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Por qué he escrito El Mercenario por Nick Gillain Volví varias veces a la «Cité Paradis» y cada vez me reci- bían más amablemente. Me preguntaron si deseaba volver a Bélgica, diciéndome: «Querido Gillain, tú tienes derecho a ir a Bélgica; aquí tienes quinientos francos que cuesta el viaje; haz lo que quieras; quédate en París o date una vuelta por tu país; no queremos que puedas quejarte de que no hemos tenido suficiente considera- ción contigo.» A la semana siguiente me entregaron una nueva remesa de dos mil francos. Al principio, esta generosidad me confortaba; sin embar- go, después de algún tiempo, me invadía un vago malestar. Tenía demasiada suerte, se me arreglaban demasiado bien todas las cosas. Me habían devuelto mis papeles y me entregaban dinero, a pesar de haber dejado irregularmente el ejército, mientras que todos los días veía denegar pensiones a inválidos y negar auxi- lios de cinco francos a licenciados de los cuarteles.

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Por qué he escrito El Mercenario

por Nick Gillain

Volví varias veces a la «Cité Paradis» y cada vez me reci-bían más amablemente. Me preguntaron si deseaba volver a Bélgica, diciéndome:

«Querido Gillain, tú tienes derecho a ir a Bélgica; aquí tienes quinientos francos que cuesta el viaje; haz lo que quieras; quédate en París o date una vuelta por tu país; no queremos que puedas quejarte de que no hemos tenido suficiente considera-ción contigo.»

A la semana siguiente me entregaron una nueva remesa de dos mil francos.

Al principio, esta generosidad me confortaba; sin embar-go, después de algún tiempo, me invadía un vago malestar. Tenía demasiada suerte, se me arreglaban demasiado bien todas las cosas. Me habían devuelto mis papeles y me entregaban dinero, a pesar de haber dejado irregularmente el ejército, mientras que todos los días veía denegar pensiones a inválidos y negar auxi-lios de cinco francos a licenciados de los cuarteles.

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Cuánto más reflexionaba más me convencía de que mi caso obedecía a una de estas dos hipótesis: o bien se pretendía lison-jearme para que no hablase, o bien, Heusler, que conocía mi pasado militar, se esforzaba en hacerme olvidar los días sombríos que pasé en la 14 Brigada bajo las órdenes de Dumont.

Habían pasado más de tres semanas y Heusler me llamó a su despacho.

—Gillain —me dijo— ¿quieres volver a España?, tenemos necesidad de buenos oficiales; si aceptas te nombrarán coman-dante de una media brigada de caballería.

—Te agradezco tu proposición, Heusler —le respondí—; sin embargo, te advierto que la única cosa que actualmente me interesa es verme rehabilitado ante mis compañeros. ¡El simula-cro de juicio en el que me condenaron, no lo acepto! ¡Ascendi-do a capitán por el Ministerio de la Guerra, no puedo consentir que se me prive de mi graduación por un consejo de disciplina!

—De acuerdo —convino Heusler—; voy a hacer revisar tu asunto, pero es imposible hacerlo en Francia; para ellos es nece-sario que vuelvas a España.

—Acepto —le contesté—, pero a condición de que tú me garantices la imparcialidad del tribunal que me juzgue. Debes comprender que no quiero volver a caer en las manos de Dumont y de Bastien.

—No tengas ningún temor —me dijo Heusler—, tengo que ir a España en automóvil y te llevo conmigo; me conoces y sabes que mi palabra tiene valor.

Yo tenía en él absoluta confianza, y me bastaba su protec-ción. Nos citamos para el lunes siguiente.

Ese día llegué a su despacho y lo primero que me dicen es que había salido a provincias.

—¿Cómo es eso? —pregunté—; si debíamos salir juntos para España.

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—Hay contraorden —me respondió su secretario—; tú tienes que salir en el tren con otros cuatro camaradas; en el 33 de la calle Granges-aux-Belles1 te darán tu billete.

Esta propuesta no podía satisfacerme. Yo había aceptado volver a España a condición de que Heusler, en quien yo confia-ba, viniera conmigo. Su situación dentro del Partido Comunista y el hecho de haber sido comisario político con el General Walter eran una garantía, si no absoluta de objetividad, por lo menos de que se harían las cosas claramente y no en secreto. Yo esperaba poder defenderme, pero su ausencia alejaba mucho la posibili-dad de ser oído por aquellos en quien delegasen el juzgarme.

Si mi primer impulso fue de recelo, el segundo fue de que era indigno de mí escapar, que era una cobardía no partir después de haberlo prometido: ¡El vino estaba escanciado y era necesario beberlo!

El tren salía a las nueve y media de la noche. Me habían cita-do en un pequeño restaurante comunista, La Famille Nouvelle2, donde encontraría a mis compañeros de ruta, con los que debía cenar. Hacia las siete, subí al primer piso, reservado especialmen-te para los voluntarios que iban a España. Había una multitud, en su mayor parte húngaros, checos, polacos, italianos y alema-nes; comían platos sencillos y bebían vino tinto. Contrastando con estos pobres diablos, en dos mesas en un rincón, una veinte-na de individuos se regalaban y pedían coñac en vasos grandes.

Estábamos cerca de ellos y, en cuanto supieron que no éramos nuevos reclutas, sino antiguos Internacionales, nos invi-taron a beber.

No era necesario ser muy lince para darse cuenta que esta-ban borrachos y, como todos los borrachos, empezaron a hacer-nos confidencias; y así supimos que eran chóferes encargados de llevar el contrabando de Burdeos al puerto de Nouvelle y que, por su trabajo, cobraban 145 francos, más los gastos.

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A pesar mío, hice la comparación viendo, de un lado, un rebaño enviado al matadero después de haberlo reclutado entre una horda miserable de parados y vagabundos a los que se ofre-cía un sueldo de algunas pesetas y, de otro lado, los privilegiados a quienes se pagaba un sueldo enorme por trabajos al abrigo de todo riesgo.

Pero ya era hora de ir a la estación. Tomamos un taxi que nos condujo a la estación de Lyon. En fila india entramos en el muelle y cuando llegó el tren nos instalamos en un departamen-to. Faltaba media hora para salir y en un rincón yo reflexiona-ba intentando analizar los sentimientos que me hacían volver a España. Mi deseo de limpiarme de toda sospecha y de todos los hechos calumniosos de que se me acusaba era el principal. Mientras los minutos pasaban insensiblemente mis ideas toma-ban un curso diferente. A pesar mío, pensaba que dejaba, una vez más, una vida tranquila por una aventura que lógicamente debía acabar de una manera dramática.

Embebido en estos pensamientos, mi mirada distraída, que a través de los vidrios del vagón erraba sobre el muelle, se detuvo sobre una silueta que me pareció familiar. Tuve en segui-da la sensación de que el hombre que se paseaba ante mí era el antiguo secretario del Estado Mayor de la 14 Brigada. Obrando de una manera impulsiva bajé del tren y me aproximé.

—Buenas noches, Gallois, ¿qué haces aquí? —le dije.—Y tú, ¿por qué estás aquí? —me respondió.—Vuelvo a España.Gallois pareció estupefacto. Después de haber mirado

alrededor, en voz baja, y cogiéndome de un brazo, me dijo:—Me lo habían contado y no había querido creerlo, ¿cómo

puedes hacer semejante imprudencia?—Heusler, me prometió...Gallois no me dejó decir más.

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—Escucha —me dijo con voz imperiosa—, yo no puedo dejarte hacer semejante estupidez que va a costarte la vida. Renuncia a ese viaje.

Y como yo parecía aún vacilar, añadió:—Sal de la estación y espérame a la salida de equipajes...

has caído en una ratonera.El tren que debía llevarme a Béziers había salido ya, y en

un café, Gallois me explicaba toda la maquinación de la que debía haber sido la víctima.

—Ignoro —me dijo—, con qué intenciones te recibió la primera vez Heusler pero sé, sin embargo, que desde hace tiempo estabas señalado en París... Habían pedido desde Alba-cete que por todos los medios te hiciesen volver, te consideran allí testigo peligroso. Acabas de decirme que en la «Cité Para-dis3» te habían preguntado si necesitabas dinero, respondiste que te las arreglabas tú solo... si hubieses contestado que esta-bas necesitado, te lo habrían negado con la esperanza de que la miseria te hiciese volver a las Brigadas Internacionales. Este medio no les sirvió y especularon con tu orgullo, que conocen perfectamente, y por eso te ofrecieron el mando de la media brigada de caballería, pero en cuanto supieron que ansiabas rehabilitarte en seguida aceptaron este medio para tenerte mejor.

¿Qué te dijeron antes de salir? Que a causa de la no inter-vención4 no debías avisar a nadie de que salías para España y así podían hacerte desaparecer sin juicio y sin que nadie supiese qué había sido de ti, lo que era imposible antes porque te cono-cen miles de personas que te estiman...

Creo que es inútil que describa la noche que pasé después de estas revelaciones.

A las nueve justas entraba a la fuerza en el despacho de Heusler, con quien tuve un violento altercado.

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—Nunca hubiera creído esto de ti, Heusler —le dije furioso—, tenías toda mi confianza. Eras el hombre a quien habría confiado mi vida y mi honor sin vacilar. Me has conocido en el frente y en toda ocasión me has expresado tu satisfacción por mi conducta ¡y me querías hacer matar!

La fisonomía de Heusler que no es la de un bruto, sino más bien la de un aristócrata descarriado, pareció endurecerse ante mis apóstrofes. Después de un silencio me respondió con un tono enfático que he escuchado muchas veces en boca de los oradores obreristas:

—Aquí, en este despacho, no conozco a título privado a nadie. Me habían dicho hace tiempo que nos traicionabas y me dieron la consigna de hacerte volver a España por cualquier medio.

—¿Para hacerme fusilar?—Tal vez. Pero eso no me concierne, yo soy comunista y

ejecuto las órdenes de mi partido.Después de esta frase, quedamos cara a cara en un mutismo

absoluto. Sentía que la cólera que tenía personalmente contra Heusler había desaparecido. No tenía ante mí un hombre, sino la rueda de una maquinaria. Hubiese sido igual que enfadarse contra una prensa que hubiese estado a punto de aplastarnos. ¡Protestar! ¡Gritar! ¿Para qué? Era inútil.

Salí, pues, de la «Cité Paradis» con el convencimiento de que es ocioso e inútil descubrir a los dirigentes comunistas sus propias taras, y que si quería hacer obra útil tenía que dirigirme al pueblo por entero. Y aquella mañana tomé la firme resolu-ción de escribir un libro en donde dijese la verdad, sin disfraz, sin odio, pero también sin lagunas, sobre la vida en las Brigadas Internacionales.

Y de este modo, rompí la consigna del silencio.

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incipit . liber

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El MercenarioDiario de un combatiente en la guerra de España

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Me enrolo en una Brigada Internacional

Si alguien me preguntara por qué partí para España, yo le respondería que fue, primero, por espíritu de aventura y, después, un poco asimismo por aburrimiento en aquel otoño lluvioso de 1936, aburrimiento de ver siempre el mar gris y el cielo cargado de nubes. Y si, a continuación, alguno me pregun-tara por qué elegí el bando de los rojos, le respondería sincera y simplemente que fue por azar5.

Por aquel entonces, estaba yo en Ostende, donde me aburría hasta la desesperación. Tenía deseo de hacer alguna cosa fuera de lo normal y decidí, por tanto, irme a España. En prin-cipio la cosa no fue fácil porque ya regía el acuerdo relativo a la no intervención, y a lo largo de la frontera belga ejercíase una vigilancia muy activa para impedir la marcha de los voluntarios deseosos de irse al otro lado de los Pirineos. ¿Cómo burlar esa vigilancia? No había más que una solución: atravesar la fron-tera con los obreros frontaliers; es decir, con aquellos obreros belgas que van diariamente a trabajar a Francia. De Ostende, marché a Iprés, en autobús, y después, a pie, eché a andar carre-tera adelante bajo la lluvia. Caminaba a buen paso. Y estaba a punto de obscurecer cuando mi aventura corrió el peligro

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de quedarse inédita. Acababa de atravesar un pueblo bastan-te grande cuando, a la salida, una bicicleta se detuvo junto a mí, un gendarme echó pie a tierra y me preguntó: «Y bien, muchacho, ¿a dónde se encamina? Hace media hora que le voy siguiendo y no consigo descubrir qué es lo que busca usted por aquí».

El gendarme hablaba un gracioso francés con acento flamenco, pero por gracioso que fuera su lenguaje, a mí no me divertía, porque la intervención de aquel hombre anunciaba el fin de mi aventura. De momento, no se me ocurrió cómo enga-ñarle. En mi bolsillo llevaba el mapa de España... Temí que me registrara. Mis explicaciones, confusas, no tuvieron la suerte de tranquilizar a aquel Argos y me ordenó que le siguiese al puesto de policía. Continuaba lloviendo. Íbamos hacia un puebleci-llo, la torre de cuya iglesia apuntaba próxima en el horizonte. Mientras andábamos, el gendarme continuaba su interrogato-rio, respondiéndole yo con monosílabos. Estaba furioso contra mí mismo y anticipadamente avergonzado de las carcajadas con que mis amigos acogerían mi rápido regreso a Ostende. De repente, me pasó por la imaginación un truco de pelícu-la y decidí huir. Aprovechando un segundo en que se distrajo mi guardián mirando hacia una casa, eché rápidamente por en medio de un campo de remolacha y fácilmente cogí la delante-ra a mi guardián que, como buen gendarme belga, era terrible-mente voluminoso y pesaba; de seguro, sus noventa kilos.

—¡Alto, alto...! —gritaba mientras yo corría a más y mejor—. ¡Al ladrón, al ladrón!

Este último grito lo subrayó con un disparo de revólver al aire.

En la angustia de mi fuga, recordé que en Bélgica está prohibido por la ley, a la fuerza pública, disparar sus armas contra un hombre que huye, y le grité sin dejar de correr:

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—Usted no tiene derecho a disparar sobre mí.Esta advertencia calmó el ardor del gendarme, el cual aban-

donó mi persecución y, ya fácilmente, conseguí llegar hasta una granja donde pasé la noche.

Al amanecer del día siguiente, atravesé la frontera sin obstáculos.

En Lille, el cónsul de España me recibió muy cortésmente y, como por lo visto, tuvo alguna duda sobre mis intenciones, eludió oficialmente, en su despacho, acceder a mis pretensio-nes, pero cuando me acompañaba por el pasillo de salida me dijo al oído en tono de compinche: «¡Vaya usted a la Casa de los Sindicatos, hombre! ¡A ver si le complacen allí6!»

La Casa de los Sindicatos de Lille, un antiguo convento, estaba en aquel período de huelgas, animada como un cuartel general en día de gran batalla. El camarada Dumoulin me envió al camarada Burneton.

«¿Tú quieres irte a España?»Respondí afirmativamente y tras de un breve interrogato-

rio, heme aquí, embarcado para España con un grupo de veinte voluntarios. La cosa fue tan rápida que no me quedó tiempo ni para ir a darle las gracias al cónsul rojo7.

Ya en París, se nos llevó a otra casa de Sindicatos, en la Avenue Mathurin-Moreau8. En su patio sucio se agitaba una muchedumbre de voluntarios, uniendo sus aclamaciones al Frente Popular y a España con el canto de La Carmañola9, el cual se interrumpía frecuentemente para proferir toda clase de maldiciones contra la burguesía. Un gran servicio de orden funcionaba a la puerta de la Casa de los Sindicatos, tan perfec-to como el que se utiliza en las recepciones de la Academia Francesa. Sin embargo, los policías se mostraban muy discre-tos. No hay duda que respetaban a la letra el acuerdo de no intervención.

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Aquella noche misma salimos para Perpiñán. Éramos quinientos hombres, como en el «CID», la mayoría obreros sin trabajo y extranjeros. El viaje se hizo sin incidentes. Mien-tras que este grupo de hombres fracasados en la vida se preci-pitaban febrilmente hacia la incógnita de su destino, veíase a través de los cristales del vagón la luna, que parecía correr sobre los árboles que bordeaban una carretera vecina. Medio borrado en la noche, se adivinaba un paisaje que expresaba la dulzura del paisaje francés. El río Loira brillaba como una cinta de plata.

En Perpiñán, las organizaciones obreras nos entregaron papeles de identidad debidamente timbrados y rebosantes de nombres españoles:

—Si te preguntan por qué no sabes español, respondes que abandonaste el país cuando estabas en la lactancia.

Precaución inútil. Nadie nos preguntó nada. La frontera se cruzó sin más formalidades que las que se exigen a los turistas para atravesar el Principado de Mónaco.

De Figueras a Albacete hicimos un viaje interminable en ferrocarril, arrastrados por una locomotora asmática. Las esta-ciones de tránsito estaban inundadas de hombres jóvenes con el pelo muy brillante que llevaban colgados de la cintura revól-veres de un calibre impresionante. Si el frente vacilaba, la reta-guardia, por el contrario, estaba bien guardada. Cuanto más voluminosa era el arma, más presumía su propietario, dándose el aire importante de un burro cargado de reliquias. Un inge-nuo de los nuestros preguntó por qué toda esta gente no estaba en la línea de fuego. La pregunta no tuvo contestación.

En mi vagón éramos ocho belgas: un ex sastre, un gigante de dos metros de alto, y ancho en proporción, un ex sargento ciclista con el cráneo hundido por un accidente, y algunos obre-ros sin trabajo de la región de Charleroi. Al cabo de media hora de viaje los ocho belgas estábamos ya reñidos unos con otros.

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Cada uno de mis vecinos tenía opiniones claramente defini-das sobre el papel que íbamos a desempeñar en España: el uno, pretendía que un simple paseo a través del país impondría su pacificación inmediata; el otro, hablaba de fabricar obuses, y un tercero, afirmaba que íbamos a civilizar una nación de salvajes.

Como buenos belgas, defendían sus ideas con un encar-nizamiento que fatalmente debía de concluir en disputa. Sin embargo, concluyeron por cambiar de opinión cuando vieron que los campos estaban cultivados, que en la estación de Barce-lona sacaban a los heridos de trenes y que en lugar de irse paran-do por el camino a su antojo, el convoy recibió orden de acelerar la marcha. Circulaba ya el rumor de que los Internacionales luchaban en Madrid y de que habían sufrido enormes pérdidas. Pero lo que concluyó por poner de acuerdo a todos mis compa-ñeros fue su común hostilidad hacia mí por mi obstinación en no participar en sus disputas. Por primera y no por última vez, ¡ay!, la frase «cochino burgués» subió a sus labios desdeñosos.

Entretanto, el tren continuaba poco a poco su camino. Los voluntarios acabaron por darse cuenta de que nunca se detenía en una estación importante y se pusieron furiosos. A la hora de las comidas, el convoy se inmovilizaba siempre en una estación desierta, lejos de las poblaciones. Para los fanáticos, esto constituía la pérdida de una hermosa ocasión de presumir de «bravos» y se lamentaban de no poder cantar La Interna-cional más que delante de las narices de algunos catetos aburri-dos o de ferroviarios indiferentes. En Valencia, no pudiendo resistir más, enviaron una delegación al jefe político del convoy, exigiéndole que se organizara un desfile por las calles de la ciudad con banderas rojas y cantos apropiados.

Una negativa cortés, pero firme, fue la respuesta de las autoridades españolas y en seguida todos los «responsables» que viajaban en el tren se creyeron en el deber de explicarnos lo

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razonable de aquella actitud. Hablaron de la no intervención, de la necesidad de ocultar los movimientos de tropas y de otra porción de tonterías. Pero lo que se guardaron bien de decir es que el espectáculo de dos mil hombres sucios, harapientos, supurando miseria, hubiese sido de un efecto deplorable para la población civil y habría confirmado de visu los rumores que corrían, según los cuales, los Internacionales no eran más que una banda de vagabundos venidos a España para buscarse aquí el pan... y el resto. Y era ese «resto» lo que atormentaba a los descontentos. Antes de salir para España, se les había hincha-do la cabeza a los voluntarios en las células comunistas, donde los «pequeños camaradas» les habían predicho una recepción gloriosa en España: cantos, músicas, multitudes entusiastas, ancianos bendiciéndoles, niñitos implorando venganza para sus padres asesinados... Las mujeres, les abrazarían exhortándo-les a combatir. Un cuento de hadas10.

Y, en lugar de eso, a través de la rica Cataluña y de la fértil llanura de Valencia, no veían más que caras hostiles. Y había que ver cómo se asombraban de esto mis ingenuos compañeros de viaje.

Pacientemente, los «responsables» recomenzaron sus explicaciones. Les oí decir, que los catalanes no eran verdaderos españoles y que allí mandaban en dueños los anarquistas. Dije-ron también que los anarquistas, aun siendo del Frente Popu-lar11, eran enemigos natos de los comunistas y que más tarde, tras la victoria, habría que arreglarles las cuentas. En cuanto a los pobladores de Valencia y de los alrededores, nuestros jefes, al juzgarles, usaban formulas más brutales. Los denunciaban como fascistas y calmaban la inquietud de los viajeros asegu-rándoles que este centro de rebeldía en la retaguardia, estaba completamente controlado por la policía que, a diario, expur-gaba en sacas terribles las filas facciosas12.

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En lo que concierne a las mujeres, las explicaciones de los «responsables» se embrollaron un poco. Se quiso persuadir a los voluntarios de que todas las solteras, todas las casadas, e incluso las niñas de pecho, eran Frente Popular cien por cien, que sentían un amor sin límites por los bravos Internaciona-les que habían abandonado todo, familia, situación, distrac-ciones —sobre todo distracciones— para defender el frente de la Libertad. Por inverosímil que parezca, los voluntarios se convencieron, y a partir de este momento, cuando aparecía una mujer, la enviaban besos con la mano, trataban de «cochino anarquista» a todo civil que llevaba ostensiblemente un revól-ver, y mandaban a la horca, por ahora sólo verbalmente, a todo hombre bien vestido. Y así ocurrió esto, único en el mundo: aclamamos a un agente de policía, y el modesto funcionario se sorprendió tanto del homenaje que se olvidó de saludarnos levantando el puño.

Albacete: un caos donde cada Internacional ingería veinticinco litros de vino diarios

Mis peores recuerdos datan de Albacete. Imaginaos una ciudad sin carácter, en una gran llanura desnuda, invadida por una multitud de diez mil milicianos. Seis meses de guerra han sembrado por todas partes la ruina y el desorden. Y a pesar de todo, no tendréis idea exacta de lo que era Albacete a principios de noviembre de 1937 si no conocéis el cuartel de la Guardia Republicana ni la Plaza de Toros.

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El primer edificio está situado cerca de la estación y servía de principal acuartelamiento a las Brigadas Internacionales en formación; el segundo, a extramuros de la ciudad, albergaba las cocinas y los comedores de estos Internacionales. Diferentes por su arquitectura, los dos edificios se parecían por la suciedad y el desorden.

Nuestro convoy llegó a la estación de Albacete, por la noche, e inmediatamente se nos condujo al cuartel de la Guardia Republicana13, donde nos acostamos de dos en dos en colcho-netas. La aglomeración era tal, que en las minúsculas habitacio-nes primitivamente destinadas para cuatro personas estábamos ahora más de veinte. Sin embargo, pese a la falta de sitio, todo el piso bajo, a mano izquierda de la entrada, permanecía vacío. En esta serie de locales, los muros mostraban aún las salpicaduras de sangre de fusilados desconocidos. A este respecto, se conta-ban sombrías historias. Era evidente que allí se habían matado hombres, pero no se llegaba a un acuerdo sobre la identidad de las víctimas. La mayoría creía que se trataba de fascistas asesina-dos después de la toma de Albacete por los republicanos. Fuese lo que fuese, los voluntarios mostraron una repugnancia inven-cible a estar en aquel piso bajo y preferían aglomerarse en las alcobas desbordadas antes que dormir entre los muros de aque-llas habitaciones trágicamente ensangrentadas.

Al día siguiente, se nos llevó a un campo próximo y se nos numeró e identificó, operación breve y poco complicada. Un escriba cualquiera cogió una lista y después de un llamamiento rápido preguntó si había entre nosotros oficiales y suboficia-les, cocineros, taquígrafos, mecanógrafos, artilleros, jinetes y ametralladores.

Las respuestas fueron las que debían ser; puesto que no había ningún control, no había por qué cohibirse y cada uno fue graduado según su ambición. Cuando pienso en aquella

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escena me asombro de que no surgiesen más oficiales de entre nosotros y ni un solo coronel.

A mí se me designó como «responsable» de pelotón. Al concluir las tareas de identificación, volví al cuartel a la cabeza de todos los que pretendían ser jinetes. En verdad que al decir todos exagero un poco, ya que perdí una docena de ellos en el camino, dos de los cuales no he vuelto a ver más.

El escuadrón de caballería en formación era completa-mente internacional. Su capitán, Alocca, era italiano; el comi-sario político, Huart, era belga, como yo; el comandante del otro pelotón era francés. Los soldados rasos eran oriundos de todos los países de Europa. Había incluso un mongol ruso y un canadiense francés. Esta «macedonia14» (helado de frutas diversas), se llevaba bastante bien, porque todos comulgaban en la misma santa idea de no hacer nada. Cuando había que ir al ejercicio, era una tarea sobrehumana reunir a los soldados y nunca se conseguía agrupar más de un cincuenta por ciento de la tropa.

Esta lamentable situación tenía tres causas. Primero, no había ni caballos, ni armas, lo que hacía que no se tomasen en serio unas maniobras en las que todo era supuesto: el enemi-go, nuestras monturas, nuestros fusiles... En segundo lugar, la incuria de nuestro servicio de avituallamiento era inconcebible. Todos los días eran llevados hombres a los refectorios de la céle-bre Plaza de Toros a las 11:45, no sirviéndoseles la comida hasta las cuatro de la tarde... Y, claro está, hartos de esperar, la mayor parte de los jinetes se desbandaban para ir a comer a la ciudad. Recuerdo el día en que yo regresé solo al cuartel porque todo mi pelotón se había volatizado.

Por último, un enfermo era considerado como tabú. Poco importaba a los que se habían hecho los muertos por la maña-na, salir por la tarde a la ciudad y emborracharse. Contra este

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estado de cosas, nadie podía hacer nada. Ni los médicos, ni los oficiales..., pues no en vano los periódicos comunistas habían denunciado, durante largos años, las «salvajes inhumanida-des» del servicio de sanidad del ejército «burgués».

Pero el verdadero mal del que sufría este ejército prole-tario era el de ser un Ejército Político. Político por sus oríge-nes, político por su finalidad, político por su espíritu. Y por ello es por lo que, en lugar de actuar, se hablaba allí sin tregua. Yo había reflexionado mucho durante mi viaje. Repasaba mis recuerdos de la experiencia rusa. Recordaba que, si el Ejército Rojo había vencido, fue gracias a los cuarenta mil oficiales del antiguo ejército, reclutados por Trotsky. Desde el primer día, me había presentado yo como un técnico, apolítico por prin-cipio, que ponía a la disposición del gobierno republicano sus conocimientos militares.

El asombro fue grande en todo el cuartel cuando hice públicamente esta sorprendente profesión de fe. La reacción de la tropa me fue francamente hostil; pero en las altas esferas pareció que agradaba tal franqueza.

Pronto tuve la prueba. Fui propuesto para tomar el mando de la división militar que se había decidido organizar. Inútil decir que decliné este ofrecimiento, aunque era tan lisonjero. Aún hoy, me pregunto por qué se dirigieron a mí para ese pues-to de confianza. ¿Por qué se me sabía disciplinado y duro hacia los otros como lo era conmigo mismo? ¿O, simplemente, para sondearme? Lo ignoro; pero lo que sé, es que, puestos al corrien-te de esta gestión, por una indiscreción, mis jinetes votaron en la primera reunión política, una moción aprobando mi negativa.

Nuestro Ejército Político estaba basado en dos ideas direc-trices; una, que la disciplina era libre; otra, que los jefes milita-res estaban duplicados en todas las escalas de la jerarquía por los comisarios políticos, y sus actos intervenidos en las reuniones

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políticas. Todo esto en teoría, claro está. Los promotores, desde el principio, advirtieron que era imposible crear una fuerza armada sobre bases tan inestables. Pero, para el simple volunta-rio, estos dogmas eran infalibles, y en los mítines monstruo que los animadores de las brigadas organizaban para ellos, no deja-ban de subrayar los encantos de un ejército en que los soldados podían decir a un oficial que no le querían porque era un mal camarada. ¡Cómo si un oficial digno de tal nombre pudiera ser verdadero camarada de un verdadero soldado!

Este vicio de hipocresía era la enfermedad que gangrena-ba todo el organismo. Una mañana, el diputado Marty vino a decir a mis jinetes que en un ejército nuevo eran necesarios cuadros nuevos, y que los oficiales que no supiesen adaptarse a este régimen serían eliminados. La misma noche, en la reunión de los cuadros, tomó groseramente partido por los oficiales y terminó su discurso prometiendo destituir a los que, de grado o por fuerza, no impusieran la disciplina.

A principios de diciembre de 1937, el escuadrón recibió sus primeros caballos. Eran pobres matalones que la 5ª División había abandonado en Chinchilla. Cinco milicianos habían cuidado de ellos en tal forma que llegaron a nosotros en un esta-do lamentable. Sin embargo, tal como eran, todavía resultaban demasiado fogosos para mis jinetes, cuya mayor parte tenían más de 35 años y habían olvidado completamente las reglas de la equitación.

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Algunos días más tarde, la base de movilización de caba-llería fue trasladada a La Roda15. Los efectivos en hombres y caballos habían acrecido notablemente y se formó con ellos un escuadrón de cuatro pelotones. Un francés y un suizo fueron promovidos a oficiales.

En La Roda, la vida se organizó menos mal. Se empezó por montar a caballo; pero en mi primera salida con el pelotón logré desenmascarar a una buena docena de gandules que no sabían ni siquiera lo que era una brida. Lo peor era que ninguno de mis hombres quería cuidar de su caballo. Y el gran drama cotidiano era la batalla para que se diese de beber a los caballos y para que se les dedicase aunque sólo fuese media hora de limpieza.

La mayor parte del tiempo la pasaban los voluntarios en el cabaret. Se logró su cierre durante las horas de servicio, pero como las tabernas clandestinas continuaron despachando bebidas, el resultado no se hizo esperar. Lo contrario hubiera sido extraño. Los Internacionales recibían una soldada que les permitía beber veinticinco litros de vino a diario, y como lo tenían todo pagado, no encontraban la ocasión de gastar lo que ganaban.

Los oficiales se reunían por la noche en «república». Esto había sido impuesto por el comandante Vidal, que mandaba la base de Albacete, a pesar del descontento que produjo, expresa-do violentamente por los voluntarios. Pero era un medio como-dísimo de que el comisario político vigilase a los oficiales.

Un día, hablábamos de los medios para distraer a los voluntarios a fin de sustraerlos de la tentación de los cafés; propuse organizar un gran festival con números de canto y baile, seguido de un baile general. El comisario Huart dejó que yo detallara mi plan en atento silencio. Cuando acabé, le pedí su autorización, pero su negativa fue tan rotunda como inespe-rada. Como le apremiásemos para que explicase su veto, Huart

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acabó por decir que él no prohibía más que el baile, porque lo consideraba inmoral en razón de lo escandalosos que son los bailes modernos...

El colmo fue, que un año más tarde, cuando este mismo Huart fue relevado de sus funciones de comisario político, yo lo admití por compasión en mi escuadrón como cartero. Pero no pudo cumplir este servicio porque sufría una enfermedad16...

Historia breve de la 14 Brigada, famosa por sus jefes verdugos y sus fechorías

La 14 Brigada Internacional, fue formada un poco antes de Navidad con un efectivo de cuatro batallones de cerca de setecientos hombres cada uno. Se la dotó de una batería de 115, modelo Vickers, de medio escuadrón de caballería con dos pelotones, y de los servicios consiguientes.

El comandante de la Brigada era un antiguo profesor de la Academia Militar de Moscú, el General Walter; su comisario político, el camarada Heusler, miembro del Partido Comunista de París; el jefe del Estado Mayor un italiano oriundo de Tries-te, el comandante Morandi. La batería estaba mandada por el capitán Agar, francés. El jefe del medio escuadrón, era de la misma nacionalidad y respondía al nombre de Dallier.

Esta Brigada, verdaderamente internacional por sus efec-tivos, lo era también por su armamento y su equipo. Los fusiles eran austríacos; los fusiles ametralladores, franceses; las ametra-lladoras, americanas. Nuestros uniformes eran los del Ejército francés y el calzado de fabricación rusa.

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Formada así, la 14 Brigada fue llevada al frente de Andalu-cía por ferrocarril. El desembarque, se hizo en Aranjuez, donde un Batallón, el 9, fue enviado en el acto a la línea de fuego17.

Era la víspera de Navidad, con tiempo frío; cada uno reclamó el honor de tomar parte en el ataque y una vez que el 9º Batallón recibió la orden, la ejecutó con valor. Franqueó el Guadalquivir en Villa del Río y se estableció en las alturas ante la ciudad de Montoro18. El contacto fue brutal. Lanzado en flecha, el Batallón maniobró rápidamente sobre sus dos alas. De repente, el pánico se apoderó de los nuestros que, en lugar de intentar forzar el paso del río por los puentes, se metieron en las marismas e intentaron pasarlo por su cauce, que había crecido enormemente a consecuencia de las lluvias. Bien pocos lo consiguieron y, por la noche, el Batallón quedó vencido, evaporado como una gota de agua al caer sobre un hierro al rojo.

Al día siguiente, el resto de la Brigada fue llevado ante Lopera. Dos días después se lanzó al ataque. El fracaso fue sangriento. Pues la guerra no se improvisa: al reunir a hombres llegados de las cuatro partes del mundo, cualquiera que sean su valor y su audacia, se forma una masa, pero no un ejército. La formación militar exige tiempo. La aptitud guerrera que lleva a la victoria, no se obtiene sino a fuerza de paciencia.

Los jefes obraron según su temperamento, y los ejecutan-tes, de diecinueve nacionalidades distintas, siguieron su inspi-ración, que era diferente en cada uno.

Desde luego, el terreno del ataque había sido mal escogi-do. Era un estrecho desfiladero, entre dos alturas, frente a un cerro desnudo, sobre el cual se alzaba el antiguo castillo de Lopera, en el que se habían instalado los nacionales. Cogida bajo el fuego de los cañones nacionales, ametrallada de frente y desbordada por los flancos, asaltada por la aviación que descar-

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gaba a placer sobre ella, fue milagroso que la Brigada no queda-se completamente aniquilada.

Pero si el fracaso fue evidente, no lo fue por falta de valor, sobre todo, de ciertas Unidades. El 13 Batallón, a las órdenes del comandante Putz, estoicamente bajo el fuego adverso, y en cada instante que juzgaba favorable, desencadenaba nuevos ataques que se estrellaban en un río de sangre. La Compañía inglesa, del capitán Nathan, se mostró la más heroica: por cinco veces se lanzó al ataque, armas al brazo, sin ceder. Cinco veces fue rechazada hasta sus posiciones de partida sin dejarse arrastrar por los contraataques enemigos, aunque sus pérdidas la hubie-sen reducido a un puñado de veinticinco hombres.

Llegada la noche, ochocientos cadáveres había bajo los olivos19. Más de quinientos combatientes habían abandonado sus puestos de combate. El frente sólo se había sostenido por los más valientes, que combatían sin esperanza, con una resig-nación feroz.

Entonces, en la obscuridad, empezó la caza del hombre. El comisario político, Heusler, en un automóvil blindado, tomó la iniciativa y el mando; la caballería batía los matorrales y proce-día a la detención de los fugitivos.

La noche cubrió con sus sombras esta siniestra caza furti-va, naturalmente, se creyó en una traición. En la guerra, la traición ha sido inventada para permitir al vencido atenuar sus propias faltas. La traición lo explica todo, lo arregla todo. ¿Sobre quién descargaría el rayo? Fue el médico de la Briga-da —un judío polaco llamado Dubois a quien el Partido Comunista hizo en París, bajo su verdadero nombre, impo-nentes funerales— quien designó al culpable: el comandante Delesalle. La detención de este presunto traidor fue el 29 de diciembre. El 2 de enero de 1937 el Tribunal Militar se reunió en la escuela de Arjonilla y deliberó. Tres días fueron suficien-

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tes para llevar a término las investigaciones y escuchar, según parece, a todos los testigos, los de Valencia, los de Madrid y hasta los de Barcelona.

Expresamente, había llegado de Albacete el espíritu malé-fico de las brigadas, el diputado de París, Marty. Era portador de un voluminoso expediente que sometió al Tribunal. Pero si el expediente era imponente por su volumen, se hallaba completamente virgen, pues en él no había escrita ni una sola letra. Además, el abogado de oficio a quien se encomendó la defensa del comandante Delesalle no fue autorizado para consultarlo.

Bajo la presidencia del teniente coronel Putz, promovido a este grado por su conducta en el combate, el Consejo de Guerra se reunió a las 9:30 de la mañana ante un auditorio de soldados en delegación, por orden superior, para asistir al juicio.

Este fue dramático. Ante sus jueces emocionados, el comandante Delesalle, durante los primeros minutos, se halla-ba totalmente postrado. Pero, cuando oyó la palabra traición, el acusado se lanzó hacia adelante, espumeándole de cólera los labios. Los guardias le sujetaron y tuvieron que entablar una larga lucha para obligarle a permanecer sentado.

En condiciones tan desiguales empezó la defensa. Sobre todo, cuando el inspirador y realizador de las brigadas, Marty, fue en persona a acusarle, haciendo afirmaciones perentorias y tajantes que nadie osó contradecir.

Ante tales afirmaciones, el desgraciado acusado, perlada de sudor la frente, se debatía y proclamaba su inocencia. El momento terrible fue cuando el presidente del Tribunal leyó la sentencia. Apenas terminó con la palabra «fusilado», cuando Delesalle, volviéndose hacia Marty, gritó:

—¡Marty, Marty, mientes, tú sabes que mientes! ¿Por qué me condenas a morir?

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Después, cuando el diputado por París se escabullía por una puerta, alzando despectivamente los hombros, el condena-do se volvió hacia el teniente coronel Putz, exclamando:

—¡Putz!, ¡sálvame! ¡Tú no puedes dejar que se haga una cosa semejante! ¡Tú sabes que soy inocente!

Los guardias arrastraron fuera de la sala al procesado, que se obstinaba todavía en justificarse. Sonaron dos o tres tiros. Después, un hombre volvió a la sala y dejó sobre la mesa del Tribunal un reloj y algunas monedas...

La justicia revolucionaria estaba hecha20.

Algunos meses más tarde tuve ocasión de hablar del coman-dante Delesalle con el coronel Putz. En aquella época, este había ascendido un grado más y era jefe adjunto de una División. El coronel se expresó con reticencias que no me impidieron comprender que Delesalle había sido ejecutado no por traición, sino por concomitancias con los anarquistas catalanes. Pues, como los Internacionales, feroces individualistas, se sentían más cerca de los anarquistas que de los comunistas, existía el riesgo de que se pasaran, con armas y bagajes a las brigadas de la F.A.I21.

Por eso, se aprovechó el fracaso del combate de Lopera para sajar el absceso, fusilando a aquel a quien se suponía el principal instigador de esas inclinaciones.

—Pero... —exclamé yo—, si los anarquistas forman parte del Frente Popular, Delesalle no ha sido traidor.

El coronel Putz no respondió y, tras un corto silencio, reanudamos la conversación con otro tema.