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El gobierno de las civilizaciones. Una pregunta por la política ante los órdenes sociales trans-estatales Hoy intentaré, simplemente, dar cuenta de un itinerario de trabajo y proponer un horizonte de problemas. Las inquietudes que quisiera presentar se inscriben como continuidad y también desviación del trabajo en curso de un pensador argentino contemporáneo al que probablemente muchos de ustedes ya conocen: Fabián Ludueña Romandini. Así que, para comenzar, quisiera exponer brevemente mi encuentro con algunos de sus desarrollos. El punto de partida del filósofo, al menos en lo que aquí concierne, es un pasaje de Ser y tiempo, más específicamente el parágrafo 49, donde Martin Heidegger escribió: “La exégesis existenciara de la muerte es anterior a toda biología y ontología de la vida” 1 . La propuesta heideggeriana apunta al trabajo, por cierto no novedoso, de pensar una existencia a partir de su relación con lo que la termina. Ludueña Romandini hace dos críticas específicas a esa indgación: por una parte, que se ocupa de la muerte sin atreverse a ver más allá de ella, sin poder considerarla como un dominio por derecho propio fuera de su vínculo con la vida; por otra parte, que la muerte de la que habla Heidegger es la del individuo, mientras que él, en cambio, propone pensar ante el horizonte de la extinción, de la muerte 1 Heidegger, p. 270. 1

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El gobierno de las civilizaciones. Una pregunta por la política ante los órdenes sociales

trans-estatales

Hoy intentaré, simplemente, dar cuenta de un itinerario de trabajo y proponer un

horizonte de problemas.

Las inquietudes que quisiera presentar se inscriben como continuidad y también

desviación del trabajo en curso de un pensador argentino contemporáneo al que

probablemente muchos de ustedes ya conocen: Fabián Ludueña Romandini. Así que, para

comenzar, quisiera exponer brevemente mi encuentro con algunos de sus desarrollos. El

punto de partida del filósofo, al menos en lo que aquí concierne, es un pasaje de Ser y

tiempo, más específicamente el parágrafo 49, donde Martin Heidegger escribió: “La

exégesis existenciara de la muerte es anterior a toda biología y ontología de la vida”1. La

propuesta heideggeriana apunta al trabajo, por cierto no novedoso, de pensar una existencia

a partir de su relación con lo que la termina. Ludueña Romandini hace dos críticas

específicas a esa indgación: por una parte, que se ocupa de la muerte sin atreverse a ver más

allá de ella, sin poder considerarla como un dominio por derecho propio fuera de su vínculo

con la vida; por otra parte, que la muerte de la que habla Heidegger es la del individuo,

mientras que él, en cambio, propone pensar ante el horizonte de la extinción, de la muerte

definitiva de toda vida.2 Cuando leí a Ludueña me encontraba trabajando (como sigo aún)

en la obra de Émile Durkheim, y más específicamente en cómo su tratamiento del crimen

como hecho normal de toda sociedad confronta, en cierta medida, con el tratamiento del

crimen propio de la filosofía política, donde este constituye el acto destructor del orden

común por excelencia. En aquél momento, siguiendo una intuición que ya ha guiado a otros

lectores del sociólogo, tenía muy presente las afinidades entre Durkheim y el pensamiento

de Spinoza, afinidades por lo general sutiles y nunca lo suficientemente claras como para

afirmar con seguridad el vínculo; sin embargo, a pesar de las distancias y de manera más

específica, no me podía sacar de la mente la proposición XVII del Libro Quinto de la Ética:

“Nadie puede odiar a Dios”. Son célebres los momentos en que Durkheim, en Las formas

elementales de la vida religiosa, se atrevió a comparar a la sociedad con la divinidad; a

1 Heidegger, p. 270.2 Cf. Más allá del principio antrópico, p. 45-48.

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partir de ahí, mi traducción durkheimiana de las palabras de Spinoza era: nadie puede odiar

a la sociedad. Me interesaba, fundamentalmente, el modo en que la amplitud del concepto

de sociedad de fines del siglo XIX e inicios del XX, a diferencia de las instituciones

estatales y de la sociedad civil tal como había sido pensada por la filosofía política,

dificultaba pensar la figura del excluido, del monstruo, de quien está por fuera de todo

orden. Ahora bien, el encuentro con la obra de Ludueña me dio pie a abordar la dimensión

metafísica de la sociología de Durkheim, a la cual hasta el momento sólo podía acceder

mediante el problema de la realidad de esa existencia inmaterial llamada sociedad. El

crimen no debía ser pensado sólo en relación con la dinámica inclusión/exclusión de lo

social, sino con referencia al sentido mismo de la vida de la sociedad y de su relación con

lo que puede o no destruirla, su relación con la muerte. Fue sólo entonces que comencé a

trabajar en la hipótesis de que es propio a la sociología, a diferencia de la filosofía política,

deshacerse del problema de la muerte de la comunidad humana y dejar incluso abierto el

horizonte para pensar que es propio de la sociedad, o al menos cierta dimensión del

concepto de sociedad, la posibilidad de no morir, de no encontrar término. La espectrología

de Ludueña Romandini, investigación preocupada por la topografía de unos mundos

crepusculares que no albergan ninguna vida, llegó a servir así de espejo extraño ante el que

pensar a la sociología como estudio de una forma de vida que no puede morir, forma ya no

biológica, sino social. Semejante afirmación sobre la posible inmortalidad de lo social, es

preciso dejarlo en claro, nunca tiene lugar en los textos de Durkheim, a pesar de lo cual, por

una parte, no faltan indicaciones sugerentes (como cuando Durkheim afirma que nos resulta

imposible pensar en el fin de la humanidad o cuando indica, en páginas centrales de Las

reglas del método sociológico, que estamos lejos de saber con certeza cuándo nace y

cuando muere una sociedad), y, por otra parte, las búsquedas en ese sentido se revelan

fértiles si seguimos cierta senda de estudios desarrollados bajo la influencia, o al menos la

cercanía, al concepto durkheimiano de civilización. Si este encuentro, entonces, estará

dedicado a pensar en formas de comunidad, aquí quiero ocuparme de la forma más extensa

bajo la cual hoy es dable pensarla y, a continuación, pensar algunos de los problemas que

implica para el pensamiento político.

En 1913 Durkheim y su compañero de trabajo y sobrino, Marcel Mauss escribieron un

texto al que quisiera asignarle una importancia radical. Contra la idea de que el 2

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agrupamiento más vasto que se puede encontrar sería el constituido por la sociedad política

y contra la asunción de que la vida colectiva solo podría desarrollarse al interior de

organismos políticos de contornos nítidos, los sociólogos enfatizaron la existencia de un

dominio que excede los límites de las naciones, los estados y los pueblos y que está

conformado por instituciones que, a diferencia de las políticas y jurídicas, se caracterizan

por el modo en que tienden a funcionar a nivel internacional (los mitos, los cuentos, la

moneda, el comercio, las artes, las ciencias y técnicas): el dominio de la civilización.3 Hacia

ese tema se orientan mis investigaciones actuales y mi objetivo está orientado a precisar los

límites de ese dominio a través de la lectura de otros miembros de la llamada escuela

durkheimiana: Henri Hubert y sus trabajos sobre los Celtas, Marcel Granet y sus estudios

sobre la civilización China y las investigaciones de Antoine Meillet sobre las lenguas

indoeuropeas. Hoy, sin embargo, a fin de evitar una mirada excesivamente especializada

sobre dominios diversos, quiero concentrarme en una formulación general sobre las

relaciones entre civilización y muerte.

A tal fin quisiera presentar la siguiente escena:

Bajo efecto de la descomunal guerra que acabó con una paz europea que, tras la disputa

franco-prusiana, se había soñado a sí misma como progreso eterno pero se encontró

colapsando ruidosamente al cabo de cuarenta y tres años, Paul Valérie, en 1919, escribió:

“Nosotros, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales. […] Sentimos que una

civilización tiene la misma fragilidad que una vida”. Esta conciencia de la finitud del

proyecto civilizatorio europeo se agudizó a lo largo del siglo XX, sobre todo tras el

exterminio sistemático de humanos durante la Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de

arsenales nucleares, hasta llegar al riesgo inédito de que la humanidad toda pueda auto-

destruirse de manera definitiva. En 1958, Karl Jaspers se preocupaba en términos afines a

los de Valérie y decía: “En el pasado, los peores desastres no podían exterminar a la

humanidad. Multitudes, naciones enteras, culpables o no, perecieron; otras sobrevivieron y

olvidaron. Pero ahora nuestro intelecto nos dice con absoluta lógica que pronto no habrá

más sobrevivientes desafectados. Nadie estará vivo. En el pasado podía haber confianza

porque en cada desastre algunos quedaban ilesos. La vida continuaba. Los restos llevaban a

un nuevo principio. Ahora, sin embargo, el hombre no puede afrontar el desastre sin la 3 “Note sur la notion de civilisation”, O2, 451-455.

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consecuencia de la ruina universal; una idea tan nueva, como probabilidad real, que

dudamos en pensar en ella. Ponerla en palabras ya requiere un esfuerzo. Quisiéramos estar

seguros sobre lo que pasará, pero ese conocimiento no es para el hombre. Nada es seguro

excepto la amenaza de la destrucción total”4.

Lo que me interesa ante estas miradas aterradas es el modo en que las ciencias sociales,

o al menos cierto grupo de investigaciones francesas del siglo XX, han definido el concepto

de civilización en unos términos que desafían los límites de la mortalidad. Un ejemplo claro

de ese modo de abordar el tema data de 1959, un año después de las palabras de Jaspers y

cuarenta después de las de Valérie, cuando Fernand Braudel escribió: “lo que el historiador

de las civilizaciones puede afirmar, mejor que cualquier otro, es que las civilizaciones son

fenómenos de muy larga duración. No son ‘mortales’, sobre todo a escala de nuestra vida

individual, a pesar de la frase demasiado célebre de Paul Valérie. Quiero decir que los

accidentes mortales, si existen —y existen, claro está, e incluso son capaces de dislocar sus

constelaciones fundamentales—, les afectan infinitamente menos de lo que con frecuencia

se cree. En muchos casos, se trata simplemente de letargos transitorios. Por lo general, sólo

son perecederas sus flores más exquisitas, sus éxitos más excepcionales; pero las raíces

profundas subsisten a muchas rupturas, a muchos inviernos”5.

La extensión de los problemas abiertos por semejante modo de definir la civilización

puede medirse a partir de las palabras que Leo Strauss escribía en 1953 en Derecho natural

e historia: “Tenemos la costumbre de hablar de ‘civilizaciones’ allí donde los clásicos

hablaban de ‘regímenes’. ‘Civilización’ es el sustituto moderno de ‘régimen’. Es difícil

averiguar qué es una civilización. Se dice que es una sociedad grande, pero no se nos dice

con claridad de qué tipo de sociedad se trata. Si se inquiere cómo es posible distinguir una

civilización de otra, se nos informa que la marca más obvia y menos engañosa es la

diferencia en estilos artísticos. Esto significa que las civilizaciones son sociedades

caracterizadas por algo que nunca está en el foco de interés de las grandes sociedades como

tales: las sociedades no van a la guerra unas contra otras en virtud de sus diferencias en

estilos artísticos. Nuestra orientación por vía de las civilizaciones, y no por regímenes,

4 Jaspers, K., The future of mankind, Chicago, The University of Chicago Press, 1961, 318.

5 Braudel, Historia y ciencias sociales, p. 187.4

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parecería deberse a un peculiar extrañamiento respecto de aquellos asuntos de vida y

muerte que mueven y animan a las sociedades”6.

Alejado de los asuntos de vida y muerte y de los motivos que llevan a la guerra, el uso

del concepto de civilización, según Strauss, se evade de la política. Sin ninguna pretensión

de exhaustividad es posible encontrar rápidamente otras miradas en las que la política es

entendida de manera central en su vínculo con la muerte. En 1690, John Locke escribía al

inicio del Segundo tratado sobre el gobierno civil: “Entiendo […] por ‘poder político’ el

derecho de dictar leyes bajo pena de muerte”7. Casi tres siglos después, Michel Foucault, de

manera célebre, contrapuso el poder soberano al biopoder según la distinción entre las

funciones “hacer morir y dejar vivir” y “hacer vivir y dejar morir”8. Traigo estas ligeras

menciones a cuenta de establecer algunas referencias provisorias a partir de las cuales

plantear un problema que desborda completamente las posibilidades de esta presentación y

también al estado actual de mi trabajo, pero hacia donde estoy intentando dirigirme: se trata

de pensar qué idea de política, o más específicamente, qué idea de gobierno, puede

plantearse ante una dimensión de la vida social capaz de desafiar el horizonte de la

mortalidad.

Es decir: ¿puede haber política sin la presencia amenazante o tranquilizadora de la

muerte? ¿Puede haber conducción de una vida incapaz, por su propia naturaleza, de

encontrar término? Y más fundamentalmente, ¿puede llamársele vida a eso que tal vez

desconoce el fin?

6 Strauss, p. 183.7 Locke, p. 16.8 La voluntad de saber, p. 167.

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De manera célebre Émile Durkheim y Marcel Mauss, en su trabajo conjunto de 1913,

“Note sur la notion de civilisation”, señalaron la importancia y necesidad de pensar en un

orden de fenómenos sociales que trasciende toda organización política, que agrupa a su

interior diversidad de Estados y naciones y que, en definitiva, constituiría al objeto último

de la sociología: las civilizaciones. Entre los durkheimianos, los trabajos del propio

Durkheim, tanto los referidos a la sociedad de la que era contemporáneo —en De la

division du travail social y Le suicide—, como también los realizados junto a Mauss y

Henri Hubert sobre los rasgos comunes de sociedades antiguas y primitivas —en Les

formes élémentaires de la vie religieuse y en los trabajos compilados en el fundamental

Sociologie et anthropologie— y, junto a ellos, los estudios de Hubert sobre los celtas — en

Les Celtes—, los de Marcel Granet sobre el mundo chino —en La religion des Chinoise y

La civilisation Chinoise— y los de Antoine Meillet sobre las lenguas indoeuropeas —en

Introduction a l’étude comparative des langues indo-européenes—, responden, de diversos

modos, a la necesidad de atender a ese orden general de fenómenos. Aún cuando los

aportes de estos trabajos, muchos de ellos ya centenarios, han sido complejizados y en

ocasiones corregidos por investigaciones específicas en cada uno de los dominios que ellos

tratan, atender a sus desarrollos sigue siendo una tarea de gran importancia en la medida en

que, reunidos en el marco común de la empresa colectiva durkheimiana, ellos apuntan no

solo a la descripción de una serie de civilizaciones específicas sino a una reflexión general

sobre la noción de civilización como problema no solo sociológico, sino también político.

En efecto, uno de los pilares de la obra de Durkheim, y también uno de los pasajes menos

visitados de su producción, es la crítica a la amplia tradición de la filosofía política que va

desde Platón y Aristóteles a Hobbes y Rousseau y que cuestionaba que esos autores

estimaban posible pensar la sociedad como obra de una sumatoria de voluntades humanas

que, mediante la institución de la ley jurídica, serían capaces de gobernarla bajo formas

propias del Estado-nación. Será, según Durkheim, Montesquieu el primero en pensar las

sociedades no cómo deben ser, es decir, no con las herramientas del arte, sino tal como son,

es decir con las herramientas de la ciencia (todos estos son tópicos de su trabajo redactado

en latín, Quid Secundatus scientiae politicae instituendae contulerit), modelo a partir del

cual Durkheim opondrá, a las leyes político-jurídicas, una dominio de leyes socio-naturales.

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La pregunta que se abre ante estas indagaciones apunta a la forma y operatividad de esas

leyes sociales que desbordan toda formación política jurídico-estatal y que unen a

sociedades dispersas no solo en el espacio, sino también en el tiempo, agrupando incluso

organizaciones que, por sus disposiciones políticas, podrían aparecer como enemigas.

¿Estas leyes sociales y civilizatorias, constituirían un gobierno de algún tipo? ¿Serían ellas,

a pesar de su oposición a las leyes políticas —al menos al momento de ser definidas—,

susceptibles de ser consideradas como políticas en otro sentido? ¿O sería necesario, quizás,

pensar en una forma de gobierno que podría prescindir del vocabulario político tal como

hoy lo conocemos? En este sentido, la relectura, aquí propuesta, de la escuela

durkheimiana, aspira a constituirse en aporte a una serie de investigaciones contemporáneas

sobre las formas de gobierno cuyo antecedente central se encuentra en los trabajos del

historiador y filósofo francés Michel Foucault en torno a la biopolítica, extendidos luego,

como complemento y crítica a la obra foucaultiana, en los estudios en curso del filósofo

italiano Giorgio Agamben y profundizados hoy, de la mano de novedosos aportes, por el

filósofo y filólogo argentino Fabián Ludueña Romandini. En efecto, mediante una

importante red de mediadores, entre los cuales se destacan el historiador de las religiones y

lingüista Georges Dumézil y el lingüista Émile Benveniste, estos autores contemporáneos,

en grados diversos, pueden ser considerados como continuadores de las labores iniciadas a

fines del siglo XIX por la escuela durkheimiana. Sin embargo, mientras Foucault se

mantuvo en buena medida cauteloso respecto a las ambiciones transhistóricas y trans-

civilizatorias del programa de investigaciones durkheimianas, las investigaciones de

Agamben y, aún en mayor medida, las de Ludueña Romandini, reabren ese horizonte que

las investigaciones arqueológico-genealógicas foucaultianas habían obturado bajo la

sospecha de que infiltraban conceptualizaciones de tipo metafísicas. Esa cautela no parece

infundada: a pesar de que el durkheimismo muchas veces lanzó el epíteto “metafísica”

como una acusación a las elaboraciones sociológicas tempranas (fundamentalmente las de

Auguste Comte) que se apresuraron en establecer identificaciones entre la ciencia de lo

social y los fundamentos de una nueva religión laica universal, el llamado central de Las

règles de la méthode sociologique a tratar los hechos sociales como cosas, aunque

diferentes a las cosas materiales, abría explícitamente caminos para un estudio de la

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realidad de las ideas (tal como Durkheim lo expresó en su texto de 1898, “Représentations

individuelles et collectives”).

En definitiva, preguntarse por un gobierno de las civilizaciones entraña, desde una

perspectiva durkheimiana, problematizar, de manera ineludible, la existencia, forma y

alcance de operadores de tipo no humano. Las mencionadas investigaciones de Agamben y

Ludueña Romandini, a las que podemos agregar los trabajos en cursos del filósofo y

teólogo argentino Emmanuel Taub, han dedicado extensos análisis a pensar en agentes no

humanos del gobierno, fundamentalmente a partir del análisis de estructuras de poder

teológico-políticas. El modo en que el durkheimismo y su noción de sociedad (análoga, por

momentos, con la noción misma de Dios), se integra en estas búsquedas, constituye el

motivo central para una relectura, desde una perspectiva actual, de estas obras clásicas de la

sociología que, contra las intuiciones hoy imperantes, no solo tiene actualidad, sino que

apuntan al corazón de algunos de nuestros problemas filosóficos y políticos más acuciantes.

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