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Manuel Saraceni LU 35.322.814 Comisión: Viernes 17-19 hs. Psicología general I. 2. Menéndez (2000) enumera algunas formulaciones teóricas que colocan a la estructura (se la conciba estructura social, dimensión económica, orden simbólico o de otra manera) como determinante de la subjetividad. Estas teorías se ubican de un mismo lado en el debate por las características que asume la relación sujeto-estructura: proponen que es la estructura la que construye, establece o determina el sistema de representaciones y prácticas de los sujetos, como también el espacio en que se inscribe el sentido de estas. Además, para estas posturas, la relación de condicionamiento entre estructura y sujeto escapa a la conciencia de este último, que obra ignorando las determinaciones reales de su comportamiento. El sentido que los sujetos dan a la acción aparece entonces como un mero “efecto de superficie”, ajeno a los códigos y motivaciones que verdaderamente determinan sus prácticas y su modo de ver el mundo. De esta manera, el yo, determinado inconscientemente, existe fantasmáticamente en el otro estructural, nivel en el que se opaca y niega la realidad de su sí mismo. Ejemplos canónicos de posiciones que ven en el sujeto un mero reproductor de la estructura son los diversos tipos de estructuralismo, incluyendo el marxismo althusseriano. El autor dirige a estas posturas una crítica común: al poner el acento en uno solo de los polos del binomio sujeto- estructura se descuidaría la explicación de un elemento fundamental, a saber, la articulación entre ambas instancias. En efecto, muchos de los autores citados en este trabajo que investigaron los procesos y mecanismos específicos a través de los que la estructura determinaría la subjetividad (Radin, Opler, Lemert, Roy, entre otros) formularon concepciones más complejas que la de la simple unidireccionalidad, brindando una imagen de la articulación que en muchos casos reconocía algún papel instituyente a la subjetividad. Las dos primeras formulaciones que presenta Menéndez en esta línea pueden remitirse a un elemento común: la centralidad del concepto de rol, definido de modo particular en cada una. La primera es el estructural-funcionalismo, que sostiene que toda estructura necesita producir comportamientos normatizados para el desempeño y reproducción del orden estructural. La segunda es el culturalismo antropológico norteamericano, que, aun si reconoce la prioridad de 1

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Manuel Saraceni LU 35.322.814Comisión: Viernes 17-19 hs. Psicología general

I. 2. Menéndez (2000) enumera algunas formulaciones teóricas que colocan a la estructura (se la conciba estructura social, dimensión económica, orden simbólico o de otra manera) como determinante de la subjetividad. Estas teorías se ubican de un mismo lado en el debate por las características que asume la relación sujeto-estructura: proponen que es la estructura la que construye, establece o determina el sistema de representaciones y prácticas de los sujetos, como también el espacio en que se inscribe el sentido de estas. Además, para estas posturas, la relación de condicionamiento entre estructura y sujeto escapa a la conciencia de este último, que obra ignorando las determinaciones reales de su comportamiento. El sentido que los sujetos dan a la acción aparece entonces como un mero “efecto de superficie”, ajeno a los códigos y motivaciones que verdaderamente determinan sus prácticas y su modo de ver el mundo. De esta manera, el yo, determinado inconscientemente, existe fantasmáticamente en el otro estructural, nivel en el que se opaca y niega la realidad de su sí mismo. Ejemplos canónicos de posiciones que ven en el sujeto un mero reproductor de la estructura son los diversos tipos de estructuralismo, incluyendo el marxismo althusseriano. El autor dirige a estas posturas una crítica común: al poner el acento en uno solo de los polos del binomio sujeto-estructura se descuidaría la explicación de un elemento fundamental, a saber, la articulación entre ambas instancias. En efecto, muchos de los autores citados en este trabajo que investigaron los procesos y mecanismos específicos a través de los que la estructura determinaría la subjetividad (Radin, Opler, Lemert, Roy, entre otros) formularon concepciones más complejas que la de la simple unidireccionalidad, brindando una imagen de la articulación que en muchos casos reconocía algún papel instituyente a la subjetividad.

Las dos primeras formulaciones que presenta Menéndez en esta línea pueden remitirse a un elemento común: la centralidad del concepto de rol, definido de modo particular en cada una. La primera es el estructural-funcionalismo, que sostiene que toda estructura necesita producir comportamientos normatizados para el desempeño y reproducción del orden estructural. La segunda es el culturalismo antropológico norteamericano, que, aun si reconoce la prioridad de la estructura, intenta recuperar la importancia del sujeto, planteando las relaciones entre una y otro en términos de estructura y personalidad. Para el estructural-funcionalismo cada cultura (estructura) produce papeles que deben ser cumplidos de una determinada manera, de modo que cada rol se caracteriza por atributos específicos, implicando a su vez la existencia de una división del trabajo social y cultural. Con esto, se coloca el peso en el rol como determinante del comportamiento del sujeto, toda vez que lo que la cultura produce son roles cuyo cumplimiento debe ser asegurado, más allá de las características del sujeto que lo realiza. El culturalismo norteamericano, por otro lado, engloba posiciones como las de Linton o Sapir, quienes rescatan la capacidad de los sujetos de producir reacciones inesperadas y originales, lo que constituiría un elemento irreductible de variación en el desempeño de los roles que se debe a las diferencias entre los individuos. El reconocimiento de una variabilidad dio lugar a posturas diferentes, desde conceder la presencia de un elemento personal pero poner no obstante el eje en el rol hasta sostener que los rasgos más importantes de la personalidad influyen sustantivamente en el modo en que cada individuo lo desempeña. En los 50 y 60, algunos autores formularon posiciones en las que se consideraban a los deseos y características del sujeto como parte del desempeño del rol, a partir de una articulación entre posiciones culturales e incluso estructural-funcionalistas con propuestas del interaccionismo simbólico, que, en G. H.

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Mead, propone una noción de sujeto activo que se autoconstituye al constituir la realidad con otros, haciendo recaer el peso en la configuración de las prácticas y representaciones del lado del sujeto. Esta ponderación del lugar del sujeto condujo, por un lado, a la diferencia teórica entre concepción o imagen del rol y comportamiento del rol, y por otro al reconocimiento de las contradicciones que pueden generarse en el cumplimiento de los diferentes roles que debe desempeñar un mismo sujeto. Podría decirse que con este movimiento se abría un campo de análisis más fecundo para pensar las particularidades que asume la relación entre la estructura y un sujeto individual, desde una perspectiva menos homogeneizante que el puro determinismo. Es fácil constatar que, aun si se reconoce una fuerte unidad en las propiedades esenciales, existen niveles en los que la práctica de cada sujeto es siempre particular y de los que se debe poder dar cuenta, aún si es para subsumirlos luego bajo la generalidad. Por ejemplo, en la concepción de Goffman se plantea una diferencia fundamental entre la imagen del rol (imagen que el sujeto quiere dar de sí mismo) y el comportamiento efectivo, entendido como simulación; en esta imagen, el influjo de la estructura es mucho más débil, pues no es un determinante rígido sino un condicionante al que el sujeto responde de diferentes maneras. Otra formulación teórica que recoge las prácticas individuales, reconocida por el propio Menéndez, es la de Foucault, en la que sólo se accede al nivel de la estructura desde lo específico de las prácticas y discursos que pueden observarse al nivel de la capilaridad. Sin embargo también en este análisis el sujeto se halla descentrado, pues se entiende que toda particularidad práctica es posible precisamente porque la estructura crea sus condiciones y produce sujetos que desean, actúan y razonan de un modo determinado. Menéndez parece recoger únicamente la remisión foucaultiana de todo acto discursivo a un código (archivo, dispositivo de saber-poder, u otro) y afirma así que la postura de Foucault “niega al sujeto” (2000:94). Aunque el autor francés se halla lejos de considerar que el sentido de la experiencia y la praxis es constituido por un proceso subjetivo, puede brindarse un panorama más complejo en el cual pensar la relación de constitución entre sujeto y estructura atendiendo a otros elementos de su obra; creo, por ejemplo, que se puede escapar a la unilinealidad de una estructura constituyente implacable atendiendo al concepto de resistencia, que refiere al modo específico en que cada sujeto enfrenta las relaciones de poder en que se ve envuelto, pues aunque las formas de la resistencia se hallan condicionadas por las características estructurales del ejercicio del poder, Foucault abre con ellas un campo de análisis de la subjetividad como principio activo. Menéndez señala que la línea dominante en antropología proponía, respecto de este punto, la idea de una integración efectiva, donde la estructura soldaba real o imaginariamente las discrepancias. De todos modos, estas dimensiones de análisis condujeron a generar definiciones del sujeto como dividido o descentrado para dar lugar al conflicto o la incompatibilidad de roles. Las posturas de este tipo sostienen que un sujeto tal asegura la reproducción de la estructura, aun si para ello desarrolla neurosis funcionales (podríamos llamarlas “estructurales”) que no se reconocen como tales. Entendiendo que el mercado, en tanto es determinante de una economía, es fuente de la desaparición y el surgimiento de los roles, se ha concebido en esta línea un sujeto provisional, que acompaña los cambios constantes del mercado. La postura de este tipo más importante es la que propone un sujeto fragmentado: no sólo descentrado y heterónomo, constituido en la dinámica del mercado, sino un sujeto que se constituye día a día en su actividad, y que llega a ser por ello pura actividad (aquí, consumo).

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A partir de la década de los 40, estas ideas dieron lugar a concepciones que incluían al sujeto pero colocando el eje en la estructura, asumiendo que la misma producía un sujeto inauténtico (por oposición al sujeto integrado de las culturas tradicionales) y caracterizado por un yo cada vez más dividido y disociado. La constitución de este sujeto es a la vez aparente, en tanto reproduce un orden estructural en el que su papel es secundario, y real, porque dicha apariencia es su propia realidad. Según señala Menéndez, la experiencia del nazismo tuvo una importancia central para estas posturas, en tanto supuso una modificación rápida y profunda de los sujetos a través de un trabajo ideológico-cultural determinado desde el poder. Esta situación llegó a convertirse en referente empírico del concepto de plasticidad de los sujetos, que remite a la capacidad de la cultura como estructura de modelar el campo de posibilidades subjetivas, produciendo sujetos específicos. Sin embargo, el referente nazi desembocó luego en formulaciones teóricas de signo opuesto, que postulaban un sujeto caracterizado por la intencionalidad y la conciencia, lo que permitía teorizar la responsabilidad de los sujetos que lideraron el nacionalsocialismo. Puede relacionarse esta situación con la afirmación de Menéndez de que pueden explicarse las diferencias en el peso que cada teoría asigna al sujeto y a la estructura considerando los propósitos de cada una. Los objetivos teóricos y sobre todo prácticos de cada investigación, para el autor, determinan diferentes niveles de análisis, y este diferencial conduce a las discrepancias entre las formulaciones. De esta manera, para Menéndez toda investigación de este tipo debe explicitar qué se pretende hacer con el sujeto como concepto y como realidad.

II. 4. En la cita elegida se presenta el caso de una práctica instituida (a saber, la guardia junto al banquito) que aparece como absolutamente superflua cuando se considera el papel que ella viene a cumplir. La conceptualización de Castoriadis en torno a la institución social, que rechaza la hipótesis funcionalista según la cual la función de una institución es un principio explicativo suficiente para su existencia y reproducción, puede echar luz en pos de la comprensión de este caso.

Castoriadis critica la posición, que denomina “económico-funcional”, según la cual puede explicarse “tanto la existencia de la institución como sus características (idealmente, hasta los mínimos detalles) por la función que la institución cumple en la sociedad” [1993a:198], sosteniendo que aunque existe una relación entre las instituciones y ciertas funciones vitales para la existencia de la sociedad, la explicación total de una institución no puede reducirse a esa relación. Más precisamente, la tesis en disputa es interpretada como planteando una correspondencia estricta entre los rasgos de la institución y las “necesidades reales” de la sociedad que la contiene, de modo que ella implicaría una clase de relaciones racionales entre institución y sociedad, entre “la función” y “lo real”. Este mismo plano de relaciones entre lo real y las instituciones es entonces lo objetado, a partir de la idea de que no parece poder obtenerse un criterio de realidad válido para las “necesidades” a las que el análisis precisaría remitir las funciones, toda vez que cada sociedad inventa y define para sí tantos nuevos modos de responder a sus necesidades como nuevas necesidades. De este modo, para el autor la explicación buscada no puede remitir sólo a lo racional-real, sino que más bien debe anclar en el nivel de lo simbólico. En el caso que aquí nos ocupa, el recurso a lo real (y en este análisis tenemos que entender por ello unas supuestas necesidades reales y unas funciones que las suplen) es a todas luces insuficiente: la guardia subsiste una vez que la necesidad que originalmente satisfacía (esto es, vigilar que nadie se siente sobre pintura fresca) ha

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desaparecido. Luego, o bien debemos redefinir la función de esta práctica desvinculándola de la función original antedicha, o bien debemos buscar un principio explicativo en otra parte. Las instituciones, afirma Castoriadis, existen socialmente como sistemas simbólicos sancionados, es decir, como la organización de ciertos vínculos entre unos significantes y unos significados que se hacen valer más o menos forzosamente para un grupo. La función de una institución es claramente insuficiente, se subraya, para explicar la multiplicidad de los detalles y particularidades que asume su dinámica concreta, la consolidación de unos significantes y no otros que son semejantes respecto de la función. Los soldados deben hacer guardia, para bien del cuartel o de su entrenamiento, pero ello no explica por qué junto a ese banquito, en esos momentos, en ese orden y de esa manera. Los detalles, dice el autor, “tienen una referencia no funcional, sino simbólica, al contenido” (1993a:203), aunque este tampoco puede terminar de explicarlos en términos racionales, pues aquí de nuevo con la imposibilidad de explicar por qué priman ciertas conexiones lógicas con el contenido y no otras igualmente posibles e igualmente lógicas. Constatando que en las prácticas y los rituales que se asocian a una institución no es posible distinguir diferentes grados de importancia (tanto debe hacerse guardia junto al arsenal como junto al banquito), Castoriadis deduce que este hecho es índice de su carácter no racional, pues la jerarquización es posible sólo en virtud de un canon racional. Así, ningún significante (por ejemplo, el banquito, la orden de guardia) es, en un sistema simbólico, necesario o inapelable, aunque tampoco es completamente arbitrario: se halla condicionado no sólo por algunos vínculos lógicos, sino fundamentalmente por una historia, por un material social ya disponible, por los restos de sistemas simbólicos anteriores. Para entender por qué se pone en juego cierto significante y no otro, entonces, habría que recurrir al plano de lo imaginario.

Para Castoriadis, lo imaginario dota a lo simbólico de una materia, es el componente elemental que, informado por la operatoria simbólica, llega a constituir el contenido efectivo de una institución. Es relevante para nuestro análisis tomar la idea del autor de lo imaginario social, como un conjunto de significaciones configuradas históricamente sobre las que se edifican las instituciones y que han llegado a hacerse efectivas en lugar de otras significaciones igualmente posibles. En este imaginario, nuevamente, se halla siempre “algo irreductible a lo funcional, (…) con un sentido que no está ‘dictado’ por los factores reales, puesto que es más bien el que confiere a estos factores reales tal importancia y tal lugar en el universo que se constituye esta sociedad” (1993a:222). Este imaginario es un modo de concebir el mundo, uno entre otros materialmente posibles, pero una vez planteado, ocupa el lugar de lo “real”, decodifica la realidad de una cierta manera y genera así sus propias consecuencias. De esta manera, este imaginario social (que remite siempre a un imaginario individual, anclado en la imaginación radical como un plano subjetivo de producción) cobra, operativizado en lo simbólico, un papel instituyente. Es aquí donde nuestro autor halla las bases para explicar por qué una institución, encarnada en un imaginario, puede dar lugar a prácticas y producciones que van más allá de los motivos funcionales, sobreviviendo mucho tiempo después de que desaparecen las circunstancias que la hicieron nacer.

Puede, con estas herramientas, esbozarse una explicación no funcional del caso que debemos analizar. Es un cierto imaginario construido históricamente en una sociedad y articulado en un sistema simbólico concreto el que recubre a los elementos en juego (los cargos de general y coronel y la autoridad que de ellos emana, la obligatoriedad de sus órdenes, la legitimidad de su

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arbitrio) y permite fundar la institución de la guardia, con sus incontables detalles y complicaciones. Es en este marco que llega a cristalizar una práctica institucional concreta como la guardia del banquito, como sedimentación de rituales, órdenes cumplidas y deberes asumidos. La explicación de esta práctica es imposible en relación a su función, puesto que no cumple ninguna. Pero, con Castoriadis, la explicación puede efectuarse en términos de lo imaginario. Ciertos factores materiales (una silla recién pintada) dieron origen a un hecho posibilitado por un sistema simbólico (la emisión de una orden de un oficial a un soldado) en virtud de una vinculación lógico-racional. Luego, es justamente este sistema simbólico de significaciones imaginarias la que permite con total naturalidad la reproducción del hecho, aún si ahora ha perdido su fundamento racional en la función; basta que la orden no sea cancelada para que se dé a luz una auténtica práctica institucional, sostenida sobre el carácter instituyente del imaginario que la inviste y le otorga poder efectivo y sobre el sistema simbólico que confiere autoridad a los oficiales y a sus órdenes cuartelarias. No se monta guardia junto al banquito porque suple una necesidad, sino porque existe una orden que debe ser obedecida, orden que viene a reiterar una orden anterior. Lo imaginario es precisamente esta supervivencia de lo pasado que se vive como presente, es el efecto actual de una larga historia sedimentada. El plano histórico sobre el que se sitúan los elementos del relato analizado (la guardia actual, la orden originaria) señalaba ya la importancia de un análisis diacrónico que la idea de función, elevada a elemento central de un análisis inevitablemente sincrónico, no podía efectuar.

III. 6. Castoriadis elucida el concepto de autonomía a nivel individual siguiendo el hilo de la máxima freudiana para el psicoanálisis: “Allí donde Ello era, Yo debo advenir”, que dicta al Yo, conciencia y voluntad, el deber de tomar el lugar de las pulsiones, represiones y formaciones inconscientes que dominan al sujeto y lo actúan. No se debe entender por esto la eliminación de dichos elementos, que resulta imposible, sino la posición del Yo como instancia de decisión. En estos términos, la autonomía sería dominio del consciente sobre el inconsciente, mientras que la heteronomía, por definición gobierno de la ley de otro, quedaría definida como gobierno del otro en mí que es el inconsciente. Este punto de vista se apoya sobre la idea lacaniana de que “el inconsciente es el discurso del Otro”, en cuanto se trata de una instancia en la que se depositan las miradas, los deseos y las exigencias de los otros que criaron al individuo. Así, en un segundo movimiento la autonomía se deja definir como el tomar mi discurso el lugar del discurso del Otro, hablar en vez de ser hablado. En este momento, señala Castoriadis, el análisis ya revela la dimensión social constitutiva de la cuestión; aún si el primer Otro es estrictamente lo parental, ya remite en sí mismo y a través de su propia constitución histórica a la sociedad entera y a su pasado.

Es fundamental señalar que para este autor la característica esencial del discurso del Otro es su relación con lo imaginario, en tanto el sujeto hablado por este discurso se toma por algo que no es (al menos, algo que no es para sí mismo). Al ser dicho por alguien, el sujeto existe como parte del mundo de otro, disfrazado (en este mundo tanto como en el propio) por un imaginario que es vivido como más real que lo real justamente por no ser sabido como imaginario. Así, la heteronomía (que Castoriadis refiere como “alienación”, en el sentido general del término) a nivel individual queda definida como “el dominio por un imaginario autonomizado que se arrogó la función de definir para el sujeto tanto la realidad como su deseo” [1993a:175], lo cual conduce a la afirmación de que el conflicto fundamental en esta cuestión no es el que hay entre pulsiones y realidad, sino el que hay

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entre ambos elementos por un lado y la elaboración imaginaria en el seno del sujeto por otro. El Ello, en la máxima antedicha, representa entonces esa función del inconsciente que inviste de realidad lo imaginario, lo autonomiza, y le confiere poder de decisión, mientras que el contenido de este imaginario remite al discurso del Otro. El Yo, entonces, debe tomar el lugar de decisión que esta función y este discurso administran, poniendo en su lugar un “discurso propio”. Podría concebirse un discurso tal como uno que ha negado el discurso del Otro, no necesariamente en su contenido, sino en tanto que es discurso del Otro, esto es, que habiendo elucidado su origen y sentido, puede afirmarlo o negarlo en relación a la verdad propia del sujeto. Pero si este es el sentido de la máxima freudiana, el deber que impone es uno imposible de cumplir, pues, por la constitución misma del inconsciente, jamás el discurso del Otro podría ser retomado por entero. Castoriadis propone una lectura alternativa: esta orden no remite a un estado acabado sino a una situación activa, a un continuo e interminable esfuerzo del sujeto por desvelar sus fantasmas como tales. No se propone entonces una toma de conciencia efectuada para siempre, sino otra relación entre consciente e inconsciente, otra actitud del sujeto respecto a sí mismo. El sujeto autónomo es aquí el que “se sabe con fundamentos suficientes para afirmar: esto es efectivamente verdad, y: esto es efectivamente mi deseo” [1993a:178]. Pero este sujeto, en Castoriadis, no es la actividad pura y transparente del “yo pienso”, sino un Yo intencional cuya actividad se halla siempre co-determinada por el objeto intencionado, es decir que la abstracción de la actividad subjetiva no objetivable viene a concretarse en cada caso a partir de una materia mundana irreductible al sujeto. Así, el mundo y los demás se infiltran de todas partes en la unidad del sujeto y lo atraviesan constitutivamente, por lo que el Yo de la autonomía, para este autor, no es un elemento absoluto e idéntico, sino una instancia de reorganización de los contenidos disponibles, que produce siempre a partir de algo dado. La eliminación del discurso del Otro no sólo es imposible en tanto interminable, sino también, en un sentido más profundo, en tanto el otro está siempre presente en la actividad del sujeto. Así, la verdad propia del sujeto es siempre participación en una verdad que lo desborda y que lo arraiga en la sociedad y en la historia, incluso en el momento en que este realiza su autonomía.

Una vez más el análisis de la autonomía individual nos dirige a su aspecto social. Justamente porque la autonomía es elaboración antes que eliminación del discurso del otro es que es posible una auténtica acción intersubjetiva. Más aún, en tanto la autonomía es esa relación en la cual los demás están siempre presentes a la vez como alteridad y como ipseidad del sujeto, ella debe concebirse como una relación social, y en este sentido para Castoriadis la autonomía sólo puede pensarse como empresa colectiva, en la que no puede quererse la autonomía sin quererla para todos. Debe aclararse que para este autor “lo social” constituye una categoría más rica y vasta que la de “lo intersubjetivo”: esta remite sólo a la posibilidad de la relación entre dos sujetos, mientras que aquella indica la dimensión concreta de una sociedad considerada históricamente. Lo social-histórico se define como “lo colectivo anónimo” que llena toda formación social, a la vez como unas estructuras e instituciones dadas y como lo que estructura e instituye: la dimensión social que aquí se tematiza engloba la tensión entre la sociedad instituyente y la instituida. En este terreno, precisamente, se produce la alienación como heteronomía instituida, pues entre institución y capacidad de instituir se halla la fuerza que carga de peso al discurso del otro. Pero en este plano el otro desaparece en aquel anonimato colectivo (se licúa, por ejemplo, en la forma “impersonal” de los mecanismos económicos del mercado), y queda encarnado en objetos instituidos, que son objetos

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revestidos por lo imaginario: una ametralladora, unas mercancías, etc. Por esta razón, para Castoriadis, la alienación es instituida. Las instituciones se conciben como alienantes en su contenido, en el sentido de que una vez planteadas ellas parecen autonomizarse (como se vio, sin dudas, en el caso de la guardia del banquito), adquiriendo una inercia y una lógica propias que desbordan lo estrictamente funcional. La alienación social, como heteronomía en una sociedad, puede definirse como una sociedad al servicio de las instituciones.

Bibliografía

- Castoriadis, C. (1993a). La Institución Imaginaria de la Sociedad Vol. 1 (Marxismo y teoría revolucionaria). Buenos Aires: Tusquets Editores. Págs. 172 a 253

- Castoriadis, C. (1993b). La Institución Imaginaria de la Sociedad Vol. 2 (El imaginario social y la institución). Buenos Aires: Tusquets Editores. Págs. 177 a 281

- Menéndez, E. (2000). “La dimensión antropológica”. En: Contextos, sujetos y drogas (un manual sobre drogodependencias). Barcelona: Fundación de Ayuda contra la drogadicción - Ajuttament de Barcelona.

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