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PLIEGO OLIVIER CLÉMENT El hombre, el cristiano y el teólogo CAROLINA BLÁZQUEZ CASADO, OSA Monasterio de la Conversión Becerril de Campos (Palencia) 2.776. 12-18 de noviembre de 2011

OLIVIER CLÉMENT - vidanuevadigital.com · Dios, reconocerle o negarle–, Clément participó en la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Allí se agudizó la vivencia de estas

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PLIEGO

OLIVIER CLÉMENTEl hombre,

el cristiano y el teólogo

CAROLINA BLÁZQUEZ CASADO, OSAMonasterio de la Conversión

Becerril de Campos (Palencia)

2.776. 12-18 de noviembre de 2011

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Un alegre legado de Amor

Tras los estudios de Historia en la Universidad de Montpellier –donde el profesor Adolphe Dupront le introdujo en el sentido de la trascendencia, pues la historia era para él la constante lucha del hombre por situarse ante Dios, reconocerle o negarle–, Clément participó en la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Allí se agudizó la vivencia de estas situaciones límite

también por el contacto directo con los dos misterios humanos por excelencia: el misterio de la vida y el misterio de la muerte. Junto a la sangre, las armas, la despedida y la violencia de toda guerra, Clément fue testigo de gestos de camaradería y fraternidad, de bondad y ternura gratuitas, como el de aquel guardián nórdico, armado con un tremendo fusil, que le salvó la vida una noche de Navidad. La que él llamaba su primera noche de Navidad, un verdadero nacimiento, pues jamás antes había tenido para él ningún valor ese día.

Todo le conducía, le invitaba a mirar hacia lo alto y romper “el palacio de cristal” en el que se sentía atrapado. Entonces, instalado en París al finalizar la guerra, se lanzó a la búsqueda de respuestas más allá de sí mismo en las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Se adentró en el mundo místico y espiritual de Oriente, convirtiéndose en un buen conocedor del hinduismo y el budismo, las religiones sin rostro –como las definirá él más tarde–, de ojos cerrados al mundo, en las que no existe el encuentro personal sino la fusión. Comenzó también a tener algún contacto con el cristianismo. Entró en relación con Lanza del Vasto y conoció personalmente a Simone Weil; pero fue, sobre todo, a través de los ortodoxos rusos afincados en París, en particular a través de la amistad con Vladimir Lossky, como Clément descubrió la belleza del cristianismo. Paseaba y discutía con Lossky sobre sus interrogantes: cómo se conjuga la libertad del hombre con la existencia de Dios; cómo es posible reconocer a Jesús como único mediador sin rechazar, a la vez, la riqueza y la valía encerrada en el resto de religiones; si Dios puede todo, por qué existen el mal y el pecado… Muchos años antes, había leído con entusiasmo, hasta devorarlo, El Espíritu y la libertad, de Nikolai Berdyaev,así como las novelas

LA VIDA COMO BÚSQUEDA INFATIGABLE

Olivier Clément nació en un pueblo del sur de Francia, Aniane (región del Languedoc), en el año 1921. Y lo hizo en el seno de una familia socialista en la que nunca oyó hablar de Dios, a excepción de algún comentario irónico seguido de risas contenidas. Un “mundo sin Dios”, como él alguna vez calificó a esta etapa de su vida.

De su infancia y adolescencia, en su autobiografía espiritual, El otro sol, el autor describe dos importantes sentimientos existenciales que marcarán toda su vida: el estupor y la angustia. El primero manaba del contacto con los seres, al rozar la vida con toda su intensidad y belleza: ante la maravilla de un atardecer, del azul del cielo mezclado con el mar y su susurro, los rostros y la tierra, de la que brotaba una fuerza incontenible de fecundidad que golpeaba su corazón hasta llorar de pura alegría. Clément era un niño, y un joven, atraído por todo, invitado a gustarlo todo, a gozarlo todo. A la vez, con la misma pureza y fuerza de este primer sentimiento, surgió la angustia. Esta oprimía su corazón desprevenidamente ante el presentimiento de la proximidad de la nada, el desasosiego por la muerte, el recuerdo de que aquello que amaba podía terminarse, desaparecer, enterrado en el olvido. Atraído desde muy temprano por la historia, Clément nos cuenta cómo se despertó un día horrorizado al caer en la cuenta de que todos los personajes de sus libros estaban muertos. Llevaban años, siglos bajo la tierra, sumidos en el silencio eterno. Este vaivén de sentimientos encontrados meció su adolescencia y juventud y le zarandeó de tal manera que acabó convirtiéndose en un buscador infatigable, un ser inquieto y preocupado por el sentido de la existencia.

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El próximo 17 de noviembre, Olivier Clément celebraría su 90 cumpleaños. Es esta, por tanto, una fecha propicia para el recuerdo agradecido y el homenaje a esta gran figura de la cultura y el pensamiento filosófico y teológico de la Europa del reciente siglo pasado. Ocasión favorable, también, para dar a conocer a quienes aún no han oído hablar de él la hondura de su vida y el gran interés de su legado bibliográfico, como nos proponemos en estas páginas.

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de Dostoievsky, pero era ahora cuando parecía que todas las piezas del puzle de su vida comenzaban a ordenarse.

Llegado a este punto, Clément se debatía en su última y terrible batalla interior. Asfixiado en el limitado horizonte de lo inmanente, no encontraba aún el modo de salir de él hasta tocar lo más profundo del sinsentido y hasta llegar a vivir como un vagabundo, sentado en las calles de París, perdido, entre los pobres, esos seres anónimos. Entonces, en el límite de lo humano, cuando ya nada cabía esperar y desear, se dejó encontrar por Aquel que le había buscado desde siempre, hasta dar con él. Dios se hizo presente en su vida.

LA CONVERSIÓN

Fue una mirada. Había gastado todo el dinero que tenía en la compra de un icono, un tríptico de Cristo con María y Juan el Bautista, en una tienda de antigüedades del centro de París. El icono estaba abierto en su cuarto. Y Jesús le miró. Le miró con un amor de misericordia y perdón tal, que abrió la puerta de la esperanza en su vida para siempre. Este momento, sobre el que Clément construirá una nueva existencia, lo describió, de modo incomparable, en su autobiografía espiritual:

“Entonces, alguien me miró. Él, sobre el icono. No me haré el iluminado. Todo era silencio, palabras de silencio, en una profundidad mayor que la de la entidad, en una profundidad en la que ya no estaba yo solo. Me dijo que yo existía, que él quería que yo existiera y, por tanto, que no era ya nada. Me dijo que yo no era todo, pero sí responsable. Que el mal era lo que yo hacía. Pero que, aun más profundo, él estaba ahí. Me dijo que yo necesitaba ser perdonado, curado, creado de nue-vo. Y que estaba perdonado, curado y creado de nuevo. ‘He aquí que estoy a la puerta llamando’. Y abrí”1.

Tras esta experiencia personal de encuentro con el amor de Dios vivo en Jesucristo, Clément profundizó

su relación con Lossky y con otros miembros de la Iglesia ortodoxa como el padre Sofronio, que fue para él un verdadero padre espiritual. Comenzó un proceso de preparación para el bautismo en la Iglesia ortodoxa, que recibió finalmente el 1 de noviembre del año 1952, cuando contaba 30 años. Fue un día de mucha lluvia, y él se sentía nacer de nuevo en el seno de la Iglesia de Cristo, donde permaneció hasta el final de sus días como hijo perdonado y agradecido, y también, más tarde, como maestro y padre de otros. Después de su bautismo, estudió Teología en el joven Instituto de Teología ortodoxa San Sergio, inaugurado en 1925 y del que Sergio Bulgakov fue primer decano, y

allí echó raíces. En San Sergio conoció a grandes teólogos, que llegaron a ser amigos y colegas: Paul Evdokimov, Léonide Ouspensky, Dimitru Staniloë o Boris Bobrinskoy, entre otros; este último, aún vivo, le acompañó hasta el final de sus días y presidió la ceremonia de su funeral. Pronto, de alumno se convirtió en profesor, y comenzó a enseñar Teología Moral en San Sergio, a la vez que continuaba con sus clases de Historia en el Liceo San Luis el Grande de París, donde, sobre todo, se esforzaba, como magnífico educador y mistagogo, por despertar a los jóvenes estudiantes de la monotonía y la superficialidad, desempolvando el deseo de felicidad y plenitud escondido en sus corazones.

Clément se introdujo de lleno en la vida y la tradición de la Iglesia ortodoxa. Viajó frecuentemente a los países de la Europa del Este, se familiarizó con su historia, dio a conocer sus riquezas, sus luces, sus testigos, dedicando varias obras de su producción a este temática: L’Église Orthodoxe, Byzance et le Christianisme, L’essor du Christianisme oriental, así como sendos libros dedicados a entrevistar a los dos patriarcas de Constantinopla que tuvo la suerte de conocer personalmente: Atenágoras y el actual, Bartolomé I. Se esforzó por romper el aislamiento y ostracismo en el que la Ortodoxia se había refugiado a lo largo de la historia como modo de defenderse frente a lo diverso, considerado como enemigo, tras una larga historia de sufrimiento, de persecución, soledad e incomunicación. Clément llega así a convertirse en referencia de ese cristianismo de los dos pulmones del que hablaba Juan Pablo II, pues en su persona se integraban, de un modo excepcional y tan atractivo, la peculiaridad del genio oriental con la tradición genuina cultural y filosófica de Occidente. Nuestro teólogo se convirtió, finalmente, en puente, hombre de frontera, capaz de un diálogo de perspectivas y horizontes amplios: diálogo ecuménico, sobre todo, pero también diálogo interreligioso y diálogo con el mundo de la increencia.

Al final de su vida, cuando la salud no le permitía salir a la calle para Instituto de Teología ortodoxa San Sergio

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pues la comunión nunca puede nacer de una actitud de rechazo, indiferencia o desprecio. No se trata de anular ni destruir la peculiaridad de cada uno, sino de reconocer e integrar los aspectos de bondad y gracia que cada confesión tiene, para juntos buscar y reconocer los elementos esenciales de la Iglesia de Cristo. Este esfuerzo traerá también consigo purificación, poda y conversión en las Iglesias en la búsqueda de la verdad, que es el objetivo último en el camino ecuménico. Esta actitud de apertura y diálogo que caracterizaba su reflexión y posición respecto al ecumenismo provocó que en el seno de la Ortodoxia, en los contextos más intransigentes, fuera en alguna ocasión tachado de cripto-católico o cripto-protestante.

En realidad, Clément sufría y se dolía por la división de los cristianos, pues veía en ella un antitestimonio ante las otras religiones y ante el mundo. Soñaba con la posibilidad de una verdadera comunión entre las Iglesias, expresada, finalmente, en la intercomunión, sobre todo, entre la Iglesia católica y la ortodoxa. Al respecto del espinoso tema del papado, por ejemplo, Clément fue uno de los pocos teólogos cristianos que respondió al desafío que Juan Pablo II lanzó en su encíclica Ut unum sint, en la que pedía a los teólogos repensar el ejercicio del papado en orden a la reconciliación y unidad de

adentrarnos un poco más en el pensamiento de este autor.

La difícil tarea ecuménica y un camino hacia la reconciliación

Ortodoxo de corazón, convencido de su pertenencia a la Iglesia de Oriente, Clément, sin embargo, trabajó sin descanso por la unidad de los cristianos, sobre todo como miembro de la Fraternidad Ortodoxa francesa. Para él, lo único importante y valioso era llegar a ser realmente cristiano, y nunca consideró a las otras confesiones –católica, anglicana, protestante– como enemigas o adversarias. Esta división era una herencia del pasado, decía, que los cristianos del presente debíamos asumir en una actitud de reconciliación de cara al futuro. En este sentido, reconocía los destellos de la pureza y originalidad del cristianismo, especialmente en las acentuaciones peculiares de cada confesión: la difícil y, por ello, tan valiosa síntesis entre unidad y universalidad del catolicismo, de la cual el papa se presentaba ante el mundo como símbolo; el amor y conocimiento de la Escritura de los protestantes; así como la seriedad en sus compromisos éticos (trabajo, austeridad, solidaridad…) característicos del mundo calvinista.

Para Clément, todos los cristianos en el camino de la unidad deberíamos aprender unos de otros y enriquecernos,

sus clases en San Sergio, Clément recibía en su casa a sus alumnos y allí les enseñaba. Ya en los últimos meses de vida, postrado en la cama sin poder prácticamente moverse, parecía un eremita en medio de la ciudad de París que contemplaba desde la gran cristalera de su habitación. Varios iconos, unas fotografías de sus hijos y nietos, muchos libros y algún dibujo infantil decoraban su cuarto. Mónica, su mujer, le acompañaba. Allí pude encontrarme yo también con él en junio del año 2008 unos meses antes de su muerte, el 15 de enero del año siguiente. Tenía entonces 87 años.

EL PENSAMIENTO DE OLIVIER CLÉMENT

Las directrices generales del pensamiento de Olivier Clément son difíciles de concretar, puesto que su producción bibliográfica no sigue un plan organizado o un programa bien definido. Se trata de más de una treintena de obras de temática diversa. Sus escritos nacen en muchas ocasiones como respuesta a situaciones sociales concretas, a preguntas o inquietudes que alguien directamente le formulaba, como resultado de una experiencia fuerte personal, o también como fruto valioso de una seria reflexión teológico-espiritual, a la que Clément dedicó la vida. A pesar de la gran variedad de finalidades y temas, rastreando en sus escritos, podemos reconocer un cantus firmus, unos intereses y preocupaciones de fondo que trataremos de describir detenidamente para, gracias a ellos,

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Pie de foto.Atenágoras Pie de foto. Bartolomé

Boris Bobrinskoy

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los cristianos. En su obra Roma de otra manera, fue capaz de ofrecer una propuesta seria y respetuosa, dentro del marco del Primado de la Caridad, en la que reconocía un ejercicio necesario del papado en el corazón de la Iglesia de Cristo desde las actitudes de servicio, humildad y colaboración, respetando así la comprensión del episcopado como orden supremo y siendo el papa un símbolo de unidad y organización entre los obispos. Esto, a su vez, en la Ortodoxia supondría la ruptura con el autocefalismo y el reconocimiento explícito de supremacía de la Sede

de Roma respecto de las otras sedes episcopales. Para Clément, esta tarea, nada fácil, traía consigo un esfuerzo por parte de ambas Iglesias, la católica y la ortodoxa, por reconciliarse con su historia, aprender de ella y convertirse de sus posturas erróneas. Me atrevo a decir que esta obrita, de gran calado histórico y teológico, quizás no ha sido tenida en cuenta hasta ahora como merece en el ámbito de la eclesiología católica.

Comprometido en los caminos del ecumenismo –tanto el de la reflexión teológica como el llamado ecumenismo espiritual de la oración común–, Clément, sin embargo, era testigo al final de sus días de una especie de paralización, de indiferencia tras el gran esfuerzo realizado a lo largo del siglo XX a favor de la unidad –coincidiendo así con muchos eclesiólogos, que califican

incluso estos últimos años como un período de decepción tras el entusiasmo pasado–. Clément juzgaba esta situación como fruto de un problema pedagógico y de comunicación. Los trabajos, comisiones, documentos, encuentros ecuménicos corren el peligro de convertirse en un laboratorio de especialistas que nada tiene que ver ni que decir a los cristianos de a pie, que viven su fe de un modo sencillo y que no pueden leer esos textos complicados y áridos. Como respuesta a esta problemática, la propuesta sería un camino de unidad fundamentado en

el don precioso de la amistad. Y así lo vivió él a través de la amistad personal y profunda que estableció con Roger de Taizé, fundador de la Comunidad de Taizé, Andrea Riccardi y la Comunidad de San Egidio, Marko Rupnik y otros miembros del Pontificio Estudio Oriental en Roma, el Centro Aletti, la Comunidad Monástica de Bose o la Comunidad de Grandchamp en Suiza, entre otros. La unidad de los cristianos será posible como amistad basada en el encuentro, el intercambio de pareceres, en el afecto que nace del conocimiento personal en el que se respeta la posición del otro, se intenta comprender su historia, se valora su tradición e, incluso, se comparte en la medida que sea posible.

Por ello, los cursos y seminarios de teología como profesor invitado en el Instituto Católico de París, en el Centro Sèvres de los jesuitas y en Roma. Vino a Salamanca, a la Universidad Pontificia, escribió uno de sus libros junto a Jean Bastaire, pastor protestante, y otro se lo dedicó a la Comunidad ecuménica de Taizé, pequeño pero precioso: Taizé, un sens à la vie, que podemos encontrar traducido al español. Conoció personalmente a Juan Pablo II, con el que se entrevistó en varias ocasiones, sobre todo tras la publicación de su libro Corps de mort et de Gloire, acerca de la teología del cuerpo, que tanto gustó al Santo Padre, que le llamó expresamente aprovechando una de sus estancias romanas para tener un encuentro con él e intercambiar opiniones. Finalmente, un último gesto significativo de esta vida, de esta actitud de encuentro y comunión, fue la redacción del tradicional Vía Crucis en el Coliseo de Roma, por petición del mismo Juan Pablo II, para el Viernes Santo del año 1997.

La tradición ortodoxa. Vigencia y actualidad en medio de nuestro mundo

El compromiso ecuménico no significaba en Clément –repetimos– una situación difusa en su pertenencia a la Iglesia ortodoxa. Al contrario, supo situarse en una equilibrada actitud crítica ante los problemas de inmovilismo, cerrazón frente a la Modernidad y nacionalismo que sufría y sufre la Iglesia ortodoxa de su tiempo y del presente, pero fue capaz también de transmitir la belleza de la Tradición Oriental. Ante la pregunta acerca de la peculiar aportación que la Ortodoxia ofrece al mundo de hoy, Clément no dudaba en referirse a la

teología de la belleza. En Oriente, los textos espirituales recogidos de la tradición y que conforman un verdadero itinerario de vida para el cristiano se llaman Filocalía, es decir, amor a la belleza. En realidad, el camino del cristiano es concebido en Oriente como un camino de reconocimiento de la Gloria

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hombre. En Cristo, el mundo oscurecido por el pecado, allí donde se ha velado la transparencia teofánica de los seres, es visitado y restaurado de un modo nuevo y pleno por la presencia divina que Él es, que Él trae y ofrece a todos. Hasta la traición, el dolor atroz, la cruz, la soledad y la muerte, el descenso a los infiernos. Después de las misteriosas palabras de Jesús en la cruz (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”), que Clément no cesa de reflexionar, pues dice que son las palabras de Jesús que más le golpean y tocan su corazón, ya no hay espacio alguno, situación humana posible, en la que Dios esté ausente.

De todo lo dicho, surge un modo de vida cristiana que se refleja en la liturgia, rica en multitud de gestos y símbolos que la adornan y ahondan; en la llamada oración del corazón, la repetición del nombre de Jesús hasta hacer de ella la respiración del alma, el latido del corazón; aquí se cimenta la teología icónica y el amor a los iconos, en los que el rostro humano, los ojos abiertos, son una ventana que nos asoma a la vida del cielo. De aquí nace una actitud de bendición en medio de la vida cotidiana, hasta el punto de transfigurar el mundo y hacer de él una zarza ardiente, un misterio de divino-humanidad, donde el fuego de la divinidad arde en lo humano sin consumirlo, ni destruirlo totalmente,

De esta fuerza, corriente de éxtasis y entrega amorosa que es la misma vida divina del Dios Trinidad, nace la creación. Los seres creados no son Dios, pero participan de las energías divinas, los nombres divinos: belleza, bondad, unidad, verdad… Los ortodoxos logran así separar y diferenciar bien entre Creador y criatura, Ser divino y participación en la vida divina por el amor libre que se da y entrega en Dios. Pero, a la vez, logran también abrir una preciosa vía de búsqueda y comunicación entre Dios y los hombres, pues todo lo creado se convierte en espacio teofánico, tiene raíz divina, esconde una palabra, un logos divino, pues como dice el Prólogo del cuarto evangelio: “Todo fue hecho por ella [la Palabra] y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 3).

La tarea del cristiano, por tanto, será, como ya hemos dicho, mirar el mundo y a las personas con ojos nuevos, el Ojo de Fuego. Así se titula una de las obras de Clément más interesantes, en la que desarrolla su teología de la creación presentando el mundo como oportunidad de encuentro con Dios en continuidad con la gran tradición espiritual de los Padres de la Iglesia e, incluso, relacionando todo esto también de forma creativa con las misteriosas ciencias antiguas, como la alquimia, que buscaban en los elementos de la naturaleza una fuerza, una energía divina.

La Gloria de Dios, paradójicamente, se ha manifestado también, gracias a la Encarnación, en la oquedad y oscuridad humana, en el infierno del

de Dios que se ha hecho presente en medio del mundo, en cada criatura, en cada rincón de este universo, en cada rostro, finalmente, por la encarnación del Verbo divino. Este reconocimiento de la presencia del Dios cercano va modelando el interior del hombre, su forma de mirar, de tratar cada ser, de estar frente a las cosas, de amar hasta divinizarlo. Pues, como dice un axioma patrístico que recoge así el corazón de la fe cristiana, su fuente y finalidad, “Dios se ha hecho sarcóforo, es decir, portador de la carne, para hacer del hombre un pneumatóforo, portador del Espíritu”.

“Lo que es el hombre, Cristo ha querido serlo para que el hombre pueda ser lo que es Cristo” (san Cipriano, Los ídolos no son dioses, 11, 15). Como ha subrayado fuertemente Máximo el Confesor, se trata de la realización del eterno proyecto de amor del Creador: la unión plena de la divinidad y de la humanidad, de lo no creado y de lo creado…”2.

Esta comunión divino-humana, esta preciosa relación de encuentro entre Dios y el hombre a través de todo lo creado, es posible por la participación de las cosas en las energías divinas. Esta teoría de las energías divinas que, en general, resulta bastante extraña y complicada para nosotros y nuestra tradición latina, es uno de los pilares sobre los que se construye y sostiene la teología oriental. Fue desarrollada principalmente por san Gregorio Palamas en el esplendor medieval del Oriente bizantino, en los siglos XIV y XV. En la Iglesia ortodoxa se respira un gran sentido de la trascendencia divina, de aquí su teología eminentemente apofática, es decir, respetuosa con el misterio divino, hasta el punto de acercarse a él por la vía de la negación, afirmando lo que no es, para llegar a rozar, intuir, probar su misterio desde la adoración, la alabanza y la admiración. La esencia de Dios es inaccesible, incomunicable, ininteligible, siempre más allá, en cuanto que absoluta, en cuanto que realmente divina. Pero Dios, que es Amor, Comunión de Personas, se ha querido comunicar, se ha dado a conocer, trascendiendo así su propia trascendencia por el Amor.

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Roger de Taizé

I Jornada interreligiosa de Asis (1986)

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donde lo mundano se convierte en la oportunidad de encuentro con el misterio de Dios.

Reproponer el cristianismo al hombre contemporáneo

En la revolución de mayo del 68, Clément escuchó atento las esperanzas, las peticiones y anhelos de los jóvenes de La Sorbona, adivinando en ellos un grito de libertad que era también acusación y reclamo ante las grandes carencias que la sociedad europea del siglo XX les ofrecía; así como rechazo de un cristianismo que había dejado de ser significativo para ellos; encerrado, en gran medida, en los parámetros de un rígido moralismo que ahogaba la frescura, la alegría, la vida nueva y abundante de la que Jesús hablaba y quería regalarnos.

En cambio, porque el hombre, aun sin saberlo y a tientas, busca desesperadamente a Dios, comenzaban a surgir en nuestra sociedad nuevas experiencias religiosas de sabor oriental, las escuelas de yoga, el fenómeno de la New Age… y, cada vez más, y a pesar del desarrollo racional y científico-técnico, el horóscopo, el tarot y todo este mercado de la superstición y la astrología se iban convirtiendo en objeto de demanda masiva. Para Clément, estábamos en el momento, en la gran oportunidad, de replantear la atractiva y preciosa propuesta cristiana

de salvación. Era el momento de una verdadera revolución, también en el corazón de la Iglesia, para ofrecer la gran respuesta a la sed de felicidad del hombre: el amor loco de Dios.

Los escritos de Clément orientados en esta línea son numerosísimos; podemos decir que estamos ante una de sus preocupaciones fundamentales, cercano siempre al ámbito de la universidad y al gran areópago de la cultura: el arte, la música, la literatura… Clément leía en el despliegue, aparentemente desorientado, de la sociedad europea de la segunda mitad del siglo XX una búsqueda soterrada: la añoranza de la casa del Padre. Así, en varias ocasiones, sobre todo en dos obras muy separadas en el tiempo pero motivadas por esta misma preocupación (Évangile et révolution del 68 y Petite boussoule spirituelle pour notre temps, el último libro que escribió antes de morir), delinea itinerarios por los que orientar los pasos de un nuevo cristianismo: cristianismo de la gratitud, del servicio humilde y de la reconciliación.

▪ Cristianismo de la gratitud y la fiesta. Para muchos de nuestros contemporáneos, el cristianismo se presenta como un medio de coacción, esclavitud y empobrecimiento para el hombre. Hasta llegar a contraponer la libertad del hombre y la existencia de Dios. Hasta pensar que uno y

otro se molestan, como si lo humano restara espacio a lo divino y la vida del hombre tuviera que agotarse para dejar ser a Dios.

En cambio, el cristianismo en su corazón es un anuncio de gracia, encuentro y libertad entre Dios y los hombres, porque nuestro Dios es filántropo, amigo del hombre. El cristiano, por tanto, se descubre como un ser convocado a la vida por el Dios de la vida sin razones ni méritos. Y, por lo tanto, debe caracterizarse en medio de nuestra sociedad por ser un viviente, participando de la Vida sin término del Resucitado, agradecido por este precioso don, celebrante del mismo y promotor de vida, de toda vida, de cada vida, de cualquier signo de vida: el amor, la belleza, el arte y la cultura… encarnados en la humildad y fuerza de la alabanza emocionada, una sonrisa, la ternura de un abrazo, un ramillete de flores, un gesto de deferencia, la capacidad de asombro ante una espléndida puesta de sol o una mirada de reconocimiento y estima hacia el otro… Porque la vida es la primera gracia, el regalo primero del Amor de Dios, es imposible un cristianismo apagado o mortecino, aburrido, sin fuste ni pasión por la vida humana y todo lo que la constituye.

Es necesario, urgente, para Clément despertarse de todo posible sonambulismo para reavivar en el corazón de la fe cristiana las inmensas corrientes de alegría, fiesta, celebración y gracia que nutren sus raíces. No olvidemos que el Reino es comparado en los evangelios innumerables veces

Andrea Riccardi

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incesante de la que brota la paz personal, la única que puede expandirse a otros. Hay muchas guerras olvidadas en medio de nuestro mundo: la del progreso destructor y violento con nuestro entorno natural, la del hambre, la del armamento, la del sida y la malaria, la de la mujer y la infancia maltratadas… Hay también un modo nuevo de vivir en la acogida, el respeto, la escucha, la responsabilidad hacia el otro.

Ante este panorama, Clément no cesa de repetir las palabras del padre Alexander Men, un teólogo ruso asesinado por el régimen soviético: “El cristianismo no ha hecho más que empezar”. Así, alentados por esta esperanza de la Buena Nueva, por esta nueva humanidad que estrena Jesucristo, el cristianismo humilde, de pequeñas comunidades, de vidas auténticas ofrecidas en el día a día, será una verdadera brújula espiritual que oriente los pasos de nuestro mundo hacia un destino de esperanza, de paz y de verdadera fraternidad.

Son varios los escritos de Clément accesibles al público de lengua española. Creo que merecería la pena descubrirlos para abrir el horizonte de nuestra fe y hacer de ella un signo bello que muestre a los hombres la alegría de la Resurrección. “Cristo, mi alegría, ha resucitado”. Estas fueron las últimas palabras de la homilía del funeral de Clément. Resumían preciosamente el legado de su historia, de su vida y su palabra.

arrastramos a lo largo de nuestra historia: “El cisma entre el sacramento del altar y el sacramento del hermano”4.

▪ Cristianismo de la reconciliación. Los conflictos religiosos asumen en nuestros días un protagonismo penoso, a la vez que contemplamos la ruptura progresiva de los fundamentos tradicionales de la sociedad, como era la familia, y un cúmulo de actitudes esquizoides, acciones violentas de una brutalidad sin medida, nos asedian cotidianamente por los medios de comunicación de masas. Todo invita a la sospecha, el miedo y la desconfianza hacia el otro. La diferencia se ha convertido en un arma de intolerancia en esta “aldea global”, como poéticamente se quiere llamar a nuestro mundo.

Aquí también el cristianismo debe recuperar su filón profético como alternativa de reconciliación, paz, acogida y fraternidad para todos. Lo primero en lo que nos debemos empeñar es en disociar a Dios de todas las guerras y, por ello, el “espíritu de Asís”, ese talante de respeto y acogida, de oración humilde por la paz, que nació en los encuentros de oración que Juan Pablo II inició con los dirigentes de las religiones del mundo, debe extenderse en cada comunidad, en cada creyente, hasta hacer de la religión lo que es: no un arma para la violencia, sino una semilla de esperanza. La paz es hoy uno de los compromisos prioritarios de los cristianos. Y, para ello, la paz exige de cada uno de nosotros una conversión

con un banquete de bodas, que Jesús escandalizaba a los judíos hasta llamarlo “comilón y borracho”, y que el padre misericordioso de la parábola expresa el profundo gozo de su corazón al recuperar al hijo perdido con una fiesta generosa, abundante, ¡casi exagerada!, pero como él mismo dice al hijo mayor: “Teníamos que celebrar una fiesta y alegrarnos”. El cristianismo del siglo XXI debe ser testimonio de esta celebración, de esta alegría ante el amor gratuito de Dios que nos da todo, siempre, que está a la puerta esperando. Siempre.

“La fiesta es un reflejo del anuncio y de la búsqueda de la fiesta de las fiestas: la Pascua. Todo se convierte en signo del amor del Padre y a veces sentimos el mundo como una fiesta. (…) La Pas-cua es todo. Es la recompensa absoluta porque es la vida absoluta. El don no puede ser diferente, ni puede ser más grande, porque es ya la plenitud, lo es todo. Hay que hacer fiesta, hay que alegrarse porque los que han muerto vuelven a la vida, los que están per-didos son encontrados, porque Cristo ha resucitado”3.

▪ Cristianismo del servicio humilde. Jesús, a lo largo de su vida, se rodeó de los más pequeños y humildes de su sociedad, y este saber y querer acercarse a los más despreciados de cada tiempo ha sido una de las características propias de la santidad cristiana. También hoy, en medio de nuestro mundo atrapado en una red de indiferencia y soledad, se espera de los cristianos una verdadera actitud compasiva hacia los más desfavorecidos. No hay espacio alguno, hoy más que nunca, en el corazón de la Postmodernidad, para un cristianismo de poder y fuerza, de dominio y lujo. Esto es un verdadero escándalo para nuestro tiempo. Es el momento de reencontrar el sentido de la realeza de la condición humana que en Jesús se nos ha revelado como humildad. La realeza que es fruto del servicio, de la pequeñez elegida y del abajamiento. Los cristianos tenemos que lavar los pies a nuestro prójimo para así mostrar a todos el amor que Dios tiene por cada uno y para superar el gran cisma que

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n o t a s1. El otro sol, p. 92.

2. La Iglesia Ortodoxa, Madrid 1990, p. 57.

3. Dios es simpatía. Brújula espiritual en un tiempo complicado, Narcea, Madrid 2011, pp. 132-133.

4. Sobre el hombre, Madrid 1983, p. 161.