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Por qué mentimos en especial a nosotros mismos: La ciencia del … · 2020-04-21 · Pero resulta que ahora estaba ahí sentado con ese hombre, ... voluntarios ancianos, bienintencionados,

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ÍndicePortadaDedicatoriaIntroducción. ¿Por qué es tan interesante la

deshonestidad?Capítulo 1. Test del Modelo Simple de

Crimen Racional (SMORC)Capítulo 2. Diversión con el factor de

toleranciaCapítulo 2B. GolfCapítulo 3. Cegados por nuestras propias

motivacionesCapítulo 4. Por qué lo echamos a perder

cuando estamos cansadosCapítulo 5. Por qué engañamos más si

llevamos falsificacionesCapítulo 6. Nos engañamos a nosotros

mismosCapítulo 7. Creatividad y deshonestidad:

todos somos cuentistas

Capítulo 8. El engaño como infección: cómonos contagiamos del microbio de la deshonestidad

Capítulo 9. Engaño en colaboración: por quédos cabezas no son necesariamente mejor que una

Capítulo 10. Final semioptimista: ¡laspersonas no engañan lo suficiente!

AgradecimientosLista de colaboradoresBibliografía y lecturas adicionalesNotasCréditos

A mis profesores, colaboradores y estudiantes,por hacer que las investigaciones fueran

divertidas y emocionantes

Y a todos los que tomasteis parte en nuestrosexperimentos a lo largo de los años: sois el

motor de este estudio, y os agradezcoprofundamente vuestra ayuda

INTRODUCCIÓN

¿Por qué es tan interesante ladeshonestidad?*

Hay una forma de saber si un hombre eshonesto: preguntándoselo. Si dice que sí, esun sinvergüenza.

GROUCHO MARX

Comencé a interesarme por la mentira y el engañoen 2002, unos meses después del hundimiento deEnron. Estaba pasando una semana en unaconferencia sobre tecnologías, y una noche,mientras tomaba una copa con amigos, mepresentaron a John Perry Barlow. Sabía que Johnera el antiguo letrista de Grateful Dead, perodurante nuestra charla supe que también habíaestado trabajando como consultor para variasempresas, entre ellas Enron.

Por si el lector no estuvo atento en 2001, lahistoria del hundimiento de la niña mimada deWall Street fue más o menos así: Mediante unaserie de creativos trucos contables —respaldadospor la ceguera de los asesores, las agencias decalificación, el consejo de administración y la yadesaparecida compañía auditora Arthur Andersen—, Enron alcanzó grandes alturas financieras sólopara estrellarse cuando ya fue imposible seguirocultando sus actuaciones. Los accionistas

perdieron sus inversiones, los planes de jubilaciónquedaron en nada, se quedaron sin empleo milesde trabajadores y la empresa quebró.

Mientras hablaba con John, me interesó enespecial la descripción que él hacía de su propiaceguera ilusoria. Aunque había examinado lasituación de la empresa mientras ya estabacayendo en barrena, dijo no haber visto nadapreocupante. De hecho, había aceptado del todo lacosmovisión de que Enron era un líder innovadorde la nueva economía hasta el preciso momento enque la historia aparecía en todos los titulares. Y, loque todavía sorprende más, también me dijo que,en cuanto se hizo pública toda la información, élaún se resistía a creer que se le hubieran escapadolas señales desde el principio. Esto me dio quepensar. Antes de hablar con John, yo daba porsabido que el desastre de Enron había sidoprovocado básicamente por sus tres siniestrosaltos ejecutivos (Jeffrey Skilling, Kenneth Lay yAndrew Fastow), que de común acuerdo tramarony llevaron a cabo un plan contable a gran escala.

Pero resulta que ahora estaba ahí sentado con esehombre, que me caía bien y al que admiraba, consu historia personal de implicación en el asunto:una historia de ceguera ilusoria, no dedeshonestidad deliberada.

Cabía la posibilidad de que John y todos losdemás de Enron fueran de lo más corruptos, desdeluego, pero se me ocurrió que podía haber enjuego otra clase de deshonestidad más relacionadacon la ceguera ilusoria, practicada por gente comoJohn, ustedes o yo mismo. Empecé a pensar si elproblema de la deshonestidad va más allá de unascuantas manzanas podridas y si esta clase deceguera ilusoria se produce también en otrasempresas.* También me preguntaba si mis amigosy yo nos habríamos comportado así si hubiéramossido los consultores de Enron.

Acabé fascinado por el tema del engaño y ladeshonestidad.

¿De dónde viene esto? ¿Cuál es la capacidadhumana para la honestidad y la deshonestidad? Y,quizá lo más importante, ¿se limita ladeshonestidad en buena medida a unas cuantasmanzanas podridas, o es un problema másgeneralizado? Comprendí que la respuesta a laúltima pregunta quizá cambiase espectacularmenteel modo en que debemos abordar ladeshonestidad: esto es, si unas cuantas manzanaspodridas son culpables de casi todos los engañosdel mundo, el problema tiene fácil remedio. En losprocesos de contratación, los departamentos derecursos humanos podrían investigar a lostramposos o dinamizar el procedimiento paralibrarse de personas que con el tiempo demuestranser deshonestas. No obstante, si el problema no selimita a algunos elementos atípicos, será quecualquiera es capaz de comportarse de maneradeshonesta en el trabajo y en casa —incluidosustedes y yo. Y si todos tenemos aptitudes para serun tanto criminales, es de crucial importancia queprimero entendamos cómo funciona la

deshonestidad y luego busquemos el modo decontener y controlar este aspecto de nuestranaturaleza.

¿Qué sabemos sobre las causas de ladeshonestidad? En economía racional, la ideaimperante del engaño proviene del economista ypremio Nobel Gary Becker, de la Universidad deChicago, para quien las personas que cometendelitos se basan en un análisis racional de cadasituación. Como explica Tim Harford en su libroLa lógica oculta de la vida: cómo la economíaexplica todas nuestras decisiones,* la teoríanació en un escenario bastante trivial. Un día,Becker llegaba tarde a una reunión y, debido a laescasez de aparcamientos legales, decidió aparcarilegalmente y arriesgarse a que le multaran.Contempló su proceso de pensamiento en estasituación, y observó que la decisión habíaconsistido exclusivamente en tener en cuenta elcoste imaginable —que le pillaran, le pusieran una

multa y la grúa se le llevara el coche— frente albeneficio de llegar a la reunión a tiempo. Tambiénadvirtió que, al sopesar costes y beneficios, nodejaba margen para plantearse lo correcto y loincorrecto: se trataba sólo de comparar posiblesresultados positivos y negativos.

Y así surgió el Modelo Simple de CrimenRacional (SMORC, por sus siglas en inglés).Según este modelo, todos pensamos y noscomportamos prácticamente como Becker. Comoel atracador corriente, todos buscamos lo másventajoso mientras nos abrimos paso por elmundo. Para nuestros cálculos racionales de costesy beneficios, da igual que lo hagamos robandobancos o escribiendo libros. Según la lógica deBecker, si vamos apurados de dinero y nosencontramos frente a un súper de 24 h, enseguidacalculamos cuánto habrá en la caja registradora,pensamos en la posibilidad de que nos pillen, y ental caso imaginamos el castigo que nos espera(restando, lógicamente, algo por buena conducta).En base a este cálculo coste-beneficio, decidimos

si merece la pena entrar a robar o no. La esenciade la teoría de Becker es que las decisiones sobrela honestidad, como casi todas las decisiones, sebasan en un análisis coste-beneficio.

El SMORC es un modelo de deshonestidadmuy sencillo, pero la cuestión es si describe conprecisión la conducta de la gente en el mundo real,en cuyo caso la sociedad tiene a su alcance dosmedios evidentes para afrontar la deshonestidad.El primero es incrementar la posibilidad desorprender al infractor (por ejemplo, contratandomás policías e instalando más cámaras devigilancia). El segundo es aumentar la magnituddel castigo (por ejemplo, imponiendo multas ycondenas carcelarias más duras). Esto, amigos, esel SMORC, con sus inequívocas repercusiones enla aplicación de la ley, el castigo y ladeshonestidad en general.

Pero, ¿y si la idea más bien simple delSMORC sobre la deshonestidad es imprecisa oincompleta? Entonces, los enfoques habituales dela poderosa deshonestidad van a ser ineficientes e

insuficientes. Si el SMORC es un modeloimperfecto de las causas de la deshonestidad,primero hemos de averiguar cuáles son realmentelas fuerzas que impulsan a la gente a engañar, yluego utilizar este conocimiento para poner freno ala deshonestidad. De esto trata precisamente ellibro.*

La vida en un mundo SMORC

Antes de analizar las fuerzas que influyen en lahonestidad y la deshonestidad, veamos un rápidoexperimento de pensamiento. ¿Cómo sería nuestravida si cumpliéramos estrictamente con elSMORC y tuviéramos en cuenta sólo los costes ylos beneficios de nuestras acciones?

Si viviéramos en un mundo basado puramenteen el SMORC, llevaríamos a cabo un análisiscoste-beneficio de todas las decisiones y haríamoslo que, a nuestro juicio, fuera más racional. Notomaríamos decisiones partiendo de las emociones

o la confianza, por lo que al abandonar la oficinaun minuto, meteríamos la cartera en un cajón quecerraríamos con llave. Guardaríamos el dinerobajo el colchón o en un escondite seguro. Nopediríamos al vecino que recogiera nuestro correomientras estamos de vacaciones, pues tendríamosmiedo de que nos robase las pertenencias.Miraríamos a nuestros compañeros de trabajocomo si fueran aves de rapiña. Estrechar lasmanos ya no tendría valor como señal de acuerdo;harían falta contratos legales para cualquiertransacción, por lo cual dedicaríamos unaconsiderable parte de nuestro tiempo a batallas ylitigios legales. Quizá decidiríamos no tener hijosporque, cuando fueran mayores, también ellosintentarían robarnos lo que tenemos, y viviendo enla misma casa contarían con muchas ocasionespara ello.

Salta a la vista que no somos santos, porsupuesto. Distamos de ser perfectos. Pero siaceptamos que el mundo SMORC no es unaimagen correcta de nuestro modo de pensar y

comportarnos, ni una descripción precisa denuestra vida cotidiana, este experimento depensamiento da a entender que no engañamos nirobamos tanto como engañaríamos y robaríamos sifuéramos absolutamente racionales y actuáramosmovidos sólo por el interés personal.

Llamando a todos los entusiastas del arte

En abril de 2011, el programa de Ira Glass, ThisAmerican Life,1 contó la historia de Dan Weiss, unjoven estudiante universitario que trabajaba en elCentro John F. Kennedy para las Artes Escénicas,en Washington, D.C. Su labor consistía en proveerde existencias a las tiendas de artículos de regalodel centro, donde un equipo de trescientosvoluntarios bienintencionados —la mayoríajubilados enamorados del teatro y la música— lasvendían a los visitantes.

Las tiendas de artículos para regalo segestionaban como puestos de limonadas. No habíacajas registradoras, sólo simples cajones en losque los voluntarios depositaban el dinero y de losque sacaban el cambio. Las tiendas funcionabanviento en popa: vendían mercancías por un valorsuperior a los 400.000 dólares al año. Pero teníanun grave problema; de esta cantidad, desaparecíananualmente unos 150.000 dólares.

Cuando Dan fue ascendido a gerente, asumióla tarea de atrapar al ladrón. Empezó a sospecharde un empleado joven encargado de llevar eldinero en efectivo al banco. Se puso en contactocon la agencia National Park Service, y undetective le ayudó a montar una operación secreta.Tendieron la trampa una noche de febrero. Danmetió billetes marcados en el cajón y se fue. Acontinuación, acompañado del detective, seescondió en un matorral cercano a la espera delsospechoso. Cuando al final, ya por la noche, el

sospechoso se marchaba a casa, se abalanzaronsobre él y le encontraron algunos billetesmarcados en el bolsillo. Asunto resuelto.

Pues no exactamente, como se vio. Esa noche,el joven empleado robó 60 dólares, pero despuésde ser despedido seguía faltando dinero yartículos. La siguiente medida de Dan fue crear unsistema de inventario con listas de precios yregistros de ventas. Dijo a los jubilados queapuntaran lo vendido y lo recibido, y así —comocabe imaginar— cesaron los robos. El problemano era un ladrón individual, sino la multitud devoluntarios ancianos, bienintencionados, amantesdel arte, quienes se quedaban con las mercancías yel dinero suelto que andaban por ahí sin control.

La moraleja de esta historia no levantaprecisamente el ánimo. Como decía Dan, «sitenemos oportunidad, nos robamos cosas unos aotros… muchas personas necesitan a su alrededorcontroles que les obliguen a hacer lo debido».

La principal finalidad de este libro es analizar lasfuerzas racionales coste-beneficio quepresumiblemente impulsan la conducta deshonestapero (como veremos) no suelen hacerlo, amén delas fuerzas irracionales a las que no damosimportancia pero suelen tenerla. A saber, si seecha en falta una cantidad elevada de dinero, porlo general pensamos que es obra de un delincuentecruel y despiadado. Sin embargo, como vimos enla historia de los amantes del arte, el engaño no sedebe forzosamente a que un tipo hace un análisiscoste-beneficio y roba un montón de dinero: lo queacostumbra a pasar es que muchas personasjustifican la acción de coger discretamente un pocode efectivo y unos cuantos artículos una y otra vez.En lo que sigue, estudiaremos las fuerzas que nosempujan a engañar y observaremos con atención loque nos impulsa a comportarnos con honestidad.Analizaremos por qué aparece el fantasma de ladeshonestidad y cómo engañamos por nuestro bienal tiempo que mantenemos una opinión positiva

sobre nosotros mismos —dimensión de laconducta que posibilita buena parte de lasacciones fraudulentas.

Una vez vistas las tendencias básicas quesubyacen a la deshonestidad, comentaremosalgunos experimentos que nos ayudarán adescubrir las fuerzas psicológicas y ambientalesque la incrementan y la reducen en la vidacotidiana, entre ellas los conflictos de interés, lassimulaciones, las promesas, la creatividad o elmero hecho de estar cansado. Examinaremosasimismo los aspectos sociales de ladeshonestidad, incluyendo el modo en que losotros influyen en nuestra interpretación de lo queestá bien y lo que está mal, y la capacidad paraengañar cuando los demás pueden sacar provechode nuestra deshonestidad. Por último, intentaremosentender cómo funciona la deshonestidad, cómodepende de la estructura del entorno cotidiano y enqué circunstancias somos susceptibles de ser máso menos deshonestos.

Además de explorar las fuerzas quedeterminan la deshonestidad, una de lasprincipales ventajas prácticas del enfoque de laeconomía conductual es que nos muestra lasinfluencias internas y ambientales de nuestraconducta. En cuanto conocemos con más claridadlas fuerzas que realmente nos impulsan,descubrimos que no somos impotentes frente a lasinsensateces humanas (incluida la deshonestidad),que somos capaces de reestructurar el entorno; yque si lo hacemos, alcanzamos resultados ycomportamientos mejores.

Espero que la investigación que describo enlos próximos capítulos nos ayude a comprender lascausas de nuestra conducta deshonesta y apuntealgunos medios interesantes para controlarla ylimitarla.

¡En marcha…!

CAPÍTULO 1

Test del Modelo Simple de CrimenRacional (SMORC)

Voy a decirlo claro. Ellos engañan. Ustedesengañan. Y sí, yo también engaño de vez encuando.

Como profesor universitario, intento mezclarcosas para estimular el interés de los alumnos enel material. A este fin, alguna que otra vez invito aponentes interesantes, lo que en mi caso es tambiénun buen método para preparar menos clases. Enesencia es una situación en la que salimos ganandotodos: el profesor invitado, la clase y por supuestoyo.

En una ocasión, traje a la clase «gratis» deeconomía conductual a un invitado especial. Estehombre inteligente, de gran prestigio, tiene unmagnífico historial: antes de ser un legendarioconsultor financiero de destacados bancos y altosejecutivos, había obtenido su doctorado enDerecho, y previamente una licenciatura enPrinceton. «En los últimos años», expliqué a laclase, «¡nuestro distinguido invitado ha estadoayudando a las élites empresariales a hacerrealidad sus sueños!».

Tras estas palabras introductorias, el invitadose convirtió en el centro de atención. Fue franco ydirecto desde el principio. «Hoy voy a echar unamano para que se cumplan vuestros sueños.¡Vuestros sueños de DINERO!», gritó con unvozarrón de instructor de zumba. «Eh, chicos,¿queréis ganar un poco de DINERO?»

Todos asintieron y rieron, agradeciendo elentusiasmo del hombre, su tono campechano.

«¿Hay aquí alguien rico?», preguntó. «Yo séque lo soy, pero vosotros, estudiantesuniversitarios, no. No, sois todos pobres. ¡Peroesto va a cambiar mediante el poder delENGAÑO! ¡Adelante!»

A continuación recitó los nombres de algunostramposos de infausta memoria, desde Gengis Kanhasta el presente, entre ellos unos cuantosejecutivos famosos como Alex Rodriguez, BernieMadoff o Martha Stewart. «Todos queréis sercomo ellos», sugirió. «¡Queréis tener poder ydinero! Y todo puede ser vuestro mediante elengaño. Prestad atención: ¡Os revelaré el secreto!»

Tras esta brillante introducción, llegó elmomento del ejercicio de grupo. Pidió a losalumnos que cerraran los ojos e hicieran tresinspiraciones profundas, de limpieza. «Imaginadque habéis engañado y ganado vuestros primerosdiez millones de dólares», dijo. «¿Qué vais ahacer con este dinero? ¡Tú! ¡El de la camisa azulturquesa!»

«Comprar una casa», respondió el alumnocon timidez.

«¿UNA CASA? Los ricos a eso lo llamamosMANSIÓN. ¿Y tú?», dijo señalando a otro.

«Unas vacaciones.»«¿En tu isla privada? ¡Perfecto! Cuando

hayáis ganado el dinero que ganaron estos grandesestafadores, os cambiará la vida. ¿Hay aquí algúnsibarita?»

Levantaron la mano unos cuantos.«¿Qué os parece una comida preparada

personalmente por Jacques Pépin? ¿O unadegustación de vinos en Châteauneufdu-Pape?Cuando uno tiene suficiente, puede vivireternamente a lo grande. ¡Preguntad a DonaldTrump! Mirad, está claro que por diez millones dedólares atropellaríais al novio o a la novia. ¡Y yoestoy aquí para deciros ‘adelante’ y soltaros elfreno de mano!»

La mayoría de los estudiantes empezaban adarse cuenta de que enfrente no tenían un modelode rol serio. Sin embargo, después de haber

pasado los últimos diez minutos compartiendosueños sobre las fascinantes cosas que harían consus primeros diez millones de dólares, se debatíanentre el deseo de ser ricos y el reconocimiento deque engañar es algo malo desde el punto de vistamoral.

«Percibo vuestras dudas», dijo elconferenciante. «No permitáis que las emocionesdirijan vuestras acciones. Tenéis que hacer frente avuestros temores mediante un análisis de coste-beneficio. ¿Cuáles son los pros de llegar a ser ricomediante engaños?», preguntó.

«¡Eres rico!», contestaron los alumnos.«Exacto. ¿Y los contras?»«¡Te pillan!»«Ah», dijo el hombre, «existe la posibilidad

de que te pillen. PERO… ¡he aquí el secreto! Quete pillen engañando es una cosa, y que te castiguenpor engañar es otra. Fijaos en Bernie Ebbers, el expresidente de WorldCom. Su abogado enseguidabasó la defensa en el ‘vaya por Dios’, diciendoque Ebbers simplemente no sabía qué estaba

pasando. O en Jeff Skilling, antiguo presidente delconsejo de Enron, con su célebre e-mail:‘Destruye los documentos, nos han descubierto’.Más adelante, Skilling declaró que sólo habíaquerido ser ‘sarcástico’. Ahora bien, si estasdefensas no surten efecto, ¡siempre podemosdesaparecer del mapa y huir a un país sin leyes deextradición!».

Lento pero seguro, mi conferenciante invitado—que en la vida real es un humorista llamado JeffKreisler, autor de un libro satírico que lleva portítulo Get Rich Cheating [Hazte rico engañando]—, estaba esforzándose por enfocar las decisioneseconómicas con arreglo a un criterio estrictamentede coste-beneficio, sin tener en cuenta ningunaconsideración moral. Mientras escuchaban, losalumnos captaban que, desde una perspectivaabsolutamente racional, Jeff tenía toda la razón.Pero, al mismo tiempo, esa justificación delengaño como vía hacia el éxito sólo podíaproducirles trastorno y rechazo.

Al final de la clase, pedí a los alumnos quepensaran hasta qué punto su conducta encajaba conel SMORC. «¿Cuántas oportunidades tenemos aldía de engañar sin ser descubiertos?», lespregunté. «¿Cuántas oportunidades de éstasaprovechamos? ¿Cuánto más engaño habría si todoel mundo asumiera el enfoque coste-beneficio deJeff?»

Montaje del escenario del test

El enfoque de Becker y Jeff sobre la deshonestidadse compone de tres elementos básicos: (1) elbeneficio que se puede llegar a obtener con elcrimen; (2) la probabilidad de ser descubierto; y(3) el supuesto castigo, en su caso. Si compara elprimer componente (el beneficio) con los otrosdos (los costes), el ser humano racional puededeterminar si merece la pena cometer un delitoconcreto.

En todo caso, puede que el SMORC sea unadescripción precisa del modo en que las personastoman decisiones sobre la honestidad y el engaño,pero el desasosiego experimentado por misalumnos (y yo mismo) debido a sus repercusionessugiere que vale la pena escarbar un poco máspara entender qué pasa realmente. (En laspróximas páginas explicaré con algún detalle elmodo en que evalúo el engaño a lo largo del libro,así que, por favor, presten atención.)

Mis colegas Nina Mazar (profesora de laUniversidad de Toronto) y On Amir (profesor dela Universidad de California en San Diego) y yodecidimos estudiar más a fondo el modo que tienela gente de engañar. Por todo el campus del MIT(donde en esa época daba yo clases) pusimosanuncios en los que se ofrecía a los estudiantes laposibilidad de ganar hasta 10 dólares por unosdiez minutos de su tiempo.* A la hora fijada, losparticipantes entraban en una habitación, donde sesentaban en sendos pupitres con silla incorporada(el típico escenario para un examen). A

continuación, se les daba una hoja de papel conuna serie de veinte matrices distintas(estructuradas como en el ejemplo de la figura 1) yse les explicaba que su tarea consistía enencontrar, en cada matriz, dos números quesumaran 10 (la denominamos «tarea de la matriz»,y así nos referiremos a ella a lo largo del libro).También se les decía que disponían de cincominutos para resolver tantas matrices como fueraposible y que cobrarían 50 centavos por respuestacorrecta (cantidad que variaba en función delexperimento). En cuanto el experimentador decía«¡empiecen!», los participantes se ponían aresolver estos sencillos problemas aritméticos lomás rápido que podían.

En la figura 1 tenemos un ejemplo de cómosería esa hoja de papel, incluida una matrizampliada. ¿Con qué rapidez podemos encontrar elpar de números que suman 10?

Así era como comenzaba el experimento paratodos los participantes, pero lo que pasaba al finalde los cinco minutos era diferente en función de

las circunstancias concretas.Imaginemos que nos hallamos en una

condición de control y estamos apresurándonospara resolver todas las matrices posibles. Al cabode un minuto, hemos resuelto una. Tras otros dosminutos, ya tenemos tres. Se ha acabado el tiempo,y hemos completado cuatro. Hemos ganado dosdólares. Nos acercamos a la mesa delexperimentador y le entregamos el papel. Elexperimentador verifica las respuestas y sonríe enseñal de aprobación. «Cuatro soluciones», dice, yluego cuenta las ganancias. «Ya está», añade, y nosvamos. (En la situación de control, laspuntuaciones nos dan el nivel real de rendimientoen la tarea.)

Ahora imaginémonos en otro escenario,denominado «condición trituradora», en el quetenemos la oportunidad de engañar. Esta condiciónes semejante a la de control, con la diferencia deque, transcurridos los cinco minutos, elexperimentador nos dice: «Ahora contad lasrespuestas correctas, llevad el papel a la

trituradora del fondo de la sala, y luego venid aquíy me decís cuántas matrices habéis resueltocorrectamente». Si estuviéramos en esta situación,contaríamos diligentemente las respuestas,trituraríamos la hoja de papel, informaríamos delresultado, cobraríamos y nos marcharíamos.

¿Qué hacen en general los participantes en lacondición «trituradora»? ¿Engañan? Y en tal caso,¿mucho o poco?

Con los resultados de ambas situaciones,podemos comparar el rendimiento en la condiciónde control, donde es imposible engañar, con elrendimiento declarado en la condición trituradora,donde engañar sí es posible. Si los resultados sonlos mismos, llegamos a la conclusión de que no seha producido engaño alguno. Pero si vemos que,en términos estadísticos, los participantesmuestran un «mejor» rendimiento en la condicióntrituradora, concluimos que han exagerado susresultados (han engañado) cuando han tenido laoportunidad de destruir la prueba. Y la medida delengaño de este grupo será la diferencia entre el

número de matrices que sus integrantes afirmanhaber resuelto correctamente y el número dematrices resueltas verdaderamente por losparticipantes en la condición control.

Quizá no deba sorprendernos el hecho de que,si tenía oportunidad, la gente amañaba elresultado. En la condición de control, losparticipantes resolvían, por término medio, cuatromatrices de un total de veinte. Los de la condicióntrituradora aseguraban haber resuelto una media deseis —dos más que los otros—. Y esta diferenciaglobal no correspondía a unos cuantos individuosque exageraban mucho, sino a un montón de ellosque engañaban sólo un poquito.

¿Más dinero, más engaño?

Con esta cuantificación básica de la deshonestidaden nuestro haber, Nina, On y yo estábamospreparados para investigar qué fuerzas empujan alas personas a engañar más o menos. Según elSMORC, los individuos deben engañar máscuando tienen la posibilidad de conseguir dinerosin que les descubran ni les castiguen. Esto suenasimple e intuitivamente tentador al mismo tiempo,

así que decidimos someterlo a prueba. Creamosotra versión del experimento de la matriz, sólo queesta vez variamos la cantidad de dinero queganarían los participantes por cada matriz resueltacorrectamente. A unos les prometimos 25 centavospor cada una; a otros 50 centavos, un dólar, dosdólares o cinco dólares. En el nivel máximo, aalgunos les ofrecimos la friolera de 10 dólares porrespuesta correcta. ¿Qué piensan que sucedió?¿Aumentó el grado de engaño en proporción a lacantidad de dinero ofrecida?

Antes de revelar la respuesta quiero deciralgo sobre un experimento afín. En esta ocasión, envez decirles que hicieran el test de la matrizdirectamente, pedíamos a un grupo departicipantes que conjeturasen cuántas respuestascorrectas afirmarían tener los de la condicióntrituradora en cada nivel de pago. Suspredicciones eran que las reivindicaciones dematrices resueltas correctamente aumentarían amedida que subiera la cantidad de dinero. Enesencia, su teoría intuitiva era la misma que la

premisa del SMORC. Sin embargo, seequivocaban. Resulta que cuando nos fijábamos enla magnitud del engaño, los participantes añadían,por término medio, dos matrices a suspuntuaciones, con independencia de la cantidad dedinero que pudieran ganar por cada una. De hecho,el grado de engaño era ligeramente inferiorcuando les prometíamos la máxima cantidad dedinero —10 dólares— por cada respuestacorrecta.

¿Por qué el nivel de engaño no aumentaba enproporción a la cantidad de dinero ofrecida? ¿Porqué el engaño era ligeramente inferior en el nivelmáximo de remuneración? Esta insensibilidad antela cantidad de recompensa da a entender que ladeshonestidad probablemente no resulta de unanálisis coste-beneficio. Si así fuera, elincremento del beneficio (la cantidad de dineroofrecida) debería originar más engaño. ¿Y por quéel nivel de engaño era mínimo cuando larecompensa era máxima? Me da la impresión deque cuando la cantidad de dinero que los

participantes podían ganar por matriz era de 10dólares, resultaba más difícil engañar y ellos aúnse sentían a gusto con su sentido de la integridad(más adelante volveremos sobre esto). Ganar 10dólares por matriz no equivale a coger un lápiz dela oficina. Se parece más a coger varias cajas debolígrafos, una grapadora y una resma de papel deimpresora, lo cual es mucho más difícil de pasarpor alto o racionalizar.

Atrapar a un ladrón

Nuestro siguiente experimento analizaba qué podíapasar si los participantes creían que había másprobabilidades de que los pillaran. En dospalabras, introducíamos en el experimento elequivalente mental de una cámara de seguridadparcialmente operativa.

Pedimos a un grupo de participantes quedestruyese la mitad de sus hojas de ejercicios —esdecir, si eran deshonestos, tendríamos alguna

prueba de ello—. A los de un segundo grupo lespedimos que triturasen todos los papeles, por loque podrían quedar impunes. Por último, pedimosa los integrantes de un tercer grupo quedestruyesen todas las hojas, salieran de la sala depruebas y cobrasen ellos mismos de un cuenco degran tamaño con más de 100 dólares en billetespequeños y monedas. En esta condición deautorremuneración, los participantes no sólopodían engañar y quedar sin castigo, sino queencima se llevarían un dinero extra.

Una vez más pedimos a otro grupo quepredijera cuántas matrices, por término medio,afirmarían haber resuelto correctamente losparticipantes en cada condición. Y una vez máspredijeron que la tendencia humana hacia ladeshonestidad concordaría con el SMORC y losparticipantes asegurarían haber resuelto másmatrices a medida que disminuyese laprobabilidad de ser descubiertos.

¿Qué averiguamos? También en este casomuchas personas engañaban, pero sólo un poco, yel nivel de engaño era el mismo en las trescondiciones (destrucción de la mitad de las hojas,destrucción de todas, destrucción de todas y cobrodirecto).

Ahora bien, podemos preguntarnos si losparticipantes creían realmente que, en el montajeexperimental, podían engañar sin ser descubiertos.Para dejar claro que éste era efectivamente elcaso, Racheli Barkan (profesora de la UniversidadBen-Gurion del Negev), Eynav Maharabani (encurso de doctorado, compañera de Racheli) y yollevamos a cabo otro estudio en el que Eynav y unaayudante, Tali, supervisaban el experimento.Eynav y Tali se parecían en muchos aspectos, peroEynav es obviamente ciega, o sea, resultaba másfácil engañar si la encargada era ella. Cuandollegara el momento de cobrar directamente delmontón de dinero que había en la mesa de delante

del experimentador, los participantes podríancoger todo el que quisieran, pues Eynav no sedaría cuenta.

Así, ¿engañaron más a Eynav? Aún cogían unpoco más de dinero del que merecían, peroengañaban igual con independencia de que lasupervisora fuera Tali o Eynav.

Estos resultados sugieren que la probabilidadde ser descubierto no tiene una gran influencia enla magnitud del engaño. No estoy diciendo que enlas personas no influya nada la probabilidad deque las pillen —al fin y al cabo, nadie va a robarun coche si hay un policía cerca—, pero losresultados ponen de manifiesto que el hecho de sersorprendido no tiene tanta importancia comocabría esperar, y desde luego no desempeñó unpapel importante en nuestros experimentos.

Quizá tengamos la duda de si los participantes delexperimento estaban utilizando la lógica siguiente:«Si engaño sólo en unas cuantas cuestiones, nadie

sospechará de mí. Pero si lo hago en bastantes,ello puede despertar recelos y acaso alguien mepregunte al respecto».

Pusimos la idea a prueba en el ensayosiguiente. Esta vez dijimos a la mitad de losparticipantes que el alumno promedio delexperimento resolvía unas cuatro matrices (lo cualera verdad). A los de la otra mitad les dijimos queel alumno promedio resolvía aproximadamenteocho matrices. ¿Por qué lo hicimos? Porque si elnivel de engaño se basaba en el deseo de nodestacar, los participantes engañarían en ambascondiciones con la resolución de algunas matricesmás de lo que consideraban el rendimientopromedio (lo cual significa que asegurarían haberresuelto unas seis matrices cuando creyeran que elpromedio era cuatro, y unas diez cuando pensaranque el promedio era ocho).

Entonces, ¿cómo se comportaban losparticipantes cuando suponían que otrosresolverían más matrices? Pues este conocimientono ejercía en ellos la menor influencia. Engañaban

añadiendo unas dos respuestas (resolvían cuatro ydecían haber resuelto seis), al margen de sipensaban que los demás resolvían, por términomedio, cuatro matrices u ocho.

Este resultado da a entender que la acción deengañar no está impulsada por preocupacionessobre destacar o no: muestra más bien que nuestrosentido de la moralidad está asociado al grado deengaño con el que nos sentimos cómodos. Enesencia, engañamos hasta el nivel que nos permiteconservar nuestra imagen de individuosrazonablemente honestos.

En el mundo real

Provistos de estas pruebas iniciales contrarias alSMORC, Racheli y yo decidimos salir dellaboratorio y aventurarnos en un escenario másnatural. Queríamos analizar situaciones comunesque podemos encontrarnos en un día cualquiera. Yqueríamos examinar a «personas reales», no sólo a

estudiantes (aunque he descubierto que a losestudiantes no les gusta que se diga que no sonpersonas reales). Otro componente que, hasta esemomento, faltaba en nuestro paradigmaexperimental era la oportunidad de que laspersonas se comportasen de manera positiva ybenévola. En los experimentos de laboratorio, lomejor que podían hacer los participantes era noengañar. Sin embargo, en muchas situaciones de lavida real los individuos pueden exhibir conductasque no son sólo neutras sino tambiéncomplacientes y generosas. Con este nuevo matizen mente, buscamos situaciones que nospermitirían evaluar aspectos tanto positivos comonegativos de la naturaleza humana.

Imaginemos un gran mercado agrícola que abarcatoda una calle. Está ubicado en el centro de Be’erSheva, ciudad del sur de Israel. Es un díacaluroso, y cientos de comerciantes han instaladosus mercancías frente a las tiendas que bordean la

calle a uno y otro lado. Percibimos el olor ahierbas frescas y encurtidos ácidos, a pan reciénhorneado y fresas maduras, y nuestra miradadeambula entre bandejas de quesos y aceitunas.Nos envuelven los gritos de elogio de loscomerciantes hacia sus productos: «Rak ha yom!»(sólo hoy), «Matok!» (dulce), «Bezol!» (barato).

Eynav y Tali entraron en el mercado ytomaron direcciones diferentes, la primeraprovista de un bastón blanco para orientarse. Unay otra se acercaron a varios puestos de verduras ypidieron al vendedor que les escogiera dos kilosde tomates mientras iban a otro recado. Una vezhecha la petición, estuvieron ausentes unos diezminutos y regresaron para recoger los tomates,pagaron y se marcharon. A continuación, llevaronlos tomates a otro vendedor situado en el otroextremo del mercado, que había accedido avalorar la calidad de la hortaliza. Comparando lacalidad de los tomates vendidos a Eynav y a Tali,podríamos saber cuál de las dos se había llevadoun producto mejor.

¿Se habían aprovechado de Eynav? Tengamospresente que, partiendo de una perspectivapuramente racional, habría tenido sentido que elvendedor seleccionara para ella los tomates depeor aspecto. Al fin y al cabo, Eynav no iba asacar provecho alguno de la calidad estética. Uneconomista tradicional de, pongamos, laUniversidad de Chicago podría incluso sostenerque, en un esfuerzo por maximizar el bienestarsocial de todos los implicados (el vendedor,Eynav y los otros clientes), el comerciante debíahaberle vendido los tomates más feos reservandolos más bonitos para las personas que pudierantambién disfrutar de su aspecto. Pues resulta que lacalidad visual de los tomates escogidos paraEynav no era mala sino, de hecho, mejor que la delos escogidos para Tali. Los vendedores, aun concierto coste para el negocio, se tomaron lamolestia de elegir el producto de mejor calidadpara un cliente ciego.

Con estos optimistas resultados, a continuaciónnos ocupamos de otra profesión a menudo bajosospecha: los taxistas. En el mundo del taxi, hay unpopular truco denominado «transporte largo»,término oficial para referirnos al recorrido deltaxista que toma pasajeros desconocedores de laruta hacia su destino y da un largo rodeo, lo cual aveces comporta un aumento considerable delprecio de la carrera. Por ejemplo, en un estudiocon taxistas de Las Vegas se observó que algunosde ellos iban desde el aeropuerto internacionalMcCarran al Strip pasando por un túnel quellevaba a la interestatal 215, lo que suponía unacifra de 92 dólares por una carrera de poco más detres kilómetros.1

Dada la reputación de los taxistas, cabepreguntarse si engañan en general o si es másprobable que engañen a quienes no puedendetectar sus malas artes. En el siguienteexperimento, pedimos a Eynav y Tali que tomaranun taxi veinte veces, de ida y de vuelta, entre laestación de ferrocarril y la Universidad del Negev.

Los taxis recorren esta ruta como sigue: si elconductor tiene activado el taxímetro, el viajecuesta unos 25 shéquels (7 dólares). No obstante,suele haber una tarifa fija de 20 shéquels (5,50dólares) si el taxímetro no está activado. Ennuestro montaje, Eynav y Tali pedían quefuncionara el taxímetro. A veces, los conductoresdecían a los pasajeros «aficionados» que salíamás barato no activarlo; aun así, ambas insistíansiempre en que la máquina estuviera conectada. Alfinal del trayecto, Eynav y Tali preguntaban altaxista cuánto era, pagaban, se apeaban yesperaban unos minutos antes de subirse a otro taxipara regresar al sitio del que habían partido.

Analizando las cuentas, observamos queEynav pagaba menos que Tali pese al hecho de quelas dos se empeñaban en pagar conforme altaxímetro. ¿Cómo podía ser eso? Una posibilidades que los taxistas hubieran llevado a Eynav por laruta más corta y barata y a Tali por la más larga.En este caso, ello significaría que habían estafadono a Eynav sino en cierto modo a Tali. Sin

embargo, Eynav daba otra explicación: «Yo oíaque los taxistas activaban el taxímetro cuando selo pedía», nos decía, «pero luego, antes de llegaral destino, muchos de ellos lo apagaban para quela cantidad no llegara a 20 shéquels». «Esto no eslo que me pasó a mí, desde luego», explicó Tali.«Nunca apagaron el taxímetro, y siempre acabépagando unos veinticinco shéquels».

Estos resultados revelan dos aspectosimportantes. Primero, está claro que los taxistas nollevaban a cabo un análisis coste-beneficio paraoptimizar sus ganancias. De lo contrario, habríanengañado a Eynav diciéndole que la lectura deltaxímetro era mayor de la que era o llevándola unrato por la ciudad dando un rodeo. Segundo, lostaxistas hicieron algo mejor que no engañar:tuvieron en cuenta los intereses de Eynav ysacrificaron parte de sus ingresos por el bien deella.

Creando tolerancia

Todo esto va más allá de lo que Becker y laeconomía estándar querían hacernos creer, sinduda. Para empezar, el hallazgo de que el nivel dedeshonestidad no se ve muy influido (en nuestrosexperimentos, nada) por la cantidad de dinero queganaríamos si fuéramos deshonestos sugiere queaquélla no resulta simplemente de tener en cuentasus costes y sus beneficios. Además, los resultadosreveladores de que el nivel de deshonestidad no seve alterado por cambios en la posibilidad de serdescubierto reducen aún más las probabilidadesde que la deshonestidad surja de un análisis coste-beneficio. Por último, el hecho de que muchaspersonas engañen sólo un poco cuando puedenhacerlo sugiere que las fuerzas rectoras de ladeshonestidad son mucho más complejas (einteresantes) que lo que preveía el SMORC.

¿Qué está pasando aquí? Me gustaríaproponer una teoría a la que dedicaremos muchotiempo en este libro. En dos palabras, la tesiscentral es que nuestra conducta está impulsada pordos motivaciones opuestas. Por un lado, queremos

considerarnos personas honestas, honorables.Queremos ser capaces de mirarnos al espejo ysentirnos bien con nosotros mismos (lospsicólogos lo denominan «motivación del ego»).Por otro, queremos sacar provecho del engaño yconseguir todo el dinero posible (esto es la«motivación económica típica»). Las dosmotivaciones están en conflicto, naturalmente.¿Cómo podemos asegurar las ventajas del engañoy al mismo tiempo seguir considerándonospersonas estupendas y honradas?

Aquí es donde entra en juego nuestraasombrosa flexibilidad cognitiva. Gracias a estahabilidad humana, mientras engañemos sólo unpoco, podemos beneficiarnos del engaño y seguirviéndonos como seres humanos maravillosos. Estemalabarismo es el proceso de racionalización, queconstituye la base de lo que denominaremos la«teoría del factor de tolerancia».

Para entender mejor la teoría del factor detolerancia, pensemos en la última vez quecumplimentamos la declaración de renta. ¿Cómo

hicimos las paces con las ambiguas y confusasdecisiones que debíamos tomar? ¿Era legítimoincluir una parte de la reparación del coche comogasto profesional deducible de impuestos? En talcaso, ¿con qué cantidad nos sentiríamos cómodos?¿Y si tuviéramos un segundo coche? No estoyhablando de justificar nuestras decisiones anteHacienda, sino de cómo somos capaces dejustificar ante nosotros mismos un nivel exageradode deducciones fiscales.

O pongamos que salimos a cenar a unrestaurante con amigos y ellos nos preguntan porun proyecto de trabajo al que últimamente hemosdedicado un montón de tiempo. Una vez hechoesto, ¿es la cena ahora un gasto deducibleaceptable? Seguramente no. Pero, ¿y si la cenatiene lugar en un viaje de negocios y estamosesperando que uno de nuestros compañeros demesa llegue a ser un cliente en el futuro cercano?Si hemos hecho concesiones de esta clase, tambiénhemos estado jugando con las flexibles fronterasde la ética. Resumiendo, creo que todos estamos

intentando continuamente identificar la línea apartir de la cual ya no podemos sacar partido de ladeshonestidad sin dañar nuestra imagen. Comodijo Oscar Wilde en una ocasión, «la moralidad,como el arte, significa trazar una línea en algúnsitio». La cuestión es dónde está la línea.

Creo que Jerome K. Jerome lo explicó muy bien ensu novela de 1889 Tres hombres en una barca, enla que cuenta una historia ambientada en uno de losámbitos donde más suele mentirse: la pesca. Heaquí lo que escribía:

Una vez conocí a un hombre joven que era de lo másserio, y cuando iba a pescar con mosca, estabadecidido a no exagerar sus capturas en más de unveinticinco por ciento.«Cuando he cogido cuarenta peces», decía, «digo a lagente que he cogido cincuenta, y así sucesivamente.Pero no miento más, porque mentir es pecado.»

Aunque la mayoría de las personas no hancalculado (menos aún anunciado) su índiceaceptable de mentiras como ese joven, elplanteamiento general parece bastante certero;cada uno tiene un límite sobre cuánto puede mentirantes de convertirse en «pecador».

A continuación centraremos la atención enentender el funcionamiento interno del factor detolerancia: el frágil equilibrio entre loscontradictorios deseos de conservar una imagenpositiva y sacar partido del engaño.

CAPÍTULO 2

Diversión con el factor de tolerancia

He aquí un chistecito:Jimmy, de ocho años, llega a casa desde la

escuela con una nota del maestro que dice: «Jimmyha robado un lápiz a su compañero de pupitre». Elpadre se pone furioso. Hace todo lo posible parasermonear a Jimmy y hacerle saber lo disgustado ydecepcionado que está, y le castiga durante dossemanas. «¡Y espera a que venga tu madre!», diceal chico con tono amenazador. En todo caso»,concluye, «si necesitabas un lápiz, ¿por qué no lodecías? ¿Por qué no lo pedías y ya está? Sabesmuy bien que puedo traerte docenas de lápices dela oficina.»

Si ante este chiste se nos escapa una sonrisita,es porque reconocemos la complejidad de ladeshonestidad humana que nos es inherente atodos. Consideramos que hay motivos paracastigar a un niño que roba un lápiz a uncompañero de clase, pero estamos dispuestos allevarnos lápices del trabajo sin dudarlo uninstante.

Para Nina, On y yo, este chiste daba aentender que ciertos tipos de actividades puedenrelajar con más facilidad nuestros patronesmorales. Pensamos que quizá si incrementábamosla distancia psicológica entre una accióndeshonesta y sus consecuencias, el factor detolerancia aumentaría y los participantesengañarían más. No es que en general queramosanimar a la gente a engañar más, desde luego. Peroa los efectos de estudiar y entender el engaño,queríamos ver qué situaciones e intervencionespodían debilitar los estándares morales de lagente.

Para verificar la idea, primero probamos conuna versión universitaria del chiste del lápiz. Undía me metí a hurtadillas en una residencia deestudiantes del MIT e introduje en variosfrigoríficos comunitarios uno de dos cebostentadores. En la mitad metí un paquete de seisCoca-Colas; en los otros deslicé una bandeja depapel con seis billetes de un dólar. Volví de vez encuando para ver cómo les iba a las latas y eldinero, midiendo lo que, en términos científicos,denominamos la «vida media del dinero y la Coca-Cola».

Como cualquiera que haya estado en unaresidencia estudiantil probablemente supondrá, enel espacio de setenta y dos horas desaparecierontodas las Coca-Colas, pero lo curioso es que nadietocó los billetes. Los chicos podían haber cogidoun billete de dólar, ir a la cercana máquinaexpendedora y sacar una lata y el cambio; pero nolo hizo nadie.

Debo admitir que no se trata de un granexperimento científico, pues los estudiantes ven amenudo latas de Coca-Cola en el frigorífico, perouna bandeja con billetes es algo más bien raro. Detodos modos, esta pequeña prueba sugiere que losseres humanos están dispuestos a robar algo queno tenga atribuido explícitamente un valormonetario —esto es, algo que no lleve la cara deun presidente muerto—. Sin embargo, nosabstenemos de robar dinero en tal medida quehasta el más piadoso maestro de escuela dominicalse sentiría orgulloso de nosotros. Del mismomodo, tal vez cojamos del trabajo papel deimpresora, pero sería muy improbable quecogiéramos 3,50 dólares de la caja de gastosmenores con la finalidad de comprar papel para laimpresora de casa.

Para analizar la distancia entre el dinero y suinfluencia en la deshonestidad de una forma máscontrolada, creamos otra versión del experimentode la matriz, esta vez incluyendo una condición enla que el engaño estaba unos pasos alejado del

dinero. Como en los experimentos anteriores, losparticipantes de la condición trituradora tenían laoportunidad de destruir sus hojas y mentir sobre elnúmero de matrices resueltas correctamente.Cuando terminaban la tarea, destruían el papel, seacercaban al experimentador y decían «he resueltoX* matrices; deme X dólares, por favor».

La innovación del nuevo experimento era lacondición de «ficha», semejante a la de latrituradora salvo en el hecho de que losparticipantes cobraban en fichas de plástico y noen dólares. En la condición de ficha, tan prontoacababan de destruir su hoja de ejercicios, losparticipantes se acercaban al experimentador ydecían «he resuelto X matrices, deme X fichas, porfavor». Una vez las recibían, caminaban unoscuatro metros hasta una mesa próxima, donde lasentregaban y recibían dinero contante y sonante.

Resultó que quienes mentían por fichas queunos segundos después se convertían en dineroengañaban más o menos el doble que quienesmentían directamente por dinero. Debo confesar

que, aunque me había imaginado que losparticipantes en la condición de ficha engañaríanmás, me sorprendió el aumento que acompañaba alhecho de estar unos pasos alejado del dinero. Laspersonas tienden a ser más deshonestas enpresencia de objetos no monetarios —comolápices o fichas— que ante dinero de verdad.

De todas las investigaciones que he llevado acabo a lo largo de los años, lo que más mepreocupa es que cuantas más tarjetas de créditohay en la sociedad, más empeora nuestra brújulamoral. Si estar sólo a unos pasos del dinero puedeincrementar el engaño hasta ese punto, imaginemosqué puede llegar a pasar en una sociedad con unnúmero creciente de tarjetas de crédito. ¿Será querobar un número de tarjeta es mucho menos difícil,desde una óptica moral, que robar dinero enmetálico de una cartera? El dinero digital (porejemplo, las tarjetas de débito o de crédito) tienemuchas ventajas, por supuesto, pero también acasonos separe en cierto modo de la realidad denuestras acciones. Si estar a unos pasos del dinero

libera a la gente de sus ataduras morales, ¿quépasará a medida que se vayan haciendo cada vezmás operaciones bancarias online?

¿Qué le pasará a nuestra moral personal y socialcuando los productos financieros sean másconfusos y estén menos visiblemente relacionadoscon el dinero (pensemos, por ejemplo, en lasopciones de compra de acciones, los derivados olas transferencias de riesgos crediticios)?

¡Algunas empresas ya saben esto!

Como científicos, procuramos documentar, medir yexaminar minuciosamente la influencia de estarunos pasos lejos del dinero. Sin embargo, meparece que algunas empresas captan intuitivamenteeste principio y sacan provecho del mismo.Veamos, por ejemplo, esta carta que recibí de unjoven consultor:

Estimado doctor Ariely:Hace unos años me licencié en Económicas en

una prestigiosa universidad y he estado trabajandoen una empresa de asesoramiento económico queproporciona servicios a bufetes de abogados.

He decidido ponerme en contacto con ustedporque he estado observando y participando en undocumentado fenómeno de exageración de horasfacturables por parte de consultores económicos.Hablando en plata, una estafa. Desde las personasde más rango hasta el último analista, la estructurade incentivos de los asesores estimula el engaño:nadie verifica las facturas por una tareadeterminada; no hay directrices claras sobre lo quees aceptable; y si nuestro nivel de facturación esbajo en comparación con los demás compañerosanalistas, tenemos todos los números para que nosdespidan. Estos factores crean el entorno perfectopara el fraude endémico.

Los propios abogados se llevan una sustancialtajada de cada hora que facturamos, de modo queles da igual si tardamos más en acabar un proyecto.Ellos sí tienen algún aliciente para mantener loscostes bajos a fin de no enfurecer a sus clientes,pero muchos de los análisis que efectuamos son muydifíciles de evaluar. Los abogados saben esto y

parecen utilizarlo en beneficio propio. De hecho,estamos engañando en su favor: nosotrosmantenemos el puesto de trabajo y ellos obtienenun ingreso adicional.

He aquí algunos ejemplos específicos de cómo seengaña en mi empresa:

• Se nos echaba encima un plazo de entrega yestábamos trabajando sin parar. El presupuesto noparecía ser un problema, y cuando pregunté cuántotiempo de mi jornada debía facturar, la jefa (unadirectora de proyectos de nivel medio) me dijo quetomara la totalidad del tiempo que yo estaba en laoficina y le restara dos horas, una para el almuerzoy la otra para la cena. Le dije que había hechootras pausas mientras el servidor ejecutaba misprogramas, y ella contestó que podía contarlascomo pausas de salud mental que más adelante setraducían en una mayor productividad.• Un buen amigo mío de la empresa se negó deplano a sobrefacturar, por lo que su índice globalde facturación fue aproximadamente un 20 porciento inferior al promedio. Admiro su honradez,pero cuando llegó la época de los despidos, fue elprimero en irse a la calle. ¿Qué clase de mensaje senos estaba mandando a los demás?

• Una persona factura cada hora que está revisandosu correo para un proyecto, con independencia de siestá recibiendo trabajo o no. Está «de guardia»,dice.• Otro tipo suele trabajar en casa y facturamuchísimo, pero cuando está en la oficina pareceque nunca tiene nada que hacer.

Hay más ejemplos como éstos. Sin duda soycómplice de esta conducta, pero ahora que lo veocon más claridad quiero resolver el problema. ¿Mepuede aconsejar algo? ¿Qué haría usted en misituación?

Atentamente,Jonah

Por desgracia, el problema apuntado porJonah es corriente, y deriva directamente de cómopensamos en nuestra propia moralidad. Hay otromodo de considerar la cuestión. Una mañanadescubrí que alguien había roto la ventanilla de micoche y había robado mi GPS portátil. Me enfadé,como es lógico, pero en cuanto al impacto sobremi futuro económico, este delito tuvo poco efecto.

Pensemos, sin embargo, en lo que me han idosacando con los años mis abogados, agentes deBolsa, gestores de fondos de inversióninmobiliaria, agentes de seguros y otros cuando mehan cobrado un poco de más, han añadidohonorarios ocultos, etcétera. Quizá cada una deestas acciones no es en sí misma muy significativadesde el punto de vista económico, pero todasjuntas equivalen a algo más que unos cuantosdispositivos de navegación. Al mismo tiempo, meparece que, a diferencia de la persona que se llevómi GPS, estos infractores de guante blanco seconsideran a sí mismos personas muy éticasporque sus acciones son bastante insignificantes;es más, están varios pasos alejadas de mi bolsillo.

Lo positivo es que, tan pronto entendemoscómo aumenta nuestra deshonestidad cuandoestamos a cierta distancia del dinero, podemosintentar aclarar y recalcar las conexiones entrenuestras acciones y las personas afectadas.También podemos tratar de acortar la distanciaentre las acciones y el dinero en cuestión. Si

tomamos estas medidas, seremos más conscientesde las consecuencias de nuestras acciones y, deeste modo, seremos más honestos.

No hace mucho, un alumno míollamado Peter me contó una historia quecapta muy bien nuestros equivocadosesfuerzos por reducir la deshonestidad.

Un día, Peter no podía entrar en casa,por lo que llamó a un cerrajero. Tardó unrato en encontrar uno con la autorizaciónmunicipal para abrir puertas. Al final, elcerrajero llegó con su camioneta ydescerrajó la puerta en un minuto.

«Me asombró la rapidez y la facilidadcon que ese tío abrió la puerta», me explicóPeter. Luego me reveló una pequeña

lección moral que aprendió ese día delcerrajero.

En respuesta al asombro de Peter, elcerrajero le dijo que las cerraduras estánen las puertas sólo para que la gentehonesta siga siéndolo. «Un uno por cientode las personas siempre serán honestas yno robarán», explicó el cerrajero. «Otrouno por ciento serán siempre deshonestas yabrirán la cerradura y se llevarán tutelevisor. Y las demás serán honestassiempre y cuando se den las circunstanciasadecuadas —es decir, si se sienten lobastante tentadas, también robarán—. Lascerraduras no te protegen de los ladrones,que si de verdad quieren entrar en tu casa,entran. Te protegen sólo de la mayoría delas personas honradas que quizá sesentirían tentadas de entrar en tu casa sino hubiera cerradura.»

Tras reflexionar sobre estasobservaciones, me quedé con la impresiónde que el cerrajero quizá tenía razón. Noes que el 98 por ciento de las personas seaninmorales o engañen en cuanto se presentala ocasión; lo más probable es que lamayoría de nosotros necesitemos pequeñosrecordatorios que nos mantengan en lasenda correcta.

Qué hacer para que la gente engañe menos

Una vez establecido cómo funciona y se extiendeel factor de tolerancia, lo que queríamos eraaveriguar si podíamos reducirlo y conseguir que lagente engañase menos. También alumbramos estaidea con un chiste.

Un hombre visiblemente irritado va un día aver a su rabino y le dice: «¡Rabino, no te vas acreer lo que me ha pasado! ¡La semana pasada,

alguien me robó la bicicleta de la sinagoga!».Al oírlo, el rabino se queda muy afectado,

pero tras pensar un rato sugiere una solución: «Lasemana que viene, ven al oficio religioso, siéntateen la fila de delante, y cuando yo recite los DiezMandamientos, vuélvete y mira a la gente dedetrás. Y si cuando lleguemos al ‘no robarás’,alguien no puede mirarte a los ojos, ése es elhombre». El rabino está muy satisfecho con supropuesta, y el otro también.

Llega el día del oficio y el rabino siente grancuriosidad por ver si su consejo surte efecto.Espera al hombre en la puerta de la sinagoga y lepregunta: «Qué, ¿ha ido bien?».

«Como un hechizo», responde el otro. «Encuanto usted dijo ‘no cometerás adulterio’, recordédónde había dejado la bicicleta.»

Lo que sugiere esta historieta es que losrecuerdos y la conciencia de los códigos morales(como los Diez Mandamientos) pueden tener unefecto en el modo de contemplar nuestra conducta.

Inspirados por la lección de esta anécdota,Nina, On y yo llevamos a cabo un experimento enla Universidad de California, Los Ángeles(UCLA). Dividimos en dos un grupo de 450personas. A los de una mitad les pedimos queintentasen recordar los Diez Mandamientos y luegoles indujimos a engañar en una tarea de matrices.A los de la otra mitad les dijimos que intentaranrecordar diez libros que hubieran leído en elinstituto antes de soltarlos en el ensayo de lasmatrices con la oportunidad de engañar. En elgrupo de los diez libros, observamos el típicoengaño generalizado, bien que moderado. Por suparte, en el grupo de los Diez Mandamientos noadvertimos trampa alguna. Y ello pese a que nadiedel grupo fue capaz de recordar los diez.

Este resultado es muy interesante. Al parecer,sólo con intentar recordar los patrones moralesbastaba para mejorar la conducta. En otro intentopor verificar ese efecto, pedimos a un grupo deautoproclamados ateos que jurasen sobre la Bibliay luego les ofrecimos la oportunidad de reclamar

ganancias extra en la tarea de las matrices. ¿Quéhicieron los ateos? No se apartaron del buencamino.

Estos experimentos con avisos moralessugieren que la disposición y la tendencia aengañar podrían disminuir si contamos conrecordatorios de patrones éticos. Sin embargo,aunque el uso de los Diez Mandamientos y laBiblia como mecanismos de creación dehonestidad puede ser útil, introducir principiosreligiosos en la sociedad como medio para reducirel engaño no sería muy práctico (aparte de quehacer eso violaría la separación entre la Iglesia yel Estado). Así, empezamos a pensar en métodosmás generales, prácticos y laicos para reducir elfactor de tolerancia, lo que nos llevó a examinarlos códigos de honor que ya rigen en muchasuniversidades.

Hace unos años recibí una carta deuna mujer llamada Rhonda que iba a laUniversidad de California, Berkeley, en laque me hablaba de un problema que habíatenido en su casa y de cómo un pequeñorecordatorio ético le ayudó a resolverlo.

Rhonda vivía cerca del campus conotras personas que no se conocían entre sí.Cuando cada fin de semana aparecía lamujer de la limpieza, dejaba varios rollosde papel higiénico en cada uno de los doscuartos de baño. Sin embargo, el lunes todoel papel había desaparecido. Era la clásicasituación de la tragedia de los comunes:como algunas personas acaparaban elpapel higiénico y usaban más del que lescorrespondía, el recurso público acababaagotado para todos.

Tras leer sobre el experimento de losDiez Mandamientos en mi blog, Rhondapegó en uno de los lavabos una nota dondepedía a la gente que no despilfarrase elpapel higiénico, que lo considerase un biencompartido. Con gran satisfacción suya, alas pocas horas reapareció un rollo, y al díasiguiente, otro. Sin embargo, en el lavabosin nota no hubo papel higiénico hasta el finde semana siguiente, cuando regresó lamujer de la limpieza.

Este pequeño experimento pone demanifiesto lo eficaces que pueden ser lospequeños recordatorios para ayudarnos amantener los principios éticos y, en estecaso, un cuarto de baño bien abastecido.

Para averiguar si los códigos de honorfuncionan, pedimos a un grupo de estudiantes delMIT y de Yale que firmaran uno de estos códigos

antes de ofrecer a la mitad de ellos la oportunidadde engañar en la tarea de las matrices.

La declaración decía así: «Me consta queeste experimento es conforme a las directrices delcódigo de honor de MIT/Yale». Los estudiantes aquienes no se había pedido que firmasenengañaron un poquito, pero los del MIT y Yale quehabían firmado no engañaron en absoluto. Y ello apesar de que ninguna universidad tiene un códigode honor (algo parecido al efecto que jurar sobrela Biblia tenía sobre los ateos autoproclamados).

Vimos que funcionaba un código de honor enuniversidades que no lo tenían, pero ¿qué pasabacon las universidades que cuentan con un códigode honor sólido? ¿Sus estudiantes engañaríanmenos siempre? ¿O engañarían menos sólo sifirmaban? Afortunadamente, yo estaba a la sazónen el Instituto de Estudios Avanzados de laUniversidad de Princeton, una gran placa de Petripara evaluar esa idea.

La Universidad de Princeton tiene un rigurososistema de honor vigente desde 1893. Los alumnosnuevos reciben una copia de la Constitución delCódigo de Honor y una carta del Comité de Honorque deben firmar antes de matricularse. Durante suprimera semana, también asisten a charlasobligatorias sobre la importancia del Código deHonor. Después de las clases, los princetonianosnoveles hablan del sistema con su grupo asesor dela residencia. Como si todo esto no bastara, uno delos grupos musicales del campus, el Triangle Club,interpreta su «Canción del código de honor» paralos recién llegados.

Durante el resto del tiempo que pasan enPrinceton, se les recuerda una y otra vez el códigode honor: firman uno al final de cada trabajo quepresentan («Este documento representa mi trabajoen conformidad con las normas de laUniversidad»). Firman otro compromiso en cadaexamen, test o formulario («Prometo por mi honor

que no he violado el código de honor durante esteexamen»), y reciben del Comité de Honor e-mailsbianuales recordatorios.

Para ver si el curso intensivo de moralidad enPrinceton tiene efectos a largo plazo, esperé quetranscurrieran dos semanas desde que los alumnosnuevos hubieran concluido su formación éticaantes de inducirles a engañar —dándoles lasmismas oportunidades que a los del MIT y Yale(que no tenían código de honor ni seguían un cursode una semana sobre honestidad académica)—.Los estudiantes de Princeton, aún relativamentereciente su inmersión en el código de honor, ¿eranmás honestos cuando realizaban la tarea de lasmatrices?

Pues lamentablemente no. Cuando los dePrinceton firmaban el código de honor, noengañaban nada (pero los del MIT o Yaletampoco). Sin embargo, si no se les pedía quefirmaran el código, engañaban tanto como sushomólogos de Yale o del MIT. Por lo visto, elcurso intensivo, la propaganda sobre moralidad y

la existencia de un código de honor no tenían unainfluencia duradera en la fibra moral de losprincetonianos.

Estos resultados son a la vez deprimentes yprometedores. Por el lado deprimente, parece quees muy difícil modificar la conducta para ser máséticos y que un curso intensivo no basta. (Meparece que esta ineficacia es también aplicable abuena parte de la formación ética que tiene lugaren empresas, universidades y escuelas denegocios.) En un sentido más general, el resultadoda a entender que, cuando se trata de ética, crearun cambio cultural a largo plazo es un verdaderodesafío.

En el aspecto positivo, parece que cuandosimplemente nos recuerdan los patrones éticos, noscomportamos de manera más íntegra. Es más,descubrimos que el método «firme aquí» delcódigo de honor funciona tanto cuando ladeshonestidad tiene un coste claro y sustancial(que en el caso de Princeton conllevaba expulsión)como cuando no hay un coste específico (como en

el MIT y Yale). La buena noticia es que laspersonas dan la impresión de querer ser honestas,por lo que acaso sería aconsejable incorporarrecordatorios morales a situaciones que nosinducen a ser deshonestos.*

Un profesor de la Universidad Estatal de MiddleTennessee acabó tan harto de los engaños entre susalumnos de administración de empresas quedecidió utilizar un código de honor más drástico.Inspirado en nuestro experimento de los DiezMandamientos y su efecto en la honestidad,Thomas Tang pidió a sus estudiantes que firmasenun código de honor por el que se comprometían ano copiar en los exámenes. El compromiso decíatambién que, si hacían trampas, «lo lamentarían elresto de su vida e irían al infierno».

Los alumnos, que no creían forzosamente enel infierno ni aceptaban que ése pudiera ser sudestino, estaban escandalizados. El compromiso

llegó a ser muy polémico, y, quizá con toda lógica,Tang fue muy criticado por su iniciativa (a la largatuvo que volver a la promesa vieja, sin infierno).

Con todo, supongo que pese a su breveexistencia esa versión extrema del código de honortuvo un efecto indiscutible en los estudiantes.También creo que la indignación de éstos revelahasta qué punto puede ser efectivo un compromisode esta naturaleza. Los futuros hombres y mujeresde negocios debieron de sentir que era mucho loque estaba en juego, de lo contrario no se habríanpreocupado tanto. Imaginémonos ante undocumento así. ¿Lo firmaríamos tan tranquilos?¿Firmarlo influiría en nuestra conducta? ¿Y situviéramos que firmarlo justo antes de rellenarnuestro informe de gastos?

La posibilidad de utilizar símbolosreligiosos como medio para incrementar lahonestidad no ha pasado inadvertida a loseruditos religiosos. En el Talmud hay unahistoria sobre un hombre religioso que,desesperado por tener relaciones sexuales,acude a una prostituta. Su religión no loaprobaría, desde luego, pero en esemomento él considera que tienenecesidades más apremiantes. Una vez asolas con la prostituta, comienza adesnudarse. Cuando se quita la camisa, vesu tzitzit, una prenda interior con cuatroflecos con nudos. El tzitzit le recuerda elmitzvah (preceptos religiosos), yrápidamente se vuelve y abandona lahabitación sin infringir sus principios.

Aventuras con Hacienda

Valerse de los códigos de honor para poner freno alos engaños en una universidad está muy bien, pero¿funcionarían estos recordatorios morales tambiénen otra clase de trampas y en entornos noacadémicos? ¿Podrían ayudar a evitar el engaño,pongamos, en la declaración de renta o en lasreclamaciones al seguro? Esto es lo que Lisa Shu(estudiante de doctorado en Harvard), Nina Mazar,Francesca Gino (profesora de Harvard), MaxBazerman (profesor de Harvard) y yo nospropusimos analizar.

Empezamos reestructurando nuestroexperimento estándar de las matrices pararelacionarlo más con las declaraciones fiscales.Después de que los participantes hubieran acabadode resolver la tarea de las matrices con sudestrucción de hojas de ejercicios, les pedimosque anotasen el número de cuestiones que habíanresuelto correctamente en un impreso que creamosa imitación del de la declaración de renta. Paraque pareciera aún más que estaban trabajando conun impreso fiscal de verdad, en éste se hacía

constar claramente que sus ingresos estaríangravados con una tasa del 20 por ciento. En laprimera parte se pedía a los participantes queconsignaran sus «ingresos» (el número de matricesque hubieran resuelto correctamente). Acontinuación, el impreso incluía una sección paragastos de desplazamiento, por la cual se podíanreembolsar a los participantes gastos a razón de 10centavos por minuto de tiempo de viaje (hasta unmáximo de dos horas, o sea, 12 dólares) y por elcoste directo del transporte (hasta otros 12dólares). Esta parte del pago estaba libre deimpuestos (como un gasto profesional deducible).Luego se les pedía que sumaran todas las cifraspara saber el pago neto.

En el experimento había dos situaciones. Enuna, algunos participantes rellenaban todo elimpreso y lo firmaban al final, como suele hacersecon los formularios oficiales. En esta situación, lafirma suponía la verificación de la información. En

la otra, los participantes primero firmaban elimpreso y después lo cumplimentaban. Era nuestrasituación «de recordatorio moral».

¿Qué observamos? Los participantes de lasituación de la firma al final engañaban añadiendounas cuatro matrices de más a su puntuación. ¿Yqué pasaba con los que firmaban al principio?Cuando la firma funcionaba como recordatoriomoral, los participantes incluían sólo una matriz demás. No estoy seguro de cómo se siente uno con«sólo» una matriz adicional —al fin y al cabosigue siendo un engaño—, pero toda vez que laúnica diferencia entre las dos condiciones era laubicación de la firma, considero que es un medioprometedor para reducir la deshonestidad.

Nuestra versión de la declaración de rentanos permitió analizar las solicitudes de reembolsopor desplazamientos. No sabíamos realmentecuánto tiempo pasaban los participantes viajando,pero si dábamos por supuesto que, debido aaleatoriedad, la cantidad promedio de ese tiempoera básicamente la misma en ambas situaciones,

podríamos ver en cuál de ellas se declaraban másgastos. Y lo que observamos fue que la cantidad desolicitudes de reembolso obedecía al mismopatrón: los que firmaban al final decían tener unosgastos de desplazamiento medios de 9,62 dólares,mientras que los del recordatorio moral (firma alprincipio) afirmaban haber gastado en promedio5,27 dólares.

Con la prueba de que si las personas ponen sunombre en algún tipo de compromiso se venempujadas a ser más honestas (al menos de formatemporal), enfocamos el asunto de Haciendapensando que al Tío Sam le alegraría enterarse demétodos para aumentar la recaudación fiscal. Lainteracción con Hacienda era más o menos así:

YO: Cuando los contribuyentes han terminado deintroducir todos los datos en el impreso, esdemasiado tarde. El engaño está más queconsumado, y no vendrá nadie diciendo «Oh,

tengo que firmar esto, déjeme rectificar y darrespuestas honestas». ¿Se da cuenta? Si lagente firma antes de introducir ningún dato,engaña menos. Lo que hace falta es una firmaal principio, pues esto recordará a todos quedeben decir la verdad.

HACIENDA: Sí, es interesante. No obstante, seríailegal pedir a las personas que firmen alprincipio. La firma debe confirmar laexactitud de la información proporcionada.

YO: ¿Y si les pedimos que firmen dos veces?¿Una al principio y otra al final? De estemodo, la del principio funcionaría comocompromiso —recordándole a la gente elpatriotismo, la fibra moral, la madre, labandera, el pastel de manzana casero— y ladel final sería la verificación.

HACIENDA: Ya, pero esto podría confundir.YO: ¿Ha mirado usted recientemente el código

impositivo o los impresos de la renta?HACIENDA: [Sin respuesta]

YO: A ver qué le parece esto. En el primer puntodel impreso podríamos preguntar alcontribuyente si le gustaría donar veinticincodólares a un grupo operativo de lucha contrala corrupción. Al margen de la respuestaconcreta, ¡la pregunta obligaría a la gente ameditar sobre su postura sobre la honestidady su importancia para la sociedad! Y si elcontribuyente dona dinero a este fin, no sóloexpresa una opinión sino que también avalasu decisión con dinero, y puede que ahora seamás probable que siga su propio ejemplo.

HACIENDA: [Silencio sepulcral]YO: Este planteamiento acaso tenga otra ventaja

interesante: sería posible identificar a loscontribuyentes que decidieran no donar ¡yhacerles una auditoría! HACIENDA: ¿Quiereusted de veras hablar de auditorías?*

Pese a la reacción de Hacienda, no nosdesanimamos y seguimos buscando oportunidadespara examinar nuestra idea de «firmar primero».

Al final tuvimos un cierto éxito al dirigirnos a unaimportante compañía de seguros, que confirmónuestra ya corroborada teoría de que la mayoría delas personas engañan, aunque sólo un poco. Susresponsables nos explicaron que, a su juicio, muypocas personas engañan de manera flagrante(provocando un incendio, fingiendo un robo,etcétera), pero muchas que sufren una pérdida debienes no tienen problema alguno en exagerar lapérdida en un 10 o un 15 por ciento. Un televisorde 32 pulgadas pasa a tener 40, un collar que tenía18 quilates tiene ahora 22, y así sucesivamente.

Fui a sus oficinas centrales y pasé el día conlos capitostes de la empresa, intentando hallarmaneras de reducir la deshonestidad en lasreclamaciones. Surgieron un montón de ideas. Porejemplo, que la gente tuviera que declarar laspérdidas en términos muy concretos y procurasedetalles más específicos (dónde y cuándo comprólos artículos) para que hubiera menos ambigüedadmoral. O que, en el caso de una pareja queperdiera la casa en una inundación, ambos

debieran coincidir en lo perdido (aunque, comoveremos en los capítulos 8, «El engaño comoinfección» y el 9, «Engaño en colaboración», estaidea concreta puede salir mal). ¿Y si poníamosmúsica religiosa cuando la gente estuviese enespera? Y, por supuesto, la situación en que losindividuos tuvieran que firmar al principio delimpreso de reclamación o incluso junto a cadaartículo reclamado.

Como suele pasar con las empresas grandes,las personas que conocí llevaron las ideas a susabogados, quienes por fin, al cabo de seis meses,dieron señales de vida: no estaban dispuestos apermitirnos intentar ninguno de estos enfoques.

Unos días después, mi contacto en lacompañía me llamó y se disculpó por no ser elloscapaces de intentar poner en práctica ninguna denuestras ideas. También me dijo que había unimpreso de seguro de automóviles relativamentepoco importante que podíamos utilizar en unexperimento. El impreso pedía a las personas queanotasen la lectura actual del cuentakilómetros

para poder así calcular la distancia recorridadurante el año anterior. Naturalmente, los quequerían ver reducida la prima (se me ocurre quebastantes) acaso estuvieran tentados de mentir ydeclarar un número de kilómetros inferior al real.

La compañía de seguros nos dio veinte milimpresos, que utilizamos para analizar la idea defirmar antes/firmar después. Dejamos la mitad delos impresos con la declaración «prometo que lainformación que doy es cierta» y la línea parafirmar al final de la hoja. En la otra mitad,desplazamos la declaración y el sitio para firmar ala parte de arriba. Respecto a los demás aspectos,los dos impresos eran idénticos. Los enviamos aveinte mil clientes y esperamos un poco; cuandolos recibimos cumplimentados, estábamos listospara comparar el kilometraje declarado en amboscasos. ¿Qué nos encontramos?

En cuanto al número de kilómetros recorridosel año anterior, los que firmaron el impreso alprincipio habían conducido una media de 41.760kilómetros, y los que estamparon la firma al final,

37.920: una diferencia de 3.840. Ahora bien, delos que firmaron al principio no sabemos cuántocondujeron realmente, por lo que no sabemos sifueron totalmente honestos —aunque sí nos constaque engañaron mucho menos—. También esinteresante señalar que esta magnitud de menorengaño (aproximadamente un 15 por ciento de lacantidad total de kilómetros declarados) erasimilar al porcentaje de deshonestidad observadoen nuestros experimentos de laboratorio.

En conjunto, estos resultados experimentales dan aentender que, aunque por lo general consideramosque las firmas son mecanismos de verificación deinformación (y desde luego pueden ser muy útilespara alcanzar este objetivo), en la parte superiorde los impresos también pueden actuar comoprofiláctico moral.

Muchas personas creen que, aunquede vez en cuando los individuos secomporten de manera irracional, lasempresas grandes dirigidas porprofesionales, con consejos deadministración e inversores, siemprefuncionan de forma racional. Nunca hecompartido esta opinión, y cuanto másinteracciono con empresas, más observoque son realmente mucho menos racionalesque los individuos (y más convencido estoyde que todo aquel que crea que lasempresas son racionales no ha asistidojamás a una reunión de consejo).

¿Qué suponen que pasó trasdemostrarle a la compañía de seguros quepodíamos incrementar la honestidad en ladeclaración de kilometraje usando susimpresos? ¿Piensan que la compañíaestaba impaciente por rectificar susprácticas regulares? ¡Pues no! ¿Creen tal

vez que alguien nos pidió (quizá suplicó)que experimentásemos con el másimportante problema de las pérdidasexageradas en reclamaciones sobre bienes,un problema cuyos costes estimados paralas compañías ascienden a 24 mil millonesde dólares anuales? Lo han adivinado:nadie.

Algunas lecciones

Cuando pregunto cómo podríamos reducir losdelitos en la sociedad, la respuesta habitual es lade poner más policía en la calle y castigar con másdureza a los delincuentes. Cuando pregunto a altosejecutivos de empresas qué harían para resolver elproblema del robo interno, el fraude, lasreclamaciones abusivas en informes de gastos o elsabotaje (cuando los trabajadores hacen cosaspara perjudicar al empresario sin que ello les

reporte beneficios concretos), normalmentesugieren políticas de supervisión más estrictas yde tolerancia cero. Y cuando los gobiernosintentan reducir la corrupción o elaborar normaspara conductas más honestas, suelen promover latransparencia (también lo llaman «políticas declaridad» [sunshine policies]) como remedio paralas enfermedades de la sociedad. Desde luegoescasean las pruebas de que alguna de estassoluciones sea efectiva.

Por contraste, los experimentos aquí descritosponen de manifiesto que hacer algo tan sencillocomo recordar patrones morales en el momento dela tentación puede hacer maravillas para reducir elcomportamiento deshonesto o evitarlo del todo.Este planteamiento surte efecto aunque los códigosmorales específicos no formen parte de nuestrosistema de creencias personal. De hecho, estáclaro que, gracias a los recordatorios morales, esrelativamente fácil que las personas sean máshonestas —al menos por un tiempo—. Si nuestrogestor nos pidiera que firmásemos un código de

honor un momento antes de hacer la declaración derenta, o si el agente de la compañía de seguros noshiciera jurar que estamos diciendo la verdadacerca de los muebles dañados por el agua,disminuirían las posibilidades de evasión fiscal yde fraude al seguro.*

¿Qué conclusiones sacamos de todo esto? Enprimer lugar, hemos de reconocer que ladeshonestidad se debe en gran medida al factor detolerancia de la persona y no al SMORC. El factorde tolerancia sugiere que, si queremos darle unbuen palo al crimen, hemos de averiguar cómocambiar el modo de racionalizar nuestrasacciones. Cuando nuestra capacidad pararacionalizar los deseos egoístas aumenta, tambiénlo hace el factor de tolerancia, y así nos sentimosmás cómodos portándonos mal y engañando. Y alrevés; cuando se reduce nuestra capacidad pararacionalizar las acciones, el factor de toleranciadisminuye, por lo que la mala conducta y lastrampas nos incomodan más. Si tomamos estepunto de vista para pensar en la variedad de

conductas indeseables en el mundo —desdeprácticas bancarias hasta antedatar opciones decompra de acciones, desde no pagar préstamos ehipotecas a defraudar impuestos—, vemos que enla honestidad y la deshonestidad hay bastante másque cálculos racionales.

Desde luego, esto significa que comprenderlos mecanismos implicados en la deshonestidad esmás complejo y que combatir la deshonestidad noes una tarea fácil, pero también que sacar a la luzla compleja relación entre la honestidad y ladeshonestidad será una aventura emocionante.

CAPÍTULO 2B

Golf

El impuesto sobre la renta ha creado en elpueblo americano más mentirosos que elgolf.

WILL ROGERS

En la película La leyenda de Bagger Vance, hayuna escena en la que el personaje de Matt Damon,Rannulph Junuh, está intentando recuperar su nivel

de juego, pero comete un grave error y la bolaacaba en el bosque. Tras devolverla al green,mueve una ramita justo al lado de la bola paradespejar el camino. Cuando desplaza la rama, labola rueda un poquito de lado. Según las reglas,esto cuenta como golpe. En este momento de lapartida, Junuh había adquirido tal ventaja que, sipasaba la regla por alto, podía ganar y asírecobrar la gloria perdida. Su joven ayudante, casillorando, le suplica que no haga caso delmovimiento de la bola. «Ha sido un accidente», ledice, «y en todo caso es una regla estúpida.Además, nadie lo sabrá.» Junuh se vuelve hacia ély le dice con aplomo: «Yo sí. Y tú también».

Incluso los adversarios de Junuh sugieren quemuy probablemente la bola sólo se bamboleó yvolvió a su posición anterior, o que la luz engañó aJunuh haciéndole creer que la bola se habíamovido. Pero él insiste en que la bola rodó. Elresultado es una partida empatada de manerahonorable.

Esta escena se inspiraba en un hecho realacaecido en el Open de EE.UU. de 1935. Elgolfista Bobby Jones advirtió que su bola se movíaligerísimamente mientras se preparaba paragolpear en el rough. Nadie lo vio, nadie lo habríasabido jamás, pero contó el golpe y perdió lapartida. Cuando la gente se enteró de lo que habíahecho y los periodistas se congregaron a sualrededor, Jones, como es sabido, les pidió que noescribiesen sobre el episodio: «También podríanelogiarme por no robar bancos». Los que amaneste juego todavía recuerdan este momentolegendario de rectitud, y no les faltan razones.

A mi juicio, esta escena —tanto la históricacomo la cinematográfica— capta el idealromántico del golf. Es una demostración delhombre frente a sí mismo, en la que se revela tantosu destreza como su nobleza. Quizá debido a estascaracterísticas de independencia, autocontrol yprincipios morales elevados se suele utilizar elgolf como metáfora de la ética empresarial (por nohablar de que muchos hombres de negocios pasan

bastante tiempo en los campos de golf). Adiferencia de otros deportes, en el golf no hayárbitro ni grupo de jueces para garantizar que serespetan las reglas o para tomar decisiones ensituaciones discutibles. El golfista, más o menoscomo el empresario, debe decidir por sí mismo loque es aceptable y lo que no. Los golfistas y laspersonas de negocios deben elegir por su cuenta loque están dispuestos a hacer y lo que no, pues lamayor parte del tiempo no hay nadie más quesupervise o controle su labor. De hecho, las tresnormas subyacentes del golf son: golpea la boladesde donde está, sigue el recorrido tal como te loencuentras, y si alguna de las dos cosas esimposible, haz lo que sea justo. Sin embargo, lo«justo» es algo muy difícil de determinar. Al fin yal cabo, muchas personas tal vez opinarían que es«justo» no contabilizar un cambio accidental eintrascendente en la posición de la bola tras moveruna rama. De hecho, parece bastante injusto sersancionado por un movimiento fortuito de lapelotita.

Pese a la noble herencia que los golfistasreivindican para su deporte, por lo visto muchagente opina igual que Will Rogers: este juegoconvierte a cualquiera en un tramposo. Si nosparamos a pensarlo, no cabe sorprenderse tanto.En el golf, los jugadores golpean una bolita, que hade recorrer largas distancias repletas deobstáculos, hasta meterla en un pequeño agujero.En otras palabras, es sumamente difícil yfrustrante, y cuando somos nosotros quienesjuzgamos nuestra actuación, nos parece que hubonumerosas ocasiones en las que podíamos habersido un poco más indulgentes a la hora deaplicarnos las normas.

Así pues, en nuestro intento por saber mássobre la deshonestidad, acudimos a variosgolfistas nacionales. En 2009, Scott McKenzie(por entonces estudiante en Duke) y yo llevamos acabo un estudio en el que formulamos a miles degolfistas una serie de preguntas sobre cómojugaban y, lo más importante, qué trampas hacían.Les pedimos que imaginasen situaciones en las que

nadie pudiera verlos (como ocurre a menudo en elgolf) y ellos pudieran decidir si seguir las reglas(o no) sin ninguna consecuencia negativa. Con laayuda de una empresa que gestionaba campos degolf, enviamos e-mails a golfistas de todos losEstados Unidos donde les pedíamos queparticiparan en un estudio a cambio de laposibilidad de ganar toda clase de material de golfde gama alta. Contestaron unos doce mil. He aquílo que aprendimos.

Mover la bola

Decíamos a los participantes lo siguiente:«Imaginemos que mientras el golfista corriente seacerca a la bola repara en que sería una buenaventaja si estuviera a unos 10 centímetros dedonde está. En su opinión, ¿qué probabilidadeshay de que el golfista corriente desplace la bolaesos 10 centímetros?».

Esta pregunta aparecía en tres versionesdiferentes, cada una de las cuales describía unenfoque distinto para mejorar el inoportunoemplazamiento (a propósito, es una curiosacoincidencia que, en inglés, la ubicación de labola reciba el nombre de lie (que significa«posición» y también «mentira»). ¿Hasta qué puntotendrá el golfista algún problema en mover la bola(1) con el palo, (2) con el zapato, o (3) cogiéndolay colocándola a 10 centímetros?

Las preguntas sobre «mover la bola» estabanpensadas para ver si en el golf, como en nuestrosexperimentos anteriores, la distancia respecto a laacción deshonesta cambiaba la tendencia acomportarse de manera inmoral. Si la distanciatenía el mismo efecto que en el experimento de lasfichas (véase el capítulo 2, «Diversión con elfactor de tolerancia»), cabría esperar el menornivel de engaño cuando el movimiento se llevase acabo de forma explícita con la mano, habría unnivel superior cuando el movimiento se realizaracon el pie, y tendríamos el nivel más alto de

deshonestidad cuando la distancia fuera máxima yel movimiento se efectuara mediante uninstrumento (el palo) que eliminase el contactodirecto del jugador con la bola.

Lo que revelaban los resultados es que en elgolf, prácticamente como en los otrosexperimentos, la distancia psicológica respecto dela acción influye directamente en la deshonestidad.Engañar es algo mucho más sencillo cuandoestamos separados de la acción fraudulenta. Losgolfistas opinaban que mover la bola con el paloera lo más fácil, y declaraban que el golfistacorriente lo hace el 23 por ciento de las veces;después venía lo de desplazarla con el pie (14 porciento de las veces); por último, cogerla con lamano era el sistema moralmente más difícil paramejorar la posición (10 por ciento de las veces).

Estos resultados dan a entender que sicogemos la bola y la cambiamos de sitio, esimposible pasar por alto la intencionalidad y lafinalidad de la acción, y en consecuencia nopodemos menos que sentir que hemos hecho algo

poco ético. Si desplazamos la bola con el zapato,hay algo de distancia pero aún somos nosotrosquienes damos el puntapié. Sin embargo, cuando elprotagonista es el palo (y en especial si movemosla bola de un modo ligeramente caprichoso eimpreciso), podemos justificar lo hecho conrelativa facilidad. «Después de todo», podemosdecirnos a nosotros mismos, «quizá hubo algo desuerte en el hecho de que la bola acabaraexactamente ahí.» En ese caso, casi podemosperdonarnos del todo.

Hacer mulligans, o repetir el golpe

Dice la leyenda que en la década de 1920 ungolfista canadiense llamado David Mulliganestaba jugando en un club de campo de Montreal.Un día, no le gustó el primer golpe que dio, por loque decidió poner otra vez el tee y probar denuevo. Según cuenta la historia, él lo llamaba«golpe de corrección», pero sus compañeros

pensaron que «mulligan» era un nombre másadecuado, y así quedó como término oficial parareferirse a la «repetición» de un golpe en el golf.

En aquella época, si un golpe era malo desolemnidad, el golfista podía cancelarlo como«mulligan», colocar la bola en su posición originaly volver a golpear como si fuera la primera vez(una amiga mía califica de «mulligan» a la exesposa de su marido). En rigor, los mulliganssiempre han sido ilegales, pero en partidosamistosos a veces los jugadores acuerdan deantemano permitirlos. Naturalmente, inclusocuando los mulligans no son legales ni han estadopactados, los golfistas siguen haciéndolos de vezen cuando; y esos mulligans ilegales constituyeronla clave de nuestra siguiente serie de preguntas.

Preguntamos a los participantes sobre laprobabilidad de que otros golfistas hicieranmulligans ilegales si los otros jugadores no seenteraban. En una versión, preguntábamos sobre laprobabilidad de que alguien hiciera un mulligan

ilegal en el primer hoyo. En la segunda versión,preguntábamos sobre la probabilidad de hacerloen el hoyo noveno.

Seamos claros, las reglas no diferencian entrelos dos actos: están prohibidos por igual. Almismo tiempo, parece más fácil racionalizar unarepetición en el primer hoyo que en el noveno. Siuno está en el primer hoyo y vuelve a empezar,puede fingir que «ahora empieza de verdad esto, yen lo sucesivo contarán todos los golpes». Pero siestá en el hoyo noveno, no cuela fingir que aún noha comenzado la partida; es decir, si hace unmulligan, ha de admitir para sus adentros que noestá contabilizando un golpe.

Como cabría esperar partiendo de lo que yasabíamos —por otros experimentos— sobre laautojustificación, observamos una enormediferencia en cuanto a la disposición a hacermulligans. Nuestros golfistas pronosticaban que el40 por ciento de los jugadores harían mulligans enel primer hoyo mientras que lo harían en el noveno(¿sólo?) el 15 por ciento.

Realidad confusa

En una tercera serie de preguntas, pedimos a losgolfistas que imaginaran que daban seis golpes enun hoyo de par cinco (que los buenos jugadorescompletan en cinco golpes). En una versión,preguntábamos si el golfista corriente anotaría «5»en vez de «6» en su tarjeta. En la otra,preguntábamos sobre la probabilidad de que eljugador hiciera constar sus puntuacionescorrectamente pero, en el momento de sumarlastodas, tomara el 6 como 5 y lograra así el mismodescuento, aunque en este caso al hacer mal lasuma.

Queríamos averiguar si sería más fáciljustificar la anotación incorrecta de entrada, puesen cuanto está escrita, es difícil justificar la sumaincorrecta (algo parecido a lo de colocar la bolacon la mano en otro punto). Después de todo,sumar incorrectamente es una acción explícita ydeliberada de engaño que no es fácil deracionalizar. Y esto fue lo que descubrimos, en

efecto. Los golfistas predecían que, en tales casos,el 15 por ciento anotarían una cifra superior,mientras que bastantes menos (cinco por ciento)harían mal la suma.

El gran golfista Arnold Palmer dijo una vezlo siguiente: «Tengo un consejo para quien quieraganar con cinco golpes de ventaja a cualquiera. Sellama ‘goma de borrar’». No obstante, parece quela inmensa mayoría de los jugadores no estándispuestos a seguir este camino, o al menos que selo pasarían mejor engañando si no anotasen losgolpes correctos desde el principio. Así pues,tenemos aquí la cuestión eterna de «si cae un árbolen el bosque [y nadie lo ve caer, ¿caerealmente?]»: si un jugador de golf da seis golpesen el hoyo de par cinco, no se hace constar y nohay nadie mirando… ¿la puntuación es seis ocinco?

Mentir así sobre el número de golpes tiene muchoen común con un clásico experimento depensamiento denominado «el gato deSchrödinger». Erwin Schrödinger era un físicoaustríaco que, en 1935, describió el escenariosiguiente: encerramos un gato en una caja de acerocon un isótopo radiactivo que puede desintegrarseo no. Si se desintegra, desencadenará una serie desucesos que provocarán la muerte del gato. Si no,el gato seguirá viviendo. En el relato deSchrödinger, mientras la caja permanezca cerrada,el gato está suspendido entre la vida y la muerte:no podemos decir que esté vivo ni que esté muerto.El escenario de Schrödinger pretendía ser unainterpretación de la física según la cual lamecánica cuántica no describía la realidadobjetiva sino que más bien se ocupaba deprobabilidades. Dejando de momento aparte losaspectos filosóficos de la física, la historia delgato de Schrödinger puede servirnos aquí al hablarde puntuaciones de golf, que se parecen mucho algato vivo-y-muerto de Schrödinger: hasta que no

se anotan, no existen realmente. Sólo cuandoconstan por escrito, alcanzan el estatus de«realidad objetiva».

Quizás haya la duda de por qué preguntamos a losparticipantes por el «golfista corriente» y no por laconducta personal durante el recorrido. Puesporque suponíamos que, si les preguntábamosdirectamente por su tendencia a comportarse demanera poco ética, nuestros golfistas mentirían —como la mayoría de las personas—. Alpreguntarles sobre la conducta de otros, pensamosque se sentirían libres para decir la verdad sin lasensación de estar admitiendo ante nadie ningunamala conducta personal.*

Aun así, quisimos también examinar quéconductas poco éticas estarían los golfistasdispuestos a reconocer con respecto a su propioproceder. Y observamos que, aunque muchos «delos otros golfistas» engañan, los participantesconcretos en el estudio eran casi angelitos: al

responder sobre su propio comportamiento,admitían mover la bola con el palo para mejorar laposición sólo un ocho por ciento de las veces.Tocarla con el pie era aún más infrecuente (sólo uncuatro por ciento), y cogerla con la mano ydesplazarla pasaba sólo un dos y medio por cientode las ocasiones. Bien, el ocho, el cuatro y el dosy medio por ciento quizá todavía parezcan cifraselevadas (sobre todo teniendo en cuenta el hechode que un campo de golf tiene 18 hoyos y ofrecemuchas posibilidades distintas de hacer trampas),pero son insignificantes en comparación con las de«otros golfistas».

Observamos diferencias similares en lasrespuestas relativas a los mulligans y a lasanotaciones. Nuestros participantes decían queharían un mulligan en el primer hoyo sólo el 18por ciento de las veces, y en el noveno, sólo elcuatro por ciento. Afirmaban asimismo queanotaban mal la puntuación sólo el cuatro por

ciento de las veces, y apenas en un uno por cientode las ocasiones admitían algo tan atroz comocuadrar mal las puntuaciones.

He aquí un resumen de nuestros resultados:

No estoy seguro de cómo interpretar estasdiferencias, pero me da la impresión de que losgolfistas no sólo engañan mucho en el campo de

golf, sino que también mienten sobre las mentiras.

¿Qué hemos aprendido de esta aventura por lascalles de un campo de golf? Al parecer, el engañoen este deporte reproduce muchos de los maticesque descubrimos sobre el engaño en nuestrosexperimentos de laboratorio. Cuando nuestrasacciones están lejos de la ejecución del hechofraudulento, están suspendidas o podemosracionalizarlas con facilidad, a los golfistas —como a cualquier otro ser humano del planeta—les resulta más fácil ser deshonestos. También dala sensación de que los golfistas, como todo elmundo, tienen la capacidad de ser deshonestospero al mismo tiempo se consideran todo locontrario. ¿Y qué hemos averiguado sobre lasmentiras de los hombres de negocios? Bien.Cuando las reglas están un tanto abiertas a lainterpretación, hay terrenos poco definidos y sepermite a la gente calificar su propia actuación,

incluso juegos honrosos como el golf puedenconvertirse en trampas para caer en ladeshonestidad.

CAPÍTULO 3

Cegados por nuestras propiasmotivaciones

Imaginemos nuestra próxima cita con el dentista.Entramos, intercambiamos cortesías con larecepcionista, y nos ponemos a hojear viejasrevistas mientras esperamos a que nos llamen porel nombre.

Ahora imaginemos que, desde la últimavisita, el dentista se ha comprado un innovador ycaro equipo CAD/CM (abreviatura de computer-aided design/computer-aided manufacturing,diseño asistido por ordenador/fabricación asistidapor ordenador), un instrumento de borde cortanteutilizado para adaptar al cliente la reparación de

fundas y puentes. Funciona siguiendo dos pasos.Primero muestra una réplica en 3D de los dientes ylas encías del paciente en una pantalla deordenador, lo que permite al dentista calcar laforma exacta de la funda —o lo que sea—. Es laparte CAD. Luego viene la parte CAM, cuando semoldea una funda de cerámica conforme a la copiade plano del dentista. La compleja máquina tieneun precio elevado.

Pero volvamos a la sala de espera. Justocuando acabamos de leer por encima un artículosobre los problemas conyugales de algunospolíticos y estamos a punto de empezar unahistoria sobre la próxima chica de moda, larecepcionista pronuncia nuestro nombre. «Segundapuerta a la izquierda», dice.

Nos acomodamos en la silla del dentista yentablamos una pequeña charla con el higienista,que husmea un rato por la boca y procede aefectuar una limpieza. Luego entra el dentista, querepite el mismo procedimiento general de husmeo,

y mientras revisa los dientes le dice al higienistaque marque el 3 y el 4 para una observaciónadicional y el 7 porque muestra líneas de fisuras.

«¿Ang? ¿Oqueeh?», borboteamos, con la bocaabierta y el tubo de succión encasquetado en ellado derecho de la boca.

El dentista para, retira los instrumentos, quecoloca con cuidado en la bandeja de al lado, y serecuesta en la silla. Después empieza aexplicarnos la situación: «Las líneas de fisuras sonpequeñas grietas en el esmalte del diente. Pero nohay problema, pues para esto tenemos una soluciónfantástica. Utilizaremos el CAD/CAM para poneruna funda, y problema solucionado. ¿Qué leparece?».

Titubeamos un poco, pero una vez el dentistanos ha asegurado que no va a dolernos nada,aceptamos. Al fin y al cabo le conocemos desdehace tiempo, y aunque a lo largo de los añosalgunos de sus tratamientos han sido bastantedesagradables, tenemos la impresión de que engeneral nos ha atendido bien.

Ahora bien, debo señalar —porque quizá eldentista no lo haga— que las líneas de fisuras sonen esencia grietas pequeñísimas en el esmalte, yque además son casi totalmente asintomáticas;muchas personas las tienen y no sufren la menormolestia. Así pues, de hecho no hace faltasometerlas a ninguna clase de tratamiento.

Voy a contarles una historia real de mi amigo Jim,antiguo vicepresidente de una gran empresa deservicios odontológicos. Con los años, Jim haacabado teniendo su cuota de casos dentales raros,pero una anécdota relacionada con el CAD/CAMme pareció especialmente horrible.

Unos años después de que llegase al mercadoel equipamiento CAD/CAM, un dentista deMissouri lo compró, y al parecer a partir de esemomento empezó a contemplar las líneas defisuras de una forma distinta. «Quería poner fundasa todo», me explicó Jim. «Estaba tan entusiasmado

con su artilugio, que a los pacientes que queríanmejorar la sonrisa les aconsejaba el uso de sumáquina CAD/CAM último modelo.»

Uno de sus pacientes era una joven estudiantede Derecho con líneas de fisuras asintomáticas;con todo, el dentista le recomendó una funda. Lajoven accedió porque estaba habituada a escucharlos consejos de su dentista, pero adivinen quépasó. Por culpa de la funda, el diente se volviósintomático y murió, por lo que hubo que hacer unaendodoncia. Pero esperen, aún queda lo peor. Laendodoncia salió mal y hubo que repetirla, y lasegunda tampoco funcionó. Como consecuencia deello, la mujer no tuvo más remedio que sometersea una cirugía más compleja y dolorosa. Así, lo quecomenzó como un tratamiento de unas inofensivaslíneas de fisuras acabó suponiendo mucho dolor yun elevado coste económico.

Una vez licenciada, la mujer se documentó ycayó en la cuenta de que (¡sorpresa!) nunca habíanecesitado esa funda. Como cabe suponer, no le

hizo ninguna gracia, por lo que persiguió aldentista con ánimo de venganza, lo demandó yganó el juicio.

Bien, ¿qué conclusiones podemos sacar de estahistoria? Como ya hemos visto, la gente no tienepor qué ser corrupta para actuar de una formaproblemática y a veces perjudicial. Muchaspersonas totalmente bienintencionadas puedenverse zancadilleadas por los caprichos de la mentehumana, cometer errores mayúsculos y seguirteniendo de sí mismas una elevada opinión.Podemos decir sin temor a equivocarnos que lamayoría de los dentistas son individuoscompetentes y afectuosos que se toman su trabajocon la mejor de las intenciones. Sin embargo,resulta que ciertos incentivos pueden descarriar —como a menudo pasa— al profesional más íntegro.

Pensémoslo. Cuando un dentista decidecomprarse un artefacto nuevo, sin duda cree que leayudará a atender mejor a sus pacientes. No

obstante, también puede ser una operación cara.Quiere usarlo para mejorar la asistencia, perotambién quiere amortizar su inversión cobrandopor el uso de esa maravillosa tecnología nueva.Por tanto, conscientemente o no, busca la manerade hacerlo, et voilà! El paciente termina con unafunda, unas veces necesaria, otras no.

Que quede claro: no creo que los dentistas (nila inmensa mayoría de las personas, si vamos aeso) lleven a cabo un cálculo explícito de costes ybeneficios evaluando su bolsillo con respecto albienestar de los pacientes y escogiendo después suinterés personal por encima de lo más convenientepara aquéllos. Sí me parece que algunos dentistasque compran el equipo CAD/CAM estánreaccionando ante el hecho de haber invertido unagran suma de dinero en un aparato al que quierensacarle el máximo partido. Esta informacióninfluye en el criterio profesional de los dentistas,lo que les induce a dar consejos y tomardecisiones basadas en su interés personal y no enhacer lo mejor para el paciente.

Cabe pensar que los casos así, en que unproveedor de servicios se ve empujado en dosdirecciones distintas (lo que por lo general seconoce como «conflicto de intereses»), soninfrecuentes. Sin embargo, la realidad es que losconflictos de interés afectan a la conducta en todaclase de situaciones, y con mucha frecuencia en elnivel tanto profesional como personal.

¿Puedo tatuarle la cara?

Hace algún tiempo, me di de bruces contra unextraño conflicto de intereses. En este caso elpaciente era yo. Cuando contaba unos veinticincoaños —unos seis o siete después de la lesiónoriginal—,* regresé al hospital para unreconocimiento rutinario. En esa visita concreta, via varios médicos que examinaron mi caso. Mástarde estuve con el director de la unidad dequemados, que pareció especialmente contento deverme.

«¡Tengo un fantástico tratamiento nuevo parausted, Dan!», exclamó. «Mire, como tiene el pelogrueso y oscuro, cuando se afeita, al margen de lomucho o poco que se rasure, siempre habrápequeños puntitos negros donde crece el pelo.Pero como en el lado derecho de la cara haycicatrices, aquí no tenemos vello facial ni puntosnegros, con lo que el rostro parece asimétrico.»

En ese momento, se embarcó en una breveconferencia sobre la importancia de la simetríapor razones estéticas y sociales. Yo sabía loimportante que era para él la estética, pues unos

años antes había tenido que escuchar unaminiconferencia similar, cuando me había hechover la conveniencia de realizar una compleja ylarga operación en la que cogería parte del cuerocabelludo con su riego sanguíneo y recrearía lamitad derecha de mi ceja derecha. (Me sometí aesa compleja operación de doce horas y me gustóel resultado.)

Luego llegó su propuesta: «Hemos empezadoa tatuar puntitos para dar una apariencia de barbade tres días en caras con cicatrices como la deusted, y los pacientes están contentísimos con losresultados».

«Suena interesante», dije. «¿Puedo hablar conalguno de esos pacientes?»

«Por desgracia, no es posible, pues estoviolaría la confidencialidad médica», contestó. Loque sí hizo fue enseñarme imágenes de lospacientes, no de la cara completa sino sólo de laspartes tatuadas. Y desde luego era como si

estuviera cubierta de motitas semejantes a las deuna barba de varios días. Pero entonces se meocurrió algo.

«¿Y qué pasa cuando uno se hace mayor y lesalen canas?, pregunté.

«Ah, esto no es ningún problema», respondió.«Cuando llegue el momento, simplementeaclaramos el tatuaje con láser.» Satisfecho, sepuso en pie y añadió: «Vuelva mañana a las nueve.Aféitese el lado izquierdo de la cara como decostumbre, con el nivel de rasurado que a usted legusta llevar, y yo le tatuaré el derecho para que seaigual. Le garantizo que al mediodía será usted másfeliz y más atractivo».

Reflexioné sobre el posible tratamientocamino de casa y durante el resto del día. Tambiénme di cuenta de que, para sacarle el máximoprovecho, debería afeitarme siempre igual duranteel resto de mi vida. A la mañana siguiente, entré enel despacho del director de la unidad y le dije queno me interesaba. Me sorprendió lo que pasó acontinuación.

«¿Qué le pasa?», masculló. «¿Prefiere no seratractivo? ¿Qué extraño placer obtiene del hechode ser asimétrico? ¿Las mujeres le tienen lástima yle ofrecen sexo compasivo? Estoy dándole laoportunidad de hacerle un arreglo de un modoelegante y sencillo. ¿Por qué no la acepta y semuestra agradecido?»

«No lo sé», dije. «Será simplemente que nome convence la idea. Déjeme pensarlo un pocomás.»

Quizá cueste creer que el director de launidad fuera tan duro y agresivo, pero les aseguroque fue exactamente eso lo que me dijo. No era éseel estilo que había tenido siempre conmigo; poreso me desconcertó su planteamiento implacable.De hecho, era un médico estupendo, entregado a sutrabajo, que me había tratado muy bien y se habíaesforzado mucho para ayudarme. Tampoco era laprimera vez que yo rechazaba un tratamiento. A lolargo de los años de contacto con profesionales dela medicina, había decidido seguir unas terapias envez de otras. Sin embargo, ninguno de mis

médicos, incluido el director de la unidad dequemados, había intentado jamás hacerme sentirculpable por no seguir algún consejo suyo.

En un intento por resolver el misterio, medirigí a su segundo, un médico más joven conquien tenía muy buena relación. Le pedí que meexplicase por qué el director me había presionadotanto.

«Ah, sí, sí», dijo el adjunto. «Ya ha utilizadoeste procedimiento con dos pacientes; necesitasólo uno más para publicar un trabajo científico enuna de las revistas médicas punteras.»

Esta información sin duda me ayudó acomprender mejor el conflicto de intereses al queestaba enfrentándome. Había aquí un médico deveras bueno, alguien a quien conocía desde hacíaaños y que siempre me había tratado con atencióny gran delicadeza. No obstante, pese a preocuparsemuchísimo de mí en general, en este caso eraincapaz de ver más allá de su conflicto deintereses. Lo que pone de manifiesto precisamente

lo difícil que es superar dichos conflictos encuanto influyen de manera fundamental en nuestravisión del mundo.

Tras años de experiencia publicando enrevistas académicas, ahora entiendo mejor elconflicto de intereses de ese médico (más adelanteahondaré en el tema). Pero nunca he intentadocoaccionar a nadie para que se tatúe la cara, desdeluego –aún hay tiempo para eso.

El coste oculto de los favores

Otra causa común de conflictos de interés es latendencia a devolver los favores. Los sereshumanos somos criaturas muy sociales, por lo quecuando alguien nos echa una mano o nos hace unregalo, solemos sentirnos en deuda. Estesentimiento puede, a su vez, influir en nuestraopinión, haciendo que nos sintamos máspredispuestos a intentar ayudar a esa persona en elfuturo.

Uno de los estudios más interesantes sobre elimpacto de los favores fue llevado a cabo por AnnHarvey, Ulrich Kirk, George Denfield y ReadMontague (a la sazón estaban en el Baylor Collegede Medicina). En dicho estudio, Ann y sus colegasinvestigaron si un favor podía influir en laspreferencias estéticas.

Cuando los participantes llegaban allaboratorio de neurociencia de Baylor, se les decíaque evaluarían arte de dos galerías, una llamada«Tercera Luna» y la otra «Lobo Solitario». Se lesinformaba asimismo de que las galerías pagabangenerosamente por la participación en elexperimento. A unos se les decía que el pagoindividual lo efectuaba Tercera Luna, y a otros quequien pagaba era Lobo Solitario.

Provistos de esta información, losparticipantes pasaban a la parte principal delexperimento. Se pedía uno a uno quepermaneciesen lo más quietos posible en unescáner de resonancia magnética funcional (RMf),una máquina enorme con un agujero cilíndrico en

el centro. En cuanto se hallaban dentro delinmenso imán, veían una serie de sesenta cuadros,uno cada vez. Todos los cuadros eran de artistasoccidentales, correspondían al períodocomprendido entre los siglos XIII y XX, y oscilabanentre el estilo figurativo y el abstracto. Pero noveían sólo las sesenta pinturas. Cerca del rincónsuperior izquierdo de cada una estaba elespléndido logotipo de la galería donde se podíacomprar ese cuadro concreto —lo cual significabaque unos cuadros se presentaban como siprocedieran de la galería que pagaba alparticipante y otros como si fueran de la otra.

En cuanto hubo terminado la parte delescáner, se pidió a cada participante que echaraotro vistazo a cada una de las combinacionescuadro-logotipo, pero esta vez para calificar cadacuadro según una escala que iba de «no me gusta»a «me gusta».

Con esta información, Ann y sus colegasexaminaron qué cuadros preferían losparticipantes, los de Tercera Luna y los de Lobo

Solitario. Como cabía suponer, al analizar laspuntuaciones los investigadores observaron quelos participantes calificaban mejor las pinturasprocedentes de la galería que les pagaba.

Podríamos pensar que esta preferencia por lagalería patrocinadora se debía a una especie decortesía —o acaso sólo era jarabe de pico, comocuando hacemos cumplidos a los amigos que noshan invitado a cenar aunque la comida haya sidomediocre. Aquí es donde venía muy bien la partede RMf del estudio. Los escáneres cerebralesindicaban de que los efectos de la reciprocidadson profundos y revelaban el mismo efecto: lapresencia del logotipo del patrocinadorincrementaba la actividad en las partes del cerebrorelacionadas con el placer (en especial, la cortezaprefrontal ventromedial, un área cerebralresponsable del pensamiento de orden superior,que incluye las asociaciones y el significado). Estodaba a entender que el favor de la galeríapatrocinadora tenía un claro efecto en la reacciónde las personas ante las obras de arte. Y apúntense

ésta: cuando se preguntó a los participantes si a sujuicio el logotipo había tenido algún efecto en suspreferencias, hubo una respuesta universal: «Deninguna manera, en absoluto».

Es más, se dieron a diferentes participantescantidades variables de dinero por su tiempo enlos experimentos. Unos recibieron de su galería 30dólares, otros 100. Los del nivel más altocobraron 300. Resultó que el favoritismo hacia lagalería patrocinadora aumentaba a medida quecrecían las ganancias. La magnitud de laactivación del cerebro en sus centros de placer eramínima cuando se pagaban 30 dólares, mayorcuando eran 100, y máxima con 300.

Estos resultados dan a entender que, encuanto alguien (o alguna organización) nos hace unfavor, somos parciales respecto a cualquier cosarelacionada con la parte benefactora —y que lamagnitud de esta tendencia aumenta a medida queaumenta el favor inicial (en este caso, la cantidadde dinero)—. Es particularmente interesante elhecho de que las dádivas económicas tengan una

influencia en las preferencias artísticas, sobre todoteniendo en cuenta que el favor (pagar por laparticipación en el estudio) no tenía absolutamentenada que ver con el arte, que había sido creado almargen de las galerías. También es interesanteseñalar que los participantes sabían que la galeríales pagaría con independencia de cómo calificaranlos cuadros; aun así, el pago (y su cuantía)establecía un sentido de reciprocidad que guiabasus preferencias.

Diversión con los fármacos

Hay personas y empresas que entienden muy bienesta tendencia humana a la reciprocidad, por loque dedican mucho tiempo y dinero a intentargenerar un sentimiento de obligación en los demás.A mi juicio, la profesión que mejor encarna esteproceder —o sea, la que más depende de crearconflictos de intereses— es, naturalmente, la delos miembros de los lobbies, que dedican una

pequeña parte del tiempo a informar a lospolíticos en nombre de sus jefes, y el resto aintentar crear en ellos un sentimiento de obligacióny reciprocidad con la esperanza de que se lopagarán votando en la cámara a favor de susintereses.

Pero los lobistas no están solos en sudenodada búsqueda de conflictos de interés:algunas otras profesiones pueden hacerles sudartinta. Por ejemplo, pensemos en el modo en quelos representantes de las empresas farmacéuticas(visitadores médicos) llevan su negocio. Eltrabajo de un visitador es ir a ver a los médicos yconvencerles de que compren determinadosfármacos y material para tratarlo todo, desde A(asma) hasta Z (síndrome de Zollinger-Ellison).Primero quizá regalen al médico un bolígrafo conel logotipo, o acaso un bloc, una taza o algunasmuestras gratis de fármacos. Estos pequeñosobsequios pueden influir sutilmente en los médicos

para que receten un medicamento con mayorfrecuencia —todo porque sienten la necesidad dedevolver.1

No obstante, los pequeños regalos y lasmuestras de medicamentos son sólo unos cuantosde los trucos psicológicos que utilizan losvisitadores médicos cuando se proponen cortejar alos galenos. «Piensan en todo», me contó un amigoy colega (llamémosle MD), quien luego pasó aexplicarme que las empresas farmacéuticas, enespecial las más pequeñas, preparan a susvisitadores para que traten a los médicos como sifueran dioses. Y al parecer disponen de unareserva desproporcionada de atractivosrepresentantes. El conjunto del esfuerzo estácoordinado con precisión militar. Cada visitadorque se precie tiene acceso a una base de datos quele revela exactamente qué ha recetado cadamédico durante el último trimestre (los fármacosde la empresa y los de la competencia). Losvisitadores también procuran averiguar qué clasede comida les gusta a cada médico y a su personal,

cuál es la hora del día más probable para serrecibidos, y también qué tipo de visitador consiguemás rato de entrevista personal con los médicos.Si se sabe que éstos pasan más tiempo condeterminada visitadora, ajustan la rotación paraque ella pase más tiempo en esa consulta. Si elmédico es un admirador de los militares, le envíana un veterano. Los visitadores también intentan seragradables con los círculos externos del médico,de modo que al llegar empiezan a repartircaramelos y otros regalitos a las enfermeras de larecepción, asegurándose la buena relación contodos desde el principio.

Una práctica especialmente interesante es el«come y corre» [o irse sin pagar], en virtud de lacual, en nombre de la educación, los médicospueden parar en cualquier restaurantepreestablecido de comida para llevar y coger loque quieran. Incluso los estudiantes de medicina ylos residentes se ven implicados en esos planes.Un ejemplo especialmente creativo de estaestrategia es el de la famosa taza negra. Se

entregaba una taza negra con el logotipo de laempresa a médicos e internos, y la empresa loorganizaba de manera que el médico podía llevarconsigo la taza a cualquier establecimiento de unacadena de cafés (de la que no diremos el nombre)y tomar la cantidad de expresos o capuchinos quedeseara. El clamor por la taza era tal que llegó aser un símbolo de estatus entre estudiantes yresidentes. A medida que esas prácticas sehicieron más extravagantes, los hospitales y laAsociación Médica Americana las regularon más,limitando el uso de esas agresivas tácticas demárketing. Naturalmente, como ahora las normasson más estrictas, los visitadores médicos buscanenfoques nuevos e innovadores para influir en losmédicos. Y la carrera armamentística sigue…*

Hace unos años, mi colega Janet Schwartz(profesora de la Universidad de Tulane) y yoinvitamos a cenar a varios visitadores médicos.Básicamente usamos sus métodos: los llevamos a

un restaurante fino e hicimos correr el vino. Encuanto estuvieron alegres y con la lengua suelta,empezaron a contarnos los trucos de su actividad.Y lo que averiguamos fue de veras escandaloso.

Imaginemos a uno de esos visitadores, unhombre atractivo y encantador de veintipocosaños. No precisamente de los que tendríandificultades para que una chica le diera una cita.Pues éste nos explicó cómo, en una ocasión,convenció a una médica renuente para queasistiera a un seminario informativo sobre unfármaco que él estaba promocionando —accediendo a acompañarla a una clase de bailes desalón—. Fue un quid pro quo tácito: el visitadorhizo un favor personal a la médica, y ella cogió lasmuestras gratis y divulgó el producto entre suspacientes.

Los visitadores nos contaron que otracostumbre habitual era llevar comidas de primeraa todo el consultorio del médico (una de lasventajas de ser enfermera, supongo). El personalde un consultorio llegó a exigir días alternos de

filete y langosta para almorzar si los visitadoresquerían entrevistas. Hubo algo aún másvergonzoso: observamos que a veces los médicoshacían pasar al visitador a la sala dereconocimiento (como si se tratara de un«experto») para que informara directamente a lospacientes sobre cómo funcionaban ciertosfármacos.

Todavía más perturbador fue oír historiasacerca de cómo los visitadores vendíaninstrumentos. Nos enteramos de que era unapráctica común que los visitadores vendieran susartilugios médicos en el quirófano en tiempo real,mientras estaba llevándose a cabo una operación.

A Janet y a mí nos sorprendió lo bien que losvisitadores conocían las estrategias clásicas depersuasión psicológica y que las utilizaran de unamanera sofisticada e intuitiva. Nos contaron otraingeniosa táctica sobre contratar a médicos paraque pronunciasen breves conferencias ante otrosmédicos sobre un fármaco que se queríapromocionar. En realidad, a los visitadores no les

importaba lo que el público sacara de laconferencia; lo que de veras les interesaba era elefecto que ésta tenía en el orador. Habíanobservado que, tras dar una charla sobre lasventajas de cierto medicamento, el oradorcomenzaba a creerse sus propias palabras y prontorecetaba en consecuencia. Según diversos estudiospsicológicos, rápida y fácilmente nos creemos loque sale de nuestra boca, incluso cuando la razónoriginal para expresar la opinión ya no espertinente (en el caso de los médicos, cobrabanpor decirla). Aquí se produce una disonanciacognitiva; los médicos consideran que si estánhablando a otros acerca de un fármaco, será queéste es bueno, por lo que así sus propias creenciascambian para concordar con su discurso ycomienzan a recetar en función de ello.

Los visitadores explicaron que empleabantambién otros trucos, para lo cual se convertían encamaleones: cambiaban una y otra vez de acento,personalidad o simpatías políticas. Seenorgullecían de su capacidad para tranquilizar y

relajar a los médicos. A veces crecía una relaciónde colegas en el territorio de la amistad social —algunos visitadores iban a hacer pesca de altura oa jugar a baloncesto con los médicos, comoamigos—. Estas experiencias compartidaspropiciaban que los facultativos extendieranrecetas que beneficiaban a sus «compinches».Desde luego, los médicos no consideraban quepeligrasen sus valores por el hecho de ir a pescaro a jugar a baloncesto con los visitadores; sóloestaban tomándose un merecido descansoacompañados de un amigo con el que simplementehacían negocios. En muchos casos seguramente nose daban cuenta de que estaban siendomanipulados, por supuesto, pero esto es lo quepasaba, sin duda.

Por un lado están los favores disfrazados; pero haymuchos casos en que los conflictos de interés seidentifican con más facilidad. A veces, unfabricante de fármacos paga a un médico miles de

dólares por labores de asesoramiento. Enocasiones, la empresa presta desinteresadamenteun edificio o hace una donación a un departamentode investigación médica con la esperanza deejercer alguna influencia. Este tipo de accionesgeneran inmensos conflictos de interés —sobretodo en las facultades de Medicina, donde lasinclinaciones farmacológicas pueden transmitirsedesde los profesores a los alumnos y a lospacientes.

Duff Wilson, periodista de The New YorkTimes, describió un ejemplo de esta clase decomportamiento. Años atrás, un estudiante de laFacultad de Medicina de Harvard advirtió que suprofesor de farmacología publicitaba las ventajasde ciertos fármacos contra el colesterol quitandoimportancia a los efectos secundarios. El alumnobuscó en Google y descubrió que el profesorestaba en la nómina de diez empresasfarmacéuticas, cinco de las cuales fabricabanmedicamentos contra el colesterol. Y no era élsolo. Como decía Wilson, «según las reglas de

transparencia de la Facultad, unos 1.600 de los8.900 profesores y conferenciantes de la Facultadde Medicina de Harvard han informado al decanoque ellos o algún miembro de su familia tuvo uninterés económico en un negocio relacionado consus clases, sus investigaciones o su labor deasistencia médica».2 Cuando los profesores hacenpasar públicamente recomendacionesfarmacológicas por conocimientos académicos, elproblema es grave.

Tolerancia con los números

Si creemos que el mundo de la medicina estáplagado de conflictos de interés, veamos otraprofesión en la que estos conflictos acaso esténincluso más extendidos. Sí, estoy hablando delpaís de las maravillas de los servicios financieros.

Estamos en 2007 y acabamos de aceptar unfantástico empleo bancario en Wall Street.Nuestros dividendos rondarán los cinco millones

de dólares anuales, pero sólo si vemos los títulosrespaldados por hipotecas (o cualquier otroinstrumento financiero nuevo) bajo una luzpositiva. Nos pagan un montón de dinero para quemantengamos una visión tergiversada de larealidad, pero no advertimos las trampas que losenormes emolumentos tienden a nuestra percepciónde la misma. Al revés: nos convencemosenseguida de que los títulos respaldados porhipotecas son todo lo sólidos que uno quiera creer.

Tan pronto hemos aceptado que los títulosrespaldados por hipotecas son la tendencia delfuturo, no vemos la totalidad de sus riesgos. Paracolmo, es bien sabida la dificultad de calcular elverdadero valor de los títulos. Lo intentamosmediante la enorme y compleja hoja de cálculoExcel, llena de parámetros y ecuaciones.Cambiamos uno de los parámetros de descuento,de 0,934 a 0,936, y de inmediato vemos que seincrementa el valor. Seguimos jugueteando con losnúmeros, buscando los parámetros que procuran lamejor representación de la «realidad», pero con un

ojo vemos también las consecuencias de lasopciones paramétricas para el futuro económicopersonal. Seguimos con los números un poco más,hasta estar convencidos de que éstos representanrealmente el medio ideal para evaluar títulosrespaldados por hipotecas. No nos sentimos malporque estamos seguros de haber hecho todo loposible para representar los valores de los títulosde la manera más objetiva.

Además, no estamos manejando dinero deverdad; sólo manipulamos números que se hallanmuchos pasos alejados del dinero en efectivo.Debido a su carácter abstracto, vemos nuestrasacciones más como un juego, no como algo queafecta realmente a las personas, su modus vivendio su plan de jubilación. Nos damos cuenta de quelos inteligentes ingenieros financieros de la oficinade al lado están comportándose de una manera máso menos parecida, y si comparamos susevaluaciones y las nuestras, vemos que algunos delos colegas han optado por valores aún másextremos. Si nos consideramos seres racionales y

pensamos que el mercado siempre acierta,tendemos a creer aún más que lo que estamoshaciendo —y lo que están haciendo los otros(ahondaremos en esto en el capítulo 8)— es lo quevale. ¿Vale?

Nada de esto es realmente aceptable, desdeluego (recordamos la crisis financiera de 2008,¿no?), pero dada la cantidad de dinero implicado,parece lógico amañar un poco las cosas. Ycomportarse así es totalmente humano. Nuestrasacciones son muy problemáticas, pero al parecerno las vemos así. Al fin y al cabo, nuestrosconflictos de interés se sustentan en varios hechos:no tocamos dinero real, los instrumentosfinancieros son abrumadoramente complejos y losdemás colegas están haciendo lo mismo.

El fascinante (y tremendamente angustiante)documental Inside Job, ganador de un Oscar de laAcademia, muestra con detalle cómo la industriade los servicios financieros corrompió al gobiernode los EE. UU., lo que provocó falta desupervisión en Wall Street y la debacle financiera

de 2008. La película también habla de cómo laindustria de los servicios financieros pagó adestacados académicos (decanos, jefes dedepartamento, profesores) para que escribieraninformes favorables a la industria financiera y aWall Street. En el documental, nos sentimosdesconcertados por la facilidad con que losexpertos parecían venderse y pensamos que jamásharíamos lo mismo.

Sin embargo, antes de apostar demasiado pornuestros estándares de moralidad, imaginemos quea mí (o a usted) nos pagan una buena suma paraestar en el comité auditor de Giantbank. Si unaparte considerable de mis ingresos dependiera deléxito de Giantbank, seguramente no sería tancrítico como lo soy ahora ante las actuaciones delbanco. Por ejemplo, con un aliciente lo bastantesólido quizá no diría una y otra vez que lasinversiones deben ser claras y transparentes y quelas empresas han de esforzarse por superar susconflictos de intereses. Aún no estoy en un comité

de éstos, desde luego, así que de momento meresulta fácil pensar que muchas de las acciones delos bancos han sido censurables.

Los académicos también están en conflicto

Cuando reflexiono sobre la omnipresencia de losconflictos de interés y lo dificilísimo que esreconocerlos en nuestra vida, debo admitir quetambién yo soy propenso a ellos.

A los profesores universitarios a veces se nospide que utilicemos nuestros conocimientos comoasesores y peritos. Poco después de conseguir miprimer empleo académico, fui invitado por unimportante bufete de abogados a intervenir comotestigo pericial. Yo sabía que algunos colegas dereconocido prestigio aportaban testimoniosexpertos como trabajo extra por el que cobrabanun buen pico (aunque ellos siempre decían que nolo hacían por el dinero). Movido por lacuriosidad, pedí ver las transcripciones de los

viejos casos, y me quedé sorprendido al observarla unilateralidad con que usaban sus hallazgos deinvestigación. También me impactó lo despectivosque se mostraban con respecto a las opiniones ycalificaciones de los peritos de la otra parte —que, en la mayoría de los casos, también eranprofesores respetables.

Aun así, decidí probar yo también (no por eldinero, claro), y percibí una buena suma por darmi opinión de experto.* Enseguida reparé en quelos abogados con quienes trabajaba queríanmeterme en la cabeza ideas que respaldaran sucriterio. No lo hacían a lo bruto ni diciendo queciertas cosas serían buenas para sus clientes, sinoque me pedían que describiese todos los estudiospertinentes al caso. Sugerían que algunas de lasconclusiones menos favorables para su posturaquizá adolecieran de fallos metodológicos y que lainvestigación acreditativa de su opinión era sóliday estaba bien hecha. También me dedicabanafectuosos cumplidos cada vez que yo interpretabalas cosas de una forma provechosa para ellos. Al

cabo de unas semanas, descubrí que habíaadoptado muy pronto el punto de vista de quienesme pagaban. Aquella experiencia me hizo dudarsobre la posibilidad de ser objetivo cuando a unole pagan por dar su opinión. (Y ahora que estoyescribiendo sobre mi falta de objetividad, seguroque nadie volverá a llamarme para ser perito —yquizá sea lo mejor.)

El borracho y el punto de datos

Tuve otra experiencia que me hizo comprender lospeligros de los conflictos de interés, esta vezrealizando una investigación propia. En aquelentonces, mis amigos de Harvard fueron tanamables que me dejaron usar su laboratorioconductual para llevar a cabo experimentos. Yotenía especial interés en trabajar en susinstalaciones porque ellos contaban con residentesen las inmediaciones, no sólo estudiantes.

Una semana concreta, estaba yo realizando unexperimento sobre la toma de decisiones y, comosuele pasar, pronostiqué que el nivel de ejecuciónen una de las situaciones sería muy superior al dela otra. Eso fue en esencia lo que revelaban losresultados salvo en una persona, que, pese ahallarse en la situación con el mejor desempeñoprevisto, realizó la tarea mucho peor que nadie.Vaya fastidio. Mientras analizaba los datos másatentamente, advertí que el hombre era unos veinteaños mayor que los demás. También recordé queen el laboratorio había entrado alguien muyborracho.

En cuanto descubrí que el participante encuestión estaba borracho, comprendí que tenía quehaber excluido sus datos de entrada, toda vez quesu capacidad para tomar decisiones habíamenguado claramente. Así que prescindí de susdatos, y en el acto tuve unos magníficos resultadosque expresaban exactamente lo que yo esperaba.Sin embargo, al cabo de unos días empecé apensar en el proceso mediante el cual había

decidido eliminar al tipo borracho. Tenía la dudasiguiente: ¿Qué habría pasado si el sujeto hubieraestado en la otra situación, en la que estabaprevista una ejecución peor? Para empezar,seguramente yo no me habría fijado en susrespuestas individuales. Y si las hubieradetectado, probablemente no me habría siquieraplanteado la exclusión de sus datos.

Después del experimento, podría muy bienhaberme contado a mí mismo una historia quejustificaría la no utilización de los datos del tipoborracho. Pero, ¿qué habría pasado si no hubieraestado borracho? ¿Qué habría pasado si hubieratenido algún otro impedimento sin nada que vercon la bebida? ¿Habría buscado yo otra excusa uotro razonamiento lógico para justificar laexclusión de sus datos? Como veremos en elcapítulo 7, «Creatividad y deshonestidad», lacreatividad puede ayudarnos a obedecer nuestrosmotivos egoístas mientras seguimosconsiderándonos personas honestas.

Decidí hacer dos cosas. Primero repetí elexperimento para verificar los resultados, lo quefuncionó a las mil maravillas. A continuacióndecidí que era correcto crear criterios para excluirparticipantes de un experimento (es decir, noadmitiríamos a borrachos ni personas que noentendiesen las instrucciones). No obstante, lasreglas de exclusión se deben hacer de antemano,antes de que se lleve a cabo la prueba, y desdeluego nunca después de ver los datos.

¿Qué aprendí? Cuando decidí descartar losdatos del hombre borracho, creía sinceramente queestaba haciéndolo en nombre de la ciencia —comosi estuviera luchando heroicamente para borraresos datos y lograr que así floreciera la verdad—.No se me pasó por la cabeza que quizá estabahaciéndolo movido por mi interés personal, perosin duda tenía otra motivación: tener los resultadosque había previsto. En un sentido más general,entendí —otra vez— la importancia de establecerreglas que nos protejan de nosotros mismos.

Transparencia: ¿Una panacea?

Así pues, ¿cuál es la mejor manera de abordar losconflictos de interés? Para la mayoría de laspersonas, es la «transparencia plena». Conforme ala misma lógica de las «políticas de claridad», lasuposición básica subyacente a la transparencia esque todo irá bien siempre y cuando las personashagan público lo que están haciendo exactamente.Según esta idea, si los profesionales dejan clarossus incentivos, los clientes pueden decidir por símismos hasta qué punto confiar en su(tendencioso) consejo y tomar decisiones másfundadas.

Si la transparencia plena fuera una leyuniversal, los médicos informarían a sus pacientessobre si tienen el equipo necesario para eltratamiento que recomiendan. O si cobran porasesorar al fabricante de los fármacos que luegovan a recetar. Los asesores financieros informaríana sus clientes sobre los diferentes honorarios,pagos y comisiones que cobran de diversos

vendedores y entidades de inversión. Provistos deesta información, los consumidores deberían sercapaces de cribar debidamente las opiniones deestos expertos y tomar mejores decisiones. Enteoría, la transparencia parece una soluciónfantástica: por un lado exonera a los profesionalesque admiten sus conflictos de interés, y por otroprocura a sus clientes más datos sobre el origen dela información.

Sin embargo, resulta que la transparencia nosiempre es un remedio eficaz para los conflictosde interés. De hecho, a veces puede empeorar lascosas. Para explicarlo, recurriré a un estudiollevado a cabo por Daylian Cain (profesor de laUniversidad de Yale), George Loewenstein(profesor de la Universidad Carneggie Mellon) yDon Moore (profesor de la Universidad deCalifornia, Berkeley). En este experimento, losparticipantes participaban en un juego en el queasumían uno de dos roles. (A propósito, lo que los

investigadores llaman «juego» no lo es paraningún niño razonable.) Unos participantesdesempeñaban el papel de estimadores: sucometido consistía en conjeturar con la mayorprecisión posible la cantidad total de dinero enuna gran jarra de cambio suelto. A estos jugadoresse les pagaba en función de lo cerca que estuvierasu conjetura del valor real del dinero. Cuanto másse acercaban las estimaciones, más dinerorecibían, sin importar si fallaban por exceso o pordefecto.

Los otros participantes desempeñaban elpapel de asesores, cuya tarea era la de aconsejar alos estimadores en sus cálculos. (Pensemos enalguien parecido a nuestro asesor bursátil, perocon un trabajo más simple.) Entre los estimadoresy los asesores había dos diferencias interesantes.La primera es que mientras a los primeros se lesdaba apenas unos segundos para ver la jarra acierta distancia, los segundos contaban con mástiempo y además sabían que la cantidad de dinerooscilaba entre 10 y 30 dólares. Esto daba a los

asesores la ventaja de convertirlos en relativosexpertos en el campo de la estimación de dinero enjarras, y suponía para los estimadores una buenarazón para fiarse de los informes de los asesoresal formular sus conjeturas (algo comparable elmodo en que nos fiamos de expertos en muchosaspectos de la vida).

La segunda diferencia tenía que ver con laregla para pagar a los asesores. En la condición decontrol, los asesores cobraban con arreglo a laprecisión de los cálculos de los estimadores, porlo que no había conflictos de interés. En lacondición de conflicto-de-interés, los asesorescobraban si los estimadores se excedían en suconjetura sobre el valor de las monedas de lajarra. Así, si calculaban un dólar de más, eso erabueno para los asesores, pero era aún mejor si elexceso era de tres o cuatro dólares. Cuanto mayorera el cálculo excesivo, menos ganaba elestimador pero más se embolsaba el asesor.

Así, ¿qué pasaba en la condición de control yen la condición de conflicto-de-interés? Lo hanadivinado: en el primero, los asesores sugerían unvalor promedio de 16,50 dólares, mientras en elsegundo proponían una cifra superior a los 20dólares. Básicamente aumentaban el valorestimado en casi cuatro dólares. Ahora bien,podemos ver el lado positivo de este resultado ypensar: «Bueno, al menos el consejo no ha sido 36dólares o cualquier otro número elevado». Detodos modos, si es esto lo que nos pasa por lacabeza, tengamos en cuenta dos cosas: primero, elasesor no podía dar un consejo claramenteexagerado porque, al fin y al cabo, el estimadorveía la jarra. Si el valor hubiera sidoespectacularmente alto, el estimador habríarechazado la sugerencia de plano. Segundo,recordemos que la mayoría de las personasengañan lo justo para sentirse bien consigomismas. En este sentido, el factor de tolerancia eraun extra de cuatro dólares (o aproximadamente el25 por ciento de la cantidad).

No obstante, la importancia del experimentose puso de manifiesto en la tercera situación: la deconflicto-de-interés más transparencia. Aquí elpago al asesor era el mismo que en la condición deconflicto-de-interés. Pero esta vez el asesor debíaexplicar que recibiría más dinero si el estimadorconjeturaba al alza. ¡Las políticas de claridad enacción! De esta manera, el estimador podía teneren cuenta los alicientes del asesor y pasar por altodebidamente su consejo. Esto sin duda ayudaría alestimador, pero ¿cuál sería el efecto de latransparencia en el asesor? ¿La necesidad detransparencia eliminaría su consejo tendencioso?¿Desvelar su parcialidad incrementaría el factorde tolerancia? ¿Se sentirían ahora más cómodosexagerando su consejo en un grado superior? Y heaquí la pregunta del millón de dólares: ¿Cuál deestos dos efectos sería de mayor magnitud? Larebaja del consejo del asesor por parte delestimador, ¿sería más grande o más pequeña que laexageración adicional de este último?

¿Los resultados? En la condición deconflicto-de-interés más transparencia, losasesores aumentaron sus cálculos en otros cuatrodólares (de 20,16 a 24,16). ¿Y qué hicieron losestimadores? Como cabe suponer, rechazaron lapropuesta, pero sólo en dos dólares. En otraspalabras, aunque los estimadores tuvieronefectivamente en cuenta la transparencia de losasesores al formular sus cálculos, no lo restarontodo ni con mucho. Como el resto de nosotros, losestimadores no identificaban en grado suficiente elalcance y la fuerza de los conflictos de interés desus asesores.

La principal conclusión es ésta: latransparencia sesgaba aún más los consejos. Conla transparencia, los estimadores ganaban menosdinero y los asesores más. Bien, no estoy segurode que la transparencia empeore siempre las cosaspara los clientes, pero está claro que latransparencia y las políticas de claridad nosiempre suponen una mejora.

Entonces, ¿qué hemos de hacer?

Ahora que entendemos algo mejor los conflictosde interés, deberían ser evidentes los gravesproblemas que originan. No sólo está suomnipresencia, sino que al parecer no aquilatamosdel todo su grado de influencia en nosotros y enlos demás. Bien, ¿adónde vamos desde aquí?

Una recomendación sencilla es intentarerradicar los conflictos de interés del todo, lo quepor supuesto es más fácil decirlo que hacerlo. Enel ámbito de la medicina, esto significaría, porejemplo, que no permitiríamos a los médicos trataro examinar a sus pacientes con material y equipospropios, sino que exigiríamos que se encargara deltratamiento y las pruebas una entidadindependiente, sin vínculos con los facultativos nilas empresas fabricantes. También prohibiríamos alos médicos asesorar a empresas farmacéuticas oinvertir en acciones de las mismas. Después detodo, si no queremos que tengan conflictos deinterés, hemos de asegurarnos de que sus ingresos

no dependen del número ni los tipos deprocedimientos o fármacos que recomiendan. Delmismo modo, si quisiéramos eliminar conflictos deinterés entre los asesores financieros, deberíamosprohibir que tuvieran incentivos que noconcordasen con lo más conveniente para susclientes —nada de honorarios por servicios,sobornos ni pago diferencial por el éxito o elfracaso.

Desde luego es importante intentar reducir losconflictos de interés, pero fácil no va a ser.Veamos el caso, por ejemplo, de los contratistas,los abogados o los mecánicos de coches. A estosprofesionales, su forma de cobrar les provocatremendos conflictos de interés, pues dan consejosy sacan provecho del servicio mientras el clienteno tiene conocimientos ni influencia. Pero quizá esque no hay ningún modelo de compensación que noconlleve algún conflicto de interés. Por mucho quenos esforcemos para idear algo así, seguramenteveremos que es muy difícil, si no imposible.También es importante darse cuenta de que, aunque

los conflictos de interés causan problemas, a vecesse producen por buenas razones. Pensemos en elcaso de los médicos (y los dentistas) que ordenantratamientos que incluyen el uso de su equipo depropiedad. Aunque se trata de una prácticapotencialmente peligrosa desde la perspectiva delos conflictos de interés, también tiene algunasventajas incorporadas: los profesionales son mássusceptibles de comprar material en el que creen,es más probable que acaben siendo expertos en suuso, puede ser mucho más conveniente para elpaciente, y los médicos quizá incluso lleven acabo estudios que ayuden a mejorar el equipo o laforma de utilizarlo.

La conclusión es que resulta difícil encontrarsistemas de compensación que no conllevenintrínsecamente conflictos de interés o que no seapoyen en ellos de vez en cuando. Aunquepudiéramos eliminarlos todos, quizá no valdría lapena hacerlo a costa de menos flexibilidad y másburocracia y supervisión —razón por la cual nodeberíamos defender con celo excesivo reglas y

restricciones draconianas (por ejemplo, que losmédicos no puedan hablar con visitadores oposeer material propio)—. Al mismo tiempo, sícreo que es importante darnos cuenta de hasta quépunto nuestras motivaciones económicas puedencegarnos. Las situaciones con conflictos de interéstienen grandes inconvenientes, por lo que cuandolos costes superan a los beneficios hemos deintentar reducirlas.

Como cabría esperar, hay muchos ejemplossencillos en que los conflictos de interés sepodrían eliminar fácilmente. Por ejemplo, losasesores financieros que reciben pagoscompensatorios, los auditores que trabajan comoasesores de las mismas empresas, losprofesionales que cobran espléndidasbonificaciones cuando sus clientes ganan dineropero no pierden nada cuando sus clientes searruinan, las agencias de calificación que cobrande las empresas calificadas, los políticos queaceptan dinero y favores de empresas y lobistas acambio de sus votos… en todos estos casos,

hemos de redoblar los esfuerzos para erradicarcuantos conflictos sea posible —a poder sermediante la regulación.

Seguramente somos escépticos respecto a queuna regulación así llegue a producirse. Cuando laregulación a cargo del gobierno o deorganizaciones profesionales no se hace realidad,como consumidores hemos de reconocer el peligroque acarrean los conflictos de interés y hacer loque esté en nuestra mano por buscar proveedoresde servicios con menos conflictos en su seno (apoder ser, ninguno). Mediante el poder de nuestracartera podemos empujar a los proveedores asatisfacer la demanda de menos conflictos deinterés.

Por último, cuando ante decisionesimportantes vemos que la persona que nosaconseja puede ser parcial —como cuando unmédico se ofrece a tatuarnos la cara—, debemosdedicar un poco de tiempo y energía a buscar unasegunda opinión de alguien que no tenga intereseseconómicos en la decisión en cuestión.

CAPÍTULO 4

Por qué lo echamos a perder cuandoestamos cansados

Imaginémonos al final de un día duro y largo.Digamos que es un día de lo más agotador, movidode veras. Estamos totalmente exhaustos. Sinaliento. Descartado cocinar, desde luego. Nisiquiera tenemos ánimo para buscar una sartén, unplato y un tenedor, no digamos ya utilizarlos. Estanoche habrá que ir a buscar comida preparada.

A una manzana del nuevo piso hay tresrestaurantes. Uno es un pequeño bistrot conensaladas frescas y paninis. Otro es un chino,cuyos olores grasientos y salados procedentes delinterior nos hacen cosquillas en la parte posterior

de la boca. También hay una mona pizzeríafamiliar donde la gente del barrio se tomaporciones cuyo tamaño duplica el de su cara. ¿Aqué restaurante arrastramos el cansado y doloridocuerpo? ¿Qué tipo de cocina queremos degustar ennuestra nueva casa? Por contraste, pensemos encuál podría ser nuestra elección si hubiéramospasado una tarde relajada en el jardín con un buenlibro.

Por si alguien no lo ha notado, en los díasestresantes muchos caemos en la tentación yescogemos una de las alternativas menossaludables. La comida china y las pizzas sonprácticamente sinónimos de día movido, lo queevoca la imagen de una pareja joven, atractiva,cansada pero feliz, rodeada de cajas de cartón,comiendo tallarines con palillos directamente delenvase. Y todos recordamos la época en que loscompañeros de la universidad nos ofrecían pizza ycerveza a cambio de que les ayudáramos en algunaasignatura.

Esta misteriosa conexión entre el agotamientoy el consumo de comida basura no es sóloproducto de nuestra imaginación. Además es larazón por la que tantas dietas terminan en laguillotina del estrés y por la que tanta gente vuelvea fumar si le sobreviene una crisis.

Comamos pastel

La clave de este misterio tiene que ver con lalucha entre nuestra parte impulsiva (o emocional)y nuestra parte racional (o deliberativa). No es unaidea nueva; muchos libros (y trabajos académicos)seminales han hablado de los conflictos entre eldeseo y la razón. Tenemos a Adán y Eva, porejemplo, tentados por la posibilidad de acceder alconocimiento prohibido y a esa fruta suculenta. Oa Ulises, que, sabiendo que sería seducido por elcanto de las sirenas, ordenó ingeniosamente a sushombres que lo atasen al mástil y que se llenasenlos oídos de cera para amortiguar el tentador

sonido (de este modo, Ulises lograba ambas cosas:podía oír el canto y alejaba el peligro de que sushombres hicieran naufragar el barco). O también,en uno de los combates más trágicos entre emocióny razón, a Romeo y Julieta, que se enamoranperdidamente uno de otro pese a la advertencia delfraile Laurence de que la pasión desatada sóloprovoca desastres.

En una fascinante demostración de la tensiónentre razón y deseo, Baba Shiv (profesor de laUniversidad de Stanford) y Sasha Fedorikhin(profesor de la Universidad de Indiana) analizaronla idea de que las personas caen en tentacionesmás a menudo cuando la parte del cerebroencargada del pensamiento deliberativo estáocupada en otra cosa. Para reducir la capacidad delos participantes de pensar con eficacia, Baba ySasha no eliminaron partes del cerebro (comohacen a veces los investigadores con animales) niutilizaron pulsos magnéticos para alterar elpensamiento (aunque hay máquinas para eso) sinoque decidieron poner a prueba la capacidad de

pensar de los participantes acumulando lo que lospsicólogos denominan «carga cognitiva». En pocaspalabras, querían averiguar si el hecho de tener unmontón de cosas en la cabeza dejaría menosespacio cognitivo para resistir las tentaciones yvolvería a las personas más susceptibles desucumbir a las mismas.

El experimento de Baba y Sasha funcionabacomo sigue. Dividían a los participantes en dosgrupos y pedían a los miembros de uno querecordasen un número de dos dígitos (por ejemplo,35) y a los del otro que recordasen uno de siete(por ejemplo, 7581280). Se les decía asimismoque para cobrar deberían repetir el número en otroexperimento que les aguardaba en una segunda saladel otro extremo del pasillo. ¿Y si no recordabanel número? Pues no había premio.

Puestos en fila para tomar parte en el ensayo,se les mostraba brevemente o bien el número dedos dígitos, o bien el de siete. Con el número enmente, recorrían el pasillo uno a uno hasta lasegunda sala, donde se les pediría que lo

recordaran. Pero durante el recorrido pasaban sinprevio aviso junto a un carrito con apetitosostrozos de pastel de chocolate y cuencos de frutasde aspecto saludable y vivos colores. Cada vezque pasaba un participante, otro experimentador ledecía que, en cuanto llegara a la segunda sala yrecitara su número, podría coger uno de los dostentempiés —aunque tenía que tomar su decisiónen ese preciso momento, junto al carrito—. Losparticipantes hacían su elección, recibían un trozode papel con el bocado escogido y se dirigían a lasegunda sala.

¿Qué decisiones tomaban los participantesmientras trabajaban bajo más o menos tensióncognitiva? ¿Se impuso el «ñam, pastel», oprefirieron la saludable ensalada de frutas (laopción bien razonada)? Como sospechaban Baba ySasha, la respuesta dependía en parte de si losparticipantes estaban pensando en un número fácilde recordar o en uno difícil. Los que recorrían atoda prisa el pasillo con un simple «35» en sucabeza elegían más a menudo la fruta que quienes

forcejeaban con el «7581280». Al tener absortaslas facultades de nivel superior, los del grupo desiete dígitos eran menos capaces de anular susdeseos instintivos, y muchos de ellos acababansucumbiendo al pastel de chocolate degratificación instantánea.

El cerebro cansado

El experimento de Baba y Sasha ponía demanifiesto que, cuando nuestra capacidad derazonamiento deliberativo está ocupada, el sistemaimpulsivo adquiere más control sobre nuestraconducta. Sin embargo, la interacción de lacapacidad para razonar y los deseos se complicamás cuando pensamos en lo que Roy Baumeister(profesor de la Universidad Estatal de Florida)llamaba «agotamiento del ego».

Para comprender el agotamiento del ego,imaginemos que queremos perder unos kilos. Undía, en el trabajo, vemos una danesa de queso en la

reunión de la mañana, pero como queremosportarnos bien, resistimos la tentación y noslimitamos a tomar café. Más tarde ansiamosfettucini Alfredo para almorzar pero nosobligamos a pedir una ensalada verde y pollo a laparrilla. Una hora después queremos salir deltrabajo un poco antes dado que el jefe no está,pero nos lo pensamos mejor: «No, debo terminarmi proyecto». En cada uno de estos casos, losimpulsos hedonistas nos empujan haciagratificaciones placenteras, mientras el loableautocontrol (o fuerza de voluntad) aplica unafuerza contraria en un intento de contrarrestarlos.

La idea subyacente al agotamiento del ego esque para resistir las tentaciones hace falta unesfuerzo y una energía considerables. Imaginemosque la fuerza de voluntad es un músculo. Si vemospollo frito o un batido de chocolate, la primerareacción es un instintivo «¡ñam, ñam!». Mientrasintentamos vencer el deseo gastamos un poco deenergía. Cada una de las decisiones que tomamospara evitar las tentaciones requiere cierto grado de

esfuerzo (como levantar un peso), y si usamos lafuerza de voluntad una y otra vez, la agotamos(como levantar un peso repetidamente). Estosignifica que, tras un largo día de decir «no» avarias y diversas tentaciones, disminuye nuestracapacidad para oponerles resistencia, hasta llegara un punto en que nos rendimos y acabamos con labarriga llena de danesa de queso, galletas oreo,patatas fritas o cualquier cosa que nos hagasalivar. Esto es un pensamiento preocupante, desdeluego. Al fin y al cabo, a lo largo del día hay cadavez más decisiones que tomar y estamos sometidosa un interminable bombardeo de tentaciones. Si losreiterados intentos de controlarnos agotan lacapacidad para ello, no es de extrañar quefracasemos tan a menudo. El agotamiento del egotambién ayuda a explicar por qué las nochesabundan especialmente en fallidos intentos deautocontrol: tras un largo día de duro esfuerzo porser buenos, estamos cansados de todo. Y aloscurecer, es más que probable que claudiquemos

ante nuestros deseos (pensemos en los refrigeriosa altas horas como culminación de un día deresistencia a las tentaciones).

Si se acerca una vista sobre libertadcondicional, hemos de procurar que sea aprimera hora de la mañana oinmediatamente después de almorzar. ¿Porqué? Según un estudio de Shai Danziger(profesor de la Universidad de Tel Aviv),Jonathan Levav (profesor de laUniversidad de Stanford) y Liora Avnaim-Pesso (profesora de la Universidad Ben-Gurion del Negev), los jueces miembros dejuntas de libertad condicional concedendicha libertad con más frecuencia cuandoestán más descansados. Tras investigarnumerosas resoluciones sobre libertad

condicional en Israel, observaron que lasjuntas eran más susceptibles de concederlaen los primeros casos del día y justodespués del descanso para comer. ¿Porqué? La decisión por defecto es noconceder la libertad condicional. Peroparece que cuando los jueces se sentíanrejuvenecidos, es decir, a primera hora dela mañana o tras haber comido ydescansado, mostraban una crecientecapacidad para anular su decisión estándar,tomar una decisión más laboriosa yconceder la libertad condicional más amenudo. Sin embargo, al cabo de muchasdecisiones difíciles durante el día, a medidaque aumentaba su carga cognitiva, ibanoptando por la decisión más simple, pordefecto, de no concederla.

Creo que los alumnos de doctorado(un tipo de prisionero ligeramente distinto)comprenden por instinto este mecanismo,

razón por la cual suelen llevar consigodonuts, muffins y galletas a sus propuestasy defensas de tesis. Partiendo de losresultados del estudio sobre la libertadcondicional, es probable que sus juecessean más proclives a concederles libertadcondicional académica y dejarles vivir supropia vida independiente.

Evaluación de la musculatura moral

En la serie televisiva Sexo en Nueva York,Samantha Jones (la más rubia y lasciva, paraquienes no estén en el ajo) se encuentra en unarelación comprometida. Y se pone a comer demanera compulsiva, y por tanto engorda. Lointeresante es la razón subyacente a esta conductadesconcertante. Samantha advierte que su obsesiónpor comer empezó cuando un hombre guapo semudó a la casa de al lado —el tipo de hombre que

ella perseguía cuando estaba soltera—. Y cae en lacuenta de que está utilizando la comida comobaluarte contra la tentación: «Si como, noengaño», explica a sus amigos. La Samantha deficción está agotada como una persona real. Nopuede oponer resistencia a todas las tentaciones,así que prefiere enamorarse perdidamente de lacomida a ser promiscua.

Sexo en Nueva York no es una obra maestracinematográfica ni psicológica, pero plantea unacuestión interesante: una persona que se exigedemasiado a sí misma en un ámbito, ¿puede acabarsiendo menos ética en otros? ¿El agotamiento nosempuja a engañar? Esto es lo que Nicole Mead(profesora de la Universidad Católica Portuguesa),Roy Baumeister, Francesca Gino, MauriceSchweitzer (profesor de la Universidad dePensilvania) y yo decidimos verificar. ¿Qué lespasaría a las Samanthas de la vida real que,agotadas debido a una tarea, gozaran de laoportunidad de engañar en otra? ¿Engañarían más?

¿Menos? ¿Preverían más probabilidades de caeren la tentación y, por tanto, intentarían evitar deltodo las situaciones tentadoras?

Nuestro primer experimento incluía variospasos. Primero, dividíamos a los participantes endos grupos. Pedíamos a los integrantes de uno queescribieran una breve redacción sobre lo quehabían hecho el día anterior sin utilizar las letras«x» ni «z». Para tener una idea de la tarea, ellector puede probar por sí mismo: en el espacio deabajo puede escribir una sinopsis de uno de suslibros favoritos, pero sin usar la «x» ni la «z».Nota: no se trata simplemente de omitir las letrasen las palabras; hay que usar palabras que nocontengan esas letras (p. ej., bicicleta).

La denominamos «situación no agotadora»porque, como se puede comprobar, es muy fácilescribir una redacción sin usar la «x» ni la «z».

Pedimos a los del otro grupo que hicieran lomismo pero sin utilizar las letras «a» y «n». Si ellector quiere certificar que esta versión es algodistinta, le sugiero que intente resumir una de suspelículas preferidas sin usar palabras quecontengan la «a» ni la «n».

Como seguramente habrá quedado claro en lasegunda tarea, contar una historia sin la «a» ni la«n» exige reprimir continuamente palabras quevienen a la cabeza de forma natural. No podemosescribir que los personajes «fueron a dar un paseopor el parque» o que «se encontraron en unrestaurante».

Todos esos pequeños actos de represión sesuman al agotamiento.

Una vez los participantes hubieron entregadolas redacciones, les pedimos que realizaran unatarea aparte para otro estudio, la parte principal deeste experimento. La otra era nuestro test de lasmatrices estándar.

¿Cómo salieron las cosas? En las doscondiciones de control, observamos que tanto laspersonas agotadas como las no agotadas mostrabanigual capacidad para resolver los problemasmatemáticos —lo cual significa que el agotamientono reducía su capacidad básica para lasmatemáticas—. Sin embargo, en las doscondiciones de trituradora (en los que podíanengañar), la cosa cambiaba. Los que escribieronredacciones sin las letras «x» ni «z» y luegodestruyeron las respuestas se permitieron algunastrampitas: afirmaban haber resuelto correctamentemás o menos una matriz adicional. Sin embargo,los participantes en la condición de trituradora quehabían pasado por el suplicio de escribirredacciones sin las letras «a» y «n» se llevaronproverbialmente la palma: aseguraron haberresuelto correctamente aproximadamente tresmatrices de más. Es decir, cuanto más exigente yagotadora era la tarea, más engañaban.

¿Qué dan a entender estos hallazgos? Porregla general, si agotamos la fuerza de voluntad,nos costará bastante más regular los deseos, y estadificultad también puede agotar la honestidad.

Abuelitas muertas

A lo largo de muchos años de docencia, headvertido que normalmente parece haber una rachade muertes entre los parientes de los estudiantes alfinal del semestre, sobre todo en la semanaanterior a los exámenes finales y a la entrega delos trabajos. En un semestre cualquiera, alrededorde un 10 por ciento de los alumnos me piden mástiempo porque se ha muerto alguien —casisiempre una abuela—. Por supuesto yo consideroque es todo muy triste y estoy siempre dispuesto acompadecerme de ellos y darles más tiempo paraacabar sus tareas. Pero sigue pendiente la

cuestión: ¿cuál es ese peligro tremendo que correnlos parientes de los estudiantes en las semanasanteriores a los exámenes finales?

La mayoría de los profesores se encuentrancon el mismo fenómeno curioso, y supongo quetodos hemos acabado sospechando algún tipo derelación causal entre los exámenes y las muertessúbitas de las abuelas. De hecho, un intrépidoinvestigador la ha demostrado de forma fehaciente.Tras recoger datos a lo largo de varios años, MikeAdams (profesor de biología de la UniversidadEstatal de Eastern Connecticut) ha puesto demanifiesto que las abuelas son diez veces mássusceptibles de morirse antes de un examenparcial, y diecinueve más antes de un examen final.Además, las abuelas de los alumnos que no vanbien en clase corren un riesgo aún mayor: encomparación con los buenos alumnos, los malostienen unas probabilidades cincuenta vecesmayores de perder a su abuela.

En un artículo que analiza esta tristeconexión, Adams conjetura que el fenómeno sedebe a cierta dinámica intrafamiliar, esto es, lasabuelas se desvelan tanto por sus nietos que sepreocupan exageradamente sobre el resultado delos exámenes. De hecho, esto explicaría por qué seproducen las fatalidades más a menudo cuantomayor es la importancia de lo que está en juego, enespecial si corre peligro el futuro académico delestudiante. Con esta conclusión en mente, estábastante claro que, desde una perspectiva depolítica pública, las abuelas —sobre todo las delos alumnos flojos— deben ser sometidas a uncontrol riguroso por si aparecen signos de malasalud en las semanas anteriores a los exámenesfinales y durante los mismos. Otra recomendaciónes que los nietos, de nuevo sobre todo los que nollevan bien el curso, no deben contar a sus abuelasnada sobre el calendario de los exámenes ni lascalificaciones.

Aun siendo probable que la dinámicaintrafamiliar provoque este devenir trágico, hayotra posible explicación de la plaga que pareceafectar a las abuelas dos veces al año. Acaso tengamás que ver con la falta de preparación de losalumnos y su posterior prisa por conseguir mástiempo que con alguna amenaza real para laseguridad de las queridas ancianas. En tal caso, talvez nos preguntemos por qué los estudiantes sevuelven tan propensos a «perder» a sus abuelas(en e-mails a los profesores) al final del semestre.

Es posible que al final del semestre losestudiantes estén tan cansados de estudiar y deabarcar tanto, que pierdan parte de su moralidad y,en el proceso, muestren también cierta indiferenciahacia la vida de la abuela. Si la concentraciónnecesaria para recordar un número largo puedeinducir a la gente a competir por un trozo de pastelde chocolate, cabe perfectamente imaginar que losmeses de material acumulado de diversasasignaturas puedan conducirles a fingir la muerte

de su abuela para relajar la presión (que no seentienda esto como una excusa para mentir a losprofesores).

En cualquier caso, un aviso a todas lasabuelas: cuídense mucho en la época de losexámenes finales.

Rojo, verde y azul

Hemos visto que el agotamiento nos quitaparte de nuestra capacidad de razonamiento y, conella, la facultad para obrar con arreglo a la moral.

Aun así, en la vida real podemos decidiralejarnos de situaciones que acaso nos induzcan acomportarnos de manera inmoral. Si somossiquiera algo conscientes de nuestra tendencia aactuar de forma deshonesta cuando estamosagotados, podemos tenerlo en cuenta y evitar latentación del todo. (Por ejemplo, en el ámbito de

las dietas, evitar la tentación puede significar quedecidamos no comprar comida cuando estamospasando hambre.)

En nuestro siguiente experimento, losparticipantes podían decidir si ponerse o no en unaposición que de entrada les indujera a engañar.También aquí creamos dos grupos: uno agotado, elotro no. Esta vez, sin embargo, utilizamos unmétodo distinto de agotamiento mental denominado«tarea de Stroop».

En esta tarea, enseñábamos a losparticipantes una tabla de nombres de colores concinco columnas y quince hileras (un total desetenta y cinco palabras). Las palabras erannombres de colores —rojo, verde y azul—impresas en uno de esos tres colores y organizadassin ningún orden concreto. Una vez la lista estabafrente a los participantes, les pedíamos que dijeranen voz alta el color de cada palabra. Lasinstrucciones eran sencillas: «Si una palabra estáescrita con tinta roja, con independencia de lo quesea la palabra, tenéis que decir ‘rojo’; si está

escrita con tinta verde, tenéis que decir ‘verde’ almargen de lo que sea la palabra, etcétera. Hacedlotodo lo rápido que podáis. Si cometéis algún error,por favor, repetid la palabra hasta decirla bien».

Para los participantes en la condición «noagotadora», la lista de colores se estructuraba detal manera que el nombre de cada color (p. ej.,verde) estaba escrito con tinta del mismo color(verde). Los participantes en la condiciónagotadora recibían las mismas instrucciones, perola lista de palabras tenía una diferencia clave: elcolor de la tinta no correspondía al nombre delcolor (por ejemplo, la palabra «azul» estaríaimpresa en tinta verde, y se pedía a losparticipantes que dijeran «verde»).

Para realizar uno mismo el ensayo en lasituación de no agotamiento, debe ir a la primeratarea de Stroop sobre el color inserta en la otrapágina y cronometrar el tiempo que tarda en decirlos colores de todas las palabras en la lista de«Palabras de colores congruentes». Cuando hayaterminado, ha de volver la página y hacer la

prueba en la situación agotadora calculando cuántotarda en decir en voz alta los colores de todas laspalabras de la lista de «Palabras de coloresincongruentes».

¿Cuánto tarda el lector en realizar estas dostareas? Si es como la mayoría de nuestrosparticipantes, para leer la lista congruente(condición no agotadora) seguramente harán falta

unos sesenta segundos, pero leer la listaincongruente (condición agotadora) será másdifícil y probablemente requerirá una cantidad detiempo tres o cuatro veces mayor.

Un tanto irónicamente, la dificultad paranombrar los colores de la lista discordante derivade nuestra habilidad lectora. Para los lectoresexperimentados, el significado de las palabras queleemos nos viene a la cabeza enseguida, lo queproduce una reacción casi automática para decir lapalabra correspondiente más que el color de latinta. Vemos la palabra «rojo» escrita en colorverde, ¡y queremos decir «rojo»! Pero no es estolo que debemos hacer en esta tarea, así que, no sincierto esfuerzo, suprimimos nuestra respuestainicial y nombramos el color de la tinta. Tambiénquizás hayamos notado que, mientras estamosatareados, experimentamos una especie deagotamiento mental resultante de la repetidasupresión de las respuestas automáticas rápidas afavor de las respuestas más controladas ylaboriosas (y correctas).

Tras completar la tarea de Stroop fácil o ladifícil, cada participante tenía la oportunidad dehacer un ejercicio de opción múltiple sobre lahistoria de la Universidad Estatal de Florida. Laprueba incluía preguntas como «¿Cuándo se fundóla universidad?» o «¿Cuántas veces jugó el equipode fútbol el campeonato nacional entre 1993 y2001?». En total eran 50 preguntas, cada una concuatro respuestas posibles, y a los participantes seles pagaba conforme a su desempeño. También seles decía que, tan pronto hubieran respondido atodas las preguntas, recibirían una hoja concasillas a la que transferir las respuestas; luegodebían reciclar la hoja inicial, y para cobrarpresentar la de las casillas.

Imaginemos a un estudiante en la situacióncon la oportunidad de engañar. Acaba decompletar la tarea de Stroop (sea la versiónagotadora o la no agotadora). Ha dedicado losúltimos minutos a contestar a las preguntas de la

prueba, cuyo tiempo ha concluido. Se acerca alexperimentador para coger la hoja con casillas a laque trasladar debidamente las respuestas.

«Lo siento», dice la experimentadorafrunciendo la boca en señal de fastidio, «casi seme han acabado las hojas con casillas. Sólo tengouna sin marcar, y otra con las respuestaspreviamente marcadas». Le dice que ha hecho todolo posible para borrar las marcas en la hoja usada,pero las respuestas son todavía visibles. Irritadaconsigo misma, admite que después esperabaadministrar otro test. Entonces dice al estudiante losiguiente: «Como eres el primero de los dosúltimos participantes del día, puedes escoger elimpreso que prefieras: el limpio o el de restos demarcas».

Desde luego el estudiante repara en que lahoja previamente marcada le dará cierta ventaja sidecide hacer trampas. ¿Coge ésta? Quizá lo hagapor altruismo, para ayudar a la experimentadora yque ésta deje de preocuparse del asunto. Puedeque prefiera la marcada para engañar. O acaso

piense que escoger la marcada le induciría a hacertrampas, de modo que la rechaza porque quiere seruna persona honesta, íntegra y moral. Al margen decuál escoja, transfiere las respuestas, tritura lahoja original y devuelve la de las casillas a laexperimentadora, que le paga según lo establecido.

Los participantes agotados, ¿solían alejarsede la situación tentadora o gravitaban hacia ella?Pues resulta que eran más susceptibles que los noagotados de elegir la hoja que les inducía a hacertrampas. Como consecuencia de su agotamiento,sufrían un revés doble: cogían la hoja marcada conmás frecuencia y (como vimos en el experimentoanterior) también engañaban más cuando el engañoera posible. Al analizar estas dos maneras deengañar combinadas, vimos que a los participantesagotados les pagábamos un 197 por ciento más quea los no agotados.

Agotamiento en la vida cotidiana

Imaginemos que estamos siguiendo una dieta deproteínas y verduras y al final del día vamos alsupermercado. Entramos vagamente hambrientos ydetectamos el olor a pan caliente procedente delhorno. Vemos piñas frescas en oferta; nosencantan, pero las tenemos prohibidas. Empujamosel carrito hasta el mostrador de la carne paracomprar algo de pollo. Los pasteles de cangrejotienen buena pinta, pero llevan demasiadoshidratos de carbono, así que también pasamos delargo. Cogemos lechuga y tomates para unaensalada, y nos esforzamos por no ceder ante lospicatostes con ajo y queso. Llegamos a la caja ypagamos. Nos sentimos bien con nosotros mismosy nuestra capacidad para resistir a las tentaciones.A continuación, ya fuera del establecimiento ycamino del coche, pasamos frente a un puestoescolar de pasteles, y una niña mona nos ofreceuna muestra de brownie gratis.

Ahora que sabemos lo que sabemos sobre elagotamiento, podemos pronosticar adónde puedenllevarnos nuestros pasados intentos heroicos de

resistir las tentaciones: seguramente cederemos yprobaremos un poco. Tras saborear el deliciosochocolate fundiéndose sobre nuestras ávidaspapilas gustativas, ya no podemos marcharnos.Nos morimos de ganas por comer más. Así quecompramos brownies para una familia de ocho yya nos hemos comido la mitad antes siquiera dellegar a casa.

Pensemos ahora en los centros comerciales.Necesitamos unos zapatos para caminar. Mientrasvamos de Neiman Marcus a Sears a través de unainmensa extensión de brillantes tentacionescomerciales, vemos montones de cosas quequeremos pero no necesitamos. Está el grill nuevopor el que hemos estado babeando, el abrigoimitación de piel para el próximo invierno o elcollar de oro para la fiesta a la que seguramenteiremos en Nochevieja. Cada artículo apetecibleque vemos en los escaparates y no compramos esun impulso reprimido, lo que irá minando nuestra

reserva de fuerza de voluntad —y por ello serámucho más probable que al final del día caigamosen la tentación.

Propensos como somos a caer en lastentaciones, todos pasamos por eso mismo.Cuando a lo largo del día tomamos decisionescomplejas, la mayoría de las cuales son máscomplicadas y exigentes que la tarea de nombrarcolores de palabras disparejas, nos encontramosuna y otra vez en circunstancias que crean un tira yafloja entre el impulso y la razón. Y si se trata dedecisiones importantes (salud, matrimonio,etcétera), experimentamos un forcejeo aún másfuerte. Curiosamente, los intentos simples,cotidianos, para mantener controlados losimpulsos debilitan nuestra reserva de autocontrol,lo que nos vuelve más proclives a la tentación.

Ahora que sabemos más sobre los efectos delagotamiento, ¿cómo podemos afrontar mejor lasnumerosas tentaciones de la vida? He aquí un

enfoque propuesto por mi amigo Dan Silverman,economista de la Universidad de Michigan, que seencontraba a diario con una tentación grave.

Dan y yo fuimos colegas en el Instituto deEstudios Avanzados de Princeton, un sitioencantador para investigadores afortunados quepueden tomarse un año libre para hacer algo másque pensar, ir a pasear al bosque y comer bien.Cada día, tras pasar la mañana reflexionandosobre la vida, la ciencia, el arte y la razón de todo,tomábamos un almuerzo delicioso, por ejemplo,pechuga de pato con polenta y sombreretes desetas glaseados. Y el almuerzo incluía unmagnífico postre: helado, crème brûlée, pastel dequeso de Nueva York, pastel triple de chocolaterelleno de crema de frambuesa. Una tortura, sobretodo para Dan, que era muy goloso. Pese a ser uneconomista inteligente y racional y tenerproblemas de colesterol, Dan pedía postre, aunquetambién sabía que comerlo a diario no eraaconsejable.

Dan pensó en su problema durante un tiempoy llegó a la conclusión de que, cuando se enfrentaa una tentación, una persona racional a veces debeclaudicar. ¿Por qué? Porque al hacerlo, esapersona consigue no agotarse, manteniéndosefuerte para cualquier otra tentación que puedadepararle el futuro. Así pues, Dan, que era muycuidadoso y se preocupaba mucho por lastentaciones futuras, siempre seguía la máxima delcarpe diem en lo referente al postre diario. Y enefecto, junto a Emre Ozdenoren y Steve Salant,escribió un artículo académico en que justificabaeste planteamiento.

Hablando más en serio, estos experimentos con elagotamiento sugieren que, en general, nos iría biendarnos cuenta de que todo el día recibimoscontinuas tentaciones y que nuestra capacidad paraluchar contra las mismas se debilita con el tiempoy la resistencia acumulada. Si nos tomamos enserio lo de adelgazar, hemos de librarnos de la

tentación eliminando de los estantes y la neveratodos los alimentos azucarados, salados, grasos yprocesados y acostumbrarnos al sabor de losproductos frescos. Hemos de hacer esto no sóloporque sabemos que el pollo frito y los pastelesnos perjudican, sino también porque sabemos queexponernos a tales tentaciones a lo largo del día (ycada vez que abrimos un aparador o la nevera) nonos ayuda a combatirlas.

Comprender el agotamiento también significaque hemos de afrontar (en la medida que podamos)las situaciones que requieren autocontrol —unatarea especialmente aburrida, por ejemplo— aprimera hora del día, antes de estar demasiadoagotados. Esto, desde luego, no es un consejo fácilde seguir porque las fuerzas comerciales a nuestroalrededor (mostradores, compras por internet,Facebook, YouTube, juegos de ordenador online,etcétera) crecen gracias a la tentación y elagotamiento, razón de su éxito.

De acuerdo, no podemos evitar la exposicióna todas las amenazas al autocontrol. Entonces,¿tenemos alguna esperanza? He aquí unasugerencia: en cuanto comprendamos que es muydifícil dar media vuelta al vernos ante unatentación, una estrategia mejor es alejarnos de laatracción del deseo antes de estar tan cerca quecaigamos seguro en sus garras. Quizá no sea fácilaceptar este consejo, pero lo cierto es que esmucho más fácil evitar del todo la tentación quesuperarla cuando ya está en la encimera de lacocina. Y si no somos capaces de hacerlo, siemprepodemos valernos de la capacidad para combatirlas tentaciones —quizá contar hasta cien, cantaruna canción o elaborar un plan de acción yatenernos al mismo—. Cualquier cosa de éstaspuede ayudarnos a crear un arsenal de trucos quenos permita superar las tentaciones y estar asímejor preparados para enfrentarnos a ellas en elfuturo.

Por último, quiero señalar que en ocasiones elagotamiento puede ser beneficioso. Alguna queotra vez, acaso tengamos la sensación de estardemasiado controlados, de lidiar con excesivasrestricciones y de no ser lo bastante libres paraseguir nuestros impulsos. Quizás a vecessimplemente necesitamos dejar de ser adultosresponsables y liberarnos un poco. Pues he aquí unconsejo: la próxima vez que queramos realmentesoltarnos la melena y ser condescendientes connuestro yo primitivo, intentemos agotarnos primeroescribiendo una larga redacción autobiográfica sinemplear las letras «a» y «n». Y vayamos luego aun centro comercial, probémonos varias cosaspero sin comprar ninguna. Después, con todo esteagotamiento encima, coloquémonos en la situacióntentadora que escojamos y dejemos que nosembista. En todo caso, no es conveniente usar eltruco muy a menudo.

Y si necesitamos de veras una excusa que suenemás oficial para ceder ante la tentación de vez encuando, podemos valernos de la teoría de DanSilvermann sobre la autoindulgencia racionalcomo licencia primordial.

CAPÍTULO 5

Por qué engañamos más si llevamosfalsificaciones

Voy a contarles la historia de mi debut en el mundode la moda. Cuando Jennifer Wideman Green(amiga mía de la facultad) fue a vivir a NuevaYork, conoció a varias personas de la industria dela alta costura. Gracias a ella conocí a FreedaFawal-Farah, que trabajaba para Harper’s Bazaar,patrón oro de la moda. Unos meses después,Freeda me invitó a dar una charla en la revista, ycomo para mí era una gente atípica, acepté.

Antes de empezar la charla, Freeda me diouna clase particular sobre moda mientrastomábamos un café con leche en una galería que

daba a la escalera mecánica de un gran edificiodel centro de Manhattan. Freeda me puso alcorriente de los atuendos de todas las mujeres quepasaban, incluyendo las marcas y lo que la ropa ylos zapatos revelaban sobre el estilo de vida de suportadora. Su atención al menor detalle —dehecho, todo su análisis— me pareció fascinante,algo parecido, imagino, al modo en que losobservadores de aves son capaces de distinguirdiferencias mínimas entre las especies.

Unos treinta minutos después, me vi frente aun auditorio lleno de expertas en moda. Era unplacer tremendo estar rodeado de tantas mujeresatractivas y bien vestidas. Cada una era como unaexposición de un museo: las joyas, el maquillaje y,por supuesto, los deslumbrantes zapatos. Gracias ala clase particular de Freeda, cuando miraba a lasfilas era capaz de identificar algunas de lasmarcas. Podía incluso distinguir lo que inspirabacada conjunto.

No estaba seguro de por qué aquellasconsumidoras de ropa de alta costura me queríanallí o qué esperaban oír de mí. Con todo, parecíahaber buena sintonía. Hablé de cómo tomamosdecisiones, de cómo comparamos precios alintentar determinar el valor de algo, de cómo noscomparamos con los demás, etcétera. Se rieroncuando yo suponía que lo harían, formularonpreguntas serias y propusieron montones de ideasinteresantes. Cuando concluí la charla, ValerieSalembier, editora de Harper’s Bazaar, subió alestrado, me abrazó y me dio las gracias —y meregaló un elegante bolso de noche negro de Prada.

Tras despedirnos, abandoné el edificio con minuevo bolso de Prada y me dirigí al centro, a misiguiente reunión. Me sobraba tiempo, así quedecidí dar un paseo. Mientras deambulaba por ahí,no podía menos que pensar en mi gran bolso negrode Prada con su gran logotipo a la vista. Debatíconmigo mismo: ¿Debía llevar el bolso con el

logotipo hacia fuera? Así, la gente podría verlo yadmirarlo (o acaso sólo preguntarse cómo alguienque luce vaqueros y zapatillas rojas se había hechocon él). ¿O debía llevarlo con el logotipo haciamí, para que nadie viese que se trataba de unPrada? Me decidí por la segunda opción y le di lavuelta.

Aunque estaba bastante seguro de que con ellogotipo oculto nadie se daría cuenta de que era unbolso de Prada, y pese al hecho de que no meconsidero una persona interesada por la moda, mesentía diferente. Era todo el rato consciente de lamarca. ¡Estaba llevando Prada! Y por eso menotaba distinto; caminaba un poco más erguido ycon algo más de pavoneo. Me pregunté qué pasaríasi llevara ropa interior Ferrari. ¿Me sentiría másvigorizado? ¿Más seguro de mí mismo? ¿Más ágil?¿Más rápido?

Seguí caminando y crucé Chinatown,efervescente, llena de comida, olores yvendedores callejeros que ofrecían sus mercancíasa lo largo de Canal Street. No lejos de allí, divisé

a una joven y atractiva pareja de veintitantoscaptando la escena. Se les acercó un chino.«¡Bolsos, bolsos!», gritaba, ladeando la cabezapara indicar la dirección de su pequeña tienda. Alprincipio los otros no reaccionaron. Al cabo deunos instantes, la mujer preguntó al chino: «¿TienePrada?».

El vendedor asintió. Observé a la chicaconsultar con su pareja. Él le sonrió, y ambossiguieron al hombre hasta su puesto.

El Prada al que se referían no era realmentePrada, naturalmente. Tampoco las gafas «dediseño» de cinco dólares eran Dolce & Gabana.¿Y los perfumes de Armani en los puestos decomida? También falsos.*

Del armiño a Armani

Paremos un momento y pensemos en la historia delvestuario, concretamente en algo que loscientíficos sociales denominan «señalización

externa»: simplemente el modo en quetransmitimos a los demás lo que somos mediantelo que llevamos puesto. Remontándonos a épocaspasadas, el antiguo derecho romano incluía unaserie de regulaciones llamadas «leyes suntuarias»,que se han filtrado, a lo largo de los siglos, en lasleyes de casi todos los países europeos. Entreotras cosas, las normas establecían quién podíallevar qué, de acuerdo con la clase y la posiciónsocial. Y alcanzaban un grado de detalleextraordinario. Por ejemplo, en la Inglaterrarenacentista, sólo la nobleza podía lucir ciertasclases de piel, tela, encaje, adornos de cuentas porpie cuadrado, etcétera, mientras que la burguesíaestaba autorizada a llevar ropa sin duda menosatractiva. (Por lo general, los más pobresquedaban excluidos de la ley, por lo que no teníamucho sentido regular las camisas de arpillera,lana o estopa.)

En algunos grupos había una diferenciaciónadicional para evitar la confusión de susintegrantes con las personas «respetables». Por

ejemplo, las prostitutas tenían que llevar capuchasa rayas que indicaban su «impureza», y a veces losherejes se veían obligados a ponerse remiendosdecorados con haces de leña para señalar quepodían o debían ser quemados en la hoguera. Encierto sentido, una prostituta sin su obligatoriacapucha rayada iba disfrazada, como alguien queluce unas gafas de sol Gucci falsas. Una capuchalisa mandaría una señal falsa del modus vivendi yel estatus económico de la mujer. Las personas que«se vestían por encima de su clase social» estabancallada pero directamente mintiendo a los de sualrededor. Aunque vestirse por encima de lacondición social no era delito capital, quienesinfringían la ley solían recibir multas y otroscastigos.

Lo que acaso parezca un grado absurdo deobsesión por parte de la flor y nata era en realidadun esfuerzo por garantizar que las personas fueranlo que indicaban ser; el sistema estaba concebidopara eliminar el desorden y la confusión. (Teníasin duda algunas ventajas, aunque no estoy

sugiriendo que volvamos a él.) Aunque nuestroactual sistema sartorial no es tan rígido como en elpasado, el deseo de señalar el éxito y laindividualidad es más fuerte que nunca. En laactualidad, los privilegiados que van a la modalucen Armani en vez de armiño. E igual que, comosabía Freeda, los zapatos de plataforma Via Spigano eran para todo el mundo, las señales quetransmitimos son innegablemente informativas paralos demás.

Ahora bien, cabe pensar que las personas quecompran imitaciones no perjudican realmente alfabricante de moda, pues de entrada la mayoría deellas jamás se comprarían la cosa auténtica. Peroahí es donde interviene el efecto de la señalizaciónexterna. Al fin y al cabo, si un montón de personasse compran una bufanda Burberry a 10 dólares,otras —las pocas que puedan permitirse la deverdad y quieran comprársela— quizá no esténdispuestas a pagar veinte veces más por la

auténtica. Si éste es el caso cuando vemos a unapersona luciendo un bolso Louis Vuitton con elestampado LV, inmediatamente sospecharemos quees una falsificación; entonces, ¿qué valorseñalizador tiene la compra de la versiónauténtica? Este enfoque da a entender que quienescompran imitaciones diluyen la potencia de laseñalización externa y debilitan la autenticidad delproducto real (y de su portador). Se trata de una delas razones por las que los minoristas de la moda ylos diseñadores y consumidores se preocupantanto por las falsificaciones.

Cuando pensaba en mi experiencia con el bolso dePrada, dudaba sobre si había, más allá de laseñalización externa, otras fuerzas psicológicasrelacionadas con las imitaciones. Ahí estaba yo, enChinatown, con mi bolso de Prada auténtico,viendo a la mujer salir de la tienda con uno falso.Pese al hecho de que yo no había escogido nipagado el mío, sentí que había una diferencia

considerable entre el modo en que yo merelacionaba con mi bolso y el modo en que ella serelacionaba con el suyo.

En un sentido más general, empecé apreguntarme sobre la relación entre lo quellevamos y cómo nos comportamos, y a pensar enun concepto que los científicos sociales denominan«autoseñalización», cuya idea básica subyacentees que, pese a lo que solemos pensar, no tenemosuna noción muy clara de quiénes somos. Por locomún creemos tener una visión privilegiada denuestra personalidad y nuestras preferencias,aunque en realidad no nos conocemos muy bien(desde luego no tan bien como imaginamos). Envez de ello, nos observamos igual que observamosy juzgamos las acciones de otras personas —deduciendo de nuestras acciones quiénes somos ylo que nos gusta.

Por ejemplo, supongamos que vemos a unmendigo por la calle. En lugar de ignorarlo o darledinero, decidimos comprarle un bocadillo. Laacción en sí misma no define quiénes somos, la

moralidad o el carácter, pero interpretamos elhecho como prueba de nuestra personalidadgenerosa y compasiva. Ahora, provistos de estainformación «nueva», empezamos a creer másintensamente en nuestra benevolencia. Asífunciona la autoseñalización.

Podríamos aplicar el mismo principio a loscomplementos del vestuario. Si llevamos un bolsode Prada auténtico —aunque nadie más sepa quelo es—, quizá pensemos y actuemos de una formaalgo distinta de la que se daría en el caso de llevaruno falsificado. De ahí surgen varias cuestiones:¿llevar productos de imitación nos hace sentirmenos legítimos? ¿Es posible que lucircomplementos falsos nos afecte de una manerainesperada y negativa?

Llamando a todos los Chloés

Decidí llamar a Freeda y hablarle de mi recienteinterés por la moda de alta costura. (Creo que ellaestaba más sorprendida que yo.) Durante laconversación, prometió convencer a un diseñadorde moda para que me prestase algunos artículosque yo pudiera utilizar en mis experimentos. Unassemanas después, recibí un paquete de Chloé conveinte bolsos y veinte gafas de sol. El papeladjunto decía que los bolsos valían unos 40.000dólares, y las gafas* unos 7.000.

Con estos productos frescos en mano, FrancesGino, Mike Norton (profesor de la Universidad deHarvard) y yo nos dispusimos a analizar si losparticipantes que llevaban productos falsificadosse sentirían y actuarían de manera distinta respectoa los que llevaban cosas auténticas. Si nuestrosparticipantes creían que llevar imitacionestransmitía (incluso a sí mismos) una imagen menoshonrosa, la duda era si comenzarían a considerarsealgo menos honestos. Y con este conceptocontaminado en mente, ¿sería más probable quecontinuaran por el camino de la deshonestidad?

Valiéndonos del señuelo de los complementosde Chloé, reclutamos para el experimento a variasestudiantes de empresariales. (Lo hicimos conmujeres no porque pensáramos que eran diferentesde los hombres en un sentido moral —de hecho, enlos experimentos anteriores no hallamos ningunadiferencia relacionada con el sexo—, sino porquelos complementos recibidos estaban sin dudapensados para ellas.) No sabíamos si usar lasgafas o los bolsos en los primeros experimentos,pero cuando caímos en la cuenta de que habríasido algo más difícil explicar por qué queríamosque los participantes pasearan alrededor deledificio con el bolso, nos decidimos por las gafas.

Al principio del experimento, asignamos a cadamujer a una de tres situaciones: auténtica, falsa osin información. En la auténtica, les decíamos quese pondrían gafas auténticas Chloé de diseño. Enla falsa, lucirían gafas de imitación que parecíanidénticas a las de Chloé (de hecho, todos los

productos que usábamos eran McCoy auténticos).Por último, en la condición sin información, nodecíamos nada sobre la autenticidad de las gafas.

En cuanto las mujeres se ponían las gafas desol, las llevábamos al vestíbulo, donde lespedíamos que mirasen diferentes carteles y por lasventanas para después evaluar la calidad y laexperiencia de ver con las gafas. Poco después,las llevábamos a otra sala para realizar otra tarea.¿Cuál? Lo han adivinado. Mientras llevaban aúnpuestas la gafas, les presentamos a un viejo amigo:la tarea de las matrices.

Ahora imaginémonos como participantes eneste estudio. En cuanto aparecemos en ellaboratorio, nos asignan al azar a la situaciónfalsa. El experimentador nos informa de quenuestras gafas son de imitación y nos dice que lasprobemos a ver qué tal. Nos dan un estuche deaspecto auténtico (¡el logotipo es perfecto!),sacamos las gafas, las examinamos y nos lasponemos. Después echamos a andar por elvestíbulo, observando distintos carteles y mirando

por las ventanas. Pero mientras hacemos esto, ¿quénos pasa por la cabeza? ¿Comparamos las gafascon las otras del coche que rompimos el otro día?Quizá pensemos «sí, son convincentes, nadie diríaque son falsificadas». Acaso nos parezca quepesan demasiado o que el plástico es barato. Y sipensamos en la falsedad de lo que estamosllevando, ¿hará esto que engañemos más en latarea de las matrices? ¿Menos? ¿Igual?

Descubrimos lo siguiente. Como decostumbre, muchas personas engañaban en unascuantas cuestiones. Pero mientras «sólo» el 30 porciento de las participantes en la situación auténticadecían haber resuelto más matrices de la cuenta,hacían lo propio el 74 por ciento de las de lasituación falsa.

Estos resultados dieron pie a otra cuestióninteresante. La presunta falsedad del producto,¿hizo que las mujeres engañasen más de lo quehabría sido natural? ¿O la genuina etiqueta Chloélas impulsó a comportarse mejor de lo que cabía

esperar? En otras palabras, ¿qué tenía más fuerza,la autoseñalización negativa de la situación falsa ola positiva de la auténtica?

Por eso había también una situación sininformación (control), en la que no se mencionabanada sobre si las gafas de sol eran auténticas ofalsas. ¿Cómo nos ayudaría esta condición?Pongamos que las mujeres con las gafas deimitación engañaban al mismo nivel que las de lasituación sin información. En este caso,llegaríamos a la conclusión de que la etiquetafalsificada no volvía a las mujeres másdeshonestas de lo normal y que la marca auténticadaba lugar a más honestidad. Por otro lado, siviéramos que las mujeres con las gafas Chloéauténticas hacían trampas al mismo nivel que lasde la situación sin información (y mucho menosque las de la situación con etiqueta falsa),concluiríamos que la marca auténtica no volvía alas mujeres más honestas de lo normal y que lafalsificada las empujaba a comportarse menoshonestamente.

Como recordará el lector, el 30 por ciento delas mujeres de la situación auténtica y el 74 porciento de la de etiqueta falsa informaron de másmatrices de la cuenta resueltas correctamente. ¿Yen la situación sin información? En este caso,hacían trampas el 42 por ciento. Dicha situaciónestaba entre las otras dos, pero mucho más cercade la auténtica (de hecho, las dos situaciones nodiferían entre sí desde el punto de vistaestadístico). Estos resultados dan a entender quellevar un producto verdadero no incrementa lahonestidad (o cuando menos no mucho). Sinembargo, en cuanto nos ponemos a sabiendas unartículo falsificado, las limitaciones morales serelajan hasta cierto punto, con lo que nos resultamás fácil dar más pasos por el camino de ladeshonestidad.

¿La moraleja de la historia? Si usted, unamigo suyo o una pareja lleva productosfalsificados, ¡cuidado! Otra acción deshonestapuede estar más cerca de lo que imaginamos.

El efecto «qué demonios»

Parémonos un momento a pensar de nuevo sobrequé pasa al seguir una dieta. Cuando empezamos,procuramos por todos los medios ceñirnos a lasdifíciles reglas: para desayunar, medio pomelo,una tostada de pan de siete cereales y un huevoescalfado; para almorzar, lonchas de pavo enensalada con aliño de cero calorías; para cenar,pescado al horno con brécol al vapor. Como vimosen el capítulo anterior, «Por qué lo echamos aperder cuando estamos cansados», ahora pasamoshambre de manera honorable y previsible. Depronto, alguien nos pone delante un trozo de pastel.En cuanto caemos en la tentación y damos elprimer mordisco, la perspectiva cambia. «Bah,qué demonios,» nos decimos, «ya he interrumpidola dieta, entonces ya me como el pedazo entero…y también esta apetitosa hamburguesa con queso,perfectamente asada, con la guarnición completaque he estado ansiando durante toda la semana.Volveré a empezar mañana, o quizá el lunes. Y esta

vez sí lo haré en serio.» En otras palabras, trashaber empañado nuestro concepto de dieta,decidimos romperlo del todo y sacar el máximopartido de la autoimagen sin dietas (no tenemos encuenta, desde luego, que puede suceder lo mismomañana, pasado mañana, etcétera).

Para analizar esta debilidad con mayordetalle, Francesca, Mike y yo quisimos ver sifracasar en una cosa pequeña (como comer unapatata frita cuando se supone que estamos a dieta)puede hacer que abandonemos del todo elesfuerzo.

Imaginemos que esta vez lucimos unas gafasde sol, sean Chloé auténticas, falsas o sinautenticidad especificada. A continuación, nossentamos frente a una pantalla de ordenador dondenos presentan un cuadrado dividido en dostriángulos y una línea diagonal. Empieza el ensayo,y por espacio de un segundo destellan veintepuntos esparcidos al azar dentro del cuadrado(véase el diagrama de abajo). De prontodesaparecen los puntos y queda un cuadrado vacío,

la diagonal y dos botones de respuesta, uno con laexpresión «más en la derecha» y otro con «más enla izquierda». Mediante estos dos botones se tratade indicar si hay más puntos a la derecha o a laizquierda de la diagonal. Lo hacemos cien veces.En unas ocasiones hay claramente más puntos en laderecha; en otras están concentrados sin lugar adudas en la izquierda; y aún otras en que no estáclaro. Como cabe imaginar, nos acostumbramos ala aburrida tarea, y al cabo de cien respuestas elexperimentador sabe el grado de precisión con elque hacemos esta clase de evaluaciones.

A continuación, el ordenador nos pide repetirla tarea otras doscientas veces, pero ahoracobraremos con arreglo a las decisiones. He aquíel detalle clave: con independencia de si lasrespuestas son acertadas o no, cada vez queseleccionamos el botón de la izquierda, recibimosmedio centavo, y si seleccionamos el de laderecha recibimos cinco (diez veces más).

Con esta estructura de alicientes, de vez encuando nos encontramos frente a un conflicto deintereses básico. Si vemos más puntos en laderecha, no hay ningún problema ético, pues larespuesta honesta (más en la derecha) es la mismaque nos permite ganar más dinero. Pero cuandovemos más puntos en la izquierda, hemos dedecidir si damos la respuesta acertada (más en laizquierda), de acuerdo con las instrucciones, omaximizamos los beneficios pulsando el botón«más en la derecha». Al crear este sistema de pagodesigual, damos a los participantes un incentivopara ver la realidad de una manera algo distinta yengañar pulsando en exceso el botón «más en laderecha». En otras palabras, quizá se enfrenten aun conflicto entre dar una respuesta acertada ymaximizar el beneficio. Engañar o no engañar, éstaes la cuestión. Y no lo olvidemos: hacemos estollevando puestas las gafas.

Resultó que la tarea de los puntos revelabalos mismos resultados generales que la de lasmatrices: hacían trampas montones de personas,

pero sólo un poco. Curiosamente tambiénobservamos que el grado de engaño eraespecialmente elevado entre quienes llevaban lasgafas de imitación. Es más, los portadores defalsificaciones engañaban más siempre: cuandoera difícil saber qué lado tenía más puntos, eincluso cuando estaba claro que la respuestacorrecta era «más en la izquierda» (el lado con elpremio económico inferior).

Se trataba de resultados globales, pero deentrada la razón por la que creamos la tarea de lospuntos era observar la evolución temporal delengaño en situaciones en las que las personastienen muchas oportunidades de actuardeshonestamente. Nos interesaba ver si losparticipantes comenzaron el experimentoengañando sólo de vez en cuando, intentandomantener la creencia de que eran honestos perobeneficiándose a la vez de ciertas trampasocasionales. Sospechábamos que esta clase deengaño ponderado podía durar un tiempo pero queen algún momento los participantes alcanzarían su

«umbral de honestidad». Y en cuanto hubieransuperado ese punto, empezarían a pensar de otromodo: «Qué demonios, ya que soy un tramposo,por qué no sacarle el máximo provecho». Y en losucesivo, engañarían mucho más a menudo —oincluso a la menor oportunidad que se lespresentara.

Lo primero que revelaban los resultados eraque aumentaba la cantidad de engaño a medida queavanzaba el experimento. Y, confirmando nuestrasintuiciones, observamos también que, para muchaspersonas, se producía una transición muy bruscacuando, en cierto momento del ensayo, de repentepasaban de engañar un poco a engañar a la menorocasión. Este patrón general de conducta es lo quecabría esperar del efecto «qué demonios», y semanifestaba tanto en la situación auténtica como enla falsa. Sin embargo, los portadores de las gafasde imitación mostraban una tendencia mayor aabandonar sus limitaciones morales y engañar atoda máquina.*

Con respecto al efecto «qué demonios»,vimos que, cuando se trata de engañar, noscomportamos prácticamente igual que cuandoseguimos una dieta. Tan pronto empezamos aincumplir nuestras pautas (por ejemplo, haciendotrampas en la dieta o por alicientes económicos),somos más susceptibles de renunciar a nuevosintentos de control de la conducta —y en adelantehay grandes posibilidades de sucumbir a latentación de volver a portarse mal.

Así pues, parece que el hábito sí hace al monje (ola monja), y que llevar imitaciones tiene un efectoen las decisiones éticas. Como ocurre con muchoshallazgos en investigaciones de las cienciassociales, esta información se puede usar para bieno para mal. En el lado negativo, cabe imaginar quelas organizaciones se basan en este principio pararelajar la moralidad de sus empleados de tal modoque les resulte más fácil engañar a clientes,proveedores, inspectores y competidores y,

gracias a ello, aumentar las ganancias de laempresa a costa de otros. En el lado positivo,conocer cómo funcionan estas pendientesresbaladizas quizá nos impulse a prestar másatención a los primeros casos de transgresión yfrenar antes de que sea demasiado tarde.

Tramando algo

Una vez terminados estos experimentos,Francesca, Mike y yo teníamos pruebas de quellevar falsificaciones influye en el modo de vernosa nosotros mismos, y que en cuanto nos parece quesomos unos tramposos, empezamos a portarnos demanera más deshonesta. Esto daba pie a otracuestión: si llevar cosas de imitación cambia elmodo de evaluar nuestra propia conducta, ¿hacetambién que desconfiemos más de los otros?

Para averiguarlo, pedimos a otro grupo departicipantes que se pusieran unas gafas Chloéauténticas o falsas —según les dijéramos nosotros.

También aquí caminaban diligentemente por elvestíbulo examinando diferentes carteles y vistasdesde las ventanas. Sin embargo, cuando leshicimos volver al laboratorio no les dijimos quehicieran la tarea de las matrices ni la de lospuntos, sino que cumplimentaran con las gafaspuestas un largo formulario en el que se les hacíanun montón de preguntas irrelevantes (de relleno)cuya función era ocultar la verdadera finalidad delestudio. Entre las preguntas de relleno, se incluíantres series concebidas para medir cómo losparticipantes interpretaban y evaluaban lamoralidad de los demás.

Las preguntas de la serie A pedían a losencuestados que calculasen la probabilidad de quelas personas conocidas exhibieran diversasconductas éticamente discutibles. En la serie B sepreguntaba sobre la probabilidad de que cuando lagente dijera ciertas frases estuviera mintiendo. Porúltimo, la serie C mostraba a los participantes dosescenarios que describían a alguien con laoportunidad de comportarse deshonestamente, y se

preguntaba sobre la probabilidad de que dichapersona aprovechase la ocasión para engañar. Heaquí las preguntas de las tres series:

Serie A. Entre las personas conocidas, ¿cuál es laprobabilidad de que exhiban las siguientesconductas?

• Ponerse en la cola rápida con demasiadosartículos.

• Intentar subir a bordo de un avión antes de quese anuncie el número de su grupo.

• Hinchar el informe de gastos para la empresa.• Decir al supervisor que ha hecho progresos en

su proyecto cuando no es cierto.• Llevarse a casa material de oficina del trabajo.• Mentir a una compañía de seguros sobre el

valor de bienes dañados.• Comprar una prenda de vestir, utilizarla y

devolverla.• Mentir al cónyuge sobre el número de parejas

sexuales que ha tenido.

Serie B. Si se pronuncian las siguientes frases,¿qué probabilidad hay de que sean mentira?

• Siento haber llegado tarde; hay un tráficotremendo.

• Mi promedio de notas es sobresaliente.• Encantado de conocerte. Podríamos comer

juntos un día.• Desde luego, me pondré a ello esta noche.• Sí, John estuvo conmigo anoche.• Creía que ya había mandado ese e-mail. Seguro

que lo hice.

Serie C. ¿Cuál es la probabilidad de que estosindividuos realicen la acción descrita?

• Steve es director de operaciones de unaempresa fabricante de pesticidas yfertilizantes para césped y jardines. Dentro deun año, cierta sustancia tóxica va a serprohibida, por lo que ahora es baratísima. SiSteve compra esta sustancia y fabrica ydistribuye su producto lo bastante deprisa,sacará un pingüe beneficio. Por favor, evalúa

la probabilidad de que Steve venda elproducto mientras la sustancia química seatodavía legal.

• Dale es el director de operaciones de unaempresa que produce alimentos naturales.Una de sus bebidas de frutas orgánicas tiene109 calorías por porción. Dale sabe que laspersonas son muy reacias a la idea de cruzarel umbral crítico de 100 calorías. Podríareducir el tamaño de la porción en un 10 porciento. Entonces en la etiqueta pondría quecada una tiene 98 calorías, y la letra pequeñadiría que cada botella contiene 2,2 porciones.Por favor, evalúa la probabilidad de queDale recorte el tamaño de la porción para nocruzar el umbral de 100 calorías.

¿Cuáles fueron los resultados? Lo hanadivinado. Cuando reflexionaban sobre laconducta de personas conocidas (serie A), losparticipantes de la situación falsa consideraban —a diferencia de los de la situación auténtica— que

aquéllas tenían más probabilidades decomportarse deshonestamente. Tambiéninterpretaban que las excusas habituales de la lista(serie B) seguramente eran mentiras, y opinabanque el actor de los dos escenarios (serie C) eramás susceptible de escoger la opción más turbia.Al final, llegamos a la conclusión de que losproductos falsificados no sólo tienden a volvernosmás deshonestos; también propician queconsideremos poco honestos a los demás.

Actúa «como si»

Así pues, ¿qué podemos hacer con estosresultados?

Pensemos primero en las empresas de altacostura, que llevan años furiosas con lasfalsificaciones. Quizá sea difícil compadecerse deellas; cabe imaginar que fuera de su círculoinmediato, a nadie le importan realmente lastribulaciones de los diseñadores de alta categoría

que ofrecen sus servicios a los ricos. Si estamostentados de comprarnos un bolso de Prada deimitación, quizá nos digamos: «Bueno, losproductos de diseño son demasiado caros, y esridículo pagar por lo auténtico». O bien: «En todocaso, ni se me pasaría por la cabeza comprar elproducto auténtico, así que en realidad eldiseñador no pierde ningún dinero». O tal vez:«Estas empresas de moda ganan tanto dinero queel hecho de que algunas personas comprenproductos de imitación no tiene importanciaalguna». Al margen de las racionalizaciones que senos ocurran —y somos muy hábiles a la hora deracionalizar nuestras acciones para queconcuerden con nuestros motivos egoístas—,pocos sienten una gran preocupación personal porla inquietud que cunde entre las firmas de altacostura.

Sin embargo, los resultados ponen demanifiesto que aquí hay otra historia másinsidiosa. Las empresas de moda de alta costurano son las únicas que pagan el precio de las

falsificaciones. Gracias a la autoseñalización y alefecto «qué demonios», un solo acto deshonestopuede cambiar la conducta de una persona en losucesivo. Es más, si se trata de un acto deshonestoque lleva un recordatorio incorporado (pensemosen unas gafas falsas con un enorme logotipo«Gucci» grabado en el lado), la influenciadescendente puede ser duradera y considerable. Enúltima instancia, esto significa que todos pagamosel precio de las falsificaciones en términos dedivisa moral. «Falsificar» modifica la conducta, lapropia imagen, y el modo en que vemos a quienesnos rodean.*

Veamos, por ejemplo, el hecho de que en todoel mundo haya diplomas académicos colgando enmuchas suites de ejecutivos y decorando aún máscurrículums. Hace unos años, The Wall StreetJournal publicó un artículo sobre ejecutivos quefalsean su expediente académico, señalando amagnates como a Kenneth Keiser, a la sazónpresidente de consejo de PepsiAmericas, Inc.Aunque Keiser había ido a la Universidad Estatal

de Michigan, no llegó a licenciarse; aun así,durante mucho tiempo firmó documentos según loscuales tenía una licenciatura1 (es posible, noobstante, que fuera sólo un malentendido).

O pensemos en el caso de Marilee Jones,coautora de una popular guía titulada Less Stress,More Success: A New Approach to Guiding YourTeen Through College Admissions and Beyond, enla que, entre otras cosas, defendía la idea de «seruno mismo» para conseguir entrar en launiversidad y encontrar empleo.

Fue decana de admisiones del MIT y, a decir detodos, durante veinticinco años hizo muy bien sutrabajo. Había sólo un problema: para conseguirese cargo, había añadido varias titulacionesficticias al currículum. Fue pura y simplemente unaestafa. La ironía es que Jones, tras su caída endesgracia, pidió disculpas por no «haber tenido elvalor» de corregir en algún momento los «errores»de su currículum falso. Si una popularísima

defensora del «ser uno mismo» pierde su cargopor falsificar titulaciones, ¿adónde vamos allegar?

Si consideramos este tipo de engaños en elcontexto del efecto «qué demonios», puede ser queestas referencias académicas falsas empiecen amenudo de manera inocente, quizá conforme a laidea de «actúa ‘como si’», pero en cuanto unaacción así ha arraigado, puede dar origen a uncódigo moral más laxo y a una mayor tendencia aengañar en otras partes. Por ejemplo, si unejecutivo que ostenta una titulación falsa poneconstantes recordatorios de dicha falsedad en susmembretes, sus tarjetas de visita, su currículum ysu página web, es fácil suponer que prontoempezará a engañar en informes de gastos, horasfacturables o fondos corporativos. Al fin y al cabo,dado el efecto «qué demonios», es posible que unacto inicial de engaño incremente el nivel generalde deshonestidad autoseñalada del ejecutivo aménde su factor de tolerancia, lo que dará lugar a unfraude mayor.

En resumidas cuentas, no hemos de considerar queun acto individual de deshonestidad sea algonimio. Solemos perdonar a las personas suprimera infracción con la idea de que es sólo laprimera vez y todo el mundo se equivoca. Yaunque esto sea cierto, también debemos entenderque la primera acción deshonesta puede serespecialmente importante para determinar lamanera en que alguien evalúa su persona y suproceder a partir de ese momento, por lo cual elprimer acto deshonesto es el que debemos evitarcomo prioridad. Por eso es importante reducir elnúmero de acciones deshonestas singularesaparentemente inofensivas. Si lo hacemos, quizá lasociedad llegue a ser con el tiempo más honesta ymenos corrupta (sobre esto, véase capítulo 8, «Elengaño como infección»).

Para acabar, ningún análisis sobrefalsificaciones de diseño sería completo sinmencionar a sus primas, las descargasilegales. (Imaginemos experimentossimilares a los de las gafas falsas pero conmúsica o películas descargadas de formailegal.) Voy a contarles una historia sobreuna época en que aprendí algo interesanteacerca de las descargas ilegales. En estecaso concreto, yo fui la víctima. Al cabo deunos meses de haberse publicado Lastrampas del deseo, recibí el siguiente e-mail:

Estimado Sr. Ariely:

Esta mañana he escuchado la versióndescargada ilegalmente de su audiolibro, yquería decirle lo mucho que me hagustado.

Soy un hombre afroamericano de 30años de las zonas deprimidas de Chicago, ydurante los últimos cinco años me heganado la vida vendiendo CD y DVDilegales. Soy el único miembro de mifamilia que no está en la cárcel o es un sintecho. Como último superviviente de unafamilia que representa todo lo malo deAmérica y alguien que actualmente estáinfringiendo la ley, sé que pronto mereuniré con mi familia en prisión; es sólocuestión de tiempo.

Hace algún un tiempo tuve un empleode 9 a 5, y me entusiasmaba la idea deiniciar una vida respetable, pero pocodespués de empezar lo dejé y regresé a misactividades ilegales. Ello se debe a la penaque había sentido al abandonar losnegocios ilegales que había creado yconsolidado durante cinco años. Era algomío, y no encontraba ningún trabajo que

me proporcionase la misma sensación deposesión. Huelga decir que no era capaz derelacionarlo con sus investigaciones sobrela condición de propietario.

De todos modos, había algoigualmente importante a la hora deempujarme de nuevo al negocio ilegal alpor menor. En la tienda legal al por menordonde trabajaba, la gente solía hablar delealtad y de tratar bien a los clientes, perome parece que no entendían quésignificaba esto. En la industria ilegal, lalealtad y la atención son mucho mássólidas e intensas que cualquier otra cosaque me haya podido encontrar en la ventalegal. A lo largo de los años, he creado unared de unas 100 personas que me compranamablemente. Hemos llegado a ser amigosde verdad con conexiones de verdad ydesarrollado un nivel de gran atenciónrecíproca. Estas conexiones y amistades

con mis clientes me lo pusieron muy difícilcuando decidí abandonar el negocio y, depaso, su amistad.

Me alegro de haber escuchado sulibro.

Elijah

Tras recibir este e-mail de Elijah,busqué en internet y encontré unas cuantasversiones descargables gratis de miaudiolibro y unas cuantas copiasescaneadas de la versión impresa (que,debo admitirlo, eran de gran calidad eincluían la cubierta y la contracubierta, loscréditos y las referencias e incluso lasnotas de copyright, algo que valoré enespecial).

Al margen de dónde esté uno en elespectro ideológico respecto al principio«la información quiere ser libre», ver lapropia obra distribuida gratis y sinautorización convierte todo el asunto delas descargas ilegales en algo máspersonal, menos abstracto y más complejo.Por un lado, me alegra mucho que se leasobre mis investigaciones y se saqueprovecho de ellas. Cuantos más, mejor —después de todo, por eso escribo. Por otro,también entiendo la irritación de aquelloscuyo trabajo está siendo copiado y vendidoilegalmente. Menos mal que tengo unaocupación habitual, porque si la escriturafuese mi principal fuente de ingresos, lasdescargas ilegales no serían tanto unacuriosidad intelectual como un sapo difícilde tragar.

En cuanto a Elijah, creo que hicimosun intercambio justo. Sí, claro, el copióilegalmente mi audiolibro (y ganó algúndinero con ello), pero yo aprendí algointeresante sobre la lealtad y la atención alos clientes en la industria ilegal e inclusotuve una idea para posibles investigacionesfuturas.

Con todo esto presente, ¿cómo impedir que eldeterioro moral, el efecto «qué demonios» y elpotencial de una acción transgresora origineefectos negativos a largo plazo en la moralidad?Estemos en el mundo de la moda o en otrosámbitos de la vida, debe quedar claro que losactos inmorales en uno de ellos pueden afectar a lamoralidad en otros. En tal caso, hemos de fijarnosen señales tempranas de conductas deshonestas yhacer todo lo posible para reducirlas en sus fasesiniciales, antes de que florezcan del todo.

¿Y qué pasó con el bolso de Prada que inició todoel proyecto de investigación? Tomé la únicadecisión racional posible: se lo regalé a mi madre.

CAPÍTULO 6

Nos engañamos a nosotros mismos

Me imagino en una playa de arena fina. La mareaestá bajando, lo que me deja una ancha franja detierra húmeda para pasear. Me dirijo a un sitio alque voy de vez en cuando a mirar chicas. Vale, soyun batallador cangrejo azul; y en realidad voy apelear con otros cangrejos macho para ver quiénse granjea el favor de las hembras.

Ahí delante veo una hermosura con unaspinzas preciosas. Al mismo tiempo, noto que lacompetencia está acercándose por momentos. Séque la forma ideal de manejar la situación esahuyentando a los otros cangrejos. Así evito lapelea y cualquier posible daño o, peor aún, el

riesgo de perder la oportunidad de aparearme. Portanto, debo convencer a los otros de que soy másgrande y fuerte. Me acerco despacio alenfrentamiento sabiendo que he de hacer hincapiéen el tamaño. Sin embargo, si sólo finjo ser másgrande poniéndome de puntillas y moviendo laspinzas sin demasiado entusiasmo, seguramente medelataré. ¿Qué hacer?

Lo que he de hacer es levantarme a mí mismola moral y empezar a creer que soy realmente másgrande y más duro de lo que soy. «Sabiendo» quesoy el cangrejo de mayor tamaño de la playa, meelevo todo lo posible sobre las patas traseras yextiendo las pinzas lo más lejos y más alto quepuedo (los cuernos, la cola [del pavo real] y elhinchamiento general tienen la misma finalidad enotros machos). Si creemos en la propia mentira, novacilaremos. Y nuestra confianza (exagerada)puede acobardar a los adversarios.

Volvamos a la realidad. Como seres humanos,contamos con medios de hinchamiento ligeramentemás sofisticados que nuestros homólogosanimales. Tenemos la capacidad de mentir, no sóloa los demás sino también a nosotros mismos. Elautoengaño es una estrategia útil para creernos lashistorias que contamos, y si tenemos éxito, serámenos probable que vacilemos e indiquemos sinquerer que somos muy distintos de lo quepretendemos ser. No apruebo que se mienta paraconseguir pareja, un empleo ni ninguna otra cosa.Pero en este capítulo analizaremos diversasformas en que logramos engañarnos a nosotrosmismos mientras intentamos engañar a los otros.

No podemos creernos en el acto todasnuestras mentiras, desde luego. Por ejemplo,imaginemos, en un proceso de emparejamientorápido, a un hombre que intenta impresionar a unamujer atractiva. Se le ocurre una idea disparatada:decirle que tiene licencia de piloto. Aunque lehaya vendido esta historia, es improbable que seconvenza a sí mismo de que tiene realmente esa

licencia y comience a explicar a los pilotos delvuelo siguiente cómo aterrizar mejor. Por otrolado, pongamos que vamos a correr con un amigo ynos ponemos a discutir sobre tiempos. Le decimosque hemos corrido una milla en menos de sieteminutos cuando en realidad es un poco más desiete. Al cabo de unos días le decimos lo mismo aotra persona. Tras repetir una y otra vez estaafirmación ligeramente exagerada, al final nosolvidamos de que realmente no hemos bajado delos siete minutos. Nos lo acabamos creyendo hastatal punto que llegaríamos a apostar dinero.

Voy a contarles una historia de una época en queme creí mi propio engaño. En el verano de 1989—unos dos años después de haber salido delhospital—, mi amigo Ken y yo decidimos ir desdeNueva York a Londres a visitar a otro amigo.Compramos el billete más barato, para el caso a lacompañía Air India. Cuando el taxi se paró en elaeropuerto, nos quedamos consternados al ver la

cola de gente que salía de la terminal. A Ken se leocurrió enseguida una idea: «¿Por qué no te sientasen una silla de ruedas?». Pensé en su sugerencia.No sólo estaría yo más cómodo, sino queavanzaríamos más deprisa. (La verdad es que a míme cuesta estar de pie mucho rato porque lacirculación de mis piernas dista de ser buena. Perono necesito una silla de ruedas.)

Estábamos convencidos los dos de que era unbuen plan, así que se apeó del taxi y al rato volviócon la silla. Fuimos tan campantes al mostrador defacturación, y aún con dos horas por delante, nostomamos un café y un bocadillo. Pero entoncestuve que ir al baño, de modo que Ken me empujóhasta el servicio más cercano, quedesgraciadamente no estaba diseñado paraacomodar una silla de ruedas. Sin embargo, seguíen mi papel; acercamos la silla lo más posible alváter, y yo intenté dar en el blanco desde ladistancia sin demasiado éxito.

Una vez resuelto el problema del baño, yatocaba subir a bordo. Teníamos los asientos en lahilera 30, y mientras nos acercábamos a la entradadel avión, caí en la cuenta de que la silla seríademasiado ancha para el pasillo. Por tanto,hicimos lo que exigía mi nuevo papel: dejé la sillade ruedas junto a la entrada y me agarré a loshombros de Ken, que me llevó hasta los asientos.

Sentado a la espera de que el aparatodespegara, me sentía molesto por el hecho de quelos aseos del aeropuerto no fueran accesibles paralos minusválidos y de que la compañía no mehubiera proporcionado una silla más estrecha conla que llegar a mi asiento. Mi enfado fue enaumento cuando comprendí que no podría bebernada en las seis horas de viaje porque no habríamodo de seguir fingiendo y usar el baño. Lasiguiente dificultad se planteó cuando aterrizamosen Londres. De nuevo, Ken tuvo que acarrearmehasta la entrada del avión, y como la compañíaaérea no disponía de ninguna silla de ruedas paranosotros, tuvimos que esperar.

Esta pequeña aventura me ayudó a entendermejor la irritación cotidiana de los discapacitadosen general. De hecho, estaba tan molesto quedecidí quejarme al director de Air India enLondres. En cuanto tuvimos la silla, Ken meempujó hasta las oficinas de la compañía aérea,donde con un aire ampuloso de indignacióndescribí todas las dificultades y humillaciones yreprendí al responsable de Air India por laindiferencia de la compañía respecto a laspersonas minusválidas. Él se deshizo en disculpas,por supuesto, tras lo cual nos marchamos.

Lo curioso es que durante todo el procesosupe que podía andar, pero asumí mi papel deforma tan rápida y concienzuda que mispretensiones de superioridad moral eran tan realescomo si tuviera razones legítimas para sentirmeafectado. Después fuimos a la consigna, recogí sinmás la mochila y salí tan tranquilo, como KeyserSöze en Sospechosos habituales.

Para analizar más en serio el autoengaño, ZoëChance (recién doctorada en Yale), Mike Norton,Francesca Gino y yo nos propusimos saber mássobre cómo y cuándo nos engañamos creyéndonosnuestras propias mentiras y si hay maneras deevitarlo.

En la primera fase de la exploración, losparticipantes hacían un test tipo CI con ochopreguntas (por ejemplo, «¿qué número es la mitadde un cuarto de una décima parte de 400?»). Unavez terminada la prueba, los participantes delgrupo control entregaban sus respuestas alexperimentador, que las revisaba. Esto nospermitía establecer el rendimiento medio.*

En la situación en la que era posible engañar,los participantes tenían un solucionario al final dela página. Se les decía que dicho apartado servíapara que ellos pudieran calcular su desempeño enel test y también les ayudaría a estimar sucompetencia en esa clase de preguntas. Noobstante, se les dijo que primero respondieran ysólo después usaran el solucionario como

instrumento de verificación. Tras contestar a todaslas preguntas, los participantes comprobaban lasrespuestas y comunicaban sus resultados.

¿Qué ponen de manifiesto los resultados de lafase uno del estudio? Como era de esperar, elgrupo que tenía la oportunidad de «verificar lasrespuestas» anotaba en promedio unos cuantospuntos de más, lo que da a entender que habíanutilizado el solucionario no sólo para puntuarse,sino también para mejorar el rendimiento. Comoen los demás experimentos, observamos que, si laspersonas tienen la ocasión para ello, hacentrampas, aunque sin excederse.

Cómo conseguir mejor puntuación MENSA

La inspiración para este montaje experimentalsurgió de una de esas revistas de regalo que hay enlos aviones. En cierta ocasión, iba hojeando youna y descubrí un cuestionario MENSA (preguntasque supuestamente miden la inteligencia). Como

soy bastante competitivo, probé qué tal. Según lasinstrucciones, las respuestas estaban en la parteposterior de la revista. Tras responder a laprimera pregunta, salté atrás a ver, y, quién lo iba adecir, había acertado. Pero a medida que seguíacon el cuestionario, también reparé en que estabaverificando la respuesta en cuanto había terminadode contestar a la pregunta, algo desviados los ojoshacia la respuesta siguiente. Tras habervislumbrado la respuesta a la otra pregunta,observé que ésta era mucho más fácil. Al final dela prueba, era capaz de contestar correctamente ala mayoría de las preguntas, con lo quelógicamente me creí una especie de genio. Pero depronto empecé a dudar de si la puntuación era tanalta por ser yo superinteligente o gracias a habervisto las respuestas por el rabillo del ojo (como eslógico, tendía a atribuirlo a mi inteligencia).

Puede tener lugar el mismo proceso básico encualquier test en el que las respuestas están en otrapágina o escritas boca abajo, como pasa confrecuencia en revistas y guías de estudio sobre

SAT. Solemos utilizar las respuestas cuandohacemos cuestionarios para convencernos de lolistos que somos o, si fallamos alguna, de quehemos cometido un error tonto que nocometeríamos nunca en un examen de verdad. Encualquier caso, nos quedamos con la ampulosaidea de lo brillantes que llegamos a ser —algo queen general aceptamos encantados.

Los resultados de la fase uno de los experimentosponían de manifiesto que los participantes tendíana mirar por anticipado las respuestas para mejorarsu puntuación. Sin embargo, este hallazgo no nosdecía si se trataba del engaño típico o si enrealidad estaban engañándose a sí mismos. Enotras palabras, aún no sabíamos si sabían queestaban engañando o si se habían convencido a símismos de que conocían las respuestas desde elprincipio. Para resolver esto, al siguienteexperimento le añadimos otro componente.

Imaginemos que tomamos parte en un ensayosemejante al anterior. Hemos respondido a ochopreguntas y acertado cuatro de ellas (50 porciento), pero gracias a las respuestas del final dela página decimos haber resuelto correctamenteseis (75 por ciento). Ahora bien, ¿creemos quenuestra capacidad real es del orden del 50 porciento o del 75 por ciento? Por una parte, quizáseamos conscientes de haber usado el solucionariopara hinchar la puntuación y entendamos que lacapacidad real se acerca más al 50 por ciento. Porotra, si sabemos que van a pagarnos como si enrealidad hubiéramos resuelto seis problemas, talvez seamos capaces de convencernos de quenuestra facilidad para resolver estas cuestionesgira más bien en torno al 75 por ciento.

Aquí es donde interviene la fase dos delexperimento. Una vez acabada la pruebamatemática, el experimentador pide a losparticipantes que pronostiquen lo bien que lo haránen el test siguiente, en el que deberán responder acien preguntas de naturaleza similar. Ahora está

claro que no habrá respuesta alguna al final de lapágina (por tanto, tampoco posibilidad deconsultar la solución). ¿Cuál es nuestrapredicción? ¿Se basará en nuestra capacidad realde la primera fase (50 por ciento) o en lacapacidad acentuada (75 por ciento)? He aquí lalógica: si somos conscientes de que en el testanterior nos valimos del solucionario para inflarartificialmente el resultado, el pronóstico será queresolveremos bien la misma proporción decuestiones resueltas sin ayuda en la primeraprueba (cuatro de ocho, es decir, en torno al 50por ciento). Pero supongamos que creemos querealmente contestamos bien seis cuestiones pornuestra cuenta y no gracias a haber mirado lasrespuestas. Ahora quizá pronostiquemos que eneste próximo test también resolveremos unporcentaje mayor (más cercano al 75 por ciento).La verdad es que sólo podemos resolvercorrectamente la mitad de las cuestiones, desde

luego, pero el autoengaño acaso nos hinche, comole pasó al cangrejo, y aumente la confianza ennuestra capacidad.

Los resultados revelaban que losparticipantes experimentaban el segundo tipo deautobombo. Las predicciones acerca de lo bienque lo harían en la segunda fase de la pruebaponían de manifiesto que no sólo habían usado elsolucionario en la primera fase para exagerar supuntuación, sino que enseguida se habíanautoconvencido de que realmente merecían eseresultado. En esencia, quienes tenían laposibilidad de verificar las respuestas en laprimera fase (y engañaban) comenzaban a creerque ese rendimiento exagerado reflejaba suverdadera capacidad.

Pero, ¿qué sucedería si pagásemos a losparticipantes para predecir con acierto supuntuación en la segunda fase? Con dinero de pormedio, quizá no pasarían por alto tandescaradamente el hecho de que en la primera fasese habían servido del solucionario para mejorar el

rendimiento. A tal fin, repetimos el experimentocon un nuevo grupo de participantes, esta vezofreciéndoles hasta 20 dólares si predecíancorrectamente su desempeño en el segundo test.Incluso con un incentivo económico para serprecisos, aún solían fiarse totalmente de suspuntuaciones anteriores y sobrestimar susfacultades. Pese a tener una clara motivación paraser exactos, el autoengaño era la norma imperante.

He pronunciado bastantesconferencias sobre mis investigacionesante diferentes grupos, desde académicos agente de la industria. Cuando empezaba adar charlas, solía describir un experimento,los resultados, y por último lo que, a mijuicio, podíamos aprender del mismo. Noobstante, a menudo me encontraba conindividuos que no estaban nada

sorprendidos por los resultados y teníanganas de decírmelo. Me parecía algodesconcertante, pues los resultados a vecesme sorprendían a mí, el que había llevado acabo el estudio. ¿Cómo es que las personasdel público son tan perspicaces?, mepreguntaba yo. ¿Cómo es que conocían losresultados antes que yo? ¿O se tratabasólo de una intuición ex post facto,retroactiva?

Con el tiempo descubrí un medio paracombatir esta sensación de «lo supe desdeel principio». Empecé a pedirle al públicoque pronosticara el resultado de losexperimentos. Tras acabar la descripcióndel montaje y lo medido, concedía a losasistentes unos segundos para pensarlo. Acontinuación les pedía que se decidieranpor un resultado o anotaran su predicción.Sólo cuando ya habían consignado larespuesta daba yo la solución. Lo bueno es

que este planteamiento surte efecto. Coneste método de preguntar primero, casinunca recibía la respuesta de «lo supedesde el principio».

En honor de nuestra tendencia naturala convencernos de que ya sabíamos lasrespuestas correctas desde el principio, ami centro de investigación de laUniversidad de Duke lo llamé «Centro dela Retrospectiva Avanzada».

Nuestro amor a la exageración

Érase una vez —a principios de la década de 1990— un aclamado director de cine, Stanley Kubrick,a quien su ayudante empezó a contarle historiassobre un hombre que pretendía ser él. El presuntoKubrick (cuyo verdadero nombre era AlanConway y no se parecía en nada al director de

barba oscura) iba por Londres diciendo a la gentequién (no) era. Como el verdadero StanleyKubrick era un individuo muy reservado queevitaba a los paparazzi, pocos tenían alguna ideade su aspecto. Por tanto, muchas personascrédulas, emocionadas por el hecho de «conocer»personalmente al famoso director, se tragaban elcuento de Conway. Warner Bros., que financiaba ydistribuía las películas de Kubrick, llamaba a laoficina de éste prácticamente cada día con nuevasquejas de personas que no entendían por qué«Stanley» no volvía a ponerse en contacto conellas. A fin de cuentas, le habían invitado a copasy a cenar y pagado el taxi, ¡y él les habíaprometido un papel en su próxima película!

Un día, Frank Rich (el antiguo crítico deteatro y columnista de opinión de The New YorkTimes) estaba cenando en un restaurante deLondres con su esposa y otra pareja. Resulta queel imitador de Kubrick se hallaba en una mesapróxima con un parlamentario condecorado yalgunos hombres jóvenes a quienes explicaba

historias sobre sus maravillas cinematográficas.Cuando el impostor vio a Rich en la otra mesa, sele acercó y le dijo que estaba dispuesto ademandar al Times por haberle calificado de«creativamente aletargado». Rich, emocionado portener delante al esquivo «Kubrick», le pidió unaentrevista. Conway le dijo a Rich que lo llamara,le dio su número de teléfono y… desapareció.

Poco después de este encuentro, las cosasempezaron a aclararse, pues Rich y los otros sedieron cuenta de que habían sido engañados. Alfinal se supo la verdad cuando Conway empezó avender su historia a periodistas, según la cualestaba recuperándose de un trastorno mental («Fueasombroso. Kubrick se apoderó de mí sin más. ¡Yocreía ser él realmente!»). Al final, Conway murióalcohólico y en la miseria, sólo cuatro meses antesque el cineasta.*

Aunque esta historia es bastante extrema,Conway pudo muy bien creerse Kubrick mientrasestaba pavoneándose disfrazado, lo que suscita lacuestión de si unos somos más propensos que otros

a creernos nuestras bolas. Para examinar estaposibilidad, ideamos un experimento que incluía lamisma tarea básica del autoengaño, pero esta vezmedíamos también la tendencia general de losparticipantes a hacer la vista gorda ante sus fallos.Al objeto de medir esta tendencia, pedimos a losparticipantes que dijeran si estaban de acuerdo ono con diversas declaraciones, como «misprimeras impresiones de la gente suelen seracertadas» o «nunca oculto mis errores».Queríamos comprobar si las personas que decían«sí» a más frases de éstas tenían también ennuestro experimento una mayor tendencia alautoengaño.

Igual que antes, quienes estaban en lasituación «solucionario» engañaban y obteníanpuntuaciones más elevadas. También aquípronosticaban que acertarían más cuestiones deltest siguiente. Y una vez más perdían dinero alexagerar las puntuaciones y sobrevalorar sucapacidad. ¿Y qué hay de los que decían «sí» a

más afirmaciones sobre sus tendencias? Pues habíamuchos, y eran quienes predecían que lo haríanmejor en la segunda fase.

En 1959 murió el «último veteranosuperviviente de la Guerra Civil», WalterWilliams, que fue objeto de un magníficoentierro, incluido un desfile que congregó adecenas de miles de asistentes y unasemana de luto oficial. No obstante,muchos años después, un periodistallamado William Marvel descubrió queWilliams sólo tenía cinco años al comenzarla guerra, luego en ningún caso contabacon la edad suficiente para servir en elejército. Pero esto no era todo. El títulofalso que Walter Williams se llevó a latumba le había llegado de manos de unhombre llamado John Salling, quien, como

descubrió Marvel, también se considerabael veterano más viejo de la Guerra Civil.Según Marvel, en realidad los últimospresuntos veteranos más viejos de laGuerra Civil eran todos falsos.

Hay innumerables historias parecidas,incluso acerca de guerras recientes, dondecabría pensar que sería más difícil inventary mantener afirmaciones así. He aquí unejemplo. El sargento Thomas Larez recibiómúltiples disparos mientras ayudaba aponer a salvo a un soldado herido en uncombate con los talibanes en Afganistán.No sólo salvó la vida de su compañero, sinoque se repuso de sus heridas y mató a sieteenemigos. Así se dio a conocer la hazañade Larez en un noticiario de Dallas, quemás adelante debió rectificar cuando sesupo que, aunque Larez era efectivamentemarine, no había estado en Afganistán nien sueños. Toda la historia era falsa.

Los periodistas suelen sacar a la luzinvenciones como éstas. Pero de vez encuando los mentirosos son ellos. Conlágrimas en los ojos y voz temblorosa, elviejo periodista Dan Rather describió suépoca en los marines, pese a que no habíapasado de la instrucción básica. Al parecer,no calibró bien la importancia de suparticipación.1

Probablemente hay numerosas explicacionesde por qué algunas personas exageran su historialmilitar. No obstante, el gran número de historiassobre gente que miente sobre su currículum, susdiplomas o sus expedientes personales planteaalgunas cuestiones interesantes: ¿Puede ser que,cuando mentimos públicamente, la mentiraregistrada actúe como un indicador de logros que«nos recuerda» nuestro logro falso y ayuda aconsolidar la ficción en el tejido de nuestra vida?Así pues, si un trofeo, una insignia o un certificado

reconoce algo que no hemos hecho nunca, ¿nosayuda el indicador de logros a mantener creenciasfalsas sobre nuestra capacidad? Estos certificados,¿aumentan nuestra capacidad de autoengaño?

Antes de explicar nuestros experimentos alrespecto, quiero señalar que en la pared de midespacho tengo colgados con orgullo dosdiplomas. Uno pone «Licenciado del MIT enCiencia del Encanto», y el otro «Doctor enEncanto», también del MIT. Me concedió estosdiplomas la Escuela del Encanto, por unasactividades que tienen lugar en el MIT durante elfrío y deprimente mes de enero. Para satisfacer losrequisitos, tuve que ir a varias clases de bailes desalón, poesía, nudos de corbata y otras destrezasinspiradas en el cotillón. Y a decir verdad, cuantomás tiempo llevan los certificados en la pared,más me creo que soy realmente encantador.

Analizamos los efectos de los certificadosofreciendo a los participantes la posibilidad dehacer trampas en la primera prueba dematemáticas (al darles acceso al solucionario).Después de que exagerasen sus resultados,dábamos a algunos un certificado que recalcaba sulogro (falso) en el test. Incluso escribíamos sunombre y su puntuación en el certificado, queimprimíamos en un bonito papel de aspectooficial. Los otros participantes no recibíancertificado alguno. Los indicadores de logro,¿elevarían la confianza de los participantes en surendimiento sobrestimado, que en realidad sebasaba parcialmente en consultar el solucionario?¿Les harían creer que su puntuación eraefectivamente un reflejo fiel de su capacidad?

Resulta que no soy el único a quien influyenlos diplomas colgados en la pared. Losparticipantes que recibían el certificadopronosticaban que responderían correctamente amás preguntas del segundo test. Es como si tenerun recordatorio de un «trabajo bien hecho» nos

ayudara a pensar que nuestros logros sonexclusivamente nuestros, con independencia de lobien o mal que estuviera hecho realmente eltrabajo.

La novelista del siglo XIX Jane Austen puso unejemplo fantástico del modo en que nuestrosintereses egoístas, con la colaboración de quienesnos rodean, pueden inducirnos a creer que nuestroegoísmo es de hecho una indicación debenevolencia y generosidad. En Sentido ysensibilidad hay una reveladora escena en la queJohn, único hijo varón y heredero legítimo,reflexiona sobre lo que conlleva exactamente unapromesa que hiciera a su padre. En el lecho demuerte, John promete al viejo que cuidará de subuena pero pobre madrastra y tres hermanastras. Y,por propia voluntad, decide dar a las mujeres3.000 libras, una fracción mínima de la herencia,

con las que se arreglarán bien. Al fin y al cabo,razona sin rodeos, «puedo prescindir de una sumaasí sin grandes inconvenientes».

Pese a la satisfacción obtenida por John deesa idea y la facilidad con que se puede hacer elregalo, su lista y egoísta esposa le convence —sindemasiadas dificultades y con una buena dosis derazonamiento engañoso— de que cualquier dineroque dé a la familia de su madrastra lo dejará a él,a su esposa y a su hijo «tremendamenteempobrecidos». Como la bruja malvada de uncuento de hadas, la mujer sostiene que el padre deél debía de estar aturdido. Después de todo, elviejo estaba a las puertas de la muerte cuando hizola petición. Luego insiste una y otra vez en elegoísmo de la madrastra. ¿Cómo es que lamadrastra y las hermanastras de John creenmerecer dinero alguno? ¿Cómo puede él, sumarido, dilapidar la fortuna de su padremanteniendo a esas rapaces? El hijo, lavado elcerebro, llega a la conclusión de que «seríaabsolutamente innecesario, cuando no sumamente

indecoroso, hacer más por la viuda y las tres hijasde su padre…». Et voilà! La concienciaapaciguada, la avaricia racionalizada, la fortunaintacta.

Todos los deportistas saben que estáprohibido consumir esteroides, y que si undía los pillan, sus marcas y el deporte en suconjunto se resentirán por igual. Sinembargo, movidos por el deseo de batirnuevos récords (gracias a los esteroides) ysuscitar la atención de los medios y laadoración de los fans, muchos deportistasse drogan y hacen trampas. El problema seda en todas partes y en todos los deportes.En 2006, Floyd Landis fue desposeído de suvictoria en el Tour de Francia por haberconsumido esteroides anabolizantes. En2010, un entrenador de fútbol búlgaro

sufrió una suspensión de cuatro años pordar esteroides a sus jugadores antes de unpartido. Y seguimos sin saber qué piensanlos consumidores de esteroides cuandoganan un partido o reciben una medalla.¿Admiten que los elogios son inmerecidos,o creen de veras que su rendimiento esatribuible sólo a sus habilidades?

Luego está el béisbol, claro. ¿Habríabatido Mark McGwire tantos récords si nohubiera tomado esteroides? ¿Creía que suslogros se debían sólo a sus facultades? Trasconfesar el consumo de anabolizantes,McGwire dijo lo siguiente: «Sin duda lagente se preguntará si habría podidoanotar todos estos home runs en caso deno haber tomado esteroides. Hice buenastemporadas sin tomar nada, y malastemporadas sin tomar nada. Tuve buenastemporadas con esteroides, y malas

temporadas sin esteroides. Pero al margende esto, no habría debido hacerlo; estoyarrepentido de veras».2

Por arrepentido que esté, al final nisus fans ni el propio McGwire saben hastaqué punto es buen jugador de béisbol o no.

Como vemos, las personas tienden a creersesus historias exageradas. ¿Es posible eliminar, o almenos reducir, esta conducta? Como ofrecerdinero a la gente para evaluar su actuación conmás exactitud no parecía suprimir el autoengaño,decidimos intervenir antes, en el preciso momentoen que se sugería a los participantes la posibilidadde engañar. (Este enfoque tiene que ver con el usode los Diez Mandamientos del capítulo 2,«Diversión con el factor de tolerancia».) Toda vezque los participantes eran claramente capaces depasar por alto el efecto del solucionario en suspuntuaciones, nos preguntábamos qué pasaría si

evidenciábamos el hecho de que estabanbasándose en él al usarlo. Si utilizar elsolucionario para incrementar el rendimiento eramuy descarado, ¿serían menos capaces deconvencerse a sí mismos de que ya sabían lasrespuestas correctas desde el principio?

En nuestros experimentos iniciales(realizados en papel), no era posible determinarexactamente cuándo los ojos de los participantesse dirigen al solucionario y hasta qué punto sonconscientes de la ayuda procurada por lassoluciones escritas. De modo que, en nuestrosiguiente experimento, los participantescumplimentaron una versión computerizada delmismo test. Esta vez, el solucionario de la parteinferior de la pantalla al principio estaba oculto.Para ver las respuestas, los participantes teníanque desplazar el cursor hacia abajo, y cuando éstese alejaba, las soluciones desaparecían de nuevo.De este modo, se veían obligados a pensarexactamente cuándo y durante cuánto tiempo

usaban el solucionario, por lo que no podían pasarpor alto fácilmente una acción tan clara ydeliberada.

Aunque casi todos los participantesconsultaban el apartado de soluciones al menosuna vez, observamos que en el segundo test (adiferencia de las pruebas en soporte de papel) nosobrestimaban los resultados. Pese al hecho de queaún hacían trampas, al decidir usarconscientemente el solucionario (no echando unasimple mirada a la parte inferior de la página)eliminaban las tendencias al autoengaño. Así pues,parece que, cuando somos claramente conscientesde las maneras en que hacemos trampas, somostambién mucho menos capaces de elogiarinjustificadamente nuestros resultados.

Autoengaño y autoayuda

Así pues, ¿qué hacemos con el autoengaño? ¿Lomantenemos? ¿Lo eliminamos? Me parece que elautoengaño es similar a sus primos, el exceso deconfianza y el optimismo, y, como pasa con estasotras tendencias, tiene ventajas y desventajas. Enel lado positivo, una fe injustificadamente elevadaen nosotros mismos puede incrementar el bienestargeneral ayudándonos a afrontar el estrés, aumentarla perseverancia mientras realizamos tareasdifíciles o aburridas, e impulsarnos a probarexperiencias nuevas.

Seguimos engañándonos en parte parapreservar una autoimagen positiva. Quitamosimportancia a los fallos, damos realce a los éxitos(aun cuando no sean nuestros del todo), y cuandoel fracaso es innegable echamos encantados laculpa a otros y a las circunstancias externas. Comonuestro amigo el cangrejo, nos valemos delautoengaño para aumentar nuestra confianzacuando de lo contrario quizá no nos sentiríamostan audaces. Apoyarnos en nuestros puntos fuertespuede ayudarnos a pillar una cita, a terminar un

proyecto importante o a conseguir un empleo. (Noestoy proponiendo hinchar el currículum, desdeluego, pero un poco de confianza adicional suelevenir bien.)

En el lado negativo, si basamos nuestrasacciones en una visión demasiado optimista denosotros mismos, quizá supongamosequivocadamente que las cosas saldrán a pedir deboca y, como consecuencia de ello, no tomemosactivamente las mejores decisiones. El autoengañotambién puede empujarnos a «mejorar» nuestrohistorial con, pongamos, un título de unauniversidad prestigiosa, lo que puede provocarnosgran aflicción cuando por fin se conozca la verdad.Y, por supuesto, está el coste general del engaño.Si hay deshonestidad en nosotros y en quienes nosrodean, empezamos a sospechar de todo el mundo,y, sin confianza, nuestra vida se torna más difícilen casi todos los aspectos.

Como sucede en otros ámbitos, también aquíel equilibrio se produce entre la felicidad(impulsada en parte por el autoengaño) y las

decisiones de futuro óptimas (y una opinión másrealista sobre nosotros mismos). Es emocionanterebosar entusiasmo y tener esperanza en un futuromaravilloso, sin duda; pero en el caso delautoengaño, las creencias exageradas puedenaplastarnos cuando aparezca la cruda realidad.

Algunos aspectos positivos de la mentira

La mentira dicha para beneficiar a otra persona seconoce como «mentira piadosa». Si decimos unamentira piadosa, estamos ampliando el factor detolerancia, pero no por razones egoístas. Porejemplo, veamos la importancia de los cumplidosinsinceros. Todos conocemos el patrón oro de lasmentiras piadosas, cuando una mujer tirando apoco esbelta se pone un ceñido vestido nuevo y lepregunta a su esposo: «¿Se me ve gorda?». Elhombre efectúa un rápido análisis coste-beneficio;

si dice la cruel verdad, ve pasar por delante suvida entera. Así que le dice: «Cariño, estáspreciosa». Otra noche (pareja) salvada.

Unas veces las mentiras piadosas son sólosutilezas sociales, pero otras pueden hacermaravillas para ayudar a la gente a superarcircunstancias difíciles, como aprendí yo cuando alos dieciocho años sufrí las quemadurascomentadas.

Tras un accidente que casi me cuesta la vida,me vi en el hospital con quemaduras de tercergrado que afectaban a más del 70 por ciento delcuerpo. Desde el principio, los médicos y lasenfermeras no paraban de decirme lo mismo:«Todo saldrá bien». Y yo quería creerles. Para mimente joven, «todo saldrá bien» significaba quelas cicatrices de las quemaduras y muchísimostrasplantes de piel a la larga se desvanecerían ydesaparecerían, igual que cuando uno se quemamientras hace palomitas de maíz o asamalvaviscos en una fogata.

Un día, hacia el final de mi primer añoingresado, la terapeuta ocupacional dijo quequería presentarme a un quemado recuperado queuna década atrás había sufrido una suerte parecida.Quería demostrarme que para mí era posible ir portodas partes y hacer las cosas que solía —enesencia, que todo saldría bien—. Pero cuandoentró la visita, me quedé horrorizado. El hombreestaba cubierto de cicatrices, tanto que parecíadeformado. Era capaz de mover las manos yusarlas de muchas maneras creativas, pero apenaseran funcionales. La imagen distaba muchísimo decómo imaginaba yo mi recuperación, mi capacidadpara desenvolverme y el aspecto que tendría unavez saliese del hospital. Tras ese encuentro mequedé muy abatido, y comprendí que mis cicatricesy mi funcionalidad serían mucho peores de lo queyo había pensado hasta ese momento.

Los médicos y las enfermeras me contaronotras mentiras bienintencionadas sobre el tipo dedolor que cabía esperar. En una operacióninsoportablemente larga de las manos, me

introdujeron largas agujas desde las puntas de losdedos hasta las articulaciones para mantenerlosrectos y conseguir así que la piel se curase comoes debido. En el extremo de cada aguja colocaronun trozo de corcho para que yo no me rascara sinquerer o me hurgara los ojos. Tras un par de mesescon este engorroso artefacto, supe que me loquitarían en el consultorio, no bajo anestesia. Estome dejó un poco inquieto, pues me imaginaba undolor espantoso. Pero una de las enfermeras medijo: «Oh, no te preocupes. Es un procedimientosencillo y no duele nada». Y durante las dossemanas siguientes estuve mucho menospreocupado.

Cuando llegó el momento de retirar lasagujas, una enfermera aguantaba el codo y la otrasacaba despacio cada aguja con unas pinzas. Eldolor fue insoportable, por supuesto, y duró días—prácticamente al revés de como me habían dicho—. Aun así, en retrospectiva, me alegró mucho queme mintiesen. Si me hubieran dicho la verdadsobre lo que me esperaba, me habría pasado las

semanas anteriores pensando en ello amargado,asustado y estresado —lo que a su vez habríapuesto en peligro mi debilitado sistemainmunitario—. Así que, al final, acabé creyendoque, en determinadas circunstancias, las mentiraspiadosas están justificadas.

CAPÍTULO 7

Creatividad y deshonestidad: todossomos cuentistas

Los hechos son para que las personas sinimaginación creen su propia verdad.

ANÓNIMO

Éranse una vez dos investigadores, llamadosRichard Nisbett (profesor de la Universidad deMichigan) y Tim Wilson (profesor de laUniversidad de Virginia), que, tras montar el

campamento en su centro comercial local,extendieron sobre una mesa cuatro pares demedias de nylon. A continuación preguntaron adiversas transeúntes cuáles les gustaban más. Porlo general, ellas preferían el par situado más a laderecha. ¿Por qué? A algunas les gustaba elmaterial. Había quienes valoraban la textura o elcolor. Otras consideraban que la calidad erasuperior. Teniendo en cuenta que los cuatro paresde medias eran idénticos, esta preferencia erainteresante. (Más adelante, Nisbett y Wilsonrepitieron el experimento con camisones yobtuvieron los mismos resultados.)

Cuando Nisbett y Wilson preguntaron a cadaparticipante sobre las razones de su elección,ninguna mencionó la ubicación de las medias en lamesa. Incluso cuando los investigadores dijeron alas mujeres que todas las medias eran iguales yque se trataba sólo de una preferencia por el parde la derecha, ellas «lo negaban, normalmente con

una mirada preocupada al entrevistador indicativade que o bien no habían entendido la frase, o bienestaban hablando con un loco».

¿La moraleja de la historia? Quizá no siempresabemos exactamente por qué hacemos lo quehacemos, escogemos lo que escogemos, o sentimoslo que sentimos. Sin embargo, la imprecisión denuestras motivaciones reales no nos impideinventar razones aparentemente lógicas paraexplicar acciones, decisiones o sentimientos.

Podemos dar las gracias (o acaso culpar) al ladoizquierdo del cerebro por esta increíble capacidadpara inventar historias. Como dice elneurocientífico cognitivo Michael Gazzaniga(profesor de la Universidad de California, SantaBárbara), el cerebro izquierdo es «el intérprete»,la mitad que cuenta un relato partiendo de lasexperiencias.

Gazzaniga llegó a esta conclusión tras muchosaños de investigaciones con pacientes de cerebrohendido, un grupo raro de personas cuyo cuerpocalloso —el mayor haz de nervios que conecta losdos hemisferios cerebrales— había sido extirpado(por lo general para reducir los ataquesepilépticos). Curiosamente, debido a estaanomalía cerebral es posible presentar a esosindividuos un estímulo en una mitad del cerebrosin que la otra mitad tenga conciencia alguna deello.

Mientras atendía a una paciente con el cuerpocalloso extirpado, Gazzaniga quiso averiguar quéocurre cuando uno pide al lado derecho delcerebro que haga algo y luego al izquierdo (sininformación sobre lo que está pasando en elderecho) que dé una explicación de esa acción.Mediante un dispositivo que mostrabainstrucciones escritas al hemisferio derecho de lapaciente, Gazzaniga ordenaba a dicho hemisferioque le hiciera reír si aparecía fugazmente lapalabra «risa». En cuanto la mujer obedecía, él le

preguntaba por qué había reído. Ella no tenía niidea de por qué, pero en vez de decir «no lo sé»,se inventaba una historia. «Ustedes vienen y nosexaminan cada mes. ¡Vaya manera de ganarse lavida!,» decía. Por lo visto, había llegado a laconclusión de que los neurocientíficos cognitivoseran muy graciosos.

Esta anécdota ilustra un caso extremo de unatendencia que tenemos todos. Queremosexplicaciones del por qué de nuestrocomportamiento y de cómo funciona el mundo quetenemos alrededor, incluso cuando nuestras pococonvincentes explicaciones tienen poco que vercon la realidad. Somos por naturaleza criaturascuentistas, narradoras, y nos contamos una historiatras otra hasta dar con una explicación que nosguste y suene lo bastante razonable para ser creída.Y si la historia nos muestra bajo una luz máspositiva y favorable, tanto mejor.

Engañarse a uno mismo

En un discurso de graduación en Cal Tech en 1974,el físico Richard Feynman dijo lo siguiente: «Elprimer principio es que no debéis engañaros avosotros mismos, y sois las personas más fácilesde engañar». Como hemos visto hasta aquí, losseres humanos estamos inmersos en un conflictofundamental: nos debatimos entre nuestraprofundamente arraigada propensión a mentir —anosotros y a los demás— y el deseo de pensar quesomos personas buenas y honestas. Así pues,justificamos nuestra deshonestidad contándonoshistorias sobre por qué nuestras acciones sonaceptables y a veces incluso admirables. Dehecho, tenemos una cierta habilidad para ponernosla venda en los ojos.

Antes de analizar con mayor detalle nuestracapacidad para tejer relatos autoelogiosos, voy acontar una pequeña historia sobre cómo en unaocasión me engañé a mí mismo (con mucho gusto).Hace ya algunos años (contaba yo treinta), llegué ala conclusión de que necesitaba un coche, con lamoto como parte del pago. Intentaba decidir qué

coche me convenía más. Internet estaba sóloempezando a vivir el boom de lo que llamaréeducadamente «ayudas para tomar decisiones», yafortunadamente encontré una página web quedaba consejos relativos a la compra de coches. Lapágina se basaba en un sistema de entrevistas: seformulaban un montón de preguntas que iban desdepreferencias en cuanto a precio y seguridad hastael tipo de faros y frenos favoritos.

Tardé unos veinte minutos en responder atodas las preguntas. Cada vez que completaba unapágina de respuestas, podía ver la barra deprogreso indicándome que me encontraba máscerca de descubrir el coche de mis sueñospersonalizado. Terminé la última página y pulséimpaciente el botón «presentar». Tuve la respuestaen cuestión de segundos. ¿Cuál era el cocheperfecto para mí? Según esa página web, deexcelente puesta a punto, el coche para mí era…redoble de tambor, por favor… ¡un Ford Taurus!

Admito que no sabía demasiado acerca decoches. De hecho, sé muy poco de coches. Perodesde luego sabía que no quería un Ford Taurus.*

No estoy seguro de qué haría el lector en misituación, pero yo hice lo que podría hacercualquier persona creativa: volví al programa y«arreglé» las respuestas anteriores. De vez encuando miraba cómo diferentes respuestas setraducían en recomendaciones distintas. Seguí coneso hasta que el programa fue lo bastante amablepara recomendarme un pequeño descapotable —elcoche ideal para mí, sin duda—. Seguí el sabioconsejo, y así es como me convertí en orgullosopropietario de un convertible (que, por cierto, hasido un leal servidor durante muchos años).

Esta experiencia me enseñó que a veces (talvez a menudo) no tomamos decisiones basándonosen nuestras preferencias explícitas, sino quetenemos una sensación instintiva de lo quequeremos, y pasamos por un proceso de gimnasiamental aplicando toda clase de justificaciones paramanipular los criterios. De este modo conseguimos

lo que realmente queremos, pero al mismo tiempoguardamos las apariencias —ante nosotros y losdemás— en el sentido de que actuamos conarreglo a nuestras preferencias racionales y bienrazonadas.

Lógica de la moneda

Si aceptamos que tomamos decisiones así confrecuencia, quizá logremos que el proceso deracionalización sea más breve y eficiente. Porejemplo, de la siguiente manera: imaginemos queestamos eligiendo entre dos cámaras digitales. Lacámara A tiene un buen zoom y una batería pesada,mientras la B es más ligera y elegante. Noacabamos de decidirnos. Nos parece que la A esde más calidad pero la B nos hará más felicesporque nos gusta su aspecto. ¿Qué hacer? Ahí vami consejo. Sacar una moneda y decir: «CámaraA, cara; cámara B, cruz». Y lanzarla. Si sale cara yqueríamos la cámara A, perfecto, la compramos.

Pero si no nos gusta el resultado, iniciamos elproceso de nuevo y nos decimos: «Esta vez va enserio». Y hacemos esto hasta que salga cruz. Nosólo tenemos la cámara B, la que queríamos desdeel principio, sino que podemos justificar ladecisión porque sólo seguíamos el «consejo» de lamoneda. (También podemos sustituir la monedapor los amigos y consultarles hasta que uno nos dael consejo que queremos oír.)

A lo mejor era ésta la verdadera función delsoftware de recomendaciones que utilicé paraconseguir el descapotable. Quizá fue diseñado nosólo para ayudarme a tomar la mejor decisión,sino también para crear un proceso que mepermitiera justificar la decisión que realmentequería tomar. En tal caso, creo que sería útildesarrollar muchas más de estas aplicacionesprácticas en otras áreas de la vida.

El cerebro del mentiroso

Casi todos creemos que algunas personas tienen (ono) una habilidad especial para engañar. Si éste esel caso, ¿qué las distingue? Un equipo deinvestigadores dirigido por Yaling Yang (reciéndoctorada en la Universidad de California, LosÁngeles) intentó dar con la respuesta a estapregunta estudiando a mentirosos patológicos —esto es, personas que mienten de maneracompulsiva e indiscriminada.

Yang y sus colegas fueron a buscarparticipantes para el estudio a una empresa detrabajo temporal de Los Ángeles. Creían que almenos algunos de los que carecían de empleoestable tendrían dificultades para conservar elempleo por ser mentirosos patológicos. (Como eslógico, esto no es aplicable a todos loseventuales.)

Los investigadores hicieron a 108 buscadoresde empleo una serie de pruebas psicológicas yvarias entrevistas personales, tanto a ellos como acompañeros de trabajo y familiares, paraidentificar discordancias importantes que acaso

delataran al embustero redomado. En este grupo,observaron a doce personas con incoherenciasgeneralizadas en las historias que contaban sobreel trabajo, la escuela, los delitos cometidos o losantecedentes familiares. Eran los mismosindividuos que solían fingirse enfermos paracobrar el subsidio de enfermedad.

A continuación, el equipo colocó a los docementirosos patológicos —así como a otrasveintiuna personas que, sin ser mentirosas,pertenecían al mismo grupo de buscadores deempleo— en un escáner para analizar su estructuracerebral. Los investigadores se centraron en lacorteza prefrontal, una parte del cerebro situadajusto detrás de la frente y que, al parecer, seencarga del pensamiento de orden superior, comoplanificar el programa diario o determinar el modode afrontar las tentaciones que nos acechan.También es la parte del cerebro de la quedependemos para hacer evaluaciones morales y

tomar decisiones. Resumiendo, se trata de unaespecie de torre de control del pensamiento, elrazonamiento y la moralidad.

Llenan el cerebro, en general, dos clases desustancias: la gris y la blanca. La sustancia gris essólo una forma de denominar los conjuntos deneuronas que constituyen el grueso del cerebro, lamateria que acciona el pensamiento. La sustanciablanca es el cableado que conecta esas célulascerebrales. Todos tenemos sustancia gris ysustancia blanca, pero Yang y sus colaboradoresestaban especialmente interesados en lascantidades relativas de una y otra en la cortezaprefrontal de los participantes. Y observaron quelos mentirosos redomados tenían un 14 por cientomenos de sustancia gris que los del grupo control,un hallazgo habitual en muchos individuos condaño psicológico. ¿Qué significaba esto? Unaposibilidad es que, como los embusterospatológicos contaban con menos células cerebrales(sustancia gris) para abastecer a la corteza

prefrontal (un área crucial para distinguir el biendel mal), les costaba tener en cuenta la moralidad,por lo que mentían con más facilidad.

Pero esto no es todo. Cabe preguntarse por elespacio adicional que los mentirosos patológicosdeben de tener en el cráneo al poseer mucha menossustancia gris. Yang y sus colegas advirtierontambién que los mentirosos patológicos tenían enla corteza prefrontal entre un 22 y un 26 por cientomás de sustancia blanca que los mentirosos nopatológicos. Con más sustancia blanca(recordémoslo: es lo que conecta la sustanciagris), los mentirosos patológicos seguramente soncapaces de establecer más conexiones entrerecuerdos e ideas diferentes: una mayorconectividad y un mayor acceso al mundo de lasasociaciones almacenadas en la sustancia gris queacaso constituyan el ingrediente secreto de sucondición de embusteros naturales.

Si extrapolamos estos hallazgos a lapoblación general, cabría decir que una mayorconectividad cerebral hará que para cualquiera sea

más fácil mentir y al mismo tiempo considerarseuna criatura honorable. Al fin y al cabo, loscerebros más conectados tienen más vías queexplorar cuando se trata de interpretar y explicaracontecimientos discutibles —y esto tal vez sea unelemento clave en la racionalización de nuestrasacciones deshonestas.

Más creatividad equivale a más dinero

Estos hallazgos me hicieron discurrir sobre si unamayor cantidad de sustancia blanca podría estarrelacionada con más mentiras y a la vez con máscreatividad. Después de todo, es de suponer quelos individuos con más conexiones y asociacionesentre las diferentes partes de su cerebro son máscreativos. Para examinar esta posible relaciónentre la creatividad y la deshonestidad, FrancescaGino y yo llevamos a cabo una serie de estudios.

Fieles a la naturaleza de la propia creatividad,abordamos la cuestión desde diversos ángulos,empezando con un enfoque relativamente simple.

Cuando los participantes aparecieron en ellaboratorio, les informamos de que responderían aalgunas preguntas tras una tarea computerizada. Elformulario incluía muchas cuestiones irrelevantessobre sus hábitos y experiencias generales (derelleno, para ocultar la verdadera finalidad delestudio) y tres tipos de preguntas que constituían elelemento central de la investigación.

En la primera serie de preguntas, pedíamos alos participantes que indicaran hasta qué punto sedescribirían a sí mismos usando algunos adjetivos«creativos» (perspicaz, ingenioso, original, hábil,poco convencional, etcétera). En la segunda,debían decirnos con qué frecuencia participabanen setenta y siete actividades diferentes, de lascuales unas requerían más creatividad y otrasmenos (bolos, esquí, paracaidismo acrobático,pintar, escribir, etcétera). En la tercera y últimaserie, les pedíamos que indicaran hasta qué punto

se identificaban con afirmaciones como «tengo unmontón de ideas creativas», «prefiero tareas queme permitan pensar de manera creativa», «megusta hacer las cosas de forma original» y otraspor el estilo.

Una vez los participantes habían completadolas medidas de personalidad, les pedíamos quehicieran la tarea de los puntos, presumiblementeno relacionada con las preguntas. En el caso deque no recordemos la tarea, podemos volver a laspáginas 118-119 del capítulo 5, «Por quéengañamos más si llevamos falsificaciones».

¿Qué creen que pasó? Los participantes queescogían un mayor número de adjetivos creativos,participaban en actividades creativas más amenudo y se consideraban más creativos,¿engañaban más, menos o aproximadamente igualque los no creativos?

Observamos que los participantes quepulsaban el botón «más en la derecha» (el quepaga más) con más frecuencia solían ser losmismos que puntuaban más alto en las tres medidas

de creatividad. Por otra parte, la diferencia entreindividuos más y menos creativos era más acusadaen los casos en que la diferencia entre el númerode puntos en la derecha y la izquierda erarelativamente pequeña.

Esto daba a entender que la diferencia entreindividuos creativos y menos creativos entraba enjuego sobre todo cuando hay ambigüedad en lasituación y, a la vez, más margen para lajustificación. Cuando había una diferencia obviaentre el número de puntos a un lado y otro de ladiagonal, los participantes simplemente tenían quedecidir si mentir o no. Pero si los ensayos eranmás ambiguos y resultaba más difícil saber sihabía más puntos a la derecha o a la izquierda dela diagonal, aparecía la creatividad —y se hacíanmás trampas—. Cuanto más creativos eran losindividuos, con más habilidad se explicaban a símismos por qué había más puntos en la derecha (ellado con más recompensa).

En pocas palabras, el vínculo entrecreatividad y deshonestidad parece relacionadocon la capacidad para contarnos a nosotrosmismos historias sobre cómo estamos haciendo lacosa correcta, incluso cuando no es así. Cuantomás creativos seamos, más capaces seremos deidear nuevas historias que nos ayuden a justificarnuestros intereses egoístas.

¿Importa la inteligencia?

Aunque era un resultado interesante, no nosentusiasmamos demasiado. Ese primer estudioponía de manifiesto que la creatividad y ladeshonestidad guardan correlación, pero esto nosignifica forzosamente que la primera estévinculada directamente a la segunda. Por ejemplo,¿y si un tercer factor como la inteligencia fuera elfactor relacionado tanto con la creatividad comocon la deshonestidad?

El vínculo entre inteligencia, creatividad ydeshonestidad parece especialmente creíble sitenemos en cuenta lo listos que serían individuoscomo Bernie Madoff —el Ponzi moderno— o elfamoso falsificador de cheques Frank Abagnale(autor de Atrápame si puedes) para engañar a tantagente. Por tanto, nuestro paso siguiente sería llevara cabo un experimento en el que determinaríamossi el mejor pronosticador de deshonestidad era lacreatividad o la inteligencia.

Imaginémonos de nuevo participando en elexperimento, que esta vez empieza antes de quepisemos el laboratorio. La semana anterior, nossentamos ante el ordenador y completamos unaencuesta online, que incluye preguntas paraevaluar la creatividad y la inteligencia. Medimosla creatividad con las tres mismas medidas delestudio anterior, y la inteligencia de dos maneras.Primero, nos piden que respondamos a trespreguntas ideadas por Shane Frederick (profesorde la Universidad de Yale) para verificar nuestraconfianza en la lógica frente a la intuición. Junto

con la respuesta correcta, cada pregunta traeconsigo una respuesta intuitiva que de hecho esincorrecta.

He aquí un ejemplo: «Un bate y una bolacuestan en total 1,10 dólares. El bate cuesta undólar más que la bola. ¿Cuánto cuesta la bola?».

¡Rápido! ¿Cuál es la respuesta?¿Diez centavos?Buen intento, pero no. Aunque la intuición nos

empuja a decir 0,10 dólares, si nos basamos en lalógica más que en la intuición hemos de revisar larespuesta: «Si la bola costara 0,10 dólares, el batecostaría 1,10, lo que daría un total de 1,20, no1,10, ya que (0,1 + [1 + 0,1] = 1,2). En cuantocaemos en la cuenta de que nuestro instinto iniciales desacertado, recurrimos a nuestros recuerdos deálgebra del instituto y damos con la solucióncorrecta: cinco centavos (0,05 + [1 + 0,05] = 1,1).Suena de nuevo a examen SAT, ¿verdad?Enhorabuena a quienes hayan acertado. (Los queno, tranquilos, seguramente se habrían lucido enlas otras dos preguntas de este breve test.)

A continuación, se mide la inteligenciamediante un test verbal. Aquí nos presentan unaserie de diez palabras (como «menguar» o«paliar»), y por cada una hemos de elegir cuál deseis opciones tiene un significado más parecido.

Una semana después, vamos al laboratorio ynos sentamos en una silla frente a un ordenador.Una vez acomodados, comienzan las instrucciones:«Hoy realizarás tres tareas distintas, que evaluaráncapacidades de resolución de problemas,destrezas de percepción y conocimiento general.Por razones de conveniencia, las combinamostodas en una sesión».

Primero está la tarea de resolución deproblemas, ni más ni menos que nuestra fiel tareade matrices. Cuando han pasado los cinco minutosdel test, doblamos la hoja y la dejamos caer en elcubo de reciclaje. ¿Qué resultado comunicamos?¿Informamos de la puntuación real? ¿O ladisfrazamos un poco?

La segunda, la tarea de destrezas depercepción, es el test de puntos. Una vez más,podemos hacer todas las trampas que queramos.Hay un aliciente: si engañamos en todas laspruebas, podemos ganar 10 dólares.

Por último, la tercera y última tarea consisteen cincuenta preguntas de opción múltiple condificultad y tema diversos. Se incluyenbanalidades como «¿A qué distancia puede saltarun canguro?» (8 a 12 metros) o «¿Cuál es lacapital de Italia?» (Roma). Por cada respuestacorrecta recibimos 10 centavos, con un tope decinco dólares. En las instrucciones de esta última

prueba, se pide a los participantes que tracen uncírculo alrededor de la respuesta en el papel antesde transferirlas todas a la hoja con casillas.

Cuando llegamos al final, dejamos el lápizsobre la mesa. De repente, el experimentadorsuelta una exclamación: «¡Oh, vaya! ¡La hepifiado! He fotocopiado por error hojas concasillas que ya están marcadas con las respuestascorrectas. Lo siento. ¿Te importa usar una de estashojas marcadas? Intentaré borrar las marcas paraque no se vean demasiado, ¿vale?». Aceptamos,claro.

Después, el experimentador nos pide quepasemos las respuestas del papel a la hoja concasillas marcadas, tras lo cual destruimos elprimero con las respuestas originales, y sóloentonces entregamos la hoja marcada y cobramos.Como es lógico, al trasladar las respuestas nosdamos cuenta de que podemos hacer trampas: envez de transferir las respuestas propias, podemosconsignar las respuestas previamente marcadas y

ganar más dinero. (Desde el principio supe que lacapital de Suiza es Berna. Puse Zúrich sinpensarlo.)

Resumiendo, hemos participado en tres tareasen las que podemos ganar hasta 20 dólares quededicaremos a una comida, cerveza o el próximolibro. Sin embargo, el grado de éxito estará enfunción no sólo del coco y la pericia con los test,sino también de la brújula moral. ¿Haríamostrampas? Y en tal caso, ¿creemos que nuestrastrampas tienen algo que ver con lo listos quesomos? ¿Tienen algo que ver con lo creativos quesomos?

Observamos lo siguiente: como en el primerexperimento, los individuos más creativos tambiénpresentaban niveles superiores de deshonestidad.Sin embargo, la inteligencia y la deshonestidad noguardaban ninguna correlación. Esto significa quequienes engañaban más en cada una de las trestareas (matrices, puntos y conocimiento general)

tenían, en promedio, puntuaciones de creatividadsuperiores a las de los que no engañaban, pero suspuntuaciones de inteligencia no diferían mucho.

También estudiamos las puntuaciones de lostramposos extremos, los participantes queengañaban casi a tope. En cada una de las medidasde creatividad, mostraban puntuaciones superioresa las de quienes engañaban en un grado inferior.Una vez más, las puntuaciones de inteligencia noeran muy distintas.

Estirando el factor de tolerancia: el caso de lavenganza

La creatividad es sin duda un medio importantepara facilitar nuestra actividad fraudulenta, perodesde luego no es el único. En un libro anterior(Las ventajas del deseo), describí un experimentoconcebido para evaluar qué sucede cuando laspersonas están molestas por no haber sido bienatendidas. En síntesis, Ayelet Gneezy (profesora

de la Universidad de California, San Diego) y yocontratamos a un joven actor llamado Daniel paraque llevara a cabo para nosotros unos cuantosexperimentos en una cafetería local. Daniel pedíaa diversos clientes del bar que participasen en unatarea de cinco minutos a cambio de cinco dólares.Una vez aceptaban, les entregaba diez hojas depapel llenas de letras al azar y les pedía queencontrasen tantas letras idénticas adyacentescomo pudieran y las rodearan a lápiz con uncírculo. Tan pronto terminaban, él iba a la mesa decada uno a recoger los papeles, le entregaba unpequeño fajo de billetes y le decía: «Aquí estántus cinco dólares; por favor, cuéntalos, firma elrecibo y déjalo sobre la mesa. Ya volveré arecogerlo». Y se iba a otra mesa a repetir laoperación con otro participante. La clave es queles daba nueve dólares en vez de cinco, y lacuestión era cuántos participantes devolverían elcambio.

Ésta era la situación de «no interrupción».Otra serie de clientes —los de la situación de«interrupción»— se encontraban con un Danielalgo distinto. En plena explicación de la tarea,Daniel fingía que le vibraba el móvil. Llevaba lamano al bolsillo, sacaba el teléfono y decía: «Quétal, Mike, cómo va». Tras una pausa, decía contono entusiasta: «Perfecto, esta noche pizza a lasocho y media. ¿En mi casa o en la tuya?». Luegoponía fin a la llamada con un «hasta luego». Laconversación ficticia duraba unos doce segundos.

Daniel guardaba el móvil en el bolsillo y, sinhacer ninguna referencia a la interrupción, seguíaexplicando la tarea. A partir de ese momento, todoera igual que en la situación de «no interrupción».

Queríamos averiguar si los clientes tratadoscon mala educación se quedarían el dinero de máscomo forma de venganza contra Daniel. Puesresulta que sí. En la condición de «nointerrupción», el 45 por ciento de las personasdevolvían el dinero de más, pero hacían lo propiosólo el 14 por ciento de los interrumpidos. Aunque

nos parece muy triste que más de la mitad de lagente de la situación sin interrupción hicieratrampas, lo que es de veras alarmante es que, trasuna pausa de doce segundos, engañara muchísimamás gente de la situación con interrupción.

Si hablamos de deshonestidad, a mi juicioestos resultados sugieren que, en cuanto algo oalguien nos irrita, es mucho más fácil justificarnuestra conducta inmoral. La deshonestidad setorna represalia, una acción compensatoria contracualquier cosa que de entrada nos exaspere. Nosdecimos que no hacemos nada malo, sólo estamoshaciendo las paces. Incluso podemos llevar estaracionalización un paso más allá y convencernosde que estamos tan sólo restableciendo el karma yel equilibrio en el mundo. ¡Fantástico,emprendemos una cruzada por la justicia!

David Pogue, amigo mío y columnista detecnología del New York Times, captó algo delfastidio que sentimos respecto a la atención al

cliente —y el deseo de venganza que trae consigo—. Cualquiera que conozca a David dirá que es deesas personas siempre dispuestas a ayudar a quienlo necesite, por lo que sorprende de veras la ideade que se desvíe de ese camino para hacer daño aalguien —aunque, cuando nos sentimos heridos, esdifícil saber dónde está el nuevo límite de nuestrocódigo moral—. Y David, como veremosenseguida, es un individuo muy creativo. He aquísu canción (por favor, hay que cantarla según lamelodía de «Los sonidos del silencio»):

Hola correo de voz, viejo amigo he vuelto a pedir soporte técnico No he hecho caso del aviso de mi jefe he llamado un lunes por la mañana Ahora es de noche y mi cena primero se enfrió y ahora ya tienemoho… ¡Aún estoy a la espera! Escuchando los sonidos del silencio.

Parece que no entiendes. Creo que tus líneas no están tripuladas.He pulsado todas las teclas que me handicho, pero llevo 18 horas esperando. No es sólo que vuestro programa sehaya cargado mi Mac y que continuamente se cuelgue y falle;¡ha borrado mis tarjetas ROM! Y ahora el Mac emite los sonidos delsilencio.

En mis sueños fantaseo con descargar mi venganza en vosotros, tíos. Pongamos que os estrelláis con lamoto; la sangre os sale a chorros de loscortes. Con un hilo de fuerza llamáis al 911 y pedís un médico cualificado… ¡Lo habéis pillado! ¡Escucháis los sonidos del silencio!

Una historia italiana de venganza creativa

Cuando yo tenía diecisiete años y mi primoYoav dieciocho, en verano anduvimos demochileros por Europa pasándolo en grande.Conocimos a un montón de gente, vimos ciudadesy lugares maravillosos, visitamos museos… fueuna excursión europea perfecta para dosadolescentes inquietos.

Nuestro itinerario partía de Roma, atravesabaItalia y Francia y llegaba a Inglaterra. Cuandocompramos los abonos juveniles de tren, el amabletipo de la oficina de Eurail de Roma nos dio unafotocopia de un mapa europeo de ferrocarriles, enel que con un bolígrafo negro marcócuidadosamente el recorrido que íbamos a seguir.Nos dijo que podíamos utilizar los abonos encualquier momento dentro del período de dosmeses pero que sólo podíamos viajar por esa rutaconcreta que él había trazado. Grapó el fino mapaa un recibo impreso y nos lo entregó todo. Alprincipio, estábamos seguros de que ningún

revisor respetaría ese mapa tan poco sofisticado yla combinación de billetes, pero el hombre de lataquilla nos aseguró que no necesitábamos nadamás, como así resultó ser.

Tras disfrutar de los lugares de interés deRoma, Florencia, Venecia y otras ciudadesitalianas más pequeñas, pasamos unas cuantasnoches en la orilla de un lago de las afueras deVerona. La última noche, al despertar descubrimosque alguien nos había registrado las mochilasdesparramando su contenido por todas partes. Trashacer esmerado inventario de nuestraspertenencias, vimos que toda la ropa e incuso lacámara seguían ahí. Sólo faltaban las zapatillas derepuesto de Yoav. Lo habríamos considerado unapérdida de poca importancia salvo por el hecho deque la madre de Yoav (mi tía Nava), en su infinitasabiduría, había querido asegurarse de quetuviéramos algún efectivo extra en caso de que nosrobaran el dinero. Así que había metido unoscientos de dólares en las zapatillas de repuesto deYoav. La ironía de la situación era dolorosa.

Decidimos dar una vuelta por la ciudad por siveíamos a alguien calzando las zapatillas de Yoavy luego fuimos a la policía. Como los policíaslocales hablaban poco inglés, fue bastante difícilexplicar la naturaleza del delito: que nos habíanrobado un par de zapatillas y que en la suela de laderecha había dinero escondido. Como cabíaesperar, no recuperamos las zapatillas de Yoav, loque nos dejó un tanto desazonados. Se trataba deun giro injusto de los acontecimientos. Europa nosdebía una.

Aproximadamente una semana después del robo delas zapatillas, decidimos añadir a nuestra ruta lavisita a Suiza y Holanda. Habríamos podidocomprar nuevos billetes de tren para el desvío,pero recordando los zapatos robados y la pocaayuda de la policía italiana, preferimos ampliarnuestras opciones con un poco de creatividad.Mediante un bolígrafo negro como el delexpendedor de billetes, en el mapa fotocopiado

trazamos otra ruta que pasaba por Suiza antes decruzar Francia y llegar a Inglaterra. Ahora en elmapa se apreciaban dos rutas posibles: la originaly la modificada. Cuando lo enseñamos a losprimeros revisores, éstos no hicieron comentarioalguno sobre nuestra obra de arte, así que durantevarias semanas seguimos dibujando recorridosadicionales.

El chanchullo funcionó hasta que fuimoscamino de Basilea. El revisor suizo examinó losabonos, frunció el ceño, meneó la cabeza y nos losdevolvió.

«Tenéis que comprar un billete para estaparte del viaje», nos dijo.

«Oh, pero mire, señor», replicamos conmucha educación, «Basilea está en nuestrorecorrido.» Y señalamos la vía modificada delmapa.

Al revisor no se le veía muy convencido.«Lo siento, pero tenéis que pagar el billete a

Basilea, si no tendré que pediros que bajéis deltren.»

«Pero, señor —alegamos—, los demásrevisores han aceptado los abonos sin ningúnproblema.»

El hombre se encogió de hombros y cabeceóde nuevo.

«Por favor, señor —suplicó Yoav—, si nosdeja ir a Basilea, le daremos esta cinta de losDoors. Es una gran banda de rock americana.»

El revisor no le vio la gracia ni se mostróespecialmente interesado en los Doors. «Muybien», dijo. «Podéis ir a Basilea.»

No estamos seguros de si finalmente estuvode acuerdo con nosotros, valoró el gesto o se diopor vencido sin más. Tras ese incidente noañadimos más recorridos al mapa, y prontoregresamos a la ruta original.

Al recordar nuestra conducta deshonesta, estoytentado de achacarlo a la estupidez de la juventud.Pero sé que esto no es todo. De hecho, me da laimpresión de que hay diversos aspectos de la

situación que facilitaron nuestro comportamiento yjustificaron nuestras acciones como perfectamenteaceptables.

Para empezar, estoy seguro de que estar solosen un país extranjero por primera vez nos hizosentir más cómodos con las nuevas reglas queestábamos creando.* Si nos hubiéramos parado areflexionar un poco en nuestras acciones, sin dudahabríamos reconocido su gravedad, pero de algúnmodo, sin pensar demasiado, imaginamos que lascreativas ampliaciones de la ruta formaban partedel procedimiento general de Eurail. Segundo,quizá la pérdida de unos cientos de dólares y laszapatillas de Yoav nos hizo ver lo justo de ciertavenganza y que Europa nos debía compensar.Tercero, como íbamos a la aventura, tal vez desdeel punto de vista moral también nos sentíamos másaudaces. Cuarto, justificábamos nuestras accionesconvenciéndonos de que en realidad no estábamoshaciendo daño a nadie. Al fin y al cabo, sólohabíamos trazado unas cuantas líneas en un trozode papel. El tren seguía igualmente por su vía;

además, los trenes no iban nunca llenos, por lo queno quitábamos el sitio a nadie. Tambiénexcusábamos nuestra acción con facilidad antenosotros mismos porque, cuando compramos losbilletes, habríamos podido escoger una rutadistinta por el mismo precio. Y como para laoficina de Eurail los diferentes recorridos eraniguales, ¿por qué era importante que en unmomento dado decidiéramos cambiar de ruta?(Quizá es así como las personas defienden suproceder en la compra de acciones predatadas.)Una última fuente de justificación tenía que vercon la naturaleza física del propio billete. Como elexpendedor de Eurail nos había dado un simplepapel fotocopiado con un dibujo a mano de la rutaplaneada, nos resultaba físicamente fácil efectuarlos cambios —y como sólo estábamos marcandoel camino igual que el vendedor de billetes(trazando líneas en un trozo de papel)—, estafacilidad física pronto se transformó también enfacilidad moral.

Cuando pienso en todos estos pretextos, medoy cuenta de lo amplia y expansiva que es nuestracapacidad para justificar y de lo frecuentes quepueden ser las racionalizaciones en prácticamentetodas las actividades diarias. Tenemos unaincreíble capacidad para distanciarnos de milmaneras del conocimiento de que estamosinfringiendo las normas, sobre todo cuandonuestras acciones están a unos pasos de la causadirecta de daño a otros.

El departamento del tramposo

Pablo Picasso dijo una vez lo siguiente: «Losbuenos artistas copian, los grandes artistas roban».A lo largo de la historia, no han faltado losprestatarios creativos. William Shakespeare hallóideas para argumentos en fuentes históricasclásicas griegas, romanas e italianas, y basándoseen ellas escribió brillantes obras. Incluso Steve

Jobs presumía de vez en cuando de que, comoPicasso, a Apple no le daba ninguna vergüenzarobar grandes ideas.

Hasta ahora, nuestros experimentos sugeríanque, si se trata de engañar, la creatividad es unafuerza rectora. Sin embargo, no sabíamos sipodíamos incrementar la creatividad de un grupode personas y, con ello, aumentar también su nivelde deshonestidad. Aquí es donde daríamos elnuevo paso en nuestra investigación empírica.

En la siguiente versión del experimento,Francesca y yo queríamos averiguar si podíamoselevar el grado de engaño haciendo simplementeque nuestros participantes tuvieran una mentalidadmás creativa (usando lo que los científicossociales denominan priming [imprimación]).Imaginemos que somos uno de los participantes.Nos explican la tarea de los puntos. Empezamoscompletando una tanda de entrenamiento por la queno cobramos nada. Antes de hacer la transición ala fase real —la que conlleva el pago sesgado—,nos piden que realicemos una tarea de creación de

frases. (Utilizamos nuestra magia inductora decreatividad mediante una tarea de frases revueltas,una táctica común para cambiar las mentalidadesmomentáneas de los participantes.) En esta tarea,nos dan veinte series de cinco palabraspresentadas en un orden aleatorio (como «cielo»,«es», «el», «por qué», «azul»), y nos piden queconstruyamos en cada caso una frasegramaticalmente correcta de cuatro palabras («elcielo es azul»). Lo que no sabemos es que la tareatiene dos versiones diferentes y que sólo vamos aver una de ellas. Una versión es la serie creativa,en la que doce de las veinte frases incluyenpalabras relacionadas con la creatividad(«creativo», «original», «novedoso», «nuevo»,«ingenioso», «imaginación», «ideas», etcétera). Laotra es la serie control, en la que ninguna de lasveinte frases incluye palabra alguna relacionadacon la creatividad. Nuestro objetivo era«imprimar» a algunos participantes con unamentalidad más innovadora, ambiciosa, a lo Albert

Einstein o Leonardo da Vinci, usando las palabrasasociadas a la creatividad. Todos los demásseguían con su modo de pensar habitual.

En cuanto concluimos la tarea de las frases(en una de las dos versiones), volvemos a la tareade los puntos. Pero esta vez lo hacemos por dinerode verdad. Igual que antes, ganamos medio centavopor elegir el lado izquierdo y cinco centavos porelegir el derecho.

¿Qué tipo de cuadro pintaban los datos?Facilitar una mentalidad más creativa, ¿afectaba ala moralidad de la persona? Aunque los dosgrupos tenían un rendimiento parecido en lastandas de entrenamiento de la tarea de los puntos(cuando no se cobraba), sí había diferencia tras latarea de las frases revueltas. Como cabía suponer,los participantes imprimados con las palabrascreativas elegían «lado derecho» (la respuesta porla que se pagaba más) con mayor frecuencia quelos de la condición de control.

Hasta aquí, parecía que una mentalidad creativapodía ayudar a la gente a engañar un poco más. Enla etapa final del estudio, queríamos ver lacorrelación entre la creatividad y el engaño en elmundo real. Nos dirigimos a una importanteagencia de publicidad en la que la mayoría de susempleados respondieron a una serie de preguntassobre dilemas morales, por ejemplo, «¿cuál es laprobabilidad de que hinches tu informe degastos?», «¿cuál es la probabilidad de que le digasa tu supervisor que estás avanzando en un proyectocuando no es verdad?» o «¿cuál es la probabilidadde que te lleves a casa material de la oficina?».También les preguntábamos en qué departamentotrabajaban (contabilidad, publicidad, ventas,diseño, etcétera). Por último, el máximoresponsable de la agencia nos explicó cuántacreatividad hacía falta en cada departamento.

Ahora ya conocíamos la actitud moral básicade cada empleado, sus departamentos y el nivel decreatividad que cabía esperar en cada uno.Provistos de estos datos, calculamos la

flexibilidad moral de los empleados en cada unode los distintos departamentos y cómo estaflexibilidad estaba relacionada con la creatividadexigida en sus respectivas ocupaciones. Y resultóque ese nivel de flexibilidad moral tenía muchoque ver con el nivel de creatividad requerido en sudepartamento y su trabajo. Los diseñadores y losredactores publicitarios estaban en los primerospuestos de la escala de flexibilidad moral, y loscontables, en los últimos. Al parecer, cuandoaparece la «creatividad» en la descripción denuestro empleo, significa que, en el caso de laconducta deshonesta, somos más susceptibles dedecir «adelante».

El lado oscuro de la creatividad

Desde luego, estamos habituados a oír hablar biende la creatividad como virtud personal eimportante instrumento para el progreso de lasociedad. Se trata de un rasgo que desean no sólo

los individuos sino también las empresas y lascomunidades. Honramos a los innovadores,elogiamos y envidiamos a quienes tienen unamente original, y meneamos la cabeza cuando otrosno son capaces de salirse de losconvencionalismos.

Hay buenas razones para ello. La creatividadaumenta nuestra capacidad para resolverproblemas generando posibilidades para nuevosenfoques y soluciones. Es lo que ha permitido a lahumanidad rediseñar el mundo de maneras (aveces) beneficiosas con inventos que van desdelos sistemas de alcantarillado y agua potable a lospaneles solares, desde los rascacielos a lananotecnología. Aunque todavía queda muchocamino por recorrer, podemos agradecer a lacreatividad buena parte de nuestro progreso.Después de todo, sin pioneros como Einstein,Shakespeare o da Vinci el mundo sería un lugarmucho más deprimente.

De todos modos, esto es sólo parte de lahistoria. Igual que gracias a la creatividadvisualizamos soluciones originales a problemaspeliagudos, también encontramos caminos paraeludir reglas, lo que nos permite reinterpretarcontinuamente la información de una manerainteresada. Poner a trabajar nuestra mente creativasirve para idear un relato que nos permite tener lomejor de un mundo y su contrario e inventarhistorias en las que siempre somos el héroe, nuncael villano. Si la clave de la deshonestidad es lacapacidad para considerarnos personas honestas ymorales sacando al mismo tiempo provecho delengaño, la creatividad puede ayudarnos a contarmejores historias que nos permitan ser aún másdeshonestos pero, con todo, seguir teniéndonos porpersonas honradísimas.

La combinación de resultados positivos ydeseados, por un lado, y el lado oscuro de lacreatividad, por otro, nos ponen en un aprieto.Aunque necesitamos y queremos creatividad,también está claro que, según en qué

circunstancias, puede tener una influencia negativa.Como cuenta el historiador (y también colega yamigo) Ed Balleisen en el libro Suckers,Swindlers, and an Ambivalent State, de próximapublicación, cada vez que se traspasan fronterastecnológicas —sea la invención del serviciopostal, el teléfono, la radio, el ordenador o lostítulos respaldados por hipotecas—, esos avancespermiten a las personas aproximarse a lasfronteras tanto de la tecnología como de ladeshonestidad. Sólo más adelante, en cuanto sehayan establecido las capacidades, los efectos ylas limitaciones de una tecnología, podemosdeterminar los medios tanto deseables comoabusivos para utilizar esas nuevas herramientas.

Por ejemplo, Ed revela que una de lasprimeras funciones del servicio de correos de losEE. UU. era vender productos que no existían. Setardó un tiempo en descubrir el problema delfraude postal, que a la larga fue el preludio de uncontundente conjunto de regulaciones que ahoragarantizan la gran calidad, eficiencia y confianza

en este importante servicio. Si pensamos en losavances tecnológicos desde esta perspectiva,llegamos a la conclusión de que debemos dar lasgracias a algunos estafadores creativos por ciertosprogresos e innovaciones que hemos llevado acabo.

¿Dónde nos deja esto? Está claro que hemosde seguir contratando personas creativas, aspirar aser creativos y seguir estimulando la creatividaden los demás. No obstante, también tenemos queentender las conexiones entre la creatividad y ladeshonestidad e intentar limitar los casos en losque los individuos creativos pueden verse tentadosde utilizar sus destrezas para encontrar nuevasformas de mal comportamiento.

Por cierto, no estoy seguro de si lo he mencionado,pero creo que soy la mar de honesto, y creativocomo pocos.

CAPÍTULO 8

El engaño como infección: cómo noscontagiamos del microbio de la

deshonestidad

Paso bastante tiempo dando charlas por todo elmundo sobre los efectos de la conducta irracional.Por tanto, he de ir a menudo en avión. Un itinerariotípico incluía volar desde mi casa, en Carolina delNorte, hasta Nueva York, y luego a São Paulo,Brasil; Bogotá, Colombia; Zagreb, Croacia; SanDiego, California; y de nuevo a Carolina delNorte. Al cabo de unos días volaba a Austin,Texas; Nueva York; Estambul, Turquía; Camden,Maine; y por fin (agotado) otra vez a casa. En elproceso de acumulación de todos esos kilómetros,

he recibido un sinfín de insultos y agraviosmientras intentaba cruzar los controles paraintentar recuperar el equipaje perdido. Pero estono es nada en comparación con la aflicción deestar enfermo en un viaje, por lo que siempreprocuro reducir al mínimo mis posibilidades deenfermar.

En un vuelo transatlántico concreto, mientraspreparaba una charla que daba al día siguientesobre los conflictos de interés, mi vecino parecíatener un fuerte resfriado. No sé si fue por suenfermedad, mi miedo a contagiarme de algo engeneral, la falta de sueño o sólo la naturalezaaleatoria y divertida de las asociaciones libres...,el caso es que empecé a pensar en la semejanzaentre los gérmenes que mi compañero de asiento yyo estábamos pasándonos uno a otro y la recientepropagación de deshonestidad empresarial.

Como he mencionado, el hundimiento deEnron estimuló mi interés en el fenómeno delengaño empresarial —interés que siguió creciendotras la oleada de escándalos de Kmart, WorldCom,

Tyco, Halliburton, Bristol-Myers Squibb, FreddieMac, Fannie Mae, la crisis financiera de 2008 y,por supuesto, Bernard L. Madoff InvestmentSecurities. Desde fuera daba la impresión de quela frecuencia de los escándalos financieros iba enaumento. ¿Se debía a mejoras en la detección de laconducta deshonesta e ilegal? ¿Era a causa de undeterioro de la brújula moral y un incremento realde la deshonestidad? ¿O en la deshonestidad habíatambién un elemento infeccioso que se extendíapor el mundo empresarial?

Entretanto, mientras crecía el montón depañuelos usados de mi acatarrado vecino, me pusea pensar si alguien podía verse infectado por un«virus de la inmoralidad». Si se producía unverdadero aumento en la deshonestidad social,¿podía propagarse como una infección, un virus ouna bacteria, transmitirse por la simpleobservación o el contacto directo? ¿Habría unaconexión entre esta idea de infección y el crecientedespliegue de engaño y la deshonestidad a nuestro

alrededor? Y si esta conexión existiera, ¿seríaposible detectar un «virus» con antelación eimpedir que causara estragos?

Me pareció una posibilidad fascinante. Encuanto llegué a casa empecé a leer sobre lasbacterias, y me enteré de que tenemosinnumerables bacterias dentro, sobre y alrededordel cuerpo. También aprendí que, si hay sólo unacantidad limitada de bacterias nocivas, nos lasarreglamos bastante bien. Sin embargo, suelensurgir problemas cuando su número es tan grandeque altera el equilibrio natural o si una cepa debacterias especialmente dañinas consigueatravesar las defensas del cuerpo.

A decir verdad, no soy ni mucho menos elprimero en haber creído en esta conexión. En lossiglos XVIII y XIX, los reformadores penitenciariosopinaban que los criminales, como los enfermos,debían estar en lugares aparte y bien ventiladospara evitar los contagios. Yo no tomaba laanalogía entre la deshonestidad y las enfermedadestan al pie de la letra como mis predecesores,

desde luego. Un miasma aerotransportadoseguramente no convertirá a nadie en un criminal.Pero aun a riesgo de estirar demasiado lametáfora, pensaba que el equilibrio natural de lahonestidad social también podía verse alterado sinos encontramos muy cerca de alguien que estáengañando. Quizá observar deshonestidad enpersonas cercanas sea más «infeccioso» que vereste mismo nivel de deshonestidad en personas notan cercanas ni influyentes en nuestra vida.(Veamos, por ejemplo, el latiguillo «lo heaprendido mirándote» de la campaña antidroga dela década de 1980: el anuncio avisaba de que «lospadres que consumen drogas tienen hijos queconsumen drogas».)

De acuerdo con la metáfora de lasinfecciones, empecé a pensar en la intensidad de laexposición al engaño y en cuánta conductadeshonesta podría hacer falta para inclinar labalanza de nuestras acciones. Si, por ejemplo,vemos a un compañero que sale del cuarto dematerial de la oficina con un puñado de bolígrafos,

¿pensamos enseguida que es correcto seguir suejemplo y coger también algo? Me da la impresiónde que no es éste el caso. Creo, más o menos comopasa con nuestra relación con las bacterias, queacaso haya un proceso más lento y sutil deacrecentamiento: quizá cuando vemos a alguienengañar, nos queda grabada una impresiónmicroscópica y nos volvemos ligeramente máscorruptos. La próxima vez que presenciemos unaconducta poco ética, nuestra moralidad seerosionará más y, a medida que nos expongamos aun mayor número de «gérmenes» inmorales,correremos un peligro mayor.

Hace unos años compré una máquina expendedorapensando que sería una herramienta interesantepara realizar experimentos relacionados confijación de precios y descuentos. Durante unassemanas, Nina Mazar y yo la utilizamos para verqué pasaba si aplicábamos un descuentoprobabilístico en vez de uno fijo. En otras

palabras, montamos la máquina de manera quealgunas ranuras de golosinas estaban marcadas conun 30 por ciento de descuento respecto al precioregular de un dólar, mientras otras ofrecían a losusuarios un 70 por ciento de posibilidades depagar el precio entero de un dólar y un 30 porciento de recuperar el dinero (por tanto, no pagarnada). A quienes tengan interés en los resultadosde este experimento les diremos que las ventas enque se podía devolver el dinero fueron casi eltriple. Este descuento probabilístico es unahistoria para otro momento, pero la idea delreembolso del dinero nos hizo pensar en otraforma de engañar.

Una mañana hice trasladar la máquina cercade un edificio de aulas del MIT y puse el preciointerno a cero para cada golosina. En el exterior,cada una costaba supuestamente 75 centavos. Peroen cuanto los estudiantes soltaban las monedas, lamáquina les daba tanto la golosina como el dinero.

También pusimos en la máquina un aviso bienvisible con un número al que llamar si la máquinafuncionaba mal.

Una colaboradora de la investigación estabasentada con la máquina al alcance de la vista,fingiendo trabajar con su portátil. Sin embargo,estaba anotando qué hacía la gente cuando seencontraba con la sorpresa de la chuchería gratis.Al cabo de un rato, estableció dos tipos deconducta. Primero, los alumnos cogíanaproximadamente tres golosinas. Tras sacar laprimera junto con el dinero, casi todoscomprobaban si volvía a pasar lo mismo (y asíera, desde luego). Y muchos decidían intentarlouna tercera vez. Pero nadie iba más allá. Losestudiantes sin duda se acordaban de algúnmomento en que una máquina de ésas se habíaquedado el dinero sin dar nada a cambio, así queprobablemente consideraban que de este modo seestaba compensando el karma con las máquinasexpendedoras.

También advertimos que más de la mitad delas personas buscaban alrededor, y cuando veían aalguien conocido, le invitaban a compartir elapetecible regalo. Se trataba sólo de un estudioobservacional, pero me indujo a sospechar quecuando hacemos algo discutible, el acto de invitara nuestros a amigos a participar puede ayudarnos ajustificar la conducta dudosa. Al fin y al cabo, silos amigos cruzan la línea ética con nosotros, ¿noparecerá así que la acción es más aceptable desdeel punto de vista social? Llegar a tal extremo paraexcusar la mala conducta quizá parezca exagerado,pero el hecho de que nuestras acciones concuerdencon las normas sociales de quienes nos rodeansuele servirnos de consuelo.

Engaños infecciosos en clase

Tras mi experiencia con la máquina expendedora,me dispuse a observar el carácter infeccioso delengaño también en otros sitios, incluyendo mis

clases. Hace unos años, al principio del semestrepregunté a los quinientos alumnos de mi asignaturade economía conductual si creían ser capaces deescuchar atentamente en clase mientras con elordenador realizaban actividades ajenas(Facebook, internet, e-mail, etcétera).Afortunadamente, casi todos dijeron que lescostaba hacer diversas tareas al mismo tiempo (locual es cierto). Después les pregunté si teníansuficiente autocontrol para no utilizar el portátil enactividades no relacionadas con la asignatura si lotenían delante. No levantó la mano casi nadie.

Entonces me vi ante el dilema de prohibir enel aula los portátiles (que por supuesto son útilespara tomar apuntes) o permitirlos aunqueañadiendo cierta intervención para ayudar a losalumnos a combatir la falta de autocontrol. Comooptimista que soy, les pedí que alzaran la manoderecha y repitieran conmigo lo siguiente: «Nuncajamás usaré el ordenador en este curso para nadaque no esté relacionado con la clase. No leeré ni

enviaré e-mails; no entraré en Facebook ni otrasredes sociales; y durante la clase no usaré internetpara explorar material ajeno a la asignatura».

Los alumnos repitieron estas palabrasdespués de mí, y yo me sentí muy satisfechoconmigo mismo… durante un tiempo.

De vez en cuando, pasaba vídeos en clasepara ilustrar algún punto y procurar a losestudiantes un cambio de ritmo y atención. Por logeneral, aprovecho ese rato para ir a la parte deatrás del aula y ver los vídeos desde ahí. Como eslógico, la posición en el fondo también me permitever directamente las pantallas de los portátiles delos alumnos. Durante las primeras semanas delsemestre, brillaban con material relacionado conla asignatura. Pero a medida que pasaba el tiempo,cada semana veía más pantallas —como setas trasla lluvia— con páginas web muy conocidas peroajenas a la asignatura, y que los programas deFacebook y del correo electrónico solían figuraren posición destacada.

En retrospectiva, creo que la oscuridad queacompañaba a los vídeos era uno de los culpablesdel deterioro de la promesa de los estudiantes. Encuanto el aula quedaba a oscuras y un alumnoutilizaba su portátil para una actividad ajena a laclase, aunque sólo fuera un minuto, muchos otros,no únicamente yo, podían ver lo que estabahaciendo. Esto muy probablemente inducía a otrosalumnos a seguir el mismo patrón de malaconducta. Como descubrí luego, la promesasincera fue útil al principio, pero a la larga nopudo competir con la emergente norma socialderivada de observar la mala conducta de losdemás.*

Una manzana podrida

Mis observaciones sobre el engaño en el campus ymis infinitas cavilaciones sobre la infección socialeran, naturalmente, sólo especulaciones. Paraadquirir una idea más informada de la naturaleza

infecciosa del engaño, Francesca Gino, ShaharAyal (profesor del Centro Interdisciplinario deIsrael) y yo decidimos realizar algunosexperimentos en la Universidad Carnegie Mellon,donde a la sazón Francesca era visitante.Montamos la tarea de matrices de la forma generaldescrita antes (aunque usábamos una versión másfácil), pero con unas cuantas diferenciasimportantes. La primera es que, junto a las hojascon las matrices, el experimentador entregaba acada participante un sobre de papel manila quecontenía 10 dólares en metálico (ocho billetes deun dólar y cuatro monedas de medio). Este cambioen el sistema de pago significaba que, al final delensayo, los participantes se pagaban a sí mismos ydejaban el dinero no merecido.

En la situación control, en la que no habíaocasión de engañar, un alumno resolvía sietecuestiones en el tiempo adjudicado, contaba elnúmero de problemas resueltos correctamente yretiraba del sobre la cantidad pertinente de dinero,que se guardaba en el bolsillo. A continuación,

entregaba la hoja y el sobre con el resto del dineroal experimentador, que revisaba las respuestas,contaba el cambio del sobre y despedía al alumnocon sus ganancias. De momento, todo bien.

En la situación «trituradora», lasinstrucciones eran algo diferentes. Aquí elexperimentador decía a los participantes losiguiente: «Después de contar las respuestas, id ala trituradora del fondo, destruid el cuestionario,regresad a vuestro sitio y coged del sobre de papelmanila la cantidad de dinero que hayáis ganado.Una vez hecho esto, ya podéis marcharos. Al salir,dejad el sobre con el dinero restante en la caja quehay junto a la puerta». Luego decía a losparticipantes que empezasen la prueba y se ponía aleer un grueso libro (para dejar claro que no habíanadie vigilando). Transcurridos los cinco minutos,el experimentador anunciaba que se había acabadoel tiempo. Los alumnos dejaban el lápiz, contabanlas respuestas correctas, destruían la hoja, volvíana su asiento, se pagaban a sí mismos y al salirdejaban en la caja el sobre con el cambio. Como

es lógico, los participantes en la situacióntrituradora afirmaban haber resuelto más matricesque los de la situación control.

Estas dos situaciones creaban el punto departida desde el que podríamos medir lo querealmente buscábamos: el componente social delengaño. A continuación, cogíamos la situacióntrituradora (en la que se podía engañar) y leañadíamos un elemento social. ¿Qué pasaría si losparticipantes veían a alguien —un Madoff enciernes— engañar descaradamente? ¿Alteraríaesto su nivel de fraude?

Imaginémonos como participantes en nuestradenominada condición Madoff. El experimentadorda las instrucciones a los participantes, sentadosfrente a sus mesas. «¡Podéis empezar!», anuncia.Nos metemos de lleno en el problema, intentandoresolver cuantas matrices sea posible paramaximizar las ganancias. Al cabo de unos sesentasegundos aún estamos en la primera cuestión. Vapasando el tiempo.

«¡He terminado!», dice un chico alto,flacucho y rubio poniéndose en pie y mirando alexperimentador. «¿Qué hago ahora?»

Imposible, pensamos. ¡No hemos resueltosiquiera la primera matriz! Todo el mundo lo miracon incredulidad. Está claro que ha hecho trampas.Nadie puede completar las veinte matrices enmenos de sesenta segundos.

«Destruye la hoja de papel», le dice elinstructor. El chico se dirige al fondo de la sala,hace trizas la hoja y dice: «Lo he resuelto todo, asíque no hay cambio. ¿Qué hago con el sobre?».

«Si no tienes que devolver dinero», contestael experimentador sin inmutarse, «deja el sobrevacío en la caja, y ya puedes irte.» El estudiante leda las gracias, se despide de todos y abandona lasala sonriendo tras haberse embolsado la sumaentera. Después de observar este episodio, ¿cómoreaccionamos? ¿Nos parece un escándalo que elmuchacho haya hecho trampas y se haya salido conla suya? ¿Cambiamos nuestra conducta moral?¿Engañamos menos? ¿Más?

Acaso nos consuele algo saber que el tipoque engañó de manera tan flagrante era unestudiante ficticio llamado David, contratado paradesempeñar este papel. Queríamos comprobar si,al ver la escandalosa conducta de David, losparticipantes reales seguirían su ejemplo,contagiándose del «virus de la inmoralidad», porasí decirlo, y empezarían a hacer más trampas.

He aquí lo que observamos. En la condiciónMadoff, los participantes afirmaban haber resueltoun promedio de 15 matrices de un total de 20, unasocho más que en la condición de control y unastres más que en la de trituradora. Resumiendo, losde la situación Madoff se pagaban a sí mismos porun número de respuestas que aproximadamenteduplicaba las realmente acertadas.

Veamos un rápido resumen:

Aun siendo interesantes, estos resultadostodavía no nos dicen por qué los participantes enla situación Madoff engañaban más. Dada laactuación de David, los participantes habríanpodido hacer un cálculo rápido y decirse a símismos: «Si él puede engañar y salirse con lasuya, será que yo puedo hacer lo mismo sin miedode que me descubran». En tal caso, la acción deDavid habría modificado el análisis coste-beneficio de los participantes al poner claramentede manifiesto que, en este experimento, podían

hacer trampas sin sufrir castigo. (Es la perspectivaSMORC que vimos en el capítulo 1, «Test delModelo Simple de Crimen Racional».)

Una posibilidad muy distinta es que lasacciones de David de algún modo indicaran a losotros participantes de la sala que esta clase decomportamiento era socialmente aceptable, o almenos posible, entre sus iguales. En muchas áreasde la vida, nos fijamos en los demás para aprendercuáles son las conductas apropiadas y cuáles lasno apropiadas. La deshonestidad acaso sea uno delos ejemplos en que las normas socialesdefinitorias de la conducta aceptable no están muyclaras y la conducta de los otros —en este caso,David— puede determinar nuestras ideas sobre loque está bien y lo que no. Partiendo de estaperspectiva, el mayor engaño observado en lacondición Madoff podría deberse no a un análisisracional coste-beneficio, sino más bien a ciertainformación nueva y a una revisión mental de loque es aceptable dentro de los límites morales.

Para analizar cuál de las dos posibilidadesexplica mejor el mayor engaño en la situaciónMadoff, montamos otro experimento, con unainformación social-moral diferente. En el nuevosistema, queríamos ver si suprimir todapreocupación sobre ser descubierto pero sinrepresentar ningún ejemplo de engaño induciría alos participantes a engañar más. Hicimos venir aDavid de nuevo, pero esta vez él formulaba unapregunta mientras el experimentador estabaconcluyendo las instrucciones. «Perdón», dijo alexperimentador con voz fuerte, «dadas estasinstrucciones, ¿puedo decir sin más que lo heresuelto todo bien y llevarme todo el dinero?¿Sería correcto?» Tras una pausa de unossegundos, el experimentador respondía losiguiente: «Puedes hacer lo que quieras». Porrazones obvias, la denominamos la situación «dela pregunta». Tras escuchar esta conversación, losparticipantes entendían enseguida que, en eseexperimento, podían engañar sin peligro. Si somosuno de los participantes, ¿esta interpretación nos

anima a hacer más trampas? ¿Llevamos a cabo unrápido análisis coste-beneficio y calculamos quepodemos irnos con algo de pasta inmerecida? Alfin y al cabo, el experimentador lo ha dicho muyclaro, «puedes hacer lo que quieras», ¿no?

Veamos ahora cómo esta versión delexperimento puede ayudarnos a entender quépasaba en la condición Madoff, en el que seprocuraba a los participantes un ejemplo vivo deconducta fraudulenta, lo que les daba dos tipos deinformación: desde una perspectiva de coste-beneficio, ver a David salir con todo el dinero lesrevelaba que, en ese experimento, el engaño nocomportaba consecuencias negativas. Al mismotiempo, la acción de David les proporcionaba lapista social de que, al parecer, individuos comoellos estaban haciendo trampas en eseexperimento. Como la condición Madoff incluíaambos elementos, no podíamos saber si el mayorengaño que se producía a continuación se debía auna reevaluación del análisis coste-beneficio, a lapista social, o a ambas.

Aquí es donde viene bien la situación «de lapregunta», en la cual está presente sólo el primerelemento (perspectiva coste-beneficio). CuandoDavid formuló la pregunta y el experimentadorconfirmó que engañar era posible y encima noconllevaba consecuencias, a los participantes lesquedó claro que, en ese montaje, engañar nosuponía ningún inconveniente. Y lo que es másimportante: la situación de la pregunta modificabala interpretación de los participantes respecto delas consecuencias sin darles un ejemplo vivo niuna pista social de alguien de su grupo que hicieratrampas. Si el grado de engaño en la situación dela pregunta fuera el mismo que en la situaciónMadoff, llegaríamos a la conclusión de que lacausa del mayor nivel de engaño en ambassituaciones era muy probablemente la informaciónde que el engaño no tendría consecuencias. Porotro lado, si la cantidad de engaño en la situaciónde la pregunta fuera mucho menor que en lasituación Madoff, deduciríamos que la causa delnivel tan elevado de engaño en la situación Madoff

era la señal social: percibir que las personas delmismo grupo social consideran aceptable hacertrampas en estas circunstancias.

¿Qué creen que pasó? En la situación de lapregunta, los participantes afirmaban haberresuelto un promedio de diez matrices —unas tresmás que en la situación control (o sea, hacíantrampas), pero unas dos menos que en la situacióntrituradora y cinco menos que en la Madoff. Trasoír al experimentador decirle a David que podíahacer lo que quisiera, el engaño en realidaddisminuyó. Esto era lo contrario de lo que habríapasado si los participantes hubieran realizado sóloun análisis racional coste-beneficio. Además, esteresultado sugiere que, cuando somos conscientesde la posibilidad de conducta inmoral,reflexionamos sobre nuestra moralidad (algoparecido a los experimentos de los DiezMandamientos y el código de honor del capítulo 2,«Diversión con el factor de tolerancia»). Y comoconsecuencia de ello, nos comportamos de formamás honesta.

Una declaración de moda

Aunque estos resultados eran prometedores, aúnqueríamos conseguir más pruebas y respaldosdirectos a la idea de que engañar podía sercontagioso desde el punto de vista social. Así quedecidimos meternos en el mundo de la moda.Bueno, más o menos.

La estructura de nuestro siguienteexperimento era la misma que en la situaciónMadoff: el actor se levantaba unos segundos yanunciaba que lo había resuelto todo, etcétera.Pero esta vez había una diferencia relacionada conla moda: el actor lucía una sudadera de laUniversidad de Pittsburgh.

Me explicaré. Pittsburgh tiene dosuniversidades de talla mundial, la de Pittsburgh(UPitt) y la Carnegie Mellon (CMU). Como pasacon muchas instituciones de aprendizaje superiorque están próximas, una y otra arrastran una viejarivalidad. Este espíritu competitivo era

precisamente lo que necesitábamos para seguirexaminando nuestra hipótesis del engaño comocontagio social.

Llevamos a cabo la totalidad de los ensayosen la Universidad Carnegie Mellon, a la quepertenecían todos los participantes. En lacondición básica Madoff, David llevaba unacamiseta lisa y unos vaqueros, por lo que todo elmundo daba por sentado que era alumno deCarnegie Mellon, como los demás participantes.Sin embargo, en la nueva situación, quedenominaremos «Madoff-intruso», David lucía unasudadera de UPitt dorada y azul. Esto indicaba alos demás estudiantes que era alguien de fuera —un alumno de UPitt— y no parte de su gruposocial; de hecho, pertenecía a un grupo rival.

La lógica de esta situación era parecida a lade la situación de la pregunta. Razonábamos que,si el mayor engaño observado en la situaciónMadoff se debía a comprender que si David podíahacer trampas y salirse con la suya los demástambién podían, daba igual que David vistiera

como un alumno de CMU o de UPitt. Al fin y alcabo, la información de que no había respuestasnegativas al engaño mayúsculo era la misma conindependencia del atuendo. Por otro lado, si elmayor engaño en la situación Madoff se debía auna norma social emergente según la cual engañaren el grupo social propio era aceptable, estainfluencia funcionaría sólo cuando el actor formaraparte del grupo afín (alumno de Carnegie Mellon),no si pertenecía a un grupo rival (alumno deUPitt). Por tanto, el elemento crucial de estediseño era el vínculo social entre David y losotros participantes: cuando lucía la sudadera deUPitt, ¿los estudiantes de CMU seguiríaninspirándose en él u opondrían resistencia a suinfluencia?

Resumiendo los resultados obtenidos hastaahora, he aquí lo que tenemos: cuando era posibleengañar en la condición trituradora pero David nolo publicitaba, los alumnos afirmaban haberresuelto, en promedio, doce matrices —cinco másque en la condición de control. Cuando, en la

situación Madoff, David se levantaba llevandopuesto un atuendo típico de CMU, los participantesafirmaban haber resuelto unas quince matrices.Cuando David formulaba una pregunta sobre laposibilidad de engañar y le aseguraban que eraposible, los participantes decían haber resueltosólo diez. Por último, en la situaciónMadoffintruso (cuando David lucía una sudaderade UPitt), los alumnos que le habían visto engañarafirmaban haber resuelto sólo nueve matrices.Todavía engañaban respecto a la situación control(por unas dos matrices), pero declaraban unas seismatrices menos que cuando se suponía que Davidformaba parte de su grupo social CMU.

Los resultados eran como sigue:

En conjunto, estos resultados ponen demanifiesto que el engaño no es sólo común sinotambién infeccioso, y puede aumentar cuandoobservamos la mala conducta de quienes nosrodean. En concreto, parece que las fuerzassociales circundantes funcionan de dos formasdistintas: si el tramposo es integrante de nuestrogrupo social, nos identificamos con él y, como

consecuencia de ello, nos parece que engañar esmás aceptable desde el punto de vista social. Noobstante, si el tramposo es un intruso, nos cuestamás justificar nuestra mala conducta, y nosvolvemos más éticos movidos por el deseo dedistanciarnos de esa persona inmoral y de ese otrogrupo hostil (mucho menos moral).

En términos más generales, estos resultadosponen de manifiesto lo decisivas que son otraspersonas en la definición de límites aceptablespara nuestra conducta, incluido el engaño. Sivemos a los otros miembros de nuestros grupossociales comportarse de manera no aceptable, esprobable que también reconsideremos la brújulamoral interna y adoptemos su conducta comomodelo propio. Y si el miembro de nuestro grupoafín resulta ser una figura con autoridad —padre,jefe, maestro o alguien a quien respetemos—, aúnhay más posibilidades de que nos veamosarrastrados a ello.

La gente guapa

Una cosa es irritarse por culpa de una panda dealumnos que engañan a su universidad por unosdólares (aunque incluso este engaño engordarápido), y otra es la institucionalización del fraudea una escala mayor. Cuando unos cuantos conacceso a información privilegiada se desvían de lanorma, contagian a los de alrededor, quienes a suvez contagian a otros, etcétera —lo que, a mijuicio, ocurrió con Enron en 2001, en Wall Streethasta 2008, y en otros muchos casos.

Es fácil imaginar el escenario siguiente: unconocido banquero llamado Bob, de Giantbank, semete en asuntos turbios —precios excesivos dealgunos productos financieros, demora en informesde pérdidas hasta el año próximo, y asísucesivamente—, y en el proceso gana carretadasde dinero. Otros banqueros de Giantbank seenteran de lo que está haciendo Bob. Van aalmorzar y, tras los martinis y los filetes, analizan

el comportamiento de su colega. En la mesa de allado, unos tipos de Hugebank oyen la conversaciónpor casualidad. Corre la voz.

En un tiempo relativamente corto, muchosbanqueros saben perfectamente que Bob no es laúnica persona que amaña algunos números. Porotra parte, le consideran miembro de su grupo afín.Para ellos, ahora manipular los números hallegado a ser una conducta aceptada, al menos enel terreno de «seguir siendo competitivo» y«maximizar el valor de las participaciones de losaccionistas».*

Veamos asimismo el escenario siguiente: unbanco utiliza su rescate gubernamental para pagardividendos a los accionistas (o quizá sólo sequeda el efectivo en vez de prestarlo). Pronto losdirectores de otros bancos comienzan a considerarapropiada esta conducta. Es un proceso fácil, unafalacia lógica. Además, la clase de cosas quepasan cada día.

El banco no es el único sitio donde se produceeste tipo lamentable de escalada, por supuesto.Podemos observarla en cualquier parte, incluidosorganismos políticos como el Congreso de los EE.UU. Un ejemplo de deterioro de las normassociales en los vestíbulos legislativos es el de loscomités de acción política (PAC). Estos grupos secrearon hace unos treinta años a fin de que losdiputados recaudasen dinero para que su partido ylos compañeros legisladores lo utilizaran enbatallas electorales difíciles. El dinero procedesobre todo de lobistas, empresas y grupos deintereses especiales, y las cantidades aportadas noestán restringidas en la misma medida que lascontribuciones a candidatos individuales. Apartede que paga impuestos y hay que informar delmismo al FEC, el dinero de los PAC está sometidoa pocas limitaciones.

Como es de suponer, los miembros delCongreso se han acostumbrado a utilizar susfondos PAC para una gama de actividades norelacionadas con las elecciones —facturas de

canguros, cuentas de bares, viajes a Colorado aesquiar, etcétera—. Es más, menos de la mitad delos millones de dólares obtenidos por los PAC hanido a políticos que actualmente están en campañaelectoral; el resto va habitualmente a diferentesextras: recaudación de fondos, gastos operativos,personal, etcétera. Tal como ha dicho Steve Henn,del programa Marketplace de NPR, «en larecaudación de fondos, los PAC ponen ladación».1

Para afrontar la malversación de los fondosde los PAC, la primera ley aprobada por elCongreso tras las elecciones de 2006 se proponíalimitar el gasto discrecional de los diputados,obligándoles a explicar públicamente cómo segastaban ese dinero. No obstante, y de manera untanto previsible bajo nuestro punto de vista, lalegislación parecía no tener efecto. Sólo unassemanas después de haber aprobado la ley, loscongresistas se comportaban tanirresponsablemente como antes: algunos segastaban el dinero en clubes de striptease,

fundiéndose miles de dólares en fiestas y engeneral comportándose como si no hubiera que darcuentas de nada.

¿Cómo puede ser? Muy sencillo. Con eltiempo, a medida que los congresistas han visto asus compañeros políticos usar fondos de los PACde manera discutible, su norma social colectiva vaa peor. Poco a poco se ha establecido que eldinero de los PAC se puede utilizar para todaclase de actividades personales y «profesionales»,de modo que ahora la malversación de los fondosde los PAC es tan habitual como los trajes y lascorbatas en la capital del país. Peter Sessions(congresista republicano de Texas) respondió asícuando le preguntaron tras haber perdido variosmiles de dólares en el Forty Deuce de Las Vegas:«Para mí ya no es fácil saber qué es normal».2

Dada la polarización del Congreso, cabríasospechar que tales influencias sociales negativasse limitarían al seno del partido. Es lógico que siun demócrata infringe las normas, su conductaafecte sólo a otros demócratas, y que la mala

conducta de los republicanos influirá sólo enrepublicanos. Sin embargo, mi (limitada)experiencia en Washington, D.C., me dice que,lejos de la vigilancia de los medios, las prácticassociales de republicanos y demócratas (pordispares que sean sus respectivas ideologías) separecen mucho más de lo que pensamos. Esto crealas condiciones bajo las cuales la conducta pocoética de cualquier diputado puede traspasar lasfronteras del partido e influir en otros, conindependencia de la filiación política.

Por si no estamos familiarizados conellas, las fábricas de trabajos académicosson empresas cuya única finalidad esproducir trabajos para estudiantes desecundaria y universitarios (a cambio decierta suma, claro). Afirman que los

trabajos pretenden ayudar al alumno aescribir el suyo propio, desde luego, perocon nombres como eCheat.com, el objetivoreal está bastante claro [cheat significa«engañar»]. (A propósito, en un momentodado el eslogan de eCheat.com era «No esengañar, sino colaborar».)

Por lo general, los profesores estánpreocupados por las fábricas de trabajosacadémicos y su impacto en el aprendizaje.Pero sin ninguna experiencia personal encuanto al uso de dichas fábricas ni ideaalguna sobre lo que hacen realmente o locompetentes que son, era difícil saberhasta qué punto es una cuestiónpreocupante. Así pues, Aline Grüneisen (ladirectora de laboratorio de mi centro deinvestigación en la Universidad de Duke) yyo decidimos examinar algunas de lasfábricas más populares. Y pedimos a

algunas de las empresas una serie detrabajos universitarios trimestrales típicoscuyo tema fuera (¡sorpresa!) el «engaño».

He aquí la tarea que externalizamos alas fábricas de trabajos:

¿Cuándo y por qué engaña la gente?Ver las circunstancias sociales implicadasen la deshonestidad y dar una respuestameditada al tema del engaño. Abordardiversas formas de engaño (personal,laboral, etcétera) y el modo en que cadauna puede ser racionalizada por unacultura social de la trampa.

Solicitamos un trabajo trimestral dedoce páginas para un nivel universitario depsicología social, con quince referencias,estructurado con arreglo al estilo de laAsociación Americana de Psicología(APA), y que debía estar terminado en dos

semanas. A nuestro juicio, se trataba deuna petición bastante básica yconvencional. Las empresas nos cobraronpor adelantado entre 150 y 216 dólares.

Dos semanas después, lo querecibimos era lo que podríamos calificar degalimatías. Algunos de los trabajosintentaban imitar el estilo de la APA, peroninguno lo lograba sin errores mayúsculos.Las citas eran descuidadas y las listas dereferencia abominables: incluían fuentesdesconocidas y anticuadas, muchas de lascuales eran artículos online, mensajeseditoriales o blogs, y algunas simplemente,enlaces rotos. En cuanto a la calidad de lapropia escritura, los autores de todos lostrabajos parecían tener conocimientosendebles sobre lengua inglesa y estructurade un trabajo académico básico. Algunospárrafos saltaban torpemente de un tema aotro y a menudo incluían listas que

enumeraban diversas formas de engaño oprocuraban una larga serie de ejemplosnunca explicados ni relacionados con latesis del trabajo. De las numerosasafrentas literarias, seleccionamos lassiguientes joyas:

Engaño de los curanderos. Lacuración es diferente. Existe una curacióninofensiva, cuando los curanderos-charlatanes y los brujos hablan deaugurios, distintivos, daño del queapartarse, el regreso del esposo-esposa ycosas así. Lo leemos en los periódicos ysimplemente sonreímos. De todos modos,actualmente pocos creen en brujas.

Si la gran asignación del estudioemprendido sobre engaños académicos esuna sugerencia del gran anhelo de los

profesores por reducir el fraude, pareceposible que esta mentalidad intervenga enla creación de sus directrices en el aula.

Confiar a ciegas sólo en el amorestable, la lealtad, la responsabilidad y lahonestidad de las parejas se asimila a lacredulidad y la ingenuidad de las personasdel pasado.

Las generaciones futuras debenaprender de los errores históricos ydesarrollar un sentido de orgullo yresponsabilidad por sus acciones.

En ese punto nos sentimos bastantealiviados, pensando que aún no habíallegado el día en que los estudiantespudieran presentar trabajos procedentesde esas fábricas y obtener buenascalificaciones. Llegamos también a laconclusión de que si algún alumno

compraba un trabajo académico, comohicimos nosotros, se quedaría con laimpresión de haber tirado el dinero y no loharía más.

Pero la historia no termina aquí.Presentamos los trabajos enWriteCheck.com, una página web queinspecciona trabajos por si hay plagio, y sedescubrió que la mitad de ellos eran engran medida copias de otros existentes.Decidimos actuar y nos pusimos encontacto con las empresas de los trabajospara pedirles que nos devolvieran eldinero. Pues resulta que, a pesar de lassólidas pruebas de WriteCheck.com,insistían en que no habían plagiado nada.Una de las empresas llegó incluso aamenazar con ponernos una demanda yafirmó que se pondría en contacto con laoficina del decano de Duke para avisarle

de que yo había presentado trabajos queno eran míos. Huelga decir que jamásrecibimos ese reembolso…

¿Resultado de todo eso? Losprofesores no deben preocuparsedemasiado por las fábricas de trabajosacadémicos, al menos de momento. Larevolución tecnológica todavía no haresuelto este problema concreto de losestudiantes, sin otra opción que hacer suspropios trabajos (o quizás trampear a laantigua, aprovechando el de un alumno quecursara la asignatura el semestre anterior).

Sin embargo, a mí sí me preocupa laexistencia de fábricas de trabajosacadémicos y el mensaje que transmiten alos alumnos, esto es, la aceptacióninstitucional del engaño, no sólo mientrasestán estudiando sino también una vezlicenciados.

¿Cómo recobrar la salud ética?

La idea de que la deshonestidad puede transmitirsede una persona a otra mediante el contagio socialsugiere que, para ponerle freno, necesitamosadoptar un enfoque distinto. Por lo general,tendemos a considerar que las infraccionesmenores son precisamente esto: triviales eintrascendentes. Los deslices pueden serinsignificantes per se, pero cuando se acumulandentro de una persona, en muchos individuos y engrupos, quizá transmitan la señal de que esaceptable comportarse mal a gran escala.Partiendo de esta perspectiva, es importantecomprender que los efectos de las transgresionesindividuales pueden ir más allá de un actodeshonesto singular. Transmitida de una persona aotra, la deshonestidad tiene un efecto lento, furtivo,socialmente corrosivo. Mientras el «virus» muta yse propaga de una persona a otra, se desarrolla un

nuevo código de conducta, menos ético. Y aunquetodo es sutil y gradual, el resultado final puede serun desastre. Éste es el verdadero coste aun decasos secundarios de engaño y el motivo de quetengamos que estar más alerta en nuestrosesfuerzos por dominar incluso las infracciones másinsignificantes.

Así, ¿qué podemos hacer al respecto? Unapista puede estar en la Teoría de las VentanasRotas, base de un artículo escrito por GeorgeKelling y James Wilson en Atlantic en 1982.Kelling y Wilson sugerían un componente críticode mantenimiento del orden en barrios peligrosos,que no consistía simplemente en poner más policíade ronda. Según su idea, si las personas de unazona deteriorada ven un edificio con unas cuantasventanas rotas desde hace tiempo, tendrán latentación de romper aún más ventanas y dañar másel edificio y los alrededores, lo que crea un efectode desolación. Basándose en la Teoría de lasVentanas Rotas, para impedir el vandalismoproponían una estrategia sencilla: arreglar los

problemas cuando son pequeños. Si reparamoscada ventana rota (y otras secuelas de malasconductas) de inmediato, otros potencialesdelincuentes se lo pensarán mejor antes deportarse mal.

Aunque es difícil demostrar o refutar laTeoría de las Ventanas Rotas, su lógica esaplastante. Sugiere que no hemos de excusar, pasarpor alto ni perdonar delitos menores, pues lasconsecuencias pueden ser aún peores. Esto esespecialmente importante para quienes están en unprimer plano: políticos, funcionarios públicos,celebridades o presidentes de multinacionales.Quizá parezca injusto exigirles estándaressuperiores, pero si nos tomamos en serio la ideade que la conducta observada públicamente tieneun gran impacto en quienes la observan, ellosignifica que la mala conducta de esa misma gentepuede tener grandes consecuencias descendentesen la sociedad en general. En contraste con esto, alparecer los famosos suelen recibir por sus delitos

castigos más leves que el resto de la población, loque acaso dé a entender al público que esoscrímenes y desmanes no son tan malos.

La buena noticia es que también podemos sacarprovecho del lado positivo del contagio moraldando a conocer públicamente a los individuosque hacen frente a la corrupción. Por ejemplo,Sherron Watkins, de Enron; Coleen Rowley, delFBI, o Cynthia Cooper, de WorldCom, sonmagníficos ejemplos de personas que plantaroncara a la mala conducta interna de susorganizaciones; en 2002, la revista Time los eligióPersonajes del Año.

Los actos de honestidad son importantísimospara nuestro sentido de la moralidad social. Yaunque probablemente no serán noticias quecausen sensación, si asumimos el contagio social,también debemos reconocer la importancia de darpublicidad a acciones morales destacadas. Conmás ejemplos de comportamiento encomiable,

quizá seamos capaces de aumentar lo que para lasociedad son conductas aceptables y, a la larga,hacer que nuestras acciones sean mejores.

CAPÍTULO 9

Engaño en colaboración: por qué doscabezas no son necesariamente mejor

que una

Si el lector ha colaborado alguna vez con algunaorganización, sabrá que trabajar en equipo absorbemucho tiempo. Mediante la colaboración tienelugar mucha actividad económica y se tomanmuchas decisiones. De hecho, la mayoría de lasempresas de los EE. UU. dependen del trabajo engrupo, y más de la mitad de todos los empleadosamericanos pasan al menos parte del díatrabajando en un entorno grupal.1 Si contamos elnúmero de reuniones, sesiones de equipo yexperiencias de cooperación que hemos tenido en

los seis últimos meses, nos daremos cuenta alinstante de cuántas horas de trabajo consumenestas actividades. El trabajo en grupo tambiéndesempeña un papel destacado en la educación.Por ejemplo, la mayoría de los deberes de losalumnos de empresariales consisten en tareascolectivas, y muchas asignaturas universitariastambién incluyen proyectos a realizar en grupo.

Por lo común, las personas suelen creer quetrabajar en grupo influye de manera positiva en losresultados e incrementa la calidad global de lasdecisiones.2 (No obstante, buena parte de lasinvestigaciones han demostrado que lacolaboración puede reducir la calidad de lasdecisiones. Pero esto es un tema para otromomento.) En general, se cree que en lacolaboración hay poco que perder y mucho queganar: por ejemplo, alienta un mayor sentido decamaradería, eleva el nivel de diversión en eltrabajo y permite sacar provecho de las nuevas

ideas compartidas, todo lo cual se traduce enempleados más motivados y efectivos. ¿Qué tienede malo?

Hace unos años, en una de mis clases de posgrado,hablé sobre algunas de mis investigacionesrelacionadas con conflictos de interés (véasecapítulo 3, «Cegados por nuestras propiasmotivaciones»). Después, una alumna (la llamaréJennifer) me dijo que el tema le había tocado lafibra sensible. Le recordó un incidente acaecidounos años atrás, cuando trabajaba como contablepública titulada (CPA) para una gran empresa.

Jennifer me explicó que su trabajo consistíaen elaborar los informes anuales, redactar poderesde representación y confeccionar otros documentosque informaban a los accionistas sobre el estadode los asuntos en sus empresas. Un día, el jefe lepidió que junto a su equipo preparase un informepara la reunión anual de accionistas de uno de losclientes más importantes. La tarea consistía en

revisar todas las declaraciones financieras delcliente y determinar el estado de la empresa. Erauna gran responsabilidad, y Jennifer y su equipotrabajaron con ahínco para hacer un informeexhaustivo y detallado que a la vez fuera sincero yrealista. Hicieron todo lo que estuvo en su manopara que el informe fuera lo más exacto posible,sin, por ejemplo, exagerar los beneficios de laempresa ni pasar ninguna pérdida al siguiente añocontable. Finalmente, Jennifer dejó el borrador enla mesa del jefe y aguardó (un tanto ansiosa) surespuesta.

Ese mismo día, más tarde, Jennifer recibió elinforme con una nota del jefe que decía losiguiente: «No me gustan estos números. Por favor,reúne a tu equipo y prepárame una versiónrevisada para el próximo viernes». Bien, a su jefepodían «no gustarle» los números por muchasrazones, pero la nota no estaba del todo clara.Además, que no le «no gustaran» los números notenía nada que ver con que éstos estuvieranequivocados —lo que no se daba a entender en

ningún momento—. A Jennifer le pasaron por lacabeza un sinfín de preguntas: «¿Qué quería élexactamente? ¿Hasta qué punto debían ser distintoslos números? ¿Un 0,5 por ciento? ¿Un uno porciento? ¿Un cinco?». Tampoco entendía quién iba aser responsable de cualquiera de las «mejoras»que hiciera. Si las revisiones resultaban serdemasiado optimistas y alguien debía asumir laresponsabilidad en el futuro, ¿sería el jefe o ella?

La profesión de contable es en sí misma un tantoambigua. Hay algunas reglas claras, por supuesto.Pero luego hay un conjunto de sugerenciasimprecisas —conocidas como Principios deContabilidad de Aceptación General (GAAP, porsus siglas en inglés)— que los contables debenseguir. Estas directrices les dan un margenconsiderable: son tan generales que en lainterpretación de declaraciones financieras puedehaber bastante variación de un contable a otro. (Ya menudo existen incentivos financieros para

«matizar» las pautas en cierta medida.) Porejemplo, una de las normas, «el principio desinceridad», dice que el informe del contable hade reflejar «de buena fe» la situación financiera dela empresa. Todo esto está muy bien, pero «debuena fe» es excesivamente vago y muy subjetivo.Por supuesto, no todo (en la vida o en lacontabilidad) es cuantificable con precisión, pero«de buena fe» elude algunas cuestiones: ¿Significaque los contables pueden obrar de mala fe?* ¿Y aquién va dirigida esta buena fe? ¿A las personasque dirigen la empresa? ¿A quienes quieren quelos libros parezcan rentables y dignos deadmiración (lo cual incrementará sus primas yretribuciones)? ¿Debe ir dirigida a las personasque han invertido en la empresa? ¿O tiene que vercon quienes quieren contar con una idea clara de lasituación financiera de la empresa?

A la complejidad y ambigüedad inherentes asu tarea original, Jennifer añadía ahora una presiónadicional del jefe. Había elaborado un informeinicial que a ella le parecía de buena fe, pero cayó

en la cuenta de que le estaban pidiendo queincumpliera hasta cierto punto las reglas contables.Su jefe quería cifras que causaran buena impresiónen el cliente. Tras pensarlo un rato, llegó a laconclusión de que el equipo debía acatar lapetición de su superior; después de todo, era eljefe y sin duda sabía más que ella sobrecontabilidad, cómo trabajar con los clientes ycuáles eran sus expectativas. Al final, aunqueJennifer inició el proceso con la intención de serlo más precisa posible, acabó volviendo aempezar, revisando los balances anuales,cambiando los números y regresando con uninforme «mejor». Esta vez el jefe estuvosatisfecho.

Una vez Jennifer me hubo contado su historia,seguí pensando en su entorno de trabajo y el efectoque trabajar en equipo con su jefe y suscompañeros tuvo en la decisión de modificar unpoco el estado de cuentas. Jennifer estaba sin duda

en una situación laboral típica, pero lo que a mímás me llamaba la atención era que, en este caso,el engaño se producía en el contexto de un equipo,algo distinto de cualquier cosa que hubiéramosestudiado hasta el momento.

En todos nuestros experimentos anterioressobre trampas, una persona sola tomaba ladecisión de engañar (aunque estuviera estimuladapor una acción deshonesta de otro individuo). Sinembargo, en el caso de Jennifer había implicadadirectamente más de una persona, como suelepasar en los entornos profesionales. De hecho,para Jennifer estaba claro que, además de a ellamisma y a su jefe, sus acciones afectaban tambiéna los compañeros. Al final del año, el equipo seríaevaluado como grupo —y sus primas, subidas desueldo y perspectivas estaban entrelazadas.

Empecé a preguntarme por los efectos de lacolaboración en la honestidad individual. Cuandoformamos parte de un grupo, ¿estamos tentados deengañar más? ¿Menos? En otras palabras, ¿elescenario grupal es beneficioso o perjudicial para

la honestidad? Esta pregunta está relacionada conun tema que vimos en el capítulo anterior («Elengaño como infección»): si es posible que laspersonas «se contagien» el engaño unas a otras. Detodos modos, no es lo mismo el contagio socialque la dependencia social. Una cosa es observarconducta deshonesta en los otros y, partiendo deesto, modificar nuestras percepciones de cuálesson las normas sociales aceptables; pero la cosacambia cuando el bienestar económico de losdemás depende de nosotros.

Imaginemos que estamos trabajando en unproyecto con colegas. No necesariamente losvemos hacer nada sospechoso, pero sabemos quesaldrán beneficiados (igual que nosotros) siincumplimos un poco las normas. ¿Es másprobable que lo hagamos si sabemos que sacaránalgún provecho? El relato de Jennifer sugiere quela colaboración acaso nos impulse a tomarnosciertas libertades con las directrices morales, pero¿es éste el caso general?

Antes de realizar un recorrido por algunosexperimentos que estudian el impacto de lacolaboración en el engaño, hagamos una pausa ypensemos en posibles influencias positivas ynegativas de los equipos y la colaboración en latendencia a ser deshonestos.

Engaño altruista: posibles costes de lacolaboración

Los entornos laborales son socialmente complejos,con múltiples fuerzas en juego. Algunas de estasfuerzas quizá facilitan que ciertos procesos debase grupal conviertan las colaboraciones enoportunidades para engañar, en las que losindividuos hacen trampas en un grado superiorporque comprenden que sus acciones puedenbeneficiar a personas que les gustan y lesimportan.

Volvamos con Jennifer. Supongamos que erauna persona leal y que a ella le gustabaconsiderarse así. Supongamos también que lecaían bien su supervisor y los integrantes de suequipo y que quería sinceramente ayudarles. Talvez decidiera satisfacer la petición del jefe oincluso manipular un poco el informe partiendo deestas consideraciones —no por razones egoístas,sino porque se preocupaba por el bienestar de sujefe y de sus compañeros—. En su cabeza, losnúmeros «malos» quizás harían que el jefe y loscolegas perdieran el favor del cliente y la empresade contabilidad —con lo cual la preocupación deJennifer por su equipo podría impulsarla aincrementar la magnitud de su malcomportamiento.

Subyacente a este impulso está lo que loscientíficos sociales denominan «utilidad social».Este término se usa para describir la parteirracional pero muy humana y maravillosamenteempática de nosotros que nos lleva a interesarnospor los otros y actuar para ayudarlos cuando es

posible, incluso a costa de nosotros mismos.Todos estamos motivados para actuar por interéspersonal en cierta medida, pero también deseamoshacerlo de maneras que beneficien a quienes nosrodean, sobre todo los que nos importan. Estossentimientos altruistas nos empujan a ayudar a undesconocido que ha pinchado una rueda, adevolver una cartera que hemos encontrado en lacalle, a hacer trabajo voluntario en un albergue degente sin techo, a ayudar a un amigo necesitado,etcétera.

Esta tendencia a preocuparnos por los demástambién posibilita ser más deshonesto ensituaciones en las que actuar sin ética beneficia aotros. Partiendo de esta perspectiva, se nos ocurreengañar cuando hay otros implicados de maneraaltruista —en cuyo caso, como Robin Hood,engañamos porque somos buenas personas que nospreocupamos del bienestar de quienes nos rodean.

Atentos: posibles beneficios de la colaboración

En «El mito del anillo de Giges», de Platón, unpastor llamado Giges encuentra un anillo que lovuelve invisible. Con este nuevo poder, decidedelinquir a lo loco. Así que viaja a la corte del reyy seduce a la reina, con la que conspira para mataral rey y apoderarse del reino. Al contar la historia,Platón se pregunta si hay alguien vivo que puedaresistir la tentación de aprovecharse del poder dela invisibilidad. Así pues, la cuestión es si laúnica fuerza que nos impide llevar a cabofechorías es el miedo a ser vistos por los demás(un par de milenios después, J. R. R. Tolkienahondó en el tema en El señor de los anillos). Ami juicio, el mito de Platón ilustra muy bien laidea de que los entornos grupales pueden inhibir lapropensión a engañar. Cuando trabajamos en unequipo, puede que otros miembros del mismoactúen informalmente como monitores, de modoque, sabiendo que estamos siendo observados, nossentimos menos inclinados a actuar condeshonestidad.

Un ingenioso experimento de Melissa Bateson,Daniel Nettle y Gilbert Roberts (todos de laUniversidad de Newcastle) aclaraba la idea deque la mera sensación de estar siendo observadopuede inhibir la mala conducta. Este experimentose realizó en la cocina del Departamento dePsicología de la Universidad de Newcastle, dondehabía té, café y leche para los profesores y elpersonal. En la zona del té colgaba un letrerosegún el cual los consumidores de bebidas debíancontribuir con algo de efectivo a la caja de lahonestidad situada ahí cerca. En el espacio de diezsemanas el letrero estuvo decorado con imágenes,pero el tipo de imagen cambiaba cada semana.Durante cinco semanas, la decoración fueronflores, y durante otras cinco, ojos que mirabandirectamente a los bebedores. Al final de cadasemana, los investigadores contaban el dinero dela caja. ¿Qué se encontraban? Al final de lassemanas en que se veía la imagen de las flores,

había algo; pero cuando «miraban» los ojospenetrantes, en la caja había casi el triple dedinero.

Como ocurre con muchos hallazgos eneconomía conductual, este experimento generó unacombinación de noticias buenas y malas. Por ellado negativo, ponía de manifiesto que incluso losmiembros del departamento —de quienes cabríaesperar el mejor criterio— intentaban escaquearsey no pagar su parte de un bien común. Por el ladopositivo, revelaba que la simple sugerencia de serobservado los impulsaba a comportarse de maneramás honesta. También demuestra que no hace faltael planteamiento de un auténtico «Gran Hermanoorwelliano vigilante», y que ciertas sugerenciasmucho más sutiles de estar siendo observadopueden ser efectivas para aumentar la honestidad.Quién sabe. Quizá una señal de aviso, con miradapenetrante y todo, en la pared del jefe de Jenniferhabría sido determinante en la conducta de éste.

Al reflexionar sobre la situación de Jennifer,Francesca Gino, Shahar Ayal y yo comenzamos apreguntarnos cómo opera la deshonestidad enentornos colaboradores. ¿Ayuda el control areducir el engaño? ¿Las conexiones sociales engrupos incrementan tanto el altruismo como ladeshonestidad? Y si estas fuerzas ejercen suinfluencia en direcciones opuestas, ¿cuál de lasdos es mayor? Para esclarecer esta cuestión,recurrimos de nuevo a nuestro experimentofavorito de las matrices. Incluimos las situacionesde control básica (en la que no se podía engañar),la de trituradora (en la que sí se podía engañar), yañadimos una nueva que introducía un elemento decolaboración en la situación de trituradora.

Como primer paso para analizar los efectosde los grupos, no queríamos que los colaboradorestuvieran la oportunidad de discutir su estrategia ode hacerse amigos, por lo que ideamos unasituación de cooperación que excluyesefamiliaridades o conexiones entre dos miembrosdel equipo. La denominamos condición de «grupo

distante». Pongamos que somos uno de losparticipantes en dicha situación. Igual que en lasituación trituradora regular, nos sentamos a lamesa y usamos un lápiz del número 2 para trabajarcon las matrices durante cinco minutos. Una vezfinalizado el tiempo, nos dirigimos a la trituradoray destruimos la hoja de la prueba.

Hasta ese punto, el procedimiento es idénticoal de la situación de trituradora general, peroahora introducimos el elemento colaborador. Elexperimentador nos dice que formamos parte de unequipo de dos personas, cada una de las cualescobrará la mitad de las ganancias totales delgrupo. Señala asimismo que el resguardo dereintegro es azul o verde y lleva impreso unnúmero en la parte superior derecha. Nos pide quecaminemos por la sala y encontremos a la personacuyo resguardo tiene otro color pero el mismonúmero. Cuando encontramos al compañero, nossentamos a su lado, y cada uno escribe en suresguardo el número de matrices que ha resueltocorrectamente. A continuación, cada uno anota la

puntuación del otro en su resguardo. Por último, secombinan los números para obtener una medidatotal de ejecución. Una vez hecho esto, vamos conel otro hasta el experimentador y le entregamosambos resguardos. Como las hojas han sidodestruidas, el experimentador no puede verificar lavalidez de las ganancias comunicadas. Así queconfía en nuestra palabra, paga según lo acordado,y nos repartimos el dinero.

¿Pensamos que las personas en esta situaciónengañarían más que si estuvieran en la situación detrituradora individual? He aquí lo queobservamos: cuando los participantes se enterabande que ellos y alguien más sacarían provecho de ladeshonestidad si exageraban las puntuaciones,alcanzaban niveles mayores de engaño: afirmabanhaber resuelto tres matrices más que cuandoengañaban sólo para sí mismos. Este resultado daa entender que los seres humanos tenemos unadebilidad por el engaño altruista aunque apenasconozcamos a la persona que acaso saque partido

de nuestra mala conducta. Lamentablemente,parece que incluso el altruismo tiene un ladooscuro.

Ésta es la mala noticia; pero la historia noacaba aquí.

Tras haber establecido un aspecto negativo de lacolaboración —que las personas son másdeshonestas cuando otros, aun siendodesconocidos, pueden sacar provecho de sustrampas—, quisimos enfocar la mira experimentalen un posible aspecto positivo de la colaboracióny ver qué pasaría si los miembros del equipo sevigilasen entre sí. Imaginemos que estamos en unasala con otros participantes, y nos emparejan alazar con alguien desconocido. Y ha querido lasuerte que se trate de una joven de aspectoagradable. Antes de tener oportunidad de hablarcon ella, hemos de realizar la tarea de las matricesen completo silencio. Somos el jugador 1, así queempezamos. La emprendemos con la primera

matriz, luego la segunda y después la tercera.Mientras tanto, la compañera observa nuestrosintentos, los aciertos y los fallos. Una veztranscurridos los cinco minutos, dejamos ensilencio el lápiz sobre la mesa y ella coge el suyo.La mujer comienza su tarea de las matricesmientras nosotros observamos. Cuando acaba eltiempo, nos dirigimos los dos a la trituradora ydestruimos las hojas. Acto seguido, cada uno anotasu puntuación en el mismo papel, combinamos losdos números de la actuación conjunta, y nosacercamos a la mesa del experimentador paracobrar —todo sin decir palabra uno a otro.

¿Qué nivel de engaño descubrimos? Ninguno.Pese a la tendencia general a hacer trampas quehemos advertido una y otra vez, y pese alincremento en la propensión a engañar cuando losotros pueden beneficiarse de esa clase deacciones, estar vigilado de cerca eliminaba elengaño del todo.

Hasta ahora, nuestros experimentos sobre elengaño en grupos han puesto de manifiesto dosfuerzas en juego: debido a las tendenciasaltruistas, las personas engañan más cuando losmiembros de su equipo pueden sacar provecho dela deshonestidad, pero la vigilancia directa puedereducirla e incluso suprimirla por completo. Dadala coexistencia de estas dos fuerzas, se nos planteala cuestión siguiente: ¿qué fuerza tiene másprobabilidades de dominar a la otra eninteracciones de grupo más habituales?

Para responder a esta pregunta, debíamoscrear un escenario experimental que fuera másrepresentativo de cómo interactúan los miembrosde grupos en un entorno normal, cotidiano. Ellector habrá notado que, en los dos primerosexperimentos, los participantes no interaccionaronrealmente unos con otros, mientras que en la vidadiaria la discusión colectiva y el parloteoamistoso constituyen una parte esencial eintrínseca de las colaboraciones basadas en elgrupo. Con la idea de añadir este importante

elemento social al montaje experimental,diseñamos el experimento siguiente. Esta vez sealentaba a los participantes a hablar entre sí, aconocerse y a mostrarse amables. Incluso lesdábamos listas de preguntas que podían formularsemutuamente para romper el hielo. Después, porturnos, uno controlaba al otro en la tarea deresolución de matrices.

Por desgracia observamos que, al añadir eseelemento social a la mezcla, aparecía la sombradel engaño. Cuando estaban en la mezcla amboselementos, los participantes decían haber resueltocorrectamente unas cuatro matrices adicionales.Así, mientras el altruismo puede incrementar elengaño y la supervisión directa puede reducirlo, elengaño altruista domina al efecto supervisorcuando las personas se hallan en un escenariodonde tienen la posibilidad de socializarse y serobservadas.

Casi todos solemos pensar que, cuantomás tiempo llevamos relacionados connuestros médicos, contables, asesoresfinancieros, abogados, etcétera, másprobable es que ellos se preocupen denuestro bienestar, y, como consecuencia deello, más probablemente antepondránnuestras necesidades a las suyas propias.Por ejemplo, imaginemos que el médico nosha comunicado un diagnóstico (no terminal)y nos encontramos frente a dos posiblestratamientos. Uno consiste en comenzaruna terapia agresiva y cara; el otro pasapor esperar un tiempo y ver cómo afrontael cuerpo el problema y qué progresos hace(«espera vigilante» es el término oficial).No hay una respuesta clara respecto a cuálde las dos opciones nos conviene más, perosin duda la cara y agresiva es mejor para elbolsillo del médico. Ahora imaginemos queéste nos aconseja el tratamiento agresivo yque lo programemos para la semana

siguiente a más tardar. ¿Confiaremos enél? ¿O tendremos en cuenta lo quesabemos sobre conflictos de intereses,descartaremos el consejo y buscaremosacaso una segunda opinión? Cuando seenfrentan a este tipo de problemas, lamayoría de las personas confían en gradosumo en sus proveedores de servicios, eincluso es más probable que se fíen más deellos cuanto más tiempo haga que lesconocen. Al fin y al cabo, si conocemos anuestros asesores desde hace años, ¿no eslógico que se preocupen más de nosotros?¿No verán ellos las cosas desde nuestraperspectiva y nos darán mejores consejos?

No obstante, otra posibilidad es que amedida que la relación se prolonga y crece,nuestros asesores remunerados se sientan—intencionadamente o no— más cómodosrecomendando tratamientos que lesinteresan a ellos. Janet Schwartz (la

profesora de Tulane que me acompañó a lamesa en la cena con los visitadoresmédicos), Mary Frances Luce (profesorade la Universidad de Duke) y yoabordamos la cuestión esperandosinceramente que, a medida que lasrelaciones entre clientes y proveedores deservicios se estrecharan, los profesionalesse preocuparían más por el bienestar desus clientes y menos por el propio. Sinembargo, observamos lo contrario.

Estudiamos el asunto analizando datosde millones de procedimientos dentales a lolargo de doce años. Analizamos casos depacientes a quienes habían hecho empastesy si éstos eran de amalgama de plata o decompuesto blanco: los empastes de plataduran más y cuestan menos; por su parte,los empastes blancos son más caros y serompen con más facilidad, peroestéticamente resultan más atractivos. Así,cuando se trata de los dientes delanteros,

la estética suele tener más peso que elsentido práctico, con lo que los empastesblancos son la opción preferida. Pero sihablamos de las muelas menos visibles,elegimos los de plata.3

Lo que vimos es queaproximadamente a una cuarta parte de lospacientes les ponían en las muelasempastes blancos bonitos y caros en vez delos de plata, funcionalmente superiores. Enestos casos, era más probable que losdentistas estuvieran tomando decisionesmás favorables a sus propios intereses(pago inicial más elevado y reparacionesmás frecuentes) que a los de los pacientes(coste inferior y tratamiento másduradero).

Por si no bastara con eso, tambiénobservamos que esta tendencia era másacusada en función del tiempo que llevaba

el paciente acudiendo al mismo dentista (sedaba el mismo patrón de resultadostambién en otros procedimientos). Lo queesto da a entender es que, a medida que losdentistas se sienten más cómodos con suspacientes, también aconsejan con másfrecuencia procedimientos basados en supropio interés económico. Y los pacientesde tratamiento a largo plazo, por su parte,son más susceptibles de aceptar el consejodel dentista basándose en la confianzaderivada de la relación.*

En resumidas cuentas, hay sin dudamuchas ventajas en la continuidad de laatención y en las relaciones regularesentre pacientes y proveedores de servicios.Sin embargo, al mismo tiempo hemos deser también conscientes de los posiblescostes de estas relaciones a largo plazo.

He aquí lo que hemos aprendido hasta ahora sobreel engaño en colaboración:

Pero un momento, ¡hay más! En nuestrosexperimentos iniciales, tanto el tramposo como elcompañero sacaban provecho de todas las

exageraciones adicionales de su puntuación. Asípues, si somos el tramposo del experimento ycomunicamos una respuesta correcta más de lacuenta, obtenemos la mitad del pago adicional y elcompañero se lleva lo mismo. Desde el punto devista económico, esto es sin duda menosgratificante que coger toda la cantidad, pero aúnnos beneficiamos de la exageración en ciertamedida.

Para analizar el engaño estrictamentealtruista, introdujimos una condición en la que elfraude de cada participante beneficiaría sólo alcompañero. ¿Qué descubrimos? Pues resulta queel altruismo es efectivamente un fuerte móvil parael engaño. Cuando las trampas se llevaban a cabopor razones puramente altruistas y los propiostramposos no sacaban ningún provecho de susactos, la exageración de resultados aumentaba enun grado incluso superior.

¿Podría ser éste el caso? A mi juicio, cuandonosotros y otra persona estamos en condiciones debeneficiarnos de nuestra deshonestidad, obramos

partiendo de una mezcla de motivos egoístas yaltruistas. En contraste, cuando otras personas, ysólo otras personas, son susceptibles debeneficiarse de nuestras trampas, nos resulta másfácil racionalizar nuestra mala conducta demaneras puramente altruistas, y posteriormenterelajamos más las inhibiciones morales. Al fin y alcabo, si estamos haciendo algo por el purobeneficio de los demás, ¿no somos un poco comoRobin Hood?*

Por último, vale la pena decir algo más explícitosobre el desempeño en las muchas condiciones decontrol que hemos tenido en este conjunto deexperimentos. Para cada una de las situaciones deengaño (individual con trituradora, grupo contrituradora, grupo distante con trituradora, grupocordial con trituradora, pago altruista contrituradora), teníamos también una situacióncontrol en la que no existía la oportunidad deengañar (es decir, no había trituradora). El examen

de esas numerosas y diferentes condiciones decontrol nos permitió ver si la naturaleza de lacolaboración influía en el nivel de la actuación; ylo que observamos fue que la actuación era lamisma en todas las situaciones control. ¿Cuál es laconclusión? Parece que el rendimiento no mejoraforzosamente cuando las personas trabajan engrupo —al menos no tanto como nos habían hechocreer.

No podemos sobrevivir sin la ayuda de losdemás, desde luego. El trabajo conjunto es unelemento clave de nuestra vida. No obstante, lacolaboración es a todas luces un arma de doblefilo. Por un lado, incrementa el placer, la lealtad yla motivación. Por otro, trae consigo un mayorpotencial para engañar. Al final,desgraciadamente, puede que las personas máspreocupadas por sus compañeros acaben siendoquienes más trampas hacen. Naturalmente, no estoydiciendo que hemos de dejar de trabajar en grupo,

de colaborar o de interesarnos unos por otros.Pero sí hemos de reconocer los costes potencialesde la colaboración y del aumento de afinidad.

La ironía del trabajo en colaboración

Si la colaboración incrementa la deshonestidad,¿qué podemos hacer al respecto? Una respuestalógica es aumentar el control y la supervisión. Dehecho, ésta parece ser la respuesta por defecto delos reguladores gubernamentales a cualquier casode mala conducta empresarial. Por ejemplo, elfiasco de Enron dio lugar a un gran número deregulaciones conocidas como Ley Sarbanes-Oxley,y la crisis financiera de 2008 fue el preludio deuna serie de normas aún más importantes (quesurgían sobre todo de la Ley Dodd-Frank deReformas de Wall Street y de Protección alConsumidor), concebidas para reglamentar yaumentar la supervisión de la actividad financiera.

Es indudable que el control puede ser útilhasta cierto punto, pero nuestros resultadostambién dejan claro que sólo con un aumento delcontrol es improbable que superemos del todo lacapacidad para justificar la propia deshonestidad—sobre todo cuando otros están en condiciones debeneficiarse de nuestra mala conducta (por nohablar de los elevados costes del acatamiento detales normas).

En algunos casos, en lugar de añadir capas ycapas de reglas y reglamentos, quizá podríamostener la mira puesta en cambiar la naturaleza de lacolaboración de base grupal. Hace poco, unantiguo alumno mío llamado Gino puso en prácticauna interesante solución al problema en unimportante banco internacional. Para facilitar quesu equipo de oficiales de préstamos trabajase enequipo sin peligro de que aumentara ladeshonestidad (por ejemplo, registrando el valorde los préstamos como si fuera más elevado de loque era realmente en un esfuerzo por exhibirganancias superiores a corto plazo), creó un

sistema de supervisión excepcional. Explicó a susoficiales de préstamos que un grupo externorevisaría la tramitación y aprobación de lassolicitudes. El grupo externo estaba socialmentedesconectado del equipo de concesión depréstamos y no tenía lealtad ni motivación ningunapara echar una mano a los oficiales. Paragarantizar que los dos grupos estuvieranseparados, Gino los ubicó en edificios aparte. Y seaseguró de que no tuvieran tratos directos entre síy que ni siquiera se conociesen a nivel individual.

Intenté conseguir los datos de Gino paraevaluar el éxito de su enfoque, pero los abogadosdel banco nos lo impidieron. Por tanto, no sé si suplanteamiento funcionó ni qué opinaban susempleados del plan, pero me da la impresión deque ese mecanismo tuvo al menos algunosresultados positivos. Seguramente redujo ladiversión del grupo de préstamos en sus reuniones.Probablemente también aumentó el estrés en tornoa las decisiones de los grupos, y desde luego supuesta en práctica no salió gratis. De todos modos,

Gino me contó que, en términos generales, añadirel elemento de control objetivo y anónimo parecíatener un efecto positivo en la ética, el sentidomoral y el resultado final.

Salta a la vista que no hay una solución mágicapara el complejo problema de engañar en entornosgrupales. Tomados en conjunto, creo que nuestroshallazgos tienen importantes consecuencias paralas organizaciones, sobre todo teniendo en cuentael predominio del trabajo de colaboración ennuestra vida profesional cotidiana. Tampoco cabeduda de que conocer mejor el alcance y lacomplejidad de la deshonestidad en los escenariossociales es bastante deprimente. Con todo, sientendemos los posibles riesgos de lacolaboración, podemos tomar medidas pararectificar los comportamientos deshonestos.

CAPÍTULO 10

Final semioptimista: ¡las personas noengañan lo suficiente!

A lo largo de este libro, hemos visto que lahonestidad y la deshonestidad se basan en unamezcla de dos clases de motivación muydiferentes. Por un lado, queremos sacar partido delengaño (la motivación económica racional),mientras por otro queremos ser capaces deconsiderarnos seres humanos geniales (lamotivación psicológica). Cabe pensar que nopodemos alcanzar los dos objetivos al mismotiempo —estar en misa y repicando—, pero lateoría del factor de tolerancia da a entender que lacapacidad para la racionalización y el

razonamiento flexible nos permite precisamentehacer esto. En esencia, mientras sólo engañemosun poquito, podemos estar en misa y repicartambién (un poco). Podemos cosechar algunos delos beneficios de la deshonestidad mientrasconservamos una imagen propia positiva.

Como hemos visto, ciertas fuerzas —como lacantidad de dinero que estamos en condiciones deganar y la probabilidad de que nos descubran—influyen en los seres humanos sorprendentementemenos de lo que cabría pensar. Y a la vez otrasfuerzas nos influyen más de lo que sería deesperar: recordatorios morales, distancia respectoal dinero, conflictos de interés, agotamiento,falsificaciones, evocaciones de logros inventados,creatividad, testimonios de acciones deshonestasde otros, preocupación por los demás miembros denuestro equipo, y así sucesivamente.

Aunque el centro de atención de los diversosexperimentos explicados aquí ha sido ladeshonestidad, también es importante recordar quecasi todos los participantes en nuestros ensayoseran personas correctas de buenas universidades,que con el tiempo seguramente llegarán a ocuparpuestos de cierta responsabilidad e influencia; noel tipo de personas que asociamos normalmente alas trampas. De hecho, eran iguales que usted o yoo cualquiera de los demás habitantes del planeta,lo cual significa que todos somos perfectamentecapaces de engañar un poco.

Aunque pueda sonar pesimista, el vaso mediolleno de la historia es que los seres humanostienen, por lo general, un nivel ético superior alprevisto por la teoría económica estándar. Dehecho, desde una perspectiva estrictamenteracional (SMORC), los seres humanos noengañamos ni mucho menos lo suficiente.Pensemos cuántas veces, en los últimos días,hemos tenido ocasión de engañar sin serdescubiertos. Quizá una colega se dejó el bolso en

la mesa mientras asistía a una reunión larga. Talvez en una cafetería un desconocido nos pidió quele vigiláramos el portátil mientras iba al lavabo. Alo mejor un dependiente de la tienda pasó por altoun artículo de nuestro carrito o pasamos junto auna bicicleta sin el candado en una calle vacía. Encualquiera de estas situaciones, según el SMORC,lo que había que haber hecho es coger el dinero, elportátil o la bicicleta o no mencionar el artículoinadvertido. Sin embargo, desperdiciamos lamayoría de estas oportunidades a diario sin pensaren aprovecharlas. Lo cual significa quearrancamos con buen pie en nuestro esfuerzo pormejorar nuestra fibra moral.

¿Y qué hay de los «verdaderos» criminales?

En nuestros experimentos hemos examinado amiles de personas, y de vez en cuando hemos vistoa tramposos agresivos que se quedan todo eldinero que pueden. En el test de las matrices, por

ejemplo, normalmente no salía nadie que afirmarahaber resuelto 18 o 19 matrices de un total de 20.Pero alguna que otra vez un participante decíahaberlas resuelto todas. Se trataba de personasque, tras efectuar un análisis coste-beneficio,decidían arramblar con todo el dinero que fueraposible. Menos mal que no nos encontramos conmuchos tipos así, y como parecían ser laexcepción a la regla, perdimos con ellos sólo unoscuantos dólares. (No era para tirar cohetes, perotampoco estaba mal.) Al mismo tiempo, habíamiles y miles de participantes que engañaban por«sólo» unas pocas matrices, pero como erantantos, perdimos con ellos miles y miles dedólares —muchísimo más que con los trampososagresivos.

Me parece que, en cuanto a las pérdidas conlos tramposos agresivos y los menos importantes,nuestros experimentos revelan deshonestidad en lasociedad en general. Muy pocas personas roban enun grado máximo. Sin embargo, muchas personasbuenas engañan sólo un poco aquí y allá

redondeando al alza las horas facturables,declarando pérdidas superiores en susreclamaciones al seguro, recomendandotratamientos innecesarios, etcétera. Las empresastambién encuentran formas de engañar un poco.Pensemos en las compañías de tarjetas de créditoque suben los tipos de interés ligerísimamente sinningún motivo aparente e inventan toda clase depenalizaciones y honorarios ocultos (que, en suseno, a menudo se conocen como «mejora deingresos»). Pensemos en los bancos que ralentizanel procesamiento de los cheques para retener eldinero un día o dos más o cobran cantidadesexorbitantes por protección contra descubiertos ypor utilizar los cajeros automáticos. Todo ellosignifica que, aunque obviamente es importanteprestar atención a la mala conducta flagrante,seguramente importa más desalentar las pequeñasy más generalizadas formas de deshonestidad, quenos afectan a todos la mayor parte del tiempo seacomo perpetradores o como víctimas.

Unas palabras sobre las diferencias culturales

Viajo mucho, lo que significa que acaboconociendo a personas de todo el mundo a las quesuelo preguntar sobre la moralidad y la honestidaden sus respectivos países. Gracias a ello estoycomenzando a entender cómo las diferenciasculturales —sean regionales, nacionales ocorporativas— contribuyen a la deshonestidad.

Si alguien ha crecido fuera de los EstadosUnidos, puede hacerse la pregunta de en qué paísse engaña más. Tras formulársela a muchaspersonas de varios sitios, he descubierto que lagente cree firmemente que en su país se engaña, yla mayoría opina que los habitantes de dicho paísengañan más que los americanos (con la excepciónun tanto previsible del Canadá y los paísesnórdicos).

Partiendo de que se trataba de impresionessubjetivas, tuve curiosidad por averiguar si habíarealmente ahí algo de verdad. Así que decidíexaminar más directamente algunas de estas

percepciones culturales. Para explorar diferenciasculturales, primero teníamos que encontrar unmodo de equiparar los incentivos económicos delos diversos sitios. Si pagábamos siempre, porejemplo, una cantidad equivalente a un dólar poruna cuestión resuelta correctamente, esto oscilaríaentre un pago muy elevado en unos lugares y otromás bien bajo en otros. Para equiparar la magnitudde los incentivos, nuestra idea inicial era usar unproducto reconocido internacionalmente, como lahamburguesa de McDonald’s. Según esteplanteamiento, por cada matriz bien resuelta, losparticipantes recibirían una cuarta parte del costede una hamburguesa en ese emplazamiento. (Dichoenfoque presuponía que las personas que fijan losprecios en McDonald’s conocen la capacidadadquisitiva de sus clientes y fijan los precios conarreglo a ello.)

Al final nos decidimos por un sistema afín yusamos el «índice de cerveza». Nos instalamos enbares locales, donde pagábamos a losparticipantes una cuarta parte del precio de una

pinta por cada matriz que afirmasen haber resuelto.(Para asegurarnos de que estaban sobrios, losabordábamos sólo cuando entraban en el bar.)

Como crecí en Israel, tenía un interés especial enla actuación de los israelíes (y sospechaba, loadmito, que harían más trampas que losamericanos). Pero resultó que, en los experimentoscon las matrices, nuestros participantes israelíesengañaban en la misma medida. Decidimosanalizar también otras nacionalidades. ShirleyWang, una de mis colaboradoras chinas, estabaconvencida de que los chinos harían más trampasque los americanos. Pero también aquí los chinosexhibieron los mismos niveles de deshonestidad.Francesca Gino, de Italia, estaba segurísima deque los italianos eran los que más engañaban. «Vena Italia, y te enseñaré de qué va esto del engaño»,decía con su maravilloso acento. Pero tambiénestaba equivocada. Obtuvimos los mismosresultados en Turquía, el Canadá e Inglaterra. De

hecho, el nivel de engaño parece ser el mismo entodos los países, al menos en los que hemosestudiado hasta ahora.

¿Cómo podemos conciliar el hecho de que losexperimentos no revelan diferencias reales encuanto a deshonestidad entre los diferentes paísesy culturas con la fuerte convicción personal de quelas personas de distintos lugares engañan endistintos grados? ¿Y cómo podemos conciliar laausencia de diferencias en nuestros resultados conlas claras diferencias en los niveles de corrupciónentre países, culturas y continentes? Creo queambas perspectivas son correctas. Nuestros datosreflejan un aspecto importante y real del engaño,pero las diferencias culturales también. He ahí porqué.

El test de las matrices existe fuera decualquier contexto cultural. Es decir, no es unelemento arraigado en ningún entorno cultural osocial. Por tanto, evalúa la capacidad humanabásica para ser moralmente flexible y reformulasituaciones y acciones de maneras que repercutan

positivamente en nosotros mismos. Por otro lado,nuestras actividades cotidianas están entrelazadasen un contexto cultural complejo. Este contextocultural influye en la deshonestidad sobre todo dedos formas: puede coger actividades concretas yhacerlas entrar y salir del ámbito moral, y puedemodificar la magnitud del factor de toleranciaconsiderado aceptable para una esferadeterminada.

Por ejemplo, el plagio. En las universidadesamericanas, el plagio se toma muy en serio, peroen otras culturas se tiene por una especie de juegode póquer entre la facultad y los estudiantes. Enesas culturas, se considera algo negativo el hechode ser descubierto más que la acción fraudulentaen sí. Del mismo modo, en algunas sociedades haytipos de engaño que están mal vistos —no pagarimpuestos, tener una aventura amorosa, descargarsoftware ilegalmente, pasar con el semáforo enrojo cuando no hay tráfico—, mientras que enotras, las mismas actividades se considera que sonneutras o incluso que confieren cierto honor.

Desde luego, hay mucho más que aprendersobre la influencia de la cultura en el engaño, en loreferente tanto a las influencias sociales queayudan a poner freno a la deshonestidad, como alas fuerzas sociales que vuelven más probables ladeshonestidad y la corrupción.

Posdata. Quiero señalar que, a lo largo de todoslos experimentos interculturales, hubo una vez enque sí encontramos una diferencia. Racheli Barkany yo llevamos a cabo el experimento en un bar deWashington, D.C., adonde acuden muchosempleados del Congreso. Y también en un bar deNueva York, donde muchos de los clientes sonbanqueros de Wall Street. Fue el único ámbitodonde observamos una diferencia cultural.¿Quiénes nos parece que engañaban más, lospolíticos o los banqueros? Yo estaba convencidode que serían los políticos, pero los resultadosrevelaron lo contrario: los banqueros engañaban eldoble. (De todos modos, antes de empezar a

sospechar más de nuestros amigos banqueros ymenos de nuestros amigos políticos, hemos detener en cuenta que los políticos que evaluamoseran subalternos —sobre todo de la plantilla delCongreso, así que todavía les quedaba muchomargen para crecer y desarrollarse.)

Sin duda ningún libro sobre el engañosería completo si no contuviera algo sobreel adulterio y los complejos e intricadossubterfugios que inspiran las relacionesextraconyugales. Al fin y al cabo, en lajerga popular, el engaño es prácticamentesinónimo de infidelidad.

De hecho, podemos considerar que lainfidelidad es una de las principales fuentesdel entretenimiento. Si adúlteros actualescomo Liz Taylor, el príncipe Carlos, Tiger

Woods, Eliot Spitzer, ArnoldSchwarzenegger y muchos otros nohubieran engañado a sus cónyuges,seguramente habrían desaparecido lostabloides y muchos medios informativos.

En lo referente a la teoría del factorde tolerancia, la infidelidad esprobablemente la ilustración prototípica detodas las características de ladeshonestidad de las que hemos estadohablando. Para empezar, es el rostropublicitario (o al menos uno de ellos) deuna conducta no derivada de un análisiscoste-beneficio. También me parece que latendencia a la infidelidad depende en granmedida de ser capaz de justificarla antenosotros mismos. Empezar con una acciónde poca importancia (quizá un beso) esotra fuerza que, con el tiempo, puedeconducirnos a implicaciones más profundas.Estar lejos de la rutina diaria habitual, por

ejemplo una excursión o un plató, donde lasnormas sociales no están tan claras, puedeincrementar la capacidad para justificar lainfidelidad. Y las personas creativas —como los actores, los artistas o los políticos—, conocidas por su propensión a serinfieles, seguramente serán más hábiles ala hora de contar historias sobre por quéestá bien o incluso es deseable para ellascomportarse así. Y, como pasa con otrostipos de deshonestidad, la infidelidad se veinfluida por las acciones de quienes nosrodean. Alguien con amigos y parientes conlíos amorosos probablemente recibirá lainfluencia de esta exposición.

Ante toda esta complejidad, estosmatices y esta importancia social, cabepreguntarse por qué en el libro no hay uncapítulo sobre la infidelidad y por qué estefascinante tema está relegado a unapequeña sección. El problema son los

datos. Por lo general, me gusta atenerme aconclusiones que pueda extraer de datos yexperimentos. Realizar experimentossobre la infidelidad es casi imposible, y losdatos, por su misma naturaleza, sondifíciles de valorar. Lo cual significa quepor ahora sólo nos queda hacer conjeturas—y sólo conjeturas— acerca de lainfidelidad.

¿Qué hemos de hacer a continuación?

Así que en éstas estamos, rodeados dedeshonestidad. Como dijo en 1873 un tal Apoth E.Cary:

Estafar, estafar, en todas partes,en todos los tamaños y formas;

sacad la estafa del hombre,y no queda nada salvo mentiras.

La filantropía sirve para disimular unfraude,

la caridad tira de los farsantes;y nos estafan en casa, en el extranjero,

y nos estafan dondequiera quevayamos.

Pues el mundo está lleno de farsantes,está dirigido por hombres deshonestos;

se va uno, viene otro,y nos estafan una vez y otra vez.

APOTH E. CARY, «Recollections of theSwindle Family»1

Como hemos visto, todos somos capaces deengañar, y asimismo expertos en contarnoshistorias sobre por qué, haciendo esto, noincurrimos en deshonestidad ni inmoralidad. Peoraún, somos proclives a «contraer» el virus delengaño de otras personas, y en cuanto comenzamosa actuar de manera deshonesta, es probable quesigamos por ese camino.

Así, ¿qué hemos de hacer respecto a ladeshonestidad? Desde hace poco estamossufriendo una tremenda crisis económica que nosha procurado una excelente oportunidad paraanalizar el fracaso humano y el papel que lairracionalidad desempeña en nuestra vida y en lasociedad en general. En respuesta a este desastreprovocado por el ser humano, hemos tomadomedidas para asumir algunas de nuestrastendencias irracionales, y hemos empezado areevaluar debidamente el enfoque de los

mercados. El templo de la racionalidad ha sidozarandeado, y con una mejor comprensión de lairracionalidad deberíamos ser capaces dereplantear y reinventar nuevas estructuras que, enúltima instancia, nos ayuden a evitar estas crisis enel futuro. Si no lo hacemos, habrá sido una crisisdesperdiciada.

Se pueden establecer muchasconexiones entre la época romana y losbancos actuales, pero quizá la másimportante sea memento mori. En elapogeo del poder de Roma, los generalesromanos que habían logrado victoriasimportantes desfilaban por el centro de laciudad exhibiendo su botín. Lucíansolemnes túnicas de púrpura y oro, unacorona de laurel y pintura roja en la caramientras eran transportados en un trono.

La gente los aclamaba, elogiaba yadmiraba. Pero la ceremonia incluía otroelemento: a lo largo del día, un esclavomarchaba junto al victorioso general, ypara evitar que se apoderase de éste unorgullo desmedido, le susurrabarepetidamente al oído «memento mori»,que significa «recuerda que morirás».

Si me encomendaran que ideara unaversión moderna de la expresión,seguramente escogería «recuerda quepuedes errar», o quizá «recuerda tuirracionalidad». Sea cual sea la frase,reconocer los puntos flacos es un primerpaso crucial en el camino para tomardecisiones más atinadas, crear mejoressociedades y fortalecer nuestrasinstituciones.

Dicho esto, nuestra siguiente tarea consiste enencontrar medios más efectivos y prácticos paracombatir la deshonestidad. Las escuelas denegocios incluyen clases de ética en sus planes deestudio, las empresas mandan a sus empleados aseminarios sobre códigos de conducta y losgobiernos proponen políticas de transparencia.Cualquier observador ocasional del estado de ladeshonestidad en el mundo se daría cuentaenseguida de que estas medidas no bastan. Y lasinvestigaciones aquí presentadas dan a entenderque los enfoques «tirita» están condenados alfracaso por la sencilla razón de que no tienen encuenta la psicología de la deshonestidad. Despuésde todo, cada vez que se crean políticas oprocedimientos para impedir el engaño, se dirigena cierta serie de conductas y motivaciones quedeben cambiar. Y, por lo general, cuando sepresentan intervenciones, dan por supuesto queestá presente el SMORC. Pero, como hemos visto,este modelo simple tiene poco que ver con el almamáter del engaño.

Si tenemos verdadero interés en poner frenoal engaño, ¿qué hemos de hacer? A estas alturas,espero que esté claro que si queremos dominar ladeshonestidad, debemos comenzar entendiendopor qué de entrada las personas se comportan demanera deshonesta. Con esto como punto departida, podemos idear remedios más efectivos.Por ejemplo, según nuestro conocimiento de queen general las personas quieren ser honestas perotambién están tentadas de sacar provecho de ladeshonestidad, podríamos aconsejar recordatoriosen el momento de la tentación, que, como hemosvisto, son sorprendentemente eficaces. Del mismomodo, saber cómo funcionan los conflictos deinterés y hasta qué punto influyen en nosotros ponede manifiesto que debemos evitar y regular losconflictos de interés en un grado mucho mayor.También tenemos que comprender los efectos quetienen en la deshonestidad el entorno y elagotamiento mental y físico. Y, como es lógico, encuanto entendamos el carácter contagioso de la

deshonestidad podemos tomar nota de la Teoría delas Ventanas Rotas para combatir el contagiosocial del engaño.

Curiosamente, ya tenemos muchos mecanismossociales que parecen estar diseñadosespecíficamente para poner a cero nuestra brújulamoral y superar el efecto «qué demonios». Todosestos rituales de puesta a cero —que van desde laconfesión católica hasta el Yom Kippur, delRamadán al Sabbath— nos ofrecen oportunidadesde serenarnos, detener el deterioro y pasar lapágina. (Para los no religiosos, consideremos lospropósitos de Año Nuevo, los cumpleaños, loscambios de trabajo o las rupturas románticas comooportunidades de «puesta a cero».) Recientemente,hemos empezado a llevar a cabo experimentosbásicos sobre la eficacia de estos enfoques depuesta a cero (utilizando una versión no religiosade la confesión católica), y hasta ahora parece querevocan con éxito el efecto «qué demonios».

Desde la perspectiva de la ciencia social, lareligión ha evolucionado de maneras que puedenayudar a la sociedad a contrarrestar tendenciaspotencialmente destructivas, incluida la tendenciaa ser deshonesto. La religión y los ritualesreligiosos recuerdan de diversas maneras a laspersonas su obligación de obrar con sentido moral;recordemos, por ejemplo, el judío del tzitzit delcapítulo 2 («Diversión con el factor detolerancia»). Los musulmanes usan unos abaloriosdenominados tasbih o misbaha con los quecuentan los noventa y nueve nombres de Diosvarias veces al día. También existen la oracióndiaria y la oración confesional («PerdónamePadre, porque he pecado»), la costumbre de laprayaschitta en el hinduismo, e innumerablesrecordatorios religiosos que funcionan más omenos como los Diez Mandamientos en nuestrosensayos.

En la medida en que estos planteamientossean útiles, podemos pensar en crear mecanismosafines (bien que no religiosos) en los negocios y la

política. Quizá deberíamos hacer que losempresarios y los funcionarios públicos efectuaranun juramento, cumplieran un código ético o inclusopidieran perdón de vez en cuando. A lo mejorestas versiones laicas del arrepentimiento y lapetición de perdón ayudarían a los potencialestramposos a prestar atención a sus acciones, pasarpágina y, de este modo, aumentar su observanciamoral.

Una de las formas más interesantes de ceremoniasde puesta a cero son los rituales de purificaciónque realizan ciertas sectas religiosas. Uno de estosgrupos es el Opus Dei, sociedad secreta católicaen la que sus miembros se flagelan con látigos deenea. No recuerdo exactamente cuándo empezamosa hablar del Opus Dei, pero en un momento dadoYoel Inbar (profesor de la Universidad deTilburg), David Pizarro y Tom Gilovich (ambos dela Universidad de Cornell) y yo nos preguntamossi la autoflagelación y conductas similares captan

un deseo humano básico de limpieza personal.¿Podemos eliminar mediante el autocastigo lasensación de haber hecho algo malo? ¿Puede eldolor autoinfligido ayudarnos a pedir perdón ycomenzar de nuevo?

Siguiendo el enfoque físicamente dolorosodel Opus Dei, decidimos realizar un experimentomediante una versión más moderna y menossangrienta que los látigos de enea: como materialescogimos descargas eléctricas sólo ligeramentedolorosas. En cuanto los participantes llegaban allaboratorio de Cornell, pedíamos a unos queescribieran algo sobre sus experiencias pasadasque les hiciera sentirse culpables, a otros sobrealguna experiencia que les pusiera tristes (unaemoción negativa pero no relacionada con laculpa), y a los de un tercer grupo, sobre unaexperiencia que no les hiciera sentir ni bien ni mal.Después de que reflexionaran sobre uno de estostres tipos de experiencias, les pedimos quetomaran parte en «otro» experimento que incluía laautoaplicación de descargas eléctricas.

En esta siguiente fase del ensayo,conectábamos la muñeca de los participantes a unamáquina generadora de descargas. Una vez hechala conexión, les enseñábamos a fijar el nivel de ladescarga eléctrica y qué botón debían apretar paraaplicarse la sacudida dolorosa. Preparábamos lamáquina en el nivel mínimo de descarga y lesdecíamos que pulsaran el interruptor y aumentaranel nivel de descarga, pulsaran el botón yaumentaran el nivel de descarga, pulsaran el botón,etcétera, hasta que ya no pudieran soportar laintensidad de la corriente.

En realidad, no somos tan sádicos comoparece, pero queríamos ver hasta dónde llegabanellos en la escala del dolor y en qué medida sunivel de dolor autoadministrado dependía de lascondiciones experimentales. Pero sobre todoqueríamos comprobar si el recuerdo deexperiencias pasadas ligadas a la culpa impulsabaa los participantes a limpiarse mediante el dolor.Y resultó que, en las condiciones neutra y triste, elgrado de dolor autoinfligido era similar y más bien

bajo, lo cual significa que las emociones negativaspor sí mismas no generan un deseo deautoinfligirse dolor. Sin embargo, los de lacondición culpable estaban mucho máspredispuestos a autoadministrarse descargas demayor intensidad.

Por difícil que sea valorar este respaldoexperimental de la práctica del Opus Dei, losresultados sugieren que la purificación mediante eldolor de la autoflagelación quizás aprovecha unmétodo básico con el que afrontamos lossentimientos de culpa. Tal vez reconocer nuestroserrores, admitirlos y añadir cierta forma de castigofísico es una buena receta para pedir perdón ypasar página. A ver, no estoy recomendando queadoptemos ahora mismo este enfoque, pero no meimportaría que lo intentasen algunos políticos yhombres de negocios… sólo para ver si funciona.

Hace unos años, una mujer que conocí en unaconferencia me contó un ejemplo más laico (yelegante) de puesta a cero. Su hermana, que vivíaen Sudamérica, un día se dio cuenta de que, cadapocos días, la criada robaba un poco de carne dela nevera. No le dio excesiva importancia (apartede que a veces no tenía suficiente carne parapreparar la cena, lo que podía ser frustrante), perosin duda debía hacer algo al respecto. La primeraparte de la solución fue poner un cerrojo en lanevera. Luego le dijo a la criada que, al parecer,algunas personas que trabajaban en la casa cogíande vez en cuando carne de la nevera, así que sóloellas dos tendrían llave. También concedió a lacriada una pequeña mejora económica por laresponsabilidad adicional. Con el nuevo papel, lasnuevas normas y el control añadido, cesaron losrobos.

A mi juicio, este planteamiento funcionó porvarias razones. Me parece que el hábito de robarde la criada se desarrolló más o menos como elengaño que hemos estado analizando. Quizá todo

empezó con una pequeña acción individual(«Cogeré sólo un poquito de carne mientras estoylimpiando»), pero tras haber robado una vez, fuemucho más fácil seguir haciéndolo. Al cerrar lanevera y dar a la criada una responsabilidadadicional, la mujer le ofrecía una vía para poner acero su nivel de honestidad. También creo queconfiarle la llave fue un elemento importante paracambiar su idea de robar carne y establecer en lacasa la norma social de la honestidad. Encima, siahora para abrir la nevera hacía falta una llave,cualquier acto de robo sería más deliberado, másintencionado y mucho más difícil de justificar.Esto no se diferencia de lo sucedido cuandoobligábamos a los participantes a desplazar elcursor a la parte inferior de la pantalla para que seviera el solucionario (capítulo 6, «Nos engañamosa nosotros mismos»).

La cuestión es que, cuanto más desarrollamosy adoptamos estos mecanismos, más capacessomos de poner freno a la deshonestidad. Nosiempre va a ser sencillo, pero sí es posible.

Es importante señalar que el establecimiento de unpunto final y la oportunidad de un nuevo comienzopueden tener lugar en una escala social másamplia. La Comisión de la Verdad y laReconciliación en Sudáfrica es un ejemplo de estetipo de proceso. La finalidad de esta comisiónpseudojudicial era posibilitar la transición desdeel régimen de apartheid, que había oprimidoduramente a la inmensa mayoría de lossudafricanos durante décadas, a un nuevocomienzo y a la democracia. Al igual que pasa conotros métodos basados en abandonar conductasnegativas, hacer una pausa y volver a empezar, elobjetivo de la comisión era la reconciliación, noel castigo. Seguro que nadie pretendía que lacomisión borrase todos los recuerdos y restos dela época del apartheid, ni que las profundascicatrices que éste causó pudieran llegar aolvidarse o curarse del todo. Sin embargo, haquedado como un importante ejemplo de cómo, al

reconocer la mala conducta y pedir perdón, sepueden dar pasos importantes en la direccióncorrecta.

Por último, merece la pena intentar examinar loque hemos aprendido sobre la deshonestidaddesde una perspectiva más amplia y ver qué nosenseña esto sobre la racionalidad y lairracionalidad en un sentido más general. A lolargo de los diferentes capítulos, nos hemosencontrado con fuerzas racionales que, a nuestromodo de ver, impulsan la conducta deshonesta…pero no lo hacen. Y existen asimismo fuerzasirracionales que, según nuestro parecer, nopropician conductas deshonestas… pero sí lohacen. Esta incapacidad para reconocer quéfuerzas intervienen de veras y cuáles sonirrelevantes es algo que observamos de manerasistemática en las investigaciones sobre toma dedecisiones y economía conductual.

Desde esta óptica, tenemos en ladeshonestidad un ejemplo excelente de lastendencias irracionales. Es omnipresente; noentendemos instintivamente cómo nos aplica sumagia; y, lo más importante, no la vemos ennosotros mismos.

La buena noticia de todo esto es que nosomos impotentes frente a las flaquezas humanas(incluida la deshonestidad). En cuanto conozcamosmejor la causa real de nuestra conducta noprecisamente óptima, podemos comenzar adescubrir maneras de controlarla y mejorar losresultados. Éste es el verdadero propósito de laciencia social, y estoy seguro de que, en los añosvenideros, el viaje será cada vez más importante einteresante.

Irracionalmente suyo,DAN ARIELY

AGRADECIMIENTOS

A mí, escribir sobre investigaciones académicasme estimula y me llena, pero el placer cotidianoproviene de trabajar junto a increíblesinvestigadores/amigos: plantear ideas, diseñarexperimentos, averiguar qué funciona y qué no,interpretar los resultados. Los estudios aquídescritos son en gran medida fruto del ingenio ylos esfuerzos de mis colaboradores (véanse lassiguientes biografías de mis colegas másdestacados), y me siento afortunado por quehayamos sido todos capaces de viajar juntos por elpaisaje de la deshonestidad y juntos haberaprendido algo acerca de este tema tan importantey fascinante.

Doy también las gracias a los científicossociales en general. El mundo de las cienciassociales es un lugar cautivador en el quecontinuamente se generan ideas nuevas, serecopilan datos y se revisan teorías (unas más queotras). Cada día aprendo cosas de mis compañerosy reparo en lo mucho que no sé (para una listaparcial de referencias y lecturas adicionales,véase el final del libro).

Éste es mi tercer libro, y ya sería de esperarque supiera qué estoy haciendo. Pero el hecho esque yo no sería capaz de gran cosa sin la ayuda demuchas personas. Mi más profundo agradecimientoa Erin Allingham, que me ayudó a escribir; aBronwyn Fryer, que me ayudó a ver con másclaridad; a Claire Wachtel, que dirigió el procesocon una elegancia y un talante raros en loseditores; a Elizabeth Perrella y Katherine Beitner,que se las ingeniaron para ser mis sustitutas deAdderall y Xanax. Y al equipo de la AgenciaLiteraria Levine Greenberg, listo para echar unamano en cualquier momento. Aline Grüneisen hizo

diversas sugerencias, unas muy perspicaces y otrasque me suscitaron sonrisas. También estoyagradecido a Ania Jakubek, Sophia Cui y KacieKinzer. Y dedico un agradecimiento muy especiala la persona que hace las veces de mi memoriaexterna, mis manos y mi alter ego: Megan Hogerty.

Por último, ¿dónde estaría yo sin miencantadora esposa, Sumi? Para querer compartirla vida conmigo hay que ser una persona muyespecial, aparte de que mi agitada vida y miadicción al trabajo no lo ponen nada fácil. Sumi,subiré las cajas al desván cuando llegue a casaesta noche. Bueno, como será muy tarde, quizá lohaga mañana. No, ¿sabes qué? Lo haré seguro elfin de semana. Lo prometo.

Con cariño, Dan

LISTA DE COLABORADORES

Aline GrüneisenAline se incorporó a mi equipo de investigaciónpoco después de llegar yo a Duke, y desdeentonces ha sido una fuerza fundamental de energíay entusiasmo. No estoy seguro de si esto es partede su plan, pero con el tiempo siento que cada vezdependo más de ella. Aline y yo hemos trabajadojuntos en una amplia variedad de cuestiones, cuyocomún denominador es que son todas innovadorasy divertidas. Actualmente, Aline es la directora delaboratorio del Centro de la RetrospectivaAvanzada de la Universidad de Duke, y espero quesiga conmigo muchos años más.

Ayelet Gneezy

Conocí a Ayelet hace muchos años en un picnicorganizado por amigos mutuos. Me causó unaprimera impresión muy positiva, y con el tiempo lahe ido apreciando cada vez más. Ayelet es unapersona maravillosa y gran amiga, por lo queresulta un poco extraño que los temas sobre losque decidimos colaborar fueran la desconfianza yla venganza. Lo que inicialmente nos impulsara aexplorar estos temas acabó siendo muyprovechoso desde el punto de vista tanto personalcomo académico. En la actualidad, Ayelet esprofesora en la Universidad de California, SanDiego.

David PizarroDavid y yo nos conocimos en un retiro académicoestival de la Universidad de Stanford.Compartíamos un tabique que separaba nuestrosrespectivos despachos, y fue entonces cuando seprodujo mi primera y verdadera toma de contactocon la música rap. Al cabo de unas semanas,comencé a disfrutarla, y David fue de lo más

amable al compartir su colección de músicaconmigo (no estoy seguro de hasta qué punto esoera legal). A lo largo de los años he pasado muchotiempo con David, y siempre he aprendido muchoy he salido vigorizado; ojalá compartiera mástiempo con él. En la actualidad, David es profesoren la Universidad de Cornell.

Eynav MaharabaniConocí a Eynav en una de mis visitas a Israel. A lasazón, ella era una estudiante universitaria quejusto empezaba a trabajar con Racheli Barkan. Mequedé impresionado con su mezcla de inteligencia,cortesía y seguridad en sí misma desde elprincipio, y fue esa mezcla de facultades lo que laconvirtieron una colaboradora fantástica.Actualmente, Eynav está trabajando en AbilitiesSolution, firma excepcional encargada de colocara personas con discapacidades en empresas de altatecnología.

Francesca Gino

Francesca es una rara combinación de amabilidad,generosidad, conocimiento, creatividad y estilo.También tiene una energía y un entusiasmoinagotables, y el número de proyectos en los queestá implicada en un momento dado equivale, engeneral, a lo que otras personas hacen en toda suvida. Como buena italiana, es también una de lasmejores personas con quien compartir una buenacomida y un buen vino. Para mí fue muy triste eldía que decidió mudarse de Carolina del Norte aBoston. En la actualidad, es profesora en laUniversidad de Harvard.

Janet SchwartzFue una suerte para mí convencer a Janet para quepasara unos años en el Centro de la RetrospectivaAvanzada. Janet tiene un interés especial en lasirracionalidades ligadas a la asistencia médica (delas que hay muchas), y conjuntamente hemosestudiado hábitos de comida, dietas, consejos,conflictos de interés, segundas opiniones ydiferentes enfoques para lograr que las personas se

comporten como si se preocuparan de su salud alargo plazo. Janet tiene un agudo sentido de laobservación respecto al mundo que la rodea yademás es una fabulosa contadora de historias quese ríe de sí misma y de todos cuantos hayalrededor. En la actualidad es profesora en laUniversidad de Tulane, pero su espíritu sigue en elCentro.

Lisa ShuLisa está tan llena de vida que a su lado elentretenimiento está asegurado. Tiene una especiede sexto sentido para la comida, las buenas ideasde investigación y la moda. Estas cualidades hacende ella no sólo una colaboradora perfecta sinotambién una gran compañera para ir de compras.Además de estudiar conducta ética, está interesadaen la negociación. Y aunque no he tenido nuncaoportunidad de negociar personalmente con ella,no me cabe duda de que en tal caso yo saldríaperdiendo estrepitosamente. En la actualidad, Lisacursa un doctorado en la Universidad de Harvard.

Mary Frances LuceMary Frances era estudiante de doctorado en laUniversidad de Duke unos años por delante de mí,y regresó como miembro de la facultad, tambiénllevándome unos años de delantera. Naturalmente,esto hizo que, con el tiempo, llegara a ser unabuena fuente de consejos, aparte de que siempre hasido muy amable y servicial. Hace unos años pasóa la oficina del decano, y tanto por mi bien comopor el bien la escuela, espero no continuarsiguiendo sus pasos. Ahora Mary Frances esprofesora en la Universidad de Duke.

Maurice SchweitzerPara Maurice, casi todo lo que le rodea esinteresante, y aborda los proyectos nuevos con unaenorme sonrisa y una gran curiosidad. Lleva añosdiciéndome que juega muy bien a squash, y aunquequiero comprobar personalmente hasta qué puntoes eso cierto, creo que acabaré descubriendo quees mucho mejor que yo. Maurice también es

siempre una buena fuente de sabiduría sobre eltrabajo, la familia y la vida. Actualmente esprofesor en la Universidad de Pensilvania.

Max BazermanMax tiene una gran perspicacia sobreprácticamente cualquier asunto relacionado con lasinvestigaciones, la política o la vida personal. Ysiempre tiene algo inesperado e interesante quedecir. Tras enterarme de que muchos de susalumnos resolvían sus dilemas y tomabandecisiones preguntándose «¿qué haría Max?», yomismo intenté este planteamiento unas cuantasveces y puedo dar fe de su utilidad. En laactualidad, Max da clases en la Universidad deHarvard.

Michael NortonMike es una interesante mezcla de inteligencia,autodesaprobación y sarcástico sentido del humor.Tiene una perspectiva excepcional de la vida, yconsidera que casi todos los temas son

interesantes. Mike es una persona excepcionalpara discutir ideas, y su feedback suele ser unacombinación de cosas extravagantes, inesperadas,perspicaces y constructivas. A menudo imagino losproyectos de investigación como viajes, y conMike he tenido aventuras que con otros habríansido imposibles. En la actualidad es profesor en laUniversidad de Harvard.

Nicole MeadConocí a Nicole cuando ella estudiaba en laUniversidad Estatal de Florida. Era tarde, tras unaconferencia que yo había pronunciado, y acabamosbebiendo demasiado. Recuerdo que me quedéimpresionado por las ideas que estábamosintercambiando, y en un momento dado le preguntési a su juicio eran realmente buenas ideas o sedebía al alcohol. Nicole me aseguró que no era elalcohol, y creo que estaba más que acertada.Nicole ha tenido desde entonces muchas ideasbuenas, y actualmente es profesora en laUniversidad Católica Portuguesa.

Nina MazarNina llegó al MIT para una estancia de unos díascon la finalidad de recabar opiniones sobre susinvestigaciones y se quedó cinco años. Duranteeste período, pasamos infinidad de momentosdivertidos trabajando juntos, y llegué a confiarmuchísimo en ella. Nina es inmune a losobstáculos, y su disposición a asumir desafíosimportantes nos impulsó a llevar a cabo algunosexperimentos especialmente difíciles en la Indiarural. Durante muchos años, esperé que no semarchara nunca, pero lamentablemente llegó elmomento. Actualmente es profesora en laUniversidad de Toronto. En una realidadalternativa, Nina es diseñadora de moda de altacostura en Milán.

On AmirOn llegó al MIT a cursar el doctorado un añodespués que yo como profesor, y fue «mi» primeralumno. En calidad de tal, desempeñó un papelestupendo en la determinación de lo que yo espero

de los estudiantes y en cómo veo la relaciónprofesor-estudiante. Además de serexcepcionalmente listo, On tiene una serieasombrosa de habilidades, y lo que no sabe escapaz de aprenderlo en uno o dos días. Siempre esestimulante trabajar y pasar tiempo con él. En laactualidad, es profesor en la Universidad deCalifornia, San Diego.

Racheli BarkanRacheli (Rachel) y yo nos hicimos amigos hacemuchos años, cuando ambos estudiábamos en launiversidad. A lo largo de los años hablamos deponer en marcha conjuntamente varios proyectosde investigación, pero en realidad sólo pudimoshacerlo cuando ella fue a pasar un año en Duke.Resultó que el café es un importante ingredientepara traducir ideas en acción, y durante su visitapasamos muchísimos momentos divertidos ehicimos grandes progresos en una amplia variedadde proyectos. Racheli es increíblemente culta, lista

y perspicaz; ojalá pasáramos más tiempo juntos.Actualmente es profesora en la Universidad Ben-Gurion del Negev, Israel.

Roy BaumeisterRoy es una mezcla única de filósofo, músico,poeta y agudo observador de la vida humana. Susintereses lo abarcan todo; al principio, superspectiva suele desconcertarme, pero despuéscapto la sabiduría que hay en la misma y acabopensando en sus opiniones un buen rato —y amenudo las hago mías—. Roy es una persona idealcon la que explorar y viajar. En la actualidad esprofesor en la Universidad Estatal de Florida.

Scott McKenzieScott era un entusiasta estudiante de Duke cuandose incorporó al Centro de la RetrospectivaAvanzada. Era muy sociable y tenía una habilidadnatural para lograr que la gente hiciera lo que élquería, incluida la participación en nuestrosestudios. Cuando llegó el momento de escoger un

tema para un proyecto de investigaciónindependiente, escogió «engañar en el golf», y através del proceso aprendí muchísimas cosassobre ese noble juego. Actualmente, Scott estámetido en el mundo de las consultorías.

Shahar AyalConocí a Shahar a través de amigos comunes yluego volvimos a coincidir cuando él cursaba sudoctorado bajo la supervisión de otro amigo.Cuando terminó, nuestros caminos personales yprofesionales se cruzaron, y él pasó unos años enel Centro de la Retrospectiva Avanzada comobecario postdoctoral. A lo largo de esos años,llegamos a conocernos uno a otro a un nivel másprofundo y a pensar de forma más parecida (casisiempre para bien). Es un placer estar y trabajarcon Shahar, y espero que podamos investigarjuntos muchos años. Shahar es actualmenteprofesor en el Instituto Interdisciplinar de Israel.

Tom Gilovich

Cuando yo cursaba el doctorado, asistí a unaexposición de Tom, y me quedé asombrado por lacalidad de su pensamiento y su creatividad. Tomtiene una capacidad excepcional para formularpreguntas importantes y encontrar respuestas ensitios interesantes. Por ejemplo, ha demostradoque los equipos con uniforme negro reciben mássanciones que sus adversarios; que en realidad losjugadores de baloncesto no «tienen rachas»; y quelos jugadores de la NBA fallan más tiros librescuando consideran mal pitada la personal. Siemprehe querido ser un poco como Tom. En laactualidad es profesor en la Universidad deCornell.

Yoel InbarConocí a Yoel cuando él era alumno de TomGilovich y David Pizarro, y fue entonces cuandocomenzamos a trabajar juntos. Yoel es el arquetipodel gafapasta moderno —guay y ganso a partesiguales, gran conocedor de las bandas de rockindie (de las que probablemente no hemos oído

hablar) y de UNIX—. Yoel tiene interés en el ascoy es un experto en maneras curiosas de dar asco ala gente (aerosoles de pedos, chocolate en formade heces, alimentos extraños, etcétera).Actualmente es profesor en la Universidad deTilburg, Holanda.

Zoë ChanceZoë es un volcán de creatividad y amabilidad.Hablar con ella viene a ser como estar en unparque de atracciones: sabemos que va a seremocionante e interesante, pero es difícil preverqué dirección tomarán sus comentarios. Ademásde amar la vida y la humanidad, es la mezcla idealde investigadora y amiga. En la actualidad esbecaria postdoctoral en la Universidad de Yale.

BIBLIOGRAFÍA Y LECTURAS ADICIONALES

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Capítulo 9. Engaño en colaboración: por qué doscabezas no son necesariamente mejor que unaBasado enMelissa Bateson, Daniel Nettle y Gilbert Roberts,

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Francesca Gino, Shahar Ayal y Dan Ariely, «Out ofSight, Ethically Fine? The Effects ofCollaborative Work on Individuals’Dishonesty», documento de trabajo (2009).

Janet Schwartz, Mary Frances Luce y Dan Ariely,«Are Consumers Too Trusting? The Effects ofRelationships with Expert Advisers»,Journal of Marketing Research (2011).

Lecturas relacionadasFrancesca Gino y Lamar Pierce «Dishonesty in the

Name of Equity», Psychological Science(2009).

Uri Gneezy, «Deception: The Role ofConsequences», American Economic Review(2005).

Nina Mazar y Pankaj Aggarwal, «Greasing thePalm: Can Collectivism Promote Bribery?»,Psychological Science (2011).

Scott S. Wiltermuth, «Cheating More When theSpoils Are Split», Organizational Behaviorand Human Decision Processes (2011).

Capítulo 10. Final semioptimista: ¡las personasno engañan lo suficiente!Basado en

Rachel Barkan y Dan Ariely, «Worse and Worst:Daily Dishonesty of Business-men andPoliticians», documento de trabajo,Universidad Ben-Gurion del Negev, Israel(2008).

Yoel Inbar, David Pizarro, Thomas Gilovich y DanAriely, «Moral Masochism: Guilt CausesPhysical Self-punishment», documento detrabajo (2009).

Azim Shariff y Ara Norenzayan, «Mean GodsMake Good People: Different Views of GodPredict Cheating Behavior», InternationalJournal for the Psychology of Religion(2011).

Lecturas relacionadasKeri L., Kettle y Gerald Häubl, «The Signature

Effect: How Signing One’s Name InfluencesConsumption-Related Behavior by PrimingSelf-Identity», Journal of ConsumerResearch (2011).

Deepak Malhotra, «(When) Are Religious PeopleNicer? Religious Salience and the ‘SundayEffect’ on Pro-Social Behavior», Judgmentand Decision Making (2010).

Notas

* El título hace mención al título original del libro, The(honest) truth about dishonesty (La honesta verdad sobrela deshonestidad), que por razones editoriales ha decididocambiarse a Por qué mentimos... en especial nosotrosmismos. (Nota del editor.)

* La avalancha de escándalos empresariales que hanseguido desde entonces responde claramente a la pregunta.

* Para las referencias a todos los materiales utilizados eneste capítulo, y para lecturas relacionadas, véase labibliografía y las lecturas adicionales al final del libro.

* Además de explorar los temas de la deshonestidad, estelibro habla fundamentalmente de racionalidad eirracionalidad. Y aunque la deshonestidad es fascinante eimportante en los empeños humanos por derecho propio,también debemos tener en cuenta que es sólo uncomponente individual de la interesante e intrincadanaturaleza humana.

* Los lectores de Las trampas del deseo quizá reconozcanparte del material presentado en este capítulo y en elcapítulo 2, «Diversión con el factor de tolerancia».

* X corresponde al número de cuestiones que losparticipantes afirman haber resuelto correctamente.

* Una cuestión importante sobre el uso de recordatoriosmorales es si, con el tiempo, las personas se acostumbran afirmar esos códigos de honor haciendo que losrecordatorios pierdan su efecto. Es por eso por lo que, enmi opinión, el enfoque correcto es pedir a la gente queescriba su propia versión del código de honor —así serádifícil firmar sin pensar en la moralidad, de lo que deberáderivar una conducta más ética.

* Resulta que unos años después Hacienda me hizo unaauditoría, lo que fue una experiencia larga y desagradablepero muy interesante. No creo que tuviera nada que ver conesta reunión.

* Me parece que con las personas activamente contrarias algobierno o a las compañías de seguros se produciríaigualmente el efecto, aunque quizá estaría mitigado encierto grado –algo que valdrá la pena analizar en el futuro.

* Pensemos en los casos en que la gente pide consejosobre cómo comportarse en situaciones embarazosas:suele ser para un «amigo».

* Siendo adolescente, explotó a mi lado una bengala demagnesio. Sufrí graves heridas de tercer grado, y durantelos años siguientes fui sometido a varios tratamientos yoperaciones quirúrgicas. Para más detalles, véanse mislibros anteriores.

* Quizá la prueba más reveladora de la influencia de laindustria farmacéutica es el hecho de que mi contacto paraesta entrevista me pidió encarecidamente que no revelarasu nombre para evitar que la industria lo pusiera en la listanegra.

* Era la primera vez que me pagaban una buena cantidad porhora, y me intrigaba el hecho de empezar a contemplarmuchas decisiones en términos de «horas de trabajo».Calculaba que por una hora de trabajo me podía permitiruna buena cena y por un poco más podía comprar unabicicleta nueva. Me parece que es una manera interesantede pensar en lo que debemos comprar o no; un día quizáinvestigue sobre ello.

* El mercado de las falsificaciones se extiende mucho másallá de Chinatown y Nueva York, desde luego. Tras cobrarimpulso durante más de cuarenta años, el fenómeno esactualmente un asunto de grandes proporciones. Falsificares ilegal en casi todas partes del mundo, aunque laseveridad del castigo varía de un país a otro, igual que laopinión de la gente sobre la moralidad de comprar cosasfalsificadas. (Véase Frederick Balfour, «Fakes!», BusinessWeek, 7 de febrero de 2005.)

* El rumor sobre este envío corrió por Duke como lapólvora y llegó a ser popular entre la gente que iba a lamoda.

* El lector quizá se pregunte si recibir falsificaciones deregalo tendría el mismo efecto que elegir por nosotrosmismos un producto falsificado. Tuvimos la misma duda yanalizamos la cuestión en otro experimento. Y resultó queda igual si adquirimos un producto falso por nuestra cuentao no; en cuanto lo tenemos, es más probable que hagamostrampa.

* Cabe preguntarse si las personas son conscientes de lasconsecuencias descendentes de las falsificaciones.También lo estudiamos y descubrimos que no sonconscientes de estos efectos.

* Utilizamos estas preguntas tipo SAT (ScholasticAssessment Test) en vez de las matrices estándar porquecreíamos que nos conducirían de manera más natural a lasensación de «lo supe desde el principio» y al autoengaño.

* Escribió la historia Anthony Frewin, ayudante de Kubrick,en la revista Stop Smiling, y fue la base de la películaColour Me Kubrick, protagonizada por John Malkovichcomo Conway.

* No tengo nada contra el Ford Taurus, que seguramente esun magnífico automóvil; es sólo que, cuando me imaginabaconduciéndolo, no me parecía nada excitante.

* Sospecho que existe una conexión entre la deshonestidady los viajes en general. Quizá es porque cuando viajamoslas reglas están menos claras, o acaso tenga que ver conestar lejos del entorno habitual de uno.

* Lo inteligente habría sido hacer jurar a los estudiantes alprincipio de cada clase; quizá lo haga la próxima vez.

* Sospecho que muchas empresas que adaptan la ideologíade maximizar el valor de las participaciones de losaccionistas por encima de todo lo demás pueden usar estelema para justificar una gran variedad de malas conductas,desde engaños financieros y legales hastamedioambientales. El hecho de que la compensación de losejecutivos esté vinculada al precio de las accionesprobablemente sólo incrementa su compromiso con «elvalor de las participaciones de los accionistas».

* Otra regla confusa es el curioso «principio de laprudencia», según el cual los contables no deben hacer quelas cosas parezcan más halagüeñas de lo que son.

* ¿Los dentistas hacen esto adrede, y los pacientes sabenque están siendo castigados por su lealtad? Probablementeno es deliberado, pero, al margen de si es algo consciente ono, el problema sigue ahí.

* Basándonos en estos resultados, podemos conjeturar quelas personas que trabajan para organizaciones ideológicascomo grupos políticos y otros sin ánimo de lucro quizá sesientan más cómodas infringiendo reglas morales, puesestán haciéndolo por una buena causa y para ayudar a losdemás.

1. Ira Glass, «See No Evil», This American Life, NationalPublic Radio, 1 de abril de 2011.

1. «Las Vegas Cab Drivers Say They're Driven to Cheat»,Las Vegas Sun, 31 de enero 2001,www.lasvegassun.com/news/2011/jan/ 31/driven-cheat/

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2. Geoff Baker, «Mark McGwire Admits to Steroids Use:Hall of Fame Voting Becoming a Pain in the Exact PlaceHe Used to Put the Needle»,http://seattletimes.nwsource.com/html/marinersblog/2010767251_mark_mcgwire_admits_to_steroid.html

1. Steve Henn, «Oh, Waiter! Charge It to My PAC»,Marketplace, 21 de julio de 2008, y «PACs Put the Fun inFundraising», Marketplace, 22 de julio de 2008.

2. Steve Henn, «PACs Putt he Fun in Fundraising»,Marketplace, 22 de julio de 2008.

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3. Consejo de la ADA (Asociación Dental Americana)sobre Asuntos Científicos, «Direct and Indirect RestorativeMaterials», The Journal of the American DentalAssociation (2003).

1. Montpelier [Vermont] Argus & Patriot, 6 de marzo de1873.

Por qué mentimos... en especial a nosotros mismosLa ciencia del engaño puesta al descubierto.Dan Ariely

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni suincorporación a un sistema informático, ni su transmisión encualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin elpermiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechosmencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedadintelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

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Título original: The (Honest) Truth About Dishonesty.How We Lie to Everyone— Especially Ourselvespublicado originalmente por Harper Collins Publishers.

© del diseño de la portada, Mauricio Restrepo, 2012© de la imagen de la portada, Mauricio Restrepo, 2012

© Dan Ariely, 2012

© de la traducción, Joan Soler Chic, 2012

© Editorial Planeta, S. A., 2012Editorial Ariel es un sello editorial de Planeta, S. A.Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): noviembre2012ISBN: 978-84-344-0552-3Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.www.newcomlab.com