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PENTAGRAMA - El Salvador Ebooks · PENTAGRAMA | 10 el perfil de la catedral se alzaba contra las luces fugaces con un aire siniestro. Más allá, el eco solitario de una rocola llenaba

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PREÁMBULO..........................................................CAPÍTULO 1..............................................................CAPÍTULO 2..............................................................CAPÍTULO 3..............................................................CAPÍTULO 4..............................................................CAPÍTULO 5..............................................................CAPÍTULO 6..............................................................CAPÍTULO 7..............................................................CAPÍTULO 8..............................................................CAPÍTULO 9..............................................................CAPÍTULO 10............................................................CAPÍTULO 11............................................................CAPÍTULO 12............................................................CAPÍTULO 13............................................................CAPÍTULO 14............................................................CAPÍTULO 15............................................................

ÍNDICE

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PREÁMBULO

Sexo, violencia y muerte. Tres palabras rituales que pueden llevarnos a los meandros de una película clase C, o a una novela articulada con habilidad como la que el lector tiene ahora entre sus manos, donde la autora nos cuenta un drama policíaco; y a lo largo de sus páginas nos prepara para un desenlace como Dios manda.

Tenemos a la pareja clásica de detectives, Jaime Soto y Camila Sánchez, que se aburren en las dependencias policiales mientras esperan la llamada que los llevará a enfrentarse al asesino de turno. Y tenemos a San Salvador como escenario, una ciudad del cálido trópico centroamericano donde la violencia se unta al asfalto de sus calles y planea como un pájaro de mal agüero en sus barrios más sórdidos. Las calles y los barrios que recorren las prostitutas que van siendo asesinadas.

Todo llegará a su fin en el pasaje Mariscala, pero antes la pareja de detectives habrá sabido hallar la solución del acertijo que representan los crímenes cometidos todas las veces con arma blanca y un certero tajo de cuchillo en el cuello.

Asesinatos en serie a sangre fría. Un acertijo en forma de estrella dibujada sobre el plano de la ciudad. Un pentagrama de sangre. ¿Quién comete esos asesinatos? ¿Un maniático, un desadaptado, un atormentado?

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Esos es lo que la pareja de detectives va a averiguar, y Camila lo hará a riesgo de su propia vida.

Carmen González Huguet arma las piezas de esta novela con economía y precisión, abriendo los diversos planos que al final nos revelarán el misterio que entre todos perseguiremos, en una búsqueda de la que pronto nos volvemos cómplices.

Managua, 2014Sergio Ramírez Mercado

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CAPÍTULO 1

Sonó un trueno a lo lejos y luego el estallido de un transformador. Justo un segundo antes, la hilera de lámparas, de unos doscientos metros de largo, se apagó. También la gasolinera, al otro lado de la calle, quedó a oscuras mientras las gotas que se aplastaban contra el cemento emitían un sonido sordo. El mundo pareció borrado de improviso, como si las sombras hubieran establecido su dominio sobre todas las cosas. Era el momento esperado: puso su mano izquierda contra la boca de la mujer para ahogar el grito y empuñó la navaja con la derecha. La hoja entró y describió una curva al tiempo que cortaba la carne de un tajo limpio. Las rodillas desnudas se doblaron. La mujer aún respiraba cuando sus piernas tocaron el asfalto, pero el pulso se fue apagando lentamente, como la colilla de un cigarrillo abandonada en la acera.

La vio irse de bruces. De pronto se le antojó que las cosas se movían en cámara lenta. En la mano aún tenía la navaja donde los primeros goterones de lluvia salpicaban y desleían la sangre. Dobló la hoja con un movimiento automático y la guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta impermeable. Hundió los puños en las bolsas y los ojos oscuros barrieron las esquinas cercanas. No había nadie.

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Hacía media hora la había abordado en un changarro de la calle Modelo, más allá de donde el río se despeñaba incontenible, y habían caminado hacia el mercado. La mujer no contaba más de veinticinco años, vestía una falda muy corta y una blusa diminuta que dejaba a la vista la mitad del tórax, y tan ceñida que los senos pugnaban por escapar a través del escote.

Calzaba unos estiletos plásticos muy altos y sus piernas desnudas eran un reclamo imposible de ignorar. Su rostro moreno, todavía bello, mostraba los primeros estragos de una vida tan dura: ojeras violáceas y un tic amargo que le daban al rostro un aire de fiera herida.

Había aceptado la oferta, que fue convenientemente generosa porque nadie se aventuraba por la ciudad a aquellas horas y menos aún con la inminencia de la tormenta. Necesitaba ganar algo, se dijo ella. Al menos para comer.

A pesar de las sombras, advirtió cómo el cuerpo de la mujer se desangraba. La miró fijo con expresión alucinada. Ella no se movió. Había caído hacia adelante, pero la cara y el torso descansaban sobre el lado izquierdo, justo ahí donde sabía que la mancha oscura crecía por momentos, aunque fuera imposible de ver en medio del apagón.

Las pupilas, dilatadas por completo, ofrecían a la noche su propia negrura. No supo durante cuánto tiempo la observó. Habría podido ser un segundo o un año. Igual

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daba. Al cortarla sintió una especie de euforia. Aquella carne viva latiendo mientras la sujetaba y la vulneraba le proporcionó una sensación inusual: la de tener un control absoluto sobre otro ser humano. Y esa sensación cruel y a la vez intensamente animal le proporcionó un placer único e instantáneo.

La abandonó ahí, en la acera, cerca del poste, como si fuera un mueble viejo, sin concederle una segunda mirada. Cuando estuvo del otro lado de aquel arrebato, echó a andar. Ya la había instalado en un tiempo pretérito cuando cruzó la calle hacia el oriente, sin correr pero con largas zancadas elásticas. Un semáforo parpadeó en amarillo. No tardarían en brillar las lámparas de mercurio.

Se metió por una avenida secundaria que describía una curva cerrada y enfiló hacia la Plaza del Trovador. A pesar de estar iluminados, la mayoría de locales de la zona habían cerrado hacía mucho. Pocos parroquianos se dejaban ver. En la plaza, en cambio, grupos de mariachis intentaban, sin éxito, hilvanar las canciones, mientras el viento los azotaba con oleadas de lluvia que calaban hasta los huesos.

Cambió de acera y pasó frente a la delegación de la Policía Nacional Civil. No había nadie en el andén y siguió caminando con rumbo norte, indiferente al viento y a la lluvia que azotaban la ciudad dormida. A un lado, a su izquierda, se dibujaba la mole oscura de la iglesia de Candelaria con sus columnas corintias, su

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pequeña cúpula y su aire desamparado. No circulaban vehículos por el Boulevard Venezuela. Las escasas luces contribuyeron a que la atmósfera que rodeaba al trébol fuera aún más lúgubre.

Los pasos, ágiles y uniformes, tenían una eficacia cruel e implacable, como una operación militar. Los zapatos de goma sonaron a aplausos al chocar contra el asfalto mojado. La lluvia arreció por momentos y las ropas se le pegaron al cuerpo con un abrazo frío. Dobló hacia el oriente, junto al río que se agitaba a la izquierda.

Furiosas y crecidas, las aguas azotaban los puentes del Barrio La Vega. Cuando llegó a la altura del mercado Belloso, cruzó y comenzó a ascender. La lluvia bajaba en un turbión incontenible por la empinada cuesta del Palo Verde, pero aun así echó a correr hasta la parte más alta. No miró atrás ni una sola vez.

Por unos instantes había logrado sustraerse a la esclavitud del tiempo, del espacio, de todo lo tangible. Se vio momentáneamente libre de los horrores del pasado, y no supo cómo atravesó aquellas calles que tan bien conocía. De ahí en adelante eludió las plazas, los pocos lugares iluminados y se pegó a las paredes hasta confundirse con las sombras. Aquí y allá unos cuantos letreros de neón parpadeaban confundidos con los relámpagos.

Cuando un rayo caía cerca, las lámparas de mercurio se apagaban dejando la noche aún más oscura. A lo lejos

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el perfil de la catedral se alzaba contra las luces fugaces con un aire siniestro. Más allá, el eco solitario de una rocola llenaba el aire frío con los acordes dominantes de una trompeta y la percusión inconfundible de la salsa:

“Paseo que se transforma en fuga, escape que se convierte en cita; se empaña el sentido en nuestra vidacuando corremos en eternas retiradasque pretendemos tornar en descubrimientos,cada mañana...”

Conocía el bar de donde brotaba aquel sonido, pero no era ahí hacia donde debía dirigirse. Dobló a la derecha sobre la Segunda Calle Oriente y dio un largo rodeo hasta alcanzar el Zanjón Zurita. Se perdió tras el Mercado Tinetti y enfiló por la Dieciséis Avenida Sur hacia el Barrio de San Esteban.

Se movía con total confianza por las calles solitarias. Aquel era el sector más antiguo de la capital: un laberinto de avenidas viejas, casas de lámina, antiguos inmuebles abandonados, o predios donde crecía la maleza entre los restos del derribo, puentes sobre los arenales y cuestas que subían desde el cauce hacia el centro de la ciudad.

En el trayecto un semáforo dejó pinceladas amarillas sobre el asfalto mojado. A lo lejos sonó un trueno. El relámpago cegó sus pupilas y con aire de animal

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acorralado se orientó a tientas hasta dar con una puerta de viejas tablas cubiertas por una mano de pintura descascarada. La reconoció al tacto, introdujo la llave en la cerradura, entró y cerró con violencia. El portazo se perdió en la noche. Llovió más recio.

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