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33 x J í\ ORACION FÚNEBRE t S si£°' EXCELENTISIMO SEÑOR CAPITAN GENERAL D, JUAN PRIM Y PRATS, PRONUNCIADA POK El, DOCTO» D. FRANCISCO BERMUDEZ DE CAÑAS, CANÓNIGO DEL SACRO-MONTE, COMENDADOR DE CARLOS III, ETC., ETC.; EN LAS EXEQUIAS CELEBUAIiAS EN LA SANTA IGLESIA CATEDRAL DE GRANADA EL WA 50 DE ENERO DE 1871. Con las licencias necesarias. ORAN ADA. Imprenta de D. Indalecio Ventura. 1871 . / r

ORACION FÚNEBRE D, JUAN PRIM Y PRATS, EXCELENTISIMO …

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33xJ í \ ORACION FÚNEBRE

t S si£°'

EXCELENTISIMO SEÑOR CAPITAN GENERAL

D, JUAN PRIM Y PRATS,P R O N U N C IA D A P O K E l , D O C T O »

D. FRANCISCO BERMUDEZ DE CAÑAS,CANÓNIGO DEL SACRO-MONTE,

COMENDADOR DE CARLOS III, ETC., ETC.;

E N L A S E X E Q U IA S C E L E B U A IiA S

EN LA SANTA IGLESIA CATEDRAL DE GRANADA

EL W A 5 0 DE EN ER O DE 1 8 7 1 .

C o n la s l ic e n c ia s n e ce sa r ia s .

O R A N A D A .Im p r e n ta de D. I n d a l e c i o V e n t u r a .

1871. / r

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ORACION FÚNEBREDEL

E X C E L E N T Í S I M O S E Ñ O R C A P I T A N G E N E R A L

D. JUAN PR1M-Y PRATSP R O N U N C IA D A P O R E L D O C T O R

D. FRANCISCO BERMUDEZ DE CAÑAS,CANÓNIGO DEL SACRO-MONTE,

COMENDADOR DE CARLOS III, ETC., ETC.;

E N L A S E X E Q U IA S C E L E B R A D A S

EN LA SANTA IGLESIA CATEDRAL DE GRANADA

E L DIA 5 0 DE EN ER O DE 1 8 7 1 .

Con las licencias necesarias.

V

G R A N A D A .IM P R E N T A DE D. IN D A L E C IO V E N TU R A .

1871.

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ORACION FÚNEBREDEL

E X C E L E N T Í S I M O S E Ñ O R C A P I T A N G E N E R A L

ü. JUAN PRIM-Y PRATSP R O N U N C IA D A t>OR E L D O C T O R

D. FRANCISCO BERMUDEZ DE CAÑAS,CANÓNIGO DEL SACRO-MONTE,

COMENDADOR DE CARLOS III, ETC., ETC.;

E N L A S E X E Q U IA S C E L E B R A D A S

EN LA SANTA IGLESIA CATEDRAL DE GRANADA

E L DIA 5 0 DE E N ER O DE 1 8 7 1 .

Cosí las licencias necesarias.L .■-------- r I b Xn 4

r ,

G R A N A D A .IM P R E N T A DE D . IN D A L E C IO V E N TU R A .

1871.

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AL EXCMO. SR.

e n i e n í e S r e r t e r a l -d e I S j é r c x í o ̂D. ANTONIO DEL REY Y CABALLERO,

Sfianctaco SSetm ae/ej. c/e féañad.

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N o n i n j u s t i f ic a l io n i b u s n o s t r i s , p r o s t e r n i in u s

p re c e s a n t e f a c í a n t u a m ; s e d i n m i s c r a t io n ib u s

lu i s m u l l í s .

No d erram am o s, Seiior, n u e s tra s o rac iones en t u p re s e n c ia , confiados e n la ju s t ic ia de n u e s tra s o b r a s , sino en lo in fin ito de v u e s­tr a s m ise ric o rd ia s .

D a n i e l , c p . i x .

E x CMOS. É I lMOS. S b.e s .:

JL jx iste en el alma un sentimiento delicado y sublime, germen fecundo de abnegación y heroísmo en el decurso de todas las edades; síntesis perfecta de todos los afectos generosos, de todas las pasiones nobles y desinteresadas con que Dios lia enrique­cido el corazon hum ano: es el amor santo de la Patria, fuente abundante formada con las puras corrientes que la envían; el amor de nuestra propia existencia; el am or de la familia, amol­de aquellos séres de quienes se ha recibido la vida, la ternura , el idioma, los cuidados, la herencia; el am or de los hijos á quie­nes se deja el suelo, el nombre, la seguridad, la independencia, el honor que constituyen la dignidad de nuestra vida y la dig-

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nidad de nuestra raza; el am or de la propiedad; el am or del ciclo, del aire, del m ar, de las m ontañas, de los horizontes en que se adormeció nuestra infancia, y que llegan á ser necesida­des deliciosas de nuestra alma; am or del templo donde ofreci­mos nuestra p rim era oracion al Eterno; de la imagen, cuya dul­ce mirada fué rayo de luz que abrió nuestro corazon para ex­halar el aroma de las primeras virtudes; amor en sum a de la Patria que es á los pueblos, como ha dicho un. sabio, lo que el am or de la vida á los hombres aislados, porque la Patria es la vida de las naciones. (1) Por eso si al registrar la historia que- reis hallar esfuerzos sobrenaturales y fecundos, descubriréis como base sólida y anchurosa de donde a rrancan , un acendrado patriotismo; y en el grandioso lienzo en que se re tra tan los im ­perios y nacionalidades que dividieron el orbe, observareis des­tacarse con inusitado resplandor los campos que sirvieron de teatro al desenvolvimiento de esc grandioso sentimiento; allí será el promontorio Lilibeo, donde en sangrienta batalla se de­cide la suerte entre cartagineses y rom anos; allá Epiro, donde Marco Antonio y Cleopalra son despojados por Augusto; aquí el valle del Terebinto, donde el joven pastor de Belen humilla la soberbia del filisteo de Get; mas allá los campos de Hesevon y de Barat, donde el pueblo israelítico triunfa de Og y Sebón, reyes Amorreos; ora los campos de Betulia, donde Judit der-

(t) A. Lamartine en el civilizador.

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ram a la sangre de Holofernes, ahogando en ella el poder del pueblo Asirio; ya en época mas cercana Covadonga, donde el inmortal Pelayo hace trizas los estandartes de Tarif; Roneesva- lles, en que el casto 1). Alfonso echa por tierra la osadía fran­cesa, y S. Quintin, Pavía, Lepanto, y cien y cien pueblos testi­gos de otras tantas victorias.

Si; todas las naciones registran en sus anales los nombres de seres privilegiados, en cuyo pecho ardió inextinguible la llama pura del am or patrio; y cuando la dura m ano de la m uerte ha cortado con su inflexible cuchilla la existencia de uno de esos genios privilegiados, las generaciones que contemplaban entu­siasmadas sus glorias y adm iraban sus v irtudes, han tenido siempre para e ternizar su m em oria una lápida que guardase sus nombres con caracteres de oro; una lágrima que hiciese brotar en derredor de su sarcófago la siempreviva de la grati­tud, y una oracion que penetrando cual nube de fragranté in­cienso ante el trono del Altísimo, atrajese sobre el héroe la co­rona de inmortalidad que no logran tejer todas las grandezas hacinadas del mundo; corona, cuyas flores, solo crecen cu el ameno valle de la piedad de la virtud.

Decidme si no ¿qué habla á vuestros corazones esa lúgubre tumba, esos fúnebres crespones que enlutan la morada del San­to de los Santos? ¿Qué os dicen las melancólicas lamentaciones que resonaban ha un momento; qué la Hostia pura que el Sa­cerdote augusto acaba do inmolar en el ara santa como vícti­ma de propiciación infinita? ¡Ah! Ese sepulcro es un grandioso

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libro de sublimes enseñanzas que á todos habla hoy con voz muda, misteriosa, pero elocuente, persuasiva. Yo intento abrir en vuestra presencia sus luminosas páginas, y al trazar el fú ­nebre elogio del ilustre caudillo, del esforzado General, Excmo. Sr. D. Juan Prim , quisiera haceros comprender que nuestra existencia es flor que nace con la alborada de la m añana, y m uere al te rm inar la tarde; que cuantas glorias fascinan la aca­lorada m ente hum ana, son vanidad de vanidades y aflicción del espíritu; desearía haceros fijar la vista siquiera breves ins­tantes sobre esa m uerte que miráis tranquilos cuando viene sangrienta y precipitada en el ardor de un combate, pero que os horroriza y a terra cuando fria y lenta viene á posar sobre vuestro labio su último helado beso; anhelo entreabrir á vues­tras miradas las magnificencias del mundo, sobrenatural; deja­ros gustar algo de la misericordia que Dios derram a sobre la cr ia tura hecha á su imagen y semejanza, para que al depositar en el altar santo la plegaria que vuestra fe cristiana ofrece hoy al Altísimo por el descanso eterno de ese varón em inente , glo­ria de las armas españolas, repita vuestro labio esas palabras grandiosas del libro de Daniel: Non in justificalionibus, etc.

Señores: nunca como hoy he sentido lodo el peso de mi pe- queñez; os confieso que solo cediendo á intereses para mí muy venerados, en la convicción de que vengo á honrar la m em o­ria de un cristiano muerto en el seno de la Iglesia, que de otro modo mi labio hubiese enmudecido; debidamente autorizado y fiando al par en vuestra indulgencia, lie sentido aliento has-

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tante para subir las gradas de esta cátedra religiosa. Mas no te­máis que el tribuno reemplace al orador sagrado, ni que la vana lisonja ó la hipócrita m entira se pose un instante solo so­bre mi labio; comprendo mis deberes como Sacerdote y jamás abdicaría la dignidad que este nom bre de m í exige. Ministro de Jesucristo, os diré solo lo que deba en justo elogio del héroe á quien hoy consagramos un recuerdo de adm iración, una súpli­ca de piedad d ivina, de dulce esperanza eterna.

Señores: el dia 12 de Diciembre de 1814 iluminó con su plá­cida luz la existencia de un n iño , preclaro é ilustre por su es­tirpe, pero cuyas hazañas militares debían oscurecer con su brillo la gloria de su natalicio. Dios es el que forma los guer­reros y les hace servir á sus designios providenciales. Doscien­tos años antes que existiese Ciro, Isaias entonaba este proféti- co acento. Tú no existes todavía; mas yo le veo y te he nom ­brado por tu nom bre : tú te llamarás Ciro; yo cam inaré delan­te de tí en los combates: al acercarte tú pondré en huida los Iíeyes; yo romperé las puertas de bronce; yo soy el que extien­de los cielos, el que sostiene la t ie rra , el que llama al que es como al que no es. (1)

¿Quién pudo formar un Alejandro sino el mismo Dios que hizo ver desde muy lejos con figuras tan vivas su ardor indo- * mable al profeta Daniel? Ved, le decia , ese conquistador, con cuanta rapidez se levanta desde el Occidente como de un salto

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(1) Isaías, cp. 45. v. I. 2. 7.2

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sin locar la t ierra . Semejante en sus saltos astutos y en su rá ­pida carrera á esos animales vigorosos y saltadores, avanza con vivas o impetuosas acometidas y no se detiene por m ontañas ni precipicios. Ya el Rey de Persia está entre sus m anos; á su vis­ta se anima y le abate y le p i s a : nadie puede defenderle de los golpes que le da ni a rrancarle su presa. (1)

¿Quién sino Dios formó el alma y el corazon de aquel heroi­co caudillo que defendía las ciudades de Jud á ; que abatía el orgullo de los hijos de Anión y de Esaú; que volvía cargado con los despojos de Sam aría , despues de haber quemado los dioses gentílicos sobre sus mismos pedestales de nácar y de oro; m uro de bronce contra el que se estrellaron las olas del Asia soberbia y los ejércitos potentes de Siria? La mano de Dios es la que suscita los genios que deben llevar á término las gran­des acciones providenciales. Ella suscitó á César para engian- decer el im perio ; á Teodosio y .Constantino para pacificaile, a Atila para ser el azote de Dios; á Pedro el ermitaño y le l ipe Augusto para l l e v a rá cabo las cruzadas de Oriente; á Colon para descubrir un nuevo m u n d o ; á Isabel y t e m a n d o los Cató­licos para plantar la Cruz en la Alhambra g ra n a d in a ; á YV .is- hington para formar los Estados de América; á Napoleon el Gran­de para vencer en Auslerliz y Gena y derram ar luego una gran­deza fúnebre sobre las rocas de Santa Elena; á O’Connell para ser el libertador de la Irlanda, y Señores, en una esfera más redu-

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(t) Daniel, cp. 8. v. 6 y 7.

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cilla, pero no menos gloriosa, al héroe cuya memoria hoy en­tristece nuestro pecho, para vengar con su ardor y bizarría, al frente de nuestro invicto ejército, el honor nacional ultrajado, dejando un ejemplo ilustre de cuanto puede y vale el corazon hum ano, cuando lo alienta la llama de un puro patriotismo y le sostiene la justicia de su causa que Dios bendice desde el Cielo.

Las acciones del ilustre Conde de Reus dejan adm irar con esplendores clarísimos cuanto de glorioso encierra la vida m i­li ta r , según los antecedentes oficiales que he podido consul­tar; ejércitos dirigidos, plazas sitiadas, ciudades lomadas, rios atravesados, ataques estratégicos, retiradas honrosas, campa­mentos bien ordenados, combates sostenidos, batallas ganadas, enemigos vencidos por la fu e rza , disipados por la destreza, consumidos por una sabia y noble paciencia.

Yo no puedo detenerme á estudiar ese período de su vida, que comenzando en 1854 cuando á la edad de 21 años tomaba plaza de distinguido en el batallón franco de tiradores de Isa­bel I I , term ina en 1847 en que á propuesta del Ministerio pre­sidido por el General Córdoba, fué nombrado en 26 de Octubre Capitan General de Puerto Rico, de cuyo mando se encargó en 8 de Diciembre del mismo año, ciñendo ya la faja de Mariscal de Campo; porque ¿qué son 28 luchas encarnizadas con pode­rosos enemigos; qué el rendimiento de ciudades y plazas tan fuer­tes como Malaró, Gerona, Hostarich y F igueras; qué la san­gre siete veces derramada en el furor del com b a te ; qué las bre­

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chas asaltadas, las posiciones atacadas á la bayoneta , los re­ductos tomados con admirable decisión, si al lanzar una mirada sobre el campo teatro de esas proezas, parece aun hum ear la sangre querida de valientes he rm ano s , y condensándose como una nube oscura , venir á eclipsar la gloria de todas esas jo r­nadas? Señores: la caridad es el agente poderoso que funde y evapora las murallas que la am bición, la soberbia, la sed de oro y de mando han levantado y levantan para dividir cora­zones nacidos para vivir en fraternal a b ra zo , ahogando así en su cuna preciosos gérmenes de progreso social.

Permitid al Sacerdote que inspira su palabra en esa virtud bendita de la caridad; al Sacerdote para quien no existen ni ra ­zas , ni lenguas , ni divisiones, ni par tidos; al Sacerdote que mide la talla de los grandes genios por el grado en que les ve re tra ta r las perfecciones de Dios; permitidle, repito, buscar en más elevada atmósfera una sólida base en que hacer descansar la grandeza de sus héroes; qu e , como ha dicho un orador de nuestro suelo, (1) el hombre que no levanta su vista al Cielo, podrá ser si quereis un valiente, pero no será jamás el tipo del héroe perfecto.

Vengamos á un nuevo período en que admirareis al digno Vizconde del Bruch , procurando solícito el b ienestar, la pros­peridad, la paz del territorio de Puerto Rico confiado á su di­rección. Él sabrá formular las sabias leyes encerradas en el titu-

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(!) Sr. Arboli, oracion de Mendez-Nuñez.

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lado Código n e g r o cortando así los inveterados abusos que des­tru ían la propiedad; él perseguirá al crim en hasta en sus más ocultas guaridas, y si el famoso bandido del Águila , infiel á sus promesas de a r repen tim ien to , vuelve á pasar de nuevo su mano incendiaria por aquellos ricos cam pos, dejando m arca­das las negras señales de su venganza, Prim desplegando toda la actividad y celo del diligente magistrado, levanta un general somatén en que el Águila queda preso entre las redes de la jus­ticia, y sumariado en breve plazo según las ordenanzas milita­res, es separado del cuerpo social como ram a sin sábia, de corrompido fruto. Puerto Rico, Señores, al recordar su nom ­bre, le ofrecerá siempre ese suave perfume de gratitud que los pueblos consagran al consejero que, guiado por las máximas de la moral y de la ju s t ic ia , exige el cumplimiento de los deberes, cual garantiza y respeta los derechos y las libertades legítimas. No se circunscribe á esto su acción.

Si agitado en 1848 por una revolución violenta el corazon de la Francia , dilata sus horribles convulsiones á todas sus Co­lonias, islas Martinica, Guadalupe y demás del Archipiélago; si el gobernador dinamarqués de la isla de Santa Cruz á do se extiende el espíritu de rebe l ión , le suplica pronto auxilio para reprim ir á los negros insurreccionados, á las seis horas una brillante división española habia hecho hu ir á los insurrectos á la espesura de las montañas, recobrando el gobierno de aque­lla isla todo su poder, su libre acción.

No en vano el Rey de Dinamarca le otorgó como merced á

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tan señalado servicio la gran cruz del Dannebrog; para su alma debió ser más grato el testimonio de la propia conciencia que le aseguraba haber llenado su deber, sirviendo á la causa del orden y de la autoridad social.

Hay plantas, Señores, que solo se muestran lozanas y crecen bajo el influjo de determinada atmósfera; el Conde deR eus pa­recía hallar su cielo natal en el campo de batalla. El clarin de la lid embravecida, el relinchar de los corceles, el viento azo­tando las tiendas de cam paña , el estampido del cañonazo y el humo de la pó lvora , hed ahí la atmósfera en que el alma de Prim se entusiasm aba, se agrandaba hasta lomar formas de gigante.

Trabada en 1353 cruda guerra entre el ejército otomano al mando de Omer-bajá y las potencias aliadas, contra el aulócia- ta ambicioso, Prim, á la sazón en París , siente en su corazon el entusiasmo bélico, y pide á nuestro Gobierno ser enviado al teatro de la guerra: su petición es otorgada y el Conde de Reus, acompañado de una comision m ili tar , se traslada al cuartel general del ejército otomano para estudiar y seguir el giro de la guerra entre la sublime Puerta y el imperio de Rusia. Su conducta prudente y cauta, sus conocimientos y talentos mili­tares, ganáronle la confianza y amistad del General en jefe, que le obsequió con caballos y objetos de lujo; valiéronle las a ten­ciones más delicadas en los cuarteles generales de los aliados, teniendo además el alto honor de recibir de manos del Sultán, un sable de honor y la condecoracion turca del Medjidie.

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A su regreso á la península presentó al Gobierno, en unión de la comision, lina memoria sobre el viaje militar á Oriente, trabajo concienzudamente ejecutado, donde despues de tra tar con suma erudición las dos campañas de 5o y 54, ofrece un co­nocimiento histórico y geográfico de la T urqu ía , testimonio que revela las claras dotes intelectuales con que el Cielo le ha­lda enriquecido.

Llegamos, Señores, al período de 1855 y 56 en que el Conde de Reus se halló al frente de este distrito militar de Granada; período de verdadera transición en la historia de ese caudillo esforzado, ya por lo breve de su duración, ya porque le eclipsa la más gloriosa de las cam pañas, el más heroico de los hechos, diria la más santa de las causas, por la que hizo vibrar su terrible acero á impulsos solo del amor patrio, ese General va­liente, ciñendo laureles que ni el tiempo ni la envidia han lo­grado m arch itar .

¡África, Sierra Bullones, los Castillejos, Vad-Ras, Tetuanü! Todos esos nombres se han presentado instintivamente á vues­tra imaginación; es, Señores, que aun cuando no tuviésemos otra gloria que cantar del invicto Marqués de los Castillejos, la sola jornada de Marruecos bastaría para colocar su nombre en esa pléyade ilustre de esclarecidos capitanes que forman el ho­nor y el timbre del ejército como de la nación española.

Quisiera ál llegar á esta altura poseer la arrebatadora elocuen­cia con que el inmortal Bosuet describía las victorias del aguer­rido príncipe de Condé; solo así pudiera presentaros, con el co­

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lorido que reclama, el campo africano al despuntar la alboradadel 1.° de Enero de 1060.

El ultraje inferido á nuestro honor nacional por los bárba­ros sectarios del voluptuoso Mahoma; el oprobio lanzado sobre nuestro escudo de armas por los nietos de los que cien y cien veces experim entaron la pujanza y la digna altivez castellana, arrancándoles palmo á palmo el terreno que una negra perfi­dia ofreció á sus im puras profanaciones, despertó de su sueño al león siempre victorioso, erizó su melena dejando escapar un grito de santa repa rac ión , de noble venganza de la honra nacional vilipendiada, y su rugido conmovió todos los ámbitos del mundo. Desde Covadonga á Som osierra, desde Somosierra al Moncayo, desde el ¡Vloncayo á Monserrat, desde Monserrat á Tarifa, desde Tarifa al cabo de Peñas, los montes y los valles repitieron este grito; al África, y al Africa dijeron todos los españoles reproduciendo sus nobles pechos ese eco belicoso.

Avanzaba nuestro ejército á las órdenes del General en jefe Conde de Lucena, desde Ceuta á T e tu a n , anhelando apoderarse del valle de los Castillejos y dominar la casa del M arabut, para desalojar al enemigo del bosque, desde tan ventajosas posicio­nes. El General Prim mandaba el cuerpo de vanguardia: era el 1.° de Enero; los primeros rayos de la aurora derramaban su blanca luz sobre nuestro cam pam ento , cuando á la cabeza de su división brillante comenzó el Conde de Reus el m ovim ien­to proyectado, siguiéndole despues el grueso del ejército.

Llegó á tomar, no sin dificultad, sus posiciones en los Casti­

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llejos: eran las tres de la larde; como el leopardo se oculla ham briento Iras la maleza lanzándose despues con horrib le salto sobre su suspirada p resa , así los hijos del Coran lanzáronse súbitos con todo el ardor de su fanatismo y en núm ero consi­derable, sobre las fatigadas tropas que acaudillaba el Conde de Reus. ¿Mas quien podrá abatir la bravura del pueblo hispano? Cuando David, ese grandioso guerrero , lloró la m uerte de dos famosos capitanes que acababa de perder, les tributó este elo­gio: e ran más veloces que las águ ilas , m ásbravos que los leo­nes. Acjuilis velociores leonibus fortiores. (í) Tal es la imágen que ofrece P rim en ese momento decisivo; veloz como el relám pa­go en su ca rre ra , parece multiplicarse para alentar á todos con su ejemplo ; ni el hierro ni el fuego le de t ien en ; los golpes parece pierden la fuerza al aproximarse á é l , dejando solo la señal de su ira y de la protección del Cielo; y si ante el rudo y vigoroso ataque en que cada español lucha contra c ien lo , sus tropas se replegan por un momento y desfallecen, Prim toma en sus manos la bandera de uno de los cuerpos que mandaba; su palabra es fuego que entusiasma al valiente soldado; vosotros, les dice, podéis abandonar esas mochilas que os pertenecen, pero no esta bandera que es el emblema de la P a tr ia ; voy a in te rnarm e con ella en las filas enemigas ¿abandonareis á vues­tro General? Seguidme, dice, y lanzándose con ímpetu furioso sobre las falanges moriscas al frente de un puñado de valientes,

(t) 2 . ' Regun. cp. 1. v. 25.

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recobra sus posiciones tres veces disputadas con tenaz obstina­ción, ciñendo á su frente los laureles de la más gloriosa victo­ria. Loor, Señores, al caudillo que tan alto supo colocar el b ri­llo de nuestro ejército atrayendo sobre sí la justa admiración de su Patria y de la E u ro p a ; prez al bizarro General que en la toma de Tetuan entró á caballo por una dé las troneras ; gloria al combatiente que cargando intrépido á la cabeza de los cora­ceros en el sitio de los aduares, libró al ejército de una derrota inminente. Justo fuá que la real munificencia le otorgase el tí­tulo de Marqués de los Castillejos con grandeza de prim era clase, uniendo ese nuevo blasón á las grandes cruces de San F e rn an d o , de Isabel la Católica y de Cárlos III que ya ostentaba en su pecho, como otros tantos laureles de gloriosos combates.

Señores: si la España le contempló como valiente soldado en los campos africanos, 110 le admiró menos como hábil y pru­dente diplomático cuando encargado de representarla en la expedición á Méjico, con el doble carácter de General en jefe de la división española y Ministro plenipotenciario , reunido en Veracruz con los representantes de Inglaterra y Francia nues­tras aliadas en la demanda contra el gobierno de Juárez , supo m antener en su justa altura la dignidad española, ordenando el reem barque de las tropas y su vuelta á la península, luego que las conferencias de Orizaba le hicieron comprender las tendencias nada justas de la Francia , quedando así roto el tra­tado de Londres. Acontecimientos posteriores que os son á to­dos conocidos, vinieron á justificar la rectitud y mesura de esta

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determ inación , haciendo de la jo rnada de Méjico uno de los períodos más brillantes de la vida del héroe de los Castillejos.

Una nueva página se ofrece, Señores, en la vida del Excmo. Sr. Conde de Reus; página que también tiene sus ovaciones, sus arcos de triunfo, y sus horas de terrible proscripción y am ar­gura. Es la página que nos le ofrece como diputado y represen­tante de la nación en diferentes legislaturas, como Presidente del Ministerio y Ministro de la Guerra desde el 69 hasta su m uer­te, como uno de los más poderosos elementos que han empuja­do la m archa de la España en los últimos acontecimientos; es, Señores, la página de su vida política. Alejado yo por conven­cimiento y por mi ministerio de ese mundo ardiente de la po­lítica, á cuyas llamaradas de violentas pasiones languidecen y m ueren tantos afectos delicados del co ra zo n ; Ministro del Dios de paz y de am or que hace nacer su sol sobre el justo como so­bre el pecador ; que ha querido que la caridad que engendra la unidad y el orden sea el eje inm utable sobre que agiten su vida progresiva los pueblos y las naciones, permitidme correr un velo bastante denso para no alcanzar á ver esa región en que los ánimos se rebajan y empequeñecen á medida que se fraccionan. La historia, con su criterio imparcial y verídico, juzgará al Excmo. Sr. Conde de Reus en su vida pública como autoridad y hombre de Estado; la mirada del Sacerdote se ciei- ne en un mundo más a l to : bajo las bóvedas del santuario solo se respiran auras empapadas de piedad y am or divinos; la reli­gión olvida al político para estrechar en sus brazos al cristiano;

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para derram ar sobre su féretro la aspersión de su misericordia; para quem ar sobre el ara santa el incienso de sus oraciones, repitiendo con el profeta Daniel: Non in justificalionibus, etc.

Sí, Señores; si la vida del ilustre General á quien tributamos boy este triste deber, no encerrase otra grandeza que las baza- ñas militares y los triunfos profanos, yo temería verle confun­dido en el número de los conquistadores á quienes Dios, según Isaías, recompensaba un débil esfuerzo de virtud, sometiendo :í su brazo las naciones, pagando así su mezquino servicio con el vano esplendor de la prosperidad m undana. Juzgaría que semejante á tantos sabios, á tantos legisladores profundos, á tantos ciudadanos excelentes, Sócrates, Marco Aurelio, Scipion, Aníbal, todos privados del conocimiento de Dios y de su eterno reino, su destino cual el de aquellos paganos habia sido solo, como dice S. Agustín, «ser formado por Dios para adornar el siglo presente;» (I) y entonces, creedme, la tristeza inundaría mi corazon y la voz espiraría en la garganta , recordando aquella terrible sen tenc ia : «vanos como eran recibieron una recom ­pensa tan vana como sus deseos.» Receperunl mercedem suam; vanivanam .

Mas no sucede así al esclarecido patricio por quien hoy im ­petramos la piedad divina; su mayor gloria consiste no en h a ­ber dominado poderosos enemigos con el valor de su espada, sino en haber sojuzgado las pasiones de su corazon ; sus ver-

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(I) Contra Julianum. lib. 5. cp. 14.

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(laderos blasones son la dulzura con que trató á iguales é inte­riores; son Ja te rnura y la piedad que, como hijo, como esposo y como padre, dejó adm irar en lodos los actos de su vida en el hogar doméstico.

Cuando Dios formó el corazon y las entrañas del hom bre (dice Bosuet) puso en p rim er lugar la bondad como el carácter pro­pio de la naturaleza divina, y para que fuese como la señal de la mano benéfica de donde salimos, y el atractivo al par que ganase el corazon de nuestros semejantes.

De aquí el hom bre se eleva tanto m ás , goza en mayor g ra ­do las dulzuras sociales cuanto su bondad es más comunicati­va. Tal era el digno Marqués de los Castillejos; jamás hom bre alguno temió menos que la familiaridad quebrantase el respeto; ni quiso aparecer g rande , ni rebajarse para obtener una popu­laridad mendigada.

Semejante á esas altas montañas cuya cima más alta que las nubes y las tempestades, encuentra siempre la serenidad en su altura, así la ternura paternal y la piedad para con la auto­ra de sus dias, jamás se vió oscurecida en el alma de ese héroe ni por el humo de las batallas, ni por el ronco fragor de sus vicisitudes políticas; antes hubiese faltado al Conde de Reus pan que llevar á la boca, que haber visto sin satisfacer la más pequeña de las necesidades en su madre. Señores: la naturale­za bastará por sí sola para hacernos valientes guerreros; para hacernos buenos hijos es necesario que los sentimientos cris­tianos penetren en el corazon.

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Solo bajo la acción del principio religioso que nos lleva ca­balgando sobre sus potentes alas, llega á tocar el alma las en­cumbradas regiones del heroísmo y de la gloria ; sin él ¡cuán efímero, cuán inconstante es todo lo que nos seduce y halaga!

Yo no quiero recordaros la noche del 27 de Diciembre de 1870. No pudiendo un célebre artista de la antigüedad expre­sar el dolor de Agamenón en el sacrificio de Ifigenia, pintó ve­lado su rostro; permitidme correr un fúnebre velo sobre esa hora funesta; yo no encuentro coloridos bastante negros para trazar ese c u a d ro , ni mi palabra puede encerrar toda la execración que siente el pecho ante el recuerdo de un crim en horrendo que atrae sobre sus perpetradores la maldición de Dios y de las sociedades. ¡Paz á los muertos! ¡Caridad á los vivos!

Sí, p a z ; que la mirada cristiana descubra en los últimos ins­tantes de ese héroe, la huella de un alma que al pasar los u m ­brales de la eternidad, repite con Daniel: Non in jústificalioni- bus, etc., etc.

Señores: ¡cuál contrasta esta fúnebre solemnidad con las ideas del filosofismo m oderno , que blasona de a teo , y se gloría de un denigrante materialismo como del último de sus progresos!

¡Qué diferencia tan marcada entre esas ridiculas cerem o­nias con que una escuela antisocial é irreligiosa celebra la m emoria de sus sectarios, y esa majestad grandiosa im pregna­da de caridad y de esperanza con que la Iglesia Católica llora sobre la tumba de sus hijos!

Nosotros los que creemos firmemente la inmortalidad del es-

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pír i lu , la responsabilidad de sus actos libres, causa del mérito ó dem érito ; los que columbramos allá en lontananza ese te­soro de méritos infinitos formado con la sangre del Dios hom ­b re , en que apoyadas nuestras acciones buenas se hacen m eri­torias ante Dios, siendo en virtud de esta eficacia y de la ora­ción reversibles sobre nuestros herm anos; los que como el m a­yor de nuestros timbres llevamos el nom bre de católicos, lan­cemos una voz de sentimiento y de reprobación sobre actos con que una mano impía ha querido ultrajar la gloria de la casa del S eñor, m anchando á la vez (si dado le fuera) la hon­ra de ese caudillo ilustre ; y vosotros los que ceñís la espada en justa defensa de la ley y de la P a t r ia ; escuchad el eco que sa­liendo de esa tumba os parece advertir que, si quereis ser ver­daderamente grandes y heroicos, es preciso servir, junto con las potestades terrenas, al Rey inmortal de los Cielos, á Dios.

Servid, os diré con Bosuet, á ese Rey que os agradecerá un pedazo de pan ó un vaso de agua que deis al pobre, más que los reyes de la tierra toda vuestra sangre derramada en su de­fensa.

Venid, Señores, en torno de ese sepulcro; load al guerrero, mas no olvidéis que la gloria hum ana huye cual paja débil que arras tran los huracanes; derramad una lágrima y una oracion por el c r is t iano : ¡Señor, tú solo eres el Santo, tú solo el justo, tú solo el que misericordioso otorgas coronas que reverdecen siempre en la eternidad!—He di c h o .

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