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1 ¿TESTIGOS CONVENCIDOS DE UNA NUEVA MANERA DE SER IGLESIA? Padre José Ma. Guerrero s.j. RESUMEN Por la acción del Espíritu en la Iglesia debemos ser testigos ante el mundo. Se plantea la posibilidad de pensar y de tener una nueva forma de ser Iglesia ¿Qué nueva forma de ser Iglesia (eclesialidad) tendría que presentarse hoy como nueva oferta evangélica?: vivir en comunión y compartir la misión desde un amor irrestricto a Jesucristo y su causa, a la vez que darse cuenta del cambio copernicano del Vaticano: como comunidad activa y responsable y comunidad de iguales, pero diferenciada. También debe pensarse la vida religiosa como constructora de comunión: el servicio de los religiosos: testigos de comunión; no somos propietarios sino servidores de la misión; la comunidad religiosa, parábola viviente de comunión; una comunidad de personas libres y, finalmente, no es posible una comunión humana a lo divino Palabras claves: Iglesia, acción del Espíritu, comunión, comunidad, vida religiosa, vida consagrada. INTRODUCCIÓN Nada más ajeno al dinamismo místico e histórico que el Espíritu alienta a la Iglesia que el estancamiento y la fosilización. La Iglesia se mueve en coordenadas históricas, como la existencia humana de Jesús de Nazareth. Es camino abierto y no meta cristalizada. Ha de estar con un oído abierto a lo que el Espíritu le insinúa, le sugiere y le pide y, con el otro, a lo que cada tiempo le reclama. Así le gustaba soñar la Iglesia a san Bernardo. La Iglesia camina en la historia como “punta de lanza de un pueblo peregrino” (Rahner), que no tiene aquí su morada definitiva, señalándole el rumbo de Dios. Por eso, no puede ser ni un museo ni una fortaleza, es más

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¿TESTIGOS CONVENCIDOS DE UNA NUEVA MANERA DE SER IGLESIA?

Padre José Ma. Guerrero s.j. RESUMEN

Por la acción del Espíritu en la Iglesia debemos ser testigos ante el mundo. Se plantea la posibilidad de pensar y de tener una nueva forma de ser Iglesia ¿Qué nueva forma de ser Iglesia (eclesialidad) tendría que presentarse hoy como nueva oferta evangélica?: vivir en comunión y compartir la misión desde un amor irrestricto a Jesucristo y su causa, a la vez que darse cuenta del cambio copernicano del Vaticano: como comunidad activa y responsable y comunidad de iguales, pero diferenciada. También debe pensarse la vida religiosa como constructora de comunión: el servicio de los religiosos: testigos de comunión; no somos propietarios sino servidores de la misión; la comunidad religiosa, parábola viviente de comunión; una comunidad de personas libres y, finalmente, no es posible una comunión humana a lo divino

Palabras claves: Iglesia, acción del Espíritu, comunión, comunidad, vida religiosa, vida consagrada. INTRODUCCIÓN

Nada más ajeno al dinamismo místico e histórico que el Espíritu alienta a

la Iglesia que el estancamiento y la fosilización. La Iglesia se mueve en

coordenadas históricas, como la existencia humana de Jesús de Nazareth. Es

camino abierto y no meta cristalizada. Ha de estar con un oído abierto a lo que

el Espíritu le insinúa, le sugiere y le pide y, con el otro, a lo que cada tiempo le

reclama. Así le gustaba soñar la Iglesia a san Bernardo.

La Iglesia camina en la historia como “punta de lanza de un pueblo

peregrino” (Rahner), que no tiene aquí su morada definitiva, señalándole el

rumbo de Dios. Por eso, no puede ser ni un museo ni una fortaleza, es más

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bien una tienda de campaña. Y esto significa dinamismo, renovación, cambio,

futuro.

Acabamos de estrenar el Tercer Milenio, un tiempo desconcertante:

confuso y apasionante, lleno de incertidumbre, pero también cargado de futuro

y esperanza. Nadie podrá negar las tremendas transformaciones que se están

produciendo en el mundo actual, de las que somos testigos sorprendidos y

admirados y que crean en no pocos desorientación, desconcierto y

desesperanza.

En este momento histórico puede asaltarnos la tentación de aferrarnos al

pasado, añorando nostálgicamente algo que nunca volverá. La actitud

evangélica sería muy otra a la luz de la fe: ¿no será nuestro tiempo un kairós

(tiempo favorable), una llamada de Dios para que en esta situación nos

revisemos con humildad y en hondura frente a la misión que el Señor nos

confía? ¿No será el momento de discernir, en fidelidad creativa a la Iglesia que

Jesús fundó y a los tiempos en los que tiene que servir, cómo tendríamos

que presentarnos como comunidad creyente para vivir y con-vivir desde

el Evangelio? Nuestra misión como Iglesia es ser “levadura de Dios para la

historia”, es decir, anunciar la Buena Noticia del Reino que Jesús encarnó y

predicó. ¿Es inteligible, retadora y apasionante para los hombres que hoy

caminan a nuestro lado, buscando a veces, desesperadamente y a tientas, la

liberación y la felicidad que no encuentran en ninguna parte? La Iglesia, a lo

largo de los siglos, ha hecho relecturas de su presencia y acción en medio del

mundo. No todas fueron bien discernidas ni vividas. Y la historia es testigo.

I. Nueva forma de ser Iglesia

¿Qué nueva forma de ser Iglesia (es la eclesialidad, que otros autores

trabajan en este número y a ellos me remito) tendría que presentarse hoy como

nueva oferta evangélica?

Estamos en una época en la que los signos –y la Iglesia es signo y

sacramento universal de salvación (cfr. LG 1, 48, etc.)- para ser leídos y

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entendidos, sobre todo para que conciernan a las personas, las inquieten y

seduzcan, necesitan ser muy finos evangélicamente. La oferta evangélica corre

el riesgo de ser una más en un supermercado atestado de todo tipo de ofertas.

Puede ser mirada con simple curiosidad y “respetada con indiferencia”.

Necesita ser de mucha calidad para ser interpelante. Si la Iglesia se repliega

sobre sí misma, si es incoherente con lo que cree, si habla de memoria y no

con la pasión del testigo, si no se presenta humilde y comprensiva, samaritana

y gozosa […] se vuelve opaca e insignificante, es decir no revela el rostro del

Señor sino que lo vela. ¿Dónde habría que poner hoy los acentos? ¿Qué

quiere de ella el Espíritu del Señor Jesús?

Mi impresión es que en esta época de cambios, el Espíritu que es, en

definitiva, quien dirige a la Iglesia -y que es siempre libre, creativo y, a veces,

desconcertante- está empujándola hoy a buscar nuevos caminos de fidelidad y

compromiso para servir más y mejor a este mundo al que hemos sido enviados

a servir, es decir la está impulsando a una nueva manera de ser Iglesia. Sin

pretender ser exhaustivo, enfatizaré un rasgo clave que recorre

transversalmente todo la vida y la misión de la Iglesia y que debe llevar a la

Iglesia a una nueva forma de presentarse ante el mundo. Me refiero al vivir

en comunión y compartir la misión desde un amor irrestricto a Jesucristo

y su causa.

1. El cambio copernicano del Vaticano: como comunidad activa y

responsable

El cambio copernicano del Vaticano II fue el redescubrir a la Iglesia

como Pueblo de Dios. Esta fue la gran categoría con la que el Concilio pensó la

Iglesia (no la única). Atrás quedan las estructuras de pasividad y diferenciación

que hemos arrastrado pesadamente a lo largo de tantos siglos con un costo

invalorable. La imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios apunta a la radical

igualdad y dignidad de hijos de Dios de todos los bautizados, de todos los

creyentes. Tal dignidad rompe todas las fronteras y nos vincula a todos en

virtud de ser todos “personas iguales”, y no de desempeñar “papeles

diferentes”.

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La Iglesia encuentra su caracterización más entrañable en ser un cuerpo

comunional más que (y antes que) un cuerpo jerarquizado. La Iglesia es una

comunidad activa y responsable en el interior de la cual hay muchos

servicios, pero ninguna dignidad ni privilegio. En esta Iglesia es más el que más

ama. No hay en ella miembros pasivos que reciben pero no dan (un cuerpo

vivo no puede tener miembros muertos), sino que todos deben sentirse

protagonistas de una misma misión (anunciar la Buena Noticia del Reino) que a

todos nos compromete porque de todos es. Y este privilegio exige de todos la

responsabilidad de participar activamente, cada uno según su propio carisma,

no solamente en la etapa “ejecutiva”, sino también en la otra previa y

fundamental del “discernimiento concreto” de las exigencias de la misión.

La misión no es monopolio de nadie sino exigencia de todos,

porque le compete a la Iglesia como cuerpo, es decir, con “anterioridad lógica”

respecto de la diversificación de los papeles que cada uno desempeña en ella.

No se puede aparcar a nadie en este compromiso evangelizador. Más aún, el

aparcamiento del laico y la mujer, a lo largo de los siglos, le ha costado muy

caro a la Iglesia y se ha traducido en un lamentable empobrecimiento

misionero. Se han desperdiciado incalculables energías que tan necesarias

eran para revitalizar la Iglesia. Por otro lado, muchos han sentido una

injustificada e inaceptable “marginación” en medio de una Iglesia que se

presentaba como una “sociedad de desiguales”, en la que unos han tenido la

competencia casi en exclusiva en el pensar, en el dirigir, en la responsabilidad.

En la Iglesia había miembros activos (el clero que evangelizaba) y

pasivos (los fieles que eran evangelizados). Desgraciadamente, durante siglos,

en la Iglesia no hemos vivido una estructura de comunión y participación, como

lo exigía necesariamente la comunidad que somos (los SS. Padres hablaban

del “nosotros” que es la Iglesia).

El centro de gravedad de la Iglesia está en la comunidad y no en el

clero. Si quedan resabios de esta vieja mentalidad “clerical” habrá que

erradicarlos. No se puede seguir identificando a la Iglesia con la jerarquía

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porque, además de ser un grave error teológico, tiene unas consecuencias

teológico-pastorales lamentables.

Es más importante lo que nos une que lo que nos separa. Ya lo decía

San Agustín con una frase lapidaria:

“Cuando me aterra lo que soy para vosotros, entonces me consuela lo

que soy con vosotros. Para vosotros, en efecto, soy obispo; con vosotros

soy cristiano. Aquél es el nombre del cargo; éste, el de la salvación”.

La Iglesia es un Pueblo de Dios, una comunidad de creyentes. Y que no

se pretenda presentar a la Iglesia de comunión como una alternativa al Pueblo

de Dios. Eso estaría revelando una compresión superficial y errónea de la idea

de comunión y, por tanto, de la Iglesia de comunión. Quisiera todavía hacer

una observación antes de seguir adelante. Hoy todos hablamos e intentamos

vivir una eclesiología de comunión, participación y corresponsabilidad, pero

¿qué pasa en la práctica?, ¿cómo la entendemos? Para unos, la comunión es

predominantemente sumisión y la participación y corresponsabilidad simple

delegación de tareas; para otros, esta interpretación es reductiva y no responde

ni expresa la riqueza que entraña la eclesiología de comunión. Lo que hay que

acentuar es la importancia que tienen los diferentes carismas y la participación

como derecho que nace del hecho mismo de ser miembros vivos del Pueblo de

Dios, es decir, de una comunidad de creyentes.

Y por ser comunidad, la Iglesia es el hogar de todos -“y todos sois

hermanos” (Mt 23,8)-, en el que nadie se pueda sentir extraño en su propia

casa (cfr. Hch 2,42-473. 4, 32-35), todos tengan nombre y apellido y puedan

compartir con libertad lo que piensan, lo que sienten y lo que sueñan,

sabiéndose comprendidos y estimulados por hermanos que se quieren, sin que

nadie tenga que protegerse de una critica fraterna que ayuda a crecer y, por lo

tanto, a todos nos hace bien, porque nunca es un desahogo sino un acto de

caridad. No me parece sano para la Iglesia, incluida la Jerarquía, que se cree

un clima en que la crítica aparezca casi como herejía o división cismática. ¿No

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es bueno para todos exponerse a la critica constructiva de sus hermanos? Si

no, ¿cómo crecemos? ¿No nos confesamos pecadores e imperfectos?

2. Comunidad de iguales, pero diferenciada

En esta comunidad de iguales no todos tienen que hacer lo mismo.

Dentro del cuerpo en comunión que es la Iglesia, cada uno de nosotros tiene

una vocación personal, concreta e intransferible, es decir, debe desempeñar un

papel propio. Por eso Pablo se refiere a la Iglesia con la imagen del cuerpo

orgánico, dotado de lo necesario para la vida y para la actividad del conjunto

(cfr. 1 Cor 12, 12-30; Rm 12, 4-8).

Es el mismo Espíritu el que distribuye dones diversos (carismas) entre

los fieles para que la unidad de la Iglesia sea la de la caridad, que acepta

gozosamente la complementariedad de todos.

II. La vida religiosa constructora de comunión

En este pueblo de Dios, en esta Iglesia de comunión, todos somos

“piedras vivas” para la edificación de la comunidad de creyentes que es la

iglesia. Todos nos necesitamos. El ejercicio de esta “reciproca necesidad” no

es algo simplemente funcional. Es vital porque somos personas libres en las

que actúa el Espíritu, y en esto consiste la comunión. Por eso, no puede darse

un “enfrentamiento” entre carismas -porque todos provienen de la Trinidad-

sino una “complementariedad”. Es necesario que los conjuguemos y no que

los opongamos. Pero, además, ningún carisma tiene sentido en solitario, sino

en comunión y complementariedad. Por otra parte, diluir los carismas seria

empobrecer a la Iglesia y desdibujarlos o equipararlos equivaldría a

traicionarlos y, por tanto, anular la “necesidad recíproca” y con ella la

comunión.

Y antes de continuar quisiera hacer un afirmación previa que casi es

innecesaria por obvia: No se ES ni se HACE comunión desde el aparcamiento

personal al margen de la vida de la Iglesia. Y por tanto la comunión no es

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producto de la pasividad de nadie sino, al contrario, de la actividad responsable

de todos. Por eso la comunión no puede ser producto de sumisiones,

acatamientos o servilismos, coaccionados o comprados, sino de la obediencia

activa de todos, que nos vincula directamente al origen de la comunión, que es

la voluntad del Padre que nos convoca.

Cada uno tenemos que aportar nuestra “piedra viva” a la edificación de

la comunión eclesial.

1. El servicio de los religiosos: testigos de comunión

La vida religiosa debe resituarse como carisma especifico, en el cuerpo

de la Iglesia, abriendo espacio al reconocimiento de los carismas de todos los

demás en una Iglesia toda ella carismática. Esto la llevará a concentrarse en lo

que ha sido su carisma común como vida religiosa siempre. Los religiosos han

sido en la historia de la Iglesia como esos centinelas siempre alertas ante los

síntomas de instalación, de inercia, de pérdida de sentido evangélico,

exploradores de nuevas y más exigentes formas de seguimiento de Jesús,

constructores de comunión, despertadores de esperanza. Función suya ha

sido, es y será mantener despierta a la Iglesia, detectar las

“deshumanizaciones” de un mundo herido de tantas pobrezas, explorar

caminos del Espíritu, roturar el Evangelio y experimentarlo ininterrumpidamente

en su propia carne, para la Iglesia. Un Evangelio que desde la lectura particular

de cada Congregación, oriente y lleve a bajar a los infiernos del hombre a los

que siguen bajando el Crucificado en sus seguidores y que tienen muchos

nombres, pero un denominador común: la dignidad humana profanada. Y cada

uno desde su carisma específico.

Pero ya desde los orígenes monásticos -Pacomio marca el paso del

anacoretismo al cenobitismo- la vida religiosa aparece como una parábola

viviente de comunión y fraternidad y así se convierte en profecía interpelante

para toda la Iglesia y el mundo. Con razón dice el Papa:

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“La Vida Consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido

eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de fraternidad

como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor

fraterno en la forma de vida en común, la Vida Consagrada pone de

manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede

transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de

solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto a los hombres

tanto la belleza de la comunión fraterna como los caminos que a esta

conducen” (VC 41).

En efecto, el llamado evangélico en el que más se reconocen los

religiosos es la ruptura con los modos habituales de establecer relaciones entre

los hombres. Los lazos de sangre o de sentimientos espontáneos como el

sistema de intereses personales, aun legítimos, se ven superados por el criterio

de fe, del “por causa mía” de Jesús. La vida religiosa hace una propuesta

nueva de relaciones entre los hombres. No podemos proponer ni imaginarnos

un profetismo más revelador y convincente que el de hombres y mujeres, tan

diversos en cultura, formación, personalidad […] y años y tan unidos en el amor

que los convoca a vivir como hermanos, sin reservarse nada, ni discriminar a

nadie. Es bien cierto, entonces, que la vida fraterna, entendida como vida

compartida en el amor, es un signo elocuente de la comunión eclesial, que se

construye desde el amor recíproco incondicional, que acoge al otro como es,

que lo alienta y lo estimula, que lo perdona setenta veces siete (cf Mt 18,22) y

que lleva a compartir todo lo que se es y se tiene.

Entonces la comunión fraterna no es una estrategia eficaz para una

determinada misión. Es, antes que eso, “espacio teologal” donde se puede

palpar, sentir y gozar la presencia mística del Señor resucitado. Ese amor

fraterno se nutre de la presencia de Jesús en la Palabra y la Eucaristía y se

purifica en el sacramento de la Reconciliación” (VC 42).

La comunidad religiosa se convierte así en testimonio elocuente de la

comunión que funda a la Iglesia y, al mismo tiempo, en profecía viviente de la

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meta a la que aspira. Es también un signo para el mundo y una fuerza para

creer en Jesucristo (VC 46).

En efecto, el mejor testimonio contra las rivalidades y las violencias que

desgarran, por doquier, a la humanidad, es la comunión y fraternidad de

personas tan diversas y, sin embargo, tan unidas, al menos como proyecto

deseado. El reto trinitario de la comunión, que es comunión de personas,

resulta urgido y ayudado desde fuera, por estas nuevas exigencias

provenientes de nuestra misión. Si la comunidad religiosa, como reflejo de la

comunidad que es Dios mismo, es para el mundo, y la pluralización de éste

pluraliza también nuestra misión, se nos hace indispensable centrar la esencia

de la comunión en la relación de personas que se quieren y se lo demuestran y

que hacen que se comuniquen mundos que se ignoran, que se mantienen a

distancia o que se tienen miedo.

Con razón decía Juan Pablo II:

“La Iglesia encomienda a las comunidades de Vida Consagrada la

particular tarea de fomentar la espiritualidad de comunión, al interior de

la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando

o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí

donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras

homicidas. Situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo -

frecuentemente laceradas por pasiones e intereses contrapuestos,

deseosas de unidad pero indecisas sobre las vías a seguir- las

comunidades de Vida Consagrada, en las cuales conviven como

hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y

culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre posible y una

comunión capaz de poner en armonía las diversidades (VC.51).

Por eso las comunidades fraternas son esa parábola viviente y

provocativa de comunión y solidaridad y por eso contribuyen ya a la nueva

evangelización del mundo porque muestran el efecto humanizador del

Evangelio (VC 42).

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¿Cómo llega una comunidad a ser parábola viviente y provocativa de

comunión?

Hoy es un axioma indiscutible que la vida comunitaria es mucho más

que un simple compartir un mismo techo, sentarse a la misma mesa y vivir bajo

un mismo reglamento. Muchos viven así y no forman comunidad.

Podemos estar solos a pesar de estar juntos. Y esta es la experiencia

frustrante de muchos que hambrean una comunidad de vida y se encuentran

con vida en común sin calor humano, sin aliento espiritual y con un clima frío y

enrarecido.

Mi convicción profunda es que nos sobran no pocas estructuras

(canales) y falta el “agua viva” (el manantial) que brote a borbotones y vaya

dejando a su paso frescura, vigor, esperanza y futuro de fraternidad.

Faltar o llegar tarde a laudes o vísperas por causas justificadas no es

para alarmarse, pero sí lo es el estar juntos aburridos, sin saber que decirse,

sin gozar de la gratuidad de la presencia del otro y, sobre todo, sin compartir

nuestra razón de ser (Jesucristo, el Señor) y de trabajar por la misma misión

(el Reino), sin confesar la alegría de nuestra experiencia profunda del

encuentro en el Señor que nos llama por nuestro nombre y apellido a compartir

juntos su vida y su misión, a tiempo completo, a corazón pleno, a pleno riesgo y

alegría total.

Hoy el acento se pone y cada vez más no tanto en la vida en común

cuanto es la comunidad de vida. La vida en común crea una común-unión

frágil y superficial que se logra a base de actos comunes que están

establecidos institucionalmente y que se cumplen al pie de la letra (en una

escuela militar es exactamente lo qué pasa, pero una escuela militar está muy

lejos ni siquiera de asemejarse a una comunidad). La comunidad de vida, en

cambio, es rica de relaciones personales, de acogida, de respeto y valoración

por el otro, lo diferente es una vida en diálogo y discernimiento, en libertad

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responsable, en preocupación por el otro. El núcleo articulador de todo es la

amistad auténtica y madura entre los miembros.

En este estilo de comunidad más que la presencia física -siempre

deseada y gozada por los amigos de verdad- es la compenetración de

espíritu y la unión de corazones lo que verdaderamente importa. Es

emocionante leer las cartas de san Francisco Javier a sus compañeros que

dejó en Europa (aquellos primeros jesuitas). El decía que la “Compañía de

Jesús es compañía de amor” y así lo vivía. La amistad, como dice Juan

Salvador Gaviota, “no depende del espacio y del tiempo”. Las cartas de

Francisco Javier chorrean afecto y cariño para sus compañeros. Los miles de

kilómetros que los separaban no eran obstáculos para tenerlos siempre

presentes, para vivir en comunión de espíritu con ellos. Y no es raro que

suceda que los que viven bajo el mismo techo y reglamento y se sientan a la

misma mesa se encuentren a mil leguas de distancia sin saber qué piensa el

otro, qué sueña y añora, qué siente, qué le hace gozar o sufrir […].

Naturalmente que no estoy contra las estructuras de la vida religiosa,

pero hay estructuras que liberan y otras que ahogan, unas que encauzan el

Espíritu y otras que lo agostan. Ya decía sabiamente Pablo VI: “Cuántos más

son las reglas menos es el Espíritu con que se viven”. Y la historia es testigo.

Es importante que los religiosos y religiosas sean dueños y no esclavos

de sus propias estructuras y que para hacer circular la vida, dentro de la vida

religiosa y hacia fuera, se valen de las imprescindibles, las crean, las revisan,

las eliminan, siempre atentos a no dejarse atrapar en sus redes.

Y esto vale también para la Iglesia. Cuando las instituciones se

esclerotizan, no dejan pasar la vida o la dificultan sobremanera. Algunos

piensan que carisma e institución chocan, se anulan y excluyen. No es así si

uno y otro están bajo la acción del Espíritu. ¿Lo están?

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2. No somos propietarios sino servidores de la misión

Se dice -y con razón- que “la comunidad es para la misión”. Y esta es la

verdad, pero no toda verdad. Sucede como en la Iglesia: no hay misión porque

hay Iglesia sino es exactamente al revés, es decir, hay Iglesia porque hay

misión. Con la comunidad religiosa sucede lo mismo. No hay misión porque

hay vida religiosa sino que hay vida religiosa porque hay misión. Y una misión

que a todos compromete porque de todo es. El alimento primero y la

preocupación última de toda comunidad religiosa es el Reino de Dios y el Reino

no es condenación sino misericordia, que no es castigo sino compasión, que no

es indiferencia sino solidaridad, que no es prepotencia sino sencillez, que no

esclavitud sino libertad, que no es odio sino reconciliación, es decir, que no es

otro mundo sino un mundo otro y finalmente que no es sólo decir sino hacer:

“por los caminos proclamad que el Reino de Dios ha llegado: curad enfermos,

resucitar muertos, limpiad leprosos, echad demonios […]”” (Mt 10, 7-8, Lc 4,31-

41), etc.).

El Reino es la soberanía amorosa y gratuita de Dios en el corazón de los

hombres, es decir, es filiación y fraternidad: en el corazón del pobre en quien

encontramos esperanza y vida y también nos descubrimos hermanos.

No basta con decir que somos “comunidades para la misión”. Podría

esto interpretarse que podemos soñar una comunidad que se retroalimenta y

vive ensimismada hacia dentro. Luego, le añadimos la misión. Esta secuencia

es simplemente falsa. Es la misión, el Reino de Dios, quien engendra la

comunión, le hace crecer y madurar. Del misterio del Reino viene, en él se

alimenta y hacia él se encamina.

No somos propietarios sino servidores de la misión de Jesucristo que

nos une a todos. Y ese ideal común de misión se encarna en una actividad

apostólica concreta, en el seno de una cultura al servicio de un país, en

respuesta a una necesidad determinada.

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Más que comunidades para la misión somos “comunidades por la

misión”, dando a este particular todo su sentido causal: la misión es la causa,

el sujeto agente de la comunidad. Una misión, por supuesto, que tiene al Señor

en su centro (J. A. García). La misión tendrá que configurar nuestras

comunidades y no los “horarios” pensados al margen de la misión. No es la

misión la que debe ajustarse a los horarios sino los horarios los que deben

pensarse desde la misión ¿Creemos esto? ¿Lo hemos vivenciado

espiritualmente? ¿Lo hemos convertido en materia de nuestra oración?

El centro articulador de la comunidad no será la cosa religiosa

fortificadora y defendida sino la misión, es decir, el campo abierto donde se

lucha por la solidaridad y la justicia, por la paz y la reconciliación y en concreto,

el lugar específico será, como dice Jon Sobrino, el desierto (allí donde de

hecho no hay nadie, que eso es lo que ha pasado a lo largo de la historia), la

periferia (no el centro del poder sino donde no hay poder sino impotencia) y la

frontera (allí donde hay más que experimentar y arriesgar).Jesús se des-centra

de sí mismo para orientarse históricamente hacia el Reino de Dios. Ese fue el

horizonte catalizador de su vida y ese debe ser el nuestro. Ninguna vida

comunitaria puede considerarse una isla solitaria. Para ser expresión del

cuerpo universal del instituto debe comportarse en armonía y solidaridad con la

trama apostólica de la Provincia, de la Congregacición.

Nosotros no somos propietarios de la misión ni podemos comportarnos

tales y defender a capa y espada la actividad o una institución apostólica

(recoveco último donde el “yo” se esconde). Si esto lo hiciéramos, dejaríamos

de ser servidores de la misión de Cristo.

La misión se recibe y debe recibirse siempre como un bien comunitario,

tanto a nivel de la Congregación como de la comunidad local. Ninguno debe

comprometerse a una tarea meramente individual. Así se cumpliría el dicho:

“mueve el fraile y mueve la obrita“. Una cosa es que un miembro trabaje solo

en tarea apostólica y otra muy distinta que lo haga a lo llanero solitario. Todas

las misiones de los miembros de la comunidad son de la comunidad y ella es la

que debe ser la garante de todo lo que cada uno de sus miembros hace, la que

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lo apoya y lo estimula. Ella es la que envía, a ella se le consulta y con ella se

comparte y se evalúa la vida en misión.

Esta manera de vivir la misión en comunidad es ciertamente expresión

de una eclesialidad nueva y, al mismo tiempo, interpela y cuestiona a una

manera de ser Iglesia en la que no tienen cabida ni los francotiradores, ni los

protagonistas de todas las horas, ni los que se sienten propietarios de la misión

y no servidores de la misma.

3. La comunidad religiosa, parábola viviente de comunión

Allá por los años 1993 hizo furor la película Jurassic Park que estaba

ambientada en la jungla donde los dinosaurios y los seres humanos compiten

por la supervivencia. Domina la ley de la selva: triunfan los más fuertes. En

este mundo de violencia sin límites donde los dinosaurios devoran a los

demás seres, incluidos los humanos, y éstos a su vez matan a los

dinosaurios.

Quizás es ésta una de las imágenes más brutalmente expresivas de

nuestro mundo gobernado por la violencia: una violencia genocida como la

de Bosnia-Herzegovina, la de los Grandes Lagos [...], la violencia en las calles

de Chicago y tantas otras ciudades, la violencia xenófoba contra los

emigrantes que buscan sobrevivir aun a riesgo de perder su vida, la violencia

familiar (de maridos que maltratan e incluso matan a sus mujeres y que

ambos gritan, se insultan y atemorizan a los hijos), violencia ecológica que

destroza nuestros bosques y contamina las aguas cristalinas de nuestros ríos

sembrando muerte a su paso de la flora y fauna.

¿No están llamados y llamadas los religiosos/as a ser hombres y

mujeres de paz y de comunión desde sus comunidades fraternas donde se

acoge al otro, al diferente, se le valora, se le apoya, se le defiende, se pone

uno siempre de parte del débil, del que más lo necesita porque el mundo no

es una jungla sino un hogar?

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En un mundo sediento de unidad y sin embargo despedazado por el odio

y el asesinato, la división y la violencia, la comunión parece lejana y,

humanamente hablando, no más que un bello sueño. De ahí que la vida

comunitaria resulte testimonio de una comunión posible en Cristo; imposible de

alcanzar sólo con fuerzas humanas (cf. P. Peter-Hans Kolvenbach).

En una sociedad a la que precisamente la injusticia desune y divide y

que se nos está convirtiendo en una especie de jaula, cada vez más pequeña,

de bestiezuelas que luchan por apropiarse lo mejor que pueden todo el

pequeño botín ¿nos ponemos al servicio incondicional de los otros,

compartiendo en comunidad y amistad todo lo que somos y tenemos?

Frente a un mundo desgarrado y agresivo, cada vez más fragmentado

por etnias, ideologías y religiones, a pesar de la globalización que se proclama

a gritos por todas partes, un mundo al que se le han muerto las ilusiones de

fraternidad real y es incapaz de soñar utopías, los religiosos tendrán que ser

hombres y mujeres de reconciliación, creadores de solidaridad, despertadores

de esperanza.

La comunidad es levadura que fermenta, que cambia la masa.

Demuestra que el mundo es cambiable y cómo lo es. Si muchos viven como

hermanos, aun siendo tan distintos, es que la fraternidad es posible porque es

posible el amor.

Una vida religiosa fraterna vivida en radicalidad es una crítica a una

sociedad agresiva, individualista y ambiciosa que margina a las grandes masas

de desposeídos y una invitación profética a la justicia y a la reconciliación.

Pero ¿somos los religiosos por nuestras actitudes, nuestros gestos,

nuestros hechos y palabras, levadura de comunión, de cercanía y de

solidaridad en medio de un mundo dividido, lejano e indiferente? ¿Se van

convirtiendo nuestras comunidades en un signo provocador de esperanza,

ya que están llamadas a ser como esos “espacios verdes” en nuestras

ciudades donde se respira aire de Dios y de humanidad auténtica en el seno de

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un mundo desgarrado por rivalidades y violencias, por egoísmos y ambiciones?

¿Somos “expertos en comunión”? ¿No hay aquí un aporte profético que la

vida religiosa está llamada a testimoniar?

Estando de paso por Roma vi al terminar el noticiero de la noche, en el

que habían presentado las atrocidades que se estaban viviendo en Bosnia-

Hetzegovina, un espectáculo impresionante: dos Padres de la misma

Congregación: uno serbio bosnio y otro croata, se abrazaban llorando. El odio

étnico, acumulado durante tantos años, había sido derrotado por el amor de

Dios que los había convocado como hermanos a vivir un mismo proyecto de

vida.

4. Comunidad de personas libres

La nueva forma de vivir en comunidad exige personas capaces de

comprometerse libremente y ser fieles hasta el final a la “palabra dada”, que no

las paralice lo nuevo, lo inesperado y que busquen con creatividad y coraje

responder, al estilo de Jesús, a los retos que nos va planteando nuestro

mundo. El nuevo talante comunitario requiere personas liberadas del

individualismo invasor, “manifestado en el sacrosanto „cada uno para sí‟ en

detrimento de la vida religiosa y el trabajo en equipo” que se traduce en

actitudes de manipulación, prepotencia y marginación del otro. Esto no significa

que no se reconozca y se tome conciencia de la originalidad personal de cada

uno, de sus capacidades y limitaciones, de su creatividad y su historia, sin que

nadie quede reducido al anonimato, como un número entre otros.

Se trata más bien de crear un clima en el que la comunicación sea

posible y a nadie se descuide o se margine. Es decir se trata de personas

libres DE tendencias de acaparamiento, autosuficiencia, protagonismo

vanidoso y libres PARA entregarse y servir a los demás con humildad y

sencillez.

Es necesario vivir desde una libertad responsable la aventura de una

comunidad que se va forjando a través de gestos concretos y hasta, a veces,

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banales: una palabra de ánimo o de comprensión, una sonrisa acogedora, un

escuchar sin prisas lo que el otro quiere decirnos, un interés de corazón por lo

que el otro vive y hace, un echarle una mano en sus tareas, un rato dedicado a

la gratuidad y la fiesta juntos. La gran pregunta que tenemos que hacernos es

dónde, en fin de cuentas, está nuestro corazón ¿vuelto hacia nosotros

mismos defendiendo nuestra imagen y nuestros intereses, a veces, muy

camuflados, o más bien volcado hacia los demás sirviéndolos incondicional y

gozosamente?. La opción de Jesús fue muy clara y categórica. ¿Y la nuestra?

Caín se disculpa ante Dios descaradamente: “¿soy yo el guardián de mi

de mi hermano? “(Gn 4,9). Eso es exactamente el al revés de lo que debe ser

una comunidad. En ella cada uno es guardián de sus hermanos, o mejor un

buen samaritano por los caminos de todos sus compañeros, es decir la

persona que pone o los otros en el centro de su corazón y se dedica a servirlos

sin importarle sus intereses ni calcular sus ganancias. Al samaritano su

comportamiento con el herido en el camino más bien le produjo pérdidas y

molestias.

Esta manera de vivir es un reto para toda comunidad y abre un horizonte

de esperanza para una Iglesia cuyos miembros quieren ser activos y

corresponsables en la misión y misericordiosos, acogedores y fraternos en su

vida.

5. No es posible una comunión humana a lo divino

Cierto que tan importante como aspirar a una vida de comunión fraterna

es aceptar que la comunidad perfecta es una utopía nunca alcanzable del todo:

no es posible una comunión humana a lo divino. En toda forma de convivencia

humana siempre hay un margen de comunión frustrada, de conflicto inevitable,

de soledad nunca resuelta. Todo empeño por construir la comunión conlleva

saber llevar la cruz, asumir la negatividad, el conflicto, la división y las

limitaciones y deficiencias propias y de los hermanos. Sólo sumiendo la

realidad indigente se puede construir comunión.

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Por otra parte, el ser humano debe pagar un peaje de soledad mientras

camina sobre la tierra. Esta soledad y esta frustración que acompaña siempre

es la que, en ocasiones, cuestiona nuestras mejores opciones. ¿Quién no tiene

que encajar en la vida de comunidad, como en la vida de familia,

incomprensiones, injusticias, olvidos, ingratitudes, tensiones que nos

descolocan? ¿A quién no se le viene abajo por momentos el sueño de la

comunión? Pero justamente ahí, en la prueba, comienza a madurar el sueño

de la comunidad real.

Creer en la comunión no consiste sólo en disfrutar cuando nos acogen

los hermanos. Creer en la comunión es también luchar por ella sin tirar la toalla

cuando la convivencia se hace un camino de espinas. En el momento de la

prueba el saber llevar la cruz con esperanza mientras se trabaja por la

comunión todavía ausente, es la prueba de que estamos animados por el

Espíritu de la Trinidad.

La prueba de madurez está en amar y trabajar la comunión entre los

hermanos reales que Dios me ha dado y no en lamentar sus miserias. Como

decía Bonhoeffer:

“Quien ama más sus sueños sobre lo que tiene que ser una comunidad

que la comunidad real a la que pertenece, se convierte en destructor de

toda comunidad cristiana, por más honestas, serias y abnegadas que

sean sus intenciones personales”.

Ni sacralicemos, ni vanalicemos, ni hagamos de la palabra comunión un

concepto mágico. Y tampoco la reduzcamos a un mero concepto útil para

definir la ortodoxia de la fe trinitaria. Está llamada a ser un concepto inspirador

y eminentemente práctico en el futuro de la vida religiosa y también de la

Iglesia. Hacia esta nueva forma de vivir nos impulsa el Espíritu tanto en la vida

religiosa como en la Iglesia. Los posibles tropiezos confirman que caminamos.

Y mientras nos estimula la meta, soñemos por el camino:

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1. Sueño con una comunidad en la que todo esté permitido menos el

no amarse. S. Agustín nos diría: ”ama y haz lo que quieras”. Y este

amor concreto, hecho de gestos, a veces pequeños y hasta banales,

hará que se vaya fraguando una amistad a toda prueba, hecha de

estima, respeto por el otro como diferente, de valoración de los demás,

de confianza, acogida, gratuidad y fiesta.

Una comunidad así, que es un manantial de fraternidad, ya se irá

haciendo sus propios cauces que aportarán frescura y vida.

2. Sueño con una comunidad en la que venga reconocida la primacía

de la persona y todos estén convencidos que el “bien común” no puede

sino coincidir con el bien de cada una de las personas.

Una comunidad en la que las estructuras y las obras están al servicio del

crecimiento, de la realización de la persona al estilo de Jesús, de su

armonía y plenitud.

3. Sueño en una comunidad en la que la igualdad fundamental de todos

sus miembros sea reconocida y acentuada por todos los medios.

En una comunidad no hay miembros de primera y de segunda clase

porque todos son hermanos. No hay privilegios y dignidades sino

servicios y ministerios. Y cada uno vive el suyo para el bien de todos,

sabiendo que “ el mayor entre vosotros es el que sirve” (Lc 22,24-30).

4. Sueño en una comunidad en la que los débiles, los pequeños, los

últimos sean los más queridos y defendidos.

Una comunidad en la que domine la “mentalidad de la cadena”, según la

cual la fuerza y la consistencia de la cadena en su conjunto viene dada

por el anillo más débil.

5. Sueño con una comunidad-hogar en la que todos sientan calidez,

comprensión y aliento, donde todos son conocidos por su nombre y

apellido, pos su historia personal, por sus fortalezas y debilidades, por

sus logros y fracasos, y son comprendidos y alentados. Una comunidad

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así comprende y disculpa, apoya y estimula, se alegra con el éxito de

todos y sufre con sus fracasos.

6. Sueño con una comunidad en la que cada cual tenga el valor de

expresar con libertad lo que piensa, lo que siente y lo que sueña. En la

que las opiniones manifestadas por los individuos sean tomadas en

consideración por el peso real de las razones que se aducen, y no por

otras valoraciones oportunistas o emocionales.

Una comunidad en la que cada uno de sus miembros descubra que los

demás se fían de él y lo aceptan como es, confían y apuestan por él. Y

cada cual, naturalmente, se empeñe en ser digno de confianza, sincero

y transparente ante Dios, ante sí mismos y los demás.

7. Sueño con una comunidad en la cual todos permitan ser discutidos.

Y el lenguaje sea sincero. Y no se tenga miedo a la verdad. También

porque el estilo habitual sea un estilo de verdad. Que penetra, incomoda,

pero no humilla a ninguno. Una verdad que cura -aunque sea con dolor-

pero no hiere. “Felicidad es poder decir la verdad sin hacer llorar a

nadie”.

8. Sueño en una comunidad en la no haya tiempo que perder, quiero

decir que haya tiempo para perder, para el descanso, para la distensión,

para la desintoxicación, para la gratuidad y la fiesta. Pero no haya

tiempo que perder en sospechas, maledicencias, envidias, silencios y

chismes. Donde se ama, no hay tiempo que perder. No hay nada que

absorba tanto como el amor.

9. Sueño en una comunidad en la que la única sospecha válida sea la

sospecha de que algún hermano no recibe la parte de amor que le

corresponde.

10. Sueño en una comunidad en la que sea desaprobado todo intento,

de cualquier parte que venga, de hablar mal de una persona ausente.

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Una comunidad en la cual todos se encuentren “seguros”. Es decir,

cada cual se sepa seguro en cuanto a libertad, dignidad, respeto y,

sobre todo, responsabilidad personal.

Esta es una nueva manera de vivir y, por tanto, una nueva forma

de ser Iglesia que se hace profecía y abre horizontes y esperanzas

para el mundo en que nos ha tocado vivir. A veces, tiene más de

proyecto que de historia, pero es un proyecto que ilusiona, por el que

bien vale la pena jugarse todo enteros.