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Es propiedad del autor. MPRESO POR "MARSIEGA" MENÉNDEZ PELAYO, :a. TEL. 77740 "JOSE CANEL" OCTUBRE ROJO EN ASTURIAS PRÓLOGO DE J. DÍAZ FERNÁNDEZ 1 " EDICION AGENCIA GENERAL DE LIBRERIA Y ARTES GRÁFICAS MADRID

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Es propiedaddel autor.

MPRESO POR "MARSIEGA"

MENÉNDEZPELAYO, :a. TEL. 77740

"JOSE CANEL"

OCTUBRE ROJOEN ASTURIAS

PRÓLOGO DE

J. DÍAZ FERNÁNDEZ

1 " EDICION

AGENCIA GENERAL DELIBRERIA Y ARTES GRÁFICAS

MADRID

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Prólogo

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PROLOGO

ANTECEDENTES POLITICOS

Lo primero que advierte el que sin pasión exa-mine el Octubre español, mejor diríamos el Octu-bre asturiano, pues sólo en Asturias tuvo lugar unaverdadera sublevación armada, es la falta de ambien-te. La sociedad española no estaba preparada paralas consignas integrales de la revolución social y ladictadura del proletariado. No había una atmósfe-ra social propicia; las defensas burguesas no esta-

ban gastadas ni el Estado se descomponía. Fué un

enorme error de los socialistas, que pasaban sintransición del colaboracionismo gubernamental ala revolución clasista.

Aunque muchas de las cosas que voy a decir eneste prólogo están en la.. memoria de todos, no ten-go más remedio que repetirlas. Cuando el lector,al recordarlas, las coteje con los acontecimientos deOctubre, verá éstos de un modo mucho más diáfa-no, ya que los hechos históricos no nacen por gene-racíón espontánea; son consecuencia siempre dehechos anteriores.

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f 10JOSÉ CANEI

Entre los antecedentes políticos de la sublevaciónel primero que hay que recordar es cómo sobrevinoel cambio de régimen. Este no fué fruto de una re.volución triunfante. Existía, sí, una presión de laopinión pública contra la monarquía, porque de la.dictadura militar de Primo de Rivera se le culpabapreferentemente al rey. La masa conservadora y neu-tra, que había simpatizado al principio con la dicta-dura, por antipatía a los antiguos políticos, fuédespegándose de la monarquía, que tampoco conaquél recurso extremo era capaz de resolver nin-guno de los problemas nacionales. Por eso cuando,después de siete años de obligada abstención elec-toral, se consultó al país, éste eligió a los candida-tos republicanos. Un ministro del rey díó cuentadel hecho en la siguiente frase: "Es un país que seacuesta monárquico y se levanta republicano". Mislectores saben que al rey le preparó la fuga el Go-bierno provisional, donde figuraban tres socialis-tas, y que don Alfonso salió de Cartagena como unmonarca que se retira y no abdica. Dijo, al parecer,esto: "Sigo mi tradición". La tradición de su abue-la y su bisabuela que también emigraron a Parísempujadas por sus errores; pero no abdicaron.

En el Gobierno provisional predominaban, co-mo se sabe, las izquierdas, y, sin embargo, los hom-bres más moderados, Alcalá Zamora, Lerroux,Maura, fueron los que dieron una tónica conser-vadora a la República naciente.

¿A qué se debió esta preponderancia de las fuer-

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zas moderadas, que hubo de mantenerse a lo largode las diferentes situaciones republicanas? Sin dudaalguna al origen pacífico de la República. Las cla-ses conservadoras, que se habían distanciado de lamonarquía, veían con buenos ojos que al frente delnuevo régimen estuviese un hombre de orden, te-rrateniente de Andalucía, parlamentario furibun-do, que representaba ya entonces la contrarrevolu-ción. Había, en España en aquellos momentos ungran miedo al bolchevismo. Además los republi-canos llamados "históricos" estaban desacreditados.Eran en la política monárquica la "oposición de sumajestad" y se les acusaba públicamente de con-vivir dócilmente con los políticos monárquicos, sinque les importase gran cosa el triunfo de la Repú-

blica.¿Cómo se plegaron los socialistas y los republi-

canos de izquierda a esta influencia conservadora?No confiaban demasiado en la capacidad revolu-cionaria de las masas. Los socialistas, desde PabloIglesias, respondían a la táctica del socialismo re-formista. El señor Largo Caballero, después líderde la revolución, durante la dictadura militar habíaincluso pertenecido, por orden del partido, a un al-to organismo del Estado monárquico, representan-do a las fuerzas sindicales. Pero además ellos eran

los primeros convencidos de la ineficacia del viejorepublicanismo y preferían a los conversos AlcaláZamora y Maura, por creerlos de mayor solvencia.La verdad es que éstos hacían constantemente pro-

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testas de su amor al proletariado, de la necesidad degrandes reformas sociales. Los republicanos de iz-quierda, por su parte, eran nuevos en la lucha po-lítica. Representaban grandes sectores de opinión,pero ésta apenas se articulaba en partidos inconexos,hechos a prisa, con una congestión de democraciaque terminó por dividirlos y atomizarlos.

Lo primero en que se pensó fué en convocar Cor-tes Constituyentes. La preocupación primordial delos nuevos gobernantes, en vez de afrontar resuel-

tamente los problemas del país, fué establecer lanueva legalidad, sin que hubiese solución de conti-nuidad, sin que se trastocase lo más mínimo la vi-da del Estado.

Las Constituyentes se esforzaron para que estono sucediese, pero al final fueron vencidas, no sinque ellas, esta es la verdad, no incurriesen en algunasgraves flaquezas. Las elecciones para la AsambleaConstituyente dieron en ésta una gran mayoría asocialistas y republicanos de izquierda. El país ha-cía esfuerzos por romper la corteza tradicional ytransformarse por medio de las nuevas institucio-nes. Pero desde el primer día se vió que las grandesoligarquías históricas sobrevivían al destronamien-to de don Alfonso. El programa del laicismo del Es~tzdo desataba la ofensiva de la Iglesia. La reformaagraria, que venía a socializar las grandes fincas, me-diante la correspondiente indemnización a sus pro-pietarios, fué recortada de tal modo que resultóineficaz, sin colmar el ansia. de tierra de miles de

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campesinos sin trabajo, despertando en cambio laenemiga de los propietarios. Se hizo una Consti-tución de tono avanzado, pero se hizo sólo en elpapel, porque las reformas carecían de realidad porfalta de coraje en el gobierno republicano-socialis-ta. El señor Azaña y el ministro de Justi-cia, señor Albornoz, fueron los únicos que

se atrevieron a acometer las reformas del ejército.

de la magistratura y de la iglesia. Se disolvió a losjesuítas, pero éstos siguieron alojados en los hoga-res católicos. Se dispuso que la enseñanza fuese mi-sión exclusiva del Estado, pero los colegios de lasOrdenes religiosas siguieron funcionando a travésde testaferros. Se hizo, en fin, una Constituciónde papel, según la frase de Lassalle. No era, en rea-lidad, la primera. La Constitución de Cádiz, en1812, fruto del liberalismo de entonces, no llegó

tampoco a cumplirse gracias al absolutismo de losBorbones, a la ineficacia de los liberales y a la in-cultura y versatilidad del pueblo. El señor Alcalá-Zamora se declaró en las Cortes Constituyentesdisconforme con la Constitución. A pesar de ello,

la mayoría republicano-socialista lo eligió presi-

dente de la República. Yo, no; yo, que era dipu-tado, no sólo no le , voté, sino que propuse otrocandidato, ante la indignación de algunos jefes deizquierda.

La derrota sufrida por los monárquicos en la

sublevación de agosto de 1932, les hizo pensar que

el régimen republicano era más sólido de lo que al

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principio se creía y que era preciso utilizar contraél otra. táctica. Para eso financiaron la campaña delantimarxismo, que aunque parecía dirigida contra

los socialistas trataba de anular también a los re-

publicanos de izquierda. Al fin el señor Alcalá-Za-mora entregó el Poder al señor Lerroux que gobernó

unos días con una apariencia de Gobierno repu-blicano, para dar paso a una situación híbrida que

aceptó la disolución de las Constituyentes y la

convocatoria de nuevas elecciones. Esto sucedía en

noviembre de 1933, apenas transcurridos dos años

y medio de la proclamación de la República.En estas elecciones, ya los republicanos históri-

cos se unieron definitivamente a los monárquicos

para acabar con la influencia de los elementos de-

mocráticos. Invirtieron grandes sumas de dinero,

mientras las izquierdas carecían de él. Para agravarla situación de la izquierda los partidos que hastaentonces habían gobernado juntos empezaron a dis-

tanciarse y dividirse, entretenidos en disputas bi-

zantinas, mientras los conservadores se unían en

compacto bloque. Fué entonces cuando los socia-listas, que acababan de abandonar el Poder, cam-

biaron bruscamente de táctica para separarse de los

republicanos de izquierda. Estaban, pues, todas lasfuerzas tradicionales unidas, mientras las que ha-bían elaborado la Constitución, esforzándose por

darle una tónica moderna. luchaban disgregadas,

sin fé, sin medios de propaganda, con una ley elec-

toral hecha para favorecer las coaliciones de parti-

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dos. Triunfaron, claro es, los monárquicos, que

aparecieron en las nuevas Cortes-las que ahora

funcionan-integrando una mayoría que, dejando

a un lado de momento el problema de la forma de

Gobierno, se proponía acabar con todas las refor-

mas llevadas a cabo por la. mayoría republicano-

socialista de la Asamblea Constituyente.As¡ empezaron las concesiones a la fuerza triun-

fante hasta llegar al trámite concreto de admitir en

el Poder a los elementos que, como los del señor

Gil Robles, tenían una significación monárquica.

Este partido se ha negado reiteradamente a decla-

rarse republicano; sus componentes proceden de la

dictadura de Primo de Rivera. Llegó el instante enque el señor Alcalá-Zamora admitió un Gobierno .

en que figuraban esas fuerzas. Las izquierdas se

veían expulsadas del régimen que habían creado.Comprendían que estaban ya obstruidos los cami-

nos legales y que sólo la revolución podía salvarlas;

pero sufrían esa. indecisión tan democrática que dió

paso al fascismo en otros países. Hubo, sin embargo,

un hombre, Azaña, que proclamó la necesidad de

una revolución nacional para restablecer la Cons-

titución y el primitivo sentido del régimen. Pero

ya los socialistas, sus aliados de ayer, se habían em-barrado en la aventura de la revolución social a

la manera rusa, sin contar, esta es la verdad, con

ningún Lenin.Ya he dicho que el socialismo tenía en España

una tradición reformista. Sus personalidades más

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destacadas habían sido ministros del Gobierno de

la República, colaborando francamente en una po-

lítica moderada. Hasta tal punto, que en la cuestión

religiosa sostuvieron puntos de vista más conser-

vadores que algunos ministros republicanos de iz-

quierda., por ejemplo, el señor Albornoz. Este qui-

so en cierta ocasión nacionalizar la industria de

ferrocarriles y se encontró con la opinión contraria

de los socialistas. Está claro que no tenía razón

ninguna el antímarxismo de las fuerzas tradíciona-

les, porque los socialistas no habían hecho mar-

xísmo desde el Poder. El antímarxismo de las dere-

chas fué sólo un pretexto para atraerse a su órbita

a la República. Al dejar el Poder los socialistas se

consideraron desahuciados del régimen y adoptaron,

con la excepción del señor Besteiro, una posición re-

volucionaría. La mutación no podía ser más brus-

ca. Los socialistas habían reprimido con energía

las reclamaciones impacientes de comunistas y anar-

quistas. Con un intervalo de muy pocos meses, los

socialistas, no sólo rectificaban a fondo su táctica

de siempre, sino que proclamaban la necesidad de

la revolución social y trataban de improvisar el

frente único proletario. Este frente único, en tales

condiciones, era pura utopía. El proletariado espa-

ñol, sobre todo en las regiones del Noroeste, Cen-

tro y Mediodía, tiene una raíz anarquista y está

afecto a la Confederación Nacional del Trabajo.

En España, por su arraigado individualismo, el

anarquismo tiene una gran tradición. No controlan,

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pues, tac organizaciones socialistas a todo el ele-

mento trabajador, sino que en Cataluña, Levante,

Galícia, y Andalucía, el grueso del proletariado es

de matiz anarcósindicalísta. Los comunistas tam-

bién poseen núcleos importantes en toda la Pen-

ínsula.

LA REVOLUCION SOCIALISTA

Las luchas internas del proletariado no son ya

meras discrepancias, sino verdaderas luchas histó-

ricas. Por eso, cuando los socialistas se pronunciaron

por la revolución social, los demás sectores obreros

no les creyeron. Sólo los comunistas muy con-

dicionalmente, decidieron, a última hora, colaborar

con ellos. Para sustituir al soviet ruso, los socialis-

tas crearon las Alianzas obreras, donde, aparte las

fuerzas socialistas, sólo figuraban grupos sueltos

de trotskistas y otras fracciones del comunismo,

que carecían en realidad de masas: La Confedera-

ción General del Trabajo se negó a entrar en las

Alianzas en todas las regiones, con excepción de

Asturias, donde se hizo el frente único gracias al ím-

pulso revolucionario de la masa. Esto explica un

poco el empuje que allí tuvo la sublevación armada.

Los órganos revolucionarios carecían, pues, en mu-

chas partes de fuerzas suficientes. Pero es que, ade-

más, los obreros que los formaban, estaban educados

en la escuela del reformismo socialista y carecían de

preparación y de experiencia revolucionaria. Me-

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ses antes se les movilizaba en defensa del orden

burgués y, apenas sin transición, se les invitaba aque lo destruyeran. Esto hizo que la revolucióntuviera un carácter de cosa. improvisada que de an-temano constituía su fracaso.

Pero no fue esto lo más grave, con serlo tanto.

Lo peor fué que desde el primer momento la su-blevación estuvo descentralizada. En realidad cadaregión actuó por su cuenta, sin responder a una ele-mental unidad de acción. Mientras se sostenía laconsigna de la revolución social, alejando así lasimpatía y el apoyo de las izquierdas burguesas, sepretendía aprovechar las protestas violentas de lasregiones autónomas, como Cataluña y las Vascon-gadas. En Cataluña no había un previo acuerdo re-volucionario entre los socialistas y el Gobierno de laGeneralidad; pero los socialistas esperaban la rebe-lión de ésta para vencer allí por ese medio indirecto.Fué un rotundo fracaso. Las Alianzas obreras esta-ban sin armas y sin fuerzas y las que tenían no seutilizaron o se utilizaron con torpeza. Y el ejércitose encargó de acabar, en unas horas, con lo que erapura. ficción. Mientras tanto, los trabajadores in-dustriales de Cataluña, de significación sindicalis-ta: no sólo se desentendieron del movimiento, sinoque ni siquiera declararon la huelga pacífica.

En Vasconia, los sucesos fueron distintos, peroel resultado idéntico. Socialistas y comunistas, quepreconizaban la revolución social y la dictadura

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del proletariado, se aliaron con los nacionalistas,que representaban allí la más intransigente bur-guesía. Los unía únicamente el odio a una polí-tica que amenazaba a las libertades regionales. Allíbastó un gobernador para reducir la sublevación.La verdad es que los elementos nacionalistas, alnotar el carácter que tenía en el resto de España larevolución, depusieron las armas. Murieron heroi-camente, en lucha desesperada, cientos de obrerossocialistas y comunistas. Como en Madrid y en al-gún otro sitio. En Madrid la revolución fué la ac-ción aislada de jóvenes guerrilleros que disparabandesde los tejados contra la fuerza pública. Las mi-licias proletarias no actuaron, no se sabe por qué.Unícamente algunos grupos de jóvenes, armadosde pistolas, se batieron en la Puerta del Sol contra,el Ejército. Allí perecieron con valentía singularpor un abstracto ideal revolucionario. Sin jefes, sindirección, con un arrojo inútil y primitivo.

Lo de Asturias ha sido otra cosa. Diez días des-pués de haberse extinguido los focos revoluciona-rios en el resto de España, aun combatían los obre-ros asturianos. Dos cuerpos de ejército tuvieronque atacarlos por distintos sitios, además de las fuer-zas que resistían el sitio de Oviedo. Para entrar enAstucias hubo que recurrir a las tropas colonialesde Marruecos, que iban en vanguardia y tratarona la. capital como a una ciudad en guerra. Ya hedicho que allí es donde únicamente se hizo el frenteobrero revolucionario. Esto, unido a lo abrupto

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del terreno, hizo que allí surgiese una verdadera re-volución, deficientemente organizada, esta es laverdad. Faltó una dirección militar, que en vez de

estar encomendada a técnicos, estuvo a cargo de

militantes socialistas de reconocida buena fe y de

alto espíritu combativo, perro desconocedores en ab-

soluto de la técnica de la guerra. Por ejemplo: losrevolucionarios tenían cañones, pero no sabían uti-

lizarlos y los proyectiles no estallaban; intentaron

incluso cargarlos con dinamita. Descuidaron el

problema de la aviación, que les destrozó y sembróel desaliento en las filas obreras; carecían, incluso,

de comunicaciones entre sí. No supieron elegir lospuntos estratégicos.

Los obreros de Asturias demostraron una capa-

cidad combativa extraordinaria. ¿Por qué fueron

ellos solos, entre los de toda España, los que lu-

charon con cierta cohesión y con auténtico arrojo

revolucionario? Este es un tema de psicología pro-

letaria muy interesante. El minero asturiano es un

obrero que, reuniendo las características del traba-

jador industrial, posee también el empuje primi-

tivo del montañés. En las Casas del Pueblo está

en contacto con las ideas revolucionarias, que lle-

gan a través de la lucha de clases, pero no es de

todos modos el obrero urbano que disfruta de al-

gunas ventajas de la civilización; vive en las al-

deas de la montaña, en los suburbios de la cuenca

minera, y allí conserva, al lado del odio al pode-

roso, la fiereza del montañés. Ignora lo que es el

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peligro, porque vive en el fondo de la tierra, ex-

puesto al grisú y manejando a diario la fuerza de-

vastadora de la dinamita. Muchos de estos revo-

lucionarios no combatieron con fusilas ni pistolas,

armas para ellos demasiado livianas. Combatieron

con cartuchos de dinamita. Se les vio en Oviedo,

cruzada la cintura con dos o tres vueltas de mecha,

encendiendo los cartuchos con el cigarro que fu~

maban. Esto, unido a una gran disciplina sindical,

adquirida en los viejos Sindicatos, hizo que la re-

belión adquiriese una magnitud única. En estos

proletarios (muchos de ellos afectos al comunismo,

que en los últimos tiempos adquirió allí gran pre-

ponderancia) , el reformismo socialista no penetró

nunca, a pesar de que externamente aparecían dis-

frutando grandes ventajas sindícales: jornada de

seis horas, retiro obrero, instituciones escolares y

benéficas. Verdad es, también, que los dueños de

las minas de Asturias no han sabido nunca hacerse

amar de sus hombres, ni introducir en el trabajo

mejoras de orden técnico.

Sin embargo, también en Asturias, donde se

había hecho el frente único, se notó una depresión

del entusiasmo anarco-sindicalista. En Gi jón, don-

de domina esta tendencia, el movimiento no tuvo

la. importancia que en la cuenca minera y Oviedo,

zonas francamente socialistas. El plan era apode-

rarse de la capital y proclamar allí la dictadura del

proletariado. Para ello; miles de mineros cayeron

$obre Ovíedo y se apoderaron de la fábrica de ar-

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mas. La falta de dirección militar hizo que no pu-dieran vencer a una guarnición de apenas 2.000hombres, refugiada en sus cuarteles. Además, enseguida se acentuaron las disensiones por las dis-tintas tendencias que mantenían los miembros delos Comités. En diez días hubo tres Comités revo-lucionarios cada uno de un matiz distinto.

No es cierto que los revolucionarios destruyesenla. ciudad; algunos edificios fueron incendiados porla aviación y un teatro, posición de los mineros,destruido por las tropas del Gobierno. Tampocoson ciertas las escenas de crueldad por parte de losrevolucionarios, que refirió cierta prensa. Algúncaso aislado no abona semejante conducta. Los mi-neros fueron en general humanos y benévolos yrespetaron a los prisioneros, muchos de ellos susenemigos de clase. Lo ocurrido en Turón es la ex-cepción que confirma la regla. No puede, en cam-bio, decirse lo mismo de la represión. Después devencidos y sometidos, los obreros han sido tratadoscomo gente fuera de la ley. Por último, la verdades que los catorce millones de pesetas que se "ex-

propiaron" al Banco de España, de Oviedo, sehan perdido. Las camionetas que llevaban el di-nero fueron desvalijadas por los aldeanos y por sus

propios custodios.La revolución ha fracado porque carecía de cli-

ma social propicio; si hubieran intentado los so-cialistas un movimiento de defensa de la Constitu-

ción y la República, habrían triunfado. Pero está

OCTUBRE ROJO EN ASTURIAS

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visto que inmediatamente después de haber parti-cipado en gobiernos burgueses, no les era posibleimprovisar el espíritu revolucionario para una lu-cha a fondo como la que quisieran plantear.

LOS SAQUEADORES DE

LA REVOLUCION

Este relato está hecho sobre el manuscrito de untestigo de la revolución. No se cuenta en él más

que lo que el autor del documento ha visto por suspropios ojos. Por eso se omite algún episodio re-sonante, pues nada se quiere contar de memoria, yes preferible pasar por alto algún hecho antes defalsearlo.

La narración llega hasta el punto y hora en quelos revolucionarios abandonan Oviedo. De lo que

pasó después hablarán otras crónicas, no menosimpresionantes, sin duda alguna. A la revoluciónde Asturías hay que juzgarla generosamente, conarreglo a un criterio histórica, sin ocultar sus erro-res ni añadirle crueldad. Yo he sentido, como el

que más, el dolor de ver correr la sangre por aquel

país que es mío, que está unido a la intimidad demi corazón, porque en él se han mezclado mis lu-chas y mis triunfos. Las calles devastadas de

Oviedo, sus ruinas innumerables, sus árboles des-

trozados y sus torres caídas, pesan sobre mi alma,

porque, además, todo eso va unido a los recuerdos

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de mi primera juventud. Pero me duele tanto comoeso la injusticia que pudo hacer posible la revolu-ción; me conmueve el heroísmo de esos minerosque, sin pensar si van a ser secundados, se lanzana pelear por una idea que va dejando de ser unautopía, sin pensar si son bien o mal dirigidos, ofre-

ciéndole a la revolución la vida, porque es lo únicoque tienen.

En cambio, frente a ellos, están sus calumniado-res, los mismos que en octubre, temblando de pá-nico, se disfrazaban y se escondían, para despuéssurgir blandiendo la venganza y la delación. Esa

burguesía indigna que pide penas de muerte y hacede ellas un programa político, no puede despertaren las clases populares otra cosa que odio y repul-sión. Hemos visto a ciertos hombres y ciertos par-

tidos aprovechar la revolución de octubre paraapoderarse de los Ayuntamientos, de la Diputación,

de los organismos que el voto popular en su día les

había negado y reponer en él al más viejo, inmun-

do y desacreditado caciquismo. Estos son los verda-

deros saqueadores . de la revolución. Los saquea-

dores han llegado á extremos tales, que las propiasautoridades de Oviedo han tenido que oponerse a

la consumación de ciertas venganzas y a la reali-

zación de ciertos negocios. Se quería especular

con el dinero, concedido por el Estado para la re-

construcción de Asturias, poner precio al dolor,

OCTUBRE ROJO EN ASTURIAS

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comerciar con los escombros de la ciudad deshecha.

Desde aquí y ante la España de mañana, lanzo mi

desprecio a estos saqueadores de la revolución.

J. DIAZ FERNÁNDEZ

Í

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Mieres inicia la Revolución

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T

MIERES INICIA LA REVOLUCION

El primer grupo.-Empiezan a bajar los mi-neros.-La marcha sobre Oviedo.-El alis-tamiento.-Los frentes de combate.

Mieres fué la base de la revolución. Es unpueblo grande y negro, diseminado en la fal-da de una montaña, desde la cual le anunciaun resplandor rojo, el de las fábricas meta-lúrgicas. La inmensa cuenca minera, que se

extiende desde las estribaciones del Pajareshasta los umbrales de Oviedo, desemboca enMieres, donde están instaladas las industriasmás importantes, las oficinas de las empresasy los técnicos. Allí están también las casasobreras, pintadas de bermellón, donde al atar-decer hormiguean los hombres vestidos demahón, las mujeres despelúchadas y asténi-cas, con los grandes ojos enrojecidos por latemperatura del taller y de la escoria, y loschiquillos sucios, desgarrados, hostiles, que

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salen a la busca del carbón a las orillas delrío, al borde de los lavaderos.

Al atardecer del día 5 salieron por to-dos los caminos de la montaña emisariosde los comités revolucionarios anunciandopara el día siguiente la huelga general y lasublevación armada. Los grupos de Mieres notenían armas. Había, sin embargo, que encon-trarlas y para eso se brindó un grupo de co-munistas y socialistas que salió de madrugadaarmado de pistolas y escopetas. Este grupofué, sin duda alguna, el que inició la revolu-ción. Se dirigió, primero, al cuartelillo de laguardia municipal. Allí la empresa fué fácil.El retén dormía sobre los camastros, y cuandolos guardias vieron entrar aquella fuerza, com-puesta, además de personas conocidas, ape-nas tuvieron tiempo de volver de su sorpresa.Los revolucionarios les quitaron las armas ylas municiones y salieron para dirigirse a unaarmería próxima, en cuya puerta golpearonfuriosamente. Por una ventana asomó el due-ño, que fué invitado a entregar las armas.

El comerciante no hizo resistencia. Pero an-tes de franquear la entrada a los revoluciona-rios, llamó por teléfono al cuartel de Asalto.Por eso cuando aquéllos se dedicaban arecoger las escopetas y cartuchos de la tien-da, apareció la camioneta de los guardias deAsalto. Antes de que echasen pie a tierra, los

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revolucionarios dispararon. Tres guardias ca-yeron entonces heridos. Los demás, pensandoque los atacantes lo eran en mayor númeroretrocedieron hasta el cuartelillo de la guar-dia urbana, donde se hicieron fuertes.

Pero esta fué la señal de la lucha. Los mine-ros comenzaban a llegar de sus aldeas con suscarabinas y sus pistolas. Una inmensa multi-tud se congregaba en la plaza de la Consti-tución, desde donde partían columnas de vo-luntarios para rendir los cuarteles. Algunosmineros iban armados con cartuchos de dina-mita, dispuestos a volarlos en caso de resis-tencia. Y lo que sucedía en Mieres ocurría casisimultáneamente en los demás pueblos de la

' cuenca, en Aller, en Pola de Lena, en Turón.A las ocho y media de la mañana la fuerzapública de aquella zona se había rendido to-talmente, no sin haber tenido duras refrie-gas con los revolucionarios. La avalancha eratal, sin embargo, que la cuenca entera estabaen armas, desmandada, como un río en creci-da que todo lo arrasa.

En la plaza de Mieres se registraron esce-nas impresionantes. Después de rendirse losguardias de Asaltó, las masas pedían que dosde ellos famosos por su dureza en reprimirmanifestaciones, les fueran entregados. ElComité se negó a ello. Estos dos guardias es-taban heridos y había que trasladarlos al hos-

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pital de sangre. Cuando la multitud los vióllegar a la plaza, protegidos por algunos obre-ros, se destacaron hasta diez escopeteros quelos reclamaban para rematarlos. Los obrerostuvieron necesidad de cubrirles con sus cuer-pos para que no disparasen sobre ellos. Perouno de los guardias, en un acceso de pánico,con el uniforme desgarrado y cubierto de san-gre, quiso huir rompiendo el cerco de los quele protegían. No bien lo había hecho cuandocayó muerto de dos tiros de escopeta.

Mediada la mañana, millares de obreros secongregaban alrededor de la Casa del Pue-blo, desde donde se transmitían las órdenesdel movimiento. El Comité de Transportes sehabía incautado de camiones y automóviles.El de abastecimiento había centralizado losvíveres, declarando la abolición del dinero,facilitando en cambio los bonos de aprovisio-namiento para la población civil.

Delante de la Casa del Pueblo se iban con-gregando camiones y automóviles, cuyos mo-tores trepidaban como bestias impacientes. Devez en cuando, en medio de la trágica ba-rahunda, sobresalían voces nerviosas y enér-gicas:

-¡Revolucionarios voluntarios paraOviedo!

-¡Revolucionarios voluntarios para Campo-manes!

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Los hombres se lanzaban al asalto de las ca-mionetas, deseosos de ser los primeros en mar-char. La mayoría entraba en ellas sin armas,porque no las había para todos. A los minerosse les notaba la decisión de entrar en comba-te desafiando el mayor peligro, convencidosde que aquella lucha era más que necesaria,fatal. Se despedían de los amigos con ciertojúbilo, y no era raro oír desde lo alto de loscamiones diálogos y bromas a cuenta de lasterribles jornadas..

-¡También se muere en la mina, chacho!--gritaba uno, armado con un viejo fusil casiinservible.

-Verdad; verdad. Ayer tiré las herra-mientas al río. ¡Viva la revolución!...

Al mismo tiempo que se organizaban las ex-pediciones de guerra, grupos de obreros asal-taban los polvorines y se apoderaban de ladinamita que se utiliza en las faenas mineras.Otros ocuparon los talleres y fábricas meta-lúrgicas, donde se formaron equipos para pre-parar las bombas que habían de utilizarse enel ataque. Algunos de estos artefactos eranverdaderas máquinas infernales. Conteníandos paquetes de dinamita-unos cuarenta ydos cartuchos-y diez kilos de metralla he-cha con recortes de varillas de acero. En es-

tos talleres trabajaban día y noche numero-

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sos obreros. Se construyeron allí más de cin-co mil bombas.

El cuartel que más tardó en rendirse fué elde Campomanes, pueblo' minero de la líneadel Norte, fronterizo con León. Allí resistíaun cabo de la Guardia civil con unos cuantosnúmeros. Al conocerse la noticia en Mieres,salieron numerosas expediciones de revolu-cionarios, que a las tres de la tarde habíanlogrado rendir a la fuerza pública, despuésde matar al cabo y herir gravemente a dosguardias. Como desde el cuartel se había pe-dido refuerzos a León, poco después apare-ció un camión con guardias de Asalto, quellevaba emplazada una ametralladora.

En aquel momento los mineros, concentra-dos en gran número eran dueños del pueblo.Los guardias indudablemente ignoraban queles esperaba allí un verdadero ejército. Ape-nas el camión asomó por una de las calles deCampomanes, una descarga cerrada destrozóla mitad de la dotación. Los guardias no tu-vieron tiempo siquiera de utilizar la ametra-lladora. Los supervivientes se lanzaron a tie-rra y desplegados fueron a refugiarse en unafábrica donde a los veinte minutos fueron ani-quilados. Sólo un cabo y dos números logra-ron huir, a monte traviesa, camino de León.

El terreno favorecía los designios de los re-volucionarios. Toda la zona, a partir de Pa-

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jares es una sucesión de picachos y colinas,con profundos corredores flanqueados de ar-bolado, donde pueden parapetarse miles dehombres sin ser vistos. Al día siguiente de laprimera refriega, los mineros organizaron es-pontáneamente un frente de combate. Las ór-denes de los comités eran lentas y vacilantes,pero los hombres comprendían por instintolas exigencias de la guerra y se preparabanal ataque. Presumían que por la linea de Leónllegarían fuerzas dispuestas a reducirlos. Aun-que el entusiasmo creaba los rumores másoptimistas, anunciando el triunfo proletarioen todas partes, los mineros esperaban el com-

bate.En efecto, pocas horas después aparecían

las primeras fuerzas militares: las del bata-llón ciclista de Palencia, seguidas de otrasdos unidades de Infantería. El choque fué du-rísimo. Las fuerzas de vanguardia sucumbie-ron casi totalmente; pero las restantes, a cos-ta de grandes pérdidas, pudieron ganar laposición de Vega de Rey, en la cual resistie-ron el asedio incesante de los mineros duran-te una semana, desde el 8 al 16 de octubre,fecha en que aflojó definitivamente la pre-

sión revolucionaria.La marcha sobre Oviedo fué más fácil. Cien-

tos de mineros se alistaban para el frente. Laprimera refriega entre la fuerza pública y los

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sublevados, tuvo lugar en plena carretera, enla llamada cuesta de la Manzaneda. Los guar-dias ocuparon las casas y desde allí quisieroncortar el paso a los grupos. Fué inútil. Los re-volucionarios, en medio de continuas descar-gas, ocuparon la loma más alta desde la cualdominaban la posición de la fuerza. Esta notuvo más remedio que abandonarla y batirseen retirada hacia los montes próximos. Allífueron cazados los guardias uno a uno, mien-tras los mineros, tras de despojarles de co-rreaje y armamento, marchaban como unatromba sobre Oviedo, donde comenzaron lasnuevas y trágicas jornadas.

En la carretera quedaban mezclados y ba-rajados por el destino cadáveres de guardias yde revolucionarios. Al día siguiente, los labrie-gos de las aldeas próximas abrieron una fosaen la falda del monte y los enterraron apila-dos, bajo el ronco zumbido de los primerosaviones.

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La lucha en Campomanes

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II

LA LUCHA EN CAMPOMANES

"El Porteño" y su grupo.-Champán para losparias.-Desorden en el frente.--El asalto.La muerte oscura.

En el frente de combate de Campomanes sereunieron alrededor de tres mil mineros. Lasarmas eran escasas. Hasta que cayó en poderde los revolucionarios la Fábrica de la Vega,de Oviedo, no hubo armamento suficiente. Por

otra parte, los mineros luchaban desordenada-mente, sin una organización regular, actuan-do por propia iniciativa. Apenas funcionabanlos servicios de guerra más elementales Mu-chos mineros jóvenes habían llevado consigosus novias y sus mujeres, y esta fué la inten-dencia con que contaron. Estas mujeres lle-nas de coraje y de rebeldía, les alentaban yayudaban, pero constituían un impedimentoextraordinario en la lucha con las tropas.

Los primeros grupos medianamente organi-

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zados que llegaron, procedían de Moreda. Alfrente de uno de ellos iba un revolucionarioque se había destacado por su decisión y va-lentía en la toma de los cuarteles. Se llama-ba Gerardo Monje y trabajaba como liste-ro en unas obras municipales. Monje había es-tado en Buenos Aires y hablaba todavía conacento porteño. Era un tirador magnífico.Llavaba el máuser y el correaje de un guar-dia civil y sus compañeros le acataban comojefe indiscutible. Lo primero que hizo fué nom-brar su lugarteniente a un muchacho joven,picador de mina, llamado Antonio Martín. Elcomité de Campomanes encargó a Monje latoma de la estación de Linares, en la que se-gún confidencias había un convoy de víveres.En cambio los obreros del pueblo carecían deellos. Suponían que la estación estaría defen-dida por fuerzas militares y reclamaban lapresencia de los revolucionarios para ata-carlas.

Monje dispuso sus hombres para la lucha.Pero cuando llegó a las inmediaciones de laestación se encontró que allí estaban solamen-te el jefe y algunos ferroviarios.

-¡Pero qué "sonsos" !-exclamó Monje,irrumpiendo con sus hombres en la estación-.Tienen víveres al alcance de la mano y pa-san hambre.

Inmediatamente procedió a la requisa de

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vagones. Había allí harina, legumbres, conser-

vas, e incluso unas cajas de champaña.Los vecinos que habían llegado detrás de

los mineros, quisieron participar en el botín,lanzándose en desorden sobre los víveres El

"indiano" los contuvo. Disparó a los pies delos primeros asaltantes y éstos aterrados re-trocedieron. A uno, más decidido, que no qui-so hacer caso tuvo que barrenarle de un tiro

el brazo derecho. Luego dijo-¡Atrás todos! Aquí nadie se lleva nada,

hasta que yo disponga cómo se ha de llevar.Comerá el que tenga hambre, pero no admi-

to "macanas"...Después ordenó a sus hombres que prote-

gieran el reparto. A los vecinos los colocó en

fila-A ver, usted, "vieja", delante. Todos en

fila al tercer vagón. Vosotros-a sus compañe-ros-, aquí con el fusil preparado, por si que-da por ahí algún "chingao" que quiera dárse-

las de guapo.Luego abrió un vagón:-Los que necesiten patatas...Fué distribuyéndolas equitativamente. Lue-

go repartió legumbres, harina para pan, la-

tas de conserva.-¿Están ustedes satisfechos?Alguien rezongó, disconforme-No admito "macanas", ¿sabe?-replicó

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rápido-. Por esos pueblos hay también ne-cesidades y niños que no comen. * Todos tene-mos derecho a vivir y ustedes van arregladospara unos días. Lo que queda lo repartiré¿sabe? No tocaremos nosotros a tanto...

Cumplió su palabra. Aquellas mercancíasremediaron un poco la escasez que se notabaen los pueblos del contorno, donde algunosdías costaba cuatro horas de "cola" recogerel valor de dos pesetas en víveres. Muchos delos saqueos de aquellos días tuvieron su origen

en el hambre y la impaciencia de las masas.Gerardo entregó al comité de Abastecimien-

tos los géneros restantes. Pidió qué se reser-vasen las cuatro cajas de champaña para sushombres

-Quiero "escanciarlas" una noche, paraque estos parias del monte beban lo que bebenlos burgueses en los hoteles caros

Al día siguiente le encargaron de copar uncañón emplazado por las tropas en una posi-ción peligrosísima

-Ese cañón-dijo el presidente del comité,comunista destacado-domina nuestros fren-tes. Varios camaradas han caído todos estosdías. Nos hace tanto daño el cañón como losaviones.

Gerardo Monje respondió--Se copará el "cañoncito", camarada. Pero

yo rogaría también al camarada que se aten-

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diese un poco a los trabajadores que luchan.A veces se pasan el día entero sin probar bo-

cado.En efecto, la organización era desastrosa.

Reinaba una completa anarquía en los servi-cios auxiliares. Los mineros presentían que elfinal de la lucha no podía ser otro que la de-rrota. El frío, aquellos días, en la montaña, eraintensísimo. Llovía y granizaba con frecuencia.Los mineros, a la intemperie, sin mantas ni

abrigos, aguantaban estoicamente aquella

campaña inesperada. Algunos estaban semi-descalzos, con los pies encharcados en unasbotas deterioradas, o en unas alpargatas yainservibles. Los sostenía sólo la esperanza deque la revolución estuviese triunfando fuerade allí, aunque la verdad es que estaban in-comunicados habitualmente, sin más que al-guna que otra proclama que llegaba desdeMieres, redoblando en ellos la fe en la re-

volución.En las casas cercanas al frente, desde don-

de se hacía el aprovisionamiento de los gru-pos, había un desorden inaudito. Las mujeresrepartían las raciones sin orden ni concierto.Algunos "emboscados" saqueaban los depósi-tos y huían a esconderse del fuego.

Gerardo, con su pequeña columna, cum-

pliendo instrucciones del comité, quiso corre-gir defectos. Era ya tarde, sin embargo, para

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poner las cosas en su lugar y dar a la resis-tencia una mediana organización. En reali-dad, los comités que controlaban aquel fren-te habían dejado incorporarse a él las gentesmenos útiles. Nubes de rateros y de malean-tes, de mujeres y de chiquillos merodeabanpor allí, sembrando el desorden y la anarquía.

El movimiento se había escapado de las ma-nos de los dirigentes. El comité se limitaba aenviar patrullas de veinte hombres, como si setratase de ganar batalla tan difícil con golpesde audacia, venciendo hoy una posición y ma-ñana otra. Faltaba una técnica de la revolu-ción. En cambio, había pelotones de jóvenesmineros con valentía y arrestos para enfren-tarse con la muerte y ofrendar sus vidas ala revolución. Mientras los románticos revo-lucionarios, hambrientos y descalzos, dabansu vida en el parapeto, otros que nada hacíancomían su pan y llevaban su abrigo y sus za-patos, repartiéndose las prendas que proce-dían de las confiscaciones revolucionarias.

Fué casi inútil que Gerardo Monje enviaseal comité de Mieres una comunicación inte-resando cuantos abrigos, cueros, checos, trin-cheras y zapatos quedasen en los comerciossin distribuir. Cuando una pequeña remesa lle-gó al frente, la mayor parte de las prendasestaban inservibles. Hubo revolucionario quepara descansar unas horas, libre de las ropa

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empapadas de agua, sé quedó totalmente des-nudo entre la hierba de un pajar, como unahormiga en su hormiguero.

A los tres días de llegar Gerardo al-frenteamaneció un hermoso día. Hermoso porque elsol doraba la cumbre de l as montañas; peroterrible para los que habían de batirse con laaviación, la fusilería y los obuses. Los mine-ros casi preferían , los días lluviosos y conniebla.

Mientras el sol iba limpiando de oscurida-des las montañas, los revolucionarios toma-ban posiciones tras los árboles y argomales,para combatir a las tropas y despistar a losaeroplanos que arrojaban bombas y dispara-ban sus ametralladoras.

En seguida el fuego de cañón alternaba conel bombardeo aéreo. La estribación derecha,al bajar de Pajares, era la más. comprometidaporque carece de vegetación. Diseminados yacurrucados al abrigo de cualquier arbusto,los mineros de vanguardia veían caer las bom-bas, sin dejar de disparar a su vez, tambiéncon éxito. Cuando un compañero era alcan-zado por un casco de metralla, había siem-pre un par de voluntarios dispuestos a cárgár-selo a las espaldas para conducirlo a la am-bulancia y desde allí al hospital de sangre.Algunas veces aquellos trágicos convoyes erandescubiertos por la aviación; pero ellos no

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abandonaban la' carga y corrían con ella paraque los aviones no pudiesen situar el tiro. Al-guno pereció en este trágico regate por salvara un compañero herido.

La lucha era demasiado desigual durantelos días claros.

Al asomar aquella mañana la escuadrilla deaviones por el Pajares, los revolucionarios es-taban ya en sus madrigueras de la ladera iz-quierda. Los aparatos evolucionaban sobre lasposiciones de las tropas y sobre las del fren-

te rojo, sin descubrir un solo revolucionario.Cuando pasaban sobre las casas donde se ha-bían estacionado las tropas, los mineros oíanun gran griterio

-¡Viva España! ¡Viva España!Saludaban a los libertadores. Porque el ase-

dio de los mineros no llevaba trazas de con-

cluir, a pesar de conocerse la suerte adversade la revolución.

Los hombres de Gerardo Monje estaban es-condidos tras los árboles y se disponían a apo-derarse del cañón. Gerardo se reprochó queantes no hubieran intentado realizar aquel ser-vicio:

-Son tantas las cosas que hay que haceraquí...

De vez en cuando un obús rasgaba el viento,seguido al instante de una sorda explosión.

Luego se oía la detonación del disparo. Des-

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pués, otra y otra. Era la señal para que la avia-ción precisara, por las explosiones de las gra-nadas, la posición de los revolucionarios. Elcañón servía, en realidad, de guía.

La ofensiva de las tropas duró toda la tar-de. Tronaban los cañones con el seco acompa-ñamiento de las granadas. La aviación, zum-bando contra el cielo inclemente, arrojabacargas de metralla. Los mineros permanecíanenvueltos en está lluvia mortífera, contra laque no podían casi nada. Es verdad que te-nían también un cañón; pero las municionescarecían de espoleta y sus disparos eran poco

menos que inútiles.La única defensa eficaz era el tiro de fusil

contra los aviadores. Gerardo disparó una vezy el avión acusó por su repentina vacilación,la herida del piloto. El bombardero debió lo-grar, sin embargo, apoderarse del mando, nosin que antes el aparato emprendiese una

acrobacia desesperada, como para desplomar-se. Pero se estabilizó de pronto y desapareció

raudo tras el puerto de Pajares.Gerardo comentó con ironía-Uno que ya no nos estorba más. Desgra-

ciadamente aún quedan bastantes.Las bajas de los mineros lo acusaban. A

Pesar del peligro habían sido recogidos unmuerto y cinco heridos graves. Uno tenía unbrazo molido por los cascotes y desgarrado

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profundamente; ni siquiera se quejaba. Otrofué alcanzado en las dos piernas, que sólo te-nía sujetas por jirones de carne sanguino-lenta. Este era un obrero de rostro cobrizo.Decía con voz débil:

-Yo muero... Acordaos de mis hijos. Sitriunfamos, sabréis corresponder...

Luego quiso incorporarse:-Dadme el fusil... Pero... no puedo... no

puedo. Dejadme descansar tumbado. Que otrabomba acabe conmigo.

Poco después palideció intensamente y mu-rió en brazos de un camarada. Los mineros mi-raron con una mezcla de fervor y de espantoaquella cara ya lívida. Fué un soldado oscurodel marxismo, del que nadie hablará más.

Se le enterró en el monte, cerca de un arro-yo, cuyas aguas bajaron muchos días mezcla-das con sangre.

Los mineros esperaban ya el intento de asal-to a sus posiciones. Pero esperaban por suparte la noche para atacar, libres de los aero-planos.

-¡Qué nadie se mueva!-dijo GerardoMonje.

Después de las cuatro de la tarde se viósalir a la fuerza desplegada en guerrilla paraapoderarse de las posiciones revolucionariasAl mismo tiempo la aviación seguía lanzando

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bombas. Los cañones disparaban sin tregua.Los revolucionarios dejaron desplegarse a lastropas. A menos de quinientos metros hicie-ron una descarga cerrada que ocasionó va-rias bajas. Eran tiros seguros de cazadores.

-¡Cuerpo a tierra!-ordenó alguien a lossoldados.

Pero los revolucionarios se estaban quietos.-Acostados no avanzan-decía Monje-;

cuando se pongan en pie, ¡duro!,Los soldados se enderezaron nuevamente y

echaron a correr agazapados. Las descargasrojas les hacían doblegarse y desistir. Ibantodos a una muerte segura. No tuvieron másremedio que retirarse.

Tres soldados quedaron, sin embargo, reza-gados y fueron capturados por los revolucio-narios.

-¡No nos matéis! Nosotros estamos aquíobligados.

Se les llevó al depósito de prisioneros.-Al fin y al cabo-decía un minero-, su-

fren como nosotros.Por ellos se enteraron los mineros de la di-

fícil situación de las tropas durante los prime-ros días. No podían enterrar sus muertos. Losvíveres les fueron arrojados desde los aero-planos, después de pasar hambre cuatro días.Si los cañones revolucionarios hubiesen dispa-rado con espoleta, habrían sido aniquilados.

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Aquella noche era preciso copar el "cañon-cito". Destacaba este cañón entre los empla-

zados por las tropas por su posición estraté-gica. Dominaba toda la ladera del monte, porla parte Norte. En las horas de bombardeoaéreo, sus disparos señalaban con precisión lasituación de los mineros. Se hablaba de él enlos pueblos sublevados como de la peor má-quina enemiga.

Gerardo Monje, con su grupo, se habíacomprometido a enmudecerlo. Aunque otrasfaenas de la lucha le habían obligado a "de-morar", como él decía con su acento porteño,de aquella noche no pasaba. Al riscar el albahabía que apoderarse de la pieza. Los rojossabían que estaba defendida por una secciónal mando de un teniente. Había, además, unaametralladora.

En efecto, a la luz levísima del amanecerse lanzó el grupo a la temeraria empresa. Elteniente los debió descubrir y pensó, sin duda,prepararles una emboscada. Situó a sus hom-bres fuera de la posición para envolver a losasaltantes. Unos pocos quedaron custodiandoel cañón y rompieron el fuego los primeros,lo que hizo que los revolucionarios no pensa-sen en la emboscada. Pocos metros antes delreducto, se dieron cuenta que estaban co-pados. Gerardc gritó

-¡Compañeros, ánimo y fuego

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Las fuerzas les acosaban. El teniente que es-taba de pie, disparando su pistola, gritó a suvez:

-Es inútil. Moriréis todos si no os entre-gáis.

Apenas dijo esto, un tiro certero de Gerar-do lo hacia rodar. Un sargento y tres soldadoscayeron también, mientras Gerardo excla-maba

-i Animo, camaradas!Fueron sus últimas palabras. Antonio Mar-

tín, que disparaba cerca, vió corno a su ami-go le cala el fusil de las manos y se desploma-ba sin exhalar una queja, muerto de un ba-lazo en el pecho.

Otros mineros estaban muertos y heridos.Antonio Martín tuvo que disponer la retirada,mientras un grupo de sus hombres se apode-raba de una ametralladora de la tropa. Elcañón, en cambio, continuaba en lo alto dela loma, confabulado con los aviones de bom-bardeo para batir a los pueblos en armas.

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El tren blindado

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III

EL TREN BLINDADO

Un fogonero ascendido.-¿ Quién es el "Ro-xu" ?-La primera avería.-¡U. H. P. !-Elbombardeo aéreo. -Las deserciones.-El"Roxu" se entrega.

En vista del avance inminente de las fuer-zas militares, el comité de Mieres, a instanciade algunos jóvenes revolucionarios, dispuso lasalida para Campomanes de un tren blindado,

con hombres de refresco.Esto sucedía en la madrugada del día 13.

A pesar de haber transcurrido una semana delucha y hallarse en su apogeo los combates deOviedo, no fue difícil encontrar voluntariospara la expedición. El tren quedó formado conseis vagones, donde iban unos doscientos hom-bres armados con mosquetones traídos deOviedo. En otro vagón se cargaron vituallas

recién requisadas en las aldeas, adonde apenasllegaba el eco de la revolución. Empezaban

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entonces a escasear los víveres, entre otrasrazones porque en los comités de abastecimien-tos reinaba una total confusión

De madrugada empezó a formarse el tren.Hubo que improvisarlo todo. El material esta-ba en desorden en las vías muertas, tal comohabía quedado una semana antes, al surgirlos primeros chispazos. Los ferroviarios noaparecían por parte alguna. Grupos de obre-ros recorrían sus domicilios, donde les contes-taban, temblando, que nada sabían de ellos.

-¿Quién va a conducir el tren?-pregun-taban de aquí y de allá, mientras los gruposiban engrosando y repartiéndose por el estre-cho andén, por las oficinas de la estación,hasta derramarse en la explanada próxima.Se hablaba a gritos, nerviosamente, contándo-se impresiones y rumores del frente, detallesbrutales de los combates. De vez en cuandolas blasfemias y las amenazas silbaban sobreel sordo rumor de los atropellados diálogos.

Por fin, a la luz indecisa de las lámparas dela estación, apareció un ferroviario, en mediode varios mineros armados. Venía sin gorra,alteradísimo, agitando los brazos

-Yo llevo el tren, pero no respondo...De pronto se paraba y exclamaba insisten-

temente:-¡No respondo! ¡No respondo!Era fogonero del Norte. Le hicieron subir

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a la máquina y allí, ayudado de varios obre-ros, empezó la faena, mientras otros engan-chaban los vagones, los cubrían con el blinda-je, cargaban los víveres, o discutían furiosa-mente sobre lo que convendría hacer. No ha-bía jefe. De vez en cuando, algún individuodel comité era abordado por un grupo de vo-luntarios que le planteaban cualquier proble-ma de la organización del convoy. El directivovacilaba, decía una cosa y luego otra, y al finse escabullía. Los expedicionarios tenían queresolver entonces por sí mismos, farfullandoinsultos contra "estos babayos (1) del co-mité".

El más enérgico de los expedicionarios eraun muchacho rubio, casi rojo, al que todos, enefecto, llamaban "Roxu". El "Roxu" iba deaquí para allá, metiendo a la gente en los co-ches, apuntando las cajas de municiones, co-locando centinelas en las plataformas. Nadiele conocía y, sin embargo, le obedecían todos.

-¿Quién "ye esti" rapaz, chacho?-Non sé. Debe ser comunista.Lo cierto es que el "Roxu" logró que el fo-

gonero capturado, ascendido por la revolucióna maquinista, pusiese el tren en marcha. Aque-llo produjo entre los que se quedaban y losque se iban cierta emoción. La técnica prole-

(1) Incapaces.

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taria, siquiera fuese tan elemental, como lade poner en marcha un tren, triunfaba enaquel momento histórico. El "Roxu` se asomó

a una de las ventanillas y gritó con todas susfuerzas:

-¡Viva el ejército rojo!

El viva fué sofocado por un largo y desga-rrado pitido. El fogonero se había cogido alpito de la máquina y lo había oprimido du-rante más de cinco minutos. Era un grito desocorro y de angustia, más que una señal demarcha. Aquel jornalero pacífico, obligado asumarse a la rebelión, querría despedirse, qui-

zá para siempre, de la mujer y los hijos, quetantas veces habrían oído indiferentes el pitodel convoy.

El tren marchó con regularidad por espaciode media hora; pero de pronto una avería enla caldera le hizo detenerse, entre las protes-tas de los revolucionarios. El "Roxu", que lle-vaba un mosquetón colgado al hombro y en lamano una pistola, se convenció por sí mismoque de aquella "panne" inesperada no teníaculpa el fogonero. Varios mecánicos que ve-nían en el tren se dedicaron a hacer un reco-nocimiento minucioso de la máquina, mientras

los demás se tumbaban por las inmediacionessin abandonar las armas.

La detención duró cerca de tres horas. Al

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fin, la avería fué reparada y el tren pudo con-

tinuar su marcha.En todas fas estaciones del trayecto fué

preciso detenerse. Las familias se agolpabanen los andenes y cambiaban impresiones con

los revolucionarios. Contaban los destrozos delos aviones, la fuga de las familias pudientes,las rendiciones de los cuarteles. Al partir el

tren hombres y mujeres lo despedían con el

puño en alto.-¡U. H. P.! (1) -gritaban abajo.-¡ U. H. P. !-contestaban desde el tren.Pero cuando este partía, todos se alejaban

silenciosos, sumidos en el horror de la revolu-

ción.

Era bien entrada la tarde cuando el tren

llegó a las inmediaciones de Vega de Rey,donde se parapetaba la vanguardia de lastropas, al borde de la vía del ferrocarril. Las

tropas recibieron al tren con una descarga ce-rrada de fusilerla y ametralladora. El trencontestó del mismo modo. Pero los disparos'enemigos lograron perforar la chapa de docemilímetros que recubría la máquina, hora-dando la caldera. Esta empezó a perder vapory agua y al fin el tren tuvo que detenerse.

En seguida los cañones enemigos comenza-

(1) <Unión, hermanos proletarios>, era la consignasocialista.

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ron a vomitar metralla. Del interior del trensalían imprecaciones y blasfemias mezcladascon el silbido de los disparos. Muchos creíanque el maquinista había hecho traición. Unminero, tocado con una gran boina, que ibadisparando su fusil desde una aspillera, saltódel coche y subió a la máquina.

-¡Tira adelante o te mato!-dijo al pobrefogonero, apuntándole con el mosquetón.

El "Roxu" le apartó el arma:-No seas bárbaro. Es que la máquina no

tira. Mira: convéncete tú mismo.La máquina, en efecto, no obedecía al re-

gulador. El convoy quedó encallado allí, bajola metralla de las tropas. De pronto, aparecie-ron dos aviones, dominando con sus motoresel tumulto de las descargas. En medio segun-

do dejaron caer dos bombas, que no estalla-ron sobre el tren, sino unos metros más allá.Pero los cascos de la metralla rebotaban en elblindaje, dejando un eco metálico.

El fogonero, acurrucado en su rincón, ha-bía abandonado el marido de la máquina.

-Ven acá, cobarde-le gritaba el "Roxu",mientras disparaba-. Algo hay que hacer.

Van a acabar con nosotros los aviones.Pero el ferroviario no se movía. Entonces

el "Roxu", desesperado, aflojó los frenos yvio que el tren, gracias al desnivel del terreno,retrocedía.

OCTUBREROJO EN ASTURIAS

-Ven aquí que nos deshacemos por esa

cuesta.El fogonero, temblando, obedeció al finy

llevó al tren hasta un túnel entre Ujo y Polade Lena, seguido por los aviones que preten-dían hincar sus granadas en el convoy como

sus uñas dos pájaros de presa.Aquella noche los expedicionarios del tren

marcharon a pie hasta el frente de combate,donde durante dos días sostuvieron encuentros

reñidísimos con las tropas que recibían cons-tantemente refuerzos desde León. Aquel fuéen realidad el último esfuerzo de los minerospara romper la línea enemiga. El "Roxu" quisoasaltar el día 16 los parapetos enemigos. Perosu iniciativa fué recibida ya con frialdad.Aquella noche empezaron las deserciones delos revolucionarios. El día 17 sólo quedabanunos cincuenta hombres con el "Roxu" a lacabeza, dispuestos a resistir hasta que el co-mité dispusiese la retirada. La verdad es quea aquellas horas no quedaba ya comité algu-no. Con un pretexto o con otro los combatien-tes del frente se habían marchado, para huirpor la montaña o buscar refugio seguro. Sa-bían que el total fracaso de la revolución les

pisaba ya los talones.El "Roxu" cambió impresiones con sus com-

pañeros. Casi todos querían huir.-Eso nunca-gritó el "Roxu"-. Además,

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no sabemos cómo andarán las cosas por otraparte.

Se ofreció a parlamentar con los militares: .-Mientras quedemos nosotros, la revolu-

ción no está vencida.Pero su criterio no triunfó. Todos estaban

dispuestos a marcharse. Entonces el "Roxu"decidió una locura:

-Pues yo voy a hablarles a los soldados.Son proletarios como nosotros...

No hubo manera de disuadirlo. Con su fu-sil al hombro se dirigió a la posición enemi-ga. Soldados y oficiales le dejaron avanzar,un poco asombrados de lo insólito del caso.Nadie sabe lo que pasó. Sus compañeros le vie-ron llegar y vieron que a su alrededor se for-maba un grupo. El "Roxu" discutía, haciendograndes gestos. Por fin, los soldados le inter-naron en el campamento y nadie volvió a sa-ber más de él.

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En el hospital

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1V

EN EL HOSPITAL

Patricio, el practicante.-La mujer del guar-dia.-La busca trágica.-El loco del auto-móvil.-Agonía de un niño.

Los heridos del frente de combate de Cam-pomanes y aquéllos que caían víctimas de laaviación a lo largo de la cuenca, eran hospita-lizados en Mieres. Un médico de la Beneficen-cia municipal, requerido en unión de otros parala asistencia de las, víctimas, sugirió al comitéla instalación de un hospital de sangre en laEscuela de Capataces, único lugar apropiadopara ello. Se requisaron camas y efectos en lastiendas y casas particulares, se aprovechó elmaterial sanitario de las Casas de Socorro yde las farmacias localess se nombró el perso-nal adecuado, tornado de aquí y de allá, en-tre revolucionarios y personas de orden. Lasenfermeras y sanitarios eran, por lo general,gentes de la masa neutra que se ofrecían vo-

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luntariamente a una labor que además de hu-manitaria, tenía la ventaja de poner a cubier-to a los que la realizaban de los azares de lalucha. El personal que pudiéramos llamar po-lítico era escaso. Un practicante socialista, lla-mado Patricio, tenía el mando del estableci-miento. Era un hombre discreto, útil, genero-so, que tomaba su papel sin arrogancia ni al-tivez, descargándolo todo lo posible de su ca-rácter clasista. Ha habido muchos proletariosde éstos que en los puestos de responsabilidadse han comportado sin vehemencia ni rencor,ajustando sus actos estrictamente a los deberesde la revolución. Otros, en cambio, los enten-dían de otra manera. Todo el odio ancestralde los parias subía a su corazón en medio delas inclemencias de la guerra, para desenca-denarse en la represalia y el despotismo.

Patricio regía con ejemplar mesura el hos-pital de sangre. Los facultativos encontrabanen él un hombre -azonable, que les facilitabasu función, y el personal sanitario veíaen él un jefe enérgico y justiciero que no ad-mitía atropellos ni desigualdades. Lo mismose atendía a los guardias que a los sublevados,y si alguna preferencia se toleraba era paralos niños y las mujeres, caídos bajo la metra-lla, seres neutrales en el terrible y enconadocombate.

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Las escenas dramáticas se sucedían día ynoche en aquellas salas donde días antes seoían las risas y vayas de los muchachos queestudiaban la técnica elemental de las laboresmineras. Aun quedaban allí los encerados, losmapas geológicos, las escuadras, los cartabo-nes, los telémetros, arrinconados entre gasasempapadas en sangre y en tintura de yodo.

El primer día de la revolución, cuando yahabía instalados allí numerosos heridos, llegócomo loca la esposa de un guardia civil deSantullano, herido de consideración en la tomadel cuartel. Ella y su hijo habían sido evacua-dos antes de que los revolucionarios atacasenel cuartel con dinamita. Había venido a pie,con un niño de la mano, la falda manchadadel carbón de la vía. La llevaron a Patricio,que la autorizó para que buscase a su marido.

Aquella escena no puede describirse. El niñoiba cogido 'de la falda de la madre, llorosoElla, con la ansiedad retratada en el sem-blante, los ojos muy abiertos, se inclinabasobre las camas de los heridos, tratando dedescubrir entre los vendajes el rostro de suesposo. Cuando las vendas y el esparadrapono le dejaban detallar bien las facciones, lla-maba con voz opaca

-¡ Ramón! ¡RamónPero Ramón no estaba allí. La mujer fué de

un piso a otro, sala por sala, en aquella inqui-

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sición inútil. Cuando se convenció de que noestaba, prorrumpió en gritos espantosos, cor-tados por el llanto:

¡ AY, me lo habéis matado! ¡Me lo habéismatado! ¿Qué hago yo ahora con este hijo,sola en una provincia donde no conozco a na-die-? ¡No puede ser! ¡No puede ser!

Y luego, en otro acceso desesperado, diri-giéndose a los obreros y sanitarios, que la es-

cuchaban en silencio, con los ojos bajos:-¡ Matadnos a los dos también! ¡ Ah, Dios!

Cómo murió mi marido, sin tener quién locurara y lo atendiera, y sin estar a su lado sumujer -y su hijo!

Los presentes procuraron calmarla. Tam-bién había heridos hospitalizados provisional-mente en la Casa del Pueblo. Quizá estuvie-se allí su marido. Cogida de la mano de unobrero, como un ciego de su lazarillo, saliócon su hijo para la Casa del Pueblo.

El trayecto estaba lleno de revolucionariosque llegaban para alistarse, o regresaban delas requisas ae presos y de víveres de los pue-blos vecinos. La mujer miraba a todos con do-loroso recelo. Eran, sin duda, los que habíandado muerte a su esposo, los enemigos impla-cables de los guardias, los que habían dejadoa su hijo a merced de la orfandad y la mi-seria.

Recorría las salas como una autómata.

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Cuando comprobó que tampoco estaba allí sumarido, empezó a temblar y a demudarse. Elniño la llamaba asustado:

-¡Mamá ! ¡Mamá !De pronto, con la mirada extraviada y la

boca llena de espuma, la mujer se abalanzó ala barandilla del pasillo, para arrojarse al pa-tio. Los obreros lograron sujetarla por las fal-das, cuando ya oscilaba sobre el vacío.

En una de las camas estaba, vendado, unniño, de unos ocho o diez años. La fiebre ha-cía más brillantes sus ojos inteligentes y tris-tes. No se quejaba apenas. Lo contemplabatodo resignadamente, y cuando algún heridoexhalaba una queja o solicitaba la presenciade la enfermera, el niño lo miraba profunda-mente, sin pestañear, durante un largo rato.Su curiosidad infantil estaba alerta, incluso,

en medio de tan terrible situación. De su almano se irá nunca, seguramente, la trágica im-presión de aquellos días, calcada con sangre,mezclada al despertar de su conciencia.

Los médicos contaban la historia de este niñocomo uno de los episodios más patéticos de larevolución. El estaba allí sin saber ciertamentela razón de la catástrofe, que de pronto habíadestrozado su hogar. Procedía del frente deCampomanes. La casa donde vivía con sus pa-dres estaba en medio de los dos fuegos, y fué

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necesario abandonarla, la familia se alojó enotra menos peligrosa, aunque también expues-ta a ser alcanzada por una granada de cañóno una bomba aérea. Un día, las tropas de van-guardia iniciaron un fortísimo ataque, duranteel cual algunas bombas cayeron en el edificiodonde este niño, con otros muchos vecinos,había buscado refugio. El niño perdió una pier-na. y quedó sin sentido. Su padre pereció y sumadre cayó gravemente herida. Cuando losrevolucionarios los recogieron y los cargaronal hombro para trasladarlos a la carreteradonde estaban las camionetas de la ambulan-cia, fueron perseguidos por un avión que vo-lando muy bajo, quería ametrallarlos. Por dosveces tuvieron que abandonar a los heridospara no servir de blanco al bombardeo.

El niño, ya en el hospital de Mieres, pre-guntaba de vez en cuando por su madre. Peronadie sabía darle razón. Y sin embargo, lamadre murió en una de las salas bajas deledificio, sin saber que su hijo, suspirando porella, estaba gravemente herido en una sala delpiso superior.

Las escenas de horror se sucedían sin inte-rrupción. Una tarde entró una mujer, con doscriaturas, herida por la metralla, cuando es-peraba en una cola de pan. Un mendigo debarbas blancas, llamado Pedro, conocido en

OCTUBRE ROJO EN AS"i URIAS I

toda la cuenca, presentaba sus pies destroza-dos por los cascotes, como un santo martiriza-do. Aquel mismo día, en el patio, tuvo lugaruna escena terrorífica. Un minero casi atléti-co, mordía sus manos, de donde salían túr-digas de piel. En vano pretendían sujetarlelos enfermeros y sanitarios. Lograba desasirsede los que le sujetaban y volvía a su espanta-ble autofagia. Hasta que se logró reducirlo.Sufría un repentino ataque de locura.

Pero el episodio que parece sacado de unrelato de Poe, es el de Lucero, un joven socia-lista de diecinueve años, chófer de profesión.El comité de Oviedo le había enviado a Mie-res conduciendo un automóvil en el que ibanotros dos revolucionarios, encargados de de-terminadas gestiones. Era el momento álgidode la lucha en la capital. Uno de los que ibanen el coche, obsesionado con una supuesta per-secución de las tropas, empezó a gritar:

-¡ Más de Prisa! ¡ Más de prisa, que vienen!-¡Si no viene nadie, hombre!-¡ Más de prisa!-Vamos a ochenta; no puede ser más.Pero el obseso se había puesto de pie en el

coche y por más que su compañero, quiso cal-marlo, no lo logró. Sacó una navaja barbera ydándole al chófer un terrible tajo en el cue-llo, dijo

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-Toma. Para que no nos entregues a losrevolucionarios.

Lucero paró el coche. Entonces el loco, huendo a campo traviesa, repetía:

-¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen! ¡ Vamos deprisa!

Lucero, que tenía una herida mortal en elcuello, tuvo que seguir hasta Mieres condu-ciendo el coche. Cuando en el hospital se dis-ponían a curarlo, cayó muerto.

Otra tarde entró Bautista, un minero quehacía guardia en la Casa del Pueblo, con sumujer y sus dos niños Los tres estaban heri-dos por la metralla aérea. Bautista iba con sufusil al hombro. Pero Patricio, el practican-te, tan pronto lo vió entrar, le hizo dejar fue-ra el fusil.

-Aquí no tenemos nada que ver con lasarmas.

Se habilitó una cama para la mujer, que te-nía un brazo destrozado, y otras para los ni-ños. El niño era moreno, carirredondo, conuna dulzura infinita en el semblante. Estabamuy grave. Tuvieron que hacerle una amputa-ción delicadísima. El niño, cuando salió de susopor, llamaba

-¡ Papá! ¡ Papá! No te vayas. Ven, acuésta-te aquí.

Y señalaba un sitio a su lado. Cuando el pa-dre iba a simular que se acostaba, el semblan-

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te del niño se ensombreció, sus ojos se turba-ron. Cinco minutos después dejaba de existir.El padre no dijo nada. Quedó como petrifi-cado, mientras la mujer lanzaba gritos desga-rradores.

Momentos después el minero salía de la salapara tomar de nuevo el fusil. Sus sollozos seatropellaban por los pasillos, entre los ayesde los enfermos, el ruido de las ambulanciasy los diálogos entrecortados y anhelantes.

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Langreo

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v

LANGREO

La aldea perdida:-El asedio de un cuartel.Barricadas casi inexpugnables. ---. Fusila.mientos en el cementerio.

Así como en. la cuenca de Mieres, fué fácilrendir a la fuerza pública, en la de Langreo

no sucedió lo mismo. Langreo es un inmensovalle, a orillas del río Nalón, que corre sucio,desgarrado y espeso, en medio de unos pueblosapretados y oscuros, desparramados al azar enla falda de la montaña llena de caries y de tú-neles. La vegetación está manchada de carbo-nilla y de humo. Allí, en efecto, se perdió laaldea de que hablaba Palacio Valdés. En épo-

ca normal los trenes mineros entran y salen enlas explotaciones, como alimañas en sus ma-drigueras. Desde Sama hasta Sotrondio, corre

una inmensa prole de pequeños pueblos, don-de se amontonan las casas estrechas, sucias,pitañosas, morada de numerosas familias obre-

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ras. Lo característico de las zonas mineras esla escasez de viviendas. De modo que los obre-ros viven hacinados, en misérrimos zaquiza-míes que en vez de atraerlos al hogar, les ex-pulsan de él. Gracias a los "chigres" (taber-nas) y a las Casas del Pueblo, donde encontra-ban el mundo civilizado-cine, teatro, cantina,biblioteca-los mineros aprendían los rudi-mentos de la solidaridad social. La pobreza.y el destierro alimentaban cada día su odio declase y encendían en ellos la rebeldía, atiza-da más tarde con la propaganda de un mar-xismo puramente sentimental.

Así como en Mieres domina el socialismo yel Sindicato Minero controla la mayor partede las organizaciones, en Langreo abundan elcomunismo y el anarco sindicalismo. Estos seagrupaban principalmente en el Sindicato Uni-co, que ha sostenido rudas batallas con el sin-dicato socialista. Uno de los pueblos más im-portantes de la cuenca, La Felguera, es un re-ducto anarquista, y fué allí, en los grandes ta-lleres de la Duro Felguera, tomados por losobreros desde el primer día, donde se cons-truyeron las bombas y los blindajes para tre-nes y camiones que se utilizaron en el asediode Oviedo.

En la mañana del día 6 la cuenca de Lan-greo estaba en armas. Los comités de AlianzaObrera habían circulado las órdenes para la

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concentración revolucionaria, y los mineros sedisponían a tomar el cuartel de la Guardiacivil. Pero como se esperaba que ésta recibie-se refuerzos de Oviedo se dispuso que variosgrupos se situasen en la carretera, desde laGargantada, mientras otros atacaban el

cuartel.Las fuerzas rojas de Langreo, tenían algu-

na mayor cohesión que las del frente de Cam-pomanes. Predominaban en ellas los comunis-tas que se sometían fácilmente a la direcciónúnica. En cambio, los anarquistas actuabanpor cuenta propia y en muchas ocasiones des-atendieron las indicaciones de los comités. EnLa Felguera, por ejemplo, intentaron la im-plantación del comunismo libertario, con laconsiguiente abolición del dinero y el cambiode productos en la comuna Al fin, aquellofracasó. Hubo que abrir las tiendas y hacer elaprovisionamiento según las normas corrien-tes, tal como lo exigían las circunstancias dela lucha.

Colocados los revolucionarios en los pun-tos estratégicos de la Gargantada, bien prontoadvirtieron la llegada de una camioneta deguardias de Asalto. Venía en ella una secciónal mando de un oficial, y temiendo una sorpre-sa, los guardias llegaban ya con los fusilespreparados. De pronto, una descarga cerradade los revolucionarios, vino a estrellarse en el

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so

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vehículo, que en vez de parar siguió en mediode las balas, mientras los guardias disparabana su vez. Así pudo llegar al puente por él cualla carretera hace su entrada en Sama. Pero,allí, ya la muralla revolucionaria les hizo de-tenerse y echar pie a tierra para parapetarsedetrás del coche.

La batalla fué enconadisima. Los guardiasllevaban dos ametralladoras y barrían las pri-meras líneas enemigas. Los obreros más arro-jados, al lanzarse al asalto de la camioneta,caían para no levantarse más bajo el fuegoen abanico. Entonces los revolucionarios care-cían aún de las bombas que horas más tardehabían de servir para desalojar el cuartel.También los guardias tenían bajas. Uno deellos, que sin darse cuenta, se había colocadoen un hueco del pretil, recibió un disparo enl a cabeza que le precipitó al río. El cuerpo sehundió con el peso de las cartucheras, mientrassus compañeros seguían luchando incapaces deprestarle ningún auxilio.

Por fin, el oficial, un muchacho joven, quecontestaba sonriendo a las intimaciones que ledirigían los revolucionarios, decidió avanzarhasta el cuartel, porque su situación era cadavez más comprometida. Saltaron de nuevo losguardias a la camioneta y ésta salió a granvelocidad, mientras sus ocupantes se abríanpaso con fuego de ametralladora y de fusil.

OCTUBRE ROJO EN ASTURIAS 81 I

El cuartel que estaba en situación apurada,recibió con esperanza aquel refuerzo. En to-tal no llegaban a los cien hombres los que allí

se hicieron fuertes. Les acosaban miles de re-volucionarios que combatieron toda la noche,mientras construían barricadas con sacos decemento y chapas de acero traídas de la DuróFelguera. Eran unas barricadas capaces deresistir muchas horas toda clase de metralla.

Al siguiente día. el asedio del cuartel sehizo más estrecho. Cerca del mediodía, los re-volucionarios empezaron a atacar con dinami-ta. Las furiosas descargas de los guardias nodisminuían la violencia de los sitiadores, queestrenaban allí las poderosas bombas construí-das por los metalúrgicos de la Duro Felguera.El edificio empezaba a caerse a pedazos. Pri-mero se hundió por un flanco y después em-pezó el derrumbamiento de la techumbre. Elcapitán Alonso Nart, que con el oficial deAsalto dirigía la resistencia, vió qne era ne-cesario abandonar el cuartel. Era una inicia-tiva desesperada; pero no quedaba otra. El di-lema terrible era morir aplastado o cruzar lasbarricadas casi inexpugnables de los suble-vados.

Salieron, sin embargo. Los oficiales, prime-ro, disparando sus pistolas. Después los guar-dias, en guerrilla, con bayoneta calada y dispa-rando bombas de mano. Lograron atravesar

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la línea revolucionaria; pero el acoso de losmineros fué de tal naturaleza, que los guar-dias no pudieron conservar la disciplina.

-¡A ellos , ¡ A ellos!-gritaban los minerosdisparando sus mosquetones y sus escopetas.

Los guardias huían a la desbandada, en pe-queños grupos, con dirección a la montaña.Algunos ya no eran jóvenes y en cambio lesperseguían mozos ágiles, ciegos de coraje yde sangre, que les capturaron y les dieronmuerte, sin atender las indicaciones de los co-mités.

Los dos oficiales quisieron dirigirse a Ovie-do al frente de un pequeño destacamento. An-tes de llegar a Gargantada, ya quedaron singuardias. Perseguidos por los revolucionarios,se refugiaron en una casa del trayecto y aúnallí quisieron defenderse. Era imposible. Losmineros venían en avalancha contra ellos, ca-pitaneados por un muchacho de apenas veinteaños, sin nada a la cabeza, qué vestía gabardi-na gris

-Entréguense-les conminó el revolucio-nario

El capitán Nart, por toda respuesta, hizofuego contra él, sin herirle.

-¡ Ah, perros!Otro minero, que venía detrás, iba a dispa-

rar contra el capitán a bocajarro. El mucha-cho de la gabardina le detuvo

OCTUBRE ROJO EN ASTURIAS 83

-¡Quieto! Hay que cogerlos vivos.Así fueron capturados los dos oficiales.

Mientras los conducían hacia Sama, delibera-ban lo que se debía hacer con ellos. El de lagabardina decía que la justicia revolucionariano podía demorarse. Había que fusilarlos in-mediatamente. En cambio, un minero un pocomás viejo creía que debían ser entregados enel Ayuntamiento donde estaban reunidos loscomités

-Qué comités ni que m...-dijo el de lagabardina-. Lo que hay que hacer es llevar-los al cementerio "pa" ahorrar trabajo.

La bárbara sentencia fué aprobada sin dis-cusión.

-Y tú-agregó el improvisado jefe, diri-giéndose al que se inclinaba por la clemen-cia-si no sirves "pa" esto, quédate encasa...

Los oficiales se dieron cuenta de que lamuerte les pisaba ya los talones. El capitánllevaba la cara manchaba de sangre y la gue-rrera desgarrada. Pero conservaba los guan-tes Se los calzó, en silencio. Detrás, en otrogrupo, venía el teniente, con las manos atadas.

Cuando divisó el cementerio, el teniente,adivinando el propósito de los sublevados, hizoun esfuerzo para desprenderse y huir. Enton-ces uno de los conductores le hizo varios dis-

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paros - y cayó muerto. Unos metros más allá

fué fusilado el capitán.

Los dos cuerpos quedaron allí hasta el díasiguiente, que fueron enterrados en unión de

otras víctimas. Un minero, quizá el mismo quehabía tenido compasión de ellos, comentócuando bajaban hacia Sama:

-Pero eran valientes... Hay que recono-

cerlo.En aquella frase, tan humana, palpitaba la

verdadera justicia de la revolución.

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Avance sobre Oviedo

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VI

AVANCE SOBRE OVIEDO

El minero y la capital.-La lucha en San Lá-zaro.-Ataque al Ayuntamiento.-Ampur-dián, el dinamitero.-El niño enfermo

Según iban venciendo a la Guardia Civil, losmineros de las dos cuencas iban concentrándo-

se en Sama y en Mieres, de donde partían encamiones y camionetas, camino de Oviedo.Muchos de ellos iban con los correajes y losfusiles de los guardias, deseosos de entrar enfuego, enardecidos por el peligro. La gran ciu-dad brillante y atractiva, a la que muchbs sólohabían entrevisto en rápidos viajes desde susmiserables viviendas del monté, ejercía en losmineros una atracción irresistible. Aquel focode lujo, de comodidad, de vida fácil, la ciudada la que escapaban los ingenieros para pasar elfin de semana, allí donde vivían los dueños delas minas de los cuales los que arrancaban elcarbón apenas tenían una vaga noticia, les su-

gestionaba como un imán. En todos los tiem-

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pos, mientras la vida esté organizada en frac-ciones sociales, el impulso que moverá a loshombres será el instinto de poderío. Los rudosmineros querían mandar sobre la capital, so-meterla. El dominio político implicaba en susalmas simples la conquista de todo lo que has-ta entonces les había sido negado. La pala-bra "revolución", que trepidaba dentro deellos, como un motor, quería decir sobre todoacceso a una existencia hasta entonces veda-da. El hombre de la vida difícil, el desterra-do de la aldehuela inhóspita y del suburbiominero llegaba como una tromba a tomar po-sesión de una existencia nueva. ¿Es extrañoque en el descanso de la lucha, en algún co-mercio abandonado, descorchase alguna bo-tella de champaña y calzase un par de za-patos nuevos?

El primer error grave de los revoluciona-rios fué dejar expeditas las carreteras queacuden a Oviedo. El día 6 se cortaron las co-municaciones telegráficas y telefónicas; perose dió lugar a que partiesen de Mieres ySama automóviles que llegaron al Gobiernocivil dando cuenta de la sublevación. Estodió tiempo a preparar la defensa. Las prime-ras camionetas de Asalto que salieron paralas cuencas, no iban en realidad a sofocar larebelión, sino a entretener a los obreros paraque no llegasen a Oviedo con la rapidez que

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se proponían. A no ser por esto, Oviedo ha-bría caído el mismo día 6 en poder de los re-volucionarios.

Las primeras escaramuzas en Olloniego yla Gargantada entretuvieron algunas horas alos expedicionarios Porque los obreros ove-tenses, aunque estaban en huelga y prepara-dos para la contienda, no se alzaron en ar-mas hasta que entraron por San Lázaro losprimeros núcleos. Allí estaban parapetadoslos guardias de Asalto, que ocupaban las ca-sas mejor situadas y de construcción más só-lida. Los primeros encuentros fueron violen-tísimos. Como los mineros atacaban princi-palmente con dinamita, no había modo dedetener su empuje. Tras varias horas de fue-go intentísimo, las fuerzas tuvieron que re-troceder hasta la calle de la Magdalena, lacual desemboca en la plaza del Ayuntamien-to. Allí había, convenientemente parapeta-das, fuerzas del ejército, que combatierondurante muchas horas, sin dejar avanzar alos atacantes. Desde los soportales, dondeestaban emplazadas las ametralladoras, sebarría el último tramo de la calle de la Mag-dalena.

De allí, los rojos no pasaban.Un minero llamado Feliciano Ampurdián,

que manejaba en vanguardia la dinami-ta, declaró que iba a desalojar la pla-

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za. Ampurdián prendía la mecha de lasbombas con el cigarrillo y las lanzaba so-bre los parapetos de la fuerza. Su paso seanunciaba siempre con explosiones horríso-nas, hundimientos de techos, rotura de cris-tales. No era un hombre, sino un monstruo, unaquilón mítico que sacudía el suelo como unterremoto.

-¡Voluntarios para tomar la plaza!-gri-to Feliciano, aquella mañana, después de ha.ber pasado la noche disparando.

Más de cien voluntarios aparecieron en po-cos minutos para acometer la empresa. Fe-liciano expuso el plan. Había que avanzarcalle adelante, arrojando bombas a los por-tales donde resistían aún pequeños destaca-mentos de guardias. Así, sin intermitencias,llegaría al Ayuntamiento

Fueron unos cincuenta hombres los que lle-varon a cabo la idea. Las explosiones se pro-ducían casi sin solución de continuidad, y asíllegaron a la plaza. Los defensores habíanido replegándose hasta el Ayuntamiento, ydesde los soportales, desde los balcones, des-de la iglesia inmediata, las ametralladorasdisparaban sin cesar.

Los revolucionarios prepararon diez bom-bas de las más potentes y se lanzaron a des-alojar los soportales. Allí caían los guardiasenvueltos en cascotes y trozos de pared. Los

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que servían las ametralladoras tuvieron queabandonarlas y retirarse hacia el. Fontán.Desde Santo Domingo y Campomanes, lasfuerzas seguían disparando. Ampurdián y lossuyos se dispusieron a tomar el edificio de lasConsistoriales

-Hay que acabar con los que están arri-ba. Entonces Oviedo es nuestro.

Inició el ascenso por la escalera principal.Pero antes de llegar al primer piso caía acri-billado a balazos. Arrojando sangre por laboca, con la cara destrozada, aun gritó

-¡ Quemarlos vivos!El grupo, lleno de rabia, subió disparando

sus mosquetones. Varios guardias perecieronen la defensa y otros huyeron por las puer-tas laterales.

Así se apoderaron los revolucionario:; delAyuntamiento de Oviedo. De todos modos,tardaron todavía en dominar el barrio. Laplaza de Cimadevilla había que atra-vesarla en medio de las balas guberna-mentales. Los sublevados quisieron retirar elcadáver del camarada Feliciano, pero cuandoun minero pretendió atravesar la plaza lle-vándolo sobre la espalda, fué muerto a tirosdesde un balcón próximo. Lo curioso es quelos dos cadáveres quedaron varios días enmedio de la plaza, en medio de una enormemancha negra, que había sido una laguna de

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sangre. Cuando las tropas no veían ningúnrebelde sobre el cual disparar, disparabancontra los dos muertos, fusilados cientos deveces durante dos días.

Al día siguiente, los rojos tomaron dos ca-lles próximas. Donde encontraron gran resis-tencia fué en el cuartel de Carabineros. Al-gunos proponían incendiar el edificio, y has-ta se trajeron unas botellas de líquido infla-mable para llevar a cabo el propósito. Perounas mujeres de las casas de enfrente comen-zaron a gritar:

-¡Hay mujeres y niños en el segundo piso!Entonces, los mineros desistieron. Pero como

les urgía deshacerse de aquel enemigo, idea-ron otro plan. Los mejores tiradores de fusildispararían simultáneamente sobre las venta-nas del piso bajo donde estaba la fuerza. Comoel ataque impediría a los defensores asomarsea las ventanas, un minero voluntario iría arras-trándose con unas cuantas bombas para lan-zarlas al interior. Así fué desalojado el edifi-cio y muertos cuando huían algunos de loscarabineros. También los cadáveres de éstos

permanecieron algunos días en medio de lacalle. Los transeúntes tropezaban con ellos,pero no les quedaba tiempo para emocionarse.

Por fin, los rojos pudieron apoderarse to-talmente de Cimadevilla y allí trasladaron su

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cuartel general. En el Ayuntamiento se re-unían los comités y desde allí se daban instruc-ciones sobre el curso de la lucha. Tener unedificio oficial daba ánimos a los sublevadosque acentuaban el asedio del Gobierno civil.Al mismo tiempo, varias proclamas anuncia-ban el triunfo de la revolución en algunas pro-vincias y pedían un esfuerzo más "para lavictoria total de la gloriosa revolución prole-taria".

Dutor, el socialista, que había sido sargento,dió una mediana organización a los obreroscombatientes. Formó patrullas, que recorríanlos barrios ya conquistados, colocó guardiasrojos en los sitios estratégicos, y hasta preparóuna especie de intendencia que se entendía conel comité de Abastecimientos. De todos mo-dos, las deficiencias había que suplirlas conla resistencia de aquellos soldados improvisa-dos que se pasaban las noches sin dormir, alos que nadie se preocupaba de alimentar yque, sin embargo, rara vez se entregaban alsaqueo. Si acaso, en las casas de las inmedia-ciones pedían humildemente alguna provisión.

Los vecinos de la población neutral se refu-giaban en los sótanos Las patrullas de revo-lucionarios, que recorrían las casas tomandonota de sus habitantes, los encontraban acu-rrucados en las sombrías estancias. Las muje-res rezaban. Los hombres comprendían por

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primera vez que a la vida no se la puede mi-rar con un encogimiento de hombros; que depronto aparece con su garra siniestra, parasorprender a los más indiferentes. La zona ocu-pada por los revolucionarios, donde se libra-ban los combates más duros, era precisamentela que habitaban los burócratas, las gentes delas profesiones liberales, pensionistas y jubi-lados, comerciantes y pequeños industriales.

La patrulla llegaba golpeando la puerta conlas culatas de los fusiles. Los hombres abrían,temblando

-No se asusten, señores-decía el que pa-recía jefe-. Solamente queremos los nombresde los que viven aquí.

A la luz de las bujías, las caras de los mo-zos mineros, desencajadas por la fatiga, se lesaparecían a los pacíficos habitantes de Ovie-do como rostros monstruosos chamuscados porel fuego infernal. Cuando veían que la patru-lla se conformaba con tomar nota y se despe-día con un "dispensen por la molestia", elalma se les inundaba de gratitud. A veces losmineros solicitaban algún alimento

-¿"Non" tendrán por ahí algo de comer?Llevamos todo el día sin probar nada.

Los vecinos se apresuraban a darles panduro y a veces longaniza y conservas:

-Muchas gracias. Es que somos muchos ylos víveres andan escasos.

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En una casa de la calle de la Magdalena lle-gó una tarde una patrulla compuesta sólo decuatro mineros. En el piso bajo se habían refu-giado los inquilinos. Entre ellos había una mu-jer con un niño enfermo. Su marido era mili-tar y combatía, sin duda, en el cuartel de San-

ta Clara. El niño, que tenía mucha fiebre, pe-día agua sin cesar.

-¿Está enfermo el niño?-preguntó uno delos obreros.

-Sí, señor. Lleva así ocho días-contestóla madre llorando-- No sé que hacer con él.

-¿Y no le vé ningún médico?-El que venía lleva tres días sin aparecer.

Ay, Dios mío, qué va a ser de mí!-No se apure, señora. Yo traeré uno de

nuestros médicos.Dieron por terminada la requisa y salieron.

Al cuarto de hora, el minero, que era un mu-chacho casi negro, con un jersey rojo, apare-

ció con un joven médico revolucionario.-A ver, camarada. Mira bien al "peque"...

El no tiene culpa de la revolución.El médico a la luz vacilante de una vela

examinó al niño. El termómetro marcaba 40°de fiebre.

-¿Cuántos días hace que no toma nadaesta criatura?

-Ayer se. nos terminó la leche. No le hepodido dar más que un poco de sopa de pan.

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-Hay que darle leche o foscao, tres vecesal día. Eso hay que buscarlo en el depósitodonde entregan los víveres.

La madre, también desfallecida, con los ojosrojos, no hacía más que llorar. Otras mujeresde la casa la consolaban.

El minero prometió traer él la leche para elenfermito :

-Tranquilícese. No le faltará alimento alniño. Yo mismo me ocuparé de eso.

En efecto, durante dos días estuvo abaste-ciendo a aquella familia de leche condensada,adquirida con los vales que a él le entregabanen el comité de Abastecimientos. Pero al ter-cer día, el médico llegó solo El niño iba me-jor y estaba ya fuera de peligro:

-¿Y su compañero? --preguntó la ma-dre-. Hoy no ha venido por aquí.

El médico, que ya salía, contestó-No vendrá más, señora. Le mataron esta

madrugada en la Escandalera.

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Oviedo en llamas

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El incendio de un Banco.-La voladura de laUniversidad. -- El inquisidor en pie. -Lamáscara trágica.-El prisionero.Ante elComité.

De la Universidad se apoderaron, por sor-

presa, los revolucionarios la noche del día sie-te. Era una posición indispensable para ata-car el Banco Asturiano, donde las tropas sehabían hecho fuertes con objeto de impedirel acceso al Gobierno civil.

Cuando t'eña se enteró de que se había to-mado la Universidad, mandó un recado: "Que

tengan cuidado con lo que hacen. Que pro-curen no estropear nada". En efecto, a la Uni-versidad se la designó para depósito de prisio-

neros. Pero el combate con los defensores delBanco, exigió utilizar la torreta, desde la cual

disparaban los revolucionarios. Las fuerzas

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hacían fuego contra aquel reducto, que pron-to fué desmochado por la metralla. Allí mu-rieron varios obreros, que disparaban a cuer-po limpio sus fusiles. Exasperados por estasbajas, los revolucionarios arrojaron contra elBanco, que estaba a una distancia de ocho odiez metros, latas de gasolina que entrabanpor las ventanas. Después lanzaron bombascubiertas de algodón, también empapadas engasolina. Al explotar las bombas, se inflamóla gasolina y as¡ se produjo el incendio deledificio, que se propagó a toda la manzana.Las escasas tropas que allí peleaban tuvieronque huir rápidamente. Las llamas prendieronen el uniforme de un guardia, que pereció car-bonizado, porque sus compañeros hubieronde abandonarle si querían salvarse.

Esto sucedía el día 10. Las llamas levanta-ban más de tres metros sobre lo que había sidotejado del Banco. Desde San Lázaro la ciu-dad parecía una inmensa tea. Los incendioseran la única luz en medio de la noche. Tro-naba el cañón y sonaban casi sin intermiten-cias las descargas de los fusiles y las ametra-lladoras. El tableteo de los disparos, mezcladoa las explosiones y los derrumbamientos, pro-ducía un baladro tremebundo como si aquellono fuera cosa humana. Un olor denso, dondeel de la pólvora y los gases se mezclaba al delas calles, sucias de detritus, de cadáveres sin

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enterrar, de sangre coagulada, dominaba laatmósfera.

Aquello era la guerra, quizá más horroro-so que la guerra, porque faltaba la organiza-ción rígida de los ejércitos y todo denunciabala improvisación trágica, la sorpresa aluci-nante, el no saber en ningún instante qué eslo que va a ocurrir.

Al día siguiente voló la Universidad, no sesabe si por la dinamita de los revolucionarioso por las bombas de los aviones. Una versióndice que una bomba aérea cayó en un labo-ratorio y produjo el incendio. Otra aseguraque fué una explosión casual de la dinamitaque los revolucionarios habían acumuladoallí. Lo cierto es que la vieja casa donde ex-plicara "Clarín" sus clases ("Clarín" y susantípodas, los profesores del pliegue profe-sional), cayó entera, convirtiéndose en unconfuso montón de piedras y de escombros.Solo quedó en pie, como un símbolo, la esta-tua del patio, la de su fundador el arzobispoValdés, gran inquisidor. Al parecer, el fuegoera amigo suyo desde los autos de fe y respe-tó su efigie.

La fábrica de Armas de la Vega estuvo si-tiada desde los primeros momentos Los re-volucionarios la atacaban con furia, pero losdefensores resistían. El día nueve, el sargen-

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to Vázquez, que dirigía los grupos, suspendióel fuego para organizar el asalto. Las fuerzastampoco disparaban, aunque veían a los rojosconcentrarse para un nuevo ataque. Empezóa decirse entre los revolucionarios que allídentro ya no había más que cadáveres. Dosde los sitiadores, antiguos obreros de la Fá-brica, se ofrecieron a penetrar allí para saberel número de los defensores.

Lo hicieron, en efecto. Y además se apode-raron de una ametralladora. Al parecer, lossoldados, muertos de cansancio y de fatiga,viendo que los revolucionarios no atacabanse habían echado a dormir en su mayoría.Al día siguiente, muy de mañana, se redoblóel esfuerzo, y ya los obreros pudieron llegara las ventanas del edificio. Al fin, los solda-dos abandonaron las armas y huyeron por lasventanas posteriores, que dan a la vía del fe-rrocarril Vasco Asturiano. Algunos, ni siquie-ra pudieron escapar. Fueron recogidos y con-ducidos al hospital, heridos y hambrientos.

Desde ese momento los revolucionarios tu-vieron grandes elementos de combate. Se dis-tribuyeron armas largas, fusiles, mosquetonesy rifles. Pero después empezó a escasear lamunición, que se había malgastado con la mis-ma liberalidad con que se malgastaban losmedicamentos y los víveres. Los mineroscreían que España habría caído ya a aquellas

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horas en poder de los obreros y esperaban desus camaradas los refuerzos que no llegaronnunca.

Entretanto, se combatía en la calle Uría, enel campo de San Francisco, en la plaza de laCatedral. En una explanada del Hospital ungrupo revolucionario había emplazado un ca-ñón para bombardear la calle Uría, todavíaen poder de las tropas. En el suelo, debajo deunos árboles de abundante ramaje, había másele doscientas granadas del 10 y medio Sehabía hecho un hoyo para empotrar la máqui-

na. Un metalúrgico íba a hacer el oficio deartillero. Después de colocar el cañón, el ar-tillero preguntó

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-¿Qué hacemos ahora:'-Pues disparar-contestó uno del grupo.-Pero primero hay que saber donde están

esos mangantes.-Están por la calle Uría y el campo.-¡Ah! Entonces haremos un buen tiro...-Pues ¡fuego!-dijo el artillero.Cargó el cañón y disparó a cero. Pero la

explosión de la granada no se oía. Volvió adisparar y tampoco se oyó nada.

-¿Cómo no se oye la explosión?-pregun-tó uno.

-Porque no tenemos espoletas.Era como lanzar una piedra al espacio para

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que, por casualidad, pudiese darle a un ene-migo en la cabeza.

Pero los disparos fueron contestados bienpronto desde el campo de San Francisco confuego de fusilería y ametralladora. Las balassilbaban sobre sus cabezas. Los revoluciona-rios, en número de unos cincuenta, se arrima-ron a una pared para contestar del mismomodo, mientras el cañón seguía disparandosus tiros ciegos.

Entonces los revolucionarios idearon atacarel campo de San Francisco, desde la esquinade la calle del marqués de Santa Cruz. Salie-ron cada uno por su lado y arrastrándose porentre los árboles, se juntaron en el sitio con-venido.

Desde allí comenzaron a disparar, perolas fuerzas les dominaban y les causaronnumerosos muertos y heridos Dos revolucio-narios intentaron retirar fuera del blanco delas fuerzas a un compañero herido. Al hacer-lo, uno de ellos fué alcanzado en la cara deun balazo. La herida no era grave, pero ma-naba abundante sangre. No obstante consi-guieron sacar al herido. Mientras tanto caye-ron heridos dos más. Todos retrocedieron en-tonces. El de la lesión en la cara, se indignó

-Pero, compañeros ¿vamos a abandonarla posición? ¡Todos aquí, aunque nos maten!

En un arrebato se llevó una mano a la cara

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y con su propia sangre se hizo una máscaraespantable. Era la imágen viva del horror dela guerra. El seguía gritando

-¡Compañeros, aquí todos!Pero nadie le hacía caso. Una camioneta

cargaba a los heridos para conducirlos al hos-pital. Cuando la camioneta, parada en la es-quina de la calle próxima, trepidaba paraarrancar, el hombre de la máscara de sangrese desplomó herido nuevamente por un dispa-ro en el pecho. Unos compañeros le recogie-ron y le estibaron en la camioneta. Esta vezhabía muerto.

Las fuerzas del campo de San Franciscocapturaron a un minero que temerariamentellegó hasta ellas. Con frecuencia sucedía esto.Entre los revolucionarios se suscitaba una es-pecie de emulación, a ver quien era más va-liente. Como en las romerias del monte seefectúan con frecuencia estos torneos prima-rios, casi siempre en honor de las muchachas,acostumbradas a que se disparen sus pistolaspor ellas, los mineros llevaron a la revoluciónsus pugilatos de audacia. Alguno batió el "re-cord" de la temeridad, pero lo pagó con suvida: aquel que, combatiendo con un grupode guardias de Asalto, en la carretera, selanzó en una camioneta, sin frenos, arrojandobombas Inutilizó a la mayor parte de la fuer-za, pero pereció en la prueba.

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El minero que llegó al reducto de las tro-pas, fué descubierto por un centinela y cap-turado en seguida. Los guardias le conduje-ron a presencia de un oficial, que le interro-gó. El minero daba muestras de una gran im-pasibilidad. Contrastaba con la inquietud quese notaba en el pequeño campamento guber-namental.

-¿A qué has venido aquí?-le preguntó elcapitán.

-No le voy a mentir-respondió el obre-ro-. Quería enterarme de cuántos eran us-tedes.

-Pero ¿no sabes que te juegas la vida?-repuso el oficial excitado.

-Ya lo sé. Pero también ustedes se la jue-gan. Ya me vengarán.

El capitán pensó que lo mejor era utilizarel desenfado y la serenidad del minero.

-Ya sé que tenéis muchas armas. Todaslas de la Vega. ¿Cuántos sois próximamente?

-Ah, no lo sé. Cada día llegan más paracombatir.

-Tenéis cañones, ya lo sé.-Y ametralladoras.-¿Cuántos cañones tenéis?-No lo puedo precisar. Yo sé de tres.-¿Y ametralladoras?-insistió el oficial,

al que se notaba preocupado por aquellas no-ticias.

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-Solo en mi sector hay más de diez. Al-gunas se las hemos cogido a ustedes

-Pero los cañones, no sabéis manejarlos.-Vaya si sabemos. Han venido de Trubia

obreros que son mejores artilleros que los deustedes.

-Bueno ¿y qué pensáis hacer con Oviedo?Estáis destrozándolo.

-Nosotros lo que queremos es tomarlo. Losdel comité dicen que se procure hacer el me-nor daño posible; pero hay que tomarlo. Ycomo hay qué tomarlo... No le quepa dudaque lo tomaremos, cueste lo que cueste.

-Pero nosotros no os dejaremos.El revolucionario se encogió de hombros.-Además, vendrán refuerzos de otras pro-

vincias.El oficial se echó a reír con una risa que

quería ser sarcástica-En otras provincias... Pero si ha fraca-

casado todo... Si no quedáis más que vosotros.Vosotros, tenéis radio. ¿No habéis oído queestá todo terminado? En Madrid no hubo másque tiros sueltos.

Eso dicen por la radio. Pero paradespistar.

-Está bien Te voy a fusilar inmediata-mente.

El minero se le quedó mirando:-Usted puede hacerlo, porque estoy en su

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poder, pero no crea que por eso habrá acaba-do con la revolución.

-Os están engañando. ¿Tú qué te creesque es la revolución?

-Pues la revolución... Es una cosa que noacabará, aunque acaben con todos nosotros.

El capitán pateó coléricamente.-¿No comprendéis que esto es una barba-

ridad? No tomaréis Oviedo ¡No lo tomaréis!¿Lo oyes?

Un grupo de oficiales y guardias, oíaunos metros más allá el extraño diálogo. Lasituación debía ser difícil para los defensores.El capitán llamó a dos tenientes y los tres dis-cutieron con viveza durante unos minutos.

El capitán volvió junto al preso y le dijo-Mira: te voy a dejar en libertad, porque

eres valiente. Pero con la condición de quelleves un recado al Comité. Le dices que nues-iras noticias son que la revolución ha fraca-sado en toda España; que lo mejor es queos retiréis sin causar más daño y que nosotrosprometemos no ejercer represalias. Esto lohago bajo mi responsabilidad. Pero es quetengo la convicción de que vuestro comité nosabe lo que sucede en el resto de España. Delo contrario nuestros aviones os aplastarán.Y ahora, puedes marcharte.

El minero, al que habían quitado el fusil,abandonó el recinto y se dirigió, sorteando pe-

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ligros, al Ayuntamiento, donde estaba reuni-do el Comité, el primero que funcionó con laconsigna socialista del "U. H. P.". Por ciertoque en aquel momento los miembros del co-mité sostenían una violentísima discusión conun líder sindicalista de Gijón, José María Mar-tínez, muerto días después un poco misterio-samente.

Martínez era un hombre alto, de cara rojay ojos inteligentes. El, luchando con la co-rriente anarquista de la organización obreragijonesa, había logrado hacer la AlianzaObrera con socialistas y comunistas. Pedía ar-mas al comité para combatir contra la mari-nería y la fuerza pública que los había de-rrotado el día anterior, después del bombar-deo del barrio de pescadores. Pero el Comitéalegaba que no podía desprenderse de armasni de-municiones, mientras Oviedo no quedaseen poder de los revolucionarios. Todo se pre-cisaba para presionar a los defensores de laciudad, que seguían resistiendo, a pesar delesfuerzo de los sitiadores. José María Martí-nez insistía

-Si no me dáis armas, Gijón dará paso alas tropas 'y acabarán con vosotros.

-Tomado Oviedo-respondía el comité-no hay quien entre en Asturias. Es ya teneruna provincia en nuestro poder.

-Una provincia con la puerta abierta. Si

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no se tienen los puertos, no se tiene nada.En el fondo, lo que se discutía ya entonces

era el predominio de los núcleos obreristasen la revolución. Los socialistas considerabansuicida entregarles elementos de lucha a losanarquistas, que en Gijón, carecían de todocontrol.

Martínez se despidió, amenazador:-Voy a La Felguera y allí encontraré hom-

bres. Si la revolución se pierde, será por vos-otros. Pero ya pediremos cuentas.

Cuando el minero enviado por el capitán deSan Francisco llegó a presencia del comité,apenas le hicieron caso

-Bah, bah-dijo uno de los jefes-. Esasson "babayaes" (tonterías). Lo que quierenes desorientarnos. No les hagáis caso. La revo-lución está triunfando.

Algunos ocultaron un gesto escéptico, queno le pasó desapercibido al minero. Luego lepreguntaron a éste detalles acerca de lo quehabía visto durante su efímera detención. Elmuchacho dió todas las referencias que le pe-dían sin ocultar su conversación con el oficialy la preocupación de éste ante el armamentode los obreros.

Al día siguiente fué tomado el campo deSan Francisco. Grandes núcleos de revolucio-narios, con ametralladoras, se lanzaron sobre

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los defensores. Al mismo tiempo un camiónblindado, preparado en la Fábrica de Trubia,corría por la calle Uría, vomitando metrallapor las aspilleras. Las balas latigueaban entrelas ramas, casi desnudas, de los árboles. Losbichos del pequeño parque zoológico, lospatos, las palomas, saltaban de aquí paraallá, aterrorizados y enloquecidos. Los sen-deros por donde había paseado "Clarín", acaza del paso de "La Regenta", estaban cua-jados de cascotes y de cápsulas vacías.

El capitán de Asalto, con algunos guardias,cayó prisionero y fué encerrado en el TeatroPrincipado. Por cierto, que en el trayecto fuéreconocido por el minero que el día anteriorhabía estado en su poder. Ambos se miraronsin decirse nada. En realidad, fué en aquelmomento cuando el oficial recibió una con-testación a su mensaje. Pero el minero, queera un simple soldado de la revolución, supoagradecer el comportamiento del capitán. Lohizo de un modo sencillo: contándoselo a losguardias rojos del Teatro, que trataron alprisionero con toda la ruda gratitud de queeran capaces.

Conquistado el campo de San Francisco,toda una zona de la capital era del dominioproletario. Desde un edificio llamado la CasaBlanca, se paqueaba constantemente a los re-

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volucionarios. Estos enfilaron la azotea conun cañón y la deshicieron en unos minutos.

El día doce, un comandante de Asalto pre-tendió reconquistar el Parque. Con menos deun centenar de guardias salió del cuartel deSanta Clara, desplegó a la fuerza rápidamen-te por la plaza de la Escandalera y salió condirección al Campo, para atravesar la calleUría

-i Adelante, muchachos!Pero fué inútil. A los pocos momentos caía

herido de un balazo en un pie. Algunos guar-dias perecieron allí. Las fuerzas tuvieron queregresar al cuartel, con sus muertos y heri-dos, en medio de un mortífero fuego.

El grueso de las fuerzas gubernamentalescombatía desde el cuartel de Pelayo. Hubojefes heroicos que lucharon desde el primerinstante con extraordinaria presencia de áni-mo. Pero hubo alguno que cuando se discutíala antigüedad de los presentes para tomar laresponsabilidad de la defensa, se tumbó enuna butaca y declaró

-No se muere más que una vez. Yo nosalgo.

Desde fuera, durante tres días, se asedió elcuartel que dialogaba, por medio de grandesletreros colocados en el tejado, con los avio-nes. Los obreros le atacaban incluso con dina-mita. Salían a cada momento voluntarios, que

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arrojaban las bombas o morían bajo el fuegodel interior. El día doce, el cuartel, presiona-do por Dutor, estaba en situación desespe-rada. Algún aviador que, a pesar del fuegode los sitiadores, llegó allí para dejar víveres,pudo leer en la sábana del tejado este parteangustioso: "Solo tenemos municiones hastamaflana".

Alguien propuso lanzar un camión cargadocon dinamita contra el cuartel, a modo de ca.tapulta. Había voluntarios que se comprome-tían a realizar el plan, aun sabiendo queaquello significaba la muerte. Peña se opuso aaquel recurso extremo, porque además com-prendía que ya era tarde. La revolución habíafracasado en España.

Donde se combatía con verdadera furia eraen la plaza de la Catedral. Peña, a los arti-lleros del Naranco, les había rogado desde elprimer día

-No tiréis contra la Catedral. Eso sería demal efecto para la revolución.

Pero la Catedral se convirtió en posición es-tratégica de los revolucionarios, para defen-der el Gobierno civil. Algún obrero le dijo aPeña:

-Tú no quedas tirar contra la Catedral.Pero la Catedral tira contra nosotros.

Hubo que atacarla con fuego de fusilería.Después se utilizó la dinamita. Allí combatía

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un teniente del Ejército, con soldados y fuer-za de la Guardia civil. Habían instalado enlas torrecillas de la Catedral varias ametra-lladoras, y así impedían el paso de los revolu-cionarios que caían sin poder atravesar la ex-planada. ¿Quién era capaz de pensar enton-ces que se atacaba a un templo del siglo XIII,maravilla del gótico, con sus piedras curtidaspor siete siglos de intemperie? Los minerosno sabían arqueología, ni historia, y los eru-ditos estaban a aquellas horas aterrados ensus sótanos oscuros, mientras tronaba el cañóny tableteaba la ametralladora de la torre. Esatorre, que llevaba siglos presenciando el pasopacífico de las nubes, de los vencejos y de loscanónigos; sus piedras son los únicos tes-tigos de los comienzos de la nacionalidad,pues ellas antes de ser ordenadas por los ar-quitectos, sintieron el paso del Cid, cuandollegó para casarse con Doña Jimena, la hijadel conde de Oviedo.

Los revolucionarios solo veían allí una po-sición enemiga. Sobre las losas de la plaza,que sienten de ordinario el paso ténue de lasmujeres ovetenses, se esparcían los cadáve-res. La sangre corría hacia las puertas santasen cuyos herrajes rebotaban las balas isócro-namente. Fué una bomba lanzada contra losdefensores de la Catedral la que hizo saltarla pequeña nave de la Cámara Santa, que en

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el siglo IX había mandado construir Alfonsoel Casto para guardar las reliquias cristianasde Palestina y ponerlas a cubierto de los mu-sulmanes. Pero a buen seguro que estas otraspiedras ilustres de la Cámara Santa no se in-timidaron demasiado con el estruendo de ladinamita. La verdad es que algunas, las másviejas, son contemporáneas de Don Ramiro,aquel rey cristiano que para mantenerse enel trono mandaba sacar los ojos a sus adver-sarios y luego los condenaba a muerte en lahoguera, con todos sus hijos y parientes. Laguerra civil y la represión tienen, pues, en As-turias, notorios antecedentes

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El médico rural

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EL MEDICO RURAL

Las necesidades sanitarias: Los maleantesde la calle Fruela.-Un avión tras unauto.-"Esa no es la consigna".

En los hospitales escaseaba el material sa-nitario y con frecuencia llegaban emisarios deLangreo y de Mieres para que se enviasenelementos de cura. El comité designó a unmédico joven, para que inspeccionase los ser-

vicios. Este médico, tan pronto tuvo noticia

de la revolución había bajado del concejo ru-ral, de donde era titular, para tornar parte enella. Era un muchacho rubio, de aire optimis-

ta, que alternaba el manejo del fusil con lascuras de urgencia. Había tomado parte en el

asalto a la Fábrica de Armas y se le veía siem-pre en los sitios de mayor peligro. Pertenecía

a la Juventud socialista y en las remotas al-deas de la montaña, en compañía de un maes-tro comunista, hacia antes de octubre propa-

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Banda marxista. Campesinos que apenas sa-bían leer y que hasta entonces ignoraban laexistencia de Rusia, conocían a Lenin y aStalin y estaban enterados "por lo que dijoel médico" de las reformas soviéticas:

Este médico, Ramón Tol, fué uno de los in-telectuales que se batieron en la revolución.Su marxismo era quizá puramente sentimen-tal; pero soñaba con un mundo nuevo y unajusticia superior. Cuando encontraba a los al-deanos, trabajando la tierra o cuidando elganado, les gritaba:

-¿Sabéis que se va acabar la renta? Lastierras van a ser vuestras.

Los aldeanos hacían un gesto escéptico,pero en el fondo pensaban que algo raro es-taba ocurriendo cuando el médico, un seño-rito, hablaba de aquel modo. Estos aldeanosle amaban como nadie. Porque el médico, nosólo les acompañaba al Ayuntamiento y alJuzgado de la villa, para arreglarles sus asun-tos y reñir, por ellos, con los curiales, sino queno les cobraba las visitas, si bien desaparecíasemanas enteras en que se marchaba a la ca-pital. Estos campesinos, después de la revolu-ción, escondieron a Ramón Tol y por el mon-te, a caballo, le condujeron hasta Galicia, pordonde se internó en Portugal..

Pues bien, Ramón Tol fué comisionado porel comité para que inspeccionase los servicios

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sanitarios. En uno. de los automóviles requi-sados, que conducía un camarada, salió paraLangreo, mientras en Oviedo quedaban com-batiendo. Tol tenía ya la impresión de que elmovimiento estaba en declive, pero animabaa todo el mundo y ponía su propio ejemplo.Llevaba cuatro días sin dormir, el cabello re-vuelto, la gabardina manchada de sangre ylos zapatos sucios de tanto chapotear en ellodo sanguinolento. Aquella mañana empeza-ban a desertar algunos mineros. El coche cru-zó la plaza del Fontán, desierta, con sus ten-deretes derrumbados y sus soportales gélidos.Con el fusil colgado, dos "randas" se dedica-ban a sacar cajas de zapatos de una tiendade calzado, al parecer, abandonada.

El médico sacó la cabeza por la ventanillay les dijo:

-Cómo se lucha, ¿eh?Los dos ladronzuelos miraron al médico,

pero no se dignaron responderle ni interrum-pieron por eso su faena.

El chófer los disculpó a medias:-También los guardias saquean. Si no fue-

ra por lo que se coge por ahí, no había quienluchase.

Tol, repuso-Pero los marxistas no hacemos eso.Muchos mineros retornaban a sus casas.

Llovía torrencialmente y la carretera era un

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lodazal. Los obreros paraban el coche paraque les trasportase. El médico recogió a losdos primeros, que iban maltrechos y desfalle-cidos. Llevaban ocho días sin descansar. Erande Sotrondio, y a no ser por aquel automóvilprovidencial hubieran tenido que recorrer unlargo trayecto en el que invertirían varias ho-ras de camino. Sin embargo, pensaban volveral frente. Iban a sus casas a reponer fuerzasy regresarían para continuar luchando. Tolles animó y cuando llegó a Sama pidió unaayuda para ellos. Pero no fué posible aten-derles. Todos pedían, y los elementos de re-sistencia se habían agotado.

Ramón Tol buscó al comité y marchó alHospital de la Duro Felguera. En el quirófa-no un grupo de médicos y practicantes ampu-taban una pierna a un guardia herido. Losguantes de goma del operador chorreabansangre.

Allí vió el médico que faltaba material sa-nitario. Se había desperdiciado el yodo y lagasa; faltaban camas y alimentos especiales.Los revolucionarios no habían contado conaquel número de heridos de una y otra parte.Tol hizo una lista de las necesidades de aquelhospital y prometió enviarlo, no muy segurode que en Oviedo encontrase lo suficiente.

En Mieres ocurría lo propio. Pero allí laindigencia del hospital de sangre ponía terror

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en el ánimo más templado. Tol comprendióque sería imposible atender a las demandasde aquellos comités, y comprobó, una vez más,que no se habían previsto una serie de nece-sidades primordiales de la lucha.

Tuvieron que volver a Sama para conducira un herido grave al que no había modo deoperar en Mieres. Pero cuando Tol quiso re-gresar con su coche a Oviedo le dijeron quelo hiciera por "el Berrón". Las demás carre-teras no ofrecían seguridad. Esta la habíancortado los revolucionarios, tumbando fron-dosos árboles a lo largo del camino y desha-ciendo con dinamita algunos muros de con-tención. Los árboles habían sido descuajadoscon un paquete de dinamita atado al tronco.No era cosa de gastar tiempo. Como los hom-bres andaban escasos, concentrados en el fren-te de combate, se había decidido colocar ár-boles en vez de centinelas

Apenas llegados a la parte cortada de lacarretera, el automóvil de Tol fué detenido

-¡Alto!-dijo una voz imperiosa.-i U. H. P !Los guardias rojos revisaron el volante de

circulación y empezaron a poner tablonespara atravesar la gran zanja de varios me-tros de profundidad. El chófer se resistía apasar por aquel puente improvisado; pero elmédico lo hostigó

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JOSÉ CANEÍ,

-¿No tienes miedo a las balas y vas - a te-ner miedo a pasar por donde pasan los de-más?

Por fin, el automóvil se puso en franquía yemprendió velozmente la marcha hacia Ovie-do. Pero he aquí que de repente apareció vo-lando, relativamente bajo, un avión militarque, al divisar el automóvil, lanzó una bom-ba con el propósito de destrozarlo. La metra-lla no logró alcanzar el coche. Pero inmedia-tamente el avión se disponía a disparar denuevo. El chófer entonces lanzó el coche a uncastañar y los viajeros saltaron de él para re-fugiarse al pie de un grueso castaño. Los cas-cotes de la segunda bomba se clavaron en elcastaño inmediato.

Ramón Tol lamentaba no haber traído elfusil para disparar contra el aeroplano. Hizofuego, sin embargo, con su pistola, aun sabien-do que era totalmente ineficaz.

-Por lo menos-pensó para sí-cumplo mideber de agredir al enemigo, aunque sea in-fructuosamente.

Al entrar por la calle Uría dos centinelas,armados, detuvieron el coche. Tol dió la con-signa

-¡ U. H. P !

Uiio de los muchachos se echó a reír:

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-No es esa la consigna, camarada. Eso eraesta mañana.

-Es la que me dió el comité. No sé de otra.-Pues ese comité se marchó y andan bus-

cándolo. No tenemos más remedio que dete-nerte.

-¡Pero si yo soy socialista! Vengo de ins-peccionar los hospitales, por orden del co-mité.

-Mira; vamos a llevarte al chalet de He-rrero. Allí te entenderás con los dirigentes.

Uno de los centinelas montó en el coche yordenó al chófer que siguiese a la plazuelade San Miguel. Allí, en la casa del banqueroHerrero, estaba reunido el nuevo comité, com-puesto por comunistas.

-Bien-dijo el presidente-, este camara-da es conocido.

Y luego, dirigiéndose a Tol, le dijo-Supongo que te pondrás a las órdenes del

nuevo comité.-Yo-dijo el médico-siempre estoy a las

órdenes de la revolución.-Pues coge un fusil.-Perfectamente. Pero el otro comité me

había encargado la; inspección de los hospi-tales.

-Bueno. Ese comité ya no pinta nada.

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-Es que en Sama y en Mieres se carece delo más necesario.

1 -No se puede hacer nada, camarada.Ahora se trata de conquistar Oviedo y pro-clamar la República de Obreros y Campesi-nos en Asturias.

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Prisioneros y fugitivos

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PRISIONEROS Y FUGITIVOS

Un momento grave.-El director del Banco.-Los tratados internacionales.-El pánicoen la prisión.-La última hora de un preso.

Los prisioneros habían sido recluidos en di-ferentes sitios. Los depósitos principales esta-ban en el Teatro del Principado, la Universi-dad y el Instituto. No hubo órdenes de deten-ción contra nadie. Los detenidos lo fueron es-pontáneamente por los obreros, o captura-dos en medio de la lucha. Los revolucio-narios los llevaban al Ayuntamiento y allíel comité autorizaba su detención. Habíasacerdotes, magistrados, el director de unBanco, unos militares de la Fabrica dela Vega. Teodomiro Menéndez, que el pri-mer día había estado Pn el Ayuntamiento, se

interesó por los presos. El comité le prometiórespetarlos. Alguno, es verdad, fué fusilado

por las turbas, donde la venganza personal

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aleteaba oscuramente explotando el impulsociego de los combatientes

El director del Banco fué detenido en unmomento grave. Un avión, surgiendo de re-pente sobre la plaza del Ayuntamiento, cua-jada de revolucionarios, arrojó dos bombasde gran potencia y huyó después sin dar lugara la respuesta de los tiradores. El pánico y laconfusión que aquello produjo son indescrip-tibles. Algunos de los presentes saltaron he-chos pedazos. Miembros descuajados, cráneos

irotos, pellas de carne sanguinolenta contra lascolumnas de los soportales. Muchos hombreshuían horrorizados y otros, pálidos, se apelo-tonaban en el portal de las Consistoriales, te-

merosos de que surgiesen nuevas explosiones.Pasados algunos minutos, los revolucionariosse rehicieron y, comentando el suceso, vol-vieron a reunirse en grupos bajo los soporta-les. Aquel hecho fué tan espantoso que unvocal del comité tuvo que bajar a dirigir lapalabra a los compañeros. Había que redoblar el esfuerzo para apoderarse de Oviedo.

jEn unas proclamas, que después se publicaron,se anunciaba el auxilio inminente de los re-volucionarios del resto de España para evitar

la acción de los aeroplanos.-¡Si nosotros tuviéramos aviones!-se oía

decir a los rojos con insistencia.Aquella mañana, después del bombardeo,

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fué detenido el director de un Banco. Cuandole llevaban al Ayuntamiento, un jefe deescuadra le increpó

-¡Son unos bandidos! ¡No cumplen losTratados internacionales!

El detenido no comprendía bien la relaciónque establecía aquel revolucionario entre lapolítica internacional y lo que estaba ocu-rriendo en Oviedo. Pero después dedujo que,al parecer, las bombas arreas caían tambiénsobre los hospitalizados y sobre la poblaciónpacífica.

A pesar de que la irritación de los rojos eraevidente, el comité se condujo sin violencia ninervosismo con el prisionero. Mandó que lorecluyesen en el Instituto y que le tratasencon consideración.

En una de las clases estaban los prisione-ros. No tenían camas, ni mantas, porque loscolchones había que utilizarlos como parape-to, para combatir. En la; puertas vigilabandos guardias rojos. Dos veces al día se lestraían conservas y un poco de pan. La verdades que los últimos días faltó la alimentacióny solo comieron los presos algunas galletas.Pero no comían mucho mis los combatientes.

Una tarde el director del Banco fué llama-do enérgicamente

-¡Ciudadano, a declarar!Los demás prisioneros creyeron que empe-

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zaban los fusilamientos. Con los ojos enroje-cidos por el llanto, despedían a la presunta

víctima. Uno de los sacerdotes presos, le ben-dijo. Cuando salió el banquero, todos queda-ron silenciosos, rezando "in mente".

El banquero, lívido, salió detrás del hom-bre que le reclamaba, el cual le condujo aotra estancia donde estaba el jefe de la pri-sión, un socialista ovetense, que el banqueroconocía de vista. Sobre la mesa había, una granjarra de leche y una caja de galletas.

-Siéntese, Don Nicanor. Vamos a tomaralgo.

Don Nicanor pensó para sus adentros que,condenado a muerte, se le darían las últimasviandas. No fué una broma su contestación:

-Le advierto que estoy desganado...-¿A pesar de llevar dos días sin comida?

¡ Siéntese, hom, siéntese! Si nosotros non so-mos tan malos como dicen.

El banquero se sentó, un poco más dueño desí. Realmente, no creía que los rojos llegasenal refinamiento de convidar a los presuntosfusilados.

-Pues esta mañana-siguió diciendo elimprovisado alcaide-trajéronme estas galle-tas unos rapaces de Sama, y yo dije: "Puesvoy a convidar a Don Nicanor, que el probindebe estar pasándolas negras".

-Entonces ¿no me llamaba para declarar?

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-No, home, no. Esa ye la fórmula.Al banquero le había entrado de repente un

apetito atroz Se lanzó sobre las galletas y al-ternándolas con grandes tragos de leche nodaba paz a la boca.

El carcelero le miraba complacido y consi-deró necesario exhortarle a aceptar el nuevoestado de cosas:

-Nosotros necesitamos intelectuales, DonNicanor. Usted tiene que venir con nosotros.

-Pero si yo no sé más que cosas de Banca,y ustedes van a abolir el dinero.

-Bueno; eso ya lo veremos.-Además, yo creo que ustedes fracasan. Es

muy difícil organizar de nuevo una sociedad.-No lo crea, Don Nicanor. Mire usted lo

que pasa en Rusia.El banquero no consideró prudente conti-

nuar en aquellas circunstancias una discusiónque podría ser demasiado peligrosa. Calmadasu hambre, recordó la de los compañeros deprisión

-¡Caramba! Me gustaría llevarles algo alos demás presos.

-Non se apure, que ahora mandaré lo quequeda para que se lo repartan.

-Tome ahora un cigarro, Don Nicanor-dijo alargándole un espléndido cigarro ha-bano-. Eso teníalo reservado para usted.

Cuando el banquero retornó al lado de sus

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compañeros, le recibieron llenos de ansiedad.El iba lanzando bocanadas de humo, casi feliz.

-Pero ¿qué ha pasado, Don Nicanor?-leinterrogó el sacerdote-. ¿Ya no nos fusilan?

-No, hombre, no. A mí me han convidadosuculentamente. Y me han dado un puro

Entré los presos la alegría era extraordina-ria. Pasaban de la antesala de la desespera-ción a la del paraíso.

-¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!-gemíael sacerdote-. Dios no nos abandona.

El banquero describió la entrevista, y aña-dió un poco presuntuosamente

-Además, me han pedido mi colaboraciónpara el nuevo régimen. Va a ser cosa de pen-sarlo. Porque, a última hora, uno es un téc-nico.

Cuando los presos supieron que se les pre-paraba algún alimento, paseaban impacientesde un lado a otro. La tranquilidad les habíadespertado el apetito. En medio de todo-pen-saban-estos comunistas son unos buenoschicos.

Por fin, llegó la caja de galletas, la lechey una botella de vino blanco. A los pocos mi-nutos las viandas se habían agotado, distri-buídas equitativamente por Don Nicanor, en-tre los prisioneros.

Las escenas más patéticas ocurrieron entre

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los fugitivos: los que tenían que huir de suscasas, incendiadas y deshechas por la dina-mita. Familias enteras cargadas con peque-ñas maletas, donde habían colocado lo másindispensable, emprendían el éxodo por laciudad, en busca de refugio. Como era arries-gadísimo atravesar las calles, estos hogarestranseuntes cruzaban patios y solares con suimpedimenta de niños y enseres. A veces, erapreciso horadar la pared de una casa parapasar a otra y así sucesivamente. Hubo fami-lia que atravesó siete medianerías, empujadapor el incendio y el tiroteo. Con hachas, cu-chillos, martillos y ganchos de cocina, los in-quilinos abrían las brechas salvadoras. A ve-ces, abrían el camino de la sepultura, pueshubo quien al huír cayó víctima de la luchaentablada en la calle

No era raro encontrar en aquellas maña-nas lívidas, en los portales de algunas casasalejadas de los lugares de la contienda, unafamilia de funcionario, de artesano, de em-pleado, que tiritaba allí de hambre y de frío,sin saber qué hacer, después de haber pasadoen aquel sitio una terrible noche cargada deexplosiones e iluminada por las hogueras cer-canas.

Una de estas familias tuvo que evacuar lacasa con una anciana enferma. La llevabanen una butaca, bajo la lluvia, sin saber adonde

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dirigirse. Unos guardias rojos que tropezaroncon la extraña expedición los condujeron atodos al Hospital. Pero la impresión que reci-bió la anciana al entrar en la gran sala, llenade heridos, fué de tal naturaleza que fallecióantes de ser colocada en una cama. Cuandoel médico de guardia acudió para atenderla,dijo:

-Aquí no traen ustedes más que un ca-dáver.

Otras veces, los revolucionarios se encon-traban en los quicios de las puertas con unoshombres aterrados, perdidos, a quienes inte-rrogaban con premura

-¿Usted qué hace aquí?-Es que se me ha quemado la casa y no sé

adonde ir.-Pero, ¿usted con quién está? ¿Con el Go-

bierno o con la Revolución?-Pues yo... Mire usted... Yo estoy con

ustedes.--Pues ¡hale!, a coger un fusil.Le empujaban hacia la línea de fuego, y

si el hombre no lograba huír antes de llegaral cuartel general, tenía que tomar un armay pelear por el marxismo.

El magistrado Suárez se había escondidoen una casa próxima a la suya, en compañíade su esposa. A media mañana, cuando re-zaban todos el rosario, llegó un pelotón de

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revolucionarios, con gran estrépito de cula-tas y gritos.

-¡A ver! ¿Quién vive en esta casa?Todos los vecinos fueron diciendo sus nom-

bres. Cuando le tocó el turno al magistrado,un revolucionario le señaló

-Este es fascista.El magistrado, temblando, dijo-No; no, señor. No soy fascista.-Estuvo en lo de agosto-gritó otro.De pronto, uno de los revolucionarios dis-

paró su pistola contra él:-Toma, para que no mientas.La esposa del magistrado, enloquecida, se

arrojó a abrazar a su marido que se derrum-baba. Le alcanzó en un brazo el segundo dis-paro del agresor, que salió después guar-dándose tranquilamente el arma. En laestancia solo se oían las palabras y los ayesde dolor de la pobre mujer que se desangraba.Los demás vecinos, aterrorizados, se acurru-caban en un rincón. Solo cuando salió el pelo-tón revolucionario llevándose a la herida ha-cia el hospital, se atrevieron a acercarse alcadáver.

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En los pueblos

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EN LOS PUEBLOS

Los pescadores de Cimadevilla. La muertedel líder.-El alcalde y el cura.

Que el movimiento fué solamente una su-blevación de mineros, apenas controlada porlas organizaciones obreras, se advierte por ladébil repercusión que tuvo en otros pueblosde Asturias, incluso Gijón y Avilés. En Gijón,alentados por José María Martínez, antiguoanarquista, se sublevaron los pescadores deCimadevilla y los obreros de El Llano. Cima-devilla es un barrio del antiguo Gijón, apreta-do en un promontorio sobre la dársena. Aque-llas gentes forman un núcleo social aparte,odian a los señoritos y cuando pasan por lacalle Corrida, los hombres con sus trajes demahón y sus botas de aguas, y las mujerescon sus cestas de pescado y su charla pinto-resca e insolente, los paseantes se apartan te-

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merosos. Hay siempre en Cimadevilla un fer-mento revolucionario.

Pero en octubre apenas tenían armas. Pe-learon en la plaza del Ayuntamiento infruc-tuosamente. Cuando apareció frente al barrioel crucero "Libertad" y arrojó las primerasgranadas, los pescadores huían hacia el inte-rior, hacia los barrios obreros, con sus mu-jeres y sus hijos.

El mayor contingente de obrerismo indus-trial lo dan El Llano y La Calzada. Aquellosproletarios han sostenido huelgas heroicas yno se han detenido cuando fué preciso en elcamino de la violencia. El sindicalismo espa-ñol ha librado en Gijón batallas reñidísimas,si bien el motín ha predominado siempre so-bre la lucha organizada. Esta vez, a pesar delos esfuerzos de José María Martínez, el sin-dicalismo gijonés quedó fuera de la AlianzaObrera. Aquellos anarquistas no olvidabanlas discrepancias que les habían separadosiempre del socialismo, recrudecidas en plenaRepública. Por eso el octubre gijonés fué undébil estallido popular, del cual estaba au-sente el sector más violento del proletariado,que vive la utopía del comunismo libertario,pero es incapaz de encuadrarse en una disci-plina revolucionaria. Hubo un momento enque la rebeldía ingénita de las masas y laatracción que sobre ellas ejercen las batallas

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de clase, estuvo a punto de prender en loshuelguistas. Pero la verdad es que carecíande armamento suficiente y que, además, ya lamarinería del buque de guerra había desem-barcado, sin que se confirmasen los rumoresde sedición.

Las fuerzas dominaron fácilmente Cimade-villa y batieron sin grandes pérdidas los pe-queños grupos revolucionarios que combatíanen el Llano. Algunos obreros quedaron muer-tos en encuentros aislados. Martínez, el líder,que había tenido violentas disputas con loscomités, apareció días después muerto en lacarretera, con un fusil al lado.

En Avilés los obreros coparon los puestosde la Guardia civil, tomaron el Ayuntamientoy combatieron en contacto con los revolucio-narios de Trubia. A Trubia fué conducido Pe-dregal, político melquiadista, que fué ence-rrado en una fonda, sin que sufriese otro ata-que que el de una ligera flebitis. Los mismosgrupos de Avilés volaron un buque, con dina-mita, en San Juan de Nieva, para obstruir elpaso del puerto a posibles fuerzas llegadaspor vía marítima.

En general, en los pueblos rurales apenasrepercutió la revolución. En Llanera la luchafué dura. Pero en Grado y Salas, donde lossocialistas locales se apoderaron del mando y

practicaron algunas requisas, la cosa no pasó

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de un simulacro de revolución. A los comitéslocales les parecía indispensable detener alcura y al cacique, penetrar en la sala delAyuntamiento y ordenar el cierre de comer-cios, después de apoderarse de algún aparatode radio para estar al tanto de lo que pasaba,y de algún automóvil que llevase al comité aOviedo.

Las escenas eran casi las mismas en todosestos pueblos. Como los guardias se habíanconcentrado en la capital, no quedaba másfuerza pública que los guardias municipales.El grupo de revoltosos llamaba en casa delalcalde

-¿Está Don Arturo?Salía la señora, temblando-Pues... no está. Ha salido muy temprano.Entonces uno de los agitadores, el de más

carácter, insistía-Bueno, bueno. Dígale que salga, que aquí

no nos comemos a nadie...El alcalde, que, además, con frecuencia era

de la izquierda, aparecía más amable que deordinario

-Pero ¿qué pasa? A mi mujer le ha en-trado miedo y no quería que saliese.

-Pues... mire usted, D. Arturo... Usted yasabrá que estamos en revolución.

-Sí. He oído decir que en Oviedo... Ofi-cialmente yo no sé nada ¿eh?

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-Pues aquí... Ya ve usted... No tenemosmás remedio. Cumplimos órdenes del comité.Tiene usted que entregarnos la alcaldía...

-Hombre... Eso de entregar... Podéis fra-casar y entonces ¿qué pasa? Un alcalde tieneque mirar lo que hace.

-Pues nosotros necesitamos el Ayunta-miento.

-Bueno; eso es otra cosa. Vosotros váis allíy yo no aparezco... Así no se compromete anadie.

Se dirigían en tropel al Ayuntamiento .y allíse instalaban durante algunos momentos. Perocomo había que hacer algo revolucionario, ungrupo marchaba a casa del cura, que acababade llegar de decir misa y conversar con lasmujerucas madrugadoras. A los revoltosos y.;los conocía el párroco. Eran los díscolos delpueblo, los ateos, los "socialistas". El sacer-dote, con su bonete deslustrado, les recibía unpoco alterado:

-Pero ¿qué pasa, muchachos?-Pues que ha estallado la revolución, Don

Federo.-Bueno, bueno. ¿Y que queréis de mí?-Pues sabrá usted que nos hemos apode-

rado del Ayuntamiento y somos los dueñosdel pueblo. Queremos que usted cierre la igle-sia.

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-¿Y por qué? Por eso no se perjudica larevolución...

El marxista del pueblo intervenía-Sabrá usted que es una revolución como

la de Rusia. "La religión es el opio del pue-blo".

-¡Válgame Dios, y cómo os estropean eljuicio los diarios! La religión es necesaria.-Pa ustedes-intervenía insolentemente

uno del grupo.-Bien, bien. No quiero discutir.-Usted tiene que venir con nosotros al

Ayuntamiento.-¿Es que voy preso?-Hombre, tanto como preso, Don Federo...

Allí estará el comité.El cura era conducido al Ayuntamiento y

allí pasaba el día, hasta que por la noche leautorizaban a regresar a la Rectoral. Mien-tras tanto, los grupos se armaban de escope-tas y pistolas y recorrían las calles desiertas.

En la plaza se había reunido el pueblo quecomentaba las noticias de la capital, y sobretodo, los acontecimientos locales rodeados allíde una importancia mucho mayor que las ba-tallas que a aquellas horas se libraban en Ovie-do y Campomanes.

El tercer día del movimiento, cuando llególa noticia de que había sido tomada la Fábri-ca de la Vega, la gran victoria revolucionaria,

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en algunos pueblos quisieron asaltar las tien-das y las casas de los propietarios. Los comi-tés se vieron muy comprometidos para cal-mar a los grupos, y hasta se dispusieron al-gunas requisas de géneros en los comerciosprevias unas notas firmadas por el comité lo-cal para garantía de los comerciantes. Unascuantas prendas y algunos víveres bastaronpara pacificar a los más exaltados.

Cuando se supo que las fuerzas habían en-trado en Oviedo y que podía darse por derro-tada la revolución, el pánico entre los revol-tosos de algunos pueblos fué extraordinario.Se arrojaron todas las armas al río y los máscomprometidos huyeron. Al mismo tiempo,aparecían otra vez en las calles las llamadasgentes de orden, que durante los sucesos ha-bían permanecido en sus casas temerosas delas represalias populares Los respetables se-ñores del Casino, ocultos y temblorosos du-rante una semana, volvían a sus butacas, in-sultando a los vecinos y tejiendo la tela de lasdelaciones y las venganzas.

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La fuga de los Comités

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XI

LA FUGA DE LOS COMITES

Peña se retira.-La radio clandestina.-ElComité comunista.-En el chalet del mar-qué&. - Teodomiro Menéndez, ante losrojos.

La deserción del primer comité que funcio-naba en Oviedo se efectuó el día doce. Peñaconocía la derrota de la revolución en el restode España y consideraba prudente la retiradade la fuerza que luchaba en condiciones dedesventaja a causa del bombardeo aéreo.

Estos argumentos pesaban en el ánimo de .los dirigentes, casi todos amigos de Peña. Perono se atrevían a plantear la cuestión en elseno del Comité donde existían grandes dis-crepancias con los comunistas. El primer con-flicto interno se produjo cuando los comunis-tas de Turón, por indicación de un miembrodel comité de Mieres, anunció por medio de

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una emisora de radio clandestina, que funcio-naba en aquel pueblo, la proclamación de laRepública Obrera y Campesina de Asturias.En aquel acto, los socialistas vieron el propó-sito de los comunistas de apoderarse del mo-vimiento.

Nadie se atrevía en realidad a detener elímpetu de aquella masa armada, a la que sehabía hecho creer que la revolución consti-tuía el fin de sus dolores y sus miserias. Ver-dad es que ya empezaba a decaer el entu-siasmo de algunos combatientes, sorprendidosde la resistencia de la fuerza pública; sobretodo, les amilanaba la acción de los aeropla-nos, contra la cual no tenían medios de com-bate, ni siquiera de resistencia, los revolucio-narios.

En la última conversación que tuvo Peña .con sus amigos de Mieres, declaró terminan-temente que él abandonaba la lucha. Lo hizoasí. Preparó con otros amigos un automóvily huyó de Oviedo. Aquel mismo día entrabala columna de López Ochoa en la capital. Losmiembros socialistas del comité, ante esta de-cisión del que consideraban el hombre másrepresentativo del movimiento, se fugarontambién. Quedó sólo un comunista, que deci-dió inmediatamente convocar a una reunión atodos los jefes de grupo Estos, comunistas en

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su mayoría, llenos de ira por la huída de losdirigentes, decidieron continuar la lucha.

-¡Lucharemos hasta morir!-gritaban.-¡La revolución ha sido traicionada!-¡Hay que buscarlos y fusilarlos!Inmediatamente se constituyó un segundo

comité, compuesto exclusivamente por comu-nistas. Cinco muchachos jóvenes y otros dosobreros de alguna edad que decidió continuarcombatiendo. Este comité se trasladó a un lu-joso chalet del marqués de Aledo, en la pla-zuela de San Miguel, ocupado desde el pri-mer momento por los revolucionarios. Las ri-cas alfombras de Herrero eran holladas porprimera vez por los zapatos de los mineros,que arrrastraban pellas de lodo y de sangre.El "hall" estaba lleno de fusiles y de cajas demuniciones. Sobre las mesas y las butacas semezclaban las armas y las prendas de loscombatientes. Montones de proclamas se es-parcían por el piso y salían hasta el jardínenarenado. Un entrar y salir constante dehombres que pedían armas, y de mujeres quebuscaban los vales de los víveres, daban alchalet aire de improvisado campamento.

Lo primero que hizo el comité fué acordarque compareciese Teodomiro Menéndez, comosocialista significado. La excitación de losobreros era tal en aquellos momentos, que mu-

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chos hablaban de la necesidad de fusilarlo.Un comunista se opuso

Teodomiro no ha estado nunca con la re-volución. Pero no ha engañado a nadie. El nopuede cargar con culpas ajenas.

Prevaleció el criterio de que compareciesepara notificarle la fuga de sus compañeros.Dos obreros armados fueron a buscarle porencargo del comité.

--Si no quiere venir-dijo el presidente--me lo traéis a la fuerza.

Media hora después apareció Teodomiro,en medio de los guardias rojos. Cuando estu-vo en presencia del nuevo comité, un poco pá-lido y excitado, protestó

-Me habéis mandado a buscar con gentearmada, como a un enemigo. No me explicoeste trato, camaradas.

Entre los miembros del comité se armó ungran barullo:

-¿No sabes que se han escapado todos tuscompañeros? Habéis traicionado a la revolu-ción.

-Nos habéis engañado-rugía otro.La revolución no está vencida-gritaba

el que parecía más sereno.Teodomiro Menéndez, exclamó:-Ya me diréis cuándo puedo hablar.

'-Habla-dijo el que ejercía la función de

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presidente-. Pero ten en cuenta que van aexigirse responsabilidades.

-Parece imposible-empezó diciendo Teo-domiro-que quien lleva cerca de cuarentaaños de militante, defendiendo a los traba-jadores, reciba de vosotros un trato tan injus-to. Estoy sufriendo los mayores dolores de mivida. No sé si sabréis que mi mujer está gra-vemente enferma, y que a los desastres deestos días se añade para mí la terrible penade ver cómo mi compañera puede morirse deun momento a otro. Compañeros, sabéis desobra que he sido opuesto a la revolución;que desde el primer día la doy por fraca-sada...

Estás equivocado-le interrumpió alguienajeno al comité.

-Eso es de cobardes-murmuró otro.-¡Silencio!-gritó el presidente-. Es pre-

ciso oír. El camarada habla sinceramente. Loque no aguantaríamos es que mintiese.

-Comprenderéis, camaradas-siguió di-ciendo Teodomiro-, que por no engañar anadie dejé de sumarme a ella. Yo creo quecon los elementos que tiene el Gobierno, mien-tras no se levante España entera, no hay triun-fo posible.

-Madrid se ha sublevado-dijo uno.--No es cierto. Desgraciadamente, las noti-

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cías de la radio son auténticas. En Barcelonase ha rendido la Generalidad y en Madrid nohubo más que tiros sueltos. No hay que, ha-cerse ilusiones. La revolución está vencida.Prolongar la lucha es aumentar la catástrofe.

-Camarada-declaró el presidente-, a tíno te hemos llamado para que dés consejos.La lucha seguirá, porque los obreros quierencontinuar. A tí te hemos llamado para noti-ficarte que ante la huída de tus compañerossocialistas, que formaban parte del comité, seha constituido otro que toma la responsabili-dad del movimiento. Te lo comunico para queel día de mañana cada uno quede en su lugar.

-Bien. Me doy por enterado. Pero permi-tidme que os diga que, a mi juicio, mis compa-ñeros no podían hacer otra cosa.

-¡Son unos traidores!-exclamó alguien.-Y además-insistió el presidente-se ha

dado orden de detención contra ellos. Ten-drán que responder de su fuga ante el Tribu-nal revolucionario.

-¿No permitís, en nombre de nuestrosideales, que insista en lo que creo un deber?

-No puede ser, camarada. Estarnos decidi-dos a continuar...

En aquel momento entró en la estancia unrevolucionario dando grandes voces:

-Ha entrado una columna en el cuartel deRubín. Llegó por la carretera de Avilés

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Todos se levantaron. Los que no tenían ar-mas, las cojían en medio de una gran confu-sión:

-¡Hay que morir matando !--decía uno.-¡Atacaremos con dinamita! ¡ A ver, lla-

mara los de Turón, que vengan a vernos!--dispuso el presidente del comité.

A Teodomiro ya no le hacían caso-¿Puedo volver a mi casa?-preguntó al

presidente.-Puedes volver. La consigna ahora es "T.

R. S." ("Trabajadores rojos, salud"). Te lodigo, por si te detienen.

Mientras, los revolucionarios discutían a gri-tos y se oía un estruendo de armas y de mue-bles, mezclado con blasfemias y amenazas,Teodomiro Menéndez, líder durante muchosaños de los trabajadores asturianos, bajabaderrotado y triste hacia su casa. Pensaba, sinduda, que todo se había perdido; que los sue-ños esparcidos a través de tantas campañasgenerosas y entusiastas habían dado solo unacosecha de decepción y de sangre. El no huía;en su corazón humanitario y sentimental man-daban más los afectos que los intereses de larevolución. Comprendía que su obra había

terminado entonces, y no le importaba queacabase también su poder sobre las masas. Elsuyo era el fracaso de un socialismo que qui-so reformar el mundo por la palabra, instru-

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mento demasiado frágil en un ambiente de

violencias. El que durante muchos años quisola salvación de los parias, en aquel momento,mientras tronaban las explosiones y silbabanlas balas de las ametralladoras enloquecidas,solo pedía la salvación de su compañera desiempre, de aquella mujer humilde y laborio-sa que ahora respiraba dificultosamente en ellecho, con los ojos semicerrados por la fie-bre.

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Momentosdifíciles

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XII

MOMENTOS DIFICILES

La entrada de López Ochoa.-Escenas de laPuerta Nueva.-Fuga del segundo Comité.La huella de Nerón.

Desde aquel momento el desorden y la con-fusión predominó en el campo revolucionario,a pesar de las órdenes tajantes del nuevo co-mité y del arrojo de que daban prueba toda-vía muchos revolucionarios.

López Ochoa había entrado por sorpresacon su columna por la carretera de la Costa,recogiendo algunos puestos de la guardia ci-vil que llevaban sitiados muchos días, y some-tiendo fácilmente a los revolucionarios, desdeSalas a Lugones. Por cierto, que cuando se pre-sentó ante el cuartel de Rubín, las tropas queallí resistían les hicieron fuego creyéndolasenemigas. Ya en el cuartel, el general. orga-nizó la reconquista de Oviedo. Pero no puededecirse que la ciudad quedase en su poder in-

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mediatamente. Hubo que luchar, y solo cuan-do las tropas del Tercio y Regulares llegaron,fueron rechazados los revolucionarios hastaretirarse a los pueblos de la cuenca.

El segundo comité no presidió más queanarquía y represalia. Ante la noticia de quehabían entrado tropas se recrudecieron lossaqueos y la indisciplina. Las patrullas que lle-gaban a los prostíbulos de la Puerta Nueva,allí se quedaban. Las mujeres temblaban,

apelotonadas en la cocina, pero los mineroslas sacaban de allí y les hacían bailar, jaleán-dolas con las manos, llevando el compás conlas culatas de los fusiles. De una taberna pró-xima llevaron cajas de vino y de cerveza, ybajo el ruído de los disparos se oían los can-tares de los borrachos, más tristes en la nochedel Oviedo en ruinas. Las muchachas teníanmiedo y hambre y sobre las rodillas de losrevolucionarios no temblaban de pasión sinode pánico. Había una que era de Langreo ypreguntaba ansiosamente por sus hermanos,que sin duda habrían estado combatiendo des-de el primer día. Pero nadie le daba razón deellos Un minero la consolaba

-No te preocupes, guapina. Si están en elhospital, allí no hay tiros; y si murieron, me-jor pa ellos.

Algunos bailaban con el fusil colgado, ro-

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deada la cintura por las cartucheras quitadasa los guardias muertos.

Se veía que necesitaban aturdirse y quedespués de una semana de combate, respiran-do pólvora y sangre, con el presentimiento dela derrota inminente, habían entrado en lavía muerta de una extraña desesperación. To-das su palabras rezumaban sarcasmo, bebíansin ton ni son, mojándose las manos que lesardían con el calor de las armas recalenta-das por los disparos. A la luz de las velas, queestampaban en las paredes sombras vivientes,aquella juerga sombría y forzada era lo mástriste de la revolución. Todos bebieron de talmodo que de madrugada estaban enfermos oinconscientes. Dominados por el cansancio,fueron cayendo, uno aquí y otro allá, en laescalera, en el comedor, en los cuartos de lacasa. La madrugada turbia, cenicienta. ho-rrible, encontró amontonados aquellos falsoscadáveres que permanecieron allí muchas ho-ras, mientras caían en las calles otros com-batientes para no levantarse más.

Algunos de los miembros del primer comi-té fueron capturados el mismo día de su fuga.'El segundo comité deliberó acerca de la pena

en que habían incurrido. Había quien propo-nía fusilarlos. Al fin, se impuso el criterio másbenévolo y se les perdonó, con tal de que to-

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maran las armas para combatir. A las órde-nes inmediatas de los jefes de escuadra, losantiguos dirigentes pelearon en vanguardiacontra las tropas del general López Ochoa.

En realidad, al segundo comité nadie leobedecía. Los revolucionarios actuaban por sucuenta y toda iniciativa cuanto más temera-ria y extremada que fuese, era bien recibidapor los grupos. Había empezado, si así puededecirse, el período del terror, porque si bienla dinamita había sido usada desde el pri-mer momento, siempre respondió a ciertasexigencias del combate. Ahora se utilizabasin objetivo concreto, por el simple afán dedestruir. La revolución había enloquecido yse lanzaba vertiginosamente hacia el caos.

¿Qué iba a pasar? Ramón Tol, el médicoque ya conocen nuestros lectores, que alterna-ba la cura de heridos con la lucha activa, em-pezó a notar que entre los combatientes to-maba cuerpo la idea de destruir la ciudad. Yaque no se podía vencer, y las fuerzas del Go-bierno avanzaban sobre Oviedo, que no en-contrasen más que escombros. Aquella ideaneroniana no la sustentaba nadie en particu-lar; pero tenía ya una existencia difusa entrelos revolucionarios. El médico, aterrado antetal propósito acudió a la casa donde actuabael comité y expuso a éste sus temores. La ver-dad es que se encontró con unos hombres va-

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cilantes, nerviosos, que no parecían ser losmismos de la víspera, cuando se encargarontan gallardamente de la dirección del movi-miento.

-Yo creo-dijo Ramón Tol-que debéísreunir a los jefes de grupo y ordenarles queno consientan ni siquiera que se hable de eso.

-Pero ¡si no hacen ningún caso! Estánobrando por su cuenta. El movimiento se nosva de las manos-confesó el presidente pre-ocupado.

-Pues hay que tomar alguna medida-re-puso el médico-. Si se lleva a efecto lo quedicen, no sólo sería un acto de barbarie, sinoque desacreditaríamos nuestra revolución.

-Tienes razón, camarada. Pero ¿estás se-guro que se habla de eso?

-Segurísimo. Lo he oído a varios en menosde una hora.

-Pues hay que hablar con los jefes degrupo. No queda otro remedio.

-Es que les llamamos y no vienen-dijootro del comité.

-Mira-declaró un tercero-lo mejor esdejar esto. Que ellos se las entiendan.

Ramón Tol creyó que aquella proposiciónlevantaría un tumulto de protestas; pero viócon asombro que los demás se callaban, comosi meditasen o estuviesen de antemano con-formes. El temor y la decepción se había apo-

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derado también del segundo comité. Se velaque carecía de autoridad, de iniciativa y deenergía Entonces Tol exigió que el presidentele acompañase para entrevistarse con algunosjefes de grupo. Por el camino, aquél se lamen-taba con el médico

-Esto ha nacido sin cabeza, camarada. Nosé cómo vamos a salir. Tengo la impresión deque tenía razón Teodomiro: nos han dejadosolos; fuera de aquí no pelea nadie.

-Pues propongan la retirada-dijo Tol,convencido de que tenían razón.

-¿Y quién se atreve a proponer semejan-te cosa? Dirían que estábamos vendidos. Elotro día un jefe de escuadra me puso la pis-tola al pecho porque le dije que no permitíasaqueos.

-Pues es un problema que hay que plan-tear.

El médico y el presidente se dirigieron ala estación del Norte donde estaban las avan-zadas revolucionarias. Hablaron con algunosjefes de grupo que apenas daban importan-cia al asunto. Uno de ellos aseguró

-Todavía triunfaremos, camaradas. Nohay que apurarse. Las tropas se metieron enel cuartel y no se atreven a salir.

-Pero volar Oviedo sería una barbaridad--dijo el médico.

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--Si no es pa nosotros, camarada, que nosea pa nadie.

Fueron a San Lázaro donde estaba empla-zado un cañón, y allí nadie quiso oír nada decomités, ni de dirigentes

-Creo que los comités se escaparon. Bue-no, pues nosotros no dejamos esto. ¡ Valientesvainas los dirigentes!

Los dos revolucionarios se retiraron conven-cidos de que ya no había manera de contro-lar a las masas desmandadas. El presidentedel comité declaró que él abandonaba elpuesto. Cuando llegaron al chalet de Herre-ro, los demás ya no estaban. El segundo co-mité también había desaparecido.

Ramón Tol comprendió que era preciso atoda costa evitar la catástrofe. En su viaje aLangreo había podido comprobar que allí ha-bía un jefe valiente, de gran ascendiente en-tre los obreros de todas las significaciones.Este jefe, Belarmino Tomás, quizá pudiesetomar a aquellas alturas las riendas del mo-vimiento. El médico buscó un coche de laCruz Roja y pidió que se le llevase a Samapara un servicio urgente. A regañadientes, eljefe del Hospital autorizó el viaje.

Ya en Sama, Tol encontró a Belarmino enel Ayuntamiento, ocupándose del aprovisio-namiento del valle de Langreo. Belarmino To-más, con la boina puesta, el gesto sereno, la

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mirada inteligente, rodeado de gente pidien-do vales, tardó bastante tiempo en poder aten-der al médico. Por fin, ambos hablaron larga-mente. Belarmino conocía la situación deOviedo, y sabía, además, que las tropas avan-zaban desde Gijón y San Esteban de Pravia.Era urgente, desde luego, organizar la reti-rada

-Pero esto es lo más difícil-declaró Be-larmino-. Al fin y al cabo una revolución esuna guerra y en la guerra lo más difícil esuna buena retirada.

-Es que, además-repuso Tol-los hayque mientras tengan armas no se retiran.

-No hay quien les convenza que en el restode España ha fracasado todo.

-Pero lo grave es que hablan de volar laciudad.

-¿Dicen eso?-preguntó Belarmino alar-mado.

Se habla de eso con demasiada insisten-cia.

-¡ Ah! Hay que hacer algo. Yo voy conusted ahora mismo a Oviedo.

Durante el trayecto no hacían más que en-contrar obreros que retornaban a sus casas,con sus fusiles al hombro. Habían desapare-cido los guardias que antes exigían los pasesa los coches Todo tenía un aire de desola-ción, de desilusión y de derrota.

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Belarmino decía-Nos ha faltado dirección. Pero además,

contra la aviación no se puede luchar. Hayque tener, por lo menos, armas iguales.

A la entrada de Oviedo nadie les pidió elvolante de circulación, ni la consigna. Se oía,sin embargo, fuego de cañón y de fusilaría.Aquella tarde los aviones volaron de nuevo so-bre el cuartel, y arrojaron víveres. Los revo-lucionarios dispararon contra ellos inútil-mente.

Belarmino se entrevistó con varios de loscombatientes más significados y aquella nochese convocó una reunión en el chalet de He-rrero, donde ya no quedaban más rastros delsegundo comité que botellas vacías e innume-rables cigarros. Asistieron la mayoría de losjefes de grupo y muchos socialistas y comu-nistas significados. Allí se reconoció que erapreciso trasladar fuera de Oviedo la direccióndel movimiento. En el caso de que las tropasque venían sobre la capital, lograsen apode-rarse de ella, quedaba aún la cuenca minera,donde los rojos se consideraban invencibles.En montañas casi inaccesibles, conociendo elterreno palmo a palmo, abastecidos por susfamilias, la lucha podría prolongarse indefi-nidamente y Asturias podría continuar sien-do baluarte de la revolución proletaria. Estaara la idea de los combatientes de más presti-

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gio. Estos no contaban, sin embargo, que yaen la masa había entrado la depresión; quefaltaba la ardiente ilusión de los primerosdías, y que era imposible reconstruir lo quecon la retirada de Peña se había deshecho: laconvicción del triunfo, el espíritu generadorde la victoria. Belarmino y el médico com-prendían perfectamente que todo estaba per-dido; pero sabían también que solo de unmodo indirecto, dando rodeos, era posible lle-gar a la terrible conclusión de que había quecapitular. Por eso asintieron a todo, con talde ir ordenando un poco el caos, echando fre-nos a la desesperada reacción de las masas.

Después de combinar un nuevo ataque a lacárcel, al cuartel y al Gobierno civil, para eldía siguiente, el nuevo comité salió en el au-tomóvil de la Cruz Roja para Sama de Lan-greo. Era el primer paso para la capitula-ción.

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La capitulación

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XIII

LA CAPITULACION

Los últimos ataques—Faltan municiones.-Eltercer comité decide la retirada.-La en-trevista con el general.

El día dieciséis se atacó briosamente las po-siciones enemigas. Se trataba, sobre todo, deapoderarse de la cárcel, donde se encontra-ban significados revolucionarios, cuya incor-poración influiría indudablemente en el áni-mo de los combatientes. No fué posible. Laguarnición resistía y por dos veces rechazócon bayoneta calada el asalto de los sitia-dores.

Al atardecer, éstos pidieron más municio-nes. Pero del cuartel general les contestaronque se necesitaban para atacar el cuartel, dedonde pretendían salir las fuerzas de socorro.Hubo, pues, que suspender el ataque a la cár-cel. Como se suspendió el que se había ini-ciado al Gobierno civil, defendido todavía

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desde la catedral. Los revolucionarios, con lascartucheras agotadas, se pedían unos a otrosmuniciones

-¿Es que no quedan ya cartuchos?-pre-guntaban a los jefes de grupo.

-No. Se han mandado buscar a Sama. Perohoy tenemos que arreglarnos con las cajasque nos entregaron por la mañana.

Aquello era desmoralizador. Se vela a losmineros, apoyados en los quicios de las puer-tas, con el fusil tirado en el suelo, aburridos

-¿No combates, chacho?-¿Con qué? No me queda ni una bala.-Chico; esto va muy mal...-Los dirigentes, que nos han abando-

nado...Se había hecho un verdadero derroche de

municiones. Como la revolución había careci-do desde el primer momento de una concep-ción técnica, militar, y había estado encomen-dada solamente al valor personal y a la au-dacia de los obreros, éstos desconocían elvalor de las municiones. La toma de la Fá-brica de la Vega les había alucinado; creíanque aquellos pertrechos no se acababan nun-ca; que los barcos de guerra sublevados lle-garían de un momento a otro con refuerzos;que Rusia enviaba su flota hasta las costascantábricas para ayudar la epopeya de loumontañeses asturianos. Almas simples y en-

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cendidas, los rumores más absurdos bastabanpara avivarles el fuego de la fe y el fervorde la lucha. Pensaban que un poder misterio-so obraba casi milagrosamente en aquellasjornadas. El impulso que a ellos les llevaba amorir por las ideas, creían que tenía sufi-ciente fuerza para obrar en todos los actosde la revolución. En una palabra, confiabanen el poder y la fuerza de su clase, tal como lahabían exaltado sus propagandistas en dis-cursos y proclamas.

Cuando el comité recibió la petición de mu-niciones, comprendió que se habían agotado.Gestionó, sin embargo, en Mieres algunos re-fuerzos. Allí las tropas habían logrado rom-per el cerco de Vega de Rey y avanzaban enmedio del pánico de pueblos y aldeas. El co-mité, que se reunía, en el Ayuntamiento deLangreo, recibía noticias pesimistas de todas

partes. Por fin, Belarmino Tomás planteó lacuestión

-Señores, la situación es insostenible. He-mos luchado hasta última hora. No queda másque capitular.

El comité aún se resistía. Había que ente-rarse personalmente de la situación en Ovie-do, explorar el ánimo de los combatientes,conocer exactamente la situación de las tro-pas. Al día siguiente, los diferentes miembrosdel comité salieron hacia Oviedo y Mieres.

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para realizar una labor de exploración. Lasimpresiones no podían ser más desconsolado-ras. En Mieres habían comenzado las luchasentre los propios obreros, y empezaba a te-merse colisiones internas. En Oviedo, la des-moralización alcanzaba caracteres alarman-tes. Menudeaban las riñas y los disgustos. Lasdeserciones se hacían en masa, ya sin pretex-tos ni disculpas. Los asaltos a. las tiendas, lasborracheras, los escándalos eran mucho másfrecuentes. Las guardias no se hacían con re-gularidad y los enlaces apenas funcionaban.Si las fuerzas del cuartel de Rubín hubieransalido en muchos momentos, se hubieran apo-derado fácilmente de la ciudad, inaccesibledías antes para todo un cuerno de ejército.Las municiones estaban a punto de agotarse,

y solo el cañón y la dinamita atesti-,uaban,de vez en cuando, que la revolución no habíaenmudecido todavía. Por las calles no se veíanmás que gentes que recogían restos del botín,portando toda clase de objetos, rebuscandoen los escombros, desvalijando los cadáveres.Se veía a la legua que aquellos no eran de losque habían combatido, sino que salían de susescondrijos para aprovecharse de la pausa dela, revolución.

Las impresiones de los comisionados no po-dían ser peores. El día diecisiete, por la ma-

ñana, quedó reunido en el Ayuntamiento de

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Sarna el tercer comité de la revolución. Habíacirculado el rumor de que se iba a suspenclerla lucha y en la plaza empezó a congregarseel público, compuesto de obreros y de familiasde los combatientes. Mientras el cnrnité deli-beraba, abajo se hacían apasionados comenta-rios acerca del desenlace de la jornada Eranpocos los que sostenían la necesidad de conti-nuar resistiendo. En el fondo, aunque la ma-yoría se negase a confesarlo, todos deseabanel armisticio. Los horrores de aquellos diezdías habían torturado a todo el mundo y elque más y el que menos llevaba impresa suhuella en el corazón.

La conferencia del comité fué muy labo-riosa. Todos coincidían en la necesidad de ca-pitular; pero donde discrepaban era en lascondiciones de la rendición Había inclusoquien pretendía que el general López Ochoareconociese, previamente, que los emisarios loeran del ejército rojo. Si la emisora de Turónhabía anunciado la proclamación de una su-puesta República Obrera y Campesina de As-turias, era congruente que existiese un ejér-cito que negociase.

Por fin, se llegó a un acuerdo. Para el cesede las hostilidades se le propondría al generalen jefe que no entrasen las tropas en plan deguerra en la cuenca minera, y que en van-guardia no figurasen las fuerzas coloniales.

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Por su parte, los revolucionarios se compro-metian a suspender la lucha y abandonar lacapital y la cuenca minera.

Belarmino Tomás salió al balcón y diócuenta del acuerdo al público que esperaba.Habló con sencillez y emoción del esfuerzode los revolucionarios, de las condiciones deinferioridad en que éstos se encontraban, dela sangre derramada y de los hogares devas-tados. "Seguimos creyendo-dijo-que esnuestra la razón y no nos resignamos a per-derla, por haber perdido esta vez". Terminópreguntando a la improvisada asamblea

-¿Aprobáis el acuerdo del comité?Un grito unánime, sofocado en parte por la

emoción, respondió-Sí.

Querían la paz, no por convicción, ni porarrepentimiento, sino por cansancio, por ago-tamiento físico, por deseo de reposar sin laterrible sacudida de la lucha. ¡Hacía tantotiempo que no comían tranquilos, que se ra-cionaban los víveres, que tableteaban las ame-tralladoras sembrando el sobresalto a lo lar-go del valle! Por fin, dejarían de aparecersobre las cumbres los pájaros atroces queportaban las bombas. Ya se podría andar porlas calles sin miedo, y sin consultar a cadapaso los ruidos del aire, el vuelo sigiloso del

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enemigo, que lleva el incendio y la muerte en-tre sus garras.

Fué Belarmino Tomás, en unión de un te-niente de la Guardia civil que figuraba comoprisionero de los revolucionarios, el tenienteTorrens, el encargado de trasmitir al generalLópez Ochoa la propuesta. Torrens, al pare-cer, conocía al general y atestiguaría que elemisario representaba al comité revolucio-nario.

Los negociadores llegaron al cuartel deRubín con las manos en alto. En realidad, loscentinelas los hicieron presos desde el primermomento. Al dar a conocer la misión que lle-vaban, el general les hizo pasar a su presen-cia. Belarmino Tomás le hizo notar, primera-mente, que los obreros trataban con un gene-ral republicano, y después le dió cuenta de lascondiciones de la capitulación. El general,por su parte, propuso las suyas: entrega dela cuarta parte del comité revolucionario;entrega del armamento y cese absoluto de lashostilidades.

A mediodía quedó acordado el pacto El co-mité hizo circular las órdenes de retirada,que se cumplieron con alguna dificultad. Elpropósito de los dirigentes era abandonarOviedo aquella misma noche, pues ya les pi-saban los talones las tropas coloniales.

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La evacuación de Oviedo

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XIV

LA EVACUACION DE OVIEDO

Dificúltades.-El cañón díscolo.-Silencio en.las ruinas: Vuela el Instituto.

Aquel extraño campamento que había sidoOviedo durante once días, iba a ser levantadoen el término de unas horas. El hombre echaraíces en todas partes, incluso en la guerra,

incluso en la miseria, en. la cárcel y en el hos-

pital. A pesar de las penalidades de aquellas

siniestras jornadas, a pesar del peligro cons-tante, de la fatiga y la necesidad había mu-ehos hombres encariñados con la revolución.Volver a la dureza de la mina, a la monóto-na faena de todos los días, después de habersoñado con una existencia nueva, rotas lascadenas del trabajo manual, era una amargaprueba. Cuando les delegados del comité lle-

garon con la indicación de suspender la luchay retirarse hacia Langreo, se encontraron conla negativa de muchos.

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-¡Lucharemos hasta morir!-decían.-Cuando no queden balas, atacaremos a

navajazos.En algunos puestos los revolucionarios per-

manecían tumbados, sin hacer caso de las ór-denes que se les trasmitían. Exaltados o de-primidos, los mineros no acababan de resig-narse a abandonar la capital. Y los que lo ha-cían se negaban en redondo a entregar lasarmas.

Belarmino Tomás tuvo que recorrer lospuestos, en unión de los jefes comunistas paraque la orden fuese obedecida. A regañadien-tes, los mineros más reacios tomaban asien-to en camionetas y camiones, protestando

-"Pa" eso pudimos ahorrarnos tantodesastre.

-Nos han engañado-decían los más dís-colos.

Pero ya en el vehículo se alegraban de quela pesadilla terminase, y estaban deseandollegar a sus casas para dormir de una vez mu-chas horas, sin el duermevela de las trágicasjornadas

El cañón de San Lázaro seguía tronando,sin embargo. Se les había enviado varios re-cados a los que combatían para que cesase elfuego, inútil por otra parte, porque las gra-nadas carecían de espoleta. Belarmino esta-ba irritadísimo, porque aquel cañón parecía

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demostrar que los obreros no cumplían el pac-to. Decidió ir él mismo a someterlo, seguidode un grupo de incondicionales.

El cañón estaba servido por un artillero deTrubia, que disparaba a las órdenes de ungrupo de Mieres. Belarmino se dirigió al ar-tillero

-Pero, ¿no habéis recibido órdenes de nodisparar más?

-Es que a mí me obligan. Yo estoy dispa-rando a la fuerza.

-A ver ¿dónde está el jefe del grupo?El jefe del grupo, un mozo achaparrado,

con la camisa desabrochada y el gesto hostil,apareció en la puerta de una casa próxima.Llevaba una pistola en la mano, y le seguíanmedia docena de hombres armados.

Belarmino se dirigió a él:-¿No me conoces, camarada?El aludido le miró un poco sombríamente.

Después respondió-Sí. Ya sé que eres Belarmino, el de Sama.-¿Cómo no habéis hecho cesar el fuego?

El comité lo ha acordado.-Yo no entiendo de comités-respondió el

minero alterado-. Unos dicen que, los comi-tés se han fugado; otros que se está tratan-do con las tropas. Y yo no sé nada. A mí elque me nombró para esto fue Peña, y no medijo todavía que lo dejara.

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-Nosotros no nos rendimos-intervino otrode los mozos armados-. Si quieren el cañónque vengan por él.

Belarmino les habló serenamente de las con-diciones en que se había acordado la rendi-ción. La lucha estaba perdida, y era precisoevitar las represalias en los hogares de lacuenca. La idea socialista no había sido de-rrotada, y ellos ya tendrían ocasión de vol-ver a combatir por ella. Pero todas las difi-cultades que se opusiesen entonces no haríanmás que perjudicar la causa obrera.

Ante las palabras del líder, los revolucio.narios cedieron:

-Pero no entregamos los fusiles, ¿eh? Esode ninguna manera.

Belarmino les indicó que ocuparan uncamión para regresar a Mieres Los mi-neros, resignados, emprendieron la marchahacia el centro de la ciudad. El cañón habíaenmudecido por fin, y allí quedó solitario, enmedio de la calle, como una bestia muerta.

Los mineros arrastraban sus fusiles hacialos vehículos. Algunos llevaban recuerdos delcombate, unas polainas de guardia de Asal-to, un sable, una pistola reglamentaria. Otrosemprendían la marcha a pie, sin prisa por lle-gar, esperando que los recogiesen los autosdel trayecto. Se notaba en todos un gran can-sancio, una indiferencia sin límites. Apenas se

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hablaba entre los grupos. Según iban saliendolos revolucionarios, la ciudad aparecía mástrágica, silenciosa, devastada. Después de mu-chos días de espantoso tumulto, donde se mez-claba el rumor humano al ruido de las ar-mas, aquella calma era quizá más angustiosa.En el atardecer bituminoso, los rescoldos hu-meantes de los incendios, el paso asustado dealgunos transeúntes, las esquinas estrangula-das, las casas sangrando por sus flancos, todoofrecía un aire pavoroso y cruento. Oviedo, enefecto, era una ciudad yerta, parada, desan-grándose en silencio. Ni siquiera los aeropla-nos habían aparecido aquella tarde El últimomotor de los camiones que evacuaban la ciu-dad, había quedado trepidando en el aire,hasta que se mitigó también como el eco pos-trero de la lucha.

Pero de pronto una explosión inmensa, comoun terremoto, que hizo conmoverse a la ciu-dad, como si acabaran de romperse sus raí-ces, como si una montaña se hundiera, reso-nó en aquella calma efímera. ¿Qué habíasido? Había volado el Instituto, donde se de-positaba la dinamita revolucionaria

Horas, antes, los prisioneros allí deposita-dos, habían sido puestos en libertad por or-den del comité. Nadie sabe quién indicó lanecesidad de volar el edificio. Lo cierto esque allí había unas veinte cajas de dinami-

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ta (cerca de cinco mil cartuchos) y varias ca-jas de bombas fabricadas en La Felguera yMieres, algunas hasta de treinta kilos depeso.

A última hora de la tarde, cuatro revolu-cionarios fueron recorriendo las `viviendas cer-canas para que fuesen desalojadas por los in-quilinos. Estos, llenos de pánico, ni siquierapreguntaban a qué obedecía aquella medi-da. Salían apresuradamente y se trasladabansin rumbo, al otro lado de la ciudad. Acos-tumbrados ya estos vecinos a los horrores dela revolución, nada les impresionaba, y lo úni-co que hacían era obedecer ciegamente lasindicaciones de los obreros. Un anciano quehabía presenciado curiosamente el curso dela lucha y al que ya conocían los revoluciona-rios de aquel sector, inquirió la razón deltraslado.

-Es que vamos a acabar con nuestra di-namita, para que no nos la cojan.

-¡Ah, vamos!-dijo el viejo muy conven-cido-. Como Cervera en la guerra de Cuba_

-¿También hizo explotar la dinamita?-Dicen que echó a pique los barcos.Cuando ya en los alrededores no quedaba

nadie, fueron alejando a los que hasta en-tonces habían hecho, guardia en el edificio.Por cierto, que en una de las aulas dormíaprofundamente su borrachera de aquella ma-

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ñana uno de los centinelas. Como todos losdías, había entrado en la taberna próxima yhabía; bebido copiosamente. Los compañeroscontaban, que este luchador ejemplar no ha-bía hecho otra cosa en los diez días de ocu-pación de Oviedo, que decomisar toda clasede bebidas y libar incesa ntemente Se pasabalos días borracho.

Los revolucionarios quisieron despertarlo;pero fué inútil. Le sacudían violentamente; lellamaban una y otra vez. v el borracho se-guía roncando Entonces uno de los revolu-cionarios le sacó a rastras del local; pero cuan-do llegó a la escalera, dijo a sus compa-ñeros

-¿Sabéis lo que os digo, camaradas? Aéste debernos dejarlo aquí.

-Desde luego, si le dejamos no volverá abeber en su vida.

Un revolucionario que en vez de lucharse emborracha, no merece que le salvemos.

-Tienes razón. Que vaya a beber al in-fierno.

Y allí lo dejaron. Rociaron con gasolina elpiso donde estaba la dinamita, le prendieronfuego y huyeron.

Minutos después la explosión sembraba depánico la ciudad. Al oírla, las gentes salíanempavorecidas de sus casas, dando gritos, co-rriendo de un lado a otro sin dirección fija.

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¿Qué nueva catástrofe se anunciaba con aquelestruendo sobre la ciudad martirizada? ¿Quénuevos horrores aguardaban todavía a la po-blación neutral, encogida de miedo, hambrien-ta, abochornada, en cuyos oídos resonaba aúnla barahunda horrorosa de la guerra?

Tardó algún tiempo en tranquilizarse laciudad. Cuando se supo que los revoluciona-rios habían hecho saltar sus explosivos, na-die estaba seguro de que no existiesen otrosdepósitos y que no continuasen las temiblesexplosiones.

La calma no renacía, a pesar de todo. Enlos barrios extremos de Oviedo se seguía com-batiendo. En el Naranco grupos de revolucio-narios resistían a las primeras fuerzas delTercio, que llegaban después de accidentadasjornadas. La evacuación se había hecho des-ordenadamente; pero, además, muchos com-batientes, seguían todavía en posesión de fu-siles y ametralladoras. Allí fué donde murió"La Libertaria", una muchacha hija de unanarquista, que se había vestido de rojo paracombatir. Parecía imposible que hubierantranscurrido varios días de lucha y la "Li-bertaria" estuviese ilesa; con sus ropas ro-jas ofrecía un blanco magnífico. Pero allí es-taba cuando entraron las fuerzas coloniales,disparando su fusil en un parapeto, mientras

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otros camaradas hacían fuego también confusiles y ametralladoras.

El oficial que iba en vanguardia se resistíaa creer que fuese una mujer la que dispa-raba.

-Me gustaría cogerla viva-dijo el te-niente

Pero a los pocos momentos una descarga laderribaba sobre un seto del camino. Recha-zados los revolucionarios, los militares estu-vieron contemplándola, un poco sorprendidosde aquel heroísmo para ellos incomprensible."Libertaria" quedó allí, como un charco rojoen medio del camino, hasta que al día siguien-te recogieron el cadáver las ambulancias yfué enterrada en la fosa común. Tenía veinteaños y era comunista.

Evacuada la ciudad por los revolucionariosy posesionada por completo de ella las tropas.empezaron a surgir en las calles seres extra-ñes, aturdidos, incoherentes, que era como siregresasen de un mundo fantasmal, tras unaexistencia de pesadilla. Las mujeres llorabansin saber por qué, los hombres se contabansus lances grotescos o trágicos y volvían a susrefugios, no convencidos de que aquello hu-biese terminado.

Sin conocerse, las gentes hablaban atrope-lladamente de las angustias de la revolución.

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-Y ¿qué pasa en Madrid? ¿Qué pasa enMadrid?

Un hombre calvo, nervioso, el traje man-chado y arrugado, con la huella de no habér-

selo quitado en muchos días, no,hacía más quelanzar a todos esta pregunta. A un oficialque pasaba por la calle Fruela, también leinterrogó anhelante:

-¿Qué pasa en Madrid?El oficial le miró despectivamente, y res-

pondió-En Madrid no pasa nada. ¿Qué va a

pasar?El hombre calvo tenía, sin embargo, razo-

nes más que suficientes para hacer esta pre-gunta. Había llegado a Oviedo la víspera dela revolución. Era farmacéutico en Madrid yhabía ido a la capital para ajustar un pedidoimportante de un producto alemán que él re-presentaba en España. Se hospedó en Oviedoen el hotel Inglés, en cuya casa se instaló des-de el primer momento un grupo de guardiasde Asalto para impedir el paso de los revo-lucionarios. Al huésped le despertó el día 6 unhorroroso estrépito, carreras y gritos, luegoel seco sonido de los disparos. Alguien le dijoa voces que había estallado la revolución yque los mineros atacaban el hotel. Tuvo quepasar allí dos días sin probar apenas bocado,internado en las habitaciones interiores, en

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unión de otros huéspedes igualmente aterro-rizados. Al fin, los mineros tomaron la casa ydetuvieron a todos sus habitantes. El farma-céutico fué llevado a presencia del comité ysometido a un minucioso interrogatorio

-¿Qué hacías en esa casa, camarada?-Era huésped del hotel Inglés-¿Dónde vives habitualmente?-En Madrid.-¿Y cuál es tu profesión?-Farmacéutico.

Ah. ¿Farmacéutico? Necesitamos farma-céuticos. ¿Tú estás con la revolución?

-Hombre, yo... la verdad. Nunca me mez-clé en política.

--Bueno; eres un pequeño burgués sin par-tido. Te vas a encargar de una farmacia dela Escandalera. Supongo que no envenenarása nuestros enfermos.

--i Por Dios: Pero..., mejor sería que lo hi-ciese otro. Yo estoy tan impresionado...

-No hay más remedio. Mejor estarás ahí,que expuesto a un balazo el día menos pen-sado.

El farmacéutico no tuvo más remedio queencargarse de la farmacia y despachar los va-les que le mandaba el encargado del hospi-tal. Por cierto, que constantemente recibíapedidos exorbitantes de específicos, de ma-terial, de toda clase de elementos sanitarios.

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Su espíritu industrial se sublevaba ante aquelderroche:

-Hombre-decía a los mandaderos-, de-cirles que no gasten tanto; que se van a aca-bar las existencias, y entonces sí que va a serella...

Pensaba, además, que a aquellas horas, ensu querida farmacia de Madrid, se estaría ha-ciendo lo mismo, creándole una situación irre-parable. Para aquel hombre la tragedia con-sistía principalmente en la liberalidad conque se procedía en materia sanitaria. A úl-tima hora llegó a tomar tan en serio aquelproblema, que no hacía más que enviar no-tas al comité con la relación de existencias,instándole a que interviniese para evitar aque-llos abusos.

Por eso cuando los mineros evacuaron Ovie-do, y las gentes salieron a la calle despuésde tantos horrores, el farmacéutico pregunta-ba, obsesivamente, qué pasaba en Madrid.Saber que su farmacia estaba intacta seríala satisfacción más grande de su vida

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La huída

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XV

LA HUIDA

Por los montes.-El grupo de Ramón Tol.-Lanoche.-Los vencidos.

Muchos mineros regresaron a sus casas.

Otros coincidieron en Sama donde habían deser recogidas las armas, aunque los primerosdías se depositaron bien pocas. Pero algunosgrupos huyeron por el monte, dispuestos a po-nerse fuera del alcance de las tropas. Algu-nos porque tenían mayor responsabilidad, yotros porque la revolución los había puesto ya'

fuera de la ley, incitándoles a una vida deriesgo y de aventura. Muchos de estos gru-pos combatieron todavía durante varios díascon la Guardia civil, que les perseguía. Otroslograron diseminarse por las montañas de oc-cidente, hacia Galicia, y otros fueron captu-rados en alguna aldea, sin darles tiempo acombatir.

El grupo de Ramón Tol, el médico, se di-

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rigió hacia Occidente, a pie, porque ningunacamioneta quiso llevarles por la carretera delinterior. Ramón Tol se proponía llegar hastasu concejo, perdido casi en los confines deGalicia, y allí, a caballo y con algún guía ex-perto pasar a Portugal. Otros tres jóvenesrevolucionarios se ofrecieron a acompañarle.

-Pero lo primero que tenéis que hacer-dijo el. médico,-es dejar los fusiles.

-¿Y con qué nos vamos a defender?-Con pistolas.

Es que no tenemos.-A ver si encontráis quién os cambie las

armas largasPor fin, pudieron hacer el trueque. Los cua-

tro hombres emprendieron el camino sin víve-res ni equipaje de ninguna clase. El médicoles dió instrucciones

-Vosotros no habléis con los paisanos. De-jadme a mí, que los conozco bien. El éxito dela fuga depende de que mañana a estas ho-ras estemos en La Espina.

-¿Y no podríamos encontrar un coche quenos llevase hasta allí?-dijo uno de los fu-gitivos.

-No lo creo probable ni conveniente. Ade-más, podrían denunciarnos. La cuestión estáen llegar a mi aldea antes de que las tropasse den cuenta de que por este lado tambiénpuede haber quién se fugue.

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La marcha se hacía difícil, porque el mé-dico no quería seguir la carretera general, yhabía trazado con un lápiz un itinerario encierto modo caprichoso. Los montes estaban

encharcados los caminos convertidos en lo-dazales y el cielo lo surcaban nubes negras,hidrópicas, que amenazaban encallar sobrelos campos desteñidos y pálidos.

Los cuatro hombres caminaban silenciosos.De pronto uno de ellos murmuró

--Esta vez la perdimos...--Pero otra vez la ganaremos-dijo Ra-

món Tol, como hablando consigo mismo-Nos faltó dirección y unión. No se puede lu-char más que con armas iguales. Hoy no escomo el 17, que los mineros pudieron hacer-se fuertes en el monte y combatir contra lossoldados. Entonces no había aeroplanos.

-Si nosotros hubiéramos tenido aeropla-nos...

-Fué lo que más nos desmoralizó. Peroademás no tuvimos jefes No basta ser va-liente para dirigir una revolución. Una revo-lución hay que plantearla como una guerra.

Aquella noche apenas durmieron. A la al-tura de Salas, uno de ellos se destacó a una al-dea para comprar algo en una taberna. Com-pró pan y longaniza.

El médico repartió equitativamente la cena,y después se tumbaron en la espesura del

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monte, en un sitio seco. Ramón Tol no durmióapenas, pero sus compañeros se quedaron du-rante tres o cuatro horas sumidos en profun-do sueño. El médico tuvo que despertarlospara proseguir el viaje.

Había luna y esto les ayudaba a caminarmás fácilmente. En las charcas de los cami-nos brillaban a veces las estrellas, como obje-tos perdidos. Las moles de los árboles, agran-dadas por las sombras, parecían abalanzarsesobre los fugitivos. Algún perro lanzaba suladrido, desgañitado, desde una aldea lejanay otro ladrido venía a enlazarse con el prime-ro, para recorrer juntos el silencio de la no-che campesina.

De madrugada llegaron al puerto de La Es-pina. En aquella altura había un silencio se-reno, el de las cumbres solitarias. El albarompía la última tela de la noche otoñal, ylos campos empezaban a insinuar sus formasirregulares, sus matices, la mancha de sus ca-seríos. Los gallos rompían el cristal del airecon sus kikirikíes metálicos. Para los que ve-nían de la agitación de la lucha, de oír la ex-pIosión de las bombas, el trueno de los caño-nes y de la dinamita, aquella calma era cosainesperada y nueva.

Los revolucionarios iban indiferentes al pai-saje. A pesar del cansancio de la jornada ibancontentos. Habían avanzado mucho, y a me-

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diodía podían estar en la aldea dónde el mé-dico tenía la seguridad de encontrar fácil lafuga. Entraban en la comarca de Tineo. Ra-món Tol pensó que aquel paisaje habría asis-tido alguna vez al paso de un revolucionariomás importante que ellos: Riego, el caudilloconstitucional, ahorcado por la reacción. PeroRiego no había pasado por allí huído, sinotriunfador, con su uniforme nuevo de subte-niente. Además aquel liberalismo estaba equi-vocado. Creía que bastaba que la libertad seescribiese en unos códigos para que ya exis-tiera. El médico despreciaba aquella idea des-de la altura de su materialismo histórico. Leparecía imposible que pudieran existir gen-tes tan ciegas que no comprendieran que sinlibertad económica no hay libertad espiritual.

El médico tenía la costumbre de pensar enmarxista. Por eso, a pesar del cansancio, leasaltaban aquellos pensamientos. Cerca demediodía les cortó el paso el Narcea, un ríopoderoso, que camina largas jornadas bajoabedules, cerezos y castaños. El médico le sa-ludaba como a un viejo amigo. En sus cabal-gaduras por aquellas tierras era su compañeroel río, y aunque Tol, poco propenso a la poe-sía, no le trataba con la ternura y la confian-za que podría tratarle un poeta, no pudo me-nos de conmoverse vagamente ante aquellasaguas inmanentes y familiares. Días atrás las

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había dejado para entregarse a la aventurade la revolución; había bordeado la muerte yla catástrofe, y volvía a estar allí, aunque de-rrotado y fugitivo, luchador ilegal por unaidea desinteresada.

Al atardecer llegaron al pueblo del médi-co. Se dirigieron a una casa de labor, dondeun campesino, que trabajaba en la era, sequedó asombrado ante la aparición de aquelextraño grupo de hombres derrotados, suciosy famélicos.

-Pero, ¿es usted don Ramón?

-Yo soy, amigo Arturo. Y necesito vuestraprotección

-Vamos a la casa, don Ramón. Allí ha-blaremos mejor.

-No llames a nadie. Quiero que hablemosa solas.

Penetraron en la casa y, a través de la cua-dra, subieron al piso superior, que olía a henoy a manzanas.

-Primero, tráenos algo de comer. Esta-mos desfallecidos.

-En seguida, don Ramón.

El labrador salió y minutos después volviócon una enorme hogaza, un jamón y una ja-rra de vino.

Los fugitivos se lanzaron ávidamente sobre

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20;

los víveres. A pesar de lo que les urgía pre-parar la fuga, el hambre era de tal naturale-za que no les dejaba espacio para pronunciaruna sola palabra. El labrador, por su parte,los observaba curiosamente, sorprendido deaquel apetito voraz. Por fin, el médico le dijoal campesino

-Mira, Arturo. Ya supondrás que he to-mado parte en la revolución.

-Lo suponía, don Ramón. Pero, ¿ya seacabó todo?

--Se acabó y nos han derrotado. Necesitofugarme a Portugal; pero por Galicia, don-de tengo amigos. He pensado que vosotrospodíais ayudarme.

-Usted disponga de mí como quiera. donRamón. Yo estoy para servir a los amigoscuando llega la ocasión Usted me dirá lo quehay que hacer.

Hablaron largo rato combinando el plan.Se buscarían cuatro buenos caballos, y saldríanpor la noche, guiados por Arturo, y otro cam-pesino camino de Fonsagrada. Al llegar a Ga-licia cada uno se marcharía por su lado parano despertar sospechas y procuraría inter-narse en Portugal.

-Sal a hacer las gestiones; pero no digasnada a nadie más que a las personas que teindico. Estoy seguro que todos nos ayudarán.

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JOSÉ CANEL

En efecto, antes de las diez de la noche, es-taban las caballerías dispuestas. Arturo co-locó víveres en las alforjas de todas, y la pe-queña caravana se puso en marcha, alumbra-da por la luna. Los espoliques iban a pie, de-lante Uno de los fugitivos, que no había mon-tado nunca a caballo, tuvo que ser instruidopara dirigir la, cabalgadura. El médico, acos-tumbrado a montar, marchaba en primer tér-mino.

Así caminaron varias horas, hasta la ma-drugada. Como al día siguiente era feria enFonsagrada, se encontraron aldeanos a caba-llo que se dirigían a la villa gallega. En las in-mediaciones los campesinos, siguiendo las in-dicaciones del médico, recogieron las caballe-rías y se despidieron de los fugitivos. Estos seabrazaron y cada uno se fué por su lado. Elmédico se dirigió a la feria, estuvo en una po-sada y aquella tarde tomó un autobús paraLugo. Nadie le reconoció. Con el auxilio deun amigo paso a Portugal, por Tuy, y más tar-de embarcó para Francia.

Pero otros revolucionarios, que también ha-bían huido por el monte, no tuvieron tanta'suerte. La Guardia civil les persiguió incesan-temente. Unos cayeron combatiendo y otrosfueron capturados. Rotos, hambrientos, des-amparados, fueron sucumbiendo sin gloria niheroísmo. El Nalón y el Caudal, los dos ríos

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mineros, astrosos y lentos, llevan desde en-tonces en sus aguas la sangre de los parias,mezclada con la escoria y el carbón de lamina.

FIPN

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I NDICE

Págs.

prólogo -..-........................ . ................ 9I.-Mieresinicia la Revolución ............ 29

II.-La lucha en Campomanes . .......... 39

III--El tren blindado ........................... 55

lV,-En el hospital .................... - ....... 65

V.-Langreo ................................ 77

VI.-Avance sobre Oviedo ..................... 87

VII.-Oviedo en llamas .... ............ 99VIII-El médico rural ............................. 119

y fugitivos .......... 129 'X.-En los pueblos ...............-..... 141

XI.-Lafuga de losComités ....... ............ 151

XII.- Momentos dif íciles........... ................ 161

XII,-La capitulación ............................... 173

XIV.--La evacuación de Oviedo.... ............... 183XV.-La huída...................... 197

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Se terminó la impresión de este

libro el día 29 de julio de 1935,

los talleres Marsiega, de Madrid,

Menéndez Pelayo, 12.