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Océanos de sangre · Libro Segundos · A todos

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Continuación de Océanos de sangre

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AdvertenciaEsta historia contiene escenas de violencia y sexo explicito, y lenguaje adulto que puede ser ofensivo para algunas personas. No se recomienda para menores de edad.

2014, Ocanos de sangre.

2014, Nut

2014, Portada: Neith

Beta reader: Hermione Drake

Esta historia es ficcin. Personajes, ambientacin y hechos narrados, son el fruto de la imaginacin de la autora. Cualquier semejanza con la realidad o personas reales, es pura coincidencia.

Todos los derechos reservados. No est permitida la reproduccin parcial o total de esta obra sin el correspondiente permiso de la autora, con la que se puede contactar en este correo [email protected]

o en su blog: http://medianocheeneljardin.blogspot.com.es/

Ocanos de sangre

Nut

Libro Segundo.

A todos.La noche cae sobre la hacienda del cacique Zoude; en las viviendas de los esclavos, emplazadas en un edificio rectangular de dos plantas levantado en torno a un amplio patio porticado, comienzan a encenderse las primeras luces. El vacilante brillo ambarino de las lamparillas de aceite se derrama por las ventanas y las puertas abiertas de las reducidas habitaciones que componen los alojamientos. Apoyado en el dintel de la puerta de una de estas austeras estancias hay un hombre. Es muy alto; tiene la piel apergaminada y adherida a los huesos, el crneo desnudo, salvo por un puado de mechones dispersos de pelo gris y quebradizo, la expresin cadavrica y unos ojos pequeos, opacos, hundidos en sus tenebrosas cuencas. Los esclavos que transitan atareados por el patio evitan mirarlo directamente. Han odo que es un tigriano, al igual que sus amos; un esclavo huido de las minas de Marial. Le temen y le odian a partes iguales. El gigante s los mira. Sabe que en su mayora son selabios secuestrados por los tratantes de esclavos en la frontera con Selabia. l no les teme, no les compadece. Los detesta, tanto que si pudiera los matara con sus propias manos. Pero no debe, an no. Su prioridad es el nio; cuidar de l, protegerlo hasta que expire. Despus, le dar igual lo que le ocurra. Morir matando selabios ser una buena muerte, aunque sean los esclavos del hombre que les ha dado cobijo.

Dentro de la habitacin que custodia el gigante, debajo de una mesa, el nico mueble de la estancia aparte de una silla y un camastro estrecho, algo se mueve. La mujer, porque es una mujer aunque no lo parezca, est acurrucada en un rincn, abrazada a una pata del mueble, con la espalda pegada a la pared. Se podra decir que su cuerpo no es ms que piernas y brazos esquelticos y descoloridos, y un par de ojos febriles, grandes como pozos, que giran inquietos en sus rbitas. No le gusta la habitacin, le parece demasiado grande y excesivamente iluminada, aunque la luz que proyecta la lamparilla que pende del techo es en realidad exigua. Tampoco le gusta el patio, le asusta su amplitud; rara vez asoma la cabeza fuera de la estancia, salvo al anochecer.

Aunque lleva fuera de las minas casi trece das, no se ha acostumbrado an a los espacios abiertos ni a la intensidad de la luz del sol. El gigante, en cambio, es reacio a pasar mucho tiempo entre cuatro paredes e incluso duerme en el patio, bajo el cielo.

La mujer aguza el odo. Ya no percibe los estertores de muerte procedentes del lecho. Se arrastra fuera de su refugio, gateando sin producir ningn ruido, y asoma con cuidado la cabeza por encima del borde del camastro. El nio que reposa en l no se mueve. Su aspecto es el de un cadver: el rostro lvido, los prpados hundidos, los labios resecos y cubiertos de costras, las mejillas famlicas. Su cuerpo, poco ms que un esqueleto descarnado, se marca lgubremente bajo la sbana de lana burda. La mujer le toca el hombro desnudo, que asoma por encima del embozo; tiene la piel fra y pegajosa.

Ha muerto dice, sin emocin en la voz.

El hombre se gira. No le sorprende el anuncio de la mujer; el mdico que Zaude ha puesto a su disposicin ya se lo advirti:

Est deshidratado y desnutrido. La mayora de las heridas que cubren su cuerpo se han infectado. La fiebre que lo consume se debe a la septicemia que padece. No va a recuperar la consciencia. Ya nada se puede hacer por l, salvo calmarle el dolor y que pase cmodamente sus ltimas horas. Ah! Y yo donara algunas ofrendas a los dioses por la salvacin de su alma.

El gigante ha seguido las indicaciones del mdico, salvo en lo referente a las ofrendas; sabe que al nio no le habra gustado que lo hiciera.

La mujer apoya los codos en el camastro y se inclina sobre el rostro del nio.

Puedo quedarme con sus ojos? pregunta. Alarga la mano y toquetea los prpados con un dedo. Dime, puedo?De repente, el nio le sujeta la mueca con una fuerza inconcebible en su estado. La mujer suelta una carcajada y mira al gigante con un brillo en sus pupilas que tanto podra ser alegra como decepcin. El hombre se abalanza sobre el camastro y se arrodilla en el suelo.

Patrn llama esperanzado.

Toma su mano y la sujeta entre las suyas con cario. Est muy fra. Mira a la mujer. Esta parece especialmente interesada en examinar los dedos huesudos del nio enganchados a su mueca.

Ya no tiene fiebre seala el gigante.

La mujer le devuelve la mirada. No dicen nada, pero ambos saben qu est pensado el otro. Ambos han sido testigos otras veces del espejismo, esa imposible recuperacin de un moribundo en sus postreras horas que hace pensar en una prxima curacin y que no es sino la ltima y cruel burla de la muerte; y sospechan que estn de nuevo ante semejante fraude.

Hijo, me oyes? insiste el gigante.

Los prpados del nio se estremecen. Intenta abrirlos pero le supone un gran esfuerzo. Por fin lo logra y un par de turbias pupilas aparecen. Sus ojos giran ciegos en todas direcciones.

Ireeyi... pequeo.

El nio se incorpora bruscamente y pega el rostro al del gigante.

Cu... cuntos? consigue preguntar con una voz ronca y quebrada. Cuantos... han... escapado?

El hombre tiembla, conmovido. Durante los seis das que ha velado la lenta agona del nio, le ha odo delirar, llorar como un beb, musitar chifladuras, gritar en la febril inconsciencia cosas horrendas que quiere creer que son el resultado de su mente quebrantada en las minas y no algo de lo que ha sido testigo; volverle a or hablar con cierta cordura le hace pensar que ha recuperado al insospechado lder, al nio-hombre artfice de su libertad.

No te preocupes ahora por eso.

Cuntos? reclama, feroz.

No s qu ha pasado con los que huyeron hacia el sur. Aprieta los labios; no quiere hablar, pero lo hace. De nuestro grupo... Gira la mirada hacia la silenciosa mujer. Boheve, Dadelia, el patrn y yo.

Nadie ms? gime. Deja caer la cabeza sobre la almohada y vuelve a cerrar los prpados. Dnde estamos?

A salvo en Tigrig, cmo te promet, recuerdas? Bajo la proteccin de Zaude, el cacique de Crdena. l va a cuidar de nosotros, no te preocupes. Todo saldr bien.

El nio mueve los labios.

Qu? el gigante intenta aguzar el odo.

La mujer se reclina y pega la oreja a su boca. Los labios vuelven a moverse y ella esboza una aviesa sonrisa.

Qu dice? inquiere el hombre.

A todos responde, y su macabra mueca se ensancha horriblemente. Hay que matarlos a todos.

Matarlos El nio abre los ojos. Su profunda mirada es lmpida y funesta. A todos. A sus mujeres.... A sus hijos... enumera de forma entrecortada. A sus padres. A sus madres. A sus hermanos. Pierde por un instante el aliento y lo recupera tras inhalar varias veces. A todos. Hay que hacrselo pagar a todos.

A todos! grita la mujer.

Se deja caer de espaldas y rueda por el suelo, riendo y gritando en pleno delirio. Salta sobre la cama y agarrando con ambas manos la cara del gigante le dice:

Odio, Pravian, odio. Pellizca sus flccidas mejillas y tira de ellas. El nio no se nos muere, no. Va a crecer grande y fuerte gracias al odio, el mejor alimento del mundo.

El hombre le aparta las manos de un manotazo y tuerce la boca.

Odio grue.

Y se relame complacido los labios.