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1 PASIÓN DE AMOR San Juan de Ávila, Renovador de sacerdotes Javier Díaz Lorite Retiros para sacerdotes 2013-2014 COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO

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PASIÓN DE AMOR

San Juan de Ávila, Renovador

de sacerdotes

Javier Díaz Lorite

Retiros para sacerdotes 2013-2014

COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO

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Introducción

¿Cómo se renovaron los sacerdotes de ayer, para que los de hoy y de siempre puedan

caminar en unión con Cristo y en santidad de vida?

San Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia, engendró una floración de santos en torno a su

persona que no se ha visto en la historia de la Iglesia. Contemplativo, maestro y santo,es

<un hombre del siglo XVI que irrumpe con fuerza en el siglo XXI>.

Los problemas que los sacerdotes tenían en el siglo XVI, era la ignorancia, el

concubinato, las prevendas y los privilegios. San Juan de Ávila mueve a una

transformación profunda del interior de las personas, sabe reforma sin rupturas y criticar

desde dentro, con profundo amor.Trabajó de forma incansable en la reforma de la

Iglesia.

En su pequeño cuarto de Montilla sufre el drama de contemplar con la reforma

protestante, el gran desgarro que se dio dentro de la Iglesia. Influyó grandemente con

sus escritos a la respuesta católica en esos años tan difíciles. Lo primero es la reforma

de los corazones, el ordenar los espíritus, para acoger positivamente y con fervor las

nuevas leyes.

El Maestro Ávila es una de las personalidades más representativas del siglo XVI, tuvo

una gran influencia en las grandes corrientes espirituales sacerdotales de los siglos

siguientes al suyo y su pensamientoha influido en grandes maestros de la espiritualidad:

San Francisco de Sales, San Bartolomé de los Mártires, Alfonso Mª. Ligorio, San

Antonio Mª. Claret, Cardenal Berrullé...

Los retiros que la Comisión episcopal del Clero presenta para el curso 2013-2014, los

ha preparado el sacerdote Javier Díaz Lorite, que es especialista en su pensamiento

teológico-espiritual y que ha sido director del Secretariado de la CEC. El autor nos da

datos, pistas y sugerencias para profundizar en su alta teología.

San Juan de Ávila, sacerdote secular y clérigo bien formado (Formación sacerdotal), no

creó una orden religiosa sino que potenció todos los carismas, aunque se dedicó

especialmente a los sacerdotes. El autor de estos retiros nos presenta sus grandes amores

(la Trinidad, la Palabra de Dios, la Eucaristía y María) y el mayor don que Dios le

concedió (Identificación con Cristo, Conocimiento de Dios y el Misterio de Cristo).

Cuantos discípulos suyos son grandes santos de la Iglesia universal: Santo Tomás de

Villanueva, San Juan de Rivera, San Pedro de Alcántara, San Juan de la Cruz, Santa

Teresa de la Cruz, San Juan de Dios…

San Juan de Ávila es Maestro de evangelizadores, Maestro de santos, ejemplo en la

entrega radical, modelo vivo de caridad pastoral: <fue luminar en un siglo luminoso>

(José Luis Moreno). Ávila es un gran enamorado de Cristo; toda su obra fue un fruto

maduro de la fe. COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO

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RETIRO 1.

LA TRINIDAD

Dios es Padre, Hijo y Espíritu que se aman y nos aman

En este día queremos orar con el Padre, el Hijo y el Espíritu de la mano de San Juan

de Ávila. Ellos estuvieron siempre presentes en su vida de oración y en su ministerio

evangelizador. El Santo Maestro parte del Dios trinitario y sitúa los orígenes, la vida y

la plenitud del hombre y del sacerdote en el amor recíproco con el Padre, con el Hijo y

con el Espíritu, quienes se nos dan con el mismo amor con que se aman en su vida

intratrinitaria.A esta vida plena de amor con el Dios trinitario llegamos en y por Cristo,

participando de su misma filiación, siendo, por tanto, hijos en el Hijo.

Contiene esta meditación varios puntos: 1) Dios, trino y uno, en sí mismo es amor;

2) Relación del Padre, del Hijo y del Espíritu con cada cristiano; 3) Actitudes ante Dios

Padre; 4) Relación del Espíritu Santo con cada cristiano; 5) Conclusión; y 6) Pistas para

la reflexión.

1. DIOS TRINO Y UNO, EN SÍ MISMO, ES AMOR

Para San Juan de Ávila, la entrega de Cristo en la cruz es la manifestación suprema

del Dios trinitario, pues es Cristo el que se nos ha dado y, con Él, el Padre y el Espíritu.

La entrega de Cristo es la ―mayor señal de amor‖ (Carta 81, 28), no sólo de Cristo, sino

también ―del mismo Criador que nos vino a testificar su amor con el testimonio más

cierto que hay‖(Carta 81, 225-226). Esto es lo que ha hecho Dios con nosotros, que se

ha dado a sí mismo. Porque el amor ―es no sólo dar, porque aquello poco duele, sino

darse y padecer por nosotros‖ (Carta 81, 26-27).

En repetidas ocasiones San Juan de Ávila nos dice que Dios es amor, que su esencia

es amor. Para ello suele tomar como base el texto de 1 Jn 4,8:

―Dice San Juan: Deus, caritas est (1 Jn 4,8). Y el griego dice hoc: est dilectio.

Dios es amor. ¿Pues quién podrá dejar de amar al que esencialmente es

amor?‖(Plática 16, 9).

Por lo tanto, ―si Dios dejase de amar, dejaría de ser Dios‖ (Lecciones sobre 1 San

Juan [I], 17, 202).

La concepción de Dios como Amor nos introduce también en cómo la lectura de

San Juan de Ávila de este amor está entendida como amor misericordioso, o como amor

equivalente a misericordia, porque la misericordia es no sólo la mayor perfección que

tiene Dios, por encima de todas las demás — sabiduría, omnipotencia, etc. —, sino que

la misericordia incluye todo lo que con las otras perfecciones se significa.

El Dios del que habla San Juan de Ávila nunca es el Dios de la Suma Bondad

impersonal de la filosofía ni un Dios personal, pero solitario, y, por tanto, avariento y

egoísta, cuyo amor se quede en el ego, en sí mismo, sólo y único, y como consecuencia

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estéril. En la vida interna de Dios se da el amor infinito y perfectísimo, pues las tres

personas divinas no dan algo del uno al otro, sino que se dan a sí mismas. El Padre no

sólo da al Hijo sus dones, sino que se da a sí mismo. Y del amor entre el Padre y el

Hijo, de este darse mutuo: ―por su divino e infinito amor producen al Espíritu

Santo‖(Dialogus inter confessarium et paenitentem, 4), al que aman no sólo dando sus

dones, sino dándose a Él, pues le dan de su mismo bien y de su mismo ser.

Porque el amor es necesariamente comunicación, y esta comunicación se daba ya

entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios no necesitaba comunicarse fuera de sí

mismo. Así pues, por pura liberalidad, por puro amor, lo hizo: ―Porque Dios es Dios,

por eso nos ama, libremente‖ (Carta 61, 43). De esta manera, no teniendo necesidad de

nada ni de nadie, creó todo de la nada por su pura bondad. Finalmente, cuando estaba

todo preparado como casa, nos creó a nosotros como hijos suyos: ―La naturaleza de

Dios es la misma bondad, y por eso le es propio comunicarse y hacer

mercedes‖(Sermón 45, 7).

―La doctrina del Dios uno y trino nos ha mostrado el presupuesto de la cercanía de

Dios al hombre: el amor intratrinitario es el origen del amor de Dios al hombre

manifestado al enviar al mundo a su Hijo y al Espíritu‖ (L. F. LADARIA, El Dios vivo y

verdadero, 429).

2. RELACIÓN DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU CON CADA CRISTIANO

El Padre, el Hijo y el Espíritu quieren establecer con nosotros una relación de amor

según su propia esencia. Presentamos cómo el Padre establece una relación amorosa con

nosotros, y hasta esponsal, que nos lleva a vivir en actitud filial en la familiaridad y

confianza permanentes en Él. Veremos también cuál es la relación del Espíritu Santo

con cada uno de nosotros. Para San Juan de Ávila es casamiento del Espíritu que actúa

verdaderamente en nosotros. En otros retiros meditaremos con más profundidad todavía

en nuestra relación con Jesucristo. De esta forma, la vida de plenitud del hombre reside

en la nueva relación de amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu han establecido no sólo

con la humanidad en general, sino con cada uno de los hombres:

―En el santo bautismo, os dio todo cuanto bien hay en el mundo, porque allí se

os dio el mismo Dios que os crió y crió todas las cosas, porque os dieron al

Espíritu Santo, que es Dios, y con Él al Padre y al Hijo. Se os dio por Padre, y

Señor, y maestro, y amparo, y compañero, y morador de vuestra ánima‖(Dialogus

inter confessarium et paenitentem, 7).

En otras ocasiones nos dice San Juan de Ávila que si amamos vienen a nosotros el

Padre y el Hijo, y viniendo el Padre y el Hijo también lo hace el Espíritu Santo. Esta

venida no será de pasada sino permanente, porque vienen a establecer en el cristiano su

morada y mansión:

―A él vendremos, y en él haremos nuestra morada: moraremos en él. Son

palabras dichas por la boca de Jesucristo, las dijo a los sagrados apóstoles, y no

solamente a ellos, pero a todos cuantos son y serán. [...] ¡Qué amores tan bien

pagados son amar a Jesucristo! ¡Bendito sea el Señor! ¿Hemos de amar de balde?

¿Qué nos habéis de dar porque os amemos? Dice Cristo nuestro Redentor que

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vendremos a él, y moraremos en él, que lo tomaremos por posada. ¿Quién son los

que han de venir? El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo; porque dondequiera que

ellos van, va el Espíritu Santo: todas las personas de la Santísima Trinidad; ¡como

quien no dice nada! Y no nos iremos luego —dice nuestro Redentor—;

moraremos en él, haremos nuestra habitación. ¡Bendito sea para siempre y

bendita sea la boca que tales palabras habló y de tanto consuelo! ¿No os lo dije

que esperábamos tres huéspedes? Vendremos a él y moraremos en él‖(Sermón 29,

2-3).

Toda la Trinidad es la que anda tras el hombre, porque quiere morar en él. Tanto es

el amor de toda la Trinidad, que San Juan de Ávila nos dice: ―Tanto le amáis que parece

que andáis muerto por él [por el hombre] de amores‖ (Sermón 29, 4).

Pero ¿cómo siendo toda la Trinidad la que habita en el hombre, cada uno de ellos, el

Padre, el Hijo y el Espíritu mantienen una relación peculiar con cada cristiano? Veamos

cómo nos describe San Juan de Ávila hasta el límite de lo humanamente posible esta

relación propia del Padre, del Hijo y del Espíritu con nosotros.

2.1. Relación del Padre con cada cristiano

Lo que Cristo hizo durante toda su vida fue, como buen hijo, publicar la fama y

renombre de este gran Padre y encontrarle gente en quien morase el amor de su Padre, y

en quien, ―como en templo, sea adorado, reverenciado y amado‖ (Carta 1, 49). El deseo

de Cristo de revelarnos al Padre, que corresponde al deseo del Padre de habitar en

nosotros, va acompañado del mismo deseo nuestro de ver al Padre, es decir, de

conocerlo y de amarlo. Si bien hay que tener en cuenta, como señala San Juan de Ávila,

que ―¿cómo amaremos al Padre, si el Padre primero no nos ama, pues que el amar

nosotros a Él es efecto de amar Él a nosotros?‖(Sermón 34, 2). Y es que Jesucristo es la

imagen del Padre, de manera que quien a Él ve, y quien a Él ama, ve al Padre y ama al

Padre, y el Padrelo ama a él (cf. Audi, filia, 108,2).

2.1.1. Dios es Padre y más que Padre

En el Tratado del amor de Dios, el Apóstol de Andalucíale hace la pregunta a Dios

sobre su amor paternal para con nosotros: ―Mucho aman los padres a los hijos; pero

¿nos amáis como padre?‖. Y reconoce que nosotros, por nosotros solos, no podemos

saberlo, porque ―no hemos entrado en el seno de vuestro corazón‖ para verlo. Pero sí lo

ha hecho el que sólo podía hacerlo, Jesucristo, el Unigénito, ―que descendió de ese

seno‖. Él nos ―trajo señas de ello y nos mandó que os llamásemos Padre‖.

¿Qué ha recogido San Juan de Ávila de este testimonio que Cristo ha hecho de su

Padre? ¿Cómo es el Padre, según San Juan de Ávila? Al hablar de cómo Cristo es

imagen del Padre, aunque a veces de manera muy disimulada, sobre todo en su pasión,

se nos describe el Padre como fortaleza, saber, honra, hermosura, bondad, gozo y otros

semejantes bienes; en suma, como bien infinito. También, en otros lugares nos dice que

el Padre es ―Padre sapientísimo, poderosísimo y amorosísimo‖1; ―misericordiosísimo

1Carta 130, 31-33.

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Padre‖2, ―Padre de las misericordias‖

3, ―inmenso en bondad‖

4, ―verdadero amador de

sus hijos‖5, ―Padre amoroso y perdonador‖

6, ―Eterno Padre‖

7, ―único amparo nuestro‖

8.

El Santo Maestro, en el sermón 69, especifica mucho más lo que Cristo quiso decir

al mandarnos que no llamásemos padres sobre la tierra sino al Padre Dios. Así nos

explica que Jesucristo no pretendía prohibir que llamemos y honremos por padres a los

que nos engendraron según el cuerpo, como Él mismo nos lo ha mandado en el cuarto

mandamiento, sino descubrirnos el secreto del corazón del Padre, de manera que en

comparación con el paternal amor de Dios, que excede infinitamente al amor de

cualquier padre, éstos no merecerían ser llamados así, ya que sólo Dios merecería ser

llamado padre, pues sólo Él cumple totalmente con el amor que en aquel nombre se

significa. Es interesante el recurrir a la santidad, bondad y alteza de Dios, en

comparación de la cual ninguno de los hombres podría ser llamado propiamente como

tal, para explicarnos la exclusividad de Dios como verdadero Padre.

Está claro que para San Juan de Ávila el amor de Dios es más que de Padre, así

además de los textos que acabamos de ver, expresamente lo dice en la carta 123:

―Ofrézcase vuestra merced de corazón en sus manos, pues son de padre, y más

que de padre‖ (Carta 123, 23-24).

2.1.2. Dios es Madre, y más que madre

De igual manera que como el amor del Eterno Padre desborda a aquel de un padre,

el Santo Maestro nos dice que Dios no sólo es padre, sino también que ―Dios es

madre‖ (Sermón 77, 4), y mucho más que cualquier madre. Para ello compara el amor

de Dios al de una madre con sus niños pequeños, al que llega a superar, ya que la

madre pudiera ser que se olvidara de sus hijos; sin embargo, Dios, que nos ama con

corazón maternal, nunca se olvidará. También comparará el amor de Dios con el amor

del águila, ya que el águila, es la más afamada en amar a sus crías::

―Bien conocía esto tu profeta cuando decía: Mi padre y mi madre me dejaron, y

el Señor me recibió (Sal 26,10). Tú mismo te quisiste comparar con los padres,

diciendo por Isaías: Por ventura habrá alguna mujer que se olvide del niño

chiquito, y no tendrá piedad del hijo que salió de sus entrañas? Posible será que

se olvide, mas yo nunca me olvidaré de ti, porque en mis manos tengo escrito y tus

muros están delante de mí (Is 49,15-16). Y porque, entre las aves, el águila es más

afamada en amor a sus hijos, con el amor de ella nos quisiste comparar la

grandeza de tu amor: Así como águila defendió su nido, y, como a sus pollos,

extendió sus alas y los trujo sobre sus hombros (Dt 32,11)‖ (Tratado del amor de

Dios, 1, 19-28).

2Sermón 37, 15. 3Carta 41, 64. 4Sermón 37, 15. 5Carta 41, 64. 6Audi, filia, 41, 4. 7Sermón 54, 38. 8Carta 41, 67-68.

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En un texto entrañable nos dice el Santo Maestro que Dios es padre y madre, que

recupera a sus crías del padre y madre falsos,que es el demonio. Para ello utiliza el

ejemplo de los perdigoncitos, que siempre saben quién es su madre natural, aunque una

madre falsa estéril —el demonio— los haya robado y sacado a luz. Por eso, cuando los

perdigoncitos, los hijos de Dios, oyen cantar a su madre natural, a Dios, se van tras su

madre verdadera. Ahora, en Cristo encarnado, los hijos de Dios, han oído la voz de su

verdadera Madre y de su verdadero Padre: Dios.

―Le mostró Dios una vez al profeta Jeremías la perdición del mundo y los males

que había en él, y juntamente en esto le mostró que había de enviar Dios una

Palabra al mundo, por la cual se habían de remediar, y muchos que estuviesen

presos por el demonio en males y pecados, fuesen libres. De esto fue el profeta

muy alegre, viendo que los males y pecados del mundo habían de ser remediados,

y dice: La perdiz cría y ceba lo que no parió; allega riquezas para sí, y no en

juicio; en medio de sus días las dejará (cf. Jer 17,11). Dice que la perdiz que no

tiene huevos, la que es estéril, que no pare, va a donde las otras perdices tienen sus

huevos y pone sobre ellos; quítaselos a las otras y sácalos, y después de sacarlos,

como los perdigoncitos oyen cantar a su madre natural, a la que puso los huevos,

desampararán a la que los sacó, que era madre falsa, y se van tras su madre

verdadera. Madre falsa es el demonio, madre engañosa. Hermano, Dios es tu

padre, Dios es madre, Él te crió, Él te parió; hurtado te tiene el demonio, cébate

con los engañosos deleites, tráete engañado con sus falsedades; pero cuando suena

la voz de la verdadera madre, cuando vino aquella Palabra del Padre, el Verbo

encarnado, oyeron los hombres su verdadera madre. Oyeron al que los crió,

oyeron al que los había criado, y desampararon al demonio y sus engaños;

conocieron la voz de su verdadero Padre; lo conocieron y lo siguieron‖ (Sermón

77, 4).

No es de extrañar, pues, que San Juan de Ávila se refiera a la acción de Dios como

nosotros en la vida eterna como la madre que nos tiene en brazos junto a sus pechos o la

madres que juegan con sus hijos pequeños sobre sus rodillas, donde los niños brincan de

alegría:

―[...] os traerá Dios como niños en los brazos a sus pechos; que jugará con

vosotros sobre las rodillas como hace la madre a su hijo; que os tendrá jugando y

brincando sobre sus rodillas‖ (Sermón 79, 14).

2.1.3. Dios es Esposo, y más que esposo

Para San Juan de Ávila el amor de Dios Padre es también como el del esposo con la

esposa, que son los dos una sola carne; y mucho más todavía, pues aunque la esposa se

vaya con otros amantes,Él quiere que vuelva con Él, y cuando lo haga,la recibirá de

nuevo como esposa.

―Sobre este amor es el del esposo a la esposa, del cual se dice: Por éste dejará el

hombre a su padre, y se llegará a su mujer, y serán dos en una misma carne (Gén

2,24); pero a éste sobrepuja tu amor; porque según dices tú por Hieremías, si el

marido echa a su mujer de casa, y, si echada, se junta con otro, ¿por qué ventura

volverá otra vez a él? Mas tú has fornicado con cuantos amadores has querido;

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mas, con todo, vuélvete a mí, dice el Señor, que yo te recibiré (Jer 3,1-2)‖

(Tratado del amor de Dios, 1, 29-35).

Por tanto, para San Juan de Ávila la bondad y amor entrañablesdel Padre de

Jesucristo, que nos ha sido dado como Padre nuestro, desborda los conceptos propios de

paternidad, pues es más que de padre, de maternidad, pues es más que madre y de

esposo, pues es más que de esposo. San Juan de Ávila, no ha encasillado a Dios en los

tradicionales conceptos masculinos, aplicando los rasgos viriles y paternales propios de

la concepción del paterfamilias, ni tampoco conceptos de ternura relacionados

exclusivamente con lo femenino, sino que ha sabido utilizarlos trascendiéndolos y

llegando a describir y explicitar la bondad y amor entrañable del Padre Dios,

misericordioso y con ternura infinita.

2.1.4. Dios es el Padre de misericordia, siendo nosotros pecadores

En el sermón 7, pronunciado un Miércoles de Ceniza, en el que comenta el texto de

Jl 2, 12, San Juan de Ávila utiliza todos los argumentos del amor del Padre que

acabamos de ver en el Tratado del amor de Dios para decirnos que Dios es el Padre de

misericordia, el cual, siendo Él el injuriado, no espera a que vayamos a Él a pedirle

perdón, sino que es Él el que sale a nuestro encuentro como padre y esposo. Siguiendo

con el ejemplo de los perdigoncitos,, nos dice que Dios es el legítimo Padre que nos

abre las alas de su misericordia y nos llama con entrañas encendidas de amor para que

salgamos de los lazos del demonio:

―¿No conocerás, en la voz que te da, tu propio Señor, que te crió y te sustenta y

te da y conserva la vida que tienes? Si te ha engañado el demonio, no pases

delante. Mira la voz de Dios que es tu legítimo Padre y que te llama con entrañas

abrasadas de amor, esperándote a que vayas a Él, abiertas las alas de su

misericordia para cubrirte‖ (Sermón 7, 16).

San Juan de Ávila reconoce que este actuar misericordioso de Dios escapa a lo que

nosotros podamos entender: ―Dios es más bueno de lo que entendemos‖ (Carta 18, 88);

y explica que la razón de que ocurra esto se debe a que pensamos que Dios es como los

hombres, que no saben perdonar porque no saben amar.

Es tanto el amor de Dios para con nosotros que nada, ni los pecados, pueden

apartarnos ni ―estorbar este amoroso abracijo de Dios, pues con brazos abiertos está

llamando al mismo pecador, primero que el pecador llamase a Él‖ (Carta 18, 74-76).

Por eso ―siempre que el pecador quiere tornar a Él, no se le niega el corazón paternal; y

cuando no volvemos, está deseando que volvamos, sin ser parte para estorbar este deseo

todos nuestros pecados, porque es mayor su amor‖ (Carta 18, 99-102).

Este amor misericordioso de Dios es el fundamento para que San Juan de Ávila

llegue a considerar que en realidad la justicia de Dios equivale a misericordia, porque la

misma justicia nace de ésta: ―Y, ¿qué justicia es que haga yo pecados y pague

Jesucristo? —La justicia nació de la misericordia. Dice David: Todos los caminos de

Dios son misericordia y verdad (Sal 24,10); primero misericordia y luego verdad‖

(Lecciones sobre 1 San Juan [I], 6, 275-278). Por eso exclama el Santo Maestro: ―¡Oh

si conociésemos los hombres las entrañas con que Dios perdona!... Dios perdona con

unas entrañas de piedad‖ (Ibid., 6, 97-100).

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Tanto escapa este amor misericordioso de Dios Padre para con nosotros pecadores,

tanta distancia hay entre su bondad y nuestra maldad, que es necesaria ciertamente la fe

para creérselo. Y es que el amor misericordioso de Dios hacia nosotros pecadores es la

prueba máxima de amor, que no sólo nos perdona, sino que nos visita y pone en

nosotros su corazón. Nada justifica ese amor, porque nada hay en nosotros digno de ser

amado, sino su gran bondad. Esto es para maravillarse, nos dice San Juan de Ávila. Sus

dádivas, no sólo exceden a lo que merecemos o pedimos, sino que, siguiendo a san

Pablo, nos dicen que exceden a lo que entendemos. Por eso, para aceptar tanto amor

hace falta verdadera fe.

3. ACTITUDES ANTE DIOS PADRE

El amor entrañable del Padre provoca en el cristiano y en el sacerdote una relación

con el Padre que tiene las siguientes características y dimensiones: 1) Tomar conciencia

de que Dios es nuestro verdadero Padre; 2) Ser niños para con Dios Padre; 3) Confianza

en el Padre: Ponernos en las manos del Padre tanto en el tiempo de gustos de la miel

como en el de la hiel; y 4) Trato familiar con Dios Padre en la oración. Veamos cada

uno de ellos.

3.1. Tomar conciencia de que Dios es nuestro verdadero Padre

San Juan de Ávila dice que la primera actitud del hombre como hijo es conocer,

saber que Dios es su Padre. Este conocer es algo más profundo que un mero

conocimiento nocional, ya que se trata de ―catar‖, ―sentir‖ y, en definitiva, ―amarle

como Padre‖. Así lo aconseja a los mayores, porque ―si lo supiesen esto los grandes, lo

sabrían los chiquitos‖9. Por eso les dice a los mayores: ―Mostradles a le amar‖

10. Así se

conseguirá que unos y otros vivan en una auténtica actitud de hijos, como es: 1) ―catar‖

que Dios es Padre: ―cata, niño, que tienes un Padre en el cielo, bueno y santo‖11

; 2)

imitar al Padre: ―hasle de imitar, que es tu Padre‖12

; 3) ―tener confianza en Él‖13

; 4)

vivir de forma que no se deshonre al Padre: ―has de andar cuidadoso que no hagas cosa

que tus costumbres deshonren a tu Padre‖14

; 5) agradecimiento por esta merced de Dios:

―Si los hombres sintiesen esta merced que les ha hecho Dios de hacerlos sus hijos y

hacerse Padre de ellos, cierto, de otra manera lo agradecerían‖15

.

3.2. Ser niños para con Dios Padre

La verdadera actitud del hombre para con Dios es la de un niño pequeño con su

padre, el cual está ―asegurado de Él‖16

, ―colgado de Él‖17

, ―esforzado con Él‖18

, porque

9Lecciones sobre 1 San Juan(I), 11, 199-200. 10Lecciones sobre 1 San Juan(I), 11, 199. 11Lecciones sobre 1 San Juan(I), 11, 201-202. 12Lecciones sobre 1 San Juan(I), 11, 202. 13Lecciones sobre 1 San Juan(I), 11, 202-203. 14Lecciones sobre 1 San Juan(I), 11, 203-204. 15Lecciones sobre 1 San Juan(I), 11, 204-206. 16Carta 134, 29: IV, 476. 17Ibidem.

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su padre es ―su único refugio‖19

; por eso confía plenamente en Él, de forma que ―ni por

pensamiento le pasan malicias de desconfianzas con ‗su padre‘‖20

. Es una verdadera

doctrina de la infancia espiritual la que San Juan de Ávila desarrolla. El Santo Maestro

ha puesto como modelo de esta infancia espiritual a San Francisco de Asís, cuya vida ha

consistido en ―andar colgado de Dios‖21

, en mendigar a Dios, porque se siente pequeño,

pobre y necesitado, en la vida del cuerpo y del alma.

―Alabo a ti, Señor, Padre del cielo y de la tierra, que escondisteestas cosas de

los sabios y prudentes y las revelaste a los chiquillos (cf. Mt 11,25; Lc 10, 21)…

Este es el secreto que alcanzan los que no estriban en sus fuerzas, los bajitos, y

éstos son los que alcanzan también este secreto, de: Pedid, y daros han, llamad, y

daros han (cf. Mt 7,7; Lc 11,9; Mc 11,24). Pidiéndolo como bajitos, como

chiquitos, como lo pide un pobrecito al rico, que no hace sino mostradle sus

llagas, descubridle sus necesidades‖ (Sermón 78, 1-2).

Esta actitud de pobreza y niñez espiritual nace de un verdadero conocimiento de sí,

y de la propia limitación y flaqueza, así como el de las riquezas de Dios. Y este

conocimiento de sí y de Dios se adquiere sobre todo en la oración y trato con el Señor:

―Se dice de él [de San Francisco de Asís] que, en la oración que hacía, le reveló Dios

dos cosas, le descubrió dos abismos: el uno, el de su pobreza y flaqueza propia; el otro,

las riquezas grandes de Dios‖ (Sermón 78, 2).

Para San Juan de Ávila, esta actitud de pequeñez la debe aprender el cristiano del

mismo Jesucristo, que se ha hecho pequeño y niño pobre por nosotros.

En esta niñez, es decir, pequeñez y humildad de Cristo por nosotros, es donde

tenemos que tener fijos los ojos los cristianos. Aquí es donde radica nuestra fuerza, pues

ya no nos apoyamos en nosotros mismos, sino en Dios. Por eso aconseja: ―[...] en

verdadera niñez se dé a Él. Y lo que no fuere niñez, séale verdadero demonio,

ayudándose de la niñez de Jesús, y ayudándola Él con su gracia‖ (Carta 134, 53-55).

La ayuda de Dios, que es verdadero Padre, está asegurada, por lo que no hay que

tener miedo ni siquiera en los momentos de dificultad.

Achaca precisamente el Santo Maestro la falta de claridad en sus tiempos para

encontrar el verdadero camino de Dios, y la flaqueza que padecen en seguirlo, a la falta

de esta actitud de niñez espiritual, cayendo en la soberbia: ―Y si flaquezas hay en estos

tiempos, por no ser el hombre niño y tener tan gran ceguedad, que, siendo pequeño, se

tenga por grande y por algo. Flaqueza es ser flaco, pero insufrible cosa es no tenerse por

tal‖ (Carta 134, 46-49).

Con esta actitud filial y de niñez, colgado siempre de Dios, es con la que hay que

entrar a la oración, en la cual hay que ―cerrar el entendimiento a todo y suspenderse con

gran atención viva a Dios, que suspende, como quien escucha a uno que habla de alto,

aunque siempre está como acechando el entendimiento. Y no haya reflexión en lo que

está haciendo, sino como un niño o uno que oye órgano y gusta‖(Plática 3, 154-158).

Por eso avisa de que esta actitud de niño es la que no hay que perder al entrar en la

18Ibidem. 19Carta 134, 30. 20Carta 134, 31-32. 21Sermón 78, 2.

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oración, no cayendo en la tentación de perderla por estar demasiado pendiente de las

reglas y métodos de oración.

3.3. Confianza en el Padre: Ponernos en las manos del Padre tanto en el tiempo

de gustos de la miel como en el de la hiel

San Juan de Ávila está convencido de que si realmente se enseñara al pueblo

cristiano que tiene un Dios Padre que es, sobre todo, ―padre de huérfanos y

desconsolados y pobres‖ (Plática 3, 3), de quien ―ha de recibir todo bien y remedio de

todas sus necesidades‖ (Plática 3, 1-2), acudiríamos a Él llenos de confianza, sabiendo

que nos concederá lo que le pedimos, si realmente eso nos sirve para nuestra salvación.

―Se ha de enseñar al pueblo que tiene un Dios, de quien ha de recibir todo bien y

remedio de todas sus necesidades, y que es padre de huérfanos y desconsolados y

pobres. De ignorancia de esto piensan los hombres ser huérfanos, y van a dar en

desesperación. A los cuales dice Dios: Acaso no tienes un rey o ha desaparecido

tu consejero? ¿Por qué te dueles como parturienta? (cf. Miq 4,9).Este afecto han

de tener los hombres, y se han de vestir, que tienen a Dios por remedio y amparo;

que es piadosísimo y fidelísimo, para que acudan a Él‖ (Plática 3, 1-2).

La persona que tiene conciencia de que Dios es su Padre debe tener una ―libre y

verdadera renunciación de sí toda y de todas sus cosas en las manos de su amantísimo

Padre, con la cual quede desapropiada de todo, y el Señor de ello‖ (Carta 130, 25-27).

Así, los que tienen ―el corazón… [como] aposento de Él‖ (Carta 130, 63), y ponen su

vida en las manos del Padre vivirán siempre con confianza, aún en las tempestades de la

vida, sabiendo ―que el suceso será muy bienaventurado, como guiado de mano de Padre

sapientísimo, poderosísimo y amorosísimo, cuyo intento es pedir que le pongan

negocios [sus asuntos y su vida] en sus manos‖ (Carta 130, 31-33). Hay que volcar

nuestro corazón lleno de fe en las manos de Dios, aún en momentos en los que no

vemos claro que nos ama. Él mismo Dios tarda a veces en llegar ―para que de corazón

nos ofrezcamos llenos de fe en sus manos, esperando remedio, sin saber el modo por

donde ha de venir‖ (Carta 41, 8-10). Por eso, aconseja San Juan de Ávila: ―Esté vuestra

señoría descuidada con el cuidado de Dios‖(Carta 130, 43-44), pues estamos en sus

manos, y ¿dónde mejor podemos estar?.

3.4. Trato familiar con Dios Padre en la oración

Para San Juan de Ávila la actitud filial se refleja sobre todo en la oración, por eso,

―cuando la persona entrare en la oración, parecerle que no entra a alguna obra

determinada, sino que va a tratar con uno que mucho le ama‖ (Carta 236, 44-46), pues

es nuestro Padre. Para él la oración es sobre todo un diálogo lleno de amor con el Padre.

Es reproducir en nosotros aquel mismo diálogo entrañable que había entre el Hijo y el

Padre, y todavía más, pues siguiendo a San Agustín afirma que ―cuando oramos, Él

[Cristo] ora en nosotros‖ (Audi, filia, 84, 8).

Para San Juan de Ávila orar es una ―muy estrecha y familiar comunicación‖ (Audi,

filia, 70, 1) , una ―familiar plática y comunicación con Dios‖ (Carta 3, 100-101), ―una

secreta y amigable habla‖(Audi, filia, 6, 5), una ―conversación amigable de Padre con

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hijos‖ (Ibid., 70, 2), ―una secreta e interior habla con que el ánima se comunica con

Dios, ahora sea pensando, ahora pidiendo, ahora haciendo gracias, ahora contemplando,

y generalmente por todo aquello que en aquella habla se pasa con Dios‖ (Ibid., 70, 1).

De esta conversación de Dios como hijos dice que es alegría y gozo, porque con el que

nos comunicamos ―Padre nuestro es, con el cual, nos habíamos de holgar conversando,

aunque ningún provecho otro de ello viniera‖ (Ibid., 70, 2). El mismo Padre es el que

está deseando que entremos en esta comunicación permanente con Él. Él ―no sólo nos

da licencia para que hablemos con Él, sino que nos ruega, aconseja, y alguna vez

manda‖ (Ibidem). Todo esto es prueba de ―su bondad y gana de que conversemos con

Él‖ (Ibidem). Sabe el bien que nos trae este diálogo amoroso con Él.

Este trato familiar y lleno de amor entre los hombres y el Padre Dios está movido

por el deseo de vivir con aquel a quien amamos, porque estamos seguros del amor que

nos tiene.

3.5. Dios es Padre nuestro

La actitud filial para con Dios Padre se refleja especialmente en la oración del Padre

nuestro y en al amor hacia los demás como hermanos nuestros. En la conversación que

hemos de tener con Dios, Jesucristo nos ha enseñado que lo llamemos Padre, porque

nos ha dado a su Padre por Padre nuestro, por eso nos ha dejado claro que además de

Padre digamos ―nuestro‖. Y esto por dos motivos: Uno, porque Él es el único Hijo

natural, el único que puede decir Padre mío; y otro, porque al llamarlo Padre, aunque

―es tan entero padre mío, como si no tuviera más de a mí por hijo‖(Lecciones sobre 1

San Juan[I], 17, 245-246), al decir ―nuestro‖ estamos expresando la realidad de que

todos somos hermanos.

Por eso, el llamarlo Padre nuestro es tan importante que quien no acepta la

fraternidad está rechazando al mismo Padre Dios:

―Decimos a Dios Padre nuestro, luego todos somos hermanos. Quien no quiere

el nuestro, no quiere a Dios por Padre. Siendo como somos hijos de Dios, somos

todos hermanos‖(Lecciones sobre 1 San Juan[I], 23, 404-406).

―En la primitiva Iglesia se llamaban los cristianos hermanos... El Señor nos dijo:

Omnes vos fratres estis (Mt 23,8). Nuestro Padre, Dios; nosotros, hermanos todos.

Si hay sentimiento de esta verdad, meted la mano en el pecho y juzgadlo vosotros.

Dirá el otro loco: ‗No me digáis que es mi hermano; yo de buen linaje y él de

malo; yo honrado y él de ruin casta: tiradlo allá, que ni es mi pariente ni lo

quiero‘. Se llamaban en aquel tiempo hermanos. Llegad a llamar ahora ‗hermano‘;

os dirán no sé qué. El día del juicio se demandará cuenta de esto y dará Dios

sentencia contra los que no tienen amor aquí con sus prójimos‖ (Lecciones sobre 1

San Juan [I], 9, 156-167).

Para San Juan de Ávila, por tanto, la fraternidad no funda nuestra filiación, sino a la

inversa, ya que es la realidad de nuestra filiación adoptiva por la gracia de Dios la que

hace que seamos todos hermanos unos de otros. Pero, por otra parte, para el Santo

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Maestro,la verdadera filiación lleva aparejada necesariamente la fraternidad con todas

sus consecuencias.

4. RELACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO CON CADA CRISTIANO

Como en otros retiros hablaremos específicamente de la relación de Jesucristo con

nosotros, pasamos ahora a exponer cómo presenta San Juan de Ávila la relación especial

e íntima que se da entre cada cristiano y el Espíritu Santo. La misma vida de San Juan

de Ávila es un claro ejemplo de cómo es esta relación profunda, pues el Espíritu Santo

está muy presente en toda la vida y escritos del Santo Maestro. Es significativo que su

principal obra: Audi, filia, comience invocando al Espíritu para que sea Él el que inspire

lo que va a escribir y ayude al lector a sacar provecho espiritual de ello, lo mismo que

en la mayoría de sus sermones:

―Estas palabras… me pareció declarároslas, invocando primero el favor del

Espíritu Santo, para que rija mi pluma y apareje vuestro corazón, para que ni yo

hable mal, ni vos oigáis sin fruto‖(Audi, filia, 1, 1).

4.1. Unión con el Espíritu por la “espirituación” del Espíritu Santo

Por una parte, para San Juan de Ávila, el Espíritu es el que hace posible la relación

entre el cristiano y el Padre y el Hijo, ya que sólo en el Espíritu Santo es como podemos

llamar y relacionarnos con el Padre: ―Éste es el Huésped dulce… éste es el Padre

cuidadoso de huérfanos, que los viste con virtud de lo alto (Sal 67,6; cf. Lc 24,49), y los

abriga debajo de su manto, y los hace entender que tienen Padre en el cielo, y que lo

llaman osada y no soberbiamente Padre‖ (Carta 35, 38-45). Y también, y, sólo en el

Espíritu es como podemos estar y relacionarnos con Jesucristo, porque sólo en el

Espíritu somos uno en Cristo Jesús, ya que ―Vid y sarmientos con un jugo se mantienen;

cabeza y cuerpo con una virtud se sustentan; el Espíritu de Cristo y de los que en él

están incorporados, todo es uno‖(Sermón 29, 13). Por eso afirma: ―El que no tiene el

resuello de Cristo, por muy rico que esté, por muy poderoso, por mucha abundancia que

tenga de todas las otras cosas, pobre está, flaco está, miserable está, no tiene a Cristo‖

(Ibidem).

Por otra parte, es Jesucristo el que nos ha servido de puerta para recibir el Espíritu,

así que ―por Jesucristo pasamos al Espíritu Santo‖ (Sermón 29, 14); por eso a quien

amare y estuviere unido a Jesucristo recibirá del Padre el Espíritu Santo: ―—Quién

quisiere al Espíritu Santo, ame a Jesucristo, obedézcale, deséele para siempre. Ipse

Pater amat vos, quia vos me amastis (cf. Jn 16,27). ¿Consideras que es pequeña cosa

quereros bien el Padre? No hay cadenas mayores para tener al Espíritu Santo que amar a

Jesucristo. Y porque me amáis a mí —dice Jesucristo—, el Padre os ama a vosotros, y

porque me quisisteis bien. ¡Buen trueco, por cierto, el que Dios hace con el que ama y

quiere bien a Jesucristo, que es darle el Espíritu Santo!‖ (Sermón 29, 13). El envío del

Espíritu es una nueva prueba de amor del Hijo que sabe que sólo si iba hacia el Padre

podían recibir los apóstoles el Espíritu que les condujera a la perfección.

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San Juan de Ávila se detiene en presentar cómo explicaba Jesucristo la necesidad de

su partida y la venida de uno que fuese precisamente espíritu. La razón estriba en que

así podría estar dentro de nosotros, de manera que ahora no fuesen necesarias orejas

para oírle ni ojos para verle; al ser espíritu podría estar siempre con nosotros, incluso

cuando dormimos, comemos, vamos a la iglesia o estamos en casa. Al ser espíritu

podría ser siempre nuestro compañero y permanecer siempre con nosotros: ―¿Qué hacía

el Señor de decidles bienes de este Consolador, para que con su venida templasen la

pena que recibían de su ida? «Enviaros he uno que tiene por nombre Consolador… uno

que sea espíritu, que allá dentro de vosotros os enseñe, que ni sea menester orejas para

oírle ni ojos para verle; uno que nunca os dejará, sino que estará con vosotros cuando

comáis y cuando durmáis, cuando estéis en la iglesia y cuando estéis en casa; uno que

será tan vuestro compañero, que nunca se aparatará de vosotros. Tened ahora por bien

mi ida, porque venga a vosotros este Enseñador. Todo lo que yo os he hablado, Él os lo

declarará. El será vuestro Maestro, vuestro Ayo, vuestro Consolador, para que os

consoléis con Él; tened por bien que yo me vaya»‖ (Sermón 28, 6).

El Espíritu procede del Padre y del Hijo. Con frecuencia utiliza el Apocalipsis para

expresar esta procedencia del Espíritu del Padre y del Hijo: ―Y si fuese nuestra ánima

rociada con alguna gota de agua de este río caudal que procede de la silla de Dios y del

Cordero (Ap 22,1), sería apagada en nos la sed de todo lo de este mundo… Porque así

es poderoso este Espíritu‖ (Carta 35, 22-25). Y en el sermón 45 también explica: ―Este

río tan hermoso es la gracia del Espíritu Santo, el cual procede del Padre y del Hijo,

como de un principio‖ (Sermón 45, 15).

El Espíritu Santo nos guía hacia la comunión con el Padre y el Hijo. Es el Piloto que

lleva nuestra nave hacia la máxima perfección que es la comunión definitiva con la

Trinidad en el cielo:

―¡Oh soplo bienaventurado, que lleva las naos al cielo! Muy peligroso es este

mar que navegamos; pero con este aire y con tal Piloto seguros iremos… ¿Y quién

podrá contar los bienes que nos hace y los males de que nos guarda? De allá sale

el viento, y allá vuelve, al Padre y al Hijo; de allá lo espiran, y allá espira Él a sus

amigos; allá los guía, allá los lleva, para allá los quiere‖ (Sermón 30, 22).

El envío del Espíritu es el gran gesto de amor del Hijo y del Padre hacia todos

nosotros, quienes nos aman con el mismo amor con que se aman. San Juan de Ávila ha

visto cómo cuando en el evangelio de Juan, Jesucristo pide al Padre que el amor con que

se aman llegue a los hombres, en realidad se estaba refiriendo al Espíritu.

Así pues, para San Juan de Ávila donde está el Padre y el Hijo está también el

Espíritu, ―porque donde quiera que ellos van, va el Espíritu Santo‖ (Sermón 29, 3).

Ahora bien, del mismo modo que aunque en el cristiano habita la Santísima Trinidad,

pero hay una relación peculiar y propia con el Padre, y otra con el Hijo, también se da

una relación propia con el Espíritu Santo, en la que San Juan de Ávila gusta de

detenerse.

Tiene particular interés el Santo Maestro en presentar la necesidad de prepararnos

para recibir la venida del Espíritu Santo. Nos dice con mucha frecuencia que ―no sólo lo

hemos de desear sino que hemos de aderezar la casa limpia‖ (Sermón 27, 18), hemos de

―aparejar morada limpia y desocupada‖ (Carta 121, 22) a tan alto Huésped. Pero insiste

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San Juan de Ávila en que es sólo con la ayuda del mismo Espíritu como podemos

prepararnos a su venida.

En cada cristiano se produce la venida del Espíritu Santo; es como un nuevo

Pentecostés actualizado en cada uno de los creyentes. Por eso, aunque recibimos el

Espíritu en diferentes momentos de nuestra vida, sobre todo en los relacionados con la

vida sacramental, para San Juan de Ávila la Eucaristía, y sobre todo la del día de

Pentecostés, adquiere una connotación especial, pues en ella no se recuerda sólo la

venida del Espíritu sobre los Apóstoles, sino que se celebra ante todo el ―hoy‖ de esta

venida:

―Hoy baja la luz a los hombres, hoy baja la misma persona de Dios, el Espíritu

Santo, y se entra en los corazones de los hombres‖ (Sermón 31, 18; cf. Carta 35,

1-20).

El Espíritu Santo es enviado a nosotros no sólo para estar a nuestro lado, sino dentro

de nosotros, en nuestras mismas entrañas. El cristiano se convierte así en templo vivo

del Espíritu, y esto no de forma esporádica o pasajera sino permanente, ya que Él es el

―altísimo Huésped‖22

que ―jamás te dejará si tú no lo dejas‖23

. Porque ―no será la venida

de pasada, pues ha de pararse a hacer morada y mansión‖24

. San Juan de Ávila sabe que,

si se está preparado, el Espíritu puede habitar permanentemente en el hombre, por eso

suele manifestar en sus cartas su deseo de que el Espíritu esté siempre con aquellos a los

que se dirige.

Especifica el Santo Maestro que es toda nuestra persona la que es templo del

Espíritu. No sólo el alma, sino el alma y el cuerpo, porque ―de ánima y de cuerpo se

sirve el Espíritu Santo, como un señor de toda su casa… Y por eso se dice que también

nuestros miembros son templo del Espíritu Santo. Grande honra nos da Dios en querer

morar en nosotros, y honrarnos con verdad y nombre de templo‖ (Audi, filia, 11, 5).

La unión que existe entre el cristiano y el Espíritu Santo es tan grande que San Juan

de Ávila la denomina ―espirituación‖ (Sermón 30, 18) del Espíritu Santo. Es un

neologismo que inventa San Juan de Ávila. Con ello quiere expresar que esta unión

entre el cristiano y el Espíritu Santo es tan alta que se asemeja mucho a lo que ocurrió

en la encarnación entre el Verbo y su santísima humanidad; si bien tiene en cuenta la

diferencia con aquella, pues allí vino por unión hipostática y aquí, en cambio, por unión

de operación y regeneración. En la encarnación se dio unidad de persona y aquí la

unidad es de gracia.

4.2. Casamiento con el Espíritu Santo

Esta unión es un verdadero casamiento del Espíritu Santo. Se trata de un

casamiento del Espíritu con el mundo, con la Iglesia y con cada uno de los cristianos.

Por eso canta San Juan de Ávila el día de Pentecostés: ―¡Qué lindo día y casamiento tan

hermoso! Hoy salva Dios al mundo por el Espíritu Santo‖ (Sermón 31, 18). Para él la

22Carta 121, 35; cf. Sermón 30, 15-16. 23Sermón 30, 19. 24Sermón 30, 9.

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Iglesia es la Esposa del Espíritu Santo, no sólo la que está en el cielo, sino la que está

todavía en la tierra:

―San Juan en su Apocalipsis vio la ciudad grande, por la plaza de la cual corría

un río de agua, resplandeciente como el cristal, el cual salía de la silla de Dios y

del Cordero; y en cada una de las riberas de este río había un árbol de vida, que

daba doce frutos en los doce meses del año, y sus hojas daban sanidad a la gente

(Ap 22,1-2).

Este río tan hermoso es la gracia del Espíritu Santo, el cual procede del Padre y

del Hijo como de un principio; éste riega la gran ciudad, que es la Iglesia, así a la

que está en el cielo como a la que está en la tierra; porque, aunque la una goza y la

otra trabaja, no son dos ciudades: una es la escogida de Dios, una la Esposa (cf.

Cant 6,8);porque la de allá y la de acá, a un Dios adora, en un Dios se arrima, a un

Dios ama y sirve, según su manera. A esta ciudad riega el Espíritu Santo, allá

dando gloria, acá dando gracia‖ (Sermón 45, 14-15).

Asimismo, el Espíritu se une con cada cristiano, de ahí que cada uno de ellos sea

también esposa del Espíritu, al que se atribuye la acción del Esposo de los Cantares.

Como en todo casamiento, lo que ocurre es una unidad tan grande que se hace una

misma cosa con el hombre. Y no es que sean una persona, sino que siguen siendo dos,

pero tan unidas, que una misma cosa son.

Explica San Juan de Ávila qué ocurre después de la unión. El resultado es el

endiosamiento del hombre. Ya son tan una cosa el cristiano y el Espíritu que cuando el

hombre hace el bien es en realidad el Espíritu el que lo hace, y así cuando habla, reza,

gime, etc., es el Espíritu, que ahora mora en el hombre, el que en realidad habla, reza,

gime en nosotros. Pero como Espíritu y cristiano, aunque unidos, no son una persona,

sino que siguen siendo dos. Explica el Santo Maestro que el hombre no queda anulado

en esta unión, sino que sigue gozando de autonomía y libertad; lo único que ocurre es

que todas las buenas obras que hace el hombre que está lleno de Espíritu tiene a éste

como autor principal, al que llama padre de nuestra buena actividad, ya que es el

principio, origen, y ser de la misma.

4.3. El Espíritu obra en los cristianos y en los sacerdotes

El Espíritu Santo obra en los que mora aquellas mismas maravillas que hizo

Jesucristo con los que lo acogían: consuela, cura, enseña, predica, alegra, etc.: ―Así

como Jesucristo predicaba, así ahora el Espíritu Santo predica; así como enseñaba, así el

Espíritu Santo enseña; así como Cristo consolaba, así el Espíritu Santo consuela y

alegra‖ (Sermón 30, 19). El Espíritu Santo obra en los cristianos como autor principal,

siendo éstos autores secundarios de las buenas acciones.

De esta actividad del Espíritu con nosotros es de donde recibe los distintos nombres

con los que nos referimos a Él: ―Consolador, de este Doctor, de este Consejero y de este

Enseñador‖ (Sermón 30, 3). Pero para San Juan de Ávila el Espíritu es sobre todo el

santo fuego de amor, es el mismo Amor que nos convierte en amor, es la misma caridad

de Dios. Lo mismo que al Padre se le atribuye la eternidad, y al Hijo de Dios, en cuanto

Dios, se le atribuye la hermosura y ser imagen del Padre, al Espíritu Santo se le atribuye

el amor. Por eso nos dice: ―El mismo Espíritu Santo es ternura, es amor: Deus charitas

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est‖ (Sermón 32, 3); y no sólo eso, sino que el Espíritu Santo ―es la misma blandura, la

misma devoción, es el mismo amor‖ (Sermón 41, 30). De ahí que cante al Espíritu:

―¡Oh dulce fuego! ¡Oh dulce amor! ¡Oh dulce llama! ¡Oh dulce llaga, que así

enciendes los corazones helados más que nieve y los conviertes en amor! Con el

fuego principal de tu venida henchiste el mundo de tu amor‖ (Tratado del amor de

Dios, 10, 389-392).

Del Espíritu que mora en nosotros, es de donde dimana nuestro amor a Dios y al

prójimo, los dones, bienaventuranzas y virtudes, tanto las teologales, como las

cardinales:

―Sabed que de la gracia que Dios pone en el ánima sale conocimiento de Dios, y

de sí mismo sale lumbre para no errar en las cosas de Dios, y procede caridad con

los prójimos. De aquí le procede al alma amor de Dios; procédele siete dones del

Espíritu Santo, ocho bienaventuranzas; le vienen aquí siete virtudes, cuatro

cardinales y tres teologales‖ (Lecciones sobre 1 San Juan [I], 3, 129-134).

5. CONCLUSIÓN

Hemos visto a lo largo de esta meditación cómo para San Juan de Ávila la plenitud

del hombre, y, por tanto del sacerdote, se debe fundamentalmente al amor que nos

tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu. En este sentido se podría decir que somos hijos de

la Santísima Trinidad. El hombre responde, por su parte, ayudado por el Espíritu, a esta

relación que establece cada una de las personas del Dios trino y uno. Los tres moran en

el cristiano, pero cada uno establece una relación propia con nosotros.

De esta forma, la plenitud del hombre radica en la nueva relación que el Padre, el

Hijo y el Espíritu han establecido con el hombre y de éste con cada uno de ellos

llegando a una unidad de amor tan grande que, sin perder la identidad, ni ellos, ni él,

puede el hombre decir, como ocurre en el matrimonio, que son una sola cosa por la

participación en su amor; y todavía más, pues puede exclamar con Pablo: ―Ya no soy

yo, sino que es Cristo, quien vive en mí‖ (Gál 2,20), y por esta unión con Cristo en el

Espíritu, también con el Padre. Así, según San Juan de Ávila, fuimos creados para ser

hijos del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, por lo que sólo nuestra relación y

unión con cada uno de ellos constituirá nuestra total plenificación humana, cristiana y

sacerdotal.

6.PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. San Juan de Ávila nos dice que Dios es Amor. ¿Me sé amado por Dios con ese

amor que es Misericordia para con toda mi realidad personal y sacerdotal?

2. Yo, sabiéndome amado con este amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu me

regalan, ¿obsequio a los demás con este mismo amor?

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3. Cuando oro al Padre ¿lo hago desde la confianza profunda de un hijo que se

siente niño en las entrañas del Padre, tanto en tiempo adverso como en tiempo

de bonanza?

4. ¿Vivo mi vida consciente de estar siempre en la presencia de Dios a través del

Espíritu Santo? ¿Consciente de que soy receptáculo y templo del Espíritu? ¿A

qué consecuencias me lleva todo esto?

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RETIRO 2.

LA PALABRA DE DIOS

Este día de oración lo hacemos también de la mano de San Juan de Ávila. Con él

entraremos en esa ―estrecha y familiar comunicación‖ con el Señor (Audi, filia, 70,1), y

lo haremos, según sus expresiones, como ―un niño o uno que oye órgano y gusta‖

(Plática 3ª, 10). Es Dios mismo el que quiere venir para entrar en comunicación con

nosotros. Él es el primero que se nos ha comunicado, el que nos ha hablado; y por eso

nosotros lo primero que tenemos que hacer es entrar en esa actitud de escucha amorosa,

que nos llevará a un diálogo de amor y a un cumplimiento de su Palabra.

San Juan de Ávila es ante todo un oyente y cumplidor de la Palabra de Dios, que nos

habla en la Escritura, interpretada por la Tradición, especialmente de los Santos Padres

y de los santos, y custodiada por el Magisterio. Es también un oyente y cumplidor de la

Palabra de Dios que nos habla en la vida de cada día.

Dios ha creado al hombre para entrar en diálogo amoroso con Él. La vida cristiana

consiste en dejarse amar, y, como respuesta, en amar a Dios y al prójimo y a todos los

seres y cosas por Él creados. Él nos ama, y por eso nos habla de su amor. Su Palabra en

realidad es su Hijo Jesucristo hecho carne y escarnio en la cruz por nosotros. Él es su

Palabra. Dios sale a nuestro encuentro y nos habla en su Hijo, en su Palabra escrita en la

Biblia, en su Palabra contenida en la Tradición de la Iglesia, sobre todo en los Santos

Padres y en los santos, en su Palabra contenida en los concilios tanto universales como

provinciales, y en su Palabra en la misma vida, discernida siempre en consonancia con

la Iglesia.

Todas estas son salidas de Dios y amor hacia nosotros para entrar en un diálogo de

amor con Él que produzca una unión de amor, en el que seamos transformados y tan

llenos de Él que digamos como Pablo que ya no son dos sino uno, es decir ese “vivo yo,

pero no yo sino Cristo que vive en mí” (Gál 2,20).

El principal libro de San Juan de Ávila es, como sabemos, Audi, filia, es decir,

Escucha hija, mira, inclina el oído, etc, pero esta actitud de escucha no es sino respuesta

a ese Dios que es el que primero y por amor nos habla, nos mira, nos oye e inclina su

oreja (cf. Audi, filia, 82,2). Como Él lo hace primero no es de extrañar que nos lo pida;

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por eso “nos ha mandado, según hemos oído, que le oigamos y miremos, y le

inclinemos nuestra oreja” (Ibid., 82,1).

En esta introducción a la oración de hoy, basada en la Palabra de Dios según nos lo

propone San Juan de Ávila, vamos a meditar en los siguientes puntos:

1) Dios nos habla realmente.

2) Principales medios que Dios ha utilizado y utiliza para hablarnos: Sagrada Escritura,

Tradición, Magisterio y vida.

3) Actitudes con que tenemos que recibir la Palabra de Dios.

4) Qué tiene que producir en nosotros la recepción de la Palabra de Dios: amor a Él y a

todos.

5) Pistas para la reflexión

Veamos cada uno de ellos.

1. DIOS NOS HABLA REALMENTE

Para San Juan de Ávila Dios es ―suma comunicación‖ (Audi, filia, 39, 3), que se da

en el seno de la Trinidad, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; pero por pura

liberalidad, por puro amor gratuito, se nos comunica también a nosotros, se nos da a

nosotros, sobre todo en su Palabra hecha carne, en Jesucristo. Lo importante ahora es

tomar conciencia de que Dios nos ha hablado y nos sigue hablando; por eso nos insiste

el Santo Maestro: ―Escucha‖, porque Él te habla porque te ama.

Dios habla sobre todo en Jesucristo, el Verbo encarnado: ―Esta Palabra eterna se

hizo temporal… luego, predicar a Dios encarnado, sería predicar todas las cosas‖

(Lecciones sobre 1 San Juan [II], 1ª). Y es a Jesucristo a quien tenemos que escuchar y

a quien tenemos que predicar, porque Él es la Palabra de Dios entre nosotros: ―La

Palabra de vida estaba escondida en el seno del Padre; y ahora temporalmente, tomando

carne humana, apareció entre nosotros, y anda por los templos, por los púlpitos‖

(Ibidem). Y especifica Juan de Ávila la labor de Cristo como Palabra que actuó en

nuestra historia con amor y por amor: ―[…] esta Palabra que del cielo descendió a este

mundo vino haciéndose hombre; el cual alumbró la tierra con su doctrina y ejemplos,

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como verdadero sol y verdadera luz; y la embriagó, consolándola y alegrándola, dando

vista a los ciegos, oído a los sordos, y salud a los enfermos de grandes y diversas

enfermedades, y aun resucitando a los muertos; y después dio su vida en la cruz, muy

bastante para ganar a los hombres la vida bienaventurada que no tiene fin‖ (Tratado

sobre el sacerdocio, 46).

Por eso, a las palabras de Jesús hay que prestar una atención especial: ―Aunque a

toda la Escritura de Dios hayáis de inclinar vuestra oreja con igual crédito de fe, porque

toda ella es palabra de una misma suma Verdad, sin embargo debéis tener particular

cuidado de aprovecharos de las benditas palabras que en la tierra habló el verdadero

Dios hecho carne, abriendo con devota atención vuestras orejas de cuerpo y de ánima a

cualquier palabra de este Señor, dado a nosotros por especial maestro, por voz del

Eterno Padre, que dijo: Éste es mi muy amado Hijo, en el cual me he agradado; a él oíd

(Mt 17,5)‖ (Audi, filia, 45, 4).

Dios ya nos había hablado en la creación y en los profetas, pero no con la claridad

con que nos ha hablado en su Hijo. En realidad, era Él el que hablaba en ellos. De aquí

que debamos prestar mucha más atención a lo que ahora sale de su misma boca. De aquí

que recomiende Juan de Ávila a Sancha Carrillo y a toda persona que quiera escuchar a

Dios: ―Sed estudiosa de leer y oír estas palabras [de Dios encarnado]… que no hallaréis

en todas las otras que desde el principio del mundo Dios haya hablado. Y con mucha

razón, pues en lo que en otras partes ha dicho, ha sido hablar Él por boca de sus siervos;

y lo que habló en la humanidad que tomó, lo habló por su propia persona; abriendo su

propia boca para hablar, el primero había abierto y después abrió la boca de otros, que

en el Viejo Testamento y Nuevo hablaron‖ (Ibidem).

2. PRINCIPALES MEDIOS QUE DIOS HA UTILIZADO Y UTILIZA PARA HABLARNOS:

SAGRADA ESCRITURA, TRADICIÓN, MAGISTERIO Y VIDA

Dedicamos este apartado a prestar atención a los principales medios con los que

Dios nos ha hablado y nos sigue hablando deteniéndonos en cada uno de ellos, según

nos lo presenta el Maestro Ávila: Sagrada Escritura, Tradición de la Iglesia, Magisterio

y la vida misma de cada día. Dedicaremos especial interés a la Palabra de Dios

contenida en la Sagrada Escritura, tan amada, reverenciada y vivida por el Santo

Maestro.

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2.1. Sagrada Escritura

San Juan de Ávila bebe especialmente de la Sagrada Escritura, que medita, estudia y

le sirve para la oración continua, y de la que saca fuerzas para su vida personal y

ministerial. Él está convencido de que Dios nos habla especialmente en la Sagrada

Escritura, de que en ella nos encontramos con el mismo Dios, de que en ella está su

amor: ―La sagrada Escritura casa de Dios es, silla de Dios es… Sus palabras manifiestan

su corazón y cómo Dios sea simplísima verdad; su palabra es traslado de su corazón.

Por manera que esta Biblia es traslado del corazón de Dios‖ (Lecciones 1 Juan [I], 6ª,

199-204).

La Sagrada Escritura está inspirada por Dios. Con ella Dios nos hace muchas

mercedes: ―Grandes mercedes nos hiciste en darnos tu divina Escritura, para provechos

y necesaria para servirte… Así tienes tú el profundo mar de tu divina Escritura,

destinado a hacer misericordia a tus corderos, que naden en el provecho suyo y

ajeno…‖ (Audi, filia, 48, 4).

La Escritura proviene del Espíritu: ―Toda ella y cada parte de ella es inspirada por el

Espíritu Santo, que es suma Verdad‖ (Sermón 35, 2). Y porque toda ella es inspirada

por el Espíritu es Dios mismo el que nos habla en toda ella, por lo cual hay que

escucharla toda con atención, porque es el mismo Dios quien en ella nos habla:

―—Espera, ¿no dijiste que decía San Pablo? —No es verdad lo que predicó Dios

encarnado que lo que escribió Pablo. —¿No va diferencia de Dios a Pablo? —Si Pablo

hablara como Pablo, bien fuera. Pero Pablo pone la lengua y la garganta, él pone la voz;

pero la palabra es de Cristo. Agustín: «Cuando uno va a sembrar, lleva una espuerta,

que quizá va llena de barro, y el trigo que va en ella es muy lindo. No es el trigo de la

espuerta bueno porque va en ella». San Pablo, Isaías, Jeremías ¿sabéis qué son?

Espuertas de la semilla y palabra de Dios. No tengáis en poco la semilla si la palabra es

vil… Tan verdad es lo que San Pablo dice en sus epístolas como lo que Cristo dice en el

evangelio, pues todo lo dice un mismo Espíritu‖ (Sermón 28, 20). También, refiriéndose

al Antiguo Testamento dirá Juan de Ávila que allí también hablaba el Espíritu Santo:

―Sed vos una de las ánimas a quien le dice el Espíritu Santo en los Cantares…‖ (Audi,

filia, 68, 4).

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San Juan de Ávila dice que hay que leer la Sagrada Escritura en su sentido literal, pero

también en su sentido moral o espiritual. Él utiliza los dos sentidos pero le da más

importancia al moral.

El sentido literal es lo que dice el texto en sí, al que hay que estar muy atento. Incluso

utiliza los mejores comentarios del momento para saber este sentido. Pero con esto no

basta, pues hay que llegar al sentido moral o espiritual, es decir, lo que pretende

decirnos en ese texto el Espíritu Santo: ―Y para que mejor se entienda habéis de saber

que en la Sagrada Escritura aquel se llama sentido literal el que suenan las palabras de

fuera; y esto quiere decir `letra´: lo de fuera, lo que es corteza del Espíritu. El sentido

literal es el principal sobre el que se fundan los otros, pero el que principalmente

pretende el Espíritu Santo, el principal intento de Dios es el sentido moral. Como si

dijésemos que, criando Dios el pan, más principalmente pretendía que sacases doctrina

del pan que no mantener el cuerpo‖ (Sermón 20, 2).

En la carta 5, escrita a un predicador, San Juan de Ávila da consejos sobre cómo ver

estos sentidos literal y moral de la Sagrada Escritura. En ellos, sin duda, nos quedan

reflejados su propia experiencia de estudio y meditación de la misma: ―estudie vuestra

merced —le dice— hasta comer, que serán un par de horas, y el estudio será comenzar a

pasar el Nuevo Testamento, y si fuese posible, querría que lo tomase de coro. El

estudiar será alzando su corazón al Señor, leer el texto sin otra glosa, si no fuere cuando

algo dudare, que entonces puede mirar o a Crisóstomo, o la Nicolao [Nicolás de Lyra], o

a Erasmo, o a otro que parezca que declara la letra no más; y no se meta en saber sino el

sentido propio que el Señor quiso allí entender, que por ahora no es menester leer más‖

(Carta 5, 105-112). Es decir, entrar en la Sagrada Escritura para ver qué quiere decir allí

el Señor, y sólo a partir de ahí descubrir lo que el Señor quiere decirnos a nosotros, y no

para predicar, sino en este momento escucharlo como provecho para nuestra alma. Sabe

San Juan de Ávila que cuando los predicadores nos adentramos en la Biblia o en libros

espirituales de la pasión del Señor, etc. podemos correr el riesgo de querer cogerlo como

ideas para luego ser predicadas, pero sin que pasen primero por nuestro corazón. Por eso

advierte que al leer la Biblia o libros devotos: ―Suelen venir en la oración algunas cosas

muy vivas para el entendimiento; y otras veces la misma persona que ora se pone allí

para predicarlo o enseñarlo, o para saberlo no más. Todo lo cual ha de mortificar vuestra

merced —le dice al mismo predicador—, enderezando su intención a su propia

edificación, y diciendo su ánima que aquellos ratos los quiere para sí mismo, y que no

quiere allí aprender cosa para otros; que otro tiempo habrá para ello; y así en toda

simplicidad y humildad busque el provecho de su ánima, sin querer hacer escuela de

entendimiento lo que es de la voluntad‖ (Ibid., 176-184).

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Es importante la recomendación que nos hace el Santo Maestro a la hora de leer la

Sagrada Escritura. Aunque en algún lugar recomienda que hay que meterse en la escena

que se está contemplando trasladando uno su pensamiento a aquel lugar como si se

estuviera allí mismo; cosa que también recomienda San Ignacio de Loyola. Pero en la

carta 5, San Juan de Ávila propone otro camino más sencillo, para que ni siquiera el

pensamiento haga el esfuerzo de situarse en esa escena como transportándose al lugar

donde ocurrió lo allí descrito por la Sagrada Escritura, sino que aconseja no ir tanto allá

sino hacerlo presente acá. Lo dice refiriéndose a algún paso de la pasión del Señor, que

recomienda que cada día se medite uno, pero se podría aplicar a cualquier pasaje de la

Escritura: ―Cuando pensare la pasión, no se vaya el pensamiento muy lejos de sí a los

lugares donde acaeció lo que piensa; sino que todo lo piense como si dentro de sí mismo

o cerca de sí mismo acaeciese… Imagine, no con demasiada fuerza, el paso que quiere,

y párese a mirar simplemente lo que el Señor pasaba, como si presente estuviera‖ (Ibid.,

130-135).

La Iglesia no sería Iglesia si no tuviese la Sagrada Escritura y los sacramentos, de lo

cual se infiere también que una vida cristiana, presbiteral, parroquial, etc. no sería tal si

no bebiese de la Sagrada Escritura y de los Sacramentos, pues de ellos nos viene el agua

de la gracia de Dios: ―¿Qué cántaro lleva sabiduría [gracia] del cielo, sino la Escritura

divina, en la cual está la ciencia y palabra de Dios? ¿Qué cántaro contiene gracia

celestial con que se apagan los malos deseos, y se riega el ánima, con que da fruto que

lleve a la vida eterna, sino los santos sacramentos de la Iglesia?... Aquella Iglesia que

cree y tiene la Escritura divina, y que tiene y confiesa haber sacramentos por los cuales

se da la gracia, aquélla tiene señales de la verdadera Iglesia‖ (Sermón 33, 11-12).

La necesidad de la Sagrada Escritura la tienen muy especialmente los predicadores y

curas que tienen como misión enseñar a los parroquianos a obrar bien y ayudarles a

salvarse: ―Y, para que esto se haga con fruto, es menester que el tal cura sea

medianamente docto en la ley de Dios, que está en su santa Escritura, porque en ella

está lo que conviene a estos efectos, como dice San Pablo: Toda escritura inspirada por

Dios es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud (2

Tim 3,16); y así, conviene que sepa la sagrada Escritura, aunque no las dificultades,

sino lo llano de ella‖ (Tratado del sacerdocio, 38). Pero el Santo Maestro, consciente de

la importancia de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia y de cada cristiano, quiere

que todo el pueblo de Dios se alimente de ella. Su predicación no es sino un ir

explicando y ayudando a penetrar en ella y presentarla como palabra de Dios actual para

los oyentes. Toda ella está llena de citas de la Palabra de Dios.

Hasta incluso aconseja a los que gobiernan los pueblos que además de pedir a Dios

sabiduría para hacerlo, y humildad para pedir consejo a otros, acudan a la sagrada

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Escritura para bien regir sus vidas y las ajenas, cosa que hace con maestría en la carta

11 a un señor estos reinos. Consejos que son también muy válidos para los que tienen

que gobernar la Iglesia: obispos y sacerdotes. Así dice: ―Conviene que tenga alguna

noticia de la ciencia y palabra de Dios que está en la Escritura divina, pues allí están los

principios y avisos para gobernar un hombre a sí mismo, que no es pequeña parte para

gobernar bien a otros; y también hay doctrina particular para los que rigen a otros. Hay

ejemplos de buenos reyes a quien seguir y castigos de malos que pongan temor. Y no

sin causa mandaba Dios que el libro de su ley fuese dado a los reyes por mano de los

sacerdotes, sino para que leyendo en él conociesen de cuya mano tenían el reino y cómo

lo habían de gobernar, según las leyes que en la Escritura divina están. Especialmente

servirá para esto la lección de Proverbios, Eclesiástico y Sabiduría y libros de los Reyes,

y algunos lugares de los Profetas que tienen particular cuenta con los que rigen a otros;

y el Testamento Nuevo, cuya doctrina es más excelente que otra ninguna. Y convendrá

tener alguna Glosa ordinaria para declaración de algunos lugares que tengan alguna

dificultad… Cuán conveniente cosas sea el tomar consejo en negocios importantes y

cuánto lo sean los de la gobernación de la república [de la cosa pública], la Escritura

divina y humana y razón natural y la experiencia nos lo demuestra‖ (Carta 11, 755-

783).

Convencido de la importancia de la Sagrada Escritura para todo el pueblo cristiano,

quiere que todos se alimenten de ella, pues el contacto con ella es el contacto con Dios.

Así lo vemos en Écija formándose con un grupo de clérigos y laicos en torno a la Biblia

y comentando la Carta a los Hebreos; lo veremos después en Zafra, dando los Ejercicios

espirituales en torno a la Primera Carta de Juan, o predicaciones sobre la Carta a los

Gálatas. También San Juan de Ávila establecerá la cátedra de Sagrada Escritura en la

Universidad de Baeza, y la formación permanente del clero la primera parte del año en

torno a la Sagrada Escritura tanto en las Catedrales y colegiatas como en los pueblos

donde haya 8 o 9 clérigos. Del Maestro Ávila sabemos que dijo el mismo Ignacio de

Loyola que si quisiese entrar en la Compañía de Jesús sería recibido como el ―Arca del

Testamento‖, por su conocimiento y aplicación en la vida de la Palabra de Dios

contenida en la Escritura, la cual se sabía de coro, que no habría miedo que se perdiera

pues él solo la podría restituir a la Iglesia. Además se la sabía de memoria (cf. LUIS

MUÑOZ, Vida, l.3º, c.26).

2.2. La Palabra de Dios en la Tradición de la Iglesia

Dios nos ha hablado sobre todo en su Hijo, y su enseñanza queda contenida

especialmente en la Sagrada Escritura, como hemos visto. Pero esta Escritura ha de ser

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leída e interpretada según el sentido de la Iglesia: ―Lleve quien hubiere de entrar en ella

[en la Sagrada Escritura] el sentido de la Iglesia católica romana, y evitará el peligro de

herejía‖ (Audi, filia, 48,4). Advierte del peligro de querer interpretarla según el parecer

de cada uno, que ya en su tiempo se está dando, entre los protestantes y en muchos

católicos. Ambos se alzan ―con la palabra de Dios y con el entendimiento de ella. Éstos

suelen mucho ensalzar la honra de la divina palabra, y es tanto su yerro, que, pensando

que ellos se rigen por ella, son regidos por su propio sentido, porque quieren entender la

palabra de Dios como a ellos parece y no de otra manera; y, en fin, diciendo que la sola

palabra de Cristo ha de reinar, vienen a querer que reine su propio sentido, pues ellos

quieren ser los que den el sentido a la palabra de Dios, y la hacen decir esto o aquello‖

(Carta 9, 19-27). Con lo cual en vez de ser palabra de Dios se convierte en palabra de

hombre, de lo que cada uno quiere que diga Dios. ―¿Qué cosa habría más mudable e

incierta que la Iglesia cristiana si a cada uno que dice que tiene el sentido de la palabra

de Dios hubiésemos de creer? Aquello sería verdaderamente ser regida por pareceres de

hombres, pues aunque haya palabra de Dios, el entendimiento es de cada hombre‖

(Ibid., 27-31).

San Juan de Ávila nos dice que siempre hay que leer la Escritura con la lumbre del

Señor, que es con la que fue escrita, y que se da especialmente en la Tradición de la

Iglesia, expresada en los santos, sobre todo en los Santos Padres y en el Magisterio. Y

nos da una regla para discernir esta Tradición: ―Por eso el Señor, que nos dio su palabra,

nos dio varones santos en quien él moró, para que nos declarasen la Escritura con el

mismo espíritu que fue escrita; para lo cual ni es bastante el ingenio sutil, ni juicio

asentado, ni las muchas disciplinas, ni el continuo estudio, sino la verdadera lumbre del

Señor, la cual, cierto, estamos más ciertos haber morado en los santos enseñadores

pasados que en los no santos de ahora. Y si los pasados en alguna cosa como hombres

faltaron, para esto está la Iglesia romana, a la cual en su Pontífice es dado poder de las

llaves del reino de los cielos y de apacentar la universal Iglesia (cf. Mt 16,19; Jn 21,15-

17); y a quien esto está dado, también la está dada la lumbre para discernir y juzgar cuál

o cuál es la verdadera doctrina y verdadero sentido de la Escritura‖ (Carta 9, 31-43 –a

un predicador−).

San Juan de Ávila cita mucho a San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Ambrosio,

San Jerónimo, San Gregorio Magno, San Bernardo, San Buenaventura, Santo Tomás de

Aquino, etc. Y acude a comentarios como el de Erasmo, pero en lo que no discrepe con

la doctrina de la Iglesia.

2.3. La Palabra de Dios expresada en los concilios

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Con mucha frecuencia alude San Juan de Ávila a cómo debemos oír la voz de Dios

expresada en los concilios de la Iglesia. Dios nos habla en el Magisterio, de una manera

especial en los concilios, tanto en su letra como en su espíritu. Hay que escuchar a Dios

a través de su Magisterio: concilios y Papa: ―Como si el mismo Jesucristo les predicara

lo recibieron [lo que decía Pablo en la Carta a los Gálatas], y por esto los alaba. Pues, si

a un solo apóstol y ministro de Dios reciben y admiten su doctrina, teniéndola por la del

mismo Dios, ¿cómo no debe el cristiano admitir la doctrina que le enseña la

congregación de los ministros de Dios que es el Concilio, o la que le enseña el príncipe

de los ministros que el Vicario de Cristo‖ (Comentario a los Gálatas, 16).

Está convencido de que es el mismo Espíritu Santo el que habla a través de ellos, por

lo que la escucha del Espíritu y la ejecución de lo por Él en ellos mandado es de

absoluta prioridad. Así, refiriéndose a la necesaria formación permanente de los

sacerdotes mandada en numerosos concilios, incluso en el tridentito, y viendo su falta

de aplicación, el Maestro Ávila llega a decir: ―Y oigamos ya de una vez al Espíritu

Santo pues que tantas veces lo ha mandado, y no se hagan los prelados sordos tantas

veces‖ (Advertencias al concilio de Toledo [I], 46).

San Juan de Ávila posee un amplio conocimiento de los concilios de la Iglesia y los

utiliza con frecuencia. Él los conoce, los cita y urge su aplicación porque además de la

necesidad palpable de esto es la voz del Espíritu. Y hasta urge una recopilación de los

mismos porque se hayan dispersos y no favorece su conocimiento, y por tanto su

aplicación. ―Por no tener los teólogos copia de todos los Concilios, ignoran muchas

cosas necesarias. Convendría que mandase —el concilio de Trento— ponerlos en las

Universidades e Iglesias Catedrales. Los Concilios que comúnmente andan impresos

son pequeña parte de los que hay‖ (Memorial primero a Trento, 67). También da

importancia a la aplicación de lo que el Espíritu sugiere a las Iglesias, para lo que

recomienda los Concilios nacionales o provinciales (cf. Advertencias al concilio de

Toledo [I], 51).

El mismo Juan de Ávila pone todas sus energías, y ya no eran tantas, en ayudar a los

padres conciliares del concilio de Trento a través de los Memoriales, porque estaba

convencido de su importancia; así como de las aplicaciones de éste en los sínodos

nacionales, el de Toledo, cuyas disposiciones iluminaron el de Granada, y éste a su vez

los del Méjico y Perú. Al mismo Juan de Ávila lo vemos leyendo y examinando la letra

del concilio de Trento para aplicarlo mejor y estudiándolo con el P. Gómez, pidiendo

las aclaraciones oportunas cuando algo no entienden al que sí había estado en él, a su

amigo el arzobispo Guerrero (cf. Carta 219).

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Esto nos tiene que hacer pensar en cómo leemos y aplicamos en la actualidad el

Concilio Vaticano II. Juan Pablo II, con motivo del aniversario del Vaticano II, nos dijo

que el Concilio, en su letra y en su Espíritu sería la Carta Magna para el Tercer Milenio.

Y el Papa Francisco nos acaba de recordar que el Concilio es obra del Espíritu y que

hay que aplicarlo. Tendremos que analizar qué grado de conocimiento tenemos de él,

tanto en su letra como en su espíritu y cuál es el grado de cumplimiento. Sería una

equivocación pensar que porque sabemos algo ya lo sabemos todo, leído todo, meditado

todo y aplicado todo. Hace falta en esto una escucha del Espíritu en nuestros días a

través de la letra y espíritu del Concilio Vaticano II, y esto a través de un estudio

personal y también comunitario, como el de Juan de Ávila y su aplicación más profunda

también personal y comunitaria.

2.4. Dios nos habla en la vida

Para San Juan de Ávila Dios nos va hablando también en la vida de cada día. Él es el

que nos va guiando. Por eso hay que estar atentos a su voluntad: Esto es lo que hizo el

Santo Maestro durante toda su vida. Esto es lo que nos enseñó Cristo: ―El Espíritu de la

verdad, os guiará hasta la verdad completa‖ (Jn 16,13). En realidad, es también lo que

nos recordaba Juan Pablo II, al decirnos en Pastores dabo vobis, 70 que se da no sólo

una llamada al sacerdocio, sino también una llamada de Dios en el sacerdocio, en el

ejercicio del ministerio, es decir, durante toda la vida. Por eso, toda la vida debe ser una

escucha a Dios que nos habla y una respuesta permanente a su llamada expresada en el

seguimiento de Jesucristo.

San Juan de Ávila dejó los estudios de leyes de Salamanca, debido a un especial

llamamiento del Señor. Debido a otro llamamiento, en este caso a través al arzobispo de

Sevilla, no cogió el barco para ser misionero en Méjico, sino en la península. Y así

siempre estuvo abierto a esta voz de Dios, cosa que en su vida era prioritaria. La

respuesta a su amigo, el arzobispo Guerrero, que le había invitado en el comienzo de su

pontificado en Granada, nos da idea de su escucha permanente a esta voluntad de Dios.

Por eso le dice en una carta que no podría asistir en esos momentos, cosa que le

agradaría tanto, por encontrarse misionando unos pueblos cerca de Montilla. Y así le

respondió al arzobispo:

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―Yo tengo tantas trampas, que así llamo a mis ocupaciones, que no así puedo

desembarazarme; y me es necesario visitar unos pueblos, aunque no creo me

detendrán mucho. Y el cuándo será no lo sé… A lo que más me extiendo es a decir

lo que pienso hacer, dejando el efecto de ello a la voluntad del Señor, sin que me

quede cerrada la puerta, para hacer lo que más conforme a ella me pareciere… Lo

que a vuestra señoría suplico es: lo uno, que con sus oraciones y sacrificios lo

encomiende al Señor, porque mi idea no sea por humana voluntad, sino a mucho

contentamiento del Señor‖ (Carta 177, 25-39).

San Juan de Ávila se ha dejado guiar siempre por el Espíritu en la vida, y así lo

aconseja a todos, especialmente a los pastores. A D. Pedro Guerrero le dice: ―Y sea el

Espíritu Santo maestro y fuerza de vuestra ilustrísima señoría, para que en todo acierte y

con todo salga‖ (Carta 177, 103-104).

Es en la oración donde escuchamos especialmente al Señor para poder regir nuestra

vida y la del pueblo a nosotros encomendado. También manifiesta esto en la carta a D.

Pedro Guerrero, aunque esto es aplicable a todos los obispos y sacerdotes: ―Lo primero,

que vuestra señoría se convierta de todo su corazón al Señor, frecuentando el ejercicio

de la oración, encomendando a la misericordia divina el buen suceso del bien de sus

ovejas y pidiendo sustento del cielo, para que tenga qué darles, porque si de allá no

viene, ¿qué les podrá dar sino cosa que no les engorda ni vivifique? Que de Moisés

leemos que en todas sus dudas acudía al tabernáculo del Señor, y de allí salía enseñado

de lo que había de hacer y ponerlo en obra‖ (Carta 177, 45-52). Y sólo si esta oración

es asidua y de verdadera escucha, podremos escuchar verdaderamente al Señor en todas

las circunstancias de la vida.

3. ACTITUDES DE ESCUCHA DE LA PALABRA DE DIOS

Indicamos ahora algunas actitudes fundamentales con las que hay que escuchar y

acoger la Palabra para que ésta pueda producir fruto abundante en nosotros.

3.1. Leerla y escucharla bajo la inspiración del Espíritu Santo, porque Él es el autor, de

aquí que haya que invocarlo antes de comenzar al acercarnos a ella. ―¿Qué sentir de esta

palabra: El que no tiene espíritu de Cristo, este tal no es de Cristo? Habrá algunos que

oyéndola bendecirán a Dios, porque por su misericordia confían que tienen Espíritu de

Cristo; otros habrá que oyéndola les dé mal de corazón, especialmente a algunos que

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oyendo decir Espíritu hacen cuenta que oyen nombrar al diablo, como los gentiles, que

no podían oír decir que había un Dios… Los cristianos confiesan un Dios que tiene un

Hijo igual a su Padre; mas, en nombrándoles a algunos Espíritu, les da mal de corazón.

¿Cómo hemos de hablar, sino como Dios y la Escritura hablan? Una gente tan enemiga

de Espíritu, que ni siquiera le quieren oír nombrar. ¿De dónde nace eso? De estar el

corazón maleado‖ (Sermón 28, 21)

3.2. Es el amigo Dios el que habla, por tanto, hay que escucharla en una actitud de

amistad y amor: ―sed amigos de la Palabra de Dios, leyéndola, hablándola, obrándola‖

(Carta 86, 171-172).

3.3. Actitud de fe: ―oír y aprender lo que habla Dios en su divina Escritura y en su

Iglesia católica‖ (Audi, filia, 31, 1-3). Esta actitud nos llevará a tener un corazón

sencillo, porque a veces nuestra razón no alcanza lo que Dios nos dice en su Palabra,

pero acojámoslo con un corazón sencillo y fiémonos de Él, porque no es que vaya

contra nuestra razón, sino que su luz sobrepuja toda razón, por ser una luz tan

resplandeciente que nuestro pequeño ser no lo puede abarcar. ―Cierto que muchos han

oído palabras de Dios, y han tenido conocimientos de cosas sutiles y altas, y porque se

arrimaron más a la curiosidad de la vista que a inclinar con obediencia la oreja de su

razón, se les tornó el ver ceguedad, y tropezaron en la luz de mediodía, como si fuera

tinieblas. Por eso, si no queréis errar en el camino del cielo, inclinad vuestra oreja,

quiero decir, vuestra razón, sin temor de ser engañada, inclinadla con profundísima

reverencia a la palabra de Dios, que está dicha en toda la sagrada Escritura. Y si no la

entendieras, no penséis que erró el Espíritu Santo que la dijo, sino sujetad vuestro

entendimiento, y creed, como San Agustín dice que él lo hacía, que por la alteza de la

palabra, vos no la podéis alcanzar‖ (Audi, filia, 45, 3).

3.4. Actitud de auténtico discípulo de la Palabra de Dios, ―es buen discípulo el que obra

y se le pega a las entrañas lo que oye‖ (Sermón 49, 10). Lo más importante es recibirla

en fe viva, para decidirse a seguirla en el camino de la contemplación y de la caridad:

―El que verdaderamente guarda la Palabra de Dios, está perfecto en el amor de Dios…

Digo que no se puede guardar la Palabra de Dios sin amor de Dios‖ (Lecciones 1 Juan

[II], 7ª, 200-203).

3.5. Actitud de que es Cristo es que allí nos está hablando y allí nos está realizando

aquellas mismas maravillas que cuenta en el Evangelio. A un sacerdote, después de

celebrar la misa y recogerse para dar gracias por la mañana, le dice: ―Es buen ejercicio

acordarse de algún paso del Evangelio donde el Señor hizo algún beneficio, así como

cuando sanó al leproso y libró a los discípulos de la tempestad del mar, comenzando un

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evangelista desde el principio, y rumiar cada día después en su paso, y suplicar al Señor,

que está dentro de nos, que haga la misma merced en nuestras ánimas, pues hay la

misma necesidad‖ (Carta 8, 55-62).

3.6. Escuchar la Palabra de Dios con la actitud de la Virgen: ―Hágase en mí según tu

palabra‖, como ocurrió no sólo en la Encarnación sino también en la Asunción (cf.

Sermón 70). Es necesario guardar y cumplir la Palabra de Dios como la Virgen (cf.

Sermón 68, 7ss). A este propósito, San Juan de Ávila, hablando de la mujer que alabó a

la Virgen María por ser madre de Jesús (cf. Lc 11,27), pone en boca de Jesús:

―«Bienaventurada llamas, dice el Señor, a mi Madre, porque me trajo en su vientre y me

mantuvo a sus pechos; pero yo te digo que son bienaventurados los que oyeren la

palabra de Dios y la guardaren» (Lc11,28)… «Mujer… tú hablas al modo común, que

viendo a un hijo muy bueno, suelen llamar a su madre bienaventurada, y porque lo

engendró y dio su leche. Pero esa alabanza en los ojos de Dios, cosa es de muy mayor

valor, y si mi Madre no tuviera virtudes, con las cuales me concibiera en ánima y oyera

y guardara la palabra de Dios, ninguna cosa le aprovechara ser madre mía según la

carne, si no lo fuera según el espíritu»‖ (Sermón 68, 7-8).

3.7. Leer la Sagrada Escritura desde una actitud cristiana comprometida de seguimiento

de Cristo, incluso de no poner la confianza en el mundo sino en Dios, aunque nos traiga

persecución: Así le dice al P. Vergara, dominico: ―[…] en lo de la Escritura sagrada, le

digo que la da nuestro Señor a trueque de persecución. A vosotros —dice el mismo

Señor— es dado a conocer el misterio del reino de Dios, mas a los otros en parábolas

(Lc 8,10; cf. Mt 13,11; Mc 4,11). ¿Quién son estos vosotros? A vosotros, discípulos

míos, que no vivís de gana en este mundo y lo despreciáis, atribulados por mí, hechos

escoria de este mundo (1 Cor 4,13). Si algo de ello Dios me dio —que sí dio—, a

cambio de esto me lo dio. Y sin esto no aprovecha nada leer. Me parece que leyendo a

San Juan y a San Pablo y a Isaías, que luego han de saber la Escritura, y veo muchos

leerlos y no saben nada de ella. Y así veo que, si aquel Señor abre y descubre y enseña

el sentido de la Escritura, que tiene la llave, el poder y mando y autoridad en el reino

espiritual de la Iglesia… no puede otro enseñar el verdadero sentido de la Escritura sino

este solo Señor. Yo no sé más, padre, qué decirle, sino que lea a éstos; y cuando no los

entendiera, vea a algún intérprete santo sobre ellos, y especialmente lea a San Agustín,

Contra pelagianos y contra otros de aquella secta; y tome un crucifijo delante y Aquél

entienda en todo porque Él es todo y todos predican a éste. Ore y medite y estudie. No

sé más‖ (Carta 2, 237-256). Por tanto, delante del Señor crucificado, y con su luz, hay

que orar, meditar y estudiar la Sagrada Escritura.

3.8. Actitud de mendigo delante del Señor que en la Sagrada Escritura está. Y allí nos

visita el mismo Señor. En la carta 5, a un predicador, nos da unas recomendaciones que

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nos vienen muy bien también a nosotros: ―Párese a mirar simplemente lo que el Señor

pasaba, como si presente estuviera. Digo simplemente porque no ha de curar de razones

ni de mucho discurrir de pensamientos; mas, con una vista que dicen de inteligencia,

mirar al Señor… y considerarlo cómo estaba, esperando lo que allí le diere; porque este

negocio todo es recibir los movimientos e influencias antes que vengan, los cuales os

levantáis temprano (cf. Sal 127,2). Y lo que entonces le fuere dado, ahora sea

compasión, ahora amor, o dolor o temor de pecados, o edificación de costumbres, o

lágrimas, etc., todo lo tome sin desechar nada; y si ninguna cosa, no se altere; sino que,

renunciándose en las manos del Señor, tenga por gran merced haber su Majestad

consentido ante de su presencia un tan hediondo leproso, como él es, y con aquello se

consuele‖ (Carta 5, 134-147).

3.9. La lectura y escucha del Señor en la Escritura debe llevar aparejado el deseo de

perfección y de una vida santa. Además, cuanto más santa sea esta nuestra vida, mejor

entenderemos el sentido de lo que allí Dios nos dice, porque ―ésta es la condición de la

Sagrada Escritura‖ (Sermón 10). Se entiende más la Biblia a medida que se es más

santo, porque más se está en consonancia con el Espíritu Santo que la inspiró, que es el

que nos guía hacia la verdad plena: Refiriéndose al texto sobre la cananea que explica

en el jueves I de Cuaresma, sobre su petición al Señor ―¡Jesús, hijo de David, ten

misericordia de mí! (Mt 15,22)… Esta historia de la Cananea es muy notoria, todos la

sabéis; pero lo que una vez no entendísteis, imposible es que, oyéndolo otra vez, no lo

entendáis; que ésta es la condición de la Sagrada Escritura, que, cuanto más uno sube a

mayor perfección de vida y conocimiento de Dios, así va más entendiendo en un mismo

paso lo que antes no entendió. No se añeja la sagrada Escritura de Dios; siempre

hallamos en las cosas que muchas veces hemos leído cosas nuevas para entender y

secretos que otras veces no habíamos entendido‖ (Sermón 10, 2; cf. Audi, filia, 45 y 48).

4. EFECTOS DE ESCUCHAR Y CUMPLIR LA PALABRA DE DIOS

4.1. Al leer La Sagrada Escritura, y sobre todo los evangelios, es como si allí mismo

Dios nos estuviera hablando aquellas palabras, y se producen estos mismos efectos. Por

eso aconseja en Audi, filia: ―Sed estudiosa de leer y oír estas palabras, y sin duda

hallaréis en ellas una singular medicina y poderosa eficacia para lo que a vuestra ánima

toca, lo cual no hallaréis en todas las otras que desde el principio del mundo Dios haya

hablado … Y pedid al que tuviere cargo de encaminar vuestra ánima que os busque en

la sagrada Escritura, en la doctrina de la Iglesia y dichos de los santos, palabras

apropiadas para las necesidades de vuestra ánima, ahora sea para denfenderos de las

tentaciones, según el mismo Señor, ayunando en el desierto (cf. Lc 4,1-2), lo hizo para

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nuestro ejemplo, ahora sea para estimularos en las virtudes que os faltan, ahora sea para

haberos con Dios como debéis, y con vos, y con vuestros prójimos, mayores, menores e

iguales; y cómo os habéis de haber en la prosperidad y en la tribulación; y, finalmente,

de manera que podías decir: En mi corazón escondí tus palabras, para no pecar a ti. Tu

palabra es antorcha para mis pies y lumbre para mis sendas (Audi, filia, 45, 4 y 5).

4.2. Para San Juan de Ávila la Palabra de Dios realmente es eficaz. ―La Palabra del

Señor, en boca de sus predicadores, riega la sequedad de las ánimas como lluvia del

cielo venida; y, embriagadas con dulce amor del Señor, les hace dar frutos de buenas

obras. Y por experiencia se ve que el pueblo donde hay predicación de la Palabra de

Dios, se diferencia del que no la hay, como tierra llovida y fértil a la seca, que, en lugar

de fruto, dé abrojos y espinas… [Cristo encarnado es la Palabra de Dios] pero todos

estos bienes que la Palabra de Dios increada [Cristo durante su vida] obró en los

cuerpos de los hombres y los que ganó, mediante su pasión, para los ánimas, los obra y

efectúa mediante su Palabra que acá dejó. Con ésta alumbra nuestras ignorancias,

enciende nuestra tibieza, mortifica nuestras pasiones y, lo que más es, resucita las

ánimas muertas, que es mayor obra que crear los cielos y la tierra. Con esta Palabra

hiere el Señor y da salud, mortifica y da vida, mete a los infiernos y saca de allí, humilla

y ensalza, porque con temor de su justicia hace temblar al pecador y conocerse por

digno del infierno; y con la dulcedumbre de sus palabras, que prometen misericordia a

los penitentes, consuela al lloroso, y levanta al caído, y hace confiado al que estaba para

desesperar; y no sólo le libra de la muerte, sino que le da mantenimiento de vida, porque

su Palabra, mantenimiento del ánima es; y agua con se lave, y fuego con que se caliente,

arma para pelear, cama para reposar, lucerna para no errar; y, finalmente, así como la

Palabra de Dios increada [Jesús] tiene virtud de todas las cosas, así esta Palabra suya en

[la Iglesia]‖ (Tratado sobre el sacerdocio, 45-47; cf. Sermón 8 y 9).

4.3. La Palabra de Dios es alimento espiritual, que nos fortalece para el bien obrar: ―—

Señor, yo no puedo trabajar, que luego me canso. —No habéis almorzado hermano.

Éste es el apacentamiento de la gloria, de la palabra de Dios‖ (Sermón 8, 35). ―Cristo

dice que quien se funda sobre sus palabras que será como la casa fundada sobre piedra‖

(Sermón 12, 32; cf. Mt 7,24-25).

4.4. La Palabra de Dios contenida en la Escritura nos ayuda a regir nuestra vida. San

Juan de Ávila utiliza la comparación de un pez como alimento apetitoso y acompañante

del pan duro que constituye el cumplir con frecuencia la voluntad de Dios al renunciar a

lo que el mundo nos ofrece como vana felicidad y a nuestros propios placeres contrarios

al Evangelio: Ese pez es como un poco de miel para pasar ese pan de cebada:

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―Qué es el otro pez en su mano derecha? Una ley de fuego. Si os parece duro ese

pan, busca en la santa Escritura una palabra de Dios en que estribéis. —¿Qué haré

que soy fantástico, soberbio, pésame porque al otro hacen más cortesía que a mí,

cuando veo que en la iglesia al otro sentado en mejor lugar que yo, cuando veo que

al otro quitan el bonete y no a mí? —Toma esta palabra: Si no os convertís y os

hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (cf. Mt 18,3). Toma esta

palabra: que quien se abajare será ensalzado, y quien se ensalzare será humillado

(Lc 14,11; 18,14). ¿Qué le hizo a San Antón que dejase su hacienda y se fuese al

desierto? Que una vez, entrando en la iglesia, oyó las palabras del evangelio que

dice: Si queréis ser perfecto, vende todas las cosas que tienes y dalas a los pobres y

sígueme (cf. Mt 19,21). Dijo él: «Estas palabras son de Dios, el cual no puede

mentir, y habla conmigo, lo quiero hacer». ¿Quién no deja lo menos por lo más?

¿Qué mercader habría que no echase un real en una mercadería si viese que habría

de sacar ciento? ¿Quién no sembraría en tierra adonde sembrando poco cogiese

mucho? Cristo dice que quien se funda sobre sus palabras, que será como la casa

fundada sobre piedra (Mt 7, 24-25), que no basta aire ni tempestad para derribarla.

Y dice Dios que quien hace misericordia con sus prójimos, alcanzará misericordia

(Mt 5,7) con Dios‖ (Sermón 12, 32).

4.5. Al recibir la Palabra de Dios se origina un proceso de purificación y de unión con

Dios. Cuando entra examina para curar (cf. Sermón 28), porque ―es la lumbre con que

habéis de mirar vuestra ánima si está buena o mala‖ (Sermón 28, 24).

―Quién es la lumbre? Jesucristo, la palabra de Dios es la lumbre con que habéis de mirar

vuestra ánima si está buena o mala; y amaron los hombres más a las tinieblas que la

lumbre… —¿Por qué aborreces la palabra de Dios? —Porque te hace mal sabor al sueño

que quieres dormir. Te dicen. Si no perdonares a tus prójimos sus pecados, Dios no te

perdonará los tuyos (cf. Mt 18,35; 6,12). ¿Qué ha de sentir el enemistado? Nos dice: Si

no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios (Mt 18,3). ¿Qué ha de sentir

el fantástico? ¿Qué sentirá el que tiene lo ajeno, cuando oyere decir: «Si alguno tiene lo

ajeno, el diablo le tiene a él»? ¿Qué ha de hacer? ¡apagar la lumbre para dormir a su

placer! Recuerda que te mata el dormir; cata que te vas a andar al infierno. ¿Te hace mal

dejar el pecado, y por no decir: «No es verdad la palabra de Dios», quieres apagarla y

no acordarte de ella? Amaron los hombres más las tinieblas (que son los pecados) que

la luz‖ (Sermón 28, 24).

4.6. La Palabra de Dios es remedio para vencer las tentaciones. ―El rey David con

piedras venció aquel gran gigante Goliat, que desafiaba a todo el pueblo de Dios. Busca

tú, hermano, así, cuando te desafiare el demonio, una piedra en la Sagrada Escritura con

le quiebres la cabeza y te defiendas de él. Le dijo el demonio a Jesucristo: Haz que estas

piedras se conviertan en pan. Responde Cristo: Non in solo pane vivit homo, etc. quiso

aquí decir que no de solo pan vive el hombre (Mt 4,4; Lc 4,4), sino con todo aquello que

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quiere y manda Dios que viva; de forma que para mantener a un hombre no es menester

hacer de las piedras pan, sino mantenerlo en las mismas piedras (verbum pro re) [la

palabra con más fuerza que la realidad]. Y más, que lo llevó al pináculo del templo y le

dijo: Échate de aquí, que esté escrito de ti que los ángeles te servirán (Mt 4,6). Notad y

aprended de Cristo a responder al demonio con palabras santas de la sagrada Escritura.

En los libros santos deberías leer ciertas horas desocupadas, para entender en ello y para

ejercitaros en las palabras del Señor apercibidos en las tentaciones. No se hace así, y por

eso andáis como andáis. Lo llevó también a un monte muy alto y le dijo: Adórame y te

daré cuanto veas; todo es mío (Mt 4,9).

Mira en qué fue a acabar. Éstas son sus salidas. Le dijo Cristo: Vade retro; al Señor

adorarás y a Él solo has de servir (Mc 8,33). Confuso y avergonzado con las respuestas

que a sus tentaciones hizo Cristo, fuese, y quedó Cristo en el campo como fuerte

guerrero. Y vinieron los ángeles a servirle (Mt 4,11)… Esfuérzate tú, hermano, el

tiempo en que en este mundo estuvieres, en pelear varonilmente contra los demonios y

sus asechanzas. Y si así lo hicieres, vendrán no solamente los ángeles a servirte y

consolarte, sino el mismo Jesucristo vendrá, y te consolará, y te esforzará y abrazará, y

te dará gracia para este vencimiento y después su gloria, ad quam nos perducat‖

(Sermón 9, 28-29).

4.7. La Palabra de Dios produce muchos frutos en la Iglesia cuando los que la predican

la cumplen. San Juan de Ávila nos reconoce la valía de los buenos obispos y sacerdotes

que predican y viven la Palabra de Dios y los efectos beneficiosos en el pueblo. Sin

embargo, advierte, que esto no es lo más usual, y que, por el contrario, se producen

desastres en la Iglesia cuando no la predican ni la cumplen: ―Y el brazo derecho de los

que, con menear la espada de la Palabra de Dios, han hecho los buenos obispos

maravillosas y nombradas hazañas en la guerra de Dios, quedó en ellos [en los malos

obispos] tan flaco y aun del todo seco, como dice Dios, que ni quedó para menear

espada, ni aun para tenerla en la mano, ni aun para tomarla, y porque la palabra de Dios

no sólo es espada para matar los pecados, sino también es simiente espiritual con los

que los buenos prelados engendran hijos de Dios y con que, como con leche sustancial,

mantienen los ya engendrados, por la misma causa que los malos prelados quedaron

flacos para ejercitar la guerra espiritual, quedaron también estériles para engendrar y

criar para Dios hijos espirituales‖ (Memorial segundo a Trento, 11).

4.8. La Palabra de Dios descubre y examina la interioridad de cada uno, ―demuestra el

corazón… de hombres buenos y simples‖ (Lecciones 1 San Juan [I], 6ª, 200-202) y

comunica la intimidad de Dios, puesto que ―es traslado de su corazón‖ (Ibid., 203-204).

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4.9. La Palabra produce en nosotros la conversión y cambio de vida a mejor. ―La

palabra dicha en el púlpito, que no revuelve al malo los humores, no se dice como

palabra de Dios ni se recibe como palabra de Dios‖ (Sermón 28, 22).

4.10. La Palabra de Dios nos mueve a la alabanza a Dios, después de la conversión que

produce en el corazón: ―Amen. Señor, Dios mío eres tú, ensalzarte he. Ensalzar la

palabra de Dios, ensalzar al mismo Dios es. Yo ensalzaré tu nombre, porque hiciste

cosas maravillosas, y los pensamientos antiguos y lo que eternalmente pensaste lo

pusiste por obra. Ea ya, decid, ¿qué es: Redujiste a escombros la ciudad, convertiste el

fuerte en ruinas, derribaste la fortaleza extranjera y nunca más la reconstruirán. Por

eso te glorifica un pueblo fuerte y tiembla ante ti la ciudad de los tiranos (cf. Is 25,1-3):

«Yo te alabaré, Dios mío, porque has puesto la ciudad en alboroto, has alborotado

aquella ciudad de males que vivía en el corazón, que estaba en paz; yo te alabo porque

el corazón que estaba reposado y rellenado en sus pecados, lo has revuelto?» No hay

ruibarbo ni caña fístola que así revuelva el estómago como la palabra de Dios. Nadie

espere ser consolado de Dios, si primero no es entristecido. Si quiere ser consolado,

dolores y temores has de tener, alborotado has de estar, son pena de no ser palabra de

Dios la que oíste‖ (Sermón 28, 22).

―—Cuando os desconsuela la Palabra de Dios, no la olvidéis. Que tenéis el emplasto

puesto en la llaga, no lo quitéis, y os sanará. Os dice Dios una palabra que os lastima,

ponedla sobre la llaga… —Hermano, con eso sanaréis y veréis cuán grande consuelo

os da después… No has de vivir, hermano, por tu seso, ni por tu voluntad, ni por tu

juicio; por espíritu de Cristo has de vivir. Espíritu de Cristo has de tener. —¿Qué

quiere decir Espíritu de Cristo? —Corazón de Cristo… Dadme, Señor, vuestro

corazón, y luego amaré lo que vosotros amáis, aborreceré lo que vos aborrecéis‖

(Sermón 28, 25-26).

4.11. La Palabra de Dios es semilla de vida divina, que nos comunica la filiación

adoptiva. ―Es su Palabra la semilla que mora en nosotros, y nacen hijos para el cielo.

Nace humildad, nace castidad, nace templanza, nace paciencia y las demás virtudes. Y

porque no penséis que la palabra de Dios basta, es menester que la palabra de Dios

caiga en buena tierra, para que dé fruto para el cielo. Dice San Juan: Nadie puede entrar

en el reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu (Jn 3,5). El agua cae de fuera; la

semilla que queda es del Espíritu Santo. Quiere decir que va Dios ingeniado en aquella

semilla que os predicamos; y ésta es la simiente que fruto renacido de agua y de Espíritu

Santo‖ (Lecciones 1 Juan [I], 20ª, 282-292). Y así, ―su Palabra, mantenimiento del

ánima es, y agua con se lave, fuego con que se caliente, arma para pelear‖ (Tratado

sobre el sacerdocio, 47).

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4.12. Al que guarda y cumple la Palabra de Dios vendrá el Padre, el Hijo y el Espíritu

Santo a habitar en ellos.

―El que guardare mi palabra, éste me ama. —¿Cómo es eso? ¿Cómo tengo de

guardar sus palabras? ¿Cómo le tengo de amar? —Habéislo de amar, y en esto

mostraréis que verdaderamente le amáis, si por amarlo olvidares y dejares todo cuanto

os estorbare para amarlo y verdaderamente servirlo: Si vuestro ojo derecho, si la cosa

que así la amáis como a vuestros ojos, os escandalizare, si vuestra mano derecha, si

cualquiera otra cosa que mucho la habéis menester os apartare de este santo propósito,

cortadla (cf. Mt 5,29; 18,9).

—¡Cosa recia es ésa, padre! —Habéis de tener una navaja tan afilada, que aunque os

pongan delante padre y madre, y hermanos, y parientes, y amigos, y todo cuanto se

pudiere decir, si os aparta del amor de Jesucristo, cortadlo… Si por el dinero, o por la

hacienda, o por el pariente o amigo, o por la deshonra o por la honra, o por el favor o

arrimo, o por muerte, o por vida pecas, córtalo… —¡Cosa recia!... Señor, echa un

alguna azúcar; que trabajo y sudo para hacer esto, y apenas con todas mis fuerzas

salgo con algo; poned algún consuelo, poned algún premio. —Pláceme. Mi padre le

amará; mi Padre le querrá bien —dice Jesucristo—, y el galardón que por cumplir

mis palabras y guardar mis mandamientos le dará (en esto se les pagarán sus trabajos),

que el Eterno Padre pondrá sus ojos sobre él, y a él vendremos y morada cerca de él

haremos (Jn 14,23). No será la venida de pasada, pues ha de pararse a hacer morada y

mansión.

¿Quién podrá pasar por esta palabra sin dar bendiciones y alabanzas al Padre y al

Hijo y al Espíritu Santo?... viniendo el Hijo y el Padre, también el Espíritu Santo. No

te llames huérfano de aquí en adelante porque el mundo no te hace honra, porque el

mundo no te favorece, porque no tienes propiedades y riquezas de acá‖ (Sermón 30, 9-

10).

4.13. Por último, no podemos olvidar en este retiro que en el epistolario, San Juan de

Ávila recuerda a un predicador que la predicación de la Palabra de Dios, que ―la

Escritura sagrada… la da nuestro Señor a trueque de persecución‖ (Carta 2, 238), es

decir, que el guardarla, cumplirla y predicarla traerá persecución, primero de nuestro

ser, que no está siempre dispuesto a ponerse en manos de Dios, y segundo, de aquellos

que tampoco quieren aceptar la voluntad de Dios. Todo lo cual hay que vivirlo con

alegría y esperanza pues en esto nos pareceremos más a Cristo y a los Apóstoles, que

regaron con su sufrimiento el mundo y sembraron la semilla del Reino. El Señor

resucitado es la prueba de que su Palabra se va cumpliendo y dando fruto en nosotros y

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en el mundo. Él nos traerá su consuelo porque ―a la medida de lo que padecemos, nos

dará Dios los consuelos en el ánima nuestra (Sal 93,19)‖ (Sermón 30, 190-192).

5.PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. ¿Estoy atento a la escucha de Dios que me habla en la Escritura, Tradición,

Magisterio y vida?

2. ¿Leo, medito, oro y estudio la Sagrada Escritura con asiduidad?

3. ¿Cuál es el grado de cumplimiento de lo que Dios me dice hoy? ¿Noto los frutos

de este cumplimiento?

4. ¿Cómo podemos ayudarnos los sacerdotes a escuchar unidos lo que Dios nos

dice hoy, y tener un discernimiento comunitario?

5. ¿Cómo y cuando leo, medito, estudio y aplico lo que el Espíritu Santo nos ha

dicho en el Concilio Vaticano II?

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RETIRO 3.

LA EUCARISTÍA I

La celebración y vivencia de la Eucaristía es para San Juan de Ávila el

acontecimiento principal de la presente acción salvadora de Dios. En ella recibimos de

una manera actual todos los frutos que Cristo nos ha ganado con su muerte y

resurrección. De ahí que la vida de San Juan de Ávila y la vida de todos los cristianos,

comenzando por los sacerdotes, está marcada por la Eucaristía; y esto de tal manera,

que se pueda decir que somos una existencia eucaristizada, pues al comer el Cuerpo

de Cristo somos transformados en Él.

La vida, espiritualidad y ministerio de San Juan de Ávila están centrados en Cristo,

en el Padre, en el Espíritu, en María y en la Eucaristía.

Así pensaba San Juan de Ávila sobre la Eucaristía:

―De él (de Jesucristo) salió el manjar. !Oh, benditas sean tus maravillas! !Alabadas

sean tus grandezas y glorificadas sean tus misericordias! ¡Y cuan poco se puede decir

de ellas! Y eso poco que se alcanza, la lengua no lo sabe ni puede decir; y todo cuanto

dice también es poco!‖ (Sermón 47, 8).

También en el caso de la Eucaristía se cumplen las palabras de Pablo VI en la

homilía de su canonización: ―San Juan de Ávila es un sacerdote que, bajo muchos

aspectos, podemos llamar moderno, especialmente por la pluralidad de facetas que su

vida ofrece a nuestra consideración y, por lo tanto, a nuestra imitación. No en vano él

ha sido presentado al clero español como su modelo ejemplar y celestial patrono‖.

La Eucaristía, su vivencia, sus beneficios y sus exigencias, han sido uno de los

temas más tratados por San Juan de Ávila. Tres son los aspectos que yo quisiera

resaltar en esta meditación:

1) Su profunda vivencia eucarística a lo largo de toda su existencia, pues la

presencia de Cristo resucitado en la Eucaristía es el eje de su vida y ministerio

presbiteral.

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2)Su sólida teología eucarística expresada con un original y novedoso tinte, pues

siendo conceptos manejados y conocidos por muchos, suenan ahora de forma

diferente y con más frescura y claridad; y es que su presentación está llena de vida y

calor, ya que se trata ahora de una teología eucarística acrisolada y moldeada por el

corazón de un Apóstol que ha tenido la misma experiencia de Emaús: ―¿No estaba

ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos

explicaba las Escrituras?… (y) contaron lo que había pasado en el camino y cómo le

habían conocido en el partir el pan‖ (Lc 24, 32-35). La teología del Maestro Ávila, por

tanto, es una teología que hoy llamamos apostólica, al estilo de Pablo, ya que está

cocida desde la experiencia y rumiada en y para el ministerio.

3) De ahí, la cantidad de orientaciones a sacerdotes y laicos para celebrar y vivir la

Eucaristía, la preparación necesaria y las consecuencias para la vida.

Así pues, la Eucaristía es uno de los temas más elaborados en el ministerio de San

Juan de Ávila. Prueba de ello son los 26 sermones que han llegado a nosotros

dedicados a ella —recogidos en el vol. II de sus obras completas, y que ocupan casi

500 páginas—, las referencias continuas en sus cartas, en sus pláticas a sacerdotes, en

los tratados de reforma y sobre el sacerdocio, así como un pequeño tratado titulado

―Meditación del beneficio que nos hizo el Señor en el Sacramento de la Eucaristía‖.

Sería difícil poder resumir la gran cantidad de matices que encierra la vivencia y

predicación eucarística del Maestro Ávila. Nosotros vamos a tratar algunos de ellos,

deteniéndonos de una manera especial en la admiración que siente por la Eucaristía,

en cómo describe la relación entre la Eucaristía y la Trinidad, y con la Encarnación y

Pasión del Señor. Al final, veremos también lo que piensa sobre la relación entre el

sacerdocio y la Eucaristía. Lo vamos a hacer de la mano del mismo Juan de Ávila, a

través de sus textos, pues en ellos se encierra y se contagia la garra, el talante y el

ardor que él tenía, y del que gozaban sus discípulos y oyentes.

Una vez les decía:

―En este santo día y en esta dichosa hora, cuando uno [está] en la presencia de este

divinísimo Sacramento esperando de recibirlo, saltan en él centellas que del Señor

salen, que lo encienden en fuego de amor divinal, y lo muda el Señor, no con ira, sino

con blandura, y lo traga el fuego de su amor. No es maravilla que, pues Dios tiene ira

para conturbar y quemar a sus enemigos, que tenga bondad y dulcedumbre de amor

para en presencia de su gesto derretir y suavemente quemar a sus hijos.

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Y si antes que el fuego sea recibido del hombre lo enciende con sus centellas y lo

calienta con su calor, ¿qué se puede esperar después que el cristiano ha metido dentro

de sí este dulcísimo y eficacísimo fuego, sino que del todo quede hecho horno de

amor, que en manera imite y participe al fuego inmenso, que es Dios? ¿Quién dirá que

no es fuego y horno encendido un apóstol San Pablo, cuando decía que ni tribulación,

ni angustia, ni espada, ni vida, ni muerte, ni cosa presente ni por venir, ni criatura

baja ni alta, no le podrían apartar del amor de Dios, que está en Jesucristo? Recibió el

fuego y se tornó fuego; porque no puede dejar de encenderse quien bien le recibe, ni

es posible alcanzar de otra parte, si de Él no, una centella de fuego‖ (Sermón 51, 36-

37).

Cuatro son las constantes que nos van a aparecer en San Juan de Ávila con relación

a la Eucaristía:

1) Encuentro personal —en fe— con Jesucristo crucificado y resucitado. El que se

me da en la Eucaristía es el mismo que nació, que padeció y murió por los hombres y

por mí; el mismo que está ahora glorioso y que camina con su Iglesia hasta el final de

los tiempos. En la Eucaristía también me encuentro en Cristo, con el Padre y con el

Espíritu.

2) En la Eucaristía se nos aplican a cada uno los beneficios de Cristo que nos ganó

con su pasión y muerte. Esto lo hace a través de nuestra incorporación a Él. San Juan

de Ávila es uno de los que mejor ha descrito esta unión mística con Cristo.

3) Necesidad que tenemos de la Eucaristía, no sólo de celebrarla, sino de recibirla y

frecuentarla, siempre con la debida preparación.

4) La Eucaristía lleva consigo un compromiso en la vida.

Ahora nos preguntamos: ¿Cuál es el secreto de San Juan de Ávila? ¿Por qué

contagia? ¿Por qué acuden a su predicación y Eucaristía tanta gente? Porque no habla

de memoria, ni desde los libros, sino desde la vida. Se ha encontrado con Cristo y su

amor, y a este Cristo lo experimenta presente y cercano cada día en la Eucaristía. Él

ha vivenciado su calor y los beneficios de su amor, y quiere que otros se puedan

también aprovechar.

Para él la Eucaristía es la prolongación de su gran encuentro con Cristo en la cárcel

de la Inquisición de Sevilla que Fr. Luis de Granada así nos describe:

―Tratando una vez familiarmente conmigo de esta materia, me dijo que en este

tiempo le hizo nuestro Señor una merced que él estimaba en gran precio, que fue darle

un muy particular conocimiento del Misterio de Cristo; esto es, de la grandeza de esta

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gracia de nuestra redención, y de los grandes tesoros que tenemos en Cristo para

esperar, y grandes motivos para amar, alegrarnos en Dios y padecer trabajos

alegremente por su amor. Y por eso tenía él por dichosa aquella prisión, pues por ella

aprendió en pocos días más que en todos los otros años de su estudio‖25

.

1. ADMIRACIÓN ANTE EL AMOR DE DIOS MANIFESTADO EN LA EUCARISTÍA

El Maestro Ávila ve en la Eucaristía el gran sacramento, el gran signo visible del

amor de Dios hacia toda la humanidad. Por ello, su vida y predicación eucarística

están imbuidas de una admiración ante esta maravilla, que se expresa con un continuo

canto de alabanza ante este amor de Dios. Un amor de Dios que comenzó con nuestra

creación, que continuó con el envío de los profetas, que se hizo definitivamente

visible con el nacimiento, vida, muerte y resurrección de Cristo, y que llega a su

cumbre en el Sacramento de la Eucaristía.

―Entre todos los nombres que te pone el profeta Isaías, clementísimo Señor y

Salvador nuestro, uno de ellos es Admirable, porque quien atentamente considera tu

vida santísima hallará que todos los pasos de ella son de grande admiración. Pero,

entre todos, verdaderamente es muy admirable el misterio de tu muy santísimo

sacramento, el cual no sin causa es figurado por el maná que llovía sobre todos los

santos padres en el desierto, el cual no sólo con las otras propiedades, sino también

con el nombre, representaba la grandeza de este misterio. Porque maná es palabra de

admiración, que en lengua hebrea quiere decir ¿Qué es esto? Lo cual

convenientísimamente pertenece a este divino misterio. Porque él es tal, que siempre

habían de estar nuestras ánimas maravillándose de él y repitiendo muchas veces esta

palabra de admiración. Y como aquí haya muchas cosas de que debemos

maravillarnos, maravíllate, ánima mía, sobre todas, de la grandeza del beneficio que

Dios aquí te hizo‖ (Meditación del beneficio que nos hizo el Señor en el sacramento

de la Eucaristía).

Y sigue cantando a la Eucaristía:

25

FR. L. DE GRANADA, Vida del Padre Maestro Juan de Ávila, parte II, c. 6 en Obras completas del P. Maestro Juan de Ávila (Madrid 1588).

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―No se puede responder a esta maravilla tan grande sino por vía de admiración. San

Basilio responde diciendo: «¡Oh milagro! ¡Oh bienquerencia de Dios, que el mismo

que está a la diestra del Padre sea tratado en las manos de los hombres!» … ¡Oh

admirable negocio, digno de que estemos siempre en perpetua admiración!… ¿Quién

podrá contar la grandeza de este amor con que vienes tan impaciente de sufrir dilación

y ausencia, pues que no puedes pasar un día sin dejar de ver a tu esposa, que es el

ánima cristiana; y no sólo sin verla, mas aun estar muy cerca y abrazarla y juntarla

contigo?‖ (Sermón 50, 10).

―¿Quién hablará, soberano Señor, la grandeza, la dulcedumbre que aquí nos

enseñas? Que si una sola vez esta maravilla hicieras, como el jueves de la Cena lo

hiciste, y nunca más lo hicieras, tuviéramos hasta el fin del mundo que hablar de tan

gran maravilla, tan grande bondad como es consagrarte tú a ti mismo y aun darte en

manjar a tus amigos y aun a tus enemigos; ¡y la paga que te dio por tal beneficio fue

salir de allí y entregarte a la muerte! Acordáramos de esto con devoción;

celebráramoste fiesta de ello, enterneciéranse nuestros corazones con tal memoria,

como lo hacemos con los beneficios de tu encarnación, vida y pasión, de todos los

demás. Y por enseñar tú el invencible amor tuyo y la mucha dulcedumbre de tu

corazón para con nosotros, no te contestaste en igualar este misterio con los otros,

ejercitándolo una vez no más, y que hiciésemos memoria de él; sino que quisiste que,

como una vez te consagraste, tengamos poder los sacerdotes de te consagrar tan

verdaderamente como tu lo hiciste; y no a uno, o cinco, o diez, mas, para mayor

manifestación de tu deseo con que deseas comunicar tu poder, a innumerable número

de sacerdotes.

Y si cada uno, Señor, te consagrara una vez en toda su vida, fuera merced y grande

milagro; y si dieras licencia que una vez no más en la vida pudieran comulgar tus

cristianos, también lo fuera. Mas ¡oh fuente del dulcísimo amor!, que te consagran

innumerables sacerdotes y te reciben innumerables pueblos, y tan a la continua, que

según por lo que del mundo está descubierto, y especialmente en nuestros tiempos,

podemos conjeturar que, de veinticuatro horas que tienen el día y la noche, muy pocas

quedan en que no vengas del cielo a ser consagrado a este altar, y en las ovejas, que

juntamente tienes en muchas partes y tantas veces, que parece que todo te empleas en

andar, camino del cielo a la tierra. Mas no vienes tú, Señor, descendiendo de allá acá

por medio, sino que desde donde estás sentado a la diestra de Dios Padre y sin te

mudar de allí, en diciéndose las palabras de la consagración, quedándote allá, estás

acá, trescientos mil cuentos de leguas lejos del cielo donde tú estás. ¿Quién te ha

hecho, Señor, tan ligero, que creo más ligero que el sol y que el primer cielo, cuya

velocidad es mayor que la de una saeta y que de todas las otras cosas, y parece

incomprensible al humano entendimiento?

Cierto, si a un criado tuyo o a muchos mandaras que anduvieran estos caminos, y

tantas veces, por amor de los hombres, fuera tu amor admirable, y nuestro

agradecimiento y servicio muy justo. Mas así como tú eres el que nos criaste y el que

nos redimiste en la cruz, sin enviar criado a que esto hiciese, así en lo que toca a

nuestro mantenimiento y trato de nuestro amor no te quisiste fiar de tercero; mas tú

mismo en tu propia persona nos vienes a ayudar cada día, y te encierras por admirable

modo debajo de los accidentes de la criatura, dándotenos por manjar cada día, para

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que vivamos en vida de gracia, como por ti vivimos en vida de naturaleza. ¿Qué sed

es esta, Señor, que tienes de presencialmente visitar al hombre y meterte en sus

entrañas?¿Qué buscas? ¿Qué quieres con tan continua e importuna recuesta? Dínoslo

por tu misericordia, ¿por qué lo haces? Y enséñanos ese horno de tu corazón de

ardientísimo amor, que te cumple hacer tales obras… No se puede responder a esta

maravilla tan grande sino por vía de admiración… Señales de amor son estas que el

Señor en este Sacramento nos muestra, que, si bien se mira, parece que exceden a

todas las demás que nos ha mostrado‖ (Sermón 50, 7-12).

2. LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE S. JUAN DE ÁVILA

¿Quién puede cantar así las maravillas de la Eucaristía sino aquel que tiene una gran

vivencia eucarística?. ―Declaramos poco antes —nos sigue diciendo Fr. Luis de

Granada— la especial lumbre y conocimiento que este padre tenía del misterio de

Cristo. Pues la misma luz y gracia que Nuestro Señor le dio para el conocimiento del

Santísimo Sacramento del altar. Y no es esto de maravillar, por ser tan vecinos entre sí

estos dos misterios, pues el mismo Señor que fue sacrificado en el monte Calvario es

el que se sacrifica en la misa. Y así era admirable la devoción y reverencia que este

varón de Dios tenía a este divinísimo Sacramento, la cual crecía con las consolaciones

y gustos que con este pan celestial recibía. Y aunque ambos misterios eran para él de

grande edificación y consolación, pero del primero tenía fe, aunque muy viva; pero

del segundo, juntamente con la fe, tenía gusto y experiencia, por las grandes y

cotidianas consolaciones y favores que con él recibía. Los cuales eran tales, que

predicando una vez, dijo que por la gran experiencia que tenía de la virtud y efectos

que este divino Sacramento obra en las almas, no sólo no le era dificultoso la fe de

este divino misterio, sino antes muy fácil y suave. Y como sea verdadero el común

proverbio que cada uno cuenta de la feria como le va en ella, como a él iba tan bien

con el uso de este Sacramento, así predicaba de él cosas altísimas y con grande

espíritu‖ (FR. L. DE GRANADA, Vida…, parte II, c. 8). Fr. L. de Granada no se está

refiriendo tanto a experiencias y gustos sensibles, sobre los que San Juan de Ávila

suele poner en guardia a sus dirigidos, para que si se llegan a tenerlos no se

ensoberbezcan, sino de una profunda y gustosa experiencia del amor de Cristo vivida

fundamentalmente en pura fe.

De esta forma, vemos cómo toda la vida y ministerio de Juan de Ávila está centrada

en el amor de Cristo que de una manera particular se manifiesta en la Eucaristía. Su

sello personal era precisamente un cáliz y la Sagrada forma. Ya su primera misa es

buena muestra de por donde transcurrió su vida. La celebró con doce pobres de su

pueblo, a los que sirvió después la mesa, para que fuese una representación viva del

Jueves Santo. ―Y por honra de la misa, en lugar de los banquetes y fiestas que en estos

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casos se suelen hacer, como persona que tenía ya más altos pensamientos, dio de

comer a doce pobres y les sirvió a la mesa y vistió y hizo con ellos otras obras de

piedad‖ (FR. L. DE GRANADA, Vida… parte I, c. 1).

Juan de Ávila vive la Eucaristía y vive de la Eucaristía. Es como si el día

transcurriese de Eucaristía en Eucaristía, hasta encontrarse con Dios definitivamente.

Cuando la celebra solo, sobre todo ya enfermo en Montilla, la celebra durante una o

más horas con todo recogimiento.También dedica mucho tiempo a su preparación y a

dar gracias después. Al escribir a un sacerdote en respuesta a sus preguntas y darle

consejos, S. Juan de Ávila no hace sino retratarse: ―Traigamos todo el día este

pensamiento: «Al Señor recibí, a su mesa me siento, mañana estaré con Él»; y con

esto huiremos todo mal y nos dará fuerzas para el bien‖ (Carta 6, 132-136).

Pentecostés y la fiesta del Corpus y de la Virgen María son sus fiestas preferidas,en

las que todos los años predica, aunque estuviera bastante enfermo. Fray L. de

Granada, su amigo, discípulo y primer biógrafo, refiriéndose a los últimos 15 años de

enfermedad en Montilla, donde San Juan de Ávila vive prácticamente a echa levanta,

nos dice: ―Cuando venía alguna fiesta grande, particularmente del Santísimo

Sacramento, o de nuestra Señora, de las cuales solemnidades era devotísimo, luego se

levantaba de la cama, dándole fuerzas aquel Señor que le daba la enfermedad; y

predicaba de ordinario ocho sermones, uno en cada día de la octava del Santo

Sacramento, y esto con tan buena disposición corporal, que parecía del todo sano; mas

luego, pasados los ocho días, volvía como de antes a la misma enfermedad; y esto

duró muchos años; y en particular fue más notable su fervor y eficacia en los

sermones en lo último de su vida‖ (FR. L. DE GRANADA, Vida…, parte II, c. 5).

Podemos imaginarnos cómo estaría de enfermo San Juan de Ávila, y cómo sentiría no

poder celebrar la fiesta de Pentecostés y Corpus, sus preferidas, para decir en 1561 a

D. Antonio de Córdoba: ―Recebido he cartas de vuestra merced. Yo no le he escrito

porque he estado malo. Y mire qué disfavor me enseñó el Señor, que ni de Espíritu

Santo ni de Corpus Christi pude predicar. Yo bien sé que no soy digno de ello‖ (Carta

197, 1-5). Sin embargo, cuando era un poco más joven gozaba con celebrar y predicar

los jueves de una manera especial, por ser el día de la institución de la Eucaristía:

―Estando en Granada predicaba todos los jueves en el sagrario de la iglesia mayor,

adonde acudía mucha gente, incluso siendo día de trabajo‖ (FR. L. DE GRANADA,

Vida… , parte II, c. 8).

3. LA VIVENCIA DE LA EUCARISTÍA EN SU TIEMPO

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En la época de San Juan de Ávila no todos, por no decir muy pocos, viven la

Eucaristía con la intensidad, fervor y exigencia que él lo hacía. El Maestro se queja de

la poca devoción con que se celebra, tanto por parte de los sacerdotes como de los

laicos, constatando que el no vivir la Eucaristía como se debe trae muchos males para

la Iglesia.

―Es tan grande esta merced en los ojos de quien sabe estimar, y tan gran la

reverencia, agradecimiento y amor que a la presencia de este Señor que entre nosotros

está le debemos, y tan grande la pureza de conciencia con que debe ser recibido y

tratado Él y todo lo que Él toca, que puesto esto en una parte y de otra cuán mal

cumplimos estas obligaciones, así los sacerdotes cuando decimos misa como los legos

cuando la oyen, y cuando comulgan, y cuando entran en la Iglesia; y , finalmente,

unos y otros somos negligentes y flacos en la honra y en el uso de este divinísimo

Sacramento, que cometemos por todo el año muchas faltas y aun pecados en el trato

de él‖ (Sermón 35, 13).

Y en otro lugar dice:

―Me espanta cómo no temblamos cuando llegamos al altar; no digo de temor como

esclavos, sino de reverencia y amor como verdaderos hijos de Dios, que tenemos

mucho acatamiento a nuestro Padre.

Espántome de las cosas que se hacen delante del Santísimo Sacramento, de los

desacatos que pasan, que me hacéis sospechar que no pensáis ni creéis que está allí

Dios. Allí habláis mil deshonestidades y tratáis vuestros negocios y trampas en la

iglesia; otros no hacéis sino pasearos, como si Dios no estuviese delante… Grande es

el desacato que pasa hoy en los templos de Dios‖ (Sermón 41, 49-50).

En muchos casos esta negligencia se puede deber a que la piedad eucarística se

concentraba sólo en la elevación de la hostia durante la misa, entrando muchos

inmediatamente antes, y saliendo atropelladamente a continuación.

En otros casos es la misma negligencia de los sacerdotes, por la falta de fervor y por

las prisas en celebrar, la que provoca en los fieles esa escasa devoción durante la

Eucaristía. El clero ha crecido en la Edad Media de una forma desmesurada y vive en

gran parte de los estipendios y honorarios que recibe por la celebración de misas,

viniendo a ser esta celebración el objeto central de su ministerio, así como la solución

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al problema económico. Esto hace que la cantidad de misas aumente, en detrimento de

la calidad.

Así pues, la manera de celebrar de un sacerdote de Montilla no sería una excepción

sino algo habitual en el clero: ―Es conocido —nos dice Sala Balust— lo que nos

refiere en los procesos Pedro Luis de León, hijo del que fue mayordomo del convento

de Santa Clara de Montilla en los días del P. Mtro. Avila: «Se acuerda este testigo —

nos dice— que, estando ayudando a Misa a cierto sacerdote en el dicho convento de

Santa Clara de esta Villa, en un altar cerca de la puerta de la sacristía, entró el dicho

Mtro. Avila al tiempo que el dicho sacerdote hacía los signos con la partícula del labio

ad labium del cáliz, y los hacía muy de priesa y con poca reverencia, y se llegó el

dicho Mtro. Avila como que llegaba a enderezar una vela, y le dijo con voz baja:

`Trátelo bien, que es Hijo de buen Padre´, y, acabada la Misa, se llegó al dicho

sacerdote el dicho Mtro. Avila y con mucha modestia y cortesía le persuadió a la

devoción, reverencia y recato del santo Sacrificio de la Misa y le dijo tales palabras

que el buen sacerdote comenzó a llorar y tuvo grande sentimiento, y propuso hacer y

ejecutar su consejo, y con grande humildad le abrazó el dicho Mtro. Avila»‖ (Obras

completas, Introducción, vol. I, p. 225).

En varias ocasiones indica San Juan de Ávila los males que ha traído para los

cristianos de Alemania no valorar suficientemente la Eucaristía, tanto que dice que

ahora ya no la celebran, ni tampoco la fiesta del Corpus (cf. Sermón 36, 82). ―Por eso

permitió Dios que en Alemania perdiesen la fe; porque usaban mal de este divino Pan,

permitió Dios que se lo quitasen‖ (Sermón 46, 35).

Así pues, la situación fuera y dentro de España con respecto a la Eucaristía deja

bastante que desear. En su análisis se lamenta sobre todo por la tibieza de los que

tienen la responsabilidad de enseñar:

―Ay, ay de la tibieza de nuestros tiempos, tan lejos de tener vida celestial, conforme

al pan celestial que del cielo vino! ¡Ay del mundo por los escándalos! dijo el Señor…

¡Ay del mundo por el escándalo de la tibieza en que muchos tropiezan!; pero ¡ay de

aquel por quien este escándalo viene! Si la gente simple vive en tibieza, mal hecho es,

pero su mal tiene remedio, y no dañan sino a sí mismos; pero si los enseñadores son

tibios, entonces se cumple el ¡ay! del Señor para el mundo, por el grande mal que de

esta tibieza le viene, y el ¡ay! que amenaza a los tibios enseñadores, que pegan su

tibieza a los otros y aun les apagan su fervor…

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¡Oh Iglesia cristiana, cuán caro te cuesta la falta de estos tales enseñadores, pues por

esta causa está tu faz tan desfigurada y tan diferente de cuando estabas hermosa en el

principio de tu nacimiento! ¿Dónde está ahora aquel desprecio del mundo con que en

el principio de la Iglesia dejaban los cristianos sus haciendas, y el precio de ellas lo

ponían a los pies de los apóstoles, significando que las despreciaban en sus corazones

como tierra, polvo y lodo que está debajo de los pies, y no sólo esto, mas aun una vez

que los robaron la hacienda dice San Pablo que se regocijaron de ello? Cosa nueva en

nuestras orejas y más nueva en nuestros corazones y gente habrá que, midiendo este

negocio por su corazón, digan: ¿Cómo pueden ser estas cosas? Si tal preguntáis,

responderos hemos a esta maravilla con otras muchas que había entonces. Oíd otra:

que, siendo muy muchos los cristianos, dice el evangelista San Lucas que de los

creyentes era el corazón uno y el ánima una; y ahora ¡ni aun padres con hijos, ni

marido con mujer, aun no tienen un corazón!...

¿Qué era la causa que ponía esta vida celestial en tanta admiración a los hombres

que la miraban, muchos de los cuales se tornaban cristianos, viendo tanta alteza de

virtud que tenían aquellos, tan ajena de lo que en sí propios sentían? ¿Sabéis cual fue

la causa de vida celestial? Haber predicadores, encendidos con fuego de amor

celestial, que encendían los corazones de los oyentes al fervoroso amor de Jesucristo

nuestro Señor, y usarse entonces comer de este Pan celestial o cada día o poco menos

que cada día. Y porque ahora hay tan pocos predicadores encendidos con este fuego y

que conviden con fervor a la frecuente comida de este Pan celestial, se ha quitado el

comer y se ha quitado el comer y ase quitado la fuerza.

Descendió el Pan del cielo para darnos vida y fortaleza del cielo; nos apartamos de

él, no sé por qué; comemos falsos o vanos manjares; con que estamos tan flacos, que

con una pequeña tentación nos caemos, y en ofreciéndose cosa que toque a nuestra

hacienda, aun no se espera a pelear, porque luego damos con nosotros en tierra‖

(Sermón 55, 37-41).

De esta forma, San Juan de Ávila cree que la Eucaristía no sólo es el culmen de una

vida cristiana auténtica, a la que hay que llegar ya preparados, sino que al mismo

tiempo es motor y fuente de evangelización. Si falla el motor fallará la fuerza para

llevar acabo esta pretendida evangelización.

4. LA EUCARISTÍA, SIGNO DE LA PRESENCIA AMOROSA DE DIOS TRINO Y UNO

Para la verdadera reforma de la Iglesia, San Juan de Ávila propone que los

sacerdotes puedan hablar desde la propia experiencia de las maravillas de Dios, y más

que con normas y obligaciones ayuden a los demás a gustar y vivenciar los bienes que

Dios nos concede en la vida, pero sobre todo en la Eucaristía, donde el mismo Dios

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trino se nos da. Consciente de que en la Eucaristía está el gran tesoro que Dios ha

dejado a su Iglesia alienta a que gusten y saboreen este misterio de amor, y en ella se

encuentren con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

―Alabado seas, Señor misericordioso, que tienes compasión de los que están

cautivos de la tiranía del pecado y de la muerte. Alabado seas, Dios verdadero, que lo

que tu misericordia prometió, tu verdad lo ha cumplido; pues en el monte de Sión una

noche antes que tu Hijo bendito padeciese por nosotros, hiciste un convite de tu Hijo

bendito, no sólo para que comiesen los doce apóstoles que estaban allí, a quien se dio

consagrado, sino convite universal para todos los pueblos que hay en el mundo. Y es

tan bastante manjar este para cumplir con tantos convidados, que, si millones de

mundos hubiese y todos comiesen de él, ninguna falta le hallarían. Porque así como,

siendo muerto, no fue acabado, sino salió vivo del vientre de la ballena, así siendo

comido no es consumido, sino que se queda vivo y entero, sin disminución… todos

reciben el cuerpo y sangre de Jesucristo; y con su cuerpo y sangre está su benditísima

ánima, y con el ánima está la divinidad del Verbo de Dios; y donde está el Verbo, está

el Padre y el Espíritu Santo; y todo esto recibe el que recibe el cuerpo de Jesucristo

nuestro Señor‖ (Sermón 45, 23-25).

Es interesante el ejemplo que pone para hacernos entender que es el Dios trino el

que participa en este convite eucarístico. Varias son las ocasiones en las que utiliza el

ejemplo del convite de Abraham a los tres ángeles. Así nos lo describe en el sermón

49, el cual constituye no sólo una excelente exposición de la relación entre la

Eucaristía y la Trinidad, sino que recoge, como analizaremos a continuación, todos los

elementos fundamentales de su teología eucarística:

―En los tiempos pasados leemos que, estando un día Abraham en la puerta de su

casa, vinieron por allí tres ángeles, y como tenían entonces costumbre de aposentar a

los extranjeros, les rogó que no pasasen adelante, sino que tuviesen por bien de

reposar un poquito en su casa. He aquí recibidos los huéspedes, ¿qué comerán? No

penséis que es gente así como quiera, para que baste darles cualquiera comida, que

ángeles son. Dijo a su mujer Sara: Corre, toma tres celemines o medidas de la flor de

la harina y mézclalas y haz unos panes en el rescoldo para que coman los huéspedes,

y date prisa. Y él fue a corre más corre al hato de sus vacas y trajo un becerro muy

gordo y muy tierno, el mejor que había en el hato, y lo dio a su mozo y le dijo: «Corre,

adereza ese becerro y cuécelo para que coman los huéspedes, y date prisa». Les dio,

pues, de comer, y fue tan bueno el convite y les supo tan bien la comida, que,

acabados de comer, le echaron por bendición a Abraham y a Sara, su mujer, que

tenían un hijo, del cual había de nacer el Mesías. Así de poca era la bendición…

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Estamos en el convite que Dios nos ha hecho. Pues ¿no le convidaremos nosotros a

El, pues nos ha convidado El primero a nosotros? ¿Seremos tan mal criados que no le

roguemos que coma con nosotros? Tenemos hoy tres convidados, que son los tres

ángeles, los cuales significan a la Santísima Trinidad, y que así parece, porque una vez

hablaba Abraham con ellos como con uno solo y otras veces como con tres. Tenían

gana los ángeles de comer. ¿Qué quiere decir? Que tenía gran gana la Trinidad de ser

convidada con cosa sabrosa y agradable. Así estaba Dios harto de los convites y

sacrificios de becerros y cabrones. L habían dado ya en cara las ofrendas de sangre de

animales. No quiere ahora ya nada de esto. Los sacrificios no te satisfacen; si te

ofreciera un holocausto, no lo querrías, dice el profeta David (Sal 50,18). No había

acá en la tierra cosa de ver con que Dios fuese convidado; por esto nos envió el

manjar del cielo que comamos nosotros, y con que le convidemos a El, y que le

ofrezcamos. Y fue tan grande este manjar a Dios y le supo tan bien, que echó por

bendición a Abraham que tendría hijos, no de carne, sino de espíritu porque más hijos

son los que vivieron como Abraham que no los que tuvo de carne.

Toma tres medidas de la flor de harina, dijo Abraham a su mujer Sara, y cuécelo en

el rescoldo. —¿Qué pan es éste, que parece tan bajo, cocido en el rescoldo? —El que

descendió del cielo… De tres medidas se hizo este pan, de la flor de lo mejor de la

harina, que quiere decir que hay allí tres cosas que son metro y mensura de todas las

otras cosas, y que cuanto las cosas otras del mundo más se allegan a ellas, más

perfectas se hacen. —¿Qué hay allí en el Sacramento? —¡Oh Señor, y quién nunca de

otra cosa se acordase! ¿Qué hay allí? Dios sobre todas las cosas. —Mirad, también

está en todas partes. — Es verdad, pero tan maravillosamente como allí. —¿Qué más

hay allí? —El ánima de Jesucristo, que es flor de todas las ánimas, más alta que los

serafines en esencia, aunque más baja en naturaleza. —¿Qué más hay allí? La carne

de Jesucristo, flor de todas las carnes. —¿Qué hay allí? —Tres excelencias, tres

sustancias y una persona. —¿Qué pan es éste? —¡Y qué pan es éste cocido en

rescoldo!, que quiere decir que parece tan bajo Jesucristo, que no parece, a lo de fuera,

sino un puro hombre, tan trabajado, que desde que nació en este mundo hasta el punto

que murió nunca tuvo una hora de descanso: ¡qué de hambre, qué de desnudez, qué de

frío, qué de necesidades padeció! —¿Quién hizo el otro pan? —Sara, la estéril, y que

no paría por dos cosas, por ser vieja y por estéril. —¿Quién fabricó y amasó este otro?

—La Virgen María, nuestra señora, la cual no era estéril ni vieja; y así mayor milagro

fue concebir la Virgen y parir virgen, aunque era moza y no estéril, que no parir Sara

siendo vieja y estéril. Se dio prisa Sara a obedecer el mandamiento de su marido

Abraham. Se dio prisa la Virgen para decir: Ecce ancilla Domini (Lc 1,38), y luego

vino el Verbo de Dios. Veis aquí las tres medidas. —Tomó el mozo de Abraham el

becerro y lo aderezó y lo coció a gran prisa, sin hacer carne. Abraham hijos tuvo de

carne, mas no de Sara, porque los que tuvo de Sara no fueron de carne, sino de

espíritu, sobrenaturales; lo cual significaba a los hijos de gracia de Espíritu Santo,

significados en Isaac, los cuales no habían de nacer de solo el libre albedrío, sino de la

fe principalmente, y también del libre albedrío. ¡Qué de estos hijos hubo, qué de

mártires, qué de vírgenes, qué de hombres que dejaron y menospreciaron en este

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mundo lo que en él florece por seguir a Jesucristo! —¿De dónde todo esto? Del sabor

que recibió la Santísima Trinidad de este convite. De manera que hemos de ofrecer a

Dios su unigénito Hijo, crucificado y muerto, cuando quisiéramos alcanzar de El,

confiando que, por amor de Él, no nos negará nada de lo que pidiéremos. Y porque en

este sermón hemos de hablar de este bendito Pan, y no podemos sin su gracia,

pidámosela, y pues la Virgen María es la que lo amasó, supliquémosle nos alcance la

gracia para bien hablar de Él y para bien obrar‖ (Sermón 49, 1-4).

Este texto precioso encierra un resumen de toda la teología de San Juan de Ávila

sobre la Eucaristía:

- Convite de Dios, uno y trino, a los hombres.

- El Padre es el que invita a la humanidad, pero también el que pone el manjar, el

sacrificio de su Hijo.

- Jesucristo es el que se ofrece en sacrificio como comida. Aquí se conjugan

perfectamente la Eucaristía como banquete y la Eucaristía como sacrificio, el Cristo

muerto y resucitado ofrecido como expiación por nosotros y como mediador para

conseguirnos todos los bienes. ―Hemos de ofrecer a Dios su unigénito Hijo,

crucificado y muerto, cuando quisiéramos alcanzar del El, (del Padre), confiando que,

por amor de El, no nos negará nada de lo que pidiéramos‖.

- En el pan está todo Jesucristo, en su divinidad y en su humanidad, toda su persona

y su obra, desde que nació hasta que murió por nosotros.

- El Espíritu Santo no sólo es el que hace posible que la Virgen María nos amase el

pan con la encarnación de Cristo, sino también el que interviene para que el pan y

vino sean el mismo Cristo; además es el que nos hace verdaderos hijos de Dios, al

participar de ese pan.

- Nosotros debemos prepararnos para celebrar el convite al que Dios nos invita y

para invitar a Dios a que venga a nosotros. La manera de prepararnos es la fe, como

Abraham, la obediencia, como María, y la caridad, a través de las buenas obras que se

realizan en virtud de la gracia. Esta misma gracia recibida es la que nos ayuda e

impulsa a ser hombres nuevos, a ser Cristo, porque al comerlo nos ha transformado en

Él, y para actuar, por tanto, con sus mismos sentimientos y actitudes.

5. LA EUCARISTÍA Y LA CARIDAD PASTORAL DE LOS SACERDOTES

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Después de lo que hemos visto podemos comprender que para la espiritualidad de

San Juan de Ávila, la Eucaristía ocupe el centro de la vida y ministerio presbiteral. A

ella tiende todo el servicio del sacerdote, y de ella arranca toda la fuerza

evangelizadora. El sacerdote es el hombre eucarístico, el signo visible del sacrificio

redentor de Cristo, y esto no sólo en la celebración eucarística sino en toda su vida. Lo

que ocurre es que la celebración es la representación de esta existencia diaria

entregada por Cristo y por los hermanos. No tienen desperdicio estas palabras del

Maestro en las que se condensa su pensamiento sobre la Eucaristía y la caridad

pastoral del sacerdote:

―La misa representación es de su sagrada Pasión de esta manera: que el sacerdote,

que en el consagrar y en los vestidos sacerdotes representa al Señor en su Pasión y en

su muerte, que le represente también en la mansedumbre con que padeció, en la

obediencia, aun hasta la muerte de cruz, en la limpieza de la castidad, en la

profundidad de la humildad, en el fuego de la caridad que haga al sacerdote rogar por

todos con entrañables gemidos, y ofrecerse a sí mismo a pasión y muerte por el

remedio de ellos, si el Señor le quisiere aceptar. Y, en fin, ha de ser la representación

tan verdadera, que el sacerdote se transforme en Cristo, y, como San Dionisio pone,

en semejanza de uno; siendo tan conformes, que no sean dos, mas se cumpla lo que

San Pablo dice: Qui adhaeret Deo, unus spiritus est [El que une a Dios se hace un

espíritu con Él]. Esta es la representación de la sagrada Pasión que en la misa se hace;

y esto significa tender los brazos en cruz el sacerdote, el subirlos y bajarlos, sus

vestiduras, y todo lo demás. Y con esta representación, el Eterno Padre es muy

agradecido, y el Hijo de Dios bien tratado y servido‖ (Tratado sobre el sacerdocio,

26).

Conclusión

Después de este recorrido, hemos podido comprobar que San Juan de Ávila no sólo

es el ―Apóstol de Andalucía‖ y de todo el clero español, sino que además es un

verdadero Apóstol de la Eucaristía. Que la meditación de su vida y su obra, y su

protección, nos ayuden a gustar la presencia del Señor en la celebración y adoración

eucarística, y a hacerlo vida en nosotros, siendo hombres que viven de la Eucaristía, y

de ella toman el alimento para tener una existencia entregada, eucaristizada, en

beneficio de la Iglesia y del mundo. Amén.

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6.PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. ¿Creo en verdad que al celebrar la Eucaristía soy realmente transformado en

Cristo?

2. ¿Vivo la Eucaristía como encuentro con Cristo, con el Padre y con el Espíritu

Santo?

3. ¿Experimento en mi día a día la necesidad de celebrar y recibir la Eucaristía con la

debida preparación y reverencia?

4. ¿La celebración de la Eucaristía me lleva a un compromiso más evangélico con el

mundo?

5. ¿Veo en la Eucaristía el gran signo de amor de Cristo a su Iglesia, a cada hombre?

6. ¿Tomo conciencia de que la necesidad que Cristo tiene de entregársenos en la

Eucaristía es por puro amor suyo a nosotros?

7. ¿Vivo mi día a día en la presencia eucarística?

8. ¿Como sacerdote, tengo presente que soy signo visible del sacrificio redentor de

Cristo?

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RETIRO 4.

LA EUCARISTÍA II

En este día de oración queremos adentrarnos de la mano de San Juan de Ávila a

tomar más conciencia de los beneficios que Dios nos ofrece en el sacramento de la

Eucaristía. Así, haciéndolos realidad en nuestra vida nos dejaremos transformar por

Aquel que quiere venir con impaciencia a nuestro encuentro para darnos su amorcada

vez que la celebramos.

En la Eucaristía se nos da el mismo Cristo, y con Él todos sus bienes: somos

incorporados a Él y transformados en Él. De esta manera, en Cristo se nos comunica

el amor del Padre y del Espíritu, su alegría, su consuelo, su serenidad, su perdón, su

fuerza, su paz,para no volver a caer en el pecado y avanzar en el camino cristiano, etc.

También ella es fuente de unidad. Del mismo modo, en la Eucaristía comenzamos a

disfrutar de la vida del cielo mientras seguimos caminando para entrar definitivamente

en él (cf. Sermón 55, 31ss.)

1. EXPERIENCIA DEL AMOR DE DIOS EN LA EUCARISTÍA

San Juan de Ávila da una importancia especial a la celebración y recepción de la

Eucaristía, ya que en ella se hace presente el mismo Jesucristo, muerto y resucitado,

que nos pone su mesa, la mesa de la cruz, que es la mesa de su amor, para que

participemos de ella, y como a modo de mesa de la eternidad gustemos del banquete

del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu.

La experiencia de la gracia en la Eucaristía, la sitúa San Juan de Ávila, como en toda

la vida cristiana, en el hecho de la fe viva en Jesucristo y en su presencia en la

Eucaristía, y no tanto en las sensaciones agradables, los ―gustillos‖(Carta 184,179),

que se puedan sentir, y sobre los que no se puede fundamentar ni nuestra vida

cristiana, ni la experiencia del amor de Dios en la Eucaristía. Para San Juan de Ávila

la auténtica experiencia de la gracia se realiza en el contexto de la pura fe viva (cf.

Carta 20 [1]), también en el caso de la Eucaristía.

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Para que la Eucaristía sea una experiencia de gracia parte San Juan de Ávila

exponiendo lo que él mismo hace cuando celebra la Eucaristía, es decir, de la

consideración en pura fe de ―quién es el que al altar viene‖(Carta 6, 100-101) y ―el

por qué viene‖ (Ibidem). Así expresa su propia experiencia con respecto a la mejor

consideración que hay que tener para que la celebración de la Eucaristía provoque un

auténtico fervor de amor: ―Digo que para este intento yo no sé otra mejor que aquella

que nos da a entender que aquel Señor con quien fuimos a tratar es Dios y hombre, y

la causa por que al altar viene‖(Carta 6, 29-32).

Esta reflexión hay que hacerla no desde nosotros, sino desde el Señor, que opera

entonces una total transformación en nosotros. De manera que cuando

―[...] con espíritu del Señor esto se siente… ¿Quién no se enciende en amor con

pensar: ‗Al Bien infinito voy a recibir‘?... esta consideración, cuando anda en ella la

mano de Dios, totalmente muda y absorbe al hombre y le saca de sí, ya con

reverencia, ya con amor, ya con otros afectos poderosísimos, causados de la

consideración y de su misma presencia, los cuales, aunque no se sigan necesariamente

de la consideración, nos son fortísima ayuda para ello, si el hombre no quiere ser

piedra, como dicen‖(Carta 6, 35-49).

En la carta 6 va describiendo cómo es la vivencia, lo que se debe sentir, ante la

presencia del Señor en la Eucaristía. Es todo amor, dice, pues el que allí viene es el

mismo Dios, que es Dios humanado, y que además es nuestro Esposo. Por eso, al

celebrar la Eucaristía ―haga cuenta que oye aquella voz: Ecce sponsus venit! Deus

vester venit! (Mt 25,6), y enciérrese dentro de su corazón y ábralo para recibir aquello

que de tal relámpago suele venir‖(Carta 6, 51-53).

Como Jesucristo es Dios, el estar con Jesucristo en la Eucaristía es una vivencia en

amor tan intensa con Dios como la que se tiene en la oración de contemplación,

―como cuando uno está en su celda en lo más íntimo de su corazón unido con Dios…

teniendo [por tanto] el corazón unido y presente a Dios‖(Carta 6, 72-77). En ella no

hay palabras, sino un estar en reverencia y amor. Es una auténtica experiencia

teofánica, ante el mismo Dios, como la de aquellos que están en el cielo ―en presencia

de la infinita Grandeza temblando de su pequeñez y ardiendo en fuego de amor, como

arrojados en el horno de Él‖(Carta 6, 63-65). Hay que hacerse cuenta que está entre

aquellos que están en el cielo, por eso dice: ―puesto en tal compañía y en presencia de

tal Rey, sienta lo que debe sentir‖(Carta 6, 67-68).

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Ante Jesucristo en la Eucaristía, también dice San Juan de Ávila que se siente el

amor cercano de Jesucristo hecho hombre, que a las palabras de la consagración viene

a nuestros brazos, como lo estuvo en manos de la Virgen María.

―De tal manera, cuando decíamos acá que a la voz del sacerdote se abren los cielos y

desciende el Señor a la hostia, no queremos decir que desciende corporalmente por

esos cielos y aires abajo, mas porque, así como tomó el cuerpo en el vientre de la

Virgen, formándolo de nuevo de su purísima sangre, así el cuerpo que ya tiene en el

cielo está acá debajo de la hostia el mismo que está allá a la diestra del Padre. Y así

hay semejanza entre la santa encarnación y este sacro misterio; que allí se abaja Dios a

ser hombre, y aquí Dios humanado se baja a estar entre nosotros los hombres; allí en

el vientre virginal, aquí debajo de la hostia; allí en los brazos de la Virgen, aquí en las

manos del sacerdote‖ (Sermón 55, 13).

―Nos enseñó amor en aquel día que, siendo Dios, se hizo hombre, y como canta la

Iglesia: No aborreció de entrar en el vientre de una doncella; mas si cotejamos la

pureza de aquella doncella y la impuridad de nosotros, espantarnos hemos más de

cómo no aborrece de entrar en el pecho del pecador que en el vientre de la santísima

Madre.

Y si consideramos su santo nacimiento, portal, pesebre, pobres pañales y su santa y

dulce niñez, que toda ella convida a que lleguen los hombres a Él veremos que así

como el Niño bendito recibe dulce leche de los pechos de su sacratísima Madre, así

todo de dentro y de fuera es ternura de leche y miel para nosotros… [En la Eucaristía]

hallamos al mismo Señor en las manos del sacerdote, que aquellos (los pastores y los

tres Reyes) en los brazos de la Virgen. Y nos lo dan no sólo para besarle los pies, sino

para recibirle en nuestras entrañas, que más adentro no puede entrar… Pues sábete

que en el Sacramento a Él ves, a Él tocas y a Él comes. Tú deseas ver sus vestiduras, y

Él te concede no solamente verlo, sino comerlo, tocarlo y recibirlo dentro de ti‖

(Sermón 50, 12-14). La misma Virgen María es la que nos invita con Él diciendo:

―Venid y comed del pan que yo concebí en mis entrañas y del pan que yo parí…

Venid que os tengo a Dios humanado… Venid, que no lo quiero para mí sola, sino

para todos‖ (Sermón 12, 1).

En las Advertencias al concilio de Toledo dice: ―[...] nuestros templos están hechos

Belem, donde está el mismo Cristo que allí nació envuelto en los pañales de los

accidentes de pan‖ (Advertencias al concilio de Toledo, 16).

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Por eso se dirige San Juan de Ávila al sacerdote destinatario de la carta 6 con esta

exclamación: ―¡Oh señor, y qué siente una ánima cuando ve que tiene en sus manos al

que tuvo nuestra Señora, elegida, enriquecida en celestiales gracias para tratar a Dios

humanado, y coteja los brazos de ella y sus manos y sus ojos con los propios! ¡Qué

confusión le cae! ¡Por cuán obligado se tiene con tal beneficio!‖ (Carta 6, 79-83).

Y lo que siente lo dice a continuación en otro párrafo que nos muestra la gran

experiencia de amor del Señor que se produce en la Eucaristía; sin duda la que tenía el

mismo San Juan de Ávila, una auténtica experiencia mística:

―Estas cosas, señor —sacerdote—, no son palabras secas, no consideraciones

muertas, sino saetas arrojadas del poderoso arco de Dios, que hieren y trasmudan el

corazón y le hacen desear, que, en acabando la misa, se fuese el hombre a considerar

aquella palabra del Señor: Scitis, quid fecerim vobis? [¿Entendeís lo que he hecho con

vosotros?](Jn 13,12). ¡Oh señor, y quién supiese quid fecerit nobis Dominus en esta

hora! ¡quién lo gustase en el paladar del ánima! ¡quién tuviese palabras no mentirosas

para lo pesar! ¡cuán bienaventurado sería en la tierra! ¡Y cómo, en acabando la misa,

le es gran asco ver las criaturas y gran tormento tratar con ellas, y su descanso sería

estar pensando en quid fecerit ei Dominus, hasta otro día que tornase a decir misa! Y

si alguna vez diese Dios a vuestra merced esta luz, entonces conocerá cuánta

confusión y dolor debe tener cuando se llega al altar sin ella; que quien nunca lo ha

sentido no sabe la miseria que tiene cuando le falta‖(Carta 6, 85-99).

Se está refiriendo San Juan de Ávila a la vivencia amorosa que constituye para él, —

y dice que lo debe ser para todos los sacerdotes— la celebración de la Eucaristía,

donde el ―paladar del ánima‖(Carta 6, 91) es tan grande, que herido de amor por las

saetas de Dios, hace que se le trasmude el corazón y se sienta verdaderamente

bienaventurado. ―Mucho se mueve el ánima considerando: «A Dios tengo

aquí»‖(Carta 6, 107). Y esto de tal manera, que, como ocurre con todas las vivencias

de amor del Señor, ante tanto paladar de amor, cueste trabajo bajar a la realidad,

porque, comparado con el gusto de Dios, ahora todas las cosas son desabridas.

Todavía llega San Juan de Ávila a subir de nivel en lo que experimenta al celebrar la

Eucaristía. Y es que constituye la actualización personalizada en cada uno de todo el

amor que Jesucristo nos ha demostrado a lo largo de toda su vida entre nosotros, por

eso nos dice: ―verá una semejanza del amor de la encarnación, del nacimiento, de la

vida y de su muerte, que le renueve lo pasado‖(Carta 6, 101-103). Se trata de toda la

historia de la salvación presente y actuante en la persona en ese mismo momento de la

Eucaristía. Y llega a decir todavía más, pues al considerar que la causa por la que

viene Jesucristo a nosotros en la Eucaristía se debe a un deseo impaciente de Él de

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venir a nosotros como el esposo que no puede estar lejos de su esposa, entonces, nos

dice que el ánima se llenará totalmente de amor, que hasta incluso

―desfallecerá‖(Carta 6, 105) porque ya no le cabe tanto amor como el esposo le está

demostrando: ―Y si entrare en lo íntimo del Corazón del Señor y le enseñare que la

causa de su venida es un amor impaciente, violento, que no consiente al que ama estar

ausente de su amado, desfallecerá su ánima en tal consideración‖(Carta 6, 103-106).

Y el sentimiento que deja este amor del esposo hace que no sólo se mueva el ánima,

como al considerar que es Dios quien en la Eucaristía está, sino que desearía poder

tener más capacidad de amarle, ―mil corazones‖ —nos dice—, y así poder dar

respuesta ante tanto amor:

―Mucho se mueve el ánima considerando: «A Dios tengo aquí»; mas cuando

considera que del grande amor que nos tiene —como desposado que no puede estar

sin ver y hablar a la esposa un solo día— viene a nosotros, querría el hombre que lo

siente tener mil corazones para responder a tal amor‖(Carta 6, 106-110).

Este llenarse del amor de Jesucristo esposo produce en nosotros un sentimiento de

humildad al considerar cómo nosotros, que somos pecadores, podemos atraer, por su

amor, su venida desde los cielos, como si otro no existiera; una venida que como hizo

en la primera, que fue morir por cada uno de nosotros, se hace con tanto amor como

aquella, de manera que estaría Jesucristo esposo dispuesto a morir de nuevo por cada

uno, por ti, si fuese necesario.

―[...] y dice como San Agustín: Domine, quid tibi sum, quia iubes me diligere; et

Quid tibi sum? [“Señor, y quién soy yo para ti para que me mandes que te ame?”] ¡Y

tanto deseo tienes de verme y abrazarme, que, estando en el cielo con los que tan bien

te saben servir y amar, vienes a este que sabe muy bien ofenderte y mal servirte! ¡Que

no te puedes, Señor, hallar sin mí! ¡Que mi amor te trae! ¿Oh, bendito seas, que,

siendo quien eres, pusiste tu amor en un tal como yo! ¡Y que vengas aquí en tu Real

Presencia y te pongas en mis manos, como quien dice: «yo morí por ti una vez y

vengo a ti para que sepas que no estoy arrepentido de ello; mas si me has menester,

moriré por ti otra vez»‖(Carta 6, 109-120).

Y lo que sentimos es que quedamos heridos de este amor con un calor de amor en el

corazón, al que como un horno muy grande, está ahora dentro de nosotros. Por eso se

pregunta: ―¿Qué lanza quedará inhiesta/a tal recuesta de amor?‖(Carta 6, 121-122).

Seguidamente, y como suele hacer en las cartas en las que está totalmente imbuido

de la presencia de Dios, hace esta oración en la que nos muestra qué experimenta el

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que celebra y recibe la Eucaristía teniendo en cuenta que es el mismo Jesucristo, Dios

y hombre; y que viene como el esposo dispuesto a unirse a su esposa y a dar la vida de

nuevo por ella si fuese necesario. Así dice al Señor el Santo Maestro: ―¿Quién, Señor,

se esconderá del calor (cf. Sal 18,7) de tu corazón, que calienta al nuestro con su

presencia, y, como de horno muy grande, saltan centellas a lo que está cerca?‖(Carta

6, 123-125).

También se refiere San Juan de Ávila al calor del amor que Jesucristo deja al

recibirlo en la Eucaristía en la carta 74, donde compara la venida del Señor en la

Eucaristía con la del Señor resucitado a los Apóstoles; y, como ocurrió en aquella

ocasión, nuestro corazón se enciende en amor. Jesucristo resucitado entra —nos

dice— cuando estaban reunidos sus discípulos, ―entra, las puertas cerradas, a visitar

(cf. Jn 20,26) y alegrar a sus discípulos, y sin duda será con nosotros‖(Carta 74, 126-

127). Y este Señor entra ahora, no en aquella habitación, sino en nuestro corazón, y lo

hace como ―fuego que enciende y abrasa‖(Carta 74, 106), por lo que ―el fuego en el

seno calentarnos ha‖(Carta 74, 110).

Lo que San Juan de Ávila nos está describiendo es una experiencia del Señor

resucitado, que en la fe, ya no aparece solamente con las cicatrices y marcas de la

cruz, sino del Señor resucitado que sigue siendo el Crucificado, y que se nos aparece

en la misma cruz. Esta mirada al Señor glorioso y resucitado, que se nos presenta en

su cruz se puede contemplar solamente con los ojos de la fe. Para San Juan de Ávila,

en la Eucaristía es donde nos encontramos con Cristo crucificado y vivo, siempre vivo

y siempre entregado, presente y operante en su Iglesia. Por eso dice: ―Y sobre todo

alleguémonos al fuego que enciende y abrasa, que es Jesucristo nuestro Señor, en el

Sacramento Santísimo… Corramos, pues, tras Dios, que no se nos irá; clavado está en

la cruz; allí le hallaremos muy cierto; metámosle en nuestro corazón y cerremos las

puertas de él porque no se nos vaya‖ (Carta 74, 106-118).

Como Cristo en la cruz tenía más amor que dolores, ahora, terminada la pasión,

puede seguir amándonos. Él, que fue, es y será, sigue presente con su amor sobre todo

en la Eucaristía y en el Espíritu Santo que nos ha enviado desde la cruz. Así, con estas

presencias permanentes de su amor termina el Tratado del amor de Dios. Sobre su

presencia en la Eucaristía nos dice San Juan de Ávila:

―No pienses que, porque se subió a los cielos, te tiene olvidado, pues no se puede

compadecer en uno amor y olvido. La mejor prenda que tenía te dejó cuando subió

allá (cf. 2 Re 2,13), que fue el palio de su carne preciosa en memoria de su

amor‖(Tratado del amor de Dios, 14, 495-498).

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Por consiguiente, la Eucaristía es para San Juan de Ávila la presencia permanente de

Jesucristo y su amor en medio de nosotros.

Según el Santo Maestro, en la Eucaristía también experimentamos la dulzura del

amor que nos dio Jesucristo en la cruz, de modo que ahora con su presencia en la

Eucaristía ―aparejó dulzura sobre dulzura, amor sobre amor. Dulce y amoroso se nos

mostró en la cruz: dulce y amoroso se nos muestra en el altar. ¡Dulce eres, Jesucristo

en la cruz; dulce eres, Jesucristo, en el altar; en todo eres dulce y amoroso!‖(Sermón

39, 9). Por eso dice: ―eres miel en la boca, algo gustaremos‖(Carta 74, 109-110), y no

poco, porque como dice en otro lugar: ―confesad y comulgad, y llegándoos al Señor,

sentiréis derretirse vuestra ánima de suave dulzor‖(Carta 63, 68-69). Sin duda, se está

refiriendo aquí a esa transformación en el dulzor de Dios, que es como ha descrito el

culmen de la experiencia mística.

2. BENEFICIO DE LA EUCARISTÍA: TRANSFORMACIÓN EN EL AMADO

En el sermón 59 nos ha descrito San Juan de Ávila la situación en que queda el alma

que ha recibido a Jesucristo en la Eucaristía:

―[...] entendamos de ir a recibir este Sacramento, enternecido el corazón con amor

divino, al cual nos lleve a recibirlo, porque en el corazón que así ama hace el

amorosísimo Señor asiento, y como Él ama tiernamente y ve ser amado de aquella

alma, asiéntase con ella y tiene con ella coloquios amorosos y tiernísimos abrazos, y

el uno al otro dice: Dilectus meus mihi et ego illi [Mi amado es para mí y yo para mi

amado] (Cant 2,16).

Entonces sí la esposa dirá con grande verdad, no solamente lo que dijo en los

Cantares: Anima mea liquefacta est postquam dilectus loquutus est [Mi espíritu se

enajenó cuando mi amado me habló] (cf. Cant 5,6), antes pasará delante y dirá

atrevidamente: Vivo ego, iam non ego, vivit vero in me Christus (cf. Gál 2,20). Porque

si la habla del esposo derrite el corazón de la querida esposa, tocarle con sus manos,

abrazarle con sus brazos, darle paz con su propia boca y recibirle en sus entrañas, no

sólo la derrite, mas del todo la deshace y aniquila, y quita el ser y da otro nuevo ser

tan alto, que diga lo ya dicho: Vivo ego, iam non‖(Sermón 59, 3).

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Observamos, por tanto, en este texto cómo el Maestro Ávilaconsidera que en la

Eucaristía se da la verdadera transformación del hombre en Dios y que no sabe

expresar mejor sino con las palabras de Pablo en Gál 2,20: ―Ya no soy yo, sino que es

Cristo quien vive en mí‖. De este amor del Señor que se abaja y entra en nosotros es

de donde proceden todos los beneficios y efectos beneficiosos que Juan de Ávila

describe con precisión y profundidad no sólo en todos los sermones en los que habla

especialmente de la Eucaristía, sino en todos sus escritos, y resumidos en la

Meditación del beneficio que nos hizo el Señor en el sacramento de la Eucaristía. En

ella nos presenta de manera admirable el principal beneficio de la Eucaristía, es decir,

nuestra deificación:

―Veamos lo que te da por virtud de este sacramento. Innumerables son sus efectos y

virtudes; mas la primera y más principal es hacerse semejante el hombre a Dios en la

pureza de la vida, y después de la bienaventuranza de la gloria, que es hacer al hombre

divino, deificada su ánima y haciéndola participante en las costumbres y naturaleza de

Dios‖ (Meditación del beneficio que nos hizo el Señor en el sacramento de la

Eucaristía).

―¿Quién terná peso para… saber estimar: que quien bien come la carne y bebe la

sangre del Señor, tiene vida semejable a la vida que vive Dios? ¿Qué es esto Señor?

¡Hacéis a los hombres deiformes, y acabáis, con darles gracia en este mundo, de

engrandecer en ellos la imagen natural que a tu semejanza criaste, para que así, como,

Señor, tu vida es, tus placeres, tu negocio, tu ocio: conocerte, amarte, gozarte,

poseerte para siempre jamás, des a los hombres vida, dándoles tu gracia, con que te

conozcan y amen y gocen acá en su modo, y en el cielo en el tuyo, ¡que, según se ha

dicho, valga más un hombrecito que la tiene que millones de ángeles si carecen de

ella! No es vida corporal ésta, que haya menester diente ni vientre; vida es del ánima

―y es la mejor parte del hombre―, y que se ceba y mantiene de sólo Dios, y hace

para siempre bienaventurados los que la viven‖(Sermón 45, 5).

En la Eucaristía se produce no sólo el abrazo con el Amado, sino la transformación

en el Amado, ya que en la Eucaristía se nos da el mismo Señor, por lo que nosotros

debemos de darnos totalmente a Él. Por lo cual, para que esta transformación se

produzca, la actitud con la que se debe comulgar, el diente —dice San Juan de

Ávila— con el que hay que comer la Eucaristía, es el amor, además del de la fe. Es

entonces cuando sucede en nosotros la misma transformación que en el pan y en el

vino, ya que afirma que lo mismo que el pan y el vino se transforman en Cristo, así

también nosotros nos transformamos en Él; por eso, después de comulgar diremos

como el Apóstol Pablo que ya no somos nosotros, ya no diremos yo, sino: ―Vivo yo,

ya no yo, vive Jesucristo en mí‖ (cf. Sermón 57,15). Por eso, transformados en Él, ya

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no vivimos para nosotros mismos, ni dormimos para nosotros mismos, ni trabajamos

para nosotros mismos, ni hacemos nada para nosotros mismos, sino para Él. Nos dirá

San Juan de Ávila que la nueva vida del que recibe a Jesucristo será:―Viva Cristo y

muera yo en mí, para que viva yo en Él‖(Sermón 57, 16). Qué manera tan profunda y

tan viva para decir nuestra transformación en el amado en la Eucaristía. Por la

profundidad teológica y por la hondura espiritual presentamos este párrafo, aunque un

poco largo, del Santo Maestro, de cómo presenta la actitud con la que el cristiano y el

sacerdote han de recibir —comer— al Señor en la Eucaristía:

―—¿Cuál es el otro diente? —Amar [El otro diente era la fe]… Quien no ama a

Jesucristo no tiene parte en Jesucristo (1 Cor 6,12).

¡Corazón noble, no te dejes vencer sino del amor, aunque te den todo el mundo!Si

diere el hombre toda su hacienda en pago de amor, no lo tendrá el Amado en nada,

dice en los Cantares (cf. Cant 8,7). Amad, amad a Jesucristo, y será vuestro Jesucristo.

No cuesta más. Quien le cree y le ama, ése le come, ése se mantiene de Él, ése vive

por Él.

¿Y qué hará Él cuando viere que el hombre se arrima a Él y le ama de corazón?

Desnudarse ha, como hizo Jonatán (cf. 1 Sam 18,4), y vestirá al pastorcico con las

vestiduras del hijo del rey hasta ceñirle su espada. ¿Qué hará con uno que se acerca

arrepentido de sus pecados, y desconfiado de sí y confiado en Él, y se pone en sus

manos y le dice: «Vos, Señor, os disteis —nobis datus— a mí, y yo me doy a vos.

Aquí, delante de vosotros me doy a vos; yo vuestro y no más mío»? Si así no lo

hacéis, no se os dará a vos; no se hará este trueco si no hay permutación de personas.

¿No lo veis en el matrimonio, donde el varón se da a la mujer y ella a él? Si él se hurta

a ella y ella se da a otro, mayor hurto cometen que si hurtasen mucha hacienda.

—¿Queréis que sea Dios todo vuestro? Sed vos todo suyo. ¿No osáis? ¿Tan duro,

¡ciego de vos!, que teméis trocaros a vos por Dios? ¿Por qué teméis daros a Él y

ofreceros a su voluntad? —«Señor, yo me doy a vos, llevadme por donde quieras, yo

me ofrezco a vuestra voluntad y me entrego a vos; y si fuere menester que me desnude

delante de escribano, también lo haré». —Mas dirá tu flaqueza: Si así todo me ofrezco

a Dios, dirá Él: «Yo quiero que te venga este trabajo o esta afrenta», y por eso no

osáis.

Si por lo que vos le dais os da a sí mismo, ¿no os atreverías? Pues eso es comulgar,

y significado y hecho en el comulgar. Toma el sacerdote el pan en las manos y dice

las palabras de la consagración; acabadas de decir, ya no hay pan; accidentes sí, pan

no. ¿Quién entró allí en lugar del pan? Jesucristo. De manera que se transmudó el pan

en el cuerpo de Cristo, por la transubstanciación. Pues eso que pasa de fuera, se ha de

obrar allá dentro; que los sacramentos así son, que lo que muestran de fuera obran de

dentro… cuando llegáis a comulgar, haced cuenta que vos sois el pan y que se ha de

convertir en Jesucristo para que digáis con el apóstol San Pablo: Vivo yo, ya no yo,

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vive Jesucristo en mí (cf. Gál 2,20). Cuando me injurian, no me injurian a mí, que ya

no hay yo, sino mi Señor Jesucristo vive en mí. ¡Oh dichosa tal vida y tal dádiva!

Palabras, por cierto bien lejos de vosotros.

Pues si alguno quiere venir tras mí, niéguese a sí mismo (Mt 16,24). Mientras no

digas un no a vuestro sí y un sí a vuestro no, no habéis pasado a Cristo. Habéis de

pasar por el: Cristo viva en mí, ya no yo. Quien a Cristo enoja, a mí enoja, y quien a

Cristo alaba, a mí alaba; y quien a Cristo sirve, a mí sirve; porque ya no vivo en mí

sino Él; ya se murió fulano, ya no soy yo, ya no vivo para mí, ni duermo para mí, ni

trabajo para mí, ni hago cosa para mí. Viva Cristo y muera yo en mí, para que viva yo

en Él. Esto es comulgar y esto habéis de pedir y desear. «Señor, ¡que me torne yo vos!

¡Que de este altar no vuelva fulano, sino que, como el pan se muda en vos, así hago

yo!»‖(Sermón 57, 14-16).

3. LA EUCARISTÍA ES PRINCIPIO DE LA VIDA ETERNA

El Santo Maestro ha vivido y predicado que la mejor manera de vivir en gracia, es

decir, en el conocimiento y amor de Dios, es, si se está aparejado para ello,

comulgando; por eso asegura que en la Eucaristía comenzamos a participar ya de la

vida eterna. En ella conocemos y amamos a Dios como lo haremos en el cielo.

―Dice San Juan [que Jesús dijo]: Quien come mi carne y bebe mi sangre, habet vital

aeternam, tiene la vida eterna (Jn 6,55). ¿No dijera: tendrá la vida eterna? ¿por qué se

llama vida eterna estar en gracia? Porque el que dignamente comulga, conoce a Dios y

le ama. Si se llama vida, ¿por qué eterna? Porque si vos no la matáis, no hayáis miedo

que se muera. Vuestra vida morirá; la gracia no se muere si vos no la matáis. Y esta

gracia es principio de la vida eterna, aunque está imperfecta‖(Lecciones sobre 1 San

Juan [I], 7, 23-30).

Según San Juan de Ávila la Eucaristía supone, pues, para el cristiano comenzar en la

tierra a vivir la realidad del cielo. En ella obtenemos vida de gracia; también en ella

está el mismo Cristo que subió al cielo. En ella se nos da el banquete del cielo, el

mismo Cristo que se les da en manjar a los cristianos. Por eso, aunque Cristo está en

cuerpo y alma en el cielo no ha querido desentenderse de nosotros porque su corazón

y su amor se quedó aquí, y porque ―donde está vuestro corazón está vuestro tesoro,

quisisteis venir en el cuerpo a estar presente con los que amáis estando lejos‖(Sermón

56,18). Ahora bien, al comer este manjar no ocurre como con cualquier otra comida,

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en la que los alimentos los hacemos parte de nosotros, sino que con Jesucristo se

produce el efecto contrario, pues al comerlo es Él el que nos convierte en suyos,y por

tanto nos hace partícipes de Él mismo y de su divinidad, no por naturaleza, como Él

es, sino por participación; de ahí que San Juan de Ávila diga de Jesucristo vivo en la

Eucaristía: ―siendo el manjar tú, los conviertes en ti, y siendo tú verdadero Dios, haces

a ellos dioses por participación (cf. Sal 81,6)‖(Sermón 56,18).

Este convertirnos en Él es tan fuerte que San Juan de Ávila nos hace caer en la

cuenta de cómo Cristo, para significar tanta unión entre Él y nosotros, no tuvo otra

comparación mejor que la de poner la que existe entre el Padre y Él. Y esta unión es la

que se dará en la eterna bienaventuranza, y la que se comienza también a dar al recibir

al Señor en el sacramento de la Eucaristía. En la gloria seremos divinos y

participantes, por gracia, de las costumbres y naturaleza de Dios. Y esto es también lo

que Cristo viene a significar cuando dijo: El que come y bebe mi sangre está en mí y

yo en Él (Rom 6,56). Es importante la explicación que el mismo San Juan de Ávila

pone en boca de Cristo para decirnos el sentido de lo expresado en el evangelio de

Juan y relacionándolo con Gál 2,20:

―[Cristo] añade luego estas palabras en sentencia, y dice: «Pues así como mi Padre

está en mí, y, por estar él en mí, la vida que yo vivo es en todo semejante a la de mi

Padre, que es vida de Dios, así aquel en quien yo estuviere por medio de este

sacramento, la vida suya será semejante a la mía, y así no vivirá ya como hombre»,

sino como Dios, como vivía mi Apóstol: Vivo yo, ya no yo, sino vive Cristo en

mí‘(Gál 2,20). Esta sentencia y esta comparación es de Cristo‖(Meditación que nos

hizo el Señor en el sacramento de la Eucaristía).

Y ahora es San Juan de Ávila el que comenta esta explicación puesta en boca de

Jesucristo, y nos dice:

―Nos bastaba, sin duda, sólo esto para hacer aquí una perpetua estación, sin pasar

adelante. ¿Quién osará, Señor, hacer tal comparación como ésta, si tú no la hicieras?

Comparas el estar tú en nosotros con el estar en ti el Padre, y comparas la divinidad

que el Padre te comunica a ti, para que no pensasen los hombres que por ser esta

unión tan espiritual era de poco tomo. Por eso la comparaste con la mayor y más alta

unión que hay en el cielo y en la tierra, con la que hay entre tu Padre y entre ti. Y,

aunque en todo no puede haber semejanza entre la una y la otra, mas mucho es, y muy

mucho, que ella sea tal y de tanto tomo, que merezca ser comparada con ella‖

(Meditación…).

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Por lo cual, afirma que el que comulga comienza un proceso de unión y de elevación

en Cristo, en el que llega tan alto que pasa ―a ser participante del mismo Dios‖

(Meditación…).

La argumentación seguida por San Juan de Ávila en estos textos que hemos

presentado podemos resumirla de la manera siguiente: Al recibir a Cristo en la

Eucaristía, Él nos hace suyos, de manera que ya estamos tan unidos a Él que podemos

decir con Pablo que ya no vivimos nosotros sino que es Él el que vive en nosotros (cf.

Gál 2,20). Esta unión es tan fuerte que la única comparación posible es la que existe

entre el Padre y el Hijo, si bien aquella es por naturaleza y ésta por gracia. Así, al estar

tan unidos a Cristo participamos, también por gracia, de su naturaleza divina, por lo

cual llegamos al culmen de lo humano, a ser dioses por participación. Esto significa

que al recibir a Cristo en la Eucaristía comenzamos a vivir la vida eterna, pues aquella

no será sino la consumación de esta vida de gracia.

Pero la vida eterna, la vida de la bienaventuranza, la de la gloria, y también esta de

gracia todavía en la tierra, consiste no solamente en una comunión de vida y

naturaleza con el Hijo, sino también con toda la Trinidad. Por eso, al comulgar,

entramos ya en esta relación con cada una de las personas de la Trinidad, en el Hijo.

En la Eucaristía se nos da Cristo y con Él toda la Trinidad, pues también se nos dan el

Padre y el Espíritu Santo. Por eso en la Eucaristía comenzamos a tener las alegrías del

cielo:

―De fiesta en fiesta anda el ánima comiendo con nuevo sabor, cumpliéndose lo que

Dios prometió: El trillar de los panes alcanzará a la vendimia y hasta la sementera, y

comeréis vuestro pan en hartura (Lev 26,5). Bendita su bondad, que tan largamente

nos provee, no como quiera, sino dándose Él mismo a nosotros. El Hijo nos es dado, y

por Él el Espíritu Santo; y dándosenos estas dos Personas, no se queda el Padre sin

dársenos; nuestro es Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ya comenzamos acá la

contratación que en el cielo hemos de tener. Agradezcámosle sus misericordias,

aparejémonos para recibir las que quedan y, con corazones levantados de la tierra,

celebremos las fiestas del cielo, para que de regocijos temporales pasemos a los

eternos, en los cuales vuestra merced se vea‖(Carta 121, 69-81).

En este texto encontramos suficiente luz para pensar que San Juan de Ávila cree que

en la vida del cielo nuestro gozo consistirá en la donación permanente a nosotros del

Padre, del Hijo y del Espíritu, llevándonos así al culmen de lo iniciado en su obra

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creadora no respondía sino a una autodonación del Padre, del Hijo y del Espíritu ad

extra. Dios mismo, nos dice el Santo Maestro, ―nos hará merced de nos guiar hasta

nos meter en la celestial tierra prometida, donde veremos y poseeremos al mismo

Dios. Sea Él en quien esperamos, y Él sea lo que esperamos, porque de nadie

podemos alcanzar a Dios, si Él no se da, ni es razón esperar de Dios cosa menor que el

mismo Dios‖(Carta 44, 347-351).

Y toda esta comunión en el amor con el Dios trinitario que se nos da en la gloria se

vive ya en la Eucaristía, pues eso es lo que se simbolizaba en las tres medidas de

harina con que Sara amasó el pan para los tres ángeles:

―Oigan los hombres, oigan los ángeles, oiganlos cielos, oiga la tierra y lo que debajo

de ella está, y todos digan: ¡Señor, no hay cosa semejable a ti! (Jer 10,6), y

especialmente en este convite que a todo el mundo has hecho, en el cual el manjar que

recibimos es el santísimo cuerpo de Jesucristo nuestro Señor, que por las palabras de

la consagración allí viene. Recibimos su purísima sangre… y con su cuerpo y sangre

está su benditísima ánima, y con el ánima está la divinidad del Verbo de Dios; y

donde está el Verbo, está el Padre y el Espíritu Santo; y todo esto recibe el que recibe

el cuerpo de Jesucristo nuestro Señor.

¡Oh, bendito sea Dios! Que con tal manjar nos mantiene, figurado en las tres

medidas de flor de harina (Gén 18,6) de que Sara hace pan que coman los

ángeles‖(Sermón 45, 25-26).

Así pues, el final del camino de nuestra existencia consiste en llegar al mismo Dios

trino y uno. A una comunión de vida y amor en la misma comunión de vida y amor

del Padre, del Hijo y del Espíritu, que San Juan de Ávila ha simbolizado con la

entrada a la conversación trinitaria:

―Mire a dónde Dios lleva a apacentar sus ovejas, in montibus altis; son más altos

que el cielo, son mucho más altos; distan estos montes tanto del cielo, como dista de

la tierra el cielo, y los infiernos de la superficie de la tierra. In montibus altis. En la

altura del Padre, allí gozará de aquella conversación suavísima de la Santísima

Trinidad, aquella agua clarísima de su unidad de en esencia; allí se le hará muy claro

lo que acá se le hacía muy escuro: en los montes altos‖(Sermón 15, 24).

―Frescos están los sarmientos, y llenos de fruto, cuando están vivos en la vid; y por

esta comparación quiso Cristo que entendiésemos qué tal están los suyos que están en

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gracia incorporados en Él (cf. Jn 15,5), porque están semejables a Él, teniendo propios

bienes que reciben de Él y por Él; para que así se cumpla lo que dice San Pablo, que

los que han de ser salvos, ordenó Dios que fuesen conformes a la imagen de su Hijo

(Rom 8,29)‖(Audi, filia, 89, 2).

Esta inserción como sarmientos en la vid se realiza de una manera especial al recibir

al mismo Jesucristo en la Eucaristía:

―Las especies de pan y vino, debajo de las cuales recibís el cuerpo de Jesucristo,

certísimamente las digerís y se convierten en sustancia vuestra, y el cuerpo de

Jesucristo os digiere a vos y os convierte en sí y hace una misma cosa con Él. Una,

digo, no en unidad de persona, sino que Jesucristo os da ser y os sustenta como un

injerto, que recibe el jugo del árbol en quien está injerido, mas cosa distinta es del

árbol. Como el árbol sustenta y da jugo al injerto, así, mediante la confianza que

dijimos, vos estáis arrimado en Cristo y Él os da fuerza y sustenta; Él os da ser y de Él

recibís el jugo para que se produzca el fruto de vuestras buenas obras. Es muy buena

la comparación y por ella entenderéis muy fácilmente qué cosa es la comunión

espiritual.

Decid: —¿Quién sustenta a quién? ¿La cepa al sarmiento o el sarmiento a la cepa?

¿Quién recibe jugo de quién? ¿La cepa del sarmiento o el sarmiento de la cepa? —El

sarmiento no sustenta a la cepa ni le da jugo, antes la cepa sustenta al sarmiento. —

Pues Cristo es la cepa, y Él os sustenta y da ser (cf. Jn 15,5). ¿No lo dijo así Dios a

San Agustín? «Manjar soy de grandes, crece y comerme has. No me mudarás tú a mí

en ti, sino que yo te mudaré a ti en mí, no me convertiré yo en sustancia tuya, sino tú

te convertirás en la mía». Luego esto es comulgar espiritualmente; recibir una fuerza

en Cristo, una confianza de que os ha perdonado y que sois uno de los que han de ir al

cielo y manteneros tanto de esta esperanza, que digáis con el Apóstol: Vivo yo, ya no

yo. —¿Desde cuándo, San Pablo? —Desde que comí a Jesucristo, ya no soy yo; desde

que Cristo vive en mí, mediante la comunión espiritual y la confianza de que soy hijo

suyo, ya no soy yo‖(Sermón 49, 6-7).

Este cambio en nosotros, haciéndonos parte de su cuerpo al recibirlo en la

Eucaristía, es el nuevo nacimiento que Jesús anuncia a Nicodemo. Lo cual excede

nuestra capacidad para comprender tanto beneficio. Por eso, al ver que al comulgar

nos hacemos parte de su cuerpo y somos pasados de sí a Cristo no podemos sino

llenarnos de admiración por esta obra de Dios en nosotros, pidiendo mucha fe para

comprender hasta donde llega la bondad de Dios.

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4. ORACIÓN

―Tomaste por medio —Señor— para darnos parte de ti, abrazarte con nosotros y

entrar tú mismo en persona en nuestros cuerpos, debajo de especies de mantenimiento

esta unión admirable… ¡Oh pan dulcísimo, digno de ser adorado y deseado, que

mantienes el ánima y no el vientre; confortas el corazón del hombre y no le cargas el

cuerpo; alegras el espíritu y no embotas el entendimiento; con cuya virtud muere

nuestra sensualidad, y la voluntad propia es degollada, para que tenga lugar la

voluntad divina y pueda obrar en nosotros sin impedimento! ¡Oh maravillosa

bondad…! ¡Oh maravilloso poder de Dios, que así puso, debajo de especie de pan, su

divinidad y humanidad…! ¡Oh maravilloso saber de Dios, que tan conveniente y tan

saludable medio halló para nuestra salud!‖ (Meditación que nos hizo el Señor en el

sacramento de la Eucaristía).

5. PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. ¿Voy a la Eucaristía con la fe de recibir en verdad los beneficios que del Padre,

Hijo y Espíritu Santo nos son dados en ella: consuelo, serenidad, alegría, perdón,

fuerza, paz…?

2. ¿Cuando celebro la Eucaristía tomo conciencia plena de quién viene a través de

ella y para qué?

3. ¿Reconozco en la Eucaristía la actualización personalizada en mí de todo el

amor que Jesucristo nos ha demostrado?

4. En la Eucaristía Cristo se nos entrega totalmente, ¿estamos nosotros dispuestos a

ser igualmente esa ofrenda total y permanente?

5. ¿Al celebrar la Eucaristía mi actitud es la de morir a mí para que yo viva en Él?

6. ¿Tengo auténtico celo apostólico para que la celebración de la Eucaristía los

fieles se puedan encontrar verdaderamente, se dejen transformar por Él, se aprovechen

de sus beneficios y den ese amor a los demás?

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RETIRO 5.

MARÍA

En el día de hoy queremos orar con San Juan de Ávila al Padre, al Hijo y al Espíritu

por habernos dado a María como Madre nuestra y como ejemplo de una vida cristiana

auténtica, en donde resplandecen todas las virtudes. Que esta oración sea ante todo una

acción de gracias a María, por lo que hizo, y por lo que sigue haciendo a nuestro lado,

especialmente por el acompañamiento y amor maternal a todos los sacerdotes, como lo

tuvo en su tiempo con los Apóstoles, los especialmente amados de su Hijo Jesús, junto a

los pobres.

San Juan de Ávila es un gran amante de la Virgen María y un divulgador de la

devoción a ella. Siempre la tenía en sus labios y en su corazón. No solamente en sus

sermones marianos, especialmente en los tiempos en los que la Virgen tiene un

protagonismo especial, Encarnación, muerte de Cristo, espera de Pentecostés, Asunción,

etc., sino en todos sus escritos se percibe con absoluta nitidez la presencia de la Virgen

como medianera, intercesora y tesorera de la gracia de Dios, etc. El Maestro Ávila

siempre termina el exordio de los sermones invitando a todos a rezar un Ave María:

―Para que el Señor nos envíe su gracia y todo lo que dijéremos sea a gloria suya y

alabanza, supliquemos a la gloriosa Virgen María nos la alcance, y para que así lo haga,

digamos Ave María‖ (Sermón 10, 1).

La Virgen María está siempre asociada a la misión del Hijo. No se entiende a la

Madre sino acompañando al Hijo. Y así nos lo presenta San Juan de Ávila. Toda la vida

de María está relacionada con la persona y obra redentora del Hijo. Aquí es donde hay

que situar a María, como la situó el mismo Jesús. Escuchar la Palabra de Dios con la

actitud de la Virgen: ―Hágase en mí según tu palabra‖, como ocurrió no sólo en la

Encarnación sino también en la Asunción (cf. Sermón 70). Guardar y cumplir la Palabra

de Dios como la Virgen (cf. Sermón 68, 7ss). A este propósito, San Juan de Ávila,

hablando de la mujer que alabó a la Virgen María por ser madre de Jesús (cf. Lc 11,27),

pone en boca de Jesús: ―«Bienaventurada llamas, dice el Señor, a mi Madre, porque me

trajo en su vientre y me mantuvo a sus pechos; pero yo te digo que son bienaventurados

los que oyeren la palabra de Dios y la guardaren» (Lc 11,28)… «Mujer… tú hablas al

modo común, que viendo a un hijo muy bueno, suelen llamar a su madre

bienaventurada, y porque lo engendró y dio su leche. Pero esa alabanza en los ojos de

Dios, cosa es de muy mayor valor, y si mi Madre no tuviera virtudes, con las cuales me

concibiera en ánima y oyera y guardara la palabra de Dios, ninguna cosa le aprovechara

ser madre mía según la carne, si no lo fuera según el espíritu»‖ (Sermón 68,7-8). Por lo

que Jesús alaba a su madre, no sólo por ser una madre ejemplar, sino ante todo porque

ha sabido ser una madre según el espíritu, es decir, ha sabido recibir y poner y en

práctica las virtudes con que Dios la ha dotado para desempañar la misión de ser madre

de Jesús y ahora madre nuestra, ejemplo de virtud para todos los que la contemplan.

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En esta meditación vamos a fijar nuestra atención en varios aspectos de María que

nos pueden servir para nuestra vida de seguimiento auténtico al Señor. En un primer

punto contemplaremos a María unida a la voluntad del Padre en todas las circunstancias,

seguidora de su Hijo y templo del Espíritu. A continuación, nos detendremos en las

virtudes más sobresalientes de María: fe, esperanza, caridad y humildad, fortaleza en el

dolor, hermana y Madre de la Iglesia que camina en el Espíritu. Además, nos

propondremos la manera de cómo imitarla hoy. En otro apartado veremos cómo

debemos tenerla siempre como intercesora nuestra, sobre todo en estos momentos de

nueva evangelización. Y, por último, como madre y fortaleza de los sacerdotes.

1. María: una creyente unida al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo

2. Virtudes de María

3. Ser devoto de la Virgen y tenerla por intercesora nuestra

4. Dos oraciones a la Virgen María

1. MARÍA, UNA CREYENTE UNIDA AL PADRE, AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO

San Juan de Ávila siempre que nos habla de María la alaba por tener una vida santa,

es decir, de continua unión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu. Su virginidad y

su Inmaculada concepción, de la que San Juan de Ávila era un gran defensor, no son

sino la predisposición con la que Dios ladotó para llevar esta vida santa, a la que ella

contribuyó siempre con su sí inquebrantable. Ella es la llena de gracia y santidad. ―La

Virgen y Madre de Dios, para siempre bendita, siempre fue santa, así en su santa

concepción como por toda su vida‖ (Sermón 71, 1).

1.1. Unida a Dios Padre y a su voluntad

La Virgen María no sólo ha sido preservada de todo pecado, sino que siempre ha

puesto de su parte para agradar a Dios y cumplir su voluntad. Por eso es ejemplo

también para nosotros, pues tenemos que, con la ayuda de Dios, salir de los pecados,

hasta de los veniales, y amar a Dios y su voluntad por encima de todo, como ella lo

hizo.

―Ella siempre tenía su ánima convertida y atenta a Dios, el lucísimo sol, y con

grandísimo fervor y amor y elevación de entendimiento y voluntad hacía todas sus

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obras, chicas y grandes, corporales y espirituales‖ (Sermón 60, 6). ―Tenía un amor de

Dios tan sin medida‖ (Sermón 70, 23). Así, ―la sacratísima Virgen María por su singular

privilegio fue preservada de pecado original… Grande excelencia es ésta, que ni tuvo,

ni tiene, ni tendrá entre los santos; pero esta benditísima Virgen y águila caudal vuela

tanto, que no sólo escogió la mejor parte cuando se determinó de querer a Dios, de no

cometer contra Él ningún pecado mortal; y muy mejor parte cuando escogió no

ofenderle ni aun venialmente, aunque le dieran mil muertes; y mucho mejor cuando su

amoroso y generoso corazón no sólo escogió huir de todo pecado, sino buscar en todo lo

que a Dios agradase, y lo de más agradable lo que más le agradase. Fortísimo fue su

amor, que le compelía a buscar en todas las cosas el mejor contentamiento y mayor

gloria de Dios en su corazón. Como dice San Pablo que se debe buscar la voluntad de

Dios de muy buena gana y huir de los pecados mortales y de veniales, y de lo bueno

escoger lo mejor, así lo hizo esta Virgen (cf. Ef 5,3-4)‖ (Sermón 71, 17-18); por eso

invita a todos a ―ser discípulos de esta sagrada Virgen en la escuela del amor a Dios‖

(Ibidem).

―Como la sagrada Virgen fue enseñada por el Espíritu de su Hijo, aun antes que Él

encarnase, no erró en lo que eligió, sino que siguió la verdad de Dios y no la mentira del

mundo‖ (Sermón 71, 8); y pone en boca de la Virgen esta oración que dice que ella

rezaría con frecuencia: ―«Dios de mi corazón, dice la Virgen [Sal 72,26], mi corazón os

ama con todas sus fuerzas, con aquel amor que es razón que Dios sea amado; mi

corazón os tiene por Dios en obedecer vuestra ley y seguir vuestra santa voluntad, como

una sombra sigue a su cuerpo; mi corazón está cerrado a todas las cosas y a vos solo

abierto, como a su verdadero esposo y señor. Con todas las criaturas trato, poniendo

entre ellas y mi corazón un velo; y para tratar con vos me lo quito, para que vos miréis

mi faz y yo mire la vuestra. Finalmente, mi corazón siente de vos como de su verdadero

Dios, y con tanta fuerza de amor, que teniéndoos por su Dios, mi corazón también os

tiene por su Dios. Mi entendimiento, mi memoria, mi parte sensitiva, mi carne, mi

sangre, mis huesos y todo lo que soy y tengo, y puedo tener y desear, tengo puesto

debajo de vuestros pies, para de todo ello se haga vuestra santa voluntad y lo pongáis

donde vos quisiéredes como su verdadero Dios y Señor; y aunque el mundo y cielo

ofrezca muchas cosas que desear, y unos escojan unas y otros otras, yo, Señor, escojo a

vos por mi ración, con intento de serviros para siempre y con esperanza de poseeros por

mi ración para siempre»‖(Sermón 71, 11).

1.2. María nos trae a Cristo

―Ninguna conjunción con Dios hay tan grande después de la unión personal como ser

Madre, y ninguna conjunción tan grande en la gracia como entre esta Madre y su Hijo‖

(Sermón 66, 4).

Por ser Madre de Cristo, y por hacer siempre voluntad de Dios, María se convierte en la

que mejor nos puede ayudar a acudir a su Hijo, y ver en ella su vida:

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―El ejemplo y el Maestro de todos los hombres que se han salvado y salvarán, Cristo es,

y así se llamó Él lux mundi (Jn 8,12), y, por consiguiente, sol. Y cuanto uno más

cercano a Él en santidad, tanto más participa de su luz y tanto más claro nos enseña el

camino para Dios. Y como, entre todos los cercanos a Él, ninguno haya tanto como su

Madre, nadie como ella nos enseña las virtudes con que le hemos de agradar. Y quien

mirare la vida de la Virgen, verá en ella una grandísima semejanza de la de su Hijo

nuestro Señor; porque convenía que así como ningún parentesco hay tan cercano como

entre madre e hijo, y se suelen parecer mucho en el rostro, y particularmente fue esto

entre nuestra Señora y su Hijo, y así convino que en lo espiritual ningún parentesco ni

semejanza hubiese tan grande entre hombres y Cristo, ni entre ángeles y Cristo, como

entre Él y su Madre‖ (Sermón 66, 4).

La función de María es darnos a Cristo. Ella nos lo ofreció en sus brazos al

nacer: ―En los brazos de su Madre más resplandece y más hermosea a su Madre que

el cielo ni la tierra ni que las estrellas… Cuando yo veo —dice Juan de Ávila— a

una Virgen con un Niño en los brazos, pienso que he visto todas las cosas‖ (Sermón

4, 26).

María estuvo siempre unida a su vida y misión, hasta en la pasión, cruz, bajada de la

cruz y en los momentos de dolor en espera confiada de la resurrección. Y, una vez

resucitado y ascendido al cielo, el deseo de estar con su Hijo en el cielo es debido no

especialmente al deseo como toda madre de estar con un hijo para siempre, y más

todavía si éste ha partido a la casa del Padre, sino especialmente al deseo de estar con su

Hijo como Dios que es, porque María valora ante todo a su Hijo, como Hijo de Dios:

―No piense nadie que este deseo tan encendido de esta Madre bendita por ver a su Hijo

bendito en el cielo era causado de naturaleza, como otras madres suelen desear la

presencia de sus hijos. Porque, aunque el amor natural no estaba en ella perdido, pues

no es contrario a la gracia; sino que era tanto el sobrenatural con que a su Hijo amaba en

cuanto hombre, y muy más sin comparación en cuanto Dios, que sobrepuja al amor

natural y a los deseos de todas las madres de ver a sus hijos como excede un fuego tan

grande como todo el mundo como todo el mundo al de una pequeña centella. Espíritu

era de Dios el que meneaba su corazón para estos deseos, y le hacía pedir el

cumplimiento de ellos con gemidos que no se pueden contar (cf. Rom 8,26)‖ (Sermón

70, 25).

María nos invita ahora a unirnos a su Hijo en la Eucaristía. Por ella vino este Pan de

vida, por eso debe ser todavía más honrada y reverenciada:

―Los que traen trigo a los pueblos, deben ser honrados y bien tratados; la que nos

trajo el pan del cielo, con que nuestras almas se mantienen, ¿cuánto sebe ser honrada y

reverenciada? Hazañas hicieron algunas mujeres, por las cuales quedaron en perpetua

memoria: Judit, Ester, Dévora y otras semejantes; pero, en comparación de la Virgen,

todas hicieron muy poco. Instrumentos fueron para librar a sus pueblos de la muerte del

cuerpo; pero la Virgen María nuestra Señor, para librarles de la muerte del alma. Ella

fue la que nos dio este fruto de que comemos y gozamos, la que nos amasó este Pan, y

con tanto deseo que lo comamos, que nos convida a Él… Todos los que me deseáis,

venid a mí, y no os arrepentiréis; iréis llenos de mi generación (Eclo 24,26); de lo que

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yo engendré iréis llenos, del fruto que en sí contiene todos los frutos y gracias; que

quien este fruto recibe, todo lo recibe; porque en él se contienen todos los bienes‖

(Sermón 46, 1).

1.3. Amiga y templo del Espíritu Santo

San Juan de Ávila presenta con extraordinaria precisión y amor a la Virgen cómo

ella está tan unida al Espíritu Santo, que pide su intercesión antes de comenzar a hablar

precisamente de Él en el día de Pentecostés. En el sermón 30 nos ha quedado recogida

esta descripción de esta unión tan admirable entre ella y el Espíritu, al describirnos

cómo Jesucristo, al irse al Padre nos dijo que nos enviaría este Consolador, Doctor,

Consejero y Enseñador: ―En gran manera es amiga del Espíritu Santo, y Él de ella. En

sus entrañas el incomprehensible cupo; su alteza, su grandeza se abajó y se hizo

temporal, siendo eterno, y el rico se hizo pobre y el muy alto se abajó; y esto todo por

obra del Espíritu Santo, por industria, orden y saber suyo. Dijo el ángel San Gabriel a la

Virgen: El Espíritu Santo, Señora, vendrá, sobre vos, y la virtud del muy Alto, os hará

sombra (Lc 1,35). Conoce muy bien el Espíritu Santo las entrañas de la Virgen; conoce

muy aquel su corazón tan limpísimo, conoce muy bien aquel palacio donde tantos y tan

grandes misterios obró. No hizo la Virgen, ni pensó, ni habló cosa que en un solo punto

desagradase al Espíritu Santo; en todo le agradó, en todo hizo su santa voluntad; por

ruegos de esta gloriosa Virgen, por gemidos y deseos y oraciones trajo el Verbo Eterno

y lo metió en sus entrañas. Supliquémosle, pues tan amiga es de este Santo Espíritu, nos

comunique su gracia para hablar de tan alto Huésped‖ (Sermón 30, 4).

Estuvo acompañada siempre ―con diversidad de virtudes y con la unción blanda del

Espíritu Santo, que cumplió muy por entero lo que dijo David: Que la hermosura de

esta reina toda es en lo de dentro, donde miran los ojos de Dios… Y como el cuidado

de la Virgen era uno, como San Pablo lo manda (cf. 1 Cor 7, 32-34), y ayudado muy

particularmente del favor del Espíritu Santo, salió tan bien con el negocio, que paró la

faz de su ánima tan hermosa, que no tuvo mancha ni arruga (cf. Ef 5,27); y halló tanta

gracia delante de los ojos de Dios, que se holgase Dios de mirar su faz y oír su voz‖

(Sermón 69, 18-19).

2. VIRTUDES DE MARÍA

María gozaba de una gran cantidad de virtudes, dignas de imitación para todos los

cristianos. Destacamos las que para San Juan de Ávila son las más importantes:

2.1. Madre de la fe, esperanza y caridad

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―Primero que todos ellos [pastores y magos] lo adoró la Virgen, para dar a entender

que si Abraham se dice padre de los creyentes (cf. Rom 3,16-17), más razón hay para

que la Virgen se llame madre de fe‖ (Sermón 5[2], 2). Basada en esa profunda fe y

confianza en Dios siempre respondió con un Sí a lo que Dios le pedía, tanto cuando el

anuncio del ángel, como en toda la vida, como cuando al pie de la cruz: ―Fue tanta la

alegría de ver tal mensajero y oír tal embajada, que de gozo se le reglaba el corazón, y

primero derramó muchas lágrimas que hablase palabra; y cuando habló, ¿qué había de

responder, sino las palabras que tenía en uso para decir en todos sus acaecimientos

tristes y alegres? Cuando encarnó en ella el Hijo de Dios, lo que respondió fue: He aquí

la sierva del Señor; sea hecho en mí según tu palabra (Lc 1,38). Y esto diría también al

pie de la cruz‖ (Sermón 70, 59).

La compara con Rebeca y con Job para decir que la Virgen tenía fe, esperanza y

caridad:

―Dio Eliécer a Rebeca dos ajorcas [pulseras] para los brazos y un zarcillo para la

oreja (cf. Gén 24,22); el zarcillo significa la fe, y las ajorcas, esperanza y caridad,

porque con estos brazos se abraza Dios. Le dio dos ajorcas y un zarcillo solo para la

oreja derecha; que no ha de haber más que una oreja —solo para Dios y no al mundo—.

Oye, hija, y ve —dice David— e inclina tu oreja (Sal 44,11). No tus orejas, una oreja no

más: creer a Dios. Creyó la Virgen a Dios, tuvo muy gran fe, y así le dijo Santa Isabel:

Bendita porque has creído, etc., en ti serán perfeccionadas y cumplidas (Lc 1,45). La

otra ajorca es esperanza. Tuvo la bendita Virgen esperanza en el Señor, confiaba en el

Señor. Hay unos hombres desesperados, desconfiados de Dios, que si les decís: «¿Qué

ha de ser de vos?, ¿habéis de ir al cielo?», dirán, y, por lo que quiera que les ocurra,

pierden la esperanza. Enhorabuena, porque la esperanza no era verdadera, que la

verdadera no hay madera que tanto peso sufra encima de ella. Si vuestra esperanza fuese

verdadera, si tuvieses asentado y creído de verdad: «De aquí a poco tengo de ir al cielo,

a gozar tengo que ir de Dios pronto», ¿qué os daría que os deshonrasen aquí, pues

esperáis de ser honrado de Dios para siempre; ni que faltase lo que faltase, si allá habéis

de tener tan pronto abundancia para siempre? Decís que tenéis esperanza, y si os quitan

un real, si os falta un día qué comer, luego desesperáis.

Job tenía verdadera esperanza, que, muertos sus hijos y asolada su hacienda,

después de mil trabajos decía: Creo que mi Redentor vive, y he de resucitar en el

postrero día y he de ver a Dios en mi carne, y con estos ojos lo he de mirar, y esta

esperanza tengo guardada en mi seno (cf. Job 19, 25-27) y en mi corazón. Como este

bienaventurada tenía esperanza, todo se le hacía liviano; y al que verdadera esperanza

tiene asentada en su alma —«Al cielo he de ir, a Dios tengo de ver»—, todo se le hace

liviano, aunque sean grandes trabajos. Tuvo la Virgen verdadera esperanza y verdadera

caridad, más que todas las puras criaturas, y por eso mereció ser Madre de Dios‖

(Sermón 65 [2] 11-12).

―La Virgen grandísima caridad tuvo. No la tomara Dios por Madre si no tuviera

mucha caridad. Por esto, deseo mucho, cada vez que hablo de la Virgen, que hubiera un

libro para se viera su caridad; y lo que debemos, de lo que la Virgen ha hecho y hace

con nosotros, no cupiera en papel‖ (Sermón 65 [2], 8).

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2.2. Humildad

La santidad de María se ve en su humildad: ―Quien a Dios tiene, en la humildad se

conoce… No creáis haber santidad sin humildad… Quien quisiere tener alguna

conjetura de que tiene a Dios, sea humilde e imite a la Virgen, que, siendo preñada de

Dios, va a servir a la preñada de hombre. No va a parlar, no por callejear, no va por

enseñar sus vestidos y hermosura, sino por servir a la vieja y preñada, que a esto han de

ser las visitas y entrada. No contó nuevas, no dijo mal de ausentes, sino servicio de obra

y edificación de palabra, aprovechando a la madre y al hijo‖ (Sermón 66, 10-11).

También hablando de esta humildad y pobreza, expone San Juan de Ávila que la

Virgen aprendió del mismo Cristo, incluso cuando estaba ya en su vientre, como si el

mismo Cristoya desde allí le predicase: ―Él predicó pobreza, y ella la obró, dando por

Dios lo que le dieron los reyes. ¡Qué de veces predicó el Señor humildad y caridad y

cuántas veces la obró primero la Virgen, como enseñanza de Aquel que su vientre

estaba! Mucho nos maravillamos de ver que el Señor lavó a sus discípulos los pies, que

nos da a entender humildad y caridad; y es aquello una admirable cosa que Cristo al fin

de su vida quiso hacer para ejemplo nuestro; mas mirad el lucero que vino primero que

el sol, y veréis su profunda humildad y caridad en visitar… a Santa Isabel‖ (Sermón 66,

5).

2.3. Luna en nuestro caminar, llena de misericordia con todos

―Todo lo que en ella hay es blandura, no sólo para los justos que andan en lumbre,

sino como luna perfecta y hermosa, llena de misericordia, que nació para ser abogada de

buenos, luz para los que andan de noche para que no se pierdan y poco a poco vengan a

la lumbre del sol [Cristo]. Y como la luna es el planeta, entre los siete, el más cercano a

nosotros, así esta luna no es dada por verdadera Madre, y tan cercana para nuestro

remedio, que a ninguna pura criatura en la tierra ni en el cielo tan presto le tocan

nuestras miserias como a su virginal corazón, tan rico en misericordia, que la llama la

Iglesia Madre de misericordia. La luna tiene poder sobre las aguas, que significan las

tribulaciones; y esta piadosa Señora está puesta por Dios para socorro de los

atribulados, y es universal limosnera de todas las misericordias que Dios hace a los

hombres, y en lo que se oculta es en tender las manos hacia arriba para recibir mercedes

de Dios y luego volverlas hacia abajo para darnos lo que ha recibido‖ (Sermón 60, 18).

2.4. Consuela y hace la unidad entre los Apóstoles

A la espera de la Resurrección de Jesús, porque son los discípulos de su Hijo, María

consuela a los Apóstoles y hace la unidad entre ellos. En realidad, es una verdadera

madre para ellos, están tan asociados a su Hijo, que ahora son hijos suyos, y los trata

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como tales. Así describe San Juan de Ávila la escena, cuando la Virgen, desconsolada,

después de enterrar a su Hijo, en medio de su dolor, se acuerda de los Apóstoles y les

apremia a que se reúnan de nuevo en el cenáculo y no se dispersen para siempre: ―[La

Virgen] llama a San Juan: —Di, hijo mío, ¿adónde están mis hijos? Vuestros hermanos,

¿adónde están? Los racimos de mi corazón, los pedazos de mis entrañas, ¿adónde están?

Traédmelos acá. —Dejad eso, Señora; harto tenemos ahora en qué entender con el

muerto [Jesús], dejad ahora los vivos. —No, no, dijo la Virgen; baste mi dolor, no

añadáis dolor a dolor; bástenme mis angustias; traédmelos, que no descansaré hasta que

vea los discípulos de mi Hijo. —Que no digáis eso, Señora. ¿Quién ha de osar venir?

Todos huimos cuando le prendieron; Pedro le negó. Que no querrán venir de vergüenza.

—No digáis eso; traédmelos, que yo les prometo perdón de mi Hijo… —Hállalos todos;

se van para el cenáculo. Hablan a la Virgen, llegan todos los ojos por el suelo: «Señor,

he aquí los malos, los cobardes, todos huimos y le dejamos; solo vos no huisteis, Señor.

Todos perdimos la fidelidad; vos no la perdisteis; alcanzadnos perdón, Señora». Se

juntaron alelí todos; toda la noche y el día era en pensar cómo le crucificaron; su plática

no era otra… Así pasaron la noche; así pasemos nosotros, acompañando y consolando a

la Virgen y llorando con ella tanto dolor como por nuestra causa le vino; y esta

Señora… os lo pagará rogando por vosotros cuando la llaméis; os alcanzará gracia y

después gloria‖ (Sermón 67, 42-45).

Esta misma unión de la Virgen con los discípulos y seguidores de su Hijo es la que

va a quedar patente también antes de subir al cielo, pues como ya también hizo el

mismo Jesús, les prometió que nunca se apartaría de ellos, y que por lo tanto no

estuvieran tristes pues sentirían siempre su particular protección: ―Les prometía, que,

aunque según el cuerpo se apartaba de ellos, no los olvidaría en su corazón, y mientras

viviesen les sería fiel abogada, y que la llamasen en sus necesidades, y que cierto

sentirían que tenía cuidado de ellos y de ellas; y que, pues esta vida tan presto se pasa,

se esperasen un poco y perseverasen en la fe y buena vida que habían comenzado, y que

presto irían ellos donde ella iba, y estarían todos juntos sin apartarse para siempre

jamás‖ (Sermón 70, 61).

2.5. María, modelo de cómo recibir a Jesucristo en la Eucaristía

San Juan de Ávila nos hace caer en la cuenta de que la Virgen celebraría con

frecuencia la Eucaristía teniendo al evangelista Juan a su lado como capellán. Y nos la

pone como ejemplo de cómo debemos celebrarla y recibir nosotros a Cristo en la

comunión. Y nos dice: ―Con qué agradecimiento y amor recibiría el cuerpo de su

santísimo Hijo, pues por ser hombre era una carne con ella, y por ser Dios era un

espíritu con Él, y de lo uno y de lo otro resultaba un amor inseparable e inefable, que

juntaba a Dios y a ella y la convertía cada día más y más en aquel Señor que tomaba! Y

más que otro ejercicio ninguno, la esforzaba a pasar su destierro, pues que tenía presente

y tenía en sus entrañas al deseado de su corazón. Y aunque no le viese faz a faz, como

lo deseaba ver en el cielo, mas él, como piadoso Hijo y Señor, se le enseñaba en el

Sacramento, ya como cuando nació en su vientre sagrado, ya como cuando lo tenía en

sus brazos dándole leche, y así según la diversidad de estados en que en esta vida lo

había visto, según ella lo deseaba por entonces ver‖ (Sermón 70, 42). Y esta actitud de

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fe y de amor es la que la Virgen nos enseña que tenemos que tener los que no

conocimos físicamente a Jesús, ―ya que nosotros no lo vimos, lo creemos y entramos en

el número de los que dijo el Señor: ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron! ( cf.

Jn 20,29)‖ (Sermón 70,44).

3. SER DEVOTO DE LA VIRGEN Y TENERLA POR INTERCESORA NUESTRA

―Queréis ver una señal muy grande si uno es bueno, si se ha de salvar? Mirad si es

devoto de la Virgen… Dice Dios: «Señora Madre, en mis escogidos echad raíces» (Eclo

24,13). ¿Señal de escogidos de Dios? —Que tenga la Virgen —su devoción— raíces en

vos; no a sobre peine, sino devoción entrañable. Sed devotos de esta bendita Señor y

servidla. Porque, si a un hombre le quitáis el bonete, os da gracias. ¿Y pensáis, si

saludáis y rezáis a la Virgen y le rezáis o le hacen algún servicio, que lo echará en

olvido? No lo hará, sino por una bendición que le digáis, hará a su bendito Hijo que os

dé diez. Dirá: `Hijo mío, bendecid a este que me bendijo». La verdadera devoción de la

Virgen que tenga raíces, no de encima, sino que por su devoción hagas fuerza a tu

voluntad y a tus pasiones; que, porque ella fue limpísima, por su devoción, aunque tus

pasiones te inclinen a otras cosas, seas tú limpio por su amor, y te apartes de males‖

(Sermón 65 [2], 9). A ella nos la ha puesto Dios por madre: ―Así como supo regalar al

hijo natural, envolvedlo y dadle leche, así sabrá criar los adoptivos; ella nos regalará,

nos dará leche; ella nos socorrerá en nuestras necesidades. Buena es para muro, para

amparo y remedio nuestro‖ (Sermón 62, 46).

4. DOS ORACIONES A LA VIRGEN MARÍA

* ―A vos, Señora, presentamos nuestros males para que delante del trono de Dios los

deshagáis y alcancéis perdón de ellos. A vos también presentamos nuestras obras,

aunque llenas de muchos defectos, y en vuestras manos sagradas ponemos nuestro

corazón, para que vos que, como otra Rebeca (Gén 27,14), y muy mejor que ella, sabéis

muy bien lo que es gustoso a vuestro Hijo bendito, guiséis nuestro corazón y nuestras

obras de manera que sean sabrosas a su Majestad, para que, teniéndoos a vos por

defensora contra nuestros males y por nuestra en nuestros bienes, los reciba el Señor,

hallándolos en vuestras manos, no mirando a las nuestras, que los hacen, sino a las

vuestras, que los ofrecen. Alcánzanos, Virgen santísima, gracia para que con ella y por

ella merezcamos ceros en la gloria‖ (Sermón 60, 33).

* ―¡Maestra del mundo hablando, maestra obrando; madre regalando y abogando

delante del acatamiento de Dios! ¡Oh Virgen y Madre para siempre bendita, y qué te

debemos! ¡Y qué dolor es no conocer tus grandes beneficios, y ni te los agradecer ni

servir! Te suplicamos que nos alcances gracia de tu benditísimo Hijo para serte siquiera

hijos leales e imitadores de tu mucha caridad y lealtad con que tú eres madre, y muy

piadosa‖ (Sermón 69, 41).

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5. PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. La Virgen en su sí a Dios, no sólo dijo no al pecado sino que buscó la virtud en

todo, ¿yo como sacerdote, me asemejo a ella en este sí?

2. ¿A imitación de la Virgen María tengo a Dios como único esposo y Señor?

¿Tengo otros amores por encima de Dios: fama, dinero, poder, egoísmo…?

3. María nos entregó totalmente a su Hijo Jesús, ¿y yo, lo entrego a los demás con la

misma generosidad?

4. ¿Mi vida, al igual que la de María, está unida a la de Cristo en su vida y misión?

5. ¿Cómo son mi fe y mi confianza en Dios?

6. María, siendo la Madre de Jesús, vivió una existencia humilde, sencilla, santa,

¿procuro aprender de ella en este anonadamiento y vivir como lo hizo ella?

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RETIRO 6.

LA FORMACIÓN SACERDOTAL

Introducción

1. Crecimiento permanente integral en el ámbito personal

1.1. En permanente formación y crecimiento espiritual

a) Vida de oración.

b) Oración apostólica

c) Predicar a los clérigos

1.2. Acompañamiento en el crecimiento intelectual de los sacerdotes

1.3. En permanente formación pastoral

1.4. Formación humana

- Coherencia de vida

- Descanso

2. Personas y estructuras de apoyo para el crecimiento permanente integral de

los sacerdotes

3. Conclusión

4. Pistas para la reflexión

*****

Introducción

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Para San Juan de Ávila, que la Iglesia disponga de los sacerdotes idóneos para la

evangelización depende de tener las ideas claras sobre el acompañamiento y la

formación de los sacerdotes, tanto la inicial —en el Seminario— como la continua —

ya sacerdotes—, y se pongan en práctica. Para el Santo Maestro éstas no son sino dos

etapas de un mismo proceso de continua configuración con Jesucristo, como hizo

Pablo. De todos es conocida la importancia que San Juan de Ávila da a la necesidad

de crear los seminarios como auténticos hogares de nicho formativo integral de los

futuros sacerdotes, pues insiste en que de ahí dependerá en gran parte la posterior

calidad de los mismos. Por eso, procura que todos tomen conciencia de la importancia

tanto de la selección de los candidatos como del cuidado personal del proceso

formativo en las cuatro dimensiones: humana, espiritual, intelectual y pastoral. Pongo

como resumen de esto lo escrito al arzobispo de Granada D. Pedro Guerrero en 1565:

―Lo principal que deseo se trate es el buen orden del Seminario, eligiendo a gente de

virtud y poniéndole rectores espirituales o que tengan algo de ello; porque juntándose

buen ejemplo y doctrina no faltará nada‖ (Carta 244, 12-15). Pero en esta meditación

nos vamos a referir a otra gran novedad de San Juan de Ávila: a la necesidad de que

los que ya han sido ordenados, crezcan en la configuración permanente con el mismo

Cristo, tanto personal como comunitariamente. Es decir, ir haciendo una realidad en el

ejercicio del ministerio lo que se declara en el momento de la ordenación: ―Dios, que

comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a término‖; y también: ―Considera lo

que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz

del Señor‖.

San Juan de Ávila es consciente de esta idea dinámica del sacramento del orden. Es

decir, con la ordenación ha terminado un camino de preparación, pero comienza el de

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su realización existencial. En este proceso se expresa claramente el proceso que Dios

va a ir llevando con el elegido; y se pide que el elegido, el ya ordenado, se deje guiar

por Dios, que lo llamó a esa misión. En realidad, lo que se nos dice es: ―Déjate llevar

por Dios, que te llamó a configurarte con su Hijo, sobre todo con su entrega en la

cruz, que es la máxima expresión de su amor, de su caridad pastoral, y así ser cada vez

más re-presentación de él para la Iglesia y el mundo‖. Déjate configurar con Él, para

seguir sus mismas pisadas y caminar por sus mismas huellas, llevando un modo de

vida evangélico y siendo reflejo con los obispos del estilo de vida de los apóstoles,

pues son dibujo de ellos (cf. Memorial segundo para el concilio de Trento, 10-11),

―retrato de la escuela y colegio apostólico‖(Advertencias al concilio de Toledo [I], 4).

Una de las acciones prioritarias para San Juan de Ávila es ayudar a que los

sacerdotes vayan dando forma en ellos a Cristo, vayan siendo cada vez más imagen

viva de Cristo, Buen Pastor, que se entrega por su pueblo. Sobre todo será obligación

de los obispos favorecer este proceso de crecimiento integral, pues. ―El principal

cuidado del obispo —nos dice— ha de ser cerca de las ánimas; y para esto ha

menester clérigos buenos y sabios, pues sin ellos no puede más que ave sin alas para

volar‖ (Memorial primero para el concilio de Trento, 18). Se ha hablado menos de

esta faceta de San Juan de Ávila del cuidado exigido a los ya sacerdotes que la de la

necesidad de crear Seminarios, pero también él está convencido de lo que nos dice

Pastores dabo vobis: ―Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al

sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio‖ (PDV 75).

Como la Iglesia es jerárquica, depende mucho, para bien o para mal, de sus pastores;

su suerte está colgada de ellos, especialmente de los obispos: ―Ellos son los pilotos de

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la navecilla de San Pedro; si se duermen, ¿adónde ha de parar sino en mil

despeñaderos y peligros?‖(Advertencias al concilio de Toledo [I], 4). Por eso, cuando

estaba hasta incluso ya enfermo y achacoso, y le preguntan porqué dedica casi todo su

tiempo a los sacerdotes les dirá: ―porque ahí veo a todo el mundo‖. Para el Santo

Maestro la Iglesia se juega su futuro en cómo viven los sacerdotes este proceso de

configuración con Cristo, y en esto se incluyen todos los que han recibido el orden

sacerdotal, en sus respectivos grados, teniendo más responsabilidad cuántos más altos

sean éstos. Se trata de ser fieles a la continua llamada que Dios sigue haciendo en el

ejercicio del ministerio que cada uno ha recibido. Lo que PDV llama ―vocación «en»

el sacerdocio. En realidad, Dios sigue llamando y enviando, revelando su designio

salvífico en el desarrollo histórico de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la

Iglesia y de la sociedad‖ (PDV 70). San Juan de Ávila postula tanto la responsabilidad

personal, que llevará a cada uno a hacerse un verdaderamente un proyecto de vida de

continuo crecimiento integral personal, como a los distintos medios que los obispos

principalmente, pues es una de sus primeras obligaciones, deben poner en marcha para

acompañarles en este proceso, porque está convencido que lo mismo que la formación

inicial no se puede hacer sino comunitariamente, en los seminarios, tampoco la de los

ya ordenados sino no es también de forma comunitaria en el seno de la familia

diocesana, a cuya cabeza están los obispos. Por tanto, les corresponde principalmente

a ellos acompañar personalmente, orientar, predicar a los sacerdotes y adoptar las

medidas y estructuras oportunas para acompañar a los sacerdotes y motivar, promover

y ejecutar las acciones adecuadas para que se cumplan estos objetivos anteriormente

descritos. Por esto, dice a los obispos reunidos en el sínodo de Toledo que se tomen ya

en serio el acompañamiento y la formación de los ya sacerdotes con estas palabras,

que no dejan lugar a dudas sobre lo que ve que urge en la Iglesia:

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―Y pues en nuestro concilio Tridentino y en los concilios y decretos [y enumera

también numerosos concilios] —nos dice— está mandado poner este remedio [a la

falta de formación integral del clero], entiéndase que es muy necesario. Y oigamos ya

de una vez al Espíritu Santo, pues que tantas lo ha mandado, y no se hagan los

prelados sordos tantas veces‖ (Advertencias al concilio de Toledo [I], 46), ―pues son

obligados a dar a sus ovejas pastores que las sepan apacentar‖ (Memorial segundo al

concilio de Trento, 71). Es el mismo Espíritu Santo el que San Juan de Ávila está

diciendo que urge a la Iglesia la formación de los sacerdotes.

Esta llamada urgente no viene sino de la experiencia de que la vida de los sacerdotes

necesita una reforma urgente hacia una vida más evangélica, porque de ahí le vienen

muchos males a la Iglesia. Lo mismo advertirá de la urgencia de la preparación y

formación integral de los obispos al concilio de Trento. Por otra parte, está

convencido del fruto de la renovación de la Iglesia que dará la formación permanente

integral de obispos y sacerdotes.

Como esta labor tiene que ser individual, cada uno ha de tomárselo en serio, y

también comunitariamente. Abordamos ahora por separado cada uno de estos

aspectos, teniendo en cuenta que ambos están muy interrelacionados y se

coimplicanen la práctica.

1. CRECIMIENTO PERMANENTE INTEGRAL EN EL ÁMBITO PERSONAL

San Juan de Ávila está convencido de que los esfuerzos de los obispos, los planes de

formación y las leyes sobre el crecimiento personal y comunitario y los planes de

formación permanente en sus diferentes modalidades no darán fruto si los sacerdotes

no están personalmente convencidos de su necesidad, y si no se asume personalmente

la responsabilidad de la propia formación permanente integral, poniendo los medios

necesarios para ello —ahí radica el fracaso de muchos planes de formación

permanente para el clero hoy día—. En este mismo sentido PDV dice: ―En cierto

modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en la Iglesia de la

formación permanente [integral]; pues, sobre cada uno recae el deber —derivado del

sacramento del Orden— de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión

diaria que nace del mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesiástica

al respecto, como también el mismo ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para

hacer apetecible la formación permanente si el individuo no está personalmente

convencido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas‖

(PDV 79).

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San Juan de Ávila, con su vivencia profunda y coherente de su sacerdocio, provoca,

como Jesús, admiración en muchos sacerdotes, y ganas de seguir más de cerca a

Cristo; es decir, auténticas segundas conversiones. En otros casos, por el contrario, en

sacerdotes con corazones cerrados herméticamente a la gracia, la vida y mensaje de

San Juan de Ávila producirá las consiguientes envidias, celos, calumnias y

persecuciones, y hasta cárcel, propias de quien vive de acuerdo con el evangelio.

Lo que quiero destacar ahora es que San Juan de Ávila ha podido ser buen

acompañante de la vida de muchos sacerdotes gracias a su testimonio personal de

cómo ha vivido su ministerio sacerdotal: su ser entrañable, su humildad de trato, su

coherencia de vida, su amor a Jesucristo, su celo apostólico, su caridad para con todos,

su ejemplo de oración, de formación continua intelectual, su acción pastoral llena de

ardor evangélico, que le ha hecho ser actual, creativa y evangélicamente eficaz, y su

saber advertir de los riesgos y desviaciones personales y estructurales de los

sacerdotes y de la clerecía, indicando al mismo tiempo los caminos para remediarlos.

Con Fray Luis de Granada se verá con frecuencia, y cuando no lo hacen

personalmente se comunicarán por carta, aconsejándole en sus actividades apostólicas.

A él le dirige por ejemplo la carta 1, en la que le dice que se alegra de que se

convierta mucha gente por efecto de su predicación, es decir, engendrarlos en la fe,

pero le advierte que esto no es sino el comienzo, y que tiene que seguir con la tarea de

criarlos en la fe, que es más difícil, que es lo que de verdad hace que la gente llegue a

Cristo y se convierta en verdaderos discípulos. Y esto es lo que el mismo Juan de

Ávila hace con los fieles laicos y especialmente con los sacerdotes: engendrarlos a la

fe y criarlos en la fe. Es decir, acompañarles en su proceso de crecimiento espiritual.

También en las otras dimensiones: humana, intelectual y pastoral.

De aquí el interés del Santo Maestro en alentar a los sacerdotes a que vivan este

proceso de crecimiento integral permanente como personas, como cristianos y como

sacerdotes. Está convencido de que este crecimiento integral lo que tiene que hacer

cada uno, personalmente con planes personales de vida26

. Pero de la misma forma cree

que hay que motivar, ayudar, estimular, orientar y acompañar en este camino de

crecimiento integral. Podemos decirque Juan de Ávila es un modelo de sacerdote que

ha vivido en continuo proceso de formación permanente integral en todas sus

dimensiones: humana, espiritual, intelectual y pastoral, y por eso ha podido

26 Estos planes de vida vienen propuestos en algunas cartas significativas: n. 5 (al Maestro García Arias, sobre el estudio), n. 8 (horario de vida espiritual para un sacerdote), n. 148 (vida comunitaria para un grupo de canónigos), n. 225 (un plan de estudio para un discípulo), n. 236 (plan de vida espiritual para un discípulo). También son prácticos algunos fragmentos de las cartas dirigidas a don Pedro Guerrero (n. 177-181, 243-244, 248) y a don Cristóbal de Rojas (n. 215 y 182).

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acompañar y ayudar a otros. A continuación, expongo algunas facetas de su formación

espiritual, intelectual, pastoral y humana y cómo acompaña a los ya sacerdotes a

crecer integralmente.

1.1. En permanente formación y crecimiento espiritual

San Juan de Ávila es consciente de que es el Espíritu Santo el que guía por el

camino sacerdotal, y de que somos nosotros los que tenemos que dejarnos iluminar

por Él. Por eso, en la oración y en la vida no se comienza sino por la invocación al

Espíritu. También no deja de recomendar que se tenga siempre presente al Espíritu —

tan frecuentemente olvidado—, y desea que el Espíritu acompañe a aquellos que se

dirigen a San Juan de Ávila en busca de consejo, etc. De ahí que suela terminar sus

cartas, en las que le piden consejo sobre los más variados asuntos, diciendo que lo que

él les proponecomo respuesta a sus consultas tienen siempre que verlo a la luz del

Espíritu, dejando que él sea siempre el guía de la vida. Valga como ejemplo este final

de la carta a un discípulo: ―Y sea el Espíritu santo con lustra merced para que le

enseñe de veras a servirle con su verdadera luz y favor‖(Carta 236, 469-470). Y

también al arzobispo D. Pedro Guerrero, después de darle algunos consejos sobre su

vida espiritual: ―Y el Espíritu Santo rija siempre a vuestra reverendísima

señoría‖(Carta 242, 17).

a) Vida de oración

Para San Juan de Ávila el sacerdote ha de vivir en continuo proceso de crecimiento

espiritual durante toda la vida. A éste se llega a través de una permanente actitud de

unión con Cristo durante todos los días y durante todo el día, es decir en una actitud

constante de oración, orando en todo lugar. El sacerdote es alguien que ha sido

llamado a estar con Cristo: ―Los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a

predicar‖ (Mc 3, 14). Es decir, los sacerdotes están llamados a tener una constante

intimidad con el Maestro Jesús a través de la oración y durante todo el día,

porqueviventodo lo que realizan en unión con Él, en su presencia. Aunque San Juan

de Ávila nos advierte: ―Tened por cierto, que ninguno sabrá provechosamente orar en

todo lugar, sino quien primero hubiere aprendido este oficio en lugar particular y

gastado en él espacio de tiempo‖ (Audi, filia, 70). Y sólo si esto se hace se podrá

conseguir el objetivo deseado: ―[Ahora] todos los acontecimientos serán despertadores

de amor. Todas las cosas que antes os distraían, ahora os recogerán‖(Carta 56, 94-95).

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Es decir, ahora, sólo si se ora en espacio y lugar particular y se dedica a ello tiempo, el

ejercicio del ministerio será momento permanente de unión con el Señor. Además, ya

según la Biblia y para San Juan de Ávila, la primera labor del ejercicio del ministerio

es estar con el Señor en oración prolongada.

- ―A los sacerdotes digo que sepan que han de tener más uso de esto [de la oración],

porque han de tener un trato muy familiar con Dios, un admitirlos Dios a su

conversación como amigos suyos, mostrarles a los tales cómo huelga Dios que traten

con Él‖ (Plática 3ª, 5, 55-58).

- ―No hay cosa en el mundo que tan grande alegría y regocijo le diese como saber

estar con este Señor‖ (Carta 236, 27-28).

- ―[Cuando uno entra a orar] parecerle que no entra a ninguna cosa determinada sino

que va a tratar con uno que mucho le ama‖ (Carta 236, 45-46).

Pero San Juan de Ávila no solo anima a rezar sino que ayuda a rezar. La extensa

carta 236, escrita a un sacerdote discípulo suyo que le pide consejo sobre cómo orar

diariamente, es todo un tratado de cómo tiene que ser la oración diaria del sacerdote

para ser buen discípulo de Cristo. En realidad, creo que es como el mismo San Juan de

Ávila rezaba, porque no recomienda otra cosa sino lo que experimenta y sabe por

experiencia que tiene provecho. Como tendremos oportunidad de ver en la siguiente

carta 5, a un sacerdote teólogo recomendará rezar dos horas por la mañana y dos por

la tarde. Es decir, en sus consejos se acomoda a lo que realmente es posible para cada

uno, por sus ocupaciones, proceso de vida espiritual, etc. Sí sabemos que San Juan de

Ávila rezaba dos horas por la mañana y dos por la tarde. Ofrezco ahora el resumen

que el mismo Juan de Ávila escribe en la carta 236 de cómo tiene que ser la oración a

este discípulo sacerdote que le pide consejo, siempre dejando la iniciativa al Espíritu.

Como la carta es tan larga el mismo Juan de Ávila, hace al final una síntesis de ella,

en la que dice:

―Abreviando lo que aquí está, para que mejor la memoria lo retenga, he dicho que se

aparten dos horas cada día para Dios, una a la mañana [al levantarse] y otra a la noche

[antes de cenar]. A la mañana se pensará un paso de la pasión, cada día el suyo,

mientras la devoción no pidiere otro paso o misterio. Estará el cuerpo en la oración

con sosiego y pensando sin fuerza y poco a poco sacando misterios, teniendo a Dios

presente, por una manera que atraiga a amor y reverencia. De la pasión se han de sacar

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tres puntos principales: amor a Dios y esperanza en él y caridad con los prójimos, y

luego las virtudes, mirando las que tuvo Cristo. En la muerte se ha de sacar: cuán poco

nos ayudan allí nuestros amigos, ver la necesidad que tenemos de Dios, ver el pago

que nos dará el mundo, que nuestro cuerpo será manjar de gusanos, y el estrecho

juicio de Dios. Donde el ánima sintiere gustar de la oración, parará con el

pensamiento‖ (Carta 236, 455-468).

b) Oración apostólica

La oración del sacerdote no es sólo un trato personal y entrañable de amistad con

Cristo. El que reza es un apóstol, por eso en su oración no se puede olvidar de toda la

Iglesia y del mundo. Así pues, ―tendrá cuidado de encomendar a Dios la Iglesia y los

que están en pecado mortal y todas las necesidades de los prójimos, que las debe tener

por propias‖ (Carta 236, 199-200). A este respecto, nos cuenta Fr. L. de Granada que

diariamente ―se recogía y trataba con Dios los negocios de su alma y las ajenas‖ (L.

GRANADA,Vida…, p. 2ª, c. 1).

En una carta a su amigo don Pedro Guerrero, recién elegido arzobispo de Granada,

nos describe San Juan de Ávila, de forma expresiva y sugerente, cómo debe de rezar

todo apóstol; y le dice así:

―Me atrevo a apuntar algunas cosas, las cuales yo creo son a vuestra señoría

manifiestas, mas descansaré yo con decirlas. Lo primero, que vuestra señoría se

convierta de todo su corazón al Señor, frecuentando el ejercicio de la oración,

encomendando a la misericordia divina el buen suceso del bien de sus ovejas y

pidiendo sustento del cielo, para que tenga qué darles, porque si de allá no viene, ¿qué

les podrá dar sino cosa que no les engorde ni vivifique? Que de Moisés leemos que en

todas sus dudas acudía al tabernáculo del Señor, y de allí salía enseñado de lo que

debía de hacer y con fuerza para ponerlo en obra. Y Salomón con oración alcanzó

sabiduría para regir su pueblo. Y oración ha de ser el incensario con que el prelado

amanse al Señor, como Aaron stetit inter vivos et mortuos. Aprenda vuestra señoría a

ser mendigo delante del Señor y a importunarle mucho, presentándole su peligro y el

de sus ovejas; y, si verdaderamente se supiere llorar a sí y a ellas, el Señor, que es

piadoso —Noli flere—, le resucitará su hijo muerto, porque, como a Cristo costaron

sangre las almas, han de costar al prelado lágrimas… Y perdone vuestra señoría mi

atrevimiento, que el amor lo ha hecho. Y sea el Espíritu Santo maestro y fuerza de

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vuestra ilustrísima señoría, para que en todo acierte y con todo salga‖(Carta 177, 42-

103).

Los beneficios de esta oración apostólica, descritos en otra carta, no son otros sino

la caridad pastoral:

―Se hará benigno, piadoso para con los pobres, hallará palabras blandas y afables

con los que tratare, alcanzará de sí muchas acedías y tristezas que se causan de las

condiciones de los prójimos, templarse ha como vigüela concertada, que dé música a

todos de manera que todos le sean a él cruz, sufriendo sus malas condiciones y el

amigo pesado; porque, como dice San Pablo, la caridad todo lo sufre, todo lo cree, es

paciente, no menosprecia a nadie, no es envidiosa” (Carta 236, 169-175).

c) Predicar a los clérigos

Es una de las obligaciones principales de los obispos: ―La obligación de los obispos

así en predicar como en hacer pláticas a sus clérigos. Y el cuidado de pobres y gente

miserable. Y la templanza en comidas y aparato de casa y criados‖(Carta 244, 21-23).

En las Misiones populares que diseña hay que acudir primero a los curas de almas y

clérigos del lugar para predicarles a ellos los primeros y anunciarles el evangelio. Esto

les vendrá bien para su vida espiritual, pues a veces, tan apartados de la civilización,

corrían el peligro de descuidarse en las cosas del Espíritu.

Los sacerdotes deben siempre también mostrar su humildad para recibir también la

predicación y ser evangelizados, pues no serán verdaderos apóstoles sino no viven en

actitud de discípulos.

1.2. Crecimiento intelectual continuo de los sacerdotes

San Juan Ávila tiene aciertos pastorales y sabe aconsejar porque también tiene una

gran y permanente formación intelectual. Aquí se cumple lo que decía santa Teresa,

que prefería consejeros sabios y entendidos, y si son santos mejor. Por eso, ella no

descansó hasta recibir el consejo y la aprobación del Santo Maestro.

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Y es que la formación intelectual de San Juan de Ávila es muy basta, y además

constante. Está convencido de que ―sin esto [sin estudio] todo es perdido‖ (Memorial

segundo al concilio de Trento, 71).

El estudio del Santo Maestro es sistemático, sapiencial, y pastoral, realizado bajo la

mirada de Cristo y con el alma de pastor: ―El estudiar será, alzando el corazón al

Señor‖ (Carta 5, 107-108).Un estudio que es, sobre todo, de la Biblia, de los Santos

Padres y de autores que nos ayuden a descubrir el sentido de ésta, así como de las

cuestiones de casos de conciencia y de teología que ayuden a dar razón de la fe y

aplicar el Evangelio a la realidad concreta de los oyentes y de la sociedad.

Para la predicación, por ejemplo, nos dice que hay que saber combinar estudio y

oración, ―estudiando primero el sermón tres o cuatro días sin congoja, y el día antes

del sermón ocuparlo en gastar lo que ha de decir, y no predicar sin estudio ni sin este

día de recogimiento particular‖ (Carta 5, 206-209). También lo vemos estudiando con

todo detenimiento durante varios meses lo acordado por el concilio de Trento en

compañía del jesuita P. Francisco Gómez (cf. Carta 219). La biblioteca y las citas de

San Juan de Ávila reflejan la intensa preparación constante de San Juan de Ávila, que

ha puesto toda su inteligencia al servicio de la misión. Un conocimiento muy

exhaustivo de la Biblia, utilizando las mejores exégesis del momento, conocimiento

de los Santos Padres, de obras de espiritualidad, y de los grandes teólogos y

pensadores tanto clásicos como humanistas.

1.3. En permanente formación pastoral

La caridad pastoral, es decir, el amor de Cristo pastor que él encarna y transparenta

en su vida, es el motor de Juan de Ávila. Esa caridad es la que hace que crezca

continuamente como persona, como cristiano y como pastor en el ejercicio de su

ministerio pastoral. Nos dice Fr. Luis de Granada que ―no era suyo, sino de aquellos

que lo habían menester‖ (L. GRANADA, Vida, p. 2ª c. 3). Por eso ―a todos atendía con

tanta caridad que a cada uno parecía «que a nadie había hecho la merced y

acogimiento que a él, según la afabilidad y buen modo con que lo hacía»(Proc. Jaén,

decl. De H. Sebastián de Escabias, S. I., f. 1140v-1141r)‖ (Obras completas, vol. I,

Introducción, p. 226).

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La caridad pastoral hace que viva en una continua unidad de vida, a pesar de la

cantidad y diversidad de acciones que lleva a cabo. Él mismo dedica tiempo para la

acción caritativa viviendo en hospitales (como en Córdoba), ayudando a san Juan de

Dios a crearlos y a crearlos, visitando a los enfermos en los hospitales y haciendo las

camas y otros menesteres, además de ayudarles espiritualmente. Visitando a los

enfermos en sus casas. Viviendo como pobre siempre estará al lado de los más

desfavorecidos: viudas, huérfanos, analfabetos, campesinos para ayudarles a tener

pan, cultura, virtud, y vida cristiana. También se ocupa de que las cofradías se unan

para atender a los pobres, enfermos, uniendo los pequeños hospitales que cada uno

tiene, en uno o dos más grandes, para que puedan ser atendidos mejor, y de que las

cofradías visiten a los presos de la cárcel. Es el consejero de monjas, mancebos, gente

sencilla y de políticos, alcaldes y reyes, obispos y hasta del mismo concilio de Trento.

Es el maestro de vida evangélica de niños; el que sale al encuentro para alentar a los

enfermos, huérfanos y personas necesitadas de paz, armonía, reconciliación y amor.

Es el pastor de masas que llena templos y el formador paciente de pequeños grupos de

sacerdotes y de pequeños grupos de laicos comprometidos, que por las noches, como

hizo en Écija y los demás lugares, al volver del trabajo desean seguir formándose en el

camino evangélico en torno generalmente a la Biblia. El Santo Maestro es un pastor

integral, que ama a los demás, predica con palabras y sobre todo con obras. Y esto lo

aconseja a los sacerdotes. Así le dice al sacerdote García Arias:

―Gaste la tarde en provecho de sus prójimos de esta manera; que sepa qué enfermos

hay peligrosos o para morir, y váyalos a visitar y animar, y trabaje por hallarse a su

muerte de ellos, porque ganará mucho él y aprovechará mucho a ellos; y otras veces

vaya al hospital y consuele a los enfermos; otra vez, si supiere de algunos que

estuvieren en discordia, que cree podrá aprovecharles, hábleles [esto es lo que él

mismo hizo en Baeza, poniendo paz entre los Carvajales y los Benavides, por

ejemplo]; y querría que ordinariamente leyese, habiendo algunos mancebos bien

inclinados, cada tarde alguna cosica de buenas costumbres, así como Tulio, etc., o

algo de Platón, o cosas semejantes, sin meterse en misterios de cristiandad, porque de

aquéllos se ha de tener aún por insuficiente aun para ser discípulo‖ (Carta 5, 117-

127).

¡Qué manera tan actual de presentar la acción pastoral! Todo imbuido de caridad

pastoral y hasta de darse cuenta de hay que establecer un proceso progresivo para los

iniciados en la fe, que comienza por valores humanos hasta llegar al objetivo: hacer

discípulos de Cristo.

De igual forma, en su acción evangelizadora, se preocupa por el crecimiento integral

de sus destinatarios, sabiendo que la vivencia evangélica es el camino y el culmen de

la verdadera humanización de la sociedad. De ahí que el sacerdote predique

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incesantemente el evangelio, buscando no sólo la transformación del corazón, sino

también de las costumbres. Es por esto por lo que aconseja a alcaldes y reyes que

contribuyan con su acción a tener no sólo buenos ciudadanos, sino ciudadanos

virtuosos gracias a la vivencia de las virtudes humanas y cristianas.

Por último, tenemos que recordar, aunque se ha aludido a ello anteriormente, que

San Juan de Ávila aconseja vivamente a Trento que sistematice la educación de los

futuros sacerdotes e instaure los Seminarios:―Ya consta que lo que este santo concilio

pretende es el bien y la reformación de la Iglesia. Y para este fin, también consta que

el remedio es la reformación de los ministros de ella… Pues sea esta la conclusión:

que se dé orden y manera para educarlos que sean tales; y que es menester tomar el

negocio de más atrás, y tener por cosa muy cierta que, si quiere tener la Iglesia buenos

ministros, que conviene hacedlos; y, si quiere tener a su cargo gozo de buenos

médicos de las almas, ha de tener a su cargo de criar y tomar el trabajo de ello; y si no,

no alcanzará lo que desea‖(Memorial primero para el concilio de Trento n. 9). Esta

formación es tan importante que llega a decir: ―Y que jamás ordenen de sacerdote a

quien no estuviere suficientemente instruido para ser buen cura‖ (Advertencias al

concilio de Toledo [I], 46).

1.4. Formación humana

San Juan de Ávila sabe que la plenitud del hombre es Dios, y por eso quiere ayudar

a incrementar la vida espiritual desus destinatarios, pero también se interesa por los

problemas humanos de los demás. En todas sus cartas se nota el amor de Juan de

Ávila a la persona concreta a la cual se dirige, como hacía también personalmente,

hasta incluso cuando corrige y llama a la conversión. San Juan de Ávila se olvida de

sus problemas y de sus dolores y enfermedades para hacer suyos los sentimientos de

los demás tanto buenos como malos. Así dice en la carta 208: ―Días ha que no he

sabido de vuestra merced ni de su hermano y mío; y aunque estoy flojo en el

escribir, querría a menudo saber cómo les va allá; pues su buen suceso o lo contrario

es mío y lo tengo por tal‖(Carta 208, 2-5). Nos dice Fr. Luis de Granada en la

biografía que escribe del Santo Maestro: ―No era suyo, sino de aquellos que lo

habían menester‖. En el proceso de beatificación, otros testimonios nos dicen que

―a todos atendía con tanta caridad que a cada uno parecía «que a nadie había

hecho la merced y acogimiento que a él, según la afabilidad y buen modo con que

lo hacía»‖.

- Coherencia de vida

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Sin duda, el gran secreto del éxito evangelizador de San Juan de Ávila está en su

coherencia de vida. Pues sus palabras van acompañadas por el amor que significan y

por los compromisos evangélicos que antes de ser proclamados son perfectamente

vividos. De aquí que el Santo Maestro respondiera de la siguiente forma al P.

Molina cuando éste le insistía en que aceptase el nuevo sombrero que le

regalaba la marquesa de Priego, pues el suyo ya estaba bastante desteñido:

―Cuando yo me suba en el púlpito —le dijo— y reprehenda los vicios y exhorte a la

pobreza y mortificación, y me vean a mí con buena sotana y buen sombrero, ¿qué

dirán los oyentes? Así que, hijo mío, para los predicadores del Evangelio más

fuerza tienen sus palabras cuando los que las oyen ven que van acompañadas con

obras y que hacen lo que dicen‖ (Proceso de beatificación).

Esta misma coherencia fue la que le llevó a vender para los pobres su herencia,

estimada en 5.000 ducados —más de cuatrocientos mil euros actuales

aproximadamente—, y a llevar una vida pobre, no cobrando nunca los

estipendios de las misas. Cuando al abandonar Sevilla, llegó a Córdoba a

mediados de 1534 o principios de 1535, el obispo le tenía preparado como

hospedaje el palacio episcopal, pero lo rehusó y escogió una pequeña habitación en

el hospital de San Bartolomé, donde se dedicó al cuidado y a la enseñanza de los

enfermos y a la asistencia a los moribundos.

Es un hombre de palabra que ayuda a sus discípulos a serlo. Así le responde a D.

Pedro Guerrero diciéndole que no está seguro si podrá responder a la invitación de

estar en el comienzo de pontificado en Granada: ―Yo tengo tantas trampas, que así

llamo a mis ocupaciones, que no así luego puedo desembarazarme; y me es necesario

visitar unos pueblos, aunque no creo me detendrán mucho. Y el cuándo será no lo sé.

Señalar tiempo en que vaya nunca lo suelo hacer, por no decir cosa que después no

pueda cumplir, de lo cual huyo mucho‖(Carta 177, 25-29).

- Descanso

Para el Santo Maestro hay que saber conjugar en la vida oración, estudio, servicio al

prójimo y también el descanso. Ese descanso, aunque aparentemente parezca una

pérdida de tiempo, es reparador y necesario para poder seguir evangelizando. Así dice

a un discípulo suyo después de darle los necesarios consejos sobre la oración y el

estudio:

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―Y también os encomiendo que deis un poco de descanso al cuerpo, en especial

después de comer y de cenar; que, aunque el molino está ocioso cuando pica las

piedras, aquel ocio es para mejor trabajar. Especialmente os conviene a vos esto mirar

mucho en esto, pues extrema insipiciencia no ser buen cirujano después de bien

acuchillado y creed que los hombres amigos de su voluntad son los que tienen ansias

demasiadas por acabar presto las cosas sin darse vado, pues el verdadero amador de la

voluntad de Dios va en sus obras con mucho sosiego, mirando más la voluntad de su

Señor que no aficionándose a la obra que hace. Y esta libertad de corazón es contraria

la solicitud infiel de corporales trabajos. Encomiéndoos muy mucho esto porque me

parece que carecéis de ello‖(Carta 259, 25-37).

Como se ha levantado tan temprano para orar, no es de extrañar que después de

comer recomiende un poco de siesta: ―Después de comer huelgue un poco el

pensamiento; que, aunque parece que cuando pican la piedra del molino no se hace

nada, más mucho se hace en aparejarla para más moler. Y si su cabeza ha menester un

poquito de sueño, tómelo enhorabuena‖(Carta 5, 113-116).

En resumen, hemos hecho un recorrido sobre cómo San Juan de Ávila practica y

aconseja como algo urgente para la vida de la Iglesia que los sacerdotes crezcan

personalmente en todas las dimensiones: espiritual, intelectual, pastoral y humana.

Ejercitarse en esto es ser fieles a la voluntad de Dios que lo pide de una forma especial

en los concilios. Ahora abordaremos cómo para motivar todo esto, y para potenciarlo,

es necesario también unos medios de acompañamiento diocesano e interdiocesano, y

de crecimiento comunitario en todas estas dimensiones.

2. PERSONAS Y ESTRUCTURAS DE APOYO PARA EL CRECIMIENTO PERMANENTE

INTEGRAL DE LOS SACERDOTES

Quizás nos parezca como muy actual, bueno, tan actual que apenas si se está

poniendo en marcha, que Juan de Ávila diseñe y ejecute todo un plan sistemático para

el crecimiento integral de los sacerdotes en todas sus dimensiones. Al obispo

corresponde esta atención a los sacerdotes y les dice que los visiten con frecuencia y

se encarguen de su crecimiento en todas estas dimensiones. Además de esta tarea que

es propia del obispo aconseja que los prelados se valgan también de otras personas

idóneas, predicadores y confesores, que les ayuden a llegar a todos los sacerdotes y

pongan los medios adecuados para que crezcan los sacerdotes integralmente. En su

tiempo es cierto que había lecciones —hoy les decimos charlas o conferencias—, pero

éstas eran esporádicas —como hoy—, y, además, los pocos que iban, se conformaban

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con oírlas y luego no las estudiaban, ni las aplicaban a su vida y a su pastoral —como

prácticamente hoy, excepto rarísimas excepciones—. Esta era la situación:

―El daño que viene a la Iglesia —nos dice— porque los que tienen cuidado de

ánimas no tienen la ciencia que es menester para ello, nadie lo ignora; y, siendo ésta

en dos maneras, conviene a saber: ciencia de casos de conciencia y ciencia para

medicinar las pasiones del ánima y edificarla en la caridad, ellos comúnmente carecen

de una y de otra. Y, aunque algunos prelados, con buen celo, les dan aparejo en sus

propias tierras de quien les lea los casos de conciencia que son necesarios saber, es tan

poco el fruto que de esto se saca, que es casi ninguno; porque unos no oyen la dicha

lección, alegando ocupaciones necesarias; otros la oyen, aunque no todas veces, y no

la estudian, por no ser inclinados a ello o por lo que se les antoja; y no es bastante

remedio mandarles el prelado que oigan, porque, como no hagan nada de lo hacer,

nunca les faltan achaques con apariencia para se excusar. Y así, aunque el prelado

desee y procure tener buenos confesores y curas, no los halla en su tierra, ni sabe de

dónde traerlos, especialmente por ser menester muchos‖(Memorial segundo al

concilio de Trento, 71).

La propuesta de San Juan de Ávila consiste en que haya ―lecciones‖ para los

sacerdotes, tanto en el lugar de la catedral y colegiata como en los pueblos donde haya

más de 8 ó 9 clérigos. Hoy le llamamos formación in situ, o por arciprestazgos.

Durante la primera parte del año se enseñaba Sagrada Escritura, y la segunda casos de

conciencia (Cf. Advertencias al concilio de Toledo [I], 44). Estas lecciones debían

estar impartidas con verdadera parresía, y haciendo hincapié en la pastoral. Esto

ayudaría también a la vida de fraternidad y a la labor pastoral conjunta. Es decir, a

crecer juntos en todas las dimensiones. Con su vida y enseñanza muestra la

importancia de la vida fraterna de los sacerdotes aún en lo más elemental como es

comer, compartir techo, vida espiritual, pastoral, reuniones frecuentes, etc.,

adelantándose así a lo que luego indicará el concilio Vaticano II en P.O. 8 y practica

con el ejemplo la necesidad de crecer juntos integralmente.

3. CONCLUSIÓN

A lo largo de esta meditación hemos visto cómo San Juan de Ávila ha vivido y

enseñado la necesidad de un crecimiento permanente integral de los sacerdotes

contenido en Pastores dabo vobis; y esto no como una acción aislada y esporádica,

como algo que sucede de vez en cuando, sino como un verdadero itinerario de vida de

continua configuración con Cristo que abarca todas las dimensiones —humana,

espiritual, intelectual y pastoral— y todos los ámbitos —personal, in situ en pequeños

grupos de sacerdotes, arciprestal, diocesano e interdiocesano—. También hemos

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comprobado que hay que motivar y acompañar a los sacerdotes en este crecimiento

integral por parte de los obispos y de ciertas estructuras de apoyo.

Una vez más comprobamos que San Juan de Ávila, por su vida y enseñanzas, sigue

siendo muy actual para los sacerdotes y seminaristas de este tercer milenio.

Con San Juan de Ávila recobramos el ardor del Espíritu para que los obispos,

especialmente, tanto personalmente como con todos las personas y medios a su

alcance, y todos los sacerdotes de forma individual y como presbiterio promuevan,

estimulen y favorezcan, el crecimiento permanente integral de los sacerdotes. El

cumplir con esta tarea es ser fieles a la voz del Espíritu que nos habla en estos

momentos de autoevangelización como condición necesaria para la nueva

evangelización de nuestro mundo.

4. PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. ¿Soy conciente de que me tengo que dejar formar por el Señor en el día a día de

mi ministerio? ¿Qué medios pongo para ello?

2. ¿Me ocupo de recibir formación permanente o considero que con la ordenación

ya he concluido esta faceta de crecimiento?

3. ¿Asumo con responsabilidad los medios formativos que la Iglesia me oferta a fin

de que mi crecimiento sea integral y poder así configurarme mejor con Cristo en

su entrega?

4. ¿Considero importante en mi vida la oración? ¿Mi oración es una oración

apostólica?

5. ¿Combino en mi camino diario estudio, oración y obras de caridad?

6. ¿El amor al pueblo de Dios a mí encomendado me empuja a una coherencia y

unidad de vida?

7. ¿Soy consciente de que para crecer como sacerdote sólo puedo hacerlo al lado y

con los demás hermanos sacerdotes y con los religiosos y laicos? ¿Qué medios

pongo para ello?

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RETIRO 7.

LA IDENTIFICACIÓN CON CRISTO

Introducción

Este encuentro de oración con la ayuda de San Juan de Ávila lo dedicaremos a

meditar cómo es la relación de Jesucristo con cada uno de nosotros y cómo debe ser

nuestra respuesta a su invitación de cercanía, amor y seguimiento.

San Juan de Ávila nos presenta nuestra relación con Jesucristo adentrándose en la

profundidad de la misma, intentando llegar hasta el límite de lo que con las palabras

se puede expresar, pues la unión con Él llega a ser tanta, que el Santo Maestro

confiesa que no hay palabras para poder decir todo lo que en ella ocurre. Aún así, San

Juan de Ávila utiliza todos los simbolismos posibles para comunicarnos esta relación

y unión con Jesucristo.

1. JESUCRISTO ES NUESTRO HERMANO MAYOR

Como punto de partida, el Patrono del clero español nos dice que nuestra relación

con Jesucristo es la de hermano, pues aunque era el único Hijo natural de Dios nos

tomó por hermanos; pero no es un hermano más, sino el hermano mayor de la familia

de los hijos de Dios.

―Al hombre que tiene a Cristo por hermano mayor, cuando le dicen o piensa cuando

hace algún pecado: «No lo hacía así Jesucristo», hale de dar una vergüenza y

confusión que de vergüenza no alce los ojos… Si os preciáis de ser cristianos y tener a

Cristo por cabeza y ser miembro suyo, obre en vuestro corazón su vida, pues vuestro

hermano mayor de esta manera vivió. Pues tales obras hizo, imprima en mí su vida,

pues es mi hermano‖(Lecciones sobre 1 San Juan [I], 8, 304-314).

Sólo estando unidos a Jesucristo es como viviremos en el amor de toda la Santísima

Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu.

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―[...] ¿cómo dejará de amar el Padre Eterno a quien ve estar en su Hijo como

sarmiento fresco en la vid? (cf. Jn 15,1-11). O ¿cómo no amará el Hijo al que ve que

confía en Él y le ama a Él? ¿Y cómo desamparará el Espíritu Santo al que es su

templo?‖(Carta 12, 186-189).

En esta sección nos adentraremos con San Juan de Ávila en ver cómo es esta

relación con Cristo y en Cristo, y cómo viviendo en Él y con Él caminamos en el amor

de Dios trino y uno y disfrutamos de los bienes que nos tiene prometidos.

San Juan de Ávila se pregunta a continuación cómo será esta unión con el Verbo

encarnado para poder recibir esta salvación, ya que solamente ―la herencia que fue

prometida a la simiente de Abraham, que significa la gloria del cielo, y significa el

espíritu con su gracia y dones, y todo aquello que es necesario de favor para el hombre

salvarse; estos bienes de gracia y de gloria fueron prometidos a Jesucristo nuestro

Señor… de manera que ni se da la gracia ni se da la gloria sino a Jesucristo… ¿Qué

esperanza nos queda a los miserables hijos de Eva de gozar de estos bienes, pues no

somos Cristo?‖(Sermón 53, 28-29). Y nos dirá que realmente esta gracia viene a

nosotros si estamos unidos a Cristo, si vivimos y estamos no ―en sí mismos, sino en

uno, el cual es Cristo‖ (Sermón 53, 29).

2.NUESTRA UNIÓN CON JESUCRISTO

San Juan de Ávila nos explica qué es estar en Cristo, cómo es ésta relación con

Cristo y hasta donde llega esta unión con Él. Y nos dirá que no es de siervo, ni como

algo suyo, ni como vestidura suya, ni de pariente, ni de hermano, ni de esposa; ni

siquiera de cristiano, sino que la unión es tan fuerte que los hijos de Dios ahora son

Cristo: ―Misterio grande, unión inefable, honra sobre todo merecimiento, que el

hombre y Cristo sean un Cristo‖(Sermón 53, 34). Es difícil poder llegar a más grado

de unión.

―Él y nosotros no somos dos, sino uno, como marido y mujer, o cabeza y cuerpo, o

vid y sarmientos, o árbol y ramos‖(Carta 38, 153-155).

Aunque con frecuencia va utilizando estos símiles por separado, según le vienen

bien en cada momento determinado, en las Lecciones sobre la primera carta de San

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Juan los ha unido al comentar 1 Jn 2, 28: ―Y, ahora, hijos míos, permaneced en Él

para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos

avergonzados lejos de él en su Venida‖. Así nos explica cómo hay que entender la

unión con Cristo, el estar en Cristo. Presento el desarrollo completo de su

argumentación antes de ver el significado de cada uno de estos símbolos.

―—¿Y quién está en Cristo? Ya lo hemos dicho atrás. Dice San Juan: Si

guardáredes mis mandamientos, permaneceréis en mí (Jn 15,10). Aquel es miembro

de Cristo, que guarda sus palabras‖ ( Lecciones sobre 1 San Juan [I], 17, 57-59).

2.1. Relación con Jesucristo como Marido y mujer

Para indicar la unión con Cristo, el estar en Cristo, San Juan de Ávila utiliza con

frecuencia el símil matrimonial. Para ello sigue a San Pablo (cf. Ef 5,28-32), que nos

habla del casamiento entre Cristo y la Iglesia tomando pie de Gén 2,24: ―Por eso deja

el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne‖ (cf.

PDV 22). San Juan de Ávila nos dice que no solamente se refiere a Cristo y a la

Iglesia en su conjunto, sino también a cada uno de los cristianos. ―El sacerdote está

llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia‖ (PDV 22). La unión

entre Cristo y cada uno de ellos es tan fuerte que se hacen una sola carne: ―carne

somos de carne de Cristo, y hueso de los huesos de Cristo‖ (Ef 5,30). En la

encarnación Cristo se ha casado con toda la naturaleza humana. ―Es lo que decimos

encarnación y se puede decir casamiento, desposorio. Se casó el Verbo divino de tal

manera con la naturaleza humana que tomó de la Virgen, que, siendo dos naturalezas,

divina y humana, quedaron una persona sola. Desposado es el Verbo; la esposa es la

sagrada humanidad asumpta… Y aquel Verbo salió del Padre Eterno y en el vientre de

su bendita madre se desposó con nuestra naturaleza. Allí tomó nuestra naturaleza por

esposa‖ (Sermón 6, 2). Así pues, a todos y a cada uno de los hombres y mujeres de

este mundo Dios Padre ha dado a su Hijo como esposa.

Este casamiento con la humanidad, con la Iglesia y con cada uno de nosotros ha sido

querido por toda la Trinidad: por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo, debido

al amor de cada uno de ellos hacia todos nosotros: El Padre nos dio el casamiento y el

esposo, el Hijo consintió el matrimonio y el Espíritu Santo lo ordenó. Fue en

definitiva un ―casamiento por amores‖ de toda la Trinidad:

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―No hay más, fue casamiento por amores. Nos quiso bien el Padre, que tal

casamiento e Hijo nos dio. Sic Deus dilexit mundum, ut Filium suum unigenitum daret

(cf. Jn 3,16). Nos quiso bien el Padre, nos quiso bien el Hijo, que tal consintió; nos

quiso bien el Espíritu Santo, que tal ordenó. ¿Para qué lo dio el Padre? Para que

muriese, para que lo casasen con la esclava‖(Sermón 65 [1], 22).

Aunque el casamiento ya estaba predestinado desde antes de la creación, y, como

hemos visto, se llevó a cabo en la encarnación, San Juan de Ávila nos habla del

casamiento de Cristo con la Iglesia situando a éste el día del Viernes Santo, en el cual,

con su entrega en la cruz, culmina la carrera de entrega del esposo; éste el día en que

Jesucristo casó con palabras de presente.

―De aquel sagrado vientre salió Cristo, como esposo que sale del tálamo, y comenzó

a correr su carrera como fuerte gigante (Sal 18,6), tomando a pechos la obra de

nuestra redención, que fue la más dificultosa cosa que se podía comprender. Y al fin

de la carrera, en el día del Viernes Santo, casó por palabras de presente con esta su

Iglesia, por quien había trabajado, como Jacob por Raquel‖(Audi, filia, 68, 5).

Pero, aunque el casamiento se produce el Viernes Santo, no nos casamos con Cristo

muerto, sino con el Cristo glorioso que el mismo día de la cruz, al decir consummatum

est, pasa a la gloria, consumando así el matrimonio con los Santos Padres y con cada

uno de nosotros.

También nuestra vida definitiva en el cielo es descrita de forma esponsal, pues

supone estar continuamente gozando del esposo en el tálamo permanente en la gloria,

donde ya no hay temor de perder sus ―abracijos‖. Se culmina así el desarrollo

histórico salvífico descrito en clave esponsal: bodas en la creación, encarnación,

entrega en la cruz, en la vida de gracia y en la gloria.

Pero, como hemos dicho, el desposorio se consuma en la cruz. El desposorio de

Cristo con su Iglesia no es un desposorio normal, sino nuevo. Por eso, nuevos son los

atavíos: corona de espinas, clavos agudos, azotes, cruz, etc. ―No hay cosa más lejos de

desposorio que todo lo que aquí parece‖(Audi, filia, 69, 6). San Juan de Ávila explica

a qué se debe esta novedad. La razón está en que Cristo es el hombre nuevo, sin

pecado, porque es Dios y hombre, que al casarse con nosotros, ―feos, pobres y llenos

de males‖(Audi, filia, 69, 7) nos da su hermosura, es decir, su gracia y riquezas. Esto

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no ocurre en los desposorios normales, pues no puede un marido hacer a su esposa de

mala, buena o ponerle en gracia de Dios si ella no está:

―Nuestro nuevo esposo ninguna ánima halla hermosa ni buena, si Él no la hace. Y lo

que nosotros le podemos dar, que es nuestra dote, es la deuda que debemos de

nuestros pecados. Y porque Él quiso abajarse a nosotros, tal le paramos cuales

nosotros estábamos. Y tal le paró cual Él es; porque, destruyendo con nuestra

semejanza nuestro hombre viejo, nos puso su imagen de hombre nuevo y celestial. Y

esto obró Él con estos atavíos, que parecen fealdad y flaqueza, y son altísima honra y

grandeza, pues pudieron deshacer nuestros muy antiguos y endurecidos pecados, y

traernos a gracia y amistad del Señor, que es lo más alto que se pueda ganar‖(Audi,

filia, 69, 7).

Veamos ahora cómo describe San Juan de Ávila, a través de esta simbología

esponsal, la unión de Jesucristo con cada uno de los cristianos. El primer paso hacia

ésta es la búsqueda del esposo hacia el ánima, la esposa, que se ha ido con otros

amantes. Y siguiendo el Cantar de los Cantares nos describe cómo ésta, si se deja

amar por Él, sale herida de amor tras Él hasta que lo encuentra. A continuación

también nos describirá cómo es este encuentro en el amor entre Cristo y el ánima.

2.1.1. Jesucristo, el Esposo, busca a la esposa, que se ha ido con otros amantes

Jesucristo no ha buscado para su unión y casamiento a una humanidad impersonal y

etérea, no a una Iglesia abstracta, sino a cada uno de los que la formamos. Es Él el que

nos sale al encuentro a cada uno de nosotros, porque a cada hombre y mujer y a cada

cristiano nos ama como el esposo a la esposa. Un esposo que busca a su esposa, que

se ha ido con otros amantes.

San Juan de Ávila nos describe cómo estando nosotros en esta situación de

amancebamiento con el demonio sale Jesucristo a nuestro encuentro desde el día de su

encarnación para ir en nuestra búsqueda, y por eso, Jesucristo, tal y como hacían los

amantes en el siglo XVI, ronda la calle, se pasea por donde el ánima está y se acerca a

la ventana de nuestra ánima.

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En el Tratado del amor de Dios nos dirá con el Cantar de los Cantares que Cristo

viene a nuestro encuentro a toda prisa, como la cabra montesa o como un cervatillo,

que corre y salta porque quiere estar lo antes posible de nuevo con su esposa:

―Este es aquel fervor y ligereza que significó la santa Iglesia, esposa tuya, en los

Cantares. Miradlo cómo viene con tanta prisa saltando los montes y traspasando los

collados. Semejante es mi Amado a la cabra montesa y al hijo de la cierva (Cant 2,8),

según la ligereza que trae‖(Tratado del amor de Dios, 6, 216-220).

Y al llegar Jesucristo, el esposo, le pide al ánima que se dé prisa en irse con Él, y, no

haciendo cuenta del tiempo pasado, la consuela y anima ya que comienza un tiempo

nuevo de amor mutuo:

―Este día esperáis y para este día os llama Cristo, diciendo: Levántate y date prisa,

amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven; porque se ha pasado el invierno, ya se

han ido las lluvias; flores han aparecido en nuestra tierra, el tiempo del podar es

venido (Cant 2,10-12)‖(Carta 40, 38-41).

Y así, si el ánima acoge este amor del esposo, queda herida por Él, y, como la

esposa en los Cantares, se dará prisa en salir tras Él diciendo:

Jesucristo es el Amador y el Amado, aunque ―más Amador que Amado‖(Carta 22,

88). Como esposo, Cristo, además de Amador, es ―bueno, pacífico, rico, sabio y

hermoso, y según la esposa dice en los Cantares, todo para desear‖(Audi, filia, 105,

3). También tiene como esposo la condición de cordero: ―Cordero se llama, manso,

humilde obediente, sufrido‖(Plática 15, 7). Por su parte, la esposa, el ánima cristiana,

es descrita como paloma y como tórtola. Se le llama paloma porque debe ser ―sin hiel,

mansa, sufrida, paciente como paloma‖(Plática 15, 7), ―blanda y callada, obediente y

sosegada como una paloma; porque, pues Él es Cordero, vos debéis ser paloma, para

que seáis semejables, para ser Esposo y esposa‖(Carta 94, 78-81). También se dice

que el ánima tiene ojos de paloma porque una vez que ha sido hermoseada por el

Esposo, sólo mira a su Esposo, teniendo ya siempre la intención honesta, sencilla y

amorosa de agradar sólo a Él.

2.1.2. Unión de Jesucristo con su esposa

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¿Cómo es esta unión de Cristo con su esposa? Se adentra ahora San Juan de Ávila

en intentar explicar, llegando hasta el límite de lo humanamente posible, qué ocurre en

el interior de ese matrimonio entre el esposo Jesucristo, y la esposa, el alma cristiana.

Así nos dice que, como sucede en todo matrimonio, la relación con Jesucristo es un

―tratar amores con vuestro esposo Jesucristo…, que es el oficio de la esposa‖(Plática

15, 4). Por eso, en la máxima unión entre el esposo y la esposa ya no hay palabras

para decirse porque todo es trato de amor. Es un silencio en amor, porque ya todo es

amarse el uno al otro. En esos momentos sobran las palabras y también el

pensamiento porque sólo queda sitio para el amor entre el amado y la amada.

Al contemplar a Cristo crucificado el corazón del cristiano queda definitivamente

herido de amor por Cristo, porque al contemplar la pasión y ―lo que Cristo pasaría,

pareciéndole que lo tiene delante… la agradezcamos y nos inflamemos en amor de

Aquel que la pasó… así como el ánima queda herida con la hierba del amor, sale de

allí a hacer mucho por el amado‖(Carta 236, 111-133). La misma posición de Cristo

en la cruz nos está invitando y cautivando de amor: su mirada inclinada hacia

nosotros, sus brazos abiertos, las manos agujereadas y los pies enclavados. Pero, sobre

todo, lo que más nos hiere de amor es ―el amor interior‖(Tratado del amor de Dios,

11, 423) de Jesucristo que desde la cruz sale hacia cada uno de nosotros. Todo esto lo

expresó San Juan de Ávila de manera sorprendente en el Tratado del amor de Dios.

Pero no sólo el cristiano queda herido de amor por Jesucristo, sino que también es el

mismo Cristo el que queda herido de amor por nosotros. Es verdad que el amor del

Señor fue primero, Él es el que ha tomado la iniciativa; pero aún siendo esto así, Él

mismo, una vez que el cristiano le corresponde con su amor, queda también herido de

amor por cada uno de nosotros.

Debido al amor mutuo que existe entre Jesucristo y nosotros puede Él ahora tomar

morada en nuestro pecho, de manera que ahora el corazón del cristiano se ha

convertido en un auténtico lecho de Cristo esposo:

―[...] y si abrió el corazón, que nuestro Señor le ha mostrado que debe tener cerrado

a toda criatura y a Él solo abierto, porque ya sabe cuán celoso ha sido de la entrega de

su corazón y cómo no quiere que ponga su amor sino en Él y que no se consuele en

nada sino en Él. Y cuanto más esto le pide, tanto más ella debe procurar por guardarlo

y defender la cama de su Señor, tan limpia y sosegada y cerrada, que Él se huelgue de

acostarse y descansar en ella‖(Carta 229, 78-84). Sin embargo, muchas veces

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hacemos más lecho en las cosas que en Jesucristo y nos reclinamos en las criaturas

(cf. Audi, filia, 110, 1).

2.1.3. Transformados en el Amado

La unión esponsal entre Jesucristo y el cristiano produce la transformación total de

éste, que ahora, no sólo es derretido en amor por el esposo, sino que adquiere un

nuevo ser, de manera que con el Apóstol Pablo dirá: ―Vivo, pero no yo, sino que es

Cristo quien vive en mí‖ (Gál 2,20).

San Juan de Ávila explica estas palabras de Pablo diciéndonos que al ser derretidos

por el amor de Jesucristo, el cristiano deja imprimir en sí la imagen del hombre nuevo,

Jesucristo, de manera que se puede decir que nace como hombre nuevo, abandonando,

por tanto, el hombre viejo, el hombre conforme a Adán. De esta manera el amor de

Jesucristo, correspondido por el cristiano, no sólo hace nacer al hombre al amor, sino

que lo hace criatura nueva, el hombre del amor, el hombre a imagen de Cristo, que es

el mismo amor:

―No le resistamos ya más; dejémonos vencer de sus armas, que son sus beneficios,

con los cuales quiere matarnos, para que vivamos con Él; quiere quemarnos, para que,

consumido este hombre viejo conforme a Adán, nazca el hombre nuevo por el amor

conforme a Cristo; quiere derretir nuestra dureza, para que, así como en metal líquido

con el calor se imprime bien la forma que quisiere el artífice, así nosotros, tiernos por

el amor, que hace derretirse en oyendo hablar al Amado (cf. Cant 5,6), estemos muy

aparejados y sin resistencia para que Cristo imprima en nosotros la imagen que Él

quiere; y la que quiere es la del mismo Cristo, que es el amor; porque Cristo es el

mismo amor‖(Carta 74, 57-67).

La razón última de nuestra transformación en Cristo es el amor de Él hacia nosotros.

Como Cristo es el mismo amor cumple perfectamente las dos características que San

Juan de Ávila, de acuerdo con el Pseudo-Dionisio Areopagita, recoge como distintivas

del amor: las de salir de sí y la de hacerse uno con lo que ama:

―«El amor… tiene dos virtudes: una que hace salir al que ama de sí y ponerlo en el

amado, y otra que es unir consigo al que ama». Salió Dios de sí cuando encarnó,

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cuando lloró, cuando murió, no porque dejase la divinidad que tenía, mas porque tomó

la naturaleza humana que no tenía y porque tomó flaquezas y muerte, que eran muy

ajenas de El y muy conformes a aquellos a quien amaba. Y así como allí salió de sí el

que es vida, para morir, así en este divino Sacramento, el que es vida y resurrección

junta consigo por manera inefable a nosotros mortales y miserables‖(Sermón 50, 4).

El amor de Jesucristo, que es la suma perfección del amor, ha hecho posible que el

cristiano esté tan unido a Él que sea un espíritu con Él, como Pablo afirma en 1 Cor

6,17 al especificar lo que significa la unión de Cristo y los cristianos, que llega

todavía más lejos que la unión matrimonial. Por eso afirma San Juan de Ávila:

―Cuando un amor es muy perfecto, que llega a hacer perfecta unión entre el que ama y

es amado, y los hace, como San Pablo dice, ser un espíritu (1 Cor 6,17)‖ (Sermón

69,21).

2.1.4. El proceso del casamiento con Jesucristo hasta llegar a ser un espíritu con

Él

La carta 40, escrita para una religiosa que va a hacer profesión de vida religiosa,

entendida por Juan de Ávila como el día del desposorio con Cristo, nos describe los

pasos de este encuentro de amor, que, salvando las debidas distancias, se puede

aplicar a todo el proceso del casamiento de todo cristiano con Cristo:

―Este día esperáis y para este día os llama Cristo, diciendo: Levántate y date prisa,

amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven; porque se ha pasado el invierno, ya se

han ido las lluvias; flores han aparecido en nuestra tierra, el tiempo del podar es

venido (Cant 2,10-12)‖ (Carta 40, 38-41).

―El salir al campo es un desembarazar el pensamiento y una libertad que Dios da,

con que el ánima no es ocupada ni impedida de cosas de acá‖ (Carta 132, 14-15). Se

trata de salir al campo de la anchura del corazón: ―Salid al campo de la anchura del

corazón‖ (Carta 40, 110), ―y para dar a entender que esto no ha de ser para un rato no

más, añade diciendo: Y moremos en las alquerías‖ (Carta 40, 97-98). A continuación

nos dirá que ―levantar de mañana es comenzar nueva vida y examinar la conciencia‖

(Carta 40, 117-118). La conciencia, es decir, el alma, el corazón es la viña de Dios.

Por eso dice que desde las alquerías, desde esa intimidad con el Esposo, ―desde allí

levantémonos de mañana a las viñas; porque mientras la persona está ocupada y

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alterada con los presentes cuidados, ¿cómo podrá entender con atención en las cosas

de su conciencia, que es viña de Dios?...Levantaos de mañana a entender en vuestra

conciencia‖ (Carta 40, 99-112). En la conciencia es donde hay que ver si damos

frutos de amor para con el Esposo. ―Salga, pues, señora, vuestro propósito a luz; se

tornó en fruto la flor‖(Carta 40, 125-126). Esa flor es el amor hacia el Esposo. Este

amor debe de ser hasta dar la vida por el Esposo, por eso dice: ―mirad si las granadas

han florecido; porque la doncella de Cristo no se ha de contentar con cualquier amor

de Él, sino amor hasta desear derramar la sangre por Él; y este derramamiento de

sangre se significa en las granadas, que han de estar muy vivas y floridas en el ánima

de la esposa de Cristo‖(Carta 40, 130-134).

El amor esponsal entre Jesucristo y el cristiano hace que ya no sean dos, sino uno

solo, un solo espíritu, por lo que hay que cultivar las condiciones necesarias para que

se produzca esta unión, entre las que destaca de manera fundamental el imitarle.

Obedecer y vivir conforme al Esposo. Él y su vida es el espejo en el que hay que

fijarse, y al que hay que imitar. Así les dice a las clarisas de Motilla, pero es válido

para todo cristiano:

―El espejo que digo que traigáis: a Jesucristo, vuestro Esposo, y su bendita Madre,

para que andéis siempre mirando a ver si andáis conforme a Él y a su vida. Éste ha de

ser vuestro espejo. Miraos bien, si sois mansas como Él lo fue, que, con hacerle tantas

y tan grandes afrentas y menosprecios, no movía su lengua para decirles mala palabra.

Mirad si os amáis unas a otras, mirando que os ama Él tanto, que por amor vuestro dio

su misma vida, y que nos mandó que nos amásemos unos a otros como Él nos amó.

Mirad, finalmente, si en todo lo que hacéis andáis conformes a su vida; mirad si

obedecéis como Él obedeció al Padre, hasta derramar su sangre y expirar en la cruz

por darnos vida‖ (Plática 15, 13).

El punto máximo de esta imitación con Cristo es llegar a ser uno con Él, de modo

que con Pablo pueda decir: Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

Las condiciones del Esposo son: manso, humilde, obediente y sufrido. ―Pues ¿cuál

ha de ser la condición de su esposa? Él lo dice en los Cantares, donde la llama paloma

(Cant 2,14; 5,2; 8,8) y tórtola (Cant 1,9; 2,12)‖(Plática 15, 7). Paloma porque ha de

ser ―sin hiel, mansa, sufrida, paciente como paloma‖ (Plática 15, 7) y tórtola ―porque

su canto es gemir… llorar por su desposado, Cristo… gimiendo con un interior y muy

profundo suspiro por su muy querido Esposo, cuya memoria y deseo nunca se le ha de

apartar de su corazón‖ (Plática 15, 7).

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Pero se pregunta San Juan de Ávila todavía más cómo puede ser la vida de la esposa

semejante a la del Esposo.

―¿Cuál fue la vida?: Bien la sabéis: trabajos, lloros, pobreza, humildad y,

finalmente, amor tan grande de su esposa, que por amor suyo derramó su sangre, para

hermosear con ella a su esposa, que estaba fea, y murió en la cruz para le dar la vida,

porque estaba muerta… ¿Veis aquí la vida de vuestro Esposo y el amor que os tiene?

Pues semejable ha de ser a esto, señoras, vuestra vida: lloros, pobreza, humildad,

menosprecio, obediencia, y cuanto más de esto tuvierais, más semejable seréis a

vuestro Esposo y asimismo más queridas suyas, porque sois a él más semejantes, y lo

habéis de amar tanto que derraméis por Él la sangre, si menester fuere, y pongáis la

vida por lo que a su honra toca‖(Plática 15, 8-9).

Como la mayor prueba de este amor de Jesucristo es su entrega en la cruz, comenta

San Juan de Ávila que imprimir en nosotros la vida y el amor de Jesucristo es

imprimir en nosotros el sello de la cruz. Por eso, este proceso de derretirse ante la

llamada y presencia del Amado debe de culminar en la impresión en nosotros de la

cruz del Señor. Esto es lo que ha ocurrido en San Francisco de Asís. Veamos cómo

describe San Juan de Ávila el nuevo ser en Cristo de San Francisco de Asís en el

sermón 78 correspondiente al día de su fiesta:

―Díjole, pues, Jesucristo: «Deja eso, Francisco, y sígueme». Dice la historia que se

le derritió el alma. Anima mea liquefacta est. Derretido, enternecido, se me ha el

ánima (Cant 5,6) a las palabras de mi Señor. Como si imprimís un sello sobre cera

dura, no señala ni queda rastro; pero cuando está derretida y blanda la cera, imprímese

mucho allí el sello. Pues ésa es la señal si sois escogidos: si os derretís, cuando Dios

os llama; si os paráis muy tierno al llamamiento de Dios. Que no aprovecha sentir que

Dios os llama, si no hay más de eso y se queda aún vuestra ánima dura. El

llamamiento que no es de escogidos daos a sentir vuestra miseria, pero aun os quedáis

en ella; mas si os derretís a las voces de Dios, si decís: «¡Oh triste de mí!, ¿qué ha de

ser de mí?, ¿qué hago?, ¿en qué gasto mi vida?, ¿qué engaño es este de tener aquí mi

descanso en cosa tan perecedera?; quiero dejar cosa tan engañosa; mañana me moriré,

acá se ha de quedar todo», el llamamiento de los amigos es. Ignitum eloquium tuum,

Domine, vehementer. Cosa de fuego es tu palabra, Señor (cf. Sal 118,140). Todo lo

quema, todo lo derrite tu llamamiento.

Se le quedó tan impresa la cruz a San Francisco en las entrañas; quedó tan derretido,

tan blando el corazón, que es para espantar. Pero qué bien se cumplió en él: Pone me

ut signaculum super cor tuum, et ut signaculum super brachium tuum; quia fortisest

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ut mors dilectio. Ponme como sello sobre tu corazón, ámame, acuérdate de mí,

imprímeme en tus entrañas; transfórmate en mí por amor; y ponme también como

sello sobre tu brazo, por las obras, porque fuerte es el amor así como la muerte (cf.

Cant 8,6)‖(Sermón 78, 24-25).

Como el amor de Cristo, demostrado con su muerte por nosotros, es más fuerte que

la misma muerte, el que lleva impreso la cruz y el amor del Señor, ya no vive sino

para el Señor, por lo que su vida es un morir para Él. Este es el sentido de la

existencia vivida por Pablo, una vez que vive por su amado Jesucristo: ―No se queja

San Pablo, porque ve a su Amado ir adelante sufriendo más duras [cosas] que le

pueden espantar. Dice Pablo: Aparejado estoy no sólo para ser preso, mas para morir

por mi amado Jesucristo (Hch 21,13). ¿Qué es eso, Paulo? ¿Y quién os hizo cordero,

perseguidor de las ovejas de Cristo y amparador de ellas? ¿Quién os hizo a vos, que

buscabas para matar, andar a buscar quien os mate? ¿Quién lo había de hacer sino los

amores de Jesucristo, que son más fuertes que la muerte, que son más dulces que la

humana dulzura, si dulzura se puede decir lo que Dios no es?‖(Carta 201, 130-138).

A esta vida de unión e identificación con Cristo crucificado llegan a ser no sólo una

cosa con Él, como marido y mujer, sino un espíritu con Él, de manera que con el

Apóstol puedan decir: Soy crucificado en la cruz de Cristo y vivo yo e ya no yo, mas

vive en mí Cristo (Gál 2,19-20).

Esta unión con Cristo crucificado está en la raíz de los consejos de San Juan de

Ávila sobre la ayuda que supone orar con el Señor trayendo a nuestra vista, corporal y

también espiritual, la misma pasión de Cristo. Para lo cual nos dice que no es que

tengamos que ir con nuestros pensamientos a Jerusalén, sino en traerle aquí presente

al Señor crucificado, poniendo nuestros ojos en Él (cf. Audi, filia, 73-75). Así, a los

pies del mismo Señor, es como podemos tener esa ―muy estrecha y familiar

comunicación‖ (Audi, filia, 70) con Él mismo, que es en lo que consiste la oración

cristiana.

2.2. Relación con Jesucristo como Cabeza y cuerpo

Aunque la simbología esponsal ha servido a San Juan de Ávila para comunicar más

expresiva y detalladamente la unión e intimidad del cristiano con Cristo, ésta no logra

decir toda la profundidad de la unión. Y es que el amor de Dios hacia nosotros ha sido

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tan grande, que excediendo mucho más de lo que podíamos imaginar, y por eso no

llegamos a entender tanto amor, ha hecho que no solamente seamos amigos, hijos o

esposas de Cristo, sino que seamos parte de su mismo cuerpo (cf. PDV 21).

―Señor, ¿participan como criados, como parientes, como hijos o como esposa? A ser

así, mucho es… No se ha contentado tu misericordia con que gocemos de tu Hijo

como parientes, criados, hermanos, hijos y esposa, que todo esto nos ha concedido;

mas, sobrepujando unas misericordias con otras mayores, nos ha levantado a tanta

dignidad, que seamos hechos cuerpo de Él, una misma persona con Él y que el bien

que Él influye lo influya en sus miembros y, para decirlo en una palabra, lo influya en

sí mismo, pues cabeza y cuerpo una misma persona son‖ (Sermón 55, 13).

―En una parte dice, hablando de Cristo: Él es cabeza del cuerpo de la Iglesia (Col

1,18); y en otra parte, que Dios Padre dio a Jesucristo nuestro Señor por cabeza de

toda la Iglesia (Ef 1,22); y en otras partes usa de esta misma metáfora, como cosa en

que hallaba particular gusto, y que entendía ser conveniente para nuestra consolación,

porque declara muy al propio este gran beneficio de la unión de Cristo y nosotros‖

(Sermón 52, 2).

Del mismo modo que ocurre entre la cabeza y el cuerpo, nosotros, que somos

hechos cuerpo de Cristo, estamos tan unidos a Él, que es la cabeza, que llegamos a ser

una persona, poniéndonos su mismo nombre, de manera que ―Él y nosotros somos

llamados un Cristo‖ (Audi, filia, 84, 8). Todos formamos, por tanto, parte del Cuerpo

místico de Cristo y somos una persona mística con Él; de manera que hemos sido

levantados a ―ser una persona y un Cristo místico con Él‖ (Sermón 53, 19). Y esta

unión no sólo se predica de toda la Iglesia en general, sino también de cada uno de los

cristianos, pues, ―el cual nombre (Cristo) tan lleno de soberana honra, no sólo

compete a todos los miembros vivos de la Iglesia católica, mas aun a cada miembro

por sí‖ (Sermón 53, 16).

Esta unión total con Cristo, explica San Juan de Ávila, era necesaria para poder

recibir en nosotros los beneficios de Dios. Ya que no sólo somos salvos por Cristo,

sino en Cristo, pues la gloria del cielo y el Espíritu se han prometido a sólo Jesucristo.

Dios ha querido que estos bienes lleguen a nosotros no sólo por ser hijos adoptivos o

hermanos o esposas de Cristo, sino que su amor ha sido tan grande que ha querido

darnos todos los bienes del Hijo al estar unidos con Él y ser uno en Él, pues ya no nos

ve como algo diferente al Hijo sino como uno en Él, ―de manera que el amar a Él, será

amar a ellos, y amar a ellos, será amar a Él, por ser uno ellos y Él‖ (Sermón 53, 33).

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Ante tanto amor de Dios hacia nosotros no nos queda sino alabarlo, aunque no hay

palabras para expresar nuestro agradecimiento por tanto don; pues participamos en

Cristo y de Cristo no sólo como criados, parientes, hijos o esposa, sino que nos ha

unido tanto a su Hijo que nos ha hecho uno con Él, de manera que llevemos su mismo

nombre.

―¡Oh soberano Señor! ¿Qué es esto que oyen nuestras orejas? Si David, metido en la

consideración de lo mucho que Dios puede, atónito y espantado, dice: ¿Quién hablará

los poderíos de Dios y dará a entender sus alabanzas? (cf. Sal 105,2); si estuviera en

nuestra fiesta y le metieran con la Esposa, en la bodega del inefable amor con que

Dios nos ama (cf. Cant 1,3), cuánto más saliera de sí, y, bailando con su ánima,

exclamara diciendo: «¿Quién hablará la caridad de Dios con los hombres y dará a

entender las alabanzas que por ella le son debidas?» ¿Quién podrá hablar como es

razón de esta honra que Dios da a los suyos que bien lo reciben, juntándonos consigo

y poniéndoles su nombre?‖ (Sermón 53, 17).

2.3. Relación con Jesucristo como Vid y sarmientos

Al igual que la cepa sustenta y da vida al sarmiento, comunicando su jugo, así es

Jesucristo para nosotros. Él nos da el ser, nos sustenta y nos da su fuerza haciendo que

participemos de todos sus bienes.

Esta inserción como sarmientos en la vid se realiza de una manera especial al recibir

al mismo Jesucristo en la Eucaristía:

El Santo Maestro compara con frecuencia los beneficios que hemos recibido estando

unidos con Cristo con aquellos que perdimos con nuestra antigua cabeza, Adán.

Ahora, no sólo recuperamos los perdidos, sino que por esta inefable unión con Cristo,

nos ha hecho parte de su cuerpo místico. De esta forma, nos han venido bienes que

jamás pudiéramos haber soñado, pues el Padre, nos ve y nos ama no ya como a hijos

adoptivos suyos sino mucho más, como a su mismo Hijo Jesucristo, ya que al ser

nosotros parte de su cuerpo, nos ve, nos mira y nos ama como una misma cosa en Él.

Lo cual constituye el punto álgido de lo que en teología pueda ser dicho sobre nuestra

unión con Cristo.

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2.4. Estar revestidos del espíritu de Cristo: Imitación y seguimiento

―Quien dice que está en Cristo ha de andar como anduvo Cristo… Si os preciáis de

ser cristiano y de tener a Cristo por cabeza y ser miembro suyo, obre en vuestro

corazón su vida, pues vuestro hermano mayor de esta manera vivió. Pues tales obras

hizo, imprima en mí su vida, pues es mi hermano. Ved aquí una señal para saber si

somos suyos: si hace impresión en mí: «Cristo hizo esto». Hazlo tú‖(Lecciones sobre

1 San Juan [I], 8, 165-316)

San Juan de Ávila explica que el imprimir en nosotros la vida de Cristo, el hacer lo

que Cristo hacía no consiste en una mera repetición externa de su manera de vestir,

comer, andar, etc. —a no ser que se esté especialmente llamado a ello, como es el

caso de los predicadores, a los que sí se les ha llamado a vivir la radicalidad

evangélica (cf. PDV 27)—, sino que hay que imitarlo sobre todo ―en el corazón y en

el interior‖(Lecciones sobre 1 San Juan [I], 8, 343-344). Es decir, teniendo las

actitudes que tuvo Cristo. Si bien esto lleva consigo un tipo de vida, también externo,

en que se visibiliza exteriormente que nos vamos conformando a la imagen del Hijo.

Por eso, el imprimir en nosotros la vida de Cristo tiene que tener también una

manifestación exterior:

―Si estuviese aquí un cristiano y aquí uno que no lo es, ha de haber tanta diferencia

del cristiano al no cristiano, que todos lo conozcan en el traje, en las hablas y meneos

y en todo lo demás. Tenga freno en lo interior, que es en los vicios interiores, y en lo

de fuera. De manera que, para que nos formase Dios interior y exteriormente, fue

necesario que enviase a su Hijo para que, con su ejemplo e imitación, alcanzásemos la

gloria. Envíanoslo acá, para que nos enseñe por amor de nuestro Señor que

aprendamos de Él, pues para eso nos lo envió el Padre eterno. Los que predestinó,

conformes fieri imagini Filii sui, pareciéndonos aquí‖(Lecciones sobre 1 San Juan [I],

8, 347-356).

A esta transformación, interior y exterior, que se opera en nosotros al estar unidos a

Cristo, de manera que estamos ya tan trasladados en Él que actuamos como Él actúa,

es lo que indica San Juan de Ávila que se refiere también Pablo cuando afirma que

―ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí‖ (Gál 2,20). ). Por eso, pone San Juan de

Ávila en boca de Pablo: ―Estoy como la sombra con el cuerpo, que, dondequiera que

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va el cuerpo, va allá la sombra‖ (Sermón 49, 8). Por eso, para San Juan de Ávila

cristiano significa ante todo ser seguidor e imitador de Jesucristo, porque ―cristiano

quiere decir hombre que sigue el rastro y pisadas de Cristo‖(Lecciones sobre 1 San

Juan [II], 2ª).

El Santo Maestro ha especificado en qué consiste el seguimiento e imitación de

Cristo. Ante todo, hace referencia al hecho de que el cristiano debe de tomar la cruz y

desear imitar a Cristo crucificado. Así, el cristiano no busca honras, riquezas y

deleites, como hacen los mundanos, sino que tiene el ―entrañable deseo de poner al

Crucificado por sello en el corazón y en el brazo (cf. Cant 8,6)‖ (Audi, filia, 76, 5); y

esto de tal manera que en la cruz encuentra gozo y deleite: ―Tal es la alteza de la vida

cristiana: y así muda Cristo las cosas desde la cruz que lo amargo y despreciado hace

dulce y honroso, y pone asco de gustar de aquello sobre que los mundanos se matan‖

(Audi, filia, 76, 5).

San Juan de Ávila ha desarrollado en qué consiste esta imitación de Cristo

crucificado utilizando especialmente el simbolismo del cristiano como oveja que sigue

a Cristo, así como al aludir al traje de bodas necesario para entrar al banquete del

Reino.

Al mismo tiempo, al hacer referencia al vestido de bodas nos dirá que esta vestidura

consiste en ―estar vestido de la imitación de Jesucristo‖ (Sermón 24, 24). La cual no

es solamente una imitación exterior, sino el llegar a estar revestido del espíritu de

Jesucristo. Y si esto es válido para todos los cristianos, cuánto más para los que son

re-presentación suya en la tierra como es el caso de los obispos y sacerdotes.

3. PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. ¿Vivo unido a Cristo como hermano mayor, hijos de un mismo Padre, con una

misma herencia?

2. ¿En mi vida sacerdotal me desprendo libre y generosamente de todo cuanto me

separa del amor esponsal con Cristo?

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3. ¿Estoy dispuesto a consumar mi desposorio con Cristo compartiendo con Él su

cruz y dando mi vida día a día por su esposa que es la Iglesia, por cada uno de los

cristianos y por toda la humanidad?

4. ¿Cómo puedo calificar hoy mi grado de seguimiento de Cristo? ¿En qué cosas lo

sigo más en qué tengo que avanzar?

5. ¿Se refleja en mi vida los sentimientos de Cristo: paciencia, caridad, paz,

mansedumbre, obediencia, pobreza, castidad, oración, misericordia, amor por el

Reino…?

6. ¿Soy consciente de que en la medida que estoy verdaderamente unido a Cristo

soy el mismo Cristo con Él? ¿Por mi forma de vivir y actuar pueden los otros percibir

con nitidez mi identificación con Cristo?

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RETIRO 8.

EL CONOCIMIENTO DE DIOS

En este día de oración queremos de la mano de San Juan de Ávila darle gracias a

Dios porque al salir a nuestro encuentro con su amor nos permite conocerlo y, por

tanto, amarlo. Dios se nos ha dado plenamente en la persona de su Hijo Jesús, donde

hemos conocido, es decir, experimentado, el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu;

pero también descubrimos señales de su amor en la creación del mundo, y sobre todo

en la creación de nuestro ser: somos al ser amados por Dios. Y nuestro destino es

subirnos con Él para participar de su amor eternamente en la mesa de la amistad entre

el Padre, el Hijo y el Espíritu al hacernos hijos en el Hijo.

1. DIOS ES AMOR COMUNICATIVO: SE NOS DA

Para San Juan de Ávila Dios no sólo es amor en sí mismo, sino también hacia fuera,

ad extra. El Santo Maestro nos indica que conoce la concepción del amor del Pseudo-

Dionisio, para el cual la primera condición del amor es salir de sí: ―el amor tiene dos

virtudes: una que hace salir de sí y ponerlo en el amado, y otra que es unir consigo al

que ama‖(Sermón 50, 4).

Dios se comunica, es decir, se da a toda la creación y, especialmente, a todos y a

cada uno de los hombres. Por eso aconseja en la carta 90 que si no se alcanza la

bondad de Dios en sí mismo se descubra esta bondad interna de Dios a través de la

bondad que tiene para con nosotros.

1.1. Dios se nos da

Para el Santo Maestro la plenitud de todo amor no es sólo dar dones y beneficios,

pues todavía quedaría algo más por dar, algo más profundo, que es la propia persona.

Por eso ha observado la diferencia que hay entre dar y dar a sí mismo, que es la

verdadera medida del amor. Y esto es lo que Dios ha hecho con nosotros.

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Dios nos da muchos bienes, pero no tienen comparación con otro, que es darnos su

corazón, es decir, a sí mismo:

―¿Qué será tener el hombre a Dios preso con el amor? Si es gran riqueza no tener

corazón, por dárselo a Dios, ¿qué será tener por nuestro el corazón de Dios, el cual da

Él a quien da su amor, y tras el corazón da a todo sí? Porque de quien es nuestro

corazón, de aquél somos sin duda. Grande y muchos son los bienes que la infinita y

divina bondad da a los hombres; mas como no haciendo caso de todos ellos, en

comparación de éste. Dice Job: Señor, ¿qué cosa es el hombre, porque lo engrandeces

y pones en él tu corazón? (Job 7,17). Dando a entender que, pues, por dar Dios el

corazón, se da Él, tanta diferencia va de dar su corazón por amor a dar otras dádivas,

cuanto va de Dios a criaturas. Y, si por las otras dádivas debemos gracias, la principal

causa es porque nos las da con amor; y si en ellas nos debemos gozar, mucho más por

hallar gracia y amor en los altísimos ojos de Dios‖(Audi, filia, 103, 1).

Como señales de la autodonación de Dios ad extra, aparecen otras como son:

nuestro ser y existir, para lo que será necesario el ejercicio del propio conocimiento, y,

a continuación, la obra creadora.

San Juan de Ávila explica cómo tienen que ser leídas estas señales según San Juan

de Ávila:

―Este beneficio [Cristo entregado] con los demás son señales que Dios nos tiene y

como centellas que salen afuera de aquel abrasado fuego de amor. ¿Qué tanto debe ser

mayor aquel fuego escondido, pues las centellas que saltan de Él son tan grandes? ¡Oh

amor grande, oh amor gracioso, digno de ser gratificado con amor! Danos, Señor, a

sentir con todos los santos la alteza y profundidad, la grandeza y largueza de este

amor (cf. Ef 3,18), porque por todas partes sea nuestro corazón conquistado y herido

de este amor‖ (Tratado del amor de Dios, 3, 60-67).

¿Por qué la insistencia de San Juan de Ávila en dejar claro que el amor de Dios se

trata no de dar algo sino de darse? En primer lugar, porque éste es el auténtico

contenido del mensaje cristiano, pues es un Dios personal que se da, un Dios que

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quiere entablar una relación personal y amorosa con el hombre. Y en segundo lugar,

porque en la escolástica se ha perdido de vista esta concepción del amor de Dios como

autoentrega de personas, y se ha cosificado.En el tiempo de San Juan de Ávila, para

referirse al amor de Dios se habla de la gracia, pero, ¿qué concepto se tiene de la

gracia?; se nos dirá que la gracia es, ante todo, un don que Dios nos da, es algo que

Dios da, ya que al recibir el amor de Dios hemos sido hechos criaturas nuevas, y si

somos nuevos es por ese algo nuevo que se nos ha dado, su amor, que ahora está en

nosotros. Pero San Juan de Ávila se ha dado cuenta de que la nueva realidad del

hombre nuevo no se debe tanto a algo que se nos ha dado, sino a ese Alguien que se

nos ha dado, y que se nos está dando continuamente.

Veamos ahora estas señales de la autoentrega de Dios ad extra.

―Y si todavía eres incrédulo a este amor, mira todos los beneficios que Dios te tiene

hechos, porque todos ellos son prendas y testimonios de amor. Echa la cuenta de todos

ellos cuántos son, y hallarás que todo cuanto hay en el cielo y en la tierra, y todos

cuantos huesos y sentidos hay en tu cuerpo, y todas cuantas horas y momentos vives

en la vida, todos son beneficios del Señor. Mira también cuántas buenas inspiraciones

has recibido y cuántos bienes en esta vida has tenido; de cuántos peligros en esta vida

te ha librado, en cuántas enfermedades y desastres pudieras haber caído si Él no te

hubiera librado, que todas éstas son señales y muestras de amor. Hasta los mismos

azotes y tribulaciones que envía son argumento de amor, porque son muestras de

padre, que castiga todo hijo que recibe (Heb 12,6) para enmendarlo, despertarlo, y

purgarlo, y para conservarlo en todo bien. Y, finalmente, pon los ojos en todo este

mundo, que para ti se hizo todo por sólo amor, y todo él y todas cuantas cosas hay en

él significan amor, y predican amor, y te mandan amor‖(Tratado del amor de Dios, 2,

36-52).

1.2. Dios, al amarnos, nos da el ser

Para el Santo Maestro, hasta incluso la creación es mirada en clave antropológica,

pues nos dice: ―para ti se hizo todo por sólo amor‖(Tratado del amor de Dios, 2, 50).

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De esta manera, después de enmarcar el cuadro en el que se dan estas señales:

―Todo cuanto hay en el cielo y en la tierra‖(Tratado del amor de Dios, 2, 44-45), es

decir, en una mirada ad extra de Dios, comienza a describir el ser y el existir del

hombre para ver en uno mismo la huella del amor de Dios: los sentidos y huesos del

cuerpo, todas las horas y momentos de la vida, las buenas inspiraciones y los bienes

que se han tenido; y también, y esto es muy utilizado por San Juan de Ávila, los

peligros, enfermedades y desastres en que ―pudieras haber caído si Él no te hubiera

librado‖(Tratado del amor de Dios, 2, 46-47). Al igual que es muy propio del Santo

Maestro hacernos caer en la cuenta de que hasta ―los mismos azotes y tribulaciones

que envía son argumento de amor‖(Tratado del amor de Dios, 2, 47-48),ya que éstos

no han de ser vistos como venganzas de Dios, sino como muestras del amor de un

padre que, porque ama a sus hijos, cuida de ellos, y los castiga para enmendarlos,

despertarlos, purgarlos y para conservarlos en todo bien.

Pero, ¿cómo hacer esta mirada a nuestro ser y existir, y, también al resto de la

creación, para ver en ellos al mismo Dios que se nos da?

Se nos propone un camino de profundización hasta llegar al mismo principio y

fundamento de todo nuestro ser, que es Dios, que se nos está dando: el camino de

entrar en nosotros mismos.

1.2.1. Entrar en nosotros mismos

―Miraos a vos‖ (Audi, filia, 64, 2) ―mirad vuestro ser‖ (Ibidem), ―entrad dentro de

vos misma‖ (Ibid., 64, 3), en el camino hacia el centro, y al encontrarse con su nada,

se encuentra con su todo, que es Dios. Sólo entrando en nosotros mismos es como

podemos encontrar verdaderamente a Dios. Al mirarnos con los ojos de la fe, que es

con el ojo que hay que hacer este camino, descubriremos que lo positivo que hay en

nosotros proviene de Dios, pues a Él se lo debemos; y al descubrir lo negativo,

nuestro pecado, nos daremos cuenta del amor misericordioso de Dios, que no sólo nos

perdona, sino que, para hacerlo, nos ha dado a su Hijo en muerte de cruz. En esta

mirada a nosotros mismos, si lo hacemos con la mirada de la fe, descubriremos en

definitiva a Dios, que es amor.

1.2.2. Del no ser al ser, por el amor de Dios

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La primera consideración que San Juan de Ávila establece en este camino al

interior para el encuentro con nosotros mismos, y por tanto para el encuentro con

Dios, es mirar cómo hemos surgido de la nada; para lo cual nos propone pensar, en un

primer paso, quién éramos cuando no éramos nada, y cómo hemos venido a ser.

1.2.3. Es todo el hombre el que busca su ser

El camino hacia el interior no se hace sólo a base de ―pensar‖ y de ―considerar‖,

sino también de ―sentir‖, de ―ver‖, y de ―palpar‖. Es decir, es un camino de todo el

hombre, no un mero sicologismo, el que San Juan de Ávila nos propone, ya que entran

en juego todas las potencias del alma: memoria —―quién eras‖27

—, entendimiento —

―pensar quién eras‖28

— y voluntad —―habéis de pensar… Estaos un buen rato… [...]

Miraos‖29

—. Así pues, es el hombre entero el que busca su ser con todo su ser, con

todo lo que él es.

1.2.4. Vivenciación del no ser

Como todo el hombre es el que busca su ser, y el origen de su ser,hay que ponerse

en la situación vivencial en el punto en el que no éramos nada.

―Habéis de pensar quién eras antes que Dios os criase, y hallaréis ser un abismo de

nada, y privación de todos los bienes. Estaos un buen rato sintiendo este no ser, hasta

que veáis y palpéis vuestra nada y no ser‖ (Audi, filia, 64, 2).

1.2.5. Nuestro ser: un don de Dios

Para San Juan de Ávila, el que el hombre descubra que es nada, en cuanto al ser y

los bienes que tiene, es condición necesaria para poder afirmar, y esto es lo que le

27

Audi, filia, 64,2. 28

Ibidem. 29 Ibidem.

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interesa, quesomos dádiva, don, merced de Dios.Que ya nuestro ser, el hecho de

comenzar a existir se debe al amor de Dios. Todo el ejercicio anterior de vivenciar

nuestra nada tenía este único objetivo. Nosotros no hemos podido salir del no ser y la

nada por nosotros mismos; somos, por tanto, hechura de Dios.

1.2.6. El hombre es al ser amado por Dios

Para San Juan de Ávila, los hombres, y todos los seres, existen al ser amados por

Dios. No nos crea para amarnos, sino que al amarnos, nos crea. El ser de Dios, como

vimos, y se nos recuerda de nuevo, es amor: ―Dice San Juan: Deus, caritas est. Y el

griego dice hoc: est dilectio. Dios es amor. ¿Pues quién podrá dejar de amar al que

esencialmente es amor?‖ (Plática 16, 9), y por esto, ―si Dios dejase de amar, dejaría

de ser Dios‖(Lecciones sobre 1 San Juan [I], 17, 201). Por lo tanto, en Dios, ser y

amor, ser y bondad se identifican: ―Ese mismo amor de Dios, es Dios‖ (Ibid., 17,

200).

Por consiguiente, el amor de Dios no es un añadido a Dios, no es algo creado por

Dios, sino el mismo Dios dándose.

Sólo Dios es bueno, sólo Dios es amor, pero ha hecho partícipes de esa bondad, de

ese amor, a todas las cosas que ha creado. ―No hay bueno de sí mismo si no es

Dios‖(Lecciones sobre 1 San Juan [I], 17, 155-156).

Dios está tan dentro de nosotros porque constituye nuestro centro. No es ya sólo que

Dios está en el centro, sino que es el centro mismo de nuestro ser.

1.3. Dios se nos da en su obra creadora

Es necesario poner nuestros ojos en todo este mundo, porque todo es una

muestra de su amor, es decir, del mismo Dios que se nos da: ―Para ti se hizo todo por

sólo amor‖ (Tratado del amor de Dios, 2, 50).

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Con esta mirada de fe, todas las cosas son un espejo que nos reflejan al mismo Dios.

―Y como habéis entendido, por lo que en vos pasa, cómo Dios es el que os ha dado

el ser y el obrar, así en todas las criaturas entended lo mismo. Y considerando en todas

a Dios, os será todo un espejo luciente, que os represente al Criador; y así podrá andar

vuestra ánima unida con Dios, y en sus alabanzas devota, si vos en las criaturas otra

cosa, sino a Dios, no buscáis‖(Audi, filia, 64, 5).

Todo, absolutamente todo en el universo, está puesto para el hombre y su servicio.

Al hacer tanto hincapié en esto, San Juan de Ávila, nos está demostrando que el

hombre es el punto culminante de toda la creación, aunque nunca el dueño absoluto de

ella.

1.3.1. Toda la creación al servicio del hombre

Todo ha sido creado para nuestro servicio. El Santo Maestro parte de la concepción

de San Agustín de que las cosas son señas de la bondad de Dios, pero avanza mucho

más que él. Nos dice que las cosas y seres de este mundo son testigos de Dios, y no

sólo eso, sino que se convierten en un envoltorio en donde nos encontramos con el

mismo Dios, con sus mismas entrañas. La obra creadora se convierte así en señal y

testigo de Dios.

―Dos cosas nos da a entender Dios con sus dones: una, que son señales de sus

perfecciones, y otra, del amor que nos tiene; porque quien algo nos da, señal es que

nos ama‖(Plática 16, 10).

Para el Santo Maestro las cosas no son sólo señas, o testigos de Dios y de su amor,

sino que en ellas nos encontramos con el mismo Dios y con sus entrañas de amor. Y

es que para San Juan de Ávila todas las cosas han sido creadas por su amor hacia

nosotros, por eso en todas está el mismo Dios dándosenos.

―Todo lo que tenemos son presentes que nos envía Dios, y el plato en que nos lo

envía es el amor; pues tomad el presente y volvedle el plato, que es el amor, que en

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ninguna cosa quiere que le paguemos en la misma moneda si no es en ésta; y pues nos

da amor, paguémosle con amor‖(Plática 16, 10).

Y el verdadero amor, como nos dijo, no es dar, sino darse.

San Juan de Ávila quiere explicarnos por qué nos encontramos con el mismo amor

de Dios, tanto si miramos a nosotros mismos como si miramos a las criaturas; por qué

llegamos al mismo Dios tanto si escogemos un camino como otro, y no un Dios si

miramos al hombre, y otro Dios si miramos a su obra creadora.

El Maestro Ávila nos describe cuáles son las señales, los bienes que han recibido las

criaturas, y que demuestran, de parte de las cosas dadas, ese plus de amor de Dios,

hasta llegar al punto más alto en la obra creadora, hacer al hombre y, además, hacerlo

su hijo. Y así nos dice:

―Quiere Dios bien a las piedras; y más a las plantas, que les dio vida; y más a los

animales, que les dio sentido; y más a los hombres, que les dio razón y libre albedrío y

poder para poder contactar con Dios. Conforme a la manera que Dios hace bien, ama.

Ese mismo amor de Dios, es Dios… ¡Mirad qué amor nos dio el Padre, que seamos

llamados hijos de Dios y lo seamos; que nos hizo hijos de Dios! Mayor bien es ese

que si nos hiciera ángeles y arcángeles‖(Lecciones sobre 1 San Juan [I], 17, 196-222).

Nos dice San Juan de Ávila que el hombre había sido creado por Dios por amor, y

que este amor, superior al resto del que ha tenido con las criaturas, se veía en los

beneficios que nos había concedido al crearnos: la razón, el libre albedrío y el poder

contactar con Dios. Esto es lo que nos diferencia del resto de la creación.

Él mismo, el Señor, quiere que el hombre tenga un trato con Él en el amor y la

confianza, para lo cual no solamente le ha dado al crearle la capacidad de poder tratar

con Él, sino que, aunque sea indigno de recibirlo, le da continuamente lumbre para ir

consiguiéndolo poco a poco, y así, con su ayuda, llegar al destino para el que fue

criado: la eterna bienaventuranza.

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2. NUESTRA PLENITUD: DIOSES POR PARTICIPACIÓN EN LA FILIACIÓN DEL HIJO

Como hemos visto, el objetivo de la creación era el hombre. Por amor a él se

hizo todo.

―Para ti se hizo todo por sólo amor, y todo él [el mundo] y todas cuantas cosas hay

en él significan amor, y predican amor, y te mandan amor‖ (Tratado del amor de

Dios, 2, 50-52).

Pero ese hombre ya había sido querido y pensado como hijo antes de la creación.

Por eso se hacía necesario poner en marcha la obra de la creación para comenzar a

hacer la casa para el hijo.

2.1. “Quiero poner casa a mi hijo”: el hombre

En la mente de Dios no crea y luego pone al hombre, sino que ama al hombre, y

porque lo ama lo va a crear; y para ello lo primero que hace es ponerle la casa. Pero

este hombre es pensado y querido desde el principio como hijo.

―Ya sabéis que nuestro Señor nos quiere bien. Muy antiguo es el amor: al amigo

viejo no le hemos de desechar. Ya sabéis cómo cuanto crió nuestro Señor Dios, todo

fue para nosotros y para nuestro servicio y provecho. Crió el cielo y la tierra, el sol y

la luna, el mar y todo cuanto en ellos se mueve, estrellas, árboles, peces, animales,

Señor, Dios mío, ¿para qué? Todo para servicio y regalo del hombre: «Quiero poner

casa a mi hijo». Estaba todo lo dicho criado; estaba como vacía la casa. Crió al

hombre…‖(Sermón 32, 4).

Así, todas las cosas y seres de la creación son en realidad el ajuar de la casa que el

padre prepara para el hijo con gran esmero.

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2.2. Nos creó para la eterna bienaventuranza: participar de la naturaleza

divina

―Crió Dios el hombre, ¿para qué, si pensáis? Para que amase a Dios, y amándole le

poseyese, y poseyéndole le gozase, y gozándole fuese bienaventurado. Fueron criados

para ir a la bienaventuranza y alcanzar aquello para que fue criado, si quisiera guardar

los medios que tenía Dios ordenados‖ (Sermón 29, 5).

¿Pero qué es bienaventurados? San Juan de Ávila nos dirá que es llegar a hacernos

―consortes por gracia y por gloria de la naturaleza divina‖ (Sermón 29, 5).

¿En qué consiste este llegar por gracia y por gloria a ser consortes de la naturaleza

divina, es decir, a lo que San Juan de Ávila nos ha presentado como la plenitud de lo

humano? El Santo Maestro nos dirá que llegando a vivir plenamente nuestra filiación

en el Hijo Jesucristo.

2.3. El Padre nos predestinó a ser hijos en el Hijo

San Juan de Ávila, el hombre, el hijo, existía en la mente de Dios antes que nada

fuese creado. También nos presentaba cómo la última finalidad de la creación de este

hijo era el hacerle participar de su naturaleza divina. Pero, en realidad, nos dirá que lo

que Dios estaba haciendo era predestinar al hombre a participar en la filiación de su

Hijo Jesucristo.

Dios tenía pensado desde siempre hacernos hijos según su Hijo; no según el Verbo

Hijo de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad antes de encarnarse, sino

según su Hijo Jesucristo, el Verbo ya encarnado.

Para San Juan de Ávila, el objetivo de la encarnación de Cristo no se debe

fundamentalmente a la reparación del pecado en el que el hombre ha caído desde

Adán, sino que estaba ya proyectada en el designio eterno de Dios; y su objetivo,

desde la eternidad, era hacernos hijos según su Hijo Jesucristo.

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Aunque los hombres, en el tiempo, han sido creados antes de la encarnación del

Hijo de Dios, y, por tanto, se podría pensar que es Cristo el que se ha encarnado según

la imagen de los hombres, en realidad lo que ha ocurrido es lo contrario; son los

hombres los que han sido creados según la imagen del Hijo Hombre Dios.

2.4. Hijos adoptivos en el Hijo natural, Jesucristo

No hay que entender que el Padre comunique sus bienes a los hijos adoptivos como

a ―cosas distintas [de su Hijo natural], sino como a Él‖ (Sermón 34, 26).

Él es la cabeza y nosotros los miembros de su unigénito Hijo: ―Como el Padre ama

los miembros de su unigénito Hijo, ámalos en gran manera, porque ama sobre toda

manera a Jesucristo, cabeza de ellos‖ (Sermón 34, 26). De tal forma esto es así que el

Padre cuando mira a su Hijo y a nosotros, no nos mira como a dos cosas distintas sino

hechos uno con su Hijo:

―Este es el Señor, por el cual el Padre nos mira con agraciados ojos, por vernos

hechos miembros de Aquel de quien el Padre mismo dio testimonio diciendo: Este es

mi Hijo muy amado, en el cual yo me he agradado‖ (Sermón 34, 27).

Por lo tanto, como hijos en el Hijo, compartiremos la herencia del Hijo, y esto

estaba previsto desde el principio. Por eso dice el Santo Maestro: ―Esforcemos a

caminar para allí, para a donde fuimos criados‖ (Carta 37, 85). La misión de los

sacerdotes será precisamente la de ayudar a todos a colocarlos allí, porque para eso,

desde el principio, los escogió Dios a los hombres y los amó.

¿Cómo es que si San Juan de Ávila afirma, por un lado, que en el Bautismo se nos

hace hijos de Dios y se nos da su gracia, que es participación de la divina naturaleza y,

por otro, que ya Adán, como vimos, fue creado hijo adoptivo de Dios? Así nos dice:

―Creéis un beneficio que os dio cuando os bautizaron y hicieron cristiano [...] donde

os hizo amigo e hijo… Allí os dio su gracia, que es participación de su divina

naturaleza‖(Dialogus inter confessarium et paenitentem, 7).

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El mismo San Juan de Ávila nos da la respuesta precisamente al comentar que

Cristo es nuestra Cabeza, al ser cabeza le corresponde el primer lugar de todo el

cuerpo. San Juan de Ávila especifica que Cristo es Cabeza en cuanto a la gracia, de

manera que se da la gracia a los que han existido antes de su encarnación, en virtud de

Él.

ParaSan Juan de Ávila la eterna bienaventuranza, que es hacernos consortes con la

naturaleza divina, consistirá en llegar a ser semejables a la imagen de su Hijo. A ello

estábamos destinados desde la creación del mundo.

2.5. Dios nos dio el deseo de subir hasta Él

De esta manera nos describe San Juan de Ávila la vida de la gloria:

―La bienaventuranza de la gloria… es hacer al hombre divino, deificada su ánima y

haciéndola participante de las costumbres y naturaleza divina‖ (Meditación del

beneficio que nos hizo el Señor en el sacramento de la Eucaristía).

Pues bien, este llegar a ser ―dioses por participación‖ (Sermón 56, 18), no es algo

ajeno a nuestra persona, pues el mismo Dios es el que por amor ha puesto en nosotros

el deseo de subir hastaÉl. Al poner este deseo, se asegura Dios que queramos el bien

que Él ha preparado para nosotros, que es Él mismo, pues en ello nos va toda nuestra

felicidad y toda nuestra vida, ya que sólo hay dos posibilidades: o nos realizamos

plenamente subiendo hasta Dios, en quien encontramos nuestro contento, o vivimos

una vida de descontento, como si no tuviésemos nada, aunque seamos ―señor de todo

el mundo‖ (Sermón 21, 2), ―de los ángeles y de los cielos‖ (Ibidem), bajando al

―infierno a pasar tormentos eternos‖ (Ibidem).

―¿No os parece que, pues tanto va con el negocio, que debemos de subir hasta tener

a Dios? Que si no lo tenemos, aunque seamos señores del cielo y de la tierra y de los

ángeles, somos malaventurados. ¿No os parece en qué tan gran cuidado nos ha puesto

Dios?‖ (Sermón 21, 3).

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Para San Juan de Ávila no hay término medio: o nos plenificamos llegando a la

bienaventuranza, que es subir hasta ―ver a Dios‖ (Sermón 21, 2) y ―tener a Dios‖; o

nos frustramos si no llegamos a ello.

Este tipo de deseo no está infundido en los animales, que no necesitan llegar hasta

Dios del mismo modo que el hombre para encontrar su contento.

Por eso, para él, el hombre, en el fondo tiene dentro de sí ese deseo de subir, y nada

le dará contento si no llega a realizarlo, llegando hasta la meta: Dios mismo. En este

llegar o no a la meta se juega su logro o su malogro, su bienaventuranza o su

malaventuranza.

San Juan de Ávila se plantea la gran pregunta de si Dios en el fondo es algo ajeno a

nuestra vida o si realmente el amarlo es algo que tiene que ver con el hombre, por ser

hombre, y, por tanto, de amarlo o no dependa nuestra propia realización.

El amor sobrenatural va mucho más allá, porque ―sobrepuja‖, ―engrandece‖ y

―acrecienta‖ el amor natural. Por lo tanto, el amor a Dios no sólo no va contra nuestra

naturaleza, sino que la engrandece y plenifica. Y esto es posible porque, en uno y en

otro caso, se está hablando del mismo fuego, del mismo amor, aunque uno sea tan

pequeño como el de una centella —el natural—, y otro tan grande como todo el

mundo —el sobrenatural—.

Se trata de un amor natural rodeado y cercado por la gracia, un amor natural en el

que ya está actuando el Espíritu. Por eso dice: ―en lo uno [amor sobrenatural] y en lo

otro [en el amor natural] era movida por el Espíritu Santo‖ (Sermón 70, 25).

¿Desde cuándo nos puso Dios este deseo de Él? San Juan de Ávila citaba a San

Agustín: ―Fecisti nos [...]‖ (Sermón 21, 2); es decir, este deseo de subir hasta Dios ha

sido puesto por Dios desde el día en que nos creó por gracia.

Ahora nos preguntamos cómo nos ha podido crear Dios para que este deseo de

llegar a Él pueda darse en nosotros, y así ser semejables a la imagen de su Hijo que es

el fin último del hombre.

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3. CREADOS A IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS PARA PODER LLEGAR A SER

SEMEJABLES A LA IMAGEN DEL HIJO

Para San Juan de Ávila, pues, el que el hombre haya sido creado a semejanza de

Dios significa precisamente esa vida espiritual e inmortal. Crea al hombre de tal

manera que pueda ser capaz de ser hijo, por eso lo hace alma y cuerpo, y así pueda ser

creado también a su imagen y semejanza.

―Creó… todo para servicio y regalo del hombre: ‗Quiero poner casa a mi hijo‘.

Estaba todo lo dicho criado; estaba como vacía la casa. Crió al hombre de lo más

ínfimo de la tierra, y como buen ollero, desde que lo tuvo formado de la tierra, soplóle

en la faz soplo de vida (el hebreo dice en las narices). En soplando que el Señor le

sopló, levantóse el hombre vivo (Gén 2,7)‖ (Sermón 32, 4-5).

El crear al hombre como ser vivo no era un fin en sí mismo, sino condición de

posibilidad para que recibiera el Espíritu de Dios y crearle hijo.

4. EN CAMINO HACIA DIOS

Este camino, que comienza ya aquí con la creación del hombre, en la casa de la

tierra, tendrá su meta en el cielo. Allí, en la ―casa y presencia de Dios‖ (Carta 33,

106), alcanzará la persona su realización plena,quedando allí ―rica, harta y abastada‖

(Ibidem), de todo ―aquello para lo que fue criada‖ (Ibid., 110-111), pues allí ―verá, y

amará, y gozará y poseerá al Señor de todas las cosas‖ (Ibid., 114-115) por los siglos

de los siglos.

En todo este camino se necesita la ayuda del Espíritu que nos lleva a la meta para lo

que fuimos creados: el reino de los cielos:

―A su misericordia plega dar a vuestra muy ilustre señoría su Santo Espíritu, con

que le sea dulce el cumplimiento de su palabra y alcance aquel reino para que fue

criado‖(Carta 16, 80-82).

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4.1. Los hombres se equivocan en el camino de subir hasta Dios

La cuestión que nos presenta ahora San Juan de Ávila es la de saber cómo subir

hasta Dios.En esto es donde nos jugamos todo. Lo mismo que el deseo viene de Dios,

tambiénde Él viene el camino. Sin embargo, el hombre ha querido buscar su propio

camino para la subida.

El error ha consistido en querer ser como dioses al margen de Dios, poniéndonos

nosotros en el centro, idolatrizándonos, pues quisimos saber lo que había que hacer y

de lo que uno se debía de apartar ―sin tener necesidad de preguntar ni de ocurrir a

Dios‖(Sermón 44, 9). Y así, Adán y Eva han errado el camino. Pero no sólo ellos, sino

todos los que después de ellos han venido, pues además de nacer ya pecadores en su

naturaleza siguen ratificando con sus propios pecados este desorden.

Ya desde nuestro nacimiento tenemos deseo de subir a Dios, pero ahora, en virtud

del pecado con el que nacemos, tenemos una gran dificultad en la subida pues estamos

vivamente inclinados hacia abajo, hacia nosotros mismos, y no hacia Dios.

Nos encontramos todos en una situación de guerra. Ahora bien, advierte San Juan de

Ávila que es menester que sintamos esta guerra, porque mala señal sería no hacerlo,

pues significaría que habríamos dejado que el pecado reinase definitivamente en

nosotros; por eso dice: ―Mas quien no siente esta guerra tiene mala paz:Non veni

pacem mittere in terram, sed glaudium‖ (Sermón 22, 16).

La razón de esta inclinación hacia abajo, hacia la tierra y no hacia arriba, hacia Dios,

está en que el hombre se busca a sí mismo y no a Dios, de manera que el hombre se ha

puesto en el centro de la búsqueda. Ahora tiende sólo a buscar lo que a él le interesa,

todo lo que sea exclusivamente para su bien; y se busca a sí mismo, incluso cuando

ama a Dios, pues lo ama sólo por adquirir grandes premios para el cielo u otros

beneficios propios, como son la consolación.

4.2. El hombre con Dios es Dios, sin Dios es nada

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Con esta inclinación del hombre hacia sí mismo, en vez de hacia Dios, el hombre

termina haciéndose un gran daño y perdiéndose, pues se ha estimado tanto que ha

olvidado a Dios y su voluntad.

―Te estimaste en mucho y a Dios en poco, pues haces tu voluntad contra la suya; y

duélete mucho una pequeña cosa que a ti te toque, y no sientes aun lo mucho que toca

a la honra de Dios. Vives contigo para ser miserable del todo, y no vives al contento

de Dios, que es suma felicidad. Una de dos, sin falta ninguna: o que la lumbre del

Espíritu Santo ha de dar a entender esta gran ceguedad, o el gran tormento que está

aparejado abrirá los ojos del engañado cuando ya no tenga remedio. Que como San

Gregorio dice: «Los ojos que la culpa cierra, la pena los abre»‖ (Carta 36, 31-40).

Por eso el hombre vive engañado, no vive en paz y en descanso, está ciego y no se

da cuenta de que lo que verdaderamente le hace feliz es ―poseer al mismo que la

crió‖(Carta 36, 10).

―El hombre con Dios es como Dios y sin Dios es grandísimo tonto y loco‖(Carta 2,

19-20). Sin Dios el hombre vive a oscuras incluso a mediodía, pues ni siquiera ve

claro lo que le dicta su propia conciencia. ―¿Qué es mundo sin el sol? Una noche

oscura. ¿Qué es la gente sin Dios? Una noche oscura‖ (Lecciones sobre 1 San Juan

[I], 4, 138-140).

Ciertamente, Dios nos pide un trueque, que le demos nuestro corazón, y Él nos dará

el suyo. Pero lejos de aniquilarnos en este trueque, nos encontramos con la Vida. Y es

que el hombre sin Dios muere en sí mismo, nos dice San Juan de Ávila; es decir vive

en la absoluta oscuridad y ni siquiera se ama a sí mismo.

5. MERCEDES DEL QUE AMA A DIOS

Para Juan de Ávila, el hombre que ama a Dios cuenta: a) Hallarse a sí mismo siendo

verdaderamente suyo, señor de sí. b) Todas las cosas son suyas: ―La segunda merced

que hace Dios al que le ama, es que son todas las cosas suyas‖ (Sermón 23, 9); c) Dios

se da a sí mismo a aquel que le ama, haciéndole así partícipe de la bienaventuranza:

―La tercera merced que hace al que le ama es mayor que ningún entendimiento

humano puede pedir, y es que el mismo Dios se da a sí mismo a aquel que le ama‖

(Sermón 23, 10).

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Así cuando el hombre vive en amistad con Dios, hasta el mismo hombre se hace

amigo de sí mismo, a él pertenecen los bienes del amigo, y hasta el mismo amigo,

Dios, viene a su encuentro y se le da totalmente, consiguiendo así sus anhelos más

profundos, el ser como dioses, o lo que es lo mismo, la eterna bienaventuranza.

6. CRISTO SE ENCARNÓ PARA HACERNOS DIOSES POR PARTICIPACIÓN

Ahora comprendemos mejor la misión de Cristo, que bajó del seno del Padre en su

encarnación. Éste era, precisamente, el designio de Dios desde el principio del mundo:

comunicársenos Él mismo a nosotros y, al dársenos a sí mismo, comunicarnos su

misma vida divina.

La encarnación supone un primer momento del proceso de bajada de Dios a

nosotros para subirnos a Él. El segundo y definitivo momento tendrá lugar en el

Calvario. Este proceso de bajada lo ha expresado San Juan de Ávila utilizando no sólo

los conceptos de abajamiento, sino también los que expresan un mayor descenso

todavía, como los de abatimiento y apocamiento. Pues, para San Juan de Ávila, Dios

se abate en la encarnación, y se abate y se apoca aún más en el Calvario. Y la

finalidad de este proceso de bajada es la de ensalzarnos. De ahí que el lugar del

máximo abatimiento, el monte Pequeño del Calvario, se convierta en el trampolín de

subida al monte grande del cielo, en donde llegaremos a vivir las promesas hechas en

aquel otro monte de las bienaventuranzas

El Santo Maestro considera a la encarnación una acción de Dios de mucho mayor

amor que la de la creación primera, cuando nos hizo a su imagen. Y la razón estriba en

que este amor le ha llevado a hacerse uno de nosotros.

―[...] fue tan grande tu liberalidad, que nos levantaste a lo más alto que nos podías

levantar, que es la participación de ti, que eres infinito y sumo bien. ¿A dónde nos

levantaste?... a ser participante del mismo Dios‖(Meditación que nos hizo el Señor en

el sacramento de la Eucaristía).

Cristo, con su sangre derramada, no sólo nos ha limpiado la suciedad de nuestro

pecado, sino que al hacerse semejante a nuestra fealdad, y asumir en sí nuestro

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pecado, ha absorbido totalmente nuestra fealdad y nos ha hecho semejantes a Él, al

comunicarnos su misma imagen hermosa.

7. META: DIOS NOS SIENTA A SU MESA EN EL REINO ETERNO COMO HIJOS EN EL

HIJO

¿Cómo será esa vida de bienaventurados en el cielo, ese destino preparado para

nosotros? San Juan de Ávila nos da algunas indicaciones. El Santo Maestro nos dirá

que el final del camino querido por Dios es llegar a vivir tan íntimamente unidos con

Él en el amor, que nos sentemos a su mesa y como le deseamos tanto bien, gozamos

del bien que ya Él ya es y ya tiene, por eso allí comemos de lo que Él come, gozamos

de lo que Él goza, vivimos de lo que Él vive y llegamos ―a ser un espíritu con Él‖

(Sermón 18, 10). Nos sentamos a la mesa del amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu

Santo. Nuestro destino, por tanto, no es sólo la ausencia de males, tanto espirituales

como físicos, sino llegar a tener una comunión de vida con Dios en el amor. Y esto

sólo se consigue al incorporarnos a su mesa de la Trinidad a través de nuestra unión

con Cristo, pues al estar unidos a su Hijo nos toma como hijos.

8. PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

1. ¿Quién es Dios para mí realmente?

2. ¿Soy capaz de ver y agradecer el amor de Dios en mi vida en todos los

acontecimientos, tanto en los favorables como en los adversos?

3. Para el Santo Maestro la plenitud de todo amor no es sólo dar dones y

beneficios, pues todavía quedaría algo más por dar, algo más profundo, que es la

propia persona. ¿Y yo como sacerdote, me entrego del todo como Cristo lo hace?

4. ¿Soy del todo consciente de que el amor de Dios es tan grande que por amor me

ha creado?

5. ¿Vivo mi vida como camino de subida hasta Dios haciendo su voluntad? ¿Cómo

me veo en este momento?

6. ¿Cómo estoy ejerciendo como sacerdote la misión de ayudar a los hermanos a

situarse como herederos de Dios que nos eligió como hijos en el Hijo para sentarnos a

su mesa de amistad y amor en el cielo?

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RETIRO 9.

EL MISTERIO DE CRISTO

En esta meditación queremos dar gracias a Cristo por su entrega hasta la cruz por

nosotros y por los beneficios que de ella nos han venido y nos vienen a toda la

humanidad y a cada uno de nosotros.

San Juan de Ávila parte de la experiencia del amor de Dios trino y uno que nos

manifiesta su amor con la mayor señal que los humanos podemos llegar a experimentar:

dar la vida por nosotros. Este punto de partida del amor del Dios trinitario constituye

una novedad para su tiempo.

Para San Juan de Ávila, aunque en la cruz haya muerto sólo el Hijo, en realidad en

ella es el Padre, el Hijo y el Espíritu los que se nos dan. De los tres, en el consejo de la

Trinidad, ha sido la decisión de la redención, y los tres han participado, en la obra

redentora, en el amor que cada uno es; por eso en la cruz se ha mostrado más claramente

su entrega a nosotros; en la cruz se nos han dado; y no unívocamente, sino según le

caracteriza su propia peculiaridad en la relación intratrinitaria.

San Juan de Ávila, como todos los místicos de nuestro siglo de Oro, han sabido

expresar lo que la teología se olvidaba en esta época, la acción de cada una de las tres

personas de la Trinidad ad extra en la peculiaridad que les constituye en el seno de la

Trinidad y la vivencia del amor del Dios trinitario. Con lo que la cruz, en la que hemos

visto cómo ha ―actuado‖ cada uno, es decir, cómo nos ha amado, se ha convertido en la

mayor señal y en el mayor espejo del amor de los tres, y de cada uno, es decir, en la

mayor señal de la vida intratrinitaria; si bien el amor que en ella se nos muestra no se

identifica totalmente, no se iguala. Todo es obra del amor del Dios trinitario. Desde aquí

es desde donde se puede entender que aunque en Dios no haya sufrimiento, pues éste

proviene sólo del pecado, en la entrega de Cristo en la cruz, como despliegue en la

historia de este amor del Dios trino y uno, y la posterior subida a la derecha del Padre

del Señor glorificado pero con su humanidad ensangrentada, este sufrimiento y dolor

humano ha sido asumido en la vida intratrinitaria. Ahora, en la carne sufriente de Jesús,

que ha pasado glorificado a la derecha del Padre, está también presente el sufrimiento y

la muerte humanos, redimidos por la muerte de Cristo.

1. Experiencia del misterio de Cristo en la cárcel de Sevilla

En la experiencia de la cruz Cristo, especialmente durante su estancia en la cárcel de

la Inquisición de Sevilla, Juan de Ávila ha vivenciado el amor del Dios trinitario, y, al

hacerlo, ha comprendido el sentido pleno de su vida. Jesucristo crucificado se ha

convertido en el punto de encuentro entre Dios y él, entre él y Dios. Por eso podrá

enseñar, desde la experiencia personal, que Jesucristo crucificado es el punto de

encuentro entre Dios y el hombre, entre el hombre y Dios. En Jesucristo crucificado se

le dio el Dios trino y uno; y al ser con-crucificado con Cristo experimentó su

transformación como un ser nuevo en Cristo, el Hombre nuevo. En su enseñanza inisiste

en que no se trata de echar a Dios de la vida del hombre, sino de encontrarlo en el

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interior, y llegar a ser hombres nuevos al ser con-crucificados con Cristo, y poder decir

con Pablo: Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Gál 2,20). La vivencia

del amor de Dios trino y uno en Cristo crucificado es el crisol en donde hay que mirar la

originalidad de la vida y del pensamiento del Santo Maestro, y, por tanto, su auténtica

clave de interpretación.

Fray L. de Granada nos dice que le ocurrió a San Juan de Ávila algo parecido a lo

que le aconteció al profeta Jeremías, al que mientras estaba en la cárcel le consoló Dios

―con una gloriosísima y muy alegre revelación, diciéndole: Llámame y oírte he, y

revelarte he muy grandes y verdaderos misterios que tú no sabes‖ (LUIS DE GRANADA,

Vida, II, 4,6, en: Obras, XVI, 80). En el caso de Jeremías esta revelación se refería a la

reparación de Jerusalén después del cautiverio de Babilonia, y a la renovación del

mundo por la venida de Cristo. Por su parte, la revelación que ha tenido San Juan de

Ávila, que nos dice Fray Luis que consideraba como ―una merced que él estimaba en

gran precio‖ (Ibid., 79), fue la de ―un muy particular conocimiento del misterio de

Cristo‖ (Ibidem). Nos habla de una vivencia profunda del amor de Dios en Cristo que le

llena de alegría, de esperanza y de amor, mientras se padecen trabajos por su amor. Con

estas palabras, San Juan de Ávila nos está describiendo la esencia de su vivencia, y nos

está indicando también el contenido de su enseñanza a lo largo de toda su vida: la

grandeza del misterio de Cristo y de nuestra redención, es decir, el amor de Cristo como

manifestación suprema del amor de Dios y los beneficios de este amor para los

hombres.

San Juan de Ávila insistirá, una y otra vez, en que lo importante en la vida cristiana

no son los posibles sentimientos y fenómenos extraordinarios, sino el cumplir la

voluntad de Dios y ―guardar la ley de Dios por camino llano‖ (Carta 247, 1-2). El Santo

Maestro no hará otra cosa en su vida sino cantar las misericordias del Señor. No es

extraño, pues, que nos encontremos en sus escritos, aunque de forma un tanto

disimulada, referencias a su vivencia personal de la fe, que hacen que, de vez en

cuando, como si salieran de un torrente impetuoso, nos encontremos con páginas

bellísimas al amor de Dios, que nos confirman que estamos ante no sólo un asceta, sino

ante un verdadero místico; entendido por tal, no alguien que ha tenido efectos sensibles

necesariamente, sino alguien que ha experimentado en fe el amor de Dios.

San Juan de Ávila ha tenido una experiencia de la transfiguración-glorificación del

Señor en la cruz: ―En la cruz me buscaste, me hallaste, me curaste y libraste y me

amaste, dando tu vida y sangre por mí… Amándome, moriste de amor por mí‖ (Carta

58, 50-58). Ha sido la experiencia de la transfiguración. Por eso, Jesús Nazareno, sin

figura de hombre, se convierte en ―florido‖ (Carta 58, 47), desprendiendo un suave

olor, y toda su ropa, y todo Él, teñido ahora de sangre, se ―ha hecho carmesí

resplandeciente y precioso‖ (Carta 58, 77-78).

Al escondernos en las llagas de Cristo, que es lo que hizo San Juan de Ávila,

experimentemos lo que él mismo experimentó: ―Sentiremos las injurias por tan suaves

como una música acordada y las piedras nos parecerán piedras preciosas, y las cárceles

palacio, y la muerte se nos tornará vida‖ (Carta 64, 36-39). Y este cambio es gracias a

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Jesucristo, que todo lo convierte en bien: ―¡Oh Jesucristo, y cuan fuerte es tu amor; y

cómo todas las cosas convierte en bien, como dice San Pablo! (cf. Rom 8,28)‖ (Carta

64, 39-41).

―¡Oh sangre hermosa de Cristo hermoso, que, aunque eres colorada más que rubíes,

tienes poder para emblanquecer más que la leche! ¿Y quién viera con cuánta violencia

eras derramada por los sayones y con qué amor eras derramada del mismo Señor? ¡Cuán

de buena gana, extiendes, Señor, tus brazos y pies, para ser sangrado de brazo y tobillo,

para remediar nuestra soltura tan mala que en deseos y obras tenemos! ¡Gran fuerza

ponen contra ti tus contrarios, mas muy mayor fuerza te hizo tu amor, pues que te

venció! Hermoso llama David a Cristo sobre todos los hijos de los hombres (Sal 44,3).

Mas este hermoso sobre hombres y ángeles quiso disimular su hermosura y vestirse en

su cuerpo, y en lo de fuera, de la semejanza de nuestra fealdad, que en nuestras ánimas

tenemos, para que así fuese nuestra fealdad absorbida en el abismo de su hermosura,

como lo es una pequeña pajita en un grandioso fuego, y nos diese su imagen hermosa,

haciéndonos semejables a Él‖ (Audi, filia [I], 6ª, 20).

En esta oración San Juan de Ávila también nos está comunicando su vivencia del

misterio de Cristo. En Jesús crucificado, vestido de sangre, está viendo a Jesús

Hermoso, lleno de amor, que nos hermosea, es decir, nos limpia de nuestros pecados y

nos da la vestidura de hermosa de hombres nuevos.

El Santo Maestro insiste en cómo se conoce mejor el amor de Dios cuando se está

envuelto en tribulaciones, pues aunque a nosotros nos parece sufrir, es en la cruz, si

estamos colgados, como Cristo, de las manos de Dios, donde experimentamos su amor.

Y este conocimiento del amor de Dios desde el dolor nos dice San Juan de Ávila que es

más alto que el mayor grado de contemplación.

―Estas y otras doctrinas aprenderéis en la tribulación mejor que en cuantas

escuelas y púlpitos hay, y más de verdad; porque en estos lugares se suelen oír con

orejas, estando quizá el corazón en otra parte, en la tribulación se oye: que Dios

enseña con obras‖ (Carta 81, 161-165).

Nos dice que el punto central de esta revelación del misterio de Cristo ha sido su

entrega en la cruz, en la cual ha visto la luz y la señal definitiva del amor de Dios hacia

él y hacia todos, ya que en la entrega del Hijo ha visto que Dios no sólo le da sus dones,

sino que se le da Él mismo.

2. Experiencia de la transfiguración-glorificación en el alto monte de la cruz

De Jesucristo, entregado en la cruz, emana tanto amor, que en medio de los

sufrimientos y de las calumnias de que está siendo objeto, encuentra en el alto monte de

la cruz el más alto grado de contemplación, las cinco moradas, ya que en lo alto de esta

cumbre parece que ha vivido, y es lo que creo que ha sido su gran experiencia, una

verdadera transfiguración-glorificación del Señor, pero no como aquélla prepascual del

Tabor, sino la de Cristo crucificado-glorificado en sentido joánico.

Se trata de una auténtica experiencia de la transfiguración-glorificación del Señor.

En realidad, San Juan de Ávila está viendo en ésta la culminación de lo que en aquella

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se prefiguraba. Pues aquella miraba a la pasión y gloria del Hijo. En aquella, antes de la

pasión y resurrección, ―cuando el Señor quiso declarar su gloria en el monte Tabor,

fueron sus vestiduras hechas blancas como la nieve (Lc 9,29; Mt 17,2; Mc 9,2) con

gloria‖(Sermón 71, 24). En esta transfiguración de la cruz su cara, afeada por los golpes

y la sangre, mirada con los ojos de la fe, resplandece blanca como el sol, y sus vestidos,

rojos por la sangre, le parecen blancos como la nieve. No cabe duda de que ante el

Señor crucificado San Juan de Ávila está teniendo una verdadera experiencia del Señor

resucitado, del Señor de la gloria.

San Juan de Ávila nos dirá que Cristo nos sale al encuentro en la cruz; es un Cristo

vivo en la cruz, que aunque se nos presenta como antes de su espiración ya ha sido

glorificado, pues se trata del Cristo redentor; por eso se nos sigue manifestando en la

cruz para, desde la cruz, seguir oyéndonos, abrazándonos, darnos sus bienes, recibirnos

en sus entrañas y para nunca apartarse de nosotros. Así dice a Cristo: ―la cabeza tienes

inclinada, para oírnos y darnos besos de paz… los brazos tendidos para abrazarnos; las

manos agujeradas para darnos tus bienes; el costado abierto, para recibirnos en tus

entrañas; los pies enclavados, para esperarnos y para nunca te poder apartar de

nosotros‖(Tratado del amor de Dios, 11, 416-421).

En Cristo crucificado es donde ha tenido la más alta unión con Dios; en ella ha sido

instalado en las moradas, que es el punto más alto de unión con Dios, por entonces

descrito en la teología mística con las cinco moradas.

―Sobre todo, metámonos, y no para luego salir, mas para morar, en las llagas de

Cristo, y principalmente en su costado, que allí en su corazón, partido por nos,

cabrá el nuestro y se calentará con la grandeza del amor suyo. Porque ¿quién,

estando en el fuego, no se calentará siquiera un poquito? ¡Oh si allí morásemos, y

qué bien nos iría! ¿Qué es la causa por que tan presto nos salimos de allí? ¿Por

qué no tomamos estas cinco moradas en el alto monte de la cruz, adonde Cristo se

transfiguró, no en hermosura, mas en fealdad, en bajeza en deshonra? Las cuales

moradas nos son otorgadas, y somos rogados con ellas, siendo negadas a Pedro las

tres que pedía (cf. Mc 9,4)‖(Carta 74, 90-99).

Nos indica así San Juan de Ávila dónde está para él la más alta cumbre de la vida en

Cristo, las cinco moradas: en morar en el amor de Cristo entregado a la muerte en el alto

monte de la cruz.

El Maestro Ávila ha experimentado así el amor del Señor en el monte de la cruz, lo

mismo que Moisés tuvo la experiencia de Dios en el Horeb, y lo mismo que los

apóstoles en el Tabor. La diferencia es que San Juan de Ávila, puso para siempre, allí en

el corazón abierto de Cristo crucificado, su morada, llenándose así de su amor. Por eso

dice: ―Metámonos, y no para salir, mas para morar, en las llagas de Cristo, y

principalmente en su costado, que allí en su corazón, partido por nos, cabrá el nuestro y

se calentará con la grandeza del amor suyo‖ (Carta 74, 90-93). Aunque advierte que

cuando esto ocurra no caigamos ni en la soberbia y en publicarlo.

Al aclarar cómo este gusto y dulzura de Dios en Cristo crucificado no es

permanente, alude San Juan de Ávila a su experiencia, y no sólo como director

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espiritual, sino, como creemos, a la suya propia. Y al mismo tiempo explica con sus

palabras cómo es esta experiencia de Dios tan intensa que se vive cuando Dios toca tan

profundamente a la persona, y pone hasta en boca de Jesús crucificado las palabras que

les dice a sus amigos cuando se manifiesta en dulzura al comienzo del camino de

intimidad con Él.

―Esto hace Dios con sus amigos. Se les da al principio a conocer un poquito,

para que no piensen que trabajan en balde y que van a cosa incierta; dales un

poquito sabor de sí; alégralos, regálalos, muéstraseles, ábreles los ojos y hace

aparecer la luz, que vean cuán dulce cosa es él. Les dice: «Cátame aquí, yo soy tu

posesión; yo soy todo cuanto bien tienes; tu descanso, tu hartura, tu

bienaventuranza; mírame acá; bien puedes venir a mí»‖(Sermón 78, 22-23).

Esta experiencia de amor ante Cristo crucificado y hermoso, que nos hermosea, es,

sin duda, el punto de llegada de todo el itinerario cristiano, en el que San Juan de Ávila,

por gracia de Dios, se encuentra en la cárcel de Sevilla; pero es, al mismo tiempo, el

punto de partida desde donde hay que recorrer el camino cristiano. Así, desde esta

cumbre de amor, es desde donde describe San Juan de Ávila todo el itinerario de la vida

cristiana.

Sobre la vivencia de la cárcel, en donde Dios le concedió una gran merced, por la

que aprendió más que en todos los años de estudio: ―darle un muy particular

conocimiento del misterio de Cristo‖ (LUIS DE GRANADA, Vida,II, 4,6, en: Obras, XVI,

79), y por eso tener grandes motivos para amar y alegrarse en sus sufrimientos por

Cristo. En la cárcel ha tenido, en la fe, una experiencia de la transfiguración-

glorificación del Señor, del mismo Señor resucitado, del Señor de la gloria, que no sólo

lleva siempre las marcas de la cruz en sus llagas, como en las apariciones a los

apóstoles, sino de un Señor resucitado siempre en cruz, pues nunca se baja del amor allí

demostrado. A los pies de la cruz, se le ha revelado el amor del Hijo, y en Él, del Padre

y del Espíritu, es decir, del Dios trino y uno. Es el Dios trinitario el que le ha salido al

encuentro en la cruz de Jesucristo. Por eso, a este Dios trino y uno lo ha conocido San

Juan de Ávila no desde la teoría, sino desde la experiencia de un amor recíproco; en

primer lugar, desde el amor de Dios hacia él, y, en segundo lugar, desde él hacia Dios.

Numerosos son los detalles de esta experiencia personal de este amor de Dios.

Juan de Ávila, en Cristo entregado, ha tenido la experiencia de ser oído y visto en su

aflicción. En ella ha descubierto a Dios que le oye, le mira e inclina su oreja. Su cruz

personal encuentra ahora en la cruz de Cristo un nuevo sentido, pues se convierte en el

lugar del encuentro amoroso de Dios con él. El Santo Maestro se convierte ahora en

testigo de Dios y de sus beneficios.

3. La cruz, manifestación suprema del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu

San Juan de Ávila ha expresado en sus escritos la entrega de Jesucristo en la cruz

como manifestación suprema del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

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Para el Apóstol de Andalucía es cierto que ya antes de Cristo los hombres podían

llegar a tener cierto conocimiento de este amor de Dios por las señales en la creación.

Como es también verdad que toda la vida de Cristo es manifestación de este amor de

Dios. Pero para él ha sido en la cruz, donde se ha efectuado la revelación plena de este

amor de Dios. Y, por tanto, en la cruz, es donde tenemos el conocimiento experiencial

del amor de Dios hacia nosotros. Como para Pablo, el contenido de la predicación no

consiste sino en Jesucristo, y éste crucificado (1 Cor 2,2). En Él sabemos qué tipo de

amor es el de Dios, y hasta dónde llega este amor. Es un amor máximo, ya que Cristo da

su vida por todos. Pero su amor llega un poco más lejos, pues da la vida no sólo por

aquellos que son amigos de Dios, sino por sus enemigos por el pecado. Al cerrar la

última corrección a Audi, filia (II), cuando ya le faltaban totalmente las fuerzas, cercana

su muerte, escribió lo que podemos considerar sus ―últimas voluntades‖: ―recomendaros

la perseverancia de la meditación de esta sagrada pasión‖ (Audi, filia, 81, 3).

Pero para San Juan de Ávila, en la cruz de Cristo no se nos revela sólo el amor del

Hijo, sino que, como hemos comenzado a ver en la primera parte de este capítulo, el de

Dios trino y uno. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son amor, y este amor ha quedado

manifestado plenamente en la cruz de Cristo. La cruz es la expresión máxima del amor,

no sólo de Jesús al hombre, sino de Dios que es Amor: Padre, Hijo y Espíritu. Un Dios

que en la cruz asume el sufrimiento humano, porque el amor implica dolor, y por eso lo

redime. Por consiguiente afirma: ―Él había de tomar sobre sí esta obra de la redención

de los hombres, que les amase con tanto amor y deseo, que, por amor de verlos

remediados y restituidos en su propia gloria, se pusiese a hacer y padecer todo lo que

para esto fuese necesario‖(Tratado del amor de Dios, 6, 191-194). De ahí que le diga a

Cristo: ―Este amor te hace morir tan de buena gana; éste te embriaga de tal manera que

te hizo estar desnudo y colgado de una cruz, hecho escarnio del mundo‖ (Tratado del

amor de Dios, 8, 326-328).

San Juan de Ávila nos dice que sólo el Hijo ha muerto en la cruz, pero, para el Santo

Maestro, en la cruz del Señor están involucrados el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ya

que la entrega del Hijo es decisión no sólo de Jesucristo, sino de Dios trino y uno. La

decisión ha sido tomada por unanimidad en el consejo de la Santísima Trinidad,

acordando que, para bien de los hombres, sea el Hijo el que rescate a la humanidad de

los males en que ha caído por el pecado, y le devolviese los bienes perdidos.

La cruz ha sido una decisión libre, adoptada en el consejo de la Trinidad. Y ha sido

la coyuntura histórica del pecado la que ha originado que la entrega del Hijo se tenga

que hacer por medio de su muerte.

Esta entrega del Hijo se decide que sea en forma de casamiento con la humanidad,

ahora esclava del pecado, mediante la encarnación, y esto hasta la muerte. En esta

decisión han intervenido el Padre, el Hijo y el Espíritu, porque todos y cada uno nos

aman: ―Quísonos bien el Padre… quísonos bien el Hijo… quísonos bien el Espíritu

Santo‖ (Sermón 65 [1], 22). El Padre nos dio al Hijo en casamiento, el Hijo consintió y

el Espíritu Santo lo ordenó. Y todo se debe al Amor de todas y cada una de las personas

de la Santísima Trinidad.

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De esta forma, son el Padre, el Hijo y el Espíritu los que por amor a los hombres

deciden rescatarlos y darles los bienes perdidos por el pecado, y eligen también la

manera: no sólo la encarnación, sino la cruz. Así entendida, la cruz, no es un accidente

en el camino redentor, sino una decisión de la Trinidad toda para rescatar a los hombres.

Es también el punto culminante de la misión de Jesús que comienza en la encarnación; y

en toda esta misión está involucrada la Santísima Trinidad, aunque cada uno actúa

según su esencia y relación en la Trinidad misma.

Ahora nos preguntamos por la cruz, ¿por qué haber elegido Dios trino y uno la cruz

como medio para rescatar al hombre?: ―¿Cómo remediaré esta imagen, pues ellos

cegaron mi imagen?, dice Dios. Hacerme he yo de la imagen de ellos‖ (Sermón 26, 20)

y recorrer el camino inverso a como se había perdido la hermosura de la imagen. ―Por

donde la imagen perdió la hermosura; por allí se la tornó a dar el Señor‖(Sermón 26,

23). Es decir, lo mismo que la imagen quedó desfigurada debajo del árbol en el paraíso,

la redención tenía que hacerse en el árbol de la cruz: ―¿Dónde perdió la imagen Adam y

fue afeado? —Debajo del árbol. —Pues debajo del árbol la hermoseó Jesucristo. Y para

hermoseadla a ella fue afeado Él. ¿Qué cosa más fea que Cristo puesto en el palo?‖

(Sermón 26, 23). Y Cristo sube a la cruz, no sólo por aquel primer pecado de Adán, sino

también por los nuestros.

Nos resume la razón por la que es el Hijo el enviado, y no de otra manera, sino

derramando su sangre. Ella era la única que nos podía lavar, blanquear y comunicar la

hermosura del Hijo, que es la verdadera imagen del Padre.

La entrega del Hijo en la cruz responde a la decisión del Padre de entregarle por

todos nosotros. Pero también la cruz es signo del amor de Cristo, primero hacia su Padre

y también hacia la humanidad, hacia todos y cada uno de nosotros, sea cual sea el

tiempo en el que se vive: antes, durante y después de Cristo. La entrega del Hijo en la

cruz, es un acto de la voluntad libre del Hijo, y por tanto signo de su amor libre por el

Padre y por nosotros: ―El, pudiendo no morir, de buena gana, no se desdeñó de pasar

todo trabajo y afrenta hasta morir con tan afrentosa muerte como la de la cruz‖(Carta 2,

174-176).

4. La cruz, manifestación suprema del amor de Cristo a nosotros

La cruz también es la señal suprema del amor de Cristo hacia todos nosotros. Un

amor que le llevó a la muerte para que, nosotros, sin merecerlo, alcanzáramos méritos

ante el Padre. Por eso, una vez resucitado, se presenta ante el Padre con sus heridas y

señales de la cruz intercediendo por nosotros, suplicando al Padre que nos perdone.

―Tú nos amas, buen Jesús porque tu Padre te lo mandó, y tu Padre nos perdona

porque tú se lo suplicas. De mirar tú su corazón y su voluntad, resulta me amas a

mí, porque así lo pide tu obediencia; y de mirar Él tus pasiones y heridas, procede

mi remedio y salud, porque así lo piden tus méritos‖(Tratado del amor de Dios,

12, 445-450).

La cruz se convierte así en señal de amor también del Hijo. Todo en ella es amor y

sabe a amor: El madero, la figura, el misterio, las heridas de su cuerpo; todo son señales

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de su amor que viene a nosotros y nos traspasa el corazón. Son saetas de su amor que

nos dejan tan heridos de amor, que nos hacen locos de amor. Con estos sentimientos

hacia quien nos ha demostrado tanto amor es como San Juan de Ávila ha hecho uno de

los cantos más bellos a Jesucristo crucificado.

―No solamente la cruz, sino la misma figura que en ella tienes, nos llama

dulcemente a amor; la cabeza tienes inclinada, para oírnos y darnos besos de paz,

con la cual convidas a los culpados, siendo tú el ofendido; los brazos tendidos,

para abrazarnos; las manos agujereadas, para darnos tus bienes; el costado abierto,

para recibirnos en tus entrañas; los pies enclavados, para esperarnos y para nunca

te poder apartar de nosotros. De manera que mirándote, Señor, todo me convida a

amor: el madero, la figura, el misterio, las heridas de tu cuerpo; y, sobre todo, el

amor interior me da voces que te ame y nunca te olvide de mi corazón‖(Tratado

del amor de Dios, 11, 407-424).

En la cruz se manifiesta el fuego del amor entrañable de Cristo por nosotros. La

lanza en el costado de Cristo nos ha abierto su corazón, y hemos visto y comprendido el

gran e inmenso amor que encerraba. Son tan grandes las hermosuras que contiene

dentro de sí, que ni siquiera entrando en su corazón se pueden llegar a abarcar todas, e

incluso las que abarcamos son tan extraordinarias que no las podemos decir, porque no

hay palabras para ello

La cruz encierra así más amor de lo que en ella aparece. Y su resplandor es mayor

de lo que nuestros ojos puedan aguantar.

La entrega en la cruz significa amor, y lo que allí hay encerrado en el corazón de

Cristo es todavía mucho más amor: Por eso, Cristo ―tendió sus brazos para ser

crucificado, en señal que tenía su corazón abierto con amor, tan extendido para con

todos que del centro de su corazón salían resplandecientes y poderosos rayos de

amor‖(Audi, filia, 78, 6).

Con su amor, es Jesús mismo el que se nos da, ya que la prueba suprema del darse

consiste no en dar dones, sino en darse, y la prueba suprema de este darse es dar la vida

por los que se ama.

Este amor del Hijo hacia nosotros nació del querer compartir con la humanidad el

amor que su Padre le tenía, de no querer comer su bocado de pan a solas:

―Gloria y gracia sean a ti, Señor, para siempre, que así nos honraste y

enriqueciste con los dones presentes, y nos consolaste con la esperanza de ser

herederos de Dios, juntamente contigo; y que tuviste tanto amor con nosotros, que

te movió muy mejor que a Job a que no comieses tu bocado de pan a solas, sino

que comiese el huérfano de él (cf. Job 31,17). Y así como el amor del Padre

estuvo en ti, y no estéril, mas lleno de muchos bienes, así tú, Señor, queriéndonos

hacer compañeros tuyos en esto, rogaste al Padre diciendo que el amor con que

amaste esté en ellos (Jn 17,26)‖(Audi, filia, 90, 4).

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Alguno se podría preguntar cómo es posible que el amor de Jesús hacia nosotros

pueda ir en aumento, hasta dar su vida, si en Dios el amor es siempre el mismo. Es

cierto, explica San Juan de Ávila, que el amor del Hijo no crece en sí, pues es amor de

Dios, y por tanto no se muda, pero sí crece su manifestación, la cual ha llegado al

culmen de lo se pueda pensar:

―No crece el amor del Señor en sí, ni tiene mudanzas de luna, mas estabilidad de

sol; mas crece —como dijo la primera autoridad— cuanto a los efectos,

manifestándose más y más (cf. Prov 4,18); y en estos dos días (Jueves y Viernes

Santo) se manifestó hasta lo supremo que se puede manifestar y pensar‖(Sermón

33, 6).

Y la manifestación de su amor en estos días fue de esta manera: ―el Jueves Santo se

arrodilló delante sus discípulos y les lavó los pies con agua, y el viernes siguiente lavó

las ánimas con sangre de sus sacratísimas venas… se hizo nuestro hasta morir por

nosotros por amor‖(Carta 128, 33-40).

5. La cruz, entrega gratuita y dolorosa, signo de amor

La prueba de que la cruz es realmente la gran señal del amor de Jesucristo es que se

entrega por nosotros, siendo todos pecadores, pagando en su carne el precio del recate,

el inocente por los culpables. De tal manera es este amor a los pecadores, que no son los

clavos los que le tienen sujeto en la cruz, sino el amor que le lleva a matar en la cruz la

muerte que nos sobrevino a causa de nuestro pecado:

―Esta carne medicinal fue junta al palo del cedro, cuando fue puesta en la cruz, y

atada con delgada hebra dos veces teñida. Porque, aunque duros, y gruesos, y

largos clavos le tenían fijados con ella los pies y las manos, si su abrasado hilo de

amor no le atara a la cruz, queriendo Él entregar su vida para matar nuestra

muerte, poca parte fueran los clavos para le tener. De manera que no ellos, mas el

amor le tenía. Y este amor es doblado, como grana dos veces teñida; porque, por

satisfacer a la honra del Padre, que por los pecados era ofendido, y por amor de los

pecadores, que estaban perdidos, padeció lo que padeció‖(Audi, filia, 108, 4).

De esta forma, queda manifiesto que el amor es totalmente gratuito, es amor total, es

pura gracia, no habiendo en nosotros ningún merecimiento, ya que todos nosotros

hemos querido ser, por nuestro pecado, enemigos de Dios. En este argumento de la

absoluta gratuidad del amor de Jesucristo, ya que no podemos merecer nada.

Nada ni nadie, por tanto, le obligaba a Jesucristo a amarnos, y mucho menos de esa

manera; la cruz es señal, pues, de su liberal amor. Lo que recibimos, lo recibimos en Él,

pues por Él nos vienen los bienes, ya que nosotros no merecemos nada. Todo lo que Él

nos da, por tanto, es pura liberalidad de su amor, pues no necesitaba nada de nosotros.

Así su amor queda más patente y manifiesto.

San Juan de Ávila nos aclara que Cristo, aunque no había cometido pecado, sí llega

a sufrir en la cruz realmente como consecuencia de haber cargado con el pecado de

todos; de esta forma se hace ―varón de dolores‖(Audi, filia, 110, 6). Cristo no es el Hijo

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impasible, no lo ha sido nunca desde su nacimiento, donde ya empiezan los dolores por

nosotros; y tampoco lo ha sido en el momento de la cruz, pues la cruz no ha sido un

teatro, sino que los sufrimientos de Cristo son verdaderos. Su sufrimiento es real, como

real es el amor que Él encierra.

De manera que Cristo realmente sufrió tormentos en la cruz. Y no sólo tormentos

externos, sino también, y, sobre todo, internos, ya que es entregado por aquellos a los

que ama. Hasta hemos visto que también se siente desamparado del Padre, si bien nunca

pierde su confianza en Él: ―[...] estando en la cruz dijo a su Padre: Dios mío, ¿por qué

me desamparaste? (Mt 27,46). Pero poco después dijo: En tus manos, Padre,

encomiendo el espíritu mío (Lc 23,46)‖ (Audi, filia, 26, 6). La cruz es, de esta forma, el

día del tormento extremo y, por tanto, el día de tristeza para Cristo y para todos los que

le ven.

6. El día de su entrega en la cruz es el gran día de alegría del Señor

San Juan de Ávila nos hace caer en la cuenta de que precisamente, ese día, el día de

la cruz, es el día de la gran alegría de Cristo; durante toda su vida había soñado con ese

día: ―Como el esposo desea el día de su desposorio, para gozarse, tú deseas el de tu

pasión, para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos‖(Audi, filia, 69, 3). De tal

manera este deseo era tan fuerte que ―una hora, Señor, se te hacía mil años para haber

de morir por nosotros, teniendo tu vida por bien empleada en ponerla por tus criados‖

(Ibidem).

7. La cruz, manifestación suprema del amor del Espíritu Santo

La doctrina de San Juan de Ávila está llena de referencias al Espíritu, unas veces de

forma explícita, y otras, como tendremos ocasión de comprobar, de forma implícita.

Veamos ahora cómo la entrega de Cristo en la cruz nos revela de forma plena el amor

del Espíritu Santo. Ya aludimos supra a que la cruz de Cristo fue una decisión ―que se

determinó en el consejo de la Santísima Trinidad‖ (Sermón 53, 24). Se trataba de un

casamiento con la humanidad por amores. El Padre nos quiso y nos dio a su Hijo; el

Hijo nos quiso porque consintió y ―quísonos bien el Espíritu Santo, que tal ordenó‖

(Sermón 65 (1), 22). Así pues, según San Juan de Ávila, es el Espíritu el que ordena el

envío del Hijo, porque esta obra es de amor y por amor; y el Espíritu Santo no es otra

cosa sino el Amor del Padre y del Hijo.

Este Espíritu es fuego en las entrañas de Cristo, y en tal manera, que como decía

San Juan de Ávila anteriormente, ―aun aquellos más altos ángeles del cielo [que],

porque aman mucho, tienen por nombre serafines, que quiere decir encendidos, si

vinieran al monte Calvario, al tiempo que el Señor padecía, se admiraran de su excesivo

amor, en cuya comparación el amor de ellos era tibieza‖ (Audi, filia, 78, 5).

Para San Juan de Ávila también corresponde al Espíritu conducir a Cristo a la

pasión y muerte. Después de decirnos que en la Encarnación “le fue infundido el

Espíritu Santo sin medida ninguna”(Audi, filia, 78, 5), alude a dos símbolos del

Espíritu: el ―fuego de amor‖(Audi, filia, 78, 6) y el ―amor santo‖(Audi, filia, 78, 5). Es el

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Espíritu el que conduce a Cristo al Calvario para que lleve a cabo su obra de amor y

redención.

Por una parte, se nos dice, aunque de forma un tanto camuflada, que desde la cruz se

nos envía el Espíritu, a manera de Pentecostés. Por otra parte, se afirma también que es

el Espíritu el que quema el cuerpo de Cristo en la cruz, haciendo posible así el sacrificio

de la nueva alianza.

8.Jesucristo nos envía el Espíritu Santo desde la cruz

San Juan de Ávila ve en la cruz el envío del Espíritu Santo,pero también nos dice

que se trata de una efusión del Espíritu como ocurrió en Pentecostés. Es importante

notar el paralelismo que existe entre el amor que sale del mismo centro del corazón de

Cristo crucificado, como se afirma en el cap. 78 de Audi, filia (II), con Pentecostés. San

Juan de Ávila, al describir la entrega de Cristo en la cruz en Audi, filia (II), nos hace

caer en la cuenta de que cuando Cristo fue puesto encima de la cruz ―tendió sus brazos

para ser crucificado, en señal que tenía su corazón abierto con amor‖(Audi, filia, 78, 6),

―extendido para con todos‖ (Ibidem), y que de allí, ―del centro de su corazón‖ (Ibidem),

porque ―tal fuego de amor estaba metido en lo más dentro de aquella sacratísima

ánima‖(Audi, filia, 78, 6), salían ―resplandecientes y poderosos rayos de amor que iban

a parar a cada uno de los hombres pasados, presentes y por venir‖ (Ibidem). Pues bien,

muchos son los paralelismos de este descenso del amor de Jesús, que sale desde el

centro de su corazón, con la venida del Espíritu en Pentecostés, descrita el sermón 32.

Así pues, desde la cruz se nos comunica todo el amor de Dios, el mismo Espíritu que

nos hermosea, nos hace hombres y mujeres nuevos, regenerados por el Espíritu, y

hechos hijos de Dios. Este Espíritu que se nos da y con Él, el Padre y el Hijo que son lo

más alto de la perfección humana, y con ellos todos sus dones.

9. PISTAS PARA REFLEXIÓN

1. En el consejo de la Trinidad, ha sido la decisión de la redención, y los tres han

participado, en la obra redentora, ¿y yo como sacerdote me uno a esa trinidad en la

entrega total de mi persona por la obra redentora?

2. ¿En mi vida sacerdotal me afano por vivir la voluntad de Dios al margen de sus

consuelos, siendo fiel en la cruz o por el contrario necesito del sentimiento que me haga

palpable la presencia sensible de Dios?

3. ¿En mi vida de sacerdote he llegado a descubrir a Cristo resucitado, Cristo redentor

en el momento oscuro de la cruz?

4. La encarnación de Jesús le llevó a dar su vida por los hombres, por cada uno. ¿Y mi

encarnación, me lleva a esa entrega libre, generosa y gratuita al hombre de hoy?

5. ¿Cómo me voy configurando en el día a día de mi ministerio con el misterio de la

cruz de Cristo en beneficio de los demás?