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PENSAMIENTO DE SANTA TERESA SOBRE EL APOSTOLADO DE LOS CARMELITAS DESCALZOS " JJ No hay cosa más fácil que ponE\"' en claro el pensamiento de Santa Teresa. Porque su pensamiento )es sólo pensamiento. Hay per- sonas que se remontan pensando se nos pierden de vista. y ellos también se pierden; no coordinan lo que viven con lo que piensan. El pensamiento de Santa Teresa es siempre una realidad tangible, con dimensiones precisas. Entre su corazón y su cabeza, no hay distancias. Temperamento desbordado, entrañable, pone vida en todos sus gestos, sin que haya uno ocioso. Todos dicen algo. De ahí su seguridad asom- brosa cuando escribe y sus preciosos autógrafos sin enmiendas. N o era sólo su virtnd. Era su natural lleno de gracias con que Dios la dotó, y que fué precioso instrumento de su encantadora santidad. Todas sus manifestaciones f.luyen de su ser, como el aroma de una flor, con toda naturalidad. Y se nos muestra así desde niña. Cuando leía las vidas de los santos, pensó en ganar el cielo. Pero pensó inmediatamente en «la manera», y concluyó que la forma más expeditiva era el martirio. y traza el plan: ir a tierra de moros para que allá la descabezasen. Convence a su hermano Rodrigo, y dispone hasta el detalle el camino. Harían las jornadas pidiendo limosna, e irían provistos de «alguna cosilla de comer» y Vida, n. 142) (*). Al ver que le cierran ese camino, escoge el de ser monja o ermitaña, y lo hacía al vivo, atrayendo otra vez con su ejemplo a otras niñas y niños: «Ordenávamos ser ermitaños», y hacía ermitas en su casa, guardaba soledad en ellas, rezaba muchos rosados, daba todas las limosnas que (*) Nos referImos a Tiempo y vida de s,anta Teresa. Teresa de Ahwmada, en el pri- mer volumen de nuestra edición de las obras de la Santa en tres volúmenes: Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1951-1954-1958. Los textos de la Santa los citamos siem- pre según dicha edición. Para las cartas usamos las siglas establecidas en la misma.

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PENSAMIENTO DE SANTA TERESA SOBRE EL APOSTOLADO DE LOS

CARMELITAS DESCALZOS

" JJ

No hay cosa más fácil que ponE\"' en claro el pensamiento de Santa Teresa. Porque su pensamiento m~n~\,. ) es sólo pensamiento. Hay per­sonas que se remontan pensando y~ se nos pierden de vista. y ellos también se pierden; no coordinan lo que viven con lo que piensan. El pensamiento de Santa Teresa es siempre una realidad tangible, con dimensiones precisas. Entre su corazón y su cabeza, no hay distancias. Temperamento desbordado, entrañable, pone vida en todos sus gestos, sin que haya uno ocioso. Todos dicen algo. De ahí su seguridad asom­brosa cuando escribe y sus preciosos autógrafos sin enmiendas.

N o era sólo su virtnd. Era su natural lleno de gracias con que Dios la dotó, y que fué precioso instrumento de su encantadora santidad. Todas sus manifestaciones f.luyen de su ser, como el aroma de una flor, con toda naturalidad. Y se nos muestra así desde niña.

Cuando leía las vidas de los santos, pensó en ganar el cielo. Pero pensó inmediatamente en «la manera», y concluyó que la forma más expeditiva era el martirio. y traza el plan: ir a tierra de moros para que allá la descabezasen. Convence a su hermano Rodrigo, y dispone hasta el detalle el camino. Harían las jornadas pidiendo limosna, e irían provistos de «alguna cosilla de comer» (T~empo y Vida, n. 142) (*). Al ver que le cierran ese camino, escoge el de ser monja o ermitaña, y lo hacía al vivo, atrayendo otra vez con su ejemplo a otras niñas y niños: «Ordenávamos ser ermitaños», y hacía ermitas en su casa, guardaba soledad en ellas, rezaba muchos rosados, daba todas las limosnas que

(*) Nos referImos a Tiempo y vida de s,anta Teresa. Teresa de Ahwmada, en el pri­mer volumen de nuestra edición de las obras de la Santa en tres volúmenes: Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1951-1954-1958. Los textos de la Santa los citamos siem­pre según dicha edición. Para las cartas usamos las siglas establecidas en la misma.

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podía y hacía como que ayunaba y penitencias. El reglamento hasta la tilde era inseparable de sus decisiones. Querer era poner en acto los medios adecuados. Todas sus ideas incluyen un plan exacto para lle­varlas a cabo.

Hasta en sus devaneos brillaba la nitidez de sus razones. Ella en­tendió que era justo realizar su idea de matrimonio, y pareciéndole in­justa la oposición de su padre, tomó medtdas de astucia que jamás ha­bía tomado en su vida (Tiempo y Vida, n. 218).

Su propia vocación nace a raíz de una lucha de razones y senti­mientos. Se resuelve al fin con el razonamiento de la «expiación»: la vida religiosa podía ser un purgatorio; pero ella había merecido un infierno (Vida, 3, 5). Y se decldió. Pero le costó la salud. Era la primera vez que el cuerpo acusaba, como caja de resonancia, el encontronazo de sus sentimientos con sus ideas. Eran éstas tan claras, tan conta­giosas, que al entrar en el Carmen, arrastraba consigo a otro hermano, decidido también a ser religioso. Y el plan era exacto. Las monjas la esperaban con la puerta abterta, y al cerrarse ésta, su hermano co­rrería a pedir el hábito de Santo Domingo. Su padre lo sabría des­pués, consumado el hecho, y se tendría que resignar a sus razones poderosas (Tiempo y Vida, n. 269).

En el convento adquiere conciencia clara de lo que pretende. Sus vanidades pasadas han de ser borradas en su corazón, y dar éste, sin reservas, a Jesucristo, su Esposo. Su pasado y su porvenir se enfrentan en cruda pendencia. De momento, feliz: «Dávanme deleite todas las cosas de relisión, y es verdad que andava algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándoseme que estava libre de aquello me dava un nuevo gozo ... » (Vida, 4, 2). Pero cuando se da cuenta de que la lucha se ha de trabar en el hondón de su alma, donde no llegan sus fuerzas, se entrega a las penitencias más atroces y a unas ansias que acaban, otra vez, con su salud. Y acusa enfermedades misteriosas, como misteriosas eran' sus causas.

Su convalecencia, época de largos conatos ínttmos, la rodea de un grupo, entre los cuales se encu~ntra su propio padre, a quienes enseña a hacer oración, que era el tema que más la absorbía. «Parecíame a mí --dice-- que ya que yo no servía a el Señor como lo entendía, que no se perdiese lo que me havía dado Su Majestad a entender y que le sirviesen otros por mí» (Vida., 7, 13). Y sin hallar luz para sí misma, la da a cuantos la tratan. Encamina al cura de Becedas. Sana de tenta­ciones deshonestas a otro, que a la sola vista de su letra siente un lenitivo inefable, y en el convento hay un grupito que suspira por to­mar en serio la vida del Carmelo y encuentra en ella a la trazadora cabal.

Era un atardecer de septiembre de 1560. En la celda de la Santa hay una animación bulliciosa. Se piensa y se dice que la vida del mo­nasterio de la Encarnación no puede llenar unos ideales elevados. El alboroto de gente, el desorden y la intromisión de seglares, la falta de clausura y de una autoridad poderosa las hace suspirar por otra vida más estrecha, más recogida y evangélica, como había implantado

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aquellos días el bendüo fray Pedro de Alcántara. Todos los ojos !3e vuel­ven a ella, la indiscutible trazadora. Ella se inhibe, bien por parecerle que aquello no llevaba camino, bien porque contaba, para su personal retiro, con una preciosa celda «muy a su propósito», aquella que mi­raba al sotillo de levante y que podía ver entre la arboleda la lejana sílueta del templo románico de San Vicente. Con todo, una voz no la dejaba sosegar al tiempo de la comunión. «Mandóme mucho Su Ma­jestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes pro­mesas de que no se dejaría de hacer el monesterio» (Vida, 32, 11). Pero ella sentía, con todo, «grandísima pena», porque veía de antemano los sinsabores que aquello la había de costar.

En sus adentros, suspiró luego por la Regla primitiva y se imaginó aquellas grutas del Carmelo pobladas de ermitaños audaces que se ol­vidaban de sus cuerpos en fríos y calores, alejados del mundo y hun­didos en la nube sagrada del silencio, donde hablaban con Dios. Su vocación de ermitaña, iniciada en el jardín de su casa cuando niña, retoñaba ahora con fuerza. Una mezcla lndefinible de desbordamiento y de retraimiento trenzaba los hilos de toda su historia y se juntaban de nuevo ante sus ojos en este momento crucial, en que la obligaban a romper aquella rutina para vivir a sus' anchas en toda la verdad, con toda su alma, los ideales nunca cumplidos que manaban de su in­terior.

El tiempo que media entre su decisión y la realización lo ocupa en recorrer punto por punto todos los extremos de su plan. Consulta primeramente con su confesor, busca el consejo de sabios y santos. Pedro de Alcántara, Francisco de Borja, Luis Beltrán, han temdo que darle su parecer visto desde Dios. El Padre Ibáñez, teólogo dominico, le ha razonado un estilo de pobreza muy asequible. Ella abandona aquellas <üeulugías» y prefiere la sencilla solución de la beata María de Yepes, sancionada por fray Pedro, y luego comienza a trazar el es­tilo y todos' los pormenores del futuro conventtco. Cuando habla y cuando escribe, le rebosan sus pensamientos. A su hermano don Lo­renzo le dice: «Es hacer un monesterio adonde ha de haver solas quince, sin poder crecer el número, con grandísimo encerramiento, ansí de nunca salir como de no ver si no han velo delante del rostro, fun­dadas en oración y en mortificación ... » (Cta. 61-12T, 3). Para la casa 'cuenta con dos dotes, ha concertado oficiales, y la limosna que de él ha recibido ha llegado muy a tiempo. Se ha de llamar San José, y aun­que pobre y chica, tiene lindas vistas y campo (1. c., 6). Su estrategia ha de sortear toda suerte de imprevistos: la prevención de sus propios superiores, la hostilidad de su propio convento, la falta de dinero, la enemiga de las autoridades civiles,. Pero ella va zanjando, uno por uno, todos los obstáculos, y le sale como bordado el plan de su Re­forma, cuyo destino va ligado a su propia vida.

No obsta a esta previsión minuciosa de la Santa el ensayo que luego hace de varios puntos a sus primeras novicias. La experiencia la en­señaría ciertos pormenores para salvar más en firme la inestabilidad de la mujer encerrada, por muy santa que sea. Era menester también

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comprobar hasta qué punto era realizable su ideal. Se prueba el rigor de los ayunos, la espereza del vestido, el poco trato con deudos, la forma de oración, a solas en las ermitas o en comunidad, así como todo género de penitencias. Todo fluye tan calladamente como si ma­nara de las entrañas mismas de su institución. «No era mi intención -dice- huviese tanta aspereza en lo ester¡or nt que fuese sin renta, antes quisiera huviera posibilidad para que no faltara nada ... Venida a saber los daños de Francia de estos luteranos ... , fatiguéme mucho ... y ansí determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es siguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mesmo» (Cami­no, 1, 2).

Sus Constituciones se irán modificando en ciertas menudencias du­rante diecinueve años, hasta el Capítulo de Alcalá, en 1581, en que habían de quedar sancionadas por toda la Orden.

Lo dicho hasta aquí no trata directamente del tema anunciado. Pero era un preludio indispensable para comprender el alcance de las medidas que tomaba Santa Teresa en orden a la Reforma que se había propuesto realizar entre los religiosos, más importante, a su entender, que la lleva a cabo entre las monjas (Fundaciones 14, 12).

Antes de determinarse a comenzar, anduvo pensando y sopesando razones, mientras rogaba a Dios le abriese camino. N o hay fraile que pase por sus ojos que no indague quién es y qué talentos tiene y si sería buena pieza para su propósito. Las «cualidades» que ella busca nos dan ya una idea del plan que se proponía. Encuéntralas de lleno en el' «santico de fray Juan», y un poco a medias en fray Antonio de Heredia, su confesor de antaño en la Encarnación. El juicio que forma de ambos merece una paráfrasis.

El primer contacto con fray Antonio era «sin intención», sólo para pedirle consejo. No se le ocurría otra cosa de aquel religioso corriente, prior entonces de Medina: «Me determiné -<iice- muy en secreto a tratarlo con el prior de allí para ver qué me aconsejava» (F. 3, 16). Encontró lo inesperado. En vez de consejo, le ofreció su propia persona para comenzar aquella obra. Ella lo oyó como cosa de burla: «Porque aunque siempre fué buen fraile y recogido y mUY.estudioso; y amigo de su celda, que era letrado, para principio semejante no me pareció sería ni ternía espíritu ni llevaría adelante el rigor que era menester, por ser delicado y no mostrado a ello» (ib.).

Este esbozo puede completarse con alguna pincelada al vivo de Ju­lián de A vila : «Era un hombre docto y buen predicador... Era tan pulido en su modo de hábito y curiosidad de celda y adorno de ella, que paresc;ia uno de los que autorizaban la religión más con autori­dad de mundo y estima que con menosprecio y bajeza» (Vida de Santa Teresa, II, c. 8, p. 257-8).

N o convencía, pues, a la Santa, por ese «aire de mundo» que suelen llevar consigo ciertas personas «autorizadas», ocultando tras su digni­dad un oscuro egoísmo que no les permite doblegarse sin condiciones

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a cualquier trabajo que no lleva algún 4lterés. Viven pendientes de su salud y de ciertas comodidades que dulcemente les esclavlzan, sin que echen nunca de ver su esclavitud. Ante esa «pega», no le conven­cía a Santa Teresa el ser «buen fraile», «estudioso» y «amigo de su celda», por ser letrado; no compensaba. Prefería verle menos «delica­do» y más olvidado de sí mismo. Así se lo dijo. Pero el P. Antonio prometió que se rendiría a todo, que Dios le llamaba a vida más estre­cha, y aun pensaba pasarse a la Cartuja. «Con todo esto -advierte la Santa, sln conmoverse demasiado-, no estava muy satisfecha, aunque me alegrava de oírle» (F. 3, 16). El rigor que exigía no era tanto físico cuanto moral, para hacer frente a las contradicciones que sin duda tenían que surgir de mil maneras.

San Juan de la Cruz apareció a sus ojos, por el contrario, como una pieza cabal: «Un Padre de poca edad», de quien decían sus compañe­ros grandes cosas. Procuró hablarle, y la contentó. Supo de él que también quería pasarse a la Cartuja. «Yo le dije lo que pretendía, y le rogué mU.cho esperase hasta que el Señor nos diese monesterio, y el gran bien que sería, si havía de mejorarse, ser en su mesma Orden ... » (F. 3, 17). La información, demasiado vaga, la completamos con la impres~ón al vivo de J ulián de A vila: «El fray Juan de la Cruz es en extremo muy humilde y amigo de mortificaciones y pobreza y deseoso de salvación de las almas; y esto ha mostrado grandemente en todo aquello que le han puesto» (V. de S. T., II, 8, p. 260).

Estos informes cobran más luz con los que da la Santa en carta a Francisco de Salcedo: «Aunque es chico; entiendo es grande en los ojos de Dios ... ; es cuerdo y propio para nuestro modo ... No hay fraile que no diga bien de él, porque ha sido su vida de gran penitencia ... Tiene harta oración y buen entendimiento» (Cta. 68-7B, 2 Y 8).

La Santa se prenda, pues, del joven discreto, inteligente, abnegado, dócil y de mucha oración. Y le convenció de que dentro de su Orden podía hallar toda la perfección que buscaba, según las trazas que ella estaba llevando a cabo.

Conocidos los sujetos, al P. Antonio encargó «hacer todo lo que pu­diese en allegar algo para la casa» (F. 13, 5), y a fray Juan se lo llevó a la fundación de Valladolid para informarle al vivo con ella y sus monjas «de toda nuestra manera de proceder para que llevase bien entendidas todas las cosas, ansí de mortificación como del estilo de hermandad y recreación que tenemos juntas ... , un poco de alivio para llevar el rigor de la Regla» (F. 13, 5). Era, como aclara la Santa, para que aprendiese «el estilo del proceder las hermanas», y trasladarlo a los varones.

Más claro aparece el intento si miramos su estructura interna. La Constitución, aprobada por el general Rubeo en 1567, es decir, un año antes de iniciar su vida los Descalzos, está realizada por la propia Santa con acotaciones del P. Rubeo. Tres fines se ponen en evidencia: litúrgico, contemplativo y apostólico.

En el prólogo se da la orientación general de las nuevas casas: «Se exerciten en decir misas, regar y cantar los oficios divinos y otros

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exercicios espirituales, en manera que se llamen y sean casas y mo­nasterios de los Carmelitas Contemplativos, y también que ayuden los próximos quien se le ofreciere, v~viendo según las Constituciones an­tiguas» (Regesta Rube~, p. 57). Y en los diferentes puntos se ordena:

Misa: «Cada día se dirá la misa mayor en tono alto, la cual ofi­ciarán todos los religiosos. Las Horas se dirán rezadas, salvo los do­mingos» (p. 59).

Silencio: ... «en verano se tañerá a silencio a las ocho, y se guarde hasta haver salido de Prima del día siguiente ... El demás tiempo nin­gún hermano puede hablar con otro sin licencia ... Esta licencia dará el padre Prior para más avivar el amor que tienen al Señor, o para consolarse si tienen alguna necesidad o tentación» (ib.).

Oración: «Que se lea el paso y luego se tenga una hora de oración después de Completas; otra a media noche después de Maitines, y otra de seis a s~ete de la mañana» (ib.).

Retiro: «El tiempo que no anduvieren con la Comunidad o en ofi~ cios della, se esté cada uno en su celda o ermita ... » (ib.).

«Ningún religioso salga fuera de casa a visitar a nadie ... , salvo el que fuere predicador, que podrá salir a predicar a los pueblos, y el confesor a confesar o a consolar a algún enfermo. Mas el predicador no podrá entrar en casa de ninguna persona, salvo e¿ casa del her­mano, a comer; y si fuere cerca" vuélvase a comer a monasterio» (p. 62).

Casas: «Las, piezas baxas, cosa que cumpla a la necesidad y no su­perflua, fuerte lo más que pudieren ... El campo que pudieren, para hacer ermitas para que se puedan apartar a oración, conforme a lo que hacían nuestros Padres sanctas» (P. 65).

Sustento: Han de vivir de limosna; pero «mientras se pudiere su­frir, no tengan ninguna demanda ... Ayúdense de la lavar de sus ma­nos, como hacía el Apóstol San Pablo, que el Señor proveerá de lo necesario; como no quieran más y se contenten sin regalos, no, les faltará» (p. 60).

«Tengan en cada pueblo un hermano seglar para que recoja en su casa las limosnas que la gente devota les diere ... y no salga ningún hevmano del momesterio por ellas. Podrán tener en casa un donaclo para que salga fuera por lo necesario» (p. 63).

Recreación: Después de comer y de la colación, «todos juntos pue­den hablar de aquello que más gusto les diere, como no sean cosas fuera del trato que ha de tener el buen religioso» (p. 64).

N avicias: «Los que se huvieren de rescebir que sean personas de oración y que pretendan toda perfección y menosprecio del mundo ... y que tengan salud y entendimiento ... A ninguno se reciba si no fuere gramático» (p. 62).

La Santa refiere con emoción su visita a la nueva fundación. El orden que los Padres habían puesto en el pequeño local respondía plenamente a sus deseos: «Quedéme espantada -dice- de ver el es­pÍntu que el Señor había puesto allí. Y río era yo sola, que dos merca­deres que havían venido de Medina hasta allí conmigo, que eran mis

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amigos, no hacían otra cosa sino llorar. jTenía tantas cruces, tantas calaveras! Nunca se me olvida una cruz pequeña de palo que tenía para el agua bendita, qúe tenía en ella pegada una imagen de papel con un Cristo que parecía ponía más devoción que si ~uera de cosa muy bien labrada» (F. 14, 6). Entre las piezas, señala el coro, en el centro del desván, para rezar y oír misa, y dos ermitUlas llenas de heno. con dos ventanillas hacia el altar.

Menciona también su actividad apostólica: «lvan a predicar a mu­chos lugares que están por allí comarcano s sin nenguna dotrina, que por esto también me holgué se hiciese allí la casa... I van a predicar legua y media, dos leguas, o.escalzos, que entonces no traían alparga­tas ... , y con harta nieve y frío; y después que havían predicado y con­f.esado se tornavan bien tarde a comer a su casa>} (F. 14, 8).

Menciona con satisfacción que algunos caballeros :iban adonde ellos a confesarse: «Venían allí a confesar algunos cavalleros que estavan ·en aquellos lugares, adonde los ofrecían ya mejores casas y sitios» (F. 14, 9). . Por entonces, los trazos señalados por ella se iban realizando exac­

tamente, a juzgar por el gozo que allí sintió: por «la manera que vivían y con la mortificación y oración y buen ejemplo que davan ... no me hartava de dar gracias a nuestro Señor, con un gozo interior grandí­simo, por parecerme que vía comenzado un princip~o para gran apro­vechamiento d.e 'Auestm. Orden y servicio o.e nuestro Señor. Plega a Su Majestad que lleve adelante cOmo ahora van, que ini pensamiento .será bien verdadero» (F. 14, 11).

Dió un pequeño retoque para que «no fuesen en las cosas de peni­tencia con tanto rigor ... ; temía no buscase el demonio como los acabar antes que se efetuase lo que yo esperava» (F. 14, 12).

El avance ya no dependía de solo ella; pero las directrices eran, sin duda, las suyas. Lo que ella «esperava» estaba incluído ciertamente en aquella semilla.

La salvación de las almas era un tema que sacaba de sí a Santa Teresa. «Havía gran envidia -escribe- a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes. Y ansí me acaece que cuando en la vida o.e los santos leemos que convertieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia, que todos los martirios que padecen, por ser ésta la inclinación que nuestrO' Señor me ha dado, pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericor­dia, que todos los servicios que le podemos hacer» (F. 1, 7).

En la vida de los o.escalzos se regocija cuando menciona que ha­cían bien a las almas. Pero esa salvación de las almas, de la cual ningún católico puede desentenderse, se obtiene de muchas maneras, y para ello cuenta la Iglesia con numerosas formas de apostolado e infinidad de brazos, unos para plantar, otros para regar, y todos para construir en Cristo. .

La estructura del carmelita ha quedado definida en sus Constitu­dones. Ella es el único tope de su actividao. externa. La luz que han

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de llevar a las almas debe alumbrar sobre su prop~o pedestal, y desde él será su labor tan fecunda como la Iglesia necesita. Si esporádica­mente debe lanzarse a cualquier necesidad de almas que surja, la silueta del contemplativo debe volver a su ritmo como a su centro natural. En la mente de Santa Teresa cabe una amplia coexistencia de actividad desbordante, aunque siempre ocasional, con una vida in­tensa de oración, cuando la obediencia' bendke sus pasos. «Las havía lástima -dice- de verlas siempre ocupadas en negocios y cosas mu­chas que les mandava la obediencia, y pensava yo entre mí, y ansí lo decía, que no era posible entre tanta baraúnda crecer el espíritu ... Ansí lo estava una persona -añade- que ha pocos días que hablé, que la obediencia le havía traído cerca de quince años tan trabajado en oficios' y goviernos, que en todos estos no se acordava de haver tenido un día para sí, aunque él procurava lo mejor que podía algunos ratos al día de oración y de traer limpia conciencia... Hale pagado bien el Señor, que sin saber cómo, se halló con aquella libertad de espíritu tan preciada y deseada que t~enen los perfectos ... » (F. 5, 6-7).

Las casas de los descalzos se fueron multiplicando con relativa ra­pidez, conservando las líneas fundamentales de Duruelo. En 1569 fun­daron en Pastrana para casa de noviciado. En 1570, en Alcalá de He­nares para colegio. En 1571, en Altomira, casa de retiro. En 1572, en La Roda, en pleno campo. El año 1573, los Mártires de Granada, y el mismo año, en La Peñuela, casa de retiro.

Por este tiempo llega el P. Gracián de la Madre de Dios al cargo de superior, y la Orden experimenta una sensible renovación en varios puntos. Su ingreso en Pastrana el año 1572 descubre un ambienté poco elevado bajo la dirección de un Maestro de novicios, en frase de la propia Santa Teresa, «harto mozo y sin letras y de poquísimo talento y prudencia para governar, y espiriencia no la tenía» (F. 23, 9). Pero el dejar el noviciado en sus manos revela el estado precario que atravesaba la descalcez. Aquello era ya una mixtificación de los dos extremos, del apostolado y de la oración, sin ser ni uno ni otra. Angel de San Gabriel era una cabeza desequilibrada, carente de ideas claras. El Cronista refiere así sus dislates: «Quería que todos pasasen por un rasero: no hallava diferencia ni de edades ni de fuerzas. En el rigor y aspereza puso todo su conato ... Introduxo que los religiosos novicios y profesos fuesen a enseñar doctrina a los pueblos con las ce­remonias que lo hacían los que profesan Reglas desobligadas al retiro. Las mortificaciones extraordinarias dentro del convento y las públicas para los pueblos eran llenas de novedad, y aquella escogía por mejor que más espantava. Y eran tantas, que presto perdieron la admiración y se trocaron en risa y llegaron a mofa: Quería que los frailes fuesen a los entierros ... , y desdiciendo del espíritu propio de la Regla, echaba sin cuenta los religiosos de casa a buscar almas ... » (FRANCISCO DE SAN­

TA MARíA, Reforma, 1. Il, c. 50, 1). El P. Gracián cayó en el noviciado al tiempo de estos desvaríos,

y nos dejó de ellos una relación pintoresca: Eran treinta novlcloS, y tuvo que hacerse Gracián cargo de ellos alguna vez, «que era menes-

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ter -dice- resguardallos de imprudencias de algunos profesos que les podían governar, para que no dejaran el hábito ... Carecían -de le­tras, y aun algunos de experiencia y prudencia en tanto grado, que acaeció alguno tomar un novicio y estalle azotando las espaldas des­nudas hasta que encendiese fuego en leña mojada con la oracjón sola sin poner lumbre, como hizo nuestro padre Elías, diciendo que en esto se havía de conoscer la perfección, con otras cosas a este tono ... » (Peregrinación d'e Anastasio, dial. 1, p. 21-23).

Intervino entonces Santa Teresa, apelando, para más autoridad, al dictamen del P. Báñez, que lo dió en una carta célebre, muy sensata, que tampoco convenció al obstinado Maestro.

Tan fea se ponía la cosa, que hubo de acudir el propio San Juan de la Cruz y tomar las riendas en el noviciado por algún t~empo, hasta dejarlo asentado en principios sensatos. Pero atrajo sobre sí la indig­nación del atrabiliario Maestro, que años más tarde escribiría amar­gos reproches contra los dos santos.

Los síntomas de estas desviaciones coinciden con la admisión en la Reforma de ciertos elementos perturbadores, provenientes de los Calzados, y desechados por ellos como indignos. Uno de éstos era el Padre Baltasar Nieto, prior a la razón de Pastrana cuando era novicio el P. Gracián. El noviciado de éste fué así muy agitado. Además de las anomalías internas y sus salidas a predicar a los pueblos contor­nales, tuvo que salir, como él dice, para resolver asuntos de intrigas políticas: «A este tiempo -dice- supe yo una derta cosa en secreto. Fué necesario ir a Madrid, aunque novicio; y si no fuera, muriera el príncipe Ruy-Gómez, que con mi ida se libró su vida» (Peregr., diálo­go 1, p. 24).

Poco después, el P. Gracián era nombrado, por manejos del mismo Baltasar Nieto, Vísitador de la Orden en Andalucía. «Heme aquí -es­cr~be candorosamente el mismo- de 28 años de edad y medio de profesión, hecho perlado de Carmelitas Calzados andaluces, en contra­dicción del General y protector de toda la Orden de los Descalzos» (ib. p. 25-26).

En este cometido le halló Santa Teresa cuando por primera vez le encontró el año 1575 al tiempo de la fundación de Beas. Las pren­das naturales de aquel joven dinámico, despierto, inteligente y puro como un ángel la hicieron pensar que al fin su obra ya tenía cimiento de roca. «Parece -escribía llena de satisfacdón- que nuestra Señora le escogió para bien de esta Orden primitiva» (F. 23, 1) ... «Aunque no fué el primero que la comenzó, vino a tiempo que algunas veces me pesara de que se havÍa comenzado ... No ivan mal; mas llevava prin­cipio de caer muy presto» (F. 23, 12).

Desde aquel encuentro, fué Gracián el árbitro de la Reforma tere­siana. La Santa hizo en sus manos el voto de obedecerle, y sus dic­támenes serían en adelante los hitos de su camino.

Por desgrac~a,el cambio de timonel acusóse pronto con un serio encontronazo en aquel bajío difícil de Andalucía. Los propósitos que

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llevaba la Madre de fundar en Caravaca hubieron de virar para diri­girse a Sevilla, la capital de Andalucía, donde el P. General le había puesto el veto, con muy buenas intenciones y muy graves razones. y todo se rompía ahora por este mandato de Gracián, que si a la Santa la coronó de obediencia heroica, a la Reforma le asestó el peor golpe que le podía inferir. Desde aquel momento, la Santa y la obra de su Reforma cayó en desgracia del P. Rubeo, y todas las intrigas muñidas por los andaluces del Paño hicieron en él profunda mella, trocándole de padre y amparador en enemigo de la naciente Reforma.

Poco después de hacerse cargo de los Descalzos, en 1576, redactó para ellos unas Constituciones. Podría pensarse que rompía con las anteriores. Y no fué así. No sólo conserva una misma línea en auste­ridad, retiro y oración, sino que en algunos extremos carga más. Men­cionando el Concilio Tridentino, rechaza toda innova.ción o mitigación añadida al primitivo rigor de la Regla (en BMC, t. 6 p. 405s.).

Pero la mano de Gracián se echa de ver por el sesgo que toman las nuevas fundaciones. Almodóvar del Campo, fundado en 1575, ad­mite colegio seglar: «Se fundó tomando los frailes el cargo de leer gra­mática a los 'estudiantes del pueblo, y con el sueldo que solían dar a un preceptor y algunas limosnas, se sustentaba muy bien ... Y si algún fraile, que eran muy pocos, estava falto de gramática, le enviávamos a estudiar a este convento» (Peregr., diá1. 13, p. 205). Pero en 1576 se funda el Calvario, . y en 1577 se restaura La Peñuela, por obra, sin duda, de San Juan de la Cruz, alma de la Reforma en Andalucía. La orientación neta aspira a obtener mayor cultura, y apenas iniciada esta corriente, afluyen muchas y buenas vocaciones. «Eran tantos los que lo pedían (el há:bito) -escribe Gracián-, que podíamos escoger y echar mano de los que tenían artes y theología, y para frailes le­gos a los que supiesen oficio con que pudiesen ayudar a sustentar el convento» (Peregr., 1. c.). Con este intento se fundó el colegio de Baeza, junto a la Universidad, donde predominaban los discípulos del Beato Juan de Avila, fundado también por San Juan de la Cruz en 1579. En 1581 se levantan las fundaciones de Salamanca, Valladolid y Lisboa. Era la consigna neta del P. Gracián: «Para el aumento de una Orden, no hay mejor camino que plantar seminarios en las Universidades de estudiantes, porque allí toman el hábito los buenos sujetos, como ex­perimenté en los conventos de Alcalá, Baeza, Sevilla y Granada; donde también hay estudios. Faltábame hacer fundación en Salamanca, To­ledo y Valladolid, que son universidades. Y aunque me convidaban con diversas fundaciones en diversos pueblos, siempre fué mi opinión que los conventos havían de ser pocos, de gente escogida y en ciuda­des principales, particularmente universidades de estudios ... » (Peregr.). diá1. 16, p. 217).

Esa norma de encauzar la Orden a base de buenos colegios acertó en las miras de la Santa Madre. Ya hemos visto que en esto andaba a la par San Juan de la Cruz. La ciencia sería la figura donde la ruda piedad sería purificada y adquiriría consistencia y atractivo de las almas selectas.

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Pero a vueltas de esa inquietud por la ciencia, que debemos agra­decer a Gracián, se introdujo una extraversión desmesurada, desequi­librada por el temple y la forma de Gracián, que hizo cruj~r los cimien­tos primitivos.

El P. Gracián retenía en teoría que los carmelitas debían conser­var el espíritu contemplativo. Su conducta conforma en parte con la teoría. Le vemos con el mote de «el de la Cueva», porque en Alcalá se retiraba como un ermitaño (Cta.,. 78-1K, 13). Pero le faltó el temple equilibrado de la Santa para compaginar sin violencia los dos extremos. Si Gracián hubiese gozado del temple sensato y realista de Santa Te­resa, habría sido su retrato vertido al varón. Pero no lo fué, por des­gracia, y de ahí todos los males.

Mientras estuvo al lado de la Santa, ésta le contuvo maternal­mente. Lo admiraba. De él había escrito: «Es cabal en mis ojos,y para nosotras, mejor que lo supiéramos pedir a Dios» (Cta. 75-5L, 3). Celebraba sus sermones y hacía coro entre sus admiradores. «Muy en gracia nos ha caído -dice- lo que dicen las viejas de nuestro Padre, y alabo a Dios el' fruto que hace con sus sermones y santidad; ella es tanto, que no me espanto haya obrado en esas almas» (Cta. 81-1B, 2). Y hablando de los mismos, considera más felices a las monjas de Se­villa porque se prometen buenas Pascuas oyendo los sermones de Gra­cián (79-12L, 7).

Pero repetidas veces le ha de tirar de la rienda, tanto en sus ser­mones como en sus penitencias. «Es menester -le dice- se modere en los sermones, que podía ser hacerle daño siendo tantos» (Cta. 81-1B, 2). Y le grita alarmada cuando se pone inconscientemente en peligros de su ministerio, en especial con mujeres histéricas: «Es menester an­dar con gran recato en este negocio y no ~r v. p. a su casa en ninguna manera, no le acaezca lo que a Santa Marina» (Cta. 76-11A, 2). Y no quisiera verlo en el avispero de Andalucía: «Mírelo -le dice-, por amor de Dios, y cómo predica en esa Andalucía. Jamás gusto de ver a v. r. mucho allí ... Creo que todo lo que estuviese por allá he yo de estar bien deshecha» (Cta. 82-9A, 9).

El freno de la Madre lo soportó siempre a gusto. Pero después del Capítulo de la separación en Alcalá, el año 1581, en que salió por un margen ínfimo elegido Superior de los descalzos ya separados, se en­durece, sensiblemente a los criterios ajenos y provoca en la Madre un sufrimiento moral que amargó sus últ~mos días. Sentía atravesada su alma cuando comprobaba el vacío que se formaba en torno de aquel hombre providencial de su Reforma, por su poco tacto para sortear las mentalidades contrarias. Le insiste que se rodee de personas de peso, y por unos meses consigue que le acompañe Doria en sustitución del P. Bartolomé (cfr. 81-2N, 8; 81-3U, 9). Pero sus insistencias al fin ya no encuentran eco (82-9A, 7), y se lamenta: «Me han dicho que notan a v. r. que no gusta de traer consigo persona de tomo» (82-9A, 8). Y en la misma fecha, la última vez qUE: le escribe, desaprueba termi­nantemente su viaje, sin causa verdadera: «Las causas de determi­narse a ir no me parecieron bastantes, que remedio huviera desde acá

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para dar orden en los estudios y mandar no confesaran beatas ... Yo no sé la causa; mas de manera he sentido esta ausencia a tal tiempo, que se me quitó el deseo de escrivir a v. p .... » (82-9A, 3). Sólo 'le que­daba un mes de vida, y éste fué lleno de amargura, no la menor verse lejos de aquel hombre providencial, insensible ahora a sus adver­tencias.

El declive del P. Gracián por el lado de la actividad apostólic<;l parte de cierto desequilibrio que le aísla de la realidad que le rodea. Se, embala por él con razones contundentes; pero siempre razones que causan estridencias en el ambiente que le rodea. Tenía que jus­tificarse ante la censura de sus contrarios, y apeló a razones basadas en los principios generales de la caridad cristiana, demasiado convin-. centes ...

Había ya muerto Santa Teresa, cuando persiste en justificar su rum­bo, apelando a la misma Santa Teresa para decir que no contradicen «a nuestra Regla el púlpito y conversiones; y pruébase claramente esto porque todos nuestros sanctas antiguos se emplearon en la ora­ción y recogimiento, y della sacaron espíritu para contradecir herejes y enemigos de la Iglesia y guiar almas al cielo ... » (Scholias, f. 15r). Este principio lo aceptaban todos. Añade después: «El espíritu desta religión de tal manera abraza la clausura de recogimiento y oración, que no excluye el celo de las almas ni el exercicio de 'las conversiones» (ib., f. 16r). Este espíritu se halla a la perfección en la persona de Santa Teresa, en quien se halla «una oración tan alta como se colige de sus escritos y un celo d.e las almas tan encendido que mil veces suspirava por poder tener la libertad, talentos y oficios que tienen los hombres para traer almas a Dios pred.icando, confesando y convirtien­do gentiles hasta derramar la sangre por Cristo, y nunca me insistía en otra cosa sino que no cesase de predicar ... » (ib.). «Duéleme -re­plica a los contrarios- ver que ha havido algunos que con título de perfección han querido poner lengua en este espíritu de caridad y celo y ataxar los pasos a las conversiones, que de tal manera ivan co­menzadas, que solos tres que pasaron al reino del Congo baptizaron más de cuarenta mil almas ... » (f. 16vO). Y de nuevo confirma su alegato con el ejemplo de la Santa: «Harto padeció la Madre Teresa de Jesús y sus monjas en sus salidas para las fundaciones con algunos deste espíritu; pero fué dichosa en no los tener por perlados y que se quedaron solamente murmurando» (f. 17vO).

Aquí desorbita la cuestión y se enreda en rencillas menudas, sur­gidas precisamente por su falta de tacto en no saber llevar un tema que necesitaba mucha destreza, que sólo quizá la Madre habría sabido realizar.

El 5 de abril de 1582 salieron, en efecto, los cinco primeros misio­neros del puerto de Lisboa, despedidos personalmente por el Rey don Felipe n. Era mientras la Santa negociaba la fundación de Burgos, y el P. Gracián la había dejado' allí, sin dllda con gusto de ella de ver las capas del Carmelo volando como palomas de paz a tierra de misio­nes. Pero aquella primera expedición tuvo un fin muy desgraciado.

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La nao San Ant:onio, que llevaba a bordo a los cinco mISIOneros te­resianos, chocó con otra nave y se hundió con sus misioneros.

El P. Gracián no se dió por vencido, aunque algunos querían ver en el desastre una desaprobación de Dios. En el Capítulo de 1583, po­cos meses después de morir la Santa, Gracián insistió en sus propó­sitos de enviar más misioneros. La histoda coloca entre la oposición al propio San Juan de la Cruz. El historiador, Jerónimo de San José, pone en su boca un discurso retórico, cuyo ~ondo puede resumirse en las siguientes razones: Si el enviar misioneros fuera tan a propósito con el género de vida que siguen los descalzos, todos ellos se pondrían luego de su parte. Pero el Carmelo es un InstHuto mixto de contem­plación y acción, pero con la contemplación como parte más principal que obliga siempre, aun en las ocupaciones exteriores. Si la ocupa­ción, mendicidad o celo ahogase la oración y destruyese el recogi­miento necesario para ella, sería trocar las obligaciones y confundir el Instituto. Nuestra Madre Santa Teresa no pudo «ni quiso alterar nuestro Instituto, para el cual encomendó muchas veces el recogi­miento, y del celo de las almas sólo nos dejó encargado el gemido y oración por ellas. Y apela al famoso aviso que recibió de Dios el año 1579: «Que tratasen poco son seglares, y esto para bien de sus almas», y que «enseñasen más con obras que con palabras». Añade el historiador que dijo sus razones el Santo con tan insólito fervor, que «llevado dél, salió de su asiento dos o tres pasos sin advertirlo» (His­toria de San Juan de ltL Cruz, 1.5, c. 7).

El P. Gracián no cedió ni un paso. Aquel mismo año envió otros cinco misioneros, que acabaron también trágicamente, cayendo esta vez en manos de corsarios ingleses sin llegar a su destino. En 1584 envió una tercera expedición con tres religiosos, que al fin llegaron al Congo y obraron maravillas.

Los dos bandos, como se ve, apelaban a Santa Teresa. El argu-. mento de Gracián sólo convencía a sus incondicionales. En verdad ca­recían de solidez. De que Santa Teresa admirase a los que convierten almas no se sigue que ella quisiera que dejasen sus retiros y su género de vida para lanzarse a ser misioneros. Si tal hubiese pensado, habría dejado, sin duda, unas normas exactas determinando la forma con­creta para realizar tales propósitos. Es lástima que el P. Gracián, al marchar a Lisboa desde Burgos, no haya dejado un testimonio explí­cito de la adhesión de Santa Teresa a aquella expedición. Y habría sido, sin duda, muy oportuno. No descartamos que lo pudo desear. y aun suponemos que saltó de gozo ante la nueva de aquella expedi­ción. Pero si de hecho quiso ella que sus hijos aceptasen aquella mo­dalidad del celo apostólico, el P. Gracián no supo coordinarla con sus principios de Orden contemplativa mixta, provocando así la discordia y la confusión dentro de los suyos. Más afortunada fué en este punto la Congregación de Italia, que, reteniendo la forma contemplativa, supo hallar la fótmula adecuada para resolver el conflicto de las mi­siones que reclamaba la Iglesia en aquellos momentos cruciales de la historia.

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Mezclar a Santa Teresa en la discusión de partidos es improce­dente. Los dos extremos llegaron a extremos inadmisibles, irritados ambos por las razones contrarias. Santa Teresa quedó al margen de la contienda. Si hub~ese intervenido, tendríamos, sin duda, testimonios explícitos con su acostumbrada estrategia, detallando punto por punto todo el plan que se había de seguir para hermanar los dos extremos dentro de la Orden. Su espíritu constructivo, en vez de provocar distancias, habría fundido razones, y habría hallado la fórmula con­creta que, por desgracia, oejó sin hacer.

Hemos dicho, sin embargo, que la orientación del P. Gracián a la cabeza de los descalzos marcó unos derroteros que Santa Teresa apro­bó de plano, y en ellos queda pergeñaoa una activ~dad apostólica muy propia, donde el Carmelo debía haberse mettdo de lleno, abandonando lqs estériles oisputas de la vida misionera trazaoa por Gracián.

El pensamiento de la Santa está manifestado SÜl reticencias en sus cartas. Los rigores eran cosa secundaria para sus descalzos. Era más importante ser hombres de peso y de cultura superior. Escribiendo al Padre Mariano, dice: «Era mi ~ntento el desear que entrasen buenos talentos, que con mucha aspereza se havían de espantar; y todo ha sido menester para diferenciarse de esotros (los calzados)>> (Cta. 76-12K, 7). Pero esta idea es inseparable del ideal contemplativo trazado es­c1iltóricamente en las Constituciones, y desestima los oficios que nO se avienen tanto con el mismo: «Ni me parece para autoridad de nuestra Orden que entren con ese oficlo de vicarios, gente que cuando los viesen se havía de mirar como ermitaños cOntemplativos, y no de aquí -para allí con mujeres semejantes» (Cta. 76-10T, 15). En parecidos términos vuelve a decir, escribiendo al P. Gracián: «Querría yo apa­reciesen allí los descalzos como gente del otro mundo» (Cta. 76-10U, 7).

Se goza cuando llega a sus oídos que hay buenos predicadores en­tre sus descalzos: «Harto me consuela cuando veo semejantes perso­nas en nuestros frailes», dice, hablando del P. Antonio de la Madre de Dios (80-1P, 2).

Los días en que se preparaba el Capítulo de separación de Alcalá, que fué en marzo de 1581, envió sus ideas claras de cómo quería a sus descalzos en punto a la cienda: «Sepa que querría enviar a suplicar a el padre Comisario que hiciese Maestros y Presentados a los que te­nían letras para ellos de vuestras reverencias» (Cta'. 81-2N, 6). Y que­ría que con miras a la vida de estudio se pensase en dar mejor de co­mer a los que estudiaban: «que aprovechen -dice a Gracián- de dar más de comer a esos padres que suelen; yo digo av. p. que si no pone remedio en esto en todas partes, que verán en lo que para; y no se havían de descuidar de mandarlo, que jamás dejará Dios de dar lo necesario; si poco les dan, poco les dará ... » Y a tono con la dignidad de los letrados quiere que brille más en los conventos la limpieza de todo género: «Por amor de Dios, procure v. p. haya lim­pieza en camas y pañizuelos de mesa, aunque más se gaste, que es cosa terrible no la haver. En forma quisiera fuera por costitución. y aun creo no bastara, según son» (Cta. 81-2V, 3-4).

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Por amor a las letras en la Orden, atendió con predilección a la casa de Salamanca, pidiendo ayuda a todos, como cosa que interesaba al bien común de toda la Orden: «Verdaderamente todos havían de acudir a esa casa, por ser tan provechosa a la Orden» (Cta. 81-8A, 2). Y prefiere que pasen estrecheces sus monjas, antes que los estudiantes de allí (Cta. 82-9A, 27).

Todo esto da idea clara de lo que Santa Teresa pretendía de los Descalzos. Podemos también preguntarnos si de hecho quedó satis­fecha de su misión y si quedaron colmadas sus esperanzas asomadas en la primera fundación de Duruelo.

Repetidas veces dió la Santa muestras de honda satisfacción por la virtud y la valía de sus Descalzos. Se jacta en 1578 de tener entre ellos más de doscientos hombres cabales (78-2A, 6). Pero es una hi­pérbole maternal; no era tanto. Al P. Rubeo le asegura que «los con­templativos» son hombres de mucha virtud que con su trato hacen bien a los mismos calzados (75-6K, 12). Y a don Teutonio le da una seguridad muy expresiva: «Si no estuviese cierta viven estos descal­zos y descalzas procurando· llevar su Regla con rectitud y verdad, ha­vría algunas veces temido han de salir los calzados con lo que pre­tenden» (78-1K, 6). Y al P. Mariano escribe entrañable: «Estos frai­lecitos me han parecido unos santos. Gran consuelo es ver tales almas para pasar cuantos trabajos nos pudieran venir» (76-11C, 5). Quiere envíen a Roma al P. Roca, para que vean que tiene religiosos «de re­lisión y tomo» (79-4K, 8).

, Con todo, ella esperaba más. Hacia el fin de su vida se lamenta de «falta de hombres» (82-9A, 7). Un disgustillo amargo aleteaba en su vida desde el Capítulo de 1581. Ella había manifestado bastantemente lo que quería de sus descalzos en el campo de la ciencia para un apostolado de selección. Con todo, el Capítulo hizo caso omiso, y en el artículo de los estudios echó abajo todos sus votos, prohibiendo, contra las manifestaciones de la Santa Madre, «que ningún fraile de nuestra Provincia se pueda graduar de maestro, licenciado, bachi­ller ° presentado, ni gozar de tales grados». También, «so pena de descomunióll», que ninguno «se pueda poner a cátedra de cualquier facultad que sea, n~ leerla ni votar en las oposiciones a cátedras»

. (c. 17, EMC, t. 6, p. 481). El golpe, sin embargo, no ·era contra la Madre. Era una consecuen­

cia de las rencillas provocadas por el P. Gracián. En el bloque de la «accióll» defendida por él, el bando contrario situaba todos los temas patrocinados por él. Entre ellos, iba éste. Una relación del Cronista, que recoge las inculpaciones que le hacían, parece un comentario de esta ley aprobada en aquel Capítulo, donde Gracián salió apenas por un voto de diferencia: «Pretendió cáthedras para sí y sus fralles, aun­que no por estipendlo, y él leyó en SevUla y Alcalá Escritura, y el Padre fray Agustín de los Reyes, en Granada, Thología Escolástica. De aquí se seguía ser largo en conceder salidas, en dispensar los ayunos y abstinencias de carnes, en el vestir lienzos, en el faltar al

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coro, por dar lugar y alivios a los estudios y al trato de seglares» (FRANCISCO DE SANTA MúdA, Reforma, 1. 5, c. 11, p. 758).

La ley redactada en aquel Capítulo, donde hervían pequeñas pasio­nes, no reflejaba, pues, la mente de su Madre y fundadora. Y así se quedó. La sombra de Gracián perjudkó así, indirectamente, este lado luminoso de la Reforma en su legislación. De hecho, no faltaron pas­mosas lumbreras en el campo de la cjencia, salidas de aquel colegio de Salamanca, el predilecto de la Santa Madre; pero en la ley no que­daba reflejado con fidelidad el pensamiento de ella. Pero, con todo, podemos repetir que el pensamiento de Santa Teresa en el apostolado de sus hijos está muy claro. Y el primero de sus hijos, el fundador de Duruelo, que ha escalado los altares con el título de Doctor Universal de la Iglesia, es el fruto más puro de esa mis~ón que Santa Teresa confió a sus hijos, ser lumbrera de las almas en los caminos que las suben hasta Dios.

EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS, OeD.

Zaragoza