Nueva Eloisa

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    A menudo se reniega de los maestros supremos; se rebela uno contra ellos; se enumeran sus defectos; se los acusa de ser aburridos, de una obra demasiado extensa, de extravagancia, de mal gusto, al tiempo que se los saquea, engalanndose con plu-mas ajenas; pero en vano nos debatimos bajo su yugo. Todo se tie de sus colores; por doquier encontramos sus huellas; inventan palabras y nombres que van a enriquecer el vocabulario general de los pueblos; sus expresiones se convierten en proverbiales, sus personajes ficticios se truecan en personajes reales, que tienen herederos y linaje. Abren horizontes de donde brotan haces de luz; siembran ideas, grmenes de otras mil; proporcionan motivos de inspiracin, temas, estilos a todas las artes: sus obras son las minas o las entraas del espritu humano (Franois de Chateaubriand: Memorias de ultratumba, libro XII, captulo I, 1822).

    Julia, o la nueva elosa

    jean-jacques rousseau(ginebr a, 1712 - er menonville , 1778)

    L os maestros supremos son los escasos escritores genios nutricios, dicen algunos que satisfacen cabalmente las nece-sidades del pensamiento de un pueblo, aquellos que han alumbrado y ama-mantado a todos los que les han sucedido. Homero es uno de ellos, el genio fecundador de la Antigedad, del cual descienden Esqui-lo, Sfocles, Eurpides, Aristfanes, Horacio y Virgilio. Dante engendr la escritura de la Italia moderna, desde Petrarca hasta Tasso. Rabelais cre la dinasta gloriosa de las le-tras francesas, aquella de donde descienden Montaigne, La Fontaine y Molire. Las letras inglesas derivan por entero de Shakespeare, y de l bebieron Byron y Walter Scott. Y las letras castellanas siempre saben remitirse a Miguel de Cervantes. La originalidad de es-tos maestros supremos hace que en todos los tiempos se los reconozca como ejemplos de las bellas letras y como fuente de inspiracin de cada nueva generacin de escritores. Esta seccin de la Revista de Santander solamente

    estar abierta para ellos, para permitirles que continen inspirando la voluntad de perfec-cionamiento constante de los nuevos escrito-res colombianos.

    Esta quinta entrega acoge, con ocasin del Bicentenario de la Independen-cia, un fragmento de Julia (La nueva Elosa). Se trata de una precoz novela romntica que Rousseau escribi en el Ermitage del castillo de la Chevrette, al norte de Pars, como in-vitado de madame dpinay, publicada por primera vez en el ao 1761. Como en el caso de su antecesora medieval, Elosa y Abelardo, la intriga gira alrededor del amor imposible de Julia dtange y su preceptor pobre. El ideal de Julia, la mujer naturalista y amante de su jardn, fue empleado por Bolvar como tctica de seduccin con Bernardina Ibez y con Manuelita Senz. En una carta perso-nal escribi el Libertador: A Bernardina le mandar un poco de tierra de la sepultura de Elosa, a mi seora Nicolasa algunos limones del lago de Como en Miln. Y en una carta fechada en Bucaramanga el 3 de abril de 1828

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    Carta XXII, de Julia

    Por fin di el primer paso y ya hemos hablado de usted. A pesar del poco aprecio que usted muestra por mis cono-cimientos, mi padre se qued gratamente impresionado; y no menos admir mis pro-gresos en msica y en dibujo1, y con gran sorpresa tambin por parte de mi madre, ya que tena cierta prevencin, a causa de las calumnias que usted le escribi; as es que, a excepcin de la herldica, que le pare ci un poco abandonada, se mostr muy contento

    le dijo a Manuelita: A todas [sus cartas] voy a contestar con unas palabras ms elocuentes que tu Elosa, tu modelo. En sus Memorias de Simn Bolvar (1829), Henri L. V. Du-coudray-Holstein relat que estando en Los Cayos de Hait con Bolvar haba entrado sin anunciarse en su habitacin, encontrndole en su hamaca leyendo. Curioso, tom el libro para saber que estaba leyendo y vio que era La nueva Elosa de J. J. Rousseau. Aqu se ha escogido la bella traduccin del original fran-cs realizada por Pilar Ruiz Ortega.

    1) As es, me parece, un sabio de veinte aos que sabe infinidad de cosas. Es cierto que Julia le feli-cita a los treinta por no seguir sindolo. [Nota de Rousseau]

    de todos mis sabe res. Pero como los saberes no se adquieren sin maestro, tuve que men-cionar al mo; y lo hice con una pomposa enumeracin de todas las ciencias que me ha enseado, excepto una. Se acord de haberle vis to a usted en sus anteriores viajes, y no me pareci que conservara una impresin desfa-vorable.

    Enseguida, se inform sobre su fortuna, le dijimos que era medio cre; sobre su nacimiento, le dijimos que era honrado. Esa palabra, hon rado, es bastante equvoca para el odo de un gentilhombre, por lo que levant sospechas, que una vez esclarecidas, le vinieron a dar la razn. Desde que supo que usted no era noble, pregunt cunto se

    Jean-Jacqes Rousseau, en un

    grabado de la poca, seala el

    manuscrito de su obra El adivino

    del pueblo. Abajo en el piso una

    hoja del Contrato social.

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    le pagaba al mes. Mi madre, tomando la pa-labra, dijo que un tal arreglo ni siquie ra se le poda proponer; y que incluso usted haba rechazado constan temente los ms mnimos presentes en cosas que normalmente no se re chazan; pero este orgullo no ha hecho sino excitar el de mi padre, quien no puede sopor-tar la idea de ser deudor de un plebeyo. As es que de cidieron ofrecerle un pago, y que si usted lo rechaza, a pesar de toda su vala, que nadie discute, se le agradeceran los servicios prestados.

    Esto es, amigo mo, el resumen de la conversacin que tuvimos so bre mi muy honorable maestro, durante la cual su humilde discpula no estaba muy tranquila. He credo mejor apresurarme a contrselo para que as tenga tiempo de pensarlo. Tan pronto como haya tomado una resolucin, no deje de comunicrmela; todo este asunto es de su com petencia, y mis derechos no llegan hasta ah.

    Me entero, con tristeza, de sus caminatas por las montaas; no por que no encuentre all, en mi opinin, una agradable diversin, y que la relacin de lo que usted ha visto no me parezca muy agradable: pero temo que estas caminatas le fatiguen ms de lo que est en condiciones de soportar. Por otra parte, el otoo est muy avanzado; de un da al otro todo se cubrir de nieve, y pre-veo que incluso sufrir ms a causa del fro que de la fatiga. Si cayera enfermo en aque-lla regin, no me con solara nunca. Vuelva pues, mi buen amigo, un poco ms cerca de no sotros. Todava no es hora de que vuelva a Vevai; pero quiero que viva en una zona menos abrupta, y que estemos ms al alcance para enviar nos noticias con mayor facilidad. Le dejo la eleccin del lugar exacto. Trate solamente de que aqu no se sepa donde est, y sea discreto sin por ello ser misterioso. No le digo nada sobre este particular, me fo en el inters que tiene en ser prudente, y sobre todo en el que tengo yo.

    Adis, amigo mo, no puedo entre-tenerme ms tiempo con usted. Ya sabe qu

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    precauciones tengo que tomar para escribirle. Y eso no es todo: mi padre ha trado a un respetable forastero, un antiguo amigo que en otro tiempo le salv la vida en la guerra. As que tenemos que esforzarnos en recibirle bien. Se va maana, y nos estamos esmeran-do, en el da que nos queda, en procurarle todos los entretenimientos que muestren nuestro celo a un tal benefactor. Me llaman; tengo que aca bar. Adis de nuevo.

    Carta XXIII, a Julia

    Apenas he tardado ocho das en recorrer una regin que exigira aos de ob-servacin; pero adems de que la nieve est prxima, quise volver antes que el correo que me traer, segn confo, una de sus car tas. Esperando a que llegue, empiezo a escribirle sta, despus de la cual escribir, si es preci-so, una segunda para responder a la suya.

    No le contar aqu con detalle el viaje y mis observaciones; he he cho una relacin que pienso llevarle. Hay que reservar nuestra corres pondencia para las cosas que nos tocan ms de cerca. Me contentar con hablarle del estado de mi corazn, es justo que le rinda cuenta de cmo uso su preciado don.

    Part entristecido por mis penas y contento por su alegra; lo que me mantena en un cierto estado de languidez, que no deja de tener su en canto para un corazn sensible. Suba lenta y penosamente a pie por sen deros bastante rudos, conducido por un hombre que haba tomado como gua y en quien vi, durante todo el camino, ms a un amigo que a un mercenario. Quera dedicarme a mis ensoaciones, pero siempre me dis traa algn espectculo inesperado. Aqu y all inmensas rocas colgando sobre m como si fueran ruinas. O bien, de pronto, altas y ruidosas cas cadas que me inundaban con su espesa niebla. Por all un torrente perpe tuo, cuya profundidad mis ojos no osaban son-dear. A veces me perda en la oscuridad de un espeso bosque. Otras, al salir de una sima,

    una agra dable pradera alegraba de repente mi vista. La asombrosa mezcla de na turaleza salvaje y naturaleza cultivada mostraba por todas partes la mano del hombre all donde uno hubiera credo que nunca penetr: al lado de una caverna, haba casas; pmpanos secos donde no se hubiera esperado ms que abrojos, viedos en tierras semidesprendidas, excelentes frutos entre peascos, y campos cultivados entre los precipicios.

    Y no es slo el trabajo del hombre la razn de los asombrosos con trastes de estas extraas tierras: la naturaleza pare-ce regocijarse cuando consigue oponerse a s misma, tan diferente es en los mismos lugares segn dnde y cundo se la mire! Al amanecer, las flores de la primave ra; a medioda, los frutos del otoo; al norte, los hielos del invierno: rene todas las estaciones en el mismo instante, todos los climas en el mismo lugar, terrenos contrarios en el mismo suelo, formando una con sonancia descono-cida en cualquier otro sitio, entre los cultivos de las llanuras y los de los Alpes. Aada a todo esto la ilusin ptica; los pi cos de los montes diferentemente iluminados, el claros-curo del sol y de las sombras, y todos los con-trastes de luz que se producen de la maa na a la noche: tendr, as, las continuas escenas que no dejaron de atraer mi atencin, y que se me ofrecan como si se tratara de un ver-dadero teatro; ya que la perspectiva vertical de los montes se nos presenta de golpe ante la vista y con ms fuerza que el paisaje de la llanura que se ve en perspectiva oblicua, en lontananza, segn vemos que va apare ciendo sucesivamente cada elemento del paisaje.

    Durante la primera jornada atribu la calma que senta renacer en m al encanto de este variado paisaje. Admiraba el dominio que tienen so bre nuestras ms fuertes pasio-nes los entes ms insensibles de la natura leza y despreciaba la idea de no poder actuar yo ms sobre mi voluntad de lo que actuaba en m la sucesin de objetos inanimados. Pero como ese estado de paz se mantuviera toda la noche, e incluso aumentase la calma al da

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    siguiente, no tard en juzgar que haba algu-na otra causa que me era desconocida. Aquel da llegu a unas montaas menos ele vadas recorriendo despus sus desiguales superfi-cies, y ms tarde, otras ms altas que estaban a mi alcance. Despus de haberme paseado entre las nubes, llegu a un lugar ms sereno desde donde las vea por debajo de m y vi cmo se formaban el trueno y la tormenta; imagen demasia do vana para el alma de un sabio, cuyo ejemplo de lo que a m me ocu-rra no existi nunca, o no existe ms que en los mismos lugares en los que se ha inventado el emblema: la idea del sabio en las nubes.

    Fue all donde desentra la verda-dera causa de mi cambio de hu mor y la vuel-ta a esa paz interior que haba perdido desde haca largo tiempo: era la pureza del aire de las montaas. En efecto, es una impre sin general que experimentan todos los hombres, aunque no todos se den cuenta, que sobre las altas montaas, donde el aire es ms puro y sutil, se nota una mayor facilidad para la respiracin, el cuerpo ms ligero y el espritu ms sereno; los deseos son menos ardientes y las pa siones ms moderadas. La meditacin toma, all, un no s qu carcter grande y sublime, en proporcin a los objetos que nos rodean, no s qu voluptuosidad tranquila que no tiene fiada de acre ni de sensual. Pa-rece como si al elevarnos por encima de la estada del hombre, deja mos all abajo todos los sentimientos rastreros y terrenales, y que a me dida que nos acercamos a las zonas ms etreas, el alma contrae algo de su inaltera-ble pureza. Se est all, grave sin melancola, apacible sin in dolencia, contento de ser y de pensar: todos los deseos demasiado vivos se mitigan, pierden la agudeza que los hace do-lorosos; no dejan en el fondo del corazn ms que una emocin ligera y dulce; y es as como un feliz clima sirve para que los hombres se sientan felices, aun con las mismas pasiones que en otro lugar son su tormento. Dudo de que nin guna agitacin violenta, ningu-na enfermedad del alma pueda sobrevi vir viviendo aqu un tiempo ms prolongado, y

    me sorprende que los baos de aire saludable y bienhechor de la montaa no sean uno de los grandes remedios de la medicina y de la moral.

    Qui non palazzi, non teatro o loggia;Man lor vece unabete, un faggio,

    un pino,Tr lerba verde el bel monte vicinoLevan di terra al ciel nostrintelletto2.

    Suponga las sucesivas impresiones recibidas de lo que acabo de des cribirle, y se har una idea de la deliciosa situacin en la que poda en contrarme. Imagine la variedad, la grandeza, la belleza de los mil asom brosos espectculos; el placer de ver a mi alrededor objetos nuevos, pjaros extraos, plantas ra-ras y desconocidas; el placer de observar, de alguna manera, otra naturaleza y de encon-trarse en un nuevo mundo. Todo esto pro-porciona a la vista una mezcla indescriptible, cuyo encan to aumenta an ms por la sutile-za del aire, que hace los colores ms vi vos, los rasgos ms marcados, rene todos los puntos de vista; las dis tancias parecen menores que en la llanura, en donde el aire, ms espeso, envuelve a la tierra en un velo y el horizonte en lontananza ofrece a la vista ms objetos de los que puede retener; en la llanura el paisaje se difumina. En fin, aqu el espectculo tiene un no s qu de mgico, de sobrenatural que cautiva el alma y los sentidos; uno se olvida de todo, se olvida de s mismo, no sabe ya dnde est.

    Hubiera pasado todo el viaje con el nico placer del paisaje, si no hu biese ex-perimentado uno mayor an, en el trato con los habitantes. En contrar en mi descripcin una ligera pincelada de sus costumbres, de

    2 En lugar de palacios, pabellones, teatros; son las encinas, los abetos, las hayas los que se elevan desde la verde hierba a la cumbre de los montes, y parecen elevar tambin hacia el cielo, al tiempo que elevan sus cabezas, los ojos y alma de los mortales.

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    su sencillez, de su equidad de espritu y de la apacible tranquilidad que les hace felices, ms por la ausencia de penas que por el sabor de los pla ceres. Pero no le puedo describir, y usted apenas lo podra imaginar, la humani-dad desinteresada que de ellos se desprende, su celo hospitalario con los extranjeros que por azar o por curiosidad llegan all para cono cerlos. Tengo en mi caso una prueba sorprendente, yo que soy un per fecto des-conocido y que caminaba conducido por un gua. Cuando lle gu por la noche a la aldea, todo el mundo quera ofrecerme su casa, de tal manera que no saba a quien atender; y el que consigui mi preferen cia pareca tan contento que, la primera vez, tom su solicitud por ava ricia. Pero al da siguiente, despus de haber disfrutado en casa de mi an fitrin, casi como en un hotel, rehus mi dinero ofendindose incluso por mi oferta. Y en todas partes me pas lo mismo. As es que era amor a la hospitalidad, en otros lugares bastante tibia, y no el afn de lucro, lo que les mova a recibirme: su desinters es tan completo que, durante el viaje, no he podido gastarme ni un solo patacn.

    En efecto, en qu gastar el dine-ro en un pas en el que los amos no reciben el precio de sus gastos, ni los criados el de su trabajo, y no se ve ni a un solo mendigo? Sin embargo, el dinero es escaso en el Alto-Valais; mas por ello los habitantes viven a gusto; adems, los alimentos son abundan-tes, sin ninguna exportacin al exterior, sin consumo de lujo en el interior, y sin que el cultivador de la montaa sea menos laborio-so, ya que considera el trabajo, incluso, como un placer. Si alguna vez tienen dinero, sern infinitamente ms pobres; y esto lo saben muy bien, pues to que en el pas hay minas de oro cuya explotacin no est permitida.

    Al principio, me sorprendi mu-cho esta oposicin de costumbres con las del Bajo-Valais, o con las de la tierra del cami-no de Italia, don de los pasajeros pagan un fuerte peaje, y me costaba trabajo conciliar en un mismo pueblo maneras de vivir tan

    diferentes. Un valaisano me ex plic la razn: En el valle, me dijo, los extranjeros que pasan son mer caderes u otras gentes que se ocupan de sus negocios y de sus ganancias; es justo que nos dejen, a su paso, parte de ellas, y los tratamos como ellos tratan a los dems. Pero aqu, en donde ningn negocio atrae a los extraos, estamos seguros de que su viaje es desinteresado; el recibi miento que se les hace tambin lo es. Son nuestros huspedes los que vienen a visitarnos porque nos aprecian, y nosotros les recibimos con amistad. Por otra parte, aadi sonriendo, esta hospitalidad no nos es gravosa, y pocos aqu se preocupan del provecho que pudiera propor cionarles. Ah!, le creo respond, qu otra cosa podra hacer un pueblo que vive para vivir y no para ganar dinero o para destacar en so ciedad? Hombres felices y muy dignos de serlo, me gusta creer que hay que parecerse a vosotros para disfrutar con vues-tra compaa.

    Lo que me pareca ms agradable en su hospitalidad era no encon trar el menor vestigio de incomodidad, ni por su parte, ni por la ma. Continuaban viviendo en su casa como si yo no estuviera, as es que yo tena que actuar, tambin, como si estuviera solo. No conocen la inc moda vanidad de hacer los honores al forastero como para advertirle constantemente de la presencia del dueo del que dependen, al menos en ese momento. Si yo no deca nada, suponan que quera vivir como ellos, pero no tena ms que decir una palabra, para vivir a mi aire, sin experimen-tar por eso nunca, de su parte, ni extraeza ni repugnancia. El nico cumplido que me hicieron, cuando les dije que era suizo, fue decir que ramos hermanos, y que me sintie-se entre ellos como en mi propia casa. Des-pus se desinteresaban totalmente de lo que haca, y ni imaginaban siquiera que pudiera caber la menor duda de la sinceridad de su ofrecimiento, pero tampoco el menor escr-pulo en usar de las co sas antes que yo. Entre ellos actan con la misma sencillez; los ni-os que tienen uso de razn son tratados en

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    igualdad con sus padres; los criados se sien-tan a la mesa con sus amos; la misma libertad que reina en las casas, reina en la repblica, y la familia es la imagen del Estado.

    La nica cosa sobre la que no gozaba de tanta libertad era en la ex cesiva duracin de las comidas. Era muy dueo de no sentarme a la mesa; pero, una vez sen-tado, haba que permanecer all gran parte del da y beber como ellos. Cmo imaginar que a un hombre, y sobre todo si es suizo, no le guste beber? En efecto, confieso que el buen vino me parece algo excelente, y que no me disgusta chispearme un poco, con tal de que no me obliguen. Siempre he notado que la gente falsa es so bria, y que el excesivo comedimiento en la mesa anuncia, muchas ve ces, costumbres fingidas y almas con do-blez de espritu. Un hombre franco no siente miedo al parloteo afectuoso y a las tiernas confidencias que preceden a la embriaguez; pero hay que saber controlarse y preve nir el exceso. Y eso era lo que me resultaba apenas posible con bebedo res tan decididos como los valaisanos, con vinos tan fuertes como los de esta tierra y en mesas en donde nunca se vea el agua. Cmo deci dirse a hacerse tan tontamente el sabio y a molestar a esta buena gente? As pues, me emborrachaba como agradecimiento, y no pudiendo pa gar mi parte con mi bolsa, pagaba con mi razn, perdindola con ellos.

    Otra costumbre que no me mo-lestaba menos era ver, incluso en ca sas de magistrados, a la mujer y a las hijas detrs de mi silla sirviendo a la mesa como criadas. La galantera francesa se habra atormentado re parando esta incongruencia, tanto ms cuanto que por el magnfico as pecto de las valaisanas, incluso el de las criadas, resulta embarazoso ver las servir. Puede creerme, son bonitas, y hasta a m me lo parecen a pesar de que tengo mis ojos acostumbrados a verla a usted, y que por ello encuentro dificultad en hallar una mayor belleza. Pero yo, que respe to con mayor gusto las costumbres de los pueblos con los que vivo que las reglas de

    la galantera, aceptaba este servicio en silen-cio, con tanta gravedad como Don Quijote en casa de la duquesa. Comparaba a ve ces, son-riendo, las largas barbas y el aspecto rudo de los comensales con la tez resplandeciente de estas jvenes y tmidas bellezas, que se sonro-jaban a la menor insinuacin, lo que les haca an ms agradables. Me sorprenda un poco la enorme amplitud de sus senos, los cuales, slo en su deslumbrante blancura aventa-jaban al modelo con el que yo me atre vo a compararlos; modelo nico, aunque velado, cuyos contornos, fur tivamente observados, me describen aquellos de esa famosa copa cuyo molde se hizo sobre los pechos ms be-llos del mundo.

    No se sorprenda en encontrarme tan entendido en los misterios que usted oculta tan bien: conozco esos misterios, a pe-sar de usted; un sen tido, a veces, puede suplir a otro; a pesar de su ms celosa vigilancia, se escapan, incluso en el corpio mejor ajusta-do, algunos ligeros intersti cios por los cuales la vista suple al efecto del tacto. El ojo vido y teme rario se insina impunemente bajo las flores de un ramo, merodea en tre la felpilla y la gasa, y deja sentir como si fuese el tacto la elstica resistencia que la tmida mano no osara comprobar.

    Parte appar delle mamme acerba e crude:

    Parte altrui ne ricopre invida vesta. Invida ma sagli occhi il varco chiude,Lamoroso pensier gia non arresta.3

    Not tambin un gran defecto en el vestido de las valaisanas, y es que la parte de arriba del mismo, por detrs, es tan eleva-da que parece que ten gan joroba; eso les da un aspecto muy singular, con sus pequeas

    3 Su acerbo y duro seno se deja entrever: un vestido celoso guarda en vano la mayor parte; el amoroso deseo, ms horadante an que el ojo, penetra a travs de todos los obstculos.

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    cofias negras y el resto de sus adornos, llenos a su vez de sencillez y de elegan cia. Le llevo un traje completo de valaisana y espero que le siente bien; ha sido confeccionado sobre la talla ms bonita de la regin.

    Mientras recorra con arrobamien-to estos lugares tan poco conoci dos y tan dig-nos de ser admirados, qu haca usted entre tanto, mi ado rada Julia? Acaso su amigo la olvidaba? Mi Julia, olvidada! No me ol-vidara yo antes de m mismo? Podra estar ni un instante solo, yo, que vivo por usted? Nunca pude comprobar, mejor que ahora, con qu ins tinto sito en diferentes lugares nuestra existencia, segn mi estado de ni-mo. Cuando estoy triste me refugio en usted, busco el consuelo en los lugares en donde usted est: eso sent al dejarla. Cuando estoy con tento, no puedo disfrutar solo, y para compartir mi alegra la llamo para que venga aqu, adonde yo estoy. Eso me ha ocurrido en todas estas ca minatas, en las que, a pesar de la variedad de objetos que me incitaban a reflexionar constantemente, usted siempre estaba conmigo. No daba un paso que no diramos juntos, no admiraba un paisaje sin apresurar me a mostrrselo. Todos los rboles que encontraba le prestaban su som bra, todos los prados, su reposo. Sentado a su lado, le ayudaba a recorrer su mirada por el paisaje, o arrodillado ante usted contemplaba en sus ojos, la ms digna mirada de un hombre sensible. Encontraba un paso difcil? La vea franquearlo con la ligereza de un cervatillo que salta ha cia su madre. Haba que atrave-sar un torrente? Me atreva a estrechar entre mis brazos tan dulce carga, y cruzaba el to-rrente despacio, con de leite, lamentando ya la llegada a la orilla. Todo me haca recordarla en esta apacible estancia; el atractivo encan-to de la naturaleza, la inalterable pureza del aire, las costumbres sencillas de los habi-tantes y su equilibrada y segura sabidura; el amable pudor del sexo y sus inocentes gra-cias, todo lo que estimulaba agradablemente mis ojos y mi corazn, me re cordaba a la que mis ojos y mi corazn no dejan de buscar.

    Oh, Julia adorada!, me deca con ternura, por qu no podramos pasar juntos unos das, en estos ignotos lugares, felices con nuestra di cha y lejos de la mirada de los hombres! No podra trasladar toda mi alma a la tuya, y ser tambin, para ti, todo el universo! Belleza adora da!, gozaras en-tonces del homenaje que mereces. Delicias del amor!, entonces nuestros corazones las degustaran sin cesar. Una larga y dul ce em-briaguez nos dejara ignorar el paso del tiem-po, y cuando al fin la edad hubiese calmado nuestros primeros ardores, la costumbre de pen sar y de sentir juntos dejara paso a una no ms tierna amistad. Todos los buenos sentimientos, alimentados en la juventud con el amor, lle naran un da el inmenso vaco; en el seno de este pueblo feliz, y si guiendo su ejemplo, cumpliramos con todos los deberes que nos exige la humanidad: nos uniramos siempre para hacer el bien, y no morira mos sin haber vivido.

    El correo llega; tengo que terminar la carta y correr a recibir la suya. Cmo me late el corazn hasta que llegue ese momento! Ay!, era feliz en mis quimeras: mi felicidad huye con ellas; qu ser de m, en realidad?

    Carta XXIV, a Julia

    Respondo de inmediato al aparta-do de su carta concerniente al pago, y no ten-go, gracias a Dios, nada que reflexionar sobre ello. ste es, mi querida Julia, mi sentimiento al respecto.

    Distingo en lo que se llama honor el que se tiene a travs de la opinin pblica del que se deriva de la estimacin propia. El primero consiste en vanos prejuicios ms volubles que una ola agitada; el segundo tiene su base en las verdades eternas de la moral. El honor del mundo puede ser ventajoso para la fortuna; pero no penetra en absoluto en el alma, y no influye nada en la verdadera feli-cidad. El honor verdadero, por el contrario, es la esencia misma de ella, porque en l se encuentra el sentimiento permanente de sa-

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    tisfaccin interior que es el nico que puede hacer feliz a un ser pensante. Apliquemos, Julia, estos principios a su cuestin: ensegui-da la veremos resuelta.

    Que me erija en maestro de filoso-fa y tome dinero, como el loco de la fbula por ensear la sabidura, este empleo pare-cer rastrero a los ojos del mundo y confieso que hay algo de ridculo en ello: sin embar go, como ningn hombre puede subsistir por s mismo, y que lo que ms cerca tiene es su trabajo, pondremos ese desprecio de los hombres en el rango de los prejuicios ms peligrosos; no cometeremos la tonte ra de sacrificar la felicidad en aras de esta opinin sin sentido; usted no me estimara menos por ello y yo no sera ms digno de compasin si vivo del talento que yo he cultivado.

    Pero aqu, mi querida Julia, te-nemos otras consideraciones que ha cer. Dejemos a la gente, y mirmonos a nosotros mismos. Qu ser yo realmente para su padre recibiendo de l un salario por las lec-ciones im partidas a usted, y vendindole una parte de mi tiempo, es decir, de mi persona? Un mercenario, un hombre a sueldo, una es-pecie de criado; y l me tendr como garante de su confianza, y como seguridad de lo que le pertenece, mi fe tcita, como la del ltimo de su servidumbre.

    Ahora bien, qu bien ms pre-ciado puede tener un padre que el de su hija nica, aunque fuera otra diferente que Ju-lia? Qu har el que le vende sus servicios? Har callar sus sentimientos por ella? Ah! Crees que se puede! O bien, entregndose sin escrpulo a las inclinaciones de su cora-zn, ofender en lo ms sensible a quien debe fidelidad. Enton ces, no veo en este maestro ms que a un prfido que pisotea los dere-chos ms sagrados4, un traidor, un seductor domstico a quien las le yes condenan, muy justamente, a la muerte.

    Espero que sepa entenderme: no es la muerte lo que temo, sino la vergenza de merecerla y el desprecio de m mismo.

    Cuando las cartas de Abelardo y Elosa cayeron en sus manos, usted sabe lo que dije de esa lectura y de la conducta del telogo. Siempre compadec a Elosa: tena un corazn hecho para amar; pero Abelardo me pareci siempre un miserable digno de su suerte y desconocedor tanto de la virtud como del amor. Despus de haberle juzgado as, ten dr que imitarle? Desgraciado aquel que predica una moral que no quiere prac-ticar! El que se ciega por la pasin hasta ese punto pronto es castigado por ella, y pierde el gusto por los sentimientos a los que ha sa-crificado su honor. El amor se ve privado del mejor de sus encantos cuando la honestidad le abandona; para sentir todo lo que el amor vale, el corazn debe complacerse en l, y elevarnos, elevando al objeto ama do. Quite la idea de perfeccin, tambin desaparecer el entusiasmo; quite la estima, el amor no ser nada. Cmo una mujer podra amar a un hombre que se deshonra? Cmo podra adorar l mismo a aquella que no teme entre-garse a un vil seductor? As pronto los dos se despre ciarn mutuamente. El amor, ese sen-timiento celestial, ya no ser para ellos sino un vergonzoso comercio. Habrn perdido el honor, y no po drn hallar la felicidad.

    No es as, mi querida Julia, en-tre dos amantes de la misma edad, los dos abrasados por el mismo fuego, a quienes un mutuo afecto une, en tre quienes ningn lazo

    4 Desgraciado joven, que, dejndose pagar con agradecimiento lo que rehsa recibir en dinero, viola derechos ms sagrados an! En lugar de ins-truir, corrompe; en lugar de ali mentar, envenena; se deja dar las gracias de parte de una madre que no sabe que ha per dido a su hija. Sin embargo, se nota que ama la virtud, pero es su pasin la que le pier de; y si no le disculpara su extremada juventud, con sus hermosos discursos, no sera ms que un criminal. Los dos amantes son dignos de compasin; slo la madre es inexcusa ble. [Nota de Rousseau]

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    particular se interpone, que gozan los dos de su primera libertad y cuyo compromiso reciproco no est proscrito por ninguna ley. Las leyes ms severas no pueden imponer otra pena que el mismo coste de su amor; el nico castigo por amarse es seguir amndo se para siempre; y si hay algn desgraciado lu-

    gar en el mundo en el que el hombre brbaro rompa esas inocentes cadenas, ser castigado, sin duda, por los crmenes que esta coaccin engendra.

    stas son mis razones, mi pruden-te y virtuosa Julia; no son ms que un fro comentario de las que me expuso con tanta

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    energa y viveza en una de sus cartas; pero son suficientes para mostrarle cmo me han afectado. Recordar que no insist en el re-chazo, y que, a pesar de la re pugnancia que el prejuicio me dejaba, acept su donacin en silencio, no encontrando, en efecto, en el verdadero honor una slida razn para rehu-sarlo. Pero ahora el deber, la razn, incluso el amor, todo me habla en un tono que no puedo dejar de or. Si hay que escoger entre el ho nor y usted, mi corazn est dispuesto a perderla: la amo demasiado, oh, Julia! para conservarla a ese precio.

    Carta XXV, de Julia

    La relacin de su viaje es encanta-dora, mi buen amigo; amara a quien la ha escrito, aunque no le conociera. Tengo que reprenderle, sin embar go, por el pasaje que usted muy bien sabe, aunque no he podido dejar de rer por la astucia utilizada, resguar-dndose en Tasso como detrs de una mu-ralla. Pero bueno, cmo no ve la diferencia entre escribir para un p blico y escribir a su amante? El amor, tan tmido, tan escru-puloso como es, exige ms consideraciones que la decencia? Puede usted ignorar que ese estilo no es de mi gusto o es que busca desagradarme? En fin, ya es su ficiente sobre este tema que ni siquiera era necesario men-cionar. Por otra parte, estoy muy ocupada contestando a su segunda carta como para res ponder con detalle a la primera: as pues, amigo mo, dejemos el Valais para otra oca-sin y limitmonos ahora a nuestros asuntos, que con ellos ya te nemos bastante. Saba el partido que usted tomara. Nos conocemos de masiado bien para no saberlo. Si alguna vez la virtud nos abandona, no ser, crame, en las ocasiones en las que se nos exija valor y sacrificio.

    Cuando los ataques son muy fuer-tes, la primera reaccin es resistir; vencere-mos, espero, en tanto en cuanto el enemigo nos avise para tomar las armas. Es en medio de un sueo, en el dulce seno del descanso

    cuan do hay que desconfiar de las sorpresas; pero es sobre todo la continuidad de los ma-les lo que hace su peso insoportable: el alma resiste con ms fa cilidad al fuerte dolor que a la tristeza prolongada. sa es, amigo mo, la clase de combate que tendremos que mante-ner a partir de ahora: no son acciones heroi-cas lo que el deber exige, sino una resistencia ms heroica an de penas sin tregua. Ya se lo haba advertido: el tiempo de felicidad pas como un rayo; el de las desgracias comienza, sin que nada me ayude a juzgar cundo aca-bar. Todo me alarma y me descorazona; una lasitud mortal se ampara de mi nimo; sin razn clara para llorar, un llanto invo luntario aflora a mis ojos. No veo en el futuro males inevitables, pero cul tivaba una esperanza y la veo marchitarse cada da. De qu sirve, ay!, re gar las hojas si el rbol est cortado por el pie? Siento, amigo mo, que el peso de la ausencia me hunde. No puedo vivir sin ti, no puedo: es lo que ms me asusta. Recorro cien veces al da los lugares que recorrimos jun tos, y nunca te encuentro; te espero a la hora de siempre, el tiempo pasa, y t no es-ts. Todos los objetos que veo me traen algn recuerdo de tu pre sencia para decirme que te he perdido. T no tienes ese espantoso supli-cio. Slo tu corazn me echa de menos. Ah! Si supieras qu tormento es para el que se queda, cuando dos se separan! Preferiras, sin duda, tu situa cin a la ma. Aun si pudie-ra quejarme, si pudiera hablar de mis penas, me sentira aliviada. Pero, aparte de algunos suspiros exhalados en secreto en el regazo de mi prima, tengo que ahogar el resto de mi dolor, tengo que contener las lgrimas, tengo que sonrer mientras me estoy muriendo.

    Sentirsi, o Dei, morirE non poter mai dir:Morir me sento!5

    5 Oh Dios, sentirse morir y no poder nunca decir: me estoy muriendo!

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    Lo peor es que todos mis males aumentan sin cesar mi gran mal, y que cuan-to ms me desoa tu recuerdo, ms me gusta recordarte. Dime, amigo mo, mi ms dulce amigo; si supieras cun tierno es un corazn que se consume y de cunta tristeza se nutre el amor!

    Quisiera hablarle de mil cosas, pero adems de que es mejor espe rar a saber con certeza su paradero, no puedo continuar esta carta en el estado en el que me encuen-tro. Adis, amigo mo; dejo la pluma, pero, crame, no le dejo a usted.

    ESQUELAEscribo a travs de un barquero a

    quien no conozco a la direccin de siempre, para avisar que he escogido mi asilo en Mei-llerie, en la ori lla opuesta, a fin de gozar con la vista, al menos, del lugar al que no puedo acercarme.

    Carta XXVI, a Julia

    Cunto ha cambiado mi estado de nimo en pocos das! Cunta amargura se mezcla a la dulzura de acercarme a us-ted! Qu de tristes re flexiones me asedian! Cuntos contratiempos parecen indicarme mis te mores! Oh, Julia! Qu fatal regalo del cielo es un alma sensible! Quien la haya reci-bido, no puede esperar ms que dolor y penas sobre la tierra. Vil juguete del aire, del tiem-po, del sol o de las brumas; la tempestad o la calma decidir su destino, y estar contento o triste al albur de los vientos. Vctima de los prejuicios, encontrar en mximas absurdas un obstculo invencible a los justos anhelos de su corazn. Los hombres le castigarn por tener sentimientos justos de cada cosa, y por juzgar ms a partir de la verdad que a partir de las convenciones. Se bastar a s mis mo para forjar su propia miseria, entregndose sin discrecin a los ex celsos atractivos de lo honesto y de lo bello, mientras que las pesadas ca denas de la necesidad le atan a la ignominia. Buscar la felicidad suprema sin

    recordar que es slo un hombre: su corazn y su razn estarn sin ce sar en guerra, y deseos sin lmite le proporcionarn eternas privacio-nes.

    Tal es la cruel situacin en la que me sumerge el destino que me abruma y los sentimientos que me elevan, y tu padre que me desprecia, y t que eres la delicia y el tor-mento de mi vida. Sin ti, belleza fatal, ja ms hubiera sentido ese contraste insoportable de grandeza en el fondo de mi corazn y de ba-jeza en mi fortuna; hubiera vivido tranquilo, hu biera muerto contento, sin darme cuenta del rango que haba ocupado en la tierra. Pero, haberte visto y no haberte posedo, adorarte y no ser sino un hombre, ser amado y no poder ser feliz, habitar los mismos lu-gares y no poder vivir juntos! Oh, Julia, a quien no puedo renunciar! Oh, destino al que no puedo vencer! Qu espantosas luchas se deba ten en m, sin que pueda sobreponer-me a mis deseos, ni a mi impotencia! Qu raro e inconcebible efecto! Desde que estoy ms cerca de us ted, mi mente no maquina ms que funestos pensamientos. Tal vez el lu-gar en el que me encuentro contribuye a esta melancola: es triste y horrible. Pero siendo equiparable a mi estado de nimo, no sabra vivir en paz en otro lugar ms confortable. Una fila de rocas estriles bordea la costa y rodea la casa, que el invierno convierte en an ms espanto sa. Ah!, lo s, Julia adorada, si tuviera que renunciar a usted no habra ni otro lugar ms indicado ni otra estacin ms propicia.

    En los violentos impulsos que me agitan, no s permanecer quieto: corro, subo con ardor, me lanzo hacia las rocas, recorro a zancadas to dos los alrededores y slo en-cuentro en todo cuanto veo el mismo ho rror que reina dentro de mi corazn.

    No se ve vegetacin, la hierba est amarilla y marchita, los rboles desnudos, el schard6 y el cierzo helado amontonan la nie-

    6 Viento del nordeste. [Nota de Rousseau]

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    ve y el hielo; y toda la naturaleza se muere en mis ojos, como se est muriendo la es peranza en mi corazn.

    Entre las rocas de esta costa en-contr en un refugio solitario una pe quea explanada desde donde se vislumbra la feliz ciudad en donde us ted vive. Juzgue con qu avidez mis ojos me llevan hacia este queri-do lugar. El primer da hice mil esfuerzos para discernir su morada, pero la extremada lejana les hizo vanos, y comprend que mi imaginacin en gaaba a mis ojos cansados. Corr a casa del prroco a pedir prestado su telescopio con el que vi o cre ver su casa; y desde entonces paso das enteros en este cobijo contemplando los felices muros que encierran la fuente de mi vida. A pesar del invierno, voy all desde la maana y no vuel-vo hasta la noche. Con hojas y ramas secas hago un fuego que, jun to a las carreras y el ejercicio me preservan del fro excesivo. Le he co gido tanto gusto a este lugar salvaje que llevo conmigo tinta y papel, y le estoy escribiendo ahora esta carta sobre un trozo de roca desgajada de un macizo prximo a causa del hielo.

    Aqu es, mi adorada Julia, donde tu desgraciado amante goza de los quiz l-timos placeres que le quedan en el mundo. Aqu es desde don de, atravesando el viento y los muros, osa en secreto penetrar hasta tu habitacin. Tu imagen adorada, tu tierna mirada reanima su corazn desfallecido; oye el sonido de tu dulce voz, osa an encontrar en tus bra zos el mismo delirio que encontr en el bosquecillo. Vano fantasma de un alma agitada que se pierde en sus deseos! Obligado pronto a volver en s, te contemplo incluso en el detalle de tu inocente vida: sigo de le jos las diversas ocupaciones del da, y me las ima-gino en el tiempo y en el lugar donde alguna vez fui testigo. Siempre te veo en ocupaciones que te hacen ms estimable, y mi corazn se enternece con delicia de la ina gotable bondad del tuyo. Ahora, me digo por la maana, sale de su apa cible sueo, su tez tiene el frescor

    de la rosa, su espritu goza de una dul ce paz; ofrece a la que le dio el ser un da que no ser intil para la virtud. Ahora pasa a ver a su madre: los tiernos afectos de su corazn se expan den con los autores de sus das; les ayuda en pequeas ocupaciones do msticas; quiz pone paz entre algn criado impruden-te; le hace quiz alguna exhortacin en se-creto; quiz pide un favor para otro. En otro momento se ocupa, sin problemas, de los trabajos propios de su sexo; adorna su alma de conocimientos tiles; aade a su exquisito gusto los ornamentos de las bellas artes, y los de la danza a su ligereza natural. A veces adorna su vestido con encantos de los que no tendra necesidad; otras, la veo consultar con un venerable pastor sobre los sufrimientos ig norados de una familia indigente; all soco-rre o consuela a una triste viu da y hurfanos abandonados. A veces, se entusiasma en una honesta reu nin de sociedad con sus palabras sensatas y modestas; o bien, riendo con sus amigas, aporta el tono de prudencia y de bue-nas costumbres a una juventud alocada. Qu momentos! Ah!, perdn; me atrevo incluso a verte ocupndote de mi: veo cmo recorren mis cartas tus enterneci dos ojos; leo, en una dulce lasitud, cmo es a m, a tu afortunado aman te al que escribes; veo que es de l de quien hablas a tu prima con tier na emocin. Oh, Julia!, y no estaremos nunca unidos?, y nuestros das no discurrirn juntos? No, que nunca esta espantosa idea pase por mi mente! En un instante cambia toda mi ternura en furia, la rabia me hace correr de caverna en caverna; se me escapan sin querer gritos y gemidos; rujo como una leona herida; soy ca-paz de todo salvo de renunciar a ti; y no hay nada, nada, que no haga sino para poseerte o morir.

    Estaba escribiendo esta carta y esperaba una ocasin segura para en virsela, cuando recib de Sion la ltima que usted me envi all. Cmo su tristeza ha dulcificado la ma! Qu claro ejemplo he visto de lo que us ted me deca sobre la consonancia de nues-

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    tras almas desde lugares lejanos! Su afliccin, lo confieso, es ms paciente; la ma, ms ai-rada: pero es jus to que el mismo sentimiento se impregne del carcter de quien lo siente, y es natural que mayores prdidas causen mayores males. Qu digo, prdidas? Ah, quin podra soportarlas! No, spalo al fin, mi querida Julia, un eterno decreto del cielo nos destin al uno para el otro; es la primera ley a la que hay que escuchar, es la primera obligacin de la vida, la de unirse a aquella vida que nos haga ms dulce la nuestra. Lo veo as, y me lamento por ello, t te pierdes en vanos proyectos, quieres forzar barreras infranqueables, y olvidas los nicos medios posibles; el entusiasmo por la honestidad te quita el raciocinio, y tu virtud no es ms que un delirio.

    Ah! Si pudieras permanecer joven y brillante como hasta ahora, no pedira al cielo ms que saberte eternamente feliz, verte cada ao de mi vida, una nica vez, y pasar el resto de mis das contemplando de lejos tu asilo, adorndote desde estas rocas. Pero, ay! mira la rapidez de este astro que no se detiene nunca, vuela, y el tiempo pasa raudo, la ocasin se nos escapa: tu belleza, tu belle-za, incluso, tendr su fin; declinar, pe recer un da como una flor que cae sin haber sido cortada; y yo, sin embargo, estoy gimiendo, estoy sufriendo, mi juventud se desgasta en lgrimas, y se marchita en el dolor. Piensa, piensa, Julia, que hemos per dido ya aos de placer. Piensa que esos aos no volvern; y as ser para los que nos quedan si ahora los dejamos escapar. Oh, amante ciega! Buscas una quimrica felicidad para un tiempo en el que ya no estare mos; ves un porvenir lejano, y no ves que nos consumimos en el pre sente, y que nuestras almas, agotadas de amor y dolor, se funden y flu yen como el agua. Vuel-ve, an ests a tiempo, vuelve, Julia ma, de este funesto error. Deja all tus proyectos y s feliz. Ven, oh, alma ma!, a los brazos de tu amigo y reunamos as las dos mitades de nuestro ser; ven, a la cara del cielo, gua de nuestra huida y testigo de nuestro jura-

    mento, ven a jurar vivir y morir el uno para el otro. S que no es a ti a quien tengo que convencer contra el miedo a la indigencia. Seamos fe lices y pobres, ah!, qu gran teso-ro tendramos! Pero no hagamos esta afrenta a la humanidad: la creencia de que no hay en toda la tierra un cobijo para dos infortuna-dos amantes. Tengo brazos, soy robusto; el pan ganado con mi trabajo te parecer ms delicioso que los manjares de un festn. Una comida aliada con el amor, puede ser ins-pida?

    Oh, tierna y querida amante!, aunque slo fusemos felices un da, prefie-res dejar esta corta vida sin haber probado la felicidad?

    Slo me queda una palabra por decir, oh Julia! conoces el antiguo uso de la roca de Leucate, ltimo refugio de tantos amantes desgraciados. Este lugar se le parece en muchos aspectos: la roca es escarpada, el agua pro funda, y yo estoy al borde de esta roca y al borde de la desesperacin.

    Carta XXVII, de Clara

    Apenas el dolor me deja fuerzas para escribirle. Su desgracia y la ma son inmensas. La dulce Julia est muy enferma y quiz le queden dos das de vida. El esfuerzo que hizo para enviarle lejos de ella comenz a alterar su salud; la primera conversacin que tuvo con su padre sobre usted la llev a nuevos ataques: otros disgustos ms recien-tes han acre centado su malestar, y la ltima carta que de usted recibi hizo el res to. Su emocin fue tan grande que despus de pasar la noche en espan tosa agitacin, cay ayer en un acceso de fiebre ardiente que ha ido en aumento, y la ha llevado al delirio. En este estado le llama a cada ins tante, y habla de usted con tal vehemencia que demuestra hasta qu punto usted le preocupa. Mantene-mos alejado a su padre todo lo posi ble, por lo que intuyo que mi ta empieza a sospechar: incluso me pre gunta si no va a volver usted; y veo que el peligro de perder a su hija, borrada

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    cualquier otra consideracin, le lleva a pensar que preferira verle a usted aqu. Venga, pues, sin tardar. Tome el barco que expresa mente le ha llevado esta carta: est a su servicio, puede venir en l. Y so bre todo, no pierda un momento si quiere volver a ver a la ms tier-na amante que jams existi.

    Carta XXVIII,

    de Julia a Clara

    Qu amarga es en tu ausencia la vida que me devolviste! Qu con valecencia! Una pasin ms terrible que la fiebre y el delirio me arras tra y me pierde. Cruel!, me abandonas cuando ms te necesito; te vas para ocho das, quiz no vuelvas a verme nunca. Oh, si supieras lo que el insensato osa proponerme! Y en qu tono! Huir!, ir con l!, rap tarme! Desdichado! Pero, de quin me estoy quejando? Mi corazn, mi indigno corazn me impulsa a mucho ms Gran Dios!, qu suce dera si supiera todo? Se pondra furioso, me llevara, ten-dra que marchar Estoy temblando

    Finalmente mi padre me ha ven-dido! Hace de su hija una mercan ca, una esclava! Paga a mis expensas! Paga su vida con la ma! Por que lo presiento, no podr sobrevivir. Padre brbaro y desnatu-ralizado! Merece cmo!, merecer? Es el mejor de los padres: quiere unir a su hija con el amigo que le salv la vida hace aos en la guerra, se es su cri men. Pero mi madre, mi tierna madre!, qu mal me ha hecho? Ah!, mucho: me ha amado demasiado, me ha perdido; se es todo su error.

    Clara, qu voy a hacer?, qu ser de m? Hanz no viene. No s cmo enviarte esta carta. Antes de que la recibas, antes de que ests de vuelta quin sabe? Fugitiva, errante, deshonrada Ya est, ya est, la cri-sis ha llegado. Un da, una hora, un momento quizs quin sabe evitar su destino? Oh!, donde quiera que viva o que muera, en algn oscuro refugio hasta donde arrastre la ver-genza y el deshonor, Clara, acurdate de tu

    amiga ay de m!, la miseria y el oprobio hacen cam biar los corazones Pero, si alguna vez el mo te olvida habr cambia do demasiado!

    Carta XXIX,

    de Julia a Clara

    Qudate!, va!, qudate, no vuelvas nunca: sera demasiado tarde. No debo verte nunca ms; cmo podra sostener tu mirada? Dnde estabas, mi dulce amiga, mi salvaguar-da, mi ngel tutelar? Me abando naste y perec. Qu? tan necesario era ese fatal viaje? tenas que de jarme sola en el instante ms peligroso de mi vida? Qu disculpas pre paras de tu culpable negligencia! Sern tan eternas como mi llanto. Tu prdida no es menos irreparable que la ma: reponer a una amiga dig na de ti no es ms fcil que reparar mi inocencia.

    Qu he dicho? Miserable! No pue-do ni hablar ni estar callada; y de qu sirve el silencio cuando el remordimiento grita? El universo en tero no me reprocha mi falta? Mi vergenza, no est escrita en todas las cosas? Si no desahogo mi corazn en el tuyo, tendr que ahogarme. Y t, no te reprochas nada, t, ami-ga demasiado fcil y demasiado confiada? Ah!, no me estabas traicionando? Es tu fidelidad, tu amis tad ciega, tu demasiada indulgencia lo que me ha perdido.

    Qu demonio te inspir llamar a ese cruel, que es mi oprobio? Sus prfidos cuidados deban darme la vida para hacrmela odiosa? Que huya para siempre, el brbaro!; que tenga un poco de piedad; que no vuelva a redoblar mi tormento con su presencia; que renuncie al feroz placer de contemplar mis lgrimas. Qu estoy diciendo?, ay de m!, l no es el culpable; yo sola lo soy; todas las desgracias son obra ma, y no tengo que reprochar nada a nadie, sino a m. Pero el vicio ha corrom pido ya mi alma; el pri-mero de sus efectos es se: acusar al prjimo de nuestros crmenes.

    No, no, l jams fue capaz de infrin-gir sus promesas, su virtuoso co razn ignora el arte abyecto de ultrajar a quien ama, ah!, sin duda sabe amar mejor que yo, puesto que sabe

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    dominarse mejor. Cien veces mis ojos fueron testigos de su lucha y de su victoria; los suyos brillaban con el fuego de sus deseos, vena hacia m con el mpetu de la ciega pasin y de repente se detena; una barrera infranqueable pareca rodearme, y jams su impetuoso pero honesto amor la hubiera franqueado. Me atre v demasiadas veces a contemplar ese pe-ligroso espectculo. Senta que sus impulsos me turbaban, que sus suspiros acongojaban mi corazn; comparta su tormento y le com-padeca por su suerte. Le vi en convul sivas agitaciones, casi a punto de desvanecerse a mis pies. Ah!, prima, quiz el amor slo me hubiera protegido, pero la piedad me perdi.

    Parece como si mi funesta pasin, para seducirme, quisiera cubrir se con la mscara de todas las virtudes. Ese mismo da me haba insis tido con ms ardor para que huyese con l. Pero eso era afligir al me-jor de los padres; era clavar un pual en el seno materno. Resist, rechac con horror el proyecto. La imposibilidad de ver nuestros deseos cum plidos, el silencio que yo misma deba imponerme sobre esa imposibi lidad,

    el pesar por tener engaado a un amante tan sumiso y tan tierno despus de haber fomentado su esperanza, todo haca abatir mi fortale za, todo aumentaba mi debilidad, todo alienaba mi razn; haba que causar la muerte a los autores de mis das, a mi aman-te, o a m misma. Sin saber bien lo que haca, escog mi propio infortunio; olvid todo, y slo record el amor: as es como un instante de extravo me ha perdi do para siempre. He cado en el abismo de la ignominia, de donde una joven no puede salir; y si vivo, ser para ser desgraciada.

    Busco apesadumbrada algn resto de consuelo en la tierra y slo te encuentro a ti, mi querida amiga. No me prives de un tan tierno recur so, promtemelo; no me quites la dulzura de la amistad. Perd el dere cho a pre-tenderlo, pero nunca lo necesit tanto. Que la piedad supla a la estima. Ven, querida ma, ven a abrir tu alma a mis quejas; ven a re-coger las lgrimas de tu amiga; protgeme, si es posible, del desprecio de m misma, y d-jame creer que no todo lo he perdido, puesto que tengo tu corazn.

    julia, o la nueva elosa