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LA MISERICORDIA DEL SEÑOR LLENA LA TIERRA Sal 33,7 Plan Pastoral 2015-16 Año Santo de la Misericordia 1

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LA MISERICORDIA DEL SEÑOR LLENA LA TIERRA

Sal 33,7

Plan Pastoral 2015-16

Año Santo de la Misericordia

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INTRODUCCIÓN

“La misericordia divina puede ser considerada la síntesis de la fe cristiana y

por eso tenemos siempre necesidad de contemplarla como fuente de alegría, de

verdad y de paz, condición de nuestra salvación”; con estas palabras, el papa

Francisco, al comienzo de la bula Misericordiae Vultus, nos invita a participar

en este Año de la Misericordia desde el día de la Inmaculada del presente año

hasta el final del Año litúrgico siguiente en la Festividad de Jesucristo, rey del

Universo (8 de diciembre de 2015 – 20 de noviembre de 2016).

Respondiendo a esta iniciativa del Papa, el presente plan pastoral quiere

aprovechar el acontecimiento de gracia que es siempre un Año Santo de manera

que, no sólo a título individual, sino en todas las actividades pastorales

diocesanas, se le tenga presente y dé frutos abundantes.

El objetivo de este plan, como cada año, es que el tema que se va a

profundizar se enriquezca con la participación de todos y que tenga

consecuencias pastorales prácticas que puedan ser aplicables y revisables. Para

facilitar este fin se incorporarán preguntas al término de cada uno de los tres

capítulos que componen este plan (uno para cada trimestre del curso pastoral).

De la misma forma que el año pasado la exhortación Evangelii Gaudium fue

el eje vertebrador de todo el plan pastoral, este año la ya citada Misericordiae

Vultus nos servirá de referencia. En ella, el papa Francisco expresa su “deseo de

que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de

misericordia corporales y espirituales”. Nada mejor, pues, que siguiendo el

deseo del papa “redescubrir las obras de misericordia” para desde ahí extraer los

criterios e iniciativas pastorales concretas para el próximo curso.

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Primer trimestre

CONOCER Y TRANSMITIR LA MISERICORDIA DE DIOS

“Como se puede notar, la misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra

clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su

amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca podrá

ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta:

intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano. La

misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente

responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de

alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar el

amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos.

Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos

los unos con los otros.

La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en

su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a

los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede

carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino

del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia «vive un deseo inagotable de

brindar misericordia». Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar

y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de

pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella es el primer

paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para

alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste

constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada

vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin

el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril,

como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia

el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar

a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros

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hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el

valor para mirar el futuro con esperanza.

No podemos olvidar la gran enseñanza que san Juan Pablo II ofreció en su

segunda encíclica Dives in misericordia, que en su momento llegó sin ser

esperada y tomó a muchos por sorpresa en razón del tema que afrontaba. Dos

pasajes en particular quiero recordar. Ante todo, el santo Papa hacía notar el

olvido del tema de la misericordia en la cultura presente: « La mentalidad

contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece

oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y

arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el

concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre,

quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como

nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado

la tierra mucho más que en el pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra,

entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la

misericordia … Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo,

muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se

dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios».

Además, san Juan Pablo II motivaba con estas palabras la urgencia de

anunciar y testimoniar la misericordia en el mundo contemporáneo: «Ella está

dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la

intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro

inmenso. El misterio de Cristo me obliga al mismo tiempo a proclamar la

misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de

Cristo. Ello me obliga también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en

esta difícil, crítica fase de la historia de la Iglesia y del mundo». Esta enseñanza

es hoy más que nunca actual y merece ser retomada en este Año Santo.

Acojamos nuevamente sus palabras: «La Iglesia vive una vida auténtica, cuando

profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del Creador y del

Redentor– y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del

Salvador, de las que es depositaria y dispensadora».

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La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón

palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón

de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de

Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el

que la Iglesia está comprometida en la nueva evangelización, el tema de la

misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una

renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad

de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su

lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón

de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre.

La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega

hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los

hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la

misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las

asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera

debería poder encontrar un oasis de misericordia.

(Misericordiae Vultus, números 9-12)

Con toda claridad señala el papa hasta qué punto la misericordia constituye el

núcleo central del verdadero conocimiento de Dios y de la vida misma de la

Iglesia. Conocer la misericordia divina es tanto como conocer al mismo Dios,

desconocerla supone ignorar su verdadero rostro.

Estamos en tiempos en los que la idea de Dios sufre tanto las consecuencias

del relativismo como del individualismo tan presentes en nuestro mundo. Se da

hoy el riesgo de un cierto sincretismo que recogiendo elementos extraños de

distintas comprensiones religiosas den como resultados una especie de Dios-

mosaico que poco tiene que ver con lo que Él mismo nos ha revelado de sí. En

otros casos, puede darse un Dios a la carta, en el que cada uno subjetivamente

construye y entiende la trascendencia según sus propias proyecciones, deseos o

preferencias.

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El problema es que ninguno de estos caminos conducen al verdadero

conocimiento del Dios vivo y verdadero, rico en misericordia, presente en la

historia de los hombres y dado a conocer plenamente en Jesucristo.

Encontramos, en cambio, un Dios creado por el hombre, sea como consenso de

contrarios, sea como respuesta a los anhelos individuales, que ni existe ni es

para el hombre fuente de vida y salvación. Tampoco el Dios de los filósofos,

deducido directamente de la inteligencia humana, nos da la verdadera medida

del misterio divino. Ni a través de una visión unilateral en la que sólo se

destaquen algunos aspectos de su misterio olvidando otros (Dios vengador o

Dios conseguidor) llegamos a Él.

En definitiva, como ya sucedió en los días de Babel, todo intento del hombre

de intentar alcanzar a Dios, de “conquistarlo” apoyado en sus solas fuerzas no

alcanza jamás su meta. Para conocer a Dios es preciso descubrir aquello que Él

mismo nos ha ido revelando de modo paulatino y progresivo. De hecho esta es

la primera muestra de su misericordia: Dios ha ido adaptándose en distintas

ocasiones y de muchas maneras a las edades del hombre (cf. Hbr 1,1ss) para así

darnos a conocer su verdadero rostro y su proyecto de amor a los hombres. Y

todo esto, que llamamos Revelación, se contiene en las páginas de la Sagrada

Escritura.

Un primer objetivo y primordial de esta Plan pastoral para el Año de la

Misericordia bien podría ser el de dar a conocer a todos la misericordia de

Dios. Al fin y al cabo como nos recordaba el propio papa Francisco, “la Iglesia

tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del

Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda

persona”.

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Enseñar al que no sabe. Mostrar el Dios de la misericordia

A esta tarea iluminadora de la Iglesia se refiere la primera obra de

misericordia espiritual: enseñar al que no sabe. La ignorancia es una de las

formas más lastimosas de pobreza en el ser humano y no hay ninguna verdad

más importante que el hombre deba conocer que la de saberse amado

incondicionalmente por Dios. Con razón puede decir el papa que ésta es la

primera verdad de la Iglesia y a ello debe dedicar el mayor y mejor de sus

empeños.

Ahora bien, para poder llevar a cabo cualquier tarea con eficacia y

credibilidad, la Iglesia ha de tener experiencia de lo que quiere transmitir. Así

fue desde el primer anuncio pascual hasta nuestros días, “esto, que hemos visto

y oído, os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros y nuestra

comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1,3). El encuentro

personal con el Dios de la misericordia a través de la oración es la fuente

primordial de la que se nutre el cristiano pero no sólo de modo individual, sino

también comunitario. Una oración personal pero no aislante sino abierta a los

otros, de modo que a todos pueda alcanzar la misericordia de Dios. Así pues,

rogar a Dios por todos, vivos y difuntos, es el punto de partida que nos recuerda

la iniciativa de Dios en todo y la primacía de la gracia en la vida de la Iglesia.

Quizá ésta pueda ser un hermoso pórtico al plan de este año: no comenzar

ninguna actividad eclesial (reuniones, encuentros, entrevistas, convivencias)

sin elevar una oración al Señor: “muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu

salvación” (Sal 85,8).

A partir de aquí, la misión de mostrar a quien no lo conoce el misterio de la

misericordia infinita de Dios, obliga a distinguir dos planos diferentes:

- En primer lugar, habría que hablar de aquellos que viven alejados de la fe,

desligados de la vida de la Iglesia y que, por lo mismo, tienen una idea de Dios

deficiente cuando no inexistente. Por desgracia el fenómeno de la secularización

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combinado con el de un laicismo presente de distintos modos en la vida de la

sociedad ha dado como resultado el abandono, por parte de muchos, de la fe en

la que fueron bautizados.

- Junto a ello no se puede dejar de reconocer el efecto tan pernicioso que ha

tenido en el corazón de muchas personas el testimonio negativo y, en

demasiadas ocasiones escandaloso, de los cristianos. Estas actitudes

antievangélicas, sean por acción o por omisión, han dado como resultado el que

muchos hayan dado la espalda a la Iglesia, a Cristo y a veces al mismo Dios en

todo o en parte. Estos, los alejados, como nos recordaba el beato Pablo VI en la

exhortación Evangelii Nuntiandi han de ocupar un lugar privilegiado en la tarea

evangelizadora de la Iglesia. Esto lo sabemos pero lo difícil es encontrar las

ocasiones para poder anunciar el evangelio de la misericordia a quien, de suyo,

tiene escaso o nulo contacto con la Iglesia.

No obstante se abren antes nosotros tres caminos o actitudes que, con

paciencia y humildad, pueden hacer posible entrar en contacto con quienes, por

no conocer el verdadero rostro de Dios, se encuentran ajenos a la vida de la

Iglesia:

- La salida a las periferias existenciales de las que tanto nos habla el papa

en Evangelii Gaudium, a aquellos lugares “donde hay sufrimiento,

ceguera y esclavitud”. Se trata ciertamente de un ejercicio de audacia

evangélica que, por otra parte, es exigida por la misma misión de la

Iglesia. Periferias que tanto pueden ser lugares de diversión de los

jóvenes, como de marginación y exclusión social, de soledad y dolor, de

conflicto o división o directamente de pecado estructural evidente.

- Aprovechar el acercamiento puntual y aunque sea puramente formal de

quienes se hallan alejados, sea para buscar la asistencia de la Iglesia

(Cáritas), sea para acceder a algún sacramento o en la despedida de sus

seres queridos difuntos. Posiblemente la motivación que les hace

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acercarse a la Iglesia no sea una fe formada, como tampoco lo fue la de la

hemorroisa que quiso tocar a Jesús (Mt 9,20-21). Siguiendo a Jesús

estamos llamados a volvernos hacia ellos decirles “¡Ánimo!” y como san

Pablo hacernos débiles con los débiles para ganar a los débiles (1Cor

9,22): al fin y al cabo, justo esto significa la palabra misericordia.

- Normalmente lo que ha alejado a muchos de la fe ha sido tanto las

palabras u opiniones, como también las actitudes o actos concretos de

miembros de la Iglesia. Por eso es muy importante cuidar este aspecto: se

trata por tanto de mostrar la misericordia de Dios tanto con las palabras

como con los gestos, con los hechos. Tal como recuerda el papa, la

credibilidad de la Iglesia pasa por el camino del amor misericordioso y

compasivo. A veces nuestras opiniones o posturas, seguramente muy

celosas de la verdad, pueden mostrar una severidad o rigidez que

muestren más una Iglesia que prohibe como juez, que una Iglesia que

recibe como madre.

En tal sentido, y esto vale para todos los casos, es primordial cuidar la

acogida y el trato dado a las personas que arrastran consigo una herida en la fe.

Al fin y al cabo, si cualquier relación humana en la Iglesia ha de estar

impregnada de la fraternidad, el respeto y la capacidad de comprensión que

caracterizan el ser cristiano, cuánto más en estos casos. Con profunda humildad

reconoce el papa que “tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar

y de andar por la vía de la misericordia por una tentación de pretender siempre y

solamente justicia”. Es importante esta afirmación que nos recuerda que la

vuelta aunque sea fugaz de quien se halla lejos de la Iglesia no es momento para

exigencias morales, ni para fríos formalismos ni siquiera para una respetuosa

indiferencia. Como en la parábola evangélica lo que termina por cambiar al hijo

pródigo es la misericordia del Padre y la acogida recibida en la casa familiar.

Es fundamental ahondar en esta actitud de acogida tan propia del evangelio

pero que quizá, en una tierra de viejas raíces sociológicas cristianas, no hemos

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cuidado suficientemente. No es así en otros lugares donde el cristianismo es

minoritario o la Iglesia convive en pie de igualdad con otras confesiones

cristianas: es algo esencial, no puramente una estrategia o marketing, mostrar el

rostro bondadoso y misericordioso de la Iglesia desde el momento del primer

contacto a quien se asoma a ella desde fuera. El tema, por tanto, de la acogida

familiar, cercana y educada a quienes se acercan, sea por el motivo que sea,

a la Iglesia ha de ser un objetivo pastoral primordial para este Año de la

Misericordia.

Dar buen consejo al que lo necesita. Dirección espiritual y Lectio Divina

Ahora bien, esta ocasión de profundizar en el misterio de la misericordia de

Dios no sólo debe entenderse como propicia a quienes por una u otra razón se

hallan lejos del corazón de la Iglesia. Dado que “la misericordia es la viga

maestra que sostiene la vida de la Iglesia”, todos estamos llamados a un

conocimiento más completo de esta verdad. En este contexto quizá sería bueno

recordar otra de las obras espirituales de misericordia: dar buen consejo al que

lo necesita, en relación con la importancia del consejo espiritual, de la

dirección o acompañamiento espiritual hoy más preciso que nunca, pues nos

movemos en un mundo plagado de informaciones contradictorias y amenazado

por la dictadura del relativismo

Pero además, incluso en el contexto intraeclesial cada vez son más frecuentes

las situaciones irregulares, sobre todo en el ámbito matrimonial y familiar (lo

que tuvimos ocasión de trabajar en el Plan Pastoral de hace dos años). La

dirección espiritual, la “cura de almas” es una tarea primordial de los sacerdotes,

como buenos pastores, para la que han de estar siempre disponibles, por más que

otras exigencias pastorales dificulten esta tarea. Hoy más que nunca “dar buen

consejo”, ofrecer una palabra de verdad, de consuelo, de exhortación o de

esperanza es obra de misericordia para con los hermanos.

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Los fieles cristianos, por su parte, deben aprovechar este Año de gracia para

encontrar a quienes, como instrumentos del Señor, les ayuden a conocer mejor la

voluntad de Dios en su vida y a cumplirla fielmente.

Una vez más, conviene recomendar la práctica de la Lectio Divina, cada

vez más apreciada como modo de acceso a la Palabra en muchos creyentes y

presente ya de modo habitual en algunas parroquias y comunidades. La

familiaridad y cotidianidad con la lectura sapiencial y creyente de la Palabra de

Dios es, sin duda el mejor camino para un mejor conocimiento y encuentro con

Dios y purifica, además, las diversas imágenes a veces muy incompletas que

tenemos de Él. La Lectio Divina es un método que proviene de la más genuina

Tradición de la Iglesia y que bien puede extenderse a distintos momentos y

actividades de la vida diaria de la Iglesia (catequesis, formación, oración

comunitaria, acción social, etc.).

Es un tiempo propicio para mostrar, a la luz de la Palabra de Dios, el rostro

misericordioso de Dios que permita superar determinadas concepciones

excesivamente rigoristas que, a veces, impiden vivir gozosamente la experiencia

cristiana. Es frecuente el caso de personas, incluso en el seno de la Iglesia, para

quienes resulta difícil la lectura del Antiguo Testamento y el reconocimiento del

rostro amoroso de Dios ya presente antes de la venida de Jesucristo. Por eso es

oportuno el colocar la Palabra de Dios en su integridad en el centro de la vida de

la Iglesia, para sacar del único tesoro de las Escrituras lo nuevo y lo antiguo (cf.

Mt 13, 52).

Tal y como nos recuerda el papa, “eterna es su misericordia” es el estribillo

que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la

revelación de Dios. En razón de esa misericordia, todas las vicisitudes del

Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico”. Ahora bien,

no cabe duda que es “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre” que en

Él “se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen”. En otras palabras, para

conocer al Dios rico en misericordia es preciso acercarse a quien nos lo ha dado

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a conocer. Como nos recuerda san Juan Pablo II en Dives in misericordia (nº 2),

“en Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia,

Él la encarna y la personifica de modo que, Él mismo es en cierto sentido, la

misericordia”.

Orar por vivos y difuntos. Celebrar y peregrinar. Indulgencias

No es casual que este Año Santo se enmarque entre dos fiestas litúrgicas que

se pueden ver como origen y culmen del misterio del Dios Encarnado: la

Inmaculada Concepción de la Virgen María, que abre el camino a la

Encarnación y Jesucristo Rey del Universo, por su victoria sobre toda forma de

mal a través del misterio pascual de su amor. La coincidencia con el año

litúrgico de este tiempo de gracia nos ofrece un recorrido que posibilita vertebrar

toda la vida celebrativa así como la predicación desde la clave de la misericordia

de Dios manifestada en Cristo, su encarnación, sus palabras y signos, su entrega

pascual. Y esto tanto en el tiempo ordinario, como especialmente en los así

llamados “tiempos fuertes” (Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua).

En este contexto, el papa señala medios concretos que nos han de servir en

este año de gracia. Así, la peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo,

porque es imagen del camino de cada persona y expresa la salida de sí mismo

hacia la propia de la conversión, “Me levantaré y me podré en camino adonde

está mi padre” (Lc 15,18). Además de Roma, cada Diócesis ha designado

lugares que sirven de meta para la peregrinación de este Año Santo pero sin

duda el más importante y significativo es la Catedral.

Tanto a título individual como por parte de las parroquias y de otras

realidades eclesiales no debería desaprovecharse cualquier momento del Año

Santo que incluye asimismo a otros lugares significativos como las basílicas y

santuarios diocesanos. En todo caso, lo deseable es que las peregrinaciones se

acompañen de una adecuada preparación y con momentos de oración y

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celebrativos del perdón, bien sea en la propia catedral, bien en los días

anteriores o posteriores a su realización.

Aunque cualquier momento del Año Jubilar es propicio para llevar a cabo este

signo, el papa invita a vivir sobre todo la Cuaresma con especial intensidad. Si

en el tiempo cuaresmal hacemos presente la peregrinación del pueblo de Dios en

la espera de la misericordia, este año adquiere particular relevancia. “¡Cuántas

páginas de la Sagrada Escritura pueden ser meditadas en las semanas de

Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso del Padre!”.

Este sentido comunitario y peregrinante de la vida cristiana que nos ayuda a

descubrir el tiempo de Cuaresma, nos introduce en otro de los signos

importantes de este Año Santo, como es el de las indulgencias, a veces tan poco

comprendido en la propia Iglesia. La parábola del hijo pródigo nos puede servir

de nuevo para mejor explicar el sentido de este misterio eclesial, en concreto las

palabras dichas a su padre cuando le sale a su encuentro. “Padre, he pecado

contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a

uno de tus jornaleros” (Lc 15,19).

Ciertamente que el pecado daña dolorosamente la relación con Dios e incluso

desdibuja la misma dignidad del pecador como hijo suyo, de modo que ya no

merece participar de las riquezas del Padre. Sin embargo ni siquiera el pecado

puede borrar ni abolir esta condición que, por pura misericordia suya, recibimos

en el bautismo. Aún en su pecado el hombre sigue siendo hijo de Dios, no un

jornalero, de modo que, abriéndose a su perdón, hasta la herida más profunda

del pecado es sanada y las riquezas que le corresponden como hijo son

devueltas, por eso exclama el padre: "Traed aprisa el mejor vestido y vestidle,

ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies” (Lc 15,22). A eso

llamamos indulgencias y este es el tiempo propicio para recibirlas como Dios las

da a sus hijos, a manos llenas.

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Preguntas

1. ¿Qué frase del texto del papa Francisco te ha llamado más la

atención?

2. ¿Qué iniciativas concretas crees que pueden ayudar a que la Iglesia,

en la vida cotidiana se muestre ante el mundo como expresión de la

misericordia de Dios?

3. ¿Cómo hacer posible un mejor conocimiento de la misericordia de

Dios a través de la palabra en la vida ordinaria de la Iglesia?

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Segundo trimestre

ACOGER EL DON DE LA MISERICORDIA

La Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como

momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios. ¡Cuántas

páginas de la Sagrada Escritura pueden ser meditadas en las semanas de

Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso del Padre! Con las palabras

del profeta Miqueas también nosotros podemos repetir: Tú, oh Señor, eres un

Dios que cancelas la iniquidad y perdonas el pecado, que no mantienes para

siempre tu cólera, pues amas la misericordia. Tú, Señor, volverás a

compadecerte de nosotros y a tener piedad de tu pueblo. Destruirás nuestras

culpas y arrojarás en el fondo del mar todos nuestros pecados (cfr 7,18-19).

Las páginas del profeta Isaías podrán ser meditadas con mayor atención en

este tiempo de oración, ayuno y caridad: «Este es el ayuno que yo deseo: soltar

las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los

oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y

albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no abandonar a tus

semejantes. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu herida se curará

rápidamente; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del

Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él dirá:

«¡Aquí estoy!». Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la

palabra maligna; si partes tu pan con el hambriento y sacias al afligido de

corazón, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía.

El Señor te guiará incesantemente, te saciará en los ardores del desierto y

llenará tus huesos de vigor; tú serás como un jardín bien regado, como una

vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan » (58,6-11).

La iniciativa “24 horas para el Señor”, de celebrarse durante el viernes y

sábado que anteceden el IV domingo de Cuaresma, se incremente en las

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Diócesis. Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la

Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia

semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un

momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo

ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque

nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será

para cada penitente fuente de verdadera paz interior.

Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo

de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo

cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca

olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y

ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva.

Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los

pecados, de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del

Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger

a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al

encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores

están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar

la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también

del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su

juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido delante de la misericordia del

Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el

padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo,

porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación

de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser

siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del

primado de la misericordia.

Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo la intención de enviar los

Misioneros de la Misericordia. Serán un signo de la solicitud materna de la

Iglesia por el Pueblo de Dios, para que entre en profundidad en la riqueza de

este misterio tan fundamental para la fe. Serán sacerdotes a los cuales daré la

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autoridad de perdonar también los pecados que están reservados a la Sede

Apostólica, para que se haga evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre

todo, signo vivo de cómo el Padre acoge cuantos están en busca de su perdón.

Serán misioneros de la misericordia porque serán los artífices ante todos de un

encuentro cargado de humanidad, fuente de liberación, rico de responsabilidad,

para superar los obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo. Se dejarán

conducir en su misión por las palabras del Apóstol: «Dios sometió a todos a la

desobediencia, para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). Todos entonces,

sin excluir a nadie, están llamados a percibir el llamamiento a la misericordia.

Los misioneros vivan esta llamada conscientes de poder fijar la mirada sobre

Jesús, «sumo sacerdote misericordioso y digno de fe» (Hb 2,17).

Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan estos Misioneros, para que

sean ante todo predicadores convincentes de la misericordia. Se organicen en las

Diócesis “misiones para el pueblo” de modo que estos Misioneros sean

anunciadores de la alegría del perdón. Se les pida celebrar el sacramento de la

Reconciliación para los fieles, para que el tiempo de gracia donado en el Año

jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el camino de regreso hacia la

casa paterna. Los pastores, en especial durante el tiempo fuerte de Cuaresma,

sean solícitos en invitar a los fieles a acercarse « al trono de la gracia, a fin de

obtener misericordia y alcanzar la gracia » (Hb 4,16).

(Misericordiae Vultus, números 17-18)

En este Año Santo se nos invita no sólo a profundizar y contemplar el

misterio de la misericordia de Dios tal como nos ha sido revelado en su Palabra

desde antiguo hasta llegar a la plenitud en Cristo.

Como en todo Año Jubilar, un aspecto muy importante es la acogida del don

de gracia y misericordia que de manera particularmente significativa se ofrece a

la Iglesia a través de los sacramentos y en especial del sacramento de la

Reconciliación.

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Este sacramento, en la diversidad de formas y de nombres que ha tenido en la

historia (sacramento de la penitencia, de la confesión, del perdón, de la

reconciliación), expresa la riqueza del misterio de la misericordia divina que se

ofrece gratuitamente a los hombres a través de la mediación de la Iglesia.

Entre las varias y preciosas descripciones que el papa hace de la misericordia

al comienzo de la bula hay una que recoge casi a modo de definición en qué

consiste este atributo/acción divinos: “Misericordia: es el acto último y supremo

con el cual Dios viene a nuestro encuentro”.

Dios que, por pura gracia, se inclinó hacía el hombre para crearlo y que desde

ese momento siempre ha tenido su mirada amorosa vuelta hacia nuestra

pequeñez, incluso cuando el hombre le dio la espalda con el pecado “no lo

abandonó a su suerte, sino que tendió la mano a todos, para lo encuentre todo el

que le busca” (Plegaria IV del Misal Romano).

Por lo tanto, a partir del pecado, el del primer hombre, el de cada hombre, el

pecado del mundo, la misericordia de Dios adquiere otra dimensión aún más

admirable. Ya no es sólo que Dios se complaciese en el hombre, la preferida de

sus criaturas y que, por pura gracia, le haya invitado a participar de su propia

vida, la vida eterna. Además, cuando el hombre rechaza impíamente esa oferta

de Dios, Él deja siempre abierta la puerta y expedito el camino del perdón y la

reconciliación y por eso decimos con verdad que su misericordia es mucho

mayor y vence a cualquier pecado y a la multitud de pecados. Estas dos

experiencias –la del perdón y la de la reconciliación– son, por esa razón,

imprescindibles para adentrarse en el verdadero alcance de la misericordia de

Dios.

De hecho, desde que entró en el mundo el pecado y, por el pecado, la muerte,

la experiencia del perdón es absolutamente vital para el ser humano. El hombre

necesita saberse perdonado y aceptado pese a sus errores, limitaciones y

contradicciones o de lo contrario arrastra, lo reconozca o no, un sentimiento de

culpa, de frustración y de vacío. La pregunta es ¿y quién es el que puede

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perdonar al hombre? ¿Quién puede satisfacer esa sed de paz, esa “nostalgia de

reconciliación” que habita en lo hondo de su ser? Nadie sino Dios, capaz de

recrear aquello que el pecado destruye, de hacer nuevas todas las cosas en el

hombre y en el mundo.

Esa necesidad de la misericordia que habita en cada ser humano, no

constituye sin embargo un valor en alza en nuestro mundo. El hombre se siente,

cada vez más, dueño de la tierra – dados los avances de la ciencia y la técnica–

y sujeto único y absoluto de la vida moral –por los sucesivos cambios culturales

e ideológicos–. Por eso, es la sociedad (sea la mayoría democrática, el consenso

político, los llamados lobbys, grupos de presión o los medios de comunicación)

quien, no pocas veces, determina qué es lo verdadero o lo falso, lo bueno o lo

malo, qué cosa sea un error o cuál un delito. De este modo, lo socialmente

admitido y legalmente permitido tiende a considerarse sin más como lo

moralmente aceptable.

Desde esta comprensión de la realidad puramente intramundana no cabe el

concepto del pecado como alejamiento de la voluntad de un Dios que busca

nuestro bien ni de la misericordia como el camino seguro por el que Dios nos

vuelve a atraer hacia Él. Lejos de esta comprensión religiosa, una cierta

autosuficiencia en el hombre de hoy explica por qué tantas personas afirmen

ufanamente no arrepentirse de nada de lo hecho en su vida y, ya en el contexto

intraeclesial, la razón por la que muchos cristianos no sienten la necesidad del

recibir el perdón o simplemente no descubren en sí mismos pecado alguno que

reconocer o del que convertirse.

Corregir al que yerra. El sacramento para la conversión

Es cierto que en etapas pasadas y dentro de la propia Iglesia ha podido primar

una visión rigorista y legalista ante el pecado y el perdón, visión marcada por

una cierta severidad y que también esto ha podido constituirse en un freno u

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obstáculo para el verdadero conocimiento del perdón y la misericordia de Dios.

Sea como fuere, es también una obra de misericordia corregir al que yerra y por

eso mismo somos invitados como el hijo menor de la parábola a aprovechar este

año para, con humildad, ayudarnos unos a otros, como el pueblo de Israel, a

reconocer en qué nos hemos alejado de Dios y a ponernos en camino hacia Él,

tomando la senda humilde – y por eso mismo verdadera– de la conversión.

Pero, sin duda, el signo más importante, el que de forma más clara y eficaz

expresa el misterio de la misericordia divina es el sacramento de la penitencia,

que debe ocupar un lugar central tanto en este plan pastoral como a lo largo del

Año Jubilar. Ya se ha aludido a las dificultades que hoy se presentan a la hora de

reconocer el misterio del pecado –mysterium iniquitatis y de la misericordia –

mysterium pietatis– que son dos caras, opuestas pero inseparables, de la misma

verdad. Por desgracia, la experiencia pastoral nos señala que este sacramento

que en la Iglesia se expresa y se realiza de manera cotidiana y eficaz el perdón

de Dios viene arrastrando un importante declive de años.

No dedica, sin embargo, una sola línea el papa a lamentarse de esta situación

sino que nos invita a aprovechar esta ocasión para redescubrir nosotros y dar

mejor a conocer el don inmenso que Jesús dejó a su Iglesia instituyendo el

sacramento del perdón. Es más, se habla en el documento de ciertos signos de

recuperación de este sacramento en la Iglesia y especialmente en muchos

jóvenes y es verdad que los acontecimientos y las celebraciones significativas,

suelen venir acompañadas con una gran afluencia al sacramento del perdón

como una llamada interior del Espíritu Santo a recibir la gracia de la

reconciliación.

Es este tiempo adecuado para hacer especialmente accesible el sacramento de

la penitencia, para tener abiertas y disponibles las capillas penitenciales y los

confesonarios, para valerse de la riqueza litúrgica que se ofrece desde el

Vaticano II en el modo de la celebración sea individual como comunitaria.

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Ya hace unos años san Juan Pablo II nos dejó su preciosa exhortación

Reconciliatio et Poenitentiae que nos da claves preciosas sobre el sacramento de

la reconciliación. En sus páginas se recoge lo que ya era una verdad intuida y

vivida a partir de la renovación del concilio, esto es, resaltar y recuperar su

aspecto medicinal, curativo y no sólo el jurídico o punitivo. En otras palabras,

que más que un tribunal donde se inquiere, se juzga o se castiga este sacramento

sea visto como el lugar de encuentro donde se acoge, se escucha y se sanan las

heridas del pecado. En palabras de san Agustín “Yo quiero curar, no quiero

acusar”. En este sentido, es importante que no sólo los ministros, sino el

conjunto de los fieles ayuden a difundir esta comprensión renovada del

sacramento donde, no sólo se hace presente la justicia divina, sino que ésta es

elevada y enriquecida por su infinita misericordia.

El sacramento de la penitencia es, pues, el lugar privilegiado en el corazón

mismo de la Iglesia para el encuentro entre el hombre herido por el pecado y

Dios rico en misericordia. Es evidente que el perdón que ahí se da depende

exclusiva y absolutamente de la misericordia divina. Pero también es cierto que

Dios, respetuoso siempre de la libertad del hombre, nada quiere hacer sin la

participación y el querer humanos: “eso es lo que espera Dios del hombre

practicar el derecho, amar la bondad y ser humilde ante Él” (Miq 6,8). No se

trata de una condición que Dios pone para perdonar al hombre, sino más bien de

un “permiso”, de una llamada a la puerta del hombre para no violentar su

voluntad, “mira que estoy a la puerta y llamo, si alguien escucha mi voz y abre

la puerta, entraré en su casa” (Ap 3.20).

No obstante no es fácil al hombre actual dar ese paso tal y como nos recuerda

el mismo san Juan Pablo II en el mismo texto:

Al hombre contemporáneo parece que le cuesta más que nunca reconocer los

propios errores y decidir volver sobre sus pasos para reemprender el camino

después de haber rectificado la marcha; parece muy reacio a decir «me

arrepiento» o «lo siento»; parece rechazar instintivamente, y con frecuencia

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irresistiblemente, todo lo que es penitencia en el sentido del sacrificio aceptado

y practicado para la corrección del pecado

Precisamente como una ayuda a esta respuesta del hombre a la oferta

misericordiosa de Dios allí se proponen cuatro catequesis sobre elementos

relacionados con el misterio de la misericordia divina:

- La tentación y el pecado

- La reconciliación y el perdón

- La penitencia y la conversión del corazón

- La conciencia moral y su formación

Sería un instrumento pastoralmente útil la elaboración de un examen de

conciencia completo, claro y actualizado. En él se daría nombre, y esto es muy

importante sobre todo de cara a la confesión, a las distintas situaciones o

acciones morales negativas, ayudando a identificarlas. Si entendemos el

sacramento desde su perspectiva medicinal, nada como una buena descripción y

análisis de los síntomas para una completa curación del mal. Pero además es

interesante que se incluyan elementos y sensibilidades que antes no estaban

presentes en la vida ordinaria, como sucede con algunas adicciones, el uso de las

redes sociales, actitudes discriminatorias, etc. Sería asimismo la ocasión de

presentar de modo correcto las distintas dimensiones de la vida moral (personal

y social, espiritual y material, por acción y por omisión).

Por otro lado, conviene aquí recordar la verdadera naturaleza del sacramento

que, lejos de propiciar una fría rendición de culpas a modo de interrogatorio

judicial, debe entenderse como un encuentro interpersonal basado en el diálogo

franco y sereno. Justamente para garantizar esta comprensión del sacramento es

por lo que es un elemento básico la confesión individual y privada de los

pecados con la seguridad absoluta de su confidencialidad y sigilo que se

garantiza por parte del ministro.

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Salvando la necesidad de la confesión individual, en el resto de los elementos

que constituyen el sacramento, ofrece la liturgia una gran riqueza de formas

celebrativas especialmente en lo que se refiere a las “celebraciones

comunitarias del sacramento de la penitencia”. Este es sin duda unos de los

grandes logros de la renovación conciliar y este Año de la Misericordia es

ocasión propicia para seguir difundiéndolo de modo que sea cada vez más

cotidiano en nuestras parroquias y no sólo en los tiempos fuertes.

Aprovechemos, según cada situación, las múltiples posibilidades que se recogen

en el ritual (elección de lecturas, preparación y examen de conciencia,

penitencia individual o colectiva, etc.) y que ayudan a recuperar la dimensión

eclesial y comunitaria en un sacramento que ha adolecido durante siglos de un

cierto individualismo.

Justamente la penitencia o satisfacción es, según el parecer de muchos, la

parte del sacramento más necesitada de revitalización de modo que deje de ser

entendida como una especie de “precio que se paga por el pecado absuelto”

consistente en el rezo de alguna oración. Sin despreciar en absoluto este modo

tradicional de “cumplir la penitencia”, tenemos, sin embargo, ocasión de

recordar que ésta consiste en “restablecer el equilibrio y la armonía rotos por el

pecado, cambiando de dirección, incluso a costa de sacrificio” en algún aspecto

de la propia vida. Para ello es importante tener en cuenta los siguientes aspectos

fundamentales:

- La penitencia debe ser pedagógica, ayudando así al penitente a

desenmascarar la verdadera naturaleza y gravedad de sus faltas, más allá

de las justificaciones u ofuscaciones que el propio pecado genera y en este

sentido es muy importante la proporcionalidad entre el pecado y la

satisfacción.

- Al mismo tiempo ha de ser medicinal de modo que ayude a sanar al

propio pecador y aquí encuentra su sentido la invitación a la oración. A

todo esto habría que añadir lo que a menudo supone un déficit del modo

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en que se administra el sacramento de la penitencia y es la ausencia de la

palabra de Dios que podría resolverse en gran medida invitando a leer la

Palabra de Dios como medicina saludable. Podría ser útil, incluso, la

elaboración de un elenco de lecturas bíblicas seleccionadas a tal efecto

tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento o acudir a alguno de

los que ya existen.

- Finalmente la penitencia debería ser satisfactoria de modo que ayude a ese

cambio de dirección aludido y a la reparación en el caso y modo que sea

posible y prudente, del daño causado a otros.

Evidentemente en estos aspectos, tienen una responsabilidad principal los

sacerdotes a los que, por cierto, el papa Francisco invita a sumarse a su iniciativa

de ser enviados como “misioneros de la misericordia” con autoridad de

perdonar también los pecados que están reservados a la Sede Apostólica y

cuya función será, además de la celebración del sacramento de la reconciliación,

el anuncio de la alegría del perdón y de la misericordia a través de misiones

popular y otras iniciativas. No obstante, el propio papa recuerda a los sacerdotes

que esta es misión indeclinable de todo sacerdote y ocasión de crecer en la

disponibilidad al pueblo para el sacramento de la confesión y al mismo tiempo a

buscar ellos mismos el perdón sacramental. Asimismo invita el papa a

participar en la iniciativa “24 horas para el Señor”, durante el viernes y

sábado que anteceden el IV domingo de Cuaresma en las que se conjugue al

mismo tiempo la adoración a Dios en el Sacramento de la Eucaristía y la acogida

de su perdón en el de la Reconciliación.

Perdonar las injurias y sufrir con paciencia los defectos de los demás.

Reconciliación con Dios y con los hermanos

Precisamente hablando de reconciliación es bueno recordar que ésta, fundada

y realizada en el misterio de la Cruz no debe ser entendida exclusivamente en la

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dirección que podríamos denominar vertical, esto es entre Dios y el propio

pecador. Si es verdadera, la reconciliación ha de extenderse a su vez

horizontalmente, esto es de unos para con otros, de modo que una no se entiende

ni concibe sin la otra.

Por tanto si cuando vas a presentar la ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí

mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el alter

y vete a reconciliarte con tu hermano y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.

Con el que te pone pleito ponte procura arreglarte enseguida, mientras vais

todavía de camino. (Mt 5,23-24).

El pecado individual genera estructuras de pecado que trascienden a las

personas y dañan y escandalizan a muchos. Por este motivo, el Año Jubilar tenía,

ya en el antiguo Israel, un claro sentido de restauración de la voluntad de Dios

tantas veces herida por los egoísmos y abusos surgidos del pecado de los

hombres. Se trata, por tanto, de aprovechar este año de perdón e indulgencia

para desalojar todo rastro de resentimiento o de rencor que no debería tener

cabida en el corazón de un cristiano, sea entre matrimonios, en las familias,

entre los amigos, en las distintas relaciones humanas. La justicia, como se sabe,

no es incompatible con la misericordia, ni la verdad con el perdón, ni la razón

con la indulgencia. ¡Cuánto daño podemos hacer cuando con un compromiso

eclesial visible y notorio coinciden en nuestra vida situaciones donde triunfa el

rencor, el pleito o el resentimiento a veces incluso con los más cercanos!

La necesidad de superar heridas no se dan solamente en el plano personal,

sino también en el comunitario, institucional y eclesial, tal y como lamentaba el

papa Francisco en su encíclica Evangelii Gaudium: “Dentro del Pueblo de Dios

y en las distintas comunidades ¡cuántas guerras!”. Existen en nuestras

parroquias, entre instituciones, asociaciones o comunidades cuestiones

pendientes, agravios arrastrados en el tiempo, a veces situaciones injustas que

impiden la comunión plena que, para ser verdadera, ha de ser también visible.

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Esta es ocasión propicia sin duda para buscar la reconciliación, derribando

barreras y olvidando ofensas pasadas pero no como mero ejercicio de

voluntarismo, sino confiando en la gracia y la misericordia de Dios que se nos

prometen y ofrecen este año.

Se trata, por tanto, de un tiempo propicio para llevar a la práctica otras dos

obras de misericordia espirituales, perdonar las injurias y sufrir con paciencia

los defectos de los demás mediante la conversión y la reconciliación que a nivel

institucional debe pasar por un análisis de las actitudes, acciones, omisiones a la

luz del carisma o misión originaria de cada uno. También es imprescindible una

revisión a fondo en la relación con otras instituciones, comunidades o realidades

eclesiales para restañar heridas, superar prejuicios, buscar la reconciliación, esto

es para contribuir a la comunión querida por Dios en la Iglesia como expresión

de su amor misericordioso a todos los hombres.

Preguntas

1. ¿Qué frase del texto del papa Francisco te ha llamado más la atención?

2. ¿De qué manera crees que puede lograrse revitalizar el sacramento de

la Reconciliación en la Iglesia?

3. ¿Qué iniciativas podrían ayudar a conseguir una verdadera

reconciliación que haga crecer la comunión de la Iglesia?

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Tercer Trimestre

PRACTICAR LA MISERICORDIA CON TODOS

Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor:

Misericordiosos como el Padre. El evangelista refiere la enseñanza de Jesús:

«Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso» (Lc 6,36). Es un

programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y de paz. El

imperativo de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27). Para ser

capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la

escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio

para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar

la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.

La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del

camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación

y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la

meta anhelada. También para llegar a la Puerta Santa en Roma y en cualquier

otro lugar, cada uno deberá realizar, de acuerdo con las propias fuerzas, una

peregrinación. Esto será un signo del hecho que también la misericordia es una

meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación,

entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos

dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser

misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.

El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es

posible alcanzar esta meta: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no

seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida

buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos.

Porque seréis medidos con la medida que midáis» (Lc 6,37-38). Dice, ante todo,

no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie

puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con

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sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior.

¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de

celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a

exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del

chisme. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de

bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio

parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es

todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar

y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo

recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa

sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad.

Así entonces, misericordiosos como el Padre es el “lema” del Año Santo. En

la misericordia tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo sí mismo, por

siempre, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Viene en nuestra ayuda

cuando lo invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la Iglesia inicie con

estas palabras: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme»

(Sal 70,2). El auxilio que invocamos es ya el primer paso de la misericordia de

Dios hacia nosotros. Él viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que

vivimos. Y su auxilio consiste en permitirnos captar su presencia y cercanía. Día

tras día, tocados por su compasión, también nosotros llegaremos a ser

compasivos con todos.

En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a

cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con

frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de

precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la

carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado

a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será

llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la

consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la

debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad

que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que

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destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas

de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos

provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos,

y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de

nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos

podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para

esconder la hipocresía y el egoísmo.

Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre

las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para

despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la

pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los

pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús

nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si

vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia

corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al

desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a

los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo

al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al

triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar

a Dios por los vivos y por los difuntos.

No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos

juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos

al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que

estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si

ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente

de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones

de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser

rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo

y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de

rencor o de violencia que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo

el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si

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encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada

uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de

nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga

para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado.

No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: «En el ocaso de nuestras

vidas, seremos juzgados en el amor».

(Misericordiae Vultus, números 13-15)

Se ha hecho ya habitual hablar de “sociedad del bienestar” al referirnos al

modo de vida presente y, en gran medida, es cierto que tanto los avances de la

ciencia y de la técnica como la toma de conciencia de derechos antes ignorados

han logrado paliar muchas de las fuentes de angustia y sufrimiento de otras

épocas. No obstante sigue siendo verdad lo que el papa proclama: “¡Cuántas

situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy!”. Hasta ahora

hemos hablado sobre todo de la misericordia que Dios tiene con nosotros,

aunque ya hemos señalado la dimensión horizontal de la misericordia desde la

perspectiva de la reconciliación. Ahora se nos invita a hacerlo también desde la

perspectiva de la compasión tal y como ésta es entendida en la Sagrada Escritura

y en particular en el Evangelio.

Dios, nuestro Padre, es compasivo y misericordioso y siente ternura por

sus fieles que hemos sido elegidos por pura misericordia –miserando atque

eligendo–. Ahora bien, “la misericordia no es sólo el obrar del Padre, sino que

ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos”. De

hecho este es el lema que el papa ha querido para este Año Santo

“misericordiosos como el Padre”, de modo que superando la tentación de la

indiferencia o del cinismo que destruye el amor cristiano, no nos habituemos al

dolor ajeno. Somos invitados, en cambio, a abrir los ojos para mirar las miserias

del mundo, las heridas de tantos hermanos y a escuchar su grito de auxilio. Se

nos recuerda, de este modo, el último gran discurso de Jesús en el evangelio de

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San Mateo en el que casi a modo de testamento nos dice: “cada vez que lo

hicisteis con uno de estos, mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis”

(25,40).

El papa, desde el principio, quiere llamar la atención sobre el drama de la

pobreza ante el que nuestras conciencias, muchas veces aletargadas, deben

despertar. Así, si escuchamos la predicación de Jesús, entraremos todavía más en

el corazón del Evangelio para darnos cuenta si vivimos o no como discípulos

suyos.

Al respecto, es muy recomendable la lectura del reciente documento de los

obispos españoles Iglesia, servidora de los pobres escrito como respuesta a las

nuevas situaciones de pobreza consecuencia de la actual crisis económica.

Referirse a la totalidad de ámbitos y situaciones en los que la pobreza y el

sufrimiento se hacen dolorosamente presentes en nuestra sociedad es tarea casi

imposible para un plan pastoral como éste. Sin embargo, siguiendo el consejo

del papa, “redescubramos las obras de misericordia corporales”, como

respuesta a las grandes cuestiones y desafíos sociales del tiempo presente.

Conviene recordarlas aludiendo a las nuevos desafíos que, consecuencia del

pecado de los hombres, se oponen al plan de Dios y por lo mismo dañan o

amenazan el bien común de la sociedad.

Dar de comer al hambriento. El desafío de la pobreza y el hambre

1. El desafío de la pobreza y del hambre –dar de comer al hambriento–. Jesús

en su ministerio público, tras su Bautismo en el Jordán, pronunciará su primera

palabra tomándola del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque

Él me ha ungido. Me ha enviado a llevar el evangelio a los pobres, a proclamar a

los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; a liberar a los oprimidos, a

proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Con toda

intención evita el Señor las palabras de venganza divina que completan la cita

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del profeta y muestra así la primacía de la misericordia desde el mismo inicio de

su misión. Ungidos como el Señor por su mismo Espíritu, los bautizados

estamos llamados a seguir fielmente sus pasos. De modo que, igual que para Él,

al anuncio de la Buena Noticia a los pobres ha de ser elemento prioritario en la

misión no sólo de la Iglesia, sino de cada cristiano.

Es cierto que la Iglesia, preocupada en todas las épocas por los más

desfavorecidos, se ha sentido llamada a mostrar el rostro samaritano de Jesús a

través de muchas instituciones tanto en la vida diocesana como en la religiosa.

No obstante, no hemos de entender esta labor como limitada a un determinado

sector de la comunidad eclesial, sino que cada cristiano, como nos recuerda el

papa, está llamado a ser “otro Cristo”. Nadie puede sentirse ajeno a la llamada

de mostrar el rostro misericordioso de Dios a los pobres. Como nos recordaba

Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus Caritas est: “La naturaleza íntima

de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios

(kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (liturgia) y servicio de la

caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden

separarse una de otra”. Ante esta llamada que la Iglesia, por fidelidad al Señor,

hace a cada uno de sus hijos, la respuesta suele ser la que encontramos en el

evangelio: “¿Quién es mi prójimo?”, esto es: “¿Quiénes de verdad merecen la

preferencia en la Iglesia? ¿Cómo ayudarles o apoyarles?”. La respuesta, dada

por Jesús en la parábola del Buen Samaritano nos brinda las claves que han de

servirnos de eje para este aspecto fundamental en la vida cristiana. Aquel

samaritano, figura de Jesús, y también de cada cristiano “se compadeció, se

acercó a él y vendó sus heridas”, tres acciones concretas que resumen bien a las

claras el sentido solidario de la parábola:

- Sensibilización: el camino que conduce al encuentro con los pobres debe

partir de la conversión, de la apertura del corazón a quienes sufren la

precariedad y la humillación de la pobreza. Ahora bien, esta toma de

conciencia no se limita al ámbito personal y emotivo, sino que se traduce

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en la acción concreta de las instituciones dedicadas a la solidaridad en la

Iglesia como Cáritas o Manos Unidas. Éstas, lejos de ser meros

instrumentos de recaudación de fondos para la ayuda concreta juegan un

papel decisivo en la concienciación y sensibilización. Una iniciativa

importante en este Año Santo, para no pasar de largo como el levita de la

parábola, es prestar particular atención en las parroquias y otras

instituciones a la Campaña contra el Hambre de Manos Unidas y a

las campañas e iniciativas llevada a cabo por Cáritas Diocesana.

- Implicación: el sentirse cerca de los pobres, reconocerlos como hermanos

se ha de traducir asimismo en acciones concretas. Es importante, una vez

más el tema de la acogida, sea en las parroquias como en cualquier otro

ámbito de la Iglesia. Evitemos cualquier forma dañina de acepción de

personas que suponga una forma displicente y fría de contacto con los

pobres que llegan en busca de ayuda. De hecho, el texto evangélico

detalla que el samaritano “lo montó en su propia cabalgadura”. Es cierto

que, en muchas ocasiones, no es fácil el trato con los pobres, no

olvidemos que , a menudo, llevan consigo las heridas de la indiferencia, el

maltrato o la humillación. La capacidad de escucharlos o de atenderlos

con la dignidad que merecen hace posible que puedan sentirse en la

Iglesia como en casa propia. Pero hay más: así como hablábamos de este

Año Santo como de una ocasión propicia para la reconciliación, lo ha de

ser también para la justicia. La llamada a la justicia social y al respeto a

los derechos especialmente de los más débiles –al trabajo, a un sueldo

digno, a determinadas condiciones laborales, a la atención sanitaria, al

descanso– y de los deberes sociales, por ejemplo tributarios, se ha de

llevar escrupulosamente a la práctica tanto en el ámbito privado como en

el institucional. Ésta es señal inequívoca de que la misericordia con los

pobres va más allá de la buena intención.

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- Ayuda o atención concreta: es evidente que ante una persona herida y

maltratada, como la de la parábola, lo más urgente, antes incluso de la

denuncia o de la restitución de sus bienes y derechos es curar sus heridas.

Como las llagas del pobre Lázaro, la herida de la pobreza amenaza con

desangrar e infectar el cuerpo completo de la sociedad. Es interesante que

el samaritano atiende, primero personalmente curando las heridas y luego

institucionalmente, llevándolo a la posada y pagando el gasto generado.

No nos deberíamos quedar satisfechos por el hecho de colaborar

económicamente con las instituciones de la Iglesia a favor de los pobres,

con ser esto importante. Una parte de la vida de cada cristiano debería

estar, de una u otra, manera dedicada a la atención a los más

desfavorecidos. Hoy se ha extendido en la Iglesia, quizá más que nunca,

el fenómeno del voluntariado entre jóvenes, adultos y ancianos. En

nuestra diócesis, sea en los distintos lugares de asistencia concreta

(comedores, centros de acogida) como en las ONG’s esta presencia es

creciente y podría ser este Año Santo ocasión propicia para estimular y

dar a conocer estos lugares donde la misericordia de Dios a través de

la acción humana se hace especialmente visible.

Dar de beber al sediento. El desafío de la defensa de la naturaleza

2. El desafío de la defensa de la naturaleza –dar de beber al sediento–: en su

última encíclica Laudato si el papa ha abordado el tema de la defensa del medio

ambiente. Como allí mismo se recuerda se trata de una cuestión novedosa en el

magisterio eclesial y por lo mismo bastante ausente tanto de la reflexión como

de la vida ordinaria de la Iglesia. El papa la plantea, no desde una perspectiva

práctica o desde el mero naturalismo, sino atendiendo a los presupuestos de la fe

y la revelación presentes en la Palabra de Dios. La creación de Dios se ve

amenazada como consecuencia del pecado que rompe el equilibrio del ser

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Page 35: Plan Pastoral Misericordia 2015.pdf

humano consigo mismo, con Dios, con los demás pero también con el resto de

las criaturas que fueron puestas por Dios bajo la tutela del hombre no para ser

expoliadas sino cuidadas por él como deber sagrado. En la Iglesia es muy

relevante el papel que juega, por ejemplo, el Movimiento Scout Católico a la

hora de ayudar a descubrir en niños y jóvenes a través del misterio de la

naturaleza y el respeto a las criaturas, así como en una concepción antropológica

cristiana, la huella de Dios y la dignidad y el papel del hombre en el mundo.

Llama la atención sobre todo la importancia que tiene el agua como

elemento imprescindible para la vida de los hombres, así como la cuestión de la

contaminación del aire y de la degradación del medio. El compromiso con la

conservación de la naturaleza no ha de ser entendida una moda pasajera sino que

es una exigencia en primer lugar del respeto a la obra creadora de Dios, en

segundo lugar de defensa del bien común y en tercer lugar es una cuestión de

misericordia ya que finalmente las víctimas directas o indirectas de las

agresiones al medio suelen ser los más pobres y desfavorecidos (inundaciones,

contaminaciones tóxicas, perdida de la potabilidad del agua, destrucción

forestal…).

Nos interesa especialmente conocer los principios propuestos en esta

encíclica para contribuir activamente en esta tarea:

- Lo primero, desde luego ha de ser la toma de conciencia personal y

colectiva del tema ecológico en la Iglesia de modo que deje de ser una

cuestión “exótica” en la vida de la Iglesia, sino que entre naturalmente en

su enseñanza, catequesis y educación.

- En segundo lugar la superación del paulatino alejamiento de la naturaleza

cada vez más evidente como consecuencia de la primacía de lo

tecnocrático. Las nuevas generaciones desconocen el misterio de la

naturaleza en una vida cada vez más urbana, dado el declive de lo rural y

la fascinación por las novedades tecnológicas –móviles, internet, etc–.

Quizá sería interesante aprovechar esta llamada del papa para recuperar

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Page 36: Plan Pastoral Misericordia 2015.pdf

las actividades pastorales en el ámbito natural como campamentos,

peregrinaciones, convivencias o retiros.

- Una tercera iniciativa muy importante se refiere a la apuesta por otro

estilo de vida menos individualista y dominado por el consumismo e

indiferente al respeto al bien natural. Se trataría de valerse de los medios

técnicos con moderación, de no derrochar lo que no es preciso, en especial

el agua, de no dañar el medio ambiente siendo cuidadoso con el destino

de los residuos y basuras. En definitiva una cierta misericordia ecológica

que cuida y se preocupa de algo tan indefenso y vulnerable como la

naturaleza.

Vestir al desnudo. El desafío de los marginados

3. El desafío de los marginados –vestir al desnudo–. El papa está llamando la

atención sobre lo que él llama la peligrosa “sociedad del descarte” en la que se

ha logrado un nivel y calidad de vida impensable en otros tiempos, pero sólo

para una minoría, incluso en un aparente “estado de bienestar” que alcanza a la

mayoría de la población, por la que se paga un alto precio, pues muchos, como

el herido de la parábola, quedan al borde del camino del progreso, descartados

sea por razones de orden natural (ancianos, dependientes) o social (adictos,

inadaptados, sin techo) llegando incluso a aberraciones evidentes (aborto,

eutanasia). La triste realidad oculta es que a quienes no pueden seguir el ritmo

del “progreso” se les deja caer, se les descarta con indiferencia. Pero la palabra

de Jesús es clara al respecto. Para el cristiano el “pasar de largo”, el “sálvese

quien pueda” es inaceptable de modo que es preferible ralentizar el ritmo de

progreso a dejar que haya quienes queden marginados por él.

En nuestra sociedad, no obstante, hay signos de esperanza que se hacen

visibles en tantas iniciativas e instituciones dedicadas a atender y ayudar

reincorporar a estos hermanos nuestros que deben ocupar el lugar de privilegio

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Page 37: Plan Pastoral Misericordia 2015.pdf

en el corazón de la Iglesia. Una iniciativa pastoral muy oportuna es promover la

implicación de cada vez más cristianos en cada una de estas iniciativas

(defensa del derecho a la vida y la dignidad de los más débiles, protección de

disminuidos psíquicos, ayudas a dependientes, acompañamiento de ancianos,

recuperación de enfermos o de personas con alguna adicción…).

Acoger al forastero. El desafío de la inmigración

4. El desafío de la inmigración –acoger al forastero– es un tema

absolutamente candente en nuestro tiempo y en nuestro mundo. El tema de la

inmigración desde lugares sometidos a la pobreza y a la violencia extremas en

busca del bienestar y la seguridad de la sociedad occidental está teniendo

consecuencias que el papa no ha dudado en calificar de “vergonzosas”. Más allá

de análisis sociológicos o políticos que aquí no corresponden, podemos afirmar

que el caudal incesante de sufrimiento, humillación, o violencia generado por el

fenómeno de la inmigración es también consecuencia en última instancia del

pecado de los hombres, del egoísmo, de la avaricia, del odio, etc.

Como ante el hambre en el mundo o la cuestión ecológica, no está en nuestras

manos la solución de este drama de alcance internacional. Sí lo está, sin

embargo, y además como exigencia de la misericordia, el sentirnos afectados por

las consecuencias de esta realidad, cada día más presente entre nosotros.

En general nos cuesta mucho acoger y aceptar a que es extraño, y sin

embargo, ésta es una actitud irrenunciable del evangelio. De hecho, el que

atiende al herido de la parábola es un samaritano que, como tal, pertenece a otro

pueblo y otra religión. En este sentido la Iglesia no se conforma con llamarnos a

superar cualquier forma de xenofobia, incompatible con nuestro ser cristiano

y especialmente católico (es decir, universal), sino incluso a superar el mero

respeto pasivo y desconfiado para, en la medida en que nos sea posible,

colaborar en una integración activa.

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Page 38: Plan Pastoral Misericordia 2015.pdf

Ciertamente, como para cualquier ser humano, lo cultural tiene un peso

grande en nuestra vida, pero para un cristiano por encima ha de estar el

Evangelio. Cualquier acepción de personas, en el trato ordinario, como en la

vida laboral o escolar y más aún en la vida eclesial, supone una contradicción y

un escándalo. Adquiramos en este Año Santo de la misericordia el compromiso

de desterrar cualquier forma de discriminación, desprecio o desconfianza a

quienes viniendo de lejos, como la Sagrada Familia en Belén, piden lugar en

nuestra posada.

Asistir al enfermo. El desafío de la enfermedad

5. El desafío de la enfermedad –asistir a los enfermos –. La asistencia a los

enfermos, el “curar sus heridas” es una llamada permanente al corazón de cada

ser humano que se convierte en prioritario desde la fe cristiana. La enfermedad

nos hace experimentar la vulnerabilidad de la propia vida, su finitud y nos hace

salir del sueño de la autosuficiencia para reconocer la dependencia que tenemos

de los otros. Por todo ello y porque suele ir acompañada del dolor, la

enfermedad es lugar privilegiado de misericordia. Hoy, gracias a Dios, los

medios técnicos y la universalización de la salud pública han hecho que la

Iglesia no tenga, como antaño, que asumir en exclusiva esta actividad. No

obstante, si hay un lugar donde el cristiano tiene siempre accesible el ejercicio

de la misericordia es el de la enfermedad, en las casas o en los hospitales,

visitando, curando, consolando en el dolor, alentando la esperanza o

asistiéndolos con los sacramentos.

En cada vez más parroquias se van constituyendo grupos de visita a los

enfermos que extienden una tarea que antes realizaban los párrocos, muchas

veces solos. Otra iniciativa posible para este Año de la Misericordia es afianzar

e incorporar nuevos miembros, o instaurar en aquellas parroquias que no lo

poseen, este ministerio de visita y asistencia a los enfermos. Es bueno

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recordar que el patrono de la Diócesis, San Juan Grande dedicó toda su vida a

practicar la misericordia en el cuidado de los enfermos y junto a ellos descansan

sus reliquias, cerca de los hermanos de san Juan de Dios. Precisamente el

Santuario Diocesano, es lugar propicio para encontrarse con este testigo de

la misericordia y, siguiendo su ejemplo, una llamada a nuestra diócesis a

descubrir en cada enfermo el rostro y la presencia misteriosa de Cristo Redentor.

Visitar a los encarcelados. El desafío de la delincuencia

6. El desafío de la delincuencia –visitar a los encarcelados–. La pastoral

penitenciaria no es en absoluto una actividad fácil ni accesible a todos. Sin

embargo, resuena la palabra del profeta en relación al ayuno que Dios quiere:

“soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los

oprimidos y romper todos los yugos” (Is 58,6).

En otras épocas, por no estar garantizados ni el estado de derecho ni las

libertades individuales, junto a delincuentes comunes convivían presos por

razones ideológicas, religiosas o morales. Hoy, aún con las limitaciones de la

justicia humana, quienes se encuentran privados de libertad en la cárcel, deben

estarlo como consecuencia de su comportamiento contrario a las leyes y dañino

a la sociedad. Pero en una sociedad donde el perdón, como ya vimos, es una

palabra cada vez más ajena y más aún el pecado, la pastoral penitenciaria

recuerda que “allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20) y

que la misericordia de Dios es infinitamente mayor que la multitud y la

gravedad de los pecados de los hombres. Como recuerda el papa: “El Jubileo

siempre ha sido la ocasión de una gran amnistía, destinada a hacer partícipes a

muchas personas que, incluso mereciendo una pena, sin embargo han tomado

conciencia de la injusticia cometida y desean sinceramente integrarse de nuevo

en la sociedad dando su contribución honesta. Que a todos ellos llegue

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realmente la misericordia del Padre que quiere estar cerca de quien más necesita

de su perdón” (Carta con motivo del Jubileo de la Misericordia).

Es esta regeneración espiritual, que proviene de sentirse amado y perdonado

por Dios de modo incondicional, la que garantiza una verdadera y permanente

reinserción social. Y como sucede con el mundo de la enfermedad, éste es

también lugar privilegiado, aún en su evidente dificultad, para que se haga

manifiesta la grandeza de la misericordia divina.

Como iniciativa concreta podría constituirse, con aquellos que se sientan

llamados por el Señor para esta tarea, un grupo de laicos que puedan

acompañar a los sacerdotes y religiosos que habitualmente desarrollan esta

misión para que quienes se hallan encarcelados reciban el testimonio de fe y el

aliento de la oración de seglares que pueden enriquecerlos con su testimonio de

vida y de misericordia.

Como en el caso de los inmigrantes, de los marginados, de los sin techo… es

imprescindible, también aquí, caminar por la senda de la integración, evitando

cualquier forma de estigmatización, por desgracia frecuente frente a quienes han

salido de la cárcel. No se puede obviar el daño que estas personas arrastran, no

sólo como consecuencia del pecado, a veces muy grave, sino a menudo

provocada por una degradación social y familiar incluso previa. En cualquier

caso, la solución de esas profundas heridas que dificultan la reinserción no son

ni el rechazo, ni la sospecha, sino más bien la confianza y la cercanía fraterna.

Enterrar, consolar y orar. El desafío de la muerte

7. El desafío de la muerte –enterrar a los muertos y consolar al triste–. La

sepultura de los que han muerto es, desde antiguo, considerada una obra de

humanidad y de misericordia por cuanto expresa el respeto debido al último

resto que queda de una persona en este mundo. Hoy, afortunadamente, no es

preciso preocuparse de la suerte material de los restos de los que han muerto

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Page 41: Plan Pastoral Misericordia 2015.pdf

como sí lo era en otras épocas en las que esta necesidad daría lugar incluso al

nacimiento de muchas hermandades y cofradías. No podemos, sin embargo,

olvidar el consejo del Santo Padre: “La indulgencia jubilar, por último, se puede

ganar también para los difuntos. A ellos estamos unidos por el testimonio de fe y

caridad que nos dejaron. De igual modo que los recordamos en la celebración

eucarística, también podemos, en el gran misterio de la comunión de los santos,

rezar por ellos para que el rostro misericordioso del Padre los libere de todo

residuo de culpa y pueda abrazarlos en la bienaventuranza que no tiene fin”

(Carta con motivo del Año de la Misericordia).

Este último desafío pastoral conjuga una obra de misericordia corporal –

enterrar a los muertos– y otra espiritual –consolar al triste–. La muerte, situación

límite y absoluta para el hombre, puede considerarse la experiencia más decisiva

de su vida y, a la vez, como consecuencia del pecado, es un momento

especialmente dramático y oscuro. En ella, el ser humano sufre el desgarro más

radical, acompañado en muchas ocasiones del dolor, de la angustia y de la

soledad radical. Por tanto, el lugar en que la misericordia divina juega su papel

definitivo es la muerte del hombre.

La llamada a “consolar al triste” se convierte aquí en una exigencia de la

misericordia y esto en una doble perspectiva:

- Acompañamiento de los agonizantes. En un mundo cada vez más

individualista no es nada infrecuente que haya personas que mueran, bien

en su casa, bien en los hospitales, completamente solas. Por eso, aún

cuando está en relación con la pastoral de enfermos, merece la pena la

referencia a esta posibilidad pastoral. Es también importante recuperar el

sacramento de la unción de enfermos, está dotado de gracias decisivas

para este momento, aunque, venturosamente, ha perdido ya su condición

de “extremaunción”. No cabe duda que sería importante la superación de

un pudor que puede llegar a convertirse en negligencia, ofreciendo con

delicadeza y valentía este sacramento, como un auxilio del Señor en la

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enfermedad y el peligro, invitando a participar además a la familia en esta

celebración como la Iglesia recomienda.

- Acompañamiento de las familias. Para quienes pierden un ser querido, la

experiencia supone un golpe psicológico pero también espiritual.

Justamente por lo decisivo del momento, por la obligada referencia a la

trascendencia y al valor decisivo de la vida, éste es un lugar pastoralmente

determinante. Ante la muerte, las personas se plantean cuestiones antes

inexistentes para ellos y se sumergen en el misterio pero también pueden

sucumbir a la desesperación por el dolor de la pérdida. Hoy en día, sobre

todo en las poblaciones más grandes, la muerte suele suceder fuera de la

casa –en el hospital– y lo mismo sucede con el velatorio o las exequias –

en el tanatorio–, lo que puede llegar a ser un hándicap para la pastoral, se

salva con la atención, la oración y la compañía a la familia por parte

del párroco y la comunidad parroquial en el mismo tanatorio. Aun

respetando la intimidad tanto personal como familiar que es sagrada en

estos casos, siempre es posible ofrecer una oración por los difuntos y sus

familiares en los tiempos de vela cumpliendo así la última obra de

misericordia: orar por los vivos y por los difuntos.

Preguntas

1. ¿Qué frase del texto del papa Francisco te ha llamado más la atención?

2. ¿Qué signos concretos podrían hacer más visible el rostro samaritano

de la Iglesia con los pobres y los que sufren?

3. ¿En qué campos de los citados como lugares de ejercicio de las obras

de misericordia corporales crees que podría hacerse más presente la

Iglesia?

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DOCUMENTOS

- Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia,

Misericordiae Vultus (11-04-2015)

- Carta Encíclica de S. Juan Pablo II sobre la misericordia divina, Dives in

Misericordia (30-11-1980)

- Exhortación Apostólica post-sinodal de S. Juan Pablo II sobre la

reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy, Reconciliatio

et Paenitentia (2-12-1984)

- Instrucción Pastoral de la CV Asamblea Plenaria de la Conferencia

Episcopal Española, Iglesia, servidora de los pobres (24-04-2015)

- Carta del papa Francisco con la que se concede la indulgencia con ocasión

del Jubileo extraordinario de la Misericordia (1-09-2015)

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ANEXO. LAS OBRAS DE MISERICORDIA

Hay catorce obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales.

Obras de misericordia corporales: 1) Visitar a los enfermos2) Dar de comer al hambriento3) Dar de beber al sediento4) Dar posada al peregrino5) Vestir al desnudo6) Visitar a los presos7) Enterrar a los difuntos

Obras de misericordia espirituales: 1) Enseñar al que no sabe2) Dar buen consejo al que lo necesita3) Corregir al que se equivoca4) Perdonar al que nos ofende5) Consolar al triste6) Sufrir con paciencia los defectos del prójimo7) Rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.

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ANEXO II. PARA LA CONFESIÓN

El pasado año, el papa Francisco obsequió a los fieles en la Plaza de San

Pedro un folleto especial por Cuaresma titulado “Custodia el corazón”, que fue

entregado por varios indigentes de Roma. En él se encuentra un examen de

conciencia de treinta preguntas para hacer una buena confesión, así como una

breve explicación sobre las razones para acudir al sacramento.

¿Por qué confesarse?

¡Porque somos pecadores! Es decir, pensamos y actuamos de modo contrario

al Evangelio. Quien dice estar sin pecado es un mentiroso o un ciego. En el

sacramento el Padre perdona siempre a sus hijos, que a pesar de haber negado su

identidad, confiesan al mismo tiempo sus pecados y la misericordia de Dios. Y

puesto que el pecado de cada uno daña al cuerpo de Cristo que es la Iglesia, el

sacramento tiene también como efecto la reconciliación con los hermanos.

¿Cómo confesarse?

No siempre es fácil confesarse: no se sabe qué decir, se piensa que no es

necesario dirigirse al sacerdote… Tampoco es fácil confesarse bien: hoy como

ayer, la dificultad más grande es la exigencia de orientar de nuevo nuestros

pensamientos, palabras y acciones que culpablemente están lejos del evangelio.

Es necesario un camino de auténtica conversión, que conlleva la liberación

del pecado, y la elección del bien enseñado por el Evangelio de Jesús.

Para una buena celebración del sacramento de la Penitencia el camino

comienza por el examen de conciencia que es escuchar la voz de Dios, después

el arrepentimiento y el propósito de enmienda. Decir los pecados al confesor es

invocar la misericordia divina que se nos concede gratuitamente mediante la

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absolución y la satisfacción es cumplir la penitencia con la alabanza a Dios por

el perdón recibido y una vida renovada.

¿Qué confesar?

«El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe

confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los

que se acuerde tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria

de suyo, la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la

Iglesia» (Catecismo 1493).

Examen de conciencia

En relación a Dios

- ¿Me dirijo a Dios sólo cuando lo necesito?

- ¿Participo en Misa los domingos y días de fiesta?

- ¿Comienzo y termino mi jornada con la oración?

- ¿Uso en vano el nombre de Dios, de la Santa Hostia, de la Virgen, de los

Santos?

- ¿Me he avergonzado de mostrarme católico?

- ¿Qué hago para crecer espiritualmente? ¿cómo? ¿cuándo?

- ¿Me revelo contra los planes de Dios? ¿Pretendo que Él haga mi

voluntad?

En relación al prójimo

- ¿Sé perdonar, compadecerme y ayudar al prójimo?

- ¿Juzgo a los demás sin piedad con mis pensamientos y palabras?

- ¿He calumniado, robado, despreciado a los humildes y a los indefensos?

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- ¿Juzgo sin piedad tanto de pensamiento como con palabras?

- ¿Soy envidioso, colérico o parcial?

- ¿Me preocupo de los pobres y de los enfermos?

- ¿Soy honrado y justo con todos o alimento la “cultura del descarte”?

- ¿Incito a otros a hacer el mal?

- ¿Observo la moral sexual y familiar que enseña el Evangelio?

- ¿Cómo cumplo mi responsabilidad en la educación de los jóvenes?

- ¿Honro y respeto a mis padres?

- ¿He rechazado la vida recién concebida? ¿He ayudado a hacerlo?

- ¿Respeto el medio ambiente?

En relación a mí mismo

- ¿Soy un poco tibio, demasiado mundano o poco creyente?

- ¿Me he excedido en el comer, beber, fumar o en mis diversiones?

- ¿Me preocupo demasiado de mi salud física, de mis bienes?

- ¿Cómo utilizo mi tiempo? ¿Soy perezoso?

- ¿Quiero sólo ser servido?

- ¿Amo y cultivo la pureza de corazón, de pensamientos y de acciones?

- ¿Planeo venganzas, alimento rencores?

- ¿Soy manso, humilde, y constructor de paz?

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