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1 PREGUNTAS DE EXAMENES HISTORIA MODERNA DE ESPAÑA I BY NECROP EL CHOQUE CON LA REALIDAD HISPANA: EL MOVIMIENTO COMUNERO. LAS GERMANÍAS. La xenofobia no explicaba por sí sola el hondo descontento que a la altura de 1520 se podía percibir claramente y que ya se había manifestado en la actitud sobre todo de la ciudad de Toledo, seguida por Segovia y algo después por otros núcleos urbanos castellanos, de oposición a las directrices políticas y fiscales que emanaban de los recién llegados gobernantes. Para comprender mejor el estallido revolucionario de las Comunidades habría que tener muy en cuenta la descomposición política que desde la muerte de Isabel, incluso quizá un poco antes, había minado la autoridad de la Corona y resquebrajado la estructura estatal, haciendo predominar las luchas de intereses, la corrupción, los comportamientos egoístas tendentes a un rápido enriquecimiento. En definitiva, se notaba la falta de una eficaz política de Estado que fuera llevada a cabo por un gobierno fuerte e incontestado, situación que se hacía aún más crítica dado el clima de anarquía social existente: de enfrentamientos nobiliarios por un mayor protagonismo, de tensiones entre los grupos burgueses (exportadores contra manufactureros, del centro contra los de la periferia), de protesta del clero en su denuncia del general deterioro que se manifestaba por doquier, de inquietud popular por el empeoramiento de las condiciones de vida. Y frente a este estado de cosas, el poder aparecía dividido, fragmentado, preocupado casi exclusivamente por recaudar dinero de donde fuera para sufragar los cuantiosos gastos de la expedición real y los generados a raíz del nombramiento del emperador, lo que contribuía a aumentar el malestar social. También la marcha del rey hacia Alemania y la incorporación de España al Imperio producían inquietud por lo que de abandono podía significar la ausencia, que se presumía prolongada, del monarca y la subordinación de los intereses castellanos a los imperiales y dinásticos representados por los Habsburgo. Desde la llegada de Carlos en 1517 a la península, los borgoñones continuaban siendo los principales consejeros del rey, que le mantenían alejado de los castellanos, que contemplaban como los cargos y sinecuras eran invadidos por extranjeros y, como éstos se apoderaban de la riqueza nacional. Naturalmente, reaccionaron porque, aunque había indicios de que el régimen borgoñón podía ser transitorio, en especial tras la muerte de Sauvage (jun. de 1518), su sustitución en el puesto de gran canciller por el piamontés Mercurino de Gattinara,

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PREGUNTAS DE EXAMENES HISTORIA MODERNA DE ESPAÑA I BY NECROP

EL CHOQUE CON LA REALIDAD HISPANA: EL MOVIMIENTO COMUNERO. LAS

GERMANÍAS.

La xenofobia no explicaba por sí sola el hondo descontento que a la altura de 1520 se podía percibir claramente

y que ya se había manifestado en la actitud sobre todo de la ciudad de Toledo, seguida por Segovia y algo

después por otros núcleos urbanos castellanos, de oposición a las directrices políticas y fiscales que emanaban

de los recién llegados gobernantes.

Para comprender mejor el estallido revolucionario de las Comunidades habría que tener muy en cuenta la

descomposición política que desde la muerte de Isabel, incluso quizá un poco antes, había minado la autoridad

de la Corona y resquebrajado la estructura estatal, haciendo predominar las luchas de intereses, la corrupción,

los comportamientos egoístas tendentes a un rápido enriquecimiento. En definitiva, se notaba la falta de una

eficaz política de Estado que fuera llevada a cabo por un gobierno fuerte e incontestado, situación que se hacía

aún más crítica dado el clima de anarquía social existente: de enfrentamientos nobiliarios por un mayor

protagonismo, de tensiones entre los grupos burgueses (exportadores contra manufactureros, del centro contra

los de la periferia), de protesta del clero en su denuncia del general deterioro que se manifestaba por doquier,

de inquietud popular por el empeoramiento de las condiciones de vida.

Y frente a este estado de cosas, el poder aparecía dividido, fragmentado, preocupado casi exclusivamente por

recaudar dinero de donde fuera para sufragar los cuantiosos gastos de la expedición real y los generados a raíz

del nombramiento del emperador, lo que contribuía a aumentar el malestar social. También la marcha del rey

hacia Alemania y la incorporación de España al Imperio producían inquietud por lo que de abandono podía

significar la ausencia, que se presumía prolongada, del monarca y la subordinación de los intereses castellanos

a los imperiales y dinásticos representados por los Habsburgo.

Desde la llegada de Carlos en 1517 a la península, los borgoñones continuaban siendo los principales

consejeros del rey, que le mantenían alejado de los castellanos, que contemplaban como los cargos y sinecuras

eran invadidos por extranjeros y, como éstos se apoderaban de la riqueza nacional. Naturalmente, reaccionaron

porque, aunque había indicios de que el régimen borgoñón podía ser transitorio, en especial tras la muerte de

Sauvage (jun. de 1518), su sustitución en el puesto de gran canciller por el piamontés Mercurino de Gattinara,

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humanista, erasmista y defensor de la idea imperial era una nueva causa de resentimiento. Esta se manifestó

especialmente en Castilla, donde la hostilidad al nuevo soberano, a sus ministros y su política adoptó, la forma

de una oposición colectiva con base en las ciudades y encabezada por Toledo.

A fin de preparar la coronación imperial, obtener dinero y embarcarse para los Países Bajos, Carlos V retornó

desde Barcelona a Castilla convocó las Cortes (Santiago, marzo 1520). Los representantes de Toledo no

acudieron a estas Cortes y las restantes ciudades intentaron dar a sus procuradores instrucciones precisas. De

hecho, las Cortes se negaron a conceder el subsidio solicitado.

A raíz de ello, las Cortes continuaron en La Coruña y fue allí donde Carlos V presentó lo que los historiadores

han calificado como el germen de su programa imperial. Se afirmó que Carlos había aceptado el título

imperial para hacerse cargo de la defensa de la fe católica contra sus enemigos infieles y que España

siempre sería la base de su poder y la fuente de su fuerza. Con ello, no consiguió impresionar a las Cortes y,

aunque una mayoría de los procuradores habían sido sobornados para que aprobaran el subsidio, ello se realizó

con la oposición de los representantes de 6 ciudades y la abstención de otras 10, de un total de 18. El dinero

nunca llegó a recaudarse y las multitudes atacaron las casas de los procuradores que habían votado a favor.

Por otra parte, salió reforzada la mala impresión inicial que Carlos V había causado en los españoles.

Cuando el monarca partió de España en mayo de 1520, rodeado de extranjeros y en una misión que era

ajena a sus súbditos españoles, la agitación había dejado paso a la rebelión. La acumulación de agravios

contra el régimen borgoñón había producido el primer sentimiento de ultraje: la pobre impresión que habían

causado el rey y sus representantes extranjeros, el desprecio de Chièvres hacia los españoles, su monopolio

venal de las influencias, el nombramiento de extranjeros para ocupar cargos y obispados españoles, la

opresión de los recaudadores de impuestos, las enormes cantidades de dinero enviadas fuera del reino y,

como culminación de todo ello, el nombramiento de un regente extranjero, Adriano de Utrecht, para gobernar

Castilla durante la ausencia del rey.

EL MOVIMIENTO COMUNERO. Causas.

La crisis se precipitó cuando Carlos V se comprometió con una idea imperial que apenas tenía cabida en las

tradiciones de España y que despertó escaso eco en el país. La pequeña nobleza y las ciudades castellanas se

rebelaron, entonces, contra un régimen al que consideraban contrario a sus intereses y que amenazaba con

sacrificar Castilla a una política imperial o dinástica. Pero la revuelta de los comuneros no fue simplemente

un movimiento político, sino una revolución que tuvo lugar en una región profundamente dividida por

intereses opuestos y en una sociedad en conflicto.

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En Castilla existía desde hacía tiempo una industria manufacturera artesanal, y fue el sector textil el que se

situó a la cabeza. Pero la industria textil sufría una situación de estancamiento a comienzos del S. XVI, la

mayor parte de la producción de lana era enviada al extranjero y los manufactureros castellanos eran

demasiado débiles para competir por ella y para desafiar a la coalición de intereses (aristocracia, corona y

comerciantes) que convertía a Castilla en un exportador de materias primas y que comprometía el desarrollo

de una industria textil nacional. Ante el empeoramiento de su situación, los manufactureros recurrieron a la

corona, pero ni Isabel ni Carlos V se mostraron dispuestos a ayudarlos.

Mientras, florecían las exportaciones de lana desde Burgos-Bilbao y el comercio de Sevilla con las Indias, la

Castilla interior se sentía cada vez más marginada. Éste fue el bastión de los comuneros y los intereses en

conflicto eran los de los manufactureros contra los exportadores de lana, el centro contra la periferia, Segovia,

que apoyó la revuelta, contra Burgos, que muy pronto la abandonó.

Estas tensiones se inscriben en el conflicto secular entre las ciudades y la nobleza, un problema que empezaron

a afrontar Fernando e Isabel para luego dejarlo sin resolver. En los últimos años de su reinado la nobleza

intentó un nuevo asalto al poder, reagrupando sus fuerzas privadas, ocupando los puestos dirigentes del ejército

real y compitiendo de forma implacable por copar los puestos de la administración. Luego comenzaron a

apoderarse de tierras de las ciudades, a usurpar rentas y cargos urbanos y a incrementar sus exigencias

señoriales a sus vasallos urbanos. Los habitantes de las ciudades, los comerciantes y los artesanos se

consideraban víctimas de una revitalizada aristocracia y de una corona complaciente con ella, y cuando los

enfrentamientos adquieren mayor virulencia intentaron en vano conseguir el arbitraje real. La situación

empeoró a la muerte de Isabel.

La regencia fue incapaz de salvar a la monarquía del declive militar y financiero, y las ciudades negaron su

ayuda. Carlos V se vio inmerso en una crisis de la que no fue totalmente responsable, pero sus peticiones de

dinero y tropas contribuyeron a aumentar el resentimiento de grupos urbanos que consideraban esas demandas

como una nueva versión de una vieja política.

Los comuneros pertenecían a los sectores medios de la sociedad y se levantaron contra la aristocracia

terrateniente y sus aliados. Sin embargo, no fue únicamente una lucha de gentes del común contra nobles ni

una mera protesta contra un régimen impopular y sus servidores. Antes bien, puso de relieve las divisiones

subyacentes en la sociedad que emergieron a la superficie tras el reinado de los Reyes Católicos. Éstos, que

desconfiaban de la alta nobleza e intentaron reducirla, favorecieron la promoción de la baja nobleza, los

caballeros e hidalgos, que desempeñaron una función importante en la administración, el ejército y el gobierno

local. Pero muchos fueron rechazados por el nuevo monarca en 1517, y algunos, resentidos, se integraron en

las filas de los comuneros. No constituían una clase media. Ya se tratara de hidalgos rurales o letrados urbanos

se consideraban auténticos nobles o, como los grandes comerciantes y banqueros, aspiraban a la nobleza. Por

otra parte, entre los comuneros se incluían pequeños comerciantes y manufactureros, que constituían una

incipiente clase media, aunque su número era reducido en la polarizada sociedad de Castilla.

Desarrollo de los acontecimientos.

El levantamiento de los comuneros fue dirigido por Toledo, que ya antes de que Carlos V partiera de España

el 20-5-1520 había expulsado a su corregidor y establecido una comunidad. Durante el mes de junio la revuelta

se difundió por la mayor parte de las ciudades de Castilla la Vieja que expulsaron a los oficiales reales y a los

recaudadores de impuestos y proclamaron la comunidad.

Fueron revueltas populares espontáneas, aunque el patriciado urbano también participó y en Zamora estuvo

al frente del movimiento un obispo soldado, Antonio de Acuña.

Toledo tomó la iniciativa en el intento de extender la base política del movimiento y en el mes de julio convocó

una reunión de cuatro ciudades en Ávila, de la que surgió una junta revolucionaria que obligó al regente

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Adriano a salir de Valladolid y organizó un gobierno alternativo rival. El levantamiento comunero no tardó

en cobrar fuerza, sumándose poco a poco a la revuelta iniciada por Toledo y Segovia, las villas y ciudades

castellanas (Zamora, Toro, Madrid, Guadalajara, Ávila, Salamanca, Burgos...).

En julio de 1520 se formaba en Ávila la Junta Santa, que hizo de órgano dirigente y portavoz de las propuestas

de los sublevados, centradas fundamentalmente en querer dotar a las Cortes de mayor representatividad

estamental, de aumentar sus competencias legislativas y facultad de decisión política junto a la reivindicación

del papel de las ciudades cara a la buena marcha del Reino y al logro de mayores libertades.

El destrozo un tanto fortuito de Medina del Campo por las tropas realistas en agosto hizo que aumentase el

número de núcleos urbanos sublevados, pareciendo que la causa de las Comunidades podía salir victoriosa.

Con una causa, una organización y un ejército, la Junta ya no pedía reformas, sino que intentaba imponer

condiciones al monarca. En este punto, comenzaron a producirse divisiones entre revolucionarios y

reformistas. La junta pretendía redefinir la relación entre el rey y el pueblo, sobre la base del principio de que

el reino estaba por encima del rey y de que la junta representaba al reino. En el nuevo orden político las Cortes

ejercerían una función muy importante.: tendrían el derecho de estudiar sus quejas antes de votar los

impuestos, y se permitiría «a los representantes de la comunidad» que votaran a sus delegados. Ello determinó

que abandonaran el movimiento los elementos moderados de Burgos y Valladolid (sometidos a una importante

presión por las autoridades reales y la alta nobleza).

La hábil política del regente logrando atraerse a los nobles que hasta entonces habían simpatizado con la

revuelta, el cambio de actitud de éstos provocado además por la radicalización del movimiento subversivo

que, habiéndose extendido por el campo, se estaba convirtiendo también en una rebelión antiseñorial, la

división interna de los grupos burgueses que sustentaban la protesta (plasmada significativamente en la

separación de Burgos) y la incapacidad de los cabecillas revolucionarios para levantar un ejército disciplinado,

organizado y eficaz, motivaron el fracaso de las Comunidades.

Cuando la junta comenzó a reclamar todos los poderes del Estado, los moderados abandonaron la lucha y las

fuerzas reales entraron en acción. El 5 de diciembre, con la ayuda de la aristocracia y el oportuno envío de

fuerzas desde Portugal, tomaron Tordesillas, el cuartel general de la Junta.

Pero los comuneros no estaban derrotados todavía. Su revuelta no era simplemente un movimiento político,

sino también social; era más que un conflicto entre las ciudades y el poder real, era un enfrentamiento con la

alta nobleza y los grandes comerciantes. Carlos V había tenido la habilidad de situar al almirante y al

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condestable de Castilla, Fadrique Enríquez e Íñigo de Velasco respectivamente, junto a Adriano de Utrecht

como cogobernadores del país, alineando, con ellos, a los magnates castellanos en favor de la causa real.

En el campo de batalla los comuneros no eran enemigo para el ejército real y las fuerzas de la nobleza, y

fueron derrotados en la batalla de Villalar el 24-4-1521. Al día siguiente fueron ejecutados los jefes de la

rebelión, Juan de Padilla, Juan Bravo y Pedro Maldonado, representantes de Toledo, Segovia y Salamanca

respectivamente. Toledo resistió 6 meses más, con sus fuerzas comandadas por el último jefe rebelde, el obispo

Acuña, pero sólo duró un mes. En octubre de 1521 también Toledo tuvo que capitular.

¿Quiénes eran los comuneros?

Se apreciaba muy claramente cuál era la base social de los comuneros. El grueso de sus filas lo formaban los

sectores populares urbanos, que se enfrentaban a la oligarquía tradicional de las ciudades. Es decir, el pueblo

llano contra el patriciado. Segovia, centro de una activa región agrícola y de un sector industrial en

crecimiento, desempeñó un papel destacado en la revuelta y sufrió las consecuencias al recaer sobre ella con

mayor rigor las multas y castigos.

Los grandes y la alta nobleza actuaron en contra de los comuneros, en defensa de la ley y el orden y para

restablecer su propio poder allí donde se había visto menoscabado. No les preocupaban seriamente los

derechos de Carlos V, sino más bien, que junto al ala política de los comuneros se había desarrollado un

movimiento antiseñorial radical que desafiaba el poder feudal de la nobleza.

Era una revolución desde abajo, un levantamiento de los vasallos contra la nobleza. En consecuencia, los

grandes no sólo luchaban para servir al rey sino para defender su jurisdicción señorial.

Las capas medias urbanas -los pequeños propietarios, artesanos, comerciantes al por menor y titulados

universitarios- estuvieron en el centro del movimiento comunero y protagonizaron la dirección del mismo.

Aunque no eran pobres (algunos tenían tierras, otros eran profesionales y no se identificaban con los

desheredados) tampoco eran ricos y poco tenían en común con los acomodados comerciantes exportadores,

aliados de la nobleza contra los comuneros. Las capas medias no constituían una clase social homogénea, una

burguesía urbana, y si bien los comuneros tenían base social carecían de una base de clase. En el conflicto se

enfrentaban intereses sectoriales distintos, y cada uno de los bandos constituía una coalición de grupos o una

alianza política.

El programa de los comuneros tenía algo que ofrecer a la mayor parte de quienes los apoyaban: la limitación

del poder real, el freno al poder de la nobleza, la reducción de los impuestos, la reducción de los gastos del

gobierno y la represión de la corrupción y la reforma de los municipios que permitiera una mayor participación

de los sectores no privilegiados, la comunidad. Pedían también la reducción de las exportaciones de lana en

favor de los compradores nacionales y la protección de la industria textil castellana. Aunque Carlos V contó

con la colaboración de los grandes y los nobles para aplastar a los comuneros, no satisfizo sus ambiciones ni

les otorgó el poder que reclamaban. Fue una victoria de la aristocracia sobre la población de las ciudades pero

el premio del triunfo fue a parar a manos del rey.

Resultados.

El absolutismo monárquico quedó a partir de entonces como claro vencedor frente a las aspiraciones

constitucionales de las ciudades, mientras que la nobleza reafirmó con el triunfo su poder militar, político y

social sobre los grupos burgueses, las clases medias urbanas y los sectores campesinos.

La alianza Corona-aristocracia había vuelto a funcionar, consolidando el viejo orden estamental e imponiendo

las formulaciones absolutistas y señoriales al conjunto de la sociedad.

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De todas maneras, las interpretaciones que se han hecho y se siguen haciendo del levantamiento de las

Comunidades son muy variadas, dependiendo en cada caso de sobre qué aspecto se ponga mayormente la

atención y de lo que se quiera demostrar, siempre teniendo en cuenta que fue un movimiento complejo, donde

se mezclaron intereses muy distintos, con anhelos variados y motivaciones diversas no siempre convergentes

ni dirigidas a un único fin.

Lo que sí se suele aceptar mayoritariamente es que tuvo una dimensión principalmente política, que se redujo

a un marco geográfico bastante bien delimitado (la vieja Castilla, estrictamente hablando) y que sus

protagonistas destacados fueron los grupos intermedios y burgueses ciudadanos, quedando los sectores

humildes excluidos en cierta forma, dándose asimismo una menor participación de la nobleza.

LAS GERMANÍAS.

Estos movimientos se producen en Valencia y Mallorca. Mientras que los comuneros poseían una

organización, unos líderes y un ideario, los levantamientos de las Germanías, hermandades cristianas, de

Valencia y Mallorca en 1519 fueron protestas sociales espontáneas que planteaban peticiones determinadas,

y que nunca llegaron a constituir realmente un programa político. Los dos movimientos no se influyeron

mutuamente. Las Germanías no cooperaron con los comuneros, y su revuelta tenía un origen distinto.

Valencia.

La protesta de los artesanos de los gremios de Valencia contra los elementos aristocráticos (nobleza y grandes

mercaderes) que dirigían el gobierno local y controlaban las principales actividades de los intercambios,

influida la queja por el mal gobierno y la escasa representatividad del organismo municipal, propiciada además

por la difícil coyuntura económica del momento (inflación, crisis de subsistencias), tuvo una dimensión social

muy particular, con características propias, y una evolución bien distinta al movimiento de las Comunidades.

El movimiento valenciano comenzó como una protesta contra los funcionarios de la ciudad y los aristócratas,

y a continuación la violencia se convirtió en una guerra abierta contra los musulmanes, quienes a su vez

apoyaron a sus señores frente a las hermandades. Los cabecillas de la revuelta supieron ver las ventajas que

suponía invocar una justificación religiosa para su acción y darle un interés más general del que originalmente

poseían.

Desarrollo de los acontecimientos.

En principio la cronología que se le puede aplicar es muy imprecisa en cuanto a sus límites, ya que surgen

serias dudas a la hora de establecer con fechas concretas su comienzo y su final, no por desconocimiento de

cuándo transcurrieron los acontecimientos sino porque éstos se desarrollaron inicialmente dentro de la

legalidad, contando incluso con la aprobación real (ratificación por el monarca del permiso de armarse los

gremios, en noviembre de 1519, ante el peligro de un ataque por mar de la piratería berberisca); continuaron

con manifestaciones públicas del potencial de los descontentos (alarde militar de todos los gremios en febrero

de 1520), consiguiéndose por lo demás sin apenas violencia algunos objetivos, a saber, una mayor presencia

municipal, favorecida por la huida de la nobleza de la ciudad a raíz de conocerse, en el verano de 1519, la

existencia de un brote de peste, y más representatividad, gracias sobre todo a las elecciones de jurados que por

el nuevo sistema se celebraron en mayo de 1520, mediante las cuales salieron elegidos dos representantes

gremiales, todo ello ocurrido sin que hubiera una declaración explícita de enfrentamiento bélico.

A finales de mayo de 1520 la situación se radicalizó por los motines populares que se dieron, merced a los

cuales se liberaron presos de las cárceles y se asaltaron las casas de las autoridades. La contestación artesanal,

de las clases medias y populares fue tomando unos perfiles nítidos por las formulaciones programáticas de los

líderes que habían ido surgiendo, especialmente del moderado Joan Llorens, uno de los cabecillas artesanos

destacados.

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La reacción del rey, más interesado en su coronación imperial que se iba a producir en Aquisgrán que por los

problemas internos del no muy extenso reino valenciano, llegó en forma de prohibición a los gremios de que

tuvieran y usaran armas, orden que lógicamente nadie iba a tener en cuenta, tanto más cuando se produjo la

muerte de Llorens a finales de junio de 1520, pasando la revuelta a ser encabezada por otros dirigentes

extremistas que la precipitaron hacia un mayor radicalismo revolucionario.

Poco a poco el movimiento insurgente se fue extendiendo por la huerta valenciana, adquiriendo un claro matiz

antinobiliario que se concretaba en el campo por el levantamiento campesino contra el régimen señorial.

Los insurgentes no tardaron en controlar la capital de Valencia, con el apoyo de la mayor parte de los gremios

y desde allí dirigieron el levantamiento del resto de Valencia, organizando enfrentamientos armados con el

virrey y la nobleza, obligando a los moros a bautizarse, suprimiendo todo tipo de impuestos y amenazando

con interferir en la distribución de la tierra.

Entonces, la rebelión perdió el apoyo de un sector de la clase media de la que había obtenido gran parte de su

fuerza y no pocos de sus líderes. Esto permitió al virrey, Diego Hurtado de Mendoza, y a los aristócratas que

le apoyaban enderezar la situación.

El año 1521 fue pródigo en sucesos relevantes, alcanzándose en su transcurso el momento álgido de la protesta,

el estallido de la guerra propiamente dicha y la derrota primera de la causa agermanada. La dirección de los

sectores radicales amotinados llegó a decretar la supresión del pago de los impuestos en el mes de febrero

(medida que luego se revocaría), produciéndose meses después saqueos de propiedades de los caballeros y el

incendio del arrabal de la morería. Precisamente iban a ser los moriscos víctimas inocentes de la lucha de los

agermanados contra los señores territoriales, descargándose sobre ellos una violencia desmesurada

acompañada del bautismo forzado a que se vieron sometidos tras ser acusados de infieles y aliados de la

nobleza.

En pleno conflicto bélico las fuerzas agermanadas, lideradas por el radical Vicenç Peris, obtuvieron algunos

éxitos frente a las tropas del virrey, pero en septiembre de 1521 se produjo la derrota de Peris en Sagunto, que

marcaba el principio del fin, aunque posteriormente en la primavera de 1522 se diera un rebrote de la

subversión popular, esta vez gracias a la aparición de un extraño personaje, el Encubierto, que no tardaría en

ser asesinado, acabándose definitivamente con su muerte la insurrección agermanada.

La represión de las autoridades y de los grupos privilegiados no se hizo esperar, fomentándose una especie de

terror blanco que se dejaría sentir de forma intermitente a lo largo de varios años. Sin embargo, las represalias

oficiales tras el fracaso de la rebelión no produjeron un elevado número de penas de muerte ni de castigos

físicos; fueron sobre todo de tipo económico, realizadas por medio de las confiscaciones de bienes a muchos

agermanados, de multas a lugares que habían apoyado la revuelta y a todos los gremios que en ella habían

intervenido, imponiéndose también bastantes a individuos concretos.

Tras la pacificación, Germana de Foix fue nombrada virreina en marzo de 1523, dándose a comienzos de 1524

un nuevo pregón contra los agermanados, seguido por la continuidad de las persecuciones, prueba de que la

revuelta no se daba aún por superada. Hasta mayo de 1528 no se obtuvo el perdón general del rey, fecha muy

tardía si se tiene en cuenta lo lejos que quedaba ya la derrota de los amotinados.

Al igual que había ocurrido en Castilla con los comuneros, las aspiraciones de los agermanados valencianos,

que fueron en su gran mayoría maestros artesanos y labradores, no se vieron cumplidas, volviéndose al anterior

estado de cosas. También en el Reino de Valencia quedó afirmada la autoridad real, esta vez por medio del

virrey, y robustecido el poder de la nobleza.

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El levantamiento agermanado había traído consigo unos años de fuerte inestabilidad social y política, muchas

muertes en los campos de batalla, una persecución de los moriscos y una represión intermitente y duradera,

factores que causaron grandes perturbaciones en la organización social valenciana.

Notas características de las Germanías.

En Valencia, las tensiones sociales no eran meros conflictos de clase y ésta no fue una rebelión homogénea.

Participaron en ella artesanos que luchaban por su supervivencia y, tal vez también, por conseguir protección,

campesinos oprimidos por las cargas feudales, algunos representantes de las capas medias de la población con

conciencia política y algunos miembros del bajo clero, todos ellos unidos únicamente por unas míseras

condiciones de vida y por los abusos señoriales, así como por su odio hacia los musulmanes, a quienes estaban

dispuestos a atacar, destruir y convertir.

El pueblo aprovechó la oportunidad para enfrentarse a una nobleza opresora y unos funcionarios impopulares.

Exigieron representación en el gobierno municipal, que aún no poseían, y el acceso a la justicia del emperador,

que les era negada por sus señores locales.

El primer dirigente de la Germanía, el tejedor Juan Llorenç, deseaba dotar a Valencia de una constitución

republicana al estilo de las de Génova y Venecia. Sin embargo, tras su muerte otros cabecillas de segunda fila

llevaron al movimiento hacia la perpetración de violencias y atrocidades sin dotarlo de un programa preciso.

Aunque la Germanía de Valencia acabó enfrentándose con el poder real, se había iniciado como una protesta

contra el poder de la aristocracia terrateniente y contra sus jornaleros moros. Contó también con un importante

apoyo entre las clases medias y con la cooperación de casi todos los gremios. Sin embargo, el movimiento

careció de una base social definida. Era una alianza heterogénea de grupos que expresaban sus protestas,

artesanos pobres, pequeños agricultores y jornaleros, el bajo clero y algunos comerciantes.

Fue el levantamiento de grupos de rebeldes, una protesta campesina contra la escasez de productos de primera

necesidad, contra la jurisdicción señorial y la competencia por parte de la mano de obra mora. Fue también

una protesta contra la administración local y una oposición a la carga fiscal y poseyó también algunos rasgos

auténticamente revolucionarios y de oposición a las estructuras existentes. Indirectamente fue también un

movimiento de resistencia a la corona.

La nobleza y el alto clero, conscientes de cuáles eran sus auténticos intereses, prestaron un apoyo unánime a

Carlos V, y por esta razón la represión del movimiento fue una nueva victoria del absolutismo.

Mallorca.

Parecidas consecuencias que en Valencia se dejaron sentir en las vecinas islas Baleares al extenderse la

rebelión antiseñorial y contra la oligarquía municipal por tierras mallorquinas. Las luchas sociales fueron allí

todavía más intensas, al igual que lo fue la represión contra los sublevados una vez que se puso fin a la revuelta

por las tropas reales y las fuerzas nobiliarias.

En Mallorca la Germanía, que comenzó a fines de 1520, tuvo un claro tono social, los artesanos y campesinos

de Palma contra la clase dominante. Se organizó un poder agermanado y el virrey tuvo que huir a Ibiza (1521),

mientras la Germanía se extendía a toda la isla con la excepción de la villa de Alcudia.

La sucesión de tendencias entre los agermanados se hizo de forma violenta. Joan Crespí, el jefe de la

organización, fue encarcelado y murió en prisión. Su sucesor, Joanot Colom, se impuso drásticamente e

impulsó el programa económico de la Germanía: la supresión de los censales y una reforma fiscal que gravará

la propiedad agraria. La contraofensiva del ejército real se inició en octubre de 1522 y culminó con el largo

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sitio de la ciudad de Mallorca (de diciembre 1522 hasta marzo 1523). La represión fue más dura que en

Valencia.

LOS MEDIOS DE LA MONARQUÍA Y EL SISTEMA DE CONSEJOS. EL SISTEMA

POLISINODIAL DE LA MONARQUIA HISPANICA.

Gattinara tenía en mente un sistema imperial de gobierno y trató de crear una maquinaria supranacional que

resultara adecuada no sólo para el reino de Castilla sino para una monarquía universal. A esta idea se oponían

tanto Carlos V como Castilla. A la muerte de Gattinara desapareció el cargo de Gran Canciller.

Carlos V gobernaba sus dominios como cabeza de una organización dinástica. En cada uno de sus estados

estaba representado por un regente o virrey. El emperador tenía virreyes en cada uno de los países que

formaban la monarquía: Aragón, Cataluña, Valencia, Sicilia, Nápoles, Cerdeña y Navarra así como en Perú y

en Nueva España.

En los Países Bajos estaba representado por un gobernador general, primero su tía Margarita de Austria (1518-

1530) y después su hermana, María de Hungría (1531-1555). El gobierno de Alemania también estaba en

manos de un Habsburgo, su hermano Fernando.

Carlos V era rey de Castilla y Aragón más que rey de España y no tenía el mismo poder en Aragón que en

Castilla. El grado de unidad existente procedía de la hegemonía de facto de Castilla, que era su principal fuente

de riqueza y la mayor proveedora de tropas, y de las actividades de la Inquisición, cuya jurisdicción se extendía

sobre toda España sin consideración de las fronteras legales.

En España, como en todas partes, el sistema de gobierno de Carlos V era la monarquía personal que ejercía a

través de unas instituciones centralizadas pero no unificadas, y el instrumento elegido por la monarquía

austriaca era el Consejo Real, que el emperador había heredado de Fernando e Isabel.

Los Reyes Católicos habían reorganizado el gobierno a través de consejos, reduciendo el número de sus

miembros e introduciendo la burocracia y la especialización, apareciendo consejos especializados en las

diferentes funciones del gobierno. Carlos V llevó aún más allá estas reformas, de manera que el gobierno por

medio de consejos se convirtió en el rasgo característico de la monarquía Habsburgo. Los consejos eran

asambleas, en las que la mayor parte de sus miembros eran juristas (no de la aristocracia), para la aplicación

de la política real.

Existían dos tipos básicos de consejos:

El Consejo de Estado, un organismo honorífico y formal, formado por grandes del reino y oficiales,

cuya función teórica consistía en asesorar al monarca en los asuntos más importantes de la política del

Estado. Carlos V no confió en los grandes del reino para ocupar cargos políticos y su consejo estaba

formado por siete eclesiásticos y administradores.

Con todo, Carlos V no consultó regularmente al consejo sino que tomó las decisiones personalmente

con el asesoramiento de sus principales secretarios. En ocasiones, siendo reforzado en tales casos por

expertos militares, se transformó en un Consejo de Guerra al que Carlos V podía consultar sobre

cuestiones concretas.

En segundo lugar, existía un grupo mucho más numeroso de consejos, que pueden ser calificados de

auténticos organismos administrativos y divididos en 2 categorías según el territorio que gobernaban

y la función que desempeñaban. Cada una de las partes constitutivas de la monarquía tenía su propio

consejo:

Según el territorio:

El Consejo de Castilla tenía su origen en el Consejo Real medieval de los reyes de Castilla, que los

Reyes Católicos habían convertido en un organismo muy burocrático. Carlos V completó el proceso

de modernización de la institución sustituyendo a la aristocracia por miembros de la pequeña nobleza

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y juristas. Como la mayor parte de los consejos españoles, desempeñaba funciones legales y

administrativas. Como tribunal de justicia entendía las apelaciones de las audiencias. Como organismo

administrativo se ocupaba de la mayor parte de los asuntos internos de Castilla, incluyendo aspectos

de jurisdicción eclesiástica.

Para la administración de los reinos del Levante peninsular Carlos V heredó el Consejo de Aragón

que, tras las reformas de Fernando se convirtió en una burocracia moderna, de la que quedó excluida

la nobleza. El Consejo de Aragón, además de administrar justicia, ejercía también funciones

administrativas generales. A esos efectos contaba con una cancillería y una tesorería perfectamente

organizadas, y cuyos miembros eran en su mayoría juristas procedentes de los 3 reinos.

En 1555 los asuntos de Italia quedaron separados de la jurisdicción de Aragón, creándose un consejo

específico, a imagen del de Castilla.

Los asuntos relativos al imperio colonial español ya habían sido asignados a un consejo especial, el

Consejo de Indias en 1524. Sin embargo, todos estos consejos territoriales sólo eran territoriales

nominalmente. De hecho, se trataba de instituciones centralizadas, que no estaban situadas en los

países que administraban sino al lado del monarca.

Finalmente, había un grupo de consejos a los que hay que reservar sin lugar aparte por las funciones

especializadas que desempeñaban:

Los más importantes eran el Consejo de la Inquisición, cuya jurisdicción se extendía más allá de los límites

de Castilla, abarcando al conjunto de España, y cuyas funciones equivalían prácticamente a las de un consejo

de asuntos eclesiásticos, y el Consejo de Hacienda, creado originalmente en 1522 para la administración de

las finanzas de Castilla pero que gradualmente se responsabilizó de suministrar a Carlos V mayores recursos

para sus guerras en el exterior. Entre los consejos funcionales se incluían una serie de consejos subordinados

como el de las órdenes militares, el de la Cruzada y, durante un determinado período, el de la Hermandad.

A pesar de que el sistema fue perfeccionado por los Reyes Católicos y por Carlos V, el gobierno por medio

de consejos no era un instrumento eficaz para resolver los asuntos, debido a su farragoso procedimiento y a la

confusión de funciones administrativas y judiciales. De hecho, Carlos V no solía mantener un contacto directo

con los consejos, sino que se comunicaba con ellos a través de los secretarios, a los que hay que considerar

como la figura clave en el sistema de gobierno de la monarquía Habsburgo.

El cargo de Secretario se desarrolló en estatus y poder en el reinado de Carlos V. Las secretarías del

emperador, como las otras esferas de su gobierno, estaban organizadas sobre una base nacional y no

imperial, y en España la más importante era la de Castilla. Sin embargo, Aragón poseía ya una cancillería

burocrática estrictamente organizada.

La cabeza de la administración era el vicecanciller, que refrendaba todos los documentos reales y a quien

ayudaba en sus tareas un protonotario, que estaba a cargo de las 3 secretarías y de su gestión.

Cuando Carlos V se hizo cargo del gobierno de España conservó la estructura de la cancillería en Aragón. En

cambio, Castilla tenía un sistema diferente. El Consejo de Castilla era el principal organismo gubernamental

y todos los documentos tenían que llevar, al menos, la firma de 3 de sus miembros.

Los secretarios reales eran el punto de contacto, entre el soberano y el Consejo. Preparaban el orden del día

de las reuniones y, a través de sus ayudantes, eran responsables de la redacción de todos los documentos reales,

que tenían que ser refrendados por uno de los secretarios. En general, la administración castellana estaba

menos definida que la de Aragón, prestándose a la confusión o al abuso de autoridad. La necesidad de tomar

decisiones con mayor rapidez y el deseo del monarca de ejercer una autoridad sin cortapisas por parte de los

consejos fueron las causas de que el cargo de secretario viera ampliada su autoridad.

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Hay que mencionar a 2 secretarios a los que se puede calificar adecuadamente como secretarios de Estado

para distinguirlos del amplio grupo de secretarios cuyas funciones subordinadas hacía que fueran poco más

que meros empleados administrativos. El primero de esos secretarios de Estado es Francisco de los Cobos.

Nombrado secretario real en 1516, aunque compartía sus tareas con otros secretarios, no tardó en convertirse

en el personaje más importante del personal de la secretaría y, a raíz de las reformas de 1523, en la figura que

controlaba el nuevo Consejo de Hacienda, además de ser miembro y secretario de la mayor parte de los

restantes consejos. Todo ello le otorgaba un importante papel como coordinador. El ascenso de Cobos a primer

plano redujo a los demás secretarios a un papel secundario, provocando la rivalidad con otros oficiales más

antiguos, en especial con el Gran Canciller Gattinara. A partir de 1527 se hizo evidente que el secretario

Cobos, que ocupaba un cargo fuertemente institucionalizado, ocupaba el puesto de mayor responsabilidad y

confianza, al tiempo que la influencia de Gattinara, básicamente de carácter personal, comenzaba a eclipsarse,

dejando de ser incluso el principal consejero en los asuntos extranjeros.

En 1529, Nicolás Perrenot, Señor de Granvela, fue nombrado miembro del Consejo de Estado y comenzó a

participar de forma destacada en la política exterior. A la muerte, de Gattinara en 1530, el cargo de Gran

Canciller desapareció y el emperador asumió la responsabilidad personal de la política, sirviéndose de Cobos

y Granvela como sus principales agentes y consejeros, acordándose entre ambos una repartición de funciones,

que determinaba la especialización de Granvela en los asuntos exteriores e imperiales, mientras que Cobos se

encargaba del gobierno de Castilla.

Se puede considerar a Cobos como a uno de los creadores de la burocracia habsburguesa en Castilla. Fue él

quien reclutó y preparó para Carlos V un grupo de oficiales que gradualmente adquirieron un espíritu

corporativo y profesional; los seleccionó entre sus propios protegidos, que tenían experiencia en otras ramas

de la administración y en los que sabía que podía confiar. Al igual que Cobos, pertenecían a la pequeña nobleza

de ciudades pequeñas, tenían una mentalidad y una preparación burocráticas y les animaba el deseo de

conseguir beneficio y promoción. La clave para la promoción no era pertenecer a la nobleza ni poseer

educación, sino la red de influencias, los lazos familiares, los amigos y protectores. La actuación de esos

protectores no era tanto un acto de amistad personal como la forma de conseguir una clientela útil y la creación

de una trama de apoyos que pudiera ayudar al patrón.

La organización de la administración quedó claramente definida bajo la dirección de Cobos. Desde un

principio tenía a su cargo los asuntos referentes a Castilla, Portugal y las Indias, y a partir de 1530 quedaron

también bajo su responsabilidad los asuntos de Italia. Sin embargo, se guardó mucho en no interferir en la

labor de los secretarios de la Corona de Aragón.

El secretario era la figura clave en la distribución de la correspondencia recibida, ya fuera remitiéndola

directamente al monarca con un informe o derivándola hacia el consejo correspondiente.

Por tanto, todas las cuestiones llegaban al emperador después de haber sido exhaustivamente examinadas por

Cobos y los consejos.

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Sin embargo, los secretarios no podían obrar milagros. Debido a que los intereses de Carlos V eran tan

variados, y al hábito cada vez más firme de seguir su propio criterio a la hora de tomar decisiones, se

acumulaban los asuntos, que la maquinaria burocrática, aunque funcionaba con laboriosidad, no podía

controlar. Además, la burocracia llegó a ser un grupo de intereses y creció hasta convertirse en un auténtico

parásito. Los secretarios no sólo eran importantes como medio de acceso al monarca, sino que además estaban

próximos a la fuente de influencias. Cobos tendió a utilizar únicamente a sus protegidos, monopolizando casi

por completo el control de los cargos. Por otra parte, dedicaba mucho tiempo a observar las tácticas y la

política de sus rivales.

El emperador estaba al tanto de las maniobras que se desarrollaban en el seno de la administración para

conseguir poder, influencia y riqueza. En la “Instrucción Secreta” que envió a su hijo Felipe en mayo de 1543

cuando partió del país dejándolo como regente de España, Carlos V realiza un agudo análisis de las facciones

existentes en su gobierno. Era consciente de las rivalidades que existían entre los hombres que había dejado

con su hijo como consejeros en los asuntos de Estado.

Sin embargo, Carlos V sabía apreciar también al buen administrador y no albergaba dudas acerca de la lealtad

y eficacia de Cobos. Al final de su vida, gracias sobre todo a su capacidad y experiencia, y a la confianza que

el emperador había depositado en él, más que a la condición de su cargo, Cobos había alcanzado una posición

de poder e influencia y estaba al frente de una administración amplia y sumisa.

LA ANEXIÓN DE NAVARRA.

La posición geopolítica de Navarra en la intersección de Francia y Castilla, y el hecho de que fuera gobernada

desde 1234 por dinastías de origen francés otorgaban al reino de Navarra una situación política muy peculiar

en el ámbito hispánico.

Al morir 1479 Juan II de Aragón, casado con Blanca de Navarra, el reino pirenaico pasó a manos de la hija de

éstos, Leonor, separándose así Navarra de la herencia aragonesa de Fernando II con el establecimiento de la

dinastía Foix-Abret.

Los Reyes Católicos veían la presencia de una dinastía francesa al sur de los Pirineos como una amenaza a la

seguridad política y militar de sus reinos. La fórmula para garantizar un equilibrio político fue la constitución

de una especie de protectorado castellano sobre Navarra, establecido por una serie de acuerdos que se iniciaron

con el Tratado de Madrid de 1494, por el cual se permitió el establecimiento de guarniciones castellanas en

diversas fortalezas de aquel reino.

Esta neutralización política y militar de Navarra, que permitió la supervivencia de los Foix-Albret en el trono

del reino pirenaico, tenía, sin embargo, unas bases muy frágiles. Los reyes franceses no cejaron en sus

propósitos de reincorporar a su vasallaje estos dominios. Asimismo, el protectorado de los Reyes Católicos

sobre Navarra y la misma gobernación del reino eran problemáticos por los intensos lazos y grandes intereses

que ataban a los Foix-Albret como señores de amplios dominios franceses.

En 1512 los sucesos se precipitaron: las pretensiones de Luis XII de acaudillar una revuelta conciliar contra

el papa Julio II -aliado del Rey Católico- relanzaron los enfrentamientos franco-españoles.

El duque de Nemours murió en la batalla de Rávena y, al no tener hijos, sus derechos y reclamaciones sobre

Navarra y el Bearne pasaron a su hermana Germaine, la 2ª esposa de Fernando de Aragón. Ello obligó a dar

un giro radical a la política francesa.

Por el tratado de Blois de julio de 1512, Luis XII ofreció a Jean d'Albret y Cathérine la plena soberanía en el

Bearne, además de la posesión indiscutida y completa de la herencia de los Foix y una renta anual de 8 mil

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libras tornesas, a cambio de una ruptura definitiva con el Rey Católico bajo la forma de una declaración de

guerra a Inglaterra, aliada en aquellos momentos de la monarquía española.

Viendo el cariz de los acontecimientos, Fernando ya había solicitado al papa Julio II sendas bulas para apoyar

o justificar la conquista de Navarra, en julio de 1512 y con un ejército de 17.000 hombres al mando del duque

de Alba se anexiona Navarra, pero no fue hasta 1515 cuando incorporó su conquista a la Corona de Castilla,

al tratarse de una empresa militar ejercida desde posiciones militares castellanas.

EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS.

Hecho capital en el reinado de Felipe III, es un paso decisivo por los personajes implicados (la reina y el

propio Lerma) y los criterios de seguridad empleados por el Consejo de Estado pero sobre todo las

concomitancias de los moriscos con los turcos, piratas y otros enemigos de la corona, a quienes se les acusaba

de pasar información en contra de España.

La expulsión comenzó en 1609 en el reino de Valencia en 1610 se extendió a los demás reinos y se terminó

en 1614 con la expulsión de los moriscos del valle de Ricote. Cierto vacío en la documentación, pero se supone

que unos 300 mil moriscos (sobre todo en Valencia, seguida de Aragón y en menor escala Cataluña y

escasamente en Castilla y Andalucía). Supuso gran pérdida demográfica y también económica por la bajada

en la productividad ya que los nuevos pobres no tenían ni la laboriosidad ni la resignación de los moriscos.

Consecuencias de la expulsión de los moriscos.

La expulsión de los moriscos tuvo efectos distintos según las regiones. La pérdida total de población que

provocó fue de 275.000 personas, alrededor del 4%.

Mientras que Castilla se vio relativamente poco afectada, Aragón perdió el 20% de su población y Valencia

el 30% (importantísima pérdida de mano de obra). La repoblación de Valencia fue lenta e incompleta. Los

castellanos preferían emigrar a América que a Valencia. Sólo es posible especular acerca del número de ellos

que lo hicieron.

RIVALIDAD LUSO-CASTELLANA: EL TRATADO DE TORDESILLAS Y EL REPARTO DEL

OCÉANO.

Al trasladarse las principales rutas del comercio mundial del Mediterráneo al Atlántico, todos los países de la

franja costera occidental de Europa se beneficiaron de su posición geográfica. Pero son los 2 pueblos de la

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Península Ibérica los que realizan las mayores empresas, dadas su vieja tradición marinera mediterránea y las

nuevas técnicas de las navegaciones atlántica, a lo que hay que sumar el fin de la Reconquista y la organización

de un Estado eficaz.

El objetivo esencial de esta época es llegar a la India. Meta que se propuso alcanzar la corte portuguesa desde

principios del S. XV. Obra suya fue el descubrimiento de las costas africanas que empezó en 1415 con la toma

de Ceuta desde donde Enrique el Navegante impulsó la prosecución de la aventura. De 1415 a 1437 el fin fue

rodear el Marruecos infiel por el S. para conquistarlo. Es la época del establecimiento en Madeira y en las

Azores. En 1434 se llegó a Cabo Bojador y en 1437 el descalabro ante Tanger introdujo un cambio de métodos

y perspectivas.

De 1437 a 1444 el proyecto se centra en llegar al país del oro. Llegan a Rio de Oro, al islote de Arguin, y a

Cabo Verde y sus islas.

De 1455 a 1475 el cambio hacia el E. de la costa africana plantea nuevos problemas y la muerte del príncipe

Enrique paraliza las empresas. Pero los portugueses llegan hasta Gabón, más allá del Ecuador, en 1475. Se

precisan los relieves de la costa y se establecen las dimensiones del continente; además se desarrolla el aspecto

económico con el comercio de malagueta (pimienta), oro, marfil y negros.

Después de 1480 el proyecto indio gana prioridad: el fin es encontrar la ruta del Este. En 1486 se llega al

trópico meridional y a partir de 1487 Bartolomé Díaz pasa a lo largo del Cabo y toca la costa de Natal, con la

certidumbre de haber rodeado el continente. En 1498 Vasco de Gama llegó a Calcuta donde, a pesar de las

hostilidades musulmanas, estableció vínculos con los príncipes indios.

Tras los descubridores llegaron los conquistadores. Portugal había de defender con las armas su posición en

el océano Índico y la India, así que, tras la expedición de Vasco de Gama, las flotas portuguesas hubieron de

combatir duramente contra los árabes y los indios, éstos instigados por aquellos. La política de la corte lusa

evolucionó desde la mera utilización económica de la ruta del SE a la fundación de un imperio colonial, a base

de puntos de apoyo fortificados y la exclusión de toda competencia.

La rivalidad hispano-lusa se manifestó al regreso de Colón de su primer viaje. Ante la reclamación portuguesa

de que los territorios les pertenecían por las bulas de Nicolás V y por el Tratado de Alcaçobas de 1479,

Fernando e Isabel obtuvieron en breve plazo las famosas bulas de Alejandro VI, en 1493, que, favoreciendo

claramente a España, ponen la “raya” de demarcación entre las zonas de descubrimiento español y portugués

en un meridiano de 100 leguas marinas españolas al Oeste de la última isla de las Azores. Todo lo situado más

allá de esta línea pertenece a España. Juan II de Portugal no aceptó esta donación pontificia y los RRCC se

avinieron a una negociación que concluyó con el tratado de Tordesillas (7-6-1494). Por este tratado se

estableció la línea de demarcación a 370 leguas marinas al Oeste de las Islas de Cabo Verde, que dividía al

mundo de polo a polo. Las consecuencias fueron de una magnitud que entonces no podía preverse, pues gran

parte del Brasil quedaría así englobado en la órbita portuguesa.

Con la llegada de Magallanes a las islas de las Especias, donde se encontraron marineros lusos y españoles, la

rivalidad entre las cortes de España y Portugal a propósito de la posesión de las Molucas se acrecienta, ya que

resulta difícil dilucidar a cuál de los 2 hemisferios correspondía. Finalmente se firmó el tratado

hispanoportugués de Zaragoza (1529) por el que España renunció a sus derechos sobre las Molucas, previo

pago de unos 350 mil ducados para el emperador. También se situaba la línea de demarcación en el grado 17

de longitud al Este de las Molucas. Las Filipinas quedaron en zona portuguesa, pero, una vez conquistado

México, en 1568 Legazpi se apoderó de estas islas.

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La rivalidad luso-castellana comienza, como ya se ha visto, con las primeras expediciones (Islas Canarias,

Guinea, etc.), sin embargo, el hallazgo de Colón la intensificó.

Los descubrimientos colombinos plantearon a los Reyes algunos problemas que resolvieron en muy pocos

meses, como el de la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla y el derecho a ocupar las nuevas

tierras. Fueron dos cuestiones casi simultáneas e íntimamente relacionadas. Las Indias, como Canarias y

Granada, eran bienes gananciales del matrimonio formado por los Reyes Católicos. Como tales podían ser

puestas en la Corona de Aragón o en la de Castilla. Los monarcas decidieron anexarlas a Castilla y en un plazo

rapidísimo. Aunque se desconoce la razón de semejante decisión, está indudablemente relacionada con la

necesidad de tener que negociar con Portugal unos límites de lo descubierto, para lo que Castilla, y no Aragón,

contaba con un tratado básico que era el de Alcaçobas-Toledo.

La misma razón motivó el asunto de las bulas. Los Reyes Católicos aprovecharon la circunstancia de que el

Papa Alejandro VI era español para equiparar sus derechos sobre las Indias a los que los portugueses habían

logrado anteriormente en sus dominios africanos. Las bulas se dieron en 1493 y han planteado muchos

problemas, pues fueron documentos antedatados (sus fechas no corresponden al día, y a veces ni al mes, en

que se expidieron). Fueron cinco bulas, sin embargo, las únicas que establecieron donación fueron la primera

Inter Coetera y la Dudum Siquidem, mientras que la segunda Inter Coetera se limitó a señalar una frontera

entre los dos países descubridores (correspondiente al meridiano distante a 100 leguas al oeste de las Azores

y Cabo Verde).

No aceptó el monarca portugués la línea papal de demarcación y empezó una negociación diplomática entre

Castilla y Portugal. Juan II propuso que en vez de un meridiano se trazara un paralelo, reservando a los

portugueses la zona austral y dejando la septentrional para los españoles. Los Reyes Católicos insistieron en

el meridiano y ofrecieron correrlo más hacia el oeste: hasta 250 leguas e incluso 350 desde Cabo Verde, pero

Juan II siguió empeñado en que era necesario llevarlo más lejos, lo que hubo que aceptar al fin. Se acordó

colocarlo a 370 leguas al oeste de Cabo Verde. El convenio se plasmó en el Tratado de Tordesillas, firmado

el 7 de junio de 1494. Las tierras descubiertas o que se descubrieran al oeste de dicha línea serían castellanas,

y las situadas al este de la misma serían portuguesas. La nueva línea, que caería luego hacia la desembocadura

del Amazonas, permitió la ocupación de Brasil por parte de Portugal. El empeño del rey de este país por

conseguir el paralelo, o al menos un meridiano tan alejado de Cabo Verde, se ha interpretado lógicamente

como consecuencia de haber descubierto ya el Brasil, pues no se explica de otra manera.

IMPUESTOS DEL CAMPESINADO.

LA ALCABALA.

Impuesto de origen árabe que gravaba de las compraventas en un porcentaje del 10% sobre el valor de las

mismas en la Corona de Castilla. Era un impuesto indirecto que afectaba a toda la población, incluidos los

estamentos privilegiados, puesto que consistía en una contribución sobre todo aquello que se compraba o

vendía. Sin embargo, en la práctica muchos no la pagaban (algunos gremios artesanos que aducían la calidad

liberal, no manual, de su trabajo; como por ejemplo los plateros).En cuanto al porcentaje, rara vez se llegaba

al tope del 10%.

Durante el s. XV, junto con las tercias reales, a las que iba asociada, constituyó un 80-90% de los ingresos

totales de la Corona. El cobro de la alcabala se hacía de forma habitual mediante arrendamiento, encargándose

los distintos arrendadores de su recaudación. Las Cortes consiguieron el derecho de veto sobre el aumento de

las imposiciones y a partir de 1526 se convirtió en práctica regular para las ciudades el “componerse” para la

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alcabala aportando una suma fija llamada encabezamiento, lo que supuso que el valor relativo del impuesto

fuera disminuyendo proporcionalmente al aumento de los precios.

La venta de alcabalas a particulares por parte de la Real Hacienda (durante los s. XVI-XVII se enajenaron

muchas) fue una de las causas de la escasa recaudación que llegó a proporcionar este impuesto. Con Felipe

IV se pretende, por una parte, recobrar las alcabalas enajenadas, y por otra, se continúan vendiendo las de

algunos pueblos debido a necesidades bélicas. La pérdida de valor de la alcabala hizo imprescindible que el

servicio, contribución extraordinaria votada en Cortes, se convirtiera en un título regular, aumentando el

número de éstos a medida que decrecía el valor de la primera.

DIEZMO.

Décima parte de la producción agrícola que se repartía entre la Iglesia y el Estado, siendo un gran ingreso

eclesiástico considerado de derecho divino, que todo cultivador debía entregar con una triple finalidad:

a) Mantenimiento del clero

b) Mantenimiento de edificios de culto

c) Ayuda a los pobres

Los problemas que presentaba la correcta aplicación de estos principios queda patente en la legislación

castellana del siglo XIV que precisaba la obligación de los diezmos.

Impuesto eclesiástico consistente en el 10 % de la producción agrícola y ganadera, generalmente pagado en

especie. Durante el Antiguo Régimen fue el impuesto más seguro para la economía eclesiástica y constituyó

una segunda fiscalidad para todos los productos agrícolas y ganaderos laicales y eclesiásticos seculares,

quedando libre de ella el clero regular.

En Europa el diezmo se pagaba generalmente sólo a la Iglesia, pero en España la situación era distinta. Desde

1219 el Papado cedía una parte proporcional (dos novenos) a la Corona castellana, donación confirmada en

1494, recibiendo entonces el nombre de tercias reales. Por tanto, el diezmo era un impuesto pagado tanto al

Estado como a la Iglesia.

La parte del diezmo que ingresaba la Iglesia estaba destinada a la manutención del clero local y a la diócesis.

En la época moderna la distribución se hacía de la siguiente manera: el párroco recibía el diezmo y hacía la

tazmía ( distribución entre los interesados).Él se quedaba con una tercera parte, otro tercio se destinaba al alto

clero diocesano y la tercera parte restante se repartía así: un 33% se aplicaba a las fábricas de las iglesias

(sostenimiento y reparaciones) y el 67 % restante lo cobraba la Real Hacienda en concepto de tercias o el

señor jurisdiccional, a favor del cual la Hacienda lo hubiera enajenado. Felipe II obtuvo del Papa el excusado,

que era el diezmo del mayor dezmero de cada parroquia.

Los ingresos totales alcanzados en concepto de diezmo eclesiástico eran muy elevados debido a la fuerte carga

que significaba este impuesto sobre el campesinado productor.

La resistencia al pago ocasionó frecuentes revueltas populares.

La revolución liberal redujo en 1821 la tasa de los diezmos a la mitad. Fueron abolidos en 1841.

SERVICIOS ORDINARIOS Y EXTRAORDINARIOS.

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Impuesto personal aprobado por las Cortes por un período de tres años del que estaban exentos la nobleza y

el clero.

Servicio.

Contribución extraordinaria concedida por las Cortes a los monarcas cuando la recaudación de tributos

ordinaria era insuficiente para sufragar nuevos gastos.

Generalmente, los gastos ordinarios se atendían con las rentas de la Corona, pero los imprevistos, originados

casi siempre por la política exterior, debían ser expuestos ante las Cortes para conseguir los servicios

necesarios; de ahí el poder de influencia de esta institución en los tiempos modernos. Sólo los pecheros

estaban obligados a contribuir, mientras que los estamentos privilegiados quedaban exentos. En la práctica

existían diferentes vías para adquirir la inmunidad tributaria, entre ellas la compra de hidalguías. Padrones,

recaudadores, etc. eran los mecanismos institucionales habituales para obtener la recaudación.

Hasta comienzos del XVI las Cortes consiguieron mantener el carácter extraordinario de los servicios, pero

el incremento del poder monárquico los convirtió paulatinamente en ordinarios.

La política imperial empujó a Carlos V a la búsqueda de nuevas fuentes de ingresos, por lo que se inició la

distinción de dos tipos de servicios: ordinarios, previa reunión de las Cortes, y extraordinarios, que sólo se

concedían en caso de necesidades especiales.

El procedimiento recaudatorio más habitual era entonces el repartimiento, aunque no se renunció a la

utilización de otros mecanismos encaminados a aumentar la base social de los contribuyentes. Desde 1590 las

Cortes otorgaron un nuevo concepto, el de los millones.

MILLONES.

Impuesto aprobado por Felipe II que afectaba al contribuyente común, no a los privilegiados. Se aprobó en

1590 y exigió una negociación con las Cortes. Hubo desórdenes en algunas ciudades y especialmente entre un

grupo de caballeros de Ávila, que fueron castigados.

Las consecuencias de esta fiscalidad implacable fueron el empobrecimiento del campesinado (peste, hambre),

despoblación del medio rural, reducción de la demanda de bienes de consumo con repercusión negativa en la

industria.

Conjunto de arbitrios municipales dirigidos y organizados por las ciudades para atender las necesidades

fiscales de la Corona. Gravaban los productos de primera necesidad (vino, aceite, carnes y vinagre en un

principio) y se llamaba “servicio de Millones” porque se pagaba en millones de ducados. Entró en vigor en

1590 y se mantuvo vigente hasta la reforma tributaria de 1845.

El primero, concedido a Felipe II para sufragar los gastos de la Armada Invencible, fue de una cuantía de 8

millones, a pagar en un período de 6 años. Las ciudades diseñaron un reparto entre todos los distritos, a

excepción de aquellos que se negaron a aprobar el servicio. En este sentido, este impuesto suponía la obtención

por parte del poder urbano de plena autonomía fiscal en sus distritos.

Con el tiempo los millones pasaron a ser una contribución voluntaria y extraordinaria, a tener un carácter

permanente, debido a la fuerte presión fiscal de la Corona.

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El impuesto lo abonaba el vendedor, repercutiéndolo sobre el consumidor por medio de sisadas en un octavo:

así, por ejemplo, un azumbre (cuatro cuartillos) de vino tenía en realidad sólo 7,18 de azumbre.

Los millones tuvieron desde el principio muchos adversarios, aunque sus defensores decían que era un

impuesto equitativo, ya que afectaba a todos en proporción a su consumo, y en consecuencia, a su fortuna.

Lógicamente, era más gravoso para los pobres, pues recaía sobre los artículos de primera necesidad. Aunque

se intentó que este impuesto desapareciese, no sólo no se logró sino que se acentuó el pago aún más.

El recargo de los precios de los productos de primera necesidad dio lugar al incremento del fraude y de los

gastos de recaudación de manera que el rey recibía una cuarta parte de los doce millones anuales que tributaba

el pueblo por las sisas. Este recargo sobre los productos favoreció y promovió el contrabando.

Los eclesiásticos por sus privilegios y los nobles por las influencias que tenían en el gobierno municipal

tributaron poco, e incluso se lucraron con el fraude y con la obtención de los cargos superiores para la

administración de los millones.

Se llegó a crear una Comisión de Millones dirigida por la Diputación del Reino para administrar el servicio.

CONTRIBUCIONES DIRECTAS DE LA IGLESIA AL ESTADO.

TERCIAS REALES.

Contribución que hacía la Iglesia a la Hacienda Real consistente en una participación de dos novenos del

diezmo, lo que suponía un 22% de la cantidad total.

Se cobraron unidas a las alcabalas aunque fuesen impuestos distintos. Para su cobro la Corona empleó el

sistema de encabezamiento que era un contrato entre la Corona y las ciudades por el que éstas se comprometían

a entregar a la Real Hacienda una cantidad al año en concepto de alcabala o tercias, durante un período

acordado.

La abolición de las tercias llegará en 1841, junto a la de los diezmos.

EXCUSADO.

Nuevo impuesto que se implantó para contribuir a costear la guerra en Flandes, que consistía en el diezmo

total de la propiedad más valiosa de cada parroquia, del año 1567.

Impuesto pagado por la Iglesia a la Hacienda Real consistente en la totalidad del diezmo aportado por la

primera casa dezmera de cada parroquia, el llamado primer excusado. Fue concedido por el papa Pío IV a

Felipe II en 1571 para el sostenimiento de la guerra contra turcos y herejes, aunque no entró en vigor el cobro

de este impuesto hasta 1573. Su nombre se debe a que las primeras casas dezmeras quedaban excusadas de

pagar a la Iglesia.

Existían también el segundo y tercer excusado, que correspondían a la segunda y tercera casa de dezmeras.

Era un impuesto injusto y desigual porque había pueblos en los que una finca absorbía casi toda la riqueza.

Posteriormente, la Iglesia prefirió concertar una cantidad fija anual que repartía entre las diócesis de modo

análogo al subsidio.

Desde mediados del s. XVIII por orden de Carlos III, el excusado se administraba por cuenta de la Real

Hacienda. Despareció en el s. XIX junto con el diezmo.

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LA CRUZADA.

Impuesto que les fue concedido a los Reyes de España por una bula pontificia y que debían pagar tanto los

laicos como los eclesiásticos. Había sido concedida en un principio como contribución directa auxiliar para

ayudar a los monarcas en su lucha contra los moros, pero en el reinado de Carlos V se convirtió en una fuente

de ingresos que habían de pagar cada tres años todos los hombres, mujeres y niños que deseaban una bula de

indulgencia. Fijado a un precio de dos reales por bula, este impuesto proporcionó durante el reinado del

emperador una suma de unos 150 mil ducados.

Impuesto que la Iglesia pagaba a la Real Hacienda. Las bulas de cruzada nacen de la necesidad de financiar la

Reconquista: se vendían indulgencias a precio fijo a todo aquel que quisiera comprarlas. Con el paso del

tiempo, la bula de cruzada tuvo otro objetivo, ya que reducía los días de ayuno y abstinencia. Su precio se fijó

en dos reales de plata, comprándola prácticamente todo el mundo, invariablemente de su poder adquisitivo.

Se convirtió en una renta considerable, creándose para su administración el Consejo de Cruzada. Desapareció

a mediados del s. XIX.

SUBSIDIO.

Contribución que hacía la Iglesia a la Real Hacienda concedida por el papa Pío IV a Felipe II en 1561. Su

cuantía era de 420.000 ducados anuales destinados a pagar los gastos de la guerra contra turcos y berberiscos

en el Mediterráneo. La concesión se hizo por quinquenios renovables, no de modo permanente. No siempre

se utilizaron para los fines en los que surgió, despareciendo con la caída del Antiguo Régimen.

OTROS IMPUESTOS.

ALMOJARIFAZGO.

Derecho de aduana que gravaba las mercancías a la entrada o salida de un núcleo de población. De origen

árabe, fue incorporado en Castilla al conjunto de las rentas, permaneciendo vigente en los lugares en donde

los musulmanes lo habían establecido.

En el s. XV se obtuvo poco dinero de este impuesto, siendo a veces enajenado a favor de los Concejos o de

los señores.

Existían dos tipos de almojarifazgo de notable interés: el Almojarifazgo Mayor de Sevilla, renta de gran

significación económica, y el almojarifazgo de las Indias.

El Almojarifazgo Real de Sevilla se encargaba de los derechos que pagaban los géneros de esta ciudad

así como los de la costa andaluza y murciana. Las tasa oscilaban entre el 5 al 20 %.

El almojarifazgo de las Indias gravaba todas las mercancías que se comercializaban entre España y

América. Consistía en un 5 % del valor de los géneros que se exportaba o importaban de las Indias,

más el 10 % de las alcabalas. Los Reyes Católicos concedieron la exención de este impuesto en 1497

pero Carlos I suspendió tal privilegio.

La recaudación y administración del almojarifazgo la hacían en Sevilla y Cádiz los funcionarios del puerto en

representación de la Corona, y en tierras americanas los llamados oficiales reales del cuerpo de funcionarios

de la Real Hacienda. Con frecuencia se arrendó o administró junto con el Almojarifazgo Real de Sevilla, ya

que estaban en relación muy directa, sobre todo porque la administración de ambos se realizaba en la misma

ciudad.

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Para evitar el fraude en la valuación de las mercancías se emplearon varios sistemas. La declaración jurada

del comerciante fue sustituida en 1624 por la división de artículos en diferentes grupos, cada uno con su valor

uniforme. En 1660 se estableció el sistema de cupos fijos que pagaban los comerciantes por repartimientos

anuales.

Con Carlos III el almojarifazgo fue absorbido por los nuevos aranceles generales.

SEÑORÍO O RÉGIMEN SEÑORIAL.

El señorío era un dominio territorial cuyo titular disponía, en mayor o menor medida, de patrimonio, rentas y

jurisdicción, merced a una concesión regia, puesto que era la Corona la que traspasaba ciertas competencias

públicas a un particular. Dicha institución permaneció prácticamente inalterada durante los 3 siglos de la

modernidad y de ella disfrutaron fundamentalmente la nobleza titulada y el clero.

Desde el siglo XII la Corona, en su interés por crear un poderoso sector de aliados para llevar acabo la

reconquista y repoblación del territorio, delegó ciertas funciones en algunos nobles sin renunciar por ello a su

soberanía. Al comienzo de la Edad Moderna, España se encontraba dividida en multitud de jurisdicciones,

cuyo control se repartían la Corana, la nobleza y la Iglesia. Así, extensas zonas del país escapaban a la

autoridad real, ya que tanto las finanzas como la justicia estaban en manos de los señores.

Bajo los Austrias, la nobleza incrementó su jurisdicción y sus posesiones. Tampoco se impuso límite alguno

a la acumulación de propiedades por parte de la Iglesia, las cuales estaban exentas de tributación. Los RRCC

mantuvieron firmemente su oposición al incremento de las jurisdicciones nobles, pero las enajenaciones

territoriales del siglo XVI fueron masivas, por lo que se produjo un importante aumento en Castilla.

Las ventas prosiguieron durante la siguiente centuria, principalmente bajo Felipe IV, sobre todo las de tipo

jurisdiccional, con lo que se reforzó considerablemente el régimen señorial es España.

En el siglo XVIII con la nueva dinastía Borbónica, comenzó un retroceso y gracias a la Junta de Incorporación

(1707), se intentó la recuperación de los señoríos obtenidos de forma legítima.

Los señoríos fueron abolidos por las Cortes de Cádiz por decreto de 6 de agosto de 1811.

Los señoríos respecto de los conceptos de propiedad territorial y de jurisdicción podían ser de varias clases:

Señorío territorial: en el que los señores eran ante todo propietarios de la tierra, lo que suponía para la

población ciertas obligaciones para su tenencia.

Señorío jurisdiccional: donde el señor ejercía los derechos que le habían sido concedidos para administrar

justicia, recaudar impuestos, nombrar cargos y reclutar hombres para el rey, pero no gozaba de la propiedad

de la tierra.

Señoríos mixtos: la propiedad y la jurisdicción se daban a la par. Atendiendo al concepto de titularidad

individual o colectiva, laica o eclesiástica, existían también diferentes tipos de señoríos:

- Infantazgos: eran los señoríos de los hijos del rey.

- Señoríos de las Órdenes Militares: sometidos al Consejo de Órdenes desde la incorporación de los

maestrazgos a la Corona en la época de los RRCC.

- Abadengos o eclesiásticos: concentrados sobre todo en las cercanías de las ciudades importantes.

- Behetría: cuando los habitantes designaban voluntaria y temporalmente a su señor.

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- Nobiliarios o solariegos: eran aquellos cuyo carácter variable según la extensión de la tierra

perteneciente al señor. Se caracterizaban porque sus vasallos (solariegos) obtenían derechos de

herencia de sus señores a cambio de ciertos deberes o servicios.

Grupo social predominante en la sociedad era la nobleza, grupo terrateniente hereditario y privilegiado de

origen militar. Su riqueza era básicamente agraria y se ejercía por medio del régimen señorial. Este régimen

no se limitaba a la propiedad de la tierra, sino que incluía un importante factor de autoridad pública. El señorío

comprendía de entrada una base territorial, aunque el señor solía tener sus tierras cedidas por medio de algún

tipo de contrato a los cultivadores. En el mejor de los casos el señor podía limitarse a cobrar una cantidad

ligera o un tributo simbólico y devaluado en señal de su dominio, como la martinega en Castilla. Pero lo

normal era que recibiera una parte variable de la cosecha del campesino.

El señor era también autoridad pública en sus dominios. Le correspondía el nombramiento o control de los

municipios y la administración de la justicia, siendo difícil la apelación a los tribunales reales, que comenzaban

a organizarse. También se consideraban de índole pública, como regalías, una serie de monopolios económicos

(horno, molino, almazara, peaje, portazgo, etc.) que ponían en manos de los señores el control de la actividad

económica y les reportaban substanciosos beneficios. En Castilla muchos nobles usurparon el cobro de rentas

reales, como alcabalas, que quedaron privatizadas en su poder.

ENFITEUSIS.

Según el derecho romano la enfiteusis era una cesión perpetua o por largo tiempo del dominio útil de un

inmueble, mediante el pago anual de un canon al que hacía la cesión, el cual conservaba el dominio directo.

El enfiteuta tenía sobre el fundo (finca rústica) un derecho dominical que podía enajenar y transmitir a los

herederos, siempre que pagasen el canon o renta. Si éste no se pagaba o se dejaba de notificar la enajenación

al propietario, el derecho de enfiteusis se extinguía.

El dominio directo y el dominio útil no debían coincidir en la misma persona para que se diera la propiedad

enfitéutica.

La concesión de una tierra en enfiteusis suponía el compromiso por parte del enfiteuta de mejorar durante un

periodo o a perpetuidad, aparte de pagar el canon.

En España los contratos o censos enfitéuticos tuvieron gran difusión, adquiriendo especial importancia en

algunas zonas, como por ejemplo, en Cataluña, la rabassa morta y en Galicia, el foro.

En Cataluña eran enfiteutas grandes señores útiles que, a su vez, habían concedido contratos en enfiteusis a

muchos campesinos. Los propietarios catalanes y los foreros de Galicia presionaron firmemente para evitar

que se pusiera en marcha la redención de censos prevista en sucesivos proyectos. En el año 1945 fue cuando

se vio la posibilidad de redimirlos.

IMPUESTOS.

CENSO.

En teoría se trataba de un contrato de compraventa asegurado de ordinario con la garantía de una tierra o de

un inmueble, pues lo que se vendía era el capital y el precio de la venta eran los intereses que este capital

devengaba hasta que fuera reintegrado.

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Contrato mediante el cual se pagaba un interés anual en concepto de devolución de un préstamo, asegurando

este pago con bienes raíces; por extensión, se llamaba censo a los pagos anuales (en la Corona de Aragón,

censals).Aunque la Iglesia tradicionalmente prohibía la usura, el censo y sus variantes estaban muy

generalizados en el s. XV en toda la Europa occidental.

Estaban los llamados censo enfitéutico, que era una cesión a largo plazo de una finca en la que el propietario

conservaba el dominio directo y censo al quitar, que era un préstamo a corto plazo. Se pagaba en moneda o

en especie y las tasas de interés eran el punto clave de este tipo de inversión. En Castilla la tasa máxima

permitida en 1534 era del 7.14 %, pero en la práctica llegó a ser superior, sobre todo en censos pagaderos por

un periodo de una o dos vidas. En el s. XVII descendió al 5%.

Los que adelantaban los censos eran en su mayoría habitantes de las ciudades, burgueses o clérigos. Los

beneficios obtenidos facilitaron una movilidad social entre la burguesía e incrementaron el control eclesiástico

sobre la tierra, ya que estuvieron al alcance de todos los estamentos sociales que fueron poseedores de bienes

(campesinos, artesanos, señores...).

En teoría el censo tenía como objetivo que los campesinos mejorasen sus pertenencias, lo cierto es que en la

práctica muchos labradores perdieron sus propiedades y los censualistas vieron incrementados sus ingresos y

bienes a costa de los campesinos.

En Castilla y Navarra el censo tuvo una gran incidencia económica y social debido al importante papel

desempeñado por la Iglesia como censualista.

Termina despareciendo en la primera mitad del s. XIX.

JURO.

Consistían en títulos que autorizaban a sus poseedores a cobrar las rentas de un determinado impuesto. En

1480 las Cortes lograron una reducción de los juros, con una rebaja del interés. Para hacer frente a la guerra

de Granada, los Reyes Católicos tuvieron que solicitar empréstitos y poner en venta juros. Carlos V continuó

esta práctica a una escala tal que llegó a alcanzar enormes proporciones. Los juros eran comprados por

banqueros extranjeros y del país, por comerciantes y por nobles. En general por todo el que tuviera dinero

para invertir. El resultado fue el nacimiento de una clase poderosa de rentistas ”juristas”.

Es la primera versión de la deuda pública castellana del Antiguo Régimen. Se denomina juro a la pensión

anual que el rey concedía, con cargo a las rentas de la Corona, a determinadas personas o instituciones que

obtenían el derecho a percibir cierta cantidad en metálico o en especie, como merced por un servicio prestado.

Los juros se situaban sobre una renta concreta de la Corona.

En la Edad Media los juros podían ser de dos tipos: perpetuos o de heredad, que eran los que podían venderse

o eran transmisibles por herencia; y los vitalicios, que se concedían durante la vida del tenedor o la del rey.

La necesidad de obtener capitales para financiar las campañas llevó a la Corona a emitir y vender títulos para

conseguir fondos a cambio del pago de unos intereses anuales. Estos títulos recibieron la denominación de

juros al quitar, ya que con ello se indicaba que podían ser amortizados aunque lo cierto es que se convertían

en una deuda a largo plazo.

Al principio tuvo un interés fijo pero comenzó a sufrir variaciones estableciéndose en torno al 7 y 5 %.

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LA INQUISICIÓN.

La Inquisición no fue un invento español. Fue creada por el papado, en 1233, contra la herejía albigense en

el sur de Francia, de donde pasó luego a España. Esta primitiva Inquisición dependía del Papa y de los obispos

y ya a fines del siglo XV estaba prácticamente extinguida.

La Inquisición española fue creada para ocuparse de los judíos conversos, algunos de los cuales se

distinguieron por su encarnizamiento contra sus antiguos correligionarios, como el franciscano Alonso de

Espina y el jerónimo Alonso de Oropesa. El propio fray Tomás de Torquemada, primer inquisidor general de

Castilla y Aragón, era probablemente de estirpe conversa, aunque no está del todo claro.

La bula de Sixto IV autorizando el establecimiento de la Inquisición se expidió el 1 de noviembre de 1478;

dos años después llegaron a Sevilla los primeros inquisidores y en 1481 se celebró en dicha ciudad el primer

auto de fe.

La Inquisición española fue creada con el rango de un Consejo de Estado, el Consejo de la Suprema y General

Inquisición, con jurisdicción sobre todos los asuntos relacionados con la herejía. Para asegurar el control real

sobre la nueva institución y excluir el del Papa, los RR.CC. crearon un nuevo cargo, inexistente en la

Inquisición medieval, el inquisidor general, máxima figura de la institución y cuyo nombramiento

correspondía exclusivamente a la Corona, al igual que el de los funcionarios subordinados, aunque en la

práctica estos últimos eran designados por el inquisidor general y por la Suprema. Ésta, nombrada también

por la Corona, estaba formada por seis miembros, entre los que se incluían representantes de la orden de los

dominicos y del Consejo de Castilla. La Suprema conocía las apelaciones de los tribunales locales y controlaba

la administración financiera de la Inquisición, sus propiedades y los procedimientos de sus confiscaciones,

cuyos beneficios iban a parar al tesoro real. Los tribunales provinciales estaban formados por dos o tres

inquisidores, asistidos por numerosos personal auxiliar, administrativo y subalterno.

En los asuntos de herejía, la Inquisición tenía jurisdicción sobre toda la población secular y sobre todo el clero,

aunque no sobre los obispos, quedando excluidos todos los demás tribunales. Sus sentencias eran inapelables,

incluso ante el Papa, pues estaba subordinada a la autoridad real. Uno de los rasgos más peculiares, pues, de

la Inquisición española era la combinación de la autoridad espiritual de la Iglesia con el poder temporal de la

Corona.

Aunque el máximo inspirador de la Inquisición española fue el dominico Alonso de Hojeda, los dominicos

sólo estuvieron en el primer plano al principio, pero muy pronto perdieron notoriedad. Los inquisidores eran

casi siempre miembros destacados del clero secular, titulados universitarios que se estaban labrando una

carrera en la Iglesia o en el Estado. En realidad, la primera ofensiva de los dominicos se alimentaba del

antisemitismo de las masas. Así, la primera generación de familiares, agentes de la Inquisición con la función

de informadores de la herejía, fue reclutada entre las clases populares, más que entre las clases sociales

elevadas, que sólo más tarde se interesaron en ocupar puestos en la Inquisición.

El procedimiento legal de la Inquisición española suponía la conjugación de dos funciones: la judicial y la de

policía pues tenían también poderes de investigación.

Además del castigo de los transgresores buscaban su confesión y su retractación para salvar sus almas.

Mientras que el procedimiento de la medieval era la simple inquisitio, en la que el inquisidor actuaba como

fiscal y como juez, la española procedía teóricamente con mayor imparcialidad, a través de la acusatio, con

un fiscal público como acusador, y los inquisidores actuando sólo como jueces. Pero era únicamente una

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ficción legal y suponía solamente que el inquisidor contaba con un letrado preparado para realizar la acusación.

Eran los inquisidores los que reunían las pruebas, actuando a la vez como fiscales y como jueces.

Cada localidad era visitada anualmente por un inquisidor que publicaba un Edicto de Fe que obligaba a todo

cristiano, bajo pena de excomunión, a denunciar a cualquier hereje conocido. Cuando el tribunal consideraba

que existía una situación sospechosa, comenzaba publicando un Edicto de Gracia, que concedía un período de

30 ó 40 días a todos los que desearan presentarse y confesar sus faltas. Los que se acogían a él podían salir

del paso con penas muy ligeras, pero la mancha que caía sobre ellos era imborrable; además, exigía una

condición: que el penitente revelara quienes eran sus cómplices. En ambos edictos existía la posibilidad de

cometer graves abusos, en especial el Edicto de Fe, al exigir la denuncia, obligaba a los fieles a colaborar con

la Inquisición convirtiéndoles en espías, siendo además una tentación para dar rienda suelta a los rencores

privados.

El procedimiento inquisitorial era durísimo, incluso para la época, como el secreto riguroso sobre la identidad

de los acusadores y de los testigos de éstos, y la transmisión de la infamia a los descendientes de los reos, los

cuales quedaban inhabilitados para ciertos cargos y honores. Aparte de estas incapacidades legales, eran

víctimas de un ostracismo social, porque los nombres de los condenados se exhibían públicamente en tablillas

y los sambenitos que habían llevado se colgaban en ciertos templos. La única garantía que tenía el acusado

era hacer una lista de sus enemigos y, si entre ellos se encontraba alguno de sus acusadores su testimonio era

rechazado. Al acusado se le asignaba un abogado de oficio, pero podía recusarlo y solicitar otro. Se le

destinaba también un consejero cuya función era convencerle de que debía realizar una confesión sincera. La

presión del consejero, junto con el secreto de los acusadores, debilitaba la posición del acusado, a lo que había

que añadir la posibilidad de la utilización de la tortura para conseguir pruebas y una confesión.

Este procedimiento de reunión de pruebas era largo, a veces de cuatro o cinco años, y al final del mismo se

pronunciaba la sentencia. Si el acusado confesaba su culpa en el curso del juicio, antes de que se hiciera

pública la sentencia, y se aceptaba su confesión, era absuelto y se le aplicaba un leve castigo. En el caso

contrario era absolutoria o condenatoria. El veredicto de culpabilidad no implicaba necesariamente la muerte,

sino que dependía de la gravedad del caso.

Las penas, que derivaban del derecho civil y canónico medieval, podían suponer una penitencia, una multa o

el azote, en el caso de ofensas menores, y las galeras o la confiscación de propiedades para las penas más

graves; la pena de muerte era rara en proporción al número de casos. Sin embargo, un hereje arrepentido que

reincidía no escapaba a la pena de muerte. Quienes persistían en la herejía o continuaban negando su

culpabilidad eran quemados vivos, pero los que se arrepentían en el último momento, habiendo sido publicada

ya la sentencia, primero eran estrangulados y luego quemados. La ejecución no era realizada por la Inquisición

sino por las autoridades locales, pero sólo los casos más notorios terminaban en un auto de fe, en los demás

casos las sentencias se daban a conocer privadamente.

Aunque la Inquisición española fue establecida para ocuparse los conversos, se ocupó también de los moros

convertidos o moriscos, y de los herejes españoles, ya fueran protestantes o de cualquier otro credo. Sin

embargo, la Inquisición sólo tenía jurisdicción sobre los cristianos y no era un medio para conseguir la

conversión de los no creyentes por la fuerza. Castigaba la herejía y la apostasía, pero no la profesión de una

fe distinta, siendo el bautismo un requisito necesario para que existiese herejía.

Por esa razón, tanto los judíos como los musulmanes y los indios americanos quedaban al margen de su

autoridad. No obstante, la Inquisición española se ocupó también de casos de bigamia, sodomía y blasfemia

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y, ocasionalmente, realizó funciones administrativas, como el cumplimiento de los reglamentos aduaneros en

las fronteras.

El excesivo rigor de la Inquisición española motivó muchas protestas, en primer lugar del propio Sixto IV,

quien quiso dar marcha atrás, pero los reyes no lo consintieron. Hubo también intentos desesperados por parte

de los conversos más amenazados: una conspiración en Sevilla fue descubierta y otra, en Zaragoza, tuvo como

resultado el asesinato del inquisidor Pedro Arbués en la catedral y que fue seguida de un recrudecimiento de

la persecución (1485). En la Corona de Aragón la Inquisición encontró una fuerte oposición porque era

considerada como un agente de la intervención castellana y una posible amenaza para sus intereses

económicos, pero Fernando respondió otorgando al tribunal una fuerte protección real. En cuanto a las

posesiones italianas, hubo Inquisición, dependiente de la española, en Sicilia y Cerdeña, pero no en Nápoles,

que amenazó con una sublevación armada si el proyecto se llevaba a cabo.

Sobre la naturaleza y fines del tribunal de la Inquisición se han emitido diversos pareceres. Algunos

historiadores le han negado su carácter eminentemente eclesiástico aduciendo que, en la práctica, dependía de

los reyes; pero se olvida que los reyes de España, como los del resto de Europa, tenían también una autoridad

eclesiástica más o menos reconocida por la Santa Sede. Los raros casos en que fue utilizada con fines políticos

no autorizan a negar el carácter principalmente religioso de aquella institución.

Íntimamente ligada con la cuestión anterior está la de saber qué finalidades perseguía. Llorente y Hume

aseguraron que la Corona pretendía lucrarse con el dinero de las confiscaciones, aserción que, según

Domínguez Ortiz, no se sostiene, pues, aunque al principio recaudó sumas considerables, la Inquisición no

fue un buen negocio, nunca fue una institución rica y los reyes tuvieron que ayudarla en muchas ocasiones.

Para Lynch, las razones decisivas de la creación de la Inquisición en España fueron el temor a la apostasía de

los judaizantes y la convicción de que la Iglesia y el Estado estaban siendo socavados desde dentro. Respecto

a esto último, opina que, si bien es cierto que el objetivo principal de la Inquisición no fue despojar a los

conversos de sus bienes, éste no estuvo ausente en los cálculos oficiales. Afirma, no obstante, que la situación

financiera de los tribunales regionales fue siempre precaria y que necesitó el apoyo de la Corona y de las elites

locales.

Para Henry Kamen, aunque los motivos religiosos fueron medulares, afirma que también reflejaba la alianza

de las clases feudales con el pueblo para expulsar de los poderes municipales a judíos y conversos; opinión

que comparte con Haliczer. Cabría preguntarse entonces por qué la Inquisición reprendió más de una vez a

los señores por favorecer a los judíos y conversos.

Domínguez Ortiz concluye que la Inquisición fue un tribunal religioso que, por su dependencia de los reyes y

la amplia esfera de sus atribuciones, tuvo notables repercusiones en la vida espiritual, ciertas repercusiones

políticas y una moderada incidencia en aspectos secundarios de la vida social.

LOS ÓRGANOS DE GOBIERNO DE LA NUEVA MONARQUÍA.

Los RR.CC. representantes de la monarquía autoritaria, procedieron a la sujeción de los estamentos (nobleza,

municipios, Iglesia y Cortes) al poder real: disminuyeron las facultades de las Cortes, sustituidas en lo posible

por los Consejos, simples órganos consultivos; codificaron las leyes; reorganizaron la Hacienda, las fuerzas

militares y la administración de justicia, intervinieron en los municipios por medio de los corregidores y, en

cuanto a la Iglesia, lograron del papa Sixto IV la ampliación del patronato real en la provisión de cargos e

impulsaron la reforma del clero.

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El paso previo fue la pacificación del reino, antes, incluso, de que terminase la lucha dinástica, con las

campañas punitivas contra los nobles rebeldes. La aristocracia castellana, que había monopolizado los frutos

de la reconquista de España a los moros –tierras y cargos públicos-, tenía el poder suficiente para convertirse

en una autoridad independiente que desafiaba a los reyes, se adueñaba de las tierras de la monarquía y utilizaba

el poder así obtenido como instrumento de sus propias ambiciones. Galicia y Asturias eran dos importantes

focos de inseguridad, y sobre ellos actuaron los monarcas, sometiendo a la nobleza levantisca, derribando

fortalezas y restituyendo a la Corona muchas tierras usurpadas. En otro orden de cosas, se declararon ilegales

las guerras privadas, se suprimió la figura del adelantado –gobernador de los territorios fronterizos- y se

circunscribió a los funcionarios de la Corona a la realización de funciones precisas y limitadas, privándolos

de toda influencia en el gobierno y en el diseño de la política. Además, los maestrazgos de las Órdenes

Militares, que habían sido uno de las principales fuentes de desorden, fueron incorporados a la Corona.

El absolutismo regio tenía su raíz ideológica en el romanismo, si bien estaba mitigado por las exigencias de

la Ley Divina, además de no ser incompatible con la teoría de un pacto entre gobernantes y gobernados. Por

ello, las RR. CC. Mantuvieron esa voluntad de poder, pero, a la vez tuvieron presentes que había tradiciones

e intereses que no podían atacar de frente. De ahí que sus relaciones con la nobleza se caracterizaran por la

prudencia política, por la mezcla de generosidad y firmeza. Una vez que la nobleza reconoció sus límites,

renunció a sus ambiciones políticas y se sujetó a los reyes, éstos la mantuvieron como pieza esencial en su

plan de organización social y de reforma política.

LA SANTA HERMANDAD.

Uno de los instrumentos de que se valieron los reyes para pacificar el reino fue la Santa Hermandad. No era

un institución nueva, pues, desde el siglo XIII, se habían constituido en Castilla varias hermandades: las de

Toledo, Talavera de la Reina, Ciudad Real, Guipúzcoa, Álava y Vizcaya, cuyo fin era suplir la carencia del

poder real, defenderse de los nobles y castigar los delitos, sobre todo los realizados en despoblado.

Estas hermandades fueron reorganizadas en las Cortes de Madrigal de 19 de abril de 1476 en once capítulos

que definían la nueva Hermandad como instrumento capaz de restablecer la paz interior, gravemente

amenazada por la guerra civil castellana. Fue extendida por toda Castilla y su mantenimiento obligaba a todos,

incluidos nobles y clero –lo cual era una innovación-, creando, además, el Consejo de la Hermandad para

garantizar que quedara bajo el control de la Corona.

En Madrigal se plantean los principios generales y la organización del conjunto: la Santa Hermandad se

encarga de reprimir el asalto en los caminos, robos, muertes, incendios de viñas, mieses o casa, estando

limitada su jurisdicción a las zonas exteriores de las ciudades; los malhechores eran juzgados de manera

sumarísima, si bien con más garantías que en las viejas hermandades. Cada municipio de más de cuarenta

familias (doscientos habitantes, aproximadamente) tiene que recaudar un impuesto especial para pagar a dos

jueces y sostener una brigada de cuadrilleros.

En los meses siguientes se completa el dispositivo: en Valladolid, el 15 de junio de 1476, se adscribe un

caballero a cualquier conjunto de más de cien familias y un hombre de armas a todo grupo de más de ciento

cincuenta familias. Finalmente, la asamblea general de Dueñas, del 25 de julio al 5 de agosto, organiza la

Santa Hermandad en el plano nacional: el reino se divide en distritos y cada uno de los cuales elige sus

representantes; se constituyen grupos móviles (capitanías) que se añaden a las brigadas locales (cuadrillas) y

se designa un consejo superior y un comandante en jefe de la Hermandad.

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Junto a esta función de tipo policial, la nueva Hermandad constituía un instrumento de tipo fiscal para acabar

con los lastres políticos y técnicos de los servicios medievales y, a través de un fallido proyecto de 1496, ser

la base de un ejército popular permanente.

Para mantener su estructura policial y militar la Hermandad acordó una contribución ordinaria que equivalía

a los anteriores servicios de Cortes, aportando, además, contribuciones extraordinarias para financiar la Guerra

de Granada, creándose un impuesto de 18.000 maravedíes por cada cien vecinos. Terminada la guerra, se

alivió la carga impositiva y, en 1498, la Hermandad quedó disuelta en su organización fiscal y militar,

limitándose a partir de entonces a sus funciones policiales y judiciales. En definitiva, la Santa Hermandad y

sus milicias desempeñaron un papel fundamental en la reducción del poder de la nobleza y en la persecución

de los criminales, con independencia de su estatus.

HACIENDA.

Otro de los objetivos necesarios para la creación de un verdadero Estado era el saneamiento de la Hacienda,

tarea que fue atendida en las Cortes de Toledo de 1480, bajo el impulso de Fray Hernando de Talavera, quien

se preocupó de sanear el presupuesto del Estado, gravado desde hacía muchos años por los juros y por las

gratificaciones que había que abonar, sobre todo a la alta nobleza. El resultado fue el rescate de unos treinta

millones de maravedíes, la mitad aproximadamente de lo enajenado en los reinados anteriores, operación

digna de consideración que Azcona no duda en comparar con la supresión de bienes inalienables

(desamortización) realizada en la primera mitad del siglo XIX.

El conjunto de exacciones, tanto directas como indirectas, que se habían ido creando en los reinados anteriores,

fue sistematizado por los RR.CC. en un ordenamiento fiscal que perduraría con pocos cambios hasta el siglo

XVIII.

Entre los ingresos ordinarios de la Corona destacaba:

La alcabala, impuesto universal que gravaba el 10% del valor de todas las transacciones realizadas y

que aportaba el 80% de los ingresos ordinarios.

Otros ingresos ordinarios eran:

Las tercias reales, 2/9 partes del diezmo eclesiástico a que tenía derecho la Corona, desde su concesión

por el papa Inocencio IV en 1247.

Los derechos de aduanas.

El servicio y montazgo, o derechos sobre la trashumancia del ganado.

Las rentas de la Órdenes Militares, desde su incorporación a la Corona, y

Los monopolios reales sobre las salinas y las explotaciones mineras.

El cobro de estas rentas se hacía mediante un sistema de arrendamientos a compañías de publicanos, con

contratos regulados por normas específicas. Este sistema de arrendamientos coexistió, desde 1495, con los

conciertos directos que cada ciudad o villa establecían con la Hacienda Real, sistema llamado de

encabezamiento, pues cada ciudad o villa se encabezaba en una cantidad global a pagar por dicha renta.

Durante el reinado de los RR.CC. la situación de Hacienda mejoró de forma espectacular, pasando los ingresos

ordinarios a constituir un 60-70 % de las disponibilidades del erario regio.

Los ingresos extraordinarios también crecieron, contándose entre ellos:

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Las bulas de la Santa Cruzada, concedidas por la Santa Sede, y los subsidios del clero, aportaciones

ambas de gran importancia en la financiación de la Guerra de Granada.

Los servicios que las Cortes otorgaban bajo la doble forma de pedidos y monedas.

y las aportaciones de la Santa Hermandad, que vinieron a sustituir a los servicios de las Cortes en el

período 1480-1498.

Estos ingresos servían para satisfacer los gastos corrientes de la Monarquía: mantenimiento de la Casa Real,

pago de funcionarios civiles y militares, mantenimiento de castillos y fortalezas, pago de pensiones, etc. Pero

los crecientes gastos de la política exterior obligaron a los reyes a acudir al crédito de instituciones y

particulares, bien devueltos a corto plazo, bien consolidados como deuda, desde 1490, en forma de juros, que

rendían un interés anual entre un siete y un diez por ciento.

La administración de la Hacienda recaía sobre dos organismos: la Contaduría Mayor de Hacienda,

encargada del control sobre gastos e ingresos, y la Contaduría Mayor de Cuentas, que vigilaba la legalidad

de todas las gestiones y actos efectuados con el dinero de la hacienda real. Ambas contadurías fueron reguladas

y perfeccionadas por diversas ordenanzas de 1476, 1478 y 1488.

Pero el sistema impositivo estaba desigualmente repartido, no sólo en el aspecto social, que libraba a la nobleza

y el clero de los impuestos directos, sino también en el aspecto geográfico, pues dos terceras partes de las

rentas ordinarias provenían de los sectores centrales de la Corona de Castilla, mientras que las regiones

fronterizas con Aragón y Portugal, así como Galicia, Asturias y las provincias vascas contribuían en mucho

menor grado al esfuerzo fiscal.

En cuanto a la Corona de Aragón, la situación del fisco era muy distinta a la de Castilla. La Hacienda del reino

–controlada por las Generalidades o Diputaciones– estaba separada de la Hacienda real, y el rey, aparte de

los servicios ofrecidos por las Cortes y de los préstamos otorgados por las ciudades, instituciones o

particulares, sólo disponía de los recursos del patrimonio real, siendo éstos tan exiguos que apenas permitían

el mantenimiento de la administración real de cada uno de los reinos. Los RR.CC. sólo dispusieron en sus

reinos aragoneses de los recursos extraordinarios derivados de la fiscalidad eclesiástica, es decir, las cantidades

pagadas por las diócesis en concepto de Bula de Cruzada y de subsidios, desde los años de la Guerra de

Granada.

La administración de la Hacienda real, en la Corona de Aragón, estaba encomendada en cada reino a

distintos funcionarios. El maestre racional controlaba las cuentas del erario real y pagaba a los oficiales de la

Corona; la gestión de los bienes, rentas y derechos del Patrimonio Real corría a cargo del batlle general en

Cataluña y Valencia, el merino mayor en Aragón, y un Procurador Real en Mallorca, Rosellón y Cerdaña.

LOS CONSEJOS.

El instrumento esencial de gobierno fueron los Consejos. Su pieza central, el Consejo Real de Castilla,

institucionalizado en las Cortes de Valladolid de 1385, fue reorganizado en las Cortes de 1480, tanto en el

aspecto judicial como en el de órgano supremo de gobierno y administración. Mientras que con anterioridad

este organismo había estado controlado por la nobleza, a partir de los RR.CC. se compuso de un prelado que

actuaba como presidente, tres caballeros y ocho o nueve letrados. La importancia de los juristas quedó

confirmada al disponerse la obligatoriedad de su presencia para que los acuerdos del Consejo tuvieran validez;

los letrados fueron mayoritariamente castellanos, si bien no faltaron aragoneses.

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Las decisiones del Consejo debían adoptarse por mayoría de dos tercios de sus miembros, los cuales eran

designados directamente por los soberanos. Había también un número de consejeros honoríficos,

pertenecientes a la alta nobleza civil y eclesiástica, que tenían acceso a la Sala del Consejo, pero sin voto en

las deliberaciones.

Las atribuciones del Consejo eran amplísimas: política interior e internacional, Hacienda, asuntos de la

Hermandad y de las Órdenes Militares, etc.

Estas especializaciones y la creciente complejidad de los asuntos de la Monarquía, darían lugar al régimen

polisinodial de la época de los Austrias. En definitiva, con las reformas de 1480, los reyes despolitizaron el

Consejo, al tiempo que lo profesionalizaron.

El carácter compuesto de la Monarquía española exigió un sistema administrativo diverso y múltiple, de modo

que los RR.CC. fueron creando otros Consejos, a imagen del de Castilla: Consejo de las Órdenes Militares,

Consejo de Indias, Consejo de la Inquisición y Consejo de Aragón.

El Consejo Supremo de Aragón fue creado por Fernando en 1494. El absentismo del rey hizo necesario dar

una nueva estructura al antiguo Consejo Real de la Corona de Aragón. Este Consejo de Aragón estaba

integrado por:

Un vicecanciller, seglar graduado en leyes, que ocupaba la presidencia de las sesiones.

El Tesorero General de la Corona, de capa y espada, es decir no letrado, lo que causaba su inhibición

en los asuntos jurídicos, y que se encargaba de los asuntos financieros.

Siete Regentes, también seglares y letrados

- dos para Cataluña, condados de Rosellón y Cerdaña, y Mallorca

- dos para Aragón

- dos para Valencia

- uno para Cerdeña

cuatro secretarios, con el título de protonotarios, encargados de los asuntos de cada uno de los

territorios que representaban

un abogado fiscal y patrimonial.

Estos cargos los ocupaban naturales de la Corona de Aragón, siendo el primer vicecanciller Alonso de la

Caballería, alto magistrado de origen judío y doctor en ambos Derechos.

El Consejo tenía amplias atribuciones militares, administrativas y judiciales: proponía al monarca la terna de

posibles candidatos para virrey; ejercía de tribunal de alzada en las apelaciones de los tribunales locales de

justicia; oía las autoridades locales, actuando de mediador entre éstas y la Corona, y tenía la responsabilidad

política de todos los nombramientos oficiales y de ministros reales, así como de la concesión de gracias y

mercedes.

La intervención del gobierno en tantos aspectos de la vida pública determinó que se multiplicase la burocracia.

Los RR.CC. designaron a juristas profesionales para ocupar los puestos de los consejos reales y de otros

organismos, y convirtieron en práctica habitual la promoción de hombres de segunda fila para el desempeño

de cargos públicos. Esta práctica modificará poco a poco el funcionamiento de los poderes públicos,

apareciendo, cada vez con más fuerza la figura de los secretarios reales, cuyas funciones fueron reguladas por

unas ordenanzas de las Cortes de Madrigal de 1476.

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Encargados, al principio, de preparar las sesiones del Consejo y de dar forma a las decisiones tomadas,

terminarán por tomar cada vez mayor importancia, convirtiéndose en colaboradores directos de los soberanos

y despojando al Consejo de parte de sus atribuciones. Fueron el precedente de los futuros ministros y, entre

ellos destacaron hombres como Gaspar de Gricio, Hernando de Zafra o Lope Conchillos.

LAS CORTES.

Las Cortes era la asamblea destinada a asegurar la representación del Reino ante el soberano en determinadas

circunstancias y, en particular, a concederle los subsidios necesarios. La visión romántica trasladó a la Edad

Media conceptos modernos como absolutismo y constitucionalismo, viendo las Cortes como la institución

defensora de los derechos y libertades del ciudadano, en oposición al monarca y sus consejeros. No hay que

olvidar sin embargo, que los tres estamentos que la formaban eran por definición, jurídica y socialmente,

privilegiados: alta nobleza, jerarquía eclesiástica y patriciado urbano. Sus representantes actúan en nombre de

sus propios estamentos y, conjuntamente, en nombre de la Tierra para, por una parte, pedir el respeto a los

privilegios y el mantenimiento de los derechos fundamentales de la Tierra y, por otra parte, para ofrecer al rey

los medios de actuación para su gobierno.

Reunirse en Cortes no era pues, un derecho, sino un privilegio de una minoría de ciudades que envían dos

procuradores, los cuales son elegidos entre los notables que componen los consejos municipales y cuyos

cargos se transmiten de padres a hijos.

En Castilla, las Cortes eran un organismo que no formaba parte del sistema regular de gobierno, pues desde

finales del siglo XIV, su capacidad representativa había ido menguando paulatinamente. Eran consultadas

cuando la Corona así lo decidía y servían para reforzar la autoridad de la Corona, pero no para limitarla.

El derecho de representación era un privilegio que poseían 17 ciudades (18 con la incorporación de Granada):

Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara,

Madrid, Sevilla, Córdoba, Jaén y Murcia, a las que se añadirá Granada, después de 1492. Cada una de ellas

enviaba dos procuradores, en cuya selección la Corona intervenía directamente.

Las Cortes tenían el derecho de presentar peticiones, pero no poder legislativo que, en Castilla, descansaba

exclusivamente en la Corona, pues las nuevas leyes no requerían el asentimiento de las Cortes, a no ser que

estuvieran en contradicción con una ley antigua. Según una ordenanza de 1387, la Corona no podía revocar

una ley válida sin el consentimiento de las Cortes, pero por lo demás, su poder legislativo era ilimitado. En

cuanto al poder financiero de la institución, tampoco era mucho mayor.

Aunque, según una ley escrita en las Cortes de Valladolid de 1307, la Corona tenía que consultar a las Cortes

para obtener ingresos extraordinarios, esta función se veía debilitada por la exención tributaria de la nobleza

y de la Iglesia, así como por el hecho de que la Corona disponía de fuentes alternativas de ingresos, como eran

los impuestos indirectos (alcabalas, bulas de Cruzada…) frente al impuesto directo –servicios- que debía ser

obligatoriamente concedido por las Cortes.

Al principio de su reinado, los RR.CC. se apoyaron en las Cortes para ratificar su concepto del Estado. Este

es el sentido de las Cortes de Toledo de 1480, que permitieron, en líneas generales, la nueva organización del

reino: generalización de los corregidores, papel preponderante del Consejo Real, debilitamiento de la nobleza.

A partir de entonces, sólo se convocan en caso de absoluta necesidad, cuando la situación exige impuestos

nuevos o hay que preparar la sucesión al trono. Además, como los ayuntamientos están presididos por derecho

por los corregidores, el poder central dispone de un derecho de fiscalización en la designación de los diputados

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a Cortes. En total, los RR.CC. reunieron las Cortes sólo cinco veces en el transcurso de su reinado: 1476,

1479-1480, 1489, 1499 y 1502.

En los estados de la Corona de Aragón las Cortes contaban con privilegios más reales y con mayores medios

para escapar al control de gobierno y, por ello, experimentaron la acción reformista en menor grado que

Castilla. Pero, si poseen un mayor grado de independencia respecto a la autoridad real, no se trata, en palabras

de Ladero, “de una anticipación democrática, sino de un recio conservadurismo postfeudal de los privilegios

y libertades que los estamentos dominantes habían conseguido en el pasado”.

Las Cortes de Aragón estaban formadas por cuatro estamentos: alta nobleza, baja nobleza, clero y ciudades,

y, aunque su convocatoria era una prerrogativa real, el derecho de asistir a ella estaba claramente establecido

y no dependía, de la decisión real. A diferencia de Castilla, el rey de Aragón no podía legislar sin las Cortes

ni imponer impuesto alguno sin su consentimiento. Además, durante los intervalos de las reuniones de Cortes,

un comité formado por los diferentes estamentos constituía una Diputación del Reyno, para supervisar el

cumplimiento de las leyes por parte de los funcionarios públicos y los particulares, y para controlar la

administración de los ingresos públicos.

Las Cortes de Cataluña y Valencia eran similares a las de Aragón. La institución catalana estaba formada por

tres estamentos, siendo doce las ciudades representadas en el tercero de ellos. No era posible promulgar

ninguna ley sin su consentimiento, ni imponer nuevos impuestos que no hubieran sido votados por las Cortes;

además, en la sesión de clausura, antes de obtener los subsidios, el monarca debía jurar que aplicaría las

medidas aprobadas en las Cortes. Los diversos estamentos de éstas también formaban un comité de vigilancia,

la Diputación General del Reyno, similar a la de Aragón.

Todas las Cortes de los reinos orientales eran instrumentos potenciales de oposición a la Corona, sin embargo,

Fernando no se opuso a sus privilegios ni aplicó ninguna reforma estructural, sino que recurrió al expediente

de enviar listas oficiales, de las cuales tenían que ser elegidos los representantes de las ciudades.

Generalmente, la inmunidad de los reinos orientales frente al absolutismo monárquico se explica por razones

estrictamente constitucionales; sin embargo, las razones hay que buscarlas en las diferentes condiciones

económicas y sociales de Castilla y Aragón. Castilla era la más rica, tanto en población como en bienes

imponibles y sólo en ella podía encontrar la Corona, en cantidad suficiente, los dos instrumentos básicos del

poder: reclutamiento para su ejército y dinero para su tesoro. En cambio, en la Corona de Aragón los recursos

disponibles apenas servían para completar los de Castilla. Con lo cual, si los reinos orientales quedaron a salvo

del absolutismo monárquico fue por su pobreza, y su inmunidad sobrevivió con el consentimiento de la

Corona.

LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA: CHANCILLERÍAS Y AUDIENCIAS.

En la forma de Estado que los RR.CC. pretendían construir, las relaciones entre el monarca y sus súbditos

debían regularse a través de la obediencia de todos a la ley. La base doctrinal era, por una parte, el orden ético

natural, establecido por Dios y del que nacían los derechos de los hombres; de otra, el Derecho Romano, que

potenciaba la legislación real frente a las fuentes jurídicas locales.

Por ello, Isabel y Fernando, mandaron realizar una recopilación de las ordenanzas y pragmáticas vigentes

posteriores al Fuero Real, y las leyes y ordenamientos de Cortes a partir del Ordenamiento de Alcalá, con el

fin de evitar ambigüedades, confusiones o contradicciones en la ley castellana. Las primeras en aparecer

fueron las Ordenanzas Reales de Castilla (1485), obra del jurista Alfonso Díaz de Montalvo, trabajo

complementado con el Libro de bulas y pragmáticas del escribano Juan Ramírez, recopilación de leyes

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destinadas a restringir las competencias de los tribunales eclesiásticos, y con las Leyes de Toro de 1505,

colección de ochenta leyes sobre Derecho Civil y privado, la mayoría relacionadas con la propiedad y la

herencia.

En la Corona de Aragón, por las mismas fechas, se promulgaron:

Constitucions i altres drets de Catalunya

Los Fueros y observancias del reino de Aragón

Los Furs e ordenacions del regne de València y

El Sumari e repertori de franqueses e privilegis del regne de Mallorques

Hubo también un intento de reorganización de la justicia real, la cual estaba estructurada en tres niveles:

la justicia impartida en primera instancia por los corregidores del rey

·los tribunales de las Audiencias y Chancillerías, destinados básicamente a recibir las apelaciones

de los tribunales de los corregidores y también de los jueces municipales y señoriales

el Consejo Real de Castilla, tribunal supremo del reino

La Chancillería de Valladolid, creada por Enrique II, fue institucionalizada de forma definitiva por las

ordenanzas de Córdoba (1485), Piedrahita (1486) y Medina del Campo (1489) y se le asignaron los territorios

al norte del Tajo. Para los territorios al sur del mismo se creó la Chancillería de Granada, que tuvo su sede

primera en Ciudad Real (1494), siendo trasladada a la ciudad andaluza en 1505.

Las Chancillerías estaban presididas por un regente que presidía el organismo, dieciséis oidores o jueces de

lo civil, y tres alcaldes del crimen o jueces de lo criminal; estaban agrupados en cuatro salas de lo civil, una

de lo criminal y otra de los hijosdalgos, donde se resolvían los pleitos de la nobleza. En la Chancillería de

Valladolid estaba, además, la sala y el Juez Mayor de Vizcaya, para juzgar las apelaciones de los naturales de

aquel señorío.

Las sentencias de las chancillerías eran definitivas e irrevocables, y sólo en casos muy graves se podía

recurrir al Consejo de Castilla.

Las Audiencias eran también organismos para la administración de la justicia real, inferior en rango a las

Chancillerías y de competencia menos extensa que éstas.

A lo largo del siglo XVI se crearon en Castilla nuevas Audiencias, en La Coruña (1563), Sevilla (1566) y

Canarias (1568).

Las Audiencias de la Corona de Aragón tenían una doble función: asesorar al virrey en los asuntos de

gobierno y actuar como tribunales de justicia, disponiendo, a partir de 1585 de salas para lo civil y para lo

criminal. En las Cortes de Barcelona de 1493, Fernando desgajó la Audiencia Real –alto tribunal de justicia

creado por Pedro el Ceremonioso en 1365– en diferentes Audiencias para cada uno de sus territorios: en 1493,

las Audiencias de Cataluña y de Aragón, y en 1507 la Audiencia de Valencia; en Mallorca y Cerdeña actuaba

en esta época la figura del regente de chancillería, hasta la creación de las respectivas Audiencias, en 1571 y

1564.

Las sentencias de la Audiencia eran definitivas, a excepción de las de pena capital que eran revisable por

las Chancillerías.

LA ADMINISTRACIÓN LOCAL.

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Durante los siglos medievales, las ciudades estaban sometidas a una oligarquía urbana restringida en la que

predominaba la baja nobleza de los caballeros: los regidores (o veinticuatros), que se transmiten el cargo de

padres a hijos y se reservan exclusivamente los oficios municipales: jueces (alcaldes), inspectores (fieles), etc.

Desde mediados del siglo XIV, los reyes de Castilla habían comenzado a introducir en las ciudades más

importantes la figura del corregidor, representante del gobierno central, pero sólo de forma excepcional y

temporal.

La generalización del sistema de corregidores fue, sin duda alguna, la más efectiva de las medidas tomadas

por los RR.CC. para extender el poder real a los municipios castellanos. Estos funcionarios reales contaban

con poderes voluntariamente imprecisos, pero muy amplios:

Judiciales, pues tramitaban algunos asuntos en primera o segunda instancia.

Administrativos, porque el corregidor preside por derecho las reuniones del Consejo Municipal

(ayuntamiento) y porque ninguna decisión es válida sin su aprobación. Sus actividades incluían,

además, las relacionadas con la realización de obras públicas, vigilancia de la sanidad, funcionamiento

de los mercados, organización y dirección de las milicias urbanas, etc.

Políticos, pues interviene en la designación de los diputados a Cortes y, en cualquier circunstancia,

defiende las prerrogativas reales.

El reino estaba dividido, hacia 1494, en cincuenta y cuatro corregimientos (territorios sobre los que el

corregidor ejercía su jurisdicción), que se elevaron a sesenta y cuatro en 1516, lo que permitía al poder central

hacerse oír y respetar en todas partes.

Los corregidores eran, en definitiva, funcionarios reales escrupulosamente escogidos entre las capas sociales

medias –y muchos de ellos letrados-, que proporcionaban un vínculo estable entre los municipios y el poder

real, siendo los agentes más eficaces de la Corona en su esfuerzo por restablecer en todo el territorio nacional

la autoridad del Estado.

Aunque los reyes no pudieron introducir en la Corona de Aragón el sistema de corregidores, Fernando redujo

la independencia de las corporaciones municipales mediante el régimen insaculatorio, en el que los

beneficiarios de los cargos públicos procedían de listas de candidatos previamente designadas o controladas

por el rey, con lo que la influencia real estaba asegurada. Las ciudades aceptaban de buen grado esta política

real porque salían beneficiadas en la mejora de la administración así como en el restablecimiento de las

finanzas, del crédito y del comercio. El triunfo de la insaculación tuvo, en definitiva, un significado parecido

para la Corona al de la hegemonía de los corregidores en los municipios castellanos.

Causas del cambio demográfico en el S. XVII.

Al finalizar el siglo XVII, la población de España había disminuido con relación a la que existía en los inicios

de la centuria. En el decenio de 1590 había terminado ya la época de expansión demográfica de siglos XV y

XVI. En ese momento la población era de unos 8,4 millones de almas. En 1717 había descendido a 7,6

millones. También el resto de Europa experimentó una recesión demográfica, o un estancamiento, en el siglo

XVII, pero en ninguna parte comenzó tan pronto, duró tanto tiempo y alcanzó tales proporciones como en

España. La guerra, el hambre y la peste no eran fenómenos exclusivos del siglo XVII; el control de la natalidad,

aunque no era desconocido, apenas se practicaba y la tasa de natalidad era elevada, como correspondía al

período, a pesar de la incidencia del celibato. La concurrencia excepcional de una serie de adversidades (la

peste, el hambre y la guerra) tuvo como resultado una catástrofe demográfica en España, sin parangón en

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Europa: al finalizar el siglo XVII la población de España había disminuido con relación a la que existía en los

inicios de la centuria.

La tendencia demográfica secular no fue igual en todas las partes de España. La mayor parte de las regiones,

al margen de Castilla, experimentaron un estancamiento demográfico, más que una pérdida neta de población.

Inicios del siglo XVII Castilla 6.600.000 Las mayores pérdidas se contabilizan en las dos Castillas y

Extremadura.

Finales del siglo XVII Castilla poco más de 5.500.000.

Inicios del siglo XVII Navarra 350.000.

Finales del siglo XVII Navarra 350.000.

Inicios del siglo XVII Valencia 450.000.

Finales del siglo XVII Valencia 300.000.

Inicios del siglo XVII Cataluña 450.000.

Finales del siglo XVII Cataluña 400.000- 450.000.

En Valencia la expulsión de los moriscos hizo descender la población de un 33% y a mediados de la centuria

ese vacío todavía no había sido llenado cuando la provincia sufrió el azote de la peste. Cataluña, al igual que

otras regiones de España, sufrió los efectos la peste y el hambre: el principado fue un campo de batalla a partir

de 1640, y la inmigración francesa, fenómeno importante en el periodo anterior, se redujo enormemente a

partir de entonces. Aragón se recuperó más rápidamente de la expulsión de los moriscos, pero las difíciles

condiciones económicas precipitaron una tendencia demográfica descendente a partir de 1650. La relativa

inmunidad de Navarra y las provincias vascongadas respecto de las grandes epidemias de peste se vio

contrarrestada por su primitiva economía, que forzó la emigración de un gran número de segundones, y

también allí la población permaneció estacionaria.

Pero la peor parte estaba reservada a Castilla, y dentro de ella a su núcleo central, puesto que las provincias

periféricas, Galicia, Asturias, Andalucía y Murcia, se vieron menos afectadas por la despoblación. Tanto

Castilla la Vieja como Castilla la Nueva y Extremadura sufrieron importantes pérdidas de población. Sin duda,

hubo un cierto movimiento migratorio hacia las regiones menos deprimidas y hacia ultramar, pero la verdad

es que una gran parte de esos castellanos desaparecidos murieron a consecuencia del hambre o la enfermedad

o en la guerra, y las adversas condiciones económicas retrasaron la recuperación demográfica. Por otra parte,

el desastre fue también repentino: comenzó en 1590 y 60 años después había pasado ya lo peor de la crisis.

Después de los terribles años de 1677-1683, en que las enfermedades y las adversidades climáticas golpearon

nuevamente a Castilla, la población tendió a estancarse, con una ligera tendencia al alza.

La peste y las carestías.

La causa fundamental de la recesión demográfica era una tasa de mortalidad anormalmente elevada y el

principal agente letal eran los brotes epidémicos. La viruela, el tifus, la disentería y otras enfermedades

malignas contribuyeron a elevar la tasa de mortalidad. Pero el mayor enemigo era la peste, principalmente

la peste bubónica. Las crisis periódicas de subsistencia provocaban una malnutrición extrema y debilitaban la

resistencia a la infección y, por otra parte, la excesiva aglomeración de población en las ciudades, que causaba

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el hacinamiento, la existencia de arrabales de trabajadores y el descuido de la higiene (Los niveles de higiene

eran extraordinariamente bajos y los recursos médicos muy primitivos. Las ciudades hacinadas eran intensos

focos de infección, que la escasez de alimentos no hizo sino prolongar. Las zonas de la costa salieron mejor

libradas, porque podían recibir por mar suministros de urgencia. Es por ello que en el corazón de Castilla, que

se encontraba aislado del mundo exterior, a merced de un sistema de transporte lento e ineficaz, se produjeron

los niveles de mortandad más elevados), convertían a las ciudades españolas en un perfecto caldo de cultivo

de la enfermedad.

La primera gran epidemia de peste bubónica penetró por Santander en 1596 y se difundió hacia el oeste a lo

largo de las provincias costeras septentrionales, causando una gran mortalidad. Hacia 1598 llegó a la zona

central de España y comenzó a extenderse por las dos Castillas. En 1599 alcanzó Andalucía. La peste atacó

después de que se produjeran una serie de malas cosechas y escasez de alimentos, abatiéndose sobre unas

comunidades ya debilitadas por la pobreza y la depresión. En algunas ciudades su impacto fue catastrófico

cobrándose hasta más del 50% de la población (Santander). El brote que se produjo posteriormente, la gran

peste de 1647- 1652, azotó fundamentalmente a la zona oriental de España y a Andalucía. Penetró por Valencia

-tal vez procedente de Argel- y desde allí se difundió de forma implacable hacia Andalucía y finalmente barrió

Aragón y Cataluña. En conjunto, esta monstruosa epidemia causó la muerte de unas 500.000 personas en

España y a lo largo del siglo esta cifra aumentó hasta las 1.250.000 víctimas, puesto que, entre 1676 y 1685,

el país recibió de nuevo la visita de la letal enfermedad, siendo Valencia y Andalucía los núcleos de la

infección.

Las guerras.

En general, es difícil calcular las bajas producidas por la guerra, aunque sin duda, España, como nación

guerrera que era, sufrió grandes pérdidas. Durante la primera mitad del siglo XVII estuvo inmersa en una

guerra casi permanente: en los Países Bajos, Alemania, Italia y en la frontera francesa. Si bien, en un principio

se trataba de tropas profesionales, con un núcleo de voluntarios y un gran número de mercenarios extranjeros,

la situación cambió a partir de 1635, cuando la guerra con Francia obligó al gobierno a ampliar el ámbito del

reclutamiento forzoso, a movilizar a la aristocracia, a la pequeña nobleza y a sus séquitos, a organizar milicias

urbanas y a reclutar un contingente de quintos forzosos en cada comunidad. Por otra parte, a partir de 1640 la

península se convirtió también en escenario de la guerra y el conflicto de Castilla con Cataluña y Portugal

adquirió el carácter, si no de guerra total, al menos de una guerra a muerte, en la que el pillaje y la devastación

adquirieron grandes proporciones, en la que se mataba a los prisioneros y era necesario realizar numerosas

levas. Para luchar en el frente catalán, el gobierno pretendía alistar a 12.000 hombres al año en Castilla,

estableciendo cupos en cada comarca. La carga recaía especialmente sobre el sector más pobre de la población,

por cuanto la nobleza y los ricos pagaban para que les sustituyeran en la milicia o compraban un cargo que

conllevaba la exención del servicio militar. En cuanto a la guerra con Portugal, en un principio consistió en

escaramuzas a lo largo de la extensa frontera y fue en gran medida una operación de contención. Pero a pesar

de ello se cobró un alto precio y las bajas fueron numerosas entre la población civil. En especial, Galicia tuvo

que soportar constantes levas. A partir de 1659, el intento de reconquistar Portugal se llevó a cabo con ejércitos

reducidos formados en su mayor parte por soldados extranjeros.

El mayor esfuerzo militar se concentró en los años 1635-1659, y fue en ese período cuando se produjeron

mayores tasas de mortalidad por efecto de la guerra (288.000 defunciones, con un promedio anual de 20.000

bajas al año). Pero la muerte se producía más por otras causas que durante la batalla. En efecto, la guerra

desencadenaba enfermedades y hambre y las perpetuaba. Es probable que muriera más gente a causa de los

efectos secundarios de la guerra, por efecto de la peste y la malnutrición, que por la espada y las balas.

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La expulsión de los moriscos.

La expulsión de los moriscos tuvo efectos distintos según las regiones. La pérdida total de población que

provocó fue de 275.000 personas, alrededor del 4%. Mientras que Castilla se vio relativamente poco afectada,

Aragón perdió el 20% de su población y Valencia el 30% (importantísima pérdida de mano de obra). La

repoblación de Valencia fue lenta e incompleta. Los castellanos preferían emigrar a América que a Valencia.

Sólo es posible especular acerca del número de ellos que lo hicieron.

Las migraciones.

Los contemporáneos tenían la impresión de que eran muchos los emigrantes que atravesaban el Atlántico

todos los años, dejando Castilla casi vacía detrás de sí. Pero era una impresión errónea. Los datos que han

llegado hasta nosotros indican que durante todo el período colonial se concedieron 150.000 licencias de

emigración, de las cuales 40.000 corresponderían al siglo XVII, es decir, un promedio, de 400 al año. Los

historiadores calculan una estimación de 4.000 a 5.000 emigrantes al año, número insignificante en una

población de 7 millones de habitantes.

El síndrome de la peste, el hambre y la guerra produjo la catástrofe demográfica en España. El gobierno era

consciente de la crisis, aunque sólo fuera por los informes que recibía de los recaudadores de impuestos y de

los sargentos encargados del reclutamiento. Pero no poseía estadísticas fiables. Consideraba la guerra como

inevitable y en materia de salud pública estaba a la altura de otros gobiernos de la época. Los niveles de higiene

eran extraordinariamente bajos y los recursos médicos muy primitivos.

Al Estado le interesaban más las consecuencias de la despoblación que sus causas. Ocasionalmente afrontaba

el problema, pero sin que ello produjera efectos tangibles. Entre los planes de reforma alumbrados al inicio

del reinado de Felipe IV figuraba la creación de una Junta de Población, posiblemente con la intención de

crear industrias y atraer extranjeros, pero como carecía de los fondos necesarios pronto interrumpió su

actividad. Y en un intento de elevar la tasa de natalidad, el gobierno declaró exentos del pago de impuestos a

aquellos padres de familia que tuvieran ocho o más hijos. A estos prolíficos españoles se les denominaba, en

son de burla, «hidalgos de bragueta».

Sociedad estamental: grupos sociales.

La polarización de la sociedad española en dos sectores, una minoría de privilegiados que monopolizaban la

tierra y los cargos y una masa de campesinos y trabajadores, continuó si cabe con mayor fuerza en el siglo

XVII. La base de esa división social era la riqueza puesto que era el dinero el que permitía alcanzar la nobleza

y el motor de la movilidad social. La distinción de clases era reconocida y reforzada por la legislación (por

ejemplo leyes que prohibían a todos aquellos que trabajasen con las manos llevar vestidos de seda, etc.).

La aristocracia.

En el curso de su historia, la aristocracia española engendró su propia jerarquía y sus propias distinciones, en

una lucha constante por la promoción en la que los caballeros trataban de convertirse en títulos y los títulos en

grandes y que producía una especie de movilidad social y una modificación de la composición de la misma.

A la nobleza de sangre original se le habían sumado un gran número de hidalgos, que compraron, consiguieron

o demostraron su condición nobiliaria (a principios del siglo XVII, la nobleza había crecido tanto hasta

constituir el 10% de la población en Castilla). Al finalizar el período existía un verdadero abismo entre los

grandes y los títulos, por un lado, y la masa de caballeros e hidalgos, que poseían poco más que un escudo

nobiliario. Una vez más la prueba definitiva era de carácter económico pues unos eran más ricos que otros.

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La alta nobleza.

Cuando en 1520 Carlos V definió legalmente la grandeza, ésta estaba formada por 20 familias y, entre ellas,

los duques de Medinaceli, Alburquerque, Medina Sidonia, Alba, Frías y Béjar. Los primeros grandes eran un

grupo selecto y poderoso, con privilegios políticos y diplomáticos específicos; para mantenerles alejados de

la política, los primeros Austrias los utilizaron -así como a sus fortunas- en la guerra y en la diplomacia antes

que en la administración central. Bajo el reinado de Felipe III, los grandes aumentaron su presencia en la corte,

donde negociaron los mejores nombramientos en el Consejo de Estado y en los virreinatos y esta situación se

acentuó con Felipe IV: en 1627, había 168 nobles titulados en Castilla y en 1640, la corona creó 10 nuevos

grandes, cada uno de los cuales se comprometió a llevar un contingente militar al frente catalán (el siglo XVI

contempló un moderado movimiento ascendente: los 20 grandes y 35 títulos existentes originalmente habían

aumentado hasta 99 a finales del reinado de Felipe II: 18 duques, 38 marqueses y 43 condes. Felipe III aceleró

el proceso, creando otros 20 marquesados y 25 condados. Felipe IV creó 66 marqueses y 25 condes y, por

último, Carlos II sancionó la creación de tantos títulos como en los 2 siglos anteriores: 5 vizcondes, 78 condes

y 209 marqueses). Los grandes más antiguos mostraban una actitud de desdén hacia los recién llegados y

miraban con desconfianza a quien los había encumbrado (Olivares) y en el reinado de Carlos II alcanzaron el

apogeo de su poder. Si bien introdujeron mayores sutilezas en su jerarquía, con la distinción entre grandes de

1ª, de 2ª y de 3ª clase, todos ellos eran extraordinariamente ricos, poseedores de las mayores fortunas del reino,

la verdadera razón por la que eran grandes y la base de su resurgimiento en el XVII.

La nobleza de títulos eran los mayores propietarios, la auténtica aristocracia terrateniente. Como el comercio

y la industria no atraían a la alta aristocracia, sus miembros trataban de conseguir “mercedes reales”; éstas no

solían ser concesiones directas de dinero, sino recompensas por servicios prestados y cargos, especialmente

los lucrativos virreinatos en Italia y las Indias. Felipe III había sido extraordinariamente generoso con nobles

y cortesanos, y aunque, posteriormente, Olivares intentó recortar las mercedes, a la caída de éste, Felipe IV

no pudo evitar una nueva marea de pensiones y concesiones entre la aristocracia.

Los caballeros.

Los caballeros pertenecían a las capas medias de la nobleza. Vivían en las ciudades y obtenían la mayor parte

de sus ingresos de sus propiedades, que complementaban con las anualidades que les rentaban sus juros y

censos. Frecuentemente, eran titulares de regimientos, lo que les daba la oportunidad de llegar a ser

procuradores en Cortes y, de esa forma, evitar que los impuestos afectaran a las propiedades e intereses de su

clase. Sin embargo, por encima de todo, anhelaban ser caballeros de hábito y comendadores, dado que dichos

títulos conferían un honor intachable, prueba de pureza racial y de nobleza. La venta de hábitos durante el

reinado de Felipe IV y, sobre todo, de Carlos II degradó su valor.

Provisto de un señorío, un hábito y tal vez una encomienda, el caballero intentaba hacerse un hueco en las

filas de los títulos, puesto que como ya se ha visto, en la consideración popular, eran la auténtica nobleza.

Los hidalgos.

La nobleza no era sinónimo de riqueza tal como refleja la figura del hidalgo, noble por herencia o por

adquisición reciente, pero cuya pobreza o falta de cargos le impedía continuar progresando, por lo que

constituía el lugar más bajo de la jerarquía aristocrática. Algunos hidalgos eran orgullosos y pobres, y otros

se veían obligados a trabajar para ganarse el sustento, desempeñando ocupaciones que, en sentido estricto,

eran incompatibles con la nobleza, pero todos trataban de mantener a toda costa su inmunidad fiscal, aunque

sólo fuera formalmente. Se distribuían, sobre todo, por el norte de Castilla y las zonas montañosas de Cantabria

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(más hacia el sur, los hidalgos que poseían alguna fortuna preferían el título más ilustre de caballero). Sin

embargo, el pobre hidalgo castellano no era una figura típica en toda España. En los demás lugares, la nobleza

conseguía algo más que simplemente sobrevivir.

Aparte de éstos, una serie de títulos y caballeros participaban en la industria y el comercio, lo cual se

consideraba aceptable en tanto en cuanto no dirigieran sus propias empresas y éstas no estuvieran asentadas

en su casa. Sin embargo, en la práctica los aristócratas negociantes eran escasos.

Los ingresos de la nobleza procedían principalmente de la tierra, asegurados por la primogenitura y la

vinculación y reforzados por los señoríos. La tierra era una inversión social más que económica, puesto que

los aristócratas no eran agricultores interesados en mejorar sus tierras y tenían que darse unas condiciones

excepcionalmente favorables para que se decidieran a invertir en la extensión de las tierras cultivables. El

hecho de que los aristócratas fueran incapaces de aumentar sus ingresos con los productos procedentes de la

tierra podría explicar su cada vez mayor ansiedad de complementar sus recursos con concesiones y cargos,

puesto que si seguían viviendo exclusivamente de sus rentas agrarias corrían el riesgo de pasar apuros

económicos.

Frecuentemente, los ingresos procedentes de la tierra se complementaban con las rentas señoriales. La

aristocracia había adquirido señoríos, ya fuera en virtud de su posesión inmemorial, por concesión real o

mediante compra; la jurisdicción señorial sobre ciudades y aldeas reportaba a los nobles vasallos, cargos y,

con frecuencia, rentas, las más importantes de las cuales eran las alcabalas, en lugar de ir a parar en manos de

la corona (paradójicamente, al tiempo que los Austrias enajenaron jurisdicción, también intentaron

recuperarla, ya fuera por decreto o, más frecuentemente, recurriendo a la justicia. Pero esa campaña no tuvo

éxito en todos los casos y lo más que consiguió el gobierno de Felipe IV fue obligar a algunos de los nobles

más adinerados a entregar una suma fija al erario público. No fue hasta el XVIII cuando se emprendió con

decisión la incorporación de señoríos).

Por otra parte, la nobleza daba acceso a la burocracia: los mejores cargos públicos eran monopolizados por

los nobles, que también ocupaban prácticamente la mitad de los cargos municipales. El Consejo de Estado

estaba siempre dominado por la alta nobleza y en los demás consejos había un mayor porcentaje de hidalgos

y caballeros, pero no representantes del pueblo llano. Asimismo, otros cargos importantes, como el de

corregidor, eran detentados generalmente por caballeros. En el curso del siglo XVII, la depresión económica

general acentuó la tendencia de la nobleza a desempeñar cargos en la corte y en la administración municipal.

Al mismo tiempo, mejoraron sus oportunidades en el aspecto educativo gracias a que pudieron usurpar los

fondos de los Colegios Mayores, consiguiendo acceso gratuito a la educación universitaria (también el sistema

educativo favorecía a la nobleza, quien llegó a monopolizar los Colegios Mayores, instituciones creadas

originalmente para financiar los estudios de alumnos inteligentes procedentes de familias pobres. Un título

universitario era una cualificación para ocupar un cargo y en el siglo XVI las universidades habían contribuido

a la formación de un grupo social nuevo y homogéneo, los letrados. Sin embargo, en el siglo XVII la depresión

económica puso fin al boom académico del siglo anterior y empeoró las perspectivas laborales de los

universitarios. El resultado fue un mayor exclusivismo y un énfasis aún mayor en lo utilitario: el ideal de una

universidad no era la erudición, sino llegar a ocupar un cargo). Gracias a ello, ocuparon las embajadas y los

consejos, consiguieron corregimientos, escaños en las Cortes y envidiables beneficios en la Iglesia. La

educación superior se convirtió en un instrumento poderoso para la perpetuación del dominio social y político

de la aristocracia.

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Finalmente, la nobleza suponía inmunidad fiscal cuyo valor en términos de prestigio, pues confería honor y

estatus social y para alcanzarlo muchos castellanos estaban dispuestos a sacrificarlo todo, superaba incluso las

ventajas financieras: era la prueba crucial de hidalguía.

El privilegio fiscal se vio fuertemente erosionado en el siglo XVII por el incremento de los impuestos

indirectos -principalmente los millones- y otros tributos que creó la corona para conseguir que la nobleza

contribuyera, en ocasiones de forma importante. Pero se resistían con todas sus fuerzas al pago de los

impuestos personales, como el servicio ordinario y extraordinario, porque la exención identificaba su estatus

y tenía un gran valor simbólico. También tenían inmunidad fiscal en determinados impuestos municipales,

entre ellos la sisa, y en algunas ciudades existían tiendas especiales para los nobles, donde podían comprar los

alimentos libres del impuesto sobre la venta.

En definitiva, pues, la nobleza española conseguía una enorme riqueza de diversas fuentes, cuando algunas de

ellas, como la propia corona, se veían obligadas a vivir de los empréstitos. Sin embargo, la dependencia mutua

fue el nexo de unión entre ambas: la corona utilizaba a la aristocracia para gobernar a España y la aristocracia

obtuvo de la corona la sanción de la jerarquía social y de la jurisdicción señorial.

Por supuesto, los nobles eran vulnerables a la adversidad económica (la inflación monetaria afectó a quienes

vivían de ingresos fijos) y a las medidas políticas del Estado (la aristocracia de Aragón y Valencia “sufrió” la

desaparición de la mano de obra morisca y, a partir del decenio de 1620, todo el conjunto de la nobleza fue

objeto de una atención más estricta por parte de los ministros de Hacienda (Olivares estaba convencido de que

la inacción convertía a los nobles en elementos perturbadores por lo que intentó crear una nobleza de servicio,

movilizar a los señores y a su séquito para que participaran en la guerra a expensas de su señor. Si lo preferían,

podían comprar la exención. Muchos de los nobles que se negaron a aportar lo que se les pedía fueron alejados

de la corte hacia sus propiedades, con la advertencia de que aumentaran sus ahorros para poder ayudar después

a la corona. Esta fue una de las razones por las que Felipe IV y Olivares perdieron el apoyo de la nobleza), al

igual que el resto de la sociedad. Sin embargo, los peores enemigos de los nobles eran ellos mismos: a pesar

de sus importantes ingresos, una gran parte de la alta nobleza vivía al borde de la bancarrota. Sus dificultades

derivaban, fundamentalmente, de su ineptitud administrativa que, en muchas ocasiones, de no haber existido

el impedimento de la vinculación, les habría llevado a vender sus posesiones (los nobles tenían que conseguir

el permiso real para casarse, para enajenar su patrimonio, para hipotecar sus propiedades, en definitiva, para

todo aquello que pudiera debilitar a la clase a la que pertenecían, porque, aunque un tanto ingenuamente, la

corona consideraba a la nobleza como una reserva de talento al servicio del país, por lo que había que

preservarla. Generalmente, la corona negaba el permiso de venta, pero era más indulgente respecto a las

peticiones para hipotecarlas). Los nobles, que carecían de profesionalidad en la gestión de sus asuntos, estaban

inmersos, además, en un sistema muy costoso: los grandes nobles tenían importantes gastos generales, pues

tenían que observar un determinado estilo de vida y mantener una gran casa, y al mismo tiempo se esperaba

de ellos que repartieran limosnas con generosidad y actuaran como benefactores de fundaciones, asilos y

hospitales. Por una u otra razón, muchos nobles, incluso los de más alta alcurnia, estaban fuertemente

endeudados y cualquier situación especial -el servicio a la corona o la dote a una hija- les ponía en aprietos.

El estilo de vida aristocrático se basaba en falsos ideales de honor y reputación que contaminaban a toda la

sociedad y comprometían seriamente los valores económicos.

El pueblo llano.

En España no existía un ordenamiento legal que definiera los estamentos, y desde el punto de vista jurídico

no existía un tercer Estado, sino simplemente una masa de población -unos 6 millones- de fortuna variable, y

cuya única definición era su exclusión de los estamentos aristocrático y eclesiástico. Nada impedía a una

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persona del común enriquecerse y vivir “noblemente” (imitar las pautas de consumo de la nobleza). Varios

posibles caminos se abrían a un hombre ambicioso.

EXPANSIÓN DEMOGRÁFICA SIGLO XVI .

Para los observadores del siglo XVI el rasgo más notable del paisaje español era que se trataba de un paisaje

vacío. Efectivamente, una gran parte de España estaba desierta y si la tierra apenas estaba cultivada en parte

se debía a que estaba escasamente poblada.

La población de España aumentó de forma significativa en el siglo XVI y no sufrió retrocesos catastróficos

hasta en torno al 1600. Castilla era, por entonces, la región más densamente poblada con 4,3 millones de

habitantes sobre una población total de 5,2 (casi el 80%). Asimismo, se recuperó de la Peste Negra y de las

epidemias subsiguientes más rápidamente que sus vecinos de la Península Ibérica y comenzó antes su

crecimiento demográfico, tal vez ya a finales del XV. La recuperación de la zona oriental de España fue más

lenta: la población total de la corona de Aragón era superior al millón. Entretanto, la población de Castilla

pasó de 3.856.199 habitantes en 1530 a 6.611.460 en 1591.

En Castilla existían variaciones regionales en el crecimiento demográfico. La población de Galicia aumentó

aproximadamente el 78% entre 1528 y 1591. La combinación de población y pobreza en una región montañosa

determinó la función clásica de Galicia de exportar habitantes hacia las llanuras. En cambio, en las tierras de

Castilla la Vieja, el crecimiento demográfico, aunque no inexistente, fue menos pronunciado, menos

resistente, tal vez, a las condiciones cambiantes. En Castilla la Vieja el crecimiento demográfico se inició

antes que en otras regiones de España, fue más modesto –el 20% en conjunto–, y alcanzó el punto álgido ya

en 1561. El mismo modelo se repitió en Castilla la Nueva. La provincia de Guadalajara conoció un incremento

de la población del 51,5% entre 1528 y 1591. Ciudades como Madrid y Cuenca sobrepasaron, con frecuencia,

el incremento de su hinterland rural, la primera por ser la capital, y la segunda como centro de una industria

textil. Pero en general, aunque el crecimiento global de la población (el 78% en el período 1528–1591) de

Castilla la Nueva fue más elevado que el de Castilla la Vieja, se produjo según las mismas pautas.

Andalucía, centro comercial del reino de los Habsburgo, siguió un modelo de crecimiento demográfico

diferente. Al igual que Castilla, el aumento de la población fue bastante rápido en la primera mitad de la

centuria. En Jaén y su provincia se produjo un aumento de la población del 55,5% entre 1528 y 1561. Pero la

situación fue distinta en el S. que en el N., en cuanto que la población continuó aumentando, aunque a un

ritmo menor, aprox. el 20,8% en el período de 1561-1591 en el caso de Jaén. Sevilla es un caso especial, como

capital de la región agrícola más próspera de la provincia, la Andalucía occidental, y centro del comercio y la

administración americana. La ciudad y su zona circundante conocieron, en conjunto, un crecimiento del 45,5%

entre 1528 y 1591, mientras que el aumento en la ciudad fue de un 136% en 1530-1588. Valencia y Murcia

constituyen ejemplos de variaciones en el modelo meridional. La población de Valencia experimentó un

importante repunte a partir de 1550, alcanzando el máximo en 1580-1590, para conocer luego una recesión a

partir de 1600. Murcia creció ininterrumpidamente desde 1530 para alcanzar el período de máximo incremento

(el 50%) entre 1586 y 1596. En contraste con otras ciudades de la península, Murcia no se vio afectada por el

declive demográfico de finales de siglo.

También Extremadura se aparta del modelo demográfico castellano. La población de Cáceres aumentó de

manera constante durante todo el S. XVI, con un fuerte movimiento al alza en la segunda mitad, produciéndose

una contracción en 1595-1646, aunque menos grave que en el caso de la zona central de Castilla.

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Incluso en Castilla la distribución de la población experimentó variaciones importantes en el s. XVI, tal vez

como consecuencia del incremento del número de habitantes. Se produjo un movimiento de población del

Norte hacia el Sur, atraída por el monopolio andaluz del comercio de las Indias. Otro movimiento de población

se produjo a raíz de la rebelión de las Alpujarras entre 1566 y 1571, a la que siguió la dispersión de los

moriscos de Granada por toda la zona septentrional de Castilla; el vacío se llenó en parte asentando colonos

procedentes del Norte y centro de España. Por último, la imposibilidad de subsistir podía impulsar a la

población a emigrar a otras partes del país, en Castilla desde las zonas rurales a las ciudades y en Cataluña

desde los Pirineos hacia las tierras bajas. Pero además de los movimientos internos de población, hay que

mencionar también el factor de la emigración, en parte forzosa como en el caso de los judíos en 1492, y en

parte voluntaria, hacia América. El número de españoles que emigraron a América a lo largo del S. XVI fue

mucho más reducido de lo que se ha supuesto, siendo menos de 50.000 hacia el decenio de 1550. Sin embargo,

en el contexto de los estados contemporáneos se trataba de un éxodo importante de mano de obra, lo cual

suscita el interrogante de si España se convirtió en una potencia colonial porque tenía una población suficiente

para sostener sus descubrimientos, o incluso porque el crecimiento demográfico por encima de los recursos

disponibles la forzó a la expansión.

Por otra parte, junto a la partida de españoles de la madre patria, se produjo la inmigración en España de

numerosos extranjeros. El número de franceses que atravesaron los Pirineos, atraídos por la riqueza de Sevilla

y del comercio de las Indias, y en la zona oriental de España incluso por la posibilidad de realizar trabajos

manuales, aumentó ininterrumpidamente durante los siglos XVI y XVII. Pero el grupo más influyente de

inmigrantes extranjeros fue el de los genoveses. Desde el siglo XIII poseían una colonia importante en Sevilla,

mientras que en el Mediterráneo rivalizaban con Barcelona. Todos los privilegios conseguidos durante ese

período y revocados por Fernando de Aragón en el año 1500 les fueron restablecidos por Carlos V como

recompensa por el espectacular viraje protagonizado por Andrea Doria en 1528, cuando desertó de Francia

para colocarse a su servicio. Desde ese año los banqueros genoveses desempeñaron un papel de primera

magnitud en las finanzas del Estado español, junto con los Welser y los Fugger, consiguiendo las rentas más

productivas, los juros, monopolios y privilegios comerciales como contrapartida por los numerosos préstamos

que realizaban a la corona. Su situación mejoró aún más cuando España se separó del imperio alemán y

terminaron por sustituir a sus rivales del norte, incluidos los Fugger. Además, se hicieron con una parte

importante del tesoro americano, tanto en concepto de devolución de sus préstamos a la corona como por su

participación en el comercio de las Indias, que incluía importantes contratos para el suministro de esclavos

negros. Genoveses hispanizados echaron raíces en España, se integraron en los consejos y en la Iglesia y

comandaron ejércitos y flotas españolas. De hecho, gracias a su poder económico y –por tanto– político,

podían ser considerados como miembros de la clase dirigente española.

ESTRUCTURA SOCIAL.

La estructura social de España se basaba casi exclusivamente en la propiedad de la tierra, la mayor parte de la

cual estaba en manos de la nobleza y de la Iglesia que ocupaban una posición privilegiada y preeminente. La

sociedad del siglo XVI era jerárquica y tradicional, donde la nobleza era el punto de referencia para la

burguesía urbana; a estos les seguían una mayoría de artesanos, criados y trabajadores no cualificados como

estructura urbana y un campesinado que estaba compuesto por un 80% de la población.

El estamento nobiliario: criterios de jerarquización y niveles socioeconómicos.

La nobleza española no era homogénea. En ella se integraban desde los poderosos grandes de España y los

adinerados títulos hasta los empobrecidos hidalgos, y mientras que algunos nobles poseían propiedades que

abarcaban casi provincias enteras, había también aristócratas que eran simples campesinos. Pero, en general,

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la nobleza latifundista gozaba de una posición privilegiada, ayudada por las concesiones de la Corona en el

pasado por el gran desarrollo de la agricultura en el siglo XVI y gracias a que disponía de mayores recursos

de capital. La concentración de la tierra en manos de la aristocracia fue protegida legalmente mediante la

institución del mayorazgo, que, junto con el principio de primogenitura, vinculaba las propiedades a

perpetuidad a la misma familia e impedía su enajenación. El mayorazgo era un privilegio, en lugar de una

prohibición. Las Leyes de Toro (1505) regularon y ampliaron el proceso convirtiendo lo que hasta entonces

había sido privilegio exclusivo de la nobleza en una institución de derecho civil. El pueblo llano, o más bien

aquellos que podían permitírselo, aprovecharon esta disposición para establecer pequeños mayorazgos, y

aunque redujo el monopolio de la nobleza más rancia, también incrementó la inmovilidad de la tierra en

España y favoreció su estancamiento.

La aristocracia española, apoyada en sus vastos latifundios y protegida por la institución del mayorazgo, se

vio favorecida también por la situación económica del siglo XVI. La tierra era una buena inversión para

obtener prestigio y beneficio y esto era lo que atraía a la vieja nobleza, a los que acababan de conseguir un

título nobiliario y a los conquistadores que retornaban de América, muchos de los cuales deseaban invertir no

sólo en productos de lujo sino también en la tierra. Los precios agrícolas aumentaron mucho más rápidamente

que los de los productos no agrarios durante los tres primeros cuartos del siglo XVI, y entre 1575-1625 se

incrementaron de forma similar. El productor agrícola español podía aumentar sus ingresos no sólo explotando

su tierra y vendiendo productos de primera necesidad (trigo, lana, y ganado) sino también elevando el precio

del arrendamiento en un momento de subida del valor de la tierra. Los ingresos procedentes de los

arrendamientos se incrementaban con el alza de los precios, con la consecuencia de que la nobleza, que

desdeñaba el trabajo y consideraba degradante la actividad de los negocios, fue uno de los pocos sectores de

la sociedad española que no se vio afectado por la revolución de los precios. Los aristócratas españoles eran

terratenientes absentistas, que utilizaban el campo como una fuente de riqueza e influencia, como un lugar

para visitar pero no en el que vivir.

La concentración de la tierra, que favorecía a los propietarios, podía ser perjudicial para la agricultura. Los

aldeanos castellanos se quejaban frecuentemente de que escaseaba la tierra cultivable, hecho que atribuían a

la extensión de las dehesas (tierras cercadas para pasto), propiedad de nobles absentistas cuyo interés

fundamental era la cría de ganado más que la agricultura. Los terratenientes en su mayor parte deseaban tener

en sus tierras el mayor número posible de campesinos arrendatarios para conseguir unos ingresos procedentes

de las rentas y de la producción de cereales. Pero la resistencia del campesinado a pagar rentas elevadas

determinaba que una gran parte de la tierra quedara vacía, pues los campesinos preferían arrendar las tierras

baldías locales, que podían cultivar sin necesidad de pagar renta. Pero en esos momentos se veían enfrentados

al poder no sólo económico sino político de la nobleza, que en muchos casos dominaba los concejos

municipales, y esa posición les permitía influir en el funcionamiento y en el cumplimiento de las leyes locales.

En ocasiones controlaban en su propio beneficio la utilización de las tierras comunales, incorporándolas a sus

propiedades o imponiendo leyes contrarias a su cultivo, obligando a los campesinos a regresar a las tierras de

sus señores pagando las rentas exigidas.

Hay que considerar la pérdida de poder político por parte de la aristocracia en el contexto de su poderío

económico. La nobleza había renunciado a su papel feudal ante las exigencias de la monarquía absoluta y

aceptaba servir a la corona en actividades subordinadas como la guerra, la diplomacia y la administración

virreinal. Pero como compensación reforzó su poder económico, proceso para el cual contó con el apoyo de

la corona. Por otra parte, el poder feudal de los nobles declinó en el contexto nacional, pero sobrevivió en las

zonas en que residían en forma de jurisdicción señorial sobre sus vasallos, que les permitía cobrar tributos

feudales, nombrar funcionarios locales e incluso administrar la justicia.

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Sin embargo, donde la jurisdicción señorial sobrevivió en su forma más primitiva fue en Aragón, donde estaba

protegida frente a la corona por los fueros, que amparaban los privilegios aristocráticos con el pretexto de la

inmunidad territorial. Aunque la dureza de este régimen se atemperó con la progresiva castellanización de

Aragón y la intervención ocasional de la corona, todavía en 1591 Felipe II no osó abolir sus sagrados fueros.

En cambio, en Castilla la aristocracia tuvo que adaptarse a las circunstancias. Felipe II continuó la política de

sus predecesores y gobernó con la ayuda de una burocracia profesional, designando a los miembros más

poderosos de la nobleza, para ocupar distantes virreinatos u otros cargos. Una administración constituida por

juristas con formación universitaria se esforzó con éxito creciente por sustituir la justicia señorial por la justicia

real, que habitualmente apoyaba al vasallo contra su señor. Se intentó poner fin a las franquicias privadas; en

1559 la corona recuperó mediante la compra los enormes privilegios del almirante de Castilla y las aduanas

de los puertos vizcaínos. Poco a poco, a pesar de algunas excepciones, como el duque de Alba y el duque de

Feria, la nobleza castellana se vio desposeída de su importancia política. Sin embargo, sobrevivió un vestigio

de su poder no obstante el peso del absolutismo real.

La riqueza territorial de la nobleza y su exención parcial de los impuestos convirtió a esta clase en el ideal al

que aspiraban todos los españoles. En 1520 Carlos V estableció la distinción entre grandes (a los que redujo

a 20) y títulos. Los títulos de nobleza podían ser comprados y las necesidades financieras de la corona le

indujeron a vender hidalguías a quienes podían adquirirlas: comerciantes, nuevos ricos procedentes de las

Indias y letrados de la administración real, cuyos orígenes humildes alimentaban la ambición de alcanzar el

estatus nobiliario. Las patentes de nobleza eran costosas y la recompensa en forma de exención de impuestos

escasa, pues la condición de noble sólo garantizaba la exención de una serie de impuestos concretos, pero no

de aquellos que aportaban los mayores ingresos, la alcabala y los millones, que eran impuestos sobre las ventas

que pagaba todo el mundo. Las justificaciones tradicionales de la nobleza, el linaje y la guerra continuaron

siendo más importantes que el dinero.

El clero: importancia numérica e impacto en la vida económica y social.

En el siglo XVI la Iglesia estaba presente en todos los niveles de la sociedad española. Se afirmaba que

acumulaba la mitad de la renta nacional. Sin embargo, pese a los privilegios y riqueza, el clero español no

podía ser considerado como una clase social separada: en sus filas se incluían hijos de artesanos y campesinos,

así como representantes de la pequeña y de la alta nobleza, y su misión era compartida por aristócratas como

Sta. Teresa de Ávila y hombres del pueblo como S. Juan de la Cruz.

Las diócesis más importantes, y los beneficios más apetecibles, estaban en manos de hombres de familias

aristocráticas, tendencia que resultaba no sólo del prejuicio y la influencia social sino también de que hasta

que se pusieron en práctica los decretos del Concilio de Trento no existían seminarios para la educación de

sacerdotes, por lo cual para los candidatos de origen humilde su procedencia de un medio inculto era una

desventaja en el momento de la designación. Además, la Iglesia acumulaba un porcentaje desproporcionado

de la riqueza del país y compartía con la aristocracia el monopolio de la tierra. Las Cortes protestaban

frecuentemente, aunque en vano, ante la acumulación de propiedades en manos muertas, señalándola como

una de las causas de la mala situación económica del país. Pero la Iglesia no sólo absorbía tierra, sino también

mano de obra. En las últimas décadas del siglo XVI cuando aumentaron las presiones económicas sobre la

mayor parte de los sectores de la sociedad española, la seguridad que ofrecía la Iglesia y sus rentas contribuyó

a inflar las filas del clero cuando las familias desposeídas dedicaron a sus hijos al sacerdocio y cuando los

segundones de la nobleza comenzaron a competir con mayor intensidad aún por conseguir los mejores

beneficios.

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Con todo, aunque el clero defendía con tanto celo como la nobleza sus privilegios, inmunidades y riqueza, sus

miembros tenían ideas diferentes sobre su utilización.

En primer lugar, el renacimiento religioso asociado a la reforma incluía un renovado énfasis en la

caridad (aliviar la situación de los pobres y mantenimiento de hospitales).

En segundo lugar, el alto clero estaba totalmente identificado con la política del Estado, especialmente

en el reinado de Felipe II. La Iglesia proporcionaba a la corona no solo buenos administradores, sino

también subsidios económicos que compensaban hasta cierto punto la exención parcial del clero de los

impuestos ordinarios.

Así pues, el interés de la corona hacia la Iglesia se extendió inevitablemente a los nombramientos para los

beneficios, porque deseaba una jerarquía que se distinguiera no sólo por su piedad y su erudición sino también

por su disponibilidad a cooperar con el Estado.

La riqueza de la Iglesia estaba distribuida de forma desigual entre el alto y el bajo clero, que estaban separados

por diferencias de extracción social y de cultura. A pesar de las grandes rentas, el bajo clero era muchas veces

indigente y su posición social estaba más próxima a la de los desheredados. De hecho, dadas las diferentes

actitudes sociales del clero en España y sus frecuentes enfrentamientos por causa de las relaciones interraciales

y los métodos misioneros en las colonias españolas, hay que decir que la Iglesia española del siglo XVI era

mucho menos monolítica de lo que parece. Y en una sociedad rígidamente dividida en clases, era la única

institución que permitía salvar el abismo existente entre ricos y pobres, dirigiendo su mensaje a todos, con

independencia de su posición social.

El estado llano: campesinos, artesanos y burguesía mercantil.

En España la clase media era escasa y débil. Es cierto que en Castilla existía una clase mercantil. Los

comerciantes de Burgos y Medina del Campo obtenían, desde hacía mucho tiempo, buenos dividendos,

mientras que con la riqueza de las Indias se formaron las fortunas de muchos españoles y de numerosas casas

comerciales extranjeras. No faltaban entre los acreedores del Estado apellidos españoles, si bien eran una

minoría. Por estas razones es necesario modificar la opinión tradicional de que los españoles tenían pocas

aptitudes para las actividades comerciales. Sin embargo, no cabía esperar que se desarrollaran operaciones

comerciales a gran escala en un país escasamente urbanizado y con una población que no tenía tradición en el

mundo de los negocios. Simón Ruiz, en Medina del Campo, se hallaba en el centro de la actividad comercial,

manteniendo intensas relaciones con los grandes comerciantes de Lisboa, Amberes, Lyon y Génova y era bien

conocido en el círculo de Felipe II.

Sin embargo, los comerciantes como Ruiz eran una pequeña minoría en España. Había una veintena de casas

genovesas similares a la suya y sólo cinco o seis que pudieran ser consideradas como plenamente castellanas.

No se puede negar que en el siglo XVI existían factores económicos que dificultaban las actividades de los

negociantes españoles. Las condiciones favorables creadas por la afluencia de metales preciosos y la apertura

del mercado americano dieron nuevas oportunidades a los industriales y comerciantes españoles, pero no se

prolongaron mucho más allá del año 1550. El estímulo creado por el alza de los precios y por los mercados

coloniales se convirtió entonces en una desventaja al atraer a un número cada vez mayor de manufactureros y

comerciantes extranjeros al comercio colonial. A pesar de los intentos de monopolizar el mercado americano,

Castilla no pudo resistir la presión de la competencia extranjera.

Hay otra razón que contribuye a explicar la debilidad de la clase media en España: el prejuicio social contra

las actividades comerciales y en favor de la nobleza, prejuicio que encontraba expresión en la convicción de

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«que el no vivir de rentas, no es trato de nobles». Una vez más, se trataba más de una tendencia que de un

valor absoluto. En efecto, lejos de despreciar el comercio, las familias aristocráticas más importantes de Sevilla

participaron intensamente como inversores en el comercio y la navegación con América. Pero el tiempo

demostraría que se trataba de un tipo de inversión limitada. En definitiva, la ambición de casi todos aquellos

que habían conseguido su riqueza en el mundo de los negocios, especialmente la segunda generación de una

empresa familiar, era abandonar el mundo mercantil, que sólo consideraban como un paso intermedio en la

jerarquía social, y vivir como aristócratas. Ello produjo un desprecio por el comercio y una gran ansiedad por

integrarse en la nobleza que resultaron ruinosos para España y su población.

En una sociedad en la que la pauta era marcada por la aristocracia terrateniente había pocas perspectivas para

los trabajadores y artesanos. La clase obrera española del XVI, enfrentada a una próspera nobleza cuya

propiedad era un imán para los productores y comerciantes, tenía pruebas evidentes para sustentar la

convicción de que el trabajo era degradante, y con ello el tenente y el artesano perdían confianza en el trabajo

como medio de progreso. Trabajaban porque no tenían alternativa o porque ésta era el hambre. Ciertamente,

era mucho lo que tenían que trabajar para conseguir una subsistencia miserable, que apenas cubría las

necesidades vitales. Si por casualidad el trabajador obtenía un excedente de su salario, los impuestos, cada

vez más gravosos, se lo arrebataban. Pero generalmente era poco lo que tenía.

El porcentaje de propiedades campesinas variaba según las regiones, y era reducido frente a las propiedades

de las clases privilegiadas. Pero la propiedad no lo era todo pues un campesino podía ser propietario de una

tierra pobre o arrendatario de una extensión fértil. En la zona central de España la proporción de propiedades

campesinas era más elevada: tal vez el 25-30% de la tierra de Castilla la Nueva entraba en esa categoría.

Posiblemente, tan sólo una quinta parte de la tierra cultivable en Castilla era propiedad de los campesinos,

mientras que el resto pertenecía a la corona, a la nobleza, la Iglesia y las ciudades. Pero además de trabajar

sus propias tierras, el campesino frecuentemente tenía tierras en arrendamiento con contratos a largo plazo, o

censos, en unas condiciones que en muchos casos eran más favorables que las que derivaban de la condición

de propietario y en algunos lugares los campesinos tenían, acceso a las tierras comunales. Así pues, el

campesinado español estaba formado por una variedad de tipos, desde los labradores (campesinos

independientes) en el estrato más elevado, hasta los jornaleros, pasando por los campesinos arrendatarios y

los aparceros. En general, el número de jornaleros aumentaba hacia el sur, especialmente en Andalucía.

Muy intensa era la pobreza rural en las provincias septentrionales de Burgos y León, así como en Extremadura

y Andalucía. La mayor parte de los campesinos vivían en los límites de la subsistencia, con sólo lo suficiente

para alimentar a sus familias una vez satisfechas todas sus obligaciones para con el Estado, la Iglesia y el

señor. Cualquier excedente sólo podía proceder de un trabajo extra, como la industria doméstica. La mayor

parte de ellos no se beneficiaron de la eclosión agrícola del siglo XVI. Los campesinos, ante la urgente

necesidad de conseguir alimentos y semillas, se veían obligados a vender su cosecha por adelantado a un

precio fijo para el resto del año, lo que les impedía obtener ventaja de las alzas de precios estacionales. La

elevación del precio de los cereales (el 385% en el período 1522–1599) fue acompañada de un incremento

constante de la renta de los arrendamientos. Necesitaban arrendar la tierra para sobrevivir, y cualquier

incremento de los costes disminuía sus ingresos disponibles. Si la renta era su primer enemigo, muy de cerca

seguían los impuestos. El campesino tenía que recurrir al censo. Una gran parte del dinero para el crédito rural

procedía de las instituciones eclesiásticas, con lo que cuando el campesino se atrasaba en el pago la Iglesia no

tenía reparos en ejecutar la hipoteca y apropiarse la propiedad. Las masas silenciosas del XVI tenían pocos

portavoces, pero el ejército de vagabundos, mendigos y desempleados que vagaban de monasterio en

monasterio en busca de un plato de sopa y que infestaban los caminos de España son un testimonio elocuente

del aumento de la indigencia en una sociedad en la que las clases privilegiadas monopolizaban la riqueza.

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Esta era la situación en Castilla. En la zona oriental de España la pobreza tenía un origen distinto. La presión

de la población en una región montañosa que no podía sustentarla obligó a los habitantes de las tierras altas

en los Pirineos catalanes a descender hacia las llanuras vecinas del Ampurdán y Lleida. Allí toparon con los

campesinos catalanes ya establecidos, con lo que se convirtieron, ante la imposibilidad de encontrar un medio

de vida, en proscritos que vivían del contrabando y del bandolerismo. Los bandoleros de las montañas, en

busca de botín, aterrorizaban las aldeas del llano y acechaban para robar a los granjeros y correos en una zona

fronteriza en la que prácticamente no se respetaba la autoridad del rey. Por todo ello, no era difícil encontrar

aventureros aragoneses y catalanes en todas las regiones de España y del imperio y estaban presentes en todas

las guerras.

LAS MINORÍAS ÉTNICO-RELIGIOSAS: EL PROBLEMA CONVERSO Y LOS ESTATUTOS DE

LIMPIEZA DE SANGRE.

Judíos y musulmanes fueron víctimas de una persecución similar, pero distinta en cronología, y en muchas

facetas. La conversión forzosa se impuso durante el reinado de los RRCC. A pesar de su conversión los

moriscos terminaron siendo expulsados por Felipe III, cosa que no sucedió con los conversos de origen judío

por las características sociales del grupo y a su comportamiento.

El problema de los conversos radicaba en la resistencia que la sociedad cristiano-vieja oponía a su integración.

La oposición era a la vez de tipo económico– social y religioso. La formación de los conversos era mayor en

general que la de los cristianos viejos, esto supuso la escala social tanto en la administración como en el campo

de la cultura y de la economía. De ahí la conformación definitiva en la primera mitad del siglo XVI de los

estatutos de limpieza de sangre. Los estatutos no provenían de un impulso centralizado, sino que eran

adoptados individualmente por ayuntamientos, órdenes religiosas, conventos, cofradías, etc. El resultado fue

el de prohibir o de obstaculizar a los conversos y a sus descendientes el acceso a dignidades civiles y religiosas

o la práctica de profesiones que deseaban prestigiarse. El campesinado, por lo menos el rico, podía alardear,

a falta de sangre noble, de tener sangre limpia o exenta de antecedentes conversos. En cambio, había familias

de la nobleza con conocidos y famosos antepasados conversos. Posiblemente, a fines del XVI, y ya en el XVII

llegó a su culminación la preocupación por la limpieza, su valoración como sustitutivo de la hidalguía, la

obsesión por conseguir las probanzas de linaje cristiano viejo.

La población de origen musulmán (moriscos) sufrió una persecución creciente y una pérdida de su

personalidad cultural. Los moriscos pertenecían esencialmente a las clases populares: agricultores y artesanos.

La Inquisición no podía actuar por el momento contra los moriscos. Se confiaba en una asimilación cultural y

religiosa rápida, esperando que una oportuna campaña de evangelización les llevaría a la verdadera fe; en

suma, se creía que no practicaban el cristianismo por falta de información.

Los cristianos viejos, políticos y clases populares, vivían obsesionados por la idea del complot morisco, con

la posibilidad de que los moriscos se sublevasen ayudados por sus hermanos de religión, o por cualesquiera

otros enemigos de la monarquía española (franceses). El objetivo de las autoridades cristianas era la

deportación, la pérdida de la identidad colectiva, pensando incluso en la separación de padres e hijos para

conseguir la cristianización y asimilación de éstos. La respuesta de la comunidad morisca a la presión fue, de

una parte, la resistencia legal y de otra, el desarrollo del bandolerismo. En 1568, las zonas rurales del reino se

alzaron en armas. El centro de la rebelión se situó en las Alpujarras. Como consecuencia de su derrota la

mayor parte de la población morisca granadina fue deportada a Castilla, donde crearon nuevos focos de

tensión.

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Hubo por ambas partes esfuerzos de comprensión, e incluso de sincretismo. Hubo sacerdotes moriscos

ejemplares que intentaron conseguir sin violencia la conversión de sus hermanos; hubo incluso moriscos que

fueron muertos por su adhesión al cristianismo. También hubo sacerdotes cristianos que confiaban en la

conversión pacífica y aristócratas tolerantes por razones económicas o políticas, o por un mejor conocimiento

de la realidad social.

En 1609, Felipe III expulsa a los moriscos de España. De esta expulsión resultaron daños demográficos y

económicos importantes para los reinos de Valencia y Aragón, para la agricultura.

Los gitanos eran una población esencialmente nómada, objeto de persecución tanto en Castilla como en

Aragón y Navarra. Las Cortes de cada reino pedían con insistencia su persecución. Se les acusaba de robo

sobre todo en el campo, de vivir ociosos y con engaños, así como de no ser controlados ni por el poder político

ni por el religioso. El objetivo único era la desaparición de la comunidad gitana. Para conseguirlo se aplicaban

los azotes, el destierro e incluso el destino a galeras. La forma de vida de los gitanos variará poco a lo largo

de la E. Moderna. La mayoría vivían dedicados al comercio de caballería.

El fenómeno de la esclavitud se mantuvo a lo largo y ancho del mundo mediterráneo y se vio potenciado por

la expansión atlántica. En España se conocía la cifra de 50.000 esclavos, salvo en Canarias, donde la mano de

obra servil fue empleada con abundancia en los trabajos agrícolas, la esclavitud fue ante todo doméstica. La

corte (Toledo, Valladolid, Madrid) atrajo esclavos porque formaban parte del séquito de la aristocracia y de

la alta burguesía. Las fuentes de la esclavitud eran dos: la guerra, que proporcionaba esclavos blancos

(moriscos, berberiscos y turcos) y la trata, ejercida por traficantes en el África Negra.

La mayor parte de los dueños de esclavos, sobre todo los pertenecientes a estamentos privilegiados, poseían

esclavos sobre todo como un elemento de lujo, dado que su precio era caro y creciente. Se les dedicaba sobre

todo al servicio doméstico. Los conventos de monjas solían tener esclavas negras. También elementos menos

privilegiados, incluso artesanos, poseían esclavos.

Puede pensarse también que se diera la libertad a los esclavos mayores. La práctica de la manumisión no era

infrecuente, sobre todo por disposición testamentaria. Una parte de la población negra de las ciudades

andaluzas estaba constituida por libertos, por ex–esclavos. La cristianización facilitaba el proceso.

EL TESORO AMERICANO Y LA REVOLUCIÓN DE LOS PRECIOS.

Antes del S. XVI, el comercio europeo se alimentaba fundamentalmente del oro procedente del Sudán. Pero

las expediciones portuguesas por el litoral atlántico de África hacia el golfo de Guinea entre 1460-1470, así

como el establecimiento de relaciones comerciales directas entre Portugal y las Indias orientales a comienzos

del S. XVI, alejaron del Mediterráneo la ruta del oro sudanés provocando una gran escasez de oro en Europa.

A partir de 1530 el problema quedó solucionado inesperadamente cuando los metales preciosos americanos

comenzaron a sustituir a las fuentes antiguas de aprovisionamiento, haciendo afluir hacia Europa inmensas

cantidades de dinero, que originaron graves alteraciones de los precios, especialmente en España, país al que

llegaba el tesoro americano y que actuaba como punto de distribución.

Las remesas procedentes de América eran casi exclusivamente de plata. Es cierto que hasta 1550 también se

enviaba oro, pero el oro americano nunca fue suficiente, ni siquiera en los mejores años, para producir un

efecto apreciable sobre los precios y desde 1550 fue relativamente insignificante. En cambio, las remesas de

plata aumentaron de manera vertiginosa. A partir de 1580, el fenómeno provocó una profunda revolución en

los precios. Tras la riada de plata subyace una revolución técnica en América. El nuevo método de amalgama

ideado en Alemania, que consistía en el tratamiento de la plata con mercurio, fue introducido en las minas de

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Nueva España por Bartolomé de Medina en 1551 y desde 1571 se aplicó también a los yacimientos de Potosí

en el Alto Perú. Este proceso permitió que se multiplicaran por 10 las exportaciones de metales preciosos, que

alcanzaron su punto álgido en el período 1580-1630, la época dorada del imperio español.

El interés del Estado por los metales preciosos derivaba de su capacidad de comprar lo que más necesitaba,

los medios del poder. Pero el monopolio, y los intentos de conservarlo, no fueron perfectos. En este sentido,

las Cortes se quejaron con frecuencia de que la salida constante de metales preciosos estaba empobreciendo

el país. Son numerosas, no obstante, las razones que explican que los metales preciosos salieran de España y

circularan en el extranjero. España era fundamentalmente un exportador de materias primas y un importador

de productos manufacturados. Su balanza comercial deficitaria le obligaba a realizar los pagos en efectivo. En

cierto sentido, los metales preciosos fueron como las muletas que permitieron que la economía española

siguiera avanzando. Fue la corona la que envió las remesas más importantes de dinero para hacer frente a sus

compromisos en el exterior. En lugar de invertir su dinero en empresas nacionales productivas como lo

hicieron los Fugger en Augsburgo, los Austrias españoles lo dilapidaron cada vez en mayor cantidad en

empresas en el extranjero. El dinero era fundamental no sólo en el conflicto con Francia y en la guerra de

los Países Bajos, sino también para la economía del Norte de Europa.

El tesoro americano tuvo importantes consecuencias no sólo para España sino también para sus vecinos. El

ritmo y volumen de metales preciosos que llegaban a Sevilla, especialmente a partir del decenio de 1570,

condicionó, las tendencias económicas de Europa y las pautas que siguieron esos envíos se convirtieron en

indicadores de realización económica. La plata americana alimentaba los mercados financieros de Italia, el

Sur de Alemania y los Países Bajos. Alivió la escasez crónica de dinero circulante que había obstaculizado la

actividad económica de la Europa occidental, estimuló la producción y los flujos comerciales y se convirtió

en un agente de crecimiento hasta que la suspensión de las importaciones de plata en 1619-1622 provocó un

desajuste financiero y comercial. Otros indicadores confirman estas tendencias.

Las tasas de interés descendieron en el período 1570-1620 al aumentar la masa monetaria, lo que

impulsó el comercio y la industria.

Los precios tendieron al alza desde mediados del S. XVI hasta los primeros años del XVII, siendo el

aumento del triple en España y de más del doble en Francia e Inglaterra. Aunque no se trata de una

“revolución de los precios” según los parámetros modernos, el alza de precios fue lo bastante

importante como para afectar a las economías de la Europa de comienzos de la Edad Moderna.

Mientras, los salarios se rezagaron con respecto a los precios.

La teoría del crecimiento producido por la afluencia masiva de plata presupone la existencia de mercados

nacionales integrados en los que la moneda circulaba a velocidad constante, no a ritmos distintos en numerosos

mercados locales. Aunque parece existir una cierta relación entre el declive de la economía europea y la

interrupción de las remesas de plata en 1619-1622, no puede afirmarse en modo alguno que hubiera tocado a

su fin el flujo de plata a la economía europea.

En cuanto a España, hay que decir que la plata americana se convirtió en un riesgo para la economía y un

problema para los historiadores posteriores. La «relación extraordinariamente estrecha entre el incremento en

el volumen de metales preciosos y el alza de los precios de los productos durante todo el S. XVI, en especial

desde 1535», ha quedado establecida de tal forma que puede afirmarse que los productos de las minas

americanas fueron la principal causa de la revolución de los precios en España. El gobierno español, al igual

que sus vecinos en el resto de Europa, no comprendió la conexión causal entre la afluencia de metales

preciosos y el alza de precios, lo cual le impidió adoptar una política económica y financiera adecuada. En

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cambio, los contemporáneos eran conscientes de la revolución de los precios, ya que se reflejaba en el coste

de vida y, aunque existía incertidumbre y confusión sobre sus causas, una serie de economistas comenzaron

a ser conscientes de la importancia del tesoro americano. El más notable de ellos es el teórico francés Bodin,

que estableció una conexión entre las importaciones de metales preciosos y la inflación en 1568. Españoles

de la escuela de Salamanca fueron también conscientes de este fenómeno.

Sin embargo habría que esperar a la investigación moderna para comprender adecuadamente el problema. La

relación causal entre la afluencia de metales preciosos y el alza de los precios ha de establecerse por regiones

y periodos.

En general, el alza de los precios fue más impuestos en Andalucía, que debido al monopolio del

comercio indiano recibió siempre el primer impacto de las importaciones de metales preciosos.

Seguían en importancia Castilla la Nueva y, luego, por un lado Castilla la Vieja y León y, por otro,

Valencia, en función de la distancia del centro receptor.

El nivel general de los precios en España aumentó en algo más del doble durante la 1ª mitad de la

centuria.

Los precios continuaron la tendencia alcista en la 2ª mitad del siglo, con períodos de estabilidad

relativa, para elevarse de nuevo de forma vertiginosa a partir de 1596, alcanzando su cénit en 1601.

En 1600 los precios estaban en un nivel 4 veces superior a los de 1501.

A partir de 1601 se interrumpió la tendencia alcista y tras un período de oscilaciones terminó en un

descenso temporal desde 1637 a 1642, en que se produjo una importante disminución de las remesas

indianas, pero los precios nunca llegaron realmente a caer del cenit alcanzado en los últimos años del

S. XVI.

Hay que añadir, sin embargo, tres consideraciones a esta descripción de los hechos.

En primer lugar, aunque los precios alcanzaron su punto más alto en la 2ª mitad del S. XVI, el alza fue

proporcionalmente mayor en la 1ª mitad de la centuria (1501- 1550 un 107,61%, 2ª mitad un 97,74%).

Además, el ritmo de aceleración de la revolución de los precios fue menor en los años centrales del

siglo (1549-1560 un 11,9%). Este fenómeno de mediados de la centuria puede relacionarse con el

descenso del comercio indiano (canal del tesoro americano) en los mismos años, e indica que la

depresión económica del S. XVII y su relación con la afluencia de metales preciosos se anticiparon ya

en los inicios del reinado de Felipe II.

En 2ª lugar, sería erróneo explicar únicamente en función de los precios la diferencia entre el progreso

económica de España y el Norte de Europa. Es cierto que, en general, el alza de los precios fue posterior

y menos importante en el resto de Europa que en España, debido al tiempo necesario para que

circularan los metales preciosos procedentes de América y a la pérdida de fuerza que sufría el proceso.

Sin embargo, esto no transmite una imagen completa del coste de vida en los diferentes países. Por

ejemplo, el trigo fue siempre más caro en Francia que en España durante el gran período inflacionario.

Un tercer aspecto se refiere a la tasa y al momento en que se produjo la inflación, respecto de lo cual

sólo es posible hacer especulaciones. El tesoro español se diseminó por el extranjero para poder

financiar productos alimentarios, manufacturas, suministros navales y victorias militares. Su lugar fue

ocupado por toda una serie de expedientes financieros -monedas de vellón, pagarés, recursos

crediticios y nuevos instrumentos bancarios-, liberando así la plata para su uso exterior. La afluencia

de metales preciosos influyó en los mercados internacionales, a los que España y otros países estaban

inexorablemente vinculados. Por tanto, la inflación española se considera como un reflejo de la

revolución de los precios que se produjo en el conjunto de Europa. Sin embargo, los metales indianos

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no fueron la única causa de la revolución de los precios. Los precios se ven afectados también por las

condiciones de la oferta y la demanda.

En consecuencia, es necesario tomar en consideración también la producción industrial y agrícola. El

dinero que afluyó a España desde América no se utilizó para aumentar la productividad nacional y la

consecuencia inevitable fue el aumento de los precios. Después de que en la 1ª mitad del S. XVI

hubiera un incremento de la producción industrial, la producción española cayó en picado y el dinero

tuvo que salir al exterior en busca de productos.

También fue importante el factor demográfico. El importante aumento de la población europea en el

período 1460-1620 determinó la necesidad de alimentar, vestir y dar alojamiento a un mayor número

de personas y, al mismo tiempo, redobló la demanda de bienes de todo tipo. Los precios de los

productos agrícolas, especialmente el trigo, aumentaron antes y más rápidamente que los de otros

productos y la inflación de los precios agrícolas determinó, en último extremo, un alza general de los

niveles de precios.

Posiblemente es más difícil incluso determinar las consecuencias de la revolución de los precios que sus

causas. No hay duda de que provocó un incremento general del coste de vida, pero no sabemos con certeza,

qué significó eso para las diferentes clases sociales y para el desarrollo económico del país en su conjunto.

Según la explicación clásica, el atraso económico de España estaba directamente relacionado con las

consecuencias de la inflación. El retraso de los salarios con respecto a los precios en Europa permitió la

acumulación de capital; el coste decreciente de la mano de obra dio a los hombres de negocios la oportunidad

de obtener beneficios extraordinarios que luego se podían invertir. En cambio, España, se argumentaba,

constituyó una excepción a esta regla general, pues aunque los salarios quedaron por detrás de los precios,

ello no fue suficiente para permitir obtener beneficios extraordinarios y, en consecuencia, dar un impulso

importante al capitalismo.

La grandeza de España coincidió con la inflación de 1520 a 1600 y su hundimiento con la deflación de 1600

a 1630. La relación entre la inflación de los beneficios y la acumulación de capital era estrecha; como los

salarios en España eran más elevados que en otros lugares, también había menos posibilidades de acumular

capital, razón fundamental de la inferioridad económica de España. Es cierto que la inflación española no

produjo una acumulación de capital para la inversión, pero ello se debió a que quienes se beneficiaron de ella

utilizaron su riqueza de manera improductiva, ya fuera para comprar títulos y propiedades, para realizar

construcciones extravagantes, comprar productos suntuarios o, simplemente, para acapararla.

Hay pruebas abundantes también de que en España los ricos lo eran cada vez más, mientras que los pobres

eran cada vez más pobres. La apertura del mercado americano y el crecimiento demográfico en la península

produjeron el aumento de la demanda de productos agrícolas, la extensión del cultivo y la elevación del valor

de la tierra cultivable, factores todos ellos que coincidieron con el estímulo añadido de la inflación. Si tenemos

en cuenta además la concentración de la propiedad en manos de unas pocas familias extraordinariamente ricas,

así como la posibilidad de elevar la cuantía de los arrendamientos, no parece que el período inflacionario fuera

desfavorable para los grandes terratenientes españoles y, desde luego, no disuadió a quienes querían invertir

en la tierra para que no lo hicieran. Cualquiera que tuviera algo que vender o intercambiar podía beneficiarse

de la inflación, como ocurrió en el caso de los industriales y comerciantes en la 1ª mitad de la centuria.

Cuando las condiciones se hicieron más difíciles y la inflación permanente comenzó a hacer que la empresa

española fuera menos competitiva en los mercados internacionales y coloniales, sólo los comerciantes más

poderosos pudieron sobrevivir a la competencia extranjera, pero los que lo consiguieron realmente

prosperaron. Ingentes fortunas se iban a formar gracias al comercio indiano, cuya expansión guardaba una

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relación directa con el alza de los precios. En cambio, la revolución de los precios conllevó el

empobrecimiento de quienes vivían de ingresos fijos y de rentas pequeñas, que no aumentaron al mismo ritmo

que los precios. Menos clara es la situación del campesino, porque es difícil conciliar la prosperidad agrícola

con la impuesta emigración rural hacia las ciudades, que a su vez hace difícil explicar la supuesta extensión

del cultivo en España. Pero una cosa es cierta: los salarios quedaron rezagados por detrás de los precios, y la

dificultad entre ambos fue mayor en la 1ª mitad de la centuria. Aun cuando el valor monetario de los salarios

aumentó posteriormente, su poder adquisitivo continuó descendiendo. Durante la mayor parte del S. XVI la

vida fue difícil para los sectores más pobres de la sociedad española. Verdaderamente, para la masa de

asalariados españoles la revolución de los precios constituyó un fuerte golpe que hizo descender aún más su

ya bajo nivel de vida.

En cambio, la corona, al igual que la aristocracia, se vio menos afectada por esos fenómenos que la mayoría

de sus súbditos. Cierto que el coste de la administración y de pagar, alimentar y equipar a las fuerzas armadas

aumentó para la corona. Pero, de la misma manera que la nobleza podía aumentar el precio de las rentas,

también el Estado podía incrementar sus ingresos, permitiéndole hacer frente a los precios, mientras que la

inflación aliviaba la carga de los préstamos, que constituían una parte tan importante de sus ingresos.

EL SISTEMA DE INTERCAMBIOS: COMERCIO MEDITERRÁNEO Y EUROPEO. EL

COMERCIO ATLÁNTICO.

Las diferentes áreas económicas que formaban en la península la monarquía de los Austrias no se hallaban

integradas entre sí. El comercio interior era lento y difícil. Las comunicaciones, a lomos de caballerías o en

carros, eran costosas y a veces peligrosas, por los obstáculos naturales y humanos (bandolerismo). El trazado

de las rutas fundamentales se remontaba a la época romana. Las principales vías de comunicación eran:

a) de Barcelona a la corte;

b) del Mediterráneo a Andalucía, y

c) de León a Sevilla.

Toledo fue, hasta 1560, el principal núcleo de comunicaciones y lugar de un activo comercio de sedas, curtidos

y armas. Sólo mercancías de poco peso y mucho valor podían resistir los costes del transporte. Tampoco

contribuía a facilitar la circulación de mercancías la conservación de las aduanas entre las coronas de Aragón

y Castilla (puertos secos), así como entre Castilla y el País Vasco. El transporte por agua era mucho más rápido

y barato, pero los ríos españoles no permitían en general la navegación.

Como consecuencia, las fachadas litorales de la Península podían comerciar entre ellas y con el extranjero con

mayor facilidad que con el interior. Por esta razón pueden considerarse 3 ámbitos del comercio exterior: el

mediterráneo, el cantábrico y el atlántico.

A) COMERCIO MEDITERRÁNEO.

Hubo un cierto retraimiento de los puertos de la corona de Aragón con relación al mayor protagonismo de

genoveses y franceses. La guerra continua con los países musulmanes añadía un elemento más de inseguridad

a la navegación. En esta circunstancia, Barcelona y Valencia siguieron, como en el resto de su evolución

económica, un ritmo tardío. En Barcelona, sólo a partir de 1577, se produjo una reanimación del tráfico. El

paso de la plata americana con destino a Génova, a partir de 1578, parece un factor clave de esta mejora. En

el caso de Valencia, la tendencia alcista se produjo también en la 2ª mitad del siglo. Hacia 1580, sin embargo,

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era el puerto de Alicante el 1º del litoral mediterráneo español, por haberse convertido en la salida del comercio

mediterráneo de Castilla hacia Italia, desbancando a Cartagena.

El comercio exterior de la corona de Aragón se basaba en la exportación de materias primas: el aceite de

Mallorca, el hierro de Conflent, la lana de Aragón o del Maestrazgo, la sal de Ibiza, la seda de Valencia y el

azafrán de Aragón. Los tejidos catalanes defendían con dificultad sus posiciones en el tradicional mercado

sardo y sobre todo siciliano; los tejidos catalanes estuvieron presentes en las ferias de Medina del Campo

mientras éstas conservaron sus actividades; parece que desde Medina, estos paños alcanzaban indirectamente

los circuitos ultramarinos en Sevilla y Lisboa. En cuanto a las importaciones de trigo a Valencia procedentes

de Sicilia y de Castilla, se hallaba muchas veces en manos de los genoveses, los cuales controlaban también

la exportación de lana.

El reino de Aragón nos ofrece el caso de un territorio exportador de materias primas y productos agrarios,

sobre todo el trigo. Aragón mantenía un comercio preferente con Francia a través del Pirineo, y en menor

grado con Cataluña. Por su parte, Valencia recibía de Castilla trigo y carne y vendía seda a la industria de

Toledo.

B) COMERCIO CON EL NORTE DE EUROPA.-

El comercio cantábrico se desarrolló sobre la base existente en el reinado de los RRCC. Los grandes

comerciantes de Burgos, el grupo más denso de burguesía mercantil de España, dirigían el negocio de los

fletes o los seguros y la exportación de la lana, no sólo por Bilbao, sino también por Laredo y Santander. El

País Vasco, deficitario de cereales, exportaba los productos castellanos y su propia producción de hierro, al

tiempo que continuaba su expansión pesquera en el Atlántico. Aunque en menor grado los puertos de Asturias

y de Galicia, comerciaban con los puertos ribereños del Atlántico. Galicia lo hacía con Inglaterra. Pero los

puertos preferentes eran los del litoral de Francia (La Rochele, Nantes, Ruan) y sobre todo los Países Bajos,

centro director de la vida mercantil y financiera europea, y a la vez parte del imperio de Carlos V. Amberes

era en el S. XVI la capital economía de aquellos territorios (se formaron colonias mercantiles para participar

en un tráfico internacional). El comercio entre Castilla y los P. Bajos era denso y complementario; el 60% de

las exportaciones flamencas se dirigían a España. Una vez más los territorios españoles exportaban productos

agrarios y naturales y recibían productos manufacturados. La lana castellana iba a parar a los telares flamencos.

El eje fundamental del comercio atlántico Norte, el llamado eje Burgos-Amberes, se rompió al filo de 1570,

como consecuencia de la rebelión de Flandes contra Felipe II, de la actuación de los corsarios protestantes en

las aguas del mar del Norte y también de la propia situación de Amberes en el orden financiero a partir de la

crisis de la hacienda de 1557. Sin embargo, no cesaron las relaciones entre los Países Bajos y la Península por

lo menos con la zona de obediencia hispánica; porque además del comercio vasco y castellano existía la

vinculación con el comercio colonial a través de Sevilla. La crisis económica desorganizó también la

navegación vasca y la pesca de altura.

C) COMERCIO ATLÁNTICO.-

El comercio atlántico, centrado en Sevilla y en los puertos del B. Guadalquivir, consistía primordial, pero no

únicamente (Sevilla mantenía sus lazos comerciales con el Mediterráneo y el Norte de Europa), en el comercio

con América. Las Canarias, que tenían una posición privilegiada en el tráfico indiano, enviaban parte de su

producción vitícola de calidad a Inglaterra. Los antiguos clientes nórdicos e italianos, acudían también a

Sevilla en función de su nuevo papel de redistribución de las mercancías coloniales.

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Durante el reinado de Carlos V, de 1529 a 1538, se permitió que puertos de la corona de Castilla pudieran

comerciar con América, pero desde 1561-1564 quedó perfilado el Sistema de la Carrera de las Indias tal como

iba a funcionar por lo menos durante 150 años. Los imperativos de defensa frente a los corsarios y la escasez

relativa de pilotos experimentados que conocieran bien las rutas atlánticas, llevaban a la navegación en grupo.

Dos grandes salidas de embarcaciones daban el ritmo al mundo mercantil de Sevilla. En mayo-junio salía la

flota con destino a Veracruz (México), pasando por Santo Domingo y Cuba. En verano zarpaban los galeones

que se dirigían a Tierra Firme, a los puertos de Nombre de Dios y Cartagena de Indias. De allí, las mercancías

se trasladaban por tierra cruzando el istmo de Panamá, y luego eran transportadas a lo largo del litoral pacífico

hasta el Perú. El recorrido inverso tenía lugar mediante la agrupación de todos los buques en la Habana la

primavera siguiente y el retorno conjunto a España (todo duraba más de un año). Para la defensa de la

navegación aparecieron unidades armadas como la “armada” de la “guardia de Indias”.

El sistema atlántico tenía su complemento en el Pacífico desde la llegada de los españoles a Filipinas en 1571.

El llamado galeón de Manila o nao de Acapulco unía estos 2 puertos y ponía en relación a México con los

circuitos mercantiles del Este Oriente, con la seda y porcelana de China. El retorno de Filipinas a México se

hacía siguiendo la corriente marítima del Kuro Siwo, llamada por los españoles la vuelta de Poniente.

Los mejores años del comercio con América se sitúan entre 1585 y 1607. El esquema del comercio hispano-

americano obedecía a unas relaciones de dominación.

Desde Sevilla se enviaba a América productos manufacturados y también productos agrarios

procedentes de la propia región andaluza.

El retorno de América consistía masivamente en metales preciosos (cerca del 75%), y un complemento

de productos naturales americanos (colorantes, cuero, azúcar).

Estas remesas de metales salvo el quinto reservado a la Corona, tenían como receptores a los comerciantes

exportadores de Sevilla, a los cargadores agrupados en el consulado o universidad de mercaderes, institución

fundada en 1543. Se admite comúnmente que el destino final de la plata americana fueron los centros

comerciales europeos más desarrollados, que se beneficiaron de la balanza mercantil desfavorable de la

Península. Pero varios historiadores franceses han insistido en el error histórico. No toda la plata americana

fue traspasada al extranjero, y sobre todo no lo fue inmediatamente. La proporción de metal precioso que

quedó en la Península como beneficio del comercio americano y el uso que se dieron a estos beneficios,

constituyen dos problemas de difícil resolución, pero que parecen evidentes.

También parece claro el influjo que el comercio extranjero tuvo en Sevilla. Algunos de estos círculos

mercantiles eran súbditos o aliados de la monarquía hispánica, como los flamencos, genoveses, algunos

alemanes, etc. A fines de siglo se impuso la preponderancia de los navíos del Norte Lisboa y Sevilla recibían

el providencial trigo del Norte de Europa. A pesar de la hostilidad existente entre Felipe II y Holanda,

continuaba el comercio entre los súbditos de ambos países. En Holanda se necesitaba la sal de las salinas de

Andalucía y Portugal, ambas monopolio de la Corona, pero en España se necesitaba los productos del Báltico

para la construcción naval y los cereales.

CONCEPTOS – DEFINICIONES.-

Mayorazgo.

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Institución destinada a perpetuar en una familia la propiedad de ciertos bienes que recibía el heredero sin

posibilidad de enajenarlos (transmitirlos a otra persona), estando obligado a transmitirlos a su sucesor intactos

y con las mismas condiciones de inalienabilidad.

Inspirado en la fórmula romana del fideicomiso, el mayorazgo se puso de práctica a finales de la Edad Media

como un recurso legal para controlar la transmisión de la propiedad en el seno de las grandes familias. Los

términos legales del mayorazgo o forma de vinculación de la tierra establecían la imposibilidad de enajenar la

propiedad familiar o una porción de la misma, al mismo tiempo que dictaban una orden sucesoria,

generalmente de primogenitura.

La regulación del mayorazgo fue acordada en las Cortes de Toro (1505).Durante dos siglos esta institución

fue la piedra angular de la sociedad y la economía del Antiguo Régimen. Bajo los Reyes Católicos se convirtió

en un instrumento legal para estabilizar la propiedad aristocrática, expuesta al riesgo de una excesiva

fragmentación a través de matrimonios y herencias compartidas por todos los hijos.

Como consecuencia, al congelar la propiedad más valiosa, que en una sociedad preindustrial era la tierra, el

mayorazgo deprimió el mercado de la misma durante más de dos siglos, afectando a la evolución de la

economía.

A partir del s. XVII se observan ya fuertes corrientes contradictorias en torno a la institución del mayorazgo,

pero serían las Cortes de Cádiz las encargadas de preparar leyes contra vínculos y mayorazgos, siendo abolida

la institución en 1820.

Manos muertas.

Las manos muertas o bienes amortizados eran aquellos pertenecientes a la Iglesia y demás instituciones

benéficas, asistenciales y de tipo piadoso, cuya transmisión y enajenación estaban expresamente prohibidas

por diversas disposiciones canónicas y por la voluntad manifestada por sus fundadores. Es decir, la Iglesia al

igual que los mayorazgos, estaba autorizada para adquirir bienes, pero no para enajenarlos, lo que conducía a

una acumulación creciente. En la Edad Moderna, en concreto, dicha acumulación debió de ser notable, a juzgar

por las quejas de los contemporáneos.

También los municipios se oponían con frecuencia a las nuevas fundaciones religiosas, para lo cual contaban

con el apoyo de las ya existentes, que tenían la competencia de las nuevas. Las Cortes de Castilla denunciaron

con frecuencia este hecho y consiguieron una ley que las prohibía sin su consentimiento. Sin embargo, las

manos muertas no cesaron de aumentar.

En el s. XVIII las vinculaciones (sujeción de los bienes para perpetuarlos en una determinada sucesión, por

disposición del fundador de un vínculo) fueron consideradas como uno de los principales males que

aquejaban a la agricultura, un obstáculo y un elemento que drenaba las posibilidades del fisco real. Habría

que esperar, sin embargo, la llegada de las leyes desamortizadoras para alcanzar su abolición.

En el caso de la desamortización eclesiástica comenzó ya a finales del s. XVIII, generalizándose en la

siguiente centuria. De este modo se produjo la liberalización de la tierra acumulada en las manos muertas y

su puesta en explotación por parte de los nuevos propietarios.

Amalgama.

Procedimiento mediante el cual se limpia la plata con mercurio. Es una técnica conocida desde el s. XV en

Italia llegando a México en 1556 y a Perú en 1571.

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Este procedimiento consistía en una mezcla triturada de plata y reducida a polvo junto con agua, sal y

mercurio. La mezcla permitía separar la plata de sus impurezas con gran ahorro de combustible y tiempo.

Puertos secos.

Aduanas establecidas en distintos puntos territoriales de carácter fronterizo desde el punto de vista

administrativo para recaudar derechos y fiscalizar el tránsito de mercancías y personas.

En el s. XV, con el arancel de Juan II en 1431, la ley de los puertos secos de 1446 y la Ordenanza de puertos

de mar en 1450, se construyó el entramado castellano de normas aduaneras, que presidió su evolución a lo

largo de la Edad Moderna en la Corona de Castilla.

Los puertos secos limitaban Castilla con Vizcaya, con Navarra, con Aragón y con Valencia y, a partir de 1559,

con Portugal, salvo el breve intervalo de tiempo que transcurre entre la anexión del reino en 1580 y 1593, en

que fue restaurado el puerto fronterizo para intentar proteger el comercio sevillano que se había desviado hacia

Lisboa.

Atravesar estos puertos secos costaba el pago de un arancel que a fines de la década de 1560, se unificó en el

10% del valor de cualquier mercancía, habiéndose distinguido con aranceles más baratos los productos de

primera necesidad.

Diezmo de la mar.

Impuesto aduanero que gravaba un 10% las mercancías, tanto exportadas como importadas, que pasaban por

los puertos del Cantábrico y de la zona atlántica de Galicia. No era un impuesto que requiriese el

consentimiento del reino ni derechos señoriales, pues entraba en la categoría de las regalías y, por lo tanto,

podía el monarca imponerlos o alterarlos libremente.

Se delimitaron dos áreas claramente diferenciadas: la costa vascongada y de la marina de Castilla, y la del

reino de Galicia, llegando a existir una fuerte competencia fiscal entre ambas. El cordón aduanero en torno a

Castilla comenzaba en los puertos cantábricos, rodeando Vizcaya y Guipúzcoa, puesto que era en Valmaseda,

Orduña y Vitoria donde se abonaban los derechos de entrada y salida.

El tráfico comercial entre los puertos gallegos y astures y el resto de la Corona de Castilla estaba exento del

pago de este impuesto, a excepción de los paños de lana.

La recaudación del diezmo de la mar se hacía por el sistema de arrendamiento, siendo muy desigual la cantidad

que reportaba a la Real Hacienda. En Galicia y en Asturias se arrendaban por muy poco, mientras que en

Castilla proporcionaban una importante renta.

Asiento.

Operación financiera consistente en un préstamo realizado por particulares a la Real Hacienda, cuyo nombre

procedía de asentar una operación o partida en los libros de registros de la Administración.

El asiento comportaba una gran complejidad. Suponía una operación de crédito y otra de giro al extranjero,

con un cambio de la moneda española a la del país en donde se efectuaba el desembolso de la suma. Por la

cantidad entregada al rey, la transferencia y cambio de la moneda, el asentista percibía un interés variable

según el mercado del dinero, de las urgencias de la Corona y de la seguridad del reembolso. Podía oscilar

entre el 12% anual al 30%, como máximo, trimestral que era el tiempo medio que duraba la operación.

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Los asientos se negociaban en el Consejo de Hacienda, excepcionalmente los gobernadores españoles lo

hacían en Flandes.

Los asientos estaban vinculados a las ferias internacionales ya que se hacían con letras de cambio, emitidas

desde España por los banqueros sobre sus corresponsales europeos.

El asiento podía ser también un convenio entre la Corona y un particular o asociación de particulares, por el

que la primera arrendaba a los segundos determinada explotación en régimen de monopolio: explotación de

minas, comercialización de esclavos, etc. A cambio el asentista satisfacía cantidades establecidas con la

Corona o la Real Hacienda.

Durante los s. XVI-XVII destacan como asentistas los Fugger, los Welser (banqueros de Carlos V), junto a

otros banqueros italianos, castellanos y flamencos. Todos ellos se enriquecieron aunque tuvieran que hacer

frente a alguna bancarrota.

Avería.

Impuesto que gravaba las mercancías transportadas a las Indias. Estaba destinado a costear los gastos de los

buques de guerra que acompañaban a la flota para defenderla de los ataques de los piratas. En los períodos

bélicos era necesario incrementar la defensa naval y con ello la avería.

Felipe IV estableció en un 12% la avería sobre el valor de las mercancías. Nadie estaba exento de pagar este

impuesto y en 1660 la Corona asumió todo el gasto de la defensa de las flotas, imponiendo a los comerciantes

un canon fijo.

La palabra avería es de origen árabe y significa daño o pérdida. Se aplicó a este impuesto en alusión a los

posibles daños sufridos en la navegación por mercancías u otros efectos.

Quinto real.

Inicialmente correspondía al monarca un tercio de los metales preciosos obtenidos por rescate (especie de

trueque de objetos y mercancías entre los españoles y los indígenas de las Indias).En 1503 se redujo a un

cuarto y en 1522 quedó establecido en un quinto con el fin de incentivar más la labor de descubridores y

exploradores. Al iniciarse la explotación de las minas de plata se redujo hasta el 10% (diezmo de la plata).

Servicio y montazgo.

La trashumancia había generado dos impuestos medievales: el servicio de ganados y los montazgos. El

servicio de ganados surge como impuesto extraordinario concedido al rey por las Cortes, pasó a ser un tributo

ordinario. Su cobro estaba en función del paso de los ganados trashumantes por determinados puntos de peaje

establecidos a lo largo de cañadas principales. El montazgo era un impuesto cobrado por el aprovechamiento

de los terrenos comunales por los trashumantes en los territorios de realengo. Ambos impuestos se funden en

una sola contribución bajo el nombre de servicio y montazgo. Se pagaba a razón del número de cabezas de

ganado.

Portazgo.

Impuesto que gravaba el tráfico de mercancías y también las transacciones realizadas en los mercados. El pago

se hacía efectivo al entrar o salir de las ciudades y también en los caminos y el mercado. Determinadas

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localidades estuvieron exentas del pago del portazgo, existiendo esta excepción en mercancías como el pan,

las frutas o el vino.

Renta de la seda de Granada.

Impuesto del 10% sobre la seda producida y elaborada en el reino de Granada. Era un impuesto peculiar de

este reino, en donde fue establecido por los musulmanes, pasando durante la conquista a los Reyes Católicos.

La recaudación se llevaba cabo en las alcaicerías de Granada, Málaga y Almería, siendo los fraudes cuantiosos.

Moneda forera.

De origen medieval era un tributo que pagaban los súbditos castellanos al monarca cada siete años para evitar

la alteración de la moneda. Este tributo era pagado únicamente por los pecheros y quizás por ello perduró

aunque su producto invariable llegó a ser insignificante.

Fue suprimida por la Real Cédula de 22 de enero de 1724.

Maestrazgos.

Conjunto de señoríos y rentas pertenecientes a las Órdenes Militares. Su origen data del s. XII alcanzando

gran importancia con motivo de la Reconquista y de las donaciones reales y señoriales.

A comienzos del XVI los maestrazgos de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara fueron

incorporados a la Corona y su administración pasó a depender del Consejo de Órdenes. Los maestrazgos se

extendían fundamentalmente por Castilla la Nueva y Extremadura.

CARLOS V Y EL PAPADO.

Para Carlos V y para muchos de sus contemporáneos, la unidad de la cristiandad bajo el dominio imperial y

su defensa frente a los musulmanes y herejes, era la misión suprema que les había sido encomendada.

Sin embargo, los proyectos internacionales del emperador nunca obtuvieron el apoyo papal que él creía que

merecían. Al igual que otros gobernantes europeos, el Papa era consciente de la omnipresencia del poder de

los Habsburgo, pues en la misma Italia planteaba una amenaza inmediata para él: si el mismo rey poseía Milán

y Nápoles, la independencia del Papado, atenazado entre esos dos estados, peligraba.

Pero las reservas que el Papa no eran simplemente las de un hombre de Estado hacia otro, sino que derivaban

también de motivos religiosos. Nadie en España desafiaba la autoridad espiritual del Papa pero se intentaba

por todos los medios minimizar la intervención papal en los asuntos temporales e incluso en cuestiones

eclesiásticas, como los nombramientos y la jurisdicción.

Carlos V heredó y reforzó esa tradición. Así, en 1523 consiguió de su antiguo tutor y regente, Adriano VI,

la concesión perpetua del derecho de presentación para las sedes episcopales. Pero los papas subsiguientes se

mostraron menos complacientes, y los enfrentamientos sobre la jurisdicción eclesiástica fueron una fuente

constante de tensiones entre España y el Papado. Por lo demás, éste veía con desconfianza algunos de los

objetivos religiosos del emperador y consideraba que, o no comprendía las doctrinas de Lutero o subestimaba

su distanciamiento de la ortodoxia católica.

Carlos V había recibido el concepto medieval de que el emperador estaba obligado a convocar un concilio

cuando la situación crítica de la cristiandad así lo exigía; pero también convenía a sus intereses: en primer

lugar, porque la probable diferencia de opiniones entre el concilio y el papa permitía al emperador utilizar la

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amenaza de un concilio para presionar al Papado, y en segundo lugar, el emperador deseaba la celebración de

un concilio en el que pudiera expresarse libremente la opinión protestante, para alcanzar un compromiso a

través de una cierta relajación de la disciplina de la Iglesia, en aspectos concretos como la autorización al clero

para contraer matrimonio y la celebración de los servicios religiosos en las lenguas vernáculas. En este caso,

lo que le impulsaba a mantener esa postura era más la política alemana que la idea de conseguir la

revitalización de la Iglesia.

Sin embargo, a la Iglesia española lo que le interesaba era el problema práctico de asegurar la celebración de

frecuentes concilios reformistas, garantizando el cumplimiento de sus decretos, que la cuestión de la autoridad

papal como tal, y siempre manifestó una hostilidad implacable frente al luteranismo en todos los lugares donde

se manifestaba. Pero, ni siquiera la importancia de España le permitió a Carlos V conseguir la alianza papal.

Sus consejeros españoles consideraban, al igual que el propio monarca, que Pablo III tenía que abandonar su

posición de neutralidad en el conflicto entre su señor y Francisco I, basándose en que el Papa estaba obligado

a apoyar a una nación ortodoxa, como España, antes que a otra poco segura como Francia. Lo cierto es que

cuando el Papado abandonó su neutralidad no siempre lo hizo a favor de España, como lo demostraron la

alianza de Clemente VII con Francia y Venecia contra el emperador, en 1524, o la posterior Liga de Cognac,

en 1526, también protagonizadas por Francisco I y Clemente VII, contra Carlos V, lo que provocó el

conocido Saco de Roma, el 6 de mayo de 1527 por parte de las tropas alemanas y españolas de Carlos I y

señaló una victoria imperial crucial en el conflicto entre el Sacro Imperio Romano Germánico y la Liga de

Cognac (1526–1529,como hemos dicho anteriormente era la alianza del Papado, Francia, Milán, Venecia, y

la Florencia firmada el 2 de mayo de 1526).

La herencia de Carlos de Gante.

El 24 de febrero de 1500 nacía en Gante Carlos I de España y V de Alemania. Sus padres eran Felipe de

Habsburgo, conocido como El Hermoso, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Luxemburgo, de

Brabante, de Güeldres y Limburgo y conde de Tirol, Artois y Flandes, y doña Juana de Castilla, heredera de

la corona castellana y de la aragonesa. Sus abuelos maternos eran nada menos que los Reyes Católicos y los

paternos el Emperador Maximiliano I y doña María de Borgoña. Como heredero de todos ellos al ser el

primogénito, Carlos obtendrá uno de los mayores imperios del Renacimiento, siendo uno de los primeros

impulsores de la idea de unificación en Europa, tomando la religión católica como el instrumento

unificador.

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La educación del joven príncipe corrió a cargo de su tía Margarita de Austria, mujer de gran cultura que

inculcará en Carlos el amor por las artes y la cultura. Como preceptor se hizo cargo del muchacho el cardenal

Adriano de Utrecht, futuro papa Adriano VI. Desde los nueve años encontramos a otro personaje en el círculo

de Carlos: Guillermo de Croy, señor de Chievres, hombre de gran codicia que se ganó la confianza del

príncipe, durmiendo incluso en la misma habitación que él con la excusa de que si el príncipe se despertaba,

tendría alguien con quien hablar. Aunque esta relación no parece, aparentemente positiva, el contacto de

Carlos con Guillermo de Croy le convertirá en un hombre de estado, acercándole a los secretos del gobierno.

Carlos, era un extraño para España y no hablaba castellano, su educación, en la que se le inculcaron ciertos

ideales caballerescos, piedad y preocupación por su dinastía, era borgoñona.

Carlos representaba un ideal europeo, la Europa unida que respetara las peculiaridades nacionalistas de gran

actualidad, opuesto al nacionalismo francés de su rival Francisco I. Por una combinación de matrimonios

dinásticos y muertes prematuras, recayó en él el destino de convertirse en gobernante de un imperio mundial,

su herencia era:

- De su padre, Felipe de Borgoña, hijo de Maximiliano y María de Borgoña heredó los Países Bajos, Artois,

Luxemburgo, Flandes, Franco-Condado y el derecho al ducado de Borgoña, que había revertido a la Corona

de Francia.

- De la reina Juana, su madre, debido a su incapacidad para gobernar podía reclamar: Castilla, Granada,

Navarra, plazas de África y las posesiones americanas.

- De Fernando II, su abuelo materno, podía reclamar Aragón, Cataluña, Nápoles, Cerdeña y Sicilia.

- Del Emperador Maximiliano, en su condición de nieto, era presunto heredero de Austria, Tirol y algunas

zonas del Sur de Alemania, que recibió a la muerte del emperador en enero de 1519.

De cuantos países heredó, España resultó el más difícil de conseguir por su condición de extranjero (en

lengua y educación).

Carlos embarcó en Flandes con destino a la península ibérica, llegando a las playas de Asturias en septiembre

de 1517. El cardenal Cisneros, regente de Castilla, acudió al encuentro con el nuevo rey, pero falleció en Roa

antes de que se produjera. El cardenal no sufrió la humillación de ver como el monarca le entregaba la

dimisión, ingrata recompensa para un hombre que tanto había dado al reino.

La camarilla de flamencos que rodeaba al inexperto rey (tenía 17 años y no sabía hablar castellano, por lo que

no se podía comunicar con sus súbditos) acaparó rápidamente todos los puestos de confianza, iniciando una

auténtica caza y captura de los caudales del reino que salían de las fronteras para la financiación de los asuntos

en los Países Bajos.

Lo primero que hizo Carlos en tierras españolas fue visitar a su madre, encerrada en Tordesillas desde hacía

más de siete años. El encuentro entre madre e hijos (a Carlos le acompañaba su hermana Leonor, futura esposa

de Manuel I de Portugal) fue emotivo ya que hacía más de doce años que no se veían. Posiblemente el motivo

de la visita sería la legitimación de la decisión de coronarse rey (lo que había hecho en Bruselas el 14 de marzo

de 1516) cuando la legítima propietaria de Castilla no había fallecido. Para solucionar este problema legal y

político, desde este momento en todos los documentos oficiales figurarán el nombre de ambos soberanos,

siempre el de la reina en primer lugar.

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La nobleza castellana había empezado a agitarse ante la toma de poder de los flamencos, las ciudades estaban

dispuestas a alzarse en armas para defender sus privilegios y no existía una trama de influencias para crear un

círculo afectó al nuevo rey. De hecho, eran muchos en España los que preferían al hermano menor de Carlos,

el infante Fernando, que había sido educado en España y que gozaba de gran popularidad. Incluso los Guzmán

pensaron en llevar a Fernando a Aragón donde sería coronado rey con el apoyo de doña Germana de Foix,

segunda esposa del Católico.

El propio Consejo de Castilla se opuso con fuerza a la idea de que Carlos adoptara el título de rey en vida de

su madre y sólo cedió porque nada pudo hacer para evitarlo.

Con el fin de eliminar problemas, Chièvres decidió enviar a don Fernando a Bruselas. Sin embargo, las Cortes

reunidas en Valladolid se opusieron a dicha medida, exigiendo que Fernando permaneciera en España al

menos hasta que Carlos tuviera descendencia. Pero Chievres consiguió su objetivo y envió al infante a

Bruselas, saltándose la decisión de la asamblea.

Los ánimos estaban bastante encendidos ya que los procuradores a Cortes (encabezados por el representante

de Burgos, Juan de Zumel) no admitían que la presidencia estuviera en manos de un extranjero, Jean de

Sauvage, ni los desmanes cometidos por los flamencos. Por eso se realizaron una serie de exigencias al rey

como el respeto a las leyes de Castilla, el inmediato despido de los extranjeros que tuviera a su servicio, el

aprendizaje del castellano y la ubicación de castellanos en los cargos más importantes. Carlos juró respeto

a las leyes castellanas y consiguió un crédito de 600.000 ducados por un plazo de tres años.

Superado el escollo castellano, Carlos pone rumbo a Aragón donde las complicaciones también estaban a la

orden del día. En las Cortes aragonesas existía un amplio grupo que quería nombrar príncipe-heredero a

Fernando. Tras meses de duros debates, las Cortes reconocieron a Carlos como rey y le otorgaron un

empréstito de 200.000 ducados. Después pondría rumbo a Cataluña donde los tratos también se prolongaron

en el tiempo. Un año tuvo que estar el rey entre sus súbditos catalanes. En Barcelona recibe la noticia de su

elección como Emperador, el 28 de junio de 1519.

La decisión de Carlos V de obtener el título imperial derivaba, en parte, de su temor de que recayera en

Francisco I de Francia, quien podría amenazar no sólo la herencia borgoñona de Carlos V sino también sus

dominios de la Casa de Habsburgo. Consideraba, también, necesario poseer ese título como consecuencia de

la diversidad de las posesiones que gobernaba con muy diferentes títulos (un símbolo de unidad). Sin embargo,

la razón de mayor peso era su convicción de que el título imperial le correspondía por derecho, para coronar

los reinos del gobernante más poderoso de la cristiandad, y que la extensión de sus dominios lo convertía en

la persona más cualificada para obtenerlo.

Fue Chièvres, y no un español, quien negoció su elección, y si es cierto que algunos españoles comprendían

las posibilidades que abría el título imperial de Carlos V, en modo alguno satisfacía ni impresionaba a la

mayoría de sus súbditos españoles. Lo que éstos deseaban era un monarca propio y no compartir a un

emperador extranjero.

Este nombramiento encenderá los ánimos en Castilla, al considerar que los gastos de Carlos aumentarían

considerablemente. Rápidamente se extendieron las protestas desde Toledo a las otras ciudades del reino,

exigiendo la convocatoria de una reunión de Cortes donde se recomendase al monarca que no se marchara del

país, que no permitiese el saqueo de las arcas castellanas por los flamencos y que éstos abandonasen los cargos

que ocupaban.

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Las Cortes fueron convocadas en Santiago de Compostela, pero con unos propósitos absolutamente diferentes.

Los procuradores eran reacios a las propuestas que les hacían los consejeros de Carlos por lo que Gattinara

decidió unilateralmente trasladar la reunión a La Coruña, donde se concedió el ansiado subsidio con el que

Carlos se trasladaba a Alemania. El cardenal Adriano de Utrecht quedaba como regente de un país en rebeldía.

Desde que Carlos marchó a Alemania (mayo de 1520) hasta su regreso a Castilla (julio de 1522) se sucederán

en España dos de los episodios más destacables del siglo XVI: la revuelta de las comunidades en Castilla y la

rebelión de las germanías en Valencia.

Camino de Alemania, Carlos hizo escala en Inglaterra, llegando a Aquisgrán donde sería coronado Rey de

Romanos en octubre de 1520, pero el título carolingio necesitaba también de la dignidad papal para

completarse: emperador de los germanos y emperador de los romanos. La coronación se celebró en Bolonia,

el 22 de febrero de 1530 donde fue coronado emperador del Sacro Imperio por el Papa, Clemente VII. Al

recibir el nombramiento, el nuevo emperador se compromete a mantener los derechos de los príncipes,

mantener el orden imperial, emplear oficiales alemanes en el interior de las fronteras, restaurar el Consejo de

Regencia y convocar una Asamblea de los Estados. Dicha asamblea, denominadas Dietas, tiene lugar en

Worms en 1521. En esta reunión Fernando es nombrado regente del Imperio y elevado al rango de

archiduque. Lutero es declarado proscrito, iniciándose el enfrentamiento religioso que implica la expansión

del luteranismo.

En la primavera de 1522 Carlos pone rumbo de vuelta a España, haciendo una escala en Inglaterra para firmar

un acuerdo con Enrique VIII con el fin de establecer la defensa de ambos países contra Francia. En julio

desembarcaba en Santander y desde ese momento van a primar los asuntos exteriores sobre la política interior.

Y es que Carlos tendrá desde el primer momento una idea imperial en su cabeza, imaginando una

comunidad supranacional de estados europeos unidos por la religión cristiana y vinculados por la común

pertenencia a la dinastía de los Habsburgo.

A partir de 1525 cobra extraordinaria importancia la figura de Carlos de Habsburgo, emperador de Alemania

y rey de España, hasta el punto de que su personalidad y su política son representativas de la Europa de la

primera mitad del siglo XVI. Carlos representa el ideal ecuménico y cosmopolita del Renacimiento, aún

impregnado de esencias medievales. Sus objetivos supremos fueron mantener la universalidad y unidad de la

Iglesia, y la universalidad y predominio del Imperio que había heredado. La amplitud de ambas empresas y el

volumen de los intereses opuestos a ellas, determinan el mecanismo interno de los sucesos históricos de esta

primera mitad del siglo.

La característica esencial de dicho mecanismo es la íntima asociación entre los hechos políticos y religiosos.

Así, el curso de la Reforma alemana hubiera sido otro sin la oposición en el campo internacional de las

ambiciones de Francisco I de Francia y los deseos de Carlos V, y sin la presencia del alud turco. Inversamente,

los problemas planteados por la política de la monarquía francesa y las agresiones de los ejércitos de Solimán

I hubieran tenido otra solución si no hubiese mediado el problema alemán.

El origen del poder de Carlos V estaba en la portentosa herencia que había heredado en tan solo cuatro años.

- En 1515 heredaba los estados de Borgoña, que incluían los Países Bajos, Flandes, el Artois, el Luxemburgo,

el Franco Condado y los derechos sobre el ducado de Borgoña.

- En 1516, la muerte de su abuelo Fernando el Católico le libraba el gobierno de España, lo que significaba

el gobierno de los dominios peninsulares,

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las posesiones aragonesas en el Mediterráneo (Cerdeña, Sicilia, Nápoles),

y las castellanas en África (Melilla, Orán, Bugía, Trípoli y las Canarias) y América.

- En 1519, la muerte de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano, le hizo heredero de los dominios de

los Habsburgo en Alemania (Austria, Carnolia, Estiria, Tirol, Sundga, derecho al ducado de Milán), al tiempo

que le proporcionaba la corona imperial, tras la votación en Francfort en junio del mismo año.

La idea de un gobernante y un imperio no sólo era considerada con reservas por los españoles, que querían

que su rey se ocupase más de sus asuntos nacionales, sino que era rechazada por otros gobernantes y otras

naciones por considerarla una afrenta a su soberanía. Sin embargo, es comprensible que Carlos V intentara

conservar las posesiones que su singular posición dinástica le había deparado. Ningún gobernante del siglo

XVI renunciaba voluntariamente a una herencia. Por otra parte, la situación de Europa en ese siglo favorecía

todavía la existencia de superestados y sería un anacronismo insistir en que en ese momento los estados

universales estaban condenados a desaparecer. Existían aún zonas de Europa que no estaban preparadas para

la soberanía nacional, y, ante la política francesa en Italia desde 1494 y las aspiraciones de Francisco I al

imperio en 1519, no hay que desechar la idea de que si España no las hubiera reclamado para sí lo habría

hecho Francia, pues también los monarcas franceses tenían ambiciones dinásticas, no muy diferentes a las de

los Habsburgo.

En último término, los intereses opuestos a Carlos V, constituirían, en consecuencia, un frente antiimperial,

formado por Francia, Alemania y Turquía.

Las guerras con Francia.

La permanente hostilidad de Francia puede explicarse por un mecanismo de defensa de un Estado centralizado

y unificado que se veía cercado por el poder de Carlos V, si bien es cierto que la idea de cercar

diplomáticamente a Francia ya había sido contemplada por Fernando de Aragón y fue continuada por el

emperador. En parte, la rivalidad era inevitable como consecuencia de la vecindad de dos grandes potencias.

Pero, desde el momento en que Carlos V ocupó el trono de España, se añadió una nueva dimensión al conflicto,

pues la frontera española con Francia dejó de estar únicamente en los Pirineos para extenderse a muchas otras

partes de Europa:

- por el norte, en los Países Bajos y el Artois

- por el este, en el Franco Condado

- por el suroeste, España y el Mediterráneo

El principal objetivo, pues, de la política francesa era resistir el poder de los Habsburgo, golpeándolos a la vez

que lo hacían sus otros enemigos, los alemanes y los turcos, y, a poder ser, en su punto más sensible, bien

fuera Alemania, Italia o el Mediterráneo.

La primera vez que se midieron las fuerzas de Carlos V y Francisco I fue en el enfrentamiento por la corona

imperial, que ambos deseaban, y que se decidió a favor del primero. A partir de entonces, el monarca francés

decidió sacar partido de las dificultades de su rival. Aprovechando la revuelta de los comuneros en España,

Francisco I declaró la guerra al emperador, el 22 de abril de 1521, invadiendo Navarra; sin embargo, los

rebeldes castellanos se situaron al lado del ejército real para rechazar a los franceses, poniendo fin al

intento de Navarra de recuperar su independencia bajo la protección de Francia.

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No obstante, el principal escenario de la guerra se hallaba en Italia. En tanto que la política de Chièvres,

muerto en mayo de 1521, había sido conseguir la protección de los Países Bajos, el nuevo consejero del

emperador, Gattinara, consideraba Italia como el núcleo central de los intereses imperiales: el dominio de

Italia y la alianza con el Papado debían ser las claves para el éxito del imperio de Carlos V. Así pues, la

influencia de Gattinara cambió la orientación de la política del emperador, pero se debió, también, a que

coincidía con los intereses estratégicos de los Habsburgo.

Milán ocupaba una posición clave en el eje hispanoaustríaco, pues era un nexo vital en las comunicaciones

entre España y el Franco Condado, así como entre España y el Tirol. Carlos V, actuó con rapidez y envió una

expedición a Lombardía, conquistando Milán en noviembre de 1521. Además, en enero de 1522, el antiguo

tutor de Carlos V, y ahora regente de España, Adriano de Utrech, fue elegido papa con el nombre de Adriano

VI. La consecuencia inmediata fue que, en agosto de 1523, el emperador y sus estados vasallos, junto con el

Papa, Venecia, Florencia e Inglaterra estaban aliados contra Francisco I.

Pero Adriano VI, que era la pieza clave, murió en septiembre, sucediéndole Clemente VII, cuyo deseo era

mantener el equilibrio entre las dos grandes potencias, al igual que hicieron los sucesivos papas italianos.

Pero, mientras, Carlos V había concluido, el 16 de junio de 1522, una alianza en Windsor con Enrique VIII,

a la que siguió un tratado secreto. Como consecuencia del pacto, el monarca español quedaba prometido a

la hija de Enrique VIII, María –que tenía seis años-, y los aliados acordaron un plan para la conquista de

Francia; en el reparto del botín, a Inglaterra correspondería la corona y las provincias occidentales del reino,

y el emperador recuperaría todos los antiguos territorios borgoñones, añadiendo Languedoc, Provenza y el

valle del Ródano, con lo que habría un nuevo nexo entre España e Italia, y las posesiones habsburguesas

del norte.

No obstante, el plan era irreal y estaba condenado al fracaso; por una parte, Inglaterra era un aliado

diplomático más que militar, por otra, el Papa se desinteresaba por la coalición formada en tiempos de su

antecesor. Es más, Francisco I reconquistó Milán en octubre de 1524, y en diciembre Clemente VII concluía

una alianza con Francia y Venecia. En esas circunstancias, Carlos V concluyó que una novia portuguesa le

aportaría más, en concepto de dote, y le permitiría resolver la cuestión de Italia. Mientras tanto, las tropas

imperiales fracasaban en Champaña y Marsella, y Francisco I, persiguiendo a los españoles en su retirada,

volvió a invadir Italia, llegando hasta la plaza de Pavía, que fue sitiada durante cuatro meses. Para

socorrerla, acudió un ejército improvisado que se midió con los franceses ante los muros de la ciudad. El 25

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de febrero de 1525, la batalla de Pavía daba la victoria a los imperiales, que, además, capturaban a

Francisco I. Carlos V estaba en situación de establecer las condiciones de paz sin tener en cuenta a Inglaterra.

Por el tratado de Madrid, firmado el 15 de enero de 1526, Francisco I se comprometió, a cambio de su

libertad, a renunciar a sus derechos sobre Italia y Flandes, y a entregar Borgoña al emperador.

Lejos de cumplir las cláusulas del tratado, Francisco I organizó la Liga de Cognac contra el emperador, el

22 de mayo de 1526. El papa Clemente VII, Francisco Sforza, duque de Milán, que había sido repuesto en

sus posesiones por el emperador, Venecia y Florencia, se unieron a Francisco I, bajo la neutralidad de

Enrique VIII, que había abandonado momentáneamente la alianza española. Carlos V decidió dirigir sus

fuerzas contra el eslabón más débil, el Papa; pero era difícil controlar unos ejércitos que no habían recibido

su paga, y el asalto de Roma (saco de Roma), realizado el 5 de mayo de 1527 por las tropas españolas y

alemanas, fue seguido del pillaje y profanaciones sacrílegas durante una semana. Clemente VII, sitiado en el

castillo de San Ángelo, tuvo que capitular (noviembre).

La situación de impasse que se produjo en 1527, entre Francisco I y Carlos V, fue porque ninguno de los dos

monarcas tenía dinero para salir adelante. Desde 1526, los administradores españoles de Carlos le aconsejaban

evitar cualquier plan que implicara una mayor participación en Italia. Pero, al mejorar las perspectivas

económicas de Carlos V, éste comenzó a tener una posición ventajosa frente a su rival.

Comenzaban a llegar cantidades importantes de metales preciosos desde las Indias y, por otra parte, en julio

de 1528, Andrea Doria desertó de Francia para entrar, junto con su flota, al servicio del emperador (motivos

patrióticos motivaron esta decisión, ya que Génova sólo podía vivir independiente con un Milanesado

habsburgués). El ejército francés, que había invadido Milán y Nápoles, fue derrotado y, en julio de 1529,

el papa y el emperador se reconciliaron mediante la firma del tratado de Barcelona, aceptando el primero

recibir a Carlos V en Italia. Francisco I se vio obligado a ceder y, por la Paz de Cambrai, el 3 de agosto de

1529, (conocida también como la Paz de las Damas, pues había sido negociada por Luisa de Saboya, madre

de Francisco I, y Margarita de Austria, tía del emperador) reconoció la soberanía de Carlos V sobre Artois y

Flandes y renunció a sus derechos sobre Milán, Génova y Nápoles; a su vez, Carlos V renunciaba

momentáneamente a Borgoña, y reconocía al duque de Milán, Francisco Sforza, como vasallo imperial.

Carlos V completó su victoria política en Italia con su coronación imperial en Bolonia por Clemente VII,

el 24 de febrero de 1530. Inmediatamente antes de abandonar España, pronunció su discurso “imperial” en

Madrid, en el que expresó su ideal de un imperio cristiano. Sin embargo, la posición dominante en Italia le

impidió pacificar el continente y utilizar su imperio cristiano contra los turcos, con los que Francia ya había

establecido relaciones diplomáticas.

La muerte del duque de Milán, en 1535, planteó de nuevo la cuestión de Italia al pretender el gobierno

francés que el sucesor fuera uno de sus candidatos. En marzo, de 1536, un ejército francés invadía Saboya y

Piamonte y ocupaba Turín, amenazando Milán. En consecuencia, Carlos V no pudo completar su campaña

en África, que había culminado con la conquista de Túnez, porque se vio obligado a dirigir otra vez su

atención hacia Francia. El emperador, en su encuentro con el papa Pablo III, y en presencia de dos

embajadores franceses, el 17 de abril de 1536, denunció el incumplimiento de las promesas por parte de

Francisco I y sus actividades subversivas en las posesiones del emperador, anunciando que estaba dispuesto

a ir de nuevo a la guerra si Francia no aceptaba sus condiciones de paz.

Las negociaciones causaron también el enfrentamiento entre Carlos V y sus propios ministros. Tanto Cobos

como Granvela instaron al emperador a practicar una política de paz, aunque eso significara ceder: Cobos,

porque conocía la situación financiera del emperador; Granvela, por el deseo de que la paz en los frentes

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italiano y flamenco, dejara las manos libres a Carlos V para solucionar el conflicto con los protestantes

alemanes. Finalmente, contra el parecer de sus consejeros, y animado por sus dos principales comandantes –

Andrea Doria y Antonio de Leyva-, Carlos V decidió reanudar las hostilidades. Decidió llevar a cabo una

ofensiva combinada sobre dos frentes –Provenza y San Quintín-Peronne-, saldándose ambas con un fracaso;

dos contraataques de los franceses en Artois y Piamonte no tuvieron más éxito. Las dificultades financieras y

el agotamiento de los contendientes determinaron el armisticio. La tregua se firmó en Niza, el 18 de junio de

1538, manteniéndose el statuquo, con el acuerdo de que la misma debería prolongarse durante diez años, y

cuyas cláusulas eran: la formación de una liga contra los turcos, la guerra contra los protestantes y la

cooperación en un concilio general.

Sin embargo, la lucha se reanudó antes de que expirara la tregua, otra vez por la cuestión de Milán. Francisco

I, aprovechando el fracaso y el agotamiento de los recursos del emperador en la expedición de Argel de 1541,

renunció a la tregua en julio de 1542, y, con la alianza de Suecia, Dinamarca, Escocia y el ducado de Cléveris,

envió un ejército invasor a los Países Bajos, donde la administración del emperador se veía acosada por la

presencia de la herejía y el descontento por las exacciones fiscales. Pero Carlos V, a fin de asestar un golpe

definitivo a Francia, renovó la alianza inglesa (11 de febrero de 1543), ordenó a Cobos que reuniera todos los

fondos disponibles en España y acudió personalmente a Alemania para concertar un compromiso religioso y

conseguir dinero y tropas para realizar un ataque contra Francia desde el este. El emperador reunió un ejército

en Metz y, mientras los ingleses invadían Normandía, él penetró en Francia por Champagne, llegando cerca

de París. Ante su posición ventajosa, y deseoso de tener las manos libres para enfrentarse a los luteranos en

Alemania, decidió negociar sin la participación de su aliado inglés. En la Paz de Crépy (19 de septiembre de

1544), Francisco I renunciaba a sus pretensiones sobre los Países Bajos y Nápoles, mientras que Carlos V le

ofrecía dos posibles matrimonios al duque de Orleáns, segundo hijo del rey de Francia:

- bien con su hija María, lo que le reportaría los Países Bajos a la muerte de Carlos V

- o con su sobrina, Ana de Hungría, con el ofrecimiento del ducado de Milán un año después.

Aunque parece ser que el emperador prefería la segunda alternativa, la muerte del duque de Orleáns dejó sin

resolver el conflicto milanés. Los objetivos de ambos monarcas sobre dicha cuestión seguían siendo los

mismos, pero Francisco I, en la paz de Crépy, se había comprometido a desistir de su alianza con los turcos

y a apoyar a Carlos V en su intento de unificar la cristiandad; por otra parte, el emperador deseaba la paz

porque tenía que resolver urgentes problemas en Alemania. Ambos monarcas estaban en paz al morir

Francisco I, el 31 de marzo de 1547. Pero si la rivalidad entre ellos había terminado, persistía el conflicto de

poder y las disputas territoriales entre Francia y España.

LAS LUCHAS POLÍTICO-RELIGIOSAS CON EL IMPERIO DE CARLOS V.

Los problemas que Carlos V tenía en Alemania eran tanto de índole religiosa como política. De una lado,

Lutero había publicado su tesis contra las indulgencias el mismo año, 1517, que Carlos llegó a España; de

otro, aunque los Habsburgo tenían el título imperial, su poder era escaso fuera de sus dominios y no podía

contrarrestar el particularismo de los príncipes alemanes. Tanto la crisis religiosa como su vertiente política

redoblaron la presión sobre Carlos V y sobre España.

Para el emperador, el protestantismo era un problema aún más complejo que el de los turcos y fue, en último

extremo, el que desbarató su política. No sólo estaba vinculado a su lucha contra Francia, sino que afectaba a

sus relaciones con el Papado y, sobre todo, socavó su posición en Alemania, por sí ya bastante precaria.

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Aunque Carlos V no fue un hombre de la Contrarreforma ni un líder del renacimiento espiritual de la Iglesia

Católica, era un fuerte enemigo de la herejía, posición en la que coincidía con España, país de donde recibió

las tropas y el dinero necesarios para combatirla, tanto allí como en los Países Bajos, donde la posición del

emperador era más fuerte que en Alemania. Muchos de los grandes líderes intelectuales que combatieron la

Reforma eran españoles, y la idea de convocar un Concilio para reafirmar el dogma católico y condenar el

luteranismo fue idea, asimismo, de teólogos españoles y de Carlos. Ya tras el saqueo de Roma, en 1527, el

emperador amenazó a Clemente VII con la convocatoria de un concilio, pero hasta el pontificado de Paulo III

no pudo vencer las reticencias del Papado. Esto se debía no sólo a que los pontífices eran, tradicionalmente,

reacios al movimiento conciliar, sino también a la conciencia que tenía Roma del gran poder de Carlos V.

A pesar de que en la Dieta de Worms, de abril de 1521, el emperador manifestó su decisión de asumir la

defensa de la cristiandad y de las doctrinas de la Iglesia, Carlos V subestimó las diferencias entre Lutero y la

Iglesia y tardó en actuar con decisión. La situación era difícil pues el emperador se veía enfrentado también a

un problema político en Alemania, derivado de la soberanía de los parlamentos y de la independencia de los

príncipes. Así, aunque Lutero fue declarado proscrito por el Edicto de Worms, contó con la protección del

elector de Sajonia, convirtiéndose, lo que parecía ser un cisma temporal, en una ruptura duradera, cuyas

ventajas políticas fueron explotadas tanto por los reformadores como por los príncipes. La vinculación de

parte de la aristocracia al luteranismo acarreó la íntima conexión entre lo religioso y lo político, vinculación

que se efectuó a través de la secularización de las propiedades eclesiásticas, que Lutero ponía a disposición

de los príncipes para el cumplimiento de su misión en el orden político y religioso.

La Dieta de Espira de 1526, convocada por el emperador, tras su éxito sobre Francisco I en Pavía, al objeto

de aplicar formalmente el Edicto de Worms de 1521, tuvo un resultado muy distinto del propósito que había

provocado su reunión. Los estamentos declararon que cada Estado del Imperio sólo debía atenerse a su

responsabilidad ante Dios y el emperador, fórmula que dio la base jurídica para la constitución de las iglesias

territoriales evangélicas, pues, en la práctica, suponía el derecho de cada príncipe a decidir la religión en

su propio Estado. La causa de este vuelco se ha achacado a la formación de la Liga de Cognac, concertada

contra Carlos V por Francia y el Papado en aquellas críticas circunstancias, que debilitaba el poder del

emperador al enfrentarlo con la Iglesia en aquel decisivo momento. En una nueva Dieta en Espira, en 1529,

los luteranos fueron instados por el emperador revocar los acuerdos de 1526, según la fórmula de que no

podían introducirse futuras innovaciones en los estados adscritos a la aplicación del edicto de Worms y, al

mismo tiempo, que el culto católico había de ser mantenido en los territorios evangélicos. Los luteranos

protestaron contra el acuerdo de la mayoría católica de la Dieta, favorable a la propuesta imperial, basándose

en que una decisión adoptada unánimemente por la Dieta no podía ser revocada por una simple mayoría.

Sin embargo, las circunstancias se coaligaron a favor de Carlos V, que decidió pasar a la acción. Por una parte,

la paz de Cambrai (1529) con Francia y su posterior coronación por el Papa (1530), ratificaban su dominio

de Italia y le dejaban las manos libres para actuar; por otra, el sitio de Viena por los turcos (1529) podía alentar

el sentimiento nacional alemán. Así, aprovechando además la pugna abierta entre luteranos y

“sacramentistas” (los zwinglianos), Carlos V decidió trasladarse a Alemania y convocar la Dieta de

Augsburgo (1530).

El emperador intentaba encontrar una solución que no comprometiera el dogma católico. Teólogos y

representantes de las sectas evangélicas fueron invitados a comparecer ante la Dieta. Los “sacramentistas”, de

acuerdo con las doctrinas radicales de Zuinglio, redactaron la Confessio Tetrapolitana; en cambio, el partido

luterano, a través de Melanchton, redactó la Confessio Augustana, procurando hacer resaltar las diferencias

que separaban a Lutero de Zuinglio y disminuir las que lo separaban de Roma, pero los jefes políticos del

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movimiento luterano, incluido el propio Lutero, desaprobaron la labor de Melanchton. Los intentos de arbitraje

de Carlos V fracasaron, incluida su oferta de celebrar un concilio general, que fue rechazada tanto por los

protestantes como por el Papa. La ruptura fue inevitable y el emperador, respaldado por la Dieta, publicó un

decreto, en noviembre de 1530, restableciendo el Edicto de Worms; por él se restauraban la jurisdicción y los

bienes eclesiásticos, y se instituía el Tribunal Imperial como órgano para juzgar a los protestantes.

Las amenazas sin sanciones eran de escaso efecto y los protestantes alemanes, favorecidos por la muerte de

Zwinglio en Cappel, reforzaron su posición política formando la Liga de Esmalcalda, en febrero de 1531,

dirigida por el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, y aliada potencial de otros enemigos del emperador

en el norte de Europa. Su propósito era oponerse a la autoridad del emperador en lo político, y a los acuerdos

de Augsburgo en lo religioso.

Por el momento, los aliados más importantes de la Liga fueron los turcos, que habían invadido Austria en

1532. Carlos V se vio obligado a renunciar a la política de Augsburgo y a firmar con los miembros de la

Esmalcalda la Paz de Núremberg (mayo de 1532), mediante la cual se alcanzó una paz general en el imperio,

no siendo condenado nadie por sus convicciones religiosas hasta la celebración de un concilio. La medida

resultó eficaz y el emperador, con ayuda de los protestantes, consiguió organizar un ejército que liberó Austria

y forzó la retirada de los turcos.

Durante todo el decenio de 1530, Carlos V tuvo que seguir contemporizando con los protestantes, en parte por

la presión de los turcos en el Mediterráneo, en parte por los problemas con Francia en Italia, pero debido

también a su desesperada situación financiera. Por estas razones, el emperador deseaba conseguir un frente

unido en Alemania y estaba dispuesto a ceder. Por otra parte, Carlos V y Granvela tenían la convicción de que

al emperador le asistía el derecho de resolver los problemas religiosos sin la intervención del Papa, si era

necesario, además de pensar que la renovación católica debía comenzar con la supresión de los abusos de la

Iglesia.

En cuanto a la convocatoria de un concilio, si bien Paulo III era un Papa reformista y partidario de su

celebración, estaba el problema de la participación protestante en el mismo.

Así pues, deseoso de obtener la ayuda de los parlamentos imperiales contra Francia y contra el Turco, y ante

la falta de la convocatoria del concilio, Carlos V decidió imponer su propia solución en Alemania mediante

la Declaración de Ratisbona, en julio de 1541. En ella se garantizaba la seguridad de los que se habían

adherido a la Confesión de Augsburgo, se aceptaba la secularización de algunas propiedades eclesiásticas,

se concedía a los príncipes protestantes el derecho de reformar los monasterios y otras instituciones

religiosas, y se redoblaba la influencia protestante en la Cámara Imperial.

El Papa condenó la Declaración de Ratisbona, como también la condenaron los acontecimientos, pues cuanto

mayor eran las concesiones, más se mostraba la debilidad del emperador y mayores eran las exigencias de los

protestantes. En junio de 1542, Pablo III promulgó una bula convocando el Concilio de Trento para el 1 de

noviembre, pero en ese momento, Francisco I quebrantó la tregua de Niza y se preparó para atacar al

emperador, haciendo imposible la realización del concilio en la fecha prevista.

Tras firmar la Paz de Crépy con Francia, en 1544, Carlos V tenía las manos libres para enfrentarse a la

subversión política y religiosa en Alemania. El Concilio de Trento (1545 - 1563) comenzó en diciembre de

1545 y los representantes del emperador intentaron impedir una definición dogmática del problema de la

justificación porque no querían provocar el rechazo de los luteranos, en espera de que aceptasen la invitación

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para participar en el concilio; en éste, sin embargo, se defendió la doctrina de la justificación y de los

sacramentos.

Muchos católicos, entre ellos el dominico español Pedro de Soto –confesor del emperador-, defendían el

recurso a la guerra, pues los mismos protestantes contaban con una organización política y militar. Paulo III

accedió a una acción ofensiva contra los protestantes, mientras Cobos, en España, conseguía fondos suficientes

para levantar un ejército. Con estos apoyos, Carlos V presentó batalla a los miembros de la Liga de

Esmalcalda, venciéndolos en la batalla de Mühlberg, el 24 de abril de 1547.

El triunfo ponía al emperador en posición de imponer sus condiciones políticas y religiosas en Alemania. Sin

embargo, la discrepancia entre el Papa y Carlos V sobre la resolución del conflicto evangélico en Alemania,

determinó que no se dedujesen del triunfo de Mühlberg las consecuencias favorables que cabría esperar. El

Concilio de Trento se dispersó tras la victoria del emperador: los prelados que lo apoyaban se quedaron en

Trento, y los demás se reunieron en Bolonia, a instancias de Paulo III; posteriormente se suspendió el Concilio

por la oposición de Carlos V.

En la Dieta de Augsburgo (1547-1548) el emperador consolidó su supremacía política en el régimen interno

del Reich; pero, en la cuestión religiosa actuó con independencia del Papado, siendo partidario de fórmulas

de aproximación entre católicos y evangélicos. A este criterio obedece la publicación del Ínterim (30 de junio

de 1548), redactado por teólogos de procedencia erasmista, pero supervisado por canonistas españoles de

intachable ortodoxia. En él, se preservaba la doctrina católica y la autoridad del Papa, pero se hacían todo tipo

de concesiones a los luteranos en materia de disciplina y culto. No obstante, el Ínterim desagradó tanto a

protestantes como a católicos, como se demostró en las reuniones de la segunda sesión del concilio y en la

hostilidad de las masas luteranas contra la fórmula imperial de convivencia religiosa.

Pero para lograr su éxito, Carlos V debería haber tenido en cuenta dos factores: la situación internacional y el

irreprimible deseo de los príncipes alemanes, católicos o protestantes, de garantizar su “libertad”, es decir, sus

privilegios. Sus objetivos políticos también causaron disensión entre los propios Habsburgo, pues, tras la

muerte de Francisco I, la idea de Carlos V era conseguir la sucesión imperial para su hijo Felipe, propósito

que encontró la oposición implacable de su propia familia. Tras una reunión familiar en Augsburgo, en el

invierno de 1551-1552, los planes del emperador se vieron frustrados por las ambiciones de su hermano

Fernando y la hostilidad de Maximiliano, hijo primogénito de éste.

Por otra parte, el poder de los Habsburgo orientales, extendido sobre Austria, Bohemia y Hungría, y su cada

vez mayor independencia, coincidía con los intereses de Alemania, que se negaba a aceptar la subordinación

política y las leyes católicas y, por ende, no querían un sucesor español para el imperio, sino a Fernando y

luego a su hijo Maximiliano. Así pues, la cada vez mayor influencia de Fernando en Europa central y su

decisión de conservar el imperio, implícito en el mismo título de “rey de los romanos”, obligaron a Carlos V

a llegar a un acuerdo el 9 de marzo de 1551, por el cual Fernando sucedería a Carlos, pero a su vez, apoyaría

como sucesor suyo a Felipe, quedando Maximiliano en tercer lugar. Pero, la determinación de los Habsburgo

austriacos y la hostilidad de Alemania se conjugaron para frustrar las aspiraciones de Carlos V.

A ello también ayudó la situación internacional en 1551-1552, en la que Francia fue, de nuevo, el factor clave

en la renovada ofensiva contra el emperador. Aprovechando las dificultades imperiales en Alemania, Enrique

II, sucesor de Francisco I, firmó en 1551 una alianza con el duque de Parma, con vistas a una acción ofensiva

sobre el Milanesado. A su vez, y por mediación de Mauricio de Sajonia, el francés firmó con los príncipes

alemanes el acuerdo de Chambord, a principios de 1552, por el cual Enrique II subvencionaría con dinero a

los príncipes alemanes y éstos le reconocían, en calidad de “vicario del Reich (imperio)”, el derecho a

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apoderarse de las ciudades de Cambrai, Toul, Verdún y Metz. Por otra parte, Francia había renovado su alianza

con los turcos, instando al sultán a romper la tregua con los Habsburgo, y, en agosto de 1551, los otomanos

ocupaban Trípoli.

Carlos V, acosado en todos los frentes, así como por las peores dificultades financieras que había tenido hasta

entonces, y preocupado sobre todo por el Mediterráneo, ordenó a sus tropas españolas e italianas que

evacuaran Württemberg. Pero esta acción preparó, indirectamente, la acción alemana de 1552.

La acometida de los coaligados de Chambord contra el emperador, que se hallaba confiado en Innsbruck, fue

rápida y afortunada: Mauricio de Sajonia dirigió, en mayo de 1552, un repentino ataque cerca de Innsbruck,

y Carlos V tuvo que huir precipitadamente hasta Villach, en Corintia; la segunda sesión del Concilio de Trento

fue clausurada; Metz, Toul y Verdún cayeron en manos de Francia, y los turcos volvieron a amenazar la

seguridad de Austria, al adueñarse de Temesvar y del territorio entre el Tisza y el Maros.

El tratado de Passau, negociado por Fernando y Mauricio de Sajonia, y ratificado por Carlos V el 15 de

agosto de 1552, fue la sanción de la derrota del emperador. En el mismo se reconocía el protestantismo, en el

imperio, en igualdad de condiciones con la religión católica, sobre la base de la fórmula “Cuius regio, eius

religio” (su mayor importancia histórica está relacionada con la Reforma Protestante. La Paz de

Augsburgo, firmada en 1555 entre el emperador Carlos V y la Liga de Esmalcalda, impone esta solución

para los territorios alemanes, como compromiso entre católicos y protestantes. Con ello se concede

confirmación imperial al principio promulgado en las Confesiones de Augsburgo de 1530), es decir, el

derecho del príncipe a abrazar una u otra confesión, la cual debería ser adoptada también por sus súbditos. La

paz religiosa de Augsburgo, el 25 de septiembre de 1555, daba forma constitucional a esas concesiones.

Tras la derrota en Alemania, Carlos V intentó recuperar Metz en el invierno de 1552, pero tuvo que levantar

el frustrado asedio en enero de 1553 y retirarse a los Países Bajos, donde permaneció hasta su retorno a

España, en 1556. Perdida Alemania y, ante la actitud amenazadora de Francia, la única preocupación del

emperador en sus últimos años fue garantizar la seguridad de los Países Bajos.

FELIPE II. EL HOMBRE Y EL REY.

Raras veces la figura de un príncipe ha suscitado tantas controversias: desde los retratos siniestros aureolados

por la “Leyenda Negra” hasta la visión apologeta de cruzado católico.

El hombre.

Solitario y reservado, se conoce bastante mal al hombre Felipe a pesar de la publicación de las cartas del rey

a sus hijas Isabel y Catalina -fruto de su tercera esposa, Isabel de Valois, por las que parece que tuvo gran

cariño. Su fama de hombre severo y despiadado está en gran parte basada en la tragedia del infante Don Carlos

que, por otra parte también fue la de Felipe II. El drama que termina por la muerte de su hijo Don Carlos, en

1568, después de la condena de este príncipe, sin que se hayan conocido nunca exactamente las circunstancias

de su muerte en prisión, ha sido interpretado en forma muy diferente, según se juzgase desde el punto de vista

de la política o de la simple moral humana.

El Rey.

Nacido en España, donde permaneció tras su regreso de Flandes en 1559, amado de sus súbditos castellanos,

Felipe II encarna el ideal del monarca absoluto que vincula el Estado a su persona y dispone, por ello, de

amplísimas prerrogativas.

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La historiografía actual reconoce su extrema conciencia profesional, su alto concepto del deber y

responsabilidad, el cuidado que ponía en los asuntos, su aptitud para mantener su libertad de decisión; sin

embargo, también destaca en él un gusto exagerado por los detalles, cierta estrechez de perspectivas,

irresolución y una desconfianza excesiva hacia sus servidores. Su ideario político gira alrededor del eje de la

unidad católica y de la hegemonía de la Corona española.

Si bien no se puede poner en duda la sinceridad de la vida religiosa del monarca, es innegable que muchas de

las actuaciones políticas que le hicieron valer su fama de “paladín del catolicismo” tenían sus motivaciones

más profundas en razones de Estado, como la cruzada contra el imperio turco, la guerra de Granada o la

uniformidad religiosa en sus territorios; asimismo, las relaciones tirantes con los pontífices por cuestiones de

jurisdicción dan buena muestra de ello.

Felipe II pareció más preocupado por conservar que por agrandar sus dominios. Con él, el eje del imperio se

desplazó desde el norte de Europa hacia el sur, hacia España, fuente principal de sus ingresos.

CORONAS, REINOS Y TERRITORIOS DE LA MONARQUÍA FILIPINA.

Las posesiones Italianas.

En 1540, Felipe había sido proclamado duque de Milán, tras la muerte de Francesco Sforza en 1535 (por el

tratado de Cambrai de 1529 Sforza había sido repuesto en el ducado de Milán, pero como vasallo del

emperador Carlos V) ante las quejas de Francisco I de Francia que pretendía el Milanesado para su hijo.

De julio a octubre de 1554 Carlos V cede a su hijo, que se había convertido en rey de Inglaterra por su

matrimonio con María Tudor, el reino de Nápoles y la Corona de Sicilia, que el papa le concedía en Feudo,

para otorgarle un título real y conseguir que el nuevo novio tuviera mayor prestigio. La dominación española

no fue especialmente dura: Felipe II dejó que subsistieran las instituciones locales y confió los más altos

cargos, excepto los de virrey (del reino de Nápoles), a italianos.

Las posesiones del Norte de Europa.

El 25 de octubre de 1555 el emperador Carlos V, ante los Estados Generales de Bruselas, renunció a favor de

Felipe su querido dominio borgoñón: éste incluía todavía las 17 provincias de los Países Bajos (Felipe II

dejó el gobierno de éstos a su hermana natural, Margarita de Parma, cuando regresó definitivamente a España

en 1559) y las posesiones de habla francesa como el Luxemburgo y el franco Condado.

Los Reinos de España.

Finalmente, el 16 de enero de 1556 Carlos I de España abdicó de todos sus dominios españoles tanto en el

Viejo como en el Nuevo Mundo a favor de su hijo: la Corona de Castilla, junto con el reino de Navarra, las

posesiones en el norte de África y las Indias, y estas comprendían el virreinato de Nueva España (Méjico y

Guatemala) y el de Nueva Castilla (Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Chile), y la Corona de

Aragón–Cataluña, junto con el reino de Cerdeña.

EL SISTEMA DE GOBIERNO: LA CORTE Y EL ESTADO.

Felipe II fue un monarca nacional, y eso se reflejó inevitablemente en el funcionamiento de la corona y sus

instituciones. Bajo su reinado se acentúa la centralización del Estado español, a la par que una progresiva

castellanización, a pesar de que conservó las instituciones que había heredado, así como la autonomía

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constitucional de las diferentes partes constitutivas de su imperio. En 1561 la villa de Madrid es elevada a

capital de la monarquía y la corte y los órganos de gobierno se instalan en ella casi definitivamente.

Las grandes distancias existentes entre los territorios de Felipe II hicieron que su gobierno dependiese de una

creciente burocracia que se alimentaba principalmente de la pequeña nobleza letrada. Sin embargo, el país

está bien administrado bajo su reinado: los Consejos realizan grandes encuestas (1561, 1575) para conocer

mejor a la población, los recursos y los problemas del país (Felipe II inició investigaciones sin precedentes

respecto a la población, los recursos y la capacidad fiscal de su país, que culminaron con el Censo General de

1591).

En cuanto a la Corte y su relación con la esfera política, el monarca no excluyó totalmente de los cargos a la

alta nobleza: como sus predecesores, destinaba a sus miembros a los más altos cargos, virreyes y gobernadores,

así como a las embajadas en el extranjero.

ADMINISTRACIÓN Y BUROCRACIA: LOS SECRETARIOS, LOS CONSEJOS Y LAS CORTES.

Ante todo, cabe caracterizar la administración del reinado de Felipe II como condicionada por el celo

absorbente del monarca: control personal de todos los expedientes (lentitud, aplazamiento sine die).

Asimismo, se desarrolla un burocratismo complejo y centralizado que se refleja, principalmente en la

ampliación de los Consejos y Secretarías. En cuanto a los miembros de los Consejos y a los secretarios, son

casi todos castellanos, excepto Granvela, originario del Franco Condado, el príncipe de Éboli (Ruy Gómez

da Silva) y el portugués Moura. Los castellanos dominan ampliamente (el duque de Alba, el conde de Feria,

Mendoza, Manrique, los secretarios Gonzalo Pérez y Vargas antes de 1570. Don Juan de Austria, los

cardenales Espinosa y Covarrubias, el gran inquisidor Quiroga, el conde de Chinchón, los marqueses de los

Vélez y de Aguilar después de 1570 ó 1575, con los secretarios Mateo Vázquez y Antonio Pérez y, a finales

del reinado, el duque de Medina Sidonia, el conde de Barajas y el marqués de Velada, con los secretarios

Idiáquez y Moura).

LOS CONSEJOS.

El gobierno de los Consejos continúa siendo el rasgo esencial de la administración filipina. A la cabeza de

todos ellos se encuentra el Consejo de Estado, cuyas competencias no llegaron a ser definidas, quedando como

una vaga comisión para analizar los asuntos exteriores y cuestiones de Estado.

Aunque el rey era su presidente nominal nunca asistía a las reuniones. Teniendo en cuenta de que se trataba

de un monarca que no quería delegar responsabilidades, resulta lógico que este organismo nunca se

profesionalizara, no pasando de ser un grupo de nobles, favoritos y eclesiásticos a quienes el rey consultaba

cuando así lo deseaba. Parece que hubo dos facciones en el Consejo, al menos hasta 1570, pero sin ninguna

fuerza fuera de la administración: la primera alrededor de Ruy Gómez, y de Mendoza favorable, en todas las

circunstancias, a un acuerdo pacífico con los Países Bajos;. la segunda, dirigida por el duque de Alba,

partidaria de soluciones de fuerza. Pero Felipe dejó que se enfrentaran ambas facciones para controlarlas

mejor, decidiendo en última instancia él mismo.

De hecho, las opiniones de estos grupos no eran consistentes, sino que variaban según el momento y el

problema. Su objetivo real no era promocionar una política determinada, sino la conquista del poder y la

riqueza, que dependían de la gracia y el favor reales.

Por el contrario, los consejos regionales que supervisaban la administración de zonas o reinos concretos,

Castilla, Aragón, Italia, Portugal, los Países Bajos y las Indias, estaban totalmente profesionalizados y aunque

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no eran ministerios constituían el medio a través del cual se imponía el control central sobre todo el imperio

(ejercían funciones ejecutivas, legislativas y judiciales). Cabe señalar que los consejos regionales no

castellanos tenían su propia sede en territorio castellano, al alcance del rey, bajo la influencia central y

castellana.

En el Consejo de Castilla las funciones judiciales fueron un freno para su eficacia, y no fue hasta 1598 cuando

Felipe II tomó la decisión de dividir el consejo en departamentos separados, casa uno con una función

específica.

El Consejo de Aragón, cuyo presidente y cinco consejeros eran aragoneses, catalanes y valencianos (así pues,

fueron respetados sus principios constitucionales) era el tribunal supremo de justicia para Valencia, las islas

Baleares y Cerdeña, pero no en Aragón ni en Cataluña, cuyos fueros determinaban que la justicia fuera

administrada en el propio reino. Durante el reinado de Carlos V también trataba los asuntos de las posesiones

italianas, sin embargo, la insistente presión castellana consiguió que, en 1555, quedasen completamente

desligados de la órbita levantina.

El Consejo de Italia (Nápoles, Sicilia y Milán) estaba formado por seis consejeros (denominados también

regentes) de los cuales, tres eran españoles y tres italianos. Generalmente, el cargo de presidente era detentado

por un hombre de experiencia política, un grande de España distinguido o una alta dignidad eclesiástica (por

ejemplo, el cardenal Quiroga) y, junto al presidente del Consejo de Castilla, asistía a las reuniones del Consejo

de Estado. El Consejo de Italia era el tribunal supremo de apelación para los dominios italianos y supervisaba

todos los aspectos de la administración italiana, incluyendo nombramientos, el comercio y las finanzas.

Los puestos de consejeros, si bien no podían comprarse, no fueron desempeñados por administradores

destacados, debido al natural recelo del monarca respecto a la independencia de sus oficiales lo que favoreció

la mediocridad y el conservadurismo en la administración. Al desempeñar funciones jurídicas estaban

compuestos casi por completo por letrados (juristas profesionales). Otra vía para la promoción en la

administración civil era la Iglesia tal y como demuestran los casos de Gonzalo Pérez , Diego de Espinosa,

Diego de Covarrubias o Gaspar de Quiroga.

LOS SECRETARIOS.

El enorme crecimiento de la administración por medio del papel en el reinado de Felipe II elevó la importancia

del secretario, en quien recaía la responsabilidad de que funcionara tan pesada maquinaria. Existía un

secretario real para cada uno de los consejos regionales y el rey establecía su comunicación con el Consejo de

Estado a través de su secretario principal (su titular era más que un simple empleado administrativo pero

menos que un ministro). Los secretarios ordinarios se ocupaban de los asuntos rutinarios del gobierno,

mientras que el rey y su secretario privado se centraban en los grandes temas de política.

El nexo eficiente entre el rey y los Consejos fue la de los secretarios reales: asistían a las reuniones de los

consejos y, aunque no tenían derecho de voto, su estrecho contacto con el monarca daba un cierto peso a sus

opiniones, y eran ellos quienes redactaban las consultas.

Sin embargo, ninguno de los secretarios desempeñó el papel de Los Cobos bajo Carlos V puesto que el propio

Felipe II atendía toda la correspondencia recibida y se encargaba de dirigir el trabajo de todos sus secretarios.

Si bien el monarca comenzó con un solo secretario de Estado, Gonzalo Pérez, a quien le sucedió su brillante

hijo Antonio, éste no heredó todas las funciones del cargo: sus atribuciones se limitaban a los asuntos del

Norte, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Alemania, al tiempo que en su condición de secretario del

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Consejo de Castilla supervisaba la correspondencia interna. Los asuntos del Mediterráneo fueron asignados a

otro secretario, Diego de Vargas, que era el único secretario del Consejo de Italia.

La desconfianza de Felipe II hacia sus subordinados y su deseo de repartir las responsabilidades lo indujeron

a ampliar su secretariado en 1573, nombrando secretario a Mateo Vázquez de Leca. Tras la caída de Antonio

Pérez en 1579 (por traficar con secretos de Estado, a la vez que intrigar entre el monarca y Don Juan de

Austria) Mateo Vázquez se convirtió en el principal secretario y Felipe II resolvía a través de él la mayor parte

de los asuntos importantes. Hacia 1580 se formó una comisión de secretarios que actuaba bajo la supervisión

de Vázquez. Asimismo, los asuntos de Estado se asignaron a Juan de Idiáquez, al conde de Chinchón se le

adjudicaron los asuntos aragoneses e italianos, y a Cristóbal de Moura los portugueses.

Las Juntas.

A mediados de los ochenta, la complejidad y el costo de la política aumentó. Ello conllevó a la aparición del

sistema de “Juntas” que se convocaban cuando era necesario para ocuparse de problemas específicos y estaban

formadas por un núcleo de ministros y oficiales. La Junta Grande se formó en 1586 para organizar la

recaudación de los fondos necesarios para la Invencible o tal vez para ocuparse de las finanzas en general. Era

una agrupación informal de oficiales, a cuyas opiniones el rey solía prestar atención y que muy pronto

comenzó a ejercer una función coordinadora en el gobierno. Para ocuparse de aspectos concretos de gobierno

se creaban juntas más reducidas como la Junta de Cortes, Junta de Arbitrios, Junta de Presidentes, Junta de

Población y Junta de Milicia.

La monarquía personal se conservaba intacta, pero en las filas de la Junta había un grupo reducido constituido

por Moura, Idiaquez, Vázquez y Chinchón, que diseñaban los grandes asuntos políticos y la estrategia general

y que eran responsables directamente ante la corona. Este grupo era conocido como la “Junta de la Noche”.

Este sistema configuraba una situación muy diferente a la de las primeras décadas del reinado, ya que el puesto

de secretario, lejos de ganar importancia hasta convertirse en un auténtico ministerio, la había perdido,

repartiéndose sus funciones entre figuras de segunda fila cuyo papel era mudo y anónimo.

Las Cortes.

Aunque las Cortes de Castilla votaron, sin oposición, más que por cuestiones formales, los servicios exigidos,

incluso los de finales del reinado, muy gravosos, es evidente que no dejaban de tener fuerza (cuando había un

tema de importancia, una causa popular y un gobierno en bancarrota, las Cortes podían encontrar la energía y

los medios necesarios para oponerse a la Corona).

El rey necesitaba a las Cortes para conseguir la legitimidad fiscal. En cuanto a las Cortes, la pertenencia a las

mismas era una valiosa prerrogativa, tanto para las 18 ciudades representadas, que consiguieron una cierta

autonomía en la administración de los impuestos, como para los procuradores, que recibían una recompensa

económica de los fondos que votaban. El hecho que en 1590 obtuvieran la solución de los agravios antes de

la concesión de dinero (inversión del orden del protocolo) demostró la debilidad de la corona que, dependía

ahora de las Cortes para la obtención de una parte cada vez mayor de sus ingresos.

Las Cortes de los dominios levantinos se reunían de dos formas distintas: en Cortes particulares de cada uno

de los reinos, Aragón, Cataluña y Valencia, y en Cortes generales, reuniéndose las tres simultáneamente,

aunque los procuradores se sentaban por separado. Pero el rey raramente visitó esos reinos, con lo cual

convocó muy pocas veces las Cortes, dado, además, que su capacidad fiscal era mucho menor que la de

Castilla. Felipe II convocó solo 2 veces las Cortes en sus reinos levantinos: Cortes Generales que se reunieron

en Monzón en 1563 y 1585. En ninguna de las dos se produjeron incidentes y en ambas se manifestó la

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preocupación obsesiva de la asamblea por los asuntos legales y constitucionales. Con su cooperación

voluntaria, reclutó tropas y recaudó impuestos en las pocas ocasiones en que lo solicitó.

Es por todo ello que Felipe II no encontró razones para modificar los principios de sus predecesores con

respecto a estos reinos ni siquiera cuando en 1592 convocó a las Cortes aragonesas en Tarazona, tras la rebeldía

surgida durante el episodio del secretario Antonio Pérez. En esta ocasión, las instituciones aragonesas fueron

modeladas, otorgándose al monarca el derecho de nombrar un “virrey extranjero”, así como al Justicia Mayor

de Aragón.

El pensamiento político de la época.

Los teóricos políticos españoles del XVI rechazaban el despotismo e insistían en el principio de que el

soberano debía gobernar de acuerdo con la ley divina y natural. El teólogo jesuita Juan de Mariana, al igual

que otros filósofos españoles, prefería la monarquía a cualquier otra forma de gobierno, pero esa preferencia

estaba matizada por la afirmación de que el rey tenía que gobernar no sólo con un consejo sino también con

el consentimiento de sus súbditos expresado en un senado formado por “los mejores hombres”, y que debía

administrar “los asuntos públicos y privados de acuerdo con las opiniones expresadas por aquellos”. Mariana

veía con buenos ojos las leyes e instituciones protectoras de Aragón, donde, desde su punto de vista, la ley de

la comunidad, o república, como él la llamaba, estaba por encima de la del rey. Rechazaba el principio de que

pudiera decretar impuestos o derogar leyes a su voluntad. En esas materias existía, o debía existir, derecho de

oposición, un derecho que había desaparecido en Castilla pero que todavía existía en Aragón. Afirmaba que

el derecho de crítica y oposición tenia que estar representado en las Cortes, y por esa razón criticaba el declive

de las Cortes de Castilla y su abandono por parte de la Corona.

Por otra parte, los neoescolásticos españoles eran defensores del más puro absolutismo. A diferencia de

Mariana, no podían ofrecer una salvaguardia real frente al abuso de autoridad política, en la medida en que

esa autoridad era legítima y actuaba, al menos teóricamente, de acuerdo con la ley divina y natural y en

beneficio del bien común. Su postura es más representativa de la opinión española que la de Mariana y refleja

la realidad política de Castilla. Sin embargo, como se ha podido ver la monarquía filipina era absoluta pero

con limitaciones y su poder era menos imponente en la práctica que en la teoría.

En primer lugar la monarquía absolutista estaba limitada por la ineficacia: la burocracia nunca consiguió

superar totalmente los obstáculos que planteaba la distancia para gobernar España y para hacer llegar las

decisiones del poder central a todo lo largo y ancho del país. En segundo lugar, estaba limitada también por

la existencia de fuerzas locales: la nobleza, con su jurisdicción feudal, y algunas de las ciudades con sus

privilegios, habían pedido tradicionalmente participar en el control que la monarquía ejercía en el país, o un

cierto grado de independencia respecto a ese control. Cuando el Estado intento compartir los costes crecientes

de la guerra con sus súbditos mejor situados económicamente, tuvo que compartir también su poder.

LA HACIENDA REAL: BANCARROTAS, IMPUESTOS Y ARBITRIOS.

Las empresas imperiales de Carlos V habían sido financiadas por Castilla, y en el decenio de 1550 Felipe tuvo

que conseguir dinero no sólo mediante los impuestos ordinarios sino también recurriendo a procedimientos

extraordinarios. A la confiscación de remesas privadas de América hay que añadir el recurrir a préstamos (hay

que subrayar la ausencia de grandes casas de Banca en Castilla. A pesar de las sucesivas bancarrotas a los

banqueros extranjeros (Fugger, Spinola, Malvenda) les interesaba seguir con su cliente puesto que las tasas de

interés en ocasiones llegaron al 70%) y la venta de muchos cargos públicos (esa práctica, corriente desde la

Edad Media, fue intensificada por Carlos V a partir de 1543, tanto para recompensar como para conseguir

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lealtades y, sobre todo, para obtener ingresos), que posteriormente conduciría a un mal gobierno. Felipe II

comenzó a crear una serie de cargos con el único objetivo de venderlos, sin embargo, excluyó de la venta los

puestos administrativos y financieros más importantes y todos los cargos judiciales.

Bancarrotas.

Es cierto que, en el reinado de Felipe II, las rentas del Estado aumentaron más deprisa que los precios, lo que

permitió al rey de España llevar a cabo una política de poder. Pero las necesidades eran tan grandes que Felipe

II tuvo que resignarse por tres veces a la bancarrota: en 1557, nada más ser coronado rey de España y como

consecuencia de los altos gastos ocasionados por la política imperialista de Carlos V; en 1575 que trajo consigo

la ruina del eje Medina del Campo-Amberes (ruta del tráfico mercantil y financiero península-continente) y

el colapso del comercio lanero, y 1597. La suspensión de pagos no significaba que los banqueros lo perdieran

todo ni que el Estado anulara sus deudas, sino que suponía la reconversión de la deuda en títulos de crédito a

largo plazo sobre futuros ingresos. Sin embargo, esos juros se multiplicaron muy por encima de los recursos

reales de la corona, y al finalizar el reinado de Felipe II suponían la enorme suma de 100 millones de ducados

y se convirtieron en un papel moneda que se depreció rápidamente y provocó una especulación salvaje.

Impuestos.

El peso más importante de la carga fiscal recaía sobre la población de Castilla, bajo la forma de la alcabala,

que constituía un tercio de los ingresos reales. Este impuesto consistía el 10% sobre todas las ventas, aunque

en la práctica, a partir de 1536, se recaudaba en forma de encabezamiento, que pagaban de forma colectiva

los municipios de Castilla a cambio del derecho de recaudar ellos mismos el impuesto. La cuota de la alcabala

fue aumentada exageradamente en 1574, lo que, sumado a la progresiva despoblación, fue un duro golpe para

los contribuyentes individuales.

La carga fiscal de Castilla se vio aumentada en 1590 con la aprobación por las Cortes de un subsidio para

poder hacer frente a la reconstrucción de la Armada Invencible y que se materializó en los “millones”. Este

impuesto era recaudado por cada ciudad y gravaba fundamentalmente productos esenciales como el vino, el

aceite y la carne. Sin embargo, no afectó realmente a los privilegiados que, en muchos casos, conseguían en

sus propiedades los productos alimentarios básicos.

Los ingresos que Felipe II conseguía a partir de los recursos eclesiásticos fueron un elemento permanente e

importante en su presupuesto. La renta eclesiástica más importante era la cruzada, concedida por el papado a

la corona en forma de una bula de cruzada en la que se concedían beneficios espirituales a los fieles a cambio

de una entrega de dinero. Mucho tiempo después de que hubiera desaparecido su justificación original la

cruzada siguió siendo renovada, entre otras cosas porque se consideraba que se concedía al rey de España con

el objetivo de difundir el catolicismo. El subsidio, en cambio, gravaba directamente a la Iglesia española

puesto que era un impuesto sobre los arrendamientos, tierras y otras rentas del clero, así como los tercios reales

y las rentas de las órdenes militares. Por último, en 1576 Pío V le concedió un nuevo impuesto, el excusado,

que era un tributo sobre la propiedad de cada parroquia y cuyo objetivo era financiar la guerra en Flandes.

Las sumas obtenidas en las Indias, consistentes en el quinto real, la alcabala, los derechos de aduana y la

cruzada, se cuadruplicaron en los dos últimos decenios del reinado de Felipe II, sin embargo, suponían un

porcentaje de los ingresos totales más reducido de lo que se pensaba (entre un 10 y un 20 %).

EL PROBLEMA PROTESTANTE: FOCOS Y REPRESIÓN.

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La liquidación de la guerra con el Islam fue la respuesta a la presión creciente del norte de Europa. También

allí las pasiones religiosas adquirieron nueva fuerza: la rebelión en los Países Bajos y la hostilidad de Inglaterra

eran una afrenta a la sensibilidad católica de los españoles y un duro golpe para sus intereses políticos y

económicos. Ver a España como paladín de la Contrarreforma supone ignorar el contenido secular de su

política exterior, sus malas relaciones con el papado y su evolución religiosa en el siglo XVI. Supone también

distorsionar el carácter de la Contrarreforma. Como hemos visto, España se había puesto al frente de la reforma

eclesiástica incluso antes de la aparición de Lutero y luego había abrazado con entusiasmo la causa de Erasmo.

Sin embargo, en el decenio de 1540 los erasmistas habían sido dispersados, la Inquisición adoptaba una actitud

cada vez más vigilante y era difícil mantener la actitud conciliadora frente a los problemas religiosos.

Entre 1556, año en que se produce el retiro de Carlos V a Yuste, y 1563, en el que el Concilio de Trento

terminó finalmente sus deliberaciones, el clima de opinión religiosa en España conoció una nueva

transformación. La Inquisición española se hallaba ahora en manos de otros elementos que hacían gala de una

actitud de mayor intransigencia: Hernando de Valdés, arzobispo de Sevilla e inquisidor general entre 1547 y

1566, y su consejero teológico el dominico Melchor Cano. Las autoridades eclesiásticas colaboraban con el

Estado, bajo la dirección de Felipe II, que regresó a la península desde los Países Bajos en 1559. La vieja

generación de humanistas españoles había desaparecido. Tras la paz de Augsburgo, Carlos V había renunciado

a sus intentos de ejercer una labor arbitral entre Roma y los protestantes alemanes, mientras que en Roma los

sueños de reconciliación que alimentaban los reformadores humanistas habían cedido ante la política más

firme. El protestantismo había progresado hasta ocupar posiciones inexpugnables: en Alemania y en Inglaterra

estaba organizándose en iglesias nacionales, mientras en Francia su poder iba en aumento. Al tiempo que las

actitudes se endurecían en toda Europa, había aparecido un elemento nuevo y más intransigente: el calvinismo

militante. Las autoridades españolas no tardaron en tomar conciencia de su existencia, ya que penetró en los

Países Bajos, y los escritos de sus imprentas llegaban hasta la misma España. A medida que los disidentes

españoles comenzaron a dirigirse a Ginebra, París y los Países Bajos, la Inquisición comenzó a investigar más

atentamente los posibles contactos que habían dejado en el país.

En estas circunstancias, Felipe II no podía continuar la iniciativa de su padre, aunque lo hubiera deseado. La

única política posible parecía ser la de reforzar sus defensas religiosas. Por decreto del 7 de septiembre de

1558 fueron ratificadas con mayor firmeza al determinarse que la importación de libros sin licencia real era

un crimen susceptible de ser castigado mediante la muerte y la confiscación de las propiedades. Mientras

tanto, la lista de libros prohibidos era cada vez mayor. El índice fue revisado y ampliado periódicamente, de

manera que en 1583 no sólo prohibía las obras de los herejes conocidos, sino que incluía también los nombres

de numerosas figuras que se habían distinguido al servicio de la Iglesia católica, como Tomás Moro y John

Fisher, fray Luis de Granada y Juan de Ávila, so pretexto de que algunas de sus obras podían ser utilizadas de

manera inconveniente y malinterpretadas. El índice prohibitorio de 1583, preparado por el inquisidor general

Quiroga, fue seguido por un índice expurgatorio de 1584, el primero de este tipo en España, que señalaba las

expurgaciones necesarias para que los libros enumerados fueran aceptables, en lugar de condenarlos

totalmente. La ampliación gradual de la censura fue acompañada de otras medidas dirigidas a reforzar las

barreras intelectuales entre España y el protestantismo. Cuando Felipe II decidió regresar a España en julio de

1559 se mostró contrario a que ninguno de sus súbditos españoles permaneciera en los Países Bajos expuesto

a la contaminación. Así, notificó a todos los españoles que estudiaban en la universidad de Lovaina que debían

regresar a España en el plazo de cuatro meses y presentarse ante la Inquisición, a su regreso, para quedar libres

de sospecha. A continuación, mediante un decreto del 22-11-1559 prohibió a todos los españoles que

estudiaran en universidades extranjeras.

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A los ojos de las autoridades estas medidas estaban justificadas no sólo por el peligro potencial del

protestantismo en España sino por su mera existencia. La paz religiosa había sido quebrantada por la nueva

religión. En el decenio de 1550 se descubrió un grupo de luteranos en Valladolid y otro en Sevilla. Cabe pensar

que sin las investigaciones de la Inquisición podrían haberse convertido en auténticas sectas protestantes,

sobre todo porque sus principales representantes no eran oscuros entusiastas como los de los iluministas sino

hombres de cierta posición en la sociedad civil y eclesiástica. El inspirador del grupo de Valladolid era,

probablemente, Carlos de Seso, un laico que había asimilado algunas de las nuevas doctrinas en su Italia natal

para llevarlas luego a España hacia 1550. Pero su figura más destacada era Agustín de Cazalla, un canónigo

de Salamanca, que había sido nombrado capellán de la corte en 1542 y había pasado nueve años en Alemania

y en los Países Bajos en el círculo del emperador, para regresar después a España. Era un notable predicador

que no ocultaba sus opiniones reformistas y no tardó en ser denunciado ante la Inquisición por supuestas

doctrinas heréticas. Cuando la Inquisición comenzó a actuar existían ramificaciones del movimiento en

Zamora, Palencia, Toro y Logroño.

Cuando se conocieron los sucesos de Valladolid, Carlos V se hallaba ya retirado en Yuste y Felipe II estaba

en los Países Bajos. Carlos V escribió rápidamente a la regente, su hija Juana, apremiándole para que pusiera

en marcha una política de represión rápida e implacable. Valdés para salvar su posición necesitaba organizar

urgentemente una caza de herejes en la que hubiera víctimas a cualquier precio. Pero para ello la Inquisición

necesitaba poderes más absolutos de los que ya poseía, pues según el estatuto en vigor carecía de jurisdicción

sobre los obispos y era costumbre exculpar a quienes solicitaban perdón y confesaban sus errores, lo que

permitía a los herejes arrepentidos escapar a la pena capital. En septiembre de 1558 dirigió un escrito al papado

en el que afirmaba que la Inquisición española necesitaba todo el apoyo y poder que pudiera conseguir. Por

ello solicitaba un breve papal autorizándolo a ir más allá de la legislación eclesiástica vigente y a condenar a

los culpables sin importar las circunstancias. Su petición tuvo una acogida favorable y los breves papales de

1559 concedieron a la Inquisición una jurisdicción limitada incluso sobre los obispos y la autorizaron a

condenar a los penitentes aun cuando solicitaran medidas de gracia, ya que se consideraba que su conversión

no era sincera. Amparada en semejantes poderes, la Inquisición arremetió contra el grupo de Valladolid en

dos autos de fe que provocaron una enorme conmoción, en mayo y octubre de 1559. Cazalla, Rojas, Seso y

doce personas más fueron entregados al brazo secular y ejecutados.

Entretanto, había sido descubierto un nuevo grupo luterano importante en Sevilla. Sus inspiradores eran Juan

Gil y el doctor Constantino Ponce de la Fuente, canónigos de la catedral de Sevilla. Ninguno de ellos era

realmente protestante. Egidio fue perseguido por la Inquisición aproximadamente desde 1550, pero salió

relativamente bien parado. En cuanto a Constantino, había sido capellán de la corte y predicador, y como tal

había acompañado al príncipe Felipe a los Países Bajos y Alemania durante los años 1549 a 1551. Poco

después de establecerse como canónigo de Sevilla en 1556 fue atacado por su ascendencia judía y por

considerarse que sus doctrinas eran luteranas. Conducido a prisión en 1558, murió allí, para ser posteriormente

quemado en efigie como luterano, al igual que Egidio, después de su muerte.

Mientras tanto había aumentado el número de miembros del grupo sevillano, con dos centros importantes, el

monasterio jerónimo de San Isidro y la casa de Juan Ponce de León, hijo del conde de Bailén. La Inquisición

comenzó a actuar cuando descubrió dos cargamentos de libros heréticos transportados desde Ginebra por

Julián Hernández. Más de 800 personas fueron juzgadas por la Inquisición, muchas de ellas mujeres

pertenecientes a familias de clase alta. En dos autos de fe celebrados en 1559 y 1560 más de treinta víctimas

fueron entregadas al brazo secular para sufrir la pena de muerte y, como las retractaciones fueron menos

numerosas que en Valladolid, fueron más los que murieron en la hoguera.

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La política de represión cercenó cualquier posibilidad de un luteranismo organizado en España, si es que

aquélla existió nunca. Pero Valdés tenía que cobrarse aún su víctima más importante, el arzobispo de Toledo

y primado de toda España, Bartolomé de Carranza. Parece que, al principio, defendió la moderación en las

relaciones con los protestantes ingleses, pero más tarde, cuando fue acusado de protestantismo, pretendió

evitar cualquier ambigüedad y afirmó haber sido más enérgicamente antiprotestante que el resto del círculo

eclesiástico del príncipe Felipe y haber utilizado su influencia para enviar a Crammer a la hoguera. En 1557

fue nombrado arzobispo de Toledo y casi inmediatamente sus enemigos lo acusaron de herejía ante la

Inquisición, citando sus famosos Comentarios sobre el catecismo cristiano. Estaba claro ahora el propósito de

la solicitud dirigida por el inquisidor general al papado para que se le permitiera juzgar incluso a los obispos.

Valdés sentía envidia de Carranza, por su brillante carrera y el hecho de que su rival fuera elevado a la sede

de Toledo, premio que él esperaba obtener, sólo sirvió para incrementar su odio. También Melchor Cano era

enemigo personal de Carranza. Así pues, su detención el 22-8-1559 no fue un acto imparcial de justicia sino

reflejo, en cierta medida, del resentimiento personal de sus detractores. Por desgracia para Carranza, su

lenguaje teológico no era incisivo ni preciso y aunque no era en modo alguno un hereje, utilizaba expresiones

exageradas que podían ser malinterpretadas. La malicia de Valdés y de la Inquisición española mantuvo a

Carranza en prisión en Valladolid durante más de siete años.

Durante ese período su caso se convirtió en un enfrentamiento por motivos jurisdiccionales entre Felipe II y

la Inquisición española por un lado y el papado por otro, mientras que el supuesto delito de herejía quedaba

en un segundo plano. A Valdés le sucedieron inquisidores como Espinosa y Quiroga, que tenían sus prejuicios

pero que no veían un hereje en cualquier sacerdote devoto. Ciertamente, ya veremos que la Inquisición no

había dicho la última palabra en la campaña por la uniformidad, pero una vez superada la tensión inmediata

de la década de 1550, el reinado de terror iniciado por Valdés no se prolongó más allá de la duración de su

cargo. Al mismo tiempo, es útil recordar que la Inquisición española no fue un producto de la Contrarreforma,

pues existía desde el siglo anterior, antes de que apareciera el protestantismo. Y al lanzarla contra la herejía

en los primeros años de su reinado Felipe II no actuaba en colaboración con Roma. Las relaciones entre España

y el papado durante el pontificado de Pablo IV (1555-1559) eran peores que nunca e impedían cualquier tipo

de acción concertada.

EL PRÍNCIPE DON CARLOS Y EL PROBLEMA SUCESORIO. LA LEYENDA NEGRA.

El traspaso del poder de un soberano al siguiente nunca fue fácil en el siglo XVI. En España, el índice de

mortandad de la familia real era muy elevado. Felipe II, cuyo advenimiento al trono estuvo libre de

complicaciones, tuvo más dificultades para encontrar un sucesor. Su primera esposa, Mª de Portugal, tenía

sólo 16 años cuando contrajeron matrimonio en 1543. Dos años después había muerto durante el parto de don

Carlos, cuya salud también era precaria. Nueve años más tarde se casó con María Tudor. Su tercer matrimonio,

en 1559, fue también un acuerdo diplomático, pero Felipe aprendió a amar a Isabel de Valois. Ahora bien,

pasarían siete años antes de que le diera fruto alguno, y en este caso fue una hija, Isabel Clara Eugenia, que,

junto con su hermana menor Catalina, fueron la alegría de la vida de Felipe II. Isabel murió en octubre de

1568. Su muerte había sido precedida en ese mismo año por la del infante don Carlos. Estas aflicciones, fueron

también problemas políticos para Felipe II. A los 41 años de edad estaba viudo de nuevo y sin un heredero

masculino.

Cuando Felipe II regresó a España en 1559 don Carlos tenía catorce años y había vivido toda su infancia sin

ver a su padre. Su abuelo, Carlos V, aterrado por su aspecto y su temperamento, se negaba a verlo, y a que

viviera con él en Yuste. Sus tutores, García de Toledo y el humanista Honorato Juan, no lo encontraban más

atractivo y, el segundo manifestó a Felipe II su convicción de que el muchacho estaba enloqueciendo. Su

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malhadada herencia estuvo en su contra desde el principio. Su padre y su madre eran primos, y ambos eran

nietos de Juana la Loca.

Los resultados de esa endogamia se aprecian, tal vez, en la forma grotesca de don Carlos. Sin duda alguna

Felipe ll había engendrado a un hijo que era anormal desde el punto de vista mental y físico. Sin embargo, en

1560 las Cortes de Castilla reconocieron a don Carlos como heredero del trono y Felipe II tomó las medidas

necesarias para su crianza y educación.

Paso la adolescencia en Alcalá en compañía de don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, pero la universidad

no pudo dejar huella alguna en la mente retrasada del hijo de Felipe II. Sólo hizo gala de una habilidad: de

escapar a sus guardianes para buscar la compañía de una joven. En una de esas escapadas cayó por las escaleras

y resultó gravemente herido en la cabeza. Felipe II se apresuró a trasladarse a Alcalá con un médico, que

realizó la operación de la trepanación, un tratamiento al que el príncipe consiguió sobrevivir.

En 1562, una vez recuperado, el rey lo hizo regresar a Madrid y, con la esperanza de que adquiriera mayor

responsabilidad, lo nombró presidente del Consejo de Estado, a cuyas sesiones comenzó a asistir. Su

comportamiento se fue haciendo cada vez más excéntrico. Ahora eran sus colegas en el Consejo el blanco de

su ira y de su obstinación, mientras adquiría notoriedad su indiscreción política. Había que plantear la cuestión

de su matrimonio y Felipe acarició la idea de intentar desposarlo con María Estuardo, pero pronto la abandonó.

D. Carlos también deseaba ser gobernador de los Países Bajos, como había prometido su padre a los Estados

Generales en 1559. Pero a la vista de su incapacidad política, los Países Bajos eran el último lugar al que podía

ser enviado en aquellos años de 1560. La frustración sólo sirvió para empeorar la condición del príncipe, que

comenzó a criticar a su padre de forma abierta, convencido de que le negaba el cargo y el afecto sin ninguna

razón. Al mismo tiempo, caía en actos de violencia y sadismo sexual.

La conducta de don Carlos adquirió un tono más siniestro en el contexto político de 1567. La situación en los

Países Bajos estaba llegando al paroxismo y Felipe II envió al duque de Alba para poner en marcha una

operación de represión. Uno de los cabecillas rebeldes, el conde de Egmont, había estado en Madrid entre

enero y abril de 1565 y había entrado en contacto con don Carlos, quien, en su trastorno, hacía los primeros

planes para escapar a los Países Bajos y probar suerte allí. Pero el príncipe confió sus proyectos al príncipe

de Éboli, el más leal de los ministros de Felipe II, que informó inmediatamente a su señor. Felipe se limitó a

registrar la información. En junio de 1566, el barón de Montigny llegó a Madrid para representar los intereses

de los líderes rebeldes, Egmont y Hornes, y cuando el duque de Alba informó desde Bruselas que había

conducido a prisión al segundo, Felipe II capturó a su agente y lo ejecutó tres años más tarde. También

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Montigny había estado en contacto con don Carlos. En 1567, el príncipe había ideado ya otro plan para escapar

a los Países Bajos y solicitó a Éboli que le diera 200.000 ducados para llevarlo a cabo. Felipe II volvió a ser

informado y nuevamente decidió no actuar. Entonces, don Carlos escribió cartas a varios miembros de la alta

nobleza, pidiendo su ayuda para una gran empresa que estaba planeando. El monarca no tardó en enterarse.

Finalmente, el príncipe pidió a don Juan de Austria, que acababa de ser nombrado capitán general de la

armada española, que lo llevara a Italia, prometiéndole Nápoles y Milán cuando triunfara su causa. Don Juan

informó al rey de todo ello.

Para entonces Felipe II ya había decidido lo que había que hacer. Era su deber evitar que la corona fuera a

parar a manos de un hombre incapacitado para gobernar y que situaría de nuevo a la monarquía en la situación

de la que había sido rescatada por los Reyes Católicos. También era importante impedir que contrajera

matrimonio y tuviera un heredero, del que no podía esperarse nada mejor. Sólo había dos soluciones: el

confinamiento perpetuo o la muerte. En la noche del 18 de enero de 1568, Felipe II, acompañado de tres

consejeros y un destacamento de guardias, entró en la habitación de su hijo en el Alcázar de Madrid. Don

Carlos se despertó, confuso, y al ver a su padre preguntó si había venido a matarlo. Con su habitual talante

impasible, Felipe II se llevó consigo todos los documentos del príncipe, lo entregó a los hombres armados y

se marchó de la habitación. Ésa fue la última vez que vio a su hijo. Mientras don Carlos permanecía confinado,

Felipe II comunicó su decisión al cardenal Espinosa, al príncipe de Éboli y al guardián del príncipe, el

duque de Feria, y también pidió el consejo de algunos distinguidos teólogos. Luego, antes de empezar a

preparar un lugar más adecuado, dio instrucciones sobre el régimen de vida de su hijo en su pequeña prisión

del Alcázar. Allí murió don Carlos el 25 de julio de 1568 en circunstancias todavía desconocidas.

Entra dentro de la lógica que Felipe II hubiera ordenado la ejecución de su hijo, pues creía que estaba en juego

el destino de la monarquía. Pero no sabemos si éste fue el caso. Las diferentes versiones sobre la muerte de

don Carlos –que su muerte fue ordenada por su padre y que fue decapitado, estrangulado o envenenado, o que

murió a causa de sus excesos en la prisión–, son meras especulaciones, pues no existen pruebas fehacientes al

respecto. Menos fundamento histórico tiene aún la interpretación literaria y polémica del caso. Incluso sus

planes fantasiosos para escapar a los Países Bajos o a Italia –ninguno de los cuales supo mantener en secreto–

deben ser considerados más como producto de una mente desordenada que como una conspiración calculada

para subvertir la monarquía, de lo cual era totalmente incapaz.

Don Carlos había sido aceptado por las Cortes como heredero al trono y, por tanto, su padre se creyó obligado

a justificar su arresto. Al día siguiente de su detención, Felipe II ordenó a su correo mayor que retuviera toda

la correspondencia y durante dos días no salió ninguna carta de la capital. Entonces, el 22 de enero, el rey dio

a conocer al mundo su versión oficial, en cartas dirigidas al papa, a sus embajadores y a sus oficiales. Esas

misivas se limitaban a recoger los hechos objetivos de la detención del príncipe, con la apostilla de que su

deber lo había obligado a tomar esa dolorosa decisión. Más tarde, cuando comenzaron a difundirse los rumores

y el escándalo, defendió su actuación de forma más detallada en cartas confidenciales que dirigió a todos

aquellos cuya opinión consideraba importante. La esencia de sus explicaciones es que ordenó al arresto de su

hijo no porque hubiera cometido delito alguno, sino porque su hijo no era responsable de sus acciones. Felipe

II no llegó nunca a utilizar la palabra «demente» al referirse a su hijo, pero era consciente de su estado, y sabía

que era su obligación arrestarlo, en parte en interés de su propio hijo, pero sobre todo para impedir su

advenimiento al trono, y tal vez con la intención de desheredarlo. La explicación más probable de su muerte

puede hallarse en sus excesos durante su confinamiento. Una breve huelga de hambre fue seguida por un

ataque de gula y, luego, por un consumo masivo de hielo y el colapso final.

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La tragedia de don Carlos fue también la de Felipe II. 1568 fue un año terrible para el monarca, tal vez el peor

de su reinado. Junto a los sinsabores políticos de los Países Bajos y de Granada, su aflicción personal le afectó

con terrible intensidad. Había perdido a dos esposas y a su único hijo, éste en circunstancias que no tardaron

en desatar un torrente de injurias por toda Europa. Poco después moría su tercera esposa, a la que más había

amado, dejándolo totalmente desolado. Y todavía tenía que resolver el problema de encontrar un sucesor para

el trono. En noviembre de 1570 se casó con su cuarta y última esposa, Ana de Austria, hija de su primo, el

emperador Maximiliano II. Antes de que muriera diez años más tarde le dio cuatro hijos varones y una niña,

de los cuales sólo uno pudo superar la niñez, siendo éste el que sucedería a su padre con el nombre de Felipe

III. El amor del monarca hacia sus hijas, Isabel y Catalina, era el de un hombre que se aferraba

desesperadamente a los últimos vestigios de una vida familiar.

LA REBELIÓN DE LAS ALPUJARRAS.

En la ciudad de Granada y en la parte oriental del reino sobrevivía una sociedad musulmana autóctona

numerosa –y en aumento– y con su propia clase dirigente. Desde el punto de vista político, el reino de Granada

fue simplemente anexionado a Castilla en 1492 y no conservó ningún tipo de autonomía. De hecho, la

intención de Castilla era absorber y asimilar Granada lo más rápidamente posible. Concluida su reconquista

se instalaron señores cristianos en sus tierras ricas y bien cuidadas. Pronto los siguieron oficiales y

eclesiásticos, algunos menos honrados que otros, pero todos ellos disfrutando de las ventajas de aquel reino.

Se produjo así una situación de «colonialismo» dentro de la propia España: unos colonos nuevos, una

población sometida y la opresión civil y militar.

También los moriscos tenían sus protectores, como el virtuoso Hernando de Talavera, primer arzobispo de

Granada, que dedicó su vida a convertir a los moros mediante la benevolencia y la comprensión, y la familia

Mondéjar, cuyos miembros desempeñaban, por herencia, el cargo de capitán general de Granada, y que

frecuentemente arriesgaron su cargo y su reputación en la defensa de los moriscos.

Pero la política oficial no era coherente y los moriscos fueron unas veces perseguidos a causa de la envidia y

de la frustración, y otras veces ignorados a cambio de aportar importantes subsidios.

La economía de los moriscos de Granada, como la de sus predecesores musulmanes, descansaba básicamente

en el comercio de la seda (dos de los cabecillas de la rebelión de 1569 estaban relacionados con la industria

de la seda: Aben Abó era tintero y Aben Faraxcon) con Italia. Granada, al igual que Almería y Málaga, tenía

talleres que producían finas sedas y había telares en la mayor parte de los pueblos. La seda era prácticamente

el único cultivo comercializable de las Alpujarras. La producción y manufactura de la seda eran importantes

fuentes de impuestos que la corona explotó al máximo. Además, los moriscos entregaban constantes subsidios

en su desesperado intento de comprar el favor real. Desde 1559 una serie de agentes reales comprobaron todos

los títulos de propiedad para reclamar las tierras de la corona. En consecuencia, los moriscos necesitaban sus

títulos de propiedad árabes más que nunca, en el preciso momento en que la campaña contra su lengua y su

cultura era más virulenta.

Sin embargo, no hay que atribuir únicamente a los españoles la responsabilidad de la crisis que sobrevino en

las relaciones entre el Estado y los moriscos de Granada, y que llegó al paroxismo en el decenio de 1560. En

el Mediterráneo, Argel libraba una guerra religiosa y económica con España. La presión turca era más distante

pero más poderosa y las fuerzas combinadas del Islam parecían dominar todo el Mediterráneo. El peligro se

agudizó en el decenio de 1560, cuando los turcos comenzaron a hacer acto de presencia en el Mediterráneo

occidental sitiando Malta en 1565. Este hecho estuvo acompañado de un incremento en la frecuencia y la

dureza de los ataques corsarios contra la costa granadina, desde sus bases en Tetuán, Cherchell y Argel.

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También los moriscos eran fuente de preocupación por razones de seguridad, tanto interna como externa. El

bandolerismo y la piratería eran endémicos entre ellos. En la década de 1560 bandidos que eran denominados

bandoleros, salteadores o monfíes, según la región, actuaban en toda la España morisca. Asimismo, piratas

moriscos frecuentaban las costas de Valencia y Andalucía casi con total impunidad. A medida que la campaña

musulmana ganaba en intensidad, los moriscos entraron en contacto con los jerifes de Marruecos, los piratas

de Tetuán y el sultán de Constantinopla. Los otomanos pretendían utilizar a los moriscos como una quinta

columna y, mientras los españoles centraban sus esfuerzos en la seguridad interna, conquistar algunos de sus

principales objetivos, como Chipre y Túnez. Espías moriscos fueron enviados a Malta desde Constantinopla

para recoger información sobre el poderío naval de España. Por sí solos, estos incidentes tenían escasa

importancia, pero ante la fuerza conocida del enemigo y la insuficiencia de las defensas, las autoridades

españolas creyeron que se estaba fraguando una operación concertada en la que Granada iba a convertirse en

cabeza de puente para una invasión musulmana de España.

Así pues, la crisis de Granada tenía raíces más profundas que el incremento de la población morisca y

su opresión a manos de los oficiales de la corona y de los cristianos viejos.

El odio y la desconfianza hacia los moriscos crecieron en proporción al peligro procedente de Turquía

y se desbordaron una vez iniciado el cerco de Malta.

El odio se alimentaba de otras fuentes: del resentimiento popular ante la prosperidad del artesano y del

comerciante morisco.

y del hecho, conocido por los cristianos, de que el Corán y no la Biblia era el principal texto sagrado

en Granada.

La tensión era ya muy fuerte antes de que el gobierno decidiera pasar a la acción, y la ineptitud que demostró

no fue más que la chispa que precipitó la explosión. En noviembre de 1566 el inquisidor general Diego de

Espinosa preparó, junto con Felipe II, un edicto que imponía diversas prohibiciones a los moriscos. El día de

Año Nuevo de 1567, Pedro de Deza, presidente de la Audiencia de Granada, promulgó el edicto y comenzó a

imponer su cumplimiento.

Por la nueva disposición los moriscos de Granada estaban obligados a aprender el castellano en el

plazo de tres años, y a partir de entonces se consideraría delito hablar, leer o escribir el árabe en público

o en privado.

Se les exigía también que abandonaran sus vestimentas, sus apellidos, sus costumbres y sus ceremonias

y se les prohibía la práctica del baño, so pretexto de que ofrecía la oportunidad de practicar las

abluciones rituales prescritas en el Corán.

El propósito que animaba estas medidas era acabar con la identidad nacional de los moriscos para convertirlos

en católicos españoles. Por el momento, los moriscos se limitaron a negociar, como lo habían hecho en otras

ocasiones, convencidos de que, como siempre, conseguirían, por medio de dinero, la suspensión de las

medidas. Su representante, Jorge de Baeza, se trasladó a Madrid para protestar ante Felipe II, mientras que su

anciano notable Francisco Núñez Muley presentaba un memorándum a Deza en el que manifestaba la lealtad

de los moriscos, tanto en el presente como en el pasado.

Las negociaciones se prolongaron durante un año y, cuando los moriscos comprendieron su futilidad, explotó

súbitamente todo su resentimiento reprimido y decidieron la insurrección una vez más. La fecha que eligieron

fue el día de Nochebuena de 1568 y, aunque los insurgentes no consiguieron que se levantara el Albaicín

rápidamente, extendieron la revuelta por las montañas de las Alpujarras, entre Sierra Nevada y la costa. De

hecho, el auténtico núcleo de la rebelión estuvo en las montañas. Desde allí se difundió hacia las llanuras,

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aunque no por todas partes. Fue fundamentalmente un movimiento rural, siendo menor la participación de las

ciudades, tal vez más integradas en la España cristiana. El cabecilla de los moriscos, Fernando de Valor, era

de rancio linaje árabe, descendiente de los califas de Córdoba. Recuperó su nombre árabe de Aben Humeya

y fue proclamado rey debajo de un olivo. Fue asesinado un año después y le sucedió como rey su primo Aben

Abó. Líderes como Aben Daud, Aben Farax y Aben Abó eran moriscos granadinos, pero la mayor parte de

los restantes, y especialmente los jefes guerreros, provenían de las montañas. Los cabecillas de las montañas

procedían de la jerarquía social tradicional de los moriscos y se identificaban más fácilmente con su causa. En

la estructura social del movimiento tuvo tanto peso la solidaridad familiar como las consideraciones

económicas o políticas, de manera que clanes enteros se mantuvieron unidos en el apoyo de la rebelión o en

su lealtad a la corona. Más allá de los motivos económicos y sociales, contemplamos a una minoría que

luchaba por su identidad en el seno de una España extraña. Familias hasta entonces enfrentadas se unieron en

una causa común.

Los moriscos de Granada no tardaron en entrar en contacto con sus aliados en Valencia y enviaron misiones

a los países norteafricanos, a Argel y Tetuán, y también a Constantinopla, en busca de ayuda y de apoyo

militar. De Argel recibieron voluntarios, municiones y alimentos, que pagaron con el envío de prisioneros

cristianos. Argel tenía un interés religioso en la guerra de Granada, pero también se aprovechó del conflicto,

pues al inmovilizar a España permitió a Euldj Alj conquistar Túnez en 1570. También los turcos aprovecharon

su oportunidad. El sultán Selim II consideraba a los moriscos como aliados en el interior de las líneas

enemigas, y les habría enviado más armas y hombres de no haber tenido que atender a otros compromisos,

pues el sultán prefirió aprovechar la coyuntura para progresar en sus intereses inmediatos en el Mediterráneo

oriental y, aunque su flota se hizo a la mar, fue para atacar Chipre y no para ayudar a los moriscos.

La guerra de Granada sobrevino para España en un momento en que sus recursos eran mínimos y en que sus

intereses se hallaban en grave peligro. Además, durante el primer año de las hostilidades, estuvo paralizada a

consecuencia de la indecisión sobre la táctica militar a adoptar. Era difícil alcanzar a los rebeldes en sus lugares

recónditos de las montañas y aislar a sus aliados en la costa, pues era imposible bloquear la larga línea costera

de territorio rebelde con sus innumerables calas y su fácil acceso para los barcos procedentes de Argel. En

esas circunstancias, la guerra se convirtió en una larga y confusa sucesión de patrullas y emboscadas, en las

que predominó la ferocidad, nacida de la desesperación en los moriscos y de la debilidad entre los españoles.

Sólo a partir de enero de 1570 el comandante español don Juan de Austria, impulsado por el temor a una

intervención musulmana desde el exterior, decidió llevar a cabo una campaña en toda regla. La nueva

orientación militar estuvo acompañada de una política de expulsión de las tierras llanas para aislar a los

rebeldes de las montañas. Por decreto de junio de 1569, 3.500 moriscos fueron expulsados de la ciudad de

Granada y dispersados por La Mancha. Los rebeldes de la montaña, privados de apoyo, perseguidos de manera

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implacable, tuvieron que rendirse en el transcurso del año 1570. La escena final se desarrolló en una cueva en

Berchules, donde Aben Abó fue muerto a puñaladas por sus propios seguidores.

El levantamiento había durado dos años y había agotado por completo los recursos del país. Por tanto, las

condiciones para la solución del conflicto tenían que ser duras. Se decidió deportar a todos los moriscos del

reino de Granada, hubieran participado o no en el levantamiento, a otras partes de España. El 28 de octubre

de 1570 se dio la orden de evacuación, fijando don Juan de Austria la fecha del 1 de noviembre. Los moriscos,

encadenados y esposados, fueron conducidos en largos convoyes hacia las ciudades y aldeas de Extremadura,

Galicia, La Mancha y Castilla la Vieja. No todos llegaron a su destino: el duro viaje invernal se cobró

numerosas vidas y sus efectivos disminuyeron al menos en un 20–30%. La expulsión no fue total y en 1587

vivían todavía en Granada unos 10.000 moriscos.

Finalmente, parecía haberse resuelto el problema de Granada. Para llenar el vacío provocado por tan inmensa

emigración, las tierras abandonadas fueron confiscadas por la corona y ofrecidas en condiciones favorables,

junto con ganado y utensilios, a colonos procedentes de Galicia, Asturias, León y Burgos. Sin embargo, el

resultado de la operación no fue totalmente satisfactorio. Aunque la corona obtuvo sustanciosos beneficios de

las confiscaciones y ventas de tierras a inmigrantes pobres, a magnates, monasterios e iglesias, surgieron

nuevos problemas y revivieron otros del pasado. Muchas de las tierras ofrecidas, situadas en las Alpujarras y

en otras zonas montañosas, eran pobres, porque los cristianos viejos ya ocupaban las mejores vegas de las

llanuras. Muchos de los nuevos pobladores, defraudados en sus expectativas, se desanimaron y acabaron por

marcharse. Así pues, aunque la población cristiana de Granada era importante y en aumento, las Alpujarras y

la zona costera de las proximidades estaban mucho menos pobladas que antes y seguían planteando, por tanto,

un problema de seguridad interna.

En realidad, la política de deportación no resolvió nada en Granada y agravó el problema morisco al extenderlo

a toda Castilla. Los moriscos granadinos, prolíficos, activos e ingeniosos, no eran bien recibidos por sus

vecinos, y la tarea de asimilarlos y convertirlos en católicos y españoles era realmente imposible. El conjunto

de la población española se mostró cada vez más hostil hacia ellos, a medida que fue adquiriendo conciencia

de su existencia. Más tarde, a principios del reinado de Felipe III, en los círculos oficiales se consideraba que

la política de dispersión había sido un error de cálculo. Durante los 40 años siguientes fueron una preocupación

constante para el gobierno. La intención había sido dispersarlos en números reducidos a lo largo de una

superficie extensa, pero los moriscos tendían a abandonar los lugares que les habían sido asignados, y sus

hábitos trashumantes hacían que fuera difícil seguir sus huellas. Muchos de ellos regresaron incluso a Granada,

donde se decretó una nueva expulsión, de menores proporciones, en 1584. La frustración de sus nuevas

condiciones de vida despertó en ellos tendencias criminales, y algunos se integraban en bandas de proscritos

que vivían de los frutos del robo y la violencia. No deja de ser irónico que siguieran inquietando al gobierno,

esta vez en un nuevo contexto: desde 1589 hubo un temor permanente, aunque irracional, de que se produjera

un levantamiento en Andalucía en una acción concertada con invasores ingleses.

Los moriscos eran odiosos para la masa de la población porque evadían las responsabilidades nacionales en

los asuntos religiosos y bélicos, dedicándose sosegadamente a incrementar su número. Pero, sobre todo,

ganaban demasiado y gastaban demasiado poco. Estas afirmaciones no son necesariamente ciertas; no existen

testimonios estadísticos de que el crecimiento demográfico entre los moriscos se produjera porque evadían

sus responsabilidades nacionales. Además, su situación económica variaba de una región a otra, y de uno a

otro grupo, pues también existía en su seno una estructura social. Sin embargo, lo que hacía a los moriscos

diferentes del resto de los españoles era su religión. Los moriscos siguieron siendo inadaptados e inadaptables.

España, que comenzó el período moderno de su historia tolerando a una numerosa minoría heterodoxa,

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terminó imponiéndole la sumisión, para finalmente reconocer la derrota. La medida de expulsión adoptada en

1609 era un reflejo de la impotencia.

ANTONIO PÉREZ Y LAS ALTERACIONES DE ARAGÓN.

Mientras la política de Felipe II se aproximaba a su merecido declive en el exterior, su autoridad también

encontraba oposición en el interior. Durante los años cruciales de su intervención en Francia (1590 y 1592)

no había podido enviar un ejército al otro lado de los Pirineos porque lo necesitaba en España. En Aragón

encontraba una resistencia cada vez mayor que alcanzó su punto crítico en 1590; su posición allí había sido

débil desde el inicio del reinado.

Carlos V le había advertido que le resultaría más difícil gobernar los reinos orientales que Castilla, a causa de

la fortaleza de sus privilegios y constituciones.

El rey gobernaba en Aragón a través de su virrey y con el apoyo del Consejo de Aragón. Tanto los virreyes

como los consejeros eran nombrados por el rey, aunque todos los cargos en Aragón estaban reservados

exclusivamente a los aragoneses. Aparte de la administración, el rey se veía limitado también por toda una red

de leyes locales y prácticas legales.

La justicia real en Aragón estaba administrada por la Audiencia de Zaragoza, pero éste no era el único

tribunal en Aragón.

La jurisdicción real encontraba la oposición de otro tribunal, el tribunal del Justicia, formado por cinco

miembros nombrados por la corona y dieciséis por las Cortes aragonesas, y a su frente se hallaba un

magistrado, el Justicia de Aragón, que teóricamente era designado por la corona a título vitalicio, pero

en la práctica el cargo lo desempeñaba de forma hereditaria una sola familia.

El Justicia ejercía la jurisdicción civil y criminal en determinados casos, especialmente los litigios

entre la corona y la nobleza.

También tenía poder para intervenir en los procedimientos de los tribunales y de los oficiales reales,

ya fuera mediante el proceso conocido como manifestación, que consistía en tomar a cualquier acusado

que afirmara haber sido amenazado con violencia y situarlo bajo protección en la cárcel del Justicia,

mientras su caso era juzgado por jueces competentes, o mediante el procedimiento de expedir firmas

(cartas) a aquel que buscara solución frente a la supuesta injusticia de los funcionarios reales, de

manera que quien la recibía conseguía inmunidad total frente al poder real mientras sus alegaciones

eran investigadas. Éstos eran los fueros de Aragón, y el único tribunal frente al cual no tenían validez

era la Inquisición.

Pero, las libertades de Aragón no eran populares ni democráticas, muy al contrario este sistema protegía una

estructura social arcaica. Detrás de esas barreras legales acechaba un feudalismo más primitivo que el de

ninguna otra parte de la Europa occidental. Los fueros existían en beneficio de los señores pero no para la

masa de la población que trataban de escapar de la tiranía de sus señores buscando la protección de la

jurisdicción real, y de esta forma el deseo de los campesinos de que las propiedades en las que vivían fueran

incorporadas a la corona coincidía con el deseo de ésta de hacer efectiva su soberanía.

Pero durante una gran parte de su reinado, la preocupación de Felipe II por otros problemas, su decisión de

gobernar Aragón desde la distancia a través de sus representantes y su respeto por la ley vigente determinaron

que se limitara a impulsar los esfuerzos de la población rural, a pasar de la jurisdicción señorial a la jurisdicción

real y a estimular los matrimonios mixtos entre la nobleza aragonesa y la de Castilla para fomentar el proceso

de integración. Pero era un proceso lento y frustrante.

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Pero Felipe II no dejaba de ejercer cada vez más una mayor presión. A comienzos de 1588, convencido de

que había llegado el momento de afirmar su autoridad y poner fin a la insubordinación de los aragoneses,

decidió nombrar a un virrey que no fuera del país, y que no estuviera obsesionado por los fueros ni ligado a

los intereses locales. Envió al marqués de Almenara para que sustituyera en el cargo de virrey al conde de

Sástago. Los defensores de los fueros afirmaron que la ley exigía que todos los funcionarios reales de Aragón

fueran aragoneses. No estaba claro que esa norma se aplicara también al cargo de virrey, pero Felipe II era

profundamente legalista y deseaba ver su derecho reconocido en Aragón, no por la fuerza sino por el tribunal

del Justicia. Pero el momento era inoportuno. Sobre Almenara llovieron fueros desde todas partes; condenado

prácticamente al ostracismo e incendiada su casa, regresó lleno de humillación a Castilla para informar al rey.

Entonces, Felipe II depuso al conde de Sástago y lo sustituyó por Andrés Simeno, obispo de Teruel, aragonés

pero una figura secundaria, fácil de manipular y que, evidentemente, fue nombrado con carácter provisional.

Cuando regresó Almenara en la primavera de 1590, con mayores emolumentos y poderes, estaba claro que el

monarca estaba decidido a que ejerciera la autoridad en Aragón, con el título de virrey, si conseguía que la

validez de su nombramiento fuera confirmada en el tribunal del Justicia. Cuando la situación estaba llegando

a un punto crítico, intervino un nuevo factor al llegar a Zaragoza Antonio Pérez, que huía de Castilla, y

reclamar la protección de los fueros.

Desde su detención en julio de 1579 Pérez había visto cómo se cerraba progresivamente la red en torno a él.

Como el propio monarca estaba implicado en el asesinato de Escobedo y deseaba recuperar los documentos

comprometedores que estaban en poder de Antonio Pérez, había procedido con cautela contra su antiguo

secretario. Luego, cuando habló uno de los asesinos y los Escobedo y sus aliados en la corte intensificaron sus

acusaciones, fue arrestado por segunda vez (enero de 1585), aunque para distraer la atención de la opinión

pública se lo acusó únicamente de traficar con cargos públicos y con secretos de Estado. Fue declarado

culpable y sentenciado a dos años de prisión y al pago de una multa muy elevada. Pero los jueces no

consiguieron que entregara sus documentos. Pero en ese momento Felipe II buscaba algo más que documentos;

buscaba también la paz para su conciencia sobre el asesinato de Escobedo, siendo de conocimiento público

que el monarca había dado su consentimiento a ese crimen. Así pues, para expiar su culpa y para poner en

claro que la responsabilidad recaía sobre Antonio Pérez, que lo había engañado sobre don Juan de Austria

y Escobedo, Felipe lo llevó a juicio por segunda vez. En enero de 1590, el acusador real informó a Pérez de

que el rey admitía que sabía que él había ordenado la muerte de Escobedo, pero que para la tranquilidad de su

conciencia necesitaba saber si los motivos que le había dado para cometer esa acción tenían peso suficiente.

Pérez, después de ser torturado, confesó algunas de las causas que habían motivado la muerte de Escobedo,

pero sin revelar nada sustancial ni aportar prueba alguna. Esa revelación fue fatal para él. Como no tenía

pruebas de que don Juan de Austria fuera culpable de subversión y, por tanto, nada incriminaba a Escobedo,

el rey podía creer ahora que había sido engañado y que la responsabilidad del crimen no era suya sino de

Pérez, que lo había engañado con falsedades. Pérez sabía hasta qué punto era desesperada su situación y

decidió huir. Ya tenía contactos en Aragón, que probablemente guardaban sus documentos. En abril de 1590

escapó, ayudado por su esposa, de la prisión en Madrid y puso rumbo hacia la tierra de los fueros. Muy pronto

estaba bajo custodia protectora en la cárcel del Justicia.

Había elegido bien el momento porque en Aragón la defensa de los fueros era el problema que ocupaba el

primer plano, y el sentimiento regionalista estaba deseoso de utilizar cualquier pretexto para resistirse a la

corona. Antonio Pérez tenía apoyos en Aragón, el duque de Villahermosa y el conde de Aranda entre los

magnates y muchos otros en las filas de la pequeña nobleza, todos ellos violentos defensores del sistema

feudal. En Madrid, Pérez fue condenado a muerte después de haber huido. Entonces, el monarca entabló un

proceso legal contra él en el tribunal de Justicia acusándolo de haber tramado el asesinato de Escobedo

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apoyándose en falsas acusaciones, de haber divulgado secretos de Estado y de haber huido de la cárcel. Pero

el lento procedimiento judicial permitió a Antonio Pérez hacer pública su versión de los hechos, especialmente

que había ordenado el asesinato de Escobedo siguiendo instrucciones del monarca. Para impedir que Antonio

Pérez siguiera capitalizando el proceso, y en la convicción de que el veredicto sería de absolución, Felipe II

retiró sus acusaciones, y recurrió al único tribunal en España frente al cual de nada valían los fueros de Aragón

y la autoridad del Justicia: la Inquisición. El confesor del rey, Diego de Chaves, fraguó un proceso en el que

pudiera intervenir la Inquisición, y en mayo de 1591 Pérez fue trasladado desde la prisión del Justicia a la de

la Inquisición. Sus partidarios, encabezados por Heredia, organizaron un tumulto en Zaragoza, durante el cual

la multitud atacó a Almenara, que luego moriría a consecuencia de las heridas, asaltó la prisión de la

impopular Inquisición y rescató a su nuevo ídolo para llevarlo de nuevo a la prisión del Justicia. Desde allí

desarrolló Pérez su actividad propagandística, atacando a la corte y a la Inquisición, instando al pueblo a

defender sus libertades incluso con las armas. Fue entonces cuando los partidarios de Antonio Pérez hicieron

planes para separar Aragón de la corona española y convertirla en una república, tal vez bajo la protección del

príncipe de Béarn, Enrique de Navarra. En los círculos gubernamentales se temía que se estaba preparando

en Aragón “un nuevo Flandes”.

Pero, ¿quiénes fueron los que apoyaron a Antonio Pérez? La mayor parte de los seguidores de Antonio Pérez

procedían de la pequeña nobleza que trataban de conservar su poder feudal frente a la monarquía o que

actuaban movidos por un sentimiento de frustración al verse excluidos de los cargos y ante las perspectivas

que se abrían para ellos en una España dominada por Castilla. Su cabecilla era Diego de Heredia.

Naturalmente, el carácter feudal del movimiento le impidió contar con el apoyo de la masa de la población.

Su impacto sólo se dejó sentir en Zaragoza, centro del gobierno regional y lugar donde se podía conseguir una

movilización multitudinaria. Así ocurrió cuando el rey intentó que Pérez fuera conducido a la cárcel de la

Inquisición el 14 de septiembre. Una vez más, Heredia y los suyos pasaron a la acción, dispersaron a la guardia

real y liberaron a Pérez. Los rebeldes se hicieron con el control de la ciudad, convencieron al joven Justicia,

Juan de Lanuza, y a la Diputación del Reino para que les dieran su apoyo formal y advirtieron al rey que el

envío de un ejército castellano a Aragón supondría una violación de los fueros. Los magnates y los moderados,

obligados a elegir entre apoyar a la corona o unirse a los rebeldes, optaron por lo primero. Fuera de Zaragoza

la mayor parte de las poblaciones también apoyaron al rey.

Felipe II ya había reunido en la frontera de Aragón un ejército al mando de Alonso de Vargas, un veterano de

los Países Bajos. Una vez fracasadas las negociaciones legales decidió recurrir a él. A finales de octubre

Vargas penetró con sus fuerzas en Aragón sin encontrar oposición alguna. Mientras se aproximaba a Zaragoza

se desintegró la oposición en la ciudad. Pérez y sus cómplices huyeron a Béarn, mientras que el Justicia y el

ala «constitucional» de los rebeldes se refugiaron momentáneamente en Epila. Las represalias fueron rápidas

e implacables. El Justicia fue capturado y ejecutado, y muchos otros sufrieron el mismo destino.

Villahermosa y Aranda fueron enviados a Castilla, donde murieron misteriosamente en prisión, y la

Inquisición empezó a perseguir a quienes la habían atacado. Desde Béarn, Pérez y los emigrados organizaron

una pequeña invasión que Enrique de Navarra apoyó simplemente para importunar a Felipe II en España

y aliviar la presión que ejercía sobre Francia. Pero la insignificante fuerza de los rebeldes y sus aliados

protestantes que atravesaron los Pirineos en febrero de 1592 fue derrotada por Vargas y encontró la resistencia

de los aragoneses, muchos de los cuales eran vasallos de los cabecillas emigrados y cerraron filas frente a una

invasión protestante y extranjera.

Los invasores fueron perseguidos hasta Francia y Heredia fue capturado y conducido a España, donde sería

ejecutado. En cuanto a Antonio Pérez, después de ofrecerse, sin éxito, a los gobiernos de Francia e Inglaterra,

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pasó sus últimos años en París, en un exilio sin influencia y sin dinero. Allí murió en 1611, sin haber

obtenido el perdón de la corona española.

En contraste con la severidad de la represión, las condiciones políticas que se impusieron fueron moderadas.

Aragón no podía esperar conservar intacta su constitución. En 1588, Felipe II, a pesar de que era un monarca

absoluto se había mostrado dispuesto a acudir al tribunal del Justicia para que ratificara su derecho a nombrar

a un virrey castellano. Ahora, con un ejército de ocupación en Aragón, el país y las instituciones estaban a su

merced. Tenía poder para destruir los fueros de Aragón si así lo deseaba, pero nada estaba más lejos de sus

pensamientos. El respeto de Felipe II por la estructura tradicional de España y su concepción pluralista de la

monarquía le impedían someter Aragón a Castilla y eliminar su identidad política. Y, al igual que sus

antecesores, no creía que ese proceder aumentará sustancialmente su poder.

Las Cortes aragonesas fueron convocadas en Tarazona en junio de 1592 para que dieran forma legal a los

cambios pretendidos. Ninguna de las instituciones de Aragón fue suprimida, pero fueron remodeladas para

responder a las exigencias del poder real. Se otorgó al monarca el derecho de nombrar a un «virrey extranjero»

y de esta forma se situó a Aragón en un plano de igualdad con los demás reinos. La Diputación del Reino,

comité permanente de las Cortes, perdió en gran medida su poder de control sobre la utilización de los ingresos

aragoneses y sobre la guardia regional, y perdió el derecho de convocar conjuntamente a representantes de las

ciudades del reino. El Justicia podría ser destituido por la corona y de esta manera el rey socavaba la

independencia del cargo y el monopolio familiar que había existido en él durante tanto tiempo. Se modificó

también el nombramiento de los miembros del tribunal del Justicia para que quedara bajo el control de la

corona y se eliminaron muchos anacronismos del sistema legal aragonés. Finalmente, para reforzar el poder

del gobierno central, Felipe II apuntaló el poder de la Inquisición a la que instaló en el palacio fortificado

de la Aljafería y la protegió con una guarnición real.

Las condiciones que se impusieron en Aragón fueron resultado de un compromiso entre la monarquía y la

nobleza feudal. Los nobles aragoneses prefirieron aceptar la autoridad del rey como la mejor garantía de sus

privilegios feudales, y el precio de ese pacto fue la erosión de los fueros y la ampliación de la autoridad real.

LA CRISIS DE LOS AÑOS NOVENTA.

En 1595 los estragos de la edad y el exceso de trabajo se dejaban sentir con fuerza sobre Felipe II. Consideraba

que los reveses políticos formaban parte de su condición de soberano y no le afectaban. Continuó con su

incansable rutina de trabajo y superó periódicas crisis de salud, hasta que en junio de 1598 sufrió un ataque

especialmente virulento de la enfermedad que lo indujo a trasladarse a El Escorial para preparar su muerte.

Murió al amanecer del 13 de septiembre de1598, cuando tenía 71 años.

Su reinado había durado casi medio siglo e inevitablemente en España perduró la huella de Felipe II durante

algún tiempo. Había completado la unidad de la península y perfeccionado su constitución. Sin embargo,

Felipe II dejó a España al borde de una crisis, porque los cimientos económicos de su poder eran todavía más

frágiles que al comienzo del reinado, y su gobierno no había hecho nada por mejorar su condición. En el

decenio de 1590 la vida era difícil para los españoles. Tras el alza constante de precios de la mayor parte de

la centuria hubo un rebrote adicional de la inflación al aproximarse su final que hizo más difíciles aún las

condiciones de vida. La situación del consumidor empeoró como consecuencia del peso insoportable de los

impuestos, que el gobierno elevó para tratar de superar las dificultades en que se veía a causa de la inflación

y para financiar las guerras en el exterior.

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También los productores se vieron afectados por la inflación y los impuestos. Pero fue la población necesitada

de las ciudades y de las zonas rurales la más afectada por la dureza de la recesión. Ahora, en el último decenio

de la centuria, tres nuevas calamidades, las malas cosechas, la peste y los millones, cayeron sobre ellos, todas

en el espacio de unos pocos años.

Cuando los campesinos vivían en la indigencia, no había consumidores para la industria y la recesión de la

economía rural, consecuencia en parte de la acción del Estado, afectó también a éste en sus ingresos y en su

poder. Pocos sectores escaparon a las adversidades durante el decenio de 1590.

El desastre no era total y por el momento España se salvó de las consecuencias de su propia locura gracias al

dinero que obtenía en América. Las defensas imperiales que erigió Felipe II permitieron que los ingresos

procedentes de las colonias continuaran inyectando vida en la economía nacional. Los enormes gastos del

Estado, los gastos suntuarios de la aristocracia y la clase dirigente, y el deseo de todos los españoles de vivir

de rentas y pensiones indicaban de manera inequívoca que los españoles creían que la riqueza sólo se hallaba

en el dinero y en los intereses que éste producía. Cuando declinó el comercio colonial, se produjo también el

declive de España. Mientras tanto, la inercia del gobierno y la mentalidad de la clase dirigente reforzaron las

dos condiciones básicas que prepararon el camino: la ausencia de producción y el estancamiento social.

Mientras España estuvo inmersa en las guerras en las que la comprometió Felipe II su recuperación económica

fue imposible. Todo el reino estaba abocado a la guerra en uno u otro frente, durante muchos años en dos

frentes a la vez –el Mediterráneo y los Países Bajos– y en el decenio de 1590 en tres frentes al mismo tiempo,

los Países Bajos, Inglaterra y Francia. En los últimos 15 años de su reinado, el monarca español actuó sobre

el supuesto de que la guerra podía permitirle obtener cualquier objetivo que se propusiera. Pero no tenía orden

de prioridades. La mayor fuente de poder de España, y el mayor campo para la expansión de sus ideales

religiosos y políticos, era su imperio en América. Lo más lógico habría sido concentrar los esfuerzos y los

recursos en ese frente detrayéndolos de otros. Sin embargo, los Países Bajos fueron la sangría más importante

y permanente de los recursos españoles. Una vez que Felipe II condujo allí un ejército y se comprometió en

una campaña por tierra ya no pudo desmovilizarlo. Año tras año la guerra devoró a sus hombres y su dinero y

no pudo apartarse de un conflicto que, tras la recuperación de las provincias del sur, no podía ganar.

A medida que los ejércitos y las flotas españoles consumían de manera insaciable los recursos de la nación

con recompensas cada vez menores, el espíritu de su población pasó de la confianza a la duda y a una creciente

desilusión por la grandeza. En las últimas Cortes celebradas en el reino se dejaron oír voces discrepantes que

protestaban contra los impuestos crecientes y las guerras innecesarias. La petición de nuevos subsidios en

1593 suscitó un memorable debate en el que un diputado tras otro aconsejaron al rey que se situara a la

defensiva y redujera sus pérdidas. El propio monarca había aprendido algunas lecciones al llegar al final de

su reinado. La situación de sus finanzas lo obligó a aprender algo. Intentó entonces abandonar algunos de los

frentes en el norte de Europa. En 1598 consiguió apartarse del frente francés, pero no pudo hacer lo mismo en

los Países Bajos; y por lo que respecta a Inglaterra no veía alternativa alguna a la guerra. En cualquier caso,

era difícil liquidar el pasado imperialista de España, así como era difícil transformar su sociedad.

Felipe II y la pugna con Francia.

Câteau-Cambrésis: El enfrentamiento con Francia y la consolidación de la primacía hispana.

El tratado de Câteau-Cambrésis se sitúa en el umbral de dos etapas diferenciadas. Por un lado, allí se enterraba

el equilibrio inestable de las principales fuerzas anteriores, con la rivalidad entre Carlos y Francisco; por otro,

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se iniciaba un nuevo orden bajo la hegemonía de la Monarquía Católica. La Corona de Felipe II imponía, sin

discusión, su supremacía en el sur de Europa, pero no así en el centro y en el oeste del continente.

Felipe II creyó, desde la hegemonía que le otorgaba el acuerdo de Câteau-Cambrésis, que podía imponer su

ley en Europa: ese fue su error. Los Países Bajos pronto demostraron dónde se encontraba esta debilidad.

Fundamentalmente, la paz de Câteau-Cambrésis imponía el dominio español sobre Italia, dominio indiscutido

desde entonces. Francia renunciaba definitivamente a ella y el tratado le imponía un conjunto de barreras

físicas que en un futuro le impediría el acceso al mundo italiano. Saboya y el Piamonte eran dos de esas

barreras, mucho más cuanto que, políticamente, quedaban inclinados por lazos de familia hacia España. La

Córcega francesa pasaba también al lado español, y Milán y Nápoles eran indiscutibles piezas de la monarquía

de Felipe II. La alianza con Cosme de Médicis de Florencia y los acuerdos con la República de Génova,

constituían otros dos aspectos positivos que otorgaban a Italia un color netamente hispano. La paz española

se imponía sobre toda la Península, con dos excepciones: los Estados Pontificios, resignados a aceptar lo

inevitable, y la República de Venecia, muy de espaldas a la política europea. La solución italiana fue, pues, el

gran éxito español de las paces de Câteau-Cambrésis.

Sin embargo, el equilibrio que quedó configurado para el resto del continente, dibujaba una imagen no tan

precisa para los intereses españoles. Francia, en principio, no salió tan debilitada como a primera vista parecía.

Por lo pronto recobró Calais y alejó así la presencia, en su territorio, de los ingleses. También mantuvo las

plazas de Metz, Toul y Verdún conquistadas por Enrique II y que otorgaban a la Corona francesa una situación

de privilegio para yugular, con facilidad, el llamado camino español. Igualmente recobró todas las plazas que,

en su territorio, había perdido tras las derrotas de San Quintín y Gravelinas. Por otro lado, el matrimonio del

príncipe heredero francés con María Estuardo, reina de Escocia y posible heredera de Inglaterra, permitía

pensar en una futura alianza entre Francia, Escocia y, posiblemente, Inglaterra, alianza en extremo perjudicial

para España. Con todo, para la seguridad de Francia sólo había un problema: los Países Bajos, su auténtica

pesadilla y su amenaza permanente, sobre todo si estaban en manos de los Habsburgo.

Sin duda, los muchos problemas que tuvo que afrontar Felipe II, en su relación con Europa, hubieran sido

todavía mayores si Francia hubiera desarrollado el protagonismo que le correspondía por su privilegiada

situación política y por su fuerza económica. Quizá fue por eso por lo que Felipe II prefirió encontrar

fórmulas de acuerdo, teniendo en cuenta la deriva que iba tomando Inglaterra. En Cateau-Cambrésis se

concentró, en consecuencia, un matrimonio que sellaba la alianza hispano-francesa. En junio de 1559, Felipe

II se casaba por poderes en la catedral de Nôtre Dame de París con Isabel de Valois. Se iniciaba así con Câteau-Cambrésis un período de extraordinaria complejidad en la vida europea. El

conflicto religioso había ya estallado de modo definitivo por todas partes y, también, todas las pugnas

políticas entre príncipes y coronas parecían camufladas dentro de un ropaje vistoso y espectacular, el de las

luchas de religión. Alrededor de ellas se fraguaron, en cierto sentido, los nacionalismos modernos. Con una

Inglaterra escorada hacia la causa anglicana, los Países Bajos amenazaban ruina, mucho más ahora que,

también allí, nacía y crecía el rumor de la disidencia religiosa. En esa zona residía la debilidad de Felipe,

sobre todo cuando Alemania estaba perdida y sus parientes, los Habsburgo del imperio, su tío Fernando,

el nuevo emperador, le exigía una nueva y permanente ayuda dinástica sin demasiadas recompensas a

cambio. Mas con todo, con una Italia controlada, Felipe II podía mantener su presencia en Flandes

asegurando el camino español. Muy a su pesar, era ésta, en cierto modo, una aventura periférica, porque

el centro de gravedad de su fuerza estaba en la Península Ibérica. En 1559, y ya definitivamente Felipe se

instaló siempre en España, desde donde dirigió sus intereses dinásticos. Surgía así el imperio de base

hispánica.

Pero lo cierto es que Felipe II nunca había aceptado la paz de Câteau-Cambrésis con Francia. El ataque

hugonote a sus comunicaciones en Europa y América, el temor de la extensión del Calvinismo por sus

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propios dominios, la intervención francesa en apoyo de los rebeldes en los Países Bajos, contribuyó a

aumentar la desconfianza y su vigilancia. Pero en Francia tenía una baza que nunca había tenido en

Inglaterra: la Guerra civil. Así hasta 1589 las armas de Felipe II fueron la diplomacia y la subversión;

mientras Francia estuvo dividida internamente, los propios reyes se cuidaron de mantenerse contra los

Guisa y los hugonotes, por lo que no hubo real peligro para España; bastaba a Felipe apoyar y financiar las

fuerzas católicas. Posteriormente Enrique III reunió fuerzas para desafiar la tutela de la Liga y en

diciembre de 1588 había asesinado al duque de Guisa y a su hermano el cardenal de Lorena. Su acción

sumergió más a Francia en la lucha civil, y París y otras ciudades fueron a las armas. Enrique II se vio

obligado a ponerse en manos del duque de Navarra y de los hugonotes. Desde este momento hubo guerra

abierta entre católicos de la Liga y el hombre que no habría de reconocer como rey de Francia: Enrique de

Navarra.

Felipe II estaba decidido a desbancar del trono de Francia a Enrique de Navarra, y si Francia caía bajo

un soberano protestante, podría representar un peligro real para los Países Bajos españoles; Farnesio quedaría

encerrado entre los holandeses y los franceses y también Italia podría quedar expuesta a una invasión: Pero

sus ambiciones no se limitaban a la mera defensa de sus dominios; ahora se le ofrecía la oportunidad de

aspirar al trono de Francia, como yerno de Enrique II, y así redondear su imperio.

En septiembre de 1589 el rey español ordenó a Farnesio que se mantuviera a la defensiva en los Países

Bajos y disminuyera gastos. El general español envió un pequeño destacamento desde Flandes para ayuda

de la Liga contra Enrique de Navarra; las fuerzas combinadas católicas fueron derrotadas en Ivry

(marzo 1590) y Enrique cercó París. Entonces Felipe decidió comprometer todo su ejército de Flandes bajo

el mando de Farnesio, ya en guerra declarada contra Enrique. Farnesio se mostró escéptico y esta vez su

desaprobación fue compartida por Idiáquez en Madrid y por muchos de los funcionarios españoles en su

propio ejército; pero una vez más Farnesio obedeció, aunque es cierto que limitó su objetivo exclusivamente

a la liberación de París, consiguiendo reavituallar la ciudad y obligar a Enrique a levantar el asedio. Las

fuerzas españolas habían rescatado París, por lo que Felipe II contaba con su ejército en Francia decidió

que había llegado el momento de plantear abiertamente sus pretensiones al trono francés, en defensa de su

hija Isabel, o imponer un candidato aceptable. Farnesio no estuvo de acuerdo, pues entendía que los

franceses no tolerarían este tipo de intromisión en sus asuntos, además entendía que la seguridad de los Países

Bajos estaba en peligro, y contra los deseos del rey, regresó con su ejército en noviembre.

En los Países Bajos, durante la ausencia de Farnesio, la situación para España había empeorado, y mientras

Enrique de Navarra seguía acaparando la atención y los recursos de Felipe II hacia Francia. Las Provincias

Unidas contaron con el mejor aliado hasta la fecha. Su jefe Mauricio de Nassau, hijo de Guillermo de

Orange, que aprovechó la oportunidad para preparar la ofensiva y cuando Farnesio regresó con su ejército,

le atacó y en junio de 1591 había capturado Zutphen y Deventer; en octubre se apoderó de Nimega.

Mientras Farnesio, que intentaba contener la ofensiva rebelde, recibió órdenes para que abandonara toda

acción militar en los Países Bajos y volviera de nuevo a Francia para ayudar a la Liga. De nuevo chocaban

las voluntades de Farnesio y Felipe II, y el primero hizo cuanto pudo para hacer comprender al rey la locura

del camino que había comenzado, pues atacar en Francia significaba retroceder en los Países Bajos,

prolongando la guerra para las provincias leales, arruinando su economía y exponiéndolas

simultáneamente a los ataques de los holandeses y a los motines de las tropas españolas mal pagadas.

El primer objetivo de Felipe, la seguridad en los Países Bajos, estaba dispuesto a sacrificarlo por una

política imperialista en Francia, pero las maniobras de las tropas españoles fueron esfuerzos fragmentarios

a todas luces insuficientes para doblegar a Francia, por lo que el rey deseaba una invasión mayor con un

ejército poderoso, pero en cualquier caso, el ejército que tenía en España estuvo ocupado desde 1590 a 1592

en la rebelión la rebelión de Aragón, por lo que una invasión de Francia desde el este por el ejército de

Farnesio era la única alternativa. En diciembre de 1591, Farnesio cruzaba por segunda vez la frontera

francesa para reanimar la triste suerte de la Liga. A pesar de todo Farnesio obligó a Enrique de Navarra a

levantar el asedio de Ruán, y a mediados de junio regresaba a los Países Bajos.

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De todos los hombres que sirvieron a Felipe II en altos cargos, Farnesio fue el más honrado y el más

realista, sin embargo el reconocimiento de estas virtudes no fue una de las cualidades que Felipe II admirara

en sus servidores. Desde el fracaso de la Armada, el prestigio de Farnesio en Madrid había iniciado su

decadencia y la desconfianza del rey aumentó cuando Farnesio se opuso abiertamente a su política en

Francia. Desde finales de 1591 Felipe II estaba sopesando su destitución. En octubre de 1592 Farnesio

recibió órdenes para que se dirigiera de nuevo a Francia, durante la marcha murió en Arras.

Falto de su mejor general, el panorama iba empeorando para Felipe II, que, desesperado envió una

tercera expedición desde los Países Bajos, por lo que es manifiesto que el rey echaba mano de cualquier

medio coactivo para que los Estados Generales se declararan a favor de su hija o de alguno de sus otros

candidatos; en cambio los franceses buscaban eludir sus exigencias intolerables, impedir que la corona

cayera en manos extranjeras y salvar a su país de la condición de satélite. La única baza en que se apoyaba

Felipe era que Enrique de Navarra era protestante. Pero también perdió ésta cuando Enrique declaró su

intención de convertirse y en julio de 1593 fue recibido en la Iglesia Católica. Los españoles se negaron a

aceptar su conversión como auténtica, y, aunque costó dos años, el papa reconoció a Enrique IV, que fue

coronado en febrero de 1594, expulsó la guarnición española de París y se adueñó de la capital. Su

conversión produjo la progresiva adhesión del país a su causa; Felipe II, frustrado, tuvo que ver cómo sus

aliados o le abandonaban o eran derrotados. Pero todavía quedaban fuerzas españolas en Marsella y

Bretaña, y Enrique temía que lo que Felipe II no había podido obtener por la subversión tratara de conseguirlo

por una guerra declarada. En consecuencia, el 17 de enero de 1595 declaró oficialmente la guerra contra

Felipe II.

Con una temeraria acumulación de compromisos, Felipe II se había enredado en una guerra con tres

potencias: Inglaterra, las Provincias Unidas y Francia, ocupó ciertas posiciones, rodeando Francia; pero

el corazón del país quedaba protegido por barreras infranqueables del territorio y de población, y a pesar de

su cercanía y de su flota, ni siquiera pudo mantener sus primitivas posiciones, perdiendo Toulouse y

Marsella, aunque en realidad, el único problema auténtico de Enrique y la única esperanza para España residía

en la frontera nororiental de Francia, donde todavía conservaba su fuerza el ejército de Flandes. Los

españoles tomaron absolutamente por sorpresa Calais en abril de 1596, con lo que Felipe II, por fin, contaba

con un puerto en el Canal. Sus avances por el noroeste de Francia obligaron a Isabel I a olvidar sus recelos

por los objetivos franceses en los Países Bajos y en mayo de 1596 firmó un tratado con Enrique IV por el

que le aseguraba un préstamo y 2.000 soldados, a cambio de la promesa de no firmar ninguna paz

independiente con España. La alianza también fue firmada por las Provincias Unidas, además, la situación

militar de Felipe en Francia era muy inestable, y aunque ocupaba plazas en territorio enemigo, éstas las

tenía que mantener por la fuerza en medio de una población hostil; dadas las fuerzas de que disponía, el

problema no tenía solución.

La Paz de Vervins de 1598.

Por fin, Felipe II se dio cuenta de que era imposible luchar simultáneamente con los Países Bajos y con

Francia, sobre todo cuando acababa de atravesar una seria crisis financiera que le había llevado a la

bancarrota de 1596.

Pero ¿qué ventaja podía esperar España de la guerra con Francia? Mientras España quedaba inmovilizada

por las inmensas operaciones continentales, los beneficios reales de la guerra (el comercio y la expansión

comercial) iban a parar a Inglaterra y a las Provincias Unidas. En el Mediterráneo, embarcaciones

holandesas e inglesas, cada vez más numerosas, eludían las patrullas españolas, en busca del comercio y

obteniendo crecientes beneficios. En el Atlántico, los enemigos de España seguían disputándose su

monopolio colonial, además, desde 1595, el papado se había alineado inequívocamente a favor de la

independencia francesa. Roma se ofreció como intermediaria para una paz hispano-francesa.

De los Países Bajos llegaban al rey consejos urgentes para abandonar la lucha. Desde 1596 su gobernador

allí había sido su sobrino el archiduque Alberto, que desde que llegó allí buscó sacar a España de la guerra

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contra los tres adversarios que inmovilizaba su programa para los Países Bajos y desvanecía los recursos del

rey.

Así, por iniciativa del archiduque se firmó la paz con Francia en Vervins (2 de mayo de 1598). España

cedió Calais y las demás plazas que ocupaba en la Picardía y Bretaña, y a cambio de esto, poco ganó.

Como Enrique IV creía que Francia no podría estar segura si España reconquistaba los Países Bajos

septentrionales, siguió proporcionando ayuda a las Provincias Unidas, preocupándose poco por disimular esta

ayuda.

Por tanto, de Vervins Felipe II ni siquiera obtuvo el respiro que había esperado. En cambio, ahorró una

buena cantidad de dinero y su ejército pudo regresar a los Países Bajos.

Tras este acuerdo, Felipe II buscó la solución para los Países Bajos. Reflexionando sobre la posibilidad de

una autonomía propia para Flandes, desligado de su propia persona, el monarca informó, que, tras su

muerte, la soberanía sobre aquellas tierras recaerían sobre su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto,

su sobrino. La cesión contemplaba un conjunto de cláusulas que recogía las múltiples posibilidades de

herencia que vincularían siempre y de por vida, a los Países Bajos a la causa española. De ninguna manera

Felipe II reconocía la soberanía de las siete provincias del Norte, aunque era evidente que éstas tenían ya

libre el camino hacia su independencia. Todavía pasarían cincuenta años para que la monarquía católica la

reconociera.

La cesión a su hija Isabel de los Países Bajos y la Paz de Vervins se firmaron en el intervalo de muy pocos

días: en mayo de 1598. Para entonces la salud del rey estaba ya muy quebrantada, y murió el 13 de

septiembre de 1598. Mientras que la noticia corría por Europa, comenzaba a forjarse la leyenda.

LA DEFENSA DEL MEDITERRÁNEO.

España tenía en el Mediterráneo un punto débil: el Islam. Continuamente tenía que estar a la defensiva con

el Imperio Turco Otomano, obligada a defender sus costas y posesiones mediterráneas, a proteger su comercio

en la zona y la navegación. Y sobre todo a contener la expansión de los Otomanos hacia el O, hacia tierras

peninsulares.

Carlos V no mostró mucho interés en resolver el problema que representaban los turcos, pasando este

asunto prácticamente intacto a su hijo, Felipe II. Por ello es que Felipe II hereda una flota naval que

realmente no estaba a la altura de las circunstancias.

El Mediterráneo era la zona donde los intereses españoles corrían más peligro. Por ello, durante los veinte

primeros años de su reinado, Felipe II se ve obligado a otorgar prioridad a la defensa y contraofensiva contra

el Islam en la zona.

La Turquía de Solimán el Magnífico era la pesadilla española en el Mediterráneo. Los turcos otomanos

poseían una poderosa flota y un grandioso cuerpo de elite, los jenízaros. En la corte turca existían tres tipos

de influencia antiespañola:

de un lado estaban los radicales musulmanes-quienes en 1569 entran en contacto con los

revolucionarios de Granada-dirigidos por Mehmet Sokollu;

de otro los intereses de Francia e Inglaterra, rivales comerciales y políticos de España que buscan

cualquier oportunidad para deshacerse de Felipe II y sus dominios.

Pero también existían personajes, mercaderes de origen oriental, que tenían un profundo odio hacia

España y que ejercen una gran influencia sobre los turcos-como ejemplo tenemos al rico comerciante

judío José Miques-Méndez, conocido también como Josef Nasi o Duque de Naxos, el cual se

convierte en amigo y confidente del sultán, siendo además el cerebro de muchas operaciones turcas

contra España.

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España tenía otros enemigos en el Mediterráneo además de los turcos. Tal es el caso de los estados

berberiscos, Argel o el reino de Trípoli, por lo que España se verá obligada a hacer frente a los ataques de

piratas de estos estados quienes atacan de forma continua las comunicaciones españolas en el Mediterráneo

en busca de botín y rescates de dinero.

Juntos, turcos y estados berberiscos eran un enemigo demasiado potente para la débil política exterior, en

la zona, de España. Carlos V se había inclinado a efectuar una política de exterior a favor de Europa Central

descuidando completamente el poder naval en general.

Felipe II tuvo que partir desde el principio en este campo, por lo que poseía gran desventaja en la carrera

naval con respecto a sus enemigos. La iniciativa en este campo estuvo durante mucho tiempo en poder del

bando contrario.

Una vez terminadas las hostilidades con Francia, Felipe II dio prioridad al Mediterráneo. Abandonó la

táctica de organizar expediciones vistosas y arriesgadas, poniendo en marcha un programa de reforma militar

y naval por el que comenzó a reforzar las plazas ya existentes como la de Orán.

En junio de 1559, Felipe II decide emprender un ataque sorpresa contra Trípoli se, principalmente, en la

paz recién firmada con Francia lo cual privaba a los turcos de un aliado. Felipe II corría un gran riesgo con

este ataque ya que podía provocar una contraofensiva turca. Es por ello por lo que se inclina por un ataque

rápido, aprovechando el buen tiempo y de tal forma que el enemigo no pudiese reaccionar a tiempo. El

encargado de dirigir este ataque es el duque de Medinaceli, virrey de Sicilia, quien comete el error de

organizar el ataque a la vieja usanza: seis meses de preparativos, con una flota compuesta por los barcos de

mayor tonelaje y tamaño. El factor sorpresa desaparece y los turcos estaban preparados para el ataque.

Zarparon en diciembre, viéndose obligados a detenerse en Malta, trasladándose después hacia Djerba.

Ello facilitó el ataque turco, quienes en mayo del año siguiente atacan a los españoles; éstos, llevados por la

indecisión y la desventaja, huyen perdiendo en la huida 42 de sus 80 barcos. A merced de los turcos y

presionados por la escasez de agua, se vieron obligados a capitular en julio. España perdió 18.000 hombres

y la flota turca regresó triunfante a Constantinopla con un botín de barcos y prisioneros.

El desastre de Djerba fue una dura lección que Felipe II tuvo que aprender. Comprendió la necesidad de

hacerse con una poderosa fuerza naval, por lo que desde 1560 comienza un programa de rearme naval en

puertos y muelles de Sicilia, Italia y Cataluña. Para llevarlo a cabo, Felipe II realizó un gran esfuerzo

económico. Ese mismo año obtuvo un subsidio del Papa en forma de un impuesto sobre el clero español,

complementario de la cruzada. Aunque la construcción naval se hacía en defensa de la cristiandad para evitar

posibles ataques de los infieles, los estados aliados de España-Saboya, Florencia, Génova y Portugal- se

limitan a alquilar sus barcos, con lo que generan más gastos para España. En 1562 las Cortes de Castilla

fueron convocadas para que concedieran un subsidio extraordinario que permitiera financiar el programa

naval.

Los turcos concedieron una tregua, inexplicable por cierto, a los españoles. Por ello Felipe II decide

“probar” su nueva flota atacando a los corsarios. A Felipe II no se le olvidó el desastre de Djerba y por

eso en esta nueva ofensiva, decide por un ataque rápido, con prontitud y eficacia. En 1564 España ya estaba

en condiciones de pasar a la ofensiva, aunque todavía no tenía en mente una ofensa directa contra los trucos.

En mayo de 1565 la flota turca llegó inesperadamente a Malta, la isla de los caballeros de San Juan,

apoderándose de ella. La respuesta española fue lenta, provocada por los obstáculos que representaban la

distancia y la organización-García de Toledo se resistía a la improvisación y a lanzar sus tropas en pequeñas

unidades contra los turcos-.Finalmente lograrían derrotar a los turcos y expulsarlos de la isla.

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Desde 1565 el proyecto de recuperación naval se intensificó. En 1566 moría Solimán el Magnífico,

quedando el Imperio Otomano en manos del débil Selim II. Aunque esto significó el comienzo del fin para

los turcos, Felipe II no mostró deseo alguno de acelerar el proceso. Con gran perspicacia continuó

desarrollando una política defensiva. Felipe II tuvo que trasladar sus mejores tropas desde el

Mediterráneo hasta los Países Bajos, donde desde 1566 comienzan a exigir una mayor atención política.

Los recursos financieros también se desplazaron a este nuevo escenario de la política exterior española, y

es que Felipe II carecía de recursos necesarios para realizar ambas tareas con prontitud y eficacia.

El Papa instaba al monarca español a la creación de una liga contra los turcos, pero el monarca español

no quería provocar la susceptibilidad de los protestantes mediante una alianza con claras connotaciones

religiosas, al mismo tiempo que se desplazaba hacia el N de Europa. Tampoco es que pudiera elegir entre

el Mediterráneo y los Países Bajos, en ambos lugares tenía que defender sus intereses.

Entre 1567 y 1568 el Mediterráneo quedó relegado a un segundo plano en la política exterior española. La

aparición de un nuevo foco de tensiones (P. Bajos) y la tregua firmada por Selim II-a quien le interesaba en

ese momento preparar en ataque contra Venecia y Chipre- y Felipe II significó un respiro para España, a

quien le había surgido otro problema: una revuelta en Granada (1569) Los años 1569-1570 fueron los más

difíciles para España de todo el s. XVI.

La batalla de Lepanto.

En 1570 Chipre, posesión veneciana muy valiosa por sus salinas, algodón y producción vinícola, cae en

manos de los turcos. Venecia busca aliados, pero a Felipe II-con sus problemas en los Países Bajos y

Granada- no le interesa, limitándose a reforzar las defensas en Italia y el Norte de África. Pero las presiones

del Papa y de Venecia obligan a los españoles a dirigirse hacia Chipre en un intento de salvar la isla.

La flota cristiana (venecianos, genoveses, pontificios y españoles) sufre un fuerte revés provocado por el

recelo entre las nacionalidades, el mal tiempo y una nueva victoria turca en Chipre; lo que les desmoraliza

y les hace volver a su punto de partida.

Venecia siempre se había mostrado partidaria por una política neutral. Consciente de hallarse en medio de

dos enemigos –España y Turquía-procuraba no participar en ninguna alianza en la que estuviese España, y

tampoco crearse problemas con los turcos, ya que de ello dependía sus rutas comerciales con Oriente y el

abastecimiento de sus numerosa población. Pero ahora había sido atacada por Turquía, por lo que

necesitaban una ayuda ya que sola no les podía hacer frente.

Venecia buscó a la desesperada una alianza con España pero ésta se negaba. No había bajado la guardia

con los turcos pero tampoco quería enfrentarse, de momento, a ellos. Será el Papado quien logre

“convencer” a España para que firme una alianza con Venecia. Pío V no sentía un especial afecto por Felipe

II pero era consciente de que en ese momento era el único monarca europeo –el rey francés mostraba claras

inclinaciones pro turcas y el emperador Maximiliano II había firmado una tregua con Turquía- capaz de

hacer frente a los turcos. Por ello decide seguir mandándole subsidios y a su representante, Luís de Torres,

para las negociaciones.

Felipe II acaba aceptando la alianza por varias razones:

Los sucesos de Granada había reavivado en la Península la lucha contra el Islam-aunque el sultán

turco pensase que esta rebelión interna tendría ocupado al monarca español junto con consideraciones

políticas (una liga proporcionaría a España los servicios de una flota, hombres y armas de los aliados)

y económicas (cruzadas, las cuales suponían unos 400.000 ducados al año).

Felipe II aprovecha el respiro momentáneo en el Occidente (los Países Bajos parecían firmemente

controlados por la férrea mano del Duque de Alba e Inglaterra estaba volcada en resolver sus

propios conflictos internos) para dar un golpe definitivo a su enemigo del Este.

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El tratado entre los tres aliados (España, Venecia y el Papado) se firmó el 20 de mayo de 1571 tras una serie

de contratiempos (Venecia intentó por dos veces llegar a un acuerdo con los turcos).

El triunfo moral del nacimiento de esta liga era del Papado, pero lo cierto es que éste no habría

llegado sin la ayuda militar de España.

El tratado estipulaba que cada 1 de abril de cada año, una fuerza de 200 galeras, 100 veleros, 50.000

soldados de infantería y 4500 de caballería ligera, se reunirían.

Los gastos de la alianza eran satisfechos por España en tres partes, Venecia dos y el Papado una,

además de la alimentación de este gran ejército y el abastecimiento de Venecia mientras sus líneas de

aprovisionamiento con Oriente permaneciesen cortadas. Todo ello suponía un enorme gasto para

España.

El objetivo final del tratado no era solamente el Imperio Turco sino cualquier enemigo de la

cristiandad, como Vergel, Túnez o Trípoli.

La liga actuaría como una patrulla que velaría por el bienestar de sus posesiones en el Mediterráneo

ante posibles ataques de los infieles.

El encargado de dirigir la expedición fue D. Juan de Austria, hermanastro del rey español, hombre joven,

contaba con 24 años, pero que tenía en su haber la victoria sobre el Islam en Granada. Vigilando sus pasos

el rey había mandado a Requesens, hombre inteligente y de talante abierto además de ser uno de los

mejores administradores del reino. Don Juan de Austria se mostró capaz de dirigir la acción desde el

primer momento. A pesar de las críticas recibidas por sus aliados, logró llegar a tiempo-en agosto- para

reunirse con las tropas aliadas. Causó muy buena impresión entre los comandantes veneciano, Veneiro, y

papal, Colonna. Ante la inferioridad numérica de los venecianos logró que éstos aceptasen 4.000 veteranos

españoles e italianos, distribuyendo los recursos y aumentando la valía de todo la flota aliada al hacerla más

móvil e intercambiable.

El siguiente paso era buscar al enemigo y destruirlo. Cuando los turcos entran en la batalla venían de un

verano ajetreado y con un grado de preparación poco óptimo. Don Juan de Austria lo sabe y decide que

por ello es el momento adecuado para la lucha.

Las dos flotas, que se perseguían una a la otra, se encuentran en la madrugada del 7 de octubre de 1571 a la

entrada del golfo de Lepanto. 230 galeras turcas se enfrentan a 208 galeras cristianas, teniendo éstas

últimas el mayor poder de fuego y transportando a una infantería, la española, fuertemente armada. La

batalla comenzó al mediodía. La galera de Don Juan, La Real, avanzó en línea recta hacia el buque insignia

turco, La Sultana, comandado por Ali Pachá. Tras una batalla feroz y sangrienta, parecía que el mar se

había vuelto rojo de tanta sangre allí derramada, la victoria de los aliados fue abrumadora. Sólo

consiguieron escapar 33 galeras turcas, las demás fueron capturadas o hundidas. Los aliados perdieron 12

galeras, a 9.000 hombres y un balance de 21.000 heridos y Alí Pachá terminó con su cabeza clavada en una

pica y la bandera aliada ondeando en el mástil de La Sultana, su nave capitana.

Gracias al liderazgo de Don Juan de Austria y a los buenos consejos de Requesens, junto al poder de fuego

de los galeones venecianos y la excelente infantería española, la victoria aliada fue un hecho. Lepanto

constituyó un rotundo triunfo de la cristiandad.

A raíz de las pérdidas sufridas y de lo avanzado de la estación la flota aliada se tuvo que retirar a Italia. El

Imperio Otomano no se había visto muy afectado: Chipre continuó bajo su poder y se recuperaron de

las pérdidas materiales con asombrosa rapidez.

¿Qué consecuencias tuvo la batalla de Lepanto?

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En primer lugar el mito del poder turco desaparece mientras que la cristiandad obtiene una victoria

moral.

Terminó la época de la supremacía turca, aquella en la que podían moverse libremente por el

Mediterráneo. Los turcos ya no se aventurarán más hacia Occidente y esta retirada fue lo peor que

les pudo pasar, ya que su flota comenzó a pudrirse en los puertos.

En cambio las galeras cristianas consiguieron un gran refuerzo en recurso humanos gracias a los

prisioneros de guerra.

La alianza cristiana no sobrevivió mucho más tiempo tras la batalla. Cada país tenía sus propios

intereses por lo que resultó imposible organizar nuevas cruzadas contra el Islam.-Tras la muerte de

Pío V, Felipe II se desentiende de la alianza –sus aliados lo acusan de traidor-alegando

preocupación por lo acaecido en los P.Bajos. Pero lo cierto es que Felipe II no estaba dispuesto a

sacrificar su política en Argel para favorecer a los venecianos-que optan por una acción política hacia

Levante- aunque se cuida de mencionar sus planes en Roma-para poder seguir cobrando los subsidios.

Nadie cree al rey español, surgiendo voces de protesta –tanto venecianas como papales, incluso

espaldas (Don Juan de Austria y Requesens)-por lo que Felipe II es casi obligado a regresar a la liga.

Venecia abandona la alianza en marzo de 1573 agobiada por su comercio y al reflexionar acerca de

las consecuencias de Lepanto: Chipre seguía en manos turcas, por lo que realmente la victoria para

ello no existía.

A España este abandono le supuso un alivio. A partir de ahora podía centrarse en su propia política, por

ello ataca Túnez en 1573.Las indecisiones de los españoles es aprovechada por los turcos quienes atacan en

julio de 1574, obligando a los españoles a capitular dos meses después.

Aunque parecía anunciarse una nueva guerra entre ambos países, esto no ocurre. Turquía tenía

intereses en Persia y España en los Países Bajos por lo que ninguno de los dos tienen mucho interés en un

enfrentamiento. Ambos comienzan una retirada con la que pondrán punto y final a lo sucedido en Lepanto.

Felipe II nunca estuvo en situación de atacar varios frentes a la vez ni de dedicar todos sus recursos a un

solo objetivo, supo aceptar estas limitaciones y su realismo fue positivo para España.

La política de paz creada fue perjudicial para los turcos ya que la inactividad acabó con la flota turca,

destruyendo sus barcos-terminan por pudrirse en los puertos ante la inactividad- y la priva de marineros

experimentados.

Desde 1578 a 1587 Turquía y España firman una serie de treguas con las que nuestro país inicia una nueva

etapa en las relaciones exteriores con el Islam. En 1590 se vivió un momento de tensión entre Turquía y

España que no llegó a mayores. Se había puesto punto y final a las hostilidades con los infieles.

LA INSURRECIÓN DE LOS PAÍSES BAJOS.

Integrados en la Monarquía hispana por Carlos I, los Países Bajos constituían su elemento más excéntrico

en Europa; eran el punto de apoyo obligado para la política hegemónica de España en el continente.

Riquezas, intelectualidad y cultura distinguían a los Países Bajos desde la Baja Edad Media; pero más

importante todavía que la utilización de estas posibilidades era para España su ubicación estratégica, a

espaldas de Francia, frente a Inglaterra y en la desembocadura de la cuenca renana. El mantenimiento

del pabellón español en los Países Bajos era, por lo tanto, condición vital para la misma existencia del

Imperio.

La nueva aristocracia del dinero y la pequeña burguesía de los gremios formaban una masa social

predispuesta a las novedades intelectuales y religiosas, en contraste con la alta nobleza, en la que persistía

lo tradicional, inquebrantablemente unido a un intransigente espíritu de amor a las prerrogativas y

libertades del país. En fin, estas condiciones habían motivado la pronta penetración de las corrientes

religiosas protestantes.

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Felipe II se planteaba la necesidad de conservar directamente en sus manos los Países Bajos como baluarte

de su política religiosa y hegemónica en el occidente de Europa. Introdujo en el gobierno de los Países

personalidades fieles, aunque extranjeras; demoró la retirada de las tropas españolas; recabó de la

población nuevos y onerosos impuestos; reorganizó la constitución eclesiástica del país, renovó la vigencia

de los antiguos edictos contra el protestantismo y se opuso a la participación de los Estados Generales en

el gobierno, 1558.

Tales disposiciones descontentaron, en primer lugar, al alta nobleza, en su mayoría católica, pero deseosa

de conservar lo privilegios de los Países Bajos y la influencia en su gobierno. El blanco de sus diatribas

fue Antonio Perrenot Granvela, natural del Franco Condado, quien había hecho una portentosa carrera al

lado del emperador, gracias a sus cualidades de astuto diplomático y de la fidelidad a toda prueba. Bajo

Felipe II, Granvela, antiguo obispo de Arrás, fue designado arzobispo de Malinas, 1560, cardenal, 1561,

presidente del Consejo de Estado y todopoderoso mandatario del soberano en los Países Bajos, a

expensas de la autoridad de la lugarteniente general Margarita de Parma, hermanastra del rey. Contra este

personaje se concentró la animadversión de los grandes nobles, como Lamoral, conde de Egmont, y

Guillermo de Nassau, señor de Orange, en el Bajo Ródano, uno de los grandes propietarios del Brabante

y Luxemburgo y, al mismo tiempo, príncipe del Reich alemán. A su vera, fomentando la oposición. Le

apoyaban el conde de Flandes y el mismo duque de Brabante.

La confabulación nobiliaria tuvo un éxito brillante. Achacando las inquietudes populares –manifestadas

contra el pago de impuestos y ciertos tumultos calvinistas- a la presencia de Granvela en el gobierno,

lograron los nobles la destitución por Felipe II (1564). Pero a este triunfo siguieron otras tentativas para dar

satisfacción a las aspiraciones comunes. El conde Egmont planteó ante el mismo rey una serie de

pretensiones moderadas: intervención de los Estados Generales en la política interior de los Países Bajos

y mitigación de las leyes religiosas, que los católicos de tipo erasmista conceptuaban en exceso severas y

los burgueses atentatorias a sus intereses económicos.

Felipe II se negó a aceptar tales demandas, en razón especialmente a la irrupción violenta del calvinismo

en los Países Bajos, cuyos adictos se empeñaban en preparar un movimiento revolucionario contra el

régimen hispanocatólico (1565). La propaganda calvinista, acelerada por la presencia de refugiados

franceses que venían huyendo de las primeras luchas de religión en Francia, se difundió rápidamente por

los medios obreros, en los centros industriales de la lana y el lino, valones o flamencos, y también entre las

clases de la baja nobleza. La negativa de Felipe II y el edicto de octubre de 1565 sobre la aplicación

estricta de los “plakats” religiosos, los decretos del Concilio de Trento y la introducción de la Inquisición,

produjeron la inevitable aproximación entre la nobleza católica y los elementos revolucionarios. Bajo la

mirada complaciente de los grandes nobles, Felipe de Marnix, educado en Ginebra, preparaba la unión de

los intereses de clase de la baja nobleza con los calvinistas, redactando un Compromiso para oponerse a la

instauración del Tribunal del Santo Oficio, el cual fue firmado por los caballeros en noviembre de 1565 en

Breda. Más tarde, los compromisarios manifestaron su oposición irreductible a Margarita de Parma, en

una entrevista donde recibieron su nombre de combate: gueux o pordioseros, por los trajes usados con que

se habían revestido, en Bruselas 05-04-1566.

La turbia política de la nobleza originó una convulsión social terrible: durante el mes de agosto de 1566,

los elementos extremistas, apoyados por los calvinistas que regresaban de su destierro al amparo de las

circunstancias, desencadenaron un devastador movimiento iconoclasta. Cuatrocientas iglesias fueron

saqueadas e incomparables obres de arte destruidas. Las masas lograron apoderarse del poder en muchas

localidades, denotando cuál era la finalidad de su sublevación. Ante los sucesos, resultaron ineficaces las

medidas de las autoridades reales y los nobles, ya que todos abrigaban recelos sobre la conducta e

intenciones futuras del bando contrario.

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Realmente, en 1566 se había abierto un foso insalvable entre la monarquía católica y los rebeldes

protestantes. Felipe II había recogido el guante lanzado a su autoridad. Las órdenes con que envió al

duque de Alba, al frente de un poderoso ejército de aguerridos tercios, a restablecer el prestigio del rey en

los Países Bajos y castigar los excesos cometidos, fueron muy duras y severas; pero no incompatibles con

una futura solución del problema político de los Países Bajos. Desgraciadamente, política y religión iban tan

estrechamente unidas, que la represión de los disturbios aparejaba nuevos antagonismos entre los nobles

católicos y por ende, el fomento del movimiento revolucionario.

La actuación del duque de Alba en el gobierno de los Países Bajos, ya que Margarita de Parma dimitió

al tener noticia de la tropa de castigo en 1566, fue poco hábil, excesivamente rigorista. A su llegada a

Bruselas, 22-08-1567, instituyó un Tribunal de Tumultos, cuyo procedimiento rápido y severo estaba en

desacuerdo con las normas imperantes en los Países. Al mismo tiempo hizo detener a los nobles católicos

condes de Egmont y de Horn, consejeros reales, acusados de complicidad con el gran rebelde Guillermo

de Orange, el cual había aceptado en 1566 el caudillaje de la resistencia armada ofrecido por el sínodo

calvinista de Amberes. Huido éste a Alemania, Egmont y Horn fueron ajusticiados para dar ejemplo, 1568,

Sangre inútil, puesto que Guillermo el Taciturno, por aquellos mismos días, libraba letras de corso a los

pescadores de Holanda, Zelanda y Frisia, como estatúder o lugarteniente real, para atacar y acometer las

naves y puertos leales a Felipe II. Gente atrevida y fanática, adepta al credo calvinista, los Wassergeussen

o gueux del mar, protegidos por Isabel de Inglaterra desde aquellos mismos días, llevaron su atrevimiento

y sus saqueos desde el mar del Norte a la desembocadura del Escalda. Este rudimentario ejército de la

independencia de Holanda iba a ser el núcleo de su potencialidad y hegemonía marítimas en el XVII.

Todavía no se había formulado la secesión entre los Países Bajos y España. Los desaciertos del duque de

Alba, en parte motivados por el ambiente en que se movía, y los alientos que los sublevados recibían de

Inglaterra y de los hugonotes franceses, facilitaron la resistencia del partido de Guillermo de Orange. El

duque de Alba había introducido a rajatabla los decretos religiosos expedidos por Felipe II y mantenido

las guarniciones españolas en las principales ciudades valonas y flamencas. Sólo a este precio había

podido mantener los Países Bajos libres de las amenazas de la subversión orangista. Pero los soldados

necesitaban las pagas oportunas, y para hacer frente a tales cargas financieras el duque implantó unos

impuestos, parecidos a los derechos de la alcabala castellana, que gravaban las ventas de los bienes muebles

con el 10% y las de los inmuebles el 5%, además de un impuesto extraordinario del 1% sobre cualquier

propiedad, mueble o inmueble. Estas contribuciones importaban cantidades fabulosas en un país dedicado

al comercio y a la especulación bursátil. En consecuencia, el disgusto profundo con que fueron soportadas

añadió leña a la hoguera de las deserciones.

La acometida de los Wassergeussen, al mando de Guillermo de la Marca, sobre la ciudad de Brielle, en la

desembocadura del Mosa, 01-04-1572, fue el signo de la insurrección general de Holanda, Zelanda,

Güeldres, Utrecht y Frisia (1572). El duque de Alba intentó una enérgica ofensiva; pero las tropas de

Guillermo de Orange supieron hacer una heroica resistencia en Harlem y Alkmar (1573).

Los triunfos de los evangelistas demostraban la ineficacia de la política preconizada por el duque de Alba.

Felipe II decidió sustituirlo por un hombre más moderado, Luis de Requesens y Zúñiga (1573). Sus

propósitos de concordia, amnistía y perdón general, supresión del Tribunal de Tumultos, chocaron con

el envalentonamiento del bando rebelde. Durante su corto período de mando, truncado por la muerte en

1576, continuó por lo tanto, la dura lucha entre las tropas del rey y las huestes de Guillermo el Taciturno.

Mientras las provincias del Sur se mantenían fieles a Felipe II, la rebelión triunfaba y se organizaba en el

Norte. En 1574 los calvinistas se dieron una constitución eclesiástica en el sínodo de Dordrecht, y en 1576

las provincias de Holanda y Zelanda se declararon unidas y entregaron el poder político y militar,

provisionalmente, a Guillermo de Orange. Apuntábase, pues, la estructuración del nuevo Estado holandés a

base de una organización religiosa cerrada y de un gobierno monárquico.

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Los proyectos del Taciturno iban dirigidos a mantener la unidad de los Países Bajos y su independencia

o plena autonomía de España, subordinando a este fin las querellas y enconadas parcialidades de carácter

religioso en un ambiente de confianza mutua. Nunca estuvo tan próximo a alcanzar sus propósitos como

durante el período turbulento que siguió a la muerte de Requesens. La insubordinación y excesos de los

tercios españoles, cuyos soldados no habían recibidos sus pagas, culminantes en el saqueo de Amberes,

noviembre de 1576 vinieron a fomentar la actitud de oposición después de la desaparición de Requesens,

por los estados de Brabante y los Estados Generales. En Gante, calvinistas del Norte y católicos del Sur

llegaron a un acuerdo, Pacificación de Gante, 08-11-1576, para exigir la retirada de los plakats y el

mantenimiento de la unidad de los Países Bajos, a pesar de las diferencias religiosas, bajo la lugartenencia

del príncipe de Orange.

Cuando el sucesor de Requesens, don Juan de Austria llegó para hacerse cargo del gobierno, 1576, sólo el

Luxemburgo se mantenía fiel a la Corona. Sus primeros actos tendieron a estabilizar el estado de cosas

creado en aquellos territorios por la Pacificación de Gante, cuyos términos reconoció en el Edicto Perpetuo

de febrero de 1577. Este le fue impuesto por los Estados Generales, que funcionaban revolucionariamente

desde noviembre de 1576. Los tercios españoles salieron de los Países Bajos, pero la situación distó mucho

de quedar despejada. El Taciturno se negaba a reconocer el Edicto Perpetuo, por cuanto en él se disponía

la conservación del culto católico en todas las provincias, incluso Holanda y Zelanda. Unas entrevistas y

tentativas entre ambos bandos, el realista y el de Orange, abrieron nueva brecha en las actitudes respectivas.

Ya que la paz era imposible, de nuevo había de hacerse la guerra. Desde Namur, don Juan reclamó el

regreso de las tropas españolas, que acudieron de Italia al mando del expertísimo Alejandro Farnesio, hijo

de Margarita de Parma. La batalla de Gembloux, 1578, abrió las puertas del Brabante a los españoles, sin

que la nobleza del Sur rectificara su decisión de oponerse a las órdenes de Felipe II. Hacía escaso tiempo que

los Estados Generales habían nombrado gobernador al archiduque Matías, hermano del emperador

Rodolfo II, y ante el peligro con que les amenazaba el éxito de Gembloux habían recurrido al auxilio de un

ejército francés, acaudillado por Francisco de Alençon, hermano del rey de Francia Enrique III. El

ambicioso Alençon no logró realizar ninguna de las esperanzas de los que le habían elegido defensor de

las libertades de los Países Bajos.

En este trance difícil, la inesperada muerte de Juan de Austria llevó la poder a Farnesio, 1578. De grandes

cualidades intelectuales y de espíritu realista, el nuevo virrey que supo explotar para su beneficio las

debilidades de sus enemigos. Entre el Norte y el Sur de los Países Bajos, las diferencias de raza, lengua

y cultura correspondían a diferentes conceptos políticos y religiosos. Alejandro Farnesio supo aprovechar

estas profundas discordias y resolverlas en beneficio de su soberano. Su política se basó en dos extremos_

garantizar las libertades valonas y profundizar el foso religioso que les separaba de los holandeses. En

aquellos tiempos el problema de Flandes ya no era sólo militar; la división religiosa había penetrado dentro

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del tejido social, y estaba poniendo de relieve las muchas contradicciones sociales implícitas en aquella

sociedad.

El movimiento calvinista se instaló sólidamente en los gremios de artesanos y menestrales y constituía una

formidable arma social y política opuesta a las capas medias e incluso a las más ricas, a las que pretendía

desplazar de aquellos puestos concejiles. El calvinismo se oponía al catolicismo conservador de sus enemigos

sociales. Cada vez más numerosos, los reformados calvinistas amenazaban con el desorden social y el

escándalo religioso; en consecuencia, la lucha era inevitable. En los concejos chocaron entre sí unos bandos

contra otros ocultando sus verdaderas diferencias políticas o disfrazándolas bajo el signo religioso.

En el Sur, las familias católicas, de actitudes muy moderadas y poderosas, temieron el radicalismo

calvinista que ascendía desde las clases inferiores. Comprendieron que su supervivencia no estaba en el

calvinismo ni en su brazo armado, los mendigos el mar, ni siquiera en su líder, Guillermo de Orange, sino en

el reforzamiento de su estatus social identificado con la defensa de su credo católico. Así, muchas provincias

del Sur, las de Artois, Hainaut, Brabante, etc., declararon su adhesión a la religión católica e hicieron

un llamamiento a los estados Generales, a las 15 provincias que firmaron el Edicto Perpetuo para que

declarasen su oposición al calvinismo por considerarlo extremadamente peligroso desde un punto de vista

social.

En 1579 se realizaron los deseos del virrey. Por la Unión de Arrás, las provincias de lengua francesa

(Artois, Henao y Douai) se comprometieron a mantener el catolicismo, a base del reconocimiento del poder

real. Farnesio poco más tarde reconocía por la llamada Paz de Arrás las libertades tradicionales de los

Países Bajos, de conformidad con las estipulaciones y espíritu de la Pacificación de Gante. Aquella

declaración de las ciudades del Sur, suponía la guerra civil y, como consecuencia, arrojaba a Holanda y

Zelanda al aislamiento exclusivo que conduciría finalmente a la independencia.

En respuesta a estas decisiones, las provincias del Norte (Holanda, Zelanda, Güeldres, Overisel, Frisia y

Groninga) se confederaron en la Unión de Utrecht al objeto de defender por las armas el protestantismo y

oponerse a lo que reputaban tiranía española, 1580. Estos actos, escindían la unidad de los Países Bajos y

daban vida al futuro Estado Holandés, implícitamente existente desde los acuerdos de Utrecht y de modo

claro cuando Guillermo de Orange proclamó, por el manifiesto de La Haya de 1581, la deposición de

Felipe II. La segregación de las siete provincias Unidas respondía a los postulados emitidos por los

reformadores de Ginebra y era el primer síntoma evidente, en el orden político internacional, de la

aplicación de las teorías democráticas del calvinismo.

Flandes era un terreno lleno de contradicciones. En la llamada al catolicismo de las provincias del Sur se

escondía una profunda hostilidad para las posiciones que se adoptaban en las provincias del Norte. Desde

la toma de Amberes, cuando los ejércitos reales campaban furiosos por todo el territorio y la causa del rey se

desmoronaba precipitadamente, las provincias de Holanda y Zelanda apostaban ya por su plena

autonomía. Cada una de ellas, libre en sí misma, podía federarse, junto con las demás, en una unión que

asegurase a todas las independencias. En enero de 1579 esa unión se firmó. Se trataba de una alianza militar

para la defensa mutua, que iba acompañada de la declaración de practicar el culto calvinista. Manifestaba

también la Unión su deseo de autogobernarse y, por razones de estrategia política, nada decían sobre su

vinculación con el rey de España.

Aquel acuerdo fue la famosa Unión de Utrech, que provocó la respuesta contraria del Sur, donde se creó la

Unión de Arrás a instancias de los Estados de Hainaut y Artois, a los que se unieron Flandes y todas las

provincias valonas. La división entre el Norte y el Sur era ya irreversible. Mientras la Unión de Utrecht

nada decía de la soberanía, la Unión de Arrás se reconciliaba con el monarca. El Sur de declaró partidario

de mantener la religión católica como credo oficial, y consiguieron que la monarquía reconociese la autonomía

política que sus propios ordenamientos constitucionales exigían, plasmándose en el tratado de Arrás del 17

de enero de 1579.

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Fue éste un extraordinario triunfo de la diplomacia de Alejandro Farnesio. El Sur se había retenido para

la causa real, y los problemas venían para los estados del Norte. La Unión de Utrecht entraba en un periodo

difícil en el que existían conflictos entre las fuerzas partidarias de mantener las autonomías provinciales sin

romper con el rey de España, y aquellas otras que, más radicales, buscaban desvincularse totalmente de la

Monarquía Católica.

Tales diferencias condujeron a la guerra entre el Norte y el Sur. Desde la conquista de Maastricht (junio

1579) hasta 1587 con la ocupación de la desembocadura de los grandes ríos, todos los Países Bajos fueron

ocupados por las tropas reales, a excepción de las provincias de Zelanda, Holanda, Utrecht y Frisia. Los

éxitos militares de Farnesio y la posibilidad de que sus tropas pudieran conquistar también la provincia del

Norte fue lo que motivó la alarma de Francia y de Inglaterra. La reina Isabel decidió que la causa de las

provincias que formaban la Unión de Utrecht, acosadas por las armas de Farnesio, afectaban también a la

seguridad del reino. Inglaterra no podía permanecer inmóvil. Tal decisión por parte de Inglaterra, suponía

la guerra contra España, y la reina Isabel, consciente de ello, se dispuso a ganar tal embate ayudando a los

neerlandeses, pirateando a los galeones españoles en la ruta de Indias y fortaleciendo su propia defensa.

La derrota de la Armada que Felipe II envió contra Inglaterra en 1588 señaló otro momento especial

en la larga lucha de las provincias del Norte contra Felipe II. Para aquellas, el desastre español demostraba

que su propia lucha no se hacía contra un enemigo invencible; por el contrario la causa real, el desastre de la

Invencible minó gravemente las posiciones adquiridas, llovieron las críticas contra Farnesio como

responsable de aquel enorme error de coordinación entre los buques de Medina Sidonia y los suyos propios.

Tantas fueron las críticas que recibió Farnesio que el monarca perdió la fe en él. Por otro lado, tras la

Invencible, otra vez comenzaron a fallar los recursos económicos, las pagas se retrasaban y el peligro de

los motines de los soldados apareció otra vez. Sin embargo, en los inicios de los años 90, con la derrota de la

Armada, la Monarquía Católica perdió el control de los mares y sus galeones apenas podían ya hacer frente

a los modernos buques ingleses, más rápidos y mejor armados.

Pese a los esfuerzos de España por dominar el mar, la guerra, aunque fue larga, en realidad estaba perdida,

y además los males no venían solos y un nuevo frente se abría también entonces contra Felipe II. Tras el

asesinato del rey de Francia Enrique III, último rey Valois, que no dejaba herederos directos, las leyes

sucesorias señalaban a Enrique de Navarra como sucesor legítimo. Enrique era un príncipe protestante, y

la posibilidad de un rey luterano en Francia suponía, de hecho, la intervención de Felipe II. Tal intervención

provocó el rechazo xenófobo de los hugonotes franceses y también de muchos católicos moderados. Aunque

la conversión al catolicismo de Enrique otorgó a éste la corona de Francia, Flandes se convirtió entonces en

piedra angular de la política internacional. Luchando contra las provincias del Norte y con la hostilidad de

Inglaterra y de Francia, la situación de la Monarquía Católica era difícil. No había otra solución que la

paz, y Felipe pareció comprenderlo en sus últimos días.

EL CONFLICTO CON INGLATERRA: la Gran Armada.

Desde que Felipe juró como rey de Portugal en Tomar, Inglaterra, Francia y los rebeldes holandeses

incluyeron también el territorio portugués en sus objetivos bélicos. Desde entonces Felipe debería atender

no sólo a la seguridad en el Atlántico, para mantener el flujo de la plata, sino que también debería mantener

la integridad de la ruta portuguesa de Oriente, y ésta resultaba ser extremadamente débil. Desde la década

de 1580, los mendigos del mar, los hugonotes de La Rochelle e, incluso, la piratería inglesa de Plymouth,

dificultaban extraordinariamente la comunicación marítima entre España y Flandes.

En 1585, cuando la ofensiva militar de Alejandro Farnesio en Flandes culminó con el éxito de Amberes,

todo el mundo comprendió que la lucha de los holandeses con las tropas de Felipe II terminaría con la derrota

de los primeros, si Francia e Inglaterra no acudían en su ayuda. En tierra, Farnesio resultaba invencible;

sus enemigos comprendieron que había que aumentar la debilidad su debilidad atacando en el mar. Por eso,

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el control del canal de la Macha y en general del Atlántico Norte, resultaba se vital para la suerte de los

rebeldes flamencos. En agosto de 1585, la reina Isabel hacía público su compromiso de proporcionar armas

y apoyo marítimo a los rebeldes de Holanda. Ese mismo año, una flota al mando del mismo sir Francis

Drake, saqueó Vigo y puso rumbo al Caribe, donde capturó Santo Domingo y atacó Cartagena de Indias.

Aquella declaración de la reina de Inglaterra suponía la guerra; y la invasión de Drake indicaba que las

debilidades estructurales del Imperio de Felipe II estaban en el mar.

Con un protestantismo tibio en las islas, comprensivo con los rebeldes holandeses, el problema de los

Países Bajos era irresoluble. La reina Isabel inquietaba a las Indias y soliviantaba Flandes. La única

solución era la guerra.

A principios de 1586, después de haber ordenado la incautación de todos los barcos ingleses y holandeses,

anclados en puertos españoles, como respuesta contra la expedición de Drake al Caribe, Felipe II consultó al

marqués de Santa Cruz sobre las posibilidades de éxito de una invasión de Inglaterra. La empresa de

Inglaterra conllevaría la organización del transporte de un ejército de invasión de unos 60.000 soldados, y de

una flota de guerra que debería acallar la resistencia naval que impondría Inglaterra. En total 90.000

hombres, entre soldados y marineros y unos 560 barcos. Las previsiones que hizo Santa Cruz superaban

ampliamente las posibilidades reales. Farnesio, el general de Flandes, también consultado, opinaba que el

éxito de la empresa resultaría más seguro si se iniciaba desde los Países Bajos.

La organización de la empresa de Inglaterra absorbió prácticamente todos los esfuerzos de la alta

administración de la monarquía y exigió un trabajo denodado de la diplomacia, que pasaba, primero, por

convencer al Papa para que apoyase la empresa concediendo rentas de la Iglesia española. Así Felipe II pudo

maniobrar con más facilidad, asegurándose la retaguardia en el sur de Flandes y consiguiendo para la guerra

la calificación papal de Cruzada, lo que significaba, aparte de las bendiciones divinas, la contribución

económica de la Iglesia española.

En la corte, la Junta de Novhe (reunión permanente de cuatro o cinco ministros del monarca que actuaban

como asesores) organizaba los preparativos bajo la atenta mirada del rey. A finales de 1586, ya parecía

haberse diseñado la empresa, y ésta sería el resultado de la combinación de colaboración entre el marqués

de Santa Cruz y Alejandro Farnesio. El primero organizaría la flota de combate desde Lisboa con la misión

de neutralizar la marina de guerra inglesa, y el segundo entraría en contacto con la Armada de Santa

Cruz y trasladaría sus tercios a Inglaterra bajo la protección de los buques del almirante. La Armada,

que llegaría a Inglaterra, había de ser grande, tan importante que la victoria estuviese plenamente asegurada.

El éxito del plan estaba en conseguir el contacto entre la Armada y el ejército que Farnesio debería de

haber embarcado previamente. El lugar de unión entre ambos se fijó en un punto cercano a la

desembocadura del Támesis. Desde allí, los tercios y los soldados desembarcarían en la costa de Kent y con

rapidez se dirigirían hacia Londres. Felipe II soñaba con un levantamiento posterior de los católicos

escoceses y galeses que ayudarían a derribar a la reina. Pero siendo más realista, la empresa habría cumplido

con pleno éxito su misión si Isabel renunciaba al apoyo que otorgaba a los rebeldes de Flandes y exigía

que éstos acatasen la soberanía de Felipe y, además, toleraba, en Inglaterra el culto católico. Si todo esto

se lograba, el rey de España no exigiría derechos al trono de San Jaime. Todo, pues, dependía de la conexión

entre Santa Cruz y Farnesio. Fue lo único del plan que, finalmente no pudo conseguirse. Ahí residió el

fracaso.

Fueron muchas las dificultades. Los preparativos comenzaron a finales del 1586 en Andalucía y Lisboa,

pero reclutar hombres fue un problema, pero lo fue mayor el asunto de proveer barcos a la empresa, pues

la marina permanente no existía. El rey tuvo que acudir a todo tipo de recursos: el embargo de naves

extranjeras, el arriendo de buques y a la construcción naval. Los preparativos se demoraban, y en febrero de

1588 moría Santa Cruz, y le sustituía en la dirección el duque de Medina sidonia, don Álvaro de Guzmán,

que al asumir la dirección aportó hombres, naves y dinero.

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A la demora había contribuido muy directamente la intervención de Drake que, con permiso de la reina

Isabel, había caído sobre Cádiz en la primavera de 1587, devastando los astilleros donde se construían las

naves destinadas a la empresa. Fue un golpe duro pero que no desanimó a Felipe II. Para entonces el rey

había dotado a su empresa de un cierto carácter divino. La ejecución de María Estuardo, presa en Escocia,

y acusada de conspirar contra Isabel, alejaba de raíz las posibilidades de una sucesión católica al trono de

Inglaterra. Felipe II se veía en la obligación de reparar aquel asesinato, e incluso, por qué no, reunir en

su persona las coronas de Inglaterra y Escocia. La causa del catolicismo, era evidente, daba también un

color especial a aquella empresa que comenzó siendo principalmente política.

En menos de dos meses el Guzmán consiguió poner la Armada en condiciones de zarpar. En mayo la flota

estaba lista y sus efectivos eran 130 naves y 30.000 hombres. Aparentemente aquella flota bien merecía el

nombre de Invencible, sin embargo, contemplada con atención, tenía muchas debilidades. No era una flota

homogénea; los galeones, los buques más poderosos y los más adaptados a las aguas profundas del Atlántico,

apenas llegaban a 20, poderosos, pero no suficientes; había también galeazas, galeras, urcas, zabras, etc. En

conjunto, no era una flota despreciable, pero sí podría decirse de ella que, para la misión a que estaba

destinada, resultaba ser poco funcional, y contrastaba con la flota inglesa, más reducida, pero mucho más

ágil, más homogénea, y mejor equipada.

La flota de Isabel se basaba, como la Armada, en los galeones, pero éstos habían sido reparados y reforzados

con una artillería de mayor capacidad de fuego y con mayor alcance de tiro. La victoria no podía

conseguirse con el tradicional recurso al abordaje de la nave enemiga. El vencedor sería aquel que

demostrase mayor capacidad de tiro y tuviese mayores posibilidades de maniobra. Los galeones ingleses,

algunos de los cuales llegaban a las 1.000 toneladas y eran auténticas fortalezas de artillería.

La Felicísima Armada, como entonces se la llamaba, se puso en camino, y con ella iban depositadas las

esperanzas de un rey que, ya cansado de guerrear, esperaba resolver, por fin, sus problemas militares y

políticos en Flandes. La empresa fue muy arriesgada; de su éxito dependía el mantenimiento del monopolio

español en las Indias y la seguridad para comerciantes y hombres de negocios. Cuando la Armada, obligada

por las tormentas, tuvo que entrar en el puerto de La Coruña, a los trece días de salir de Lisboa, cundió el

desánimo en el duque de Medina sidonia, y comprendió que aquella expedición no estaba bien

pertrechada y habían bastado unos cuantos golpes de mar para comprobar cómo varias naves no habían

podido resistir el temporal. Don Alonso de Guzmán, en carta el rey, aconsejaba que se suspendiese la

empresa. El rey, alegando razones religiosas, le contestó que detenerla ahora suponía soportar la soberbia

de los herejes ingleses y holandeses y de los hugonotes franceses. Ciertamente habían razones lógicas y más

importantes: el prestigio político. Por todo ello, Medinasidonia no podía detener las naves: Yo tengo ofrecido

a Dios este servicio... Alentaos, pues a lo que os toca, contestó el rey.

Salieron de la Coruña y a finales de julio llegaron al canal de la Mancha. El plan indicaba que el contacto

con las tropas de Farnesio sería cerca del cabo Margate; desde allí, la Armada aseguraría el desembarco en

Inglaterra. Todo fue bien hasta la entrada en el Canal; pero allí, con el viento en su contra, la Armada

Invencible se encontró con dificultades.

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La primera batalla naval comenzó el 31 de julio de 1588. Los españoles intentando infructuosamente el

abordaje de los galeones ingleses, y los ingleses castigando permanentemente con su artillería los buques

enemigos, cambiando constantemente de situación y, aprovechando los vientos a favor, enviar pequeños

botes incendiarios (los brulotes) contra los cascos de los navíos españoles.

El encuentro con Farnesio no se produjo porque éste quedó con sus tercios a pocos kilómetros de Calais

sin poder hacerse a la mar, desde donde los holandeses lo impidieron. La Armada presentó batalla, pero

no consiguió imponer la táctica que le convenía: el abordaje, como ocurrió en Lepanto. Los ingleses

Drake, Seymur y Howard, lejos de acercarse, lanzaban sobre ello todo el fuego de su pesada artillería hasta

lograr desplumarla poco a poco. El deseado contacto con Farnesio finalmente se produjo, pero la hostilidad

de los buques ingleses, la deficiencia de los preparativos y los problemas de abastecimiento impidieron la

coordinación del encuentro. Castigada por el fuego inglés, la Armada hubo de internarse en el mar del

Norte, mientras Farnesio quedaba con sus ejércitos en Dunquerque y con sus barcazas sin armamento

alguno.

Internada en el mar del Norte, castigada y todavía perseguida, la Armada no podía dar marcha atrás. El

retorno resultó ser, entonces, el verdadero problema. Bordeando Escocia e Irlanda, castigada por los

temporales, aquella flota, ya muy quebrada por el fuego inglés, retornó a los puertos del norte de España.

Se habían perdido muchas naves y cerca de 15.000 hombres.

La conmoción fue tremenda, tanto en Inglaterra como en España se buscaron causas que explicasen el triunfo

y el fracaso con argumentos de fe. Dios se había tornado protestante.

Felipe II comprendió que debería defenderse contra esa guerra con una Armada defensiva permanente que

garantizase la seguridad de la carrera de Indias. La contrapartida fue la pérdida del control del canal de

la Mancha y del mar del Norte, zonas ambas que quedaron a merced de ingleses y holandeses. Ello

significaba que Flandes a largo plazo no podía ser mantenido y que el comercio español con el mar

Báltico, si se pretendía que continuase, debería aceptar a los holandeses como intermediarios. Ésta fue una

de las consecuencias graves que resultaron de aquella derrota de la Armada. Otra fue la imposibilidad de

Castilla para atender las urgentes necesidades que el comercio portugués de Extremo Oriente tenía de

ser defendido. Castilla carecía de recursos y optó por defender su propio espacio. En consecuencia, Portugal

debería afrontar la defensa de su propio imperio por sí mismo. Muy pronto los holandeses iniciaron sus

expediciones hacia Oriente, destruyendo la talasocracia portuguesa. Sólo Brasil quedó resguardado. La

empresa de Inglaterra, aunque desde el plano técnico no supuso el fin del dominio español en Europa, sí es

verdad que muestra el principio de su declive. Las armas españolas eran tan poderosas como antes; sin

embargo, lo que cambió realmente fue la percepción que el poder hispano tuvo desde entonces. Felipe II

lo sabía, y se hacía preciso recuperar la reputación dañada. Por ello, contra la idea del repliegue que

indicaban algunos grupos sociales, el rey no disminuyó su presencia en Europa, antes al contrario, se

incrementó, y la participación en los asuntos de Francia fue la prueba más evidente.

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RELACIONES CON EL PAPADO (Relaciones con Roma).

Aunque se ha considerado a Felipe II como el brazo secular de la Contrarreforma, lo cierto es que la

opinión de los Papas con los que el monarca español se relacionó es totalmente distinta. Para ellos, el rey

de España utilizaba el pretexto religioso para agrandar sus dominios y generalmente todos los pontífices

tuvieron una profunda aversión hacia España y una mala consideración de su monarca.

Entre Felipe II y prácticamente todos los Papas estallaron conflictos. El protestantismo tenía poco que temer

ante una alianza Roma-España pues la relación entre ambos era tan mala que no se hubieran puesto de

acuerdo nunca a la hora de actuar conjuntamente.

Desde tiempos de Carlos V, el rey tenía pleno derecho a entrometerse en los asuntos eclesiásticos. Podía

elegir a los obispos y sobre todo obtenía importantes y lucrativos beneficios de la Iglesia español. Felipe II

disponía de unos beneficios económicos enormes que provenían de la Iglesia y pese a su devoción hacia la

Iglesia no pudo resistirse a la tentación de explotarlos.

Aunque el Papa intenta hacer llegar su autoridad ante el estado español, lo cierto es que la Corona controlaba

los tribunales eclesiásticos a través del Consejo de Castilla. Roma argumento que ello era contrario a lo

estipulado en el Concilio de Trento, pero de poco le sirvió. España se defendió argumentando que cuando el

Papa, como cabeza suprema de la Iglesia, delegó el poder en la Inquisición española, perdió su autoridad

puesto que su acción era irreversible. Ni tan siquiera el Papa podía actuar de forma espiritual: excomuniones

o bulas serían prohibidas en España si al rey no le interesaba o gustaba lo que en ellas se dictaba.

Felipe II emprende una lucha contra el Papado con el firme propósito de mantener su posición con

respecto a la Iglesia, baza importante en su política. En esta lucha contaba con el apoyo de la Iglesia

española, teniendo en cuenta que los obispos y teólogos españoles eran nombrados por el mismo rey; este

apoyo era indiscutible.

Pero al clero español no le gustaba la idea de enemistarse con Roma. Fueron muchos los eclesiástico,

como el cardenal Quiroga-inquisidor general, que instan al monarca español a mantener buenas relaciones

con el Papado. Si Felipe II desafiaba la autoridad de Roma podía perjudicar su propia autoridad al romper la

autoridad católica a los ojos de sus súbditos. El Papa, aunque débil en el aspecto personal era el vicario de

Cristo, podía ser útil para España. Utilidad recomendable en tiempos de guerra ya que con su influencia

religiosa podía intervenir en el pueblo y éste se mostraría partidario de la política del gobierno.

Pero lo que más frenaba a Felipe II para romper relaciones con Roma era la cuestión económica. Las

rentas eclesiásticas, eran de vital importancia para la economía española. Sin ellas, muchas de las empresas

de Felipe II no se podrían haber llevado a cabo, por ello al monarca español no le interesa romper

relaciones con Roma.

Con Pablo IV, violentamente antiespañol, Felipe II mantiene tan malas relaciones que estuvieron

en guerra durante los dos primeros años de su reinado.

El rey español influyó en el cónclave de 1559 del que salió elegido nuevo pontífice Pío IV. En un

principio, Roma y España mantienen buenas relaciones. Pero éstas relaciones se rompen con motivo

de los decretos del Concilio de Trento y el caso del arzobispo Carranza (acusado por la Inquisición

española de hereje protestante, a pesar de la desaprobación del Concilio de Trento y del Papa).

Con Pío V el asunto no fue mejor. Hombre de carácter más férreo que su antecesor, se mantiene

firme en su misión eclesiástica: él estaba para servir a Dios y poco le importaban los asuntos políticos.

En un primer momento se negó a conceder el subsidio y la cruzada e incluso trasladó el caso

Carranza a Roma.

Este nuevo caso enfrenta seriamente al estado español, y a Roma. Ambos querían juzgar al Carranza, uno

en España mediante la Inquisición; el otro en Roma, alegando que el acusado no tendría un juicio justo.

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Finalmente, tras siete años encarcelado, Carranza fue juzgado en Roma. Las cuestiones por las que Felipe

II cambió de padecer son misteriosas. Quizás tuviese miedo de que el Papa efectuase sus amenazas o que éste

lograse convencer al monarca utilizando para ello la religión. Sea como fuere lo cierto es que en este asunto

amas instituciones, Iglesia y Estado, consiguen salir airosas, puesto que en Roma se hallaban miembros de la

Inquisición española en el momento de juzgar a Carranza (el cual fue declarado inocente del cargo de herejía,

pero tuvo que renunciar a parte de sus escritos).

Pío V volvió a mantener relaciones con España. En esta ocasión fue su ardiente deseo de organizar

una liga cristiana contra los infieles lo que le obligó a ello. El pontífice tenía plena conciencia de

que tan sólo el monarca español estaba capacitado para ello y a Felipe II le interesaba la parte

económica. La liga santa cumplió su objetivo: la destrucción de la flota turca en la batalla de Lepanto

de 1571.Tras ésta, Felipe II vio como el papado le renovaba la cruzada y el subsidio. Pero la

cruzada en el Mediterráneo que ansiaba Roma no llegó. España, al igual que Venecia, comienzan a

retirarse de la liga para cumplir sus objetivos principales, los cuales no coinciden con los del Pontífice.

Pío V apoya a Felipe II en su política en los Países Bajos. Pero, claro está, por motivos distintos.

Para el pontífice era primordial la pervivencia del catolicismo frente al protestantismo que se iba

extendiendo en la zona, para el monarca español sólo quería mantener lo que era parte de su herencia

política. Aunque ambos querían el mismo objetivo, lo cierto es que nunca hubo conexión entre ambos.

El Papa siempre culpó a Felipe II de las pérdidas católicas porque no consideró su consejo de

que se presentase personalmente en la zona.

Tampoco estuvieron de acuerdo en la forma de solucionar el conflicto en la zona. Para el papa se

trataba de una lucha contra los herejes, para el rey español no era más que un escarmiento para los

rebeldes aunque también considerase importante el asunto religioso).Felipe II no quería despertar un

odio, y con ello una intervención de los estados del N europeo-era consciente de que su ejército no

aguantaría tal ataque-por ello intenta enmascarar su acción con tintes políticos.

Con Inglaterra pasó algo parecido. El Papa deseaba atacar a Isabel I por cuestiones religiosas,

pero Felipe II se muestra reacio a ello (incluso llega a escribir una carta a la reina inglesa

manifestando su negativa a los deseos papales)

Felipe II se muestra partidario de atacar Inglaterra por motivos políticos-acción pirata en el comercio

español en las Indias-y de nuevo tenemos dos puntos de mira distintos, papado y España, con un mismo

objetivo: Inglaterra. España finalmente no se decidió a intervenir en Inglaterra, Felipe II escuchó los

consejos del Duque de Alba que así lo aconsejaba y decidió dejar a su suerte a los católicos ingleses que por

su escaso número y debilidad no eran un factor a tener en cuenta.

Con Gregorio XIII no hubo cooperación para atacar Inglaterra. Felipe II tenía su prioridad en los

Países Bajos, Portugal y América, problemas más importantes que cualquier cruzada contra Isabel

I. Cuando España se decide a atacar a Inglaterra, lo hace movida por intereses políticos y

económicos, con la misión de acabar con la raíz de los ataques ingleses contra España y su imperio.

Felipe II desea la cooperación papal para ello por motivos económicos, y mientras Gregorio XIII

estuvo en el cargo, el asunto funcionó.

Con la elección de Sixto V se produce un revés para los intereses españoles. Entre Felipe II y Sixto

V siempre existió una profunda antipatía. El carácter enérgico e independiente del nuevo pontífice

no se prestaba para la política de Felipe II, manteniéndose firme en sus cuestiones. Cuando Felipe II

decide atacar Inglaterra, en Roma estaban más dispuestos a realizar una política más pacífica-creen

en una posible conversión al catolicismo de la reina inglesa-. Incluso viendo que esto nunca llegaría,

Sixto V siempre mostró una gran simpatía hacia Isabel I. Pero el Papa no se podía negar a la

expedición española contra Inglaterra y aunque se mostraba reacio a ella, siempre defendió una

postura más pacífica, financió la expedición (aunque fuese en nombre del catolicismo) e incluso

logró de Enrique III de Francia su neutralidad. Pero el papado desconfía que la empresa del

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monarca español llegue a buen puerto, a la vez que las relaciones entre ambos eran nulas-se

comunicaban a través del embajador español en Roma, el conde de Olivares-por lo que decide

pagarle a Felipe II el subsidio prometido cuando finalice la misión y ésta termine con buen pie (Sixto

V siempre pensó que la expedición fracasaría.)

Tras la derrota de la Invencible comienzan una serie de audiencias para que Sixto V pagase a Felipe II el

dinero que le debía (un millón de escudos) en concepto de subsidio. Nunca pagó el dinero, por lo que las

relaciones entre ambos se enfriaron aún más. Sixto V comenzó a poner en duda la capacidad y el poder

de Felipe II. Para el pontífice, que argumentó para no pagar el dinero que Felipe II no había actuado en

nombre de la fe cristiana, sino de su propio interés político, lo que verdaderamente le impulsaba a frenar al

monarca español era sus ansias imperialistas. Felipe II tenía un imperio en el que nunca se ponía el sol, y Sixto

V temía que semejante grandiosidad de poder pudiera, en un futuro, ser perjudicial para las demás

naciones cristianas. Por ello, lucha para que España no agrande más sus dominios.

Ello queda patente en el último enfrentamiento de Felipe II con el Papado. La intromisión de Felipe

II en Francia, y con ello la posible anexión de su corona, hace que el Papa se muestre favorable a

Enrique de Navarra, a pesar de ser éste protestante. Felipe II mantiene desde el primer momento su

posición de hacer todo lo posible para que el “hereje Enrique” no llegue a ocupar el trono de Francia

(en realidad lo quería para sí o para su hija Isabel, hija de la francesa Isabel de Valois)

Sixto V, por su parte, mantiene la defensa de Enrique de Navarra, alegando que éste podía volver al

seno de la Iglesia católica-Felipe II mantiene que si eso ocurre apelará puesto que sería una conversión

fingida.

Con la muerte, en agosto de 1590, de Sixto V, España respira más tranquila. Todavía tenía una posibilidad

de que el papado le diese la razón en su conflicto con Francia.

Pero nada de ello ocurre. Clemente VIII mantiene la misma postura que su antecesor, reconoce a Enrique

de Navarra-Enrique IV desde su conversión al catolicismo- como soberano francés; oponiéndose a los

intereses políticos de España (quien mantenía una guerra con el recién conocido monarca francés)

Felipe II creía que tenía derecho a decir al Papa qué era lo mejor para la Iglesia y el pontífice

consideraba que el monarca español confundía los intereses de la Iglesia con los intereses

españoles. Pero Felipe II no era el primer gobernante, ni sería el último, en creer que sus intereses

coincidían con los de la religión.

RENACIMIENTO Y HUMANISMO EN ESPAÑA.

El Renacimiento se distinguía por presentar las siguientes manifestaciones:

por el nacimiento del Estado como una obra de arte, como una creación calculada y consciente

que busca su propio interés;

por el descubrimiento del arte, de la literatura, de la filosofía de la Antigüedad;

por el descubrimiento del mundo y del hombre,

por el hallazgo del individualismo,

por la estética de la naturaleza;

por el pleno desarrollo de la personalidad, de la libertad individual

y de la autonomía moral basada en un alto concepto de la dignidad humana.

Características del Renacimiento español.

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El Renacimiento es uno de los conceptos definidores del tránsito del mundo medieval a otro que se consideraba

a sí mismo “moderno”. El concepto de Renacimiento se originó en el ámbito literario, y más en concreto

humanístico, como renacimiento de las bellas letras, es decir, de la literatura clásica. Pasó a aplicarse a la

historia del arte, y desde mediados del S. XIX se habla de Renacimiento a una época histórica, de la cual los

historiadores destacan alternativamente la novedad y la continuidad. Se la define cono una época de exaltación

del individuo, y al mismo tiempo de clasicismo cultural y literario. El Renacimiento coincidió con el

movimiento de expansión económico secular, y al igual que éste evolucionó.

El Renacimiento fue un movimiento de origen básicamente italiano que tuvo variantes nacionales de distinta

cronología e intensidad. Durante el S. XV tuvo lugar una espléndida eclosión artística en Castilla y Aragón.

Se trataba de las etapas finales del gótico en arquitectura (llamado flamígero). Durante el reinado de los

Reyes Católicos comenzaron a construirse edificios de estilo renacentista, aunque la tónica general fue

mezclar elementos aislados renacentistas en contextos góticos. Existía también una fuerte tradición

constructiva y decorativa mudéjar, que agregada a otros estilos mencionados dieron lugar en los años 1470-

75 a una arquitectura peculiar denominada estilo Isabel, estilo Reyes Católicos, y en algunos casos concretos

estilo Cisneros. El arte gótico perduró en España, construyéndose catedrales góticas como las de

Salamanca y Segovia en 1520 y 1530.

El arte español en el S. XVI estuvo muy influenciado por Italia y Flandes. Los artistas españoles pasaban

períodos de formación en Italia. Lo más frecuente era la entrada de artistas extranjeros. La iglesia era el

principal cliente y mecenas de la producción artística. La pintura y la escultura plasmaban

fundamentalmente temas religiosos. La Corona también solicitó de este arte como forma de exaltar la

monarquía: la Cartuja de Miraflores de Burgos, S. Juan de los Reyes en Toledo, la Capilla y el Palacio

Real de Granada y el Escorial en Madrid.

La influencia de la demanda eclesiástica sobre el arte era dilatada. La demanda civil era más restringida

y no olvidaba los aspectos religiosos. Ante la prepotencia de la Iglesia, Corona y nobleza, la demanda urbana

era escasa. Existió una notable construcción de residencias señoriales (Barcelona y Mallorca). La expansión

económica permitió una amplia difusión de edificios platerescos en Úbeda y Baeza. Los grandes centros

artísticos del S. XVI coinciden con el mapa de la red urbana y con el impulso económico.

La Universidad, foco de las nuevas ideas.

Para hablar del pensamiento y corrientes culturales de la época hay que hablar de las universidades españolas.

Varias de las más prestigiosas universidades tienen su origen en el reinado de los Reyes Católicos, aunque

no son de iniciativa estatal, sino eclesiástica en la mayoría de los casos. La de Sevilla procede del colegio

fundado por el arcediano Rodrigo Fernandez de Santaella de origen converso. La de Santiago no tuvo bula

funcional como tal universidad hasta 1525, pero se remonta a fines del S. XV. La de Alcalá de Henares fue

una fundación de primer orden debido a la novísima orientación de su plan de estudios con que la dotó el

Cardenal Cisneros.

Las universidades tradicionales estaban orientadas hacia la enseñanza del Derecho Romano y el Derecho

Canónico, con objeto de proporcionar altos funcionarios a la administración y eclesiásticos. Cisneros

también fijó como misión primordial a la Complutense la formación de un clero culto, pero dentro del

espíritu de renovación eclesiástica y de orientación humanista. Por eso redujo al mínimo los estudios

jurídicos e implantó numerosas cátedras de Humanidades. En ellas trabajaron hebraístas (Alfonso de

Zamora y Pedro Coronel), helenistas (los hermanos Vergara) y latinistas como Antonio de Nebrija. A

pesar de todo, siguió siendo la salmantina la universidad más reputada. En ella enseñó el matemático y

astrónomo Abraham Zacuto hasta que el decreto de expulsión de 1492 le obligó a emigrar a Portugal.

El auge de los estudios astronómicos y cosmográficos debe ponerse en relación con la tradición hispánica

medieval, cultivada indistintamente por cristianos, árabes y judíos. La introducción de la imprenta en la

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década de 1470 aparece simultáneamente en Valencia, Barcelona, Zaragoza, Tortosa, Segovia y Sevilla,

introducida por alemanes o flamencos. Es un paso adelante en la vulgarización de los estudios y en la

secularización de la cultura.

Los progresos de esta secularización se advierten en los géneros literarios más difundidos. Aunque los

libros piadosos y litúrgicos siguen teniendo una clientela amplísima, la imprenta promueve la difusión de

otros géneros. Hay que contar con el auge de dos nuevos géneros: el teatro y la novela. A caballo entre

ambos se encuentra la obra “la Tragicomedia de Calixto y Melibea” de Fernando de Rojas. En conjunto, las

obras literarias de esta época tienen una mezcla de lo medieval y lo moderno por igual que se advierte en las

artes plásticas.

La corriente erasmista en España.

El Renacimiento religioso promovido por Cisneros, reforzado a nivel local por hombres como Hernando

de Talavera, arzobispo de Granada y prolongado luego durante el S. XVI por los reformadores como S.

Pedro de Alcántara, Sta. Teresa de Jesús y S. Juan de la Cruz, tuvo resultados profundos y permanentes.

Mejoró las órdenes monásticas y el alto clero en España en tal medida que, durante los años iniciales de

la Reforma, la jerarquía española y religiosa pudo jugar un papel poderoso en los concilios de la iglesia.

La reactivación teológica llevada a cabo por los dominicos de la escuela de Salamanca y muy desarrollada

por la Compañía de Jesús, hizo posible que teólogos españoles expusieran la doctrina católica en el gran

debate con el protestantismo y que lograran aportaciones importantes en los problemas del Imperio, en

cuanto a relaciones radiales y al derecho internacional. A la vez, el hecho de que la iglesia española

hubiera emprendido por sí misma la reforma, inmunizó a España más que a otros países de la

propaganda protestante.

La entrada de Erasmo inauguró una nueva fase en el Renacimiento español. La estima en que se tenía la

investigación científica en España creó un clima intelectual propicio para una recepción favorable de sus

escritos. La corriente espiritual que llamamos “erasmismo” español no fue una mera recepción pasiva del

ideario religioso del gran humanista europeo, Erasmo de Rotterdam. Fue más bien la conexión entre las

enseñanzas del pensador holandés y las tendencias espirituales e intelectuales ya existentes en España.

En la corte de Carlos V había defensores influyentes de Erasmo, incluido el secretario latino del emperador,

Alfonso de Valdés. Desde 1522 la corte estuvo en España y los erasmistas españoles gozaron así de una

posición estratégica para promover los escritos de su maestro. Los cargos más importantes estaban ocupados

por entusiastas de Erasmo: Alfonso de Fonseca, arzobispo de Toledo, Alfonso Manrique, arzobispo de

Sevilla e Inquisidor General. Existía una coincidencia entre las tendencias de reforma de la Iglesia y la

política del gobierno imperial, que quería corregir los abusos de la curia romana y llegar a un acuerdo

con los súbditos alemanes del emperador. El erasmismo español no formó un cuerpo doctrinal, ni una

escuela organizada. Sin embargo, España fue el país en el que Erasmo gozó de mayor popularidad. Sus

obras eran leídas por las clases burguesas.

El humanismo cristiano de raíz erasmista arraigó también en la corona de Aragón: en Cataluña en torno

a la persona del vicecanciller Miquel Mai, embajador en Roma, y en Valencia con una pléyade de estudiosos

de lenguas clásicas. Vinculados en parte a la universidad, los cuales prolongaron su actividad hasta los años

1560, e incluso más allá, de forma residual.

Si quisiéramos reducir a esquema las formulaciones del erasmismo español diríamos que privilegiaba la

religiosidad interior sobre la exterior. La liturgia, la organización eclesiástica, sobre todo el clero regular,

incluso las manifestaciones dogmáticas, eran elementos secundarios, puesto que según palabras bíblicas se

debía adorar a Dios en espíritu y en verdad. A los erasmistas les caracterizaba su nivel intelectual alto, su

condición de humanistas capaces de aplicarse al estudio de las escrituras. La crítica de la estructura

eclesiástica y en especial de los religiosos provocó una tensión entre erasmistas y frailes, manifestada, por

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ejemplo, en la famosa conferencia celebrada en Valladolid en 1527. Los poderosos protectores eclesiásticos

de Erasmo tuvieron que suspender el coloquio para no arriesgarse a una condena formal del humanista.

Entre los años 1522 y 1525 el movimiento erasmista se estableció con éxito en España. Pero también tenía

sus adversarios. Principal blanco de sus dardos, las órdenes monásticas, que atacaron a Erasmo de hereje,

sobre todo después de la aparición de la traducción española de su Euchiridion o “Manual del caballero

cristiano” con dedicatoria a Manrique, en 1527. Los adversarios obtuvieron el apoyo de la Inquisición. Para

decidir sobre la ortodoxia de Erasmo, Manrique convocó en Valladolid una junta de 32 teólogos, sin llegar

a una resolución unánime, prohibió los ataques contra el sabio.

En 1527 y 1528 Alfonso Valdés escribió 2 diálogos populares en castellano denunciando los abusos

clericales, justificando el saqueo de Roma por causa de la perversidad papal y alabando las tesis de

Erasmo. El hermano de Alfonso, Juan Valdés, publicó su “diálogo de la doctrina cristiana”, en el que no

sólo ensalzaba las virtudes de Erasmo sino que tachaba a sus opositores de locos que desconocían la

verdadera piedad cristiana. Esta vez la Inquisición actuó y Valdés tuvo que huir hacia Italia. La condena

de Juan de Valdés fue un signo de los tiempos, consciente de la expansión del protestantismo fuera de

España, la iglesia española se hizo más sensible a las críticas y menos capaz de tolerar las discrepancias

aunque se moviera dentro de la ortodoxia.

El año de 1529 fue crucial. En agosto el erasmista Manrique cayó en desgracia y fue confinado a su sede

de Sevilla. Al mismo tiempo, se retiró la mano protectora del emperador: Carlos V partió en julio hacia

Italia llevándose consigo a los más importantes erasmistas. La serie de interrogatorios llevados a cabo por

la Inquisición alcanzó su momento álgido en 1533 con el del profesor de griego Juan de Vergara, amigo

personal de Erasmo y figura de primera fila entre los círculos humanistas españoles.

La campaña de desprestigio del erasmismo mediante su vinculación a la herejía luterana e iluminista

alcanzó un brillante éxito y la condena de Vergara puso virtualmente punto final al movimiento erasmista

español. Algunos erasmistas, como Pedro de Lerma, abandonaron el país, donde no veían porvenir para

el estudio y la enseñanza. Con setenta años y después de un largo proceso, fue obligado a retractarse

públicamente en todas las ciudades donde había predicado, respecto a 11 proposiciones, calificándolas como

heréticas, escandalosas y perversas, e inspiradas por el diablo. Lerma abandonó España a la primera

oportunidad y regresó a la Sorbona, en donde había sido decano, negándose a volver a su país de origen,

donde afirmaba, las personas cultas no podían vivir entre esos perseguidores. Con la muerte en 1538 del

Inquisidor Manrique desapareció en España la última figura erasmista que ocupaba una posición de

autoridad en la Iglesia. Luis Vives escribió desde el extranjero.

El movimiento erasmista era un movimiento ortodoxo y sus seguidores nunca pretendieron una ruptura con

la Iglesia católica. Desde luego, en España no existía ningún peligro real de que enraizara la herejía y que

el protestantismo alcanzara a la masa de la población.

Alumbrados y luteranos.

La reforma española se había realizado bajo los auspicios de la Corona y con indepedencia de Roma, a

cuyo renacimiento religioso se anticipó en años. Esto contribuyó a potenciar el papel de la Corona en los

asuntos eclesiásticos, alimentó la suspicacia española respecto de Roma y tuvo repercusiones duraderas

sobre las relaciones entre España y el Papado. Fue un augurio interesante que, antes de que Lutero opinara

contra la predicación de indulgencias, el cardenal Cisneros las hubiera prohibido en

España, no por motivos doctrinales, sino porque pensaba que existían necesidades más urgentes que la

reconstrucción de la basílica de san Pedro en Roma. Las autoridades españolas consideraban poder

garantizar la ortodoxia sin la intervención de Roma.

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Sin embargo, el renacimiento intelectual que impulsaron en los inicios del siglo XVI pronto produjo nuevos

brotes que empezaron a ser mirados con desconfianza. Y tuvo una serie de efectos no deseados, El interés

que despertaba la vida religiosa determinó un aumento incesante del clero, tanto regular como seglar, gran

parte del cual vivía en condiciones próximas a la miseria, al margen de la religión y evadiendo el control

eclesiástico.

Además, las tendencias evangélicas que inspiraron los movimientos de reforma de los franciscanos y

dominicos, en especial el enorme crecimiento de los observantes franciscanos, permitió la incorporación

de numerosos individuos poco fiables, cuyo nexo les inspiraba hacia el iluminismo y, según opinaban algunos,

al protestantismo. Al mismo tiempo, el castigo de los desórdenes monásticos por parte de Cisneros

sancionó de alguna forma de alguna forma los ataques contra el clero regular en general, siendo éste uno de

los rasgos del éxito de Erasmo en España.

El instrumento para hacer frente a la heterodoxia, real o potencial, era la Inquisición. Entre 1510 y 1520

aproximadamente, el prestigio de esta institución alcanzó el punto más bajo desde su establecimiento. Su

campaña implacable contra los cristianos nuevos había aplastado cualquier posible amenaza hacia la ortodoxia

en aquella dirección y había quitado fuerza a a una de las principales razones para su existencia, en tanto que

sus métodos arbitrarios y absolutistas eran el blanco de una crítica cada vez más generalizada.

La secta de los iluministas o alumbrados, era de origen exclusivamente español, como lo revela tal vez su

peculiar carácter místico. Surgida con independencia del protestantismo, existía ya en 1512 en Salamanca

y Valladolid, y comenzó a existir entre un grupo de franciscanos, algunos conversos de ascendencia judía.

El iluminismo era una aberración del misticismo. Su credo consistía en la sumisión de la voluntad a Dios

y en la capacidad-o supuesta capacidad- de establecer comunicación personal con la esencia divina por

medio del éxtasis, durante el cual no cometían pecado mortal. Algunos de sus practicantes encontraron en

estas doctrinas pretextos para dar rienda suelta a sus pasiones sexuales. Otros, simplemente, se presentaban

como santos y profetas, muchas veces con fortuna, consiguiendo la protección de la nobleza.

En 1525, La Inquisición codificó, para condenarlas, las creencias religiosas de unos pequeños grupos que

se habían desarrollado en el “reino de Toledo”, es decir, en Castilla la Nueva. Sus dirigentes eran conversos

(pero no judaizantes), sin estudios universitarios. El principal personaje del grupo era una mujer, Isabel de la

Cruz, vinculada a la orden franciscana y un laico, Pedro Ruiz de Alcaraz. Se hallaban relacionados con el

movimiento espiritual de la orden franciscana, pero siguieron una vía propia de religiosidad interior, anti-

intelectual (lo que les separaba de los erasmistas), a la búsqueda de la iluminación del alma por Dios. Se les

llamó iluminados o alumbrados. El núcleo de su doctrina era el dejamiento del alma, anulando su voluntad

ante la de Dios, y renunciando no sólo a las prácticas religiosas externas, sino a la realización de buenas

obras, consideradas como ataduras que impedían la contemplación de Dios. El grupo fue rápidamente

desarticulado por la Inquisición sin ejecuciones. Desde entonces el movimiento tuvo escasa importancia,

pero la Inquisición mantuvo siempre una estrecha vigilancia sobre los sospechosos de pertenecer a él, de

manera que todo aquel que estuviera animado por el entusiasmo religioso era sospechoso de iluminismo (el

propio Ignacio de Loyola fue acusado tres veces, y en 1527 encarcelado e interrogado). A partir de 1570, se

descubrieron grupos de supuestos alumbrados en Extremadura y la Alta Andalucía.

Algunas confesiones realizadas en los procesos de la Inquisición implicaron a intelectuales erasmistas en el

momento en que éstos perdían a sus grandes valedores en la corte (Gattinara y Alonso Váldes). A lo largo

de los años 30 fueron procesados y condenados (no a la hoguera) el humanista Juan de Vergara, su hermano

Bernardino de Tovar, el impresor Miguel de Eguía, etc. Eran personajes que habían estado vinculados a

Cisneros, que habían servido a los arzobispos de Toledo. El propio inquisidor general Manrique quedó

desbordado ante la institución que presidía y no logró evitar el desmantelamiento de los grupos

erasmistas.

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Esta persecución no impidió la radicalización de los reformadores religiosos. Juan de Valdés, hermano de

Alonso, se trasladó a Nápoles (1530) donde organizó un círculo de religiosidad intimista, con gran

repercusión entre la aristocracia italiana. Valdés había tenido relaciones con los alumbrados en el palacio

del marqués de Villena en Escalona. Algo posterior se desarrolló la trayectoria del médico aragonés Miguel

Servet, gran científico y autor religioso con su obra Restitución del Cristianismo. Servet tuvo que huir de

España, pero su radicalismo religioso y concretamente su negación del dogma de la

Trinidad le llevó a morir en la hoguera… por sentencia calvinista en Ginebra en 1553. Los españoles que

llegaron a ser claramente protestantes sólo pudieron desarrollar su pensamiento libremente fuera de

España.

En el decenio de 1550 el mapa religioso de Europa experimentó cambios notables. El emperador tuvo

que aceptar el status legal del luteranismo en Alemania. Inglaterra pasaba declaradamente al bando de la

Reforma. El calvinismo se expansionaba con rapidez en Francia y los P. Bajos. Ante este hecho la

Inquisición real y pontificia reaccionaron con dureza hacia las tendencias filoprotestantes, que se

detectaban en España e Italia, singularmente en medios eclesiásticos. En España la labor represiva fue

llevada a cabo por Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, inquisidor general. En 1558-1559 fueron

condenados en Sevilla y Valladolid grupos eclesiásticos y seglares (algunos nobles) que fueron calificados

de “luteranos”.

Las interpretaciones más recientes consideran que los condenados de 1558-59 eran verdaderos protestantes.

Los más significativos habían viajado por Europa y habían conocido la gran polémica religiosa. En Flandes

quedaba un pequeño núcleo de erasmistas a salvo de la Inquisición. A principios del decenio de 1560, el

grupo erasmista valenciano quedó reducido al silencio, con la ejecución del caballero Centelles y la

condena menor del eclesiástico Conques. Momento culminante de la labor inquisitorial fue la detención

del propio arzobispo de Toledo, fray Bartolomé de Carranza (1559). Carranza pertenecía a la tendencia

de la orden dominicana que había desarrollado la religiosidad interior. Su proceso representó un conflicto

grave en las relaciones entre la Corona y el Papado, y se arrastró durante 17 años, hasta alcanzar una

sentencia ambigua.

La ortodoxia quedó reafirmada por la publicación, a partir de 1551, de Índices o catálogos de libros

prohibidos. Las obras más representativas de Erasmo aparecían en el Índice.

La ciencia europea en la España de los siglos XVI y XVII.

Los descubrimientos científicos realizados en Europa a lo largo de los siglos XVI y XVII llegaron a España

con mucho retraso y, frecuentemente, no fueron comprendidos. La radicalización temperamental de los

españoles como consecuencia de la lucha religiosa de la Contrarreforma trajo por consecuencia la aparición

de una serie de trabas que les impidieron o cuando menos hicieron muy difícil el poder realizar viajes de

estudio al extranjero.

En este aspecto fue decisiva la disposición de 1559 dada por Felipe II en que disponía:

“Mandamos que de aquí en adelante ninguno de nuestros súbditos y naturales, de cualquier estado, condición

y calidad que sean eclesiásticos o seglares, frailes niclérigos ni otros algunos, no puedan ir ni salir destos

reinos a estudiar, ni enseñar ni aprender, ni a estar ni residir en universidades, ni estudios ni colegios fuera

destos reinos; y que los que hasta agora y al presente estuvieran y residieren en tales universidades, estudios

o colegios se salgan y no estén más en ellos dentro de cuatro meses después de la data y publicación desta

carta…”,

y las penas que se imponían a los contraventores no eran ligeras: pérdida de bienes y destierro perpetuo.

Por otra parte, la vigilancia a que se sometía la importación de libros hacía el resto y durante un siglo, el siglo

en que se establecieron las bases de la ciencia moderna, España siguió viviendo anclada en la tradición del

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Medievo, excepción hecha de campos como los de las ciencias naturales, en que el contacto con la realidad

americana permitió descollar a nuestros sabios, que eran de hecho los únicos que podían tener acceso a las

tierras recién descubiertas.

Sólo a fines del siglo XVII las nuevas teorías científicas hacen su irrupción en los textos españoles y el

anteojo y el microscopio son utilizados por estudiosos como el astrónomo y matemático José Zaragoza

(1660) y el anatomista Crisóstomo Martínez (1680). Posiblemente ambos instrumentos, y muy en concreto

el anteojo, eran utilizados en nuestro país desde unos treinta años antes de las fechas señaladas, pero con fines

muy distintos de los que aquí nos interesan: el de su conexión con la renovación científica.

Y así a mediados del siglo, Gaspar Bravo de Sobremonte, pronto seguido por Francisco San Juan Domingo

y Joan de Alós, expone la teoría de Harvey sobre la circulación de la sangre; Crisóstomo Martínez

descubre los vasos adiposos; José Zaragoza realiza valiosas observaciones astronómicas, etc.

Pero en conjunto, estos autores son personas cautas que evitan chocar de frente con el saber tradicional y,

sobre todo, los astrónomos ocultan su verdadero sentir acerca del sistema del mundo y evitan hacer

profesión de la fe copernicana y, externamente, cuando menos, muestran sus preferencias bien por el sistema

tolemaico, bien por el Tycho Brahe.

LA CASA DE CONTRATACIÓN DE INDIAS.

Se creó en 1503 en Sevilla, tomando como modelo la Casa de Guiné e Minas y la Casa da India

portuguesas. Su función principal era el almacenamiento de todo lo que se necesitaba para las expediciones

a América, la organización de éstas y la recogida de las mercancías de allí. Había para ello un tesorero

(se encargaba del almacenaje y la recaudación en metálico), un contador-escribano que llevaba los libros de

ingresos a la corona, de gastos de la Casa y de las mercancías despachadas y un factor, funcionario para la

contratación de artículos marineros.

Fue pronto ampliando sus atribuciones. Era básico el conocimiento de los aspectos geográficos,

astronómicos y náuticos que exigían a quienes dirigían los viajes. Se creó para ello el cargo de piloto mayor.

Se confeccionaron cartas de navegación hacia los nuevos territorios. Se llegó a confeccionar el Padrón Real,

carta náutica y mapa básico de las nuevas tierras. Con todo ello se creó la cátedra de Cosmografía y Náutica.

Los que viajaban debían conseguir un permiso expedido por la Casa y sus datos se anotaban en unos libros de

registro Con respecto a la Hacienda, se concreta en la recaudación de algunos impuestos sobre el tráfico

de mercancías, especialmente la avería dedicada a sufragar los gastos de la armada que protegía a los buques

mercantes así como la parte correspondiente a la corona, de los metales preciosos y capitales enviados a

América.

En competencia judicial, tenía potestad para entender en causas civiles y criminales del comercio y la

navegación a las Indias, pero tras unos conflictos con el Consejo de Castilla, se le otorgó la competencia

en las causas civiles con relación a la Real Hacienda y la contratación y navegación a América, si el litigio

era entre un particular y la Casa.

En materia criminal tuvo todas las competencias para juzgar sobre el incumplimiento de las leyes de

comercio y navegación con las Indias y de los delitos cometidos en estas travesías. El desarrollo de la labor

judicial de la Casa fue tan importante que se crearon dos salas, una para resolver las causas de justicia (la

Audiencia de Indias) y la otra con los oficiales iniciales en el resto de los cometidos.

La complejidad de los cometidos de la Casa hizo que se personalizase la dirección con el nombramiento de

un Presidente (1579), la venta de cargos generalizada a partir de la época de Felipe II hizo que se crearan

muchos puestos sin un cometido concreto, lo que llevó a una corrupción administrativa grande.

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La Casa de Contratación fue trasladada a Cádiz a comienzos del XVIII, donde continuó su labor hasta 1790,

cuando fue cerrada por la supresión de los monopolios y una cierta descentralización del comercio colonial.

El Consejo de Indias:

La creación dentro del Consejo de Castilla de una Junta que entendía en los asuntos indianos (1519), se

denominó Consejo de Indias, pues la superación del ciclo colonizador antillano y la entrada en el panorama

castellano del imperio azteca, hizo que los asuntos necesitados de decisiones se multiplicaran. Esto llevó a

que finalmente la Junta se transformara en el independiente Consejo Real y Supremo de las Indias en 1524.

En sus primeros años no se dictaron ordenanzas, por lo que éste debió operar siguiendo el ejemplo del de

Castilla. En 1554 se fijaron algunas disposiciones y en su presidencia tuvieron mayoría los nobles. Sus

resoluciones eran sólo consultivas: con ellas se elevaba al monarca una consulta, documento a cuyo margen

el rey escribía su decisión. Las sesiones del Consejo eran secretas, incluso no se levantaban actas de sus

debates, aunque sí un índice con lo tratado y acordado. Cuando la gravedad del asunto a tratar no encontraba

en el Consejo su medida, se celebraban Juntas especiales; destacadas fueron la Junta que dio lugar a las Leyes

Nuevas (1542) o la de Valladolid, donde se abordó el trato debido al indio, su naturaleza y el medio más

adecuado para su buen gobierno.

Las funciones del Consejo de Indias alcanzaban los campos de gobierno, administración, justicia,

hacienda, guerra y religión.

En sus atribuciones gubernativas y administrativas, el Consejo tenía la obligación de presentar

ante el rey a las personas que ocuparían los más altos cargos en América, controlaba la marcha de

la administración indiana, exponía las resoluciones para mantener un gobierno efectivo en las colonias,

inspeccionaba el trabajo de la Casa de Contratación y ejecutaba la censura de libros y concedía la

licencia para su impresión en las Indias.

Por sus atribuciones judiciales, el Consejo se constituía en la última instancia de apelación contra

las sentencias de las Audiencias, la Casa de Contratación y los Consulados; tenía plena

competencia en los juicios de residencia, en la determinación de visitas generales e incluso en causas

de fuero eclesiástico.

En el campo militar, el Consejo tenía todas las competencias de las expediciones colonizadoras y de

conquista, en todo lo concerniente a la organización bélica.

En virtud del Real Patronato, el Consejo presentaba ante el rey las personalidades a ocupar los

más altos puestos en la jerarquía eclesiástica indiana; autorizaba el paso a las bulas y disposiciones

papales dirigidas a América.

El exceso de burocracia y el sistema colegiado provocó una desesperante lentitud en la toma de decisiones

(especialmente en tiempos de Felipe II). Esta parsimonia se debía, en parte, al desconocimiento directo que

los integrantes del Consejo tenían de la realidad americana: sólo 7 consejeros de los siglos XVI y XVII habían

desempeñado cargos en Indias. Pero lo cierto fue que la corona estuvo muy bien informada.

Se creó el cargo de cronista de Indias, cuyo primer titular, Juan López de Velasco, redactó sobre los

cuestionarios recibidos su “Descripción Universal de las Indias”, la 1ª producción estadística realizada sobre

territorios americanos y sus gentes.

El Consejo alcanzó mayor efectividad bajo los Austrias menores. Durante el XVII se crearon otros dos

órganos de la administración central. La Junta de Guerra de Indias que asumió parte de las funciones

militares del Consejo, sobre todo la organización de la defensa de las colonias y la Cámara de Indias

integrada por algunos consejeros de Indias y fue la encargada de proponer candidatos para los altos cargos

civiles y religiosos y para la concesión de mercedes reales. En el XVIII el Consejo de Indias perdió

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importancia al crear Felipe V cuatro secretarías, una de las cuales estaba dedicada a asuntos de marina y

América y desapareció definitivamente en 1812.

El sistema de Flotas.

Para evitar los numerosos problemas derivados de los ataques piratas a los barcos españoles cargados de

metales preciosos americanos, se ideó el sistema de flotas. Fue un sistema costoso pero eficaz. Para sufragar

los gastos que generaba se creó un impuesto, la avería.

Tanto en el s. XVI como en el XVII las pérdidas por la acción enemiga fueron escasas, inferiores a las

causadas por elementos naturales.

En un principio tenía que partir de Sevilla dos flotas anuales, una en primavera, hacia Tierra firme a

América del Sur y otra en otoño a Nueva España. La primera era la más importante llevando una escolta

de ocho o diez galeones.

Una vez salían de Sevilla y habían esperado a que los vientos les fueran favorables, se dirigían las Canarias

desde donde zarpaban rumbo a las costas americanas. En los lugares en lo que escalaban solían hacerse ferias

de interés como la de Portobelo. Ambas flotas se reunían en La Habana, para emprender juntas la vuelta

a España, haciendo escala en las Azores.

La enorme distancia entre los distintos puntos el imperio español, hacía que se tardase mucho tiempo (por

ejemplo, un viaje de Sevilla a Filipinas podía hacerse en unos tres años) en realizar cualquiera de estos viajes.

La vuelta de las flotas estaba sometida al factor sorpresa. Podían tardar más o menos tiempo dependiendo,

sobre todo, de la acción climatológica. Así, sabían cuando zarpaban de España, Si es que volvían, ya que a

tasa de mortalidad en estos viajes era de un 20-25 %, mortalidad provocada por las tempestades, las

enfermedades y los ataques enemigos. Muchos de los tripulantes de estos viajes se quedaban

clandestinamente en tierras americanas.

Si es que volvían, ya que a tasa de mortalidad en estos viajes era de un 20-25 %, mortalidad provocada por

las tempestades, las enfermedades y los ataques enemigos. Muchos de los tripulantes de estos viajes se

quedaban clandestinamente en tierras americanas.

La mitad de la carga que transportaban las flotas eran vinos y aceite, aunque también transportaban productos

como tejidos los cuales, incluso, superaban en valor a los demás.

Estos productos estaban destinados a los blancos residentes en las Indias, los indígenas no tenían acceso

a ellos, aunque les estaban prohibidos, tampoco tenían el medio adecuado para hacerse con ellos.

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El tráfico de Indias tuvo una gran importancia en su época. Todos los hombres de negocios, tanto

españoles como europeos, estaban pendientes de la llegada de la flota. España se había convertido en el

principal proveedor mundial de plata, la cual no se quedaba mucho tiempo en nuestro país. Era utilizada

para saldar el déficit de nuestro comercio con otras naciones o para costear guerras y subsidios diplomáticos.

Una parte de esta plata se perdió por el camino debido a la acción de piratas y funcionarios corruptos,

aunque lo cierto es que la mayoría de ella si llegó a España. La plata llegaba a España en forma de barras o

piñas, se registraba en la Casa de la Contratación de Sevilla (tras apartar el quinto reservado a la Corona),

tras lo que se entregaba a sus dueños. La acuñación de las monedas se llevaba a cabo, casi siempre, en

Sevilla. Después, esta plata salía de España, bien como forma de pago del rey o como pago de las

mercaderías que venían del extranjero por parte de los particulares.

En España no existía ni una industria ni un comercio plenamente desarrollados, por lo que los beneficios

que la plata pudiera a portar a nuestro país, comenzaron a ser disfrutado por los extranjeros.

España no sacó más que una pequeña parte del provecho que se podía sacar de América, pero ello no

quiere decir que no obtuviese ventajas. De América llegaba a España mucho dinero por distintos cauces a la

plata, como impuestos, donativos, ahorros de funcionarios... junto con todo el material que se empleó para

la creación de objetos de uso profano y pagano.

De América nos llegaba el maíz, cuyo cultivo se instaló entierras andaluzas, la patata, el tomate o el pimiento.

Estos últimos se cultivaron en época más tardía.

El tabaco se comenzó a cultivar en España muy tarde, quizás por los problemas de agua que poseen nuestras

tierras. Pronto se convirtió en una costumbre para los españoles y la Real Hacienda vio en él una fuente de

ingresos. Por ello decretó el estanco y arrendó la renta (la cual a finales del s. XVII rindió más de doscientos

millones de maravedíes).

El uso del chocolate, cuyo origen está en la planta americana del cacao, se limitó a España (el tabaco se

extendió rápidamente por Europa). A mediados del XVII, el chocolate era un rasgo típico del vivir español.

EL REINADO DE FELIPE III.

El régimen de validos.

A partir de 1598, el gobierno español comenzó a alejarse del sistema de gobierno personal practicado por

Felipe II y a superar las restricciones que existían para que se llevara a la práctica. En gran parte, el impulso

hacia el cambio procedió de la propia administración, pero Felipe III fue responsable del cambio más

trascendental de todos: la creación de un cargo muy próximo al de ministro principal. La persona elegida

fue su íntimo amigo, el duque de Lerma, con cuyo nombramiento se inició una línea permanente de validos

o favoritos, cuyo mérito principal era su amistad personal con el rey. Este hecho ha oscurecido aquellos

elementos del sistema que constituían una novedad constitucional.

Si bien es cierto que, mediante el nombramiento de validos, los últimos Austrias trataban de desentenderse

de los problemas de gobierno, el valimiento fue también una forma de adaptarse a las circunstancias, dado

que la carga que suponía gobernar España y su vasto imperio era ya demasiado pesada como para que pudiera

soportarla un solo hombre, pues, incluso como mero problema administrativo, dado que la documentación

aumentaba inexorablemente día tras día, era imposible de revolver por un ejecutivo unipersonal.

En el pasado, la Corona había compartido el trabajo administrativo, pero no la responsabilidad política,

con sus secretarios. El secretario tenía acceso a todos los documentos del Estado, el rey solicitaba su consejo

y era el nexo principal entre el monarca y el Consejo. Esto se hacía todavía más palpable en los secretarios

de Consejo de Estado, que ya no eran simples empleados administrativos del Consejo, sino que se habían

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convertido en los secretarios del rey. Sin embargo, el desarrollo de las secretarías no alteró el carácter del

secretario, que siguió siendo un burócrata profesional sin ambición política.

El ascenso del valido comportó el declive del secretario de Estado, que había dejado de ser consejero privado

del monarca para convertirse en simple funcionario.

El valido era ahora el que supervisaba a los Consejos, controlaba los instrumentos escritos del gobierno

y aconsejaba al monarca. Su cargo tenía un mayor contenido político del que nunca tuviera la secretaría;

era un cargo no compartido y conllevaba mayor poder. Por otra parte, su proximidad al monarca y su

amistad con él era, a un tiempo, su distintivo de autoridad y su mérito principal para el cargo. Por último, la

posición social del valido era más sólida, pues procedía siempre de la alta aristocracia.

El valimiento, no sólo reflejaba la ineptitud del rey y el desarrollo de la administración, sino también las

ambiciones de la nobleza en su intento, si no de conseguir el control, al menos de monopolizar la corona,

y el resultado fue la victoria política de los grandes sobre los hidalgos y la pequeña nobleza. Pero el

valimiento era, ante todo, un sistema de patronazgo y clientela que impregnaba, no sólo la sociedad

española, sino otras sociedades europeas de la época, y en la que el valido era simplemente la cúspide del

mismo.

La corona española no era considerada únicamente como un ente legislador, sino también como un

benefactor. De todas partes de España fluía una corte constante de postulantes hacia Madrid en busca de

nombramientos, honores, privilegios, pensiones y concesiones de todo tipo que, ante la imposibilidad de

alcanzar la fuente del patronazgo, la corona, intentaban conseguir que un personaje bien situado, a ser posible,

con acceso al rey, intercediera por ellos. Así pues, los clientes intentaban asociarse a un patrono poderoso

dotado de influencia y de riqueza; por su parte, los patronos, ansiosos por conseguir un amplio círculo de

seguidores que dieran la medida de su poder y posición, se mostraban bien dispuestos a otorgar favores.

Esto explica las maniobras para conseguir una posición favorable en el entorno del rey y la constante agitación

en la corte.

El sistema de patronazgo tenía implicaciones políticas. Es cierto que no existían partidos políticos, pero

esto no significaba que no hubiera diferencias políticas entre los principales personajes, diferencias que se

expresaban en distintas facciones, cuya rivalidad se centraba en la influencia sobre el monarca y, por ende,

en el control del patronazgo y lo que ello significaba, es decir, riqueza y poder. Era inevitable pues, que,

de la misma forma que Lerma y sus sucesores buscaban el patronazgo del rey, lo ejercieran también, a su

vez, entre sus clientes y que, por tanto, consiguieran sus propios validos. Era en este punto donde el sistema

de patronazgo engendraba corrupción.

El gobierno del Duque de Lerma.

Felipe II murió el 13 de septiembre de1598 (Felipe II murió entregando su trono con cierto recelo: «Dios,

que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos». Y, refiriéndose a los amigos

aristócratas que pululaban en torno al heredero del trono, confió a su secretario, pocos días antes de morir:

«me temo que lo han de gobernar»), dejando a su último hijo sobreviviente, que tenía entonces 20 años, el

gobierno del imperio más extenso y más poderoso del mundo. Felipe III, escasamente dotado en inteligencia

y personalidad para sus enormes responsabilidades, sometió a la más dura de las pruebas a la monarquía

personal.

Su padre había concertado su matrimonio con una prima Habsburgo, Margarita de Austria, de 14 años de

edad, que le dio 8 hijos, 5 de los cuales sobrevivieron a la infancia, y murió al dar a luz en 1611. El monarca,

bondadoso y piadoso, impresionaba a los contemporáneos cuando menos por sus virtudes morales, pero no

se le conocían grandes intereses, excepto la caza y la mesa. Sus ideas políticas se basaban en la convicción

de la misión divina de la monarquía española e identificaba los intereses de la religión con los de España.

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Por lo demás, parecía ver su cargo como una fuente de patronazgo para la aristocracia española, aunque,

más perjudicial todavía para los intereses del buen gobierno era su incurable apatía.

El nuevo monarca no podía pretender emular a su padre. Felipe II, además de ser un gran rey, había sido un

gran funcionario; pero su sistema de gobierno, en el que el rey era al mismo tiempo consejero, planificador

y ejecutor, hacía recaer una carga demasiado pesada sobre el ocupante del trono. En los tres primeros años

de su reinado, Felipe III desatendió por completo sus responsabilidades. Tardaba un tiempo

exageradamente largo en enviar a los consejos el material que llegaba a su poder y en ocasiones le llevaba

hasta seis meses, y con frecuencia dos o tres meses, responder a una consulta. Aproximadamente desde 1602

pareció enmendarse, pero siguió actuando con poca constancia. Felipe III reconoció sus limitaciones y

tomó una decisión sin precedentes: delegó el poder en un ministro principal. Su elección recayó en

Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y elevado prontamente a la condición de duque

de Lerma, su amigo más íntimo y confidente, y escasamente más apto que el monarca para el ejercicio del

poder.

Lerma y su familia procedían de Castilla la Vieja; había nacido en Tordesillas y consolidó su linaje

desposando a la hija del duque de Medinaceli. Su condición social y su amistad con el rey eran sus únicas

virtudes para el cargo. A los 45 años, el único cargo importante (y en el que no se había distinguido) era el

de virrey de Valencia, que Felipe II le había confiado, no por sus méritos, sino para alejarle del príncipe. Es

cierto que abogó en todo momento por una política de paz y que trató de liberar a España de sus

compromisos imperiales en el norte y el centro de Europa, pero esas cualidades habrían sido más

convincentes si Lerma hubiera intentado utilizar la paz como medio para reformular las prioridades españolas,

aliviar al contribuyente y proseguir una política de ahorros y reforma.

Lerma quería el poder, no para gobernar, sino para adquirir prestigio, y sobre todo, riqueza. En su afán de

conseguirla se mostró activo y sin escrúpulos. Distribuyó títulos y oficios para seleccionar un grupo de

favoritos hasta que consiguió toda una facción afecta a él. La venalidad de Lerma está fuera de toda duda,

aunque es difícil concluir si ejerció una influencia corruptora sobre la vida pública española. Es poco

probable que el núcleo fundamental de la burocracia se viera afectado por la influencia de Lerma, pues el

funcionariado español no era tan sensible a los cambios como el rey. Sin embargo, en el traslado de la corte

a Valladolid (1601-1606), así como la política viajera del rey, cuidadosamente planificada, Lerma pretendía

alejar al monarca de influencias ajenas, a la vez que acrecentar su poder personal, su influencia y sus

propiedades.

La novedad de un monarca débil y un valido poderoso, no sólo impresionó a los contemporáneos, que

consideraron el año 1598 como el fin de una era, sino que también, historiadores posteriores han considerado

que ese año fue un punto de inflexión en la Historia de España: el momento en que el gobierno personal

del monarca dejó paso al de los validos. En España ya había quedado atrás la era de los grandes filósofos

políticos, al igual que la era de los grandes monarcas. Los sucesores de Vitoria, Soto y Suárez eran figuras

mediocres, autores que compilaban preceptos de filosofía moral para la instrucción y edificación del

gobernante y sus ministros. Daban por sentado que la forma perfecta de gobierno era la monarquía personal,

no cuestionaban que la soberanía tenía que ser absoluta y nunca se les pasó por la cabeza considerar la función

de las instituciones representativas. Desde luego, no buscaban los orígenes y la naturaleza del poder sino el

ideal del príncipe cristiano. Su búsqueda era correcta pero vana, pues la monarquía española nunca era tan

débil como cuando más se la exhortaba. Como si hubieran perdido las esperanzas con respecto a los monarcas,

algunos teóricos de la política dirigieron su mirada a los validos de los reyes y comenzaron a predicar

sobre la educación, las cualidades y las tácticas del perfecto privado. Este tipo de literatura alcanzó la cima

de la trivialidad en las conclusiones del padre José Laynez: «Si el privado es como debe ser es la más noble

y rica prenda de la corona del Rey». Y así como los reyes gobiernan por derecho divino, lo mismo ocurre en

el caso de los validos: «Dios elige privado como Rey». Por ridícula que llegara a ser la teoría política española

en ese período didáctico, reflejaba el punto de vista según el cual los reyes españoles estaban necesitados

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de estímulo y sus validos de reconocimiento. Esto suponía un cambio radical con respecto a la teoría y la

práctica de la monarquía en el reinado de Felipe II.

Sin embargo, este proceso no impidió la continuidad de las instituciones, las personas y la política, que

aseguraban, a su vez, la continuidad de la maquinaria administrativa. España seguía gobernada por el

aparato conciliar desarrollado por los primeros Austrias, que era, en esencia, un gobierno mediante

comisiones. Pero este sistema era deficiente en dos aspectos: no garantizaba la eficacia del ejecutivo, el

rey, al depender en exceso del mismo; y no tenía una centralización suficiente, ya que la coordinación entre

el centro y la periferia no iba más allá del nivel virreinal.

El gobierno conciliar, aunque irradiaba desde el centro, no era en realidad un sistema centralizado de

administración. En tanto que reflejo, en cierto grado, de la estructura constitucional de la monarquía, con

sus componentes regionales semiautónomos, no podía aspirar a la centralización. Pero las barreras

institucionales no eran las únicas. Madrid no estaba unido a las demás provincias mediante la burocracia.

Pocos de los consejos —el de la Inquisición y el de Indias eran excepciones— utilizaban sus propios

oficiales en todos los lugares. La coordinación entre el centro y la periferia difícilmente iba más allá del nivel

virreinal. De esta forma, los consejos sólo podían gobernar indirectamente. Por ejemplo, el Consejo de

Hacienda, para el que era de todo punto necesario poseer sus propios oficiales locales, tenía que confiar para

la recaudación de los impuestos en arrendatarios que no eran responsables ante el gobierno local. En cuanto

a los consejos regionales, prácticamente no tenían oficiales administrativos permanentes en las zonas en

las que ejercían su jurisdicción. Ni siquiera existía una centralización burocrática en el interior de Castilla.

Felipe III heredó estos defectos estructurales y los agravó con sus propios métodos de trabajo. Pero su

misma indolencia permitió a los consejos asumir mayor control sobre los asuntos de su competencia y en

este sentido favoreció el desarrollo institucional. Esto era especialmente notorio en el Consejo de Estado,

pues con Felipe II los poderes del Consejo eran limitados y no se reunía con regularidad. En 1598, poco

después de subir al trono, Felipe III determinó que las reuniones del Consejo fueran más frecuentes y

nombró para integrarse en él a destacados miembros de la nobleza. En abril de 1600, el Consejo fue

reorganizado y, a partir de entonces, comenzó a reunirse de manera regular y a asumir un papel más activo

en la formulación de la política, como puede apreciarse en el mayor número de consultas que procedían del

Consejo de Estado. Sin embargo, aunque parece que el rey confiaba en las opiniones de esta institución, se

demoraba demasiado en hacerlo, alargando los trámites burocráticos.

A partir de1602, delegó la coordinación con los consejos en manos de Lerma, pero es difícil determinar

hasta qué punto éste influyó en las decisiones de los consejos, pues raramente asistía a las sesiones del

Consejo de Estado y al parecer prefirió dejar que la administración realizara por sí misma su tarea. Sin

embargo, había dos temas por los que Lerma demostraba un gran interés: las finanzas (el capítulo de gastos)

y el patronazgo.

El alejamiento del ejecutivo hacía recaer mayores responsabilidades en los Consejos y les obligó a revisar

sus procedimientos. Los Consejos de Estado, Guerra y Hacienda adquirieron un carácter más profesional

y el Consejo de Guerra inició una nueva fase, incorporando a personas experimentadas. En 1598, los

consejos contaban con 22 secretarios, número que había aumentado a 47 a mediados del decenio de 1620.

Al mismo tiempo, ante el volumen creciente de trabajo crearon en su seno una serie de Juntas, o comisiones,

cuya función consistía en estudiar los problemas urgentes y especiales del momento. Por lo general, se

componían de unos cuantos miembros procedentes del Consejo que las había creado, reforzados por

especialistas de otros Consejos o de fuera de ellos.

El Consejo de Indias, cuyos problemas abarcaban muchas áreas del gobierno, utilizó el sistema de Juntas.

En 1600 se creó una Junta de Guerra de Indias, especializada en asuntos militares y navales del Imperio, y

compuesta por cuatro consejeros del Consejo de Indias y cuatro miembros del Consejo de Guerra; el mismo

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año se formó una comisión de finanzas especial, la Junta de Hacienda, a la que se añadieron los miembros

del Consejo de Hacienda. Finalmente, los nombramientos y el patronazgo en las Indias quedaron en manos

de una pequeña comisión permanente, el Consejo de Cámara de las Indias, pero esta comisión no tardó en

adquirir una reputación de venalidad, asociada al duque de Lerma, y fue abolida en 1609.

El sistema de Juntas resultó particularmente útil para el Consejo de Estado, permitiéndole resolver el

número creciente de asuntos que recaían sobre él. Se crearon, así, una serie de comisiones especializadas en

los diferentes aspectos de la política exterior, como la Junta de Italia, la Junta de Inglaterra y la Junta de

Alemania. De esta manera, el consejo podía estudiar simultáneamente una serie de asuntos urgentes sin que

el pleno del Consejo tuviera que dedicarse a un solo problema.

Generalmente, la proliferación de Juntas en el reinado de Felipe III se ha considerado como un proceso

desordenado, síntoma de decadencia en el gobierno, pero, de hecho, fue un proceso realista, auspiciado por

la propia administración para dar respuesta al creciente volumen de trabajo. Por otra parte, tenía unos

precedentes totalmente respetables en el reinado de Felipe II.

La continuidad entre el viejo y el nuevo régimen puede apreciarse también en el personal de la

administración de Felipe III, sobre todo en lo referente al Consejo de Estado. Si bien el nuevo monarca no

aceptó a todo el equipo de consejeros de su padre, cesando a algunos e integrando otros nuevos, conservó a

hombres tan importantes como Juan de Idiáquez y el conde de Chinchón, quienes constituyeron un elemento

de supervivencia de la profesionalidad en el gobierno. Por otra parte, hubo algunos, como Baltasar de Zúñiga,

que fueron enviados al extranjero, en razón de que su talento diplomático se hacía necesario en las

embajadas de Bruselas, París y Viena.

Entre los nuevos, si bien Lerma constituye un ejemplo notable, pues frecuentemente se afirma que tuvo una

influencia perniciosa sobre la nueva administración, al integrar en ella a personajes afectos a él, lo cierto

es que hubo otros que fueron promocionados siguiendo criterios de experiencia y talento, y no de

favoritismo. Entre ellos estaban, en el Consejo de Estado, el duque de Alba, el duque del Infantado y el

condestable de Castilla, candidatos evidentes en ser promocionados en razón de su condición nobiliaria, de

su experiencia y de los servicios prestados a la corona; la inclusión del confesor real, fray Gaspar de

Córdoba, era aceptable según los parámetros de la época. Incluso el conde de Miranda, considerado por

algunos como protegido de Lerma, tenía experiencia como virrey y consejero en el reinado anterior. Así

pues, el nuevo Consejo de Estado no era una institución organizada de forma irresponsable, sino que, por el

contrario, era un organismo conservador y muy homogéneo, que ponía en práctica las doctrinas recibidas

de política española sobre las cuales concordaba prácticamente toda la clase dirigente. No era una institución

que pudiera ser sometida o corrompida por el duque de Lerma, aunque lo hubiera intentado.

Los miembros del Consejo de Estado procedían casi en su totalidad de la alta nobleza, al igual que había

ocurrido en el reinado de Felipe II, aunque las figuras más destacadas no eran necesariamente los nombres de

más alcurnia. En los demás consejos, Felipe III, como su padre, recurrió a un porcentaje mayor de

individuos pertenecientes a la nobleza media y baja y a un importante número de letrados, y raras veces, o

nunca, utilizó a gentes del común. Lo que parece fuera de toda duda es que la administración interna contó

con burócratas eficaces y profesionales, que constituían una reserva de talento a la que el rey podía recurrir

para reforzar las diferentes Juntas y comisiones que se ocupaban de examinar la política y los problemas

españoles. Y su presencia en la administración permitió que se incorporaran a ella otros hombres menos

profesionales, como el confesor real y los criados de Lerma, sin que se resintiera demasiado el nivel de

eficacia del gobierno.

Lerma fue acumulando cargos importantes en la casa real, hasta monopolizar el acceso al monarca, e

hizo lo mismo con los cargos secundarios para distribuirlos entre sus familiares y clientes. Al mismo tiempo,

se hizo con aquellos cargos que controlaban el acceso a los palacios reales y con el gobierno de las ciudades

a las que podía acudir el rey. De esta forma consiguió aislar al monarca de la influencia de sus rivales e

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impidió que todo aquel que no contara con su aprobación se aproximara a la presencia real. Por último, reforzó

su entorno familiar con títulos y alianzas matrimoniales, empezando por conseguir un ducado para él.

Este tipo de patronazgo podía volverse en contra de quien lo ejercía, como le ocurrió al promocionar a su

hijo mayor, Cristóbal, duque de Uceda, que sólo le sirvió para crearse un rival, o con uno de sus criados,

don Pedro Franqueza, que, como valido de Lerma, consiguió el título de conde de Villalonga y los cargos

de consejero y secretario de Hacienda, pero que en breve fue destituido de la administración por venalidad

flagrante.

La corona era un espectador pasivo de ese proceso, atrapada como estaba en un sistema que había ayudado

a crear; perdieron su independencia y se convirtieron en víctimas de unos validos y unas facciones políticas

poderosas. Lo que había comenzado como una delegación de poder terminó en la abdicación del control.

Sin embargo, su objetivo original era perfectamente admisible; de hecho buscaban un ministro principal.

Algunos comentaristas políticos adoptaron una actitud de profundo recelo ante este proceso, pues

consideraban que el hecho de que un rey compartiera su soberanía era incompatible con la monarquía

absoluta y, paradójicamente, para controlar el valimiento intentaron institucionalizarlo.

El valimiento, como institución, evolucionó a lo largo del S. XVII. La primera fase de su desarrollo fue el

período de veinte años en que el cargo fue ocupado por el duque de Lerma. Tras la muerte de su padre, y a

pesar de la desaprobación de Moura e ldiáquez, Felipe III disolvió la pequeña junta creada por Felipe II

para facilitar la transición dejando libre el paso para que Lerma adquiriera una posición preeminente.

La delegación de poder se puede inferir de un decreto publicado algunos años más tarde (23-10-1612), en

el que el monarca, tal vez para atajar las críticas crecientes contra el valido, declaró su total satisfacción

con los servicios que había prestado Lerma y ratificó el poder que le había otorgado al iniciarse el reinado.

En el mismo declaraba que las órdenes firmadas por Lerma tenían la misma fuerza que una orden real,

poniendo, así, todo el sistema conciliar a disposición del valido.

Así pues, era Lerma quien recibía los documentos de los secretarios y quien, tras las consultas a los

Consejos, tomaba las decisiones. Sin duda, examinaba en privado con el rey esos asuntos y en todo momento

tuvo buen cuidado de comunicar sus instrucciones en forma de una orden escrita o verbal del propio rey,

pero, de hecho, tenía el poder ejecutivo. Lerma también procuró mantener en sus manos el control del

patronazgo. En este sentido, dio instrucciones al secretario del Consejo de Estado para que los asuntos

referentes a nombramientos y mercedes fuesen sometidos directamente al monarca, no pudiendo el

Consejo ocuparse de ellos sin consentimiento expreso del rey. Lo que significaba, en la práctica, que todas

las decisiones de patronazgo eran tomadas por Lerma.

Durante 20 años, hasta 1618, Lerma aumentó su riqueza y su impopularidad, convirtiéndose,

inevitablemente, en el blanco de las críticas, tanto por la situación económica como por la política

internacional de España. A su desmedida ambición y a su falta de escrúpulos, se unió el comportamiento

escandaloso de alguno de sus clientes, en especial Calderón. Sus subordinados empezaron a abandonarle,

pero también el rey, desde el 1615, tomó conciencia de las deficiencias de Lerma y de sus clientes, de la

creciente insatisfacción existente en el país y, sobre todo, de la situación real de las finanzas del Estado.

El nombramiento de Fernando Carrillo como presidente del Consejo de Hacienda en 1609 fue ya un signo

de que Felipe III comprendía la necesidad de reformar la administración.

Mientras tanto, a medida que el rey se emancipaba de Lerma, se dejaban oír nuevas voces en los consejos,

en especial, la de Baltasar de Zúñiga, que había regresado de su desempeño como embajador en el extranjero,

y la de Luis de Aliaga, el nuevo confesor. En el escenario internacional, España tenía que hacer frente a

nuevos problemas, relacionados con sus compromisos con los Habsburgo en Alemania, y con su propia

posición en los Países Bajos. Lerma defendía una política de paz y de no intervención en los asuntos del

Norte de Europa, política deseable pero que carecía de convicción moral al ser Lerma quien la

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propugnaba, ya que éste había dejado pasar la oportunidad que ofrecía la paz para poner en práctica

medidas de ahorro y de reforma, dándose, por el contrario, a la extravagancia privada y el despilfarro

público.

La oposición al favorito fue movilizada por Aliaga, formándose una facción anti-Lerma, agrupada en torno

al propio hijo de Lerma, Cristóbal de Sandoval y Rojas, duque de Uceda. Mientras, en el Consejo de

Estado comenzaron a cobrar fuerza los puntos de vista de Zúñiga, principal defensor de una política de línea

dura en el norte de Europa. Lerma, en un intento desesperado de fortalecer su posición, consiguió que

Roma le designara para el cardenalato, pero, ni siquiera así, pudo impedir que Felipe III le retirase su

confianza desde abril de 1618. El resultado fue que, cuando durante los meses de julio y agosto el Consejo

de Estado se mostró dividido sobre la intervención o no en Alemania, Lerma quedó en franca minoría.

A finales de septiembre de 1618, cuando solicitó permiso al rey para retirarse, su petición fue atendida y

la decisión se le comunicó el 4 de octubre. El valido se retiró a sus propiedades de Lerma, al sur de Burgos,

y luego a Valladolid, donde murió el 17-5-1625. Los clientes de Lerma, sobre todo sus favoritos, como

Calderón, fueron perseguidos implacablemente por sus enemigos en el nuevo régimen. Sin embargo, su

caída no dio paso a un cambio total en el gobierno y el núcleo central de la administración permaneció

invariable.

Uceda sucedió a Lerma en el valimiento. La transferencia de poder fue inmediata, pero incompleta. El 15-

11-1618, Felipe III promulgó un decreto mediante el cual revocaba el de 1612. A partir de entonces todas

las declaraciones políticas, las órdenes y las cuestiones de patronazgo emanadas de la voluntad real sólo

llevarían la firma del rey. Al cabo de poco tiempo, Uceda controlaba en buena medida el funcionamiento

de los consejos en nombre del rey y la administración parecía considerarle como ministro principal. Sin

embargo, su posición nunca estuvo tan claramente definida como la de Lerma. No monopolizó la

coordinación entre el rey y los consejos y, hasta cierto punto, volvieron a cobrar vigencia los canales

tradicionales de comunicación. Uceda carecía de dotes políticas y su régimen era un tanto anodino. ¿Era este

hombre monótono un simple hombre de paja tras el cual actuaban otros consejeros, Aliaga, el guardián de

la conciencia del rey, y Baltasar de Zúñiga en los asuntos exteriores? Si la respuesta a esa pregunta es

afirmativa habría que hablar de reparto del poder delegado, lo que en sí mismo es un fenómeno político

positivo. Pero carecemos de datos para dar una respuesta segura. Si hemos de creer a los cronistas, Felipe

III murió arrepentido de haber abandonado el poder en manos de los validos. El mismo día de la muerte

de Felipe III, y por expreso deseo del nuevo monarca, Uceda fue obligado a hacer entrega de los

documentos oficiales y del control del gobierno a Baltasar de Zúñiga.

¿Cuáles eran las principales fuentes de ingresos de Castilla?

En primer lugar, estaban los ingresos ordinarios procedentes de la alcabala y los derechos aduaneros. El

servicio ordinario y extraordinario era concedido por las Cortes cada tres años y desde 1591 estaba fijado en

una suma de 405.000 ducados anuales. Sin embargo, la concesión más importante eran los millones, un

impuesto sobre productos alimentarios básicos, del que se esperaba un rendimiento de 2 millones de

ducados al año, cifra que, de hecho, aumentó a 3 millones en los primeros años del reinado, para volver a los

2 millones de ducados al finalizar el mismo.

Además de esos ingresos ordinarios y extraordinarios, la corona tenía otros ingresos de origen eclesiástico,

que no sólo recibía en Castilla sino en todos los dominios reales.13 El más importante de ellos era la cruzada,

procedente de la venta de bulas de indulgencia, cuyo rendimiento anual medio era, sólo en España, de 800.000

ducados pagados en plata por el banquero que administraba el ingreso. El subsidio — unos 420.000 ducados

al año— era un porcentaje de las rentas de la Iglesia que se pagaba a la corona para el mantenimiento de los

efectivos navales en el Mediterráneo. El excusado era un ingreso de 250.000 ducados anuales que procedían

de las propiedades eclesiásticas. Finalmente, la corona contaba con los apreciados ingresos procedentes de las

Indias. Sin embargo, la década de 1610-1620 contempló el comienzo de un notable descenso de las remesas

de plata de América, como consecuencia de la crisis del comercio de las Indias, que afectó tanto a los

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beneficios públicos como a los privados. Durante el quinquenio 1611-1615, la corona recibió 7.212.921 pesos,

frente a 10.974.318 en el período de máximos ingresos, 1596-1600. El quinquenio 1616-1620 conoció un

descenso más acusado aún, situándose las remesas americanas en 4.347.788 pesos, un nivel que sería difícil

aumentar durante el resto del siglo XVII.

En 1598, los ingresos estimados de la corona ascendían a 9.731.405 ducados. De esa suma, 4.634.293

ducados —procedentes en su mayor parte de los impuestos principales, como la alcabala, los derechos

aduaneros y el subsidio— ya estaban En 1598, los ingresos estimados de la corona ascendían a 9.731.405

ducados. De esa suma, 4.634.293 ducados —procedentes en su mayor parte de los impuestos principales,

como la alcabala, los derechos aduaneros y el subsidio— ya estaban asignados por adelantado a capítulos

permanentes del gasto, principalmente los juros (títulos de deuda pública) y algunos compromisos de defensa,

o habían sido enajenados recientemente a propietarios de impuestos. El resto de los ingresos, algo más de 5

millones de ducados —procedentes de los millones y el servicio concedido por las Cortes, la cruzada y

las remesas de las Indias— estaba teóricamente libre de cargas, pero en realidad una gran parte estaba

comprometida por adelantado con diferentes banqueros como pago de asientos anteriores o de contratos de

defensa. En su mayor parte, los gastos de defensa se realizaban en los Países Bajos, que en los doce primeros

años del reinado absorbieron más de 40 millones de ducados.

Política mediterránea: la expulsión de los moriscos y sus consecuencias socio-económicas.

El 9 de abril de1609, Felipe III tomó la decisión de expulsar a los moriscos de España. La distensión

alcanzada gracias a la paz con Inglaterra en 1604 y con las Provincias Unidas en 1609 permitió a

España concentrar sus fuerzas terrestres y marítimas en el Mediterráneo para garantizar la seguridad de

la operación contra los moriscos. Pero detrás de los acontecimientos de 1609, se vislumbra el empeoramiento

de la situación económica, en el que las fluctuaciones en el comercio de las Indias eran, al mismo tiempo,

un síntoma y una causa. Las restricciones económicas tuvieron un impacto directo en la posición española

en los Países Bajos, pero sus efectos se hicieron sentir, sobre todo, en la situación de los moriscos.

En un período de empeoramiento del nivel de vida, debida a la profunda recesión en el comercio de las Indias

de los años 1604 y 1605, aumentó el resentimiento de las masas contra una minoría próspera. Aunque el

gobierno español no actuó siguiendo directamente los sentimientos de la opinión pública, su decisión reflejaba

el malestar general, y también el estado de ánimo de los dirigentes de Castilla. Expulsar a los moriscos

suponía liberar a España de un grupo al que desde hacía tiempo se consideraba como un enemigo

nacional y, a la vez, asestar un golpe a favor de la ortodoxia religiosa, reforzando el poder y el prestigio

castellanos.

En la guerra con el Islam había desaparecido casi por completo el sentimiento de urgencia y, en 1609,

ya no constituía una preocupación fundamental. Cierto que las depredaciones de los corsarios

berberiscos y de sus aliados otomanos continuaban planteando un problema de seguridad en el

Mediterráneo occidental, pero nadie creía seriamente que había que librar una guerra de religión y no

existía peligro real de invasión de España ni de una colaboración militar entre Argel y los moriscos. Por

tanto, el argumento estratégico había perdido en gran parte su contenido, aunque todavía se invocaba: el

propio Lerma recurrió a él.

El problema fundamental que planteaban los moriscos era el de integración. Los moriscos seguían siendo

un mundo aparte, con su propia lengua y religión y una forma de vida que se basaba en la ley islámica.

En Aragón y en Valencia constituían un auténtico enclave del Islam en España, que se resistía a la

cristianización y a la hispanización, con sus propios líderes y su clase dirigente. Y dado que su patria

espiritual estaba fuera de España, se sospechaba que ocurría lo mismo respecto a su lealtad política. Sin

embargo, la opinión pública, por lo que puede desprenderse de sus puntos de vista en las Cortes y en la

literatura de la época, no presionaba para que se llegara a una solución definitiva, ni existía una campaña

masiva en favor de la expulsión. No puede hablarse de tolerancia, pero la hostilidad hacia los moriscos

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se expresaba normalmente contra abusos específicos –el bandolerismo, o la competencia por los puestos de

trabajo-, sin adoptar la forma de una condena general ni de una petición de expulsión.

El debate político se circunscribía a los grupos políticos dirigentes de la Iglesia y el Estado. Algunos

representantes de la Iglesia, como fray Luis de Aliaga, el confesor real, y los obispos de Tortosa y Orihuela,

salieron en defensa de los moriscos «bien dispuestos» y de los auténticos conversos. Pero sus voces eran

eclipsadas por otras que expresaban un mayor fanatismo, como las de Jaime Bleda, fraile dominico y

miembro de la Inquisición de Valencia, o la de Juan de Ribera, arzobispo de Valencia. Sin embargo, las

opiniones de estos últimos no eran bien recibidas en Roma y no eran compartidas por todo el clero, una

parte del cual se mostraba partidario de una política de asimilación paciente, ni por la Iglesia como

institución, que no tenía una opinión oficial.

También en los círculos del gobierno estaba dividida la opinión, tal como se reflejaba en el Consejo de

Estado, entre una mayoría que apoyaba la política de Idiáquez, de su expulsión total, y aquellos que veían

con buenos ojos los argumentos del duque del Infantado, en el sentido de que la expulsión debía ser

discriminada, y no masiva. Obviamente, los más ardientes defensores de los moriscos eran aquellos que

tenían un interés personal, la aristocracia de Aragón y Valencia, en cuyas propiedades trabajaban los

moriscos como tenentes o vasallos. En cuanto a la masa de los campesinos castellanos, consideraban a los

moriscos como satélites de la aristocracia terrateniente.

En la raíz del problema morisco había una cuestión demográfica. En vísperas de la expulsión, la población

morisca de España era de 319.000, para un total de 8 millones de habitantes. Pero esos moriscos no estaban

distribuidos de manera uniforme por toda la península. Más del 60% se hallaban concentrados en el

cuadrante suroriental del país. En Valencia, que contaba con la mayor concentración de población morisca,

eran 135.000, aproximadamente el 33% de la población. Pero el problema se veía agravado por el hecho de

que la población morisca aumentaba más rápidamente que la cristiana. En Aragón pasaba algo parecido: allí,

había unos 61.000 moriscos, aproximadamente el 20% de la población, y su tasa de crecimiento también

era mayor que la de los cristianos.

En Castilla, la situación era menos tensa. Las antiguas comunidades de mudéjares, que constituían una

pequeña minoría, nunca habían planteado problema alguno. La dispersión de los moriscos granadinos por toda

Castilla, tras la revuelta de 1570, modificó ligeramente el panorama demográfico. En conjunto, los mudéjares

y los moriscos granadinos eran entre 110.000-120.000, lo cual no planteaba amenaza alguna a los 6,5 millones

de cristianos que vivían en Castilla. Ni siquiera las dos comunidades moriscas estaban integradas entre sí, y

tenían muy poco en común con sus correligionarios de Aragón y Valencia. Sin embargo, el rápido

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crecimiento demográfico de los moriscos de Valencia y Aragón no tardó en amenazar con restablecer el

equilibrio de poder entre ambas comunidades y, tal vez, incluso de decantar la balanza en favor del Islam.

En último extremo, es difícil determinar las razones precisas por las que fueron expulsados los moriscos. La

decisión no fue simplemente consecuencia de la «presión demográfica». Esta política de expulsión fue

responsabilidad de unas cuantas personas: Felipe III, en quien residía la soberanía, y sus consejeros

inmediatos, que fueron quienes le plantearon la opción. El duque de Lerma tomó la iniciativa y, bajo su

dirección, el Consejo de Estado debatió la cuestión y, en enero de 1608, comenzó a propugnar la expulsión,

en razón de la seguridad del Estado, recomendando firmemente esta medida al monarca. Felipe III aceptó

el consejo y el 9 de abril de 1609 decidió expulsar a los moriscos de toda España.

Se comenzó por Valencia, donde se consideraba más agudo el problema morisco por su número, su

concentración en los enclaves montañosos y su situación en un litoral accesible desde el norte de África.

Los preparativos empezaron en secreto: las galeras del Mediterráneo y la flota del Atlántico fueron

concentradas en los tres puertos de Alfaques, Denia y Alicante, mientras que tres tercios, procedentes de

Italia, ocuparon posiciones estratégicas al norte y sur de Valencia. El 22 de septiembre, el virrey de

Valencia, marqués de Caracena, ordenó que se publicara el decreto de expulsión. Los aristócratas

terratenientes de Valencia, patronos y protectores de los moriscos, organizaron una protesta contra el

gobierno de Madrid, pero su protesta fue infructuosa, aunque Lerma había pensado en algún tipo de

compensación. Se permitió a los moriscos que llevaran consigo los bienes muebles, pero sus casas, sus

semillas, sus cultivos, sus árboles y otras posesiones irían a parar a manos de sus señores como

compensación, decretándose la pena de muerte contra cualquier acto de destrucción o incendio. Pero estas

órdenes se interpretaron de muy diversa manera y muchos moriscos se apresuraron a llevar sus productos y

sus propiedades al mercado; por lo demás, no causaron problemas. Abandonaron tranquilamente sus aldeas

y, conducidos por agentes especiales, fueron llevados hasta los puertos de embarque, desde donde partieron,

en convoyes sucesivos, hacia el norte de África.

Durante los 20 primeros días de octubre, unos 32.000 moriscos fueron trasladados por el Mediterráneo.

Los incidentes fueron escasos, pero los que se produjeron tuvieron repercusiones. Hubo algunos casos

aislados de robos y violencia por parte de los capitanes de los barcos y algunos grupos de moriscos sufrieron

robos y ataques a manos de algunos árabes en el norte de África. Estas noticias provocaron sublevaciones

de la población morisca en los valles de Ayora y de Laguarda. A finales de noviembre, los rebeldes fueron

vencidos y los que sobrevivieron fueron enviados a galeras o expulsados inmediatamente. En los tres

primeros meses de la operación, 116.022 moriscos fueron trasladados al norte de África y en 1612, cuando

ya habían sido enviados también los rezagados y los huidos, el número total de moriscos expulsados de

Valencia ascendía a 117.464.

La operación se desarrolló con la misma eficacia en Aragón, en 1610, una vez garantizada la seguridad de

Valencia. También allí protestó en vano la aristocracia. A mediados de septiembre ya habían sido expulsados

al norte de África, a través del puerto de Alfaques, 41.952 moriscos. El resto de los moriscos aragoneses,

13.470, fueron conducidos por los Pirineos hacia Francia, donde las autoridades francesas les llevaron al

puerto de Agde para embarcarlos.

Por lo que respecta a Andalucía, donde era más difícil detectar a los moriscos por su riqueza relativa, a

mediados de 1610 ya habían sido expulsados 36.000. En el resto de Castilla la expulsión no presentó

problemas con respecto al número, pero fue complicada por la existencia de dos grupos de moriscos, los

antiguos mudéjares y los más recientes emigrados de Granada. Primero se les ofreció la oportunidad de

emigrar voluntariamente a Túnez, a través de Francia. Muchos aprovecharon la oportunidad y los demás

fueron expulsados mediante un decreto del 10 de junio de 1610, abandonando el país desde los puertos

del sur de España.

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Aunque habían sido expulsados la mayor parte de los moriscos, la operación no estaba totalmente terminada.

Llevó 3 años, entre 1611 y 1614, localizar a todos los rezagados, que se mostraron particularmente

escurridizos en Castilla. Gradualmente, se completaron las operaciones de expulsión y, para 1614, habían

sido expulsados 275.000 moriscos en todo el país.

En su mayor parte, su trasladado se hizo al Norte de África, a Marruecos, Orán, Argel y Túnez, donde no

todos fueron recibidos de la misma forma; otros se trasladaron a Salónica y Constantinopla. Tal vez fueron

unos 10.000 los que consiguieron permanecer en España.

Las repercusiones fueron de muy diferente intensidad: casi nula en el norte y noroeste; reducida en Cataluña,

a pueblos del valle y delta del Ebro; escasa en Castilla y Andalucía y muy fuerte en Aragón y, sobre todo, en

Valencia.

La mayor parte de los arbitristas consideraron que el proceso no tuvo apenas consecuencias para la

economía del país en su conjunto; el gobierno hizo gala de una total indiferencia respecto a las

consecuencias económicas de la medida y, cuando el Consejo de Castilla hizo balance del estado de la

nación en 1619, ni siquiera se refirió a la expulsión. Probablemente, esto podía estar justificado en el caso

de Castilla, donde las consecuencias demográficas y económicas de la expulsión sólo pudieron ser muy

ligeras, aunque incluso allí se produjo un descenso de la población en algunas zonas, aumentaron los

salarios de los artesanos y los de los trabajadores del campo y subieron los costes del transportes. Sin

duda, la expulsión constituyó una pérdida de capital y de mano de obra, pues a pesar de los reglamentos

que lo impedían, los moriscos vendieron una gran parte de sus propiedades y se llevaron consigo el dinero

obtenido de la operación, pero resulta imposible cuantificar esa evasión de capital. Por otra parte, hay que

decir que, sin poner en duda la eficacia y diligencia de los moriscos, es falso que fueran la única clase

productiva de España; la mayor parte de los oficios en los que se especializaron, también eran practicados

por españoles, y, ni siquiera en Valencia, habían sido los únicos agricultores eficientes. A juzgar por los

niveles de salarios y los precios en los sectores económicos en los que los moriscos se habían mostrado más

activos, la expulsión tuvo escasas consecuencias materiales, incluso en Valencia, y la actividad económica

continuó inalterada.

Sin embargo, no puede negarse que la expulsión de los moriscos fue un acontecimiento importante en la

historia de España que no puede explicarse mediante una simple referencia a los niveles de salarios y precios

en determinadas zonas. La pérdida del 4% de la población española puede parecer pequeña, pero representaba

un porcentaje más elevado de la población activa. En algunos lugares, la deportación de los moriscos

abrió una brecha importante y la despoblación fue una realidad durante muchos decenios. Algunas

profesiones se vieron especialmente afectadas por la escasez de mano de obra y, en consecuencia, por la

elevación de los salarios, caso de la producción de seda, la horticultura y el transporte.

La disminución más importante de población se produjo en la zona oriental de España. Aragón perdió

una sexta parte de su población, en su mayoría en las zonas de regadío de Borja, Tarazona y Vega del Jalón,

que fueron recolonizadas por cristianos viejos que no conocían las técnicas agrícolas practicadas por los

moriscos, lo que hizo descender la producción.

Por su parte, Valencia perdió una tercera parte de población. La repoblación permitió una cierta

recuperación demográfica en Valencia gracias a la inmigración desde Castilla y Aragón, aunque la mayor

parte de los nuevos pobladores procedían de las proximidades; pero, cuarenta años después, Valencia seguía

estando despoblada. Con la excepción de la provincia de Castellón y la huerta de Valencia, todas las

regiones del reino de Valencia experimentaron una importante pérdida de mano de obra. Valencia siguió

siendo una economía de subsistencia, aunque ahora el cultivo fundamental era el trigo. En algunas regiones,

la producción de caña de azúcar descendió notablemente, y también perdió importancia el cultivo del

arroz, aunque la producción de seda y de vino –probablemente en manos de cristianos viejos aumentó, y

ello permitió su comercialización. En cuanto a los campesinos y agricultores pobres, si por una parte había

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desaparecido la competencia y habían aumentado los salarios, por otra, muchos de ellos heredaron de los

moriscos deudas y créditos por los suministros agrícolas y el ganado. Esas deudas no fueron canceladas

y la corona las puso en manos de los nobles, a quienes consideraba como las víctimas reales de la

expulsión.

Prácticamente todos los señores de Valencia y, en menor medida, de Aragón, habían hipotecado sus

propiedades moriscas. Los acreedores de las hipotecas eran, generalmente, inversores privados y

comunidades eclesiásticas que se aseguraron unas rentas regulares a costa de los ingresos señoriales. Por lo

tanto, los grandes señores comenzaron a exigir rentas extraordinariamente elevadas a los nuevos tenentes

o a suspender el pago a los acreedores. El gobierno intentó compensar a los señores adjudicándoles la

propiedad de las posesiones moriscas y reduciendo la tasa de interés de las hipotecas, pero ninguna de

esas medidas resultó suficiente y los terratenientes continuaron exigiendo rentas excesivas a los pocos

nuevos tenentes, lo cual sólo sirvió para alejar a otros posibles pobladores. Además, seguían con la

obligación de hacer frente al pago de sus hipotecas.

Otro grupo de acreedores afectados por la expulsión fueron aquellos que habían invertido directamente

en la agricultura, otorgando créditos a los campesinos moriscos, y que eran, en su mayor parte, comunidades

eclesiásticas y grupos de ingresos medios en las ciudades. La consecuencia fue un nuevo golpe para las capas

medias de la sociedad española y una falta de incentivo a la inversión en una agricultura ya

descapitalizada.

Paradójicamente, la expulsión de los moriscos permitió a muchos aristócratas superar sus dificultades

financieras y comenzar de nuevo. Con la ayuda de la corona, la tasa de interés de sus hipotecas descendió

del 10 al 5 por ciento, y fueron autorizados a imponer a los nuevos pobladores las mismas obligaciones y

cargas que recaían sobre los moriscos. Algunos terratenientes acrecentaron sus propiedades con los

despojos moriscos y otros, los senyors feudales, estaban más interesados en afianzar sus derechos sobre

la producción agraria que en modernizar sus propiedades. Pero, a pesar de las compensaciones que consiguió

en forma de tierra y ventajas financieras, no recuperó la gran prosperidad de la que había disfrutado en

el S. XVI. Sus deudas les abrumaron durante el resto de la centuria y si sobrevivieron en la cima de la

sociedad fue gracias a la ayuda de la corona y como leales servidores suyos.

En cuanto operación administrativa, la expulsión de los moriscos fue un ejemplo de organización y eficacia

de la maquinaria gubernamental, y también un ejemplo de cómo la política y la dirección centrales podían

llegar a las provincias. Este aspecto de la operación tuvo consecuencias que trascendieron el problema de los

moriscos.

La expulsión de los moriscos fue una medida decidida y ejecutada por Castilla. Desde este punto de vista,

alteró aún más el equilibrio de fuerzas en el interior de la península. Al expulsar a los moriscos de Aragón

y Valencia, Madrid estaba atacando la inmunidad de esos reinos y ahondando el desequilibrio entre el

centro y la periferia: en realidad, suponía un ataque contra la aristocracia no castellana. En su origen, la

aristocracia de Aragón era militar, con pronunciados rasgos feudales y señoriales, y debía su existencia

inicial al control que ejercía sobre una importante población morisca. La expulsión de los moriscos supuso

un golpe contra el poder y la riqueza de la aristocracia aragonesa. Lo mismo puede decirse en el caso de

Valencia, donde la alta nobleza sufrió un importante descenso de sus ingresos, procedentes de las

propiedades señoriales, a partir de 1609.

Los fueros de los reinos del levante peninsular los disfrutaban fundamentalmente las clases altas de las

ciudades y del campo; por tanto, atacar a la aristocracia terrateniente suponía atacar la inmunidad

constitucional de esas regiones. En el proceso, Castilla acabó con el poder que Aragón y Valencia pudieran

poseer en el seno de la monarquía, pues fue allí donde las consecuencias económicas de la expulsión se

dejaron sentir con mayor fuerza. Esa es la razón por la que el gobierno de Castilla hizo oídos sordos a los

argumentos económicos en contra de la expulsión.

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El pacifismo de Felipe III: la Tregua de los Doce Años. Paz con Inglaterra.

El gobierno de Felipe III era un gobierno conservador, que aceptaba en sus puntos esenciales los objetivos

nacionales que se habían formado en el curso del S. XVI: defensa de los intereses españoles en el norte de

Europa y, en la península, perpetuación de un equilibrio entre el poder de Castilla y los derechos de las

regiones. Pero las circunstancias económicas empezaban a volverse contra España; un sector básico de la

economía, el comercio de las Indias, inició, tras una centuria de crecimiento casi constante, un período de

estancamiento y, luego, de depresión. En política exterior, la agresión alternaba con la inercia, mientras

que en el interior, Castilla comenzaba a reajustar sus relaciones con la periferia.

El pacifismo de Felipe III se fundamenta en el hecho de que, en el curso diez años, incluyendo los últimos

meses de Felipe II, se llegó a establecer la paz con los tres Estados que combatían a España:

- El Tratado de Vervins (1598), con Francia

- El Tratado de Londres (1604), con Inglaterra

- El Tratado de Amberes (1609), con Holanda (Tregua de los Doce Años)

Sin embargo, los primeros años del reinado asistieron a un incremento del esfuerzo bélico y naval contra

Inglaterra. En 1601, una flota española se dirigió a Irlanda y realizó un desembarco en la población de

Kinsale, pero sin éxito. La muerte de Isabel I, en 1603, y la entronización de la dinastía Estuardo

supusieron un nuevo clima político.

La crisis financiera de los últimos años del reinado de Felipe II era motivo suficiente para impedir la

acción española en el norte de Europa. La paz firmada con Francia en 1598 fue el reconocimiento de que

España no podía luchar en tres frentes al mismo tiempo. En los Países Bajos, la transferencia de la soberanía

a los archiduques fue un intento tardío de poner fin al enfrentamiento con las provincias del norte por

medios pacíficos y de cerrar uno de los capítulos de gastos.

El archiduque Alberto era un hombre realista y utilizó su soberanía para reducir aún más los

compromisos. Por iniciativa propia, envió un embajador a Londres para iniciar negociaciones con el nuevo

monarca de Inglaterra, Jacobo I, e instó a Madrid a negociar. Esa política fructificó en el tratado de Londres

(1604), que puso fin a la larga guerra angloespañola. Con la excepción de Lerma, el gobierno de Felipe

III no mostró gran entusiasmo respecto a la retirada militar en el norte de Europa, pero incluso en

Madrid fue necesario plegarse a los argumentos financieros.

En Francia, y pese a las estipulaciones de la Paz de Vervins, Enrique IV seguía alentando la política

antiespañola en Flandes, Alemania e Italia, procurando atacar a los aliados españoles y debilitar el “camino

español” que unía Italia y Flandes. Las tensiones alcanzaron un punto máximo entre 1609 y 1610, por la

ayuda prometida a los calvinistas alemanes por Enrique IV. El asesinato de éste en 1610 cerró las

posibilidades de guerra: la regente, María de Médicis, buscó la aproximación a España, negociándose los

matrimonios del delfín, Luis, con la infanta española Ana de Austria, y del heredero de la Corona

española, Felipe, con Isabel de Borbón.

La máxima dificultad consistió en alcanzar un acuerdo con los Países Bajos, pues, desde el decenio de

1590, la república holandesa había realizado nuevos progresos políticos, económicos y militares. Los

acontecimientos del año 1600 no podían haber sido más negativos. La guerra contra las Provincias Unidas

se libraba ahora también en otro frente -el océano Índico-, y en los Países Bajos el amotinamiento de las

tropas que no habían recibido a tiempo su soldada empeoró las perspectivas españolas. Pero, la expansión

cíclica en el comercio de las Indias, en los años 1602-1603, permitió al gobierno obtener el dinero suficiente

para reanudar las operaciones militares y realizar con éxito el asedio de Ostende, dirigido Ambrosio Spínola.

La victoria de Ostende de 1604 fue el preludio de una ofensiva a gran escala, en el curso de la cual, Spínola

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penetró en Frisia para abrir una cuña en las Provincias Unidas y cortar sus líneas de comunicación con

Alemania. Sin embargo, la campaña de Yssel concluyó bruscamente en 1606: la dificultad del terreno y la

habilidad táctica de los holandeses abortaron la ofensiva española. A ello se unió otro grave motín de las

tropas españolas que desmanteló el esfuerzo de guerra desde dentro; la causa del motín fue la falta de pago

a consecuencia de las dificultades financieras derivadas de la disminución de las remesas de las Indias en

los años 1604-1605.

La revuelta de los tercios en 1606 quebrantó la convicción española respecto a la posibilidad de

reconquistar las Provincias Unidas y, junto con la suspensión de pagos de 1607 y las pérdidas sufridas

en el comercio de las Indias ese mismo año, convenció al gobierno español de que había llegado el momento

de negociar. Sin embargo, una vez más fue la administración de Bruselas la primera en afrontar la

realidad. El archiduque Alberto era consciente de que las Provincias Unidas nunca aceptarían una rendición

incondicional. Ahora era un Estado, reconocido como tal por muchas potencias europeas, que poseía una

administración eficaz, un próspero comercio internacional y una protección natural contra cualquier

ejército invasor. Pese a sus éxitos iniciales, la reciente campaña había demostrado simplemente la

imposibilidad de reducir a los holandeses por la fuerza. Así, el archiduque concluyó, por propia iniciativa,

un alto el fuego con los holandeses en marzo de 1607. Concesión trascendental de principio, ya que incluía

el reconocimiento de la soberanía de Holanda mientras durase el alto el fuego.

Pero aún fueron mayores las concesiones en las negociaciones subsiguientes, pues era obvio que

España tendría que reconocer la soberanía holandesa en unos términos que no permitirían una cláusula de

salvaguardia en favor de los católicos. Madrid se resistía a aceptar las recomendaciones de paz del

archiduque, por mucho que contara con el apoyo del experto militar, Spínola, y Felipe III intentó evadir

la decisión definitiva. El año 1608 constituyó un éxito sin precedentes en el comercio trasatlántico, lo que

indujo al gobierno español a acariciar la idea de romper las negociaciones de paz y financiar una nueva

ofensiva. Pero los ingresos de un año excepcional no podían solucionar los problemas financieros de España

y el gobierno se vio obligado a aceptar lo inevitable y firmar una tregua de 12 años con las Provincias Unidas

en 1609. Sin embargo, la tregua mantenida en Europa no detuvo la expansión colonial holandesa a

expensa de Portugal en Extremo Oriente, y en el litoral pacífico de Hispanoamérica.

La decisión de 1609 supuso para España un respiro en los Países Bajos, reduciendo su ejército a una fuerza

de sólo 15.000 hombres y recortando la asignación anual de 9 a 4 millones de florines pero también la

constatación de una derrota política, militar e ideológica. Castilla, frustrada en el exterior y herida en su

autoestima, comenzó a buscar compensaciones en lugares menos alejados y a considerar más atentamente

su posición en la península.

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Intervención española en el conflicto imperial. (Defenestración de Praga, detonante de la Guerra de

los 30 años).

La monarquía española siempre había mantenido una posición de alianza con los emperadores de la

Casa de Austria. El puesto de embajador español en Viena era uno de los principales cargos de la

monarquía, y, durante el reinado de Felipe III estuvo ocupado por diplomáticos de gran habilidad: Guillermo

de Santcliment (llamado San Clemente), Baltasar de Zúñiga y el conde de Oñate. Este último, de acuerdo

con el “partido español” o católico de la corte imperial, concertó un tratado en 1617, por el cual España

concedía su ayuda al archiduque Fernando para convertirse en emperador, y recibía, a cambio,

importantes posiciones clave a lo largo del “camino español”, sobre todo en Alsacia.

A partir de 1618, la insurrección de los protestantes de Bohemia contra la Casa de Austria iniciaba el

conflicto (defenestración de Praga, considerada el detonante de la Guerra de los 30 años). En España, la

quietud practicada por Lerma aparecía como una política degradante, que había causado el desprestigio

de la monarquía. En el Consejo de Estado, predominaban las opiniones de Zúñiga, Villafranca y de los

antiguos virreyes y embajadores, deseosos de una política de reputación.

España ayudó con dinero y tropas a la causa del emperador católico Fernando II. Tropas españolas,

movilizadas desde Nápoles por el virrey duque de Osuna, participaron en la decisiva batalla de la Montaña

Blanca, en 1620, contra los protestantes y el Palatinado fue ocupado en 1620-1621 por el ejército español

de Flandes, dirigido por Spínola.

La estrecha alianza entre los Austrias españoles y los vieneses se confirmó, ya durante el reinado de Felipe

IV, con el matrimonio en 1631 de la hermana del rey, la infanta María, con el archiduque Fernando,

hijo del emperador, y coronado como rey de Hungría.

ALZAMIENTO DE CATALUÑA.

La rebelión en Cataluña.

Para el gobierno de Felipe IV, Cataluña fue en un principio un problema fiscal, pero desde 1626 se convirtió

también en un problema político. En mayo de 1635, con el estallido de la guerra franco-española, pasó a

ser uno de los problemas internacionales de España. Aunque desde hacía algún tiempo ya se preveía la

entrada de Francia en la guerra de los Treinta Años, el gobierno español, no estaba preparado para esa

coyuntura. Tuvo que improvisar el reclutamiento de tropas y la obtención de dinero.

El método al que recurrió fue la imposición arbitraria reforzada con llamamientos al

patriotismo. Se decretó un fuerte gravamen sobre los juros, se acuñaron millones de ducados de

vellón, se vendieron cargos, y se conminó a las Cortes de Castilla a que votaran nuevos subsidios.

Se enviaron diversos ministros a las provincias para conseguir tropas y préstamos, se ordenó a la

alta nobleza que organizara compañías a su propio costo, y se anunció a los hidalgos que estuviesen

preparados para el servicio militar.

Castilla respondió a esos llamamientos, pero esa respuesta fue como una simple gota de agua en el

océano de los compromisos de España.

Los éxitos militares que se obtuvieron fueron poco relevantes.

En 1635, el cardenal-infante pasó a la ofensiva contra Francia, avanzando confiadamente hacia

París desde los Países Bajos. En Agosto de 1636, su ejército había llegado a Corbie. Pero sus

superiores en Madrid no pudieron ayudarle abriendo un segundo frente en el sur de Francia.

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En Octubre de 1637, los holandeses reconquistaron Breda y en Diciembre de 1638 Bernardo de

Weirnar ocupó Breisach, interrumpiendo la ruta desde Milán a los Países Bajos. Los intentos de

enviar suministros por mar culminaron en un desastre naval cuando el 21-10-1639 el almirante

Tromp destruyó la flota de Antonio de Oquendo en la batalla de las Dunas (se trata de la segunda

batalla de las tres conocidas por este nombre. La primera tuvo lugar en 1600, la segunda (ésta) en

1639, y la tercera en 1658. La primera y la tercera, terrestres, mantenidas cerca de la ciudad belga de

Niewpoort, la segunda, naval. Las tres dieron como resultado la derrota de las armas españolas.

La batalla naval de 1639, se desarrolló al norte de Dover, en las cercanías de Downs (que por

corrupción lingüística produce Dunas). El almirante holandés Maarten Harpetszoon Tromp, derrotó a

Antonio de Oquendo, haciendo uso de superiores fuerzas navales, tras dos días de combates. Sin

embargo Antonio Oquendo, consiguió hacer llegar a Flandes los soldados y el dinero que

transportaba desde La Coruña).

Estos reveses eran el resultado no tanto de la debilidad de España como de su incapacidad para concentrar

su nada despreciable poder militar en un punto y en un momento determinados. España afrontaba ahora

excesivos compromisos. Olivares era consciente de la situación y en 1640 había reducido drásticamente

sus pretensiones en un intento de liquidar la guerra con Francia, pero había un límite a lo que podía

conceder. No podía tolerar las conquistas holandesas en Brasil si quería conservar la lealtad de los

portugueses. Y Richelieu se negaba a romper su alianza con los holandeses. Así pues, Olivares se vio

obligado a continuar la guerra. El tesoro americano de 1639 no fue suficiente para cubrir los asientos y

en 1640 no llegaron remesas de las Indias, lo que desajustó completamente el presupuesto. En estas

circunstancias era más urgente que nunca conseguir contribuciones fuera de Castilla. Por ello, la atención se

dirigió de nuevo a Cataluña.

Sin embargo, para entonces el problema catalán había adquirido una nueva dimensión. Cataluña era ya

además, un problema estratégico, dado que era vecina de Francia y primera línea defensiva contra una

invasión francesa. Olivares, con su típico entusiasmo, consideraba que la guerra en los Pirineos era un reto

al que si se hacía frente con firmeza podía servir para que Cataluña dejara de ser un problema y se

convirtiera en un activo importante para la monarquía. De hecho, intentó obligar a Cataluña a que

contribuyera a la defensa del imperio convirtiendo la provincia en un teatro de operaciones en la guerra

con Francia.

Su intención no era situar un ejército en Cataluña, para provocar una rebelión (el tercer camino). Todo

lo que deseaba era hacer participar a Cataluña en los problemas, y en consecuencia en las finanzas de la

monarquía, para así poner fin a su inmunidad política y fiscal.

Olivares trabajó sobre ese supuesto desde finales de 1635, pero no era fácil llevarlo a la práctica. La resistencia

catalana ante los impuestos continuaba viva. Es cierto que entre 1636 y 1637, Barcelona aportó a la Corona

una importante suma en préstamos o donativos, pero no era más que la mitad de lo que debía en concepto de

atrasos de los «quintos» desde 1599. Igualmente difícil resultaba reclutar tropas. Los catalanes se negaron a

aportar hombres para enviarlos a Italia. Asimismo para realizar una maniobra de diversión en el Languedoc,

para aliviar a los que combatían en Italia, e igualmente, para socorrer en la defensa del sitio de Fuenterrabía,

en 1638. Todo ello, invocando sus constituciones, que prohibían reclutar tropas para luchar fuera de sus

fronteras.

Ahora, además, la oposición por parte de Barcelona fue reforzada por la de una revitalizada Diputación, que

se presentó una vez más como defensora de las leyes y libertades de la madre patria y que aprovechó las

dificultades financieras de la Corona para adoptar una posición de mayor dureza.

Si las constituciones catalanas frustraban los intereses legítimos de defensa había una base razonable

para modificar las leyes. Esta era la idea de Olivares y de sus asesores. Cuando planificaron las operaciones

militares de 1639 eligieron deliberadamente Cataluña como escenario en el que desarrollarlas, para

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obligar a Cataluña a contribuir al esfuerzo de guerra. La campaña arrojó escasos resultados positivos

tanto para Madrid como para Barcelona. Las operaciones militares se vieron seriamente dificultadas por las

constantes disputas respecto al reclutamiento y al pago de las tropas. La ineptitud militar aumentó aún

más la confusión y Salces, después de haber sido perdido de forma infantil, fue recuperado de manera

extraña, con un elevado coste en vidas catalanas. Sin embargo, Cataluña había sido obligada a reclutar

tropas, y un ejército real permaneció acantonado en Cataluña durante el invierno como preparativo para

la campaña de primavera de 1640.

A finales de Febrero de ese año, Olivares había agotado la paciencia (El conde-duque, se desesperaba ante

las trabas que le planteaba la Diputación. “Que se ha de mirar si la constitución dice esto o aquello, que se

ha de atender a lo que determina el usaje, sin advertir que el negocio en que nos encontramos es la propia

conservación de la provincia, frente a Francia, y esta es la primera ley que deberían considerar. Y es que

o es extrema la cobardía a que llegan, y cómo le montan disfraz, o es que los catalanes han menester ver

más mundo que Cataluña”). Ordenó un nuevo reclutamiento. Un miembro de la Diputación y dos del

Consejo de la ciudad de Barcelona fueron encarcelados y se hicieron preparativos para implicar a Cataluña

inevitablemente en la campaña de 1640.

También los catalanes consideraron que ya habían soportado bastante y, repentinamente, en las primeras

semanas de Mayo de 1640 los resentimientos reprimidos de los 4 últimos decenios y la cólera que de forma

más inmediata había producido la presencia del ejército real estallaron en una rebelión abierta.

Los campesinos de las zonas occidentales de Gerona y La Selva atacaron a los tercios allí acantonados.

La violencia fue implacable, organizada y provocada por agitadores. A finales de Mayo, fuerzas

campesinas habían penetrado en Barcelona. En junio se les unieron los segadors, que no tardaron en hacerse

dueños de la ciudad. Los jueces reales fueron perseguidos y el virrey, asesinado.

La reacción de Madrid ante estos acontecimientos era previsible. Los ministros insistieron en que había

llegado el momento de aplastar a Cataluña de una vez por todas, aunque Olivares creía aún posible una

solución razonable. Pero el asesinato del virrey anonadó incluso a Olivares, que perdió su fe en los catalanes

y comprendió que se enfrentaba con una grave rebelión que ningún gobierno podía perdonar. Por el momento,

el gobierno estaba impotente porque sus ejércitos y sus recursos ya estaban comprometidos en varios frentes

y no podían ser dirigidos hacia Cataluña.

Junto a la oposición política, se estaba produciendo una revolución social. Desde el primer momento, los

rebeldes habían atacado a los ciudadanos ricos y a sus propiedades. El liderazgo de Barcelona y de su

oligarquía fue rechazado cuando entraron en acción las fuerzas del descontento agrario.

Fue esta la rebelión de unos campesinos empobrecidos y sin tierra contra los campesinos propietarios y

los terratenientes aristócratas. Los cabecillas de la revolución política, atrapados entre la autoridad del

rey y el radicalismo de la multitud, dirigieron sus ojos a Francia. En ese momento quedó de manifiesto

hasta qué punto su posición era incoherente: incapaces de gobernar Cataluña por sí mismos, buscaban la

protección de los enemigos del monarca.

Pau Claris, canónigo de Urgel, uno de los cabecillas de la resistencia a Madrid, y Francesc de Tamarit,

ambos miembros de la Diputación, habían establecido ya contacto con Francia, antes de que estallara la

revolución. Por su parte, Richelieu tenía sus agentes en Cataluña.

También Olivares se vio atrapado en un dilema. Ofrecer la reconciliación podía ser interpretado como

debilidad, y sentar un mal precedente. Por otra parte, para aplastar a Cataluña mediante una acción militar

necesitaba la paz con Francia. Sin embargo, era necesaria una acción militar. Desde la pérdida de

Barcelona, el gobierno había utilizado el puerto de Tortosa, para el traslado de las tropas a Italia, con

propósito de abastecer a las fuerzas que aún tenía en el frente catalán. Pero en el mes de Julio también

Tortosa se rebeló. Entonces, comenzaron los preparativos para enviar un ejército contra Cataluña.

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Castilla comenzó a movilizarse trabajosamente y también Cataluña comenzó a supervisar sus defensas. El

24 de Septiembre de 1640, la Diputación dirigió a París una petición formal para conseguir la protección

y ayuda militar de Francia. En Octubre firmó un acuerdo con ese país, por el cual permitía que barcos

franceses utilizaran puertos catalanes y se comprometía a pagar el mantenimiento de 3.000 soldados que

Francia enviaría a Cataluña.

Como señaló el conde-duque, España se enfrentaba a una segunda Holanda. Olivares encontraba grandes

dificultades para movilizar un ejército en Castilla y tuvo que recurrir a métodos medievales (se ordenó que

las milicias de las ciudades se pusieran en pie de guerra, que los nobles armaran a sus vasallos y que los

hidalgos y los caballeros de las órdenes militares siguieran al rey a la guerra. El resultado fue desalentador,

pues apenas llegaron al millar los aristócratas y los miembros de la pequeña nobleza que respondieron al

llamamiento). Cuando se organizó finalmente un ejército suficiente, se puso al mando del marqués de los

Vélez, virrey electo de Cataluña, que carecía de experiencia militar y que tenía escasas condiciones para

el mando. Tortosa fue ocupada a finales de Noviembre, pero el comportamiento del ejército en su avance

hacia Barcelona reforzó la determinación de los catalanes a seguir resistiendo.

El 23-1-1641, el principado se situó bajo la jurisdicción del monarca de Francia a cambio de la protección

militar francesa. Las fuerzas conjuntas catalanofrancesas defendieron con éxito Barcelona ante el

ejército de Castilla y el incompetente marqués de los Vélez no tardó en ordenar la retirada.

Los catalanes sufrían males aún mayores. Ahora habían alcanzado una especie de igualdad con Castilla:

también ellos se convirtieron en víctimas de la guerra y también se vieron obligados a soportar enormes

gastos de defensa, la inflación monetaria, el estancamiento económico, la peste, el hambre y, la pérdida

de un fértil territorio.

La actitud francesa en Cataluña estuvo dominada por consideraciones militares. Ahora contaban con

una base en España, que sería utilizada principalmente para penetrar en Aragón y Valencia. Nombraron a un

virrey francés y llenaron la administración de elementos fieles a Francia. Al mismo tiempo, insistieron en

que los catalanes alojaran, abastecieran y pagaran a las tropas francesas, que cada vez recordaban más a

un ejército de ocupación. Cataluña pasó a ser simplemente uno de los varios escenarios franceses de guerra.

En 1642, con la conquista de Rosellón y la captura de Monzón y Lérida, fue un escenario victorioso, pero

en 1643-1644 los ejércitos de Felipe IV comenzaron a contraatacar, recuperando Monzón y Lérida donde,

en Julio de 1644, el rey juró solemnemente respetar las constituciones catalanas. Entre 1646 y 1648 los

franceses fueron neutralizados en Cataluña y perdieron su libertad de movimiento. Cuando la paz de

Westfalia les privó de la colaboración de sus aliados holandeses, y la Fronda comenzó a ocupar su

atención en el interior del país, Cataluña dejó de ocupar un lugar importante en los proyectos de los

franceses.

Francia explotó a Cataluña tanto económica como militarmente. Desde el punto de vista comercial, el

futuro de Cataluña, era más difícil con Francia que con Castilla, y su causa despertaba poco interés en el

escenario internacional. El golpe definitivo para Cataluña fue la gran peste de 1650-1654 que provocó una

gran mortandad.

Sustituir el dominio de Felipe IV de España por el de Luis XIII de Francia no resolvió ninguno de los

problemas de Cataluña, que se dividió entre los partidarios de Francia y de España.

El progresivo alejamiento de Cataluña con respecto a Francia, ofreció a Felipe IV la oportunidad de realizar

un esfuerzo supremo para recuperar el principado. A mediados de 1651 el ejército español mandado por

don Juan de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, avanzó sobre Barcelona e inició un prolongado asedio

de la ciudad, mientras las fuerzas navales establecían un bloqueo.

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Barcelona se rindió el 13-10-1652, aceptando la soberanía de Felipe IV y la figura de don Juan como

virrey, a cambio de la amnistía general y de la promesa del monarca de conservar las constituciones

catalanas. Francia ocupaba todavía el Rosellón y, por la paz de los Pirineos (7-11-1659) España -y

Cataluña- perdieron el Rosellón y el Conflent. Pero España había recuperado la lealtad de Cataluña y los

catalanes podían jactarse de haber preservado sus constituciones y privilegios (Cataluña mantuvo sus

privilegios de modo pírrico, a costa de grandes privaciones, a costa de haber causado una herida profunda

al resto de España, y de haber sufrido otra en propia carne. En todo caso, quedaba claro para los catalanes,

que para garantizar sus constituciones, y garantizar el orden, tenían que contar con un gobierno soberano, pues

Cataluña no poseía los recursos necesarios para la independencia).

Se hace difícil definir con precisión la importancia de la rebelión catalana en la crisis que afectó a España

a mediados de la centuria (ciertamente reviste gran importancia, pero el colapso de las defensas

marítimas, el declive de la navegación española, la contracción del comercio con América y la consiguiente

disminución de las remesas de metales preciosos, fueron causas concomitantes de muchísimo peso. La crisis

del comercio colonial no sólo afectó directamente a los ingresos de la Corona, sino que además redujo la

afluencia de capital privado hacia Castilla, perjudicando así al conjunto de la economía. Esta era una situación

nueva y habría quebrantado el poder de España aunque no se hubiera producido la rebelión de Cataluña). Es

claro que un factor fundamental en dicha crisis, fue la depresión del comercio de las Indias a partir de

1629 (La depresión del sector atlántico fue una de las razones por las que la Corona tuvo que recurrir a otras

posesiones -entre ellas Cataluña y Portugal- para conseguir ingresos adicionales. En este punto, la revolución

catalana desempeñó un papel fundamental, pues impidió a España explotar la inestabilidad interna de Francia

y la implicó en una desastrosa y costosa guerra civil en el mismo momento en que necesitaba todas sus escasas

reservas de dinero y recursos humanos para las campañas en el exterior, y eso precipitó el hundimiento de

España).

PORTUGAL, DE LA ANEXION AL ALZAMIENTO Y LA INDEPENDENCIA.

LA ANEXIÓN DE PORTUGAL.

En 1578 el rey Sebastián de Portugal encabezó una expedición suicida a Marruecos con el objetivo de

conquistarlo y convertir a los moros. El ejército portugués, mal abastecido, agotado por el calor y mal dirigido

por el rey, fue derrotado en la batalla de Alcázar-Kebir, donde el propio rey Sebastián fue muerto sin

dejar heredero directo. Ahora, Portugal sin gobernante y a la deriva, Felipe II podía hacer valer sus

pretensiones al trono, y podría no sólo cerrar un sector vulnerable de la Península, sino también aumentar

su poder en el Atlántico adquiriendo un nuevo reino, otro imperio, un litoral más extenso y una flota

suplementaria. Simultáneamente comenzó a mejorar su situación financiera, y España pasó de la defensa

al ataque, de la típica cautela de la primera mitad de su reinado al imperialismo de sus dos últimas décadas.

Desde finales del siglo XV las relaciones entre España y Portugal habían fluctuado en un difícil balanceo

aunque sus economías imperiales fueron complementarias: Portugal, del que Imperio era esencialmente

comercial, necesitaba del oro y de la plata de América para fines de cambio; España, por su parte, tenía

que comprar pimienta, especias y sedas de las Indias Orientales portuguesas, productos de lo que estaba

falto su propio imperio. A partir de entonces tuvieron un interés común en la conservación de su monopolio

colonial. Felipe II no quitaba los ojos de Portugal desde antes de que falleciese su sobrino Sebastián en 1578,

estando dispuesto a hacer valer sus pretensiones a la corona portuguesa tan pronto como se ofreciera una

oportunidad. Sebastián no dejó heredero directo, y fue sucedido por su tío abuelo el cardenal Enrique, el

último hijo legítimo superviviente de Manuel I.

El desastre de Alcazarquivir había reducido el poder de Portugal y había desarticulado su economía. El

infiel había capturado una buena parte de la nobleza portuguesa; para poder pagar los inmensos rescates

el país tuvo que desprenderse del numerario que necesitaba para sus relaciones comerciales con el Extremo

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Oriente, así como de las joyas y piedra preciosas. La gran cantidad de prisioneros despojó al débil reino de

la fuerza humana y lo debilitaba militarmente. La sucesión cayó en las manos incompetentes de un anciano,

el cardenal Enrique. Por todas estas razones Portugal se encontraba ahora extremadamente expuesta a una

intervención extranjera.

Felipe II, como hijo de la emperatriz Isabel, hija mayor de Manuel I, tenía razones para pretender la corona

portuguesa, una vez desaparecido el cardenal Enrique, aunque había otros pretendientes; entre ellos, la

duquesa de Braganza, Catalina de Médicis reina madre de Francia, y Antonio prior de Crato, descendiente

ilegítimo de Manuel I. Pero ninguno de sus derechos eran tan sólidos como los de Felipe II. El rey español

dio comienzo a una campaña de propaganda y de diplomacia. Echó mano de los juristas y teólogos españoles

para que demostraran la justicia de su causa. Por medio de sus agentes en Lisboa y de su nobleza en la frontera

luso-española se dirigió al público portugués, en especial a la nobleza y a los procuradores de las Cortes, con

una serie de mensajes que contenían una mezcla de adulación, promesas y amenazas y casi siempre una

alusión al poder militar español. Christóvâo de Moura logró agrupar a un partido hispanófilo. Felipe

también se aprovechó de la colaboración de los jesuitas, que ejercían gran influencia en Portugal. Pero, para

asegurarse el triunfo, Felipe II comenzó a inspeccionar las defensas fronterizas portuguesas y a prepararse

para la acción. Cuando el cardenal Enrique murió en febrero de 1580, todavía no había resuelto el

problema sucesorio.

La población urbana y las capas bajas del clero secular no querían oír hablar ni de la posibilidad de una

dominación española, pero el Cardenal había descuidado el problema de la defensa, prefiriendo gastar el

dinero con rescates de los nobles en Marruecos. En cualquier caso, ¿estaban dispuestas las clases

terratenientes, los nobles y los mercaderes, a hacer frente a los sacrificios necesarios para levantar un

ejército nacional? Si el pueblo portugués fue traicionado, lo fue por su propia clase gobernante, pues ésta

tenía razones muy eficaces para no resistir. Todos los que jugaban en el comercio colonial necesitaban del

tesoro americano, y además Portugal solamente hubiera podido conservar su posición de último reino

independiente en la Península por medio de una alianza con los enemigos de España (protestantes ingleses

u holandeses o con los franceses predominantemente calvinistas), y semejante alianza no lograría aglutinar

un bloque nacional.

El cardenal Enrique había dejado un consejo de regentes, de los cuales dos o tres fueron ganados para la

causa de Felipe, que no pensaba dejar ni a las Cortes ni al papa llevar a cabo la sucesión, pues creía que sus

derechos eran tan imprescindibles que no admitían arbitrajes de nadie.

Los primeros meses de 1580, con el beneplácito del gobierno, los nobles castellanos empezaron a levantar

tropas a su costa; las ciudades contribuyeron también con tropas, naves y fondos, con un esfuerzo nacional.

Ante la insistencia de Granvelle, Felipe llamó al duque de Alba en febrero de 1580, nombrándolo

comandante en jefe del ejército invasor. A mitad de junio el ejército español cruzó la frontera cerca de

Badajoz y avanzó sobre Lisboa; por su parte, la flota, bajo la dirección del marqués de Santa Cruz, quedó

estacionada en la boca del Tajo. Cogido entre los dos, don Antonio y sus seguidores nacionalistas

quedaban sin defensa, Lisboa se entregó a finales de agosto. La parte meridional del país fue ocupada por las

fuerzas de apoyo de los grandes españoles. Bastaron cuatro meses para ocupar por entero Portugal. Felipe II

alardeó diciendo: “Lo heredé, lo compré, lo conquisté”, aunque prácticamente Portugal le fue entregado.

Antes de la ocupación, Felipe II había prometido respetar los derechos constitucionales de los portugueses

y en las Cortes de Thomar (abril 1581) fue reconocido oficialmente como rey de Portugal y señaló las

condiciones de la anexión. Nunca pretendió Felipe sacar las Cortes portuguesas del reino ni que una asamblea

extranjera legislara sobre los asuntos portugueses; el cargo de virrey había de ser siempre para un portugués

o para miembros de la familia real; los nombramientos administrativos, militares, navales y eclesiásticos

quedaban exclusivamente reservados a los portugueses; el país quedaba defendido únicamente por fuerzas

portuguesas; para la consulta de los asuntos portugueses el rey había de tener junto a sí un grupo de

consejeros y funcionarios especializados, todos de origen portugués, que compondrían el Consejo de

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Portugal; el comercio colonial había de seguir como antes, administrado por funcionarios portugueses,

llevado a cabo por mercaderes portugueses y transportados por naves de la misma procedencia; por fin,

había que suprimir todas las aduanas fronterizas entre Castilla y Portugal.

Un monarca del siglo XVI difícilmente habría podido conceder más a un país conquistado. Portugal no fue

incorporado a la corona de Castilla ni tratado como nación sometida; conservó su administración y su

personalidad.

Las concesiones de Felipe II reflejan no sólo su preocupación por evitar la oposición sino también sus

principios permanentes de gobierno y su convicción de que la descentralización regional era el mejor

método para gobernar sus numerosos reinos. Y en conjunto, Felipe II guardó sus promesas, aunque

naturalmente escogió los consejeros y funcionarios portugueses más castellanizados, como Moura, y

nombró a un miembro de su propia familia, el archiduque Alberto de Austria, como virrey.

Al llegar las noticias desde la metrópoli, el Imperio portugués se puso de parte de Felipe II sin lucha. Se

trataba de una unión de coronas, no de Estados, ni mucho menos, de naciones, por lo que las consecuencias

económicas también fueron limitadas. Ciertamente, Portugal ganó algo con la anexión, pues su economía

colonial siempre había descansado en la colaboración con España y se podían promover con mayor eficacia

los intereses mutuos en la conservación del monopolio. Pero las perspectivas a larga distancia para

Portugal no eran tan risueñas y la colaboración, en último término se convirtió en rivalidad, pues Portugal

ahora había cargado, junto con su rey, con los enemigos de España. Especialmente los holandeses que

durante la última década del siglo empezaron a torpedear el monopolio portugués, que había de acabar con

la destrucción de éste y en el siglo siguiente habría de extender su ofensiva al Brasil.

Felipe II, tras la anexión de Portugal era ahora el gobernante de una Península unificada, con un poder

territorial y naval mayor en el Atlántico. Era también el señor de los dos mayores Imperios coloniales del

siglo XVI, cuyas defensas quedaban reforzadas con la adquisición de las Azores. Este engrandecimiento

provocó a sus enemigos, especialmente a Inglaterra. Desde que Felipe II fijó su residencia en Lisboa

(permaneció allí desde 1581 hasta 1583), colocó el centro de su Imperio heterogéneo en el borde del

Océano. Sus grandes victorias navales en las Azores de 1582-83 constituyeron un síntoma de los tiempos. En

1586, Granvelle aconsejaba a Felipe II que residiera permanentemente en Lisboa, donde podría organizar

mejor una expedición contra Inglaterra.

La secesión de Portugal.

La rebelión catalana planteó a España un grave problema de seguridad pero no un problema económico.

Portugal constituía un riesgo aún mayor para la seguridad, pero incomparablemente superior en lo

económico.

Portugal era un problema fiscal para Castilla. No aportaba ingresos regulares, y sus defensas tenían que

ser costeadas por Castilla, de la que se esperaba, además, que acudiera periódicamente a la defensa de Brasil.

Por ello Olivares pensó en integrar también a Portugal en su Unión de Armas. Intentó primero infiltrarse

en la administración portuguesa. Para ello designó en 1634 a la princesa Margarita de Saboya para que se

encargara del gobierno del país, con un grupo de asesores castellanos, lo cual provocó un gran resentimiento

en la burocracia portuguesa. Luego intentó que Portugal contribuyera, para lo cual instauró una imposición

de 500.000 cruzados anuales para costear su propia defensa.

Lisboa ya había realizado una serie de contribuciones extraordinarias. Pero las nuevas exigencias sólo

sirvieron para aumentar la irritación de los mercaderes portugueses. Esas medidas provocaron también

revueltas antifiscales en 1637 tanto en Évora como en otras ciudades, pero fueron sofocadas sin dificultad.

Las divisiones de clase en Portugal jugaban a favor del gobierno español. En tanto que las capas bajas de

la sociedad y el bajo clero rechazaban tradicionalmente el dominio español, la aristocracia lo aceptó porque

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el hecho de pertenecer a un imperio más extenso le ofrecía nuevas oportunidades. Sin embargo, en 1640

también la aristocracia portuguesa se puso en contra de España, siendo la causa de su resistencia la

cuestión relativa al servicio militar.

Olivares no sólo pretendía conseguir dinero en Portugal, sino también tropas. Se reclutaron unos 6.000

soldados para servir en Italia, pero la rebelión de Cataluña determinó que se integraran en el ejército

reclutado para el frente catalán. Olivares pretendía, sobre todo, movilizar a la nobleza portuguesa. Pero la

nobleza portuguesa, se negó a alejarse del país y en el otoño de 1640 algunos nobles comenzaron a planear

la revolución.

Cabe preguntarse por qué, Portugal, que había dado su apoyo a la unión, retiraba ahora su lealtad en

1640. La rebelión de Cataluña, les había dado modelo, mas no motivo. Tampoco fue la causa de la resistencia

portuguesa la llamada a prestar servicio militar. La auténtica razón hay que buscarla en el imperio ibérico

ultramarino. Olivares argumentaba que, puesto que Castilla, había ayudado a Portugal en sus intentos

de recuperar Brasil, era justo que ahora, Portugal ayudase a Castilla a recuperar Cataluña.

La pérdida del imperio asiático por parte de Portugal no fue una prueba válida de la colaboración de

los dos reinos ibéricos. De cualquier manera, la pérdida del comercio de especias fue compensada con

creces por la formación de un segundo imperio portugués en Brasil. El azúcar brasileño fue una de las

industrias que consiguió un crecimiento más espectacular en los inicios del S. XVII. Aunque los holandeses

se habían infiltrado en el comercio del azúcar, ésta era una importante actividad para Portugal, que rendía

suculentos beneficios. En consecuencia, su defensa era una prueba crucial para la asociación de los reinos

ibéricos. La amenaza más seria procedía de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales.

Frecuentemente, se sugería que la mejor manera de defenderse de los ataques holandeses sería organizar un

sistema de convoyes similar al que operaba en el caso de la navegación transatlántica española. Pero la

idea fracasó debido a la forma en que estaba organizado el comercio de Brasil, que no se canalizaba a través

de puertos monopolísticos, así como a la oposición de los productores, mercaderes y armadores, que no

podían o no querían invertir el capital necesario para dotarse de escoltas más numerosas y mejor armadas.

Los holandeses no sólo atacaban el comercio de azúcar en el mar, sino que intentaron apropiarse de él en el

lugar de origen. Su primera conquista en Brasil suscitó una rápida respuesta y España colaboró de forma

importante en la expedición de socorro que reconquistó Bahía en 1625. En sólo unos pocos años los

holandeses habían echado los cimientos de una nueva colonia en el NE. de Brasil, situada en la rica

provincia de Pernambuco.

A menos que las potencias ibéricas pudieran enviar una expedición de socorro y una flota capaz de enfrentarse

al poder marítimo holandés en el Atlántico Sur, había una posibilidad real de que el enemigo conquistara

todo el litoral brasileño y comenzara a penetrar en la América española.

Olivares comprendió que la unión de las Coronas estaba en dificultades. La devolución de Pernambuco

pasó a ser una condición indispensable de una paz hispano-holandesa, a pesar de lo mucho que España

necesitaba la paz. En 1635, Olivares estaba decidido incluso a ofrecer a los holandeses Breda, un rescate

en dinero y el derecho a cerrar el Escalda, si devolvían Pernambuco. Pero los portugueses querían

ayuda militar y naval. Seis años llevó organizar una expedición de so-corro y fue en Septiembre de 1638

cuando zarpó de Lisboa una fuerza conjunta. La expedición fracasó por la incapacidad de su comandante,

el portugués conde da Torre, totalmente inepto para la tarea (Se le entregó el mando sólo después de que

hubiera sido imposible encontrar a un hombre de talento. Mantuvo su armada inmovilizada en Bahía

durante la mayor parte del año 1639, ofreciendo a los holandeses una oportunidad para prepararse para la

batalla. Finalmente, trasladó su flota a Pernambuco (enero 1640) donde se le enfrentó una flota holandesa con

unos efectivos que no llegaban a la mitad de los del comandante portugués, que después de algunos días de

lucha se retiró cobardemente, dispersándose la mayor parte de su flota por las Indias Occidentales).

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Así pues, en 1639 la asociación de los reinos ibéricos ya no funcionaba con eficacia. Para los portugueses,

España tenía demasiados compromisos en todas partes, lo que le hacía descuidar sus intereses más

fundamentales.

Su resentimiento se vio agravado por el hecho de que estaban perdiendo también una de las grandes ventajas

que les había aportado Brasil, la posibilidad de acceder a la América española (Brasil era un centro de

distribución de un importante comercio de reexportación, que posiblemente acaparó la mitad del mercado

suramericano de España).

Además de comerciar ilegalmente en la América española, los portugueses se asentaban en ella, con un

permiso tácito, ya que no oficial. Algunos adquirieron tierras. Otros consiguieron cargos. Otros, se asentaron

en ciudades y puertos, adquiriendo entre otras cosas el monopolio de la lana de vicuña, y otros se convirtieron

en pequeños terratenientes. Esta invasión portuguesa de las Indias españolas fue uno de los beneficios más

importantes que consiguió Portugal de la unión de las dos Coronas.

Pero no podía dejar de producirse una reacción, y aproximadamente a partir de 1630 los españoles

comenzaron a oponerse a la invasión de su imperio. Un gran número de los portugueses que realizaban

actividades comerciales en la América española, eran cristianos nuevos y, por tanto, sospechosos de ser

judaizantes y contrabandistas. A partir de 1634, la Inquisición de Lima intensificó las acciones contra

ellos y llevó a cabo numerosas confiscaciones de sus propiedades. Los portugueses tenían ahora un

resentimiento adicional. En el mismo momento en que dirigían su mirada al imperio español, los españoles

reafirmaban su exclusivismo tradicional en las Indias.

Cuando, a principios de 1641, llegaron a la América española las noticias de la rebelión de Portugal los

oficiales coloniales ya estaban predispuestos a hacer caer sobre los inmigrantes el peso de la discriminación

fiscal, la confiscación de sus propiedades y, en algunos casos, la expulsión.

En 1640, los portugueses tenían razones, que eran de peso para ellos, si no para los españoles, para rechazar

la unión con España. Y también se les presentó la oportunidad. Las pérdidas de barcos que España había

sufrido en la batalla de las Dunas (Octubre de 1639) y en Pernambuco (Enero, 1640) habían debilitado

las defensas de España en el Atlántico y la habían privado de un arma contra Portugal. Es el momento en

que Cataluña absorbió los restos de las reservas militares españolas.

Richelieu ya había prometido a los portugueses la ayuda de Francia si estallaba una rebelión y, al mismo

tiempo, esperaban que los holandeses reducirían la presión que ejercían sobre sus territorios coloniales si

declaraban su independencia de España. Pero, además, los portugueses tenían otra baza que jugar: Don

Juan, séptimo duque de Braganza, quien podía alegar derechos dinásticos al trono portugués y era un

símbolo de la unidad nacional. Cuando Olivares intentó alejar a la nobleza del país, Don Juan y sus

seguidores no tuvieron más remedio que comprometerse. Así lo hicieron el 1-12-1640, cuando el duque

de Braganza fue proclamado rey en Lisboa con el nombre de Juan IV de Portugal (Juan IV el Afortunado,

actuó como rey de Portugal desde que la junta nobiliaria de Lisboa de 1640 le ofreciera el trono. Aliado con

los enemigos de los Habsburgo españoles, logró derrotarles en la batalla de Montijo en 1644. Desde 1649 a

1654, combatió eficazmente a los holandeses en las costas de Brasil, recuperando sus territorios americanos.

Realizó una buena administración, logrando resituar a Portugal como país respetado dentro de Europa). La

independencia fue recibida con entusiasmo por la masa de la población. Los jesuitas portugueses

intervinieron de modo importante, y posiblemente influyeron decisivamente para que Brasil se adhiriese

a la causa de la independencia desde 1641.

En tanto en cuanto el frente catalán absorbiera las energías de España en la península, no había

posibilidad alguna de recuperar Portugal. Por tanto, España tuvo que situarse, por el momento, a la

defensiva contra los portugueses. Tampoco los portugueses podían librar una guerra ofensiva contra

España. Se veían obligados a dar prioridad a la defensa de Brasil. Los holandeses concluyeron con

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Portugal una tregua de 10 años en Junio de 1641, pero en Agosto, ocuparon Luanda, centro del tráfico de

esclavos de Angola, amenazando con privar a Brasil de la mano de obra necesaria para las plantaciones.

Los portugueses, en 1648, reconquistaron Luanda y en 1654 recuperaron Recife y expulsaron a los

holandeses de Brasil. Ahora disponían de recursos con que atacar a España, libres de la amenaza holandesa.

Con la muerte de Juan IV (6-11-1656) y la regencia de su viuda, Doña Luisa de Guzmán, adoptaron una

actitud más beligerante, aunque sólo fuera para demostrar a Francia que podían ser unos aliados valiosos y

para disuadirla de que firmara una paz por separado con España.

En tanto las fuerzas navales españolas estaban totalmente ocupadas en la guerra contra la Inglaterra de

Cromwell, los portugueses invadieron España en 1657, amenazando seriamente Badajoz.

En Enero de 1659, fueron las fuerzas españolas las que invadieron Portugal, pero el ejército español sufrió

una terrible derrota en Elvas. Francia abandonó a Portugal en la paz de los Pirineos de 1659 y apenas le

compensó de algún modo permitiendo el envío de voluntarios al mando del conde Schomberg. Fue la alianza

inglesa de 1661 la que permitió a Portugal superar el aislamiento diplomático, y desde ese momento pudo

contar con apoyo naval y la ayuda de un contingente militar ingleses.

Para España, la guerra fue una sucesión de derrotas sin cuento. Felipe IV tuvo que recurrir a los tercios

alemanes e italianos, que, pese a estar comandados por don Juan de Austria, el vencedor de Cataluña,

fueron derrotados por Schomberg en la batalla de Ameixial en Junio de 1663. A duras penas fue posible

organizar un nuevo ejército al mando del marqués de Caracena, que también fue derrotado, en esta ocasión

en Villaviciosa (Vila Viçosa en portugués), el 17-6-1665. (La batalla estuvo cerca de ser ganada por el

marqués de Caracena, por su perfecta penetración en el territorio portugués, que hubiera podido dejar aislado

todo el sector alentejano, al ser nudo de comunicaciones entre Borba, Alandroal y Terena, con lo que, de haber

sobrepasado la posición, la situación portuguesa hubiera sido muy comprometida. Pero su empeño en tomar

la ciudad de Vila Viçosa, donde se encontraba (aún se encuentra) uno de los palacios de la familia Braganza,

dio al traste con las posibilidades, pues los portugueses fueron capaces de diezmar la artillería española,

volviendo el resultado a su favor).

Felipe IV se aferraba obstinadamente a la convicción de que los portugueses eran simplemente, súbditos

rebeldes, a los que en consecuencia, había que aplastar. El gobierno que le sucedió no tenía ni la voluntad ni

los recursos suficientes para proseguir la guerra, y el 13-2-1668 la viuda de Felipe IV, la regente Mariana

de Austria, reconoció la independencia de Portugal.

RECUPERACIÓN DE CATALUÑA. EL FRENTE PORTUGUÉS.

CATALUÑA.- Con las manos libres, después del Tratado de Münster y del de Westfalia, el gobierno

español inició la recuperación de Cataluña. Lentamente, los débiles ejércitos españoles fueron penetrando

en el Principado. Mazarino, preocupado por la Fronda, no pudo enviar ayuda en 1651. Las posiciones

francesas se derrumban. En 1651 el ejército del marqués de Mortara, con base en Lérida, se unen a las

fuerzas del ejército de Tarragona, al mando del hijo bastardo de Felipe IV, D. Juan José de Austria, y

marchan unidos hacia Barcelona.

Finalmente, en octubre de 1652 Barcelona se rindió. Se firmó el Acta de Manresa (1652). Tres meses

después, Felipe IV concedía una amnistía general y prometía observar todas las leyes y fueros del

Principado, tal como existían en la época de su ascenso al trono. Tras 12 años de separación (1640-1652),

Cataluña volvía a formar parte de España.

PORTUGAL.- Terminada la guerra con Francia (Paz de los Pirineos, 1659), Felipe IV podía esperar, por

fin, realizar su ambición de recuperar Portugal para la corona española. Pero la guerra portuguesa no iba a

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acarrear al rey más que nuevas decepciones en el ocaso de su reinado. Con grandes esfuerzos, sobre todo

financieros (nueva bancarrota en 1653), pudo reunir 3 ejércitos, pero fueron derrotados. Una vez más cometió

un error de cálculo, porque los portugueses no tardaron en superar su aislamiento, estableciendo una alianza

con Inglaterra que les permitió defender con éxito su independencia. La guerra con Portugal asestó el golpe

definitivo a las tambaleantes finanzas de la Corona. La campaña tuvo un coste de unos 5 millones de

ducados al año. Entre 1660 y 1665, en el paroxismo final de la fiscalidad, el gobierno utilizó todos los

expedientes aberrantes que conocía la administración de los Austrias.

Un ejército español mandado por don. Juan José de Austria, después de algunos éxitos iniciales, fue vencido

en Ameixial (1663) por el general francés Schömberg. Una nueva y definitiva derrota en Villaviciosa o

Montesclaros (1665) amargó los últimos días de Felipe IV pues falleció el 17-9-1665. El gobierno que le

sucedió no tenía la voluntad ni los recursos suficientes para proseguir la guerra; y el 13-2 1668 la viuda de

Felipe IV, Mariana de Austria, regente de su hijo, el futuro Carlos II, reconoció la independencia de

Portugal en el Tratado de Lisboa.

Felipe IV murió el 17 de septiembre de 1665. Los últimos meses de su vida fueron un período de aguda

melancolía. Tampoco sus súbditos tenían muchos motivos para la alegría. El futuro político parecía poco

prometedor, porque si Felipe IV no dejó un problema sucesorio, sí dejó un problema en su sucesor, su hijo

Carlos, un hijo que había engendrado cuando ya era anciano y que estaba destinado a ser el más degenerado

de todos los Austrias españoles. Los españoles buscarían en vano una nueva dirección para sus asuntos.

También las perspectivas económicas eran sumamente difíciles. España había estado en guerra durante más

de medio siglo, la población había sido sometida a la carga de los impuestos y del reclutamiento por encima

de lo que podía soportar y había sido diezmada por las enfermedades epidémicas. Al mismo tiempo, la

aportación de las colonias, de importancia vital para España, había disminuido enormemente. Los

ingentes gastos de la guerra no habían producido unos resultados acordes con tan extenuante esfuerzo. Pero

aún quedaban aspectos positivos. El imperio colonial español estaba todavía intacto, al menos territorialmente,

y el poder militar de España, aunque fuertemente erosionado, no se había eclipsado por completo.

Habían sido necesarios los esfuerzos combinados de Francia e Inglaterra para obligarle a sentarse a la mesa

de negociaciones en 1659, lo cual no habrían podido conseguirlo ninguna de las dos potencias por separado.

Pero en realidad, los esfuerzos de España en el norte y el centro de Europa no habían rendido fruto

alguno. La alianza Habsburgo estaba periclitada y las comunicaciones imperiales habían sido dislocadas. Si

España conservaba el sur de los Países Bajos no era tanto por su presencia militar como porque las otras

potencias no llegaban a un acuerdo para ofrecer una soberanía alternativa.

Las naciones pueden recuperarse de las consecuencias de la guerra y reconstruir su trayectoria. Pero la

postración de España era tan prolongada que parece indicar la existencia de una enfermedad mucho más

profunda. La guerra y la fiscalidad no sirvieron sino para añadir una carga adicional a una sociedad que ya

soportaba el lastre de los privilegios y a una economía debilitada ya por una serie de defectos estructurales.

PERFIL DE FELIPE IV.

Felipe III murió prematuramente (el 31-3-1621), dejando el gobierno de España y de su imperio a su hijo,

un joven de 16 años, que aún no había sido introducido en los asuntos de Estado, dominado por Gaspar de

Guzmán, conde de Olivares. Su precipitada subida al trono fue suficiente para inducirle a buscar

desesperadamente la mano rectora de un poderoso ministro: Olivares.

Cuando hacia 1630, había conseguido cierta madurez y experiencia, y estaba en situación de cuestionar las

decisiones tomadas en su nombre, era demasiado tarde para afirmar su independencia, pues bajo la presión

de las guerras exteriores y las crisis interiores, la política española se había comprometido en la

consecución de determinados objetivos, que ya no era posible modificar.

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La historiografía moderna ha intentado rescatar a Felipe IV de la deshonra que se abate sobre los últimos

Austrias. Los contemporáneos consideraban que superaba a su padre, si no por su apariencia -tenía la

exagerada mandíbula y el labio inferior característicos de los Austrias-, al menos por sus virtudes

intelectuales y políticas. Tras la inacción y la corrupción en el reinado anterior, el nuevo monarca fue

saludado como un reformador. El propio Felipe, afirmaba que el oficio de rey, se veía obligado a aprenderlo

asistiendo secretamente a las sesiones de los Consejos, y “examinando todos los informes sobre todos los

asuntos que conciernen a mis reinos”. Es cierto que anotaba de su propia mano, sus comentarios y decretos,

a veces extensos. Desde este punto de vista era un monarca consciente, nada indolente y no menos informado

que sus ministros. Pero sus esfuerzos por intervenir fueron esporádicos y poco convincentes, meros indicios

de un remordimiento periódico. Felipe IV tenía demasiado de cortesano como para reproducir los hábitos

de trabajo de Felipe II. Pero al menos la suya era una corte cultivada. Su mecenazgo de la literatura, el

teatro y las bellas artes dio un impulso incuestionable a la cultura barroca de España. Las artes se

convirtieron en un escaparate de los valores y ambiciones de la monarquía. Más aún le interesaban los

deportes al aire libre, y las corridas de toros. Aun así su pasión por los caballos se vio superada por su

pasión por las mujeres, lo bastante fuerte como para deteriorar su vida familiar con su primera esposa Isabel

de Borbón. Tuvo dificultades para tener un heredero, pero fue padre de cinco o seis bastardos.

Se ha dicho que Felipe IV delegó el poder en Olivares, porque creía que Olivares era el hombre más

adecuado para esa tarea. Pues bien; no puede considerarse al rey como una simple marioneta. Entre él y

Olivares hubo desacuerdos y enfrentamientos abiertos por cuestiones de política.

Conforme fue creciendo en experiencia exigió una función militar para él, cambios en política exterior y

una revisión de los nombramientos. Pero, generalmente, su voluntad no era lo bastante fuerte como para

prevalecer, y se evadía de los deberes públicos. Buscó en Olivares, hombre capaz y de gran energía, el

contrapeso para su indecisión y su falta de criterio.

Además, su libertad de acción era limitada, pues la alta nobleza castellana, no hubiera tolerado que el poder

supremo fuese ejercido por alguien no perteneciente a sus filas. Olivares era el único miembro de la clase

dirigente que Felipe IV conocía lo suficiente como para poder confiar en él. No obstante es preciso considerar

el hecho de que Felipe IV hizo algo más que delegar el poder: renunció a su control. Decía Quevedo que

entregar el poder político a un valido, suponía enajenar la soberanía. Es preciso también, considerar una

cierta testarudez (En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la perpetuación de la presencia española

en los Países Bajos o en Portugal, reportaba algún beneficio para sus súbditos. El único criterio que le guiaba,

eran sus derechos legales, y así, se obstinó en continuar la guerra por los derechos de los Habsburgo. El 1648

renunció a su conflicto con Holanda, para concentrarse en el conflicto de Francia. En 1654, se granjeó un

nuevo enemigo: Inglaterra. En 1658 puso fin a la guerra que ocupaba a los españoles durante los últimos 40

años, para poder castigar a los portugueses, que pronto se aliaron a Inglaterra, con lo que la guerra por la causa

portuguesa, puso fin a las exhaustas arcas de la Corona) por parte del rey.

ASCENSO DE OLIVARES Y SU PROYECTO DE REFORMAS.

a) Perfil y ascenso del conde-duque de Olivares

Gaspar de Guzmán y Pimentel, nacido en Roma el 6 de Enero de 1587, fue hijo de Enrique de Guzmán,

embajador y virrey bajo Felipe II. Los Guzmán era familia ambiciosa de una rama menor de una célebre

dinastía nobiliaria encabezada por el duque de Medina Sidonia. Procedían de Andalucía, donde tenían

propiedades en la región de Sevilla, que rendían ingresos por 60.000 ducados al año.

Después de una carrera socialmente, si no académicamente, productiva en la Universidad de Salamanca,

heredó el título y las propiedades de su padre en 1607 y desde entonces dedicó su energía y su patrimonio

a introducirse en la fuente del poder, la corte de Felipe III. En 1615 consiguió ser nombrado para formar

parte de la casa del príncipe Felipe (más tarde IV), quien muy pronto llegaría a confiar en él para todos los

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detalles de su vida y, a medida que monopolizó al heredero al trono, le adoctrinó contra Lerma y luego,

contra los restos de la facción de Lerma. Éstos fueron dispersados en 1621 cuando Felipe IV sucedió a su

padre, y Olivares sucedió a Uceda. Consiguió entonces todos los cargos y honores que deseaba y, en 1625

fue nombrado duque de Sanlúcar la Mayor, pasando a ser universalmente conocido como el conde-duque.

Pero lo que ansiaba era el poder político.

Al principio, Olivares actuó con prudencia inclinándose ante la mayor experiencia de su tío, Baltasar de

Zúñiga. El nuevo monarca, durante un breve período, manifestó cierto rechazo a gobernar por medio de un

valido, pero gradualmente, y con discreción, Olivares comenzó a intervenir en asuntos de gobierno. En

Agosto de 1622 era ya miembro de una Junta formada por todos los presidentes de los Consejos y cuya función

era aconsejar al rey sobre los temas políticos más importantes. Con la muerte de Zúñiga, ocurrida el 7-10-

1622, el rey entregó el poder de forma oficial, y con exclusividad, a Olivares, expresando con toda claridad

que era el único que gozaba de su absoluta confianza.

Sus deficiencias estaban a la vista de todos: ambición desmedida, obstinación, impaciencia con los necios

y con sus oponentes. Pero también sus cualidades eran destacadas: Gran visión política. Capaz de mostrar

una gran magnanimidad. Trabajaba sin descanso al servicio del rey. Vivía dentro del alcázar real, y

atendía los más mínimos deseos de su señor, además de ocuparse de todos los asuntos de gobierno,

concediendo audiencias, escribiendo memorandos y entrevistándose con el rey. Olivares poseía acusado

instinto para el gobierno absoluto y la capacidad para ejercerlo. Si había un aspecto del gobierno que no

comprendía, como las finanzas, se apresuró a dominarlo. En cierto sentido su energía y su impaciencia eran

sus defectos, pues intentaba alcanzar con prisa objetivos que exigían un proceso más elaborado. Su designio

de una España más grande era demasiado ambicioso para el período de recesión en que vivía, y carecía de

talento para la maniobra y el compromiso político.

A Olivares le interesaba más el gobierno que el patronazgo. Felipe IV le otorgó poderes casi exclusivos

en materia de patronazgo, que utilizó para recompensar a sus amigos y castigar a sus enemigos. Pero no le

gustaba e intentó librarse de esa responsabilidad. Después descubrió que repartir mercedes era

fundamental en el proceso de gobierno.

El núcleo central de la administración de Olivares lo formaban sus clientes inmediatos ligados a él por

lazos de parentesco, amistad, dependencia y contactos andaluces. En la corte pululaban miembros de su

familia. La base de su poder rebasaba los límites de la corte para introducirse en sectores clave de la

administración, unidos por la estructura piramidal del clientelismo.

Al parecer, Olivares deseaba conseguir una colaboración de trabajo y una división del mismo entre él y

el monarca. Pero eso dependía de que el rey trabajara mucho más intensamente de lo que lo había hecho hasta

entonces. Pretendía educar a Felipe IV en el arte del gobierno, para hacer de él el gobernante que

correspondía a una gran monarquía. Por esa razón, nunca intentó reducir al rey a la condición de simple

figura decorativa. Olivares prefería el poder al prestigio. Se veía como un primer ministro, cargo que el

gobierno español necesitaba pero no poseía. Por tanto, Olivares tuvo que conseguir una serie de cargos

distintos para afianzar su posición y darle forma jurídica. Aunque no le faltaban deseos de adquirir riquezas,

no era tan codicioso como Lerma.

Un título por el que sentía especial predilección era el de Canciller Mayor y Registrador de las Indias, que

le concedió el rey el 27-7-1623. Este cargo estaba en desuso y fue restituido para que Olivares pudiera

introducirse en una institución imperial, el Consejo de Indias, y compartir su jurisdicción sobre el imperio

ultramarino de España. En el otro fiel de la balanza, Olivares oficializó su influencia en el gobierno local de

Castilla mediante los cargos de procurador en Cortes y regidor de las ciudades en ellas representadas. Estos

cargos le permitían intervenir no sólo en las Cortes, sino también en los asuntos internos de las ciudades que

las formaban. Naturalmente, su cargo más importante era el de consejero de Estado. En 1622 fue designado

miembro del Consejo, que no tardó en dominar (la amplitud de ese dominio, se aprecia en el hecho de que

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normalmente no asistía a las sesiones, aunque cuando lo hacía, sus intervenciones eran extensas y

decisivas. Controlaba la convocatoria, el orden del día, dando a conocer sus puntos de vista por adelantado,

(lo que era equivalente a dirigir las decisiones del Consejo) y si, pese a todo, tales decisiones no obtenían su

aprobación las revisaba, devolviéndolas a continuación al Consejo).

Olivares, al tiempo que neutralizó personalmente al Consejo de Estado, sustituyó a los presidentes de los

otros Consejos por «gobernadores» con poderes más limitados. Le interesaba particularmente el Consejo de

Hacienda, cuyo cometido era encontrar los recursos que permitieran al conde-duque llevar adelante su

política.

b) Las reformas

Si el patronazgo permitía el funcionamiento del sistema, era la burocracia la que proporcionaba la

continuidad institucional.

Olivares formó su propio equipo de secretarios, encabezado por su leal servidor y estrecho colaborador

Antonio Carnero. El poder de los secretarios aumentó a medida que disminuyó el de los Consejos. La

Secretaría de Estado fue dividida en tres secretarías, una para Italia, otra para el Norte y otra para

España. Ésta se asignó a Jerónimo de Villanueva, que pasó a ser el nexo fundamental de unión entre el rey

el valido.

El sistema de Juntas (Las Juntas fueron pequeños comités, surgidos para resolver las cuestiones más

urgentes que se plantearan en los Consejos, sin necesidad de convocar a todos sus miembros. La proliferación

se debió al frecuente deseo de los validos, de no someter a los Consejos determinados asuntos. Por su

tipología, unas eran meramente consultivas como la Junta de Competencias, para resolver los conflictos

jurisdiccionales entre diversos Consejos, la Junta de Alivios, para aligerar el gravamen fiscal de los súbditos,

la Junta de Medios, para analizar en tiempos de crisis los problemas de la Hacienda Pública, con propuestas

para resolver los problemas, o la Junta de Comercio creada tras la muerte de Felipe IV.

Otras Juntas tenían carácter ejecutivo, como la Junta de Fraudes, la Junta de Contrabando, la Junta de

armadas, especializada en asuntos navales, la Junta de presidios, encargada de las guarniciones fronterizas.

La especialización, tenía mucho que ver con los recursos que la Junta tuviese que administrar o disponer. Así,

por ejemplo las Junta de Media Annata, la Junta de Papel Sellado, o la Junta de Donativos, se crearon para

manejar ingresos extraordinarios que escapaban al Consejo de Hacienda.), enraizado firmemente con Felipe

III, proliferó con Felipe IV (No comienza tampoco en época de Felipe III, ya que su padre, había instituido

Juntas que le asesorasen de modo inmediato y permanente. Tampoco el reinado de Felipe IV cierra el proceso.

Muchas fueron creadas tras su fallecimiento. En ese sentido, conviene tener presente que la Junta de

Aposento, creada para el traslado de la Corte, se constituyó en 1561, (época de Felipe II); la Junta de

Comercio y Moneda, en 1679, (época de Carlos II); la Junta local de Granada, cuyo objetivo era el fomento

de la industria sedera, nació en 1684, (Carlos II); o la creada en 1814, Junta General de Comercio, Moneda

y Minas, época de Fernando VII). Se considera como un mecanismo que permitía a Olivares ignorar a los

Consejos y hacer recaer la administración en manos de sus hombres. No fue él quien inventó el sistema,

que no era más que la expresión de la costumbre de los administradores que tienen que trabajar por medio de

comisiones, de crear subcomisiones para aspectos de mayor especialización. Dicho lo anterior, hay que añadir

que ese sistema, que entrelazaba los asuntos de la política interior con la exterior, es el característico de

Olivares. Su auténtico “programa” de reformas. Esa burocracia, le permitía soslayar los Consejos, poco

ágiles, y con frecuencia, escasamente imaginativos.

La Junta, al igual que el Consejo, elaboraba su orden del día de acuerdo con los temas que planteaban el

monarca u Olivares, y también dirigía sus consultas al monarca, aunque fuera en realidad Olivares quien

decidiera el curso a seguir.

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Los miembros de las Juntas, se reclutaban de entre los personajes públicos de entre un conjunto muy

restringido y, obviamente, de adictos al conde-duque. Frecuentemente es difícil distinguir entre alguna

Junta y algún Consejo. Tal es el caso de la Junta de Estado, organismo que trataba de los mismos asuntos

que el Consejo de Estado. Tal vez la diferencia radique en que se pretendía que la Junta emitiese una segunda

opinión en las cuestiones en que, a juicio de Olivares, no se había dado el suficiente debate en el seno del

Consejo.

Olivares, en posesión de los principales instrumentos del poder, seguro ya del apoyo del rey, marcó la

dirección y controló el impulso de la política española durante los 20 años siguientes.

Los procesos de reforma presentan los siguientes hitos

El 8-4-1621 se creó la Junta de Reformación, en la que se articulan ambiciosas medidas contra la

corrupción imperante en los últimos tiempos.

El 11-8-1622 se convocó la Junta Grande de Reformación con todos los presidentes de los Consejos

y personajes relevantes, cuyo fin principal era impulsar un programa económico de carácter

mercantilista. Dicho programa se dirigía hacia 3 grandes objetivos:

1.- se buscaba una reforma moral y de austeridad, con disposiciones que iban desde la supresión de los

burdeles (los que no fuesen imprescindibles, según consta en la pragmática por la que se creó la Junta Grande

de Reformación), hasta leyes suntuarias para combatir el lujo en los vestidos, las joyas, los carruajes o el

excesivo número de criados de las casas nobiliarias. Sin embargo, este espíritu de reforma moral y de

costumbres duró bien poco. La intempestiva llegada, en marzo de 1623, del heredero de Inglaterra, el

príncipe Carlos, que pretendía desposarse con la infanta María, dio lugar a festejos y regalos que superaron

con mucho el coste del millón de ducados.

2.- reforma de carácter fiscal. Esencialmente, pretendía la abolición del odiado impuesto de los «millones»

(se conocía con el nombre popular de “los millones” el conjunto de arbitrios municipales, dirigidos y

organizados por las ciudades para atender las necesidades fiscales de la Corona. En principio gravaban los

artículos de primera necesidad; vino, aceites, carnes y vinagre, y se conocía como “servicio de los millones”

porque era en millones de ducados como se pagaba. El impuesto lo abonaba el vendedor, repercutiéndolo

sobre el comprador por medio de las “sisadas” en un 12’5%. Olivares empleó todos los medios, incluida la

intimidación, para obtener el voto favorable en Cortes, de este servicio. El resultado del recargo de los precios,

dio lugar al fraude, y el incremento de los gastos de recaudación. Los eclesiásticos por sus privilegios, y

nobles por eso mismo, y por su influencia en el gobierno municipal, tributaron poco, e incluso se lucraron con

el fraude, y la obtención de cargos superiores para la administración del impuesto) y su sustitución por un

repartimiento (Procedimiento tributario consistente en la asignación de un cupo a satisfacer por cada

unidad territorial, renunciando así el Estado a la recaudación directa, debido a su incapacidad estructural

para realizarla), vigente por un sexenio, para mantener un ejército de 30.000 hombres, cuyo montante suponía

unos 2.160.000 ducados anuales.

3.- estímulo directo a la prosperidad de la agricultura, del comercio y de la industria. Entre sus logros

estuvo la creación en Sevilla, en 1624, del Almirantazgo del Norte, cuya misión era asegurar el comercio

entre España y los Países Bajos católicos y dirigir la guerra económica contra los holandeses. Entre los

proyectos frustrados, estuvo la fundación de una red de “erarios” o “montes de piedad” que darían

préstamos consignativos y acogerían ahorros a interés, para evitar tanto el endeudamiento externo con los

asentistas (los asentistas son particulares que, en ciertas condiciones realizaban un préstamo a la Real

Hacienda, del que se resarcían con el cobro de un interés), como los censos (Contrato mediante el cual, se

devuelve un préstamo con un cierto interés anual, asegurando el pago con bienes raíces. Se distinguen el

Censo enfitéutico, a largo plazo o de por vida e incluso por varias generaciones, y el Censo al quitar, a corto

plazo. El interés, en Castilla, durante el siglo XVII, se encontraba en torno al 5 – 15 %. Se asemeja, por tanto,

a una hipoteca. Por estos pagos, en la práctica, y contra lo que en teoría se perseguía, muchos labradores se

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vieron en la ruina, perdidas sus tierras, por el imposible cumplimiento de los contratos) que tenían que tomar

los particulares necesitados de financiación. Los erarios se nutrirían obligando a que todos entregaran un 5%

de su riqueza a lo largo de 5 años, y recibirían a cambio unos intereses del 5%. El dinero recaudado, se prestaría

al 7%, favoreciendo con ello el crédito de agricultores y artesanos. Además, los erarios deberían situarse en

las oficinas encargadas de los encabezamientos de alcabalas y tercias, aprovechando la infraestructura

existente.

Pero Olivares no deseaba plantear su reformismo oficial a través de las Cortes (Conviene conocer el

funcionamiento de las Cortes de Castilla, las de Aragón y las de Cataluña, para entender el proceso algo

retorcido, pero imprescindible, por el que se buscan por la Corona (por Olivares), los fondos, y los efectivos

con que llevar a cabo su política exterior, que es pieza de su política interior, y viceversa. Por ello, incluiré un

capítulo de aclaraciones, fuera de los temas). El procedimiento escogido fue el de enviar sus propuestas

separadamente a cada una de las ciudades que tenían derecho a estar representadas. Olivares pretendía

recabar simplemente el beneplácito y el apoyo de las ciudades castellanas a sus planes, pues su gestión

quedaría en manos de la citada Junta de Reformación, de los Consejos y de su propia persona. Por el

contrario, dentro de los representantes de las ciudades existía un significativo sector que quería una

intervención conjunta de miembros de la administración y procuradores en Cortes. Esta oposición entre rey

y reino desmoronó buena parte del diseño reformista, pues Olivares nunca consiguió abolir los “millones”

-existían temores de que la desaparición de los millones acabaría con los rendimientos de los juros (La

necesidad creciente de dinero por la Corona, para financiar las campañas militares, la llevó a emitir y vender

títulos, pagaderos con unos intereses anuales. El pago se garantizaba al cobro de los “millones”, lo que por

otro lado perpetuó el impuesto, a fin de garantizar permanentemente los títulos. Estos títulos reciben el nombre

de juros al quitar o simplemente juros. Podían ser negociados y eran amortizables. Son pues, la primera

versión de la Deuda Pública, y aunque el interés fue decreciente (del 14 al 3%) y muchas veces jamás se

amortizaron, la figura del “jurista” (persona que negociaba con los juros), estuvo siempre presente en el

panorama financiero español). - ni crear los “erarios” -por la desconfianza que había de dejar dinero en manos

de la Hacienda real.

Por ello Olivares decidió aplicar, manu militari, 23 de los “capítulos de reformación”, las medidas

emanadas de la Junta Grande de Reformación, por pragmática de 10-2-1623.

Tras la apertura de la nueva convocatoria de Cortes castellanas en Abril de 1623, los procuradores no

aprueban ni la contribución para los 30.000 soldados, ni los erarios. Tras sucesivas negociaciones,

presiones y forcejeos, el 19-10-1624 los procuradores aprobaron finalmente un servicio de 12 millones de

ducados a pagar en 6 años, sobre los que se emitirían juros con un interés del 5%, además de autorizar la venta

de la jurisdicción sobre 20.000 vasallos. La ratificación de las ciudades, el 30-6-1625, llevaba aparejada la

supresión de cargos municipales incluida en la pragmática de Febrero de 1623, así como la imposibilidad de

crear los erarios con los inexistentes recursos de la Hacienda real. La reforma de Castilla había llegado a

un callejón sin salida. Los millones no habían sido abolidos, los defectos del sistema fiscal habían

aumentado, el régimen señorial era fortalecido.

LA “UNIÓN DE ARMAS”. LAS CORTES DE BARBASTRO, MONZÓN Y BARCELONA (1626).

Castilla no podía afrontar por sí sola la defensa de los intereses españoles en Europa y en Ultramar,

máxime al encontrarse despoblada y empobrecida, y en coincidencia cronológica con un rápido deterioro

de las fuentes de riqueza que aún poseía. El comercio transatlántico entró en una fase de crisis aguda en

los años 1629 – 1631, que presagiaba el hundimiento de diez años después. En consecuencia, a causa de las

necesidades fiscales y militares el gobierno central se dirigió a las provincias no castellanas para intentar

obtener recursos.

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Tanto los economistas como los ministros dejaban oír su voz en favor de una distribución más equitativa

de la fiscalidad en los años iniciales del decenio de 1620, en que esas exigencias se hicieron más apremiantes.

Puntos de vista similares se expresaban desde hacía mucho tiempo en las Cortes de Castilla. El decreto real

de 28-10-1622, derivado de los principios de la “Junta Grande de Reformación”, dirigido a las ciudades

representadas en Cortes examinaba la posibilidad de sustituir los millones por un subsidio garantizado para

mantener una fuerza de 30.000 hombres, y de hacer extensivo el sistema a otras provincias.

Es cierto que las posesiones italianas, contribuían a la defensa imperial de Italia. Los Países Bajos,

contribuían menos, pero se hallaban en primera línea de una guerra casi permanente. Navarra, Aragón y

Valencia sólo aportaban algunas sumas de forma ocasional, y Portugal y Cataluña se negaron a contribuir

a los gastos generales de defensa, como si no fuera de su incumbencia lo que ocurriera más allá de sus

fronteras.

Pero la estructura constitucional del imperio español y la diversidad jurídica que existía en su seno

impedían al gobierno central imponer contribuciones a los dominios periféricos, y suscitaban la cuestión

de la prerrogativa real frente a los privilegios regionales.

Ante este problema, Olivares tomó las ideas de uniformidad fiscal que se escuchaban desde hacía algún

tiempo y las incorporó a una teoría del imperio. A continuación, pasó el resto de su vida política intentando

hacer realidad la teoría.

El objetivo de Olivares era racionalizar la maquinaria imperial para convertirla en un instrumento eficaz

de defensa, unificando todos los recursos para utilizarlos donde y cuando fueran necesarios. Para ello era

imprescindible unificar el imperio. El obstáculo eran las diferentes constituciones de las partes

componentes. El requisito para eliminar tal obstáculo era la existencia de un cuerpo legal uniforme, lo que

quería decir el cuerpo legal castellano. A cambio de los sacrificios constitucionales que tendrían que realizar

las provincias, obtendrían los frutos del imperio: cargos y oportunidades. Estas ideas hacían de Olivares

el defensor esforzado no de Castilla, sino de una España nueva y unificada donde derechos y deberes

fueran compartidos por igual.

Olivares expuso estas ideas en una instrucción secreta fechada el 25-12-1624, que presentó a Felipe IV al

comienzo de 1625 («Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su monarquía, el hacerse

rey de España. No se contente con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino

que trabaje y piense por reducir estos reinos de que se compone España, al estilo y leyes de Castilla sin

ninguna diferencia, pues si Vuestra Majestad lo alcanza, será el Príncipe más poderoso del mundo»).

Para conseguir la unificación, según Olivares, uno de los procedimientos era poner en práctica la política

de atraer a los no castellanos ofreciéndoles favores, cargos, títulos y esposas en Castilla. Este era el

método mejor, pero más lento.

También podía el rey negociar con las diferentes provincias, pero tendría que hacerlo desde una posición

de fuerza.

Quedaba un «tercer camino». El rey podía ir personalmente a la provincia en cuestión y provocar una

rebelión, lo cual le daría pretexto para recurrir al ejército, a fin de que restableciera la ley y el orden, y

así tendría la oportunidad de reorganizar la provincia de conformidad con las leyes de Castilla y actuando

como en territorio conquistado. Este método, aunque menos justificado que los otros, sería el más eficaz.

Olivares prefería los 2 primeros procedimientos de atracción y negociación, e incluyó el “tercer camino”

para que el rey tuviera una visión completa de las opciones. No existen datos que indiquen que intentase seguir

esa vía. Son estos, sentimientos que suponen un concepto del imperio que trascendía el particularismo, ya

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fuera el de Castilla o el de los demás reinos (si bien es cierto que en el curso de los años que siguieron al

memorial de 25 de Diciembre de 1624, Olivares no aplicó las ideas de apertura del acceso a cargos a los no

castellanos, más que esporádicamente. La causa podría estar en la dificultad de contrapesar la reforma, que

incluía el acceso a los cargos, con hechos y signos de cooperación, que, lejos de presentarse, se dieron en

sentido contrario). Refuerzan el sentido unificador que poseía Olivares, múltiples escritos oficiales, cartas y

discursos en ese sentido (de un discurso de Olivares en un Consejo de Estado de 1632, se entresacan las

siguientes palabras: “En decir españoles, se entiende que no hay diferencia de ésta a aquella nación de las

que se comprenden en los límites de España. Y lo mismo que de los catalanes, se entiende cuanto a los

portugueses”).

El memorial de 1624 quedó como un plan a largo plazo, que debía ponerse en práctica de forma gradual.

Por lo que respecta a la defensa inmediata del imperio y para remediar la situación de Castilla, Olivares

tenía otro plan: Era la llamada Unión de Armas, que explicó al Consejo de Estado en un discurso en

Diciembre de 1625. El objetivo de ese proyecto era conseguir un ejército de reservistas de 140.000

hombres, reclutado y sufragado por las diversas provincias en porcentajes distintos, ejército que se utilizaría

donde y cuando se produjera una situación de urgencia. Cada uno aportaría según sus recursos, y recibiría

según sus necesidades. Los principios que animaban el proyecto eran sumamente razonables y podrían ser

un paso hacia la unificación política15. Pero el plan chocaba con los derechos autónomos de las regiones.

Privilegios arcaicos, anacrónicos en un Estado del S. XVII, pero que no podían ser ignorados (conviene

disponer de información respecto al funcionamiento de las Cortes de Castilla y de los reinos de la Corona de

Aragón. Esta información básica se expone en un capítulo de aclaraciones, fuera de los temas). Se planteaba,

pues, una batalla jurídica constitucional entre el gobierno central, encarnado en el conde-duque, y los

gobiernos de las provincias.

Las regiones levantinas se prepararon para la batalla, movilizando sus reservas legales y afilando sus

armas constitucionales. Su primera línea de defensa eran las Cortes. En Enero de 1626, Felipe IV inauguró

las Cortes de Aragón en Barbastro, Cortes que pese a los esfuerzos de Olivares mostraron una decidida

oposición, y no habían hecho aún oferta alguna a la Unión de Armas cuando en Marzo el rey se trasladó a

Monzón, donde había convocado las Cortes de Valencia. También los valencianos se mostraron obstinados.

Entonces, Olivares rebajó sus peticiones, decretando la voluntariedad del servicio militar pero insistiendo

todavía en la entrega del dinero necesario para pagar a los hombres. Después de una serie de largos y ásperos

debates, las Cortes de Valencia acordaron, finalmente, votar un subsidio que fue aceptado por el rey,

suficiente para mantener a 1.000 soldados de infantería durante 15 años. Los aragoneses aceptaron unas

condiciones similares.

Más difícil iba a ser convencer a los catalanes, que ya habían tenido un enfrentamiento con Felipe IV,

debido a su negativa a aceptar un virrey nombrado por el gobierno central, antes de que el monarca

hubiera visitado Cataluña, y jurado observar sus leyes.

Cuando el 28-3-1626, el rey inauguró en Barcelona las primeras Cortes en 27 años, los catalanes no

mostraban mayor disposición a cooperar. Las Cortes catalanas, que tenían poderes legislativos, hicieron

uso de todos los procedimientos de que disponían. Aunque Olivares sólo deseaba que se votara rápidamente

el subsidio, aceptó el orden de los procedimientos. Sin embargo, el 18 de Abril la paciencia real estaba

agotándose y se hizo llegar a las Cortes un mensaje urgente de Felipe IV, que apelaba a la grandeza de su

nación (“Hijos: una y mil veces os digo y os repito, que no sólo no quiero quitaros vuestros fueros, sino

añadiros otros muchos. (...) Advertid que os propongo el resucitar la gloria de vuestra nación y el nombre que

tantos años ha estado en olvido y que tanto fue el terror y la opinión de Europa....”).

Pero las Cortes no se dejaron impresionar, sino que centraron su atención en el precio a pagar por ello:

16.000 hombres. Esto, afirmaron, desbordaba la capacidad de Cataluña y era una violación de sus

constituciones. Sucesivamente cada ciudad exigió concesiones fiscales y administrativas. Ningún monarca

podía aceptarlas si deseaba conservar su soberanía. Lo más que Olivares estaba dispuesto a conceder, era

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olvidar la petición de infantes pagados, aceptando en cambio un subsidio mucho menor, asegurado por

quince años. Pero para las Cortes, esa era propuesta igualmente inaceptable.

Las estimaciones de Olivares se apoyaban en unos datos estadísticos defectuosos. Suponía que la

población era muy superior a la real, por lo que verdaderamente sus peticiones eran exageradas.

Las instituciones catalanas estaban mejor preparadas para resistir que el gobierno. Olivares intentó facilitar

la tarea, ofreciendo cancelar las cantidades atrasadas en concepto de los quintos (el tributo conocido por

los quintos, consistía en el pago de un 20% sobre todas las concesiones de la Corona, que reportaran

ingresos al beneficiario, incluyéndose todos los conceptos, tanto en territorio europeo como en ultramar) a

todas las ciudades que votaran el subsidio solicitado y no plantear nuevas exigencias al respecto hasta las

próximas Cortes. Pero la situación no cambió en absoluto (ni podía cambiar. La población que estimaba

Olivares, correspondía a unos 600.000 habitantes más de los verdaderamente existentes (un error del 150%),

pero no es la única causa de la imposibilidad de Cataluña para atender las peticiones del conde-duque. A pesar

de que Cataluña se encontraba en mejor situación económica que Valencia y Aragón, las recaudaciones de los

últimos 20 años, se habían agotado, simplemente a causa de malversación. No 16.000 infantes como se les

pedía. No hubieran podido sufragar ni el 5 %).

A su regreso a Castilla, sin embargo, Olivares declaró inaugurada la Unión de Armas, como si fuera un

hecho consumado y Castilla fuera a ser aliviada de sus cargas. Pero era un acto propagandístico y nadie se

dejó engañar. Castilla y sus posesiones continuaron soportando el mayor peso de los gastos de defensa.

Cataluña siguió resistiéndose, convirtiéndose, en su mismo aislamiento, en un problema político y fiscal,

que Olivares se había comprometido a resolver. Comenzó por ello a incrementar la presión sobre el

principado, reforzando así el cada vez mayor resentimiento existente en Cataluña y el creciente

sentimiento anticatalán que experimentaba la clase dirigente castellana, y ello en un momento, 1629-1632,

en que la depresión comercial y la peste redujeron aún más su capacidad fiscal.

Intentó acabar con la independencia del Consejo de Aragón, al que consideraba demasiado vinculado a

los intereses regionales. En Febrero de 1628, el rey sustituyó el cargo de vicecanciller, reservado hasta

entonces a los naturales de la provincia levantina, por el de presidente, a la manera de los restantes Consejos,

y nombró para ello a un amigo íntimo: el marqués de Montesclaros. El duque de Medina de las Torres,

cuñado de Olivares, pasó a ser el tesorero general, y la figura clave fue Jerónimo de Villanueva

(Villanueva, como se ha dicho, era para Olivares lo que Olivares para el rey. Era aragonés, y por tanto

aceptable fácilmente por el Consejo, burócrata de rancio abolengo. Empezó a controlar el Consejo de Aragón

desde 1626, y, a través del de Aragón, los del resto de la las provincias levantinas. Fue designado secretario

del Consejo de Estado, miembro del Consejo de Guerra, miembro de todas las Juntas. Mano derecha de

Olivares en los asuntos de la Corona de Aragón, además de haberle servido en otras muchas materias).

Entretanto, Cataluña, con Barcelona a la cabeza, se negaba obstinadamente a cooperar. Olivares decidió

entonces recurrir de nuevo a las Cortes catalanas, aunque se desconoce qué es lo que esperaba conseguir. Sin

embargo, en su segundo llamamiento a Cataluña, Olivares estaba decidido a dar a las Cortes aún más tiempo

para tomar una decisión. El lugar del rey en Barcelona fue ocupado por su hermano, el cardenal-infante

Fernando, que actuaría simultáneamente como presidente de las Cortes y virrey de Cataluña. Los

resultados no fueron alentadores. Las deliberaciones de las Cortes fueron interrumpidas, mientras la ciudad

de Barcelona proseguía un conflicto interminable sobre sus derechos. Hay algunos datos que permiten

suponer que los miembros de la corrupta Diputación, pretendían interrumpir las relaciones entre Corona y

Cortes, para impedir una investigación. En Agosto de 1632 se cursaron instrucciones, para que los oficiales

representantes de la Corona en Barcelona aceptasen las propuestas de las Cortes con el fin de concluirlas.

A finales de Octubre de 1632, Cataluña permanecía todavía al margen de la Unión de Armas y seguía

siendo el principal obstáculo para el proyecto de Olivares de alcanzar la uniformidad fiscal.

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DIFERENCIAS ENTRE SECRETARIO Y VALIDO.

Hay una notable diferencia entre secretario y valido. El secretario era un burócrata con estudios que actuaba

entre nexo de unión entre los Consejos y el rey. Normalmente tenía un grado importante de confianza con el

rey pero se limitaba a transmitirle las consultas de los Consejos y la decisión era del rey. La profesionalización

del cargo era tan importante que, en muchos casos, miembros de la misma familia llegaban al cargo de

secretario. Sus atribuciones fueron variando con el tiempo y su extracción social era más bien baja.

Sin embargo los validos, surgidos en el reinado de Felipe III, eran personajes de la alta nobleza que tenían

una conexión de amistad muy especial con el rey, en muchos casos habían sido sus preceptores durante su

niñez y adolescencia. Estos validos asumían el poder como un alter ego del monarca, hasta el punto de que

firmaban documentos en su nombre, hacían y deshacían a su antojo y tenían secretarios, los llamados de

"despacho" a su disposición para canalizar todas las gestiones. Como se puede ver eran cargos muy

diferentes.

“EL ESFUERZO EXTERIOR”.

Durante la primera mitad del reinado de Felipe IV tuvo lugar una profunda crisis bélica, en la cual la

Casa de Austria perdió la hegemonía europea que había detentado desde los días de Carlos V.

En primer lugar se desarrolló la guerra de los Treinta Años (1618-1648), Conviene recordar someramente

el complejo proceso conocido como Guerra de los Treinta Años, calificada como Primera Guerra Europea,

(aunque esta calificación la han merecido diversas guerras a lo largo de la Historia). Realmente, es la última

fase de una guerra de religión que duró ciento veinte años, relacionada con el éxito de la Contrarreforma.

Corresponde a la contraofensiva católica, y a la resistencia de la Europa protestante. Aunque tuvo orígenes

religiosos, se mezclan otros muchos motivos; políticos, sociales, económicos,....

Para España, se trata de lo que podríamos denominar “Gran Guerra del Norte”, desde 1568, cuando se alzan

los Países Bajos, a 1658; estrictamente, “guerra de los noventa años”. Con incesante lucha no sólo en aquellas

partes, sino por toda la Tierra desde las Indias Orientales hasta África, el Caribe, o el Mediterráneo.

Esta imagen nos ayuda a situar la posición hispana en unas coordenadas más comprensibles, hasta el punto de

preguntarnos si no respondió más a la voluntad de supervivencia política y económica que a los dictados de

una proyección hegemónica» (Palabras de don José Alcalá-Zamora, catedrático de Historia Moderna de la

Universidad .Complutense, en su conferencia “La derrota de España” 1975).

En segundo lugar se reanudó la lucha entre la monarquía hispánica y la república de Holanda.

En tercer lugar, la hostilidad entre Francia y España terminó arrastrando a ambas monarquías dentro del

litigio general europeo e incluso lo sobrepasó.

En cuarto lugar la Inglaterra de Cromwell derramó el vaso colmándolo con una última gota.

ESPAÑA Y LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS. OBJETIVOS DE LAS POTENCIAS

EUROPEAS. En los orígenes de la guerra de los Treinta años, se entrecruzan muy distintas causas, presididas, al menos

en su apariencia, por los motivos de religión. Pero las causas de orden político, son importantísimas. La

situación en el Imperio, era especialmente delicada. Además de los problemas internos, confluían los

intereses del resto de Europa: Guerra entre los Países Bajos y España, rivalidad entre ésta y Francia, guerra

por la independencia de Portugal, inestabilidad de la frontera oriental en el Danubio, el problema báltico,

con conflictos recurrentes.... De ahí que el conflicto abierto en 1618, pase de guerra imperial a guerra europea,

que no concluirá hasta 1660.

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España, pretende la continuidad de su poderío hegemónico, con un fondo de defensa a ultranza

del catolicismo de la Contrarreforma, frente al protestantismo. Pero es muy cierto que para su

continuidad política, precisa la continuidad territorial, que la opondrá a Francia en múltiples

ocasiones.

En 1621, al expirar la Tregua de los Doce Años y reanudarse la guerra entre España y las Provincias Unidas,

la Corte de Madrid se ve impulsada a intervenir en el conflicto alemán para mantener la ruta terrestre

a los Países Bajos. Hay que considerar, además, la ambición de Olivares de dominar política y

económicamente a Europa por la muy católica Casa de Austria. Dada la posición geográfica del ducado de

Milán, será éste, escenario para frecuentes enfrentamientos con Francia.

A su vez, Francia, busca alcanzar sus “fronteras naturales”; el Rhin, y los Pirineos, fronteras de

la antigua Galia, y por tal causa luchó por romper la línea Milán-Flandes, que habían trazado los

Habsburgo, y que Richelieu, creía asfixiaban Francia. Tanto a él como a Luis XIII, ambos sinceros

católicos, se les planteaba un problema de conciencia: ¿debían permitir el triunfo de los Habsburgo,

que en definitiva era el triunfo del catolicismo, o apoyar a los protestantes para abatir el poderío de

la casa de Austria? La razón política primó sobre la religiosa.

Pero el primer ministro francés, se sabía sin fuerza suficiente para enfrentarse a España y al Imperio,

por lo que su política estuvo basada en el apoyo a los enemigos de sus enemigos, hasta que, en la

denominada Fase Francesa de la guerra de los Treinta años, Francia se encuentra lo suficientemente

fuerte, y declara la guerra a España.

Los soberanos de Dinamarca y luego de Suecia, intervienen desde el exterior en una guerra que se

hace más europea; reyes protestantes que defienden a los luteranos alemanes, pero reyes que se

sienten involucrados en el conflicto, a causa de los intentos de los españoles de estrangular el

comercio holandés, que era el principal suministrador de sus Cortes.

La participación de España hay que situarla en primer lugar en que era una potencia «imperial» en Europa,

pues poseía dominios fuera de su metrópoli, en Italia y en los Países Bajos. En segundo lugar, tenía que

preservar las comunicaciones con esas posesiones, y para ello, necesitaba invadir esferas de intereses e

influencias celosamente guardados por otras potencias. Existía la convicción en Europa de que España actuaba

movida por un catolicismo agresivo. Pero esa convicción era completamente errónea.

La España del siglo XVII había heredado determinadas posesiones en Europa. La mayor parte no estaban

preparadas para la independencia. Pero ese no era el caso de las Provincias Unidas, a las que España

consideraba como rebeldes pero que, realmente eran un Estado soberano. Pero los holandeses pretendían

subvertir la posición española en las provincias del sur de los Países Bajos y, además, libraban una guerra

abierta en las posesiones ultramarinas de los reinos asociados de la península Ibérica.

En los Países Bajos estaba en juego la defensa del imperio. Para impedir el aislamiento de aquellos, España

se vio impulsada a intervenir en Alemania, a la ruptura con Inglaterra, a entrar en conflicto en el norte

de Italia y, finalmente, a la guerra con Francia. En los albores del siglo XVII, España perdió el control

del corredor militar terrestre de tan vital importancia para el ejército de Flandes. La recuperación de

Francia a partir de 1595 y su reanudación de una política exterior antiespañola determinó que en 1631

Francia dominara ya las cabezas de puente hacia Italia y Alemania y que España hubiera perdido las vías

de paso tradicionales de sus ejércitos.

España no podía permanecer impasible. No sólo envió subsidios al emperador, sino también un cuerpo

selecto de tropas españolas que participaron en la batalla de la Montaña Blanca (Esta batalla tuvo lugar el 8

de Noviembre de 1620. Se la conoce como batalla de Wiessemberg por los historiadores alemanes, siendo

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ésta una colina situada en las cercanías de la ciudad de Praga. La batalla, se ganó por las tropas españolas

enviadas en apoyo del emperador Fernando II, que combatieron en su bando bajo el mando de Jean t´

Sércales, futuro conde de Tilly, derrotando al ejército del protestante Federico V de Bohemia, elector del

Palatinado. La derrota supuso el final de la independencia de Bohemia, el reconocimiento forzoso de la

casa de Habsburgo como soberano imperial, y el fin de las libertades religiosas) en Noviembre de 1620.

España centraba su esfuerzo en objetivos más próximos. En 1619, un ejército español avanzó desde

Normandía para defender Alsacia y el camino español, para los Habsburgo. En Julio de 1620, tropas

españolas al mando del duque de Feria, ocuparon el valle alpino de la Valtelina, paso que unía los

territorios de los Habsburgo españoles y austríacos, e igualmente importantes para las tropas españolas en su

trayecto desde Milán a los Países Bajos.

En Septiembre, Ambrosio Spínola, avanzó rápidamente por el oeste de Alemania, atravesó el Rhin y ocupó

el Bajo Palatinado. El objetivo principal de esta operación era salvaguardar la comunicación de los Países

Bajos con las posiciones aliadas en Alemania y las españolas en el norte de Italia, asegurando el control del

paso del Rhin.

La presencia española en el Bajo Palatinado, no fue bien vista por los príncipes alemanes, pero para

España, era un territorio de gran importancia estratégica ya que la tregua con Holanda, expiraba en Abril

de 1621 y los españoles estaban decididos a permanecer allí.

En las primeras fases de la guerra alemana, el Consejo de Estado manifestó que España tenía demasiados

pocos aliados en Europa como para permitir la destrucción de los Habsburgo, y que tenía un especial interés

en apoyar la causa imperial. Por tanto, entre 1618 y 1640, a pesar de las pavorosas dificultades financieras,

España destinó fondos sustanciales a la guerra en Alemania.

La razón fundamental de la presencia española en Alemania hay que buscarla en los Países Bajos, porque

España deseaba que la frontera política de los Habsburgo y la frontera religiosa del catolicismo se

mantuvieran más allá de los Países Bajos. Había que renovar la tregua de Amberes, pues con los recursos

existentes era imposible salir victorioso de un enfrentamiento bélico. Esta era la política propugnada entre

otros, por Spínola.

Pero Olivares pasó por alto sus puntos de vista y la reanudación de la guerra contra Holanda en 1621,

constituyó un golpe demoledor para la economía española. También en las Provincias Unidas había un

partido favorable a la guerra, formado por calvinistas y comerciantes de Ámsterdam.

Durante los años de tregua no habían perdido el tiempo y la ofensiva holandesa contra posiciones

portuguesas en los trópicos continuó con la misma fuerza. Si tuvieron menos éxito en el imperio español,

se debió a las defensas españolas.

La reanudación de la guerra en los Países Bajos en 1621 no fue una decisión tomada de antemano. Los

responsables políticos españoles debatieron todas las opciones posibles, incluso convertirla en una paz

permanente, pero no hubo una reacción holandesa que hiciera concebir esperanza de éxito. Lógicamente, la

ofensiva colonial holandesa pesó decisivamente en la decisión española de reanudar la guerra.

LAS DUNAS Y ROCROI.

La política de Richelieu, en el problema general de Alemania choca con la de Olivares. Pese a sus

convicciones religiosas, tanto auxilió a Dinamarca, como incitó a Gustavo Adolfo II de Suecia a intervenir.

Pero siempre tropezó con España. El éxito del Cardenal-infante en Nördlingen (1634) y la subsiguiente

paz de Praga (1635) amenazaban con derrumbar sus sueños y proyectos.

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Entonces Richelieu cambió de estrategia constituyendo una alianza, en que participaron los enemigos del

emperador alemán y del rey Felipe IV. En 1635 firmó un pacto con Holanda y más tarde con el canciller

Oxenstierna (Axel Gustavsson Oxenstierna (1583-1654), fue nombrado Canciller de Suecia en 1612 por el

rey Gustavo Adolfo II, y como tal negoció los acuerdos de paz con Dinamarca (1613), Rusia (1617) y Polonia

(1623). Gobernador general de Prusia en 1626. Tras la muerte del rey, se convirtió en el político más

importante de la historia de Suecia. Legado plenipotenciario en Alemania, con poderes absolutos en 1633.

Regente durante la minoría de edad de la reina Cristina, su poder fue casi absoluto. A esa época

corresponde el tratado de Compiègne. Pero, sin embargo, terminada la regencia, sus disputas con la reina le

llevaron a perder su privilegiada posición), con poderes para intervenir por Suecia, en nombre de la reina

Cristina; (tratado de Compiègne de 28 de Abril de 1635).

Tras esto, aceptó en la alianza a una serie de líderes protestantes, entre ellos, y con su ejército, a Bernardo

de Sajonia-Weimar, que será un instrumento poderoso en Alemania. Así, toda Europa es arrastrada en un

torbellino:

Suecia contra Alemania y Dinamarca para asegurarse el dominio del Báltico;

Holanda contra España para lograr el reconocimiento de su independencia;

el voivoda de Transilvania para oponerse contra el dominio de los Habsburgo en Hungría;

Francia para vencer a España y al Imperio.

Todo ello constituye la resolución de las diferencias políticas entre Francia, España y el Imperio

alemán.

Declarada la guerra oficialmente el 19 de Mayo de 1635, los primeros éxitos consiguen desquiciar las rutas

de enlace de España con los imperiales. En un principio, sin embargo, las operaciones fueron muy negativas

para las armas de Luis XIII. Pero en 1638, en un insólito atrevimiento, cruzaron la frontera peninsular,

y pusieron cerco a Fuenterrabía, y aunque el episodio fue muy desfavorable para Francia, representó una

seria advertencia.

En 1637, España renunció al paso de la Valtelina y entregó el valle al dominio de los grisones (Tratado

de Milán); en el mismo año Breda fue recuperada por Holanda y en 1638 Bernardo de Sajonia-Weimar

hizo capitular la plaza de Breisach, llave de la ruta del Rhin, mientras las tropas francesas se asentaban

en Alsacia.

Lamentablemente, el hundimiento del comercio americano desde 1638, impidió a las fuerzas españolas en

los Países Bajos, seguir contando con los tesoros de las Indias, y los recursos que ello implicaba. En 1639, el

almirante holandés Tromp derrotó en el Canal de la Mancha a una flota española en la segunda batalla

de las Dunas, y Arrás caía en poder francés. Así, desde el Mar del Norte al Milanesado, la barrera

hispánica se desmoronaba. Pero más grave para España fueron los movimientos disgregadores internos,

sobre todo en Cataluña y Portugal (crisis de 1640-1641) que Richelieu supo explotar a fondo. Mazarino,

sucesor de Richelieu como primer ministro francés, recogió los frutos de la política anterior.

El 19 de Mayo de 1643 tuvo lugar la batalla más trascendente para España. Luis II de Borbón, duque de

Enghien (luego príncipe de Condé), aniquiló a los tercios españoles en Rocroi (desde el inicio de la

primavera de 1643, Francisco de Melo, al frente del ejército español en Flandes, inició una campaña en el

norte de Francia, atacando varias plazas y, partiendo de Lille, se dirigió a la fortaleza de Rocroi, a la que

puso sitio el 12 de Mayo. Inmediatamente el duque de Enghien, movilizó su ejército para socorrer Rocroi,

alcanzando la posición el día 16, y cruzó el desfiladero (no defendido por el ejército español), el día 18. El 19

tuvo lugar la batalla, muy bien conducida por el duque de Enghien, que supo aprovechar mejor su

caballería que la española, arrollando la formación mixta, compuesta por italianos, valores, borgoñones

y españoles. Sólo éstos permanecieron firmes soportando el ataque de todos los efectivos franceses durante

todo el día y la noche, hasta el punto de que el tercio de Zamora, último en rendirse lo hizo en la mañana del

día siguiente. Aunque la victoria francesa fue total, se vio obscurecida por la llegada de los refuerzos hispano-

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imperiales a las órdenes del barón Beck, que permitió la reorganización de un mermado ejército, ya de escaso

valor táctico). Allí desapareció la fama de la infantería española, juzgada por invencible desde principios del

S. XVI, y, asimismo, se extinguía el espíritu de ofensiva de España en Europa. Rocroi se ha ganado una

reputación legendaria como la mayor derrota sufrida por la incomparable infantería española y con

frecuencia se considera que marca el final del poderío militar español.

Pero una batalla, no podía suponer el fin de una guerra. No obstante sí es cierto que, tras Rocroi, el poder

militar español quedó ensombrecido definitivamente, aunque España aún habrá de seguir luchando

durante mucho tiempo. Su esfuerzo militar en los Países Bajos no cedió y aunque sufrió nuevos reveses,

entre ellos la pérdida de Dunkerque, consiguió mantener su posición en las provincias del sur. En

ultramar, los holandeses seguían siendo incapaces de vulnerar las defensas coloniales españolas y su

expedición a Chile en 1642 se saldó con un clamoroso fracaso.

EL FINAL DE LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS.

A la reducción de la potencialidad hispana, sigue un nuevo auge de Suecia, que logró éxitos en el mediodía

alemán (1642), y destruyen la oposición danesa en el Báltico. El ejército de Cristian IV de Dinamarca fue

totalmente destruido en la Escania sueca y Jutlandia. La Suecia de Cristina señoreaba ahora en el Báltico y

tiene las manos libres en Alemania. La acción de franceses y suecos triunfa en Alemania. Turena logró

apoderarse de Worms y de Maguncia, y el jefe sueco Torstenson, librado del enemigo danés, destruye las

fuerzas imperiales en Jankowitz (1645). Este éxito le abre las puertas de Bohemia y Austria. En 1646 las

fuerzas francesas y suecas unen sus fuerzas y obligan al duque de Baviera a firmar un armisticio en Ulm

(1647), armisticio pronto violado por el elector de Baviera, unido de nuevo a la causa del emperador, el ejército

austro-bávaro sufre una derrota en 1648 en Züsmarshausen. Desde ahora la causa imperial en Alemania está

perdida, ya que al caer el baluarte bávaro, Viena y Praga quedan expuestas al ataque franco-sueco.

A la vez España perdía ante las tropas franco-holandesas las importantes plazas de Gravelinas y

Dunkerque. La conspiración de Aragón en 1647 para elevar al duque de Híjar, y la sublevación de Sicilia

y Palermo junto con el movimiento secesionista en Nápoles, dejaron la postura internacional de Felipe

IV muy dañada. Ya en julio de 1644, Felipe IV publicó un decreto en el que comunicaba a sus ministros que

la falta de recursos le inducía a buscar la paz lo antes posible en todos los frentes. Pero los enemigos de

España conocían su debilidad y supieron explotarla. Especialmente, Francia era un difícil enemigo cuya

peligrosidad aumentaría aún más si, como parecía posible, firmaba la paz con el emperador y concentraba

sus ataques sobre España. Por ello, España anticipó la paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los

Treinta Años, firmando una paz por separado con los holandeses en 1648.

MÜNSTER Y WESTFALIA: NUEVO EQUILIBRIO INTERNACIONAL.

En enero de 1648, el gobierno español ya había llegado a un acuerdo con los holandeses sobre las

condiciones generales para un tratado de paz, que constituyeron la base del tratado de Münster del 24-10-

1648. En virtud de sus cláusulas, España reconoció a las Provincias Unidas como un Estado soberano e

independiente, no consiguió la apertura del Escalda ni la tolerancia oficial para los católicos, dos de sus

objetivos más importantes para la firma de la paz, y reconoció explícitamente el derecho de los holandeses a

conquistar todo el territorio colonial portugués que reclamaban. España conservaba el Sur de los Países

Bajos y apartaba a los holandeses de la alianza con Francia.

Ahora el ejército español pudo intentar una última acción contra Francia para contrarrestar los éxitos

franco-suecos en Alemania. La tentativa del archiduque Leopoldo, virrey de los Paises Bajos, fracasó en

Lens (20-8-1648). Para el Imperio, privado del auxilio de Baviera y España, sólo quedaba un recurso:

capitular.

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Desde 1635, el Papado, Venecia y Dinamarca habían hecho sugestiones de paz entre los contrincantes,

hasta que el cansancio por la prolongada lucha invitó a buscar la solución jurídica a las cuestiones que se

debatían por las armas. En 1641 se acordó en Hamburgo, entre el Imperio, Francia y Suecia proceder a unas

negociaciones, pero hasta 1643 no se congregan todas las plenipotenciarias en las ciudades westfalianas de

Osnabrück y Münster, y hasta 1645 no dan comienzo los trabajos con cierta probabilidad de eficacia, pues

cuestiones de detalles o de títulos fueron utilizadas para demorar las negociaciones a compás de los éxitos

militares o de los reveses.

El Tratado de Westfalia firmado simultáneamente en Münster y Osnabrück el 24-10-1648, es el primer

intento de coordinación internacional de la Europa moderna. Sus prescripciones fueron tan esenciales que

la política europea se movió dentro de su órbita hasta la Revolución Francesa. Cierto que existieron

alteraciones territoriales, como las determinadas por la paz de Utrecht, pero en conjunto, Westfalia da la

luz a la Europa del Antiguo Régimen. Y aún más, el espíritu de Westfalia preside hasta nuestros días, porque

los diplomáticos del S. XVIII fundaron el reajuste europeo en una serie de principios que marcaron las

relaciones internacionales ulteriores. En lugar de una comunidad armónica de naciones, presidida por el

Papado y el Imperio, Westfalia basó la estructura de Europa en una serie de estados nacionales laicos,

relacionados por vínculos políticos y económicos.

Westfalia sustituyó la autoridad del emperador por la independencia efectiva de los electores, príncipes

y ciudades del Imperio. Trescientos cincuenta estados se erigen dentro del marco del anterior Reich, los

cuales, como independientes pueden concertar alianzas entre sí y con el extranjero. Por otro lado, el

reconocimiento oficial de la independencia de Holanda y Suiza reduce los límites del antiguo Imperio,

además, la posesión en manos de Francia y Suecia de territorios imperiales permitía la intervención de

potencias extranjeras en el seno de la misma Dieta. Así, hasta los acuerdos de Postdam de 1945, la paz

de Westfalia fue la más dura humillación sufrida por Alemania en la Historia.

Francia recibe el reconocimiento jurídico de su soberanía sobre los obispados de Toul, Metz y Verdún,

la posesión del Pinerolo y las 2 cabezas de puente en el Rhin (Breisach y Philisburgo). Además se le

reconocía su soberanía en el landgraviato de la Alta y Baja Alsacia, y la “prefectura provincial” de la

Decápolis, 10 ciudades imperiales alsacianas. De esta manera Francia se expande al Rhin.

Suecia recibe a título de feudo imperial la Pomerania occidental, los obispados de Brema y Verden, es

decir, los estuarios del Weser, del Elba y del Oder pasan a ser dominados por Suecia, con lo que esta

potencia consolidó su dominio en el Báltico, al mismo tiempo se le permitía como miembro de la Dieta, la

posibilidad de intervenir en los asuntos interiores de Alemania.

Disposiciones de la Paz de Westfalia.

Se conocen como Paz de Westfalia los tratados firmados en 1648 por el emperador germánico Fernando III

de Habsburgo con Francia (y sus aliados católicos) en Münster y con Suecia (y sus aliados protestantes) en

Osnabrück, que pusieron fin a la Guerra de los Treinta Años que había tenido lugar en el interior del Imperio

entre 1618 y 1648 (en principio por motivos confesionales, pero que se convirtió en una pugna acerca de la

constitución imperial y el sistema europeo de Estados).

Los acuerdos de Westfalia suponen la aparición de un nuevo sistema para la resolución de los conflictos

internacionales, a través de conferencias entre las distintas potencias basándose en los principios de soberanía,

igualdad y equilibrio entre los estados. Las principales disposiciones fueron:

Confirmación de la Paz de Augsburgo (1555), reconociendo formalmente a los calvinistas como

reformadores. La autoridad mostrará tolerancia frente a los cambios de confesión de sus súbditos (no

respetado en los territorios patrimoniales de los Habsburgo).

Se mantenía el derecho del príncipe a cambiar de confesión religiosa (ius reformandi), pero ello no

implicaba la imposición forzosa de la nueva religión a sus súbditos.

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El Edicto de Restitución y la Paz de Praga quedaron sin efecto, (Se restaura en sus dominios a aquellos

príncipes excluidos durante la Paz de Praga) y la Reserva Eclesiástica se aplicó sobre las tierras de

señoríos eclesiásticos católicos y protestantes.

Varios artículos del tratado de Münster aspiraban a restablecer el libre comercio en el Sacro Imperio.

A los estados alemanes (unos 350), se les dio el derecho de ejercer su propia política exterior, pero no

podían emprender guerras contra el emperador del Sacro Imperio Romano. El imperio, como totalidad,

todavía podía emprender guerras y firmar tratados.

Los Príncipes Electores, ahora son 8 (5 católicos, 3 protestantes).

Los Palatinados fueron divididos en Bajo Palatinado y Alto Palatinado lo que significaba la división

entre protestantes y católicos.

Independencia de la República de las Provincias Unidas (Holanda) y la Confederación Helvética

(Suiza).

Como potencias vencedoras, Francia y Suecia exigían una serie de compensaciones económicas y

territoriales, así como un papel más activo en los asuntos del Sacro Imperio, al que ahora pertenecían

como miembros de pleno derecho.

Los edictos acordados durante la firma del Tratado de Westfalia fueron instrumentos para sentar los

fundamentos de lo que todavía hoy son consideradas como las ideas centrales de la nación-estado soberana.

LA PÉRDIDA DE DUNQUERQUE Y LA PAZ DE LOS PIRINEOS.

El reconocimiento de la independencia holandesa dejó las manos libres a España para intentar aislar a

Francia en un momento en que ese país se veía debilitado, además, por la inestabilidad interna. En último

extremo, España no pudo explotar el movimiento de la Fronda que había estallado en contra de Mazarino.

Pero al menos recuperó Dunkerque e inició también la recuperación de Cataluña. Si España hubiera

podido financiar, en ese momento, una gran operación bélica, probablemente habría conseguido una paz

favorable, antes de que Francia se recuperara de la inestabilidad política y de los problemas en que se

había visto sumida su agricultura y antes de que firmara una alianza con Inglaterra.

Aunque España no contaba con los medios necesarios para llevar a cabo una gran ofensiva, todavía era

capaz de defenderse y el hecho de que consiguiera neutralizar a Francia desdice el supuesto declive de su

poderío militar. Sin embargo, en ese momento la balanza se había decantado en contra de España como

consecuencia de la entrada en guerra de Inglaterra. El gobierno español tenía motivos para esperar un

resultado más favorable de su política hacia los ingleses, inspirada en el pragmatismo y no en la ideología.

En el decenio de 1640, Felipe IV practicó una política de estricta neutralidad con respecto a la guerra civil

inglesa y prestó escaso apoyo a la causa de los Estuardo. No tardó en reconocer a la nueva república y se

mostró dispuesto a conseguir su alianza, o al menos su neutralidad, casi a cualquier precio. Pero el precio

que había puesto Cromwell era demasiado elevado, pues pretendía conseguir una declara explícita de

tolerancia religiosa con respecto a los ingleses residentes en España y la posibilidad de que los

comerciantes ingleses participaran directamente en el comercio colonial español. Eran peticiones

gratuitas, ya que el problema religioso se había contemplado en anteriores tratados y los ingleses

participaban indirectamente en el comercio con las Indias españolas a través de la actividad

reexportadora que se realizaba desde Sevilla.

Esas exigencias eran tan provocativas que presumiblemente habían sido planteadas para que fueran

rechazadas. Como si pretendiera dejar claro que eso era así, Cromwell endureció aún más su postura,

incluyendo entre sus peticiones la cesión de Calais y Dunkerque.

Parece que ya en abril de 1654 Cromwell había decidido entrar en guerra con España. Desde agosto

planeaba una expedición de pillaje y en diciembre, sin que mediara declaración de guerra, dio vía libre a esa

operación. La operación estuvo mal planeada y mal ejecutada; sus comandantes no pudieron superar las

defensas españolas en La Española, que era el objetivo principal, y tuvieron que contentarse con la captura

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de Jamaica. Entretanto, otro escuadrón inglés patrullaba por aguas de Cádiz, a la espera de interceptar

las flotas cargadas de plata.

Felipe IV no daba crédito a esas noticias. En junio de 1655 no prestó atención a las advertencias del duque

de Medina, que afirmó que había que tomar medidas defensivas: «No se puede creer que ingleses ayan de

romper la fe pública y la paz que ay entre ésta y aquella Corona, y así no hay que hacer prevención ninguna,

sino enviar a lebante los quatro baxeles y patache y dar prisa al despacho de la flota». El monarca español

estaba decidido incluso a pasar por alto -al menos por el momento- la conquista de Jamaica si eso podía

facilitar la paz con Inglaterra. Pero Cromwell no deseaba la paz.

Fue la última desgracia para España. Felipe IV se vio obligado a librar con Inglaterra una guerra que

no deseaba. En septiembre de 1655 decretó la confiscación de las propiedades inglesas en España y en

diciembre se decidió utilizar en la defensa naval los beneficios conseguidos con la venta de esos bienes. Era

esta una necesidad urgente, pues las comunicaciones marítimas de España eran vulnerables al poderío naval

inglés. En septiembre de 1656, una avanzadilla del escuadrón de Blake interceptó la flota que regresaba

de Tierra Firme casi cuando se hallaba a la vista de Cádiz, capturó a la capitana y a un buque mercante.

Fue posible dar aviso a la flota de Nueva España, que se refugió en Sta. Cruz de Tenerife. Pero allí, el

30-4-1657, también fue atacada por Blake, que la destruyó casi por completo, perdiéndose los tesoros que

transportaba. Así pues, durante 2 años no llegó a España flota alguna y, al mismo tiempo, el comercio

exterior estaba paralizado a consecuencia del bloqueo de la península y del control del Canal de la Mancha

por las fuerzas enemigas. Sin embargo, en 1656 se presentó una buena oportunidad para firmar la paz con

Francia. Cataluña había sido recuperada y los franceses prometieron no prestar ayuda a Portugal. Pero

en contra de las recomendaciones de sus ministros, Felipe IV se negó a negociar. España fue duramente

castigada por su falta de cordura. En junio de 1658, una fuerza conjunta anglofrancesa derrotó

estrepitosamente a los españoles en la batalla de las Dunas y ocupó Dunkerque. Los Países Bajos españoles

se hallaron ahora gravemente amenazados, y en la península los portugueses se sumaron al castigo contra

España con su victoria en Elvas.

Dado que el país se tambaleaba bajo esos golpes sucesivos, los ministros de Felipe IV le instaron a que

pusiera fin a esa agonía. Las últimas campañas, incluso en la península, se llevaron a cabo con tropas

reclutadas en Italia y con mercenarios irlandeses y alemanes. La falta de dinero para pagar esos ejércitos

era razón suficiente para firmar la paz. Mazarino deseaba encontrar una solución y el gobierno inglés, que

se resistía a seguir ayudando a Francia, tampoco se negaba a buscarla. Pero aun en ese momento, Felipe IV

se resistía a negociar y si Francia no hubiera modificado sus exigencias habría seguido luchando. Don

Juan de Austria en los Países Bajos, los diversos consejos en Madrid, Haro, el primado de España, todos

dieron el mismo consejo al monarca. En cuanto a sus súbditos, desde la aristocracia hasta el más pobre de

los campesinos, hacía ya mucho tiempo que habían dejado de pensar que la guerra defendiera en modo alguno

sus intereses y habían perdido por completo su vocación militar.

Finalmente, se dejó convencer, movido no por los sentimientos de su pueblo ni por la terrible penuria

económica, sino por otra ilusión, que la paz con Francia e Inglaterra le permitiría aislar y reducir a los

portugueses. Con esas intenciones acordó un armisticio en mayo de 1659 y el 7 de noviembre se firmó la

paz de los Pirineos. El tratado estipulaba el matrimonio de la hija de Felipe IV, Mª Teresa (quien renunciaba

a todo derecho a la corona española mediante el pago de una dote), con el rey de Francia, Luis XIV. España

cedía a Francia algunos territorios de los Países Bajos (Gravelinas, Landrecies,…) y, lo que era más

importante, la Cerdaña y el Rosellón en Cataluña. Otras concesiones territoriales, entre ellas la de Artois,

señalaron el final del control español sobre la ruta imperial que iba desde Milán a los Países Bajos.

Sin embargo, el tratado no fue un desastre para España por lo que respecta a las cláusulas territoriales. Su

principal defecto era que había sido firmado con varios años de retraso. La experiencia no enseñó lección

alguna a Felipe IV. Es cierto que tras la caída de Olivares hizo un esfuerzo decidido para gobernar

personalmente y devolver la confianza a sus escépticos súbditos, no sólo llevando a sus ejércitos a Aragón,

sino participando directamente en el gobierno.

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Aunque afirmaba amar a sus súbditos y deseaba aliviar sus penurias, se veía por encima de todo como

representante de la dinastía de los Habsburgo, cuyas posesiones tenía que preservar. Esas posesiones eran

para él una propiedad vinculada a perpetuidad y no estaba dispuesto a afrontar la responsabilidad de

enajenar o perder una parte de su sagrada herencia. En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la

perpetuación de la presencia española en los Países Bajos o en Portugal reportaba beneficio alguno a sus

súbditos españoles. El único criterio que guiaba su actuación eran sus derechos legales. Esto explica que

subordinara casi por completo la política interna a la política exterior y, asimismo, que se obstinara en

continuar la guerra en defensa de las posesiones de los Habsburgo. En 1648 renunció, no sin renuencia,

a la guerra con los holandeses para concentrarse en el conflicto con Francia. Seis años después, cuando

todavía no había terminado la guerra con Francia, se granjeó un segundo enemigo, Inglaterra. En 1659, puso

fin a una guerra en la que España había estado inmersa durante 40 años sólo para embarcarse en un nuevo

conflicto, contra Portugal.

Ahora en el Norte, en el centro y Occidente de Europa, el año 1660 señala una era en la Historia de

Europa. A la hegemonía cultural y política de España le sucede la cultura y las armas de Francia. Así

se cumplió el espíritu de Westfalia.

La Paz de los Pirineos (pregunta contestada según el ED).

La Paz los Pirineos puso fin a la guerra franco‐española comenzada en 1635. Desde la Baja Edad Media,

España y Francia se habían enfrentado por sus intereses políticos y ambiciones sobre Europa. El control de

los territorios limítrofes de Navarra y Cataluña, pero también de Borgoña y los Países Bajos, que pertenecían

a la Corona de España desde que fueron heredados por el Emperador Carlos I, habían sido motivo frecuente

de disputa. Durante el siglo XVI aumentó la tensión y rivalidad al pasar Nápoles y el Milanesado a la órbita

española. En el transcurso de la Guerra de los Treinta Años, Francia se alió con Holanda y con Suecia. El

abierto apoyó francés a las potencias protestantes le servía para luchar indirectamente contra España y sus

aliados, con la intención de socavar su hegemonía en Europa. Tras los resultados desfavorables, Francia

decidió entrar en guerra con España en 1635 dentro del amplio conflicto denominado Guerra de los Treinta

años, teniendo unos resultados mucho más ventajosos en los campos de batalla ante el agotamiento de los

Habsburgo. El primer ministro francés, el Cardenal Mazarino, forzó la firma de la Paz de Westfalia (1648)

con la que se finalizaba la Guerra de los Treinta años en el Imperio, cambiando radicalmente el mapa de

Europa, y consiguiendo importantes concesiones territoriales para Francia en Alsacia y la frontera renana.

Consciente de la situación de debilidad hispana, Francia continuó la guerra hasta el año 1659, año en el que

se decidió poner fin al conflicto ante el mutuo agotamiento.

La Paz fue estipulada en 1659 por los ministros Luis de Haro, por parte de España, y el Cardenal Mazarino,

por parte de Francia, tras tres meses de negociaciones. La definitiva firma se produjo en la isla de los

Faisanes, cerca de la desembocadura del rio Bidasoa, el 7 de noviembre de 1659. El nombre del tratado viene

dado porque desde entonces los Pirineos fueron establecidos como frontera entre ambos reinos, de tal manera

que el Rosellón, la Cerdaña y otras zonas situadas al norte de esa cordillera pasaron a Francia. De hecho

puede considerarse que esa delimitación fronteriza es una de las más estables y antiguas de Europa.

Sus acuerdos más importantes consistieron en la definitiva cesión por parte de España, de los ya citados de

Rosellón, y de buena parte de la Cerdaña catalana. Pero también España debió renunciar a los territorios y

plazas que había perdido en Flandes, como casi la totalidad del condado de Artois (salvo las plazas de Aire

y Saint Omer), y algunas ciudades colindantes con Francia: Gravelinas, en Flandes, y otras en las provincias

de Hainaut y Luxemburgo.

Otra de las cláusulas de la paz, y el motivo por el cual ambos monarcas se desplazaron a la frontera, fue la

ceremonia de entrega de la princesa María Teresa, hija de Felipe IV, para convertirla en la esposa del joven

rey francés Luis XIV. La alianza matrimonial era el mejor medio para sellar lo que se presumía como una

nueva era de cooperación y amistad entre los dos países, aunque con el tiempo eso no se demostró así. España

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debía entregar 500.000 escudos como dote por María Teresa, renunciando ésta y su nuevo marido a sus

derechos sobre el trono español, algo que provocó problemas una década después.

En la Paz de los Pirineos España no perdía demasiados territorios, y lo cierto es que ambas potencias hicieron

concesiones, pero sin duda la paz marcó el inicio de la decadencia española en Europa y el ascenso de

Francia como la nueva potencia hegemónica. Otro hecho que sin duda a la larga reafirmó a Francia como

la gran vencedora fue las ventajas comerciales que consiguió, ya que España permitirá de nuevo el paso y

comercialización de las manufacturas francesas, que con fuerza se abrieron paso en el mercado español.

ALGUNAS DEFINICIONES.

CORREGIDOR.

Funcionario nombrado por el rey, que no era vecino de la ciudad, cuya misión era ayudar a los regidores de

los municipios en su gestión y, sobre todo, potenciar la intervención monárquica en la vida administrativa

municipal. Su origen se remonta al siglo XIV.

La generalización del cargo de corregidor fue, sin duda alguna, la más efectiva de todas las medidas tomadas

por los RRCC para extender el poder real a los municipios castellanos. Hacia 1494 existían 54 corregimientos

(territorios sobre los que el corregidor ejercía su jurisdicción) en castilla, que dependían del Consejo de

Castilla.

El corregidor era el vínculo entre el gobierno y las ciudades, por tanto su carácter de funcionario real le confirió

una categoría social superior a cualquier otro funcionario del Concejo. Las funciones confiadas a los

corregidores abarcaban un amplio campo de actividades judiciales en lo civil y en lo criminal; administrativas,

en relación con la realización de obras públicas, vigilancia de la sanidad, funcionamiento de los mercados,

etc., y también políticas y militares.

Su carácter no electivo impidió el traslado de esta institución a la corona de Aragón, donde el gobierno

municipal se había instaurado sobre bases electivas y contractuales, protegidas por el régimen foral, que

garantizaba gobiernos colegiados en los que la intervención real era muy difícil.

Teóricamente el corregidor permanecía en el cargo 2 años, aunque en la práctica era por un periodo mucho

mayor. Al terminar su mandato se sometía un juicio de residencia o investigación sobre su actuación durante

el tiempo que había ejercido el cargo.

Con Felipe II existían 66 corregimientos en Castilla y en la época Borbónica el cargo se mantuvo. La creación

del cargo de Intendente le relegó a un segundo plano y en el periodo constitucional terminó desapareciendo.

La veguería en los reinos de la Corona de Aragón era el territorio que abarcaba la jurisdicción del veguer, que

venía a ser el equivalente al corregimiento castellano, ya que tenía atribuciones análogas a las del corregidor.

REGIDOR.

Miembro de la administración municipal castellana en la Baja Edad Media y en la Edad Moderna, que ejercía

funciones de gobierno y justicia, siempre bajo la supervisión del corregidor, máximo representante de la vida

municipal.

Los regidores eran nombrados por el rey libremente o bien a propuesta del Concejo. Por regla general se

hacían se hacían nombramientos perpetuos, vitalicios y hereditarios para los hijos de los titulares, lo que llegó

a ser un vehículo para otorgar mercedes, remunerar servicios o percibir ingresos. En muchos casos se

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convertían en instrumentos del poder regio, el cual los utilizaba para decidir a su favor los votos del

Ayuntamiento.

El número de regidores variaba según la villa o ciudad, oscilando entre 2 y 12.

MORISCO.

Musulmán que permaneció en España al finalizar la reconquista a los que se les obligó a una conversión

forzosa, así pues los moriscos eran los moros conversos, también llamados a veces, cristianos nuevos.

Esta minoría étnica terminó dando rienda suelta a sus frustraciones en un desesperado pero inútil

levantamiento: la rebelión del Albaicín y de las Alpujarras, tras la cual fueron expulsados de Granada,

dispersándose por toda Castilla y en 1571 se decretó por la corona confiscar los bienes raíces de los moriscos

que habían tomado parte en el levantamiento.

Su distribución geográfica fue irregular ya que se concentró el 60 % en el cuadrante sudoriental de la

Península, siendo el crecimiento de esta población más rápido que el de la cristiana.

A comienzos del siglo XVII los moriscos españoles se cifraban en un mínimo de 300.000, repartidos por

Valencia, Valle del Ebro, Castilla, Murcia y Andalucía.

Su principal problema era su integración ya que pese a estar bautizados era sabido que en privado seguían,

salvo exenciones, los preceptos del Islam. La Iglesia acudió a diversas campañas de evangelización para

instruir a los nuevos cristianos y la Inquisición osciló entre la benevolencia y las presiones ocasionales de la

Corona.

En general los señores defendieron a sus moriscos tanto de la Corona como de la Inquisición, que a raíz del

proceso de conquista, gran parte de los que habitaban en Aragón, Valencia y Granada quedaban bajo el control

señorial.

Finalmente fueron expulsados en 1609, con importantes consecuencias demográficas y económicas.

MUDEJAR.

Musulmán que a diferencia de los moriscos permanecía fiel a su religión. Los mudéjares vivían en varias

zonas de Castilla en virtud de pactos muy antiguos, formando minorías tranquilas, y dentro de los inevitables

rasgos de inferioridad, el grado de coexistencia resultaba aceptable. Se dedicaban en gran proporción a las

labores agrícolas.

Tras la reconquista de Al-Andalus se respetaron sus costumbres e incluso la permanencia de autoridades

propias a cambio del pago de impuestos. Formaban comunidades llamadas aljamas, situadas tanto en el campo

como en las ciudades, en donde Vivian y desarrollaban sus actividades libremente, siendo buenos trabajadores.

En los reinos de Aragón, que fue la zona en donde permanecieron en mayor número, los mudéjares eran

vasallos de grandes señores y gozaban de gran libertad religiosa, por lo que estos percibían de ellos

considerables tributos y aseguraban el cultivo de las tierras. Con el tiempo se fueron convirtiendo en una

amenaza para los cristianos. En época de los RRCC se les obligó a convertirse al cristianismo o abandonar la

Península. En la Corona de Aragón la conversión forzosa no tuvo lugar hasta 1526. Esta difícil situación se

fue complicando hasta su expulsión definitiva en 1609.

CONVERSO.

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Aunque también se llamaba converso al musulmán convertido al cristianismo, se generalizó un uso restringido

del término referido específicamente a los convertidos procedentes del judaísmo, así como a sus

descendientes. Había conversos forzados (anusin) y conversos convencidos (mensumad).

Los judaizantes eran los conversos que después de haber adjurado de su religión y recibido el bautismo,

continuaban practicando ritos mosaicos, lo que se tomaba como señal de la falta de sinceridad en la conversión.

Los términos “cristianos nuevos” y “marranos” (este último con un claro matiz despectivo) también se

utilizaron para designar a los conversos.

El problema converso fueron las conversiones masivas forzadas de 1391 y de años posteriores, que dieron

lugar al fenómeno del criptojudaismo, práctica oculta del judaísmo, que fue la causa más inmediata de la

creación del Tribunal de la Inquisición en 1480.

A finales del siglo XV la población conversa seguramente era 4 o 5 veces mayor que la judía. Las leyes de

limpieza de sangre no excluían de la vida pública a los conversos, llegando a ocupar puestos destacados en la

sociedad cristiana.

Ante la presión que supuso el decreto de expulsión de los judíos en 1492 por los RRCC, el número de

conversos aumento considerablemente.

BIENES DE PROPIOS.

Eran tierras propiedad de los Concejos, campos de labor, viñas, huertas, pastos, dehesas, montes, etc., que con

el producto de su arrendamiento, servían para hacer frente a los gastos públicos del municipio. Su origen se

remonta, al igual que los bienes comunales, a la Reconquista, al conceder a los municipios amplios territorios.

A lo largo de la Edad Moderna se van ampliando con numerosas donaciones de la Corona y de particulares.

Los gastos que se acometían con los ingresos por el arrendamiento de los propios eran los salarios concejiles,

obras públicas, sanidad, festividades, policía, beneficencia, etc. Incluso en algunos casos se utilizaban para

para las contribuciones que correspondían a los vecinos (encabezamiento de alcabalas, servicio real y

ordinario, etc.). También sirvieron de aval para solicitar créditos destinados a gastos extraordinarios.

Estas tierras, igual que las comunales, no las podía vender el municipio sin permiso de la Corona, aunque en

la práctica se incumpliera con frecuencia tal requisito.

El termino propios se aplicó por extensión a las rentas y derechos municipales, tales como oficios públicos,

censos sobre casas o fincas, juros, monopolios, etc.

BIENES COMUNALES.

Se designaba así al patrimonio territorial de los Concejos o Ayuntamientos, que era aprovechado bajo forma

comunitaria o colectiva. Los bienes comunales podían ser utilizados libremente por cualquier vecino para

cubrir sus necesidades: pastos, vegetación de monte bajo (que proporcionaba leña, ramaje), dehesas

cultivables, etc., y en consecuencia, se consideraban improductivos porque el concejo no recibia

compensación económica alguna. Sin embargo, a medida que aumentaron los gastos municipales, los

Concejos comenzaron a exigir un canon a los colonos e incluso los llegaron a arrendar en subasta pública,

pasando de esta forma a bienes de propios, que eran los que empleaba el municipio para obtener rentas con

las que hacer frente a los gastos públicos.

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162

La mayor parte de los bienes comunales procede de época medieval, debido a las concesiones hechas a los

municipios fundados en tierras reconquistadas. En la edad Moderna estas tierras se incrementaron con los

baldíos.

BALDÍOS.

Tierras pertenecientes a la Corona que en su origen no se repartieron en la Reconquista. Solían ser terrenos de

pastos y montes, alejados de los centros urbanos, dedicados a pasto para el ganado, aunque en parte también

se utilizaban para el cultivo, sobre todo en épocas de crecimiento demográfico. La Corona permitió que los

baldíos fueran utilizados gratuitamente por los vecinos de los Concejos a cuyos territorios pertenecían.

Durante los reinados de Felipe II y Felipe V se enajenaron parte de estas tierras por necesidades de la Hacienda.

También pasaron a incrementar los bienes comunales de los Ayuntamientos.

JURO.

Los juros suponen la primera versión de la deuda pública castellana del Antiguo Régimen. Se denomina a la

pensión anual que el rey concedía, con cargo a las rentas de la Corona, a determinadas personas o instituciones

que obtenían el derecho a percibir cierta cantidad en metálico o en especie, como merced por un servicio

prestado. Así, los juros se situaban sobre una renta concreta de la Corona (Situado).

En la Edad Media los juros podían ser de 2 tipos: perpetuos o de heredad, que eran los que se podían vender

o eran trasmisibles por herencia; y los vitalicios, que se concedían durante la vida del tenedor o la del rey.

Con los RRCC aparecieron los juros al quitar, que no eran una merced sino un título de deuda vendido.

La necesidad de obtener capitales para financiar las campañas llevó a la Corona a emitir títulos para conseguir

fondos, a cambio del pago de unos intereses anuales. Estos títulos recibieron igual denominación que las

mercedes medievales: juros. Pero con el calificativo de al quitar querían decir que podían ser amortizados.

Llegaron a ser valores negociables, por lo que podían utilizarse en cualquier operación comercial.

Para su devolución, la Corona reservaba generalmente los ingresos obtenidos mediante la recaudación de

ciertos impuestos. Consecuencia directa de todo ello es que buena parte de estos estaban en manos de

“juristas” y nunca emprendían el camino de las arcas del tesoro. Los juros favorecieron durante largo tiempo

la existencia de una “clase” social de rentistas, a pesar de la paulatina disminución de los intereses que

generaban.

ANTIGUO REGIMEN.

Denominación común asignada al periodo histórico al que puso fin la Revolución Francesa y, más

concretamente, a la etapa que abarca los siglos XVI al XVII.

CITAR 3 VALIDOS DE LA MONARQUIA ESPAÑOLA DURANTE LA EDAD MODERNA ( 1469-

1665).

Duque de Uceda, Conde-duque de Olivares y Duque de Lerma.

¿QUE MINISTROS FIRMARON LA PAZ DE LOS PIRINEOS?

Luis de Haro y el cardenal Mazarino.

¿QUIEN SUCEDE A DON JUAN DE AUSTRIA EN EL GOBIERNO DE LOS PAISES BAJOS?

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163

Alejandro Farnesio.

CITAR OTRO GOBERNADOR D ELA ÉPOCA DE FELIPE II.

Luis de Requesens.

Ordenados cronológicamente los siguientes gobernadores de los Países Bajos:

Margarita de Parma, Duque de Alba, Luis de Requesens, Don Juan de Austria, Alejandro Farnesio e Isabel

Clara Eugenia.

¿Qué institución protegía la concentración de bienes y tierras en manos de la nobleza?

El Mayorazgo.

¿Desde cuándo?

El mayorazgo fue regulado mediante las Leyes de Toro en 1505, bajo el reinado de los Reyes Católicos.

CITAR 3 ORDENES MILITARES EXISTENTES EN LAS CORONAS DE CASTILLA Y ARAGON

DURANTE LA EDAD MODERNA:

Montesa, Calatrava Alcántara y Santiago.

POTENCIAS FIRMANTES DE LA PAZ DE CATEAU-CAMBRESIS:

España, Francia e Inglaterra.

¿A que pretensiones renunció Francia? Citar el matrimonio que se pactó en ella.

A sus intereses en Italia. En 1559 se firma el tratado de Câteau-Cambrésis por el que Francia renunciaba a

varios territorios italianos pero recuperaba San Quintín y conservaba Calais.

Se concertó también la boda de Felipe II con Isabel de Valois con la que se zanjaba el enfrentamiento histórico

de los Habsburgos y los Valois.

¿QUE INSTITUCION CENTRALIABA Y CONTROLABA EL TRAFICO COMERCIAL CON LAS

INDIAS?

La casa de contratación de Indias, situada en Sevilla.

Ordenados cronológicamente los siguientes hechos:

1. El tratado de Alcaçobas-Toledo 1479-1480.

2. La anexión de Navarra 1512.

3. La batalla de Lepanto 1571.

4. La anexión de Portugal 1580.

5. La unión de armas 1626.

6. La paz de los Pirineos 1659.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

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164

La paz de los Pirineos 1659.

La batalla de Pavía 1525.

La batalla de San Quintín 1557.

La toma de Barcelona por don Juan José de Austria 1652.

El tratado de Tordesillas 1494.

La sublevación de las Alpujarras 1568 y 1571 (los moriscos en protesta contra la Pragmática Sanción de 1567).

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La expulsión de los judíos 1492.

Muerte de Isabel la Católica 1504.

La batalla de la Montaña Blanca 1620.

La Paz de Câteau-Cambrésis 1559.

La Sublevación de Portugal 1640.

La anexión de Navarra 1512.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La anexión de Navarra 1512.

El tratado de Tordesillas 1494.

La batalla de San Quintín 1557.

El inicio de la tregua de los 12 años 1609.

La Paz de Câteau-Cambrésis 1559.

La Paz Hispano-inglesa de Londres 1604.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La batalla de Villalar 1521.

La expulsión de los moriscos 1609.

La toma de Barcelona por don Juan de Austria 1652.

El tratado de Tordesillas 1494.

La expulsión de los judíos 1492.

La batalla naval de las Dunas 1658.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La paz de los Pirineos 1659.

La expulsión de los moriscos 1609.

La toma de Granada por los RRCC 1492.

La Sublevación de Cataluña 1640.

La expulsión de los judíos 1492.

La sublevación de las Alpujarras 1568.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La batalla de Lepanto 1571.

La paz de Vervins 1598.

La Sublevación de Portugal 1640.

La anexión de Portugal 1580.

La rendición de Granada 1492.

La Paz de Westfalia 1648.

Ordenar cronológicamente, por ejemplo,

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165

el tratado de Tordesillas- 1494, la paz de Cambrai-1529, la Paz de Augburgo-1555, el acta de abjuración

de las Provincias Unidas-1581, la expedición de la armada invencible-1588, la paz de Vervins-1598, el

edicto de restitución-1629 y la paz de Westfalia-1648.

Acta de abjuración de 1581.

A mitad del siglo XVI las diecisiete provincias de los Países Bajos constituían una de las áreas más prósperas

del Viejo Continente. Un territorio fértil, de ricas campiñas, altamente poblado (con la densidad demográfica

más alta de Europa) y fuertemente urbanizado, con unas 200 ciudades en total, siendo Amberes la más

importante, con 80.000 vecinos (en la Península Ibérica diremos en comparación que ningún centro podía

competir con ella) y otras como Bruselas, Valenciennes, Gante, Ámsterdam, etc. Pasaban de los 30.000. En

realidad las Diecisiete Provincias no constituían un territorio homogéneo, ni desde el punto de vista geográfico

y territorial, ni desde el político ni cultural. Se trataba de un conjunto de tierras unificado a partir del siglo

XIV por los antiguos duques de Borgoña, quienes habían amalgamado unos cuantos territorios separados por

una antigua y profunda hostilidad mediante una afortunada política de expansión, donde cada una de las

provincias mantenía sus propias leyes y estatutos, que defendían contra cualquier injerencia externa, gracias

a una serie de parlamentos locales (los Estados, formados por representantes de la nobleza, el clero y la rica

burguesía ciudadana) y que enviaba sus representantes a los Estados Generales, un parlamento representativo

de las elites encargado de defender las antiguas “libertades” frente a los representantes del soberano y decidir

sobre la imposición de nuevas tasas a través del acuerdo de una serie de pactos. Este es el caldo de cultivo que

se encuentra Felipe II, que era visto como un rey extranjero al haberse criado en España, heredó un territorio

donde su autoridad real era siempre puesta en duda, un “país” que había padecido enormemente por las

continuas guerras del emperador, siendo la base militar principal de los ejércitos imperiales durante las guerras

contra Francia y se veía arruinado debido al imparable aumento de la fiscalidad. A partir de la paz de Câteau-

Cambrésis se exige una disminución drástica de la carga contributiva. Los nobles protestan contra Felipe II y

la herejía que se había manifestado en los años veinte, había empezado a difundirse libremente, creando una

política por parte del Rey represiva y un proyecto de reforma de la Iglesia católica. Se crearon 14 nuevos

obispados, lo que produjo una fuerte reacción de los Estados y de la nobleza, defensores del status quo y de

una política más conciliadora para los protestantes. En este contexto ya convulso de por sí, la grave crisis

económica de los años sesenta y el clima de depresión generalizado en el Viejo Continente favoreció un

empeoramiento considerable de la situación. Un cuadro casi catastrófico, en el que se imputaba al Rey

Prudente de abandonar las Diecisiete Provincias y de olvidarse de los asuntos de gobierno, concentrándose en

los intereses Castellanos y en la situación del Mediterráneo, lo que llevó un mes de septiembre de 1566, a el

Consejo de Estado y Felipe II a decidir enviar un ejército de veteranos españoles al mando del duque de Alba,

lo que propiciaría las revueltas de los Países Bajos, lo que a la postre daría lugar al comienzo de la guerra,

tras la derrota en 1568 en la batalla de Heiligerlee de las tropas reales, incluido el tercio de Cerdeña, por los

Nassau, el cual sería disuelto por el duque de Alba como represalia por la derrota. Comenzada ya la guerra

algunos años, otra derrota, esta vez contra los ingleses de la Reina Virgen, la derrota de la Gran Armada ante

las costas inglesas (1588), no solo desató una euforia nacional en Inglaterra, sino que también supuso un

profundo alivio en las Provincias Unidas. La rebelión contra el monarca hispánico que comenzó en 1568 y

finalizó en 1648, con el reconocimiento de la independencia de las siete Provincias Unidas, fue un período

conocido como guerra de los ochenta años, en el seno de la Paz de Westfalia.

El Acta de Abjuración del 26 de julio de 1581 es la declaración de independencia formal de las provincias

del norte de los Países Bajos de su obediencia al rey Felipe II y una vez que la Abjuración tiene lugar se

rompieron los vínculos entre el rey y sus súbditos de los Países Bajos septentrionales, así quedó abiertamente

planteada en plena guerra la cuestión de quién iba a reemplazar al rey como cabeza del cuerpo político. Por

la Unión de Utrecht (1579), habían quedado constituidas las Provincias Unidas calvinistas y se había

formalizado su ruptura con las provincias obedientes católicas. Además, se atribuía un papel predominante a

los Estados Generales (asamblea representativa) sobre el Gobernador General (oficial real).

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En 1580, François de Alençon (duque de Anjou, hermano de Enrique III de Francia) asumió el cargo de

Gobernador General. No obstante, el verdadero hombre fuerte era Guillermo de Orange, estatúder de la

provincia de Holanda, auténtico líder de la revolución hasta que su asesinato en 1584 reabrió la cuestión.

El nuevo Gobernador General del Flandes obediente, Alejandro Farnesio, en 1585 recuperó Brujas, Gante,

Bruselas y Amberes. Ante tal amenaza, los Estados Generales neerlandeses ofrecieron la soberanía de las

Provincias Unidas primero a Enrique III de Francia (quien declinó por estar inmerso en las guerras de religión

de su país) y después a Isabel I de Inglaterra (quien también rechazó, pero firmó un tratado con las Provincias

Unidas por el que estas se convertían en una especie de protectorado inglés, nombrando Gobernador General

a Robert Dudley, conde de Leicester). Antes de la muerte del Rey de España, el territorio de los Países Bajos,

no pasó a su hijo Felipe III, sino conjuntamente a su hija Isabel Clara Eugenia y su yerno el archiduque Alberto

de Austria por el Acta de Cesión de 6 de mayo de 1598. Cabe destacar que en realidad, las Provincias Unidas

estaban políticamente muy desunidas.

En 1607 cesaron las hostilidades y finalmente el 9 de abril de 1609, en la villa de Amberes, se acordó la

Tregua de los Doce Años (1609-1621), que de hecho reconocía la independencia de la República de las

Provincias Unidas, y se les concedía el derecho a comerciar bajo impuestos preferenciales. España devolvía

así mismo todos los territorios que pudieran haber correspondido por herencia a la casa de Nassau, bienes

enajenados a Guillermo de Orange en su momento por el Gran duque de Alba cuarenta años antes, etc. Sin

embargo, de los bienes eclesiásticos y de colegios situados en zona rebelde sólo se devolverían los no

vendidos o enajenados en la fecha en que comenzaron las conversaciones de paz, alcanzándose así la tan

ansiada paz y el triunfo del protestantismo en su territorio. En cambio, en las provincias del Sur, sujetas a la

monarquía española, se imponía el catolicismo. Esta Paz fue inestable y al concluir no fue renovada, los

rebeldes por que se habían dado cuenta que en una guerra con España tenían más que ganar que permaneciendo

en paz y así se reactivó la guerra con fuerza en todos los frentes: el terrestre y el naval, que por parte de España

no podía dejar pasar por más tiempo sin respuesta las continuas ofensas de los holandeses.

De esta manera la reanudación de las hostilidades hispano-holandesas se enmarcó en la Guerra de los Treinta

Años, iniciada en 1618. Hubo intercambios de ciudades (Breda fue conquistada por los españoles en 1625 y

recuperada por los neerlandeses en 1637), pero lo más característico fue la guerra naval económica: embargos,

bloqueos de ríos y puertos, etc. Los plenipotenciarios españoles negociaron tanto con el Príncipe de Orange

como con los Estados Generales. La paz se firmó en enero de 1648, en el seno de la Paz de Westfalia (España

reconoce la independencia de las Provincias Unidas).

Paz de Augsburgo (1555).

En Alemania, las convulsiones políticas y religiosas de la Reforma se mezclaron con sublevaciones sociales

ya que el V Concilio de Letrán (1512 -1517), no afrontó la reforma de la Iglesia que muchos anhelaban. Los

primeros en sublevarse fueron los caballeros (pequeña nobleza), quienes hallaron en la predicación de Lutero

una invitación a apoderarse de la gran propiedad eclesiástica.

En 1530, Carlos V convocó la Dieta de Augsburgo, con la esperanza de restablecer la unida religiosa. Ante

las divisiones que se evidenciaron entre los protestantes, la Dieta adoptó una resolución por la que se concedía

a los reformadores un plazo de 7 meses para abandonar su doctrina y someterse. Los príncipes protestantes y

algunas ciudades se vieron amenazadas, por lo que crearon una confederación de carácter defensivo: la Liga

de Esmalcalda. En los años siguientes, el avance de la Reforma se vio favorecido por la amenaza turca y la

guerra con Francia. Obligado a luchar en varios frentes, Carlos V tuvo que hacer concesiones en materia

religiosa (Spira, 1544). Sin embargo, la Paz de Crèpy le permitió enfrentarse militarmente a la Liga de

Esmalcalda, a la que derrotó en Mühlberg (1547). Pero entonces los protestantes llegaron a un acuerdo con

Enrique II de Francia (Tratado de Chambord de 1552) y se reanudó la guerra. Entonces Carlos V encargó a su

hermano Fernando de Austria negociar con los protestantes. Y así se firmó en 1555 la Paz de Augsburgo, que

termina con 50 años de guerras intestinas y que finalmente resolvía el conflicto religioso de la reforma

protestante y establecía el principio “cuius regio, eius religio” (los súbditos quedaban obligados a seguir la

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decisión de su soberano). La escisión religiosa fue definitiva y Carlos V reconoce oficialmente la existencia

de las iglesias luteranas y así se estableció la coexistencia jurídica de dos confesiones (católica y luterana),

con la importante exclusión de los calvinistas y otorga a los príncipes alemanes la capacidad de elegir la

confesión a practicar en sus Estados y como hemos dicho los súbditos del mencionado príncipe estaban

obligados a profesar la religión que éste eligiera o tenían la alternativa de emigrar a otro Estado. También se

establece el principio del “reservatum ecclesiasticum”, según el cual si un príncipe que ocupaba un cargo

eclesiástico católico se pasaba al luteranismo, no podía apropiarse los bienes del obispado o abadía y hacerlos

hereditarios para la propia familia, a esto se le llamo "secularización" y fueron reconocidas como tales sólo

las anteriores a 1552, mientras que los obispados y los bienes católicos secularizados después de 1552 debieron

ser restituidos. Tal cláusula fue muy controvertida y considerada inaceptable por los príncipes luteranos, así

que no fue votada en la Dieta, pero fue agregada con una deliberación del Emperador. El estatus ambiguo de

esta cláusula fue una de las causas de la Guerra de los Treinta Años (1618 y 1648).

Cronología Guerras de Italia, 1494/1517:

1494: Carlos VIII, rey de Francia, invade Italia. Coalición antifrancesa. Los Médici expulsados de Florencia.

1497: Fin de la primera Guerra de Nápoles: Ferrante II.

1498: Muere Carlos VIII y le sucede en el trono de Francia Luis XII

1500: Batalla de Novara: Luis XII desaloja de Milán a Ludovico Sforza.

1501: Francia y España conquistan Nápoles.

1503: Muerte de Alejandro VI y elección de Julio II.

1504: Tratado de Lyon: fin de la segunda guerra de Nápoles. Luis XII reconoce a Fernando de Aragón como

rey de Nápoles.

1505: Tratado de Blois entre España y Francia.

1508: Liga de Cambrai: coalición europea contra Venecia.

1509: Los venecianos derrotados en Agnadillo.

1511: Santa liga: España, Venecia, Suiza, los estados pontificios y los Sforza contra Francia.

1512: Batalla de Rávena: victoria francesa sobre las tropas pontificias y españolas. Restauración de los

Medicis en Florencia. Confederación Helvética toma Milán.

1513: Giovann de Médici llega a ser el papa León X. La Confederación Helvética derrota a Francia en la

batalla de Novara.

1515: Muere Luis XII y le sucede en el trono Francisco I. Batalla de Marignano y recuperación francesa de

Milán.

1516: Tratado hispano-francés de Noyon. Concordato de Bolonia. Muere Fernando de Aragón y le sucede

Carlos de Gante.

Algunas cronologías de hechos de armas singulares y personajes:

-Cardenal Pedro González de Mendoza (1428-1495).

-Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517).

-Isabel de Castilla (1451-1504).

-Fernando de Aragón (1452-1516).

-Gonzalo Fernández de Córdoba, el gran Capitán (1453-1515).

-Nicolás Maquiavelo (1469-1527).

-El Condottiero, Cesar Borgia (1475-1507).

-1476 batalla de Toro.

-1492 capitulación de Granada.

-1503 batalla de Ceriñola y Garellano.

-1512 batalla de Rávena.

-1521 Combate de Villalar.

-1522 Acción de Biccoca.

-1525 Batalla de Pavía.

-1527 Saco de Roma.

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-1535 Carlos I conquista Túnez.

-1541 El Emperador fracasa en la vista de Argel.

-1547 Los católicos coaligados se imponen en Mühlbereg.

-1560 Se soporta el desastre de la isla de Gélvez (Tripoli).

-1568 Juan de Austria domina la rebelión morisca de las Alpujarras.

-1571 La armada turca es destrozada en Lepanto.

-1578 En Flandes se obtiene la victoria de Gembloux.

-1579 Se corona la toma de Maastricht.

-1585 Alejandro Farnesio toma posesión de Amberes.

-1588 Desastre naval de la gran Armada Invencible.

- Felipe II (1527-1598).

-Francisco I de Valois (1494-1547).

-Carlos I de Gante (1500-1558).

-Mauricio de Nassau (1521-1553).

-El conde de Egmont (1522-1568).

-Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba de Tormes (1508-1582).

-Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz (1526-1588).

-Alejandro Farnesio, duque de Parma (1545-1592).

-Juan de Austria (1547-1578).

-Luis de Zúñiga y Requesens (1547-1578).

-Batalla de Jemmingen (1568).

-Sitio de Amberes, por Alejandro Farnesio (1584-1585)

-Rendición de Breda 1625.

-Batalla de Lützen, (1632) donde muere el rey de Suecia.

-Batalla de Nordlingen 1634.Por el cardenal-infante.

-La guerra dels Segadors (1640).Fue una Guerra entre Cataluña y la monarquía Española dentro de la gran

guerra europea de los Treinta años, y dentro de esta en su etapa culminante, La guerra por la hegemonía entre

España y Francia. Richelieu ataca el Rosellón y Portugal se rebela.

-Batalla de Rocroi 1643.

-Batalla de las Dunas 1658.

-Ambrosio de Spínola (1569-1630), empresario genovés.

-Gonzalo Fernández de córdoba (1585-1635), duque de Alba.

-Gómez Suarez de Figueroa (1587-1633), III duque de Feria.

-Fernando de Austria (1607-1641), cardenal-infante.

-Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares (1587-1645).

-Felipe IV (1605-1665).

-Conjura asesinato de Wallenstein 1634.

ORDENAR CRONOLOGICAMENTE LOS SIGUIENTES EPISODIOS:

- Acta de abjuración 1581.

- Câteau-Cambrésis (1559).

- Paz de Vervins 1598.

- Edicto de Nantes 1598.

- Paz de Augsburgo (1555).

- Paz de Westfalia 1648.

- Excomunión de Isabel I 1570.

- Felipe II rey de Portugal 1581.

- La empresa de Inglaterra (Armada Invencible) 1588.

- Ocho guerras de religión en Francia entre católicos y calvinistas, 1562 y 1598.

- Tregua de los Doce Años 1609-1621. Con las Provincias Unidas. (Felipe III).

- La Dieta de Augsburgo de 1530.

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- La guerra dels Segadors (1640).

- Asesinato de Enrique III de Francia, 1588. Y el Duque de Guisa, asesinado por el anterior.

- Acta de Supremacía, 1534. Enrique VIII q quería separarse de Catalina de Aragón. Declaró que "el rey

es la única cabeza suprema en la tierra de la Iglesia de Inglaterra"

- Tratado de Tordesillas, 1494. Los representantes de Isabel y Fernando, reyes de Castilla y de Aragón,

por una parte, y los del rey Juan II de Portugal, por la otra, en virtud del cual se estableció un reparto

de las zonas de navegación y conquista del Océano Atlántico y del Nuevo Mundo mediante un

meridiano situado 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde a fin de evitar conflictos de intereses

entre la Monarquía Hispánica y el reino de Portugal.

- Paz con Francia (Vervins, 1598), firmada por Felipe III.

- Paz con Inglaterra, tratado de Londres 1604, firmada por Felipe III.

- La Pax Hispánica (1598-1618) - Edicto de Worms, 1521

- El tratado de Passau –negociado entre Fernando y Mauricio de Sajonia–, y ratificado por Carlos V

el 15 de agosto de 1552, fue la sanción de la derrota del Emperador. Ya que en 1552 el Emperador se

hallaba en Innsbruck, pero una rápida acción de Mauricio de Sajonia, en mayo de 1552, hizo que

debiera huir de la ciudad, ya que sus enemigos ganaron un combate en las cercanías de la ciudad.

- La revuelta de Bohemia 1618-1620. (Fue una rebelión de un grupo de nobles protestantes contra la

casa de Habsburgo por el control de la Corona Real de Bohemia, que se inició en 1618 y que fue

suprimida dos años después. No obstante, pese a su brevedad, este evento fue significativo para la

historia de Europa central, ya que la internacionalización de lo que inicialmente fue un conflicto interno

en los dominios de los Habsburgo, luego desembocó en la sangrienta guerra de los treinta años).

- Defenestración de Praga 1618.

- La Paz de los Pirineos (1659) fue claramente favorable para los franceses. Francia obtuvo territorios

en Cataluña (el Rosellón y la Alta Cerdaña) y los Países Bajos (la provincia de Artois y una serie de

plazas fuertes desde Flandes hasta Luxemburgo), a cambio de no prestar ayuda a los rebeldes

portugueses.

- La Paz de la Oliva (1660) es desastrosa para Dinamarca, que pierde su control exclusivo sobre los

derechos arancelarios del Sund (compartidos ahora con los suecos) y que queda relegada a un papel

secundario en el Báltico. Suecia obtendrá también la Livonia interior; Brandeburgo, la Prusia oriental;

Rusia conserva sus conquistas sobre Ucrania oriental y los antiguos territorios de la Orden Teutónica.

- Matanza de San Bartolomé 1572. - En la llamada paz de Cambrai o de las Damas (1529), negociada por la tía del emperador, Margarita

de Austria, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I.

- La Guerra de los Ochenta Años (1568-1648)

- El edicto de Restitución 1629. (Fernando II, no estando satisfecho con las ganancias territoriales

adquiridas para su régimen, deseaba un retorno a la situación religiosa y territorial presente

inmediatamente posterior a la Paz de Augsburgo. Subsecuentemente, en el 6 de marzo de 1629, y sin

la ratificación de cualquiera de los Príncipes Alemanes, promulgó el Edicto de la Restitución.

Ilegalizaba la secularización de las tierras eclesiásticas después del año 1552, y demandaba el retorno

de aquellas que ya habían sido secularizadas al cargo de la Iglesia Católica. Aunado a eso, asentaba a

los calvinistas fuera de la protección de la ley. Los Príncipes estaban de acuerdo con los puntos

fundamentales del Edicto, sin embargo, muchos de ellos cuestionaban su legitimidad; temían que era

una serie de medidas tomadas por el emperador para convertirse en un monarca absoluto, con poderes

dictatoriales.) Resumiendo:

El Edicto de Restitución (1629), promulgado por el emperador Fernando II que imponía el

restablecimiento de todas las tierras eclesiásticas (católicas) secularizadas desde 1552 y ampliaba la

Reserva Eclesiástica de 1555.

- El Tratado de Madrid (1526) - la batalla de Pavía (1525)

- tras la batalla de La Bicoca (1522) los franceses fueron expulsados del norte de Italia

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- La Paz de Praga del 30 de mayo de 1635, fue un tratado entre el Emperador del Sacro Imperio

Romano Germánico, Fernando II, y la mayoría de los estados protestantes del Imperio. Éste

eficazmente llevó al final del aspecto de la guerra civil de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648);

sin embargo, la guerra continuó debido a la continuada intervención en terreno alemán de España,

Suecia, y, desde mitades de 1635, Francia.

- Paz de Crépy 1544, entre Francisco I de Francia y Carlos I de España.

- La Paz de Westfalia 1648.

- Elección de Carlos V como Emperador 1519.

- Coronación de Carlos I desde 1516 hasta 1556.

- Pacificación de Gante de 1576. (Fue un acuerdo al que llegaron los estados generales de las provincias

de los Países Bajos, tanto las que se habían rebelado contra la corona española como las que habían

permanecido leales, por el que se estipulaba las condiciones por las que aceptarían una paz con España,

en el marco de la guerra de los ochenta años.

Tras la muerte de Luis de Requesens, gobernador español de los Países Bajos, y mientras el nuevo gobernador

nombrado por Felipe II (Juan de Austria) llegaba a Bruselas, los Estados Generales asumieron el gobierno, la

potestad legislativa del país y el derecho de crear y reunir un ejército ante el vacío de poder creado.

Al mismo tiempo, parte de las tropas españolas estacionadas en los Países Bajos, la mayoría de las cuales

llevaban más de un año sin cobrar, se amotinaban por la falta de pagas o cometían toda clase de robos y pillajes

para procurarse sustento.

La situación fue aprovechada por los rebeldes holandeses para tomar la ciudad de Amberes, intento que fue

frustrado por las tropas españolas que se desplazaron a defenderla, pero que tras su defensa se dedicaron a

saquear, en lo que se conoce como el saqueo de Amberes del 4 de noviembre de 1576.

El día 8, los representantes de las provincias, hartos de la guerra y de los desmanes que cometían las tropas,

acordaron dejar de lado sus diferencias religiosas y unirse contra la corona poniéndose de acuerdo en los

siguientes aspectos:

- Las tropas españolas debían abandonar los Países Bajos.

- Los estados generales podían legislar por iniciativa propia.

- Declaración de una amnistía para los insurrectos holandeses.

- Confirmación de los privilegios de la nobleza y la Iglesia.

- Guillermo de Orange actuaría como jefe del gobierno al lado del tutor nombrado por el rey.

El 5 de enero de 1577, Don Juan de Austria, nuevo gobernador de los Países Bajos, aceptaba el contenido del

acuerdo mediante el Edicto Perpetuo).

ORDENADOS CRONOLOGICAMENTE LOS ANTERIORES EPISODIOS:

- Tratado de Tordesillas, 1494.

- Coronación de Carlos I desde 1516 a hasta 1556.

- Elección de Carlos V como Emperador 1519.

- Edicto de Worms, 1521

- Batalla de La Bicoca (1522).

- Disolución de la Unión de Kalmar, en 1523 con la elección de Gustavo Vasa como rey de Suecia. Dinamarca

y Noruega, por su parte, permanecieron unidas hasta 1814.

- La batalla de Pavía (1525).

- El Tratado de Madrid (1526).

- El Saco de Roma (1527).

- Paz de Cambrai o de las Damas (1529).

- Paz de Barcelona 1529.

- La Dieta de Augsburgo de 1530.

- El estatuto de restricción de apelaciones, de 1533, que prohibía las apelaciones a Roma (permitiendo el

divorcio en Inglaterra sin la necesidad del permiso del Papa).

- Acta de Supremacía, 1534. Enrique VIII que quería separarse de Catalina de Aragón. Declaró que "el rey

es la única cabeza suprema en la tierra de la Iglesia de Inglaterra".

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- Paz de Crépy 1544, entre Francisco I de Francia y Carlos I de España.

-Concilio de Trento 1545-1563.

- El tratado de Passau 1552.

- Paz de Augsburgo (1555).

- Reserva Eclesiástica de 1555.

- Câteau-Cambrésis (1559).

- Ocho guerras de religión en Francia entre católicos y calvinistas, 1562-1598.

- La Guerra de los Ochenta Años (1568-1648).

- Excomunión de Isabel I 1570.

- Matanza de San Bartolomé 1572.

- Pacificación de Gante de 1576 (saqueo de Amberes tb).

- El Edicto Perpetuo 1577.

- Felipe II rey de Portugal 1581.

- Acta de abjuración 1581.

- Guerra anglo-española 1585-1604

- Asesinato de Enrique III de Francia, 1588.

- Asesinato del Duque de Guisa 1588.

- La empresa de Inglaterra (Armada Invencible) 1588.

- La Pax Hispánica (1598-1618).

- Paz de Vervins, Paz con Francia 1598.

- Edicto de Nantes 1598.

- La Pax Hispánica (1598-1618).

- Paz con Inglaterra, tratado de Londres 1604.

- Carta de Majestad 1609.

- Tregua de los Doce Años 1609-1621. Con las Provincias Unidas. (Felipe III).

- Defenestración de Praga 1618.

- La revuelta de Bohemia 1618-1620.

- La guerra dels Segadors (1640).

- Batalla de Rocroi 1643.

- Guerra de los 30 años 1618-1648.

- El edicto de Restitución 1629.

- La Paz de Praga del 30 de mayo de 1635.

- La Paz de Westfalia 1648.

- La Paz de los Pirineos (1659).

- La Paz de la Oliva (1660).

Preguntas cortas relacionadas de la Alta edad Moderna con Historia Moderna de

España I 1469-1665.

2. Erasmo.

Figura genial del Humanismo renacentista, y autor de grandes obras como el “Elogio de la locura”, Erasmo

de Rótterdam fue contemporáneo de Lutero y de los papas Julio II y Clemente VII. Ordenado sacerdote y

preocupado por las cuestiones religiosas, fue autor de un Nuevo Testamento que le dio fama en Europa, y por

lo que Lutero intentó ganarlo para la causa protestante. Pero pudo más su espíritu libre y crítico de gran

humanista y cuestionó también la reforma, lo que le salvó de la excomunión. Sin embargo sus críticas a la

iglesia romana y sus normas y la defensa de la pureza de corazón y los sentimientos frente a las ideas, le valió

también la enemistad de los católicos.

3. Casa de Austria.

La casa de Austria o de los Habsburgo tuvo su origen en Rodolfo IV príncipe elector imperial que adquirió el

ducado de Austria. Desde entonces, la casa de Austria coronó a alguno de sus miembros como emperador del

sacro imperio, hasta llegar a Carlos V que aglutinó la inmensa herencia de sus abuelos maternos y paternos:

Castilla, Aragón, los estados italianos, la Borgoña, los Países Bajos, etc. Con esta dinastía (Felipe II, Felipe

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III, Felipe IV, Carlos II) se escriben las páginas más brillantes de la España monárquica, pero quizás también

las más trágicas, por estar plagados sus reinados de guerras y revueltas. Tras el reinado de Carlos II que

concluyó sin heredero, la dinastía de los Austrias pierde el trono español en favor de los Borbones y se reduce

al ámbito centroeuropeo hasta el inicio de la primera guerra mundial.

4. Dieta de Worms (1521).

Producida ya la excomunión de Lutero, se celebra en 1521 la Dieta de Worms. La Dieta era el órgano

consultivo del sacro imperio al que acudían los príncipes alemanes electores. Esta de 1521 era especialmente

importante y concurrida por asistir por vez primera Carlos I como emperador.

Lutero es citado a la Dieta pero lejos de retractarse de sus ideas reformadoras y someterse a la disciplina

católica, aprovechó el escenario para pronunciar un encendido discurso, denunciando la tiranía pontificia y

proclamando la soberanía de la palabra de Dios.

Sus palabras finales son, quizás la primera declaración de la libertad de conciencia: “No puedo ni quiero

retractarme de nada porque no es seguro ni honrado actuar contra la propia conciencia. Que Dios me ayude,

amén”.

El edicto imperial que convirtió a Lutero en proscrito, no sería ejecutado, pero sí controlados sus movimientos.

5. Ulrico Zwinglio.

De la misma generación que Lutero, Zwinglio fue el reformador de la reforma, actúando, como decía él “no

desde la celda sino desde la experiencia pastoral de la predicación y la parroquia.

Sus 67 tesis más radicales que las 95 de Lutero propiciaron la conversión de la cuidad suiza de Zurich y la

propagación de sus ideas que vinieron acompañadas de la destrucción violenta de imágenes, la supresión de

la misa papista y la actividad sacramental. Las ideas de Zwinglio le llevan al enfrentamiento con el propio

Lutero por cuestiones dogmáticas como la consubstanciación de la eucaristía, que Zwinglio ve como mero

hecho simbólico.

Al contrario que Lutero, Zwinglio supo traspasar una primera etapa espiritual para desarrollar una segunda de

aspectos más organizativos.

6. Mercurino Gattinara.

En plena lucha por la hegemonía europea, Carlos V influido por su canciller Mercurino Gattinara, entiende

que su misión es la restauración de un imperio cristiano del que el mismo sería “rey de reyes”. Gattinara jugó

un papel importante al desplazarse a Nápoles durante el conflicto francés-hispano por los estados italianos.

Tras el Sacco di Roma en 1527, las tropas francesas ponen sitio a Nápoles con el apoyo de la flota genovesa,

al frente de la cual se encuentra Andrea Doria. La flota se interpone entre Nápoles y Sicilia impidiendo el

avance de las tropas españolas. La decisiva gestión de Gattinara, que supo manipular la difícil relación en

Francia y Génova, facilitó el cambio de bando de Andrea Doria, lo que supuso la victoria española y lo que

fue más importante el acercamiento de Génova, lugar donde residían los financieros de Carlos V.

7. Confessio Augustana.

Carlos V convoca la Dieta de Augsburgo en 1530 con el fin de aclarar las diferencias entre católicos y

protestantes sin recurrir a las armas, pero Lutero con la ayuda de Melanchton, colega y gran humanista, prepara

con ánimo conciliador su profesión de fe en 28 artículos, en la llamada Confessio Augustana ó Confesión de

Augsburgo. Esta auténtica declaración de fe y creencias fue contestada por los teólogos católicos. El

emperador, en extremo conciliador, le ordenó volver al seno de la iglesia católica en el plazo de un año. Pero

al igual que la Dieta de Worms de 1521, esta orden quedó sin efecto ante la amenaza de los turcos contra los

intereses imperiales.

8. Liga de Esmalcalda.

Tras el intento de Carlos V en la Dieta de Augsburgo de 1530, la vía del diálogo se agotó y fue inevitable la

confrontación armada. Los príncipes protestantes actuaron con más rapidez y convencido Lutero que era

contrario al uso de las armas, constituyeron la Liga de Smalkalda en 1531, coalición militar alentada por Felipe

de Hessen y Juan de Sajonia.

Los católicos tardaron más en reaccionar y se organizan en 1538 en la Liga de Nurenberg. Alemania quedaba

así dividida en dos bloques que reflejaban la realidad de una división confesional. El bando protestante contaba

con el apoyo de Francia, y el católico con el de la monarquía española.

El enfrentamiento ya inevitable estuvo jalonado de momentos críticos: cuando los protestantes se niegan a

acudir al Concilio de Trento, cuando se firma la paz con Francia o cuando en 1546, muere Lutero. Finalmente,

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la crisis de Felipe de Hesse, la traición del duque de Sajonia y la mayor capacidad del ejército imperial, dio

lugar a la victoria católica de Mulherg en 1547.

9. Tratado de Borgoña.

Los continuos conflictos con Francia y su rey Francisco I por los motivos que éste decía tener sobre los Países

Bajos, llevaron a Carlos V a dotar a las provincias que lo integraban de un marco político y jurídico que

mantuviese al rey francés alejado.

Ante la imposibilidad de integrarlas en un marco general, Carlos V dotó por el Tratado de Borgoña en 1548,

a cada una de las 17 provincias de una cierta autonomía que bajo la Sanción Pragmática las obligaba a seguir

obedeciendo y reconociendo a su soberano y su legislación central. El tratado permitía la sucesión en el

gobierno de cada una de las provincias y les imponía los impuestos necesarios para sufragar los gastos

militares y la defensa de los intereses del Imperio.

10. Dieta de Augsburgo (1547-1548).

Ante la oposición armada que ofrecen los luteranos, Carlos V convoca esta Dieta con la intención de enderezar

la situación. En ella se publica la ley imperial de cumplimiento hasta la celebración de un próximo concilio,

conocida como Interim de Augsburgo, y que desde la perspectiva católica hacía algunas concesiones a los

protestantes, como la comunión bajo las dos especies o el matrimonio de los clérigos.

Pero en la realidad el texto, por su ambigüedad, no contentó a nadie. Tras muchos intentos de resistencia y

discusión y cuando el sector protestante se retiraba, el paso de Mauricio de Sajonia al bando evangélico, hizo

cambiar la situación. Las derrotas de Innsbruck y Metz, condicionaron también a Carlos V que tuvo que

aceptar las imposiciones protestantes y firmar la Paz de Augsburgo en 1555.

11. Erasmo y el Humanismo.

Figura genial del Humanismo renacentista, y autor de grandes obras como el “Elogio de la locura”, Erasmo

de Rótterdam fue contemporáneo de Lutero y de los papas Julio II y Clemente VII. Ordenado sacerdote y

preocupado por las cuestiones religiosas, fue autor de un Nuevo Testamento que le dio fama en Europa, y por

lo que Lutero intentó ganarlo para la causa protestante. Pero pudo más su espíritu libre y crítico de gran

humanista y cuestionó también la reforma, lo que le salvó de la excomunión. Sin embargo sus críticas a la

iglesia romana y sus normas y la defensa de la pureza de corazón y los sentimientos frente a las ideas, le valió

también la enemistad de los católicos.

12. Magallanes y Elcano.

Hernando de Magallanes, navegante portugués, abandonó el servicio de la corona portuguesa para ofrecer sus

servicios al rey español Carlos V. En 1519, buscando una ruta hacia las islas Malucas que evitara pasar por la

demarcación portuguesa fijada en el Tratado de Tordesillas, partió con 5 naves y acompañado de Juan

Sebastián Elcano, hacia América del sur, buscando un paso hacia el Pacífico.

Pasado el estrecho que bautizó con su nombre, fue asesinado al llegar a las islas Filipinas, tomando el mando

de la expedición Elcano. Tras llegar a las Molucas, siguió viaje hacia el oeste y pasó el cabo de Buena

Esperanza. Comprobó entonces que, según los cómputos marítimos llevaban un día de retraso por haber dado

la vuelta al mundo de Este a Oeste.

Tres años después entraba con la nao Victoria en Sanlúcar, confirmando con esta vuelta al mundo, la

esfericidad de la tierra.

13. Lutero y la Reforma.

Agustino y teólogo alemán que al oponerse públicamente a las indulgencias propuestas por el papa, dio a

conocer sus 95 tesis que dieron lugar a la reforma religiosa.

Su idea se basaba en reconocer como único fundamento de la iglesia las Sagradas Escrituras, rechazando todo

aquello que no estuviera en las mismas, aunque viniera de la autoridad eclesial. Su base doctrinal quedó

patente en la Confesión de Augsburgo en 1530 a raíz de la cual y a pesar de su disconformidad con la guerra,

se creó la Liga Smalkalda que luchó por defender la causa de Lutero.

Para frenar la expansión de esta corriente religiosa, Carlos V hizo convocar el concilio de Trento en el que se

establecieron las bases de la llamada reforma católica o contrarreforma.

Con la paz de Augsburgo de 1555, el protestantismo quedó oficialmente reconocido aunque más adelante dará

lugar a la guerra de los Treinta años, que separaría Europa en dos bandos, católicos y protestantes.

“El camino hacia la Guerra de Esmalcalda (1546-1547)”

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En 1517 Martín Lutero, monje agustino, doctor en teología y profesor de lectura de la biblia en la universidad

de Wittenberg, presentó en una carta sus quejas sobre la situación de la iglesia católica al arzobispo y príncipe

elector Alberto de Maguncia. Sus críticas aludían sobre todo al abuso de la venta de indulgencias. La gente

pensaba, según Lutero, que solo con la compra de suficientes indulgencias podría librarse del purgatorio ya

que el dinero de su venta estaba destinado a roma, aparentemente para una buena obra, es decir, para la

construcción de la catedral de San Pedro. Esta carta fue, sin embargo, el desencadenante de una controversia

religiosa que acabaría dividiendo a la cristiandad; controversia que, a su vez, acabaría sirviendo como bandera

de intereses políticos diversos en un conflicto que cambió la historia para siempre.

14. Carlos V.

Nacido en Gante, Carlos I heredó en 1517, de sus abuelos maternos Castilla, Aragón, Nápoles y los territorios

americanos, y de sus abuelos paternos, la Borgoña y Austria y los Países Bajos.

Tres años después sería nombrado emperador del sacro Imperio al tiempo que se desata en España el problema

de las germanías y el movimiento comunero.

Obsesionado con la idea de restaurar el viejo imperio sacro romano bajo una fe universal, buscó la alianza con

el papado.

Tres fueron los enemigos de su reinado: Francia, los protestantes, y los turcos.

Con Francia entablará una guerra tras otra durante más de cuarenta años por la hegemonía de la casa de Austria

sobre la de los Valois. Con los príncipes alemanes intentará solucionar el problema de la reforma, impulsando

el Concilio de Trento que llegó demasiado tarde. Contra los turcos no logrará dejar el problema resuelto

traspasándolo a su hijo y heredero Felipe II.

En su herencia se desprendió de los Países Bajos y del título imperial a favor de la rama austriaca de los

Habsburgo, pero dejó consolidada la posición española en los territorios italianos y en el nuevo continente.

16. Calvinismo.

Seguidor de la reforma de Lutero, Calvino fue más extremista que este e inició en Suiza una reforma más

drástica, basada en las Escrituras pero reduciendo los sacramentos a dos, bautismo y comunión. Abogó

también no sólo por la idea espiritual que proclamaba Lutero sino por la necesidad de organizar la iglesia,

estableciendo 4 ministerios o jerarquías: los pastores, que deben predicar y administrar el bautismo, los

diáconos encargados de la acción social, los doctores responsables de la enseñanza y los presbíteros delegados

por municipio que se ocupaban de los asuntos disciplinares.

El calvinismo puro sólo llegó a implantarse en Ginebra, pero fue la variante protestante más dinámica y más

comprometida con la lucha de los insurgentes y los campesinos contra la nobleza y los burgueses.

17. Concilio de Trento.

Como respuesta a la expansión de la reforma luterana, los padres de la iglesia se reúnen en Trento buscando

la reforma que necesitaba la iglesia católica. El Concilio que duró con diversas paradas, 18 años, decretó que

las fuentes de la fe católica eran las Sagradas Escrituras y la tradición, que los sacramentos eran siete, se editó

un nuevo Catecismo y la Vulgata, se fijó el índice de libros prohibidos y se creó la Inquisición.

Esta reacción fue llamada Contrarreforma y sus defensores se fijaron como objetivos, el reforzamiento del

papado y de la iglesia católica, la reconquista de los países en manos de los protestantes y sobretodo detener

la herejía con el tribunal de la Inquisición.

18. Paz de Augsburgo.

Con la paz de Augsburgo firmada en 1555 se pone fin al enfrentamiento entre Carlos I y los príncipes

alemanes, reconociendo el primero el principio de libertad religiosa con el célebre lema “cuius regio, eius

religio”. Los príncipes obtenían así el derecho de imponer a sus súbditos, su propia religión También se

anulaba la secularización de los bienes de la iglesia en los años precedentes.

19. Pacificación de Gante.

La muerte de Requesens como gobernador de los Países Bajos en 1575 deja estos territorios sumidos en un

terrible caos. Se produce el saqueo de la ciudad de Amberes y los seguidores de Felipe II son expulsados del

Consejo de estado. Las provincias flamencas se unen entonces a Holanda y Zelanda firmando la Pacificación

de Gante, contra la opresión española. Con este pacto pretendían expulsar a los soldados y funcionarios

españoles y restablecer la antigua autonomía de las ciudades y la soberanía de los Estados Generales. Era el

intento de crear un estado nuevo, intento que se verá abortado por el nombramiento de Don Juan de Austria

como nuevo gobernador de las Países bajos.

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20. Paz de Vervins y Edicto de Nantes.

Tras el largo periodo de las guerras de religión en Francia, se extingue la dinastía de los Valois, y es nombrado

heredero Enrique de Borbón. Esta decisión es aprovechada por Felipe II para iniciar de nuevo los

enfrentamientos contra la monarquía francesa, utilizando como excusa el que el nuevo rey no era católico. En

realidad, Felipe II pretende hacer valer los derechos dinásticos de su hija Isabel Clara Eugenia como reina de

Francia, por ser su madre Isabel de Valois ya fallecida.

Sin embargo Enrique abjura de su religión y con su célebre frase “París bien vale una misa” se convierte al

catolicismo, siendo proclamado rey como Enrique IV. Las pretensiones del rey español continuaban y

aprovechaba la situación para apoderarse de algunas posesiones francesas para canjearlas por la retirada de

sus demandas dinásticas.

Finalmente, aceptado el nuevo rey por la mayoría de los franceses, Felipe II decide zanjar la cuestión antes de

traspasar la corona a su hijo Felipe III, firmando en 1598 la Paz de Vervins que reconoce al nuevo rey francés.

Ese mismo año queda firmada la paz interna en Francia con la publicación del Edicto de Nantes en el que se

concede la total libertad de conciencia, se autoriza el culto calvinista excepto en París y se asegura la igualdad

de oportunidades para acceder a los cargos públicos y el retorno de los bienes secularizados. A diferencia de

otros edictos este si se cumplió tanto por parte católica como por parte calvinista aunque el paso de los años

irá mermando los derechos conseguidos hasta que el edicto es revocado por el rey Luís XIV, imponiendo con

el absolutismo, la unidad religiosa en Francia.

21. Galileo.

La revolución científica que tiene lugar en el siglo XVII se basaba en dos principales propuestas: la que

afirmaba que todo lo que ocurría en la naturaleza se podía explicar por las matemáticas y la que aseguraba que

la realidad solo podía ser entendida por la observación y la experiencia.

Junto a otros científicos geniales como Copérnico y Newton, Galileo, físico, matemático y astrónomo italiano,

defendió las teorías heliocéntricas de Copérnico aunque utilizó un lenguaje metafórico para explicarlas y

burlar así al tribunal de la Inquisición.

Construyó el anteojo que lleva su nombre y que utilizó para observar la luna, las manchas solares y para

descubrir los satélites mayores de Júpiter.

Es considerado por sus descubrimientos y por sus obras científicas uno de los padres del método experimental

y de la ciencia moderna.

22. Revolución científica.

El concepto de “revolución científica” se emplea para definir la trasformación de la sociedad occidental en su

paso de medieval a moderna, proceso que se inicia en el siglo XVI con Nicolás Copérnico. Esta trasformación

se debe si duda a un cambio de mentalidad hacia la naturaleza y de un nuevo pensamiento científico. Con

Galileo, la física adquirió el status de ciencia, necesario para el resto de las disciplinas que necesitaban de un

conocimiento científico. Con el siglo XVII se desarrollarán las técnicas necesarias para tener el control

racional de la experiencia y demostrar que pueden usarse los conceptos matemáticos para explicar los

fenómenos naturales.

24 Unión de Arrás y Unión de Utrecht. En plena revolución de los Países Bajos y bajo el gobierno de Luis de Requesens, se produce en 1576, la

proclamación de las provincias de Holanda y Zelanda de un poder político y militar único, que entregaron a

Guillermo de Orange. En noviembre, los católicos del Sur y los calvinistas del Norte llegaron a un acuerdo,

la Pacificación de Gante, por el que exigían la retirada de las tropas extranjeras.

Un año después bajo el mando de Juan de Austria tiene lugar unos tímidos intentos de negociación que no

dieron sus frutos. Su prematura muerte forzó el nombramiento en 1578, de un nuevo gobernador, Alejandro

Farnesio que fomentó la división entre el Norte, calvinista y democratizante, y el Sur, católico y nobiliario.

Por la Unión de Arras de 1579 las provincias del Sur (Artois, Henao y Douai) reconocieron el poder real y la

fe católica y poco después el gobernador prometía el respeto a las libertades tradicionales. Las siete provincias

calvinistas del Norte (Holanda, Zelanda, Frisia, Güeldres, Utrecht, Overijsel y Groninga) se confederaron en

la Unión de Utrecht (1579), oponiéndose a la soberanía española y declarándose independientes.

25 Paz de Câteau-Cambrésis.

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En 1559 se firma el tratado de Câteau-Cambrésis por el que Francia renunciaba a varios territorios italianos

pero recuperaba San Quintín y conservaba Calais. Se concertó también la boda de Felipe II con Isabel de

Valois con la que se zanjaba el enfrentamiento histórico de los Habsburgos y los Valois.

26. Paz de Westfalia.

La Paz de Westfalia en 1648 pone fin a la guerra de los Treinta años que enfrentó a casi todas las potencias

europeas del momento, con un triple trasfondo religioso, político y hegemónico. Tras las distintas etapas que

afectaron sucesivamente a Bohemia, Dinamarca, Suecia y Francia, la paz o tratado de Westfalia se fraguó

gracias al abandono de Francia para hacer frente al problema de las Frondas, y dará lugar a un nuevo mapa

europeo. El Sacro Imperio verá modificado no sólo su estructura sino también s organización política y

religiosa al suprimirse los poderes político, jurídico y religioso del emperador. Se pierde el poder de la Dieta

imperial y se reforzó el poder de los príncipes alemanes. Suecia y Francia se incorporaron como miembros

activos del Sacro Imperio. Suecia será la nueva potencia en el Báltico y Francia proseguirá su conflicto con

España obligando al emperador a mantenerse neutral. En el plano religioso se reconocen los derechos de los

calvinistas.

Se puso fin también a la guerra de independencia de las Provincias Unidas, reconociendo España como estados

libres a las siete provincias del norte. También se declara la independencia de Suiza.

27. Pax Hispánica.

Los primeros 20 años del siglo XVII bajo el reinado de Felipe III, serán conocidos como los años de la Pax

Hispánica. Tras poner fin a las guerras de religión con Francia con la Paz de Vervins de 1598 que solucionaba

también la cuestión sucesoria de Enrique IV, se obtiene también la paz con Inglaterra en 1604 tras la sucesión

de Isabel I por Jacobo I.

Se iniciará entonces en 1609 una tregua de 12 años con los Países Bajos y la monarquía española acuerda los

matrimonios del heredero Felipe IV con Isabel de Borbón y de la infanta Ana Mauricia con Luis XIII.

Resurge en cambio a tensión en el mediterráneo por la cuestión turca y finalmente se expulsa a los moriscos

en 1614.

Este largo e inusitado período de paz se rompe cuando el emperador Matías, en la crisis de Bohemia reclama

ayuda a su sobrino Felipe IV en la llamada Guerra de los Treinta años.

28. Oliver Cromwell (1643-1658).

Accedió a la política a través del parlamento, procedente de la “gentry” o nobleza rural y tuvo un papel

decisivo en la llamada primera revolución inglesa contra el poder real, que supuso el aniquilamiento del

Antiguo Régimen y la instauración del nuevo orden burgués.

A la muerte de Carlos I, Cromwell fue elegido por el parlamento para hacerse cargo de la ambigua situación

derrotando a los partidarios de los Estuardos y del heredero Carlos II. Abolió el Consejo de Estado y la Cámara

de los Lores y se tituló Lord Protector en 1653, en la incipiente república. En política exterior apoyó a

Mazarino contra la corona hispana. A su muerte le sucedió su hijo Ricardo sin alcanzar su autoridad y eficacia.

30. Paz de los Pirineos y Paz de Oliva.

Después de firmarse la Paz de Westfalia en 1648, el conflicto entre Francia y España continua por la

recuperación de Cataluña y las plazas italianas perdidas en la Guerra de los treinta años. Barcelona pudo ser

tomada en 1652 y aunque no se pudo recuperar Arrás, los éxitos de las tropas españolas forzaron una acuerdo,

que no les fue favorable por intervenir Cromwell a favor de Francia.

La paz de los Pirineos firmada en 1659 entre Francia y España, consolidó la hegemonía de Francia en

detrimento de España que perdió definitivamente, además de varias plazas menores, los territorios del

Rosellón y la Cerdeña. En esta misma paz se acordó el matrimonio de Luís XIV con la hija de Felipe IV,

María Teresa, que renunció a sus derechos sobre la corona española. Irónicamente, la corona española fue a

parar unos años después a Felipe V, nieto de Luis XIV, provocando el cambio de dinastía de los Austrias por

los Borbones.

También se reanudó el conflicto del Báltico tras la paz de Westfalia, tras ser invadida Dinamarca en 1654 por

el rey sueco Carlos Gustavo y ocupar parte del territorio polaco incluida Varsovia. El soberano polaco

enfrentado también con Rusia tiene que recurrir a las Provincias Unidas y al emperador Leopoldo I y con el

apoyo de Francia fuerza la Paz de Oliva en 1660 conocida también como Paz del Norte, en la que Dinamarca

es la gran perdedora quedando relegada a un segundo puesto en el Báltico, pasando a detentar la hegemonía

Suecia.

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31. Expansión colonial holandesa.

Durante el siglo XVII las Provincias Unidas, sobre todo Holanda, vivieron un enorme crecimiento económico.

Aunque las condiciones naturales de su territorio eran poco favorables para la agricultura, se desecaron

grandes extensiones que permitieron el cultivo de cereales y la creación de prados para criar vacas lecheras.

La actividad industrial alcanzó un gran desarrollo, básicamente en el ámbito textil y en la talla de diamantes.

Sin embargo, los grandes ejes de la prosperidad económica hay que buscarlos en la pesca en el Mar del Norte,

en el comercio marítimo y en la banca. La Compañía de las Indias orientales, fundada en 1602, conquistó los

mercados asiáticos, desplazando a los portugueses y convirtiéndose en la dueña del tráfico de especias. Años

más tarde, en 1622 se creó la Compañía de las Indias occidentales, asentándose también en la cosa americana

y compitiendo con los españoles. El comercio terrestre también fue considerable. Los puertos de Ámsterdam

y Rotterdam recibían y distribuían mercancías de todo tipo. El Banco de Ámsterdam y la Bolsa de Comercio,

elementos clave del desarrollo económico holandés, fueron sin duda, los centros financieros más importantes

de aquella época.

32. Decadencia del imperio otomano.

El imperio otomano se extendía por tres continentes: África, Asia Menor y en Europa desde las orillas del mar

Egeo y el Mar Caspio hasta Hungría. Con Solimán el Magnífico, que muere a mediados del siglo XVI, alcanzó

la cima de la grandeza y el poder turco, pero ya en el siglo XVII a pesar de continuar siendo una gran fuerza

política y militar, comienzan los signos de debilidad y decadencia, motivado ante todo por la falta de capacidad

de los nuevos sultanes, que dejaron el gobierno en manos de sus visires.

Tras la caída del gran visir Solluku, el poder quedó en manos de las mujeres del harén, periodo que se conoce

como “sultanato de las mujeres” pasando a continuación el poder a un grupo de oficiales jenízaros, los Agas,

disgregándose en diversos grupos cada vez más enfrentados.

El salto de los europeos hacia Oriente limitó su supremacía en el tráfico de estas rutas con la consiguiente

reducción del comercio internacional. En el plano militar, el ejército otomano seguía aferrado a los formas

antiguas de combate, mientras Europa ensayaba nuevas técnicas y armamento, puesto en práctica en la reciente

Guerra de los 30 años, con una nueva artillería más ligera y móvil.

A pesar de todo ello a mediados del siglo XVII, el ejército otomano inicia la gran guerra del mediterráneo

intentando la conquista de Creta, una guerra de desgaste que durará 24 años.

En el siglo XVIII, los enemigos del pueblo otomano siguen siendo los Habsburgo, a los que se unen Venecia

y posteriormente Rusia, tras el segundo intento de sitiar Viena, intentando recuperar Hungría, Serbia y los

Balcanes, un enfrentamiento intermitente que finaliza con la paz de Jassy 109 años después, en 1792. Con esta

derrota los otomanos dejaron de estar presentes en Europa.

Su decadencia no es sólo militar sino también económica, industrial y cultural ya que ante el avance imparable

de los estados europeos en el siglo XVIII, el imperio otomano permanece cerrado y aferrado a su religión, no

relacionándose salvo para firmar tratados, con los gobernantes europeos. Este aislamiento y desconocimiento

de la realidad europea será una característica básica de la mentalidad otomana que le hará frenar e iniciar su

periodo de decadencia.

33. Regalismo.

La tendencia absolutista de las monarquías modernas llegó a plantear la potestad del poder real en los bienes

de la iglesia, contrarrestando el inmenso poder del clero en la economía, la política y la sociedad.

Esta postura intervencionista de los monarcas será la causa por ejemplo de la expulsión de los jesuitas de

España en el reinado de Carlos III.

35. Felipe II.

Felipe II de España, llamado «el Prudente» (Valladolid, 21 de mayo de 1527-San Lorenzo de El Escorial, 13

de septiembre de 1598), fue rey de España desde el 15 de enero de 1556 hasta su muerte, de Nápoles y Sicilia

desde 1554 y de Portugal y los Algarves —como Felipe I— desde 1580, realizando la tan ansiada unión

dinástica que duró sesenta años y rey de las Indias. Fue asimismo rey de Inglaterra e Irlanda jure uxoris, por

su matrimonio con María I, entre 1554 y 1558, Duque de Milán; Soberano de los Países Bajos y Duque de

Borgoña.

Hijo y heredero de Carlos I de España e Isabel de Portugal, hermano de María de Austria y Juana de Austria,

nieto por vía paterna de Juana I de Castilla y Felipe I de Castilla y de Manuel I de Portugal y María de Aragón

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por vía materna; murió el 13 de septiembre de 1598 a los 71 años de edad, en el monasterio de San Lorenzo

de El Escorial, para lo cual fue llevado desde Madrid en una silla-tumbona fabricada para tal fin.

Desde su muerte fue presentado por sus defensores como arquetipo de virtudes, y por sus enemigos como una

persona extremadamente fanática y despótica. Esta dicotomía entre la Leyenda Blanca o Rosa y Leyenda

Negra fue favorecida por su propio accionar ya que se negó a que se publicaran biografías suyas en vida y

ordenó la destrucción de su correspondencia. La historiografía anglosajona y protestante lo ha calificado como

un ser fanático, despótico, criminal, imperialista y genocida minimizando sus victorias hasta lo anecdótico y

magnificando sus derrotas en exceso. Basta como ejemplo la pérdida de una parte de la Armada Invencible —

cuya verdadera denominación era la Grande y Felicísima Armada— debido a un fuerte temporal, que fue

transformada en una victoria inglesa.

Su reinado se caracterizó por la exploración global y la expansión territorial a través de los océanos Atlántico

y Pacífico, llevando a la Monarquía Hispánica a ser la primera potencia de Europa y alcanzando el Imperio

español su apogeo, convirtiéndolo en el primer imperio mundial ya que, por primera vez en la historia, un

imperio integraba territorios de todos los continentes del planeta Tierra.

36. Isabel I de Inglaterra.

Isabel I de Inglaterra (1558-1603), hija de Enrique VIII y su segunda esposa Ana Bolena, accedió al trono tras

la muerte sin descendencia de su hermanastra María Tudor. En un contexto internacional de hegemonía

española y guerras de religión y en un contexto interno de lucha entre las facciones católica y protestante de

la aristocracia, la reina tuvo que hacer frente a los problemas dinástico y religioso para consolidar su autoridad.

Dado que cualquier opción de matrimonio podría provocar conflictos entre las facciones enfrentadas, Isabel

I, que estaba soltera y sin descendencia, decidió resolver el problema dinástico declarando que su matrimonio

era una prerrogativa regia y que, por lo tanto, no podía someterse a discusión parlamentaria. En el fondo,

Isabel I temía perder el control político: su matrimonio con un noble inglés enfrentaría a las facciones rivales

y su matrimonio con un príncipe extranjero vincularía la política inglesa a otra potencia, teniendo en cuenta

además que María Estuardo de Escocia también reclamaba el trono inglés como descendiente de Enrique VII.

Finalmente, Isabel I murió soltera, lo que le valió el apodo de “reina virgen”.

En 1559, el primer Parlamento convocado por Isabel I aprobó las Actas de Supremacía y Uniformidad, por

las que la reina era declarada “gobernadora suprema” de la Iglesia anglicana y se fijaban las normas litúrgicas

constitutivas de la misma. El papa Pío V respondió con la bula Regnan in Excelsis de 1570 (excomunión de

Isabel), que supuso la consumación de la ruptura de la Iglesia de Inglaterra con Roma. Frente a ella, Isabel

decidió afirmarse como referente de la Reforma, ofreciendo protección a otros movimientos antipapistas en

Europa (empezando por los Países Bajos). En 1587, aceptó la ejecución de María Estuardo de Escocia, lo que

precipitó la guerra con España (Armada Invencible de 1588).

El anglicanismo que se consolida con Isabel I es una nueva variante del protestantismo instaurada por voluntad

de la realeza inglesa, doctrinalmente más cerca del catolicismo que de las confesiones propiamente

protestantes, pero con una gran afirmación de independencia frente a Roma, como corresponde a los intereses

políticos que están detrás de ella.

Mantuvo gélidas relaciones con Felipe II, con quien libró una guerra que arruinó económicamente a ambos

países.

37. La batalla de Lepanto.

La batalla de Lepanto fue un combate naval de capital importancia que tuvo lugar el 7 de octubre de 1571 en

el golfo de Lepanto, frente a la ciudad de Naupacto en el golfo de Corinto situado entre el Peloponeso y Epiro,

en Grecia actual.

Se enfrentaron en ella la armada del Imperio otomano contra la de una coalición cristiana, llamada Liga Santa,

formada por el Reino de España, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la

República de Génova y el Ducado de Saboya. Los cristianos resultaron vencedores, y se salvaron solo 30

galeras turcas. Se frenó así el expansionismo turco por el Mediterráneo occidental.

Felipe II le encarga la misión de dirigir la batalla a un Joven Don Juan de Austria (comandante supremo de la

flota), tutelado por Don Luis de Requesens y secundado por otros grandes militares y marinos como Alejandro

Farnesio, Don Álvaro de Bazán, el almirante García de Toledo y el genovés Andrea Doria entre otros.

Coordinar una gran flota como esta era ardua tarea pero Don Juan de Austria lo consiguió y todo salió bien

pase a toda clase de inconvenientes.

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Esta batallas se inmortalizó por el bando cristiano como una milagro, pero no fue así ya que en poco tiempo

la armada otomana se rehízo y recupero su poder, pero fue la primera vez que se les pone freno a los turcos

en el mediterráneo.

En esta batalla participó Miguel de Cervantes, que resultó herido, y perdió la movilidad de su mano izquierda,

lo que valió el sobrenombre de «manco de Lepanto». Este escritor, que estaba muy orgulloso de haber

combatido allí, la calificó como «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan

ver los venideros».

- 2: persecución del judaísmo.

Estimados profesores, si la religión católica ha perseguido al pueblo judío, o a su religión, ¿por qué esos

mismos católicos se identificaban con los antiguos reyes de Israel? Por ejemplo, la expulsión de los judíos de

España por los reyes católicos y la construcción en El Escorial de las esculturas de David y Moisés por parte

de Felipe II, con las que se identificaba a sí mismo y a su padre. No comprendo ese odio y a la vez esa

admiración. Ruego me disculpen si este no es el foro adecuado y les pido que por favor me respondan. Muchas

gracias y reciban un cordial saludo.

20/01/15

- 2: Re: persecución del judaísmo (respuesta a 1).

Estimado Tomás,

Lo que preguntas sin duda sobrepasa mis atribuciones, pero intentaré contestarte lo mejor que pueda.

En primer lugar estas confundiendo dos cuestiones, y metiendo en un mismo saco la religión, con el origen e

historia del pueblo judío. Es lógico que el cristianismo, actual o del pasado, identifique elementos de la cultura

y religión judía y los incluya como propios, al venir el cristianismo de ahí. Eso no nos debe sorprender, al

igual que el continuo uso de símbolos.

Tampoco creo que se haya perseguido al pueblo judío en sí (cultura o raza), sino su a religión, ya que buena

prueba de ello es el gran número de conversos que hubo en España. Estos se quedaron, y de los cuales

descendemos también los españoles. Los conversos solo eran perseguidos sí realmente se comprobaba que no

se habían convertido de manera sincera y seguían profesando su antigua fe.

En la Edad Moderna el “odio al judío” estaba profundamente cimentado en las clases sociales más humildes,

que veían (o eran guiados a ver) en los judíos un enemigo, y personas que se enriquecían “ilícitamente” (según

el cristianismo) de prestar dinero a los demás. En general las comunidades judías podían contaron con cierta

pujanza económica que desató muchas envidias y un odio que iba más allá de la religión, sobre todo en

pequeñas sociedades que en ocasiones canalizaban su odio sin ningún criterio, y muy especialmente hacia los

diferentes.

Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

- 3: Re: Pax Hispánica (respuesta a 1).

Estimado Pablo,

El concepto de Pax hispánica es una expresión historiográfica, y como indica el nombre hace referencia a

España. En concreto a una parte del período de hegemonía española, la caracterizada por su política exterior

más pacifista, que se limitó al periodo entre 1598 y 1621, correspondiente al reinado de Felipe III y su valido

el Duque de Lerma. Realmente la Pax Hispánica es un proceso que se inicia en 1598 con La paz de Vervins

con Francia. Continúa con el tratado de Londres de 1604, que puso fin a la guerra anglo-española de 1585-

1604. Y que realmente está en su máximo apogeo en 1609, con el inicio de la tregua de los doce años, que

puso un paréntesis en la guerra de los ochenta años con Holanda. Entonces España por fin contempla un

periodo de relativa paz que durará poco, hasta la llegada de Felipe IV y su valido Olivares (1621).

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En cuanto a los puntos a tratar serían los que comprenden a la España de ese periodo, y a ese proceso de paces.

Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

8: Ampliación de la Reserva Eclesiástica tras Paces de Westfalia.

Hola buenos días.

En las paces de Westfalia se amplía la Reserva Eclesiástica (paz Augsburgo 1555) sobre señoríos protestantes

y católicos.

Según la misma Si un príncipe que ocupa un cargo eclesiástico católico y se convierte al luteranismo no puede

apropiarse de los bienes de la iglesia católica y hacerlos hereditarios de su "familia". Solo admitiéndose

secularizaciones anteriores a 1552.

Mi duda es la siguiente:

La ampliación de la Reserva Eclesiástica sobre señoríos católicos y protestantes, incluida en la Paz de

Westfalia, ¿qué quiere decir? ¿Que también se admiten secularizaciones de bienes luteranos por parte de

católicos? y si es así ¿a partir de qué fecha? Agradezco de antemano su atención. Reciba un cordial saludo

12 Dic 2014, 09:49

- 8: Re: Ampliación de la Reserva Eclesiástica tras Paces de Westfalia (respuesta a 1).

Estimado Cristian,

Antes de la paz, los príncipes eclesiásticos, como por ejemplo el elector arzobispo de Colonia, se convertían

al protestantismo y se negaban a renunciar sus dominios temporales. Algo que provocaba numerosos

conflictos.

En las disposiciones de la Paz de Westfalia, subsistió la reserva eclesiástica, pero fueron reconocidos los

derechos de los protestantes, haciéndose extensivos a los calvinistas, manteniéndose como válidas las

secularizaciones anteriores a 1624.

Tras Westfalia, un alto tribunal de justicia del Imperio quedaba constituido con igual número de jueces

protestantes que católicos, siendo su misión principal regular estas cuestiones. Pero como suele ocurrir, los

católicos siempre se quejaban de la pérdida de los bienes de la Iglesia; y los protestantes, por el mantenimiento

de la reserva eclesiástica, que no les permitía adquirir nuevos bienes. La medida nunca llegaría a satisfacer a

nadie. Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

TERMINO BISOÑO.

Estimado Fernando,

No hay ningún problema por preguntar. También te indico que en los Centros asociados deben poner el nombre

y la facultad de los profesores que asisten, si bien es bastante difícil que coincida que haya uno de todas las

facultades.

Yo sólo puedo decirte a nivel particular (y sin miedo a revelar ningún secreto, o publicar donde estarán los

demás) que la primera semana atenderé el tribunal de Soria, y la segunda semana en Pontevedra. Mucha

casualidad sería que estuvieras en uno de ellos.

Como buen conocedor que soy de los Tercios, te diré que efectivamente se les llamaba así por preguntar. El

término Bisoño viene de Italia, de cuando las tropas españolas llegaban a reforzar las guarniciones estables

de Milán, Nápoles o Sicilia. Al desembarcar los jóvenes españoles recién alistados solían pasar necesidades,

por lo que una de las primeras palabras que aprendían para comunicarse con la población autóctona era el

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verbo italiano necesitar (Bisogno), que empleaban para intentar conseguir pan, agua o cualquier otro elemento

indispensable. Con el tiempo el término se españoliza fonéticamente hasta la fórmula actual, Bisoño, que

significa un recluta nuevo.

Nunca está de más aprender de donde vienen algunas cosas...

Un cordial saludo y mucho ánimo, Antonio J. Rodríguez

- 19: Re: Demografía antigua (respuesta a 1).

Estimado Fernando,

Un comportamiento demográfico antiguo, era el propio de los siglos XVI y XVII, y también del pasado.

Presentaba los siguientes rasgos: Un escaso crecimiento vegetativo, condicionado por altas tasas de natalidad,

pero con altas tasas de mortalidad, especialmente infantil; y la continua aparición de epidemias catastróficas

ante la falta de medidas higiénicas, y médicas.

Además, existía un inestable equilibrio entre la población y los recursos. El elemento regulador de la

demografía era la mortalidad, estrechamente relacionada con la dependencia de una economía de carácter

agrícola. Periódicamente se producían crisis de subsistencias desatadas por el encadenamiento de malas

cosechas, produciéndose hambrunas, enfermedades, epidemias….

A partir del siglo XVIII estos esquemas empiezan a cambiar, evolucionando este modelo en varias zonas de

Europa como Inglaterra, Francia, Holanda,… en donde el incremento de los excedentes alimentarios y la

mejor nutrición, conllevarían a la disminución del ciclo del hambre, epidemias y muerte. Otro factor que

influyó, aunque de manera todavía limitada, fue el tímido progreso de la medicina.

Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

- 21: Re: Guerras en Italia (1494-1516) (respuesta a 1)

Estimado Pablo,

Ya se ha producido el primer examen y los foros de preguntas están cerrados. Aun así te diré que debes ser

menos puntilloso sobre ese aspecto, ya que en esos momentos los Trastámara y Habsburgo eran aliados y

estaban confluyendo en una rama familiar: los Austrias españoles. Si bien esto es así, ambas familias tenían

pretensiones sobre Italia: La rama Aragonesa sobre el sur de Italia, y los Habsburgo sobre el norte de Italia,

en lugares como Milán, ya que esta región formaba parte del Imperio.

Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

La Guerra de los Treinta Años.

FLORISTAN

16. B. J. García: “La Guerra de los Treinta Años y sus conflictos asociados”

16.1. La Pax Hispánica (1598-1618)

16.1.1. La Europa de las pacificaciones: la balanza de las potencias.

Las guerras libradas durante el reinado de Felipe II (1556-1598) habían generado un importante desgaste

humano y financiero tanto en la Monarquía Hispánica como en las demás potencias beligerantes, que deseaban

abrir un período de estabilidad. Felipe III (1598-1621) accede al trono con el propósito de iniciar un proceso

de pacificación y contener el declive de la Monarquía Hispánica. De ahí que en sus primeros años de reinado

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firme las paces con Francia (Vervins, 1598) e Inglaterra (Londres, 1604) y la Tregua de los Doce Años con

las Provincias Unidas (1609). La Pax Hispánica (1598-1618) es en realidad un período de “guerra fría”, que

no resuelve los antiguos problemas sino que tan solo los posterga por razones de agotamiento militar y

financiero. Felipe III fomentó formas más rentables de hostigamiento sobre sus enemigos: embargos

comerciales, impuestos aduaneros y la militarización del estrecho de Gibraltar (para dificultar el comercio de

los países del norte de Europa con el Mediterráneo). Con todo, España aprovechó este período de relativa

calma para retomar la política mediterránea (lucha contra el infiel) y el debate sobre la reforma de los reinos

peninsulares.

La Paz de Vervins de 1598, que ponía fin a la intervención española en las guerras de religión francesas y

cedían la soberanía de los Países Bajos a la infanta Isabel Clara Eugenia, puede considerarse realmente un

éxito de la diplomacia pontificia. Clemente VIII contribuyó a restablecer la situación acordada entre Francia

y España en Câteau-Cambrésis (1559), reforzando así la autoridad temporal de la Santa Sede en Italia, cuyos

dominios se ampliaron con la incorporación de Ferrara a los Estados Pontificios.

Se produce también un cambio decisivo en la estrategia de la guerra naval que se libraba contra ingleses y

holandeses en el Atlántico. En 1599, una expedición militar holandesa al mando de Van der Does saqueó la

ciudad de Las Palmas de Gran Canaria y la isla de La Gomera. Felipe III respondió enviando contingentes

militares en apoyo de la revuelta católica de Irlanda, que acabó con la derrota de las tropas españolas e

irlandesas en 1602. No obstante, los ingleses se vieron obligados a reforzar su presencia militar en Irlanda, lo

que favoreció la negociación de la paz con Inglaterra en vísperas de la sucesión de Isabel I. La Paz de Londres

de 1604, sobre una base de tolerancia religiosa y apertura comercial, privó a las Provincias Unidas de una

importante asistencia militar y financiera directa y facilitó las comunicaciones navales españolas con los

Países Bajos a través del Canal de la Mancha.

Tras reforzar las relaciones en el seno de la dinastía Habsburgo (mediante los dobles matrimonios de Felipe

III con Margarita de Austria y de la infanta Isabel Clara Eugenia con el archiduque Alberto de Austria, que

gobernaba los Países Bajos españoles desde 1595), Felipe III ratificó la cesión de soberanía y convocó la

Conferencia de Blogne (1600) para tratar sobre la pacificación de los Países Bajos (participaron

representantes de España, Francia, Inglaterra, Flandes y las Provincias Unidas). Después de algunas batallas,

llegó la Tregua de los Doce Años (1609-1621), cuyo articulado reconocía de facto la independencia de las

Provincias Unidas, pero no incluía cláusulas que defendiesen el culto católico en las provincias rebeldes ni

que frenasen la expansión de la recién creada Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Se posponía así

la solución del verdadero conflicto de Flandes, con la esperanza de afrontarla más adelante en mejores

condiciones.

16.1.2. Desafíos a la quietud de Italia y crisis de la política de paz (1601-1617).

Una cuestión que había quedado sin resolver en el Tratado de Vervins era la posesión saboyana del

marquesado de Saluzzo. Por el Tratado de Lyon (1601), Saboya cedió a Francia sus territorios ultramontanos

(“Saboya francesa”) a cambio del marquesado de Saluzzo. Este tratado debilitaba la ruta terrestre que unía la

Lombardía española con el Franco Condado y Flandes, para el envío de dinero y hombres al frente flamenco.

Mediante una política de quietud, los gobernadores españoles de Milán mantuvieron el delicado equilibrio de

poderes en el norte de Italia, limitando el expansionismo de Saboya y abortando las intrigas de franceses y

venecianos. En cualquier caso, se mantenía una auténtica “guerra fría” entre España y Francia en la zona.

16.2. La Guerra de los Treinta Años (1618-1648)

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16.2.1. La guerra de las guerras: una interpretación más global

La expresión “Guerra de los Treinta Años” fue acuñada por Pufendorf en la segunda mitad del siglo XVIII,

para hacer referencia al conflicto bélico que asoló al Sacro Imperio entre 1618 y 1648 (el inicio estaría marcado

por la revuelta de Bohemia y la defenestración de Praga). Pero la nueva historiografía iniciada en la década

de 1970 nos ofrece una interpretación más amplia, hablando de una gran guerra europea con repercusiones y

escenarios en otros continentes.

La visión tradicional ha interpretado la Guerra de los Treinta Años como la última contienda confesional

europea entre la Reforma y la Contrarreforma, una vez agotado todo el potencial de la Paz de Augsburgo

(1555). Sin embargo, hoy tiende a considerarse que la religión fue básicamente un instrumento al servicio de

la propaganda política para movilizar las conciencias populares. En las alianzas confesionales que se forjan

en esta guerra, encontramos intereses políticos superiores que vienen determinados por otros conflictos:

dinásticos y sucesorios (como el de los Vasa en Polonia y Suecia), por rivalidades hegemónicas (como la de

Dinamarca/Suecia/Moscú por el Báltico o la de España/Francia) y por intereses económicos y estratégicos

(como los del dominio de los mercados del mar del Norte, del Mediterráneo y de los espacios coloniales

extraeuropeos).

Todos estos conflictos se hallaban estrechamente concatenados y por eso para su conclusión fue necesario

articular un nuevo sistema de conferencias de paz que desembocaría en la firma de los tratados de Westfalia

y daría lugar a un nuevo ordenamiento del mapa europeo.

Los principales factores desencadenantes fueron:

– Los conflictos que surgieron entre ciertos Estados que servían de frontera entre las grandes potencias y que

por ello resultaban esenciales para mantener el equilibrio político continental (el Palatinado, los ducados

renanos, Suiza, Bohemia, Brandeburgo, Transilvania, Saboya, etc.)

– La reanudación de la guerra de independencia de las Provincias Unidas.

– El grave conflicto constitucional del Imperio provocado por la renovada alianza dinástica de las dos ramas

de la Casa de Austria (Pacto de Praga de 1617, que suponía la renuncia formal de Felipe III a la sucesión

imperial en beneficio de Matías y Fernando II) y la confrontación civil entre los príncipes de la Liga Católica

y de la Unión Protestante, que socavó las bases de la Paz de Augsburgo (1555).

– El empeño de la Monarquía Hispánica por mantener el control de ciertas rutas estratégicas (entre la

Lombardía y Flandes, el Canal de la Mancha, las rutas atlánticas a las Indias Orientales y Occidentales y las

rutas del Pacífico en la fachada occidental de América).

– El expansionismo sueco, que relegará a Dinamarca y Polonia a un papel muy secundario en la política

europea.

Por último, en la Guerra de los Treinta Años se aprecian también tensiones sociopolíticas entre la implantación

del absolutismo regio y la defensa de los derechos jurisdiccionales (sobre todo en el Sacro Imperio, pero

también con brotes revolucionarios en Francia y España durante la década de 1640, que explicarán el papel

desempeñado por Gran Bretaña a raíz de sus guerras civiles).

16.2.2. La división confesional del Sacro Imperio: una frágil paz armada (1606-1617).

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Durante el último cuarto del siglo XVI, el protestantismo se expandió por territorios que había confirmado su

catolicismo con la Paz de Augsburgo de 1555 (como los territorios patrimoniales de los Habsburgo), Bohemia

y Hungría. En 1606, tuvo lugar la revuelta de Donauwörth (ciudad imperial adscrita al círculo de Suabia),

donde se respetaba la convivencia de los cultos católico y luterano. El duque de Baviera intervino militarmente

y se apropió de la ciudad. Esto provocó la formación de dos coaliciones: la Unión Protestante (liderada por el

elector Federico IV del Palatinado y con el apoyo de la República de las Provincias Unidas y de Inglaterra) y

la Liga Católica (liderada por el duque de Baviera y los tres príncipes electores eclesiásticos [Tréveris,

Maguncia y Colonia] y con el apoyo de España).

16.2.3. La ofensiva católica: hacia una Pax Austriaca (1618-1628).

El reino de Bohemia constituía una pieza clave en la estabilidad de la Casa de Austria en el Sacro Imperio (al

asegurar la supremacía católica y la frontera con el Imperio Turco). El rey de Bohemia era príncipe elector

desde 1356 y contaba con recursos financieros mucho mayores que los que proporcionaban el reino de Hungría

y los Estados patrimoniales de los Habsburgo.

Fernando II de Habsburgo fue proclamado rey de Bohemia en 1617 y emperador en 1619. Aplicó una política

religiosa intransigente, declarando su voluntad de suprimir la “Carta de Majestad” (otorgada en 1609 por el

también rey de Bohemia y emperador Rodolfo II, concediendo la libertad religiosa a los bohemios). La

oposición (pequeña nobleza y alta burguesía) se sublevó en la llamada “defenestración de Praga” (1618). De

inmediato se formó una confederación de todos los territorios de la corona bohemia sobre los principios de la

Carta de Majestad, garantizando la libertad religiosa. Estalló la guerra civil entre la Unión Protestante y la

Liga Católica. En 1619, los Estados Generales de Bohemia depusieron a Fernando y eligieron al elector

calvinista del Palatinado. El ejército católico derrotó finalmente a los rebeldes en la batalla de la Montaña

Blanca (1620). La derrota de los rebeldes dio lugar a la implantación de una absolutismo patrimonialista y

católico en Bohemia. Las tierras de los rebeldes fueron expropiadas y el protestantismo fue perseguido. Se

promulgó para Bohemia una nueva “Forma de Gobierno” (1628), que la convertía en corona hereditaria para

la dinastía de los Habsburgo y limitaba el poder de los Estados Generales. Esto también reforzó el absolutismo

en los Estados patrimoniales de los Habsburgo.

16.2.4. La guerra de independencia de las Provincias Unidas.

La última fase de la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648) fue la Guerra de Flandes (1621-1648), que

se convirtió en la escuela de armas de toda Europa (allí acudieron militares de carrera y soldados de fortuna

para aprender las últimas innovaciones en técnicas y estrategias de combate).

Durante la Tregua de los Doce Años (1609-1621), hubo varias negociaciones de paz, que no llegaron a buen

puerto por diversos motivos (expansión neerlandesa en el tráfico mediterráneo, bloqueo permanente de los

accesos marítimos de Amberes, apoyo flamenco a la piratería berberisca, progresiva penetración de la

Compañía de las Indias Orientales en las rutas y mercados coloniales portugueses de África y Asia, etc.)

Además, en Holanda existía el enfrentamiento ente arminianos (liderados por Oldenbarneveldt y partidarios

de la paz, para potenciar la expansión mercantil y colonial que estaban financiando las élites dirigentes de la

provincia de Holanda) y gomaristas (apoyados por la Casa de Orange e interesados en reanudar las

hostilidades). Oldenbarneveldt fue procesado y ejecutado por traición en La Haya en 1619.

La última fase de la guerra fue iniciada en 1621. Ahora la contienda se libra principalmente por medio de

asedios, multiplicándose además las medidas de presión sobre el adversario (embargos, bloqueos, corso y

contrabando). Se crea la Compañía de las Indias Occidentales, para desarrollar la expansión colonial

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neerlandesa en el Caribe, Brasil y Guinea, pero desde 1630 los holandeses comenzaron a ser desalojados de

todos estos territorios coloniales. En cambio, la Compañía de las Indias Orientales reforzó su presencia en

Extremo Oriente. En los Países Bajos, se produce la ofensiva del Ejército de Flandes. La toma de Breda (1625)

fue convertida por la propaganda española en una de las victorias más importantes del siglo. Los holandeses

la recuperaron en 1637 y los españoles volvieron a conquistarla en 1640. La batalla de las Dunas (1639),

librada frente a las costas inglesas del Canal de la Mancha, dificultó la posibilidad de asistencia militar y

financiera española directa a los Países Bajos meridionales. La toma de importantes plazas en Flandes por los

rebeldes dejó en una situación muy vulnerable a Amberes y Bruselas, propiciando la apertura de negociaciones

en 1645.

16.2.5. La invasión sueca y la crisis del bando imperial (1628-1634).

El emperador Fernando II promulgó el Edicto de Restitución (1629), que ampliaba la Reserva Eclesiástica de

1555 al imponer el restablecimiento de todas las tierras eclesiásticas secularizadas desde 1552. Esto suscitó la

oposición de muchos príncipes alemanes y del propio Wallenstein (general católico de mucho éxito, que había

sido premiado por el emperador con diversos títulos nobiliarios). La Paz de Ratisbona entre el Imperio y

Francia (1630) retiró a los franceses de la lucha en el Sacro Imperio y forzó la destitución de Wallenstein.

Los suecos desembarcaron en Alemania en 1630, llegando a asentarse de manera permanente. En 1631, Luis

XIII de Francia se comprometió a enviar un subsidio anual al ejército sueco asentado en Alemania. Ese mismo

año los príncipes alemanes protestantes (liderados por Sajonia) promulgaron el Manifiesto de Leipzig, por el

que establecían una alianza defensiva tanto frente al emperador como frente a los invasores suecos. Pero la

penetración de los católicos en Sajonia les llevó a aliarse con el rey Gustavo Adolfo de Suecia. Por la batalla

de Breitenfeld (1631), los suecos ocuparon amplias zonas del oeste. Pero la batalla de Lützen (1632), en la

que murió Gustavo Adolfo, acabó con los grandes proyectos suecos.

Cuando estalló la guerra entre Polonia y Rusia (1632-1634), Suecia decidió replegar el grueso de sus tropas

desde el sur de Alemania hacia Prusia, para garantizar el control de estas posesiones en el norte. Aseguraron

su influencia en los círculos de Franconia, Suabia y Renania estableciendo con sus principados protestantes la

Liga de Heilbronn (1633).

Por la Paz de Praga entre el elector de Sajonia y el emperador (1635), el Edicto de Restitución quedó

suspendido y se prohibió el mantenimiento de ejércitos privados. El emperador buscaba un arreglo con sus

enemigos internos para expulsar a los suecos.

16.2.6. La guerra hispano-francesa: hacia una guerra total (1635-1659).

En 1635, Luis XIII de Francia declaró la guerra a la Monarquía Hispánica, aduciendo la necesidad de proteger

a su aliado el elector de Tréveris (apresado por tropas españolas) y aplacar la supuesta pretensión española de

invadir Francia (apoyando las aspiraciones al trono de Gastón de Orleans). Previamente, había organizado una

amplia red de alianzas contra los Habsburgo, incluyendo acuerdos con el ducado de Saboya, la Liga de

Heilbronn y las Provincias Unidas.

Los primeros años de la guerra fueron favorables a España, saldándose con una profunda penetración del

Ejército de Flandes en Francia. En 1636, las tropas españolas llegaron a las puertas de París. Pero Madrid

concedió prioridad al frente flamenco sobre el francés, lo que motivó la retirada paulatina de Francia. Entre

1637 y 1640, Francia respondió ocupando gran parte del ducado de Luxemburgo. En 1640, las sublevaciones

de Portugal y Cataluña minaron todavía más la capacidad de contraataque español. En 1642, el ejército francés

ocupó el Rosellón y derrotó al ejército español en Lérida. En 1643, se producen casi a la vez la muerte de Luis

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XIII y la derrota de Felipe IV en el norte de Francia (batalla de Rocroi de 1643). La última gran batalla de la

guerra hispano-francesa se desarrolló también en el norte de Francia y terminó también con la derrota de

Felipe IV (batalla de Lens de 1648).

Los suecos, al borde de la bancarrota, firmaron la Paz de Stumdorf (1635), renunciando a Prusia y evitando

así un nuevo conflicto con Polonia. Pero enseguida se recuperaron (toma de Leipzig tras la segunda batalla de

Breitenfeld de 1642). A continuación debieron hacer frente a una nueva guerra con Dinamarca (1643-1645),

que concluyó con la Paz de Brömsebro, muy favorable a Suecia, que se hizo con las islas de Ösel y Gotland y

convirtió a Dinamarca en un país cuya independencia solo podía asegurarse con el apoyo de otras potencias.

Entre 1646 y 1648, amenazaron Viena y Baviera y lanzaron un terrible ataque contra Praga cuando estaban a

punto de firmarse las paces de Westfalia.

Después de negociar las paces de Westfalia, que pusieron fin a la Guerra de Flandes, la Monarquía Hispánica

pudo concentrase en la recuperación de Cataluña (Barcelona se rindió tras la batalla de Montjuïc) y lanzar una

fuerte contraofensiva en Italia (recuperación de varias plazas que permitieron mejorar las comunicaciones

navales entre Nápoles y Milán) y Flandes (fracaso en el intento de recuperar Arrás). En 1654, los ingleses

declararon la guerra a la Monarquía Hispánica y se apoderaron de Jamaica. Varias derrotas en América entre

1657 y 1658 obligaron a la Monarquía a negociar la Paz de los Pirineos (1659).

16.2.7. Nuevas paces para Europa: Westfalia, los Pirineos y la Oliva (1648-1660).

Se conocen como Paz de Westfalia los tratados firmados en 1648 por el emperador germánico Fernando III

de Habsburgo con Francia (y sus aliados católicos) en Münster y con Suecia (y sus aliados protestantes) en

Osnabrück, que pusieron fin a la Guerra de los Treinta Años que había tenido lugar en el interior del Imperio

entre 1618 y 1648 (en principio por motivos confesionales, pero que se convirtió en una pugna acerca de la

constitución imperial y el sistema europeo de Estados). Estos tratados tuvieron importantes repercusiones en

toda Europa, suponiendo el triunfo del poder principesco sobre el poder imperial, la quiebra definitiva de los

poderes con afán universalista (tanto por parte del Imperio como por parte del Papado), la consumación de

la ruptura de la Cristiandad y la sustitución de la hegemonía española por un nuevo sistema europeo de Estados

basado en la secularización de la política internacional y la coexistencia de varias potencias (Francia,

Inglaterra, Suecia y las Provincias Unidas) recíprocamente limitadas por un principio de equilibrio. Las

disposiciones de los tratados de Westfalia pueden agruparse en función de su contenido religioso, jurídico-

constitucional y político:

– Desde el punto de vista religioso, se confirma la Paz de Augsburgo de 1555, pero extendiéndola a los

calvinistas, y los cambios de confesión serán tolerados por la autoridad (excepto en el Palatinado Superior y

en los territorios hereditarios imperiales, donde solo se admite la religión católica).

– En cuanto a las disposiciones jurídico-constitucionales, hay que destacar que las leyes y tratados imperiales

quedan sujetos a la aprobación de la Dieta y se reconoce el derecho a la libre alianza de los Estados imperiales

(excepto contra el emperador y el Imperio). Además, Baviera mantiene su condición electoral y el Palatinado

la recobra (de esta forma, se pasa de siete a ocho príncipes electores) y se crea un nuevo Estado imperial: el

Palatinado Inferior.

– Las disposiciones políticas, por último, consisten básicamente en un reparto de territorios que viene a

resolver las disputas territoriales de la guerra: Francia obtiene Alsacia meridional y conserva los tres obispados

de Lorena (Metz, Toul y Verdún); Suecia obtiene Pomerania Occidental (en la desembocadura del Óder) y el

ducado de Bremen (en la desembocadura del Elba), así como el derecho de asistencia y voto en la Dieta

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imperial; Baviera obtiene el Palatinado Superior, Sajonia y Lusacia; Brandeburgo obtiene Pomerania Oriental

y tres obispados (Halberstadt, Kammin y Minden); y la independencia y la neutralidad de la Confederación

Helvética y de las Provincias Unidas son reconocidas y garantizadas por todos los Estados.

Los tratados multilaterales de Westfalia fueron seguidos por una serie de tratados bilaterales que los

concretaron. Hay que destacar el firmado en 1648 entre la Monarquía Hispánica y las Provincias Unidas (Paz

de La Haya), que supuso el reconocimiento de las 7 provincias septentrionales de los Países Bajos como

República independiente. Seguía sin asegurarse la libertad de culto público católico en los Países Bajos. Por

primera vez y de forma explícita, la Monarquía Hispánica renunciaba a su teórico exclusivismo en el

continente americano, al reconocer a las Provincias Unidas el derecho a navegar y comerciar en aquellas tierras

que no estuviesen bajo control español.

Este tratado se extendió también a las áreas coloniales, al establecer un reparto de zonas de influencia entre

España y Holanda que trataba de evitar futuras injerencias francesas o británicas.

La Monarquía se comprometió a no ampliar sus posesiones en las Indias Orientales, conservando íntegramente

los asentamientos existentes en Filipinas.

La Paz de los Pirineos (1659) fue claramente favorable para los franceses. Francia obtuvo territorios en

Cataluña (el Rosellón y la Alta Cerdaña) y los Países Bajos (la provincia de Artois y una serie de plazas fuertes

desde Flandes hasta Luxemburgo), a cambio de no prestar ayuda a los rebeldes portugueses. Pese a todo,

Cataluña experimentó un nuevo dinamismo facilitado por la libertad comercial establecida en el tratado. El

acuerdo quedó garantizado por el matrimonio entre Luis XIV y María Teresa de Austria.

Poco después de los tratados de Westfalia, se reanudaron los conflictos en la Europa báltica. En 1654, Carlos

Gustavo X de Suecia invade Dinamarca. La Paz de la Oliva (1660) es desastrosa para Dinamarca, que pierde

su control exclusivo sobre los derechos arancelarios del Sund (compartidos ahora con los suecos) y queda

relegada a un papel secundario en el Báltico. Suecia obtendrá también la Livonia interior; Brandeburgo, la

Prusia oriental; Rusia conserva sus conquistas sobre Ucrania oriental y los antiguos territorios de la Orden

Teutónica.

Para terminar, hay que decir que la Monarquía Hispánica y el Papado se negaron a firmar los tratados de

Westfalia, sin duda por lo que suponían de quiebra de la hegemonía española y de la autoridad

pontificia sobre la política de los Estados, respectivamente. Sin embargo, en el marco de la Paz de Westfalia,

fue lograda también la Paz de La Haya entre la Monarquía Hispánica y la República de las Provincias Unidas.

Por lo demás, el descuelgue español de los tratados de Westfalia hizo que continuara la guerra entre España y

Francia (hasta la Paz de los Pirineos de 1659) y el expansionismo sueco hizo que se reanudaran temporalmente

los conflictos en la Europa báltica (hasta la Paz de la Oliva de 1660).

BIBLIOGRAFIA:

Diccionario de términos de Historia de España Edad Moderna, Ariel, Barcelona, 2014, Josefina castilla

Soto, Justina Rodríguez García.

Los Austrias 1516-1700, Critica, Barcelona, 2003, John Lynch.

Apuntes de EME.

Apuntes de Necrop.

Apuntes Nacho Seixo.