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La construcción del personaje
por Juan Forn
"La fuerza de la realidad en la ficción y la fuerza de la realidad en un sueño son muy parecidas.
Te descubres a ti mismo en un velero en el que nunca estuviste, navegando junto a una costa que te es
completamente extraña; pero vistes un viejo y cómodo traje y esa persona a tu lado es tu esposa. Esa es la
naturaleza del sueño. La experiencia de la ficción es similar: una la va construyendo al azar pero con
materiales familiares." John Cheever
En mis primeras lecturas creía que los personajes siempre existían: que todo libro era una
biografia. No veía diferencia entre el Príncipe Valiente, Don Segundo Sombra y los energúmenos profetas
del Antiguo Testamento o generales de nuestras guerras de la Independencia.
El paso de Sandokán a Demián (léase la adolescencia) fue bastante traumático. Con Hermann
Hesse sentí por primera vez la presencia del autor en un libro. El efecto fue más bien nefasto. Durante un
tiempo considerable, los libros fueron para mí el mensaje de su autor, exclusivamente. La trama y los
personajes me parecían el equivalente “peligroso” de las parábolas en el catecismo: meros artificios en favor
del mensaje. Dostoievski, por ejemplo, era para mí “El gran inquisidor”. Casi toda novela me parecía un
puñado de relámpagos iluminatorios demasiado rodeados de hojarasca.
Salí de ese trance gracias a Hemingway y Arlt. La ficción redefinió su efecto hipnótico cuando la
potencia vital de los personajes me permitía distraerme de la voz del autor. Pero cuando leí por primera vez
“El juguete rabioso” y los cuentos de Nick Adams pensé que un personaje irrumpía para el autor tan entero
y sin fisuras como lo hacía para mí como lector. Por supuesto, hacía una lectura similar de la realidad: la
gente era aquello que me parecía de entrada. O mejor dicho: de lo que veía de entrada en alguien hacía una
entidad, que no daba cabida a nada más.
La idea de que los personajes eran como las cebollas, una serie casi infinita de ínfimas capas,
superpuestas una encima de la otra y sin centro real, me era oceánicamente ajena.
Afortunadamente, hay cosas que sabemos antes de saberlas incluso mientras creemos que son de la
manera opuesta: yo sabía que un buen personaje era aquel que me parecía vivo. Claro que creía que
“hacerlo” vivo consistía en develar toda su personalidad. De hecho, creía que un buen autor, cuando dejaba
ciertas zonas de un personaje a oscuras, lo hacía adrede.
En ese sentido, no hay mejor experiencia que releer un libro que nos ha gustado mucho. No
importa hasta qué punto controle un buen autor lo que desea develar y lo que pretende dejar a oscuras de un
personaje: siempre queda un agujero negro, una incongruencia, por mínima que sea. Y ésa es la clase de
cosas que terminan de hacer palpitantemente vivo a un personaje para nosotros, los lectores. (Esta rara clase
de azar, de benéfico azar, es una faceta menos visible de aquélla según la cual ciertas zonas de un libro
“cierran” solas, ciertas piezas ensamblan casi mágicamente con otras, sin que el autor se lo haya
propuesto.)
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A medida que releemos cualquiera de los libros que más nos han gustado, y revisitamos esos
personajes que tanto nos conmocionaron, el cono de sombra de cada uno de ellos tiene cada vez más
matices. Es que, al releer un libro que conocemos mucho, hay un punto en el cual todo aquello que
descubrimos de un personaje es un nuevo grado de sombra, una nueva opacidad: algo así como una
epifanía en negativo.
En sus ensayos de La era del recelo, Nathalie Sarraute explicaba: “La evolución actual del
personaje de novela testimonia, lo mismo en el autor que en el lector, un estado de ánimo espiritual
especialmente enrarecido. No sólo recelan ambos del personaje sino que, a través de él, el autor y el lector
recelan el uno del otro”.
La idea de “recelo” de Sarraute reforzó lo complejo de la complicidad entre autor y lector:
incorporando la desconfianza mutua como elemento adicional para estrechar el lazo obsesivo que los une
en la lectura. El lector que desconfía de sus primeras impresiones mientras va leyendo un libro se
sumergirá más en él en busca de señales poco visibles de entrada. El autor que desconfía del lector
sembrará los sobreentendidos dentro del libro como una suerte de campo minado: no los hará más
explícitos sino más interrelacionados.
Scott Fizgerald decía que, al construir un personaje, elegía una característica determinada como
paradigma de su personalidad, y seguía construyendo a partir de ese eje (Gombrowicz hacía algo similar,
curiosamente: pero lo hacía explícito, nombrando al personaje con ese atributo --El Estudiante, La Puta,
etc.--, para vaciarlos de toda otra cosa).
He ahí una explicación al hipnótico halo de misterio que rodea siempre a todos y cada uno de los
personajes de Fitzgerald y de Gombrowicz.
Se suele decir que, para un autor, el tono es la clave indispensable de una ficción: hasta no
tenerlo, el libro no ha empezado. Uno puede “tener” la trama, puede “tener” los personajes, pero el tono
es el líquido amniótico en que van a nadar esos personajes a lo largo del período de escritura de ese texto
de ficción, sea cuento o novela.
Tiendo a pensar que, entre tono y personaje hay una relación similar a la que existe entre forma y
contenido. Cyril Connolly decía que, cuando el contenido es inferior a la forma, el autor está fingiendo
una emoción que no siente. Cuando un autor no ve un personaje, imposta el tono: para tratar de disimular
esa ignorancia apela a una impostura, a un énfasis que no tiene sustento.
En mi experiencia personal, el tono ha sido la primera “señal” de un personaje especialmente en
los casos en que se trataba de un relato en primera persona, o en segunda. La tercera persona, en cambio,
parece venir cuando el o los personajes ya son mínimamente visibles.
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La razón parece obvia: cuando se escribe en primera persona se ve desde adentro hacia afuera; y
la manera de “ver por dentro” un personaje es oírlo. Cuando digo oír, no me refiero a su voz para con el
resto del mundo, sino a esa voz que usa el personaje para hablarse a sí mismo. Desde allí partimos rumbo
a lo que ve del mundo ese personaje. La primera persona --o, mejor dicho, las primeras manifestaciones
de la primera persona dentro de un autor-- se parecen al acto de entrar en un salón enorme y vacío y oír
nuestra propia voz preguntando: “¿Hay alguien?”. Conocer ese salón que nos devuelve el eco de nuestra
propia voz es la tarea que tenemos por delante cuando lidiamos con un personaje que habla en primera
persona.
El uso de la tercera persona ofrece, en cambio, un simulacro de imparcialidad, de distancia
ecuánime, que libera al tono narrativo de excesiva subjetividad. Las enormes variaciones que ofrece ese
registro en tercera, desde la por momentos causadora mirada omnisciente hasta el uso de una falsa tercera
persona (conocida como “tercera-primera”, porque permite entrar en un personaje determinado, “mostrar”
el mundo desde ahí y volver a salir) y todas sus variantes intermedias parecen el terreno más fértil para
aquellas ficciones en donde el personaje puede aplastar la trama si se manifestara en primera. O donde su
subjetividad distorsionaría el equilibrio que necesita la trama.
Soy de los que creen en los personajes. No a ciegas, sino de una enrarecida manera: al punto de
aceptar, y hasta desear, un componente de desconfianza mutua, con el lector, respecto de mis personajes
(ese “recelo” del que hablaba Sarraute; esa “paranoia”, según Piglia). En las primeras, aciagas, etapas de
un libro, me dejo llevar por esa rara clase de pálpitos, de irrupciones, que dejan atisbar a lo lejos aquello
que llamamos “personaje”. Y trato de seguir esos pálpitos hasta ver más nítidamente. Hasta tener delante,
y bien cerca, a ese ser. Lo que no significa captarlo por entero, ni mucho menos. La apuesta es sencilla:
que lo exhibido alcance a abarcar lo no exhibido, con la indispensable (o, más bien, irremediable) zona
oscura en torno a cada personaje. Pero me cuesta pensar --creo que no podría escribir-- creyendo que un
personaje es un artificio, o una técnica: una maquinaria de puro lenguaje.
El español Enrique Vila Matas cita a Cortázar contando una anécdota de su infancia: cuando
estaba jugando y su madre interrumpía el juego para decir que era tarde, o que estaba lista la comida, o
que había que ir a bañarse. Vila Matas coincide con Cortázar en el intenso fastidio que provocaba esa
irrupción de lo “real” en el juego: para ambos, lo verdaderamente real en aquellos momentos era el juego
(las escondidas, los soldaditos, el fútbol, lo que fuera) y la vida era una nadería. Vila Matas y Cortázar
detestaban por igual a aquellos otros chicos que eran incapaces de abandonarse por completo al jugar, y
permitían sin resistencia la irrupción de ese otro, pedestre, odioso, mundo llamado realidad.
Si tenemos presente la absoluta arbitrariedad que tiene un relato de ficción en sus orígenes (no
hay ningún motivo para que eso exista, salvo el afán del autor por hacerlo existir), es indispensable para
el autor que esa arbitrariedad se despoje de gratuidad: si el personaje existe (como cualquiera de esas
personas de la vida real que nos despiertan una curiosidad compulsiva por saber más de ellos), el relato en
cuestión cobra un peso específico. Y, por descabellado que parezca, escribirlo se convierte en una especie
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de misión, para el autor: traerlo a “este” lado. Lograr que exista, marca la diferencia entre lo que sería un
jugueteo verbal privado y la irrupción en el mundo de algo que no existía hasta entonces.
La ficción es una operación laboriosa, y a veces alquímica, para traer a “este” lado algo que
atisbamos --y perseguimos-- de “aquel” lado. No me atrevería a decir si lo real está afuera de la ficción, o
si la ficción está afuera de lo real. Sí sé que toda ficción es (para el lector) una “invasión”, mucho más que
una evasión. ¿Por qué invasión? Porque es algo que irrumpe en lo real y lo suspende mientras dura la
lectura.
Cuando lee, el lector lo hace con la misma pasión con que el escritor escribe: ambos detestan las
irrupciones de esa nadería llamada “la realidad”. Dicho en otras palabras, la visibilidad que tiene la
ficción --mientras se la escribe, mientras se la lee-- opaca la nitidez de lo real.
En sus Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino eligió seis “valores” que la
literatura debería preservar en el futuro. Uno de ellos es la visibilidad. Y dice: “He elegido la visibilidad
(como valor a salvar para el próximo milenio) porque implica la capacidad de enfocar imágenes con los
ojos cerrados, con caracteres negros sobre el papel en blanco”.
Lo que me lleva a preguntar, retóricamente: en el momento inicial de la construcción de un
personaje, ¿se lo ve? ¿Se lo oye?
A veces es una cosa, a veces es la otra. Los ejemplos son múltiples y diversos: Proust y su
magdalena, Ondaatje y la imagen de un piloto en llamas saliendo de un avión caído en medio del desierto.
El personaje asoma como quien tira de la única hebra discernible de una madeja enredada: uno
nunca se topa con alguno de los extremos de esa madeja, simplemente tira y trata de desenredar, de
alcanzar uno u otro extremo de la madeja, trata de “entender” ese personaje.
No importa desde dónde se lo atisbe por primera vez, desde donde se empiece a “construirlo”: la
sensación por lo general siempre es la misma, y Michael Ondaatje la describe así: “Cuando escribo me
siento como si estuviera dentro de una cueva oscura con una caja de fósforos. Cada fósforo me da unos
pocos segundos de luz y luego debo seguir a ciegas, porque no tengo muchos fósforos y no sé cuán lejos
estoy de la salida”.
Hay autores que avanzan así a lo largo de la trama, del argumento de su relato. Paso a paso,
desviándose y retomando el rumbo, dejándose “llevar”. Otros lo estructuran primero y luego siguen esas
coordenadas. (No es que lo planeen todo de antemano: saben, por ejemplo, que deben ir de A a B. Lo que
aspiran a saber, escribiendo, precisamente, es cómo ir de A a B. Y creo que era Godard quien decía que
no era cierto que sus películas no tuvieran principio, nudo y desenlace, sólo que no lo tenían en ese orden
necesariamente.)
A la hora de la construcción de un personaje, no conozco autor que no vaya a ciegas en esa tarea.
Diría más: gran parte de los desvíos inesperados que adopta un relato son causados por un fogonazo de
iluminación que experimenta el autor respecto de algún personaje.
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Supongo que eso se debe a que la escritura de una ficción es, entre otras cosas, un modo de ir
conociendo a un personaje, de ir sabiendo lo mínimamente indispensable para que se nos corporice
delante de los ojos. Cuando eso ocurre con un personaje, sentimos que deja de ser la maqueta o el cobayo
pasivo que era hasta entonces, para empezar a ser, finalmente, él mismo.
Hemingway decía, a su manera lapidaria: “Cuando oigo la palabra personaje me suena a
caricatura. Un autor aspira a crear personas vivas”. Aquel gran rabino del cuento corto que fue Bernard
Malamud opinaba en cambio: “Algunos nacen enteros, otros deben luchar y aspirar al orden para alcanzar
ese bendito estado”.
El proceso de “irrupción” de un personaje suele ser azaroso, no importa de dónde venga: sea de
nuestra imaginación más absoluta o de la vida real; sea de nuestro entorno cotidiano o de nuestros
recuerdos más o menos remotos; sea de la Historia, como figura pública, o como nota al pie de alguna
figura pública. Los ejemplos son múltiples, y todos ellos desembocan tarde o temprano en el espinoso
asunto de lo autobiográfico.
La pregunta es: ¿cuánto hay de uno en los personajes que uno construye?
A modo de respuesta, o ensayo de respuesta, voy a apelar a uno de los pocos buenos epígonos
del francés Georges Perec, un norteamericano llamado Harry Mathews (que, a la muerte de su maestro,
rondaba por la editorial Gallimard para tratar de robar el Diario que dejó Perec allí a su muerte para que
se publique en el año 2027). Mathews decía, junto con su maestro: “Llevamos los muertos a nuestro
interior y llenamos sus vacíos con nuestra propia sustancia: pasamos a ser ellos”. Cambien muertos por
personajes y tienen allí una definición literaria.
La palabra, ahora, es para el húngaro Stephen Vizinczey: “Dejé de tomarme en serio a la edad de
27 años, y desde entonces me he considerado sencillamente materia prima. Me utilizo del mismo modo
que se utiliza a sí mismo un actor: todos mis personajes --hombres y mujeres, buenos y malos-- están
hechos de mí mismo, más observación”.
Mathews y Vicinczey delimitan perfectamente los dos extremos de ese enorme territorio que es
el uso de lo autobiográfico, en las ficciones de casi todo escritor.
Uno de los aspectos más difíciles en la construcción del personaje son las contradicciones. Las
contradicciones de un personaje tienen que darle más verosimilitud, nunca hacerlo implausible. Por eso es
tan difícil descubrirlas para un autor: cuando un personaje habla demasiado, el autor debe hacerlo callar y
dejar que salga a la luz aquello que ese cotorreo oculta.
También se da el caso, mencionado antes, de que un personaje adquiere características que el
autor no le dio. En la construcción que realiza deja zonas vacías, que el lector llena a su manera, y así lo
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hace propio. Gombrowicz decía: “No soy escurridizo, pero mi literatura sí lo es. ¿Qué sería de la anguila
si la atraparan? Se la comerían. La literatura y la anguila sólo vivirán mientras consigan escaparse”.
Hay un efecto hipnótico cuando el personaje está bien construido: instala automáticamente al
lector a la misma altura. Esto vale para los personajes altamente lúcidos o sofisticados (los de Huxley o
Musil, para citar dos casos) como para los más “simples” (los de Puig, por ejemplo). He ahí una de las
alquimias de la ficción: cuando uno lee, siente que tiene el mismo sistema de emociones, el mismo grado
de inteligencia que los personajes del libro que lee. Nos hacen, durante la lectura, sus iguales.
Cuando hablo de personaje, abarco tanto al protagonista como al antagonista y a los personajes
secundarios. Por la sencilla razón de que hay libros en los cuales los “personajes de reparto” opacan al
protagónico casi. Y no hablo de libros “menores”, fallidos, salvo en algún detalle o personaje. Digo
grandes libros, como es el caso de Levin y Kitty en Anna Karenina, por ejemplo.
A veces el poder magnético que tiene un personaje es poderosísimo precisamente por no estar
presente. Casos paradigmáticos: el Seymour Glass de Salinger, presente en un solo cuento (“Un día
perfecto para el pez banana”), aparentemente presente, sin nombre en otro cuento (“Para Esmé, con amor
y sordidez”) y luego absoluta y empecinadamente etéreo, aunque es el tema obsesivo de conversación de
sus hermanos, en casi todo el resto de la obra de Salinger.
Algo similar ocurre con esa espléndida novela disfrazada de biografia llamada En busca del
Barón Corvo, de A. J. Symons, en la cual se narra la imposibilidad de escribir una biografia sobre un
personaje que dejó demasiadas pocas pistas al desaparecer. El mismo Drácula de Stoker sirve como
ejemplo: se habla y se habla de él durante cientos de páginas hasta que irrumpe en la novela.
En el Doktor Faustus de Thomas Mann, la figura de Adrian Leverkühn sería agobiante si la
novela estuviera contada en tercera omnisciente, sin la presencia estratégica de Serenus, el narrador, el
opaco y fiel amigo que sabe cuándo dar un inadvertido paso al frente y colarse en la trama, para despojar
al relato de esa solemne cámara de eco que tendría sin su presencia.
A veces el personaje es una excusa para el desenvolvimiento de la trama (el novelista Kenneth
Toomey en Poderes terrenales es el comodín que usa Anthony Burgess para recorrer la historia de este
siglo: después de seiscientas páginas de recorrer el mundo y el siglo a su lado sabemos menos de él que
de casi todos los demás personajes de la novela). A veces el personaje es la trama (en El paciente inglés,
de Michael Ondaatje, el misterio que encierra el conde Almázy mantiene en vilo a la enfermera, el ladrón
y el soldado hindú que lo acompañan en ese castillo derruido y esperan que rompa su empecinado
silencio).
A veces el tono de una novela convierte al lector en un personaje más: en Las vírgenes suicidas,
Jeffrey Eugenides narra la historia de cinco hermanas adolescentes que se van suicidando una a una a lo
largo de un año, pero lo hace en primera persona del plural (“Las veíamos morir y nos
preguntábamos...”). El efecto es hipnótico: por momentos, la voz narradora parece aludir a los varones del
barrio que espiaban a las chicas; por momentos a todo el pueblo; por momentos a todo adolescente
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masculino y, por fin, a toda la humanidad, sin distinción de sexos (incluyendo, por supuesto, al lector, en
un lugar privilegiado del escondite desde donde se espía a las magnificas y trágicas suicidas).
Volviendo a aquella frase de Hemingway, muchos escritores de ficción ven tan “persona” a
alguno de sus personajes que se resisten a abandonarlo después de terminar un libro: o bien vuelven a él
en otra época de su vida o se les cuela inadvertidamente, mientras creen que han logrado construir a otro.
Y habría un caso extremo, en el cual el escritor se pierde en el personaje hasta hacerse invisible
(Thomas Pynchon, por ejemplo). O su contracara: potencia un alter-ego hasta quedar encerrado en esa
cárcel, su modelo en la ficción. Salinger eligiendo en la vida real el camino de sus personajes (encerrarse
en una casa en medio del bosque, negarse a seguir publicando, dejar que corra un mito al que adjudica a
Seymour Glass en sus libros) seria el epítome de esta clase de escritores.
O Dorothy Parker, cuyo caso es más triste: además de sus ficciones, durante años Parker
desarrolló una “voz” en sus artículos de la revista The New Yorker que terminó obligándola a
convertirse públicamente en esa voz y darle con su persona un envoltorio. Sus amigos y sus lectores
creían conocerla tanto por sus columnas periodísticas, que desconfiaban de sus ficciones.
La vida de un escritor es una caza perpetua, consciente o inconsciente, de personajes. Se sabe
que Chejov pagaba un kopek por una buena anécdota y diez kopeks por una buena historia. Y que Isaac
Babel vagaba por el mercado de Odessa escuchando con muy poco disimulo las historias que se contaban
vendedores y clientes de los diferentes puestos, y que se enroló en la Caballería Roja luego de que Gorki
le aconsejara conocer “más tipos humanos” para que las ficciones que escribiera estuviesen a la altura de
su ya espléndida prosa. Abelardo Castillo lo dijo a su manera: “Yo acumulo rostros, gestos, palabras que
fueron decisivas y palabras oídas al pasar, sin ningún orden de importancia ni jerarquía, con la avaricia de
un coleccionista loco. Las pequeñas cosas, y las grandes. No por grandes o por pequeñas, sino porque no
hay más que ésas. Y todo consiste en que yo las nombre”.
La construcción del personaje siempre refleja, de manera más evidente o más secreta, la historia
literaria de cada autor: desde las burdas conclusiones iniciales de sus primeras lecturas infantiles a las
sucesivas claves que va vislumbrando con los años y los libros, ajenos y propios. Pero, en última
instancia, por debajo de sus virajes estilísticos y circunvalaciones estéticas, sus afanes nunca se alejan
demasiado de aquellos impulsos iniciales. Como decía Flaubert: “Por más que querramos sembrar nuevas
pasiones sobre las antiguas, éstas reaparecen siempre. No hay fuerza en el mundo capaz de arrancar sus
raíces”.
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