clase dirigente en una serie de lógicas lejanas de las demandas de las mayorías populares y de la conflictividad social. Un enfoque crítico de estas cuestiones debería imponer cierta preeminencia de los relatos locales y regionales en el marco de procesos de identidades más fragmentarias y etnográficas.

Esta obra, de carácter colectivo, no pretende dar respuesta a todas y cada una de estas re-flexiones, pero sus capítulos sí quedan bajo estos desarrollos, amplios y generales, pero orienta-dores de una forma, entre muchas otras, de reorientar nuestras miradas hacia la historia y trans-formar lo mejor de ella en bases fundamentales para avanzar hacia el futuro sobre bases sociales más reales, concretas y solidarias. Las miradas y análisis que se presentan conforman relaciones entre problemas y tiempo que caracterizan parte de los diversos procesos seguidos a uno y otro lado de la cordillera, pero, las más de las veces sin mayores diferencias en lo esencial. Las organi-zaciones republicanas; los avatares de la modernización y el progreso a mediados del siglo XIX; los desarrollos de la economía entre 1880 y 1930; las particularidades de la urbanización, las mi-graciones y los movimientos sociales de las décadas centrales del s. XX; la formas de asociatividad y representaciones de la sociedad entre mediados y la segunda mitad de dicho siglo; las miradas y prospectivas en las relaciones internacionales, forman parte de las páginas de este libro y a ellas se unen análisis de más larga duración respecto a esa singular relación entre la provincia de Cuyo

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26 y la región más propiamente central chilena, los aportes del exilio argentino en Chile durante el siglo XIX y las políticas fronterizas de cercanías y lejanías entre ambos Estados.

Nuestro propósito es obviamente político, político en su esencia. Declaramos nuestras identi-dades nacionales, pero al mismo tiempo fundamentamos, en la historia y por la historia, la nece-sidad de unidades reales y efectivas de los Estados, de las sociedades, de las culturas de fronteras, en pos de entrar al siglo XXI siendo eje principal del Atlántico y del Pacífico, con la confianza de mi-rar hacia el horizonte del futuro sin los miedos que generan los obstáculos históricos del pasado.

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