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En el prefacio a la edición italiana de su fundamental ensayo Arte e ilusión, Ernst Gombrich reproducía una famosa anécdota de Matisse que ejemplifica, de un modo meridiano, el sentido de esta exposición. Cuenta Gombrich que una persona, observando un retrato femenino de Matisse, le comentó al autor que aquella señora tenía un brazo demasiado largo. A lo que Matisse respondió: “Señora, se equivoca usted, esto no es una mujer, es un cuadro”. Tras esta certera reivindicación de la condición autónoma de la pintura y de su dimensión más sígnica que representativa se encontraba uno de los grandes caballos de batalla del arte moderno: el arte es, ante todo, un encuentro ante sí mismo que se vehicula o no a través de la referencia a lo que todos conocemos como “lo real”. Tal es así que incluso la fotografía, a través de sus múltiples recursos de manipulación y puesta en escena, se ha empeñado en asumir esta consigna, arremetiendo contra la que parecía ser su propia naturaleza: cual es ser huella objetiva de la realidad. Incidir en esta paradoja, de la que ha resultado buena parte de la producción artística más interesante de las últimas décadas, conforma el núcleo de esta exposición. Una muestra que, a partir de una selección de lo más representativo de los fondos de fotografía de la Fundación Provincial de Artes Plásticas Rafael Botí, pretende indagar en esa condición autorreflexiva y, por tanto, conceptual de la fotografía contemporánea. Partamos para ello de una idea fundamental: la fotografía se ha incorporado a nuestra vida de un modo tal que vivimos, literalmente, asediados por ella. Convivimos con las imágenes de un modo tan intenso y natural que, quizás por esta razón, nos hemos despreocupado por ellas, dejando de interesarnos por qué hacen allí, cómo han llegado a ser nuestras compañeras de viaje y, lo que es más importante, cuáles son las implicaciones de esta coexistencia. En este sentido, el trabajo de Gisèle Freund La fotografía como documento social, es fundamental. Ya que en esta historia de la fotografía su autora nos ofrece algunas respuestas y 1

ÓSCAR FERNÁNDEZ - ESTRATEGIAS DE LA VISIÓN

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El proyecto Estrategias de la visión, comisariado por Óscar Fernández, llevará por la provincia de Córdoba una serie de exposiciones que mostarán al público una selección de los fondos fotográficos pertenecientes a la Fundación Provincial de Artes Plásticas Rafael Botí.

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En el prefacio a la edición italiana de su fundamental ensayo Arte e ilusión, Ernst Gombrich reproducía una famosa anécdota de Matisse que ejemplifica, de un modo meridiano, el sentido de esta exposición. Cuenta Gombrich que una persona, observando un retrato femenino de Matisse, le comentó al autor que aquella señora tenía un brazo demasiado largo. A lo que Matisse respondió: “Señora, se equivoca usted, esto no es una mujer, es un cuadro”. Tras esta certera reivindicación de la condición autónoma de la pintura y de su dimensión más sígnica que representativa se encontraba uno de los grandes caballos de batalla del arte moderno: el arte es, ante todo, un encuentro ante sí mismo que se vehicula o no a través de la referencia a lo que todos conocemos como “lo real”.

Tal es así que incluso la fotografía, a través de sus múltiples recursos de manipulación y puesta en escena, se ha empeñado en asumir esta consigna, arremetiendo contra la que parecía ser su propia naturaleza: cual es ser huella objetiva de la realidad. Incidir en esta paradoja, de la que ha resultado buena parte de la producción artística más interesante de las últimas décadas, conforma el núcleo de esta exposición. Una muestra que, a partir de una selección de lo más representativo de los fondos de fotografía de la Fundación Provincial de Artes Plásticas Rafael Botí, pretende indagar en esa condición autorreflexiva y, por tanto, conceptual de la fotografía contemporánea.

Partamos para ello de una idea fundamental: la fotografía se ha incorporado a nuestra vida de un modo tal que vivimos, literalmente, asediados por ella. Convivimos con las imágenes de un modo tan intenso y natural que, quizás por esta razón, nos hemos despreocupado por ellas, dejando de interesarnos por qué hacen allí, cómo han llegado a ser nuestras compañeras de viaje y, lo que es más importante, cuáles son las implicaciones de esta coexistencia. En este sentido, el trabajo de Gisèle Freund La fotografía como documento social, es fundamental. Ya que en esta historia de la fotografía su autora nos ofrece algunas respuestas y claves para entender cómo hemos llegado a esta hegemonía de lo fotográfico. De entrada, diría Freund, la fotografía no es una sino múltiple. Es decir, no se puede unificar su estatuto sólo por el hecho de que reproduzca una técnica concreta de captación de imágenes. Tampoco se puede reducir su definición al contexto en que nace; queremos decir con ello que no es posible explicar la fotografía como un invento de la modernidad que en su siglo largo de vida haya permanecido inmutable. Muy al contrario, la fotografía abarca infinidad de campos de acción, que van del periodismo a la moda, del documentalismo al arte. De la misma manera que su definición y consideración cultural ha variado notablemente en cada uno de los períodos históricos que le ha tocado presenciar y testimoniar.

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Este preámbulo nos debe servir para avanzar una definición de la fotografía contemporánea que, por sorprendente que parezca, no tiene nada que ver con la fotografía de hace apenas cincuenta años. Pese a que, por supuesto, existe una tradición experimental muy fuerte en el campo fotográfico, podemos decir que no ha sido sino a partir de la década de 1970 que el medio se ha refundado en unos términos tan expansivos que casi han hecho saltar en pedazos los viejos marcos y conceptos en los que hasta entonces se sustentaba su análisis. Este cambio de paradigma, que en ocasiones ha sido descrito como la irrupción en la era de la post-fotografía, parte de una serie de fracturas del modelo anterior que han acabado por erosionarlo definitivamente.

Una de estas grietas es la desaparición del ojo privilegiado. Con esta expresión nos referimos a la idea fundacional de la fotografía, digamos clásica, según la cual el fotógrafo poseía un especial sentido de la oportunidad y una intuición superior que le permitía capturar un acontecimiento de un modo inaudito. Su mirada era, por tanto, la mirada de un elegido. Y, como tal, ejercía su labor desde una posición cercana a la autoridad de que disfrutaban, por ejemplo, los artistas. Ya en los años sesenta del siglo pasado esta aristocracia del punto de vista se habría de poner en cuestión. Más concretamente, en torno a los acontecimientos de Mayo del 68 se desarrollaría un tipo de práctica fotográfica y cinematográfica en la que el fotógrafo ya no miraría la realidad desde un punto de vista distante y aspirando a ser objetivo, sino que se integraría dentro de la multitud para formar parte, él mismo, del acontecimiento del que se ocupaban sus imágenes. Así ocurrió con William Klein, Godard y el Grupo Dziga Vertov. Como también ocurrió con Mario Muchnik. Sus instantáneas dan muestra ya de un compromiso otro con el mundo que le rodea, al que se aproxima desde una posición cercana, a pie de calle, y pretendidamente informal. De este modo, la crónica visual de un hecho se convierte en el testimonio de una vivencia, con la consiguiente carga emocional de la que la fotografía en otro tiempo habría abominado.

A partir de la fractura que este decaimiento del ojo privilegiado representa, ingresamos en una era de revoluciones continuas en la que la evolución de la técnica fotográfica jugará un papel fundamental, aunque no determinante. No, al menos, en todos los casos. De hecho, si algo caracteriza a esta nueva fase en la que hoy aún nos encontramos inmersos es la diversidad de posiciones desde las que se ataca el asunto de lo fotográfico. Esta diversidad, unida al ascenso fulgurante del interés por el medio en los ámbitos artísticos, donde antes ocupaba una posición verdaderamente marginal, explica el que éste se haya convertido en un campo de trabajo fascinante para multitud de artistas. Podríamos concluir, entonces, que estos cambios han aproximado a la disciplina fotográfica a un territorio nuevo, el del mundo del arte, en el cual, y gracias a la aparición de

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recursos tecnológicos nuevos para tratar la imagen, ésta ha alcanzado un nivel de desarrollo y de investigación formal y conceptual sin precedentes.

Carlos Pérez Siquier o Humberto Rivas son muy responsables de este ascenso incontestable de la fotografía al limbo de las llamadas bellas artes en España. Su trabajo, sirviendo aún a criterios de lo que podríamos reconocer como fotografía clásica, ha impulsado un salto hacia delante de la misma en el territorio del estado español principalmente a partir de su vinculación con ciertos géneros, como el retrato y el paisaje, tradicionalmente adscritos a la expresión artística. De este modo, la obra de ambos se ha convertido en una afortunada bisagra que ha permitido un muy productivo intercambio de influencias entre sendos campos. A través de un uso desacomplejado del color y de la iconografía costera, que recuerda la fascinación del arte Pop por las formas menos sofisticadas de la cultura popular y por las expresiones del gusto de la calle, Pérez Siquier ha construido, con un lenguaje inconfundible, su personal visión del litoral mediterráneo. Por su parte, Rivas, a partir de un riguroso blanco y negro y un gusto muy barroco para tratar la luz, ha compuesto también una galería de imágenes inconfundibles, aunque la suya está plagada de figuras y de sujetos a los que ha plasmado en el formato que le es más reconocible, el retrato.

Si alguna escuela ha marcado un antes y un después en el devenir de la fotografía contemporánea global esa ha sido la de la nueva objetividad alemana. Iniciada por el matrimonio Becker, esta corriente ha refundado muchas de las bases del medio hasta tal punto que puede considerarse ya un trabajo artístico concebido como tal e ideado ya para funcionar exclusivamente dentro del ámbito del mundo del arte. Candida Höfer es una de las más brillantes representantes de esta corriente cuya máxima aspiración consiste en deshacerse del sentimentalismo del que la fotografía se había servido hasta ahora para entrar a ser considerada arte. Esta escuela entiende que no es necesario ya, dada la propia crisis de la figura del autor y del carácter aurático que asola al arte, hacer este tipo de concesiones para que la fotografía alcance el estatuto y la madurez que merece. De este modo reclaman una objetividad nueva para su trabajo que no tiene tanto que ver con el contenido en sí de la imagen, sino con imprimir a todo su trabajo una atmósfera fría, neutral, que demuestre que la propia obra es lo suficientemente impactante y eficaz como para defenderse por sí misma, de un modo autónomo, sin necesidad de que deba intuirse en ella la huella emocional de un autor que la legitime como trabajo artístico. Esta radical propuesta ha causado, que duda cabe, una secuencia inmensa de ecos y reverberaciones que han llegado hasta Córdoba, de la mano de Concha Adán. Y que han generado un tipo de imágenes sofisticadas, usualmente presentadas en condiciones óptimas de exposición e impresas en grandes formatos, que han copado la atención del mundo del arte en las dos últimas décadas.

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Sin embargo la apariencia de neutralidad de mucha fotografía que circula hoy por el ruedo artístico es sólo eso, apariencia. Ya que, a causa de este continuo interferirse y apropiarse ideas que se produce entre uno y otro campo, son infinitas las matizaciones a este respecto de la frialdad. Las más de las veces esta superficie impenetrable responde a reflexiones, como las de Bleda y Rosa o Diego Opazo, en torno a los límites mismos de la representación y del medio como notario y transmisor de una narración. En el caso de estos reconocidos artistas españoles, como también del cordobés Manuel Muñoz, el cubano Rodolfo Martínez o el extremeño Juan Carlos Martínez, nos encontramos ante tentativas de hacer presente en la fotografía precisamente aquello a lo que ésta había estado sustraída en su definición clásica. Nos referimos, por supuesto, a un tiempo y a una historia que no es la rabiosa actualidad. Estos autores rechazan el compromiso del medio con lo inmediato y con el presente, para tratar de reconducirlo hacia espacios otros impregnados de memoria o de historias que parecen permanecer en estado latente. De alguna manera, lo que se trata en estos trabajos es de huir de la condición de la instantánea como evidencia de un hecho actual e incontestable.

Tete Álvarez, por su parte, también trata de desviar la supuesta inmediatez del medio para utilizarlo como una herramienta más en las reflexiones sobre la esfera pública, la comunicación y el espacio urbano que viene desarrollando desde la década de 1990. En su caso, la tecnología sí que juega un papel determinante ya que el artista nacido en Cádiz se sirve de los medios informáticos para post-producir la obra generando una imagen intervenida digitalmente que ve, de este modo, multiplicada su eficacia.

Pero si de fotografía y revolución digital hemos de hablar, sin duda hemos de detenernos en la obra de Manolo Bautista. Se trata de uno de los nombres más prometedores del joven arte andaluz, cuyo trabajo ha dado un salto cualitativo hacia lo digital. Tal es así que sus piezas, habitualmente formalizadas a través del vídeo y la infografía –últimamente se ha atrevido con alguna escultura-, han sido íntegramente generadas en su ordenador. A Bautista no sólo no le resulta extraño el discurso de lo post-fotográfico, una de cuyas claves es precisamente esta idea de disolución de la imagen original o primigenia al ser incrustada en un proceso de retoque digital que confiere el sentido final de la obra, sino que es su lenguaje natural. Ya sea creando imágenes virtuales o modificando digitalmente imágenes preexistentes, el trabajo de Bautista nada ya en pleno océano de simulación y ficción digital.

No quisiéramos, sin embargo, clausurar este recorrido por la magnífica colección de fotografía de la Fundación Provincial de Artes Plásticas Rafael Botí, transmitiendo al lector la sensación de que la fotografía actual está enferma de tecnología. Nada más lejos de la realidad que pensar que el destino de la misma en nuestro tiempo

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pasa por una única alternativa, cual es la de rendirse a las excelencias de Photoshop. De hecho, presenta otras inclinaciones igualmente poderosas como, por ejemplo, aquella que, desde la era de los conceptualismos, conecta la acción artística y los mecanismos para su documentación y transmisión. Desde ejercicios seminales como los de Dennis Oppenheim en torno al dibujo y al vídeo, se han desarrollado numerosos episodios de esta tendencia que algunos denominan ahora dibujo expandido. En ella se inscribe, por ejemplo, la obra de Francisco Llop Valero, pero sobre todo la de Juan Carlos Bracho. El trabajo de este último pretende incidir en ese mismo carácter circular del proceso de creación y exposición en el que el dibujo, como materia prima o punto de origen, sufre una serie de desarrollos diferidos a través de su documentación mediante fotografías o vídeos. Esta segunda vida de la obra, en soporte digital, funciona, a un primer vistazo, como testimonio de un proceso. Algo a lo que colabora la idea de secuencia que siempre tienen estas imágenes. Pero, dentro del discurso de Bracho, como de los pioneros como Oppenheim, esta documentación no es un simple apéndice o residuo, sino que conforma la obra en sí. Y es que su propósito, por encima de todo, es dilatar el estatuto de pertinencia del dibujo más allá de la inmediatez y la gestualidad que lo ha caracterizado desde antiguo. Este camino, nuevamente interferido, entre el documento y la performance, que desemboca en una fotografía expandida pero ya nunca más considerada como mero sucedáneo de la obra original ha ofrecido resultados verdaderamente apasionantes. En él se gestan ejercicios tan dispares como los de Diana Larrea, artista que habitualmente se desenvuelve en el arte público a través de intervenciones directas, Santiago Navarro o Ángeles Agrela, quien ha alcanzado un difícil equilibrio entre su trabajo performático el medio fotográfico que emplea para presentarlo.

Igualmente la vieja fotografía considerada con nuevos ojos, al modo que hace el trabajo apasionante de Félix Curto con las comunidades menonitas de México, mantiene una posición privilegiada en nuestros días. Lo que demuestra, una vez más, la tesis de Freund con la iniciamos este texto: la fotografía es muchas, es un medio efervescente, lleno de pluralidad y de investigación y más vivo que nunca.

Óscar Fernández López. Comisario de la exposición

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