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27 PRImERa LEccIóN El problema Superar la corrupción El secreto de todos los secretos es la oscuridad y tú estás aquí para descubrirlo. Es una genialidad, un hallazgo, una revolu- ción… El método de la entrega en la oscuridad ha cambiado el sistema del tráfico de droga, ha cambiado la economía y ha cambiado el mundo. Es una idea muy simple, como todas las grandes ideas, pero con resultados imprevisibles: es la ma- nera de trasladar droga a toneladas utilizando como vector la economía legal. Para llegar a conocerlo y practicarlo, hay unos cuantos detalles poco conocidos que debes saber. ¿Has visto Pulp Fiction? Estábamos en plena guerra con- tra la droga cuando salió esa película y Tarantino había en- tendido una cosa que los estrategas de Bush ni se imagina- ban: cambiaba el mercado, la plaza de Estados Unidos se hallaba en plena crisis. Una vez apagada la sonrisa de Ro- nald Reagan, una vez ahogada la euforia en un viernes negro que hizo explotar la burbuja financiera de los años ochenta, una vez terminada la era del éxito obligatorio y de la borra- chera yuppie, ya sólo quedan legiones de cuarentones a los que han echado a patadas de los mecanismos de la riqueza fácil y de la obligatoriedad de alcanzar el éxito. Son muchos Duomo_mercado.indd 37 16/2/10 18:16:39

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PRImERa LEccIóN El problema

Superar la corrupción

El secreto de todos los secretos es la oscuridad y tú estás aquí para descubrirlo. Es una genialidad, un hallazgo, una revolu-ción… El método de la entrega en la oscuridad ha cambiado el sistema del tráfico de droga, ha cambiado la economía y ha cambiado el mundo. Es una idea muy simple, como todas las grandes ideas, pero con resultados imprevisibles: es la ma-nera de trasladar droga a toneladas utilizando como vector la economía legal. Para llegar a conocerlo y practicarlo, hay unos cuantos detalles poco conocidos que debes saber.

¿Has visto Pulp Fiction? Estábamos en plena guerra con-tra la droga cuando salió esa película y Tarantino había en-tendido una cosa que los estrategas de Bush ni se imagina-ban: cambiaba el mercado, la plaza de Estados Unidos se hallaba en plena crisis. Una vez apagada la sonrisa de Ro-nald Reagan, una vez ahogada la euforia en un viernes negro que hizo explotar la burbuja financiera de los años ochenta, una vez terminada la era del éxito obligatorio y de la borra-chera yuppie, ya sólo quedan legiones de cuarentones a los que han echado a patadas de los mecanismos de la riqueza fácil y de la obligatoriedad de alcanzar el éxito. Son muchos

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los que en el norte de Tijuana empiezan a saborear el fruto amargo del fracaso. Nosotros también estamos atentos a la demanda, claro: tenemos gente que se dedica a analizar las tendencias del consumo, igual que en todas las empresas, y sólo a un idiota se le habría ocurrido pensar en vender drogas excitantes a aquellos desgraciados que aún llevaban la cor-bata del año anterior. Ahora, en Estados Unidos hacen falta modelos más relajados, menos «triunfadores». Es momento de diversificar la oferta, de proponer alternativas y, probable-mente, también sedantes. Y mira tú qué pasa en la pantalla: en lugar de los sicarios con un montón de brillantina, pega-dos siempre a una raya de coca, que proliferaban en las pelí-culas de aquella época, aparecen Samuel Jackson y John Tra-volta, con traje hecho a medida y calma de profesionales, que sacan jeringuilla y goma hemostática como cualquier drogata de Nápoles o Marsella.

Sí, en ese periodo aparecen sustancias relativamente nue-vas, como las sintéticas tipo éxtasis (en realidad, ya las usa-ban los alemanes durante la primera guerra mundial) y se ponen otra vez de moda viejas glorias alucinógenas como el LSD, pero lo que de verdad nos piden la mayoría de los con-sumidores estadounidenses es la vieja heroína, la reina de los tranquilizantes. En los años noventa, la oferta de heroína aumenta en Estados Unidos en un 300 %, desde los guetos del sudeste hasta la clase media de las grandes metrópolis. Lógicamente, también la producción se adecua: resulta muy caro invertir en transporte desde Asia y, por otro lado, en esta parte del mundo la tierra también es buena, así que en Boli-via, Colombia, Guatemala, Perú y, sobre todo, México, brota por todas partes una plantita nueva: la amapola de opio, la adormidera.

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Cambian unas cuantas cosas, cambia el peso de organiza-ciones históricas que antes controlaban el tráfico y el refinado, se redimensionan también los italianos: ahora son los mexica-nos quienes inundan Estados Unidos de heroína y, en buena parte, han suplantado a los viejos padrinos.

¿Y la coca? Tiene que buscarse otras plazas o arriesgarse a la sobreproducción y a todos los problemas que cualquier comerciante sensato asocia a un almacén lleno de mercan-cía sin vender. Europa, pues, aunque no sea una plaza fácil, ya que en el Viejo Continente la cocaína se considera un pro-ducto de lujo, una especie de combustible para ciertas pres-taciones añadidas de los ricos.¿Queremos establecer un mer-cado de nichos? En los albores de la pasada década, invadirlo con una oferta masiva se convierte en una cuestión de super-vivencia. Hay que cruzar el Atlántico con cantidades nunca vistas, inventar estrategias inéditas. El sistema organizativo y logístico de la droga necesita perspectivas nuevas y reglas nuevas, así como también una profesionalidad nueva. Y es en esta fase cuando entran en juego aquellos a quienes en el mundillo se define como «sistemistas»: el núcleo del trá-fico al por mayor, formidables expertos en logística capaces de transportar la mercancía a toneladas y, al mismo tiempo, evitar no sólo las redes de la policía, sino también las «tra-bas burocráticas» con las que tropieza todo buen empresa-rio. Nosotros.

El mercado cambia y se adecua a las transformaciones glo-bales, pero es inmenso, ofrece aún grandes ocasiones a quien sabe organizarse. Las posibilidades son prácticamente infini-tas. A trabajar, pues.

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La guerra de los cárteles

El problema, por lo tanto, era la corrupción. Alrededor de 1986, quinientos kilos producidos en la selva del cártel de Cali en Co-lombia y trasladados al puerto de Buenaventura en camiones salían caros. Para empezar, tenías que tener a los transportis-tas en nómina. Pero además, también en el puerto tenías que pagar a decenas de aduaneros para que no hicieran preguntas. La mercancía, por ejemplo, se cargaba como era costumbre entonces: en un contenedor de café –nosotros los llamába-mos «barcazas»– que iba directo a las plazas de Los Ángeles o San Diego. En aquella época nadie se preocupaba mucho de la protección material de los cargamentos, nadie pensaba de verdad en utilizar sustancias para despistar el olfato de los perros, ni en opacantes para burlar los densitómetros: no era tan importante esconder bien la mercancía. La metías dentro de los sacos de café y listos. No hacía falta porque, al fin y al cabo, en el puerto de Los Ángeles o San Diego ya tenías a tu gente: policías, sobre todo, perros incluidos. Ah, ¿no lo sabes? Nosotros controlábamos la mayoría de las granjas de adiestra-miento para perros antidroga en el Caribe. Tiene gracia, ¿no? Es verdad, entregábamos de buena gana nuestros mejores ani-males a la policía. Les regalábamos los perros que tenían que interceptar nuestra droga.

Así son las cosas.Policías, pues, pero en el destino también necesitabas agen-

tes de carga, transportistas, y aduaneros. Yanquis, ¿eh? Tenien-tes y capitanes en nómina: los maderos azules de Estados Uni-dos son gente cara, mucho más cara que un cholo colombiano, ni que sea uno de esos que lucen un montón de galones e in-signias en el pecho. Y tampoco hay que olvidar a todos los que

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están entre Buenaventura y San Diego: el capitán del barco, los radiotelegrafistas, la tripulación… Un montón de gente por corromper. No sé si me explico: corruptos y, por tanto, corrup-tibles. A manos de cualquiera. Dicho de otra manera, gente de la cual no tienes ningún motivo para fiarte.

Demasiados gastos. Demasiados hombres de por medio y todos dispuestos a confesar tarde o temprano. La cuestión fun-damental que un narco debe saber es la más banal de todas, pero también es algo que se tiende a olvidar ante una her-mosa puesta de sol, un gesto generoso o una velada con una tigresa: que todo hombre tiene su precio.

Y esa ley la recordaban muy bien los capos de los cárteles que se declararon la guerra hará unos quince años: en todo puerto es fácil encontrar un pez pequeño dispuesto a con-tar un montón de cosas o, como mínimo, a dar un par o tres de nombres más importantes que el suyo en el caso de que un policía en busca de un ascenso lo agarre por los huevos. Y para que el policía agarre por los huevos al pececillo justo, sólo hace falta un soplo. Así se resuelve la competencia en los negocios. El resultado, a medio camino entre los años ochenta y noventa, es el fracaso de operaciones millonarias, pérdidas monumentales en mercancía, dinero y gente muy válida que acaba entre rejas o, peor aún, protegidos por algún programa federal para los colaboradores.

En aquella época no existían alternativas: había que darle algo a todos, desde el marinero del barco bananero al agente de carga y puede que incluso al triste vagabundo que se tam-balea noche y día entre los bancos del puerto o entre las salas de espera de los aeropuertos. Y dada la competencia feroz que se había creado, comprenderás que gestionar los cargamen-tos grandes se había convertido en un problema considerable.

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La maleta bien protegida, los óvulos intestinales, sí, vale, eso siempre lo podíamos hacer, pero… ¿cuánta droga puedes pasar así? Y el problema era que la guerra entre cárteles estaba lle-gando a su punto culminante justo en el momento en que se abría de par en par el inmenso mercado de Europa.

La cocaína invade Europa

Los primeros en despertarse fueron los croatas: ya hacía tiempo que sabían que iba a estallar una guerra y, desde que el mundo es mundo, una guerra significa oportunidades de oro para todos. Los serbios controlaban la vía de la cocaína turca y co-braban por cada cargamento que viajaba hacia occidente; y los croatas, que querían independizarse de la ex Yugoslavia, habían empezado a confiscar todo lo que pasaba por su terri-torio. ¿Te lo puedes creer? En 1990 recibieron un premio de la INTERPOL por ser la policía más eficiente del mundo en la incautación de heroína. Y en 1991, de repente, los polis más eficientes del mundo ya no se incautaban ni un solo gramo. Es fácil de entender, se habían puesto a hacer negocios. En ese momento ya eran un estado independiente y ellos tam-bién aceptaban sobornos, exactamente igual que los funcio-narios de Belgrado. Llegados a ese punto, la heroína no podía hacer otra cosa que cambiar de ruta: los serbios no querían perderse el pedazo más grande del pastel, así que por Croacia dejó de pasar realmente heroína.

Pero estábamos nosotros. Yo no, la verdad, porque no me gusta trabajar con los eslavos: son gente cruel, que mata sólo para enseñar los músculos. Tienen una mentalidad completa-mente distinta a la de los suramericanos. Los antiguos nacio-

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nalistas croatas que huyeron tras la segunda guerra mundial habían amasado una fortuna en Suramérica gracias a las tran-sacciones financieras relacionadas con la coca y, en vísperas de una guerra nacional (algo que despierta la gula de todo buen nacionalista) se hallaban en disposición de combinar trabajo (negocios) y placer (armar la patria). Estaban en contacto con gente de la talla de los Fidanzati o, aunque sólo para el blan-queo de dinero, con los Caruana-Cuntrera en las Antillas, con-cretamente en Aruba. Es decir, tenían contactos con Cosa Nos-tra. Y Cosa Nostra tenía gente muy atenta en las fronteras de la nueva Croacia: uno de ellos se ha hecho famoso, ¿has oído hablar de Felicetto Maniero? La llamaban la Mafia del Brenta y era Cosa Nostra más croatas. Colosales rutas de cocaína que iban desde las cordilleras andinas hasta Zagreb, donde los ex nacionalistas de Herzegovina (croatas de montaña, más locos que las cabras, conectados entre sí por clanes familiares más cerrados aún que los calabreses y, por tanto, más que aptos para el oficio) se habían hecho con el control de unos cuantos ministerios, en particular del más rentable de todos en aque-lla época, el de Defensa, gobernado por nuestro Gojko Šušak, un tipo que sólo un año antes regentaba una pizzería en Mon-treal. Necesitaban que la droga circulase, pues tenían que fi-nanciar la independencia nacional y un par de guerras, por lo menos. Y, por otra parte, la droga también tenía necesidad de circular, de encontrar un nuevo mercado, en vistas de que el consumo en Estados Unidos iba a la baja. Era el momento de cambiar de rumbo. El Dorado estaba ahora en Europa.

Así es como funcionan las cosas: cuando milagrosamente coinciden los intereses privados con los públicos, entonces estallan las revoluciones. Y aquello fue para nosotros una re-volución.

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Nunca he tenido claro si los italianos me gustan o no. Bueno, a ver, no estoy hablando de las organizaciones, porque de ellas han aprendido todos: donde vivo yo, no hay nadie que no re-cuerde a gente como el viejo Sam Giancana, a quien en cierto modo se puede considerar una especie de padre fundador de los Estados Unidos, aunque jamás vayan a poner su narizota en el monte Rushmore. Y también a sus sucesores, gente menos notable, más elegante, padres de gobernadores… Son personas de las que se puede aprender algo en todo momento, cada vez que respiran o hacen un gesto. Si no es que tienes una venda en los ojos, claro. Pero en Italia existe una tendencia casi natu-ral al monopolio, a ponerse de acuerdo a cambio de algún favor con quien te cae simpático; no es fácil que un italiano tenga claro en su mente el significado exacto del liberalismo. Está muy bien, no digo que no, pero… a mi modo de ver las cosas, lo primero es la profesión. Los italianos son auténticos maestros a la hora de formar una familia y ponerla a trabajar. Pero me re-fiero a la técnica. A la logística. Las familias no hacen el trabajo: ponen el dinero, abren los mercados, controlan las plazas con sus aparatos militares, pero luego, para las fases más técnicas de la operación, recurren a profesionales capaces de resolver problemas concretos. Necesitan gente fiable, creativa, práctica y capaz de ahorrar tiempo y dinero al cliente. No hay tantas personas así, te lo digo yo, y por eso las ocasiones son grandes. La gente como nosotros no crece en el seno de una familia: somos empresarios, mentes independientes. Los movimien-tos importantes requieren imprevisibilidad y organización, es decir, capacidad de planificación pero también de impro-visación. No nos diferenciamos tanto de los mejores geren-tes, sólo somos un poco más hábiles porque de vez en cuando nos toca superar alguna que otra dificultad más que a ellos.

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Por tanto, olvídate de todas las ideas que te han metido en la cabeza las películas. Si te has comprado un tonel de brillan-tina y un traje de rayas, ya puedes tirarlos a la basura. ¿Qué es, técnicamente hablando, un traficante? Una agencia de servi-cios. Y nada más. Da lo mismo que los clientes sean jefes de estado, militares, guerrilleros, mafiosos o politicastros. Ellos están en los extremos de la cadena: en un lado producen; en el otro comercian y obtienen las rentas que supone comprar al por mayor y vender al por menor. No trafican: es demasiado peligroso, demasiado difícil. Y en la parte central de ese pro-ceso no hay sitio para familias, honor, gatillos y Morricone. Es una cuestión de ciencia de la organización. De mi apren-derás conceptos técnicos; si lo que quieres es el mito, dirígete a la ventanilla de al lado.

Te lo explicaré todo, pero tienes que tener paciencia y abrir bien las orejas. Debes pensar siempre que, si todo sale bien, al final vivirás de puta madre. Pero para llegar hasta ahí, tie-nes que ser de los que se comen a los competidores: no son las pistolas ni las amenazas las que te permiten seguir en el mercado, de la misma manera que los clientes no te eligen por miedo ni por afinidad. Sólo por tu eficiencia. Si quieres seguir en este mundo durante mucho tiempo, debes llegar al punto de ser tú quien seleccione a los clientes: eres tú quien elige entre el caudillo comunista, el mafioso nostálgico o el coronel North, no ellos quienes te eligen a ti. Cuando eso ocu-rra, ya habrás llegado. Es un mundo donde muchos se empe-ñan en decidir por ti y saben muy bien cómo hacer que te comportes debidamente, llegado el caso. Se trata de hacerse respetar. Yo lo he conseguido. He llegado a disponer de un lí-mite de crédito de dos millones de dólares en cocaína. Lo que quiero decir es que en la cumbre de mi carrera podía perder

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un cargamento de dos millones sin tener que pagar las con-secuencias, ni con la bolsa ni con la vida. Porque se fiaban de mí, amigo: he trabajado para los Orejuela de Cali, para Cas-tro y para Tirofijo. Durante muchos años, fui el único que se movía a ese nivel. Porque resolví el mayor problema de los cárteles, inventé los mejores sistemas, perfeccioné las cober-turas y me inventé el mejor truco del mundo: la entrega en la oscuridad. Y estoy también entre los que abrieron la vía sur. El imperio de Pablo Escobar acababa de llegar a su ocaso. Don Pablo pasará a la historia por haber establecido e impuesto el método a muchos operadores de nuestro sector. Era muy in-teligente y fue el primero en darse cuenta de que el sistema de la corrupción era un obstáculo, así que intentó sustituirlo por alguno de sus grandes descubrimientos, pues don Pablo pensaba a lo grande. Como cuando lo del túnel.

Don Pablo Escobar y el ascensor horizontal

No era una persona bondadosa, de acuerdo. Pero era un tipo jovial, alegre, brillante y se preocupaba de verdad por su gente. Por lo menos, eso era lo que pensaban todos en la época de su éxito. Tenía cara de topo, una expresión simpática y una mi-rada de ojos negros tras la cual se intuía una inteligencia siem-pre al pie del cañón; el pelo, rizado, le empezaba a escasear en las sienes y tenía el bigote oscuro. ¿Sabes a quién se parecía? A Gianni Minà. Te lo juro. En aquella época estaba todavía en la brecha, aún no había importunado lo bastante al poder po-lítico como para hacerse matar y gozaba de una libertad de acción que tal vez no haya vuelto a tener nadie desde enton-

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ces. En la práctica, era él, junto a los Orejuela de Cali y unos pocos más, quien controlaba todo el mercado en la dirección de Estados Unidos. Su sistema preferido eran las flores: Co-lombia es un gran productor, ¿sabes? Biodiversidad y todas esas chorradas. Las flores son un artículo muy importante en el volumen de negocios nacional. Don Pablo llenaba contene-dores de flores impregnadas de polvo y los mandaba derechi-tos al norte en avión. Se podía hacer, siempre y cuando uno controlara las aduanas.

Y, además, don Pablo había comprendido antes que nadie que la tierra prometida era México. Se le estaba quedando pe-queño su sistema logístico que, sin embargo, era monumen-tal: pistas de aterrizaje en la jungla, aviones ligeros, lanchas motoras y hasta un submarino que hacía de lanzadera entre Colombia y California. Pero don Pablo tenía ideas aún más colosales, así que cuando finalmente consiguió poner un pie en México, se organizó a lo grande de verdad.

No era fácil desembarcar por aquellos lares: los trafican-tes de por allí son gente terrible, muy violenta, son drogadic-tos y asesinos sin escrúpulos, tipos que torturan por placer. Son muy distintos de los colombianos y de los suramerica-nos en general: más místicos, tal vez, no te digo que no. Han levantando una industria con todos esos santos y santitos, en los que por si fuera poco creen, y la brujería es parte de los pactos de afiliación y de esos rituales que los hacen creerse invencibles. Brujería, armas bien engrasadas y control de la frontera: un hueso duro de roer para don Pablo, pero él dis-ponía de la fuerza de la plata, el dinero contante y sonante, y sabía como utilizarla. Sabía también que el dinero no basta, que se necesita también el símbolo: para obtener el recono-cimiento de los rivales, hay que saber exhibir la grandeza del

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poder propio y de los medios de que uno dispone para obte-nerlo. Así pues, necesitaba un gesto vistoso para conquistar México. Él enviaba la droga a Tijuana en camiones. Las canti-dades eran relativamente pequeñas, pues la frontera con Es-tados Unidos ha sido siempre un tema bastante más delicado que el tráfico a través de los aeropuertos. La organización de Escobar utilizaba compartimentos para la coca ocultos en los grandes tanques de los camiones articulados que recorren la Panamericana. Cuando el vehículo llegaba de allí, alguien desmontaba los tanques y los cambiaba. Un truco de vida efí-mera: no hacía falta ser muy listo para pillarlo. Luego, don Pablo empezó a enviar mercancía también con camiones cis-terna, pero ni siquiera ése era un sistema difícil de detectar: bastaba que en la aduana controlasen los hectolitros declara-dos y, con unas cuantas mediciones y un cálculo elemental, descubrían la tara.

Un buen día, sin embargo, a don Pablo se le ocurrió la mejor idea de su vida mientras estaba en Ciudad Juárez. A decir ver-dad, a don Pablo se le ocurría la mejor idea de su vida por lo menos una vez a la semana, y no todas eran fantásticas. En esta ocasión, sin embargo, se inventó una empresa colosal. Para empezar, monta una nave industrial para la venta de materia-les de la construcción en El Paso, en el lado texano de la fron-tera. Obviamente, se sirve para ello del acostumbrado testafe-rro. Como buen traficante que es, don Pablo está forrado de dólares en metálico y puede disponer en cualquier momento de unos quince mil millones de dólares. Para entendernos, el PIB de un estado pequeño.

El dinero hay que tratarlo como hacía Pablo Escobar, que lo guardaba en amplias estancias ventiladas, una especie de cisternas subterráneas pensadas para evitar los daños de la

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conservación prolongada. Se empaquetaba al vacío, pero para envasarlo se utilizaba un proceso de humidificación que impe-día que los billetes se pulverizaran. Un tratamiento costoso, sí, pero menos que permitir que se interceptara el dinero. El en-vasado al vacío se sigue utilizando hoy en día: un paquete se vuelve más pequeño de lo que imaginas. Casi podrías meterte medio millón en el bolsillo. Porque el dinero abulta mucho. Puede que no te lo creas, pero cuando iba yo por ahí con las maletas de los pagos tenía aún más miedo que con la coca. También en este terreno hay unos cuantos mitos de los que mejor nos olvidamos: sociedades financieras fantasma, cajas chinas, transacciones ocultas, ciberfinanzas… En nuestro sec-tor, se paga sólo en metálico y eso, sin duda, es un problema. Don Pablo usaba billetes de uno o de veinte, que levantan menos sospechas. Pero con esa clase de moneda, los volúme-nes son considerables incluso envasados el vacío.

Bueno, después de montar el almacén de El Paso, don Pablo se pone a comprar parcelas de tierra en Juárez y allí crea tam-bién una pequeña empresa de materiales para la construc-ción. En resumen, que después de un año y de haberse gastado una montaña de dinero, construye un túnel de tres kilóme-tros, provisto de aire acondicionado, transporte silencioso con carretillas de goma, sistema de iluminación halógena… Una maravilla tecnológica que atraviesa como un filo la frontera más vigilada del mundo. La tierra procedente de la excavación se la lleva en camiones cubiertos y la tira en el desierto de los alrededores. Para construir el túnel, contrata a cuadrillas de operarios, técnicos e ingenieros, pero recurriendo a compa-ñías distintas para cada tramo de unas pocas decenas de me-tros. De esa forma, nadie conoce el proyecto entero ni el reco-rrido del túnel. Es lo mismo que hacían en otros tiempos los

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arquitectos militares en las fortificaciones subterráneas para custodiar el secreto de la defensa de contramina.

Es verdad que trabajando así no se puede estar muy seguro de haber excavado el túnel en la dirección correcta, pero don Pablo es un hombre afortunado y acierta de pleno: va a parar al otro lado de la frontera, a su nave industrial de Texas. Por allí abajo pasan cantidades monstruosas de coca. El túnel está provisto de un sistema de poleas para la carga y descarga que a don Pablo le gusta llamar «el ascensor horizontal». Una ma-ravilla. Lo malo es que dura poco: toda la inversión se va al ga-rete por culpa del puñetero soplo de siempre. Desde Estados Unidos advierten que están llegando grandes cantidades de droga, que las estadísticas sobre el consumo y las incautacio-nes han experimentado una considerable subida, que el pre-cio en el mercado texano cae en poco tiempo de los 13.000 a los 6.500, o sea, la mitad. Y la DEa, la agencia antidroga esta-dounidense, y el FBI se ponen manos a la obra para encontrar un garganta profunda.

Teniendo en cuenta los métodos faraónicos de Escobar y de su época, no era difícil encontrar un pajarito dispuesto a cantar. «Ándate con cuidado», tendría que haberle dicho al-guien, pero Pablo Escobar no era de los que se andaban con cuidado. En cualquier caso, se enteró a tiempo del soplo, or-denó que lo desmontaran todo y lo único que se encontró fue un agujero. Ni el más mínimo rastro de aquella instala-ción fantástica. Incluso hoy en día son pocos los que saben como eran de verdad las cosas allí abajo, porque la obra de don Pablo fue maestra hasta en el desmantelamiento. Pero se había acabado el negocio. Era hora de inventar algo nuevo: nuevo en cuanto al concepto, no en cuanto a la cantidad o los métodos.

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En aquella época, gran parte de la mercancía colombiana salía de Buenaventura y entre cárteles existía un discreto acuerdo para el uso común de las plataformas logísticas, como el puerto de salida, de llegada, las escalas, etc. Era un periodo feliz, pues Estados Unidos jamás habían dado menos proble-mas que entonces: era la época en que el coronel Oliver North, en nombre del Consejo de Seguridad, se procuraba la droga de los cárteles colombianos para financiar a los contras de Ni-caragua. Nos necesitaban. Pero Pablo Escobar apuntaba más alto: quería ser diputado. Y entre las muchas desgracias que le proporcionó esa pasión suya por el poder, se cuenta la gue-rra con Cali, que se saldó con un montón de muertos.

Los conflictos entre los dos grandes cárteles provocaron incluso el nacimiento de una asociación nacional que agru-paba a los familiares de las víctimas. Demasiada sangre, de-masiada visibilidad y, por si eso fuera poco, para fastidiar aún más las cosas salió a la luz el escándalo de las triangulaciones de North, el llamado caso Irán-Contras: la financiación que Estados Unidos gestionaba a través de sus aparentes enemi-gos en Asia.

Estados Unidos contra don Pablo

La publicación de las pruebas de ese comercio entre ángeles y demonios precipitó las cosas. Llegó la época de la campaña War on Drugs, la DEa empezó a instalar bases en Venezuela y Colombia, y a infiltrar hombres en los cultivos, a sobrevolar medio continente e inundarlo de defoliantes y agentes quími-cos muy tóxicos. Disponían de sistemas de guía vía satélite y descubrían sin problemas las pistas de aterrizaje, los campos

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y, sobre todo, las grandes cocinas. Utilizaban herbicidas indis-criminadamente, con lo que devastaban zonas fértiles, arrui-naban a decenas de miles de campesinos y los arrojaban en brazos de mis colegas para sobrevivir. Está claro: si con cien gramos de coca ganas en un trimestre lo mismo que con to-neladas de arroz en cinco años, no es difícil imaginar que la idea de sustituir los cultivos de coca por otro tipo de produc-tos sólo se les pasaba por la cabeza a unos cuantos genios acos-tumbrados a descender de su palacio de cristal en Nueva York para comer un poco de carísimo pescado crudo en los restau-rantes de sushi de Manhattan.

El rendimiento de la soja es muy distinto al de la coca, por mucho que la soja se adapte bien al mismo terreno que la coca. Por ejemplo, hay que saber que nuestra querida planta es autofertilizante, es decir, que ella misma limpia el terreno en el que crece y lo vuelve fértil para la siguiente siembra. Es perfecta para los cultivos mixtos (que, por otro lado, son muy útiles para esconderla: por ejemplo, una hilera de plantas de coca y una de judías) y para renovar las cosechas. Imponer la sustitución por otras plantas que tal vez envenenen la tierra, como ciertos árboles frutales (en nuestro país, por ejemplo, el nogal) o que tienen tiempos de recolección más largos (la coca produce tres cosechas al año), significa matar a los campesi-nos, eliminar los pueblos y convertir los valles en desiertos. Es una política parecida a la que utilizaban los soviéticos cuando querían librarse de unos cuantos millones de nómadas en Asia Central: imponían, que sé yo, el monocultivo de algodón para que la gente se muriera de hambre. Y lo conseguían.

Curioso, ¿verdad? Los funcionarios de la ONu y los libre-cambistas estadounidenses trabajan del mismo modo que el partido comunista soviético. A ellos no les afecta la diferencia

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entre el hambre y la vida. No son mejores que nosotros, por muy elegantes que vayan con sus chaquetas de tweed y sus corbatas sobre camisa azul, con la frente siempre arrugada de-bido a lo mucho que les preocupa el bienestar de los pobres del Tercer Mundo. Son muchos los que han especulado a lo grande. Con la excusa de erradicar la coca de las montañas bo-livianas, ciertas empresas italianas y suizas –por ejemplo, una famosa empresa pastelera– se han hecho con inmensas zonas de pasto para sus animales. Para luego largarse a toda pastilla porque las vacas a esa altura se encuentran mal.

En fin. La guerra de Bush padre contra la droga, en cual-quier caso, provocó que los cultivos se trasladaran a la selva, se repartieran por el territorio y, en definitiva, se extendieran. Y se toparan con los peores individuos que pululan por la selva. Por ejemplo, la guerrilla, que debía financiarse y, desde luego, no podía hacerlo con dinero de procedencia legal. Y también la antiguerrilla. ¿Quieres saber cuáles son los peores cabro-nes del mundo? Los paramilitares, perros guardianes de los señores de las esmeraldas: el narco no soporta a esa gentuza, pero negocia con ellos. La coca se convierte en mercancía de cambio para todos los negocios de los militares, paramilita-res, fazenderos, para pagar a los guardaespaldas, para todo, para todo lo que hay en el mundo, sea hermoso, o feo, ejem-plar, sucio o corriente. Y se empezó a refinar. Los producto-res querían concentrar todo el ciclo de la mercancía, como se hace en el resto de las empresas. Cada cual se ocupaba de su pequeña cuota y buscaba la manera más segura de llevarla al mercado, terminada y lista para el consumo.

Sin coca, ya nadie podía salir adelante. La única alterna-tiva era emigrar a Estados Unidos. Puede que a Miami, ciu-dad edificada sobre la coca, construida con dinero blanqueado,

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que sobrevive gracias a los bancos que blanquean el dinero de los narcos. Un círculo del que no se puede salir, ¿no crees? Por otro lado, para el dinero es muy fácil entrar en Miami, pero para un peón o trabajador no cualificado es otra histo-ria. Si se dispara la inmigración ilegal, la cosa puede acabar muy mal. Tus dólares los dejan entrar, pero a ti te dan la es-palda. En aquella época, quienes hacían negocios de verdad eran los buenos. En realidad, siempre ha sido así: el proceso de la cocaína produce riquezas que en un 95 % van a parar a los bancos de los países ricos. A los productores no les que-dan más que unas pocas migajas… y la culpa, claro. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional tenían docenas de proyectos, todos ellos de carácter gubernamental. Finan-ciaban los gobiernos de sus países amigos: por ejemplo, qui-nientos millones para el desarrollo, millones que el día des-pués de haber sido entregados a cualquier presidente ingenuo y bronceado ya estaban de vuelta en casa, en cualquier banco de Miami. Por lo demás, ¿quién iba a invertir de verdad en el desarrollo de países privados por completo de infraestructu-ras? Era todo una comedia. Útil de cara a las relaciones polí-ticas, al control militar y al condicionamiento económico. Lla-marla War on Drugs era echarle simbólicamente un poco de sal y pimienta, pero lo cierto es que fue precisamente esa po-lítica la que convirtió la coca en la base única de todo inter-cambio y, desde luego, no benefició a los campesinos muer-tos de hambre.

Y, ¿te lo puedes creer? A veces los que se indignaban eran justamente los narcos. Por ejemplo, don Pablo, que a su ma-nera era un idealista y, precisamente por ello, dio un paso adelante descomunal: se declaró dispuesto a pagar la deuda externa de su país. ¡Toma ya! Ni más ni menos. Treinta mil

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millones de dólares. Una bravuconada, sin duda. Pero a mu-chos les resultó incómodo. Era un movimiento populista que, sin embargo, ponía dramáticamente de relieve la distancia sideral entre las declaraciones y los actos de los buenos del mundo entero. Por lo demás, entre él y sus socios podían reu-nir de verdad al menos la mitad de esa cifra. Con el dinero no se juega, ni siquiera cuando se tiene más del que tienen una quinta parte de los estados del mundo. A don Pablo se le había metido en la cabeza la disparatada idea de hacer polí-tica, de coger directamente el poder y manejarlo. Es un error que todo buen traficante de hoy en día sabe que no debe co-meter. La política te deja en paz mientras tú la dejes en paz: te permite trabajar, obtiene sus propias ganancias y no toca las tuyas… Pero como se te ocurra poner en duda su autoridad, te recuerda que es una fuerza militar. Poseedora de violencia en régimen de monopolio. A don Pablo le prepararon el bloque de búsqueda: toda una unidad para él solito, con los mejores asesinos uniformados del país. La lanzaron dos misiles que hicieron trizas once apartamentos. Una operación al estilo is-raelí, podríamos decir, uno de esos homicidios con daños co-laterales que se producen todos los días en algún punto del planeta. Pero éste alteró de forma irreversible el mundo de la economía sumergida.

Hoy, todo narcotraficante que se precie posee un carácter más estoico: vive escondido y trata de dejarse ver lo menos posible. Digamos que ha aprendido la lección de Escobar: él apuntaba al poder en el sentido literal del término, es decir, quería gobernar y cayó con gran estrépito. El llamado «impe-rio de la droga» es algo mucho más complejo que las organi-zaciones criminales que lo constituyen. Es un sistema econó-mico global del cual forman parte otros que también obtienen

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mucho: la policía, la política, las instituciones, las ONg que lu-chan contra la droga… Y los bancos. ¿Qué sería del hermoso Miami –palmeras, pantanos, restaurantes y paseo marítimo incluidos– sin nuestros dólares? Ya te lo digo yo: el crac, el co-lapso al estilo de Argentina. Es un mundo que no existiría sin nosotros y que, créeme, jamás intentará destruirnos de ver-dad, mientras no intentemos asumir papeles que en ese sis-tema corresponden a otros.

Cada cual cumple con su parte: los políticos se ocupan de la política, nosotros del dinero y los buenos de las buenas obras. Y así seguiremos siempre. Escobar no lo entendió. Orejuela, don Gilberto de Cali, era más moderno. Él sabía diversificar las inversiones y mantenía una relación más tranquila con la política. Como Ochoa o Cardona. Gente que poco a poco se ha dado cuenta de que la vía regia del narco discurre junto a la de la política, pero no la cruza nunca. Con Ochoa y Cardona nació el narcotráfico moderno e integrado. Por lo demás, gra-cias a matrimonios y vínculos familiares, la sombra de Car-dona se proyecta sobre el único imperio que queda en pie, la Guajira. Los viejos viven todos felizmente en Nueva York – nada de escondidos en alguna reserva de la selva– y dirigen el negocio desde el taxi o desde el avión, buscados por todo el mundo pero invisibles para todo el mundo. En parte, los jodió un poco el 11 de septiembre y la posterior legislación, es decir, el tema de las huellas dactilares y todas esa chorra-das. Antes, en Estados Unidos podías coger el avión igual que si fuera un autobús, pero ahora es todo un poco más difícil. Ahora te controlan las huellas digitales, te vacían las bolsas y te miran hasta dentro de los calzoncillos. Y en los puertos han colocado arcos detectores, que son una putada, sí, pero si ter-minas este curso, descubrirás la manera de burlarlos.

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El cártel de Cali en acción

Con la crisis de los cárteles, cambian también las cantidades de los transportes. En los tiempos de Escobar era bastante nor-mal que quien podía permitírselo organizara cargamentos de cuatro y cinco toneladas. Era la época de las ideas espectacula-res: el túnel, los submarinos… Don Pablo era incluso capaz de hacer volar, con el consentimiento del gobierno cubano, bom-barderos militares que despegaban de la Isla de Pino y lanza-ban la mercancía empaquetada en flotadores frente a las cos-tas de Miami. De recogerla ya se encargaban los hombres del cártel, equipados con lanchas motoras tipo Cigar, rápidas y veloces. Tenían su propio método: se apostaban en círculo al-rededor del lugar de impacto previsto y luego partían en di-recciones divergentes para perderse en el laberinto de pan-tanos de los Everglades, en cuyo interior resultaba imposible seguirlos. Aquello sí que era un verdadero espectáculo: ima-gínate una estrella enorme flotando sobre el océano. Los pa-quetes caen en el centro, los hombres los recuperan y la mer-cancía sale disparada en todas direcciones para desaparecer en los pantanos. En total, el riesgo era muy bajo. Hubo uno que hasta se compró una isla en las Bahamas: estaba a ocho millas náuticas de la costa estadounidense, así que con las lanchas motoras podía llevar la mercancía directamente a las casas de los yanquis, por el río Miami. Desde entonces, sin em-bargo, ya ha sido casi imposible transportar más de doscien-tos o trescientos kilos a la vez. Al menos por mar. Hasta que inventamos la oscuridad.

Bueno, en fin, cuando se empezó a entender que los méto-dos tradicionales de realizar el transporte estaban entrando en crisis, se fue pasando de una tentativa a otra. Poético, ¿no?

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Los prosaicos fuimos nosotros, más tarde. Prosa eficaz, miles de millones en metálico, aunque eso no quiere decir que no sintiéramos un poco de nostalgia de los tiempos románticos. Los principales competidores de Pablo Escobar eran los Ore-juela de Cali, el cártel más importante del mundo (trabajé para ellos al principio de mi carrera). Era la época de oro y por en-tonces el capo del cártel era don Gilberto Orejuela, un hom-bre no menos fantasioso que Pablo, un genio de la improvi-sación, más que de la organización. Un maestro. El asunto de las grúas de Panamá lo describe bastante bien.

Se trata de un proyecto desarrollado hará unos veinte años por un estado norteamericano, pongamos Georgia, en la zona del Canal de Panamá. Obras de infraestructura, grandes cons-trucciones encargadas a empresas privadas de Estados Uni-dos con el aval del estado panameño. En concreto, se trata de puentes de arcos muy grandes. Para el trabajo hacen falta grúas enormes de brazo telescópico, trastos de cien tonela-das que en Centroamérica no se encuentran fácilmente. Así, le toca al estado de Georgia proporcionárselas al contratista general, la empresa privada que dirige las obras y que sub-contrata determinados trabajos a otras empresas. Dos grúas enormes de brazo telescópico.

Los trabajos se realizan con rapidez y éxito, y tanto las em-presas locales y estadounidenses como las autoridades quedan más que satisfechas. Ya sólo falta enviar las grúas de vuelta a casa, en Georgia. Para tal tarea se contrata a un transportista estadounidense. Sin medidas especiales de seguridad, «total, no las va a robar nadie». Faltan sólo cuarenta y ocho horas para que salgan las grúas cuando, una noche, alguien se pre-senta ante el vigilante y le pregunta por el responsable del transporte.

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Un equipo: hombres decididos, profesionales, tranquilos… Unos cuantos se quedan con el vigilante, quien lógicamente no tarda ni cinco segundos en dar el nombre, apellidos y di-rección solicitados, mientras los otros se dirigen a toda prisa a un hotel de la capital para llevarle al funcionario estadouni-dense una propuesta que no podrá rechazar: o te matamos ahora mismo, o nos dejas esconder quinientos kilos de coca en el brazo principal de una de las grúas. «La verdad es que no me apetece mucho morir», piensa el yanqui. Y luego, como no es del todo estúpido, añade: «Por lo menos, dime cuánto voy a ganar yo». La respuesta es un auténtico caramelito: no sólo te vas a llevar un buen fajo, sino que… ¿sabes qué vamos a hacer? Le damos un golpe a tu grúa, nos la cargamos y te la compramos. Así le sacas también algo a la chatarra. Lo que se traen entre manos los chicos de Cali –porque ya habrás pi-llado que se trata de ellos, ¿no?– es disponer de la grúa llena de cocaína, descargarla y desmontarla por su cuenta.

La noche siguiente, según lo acordado, llegan al depósito unas veinte personas y se ponen manos a la obra. Hacen co-lisionar una grúa contra la otra. Buen golpe: una cae con el brazo extendido y ya no se puede recoger. Los funcionarios pa-nameños, untados en dólares, se apresuran a peritar los daños y, mientras tanto, nuestros amigos colombianos descubren fabulosas cavidades en las dos columnas centrales de la grúa con el brazo bloqueado, auténticas cavernas de Alí Babá. Allí dentro cabe un cargamento especial: ¡dos toneladas y media, y no los quinientos kilos previstos! Para distribuir la mercan-cía hacen falta dos días, pero da igual; total, el transporte de las grúas se ha aplazado. Lo malo es que la grúa llena de coca está estropeada de verdad y no hay manera de recoger el pu-ñetero brazo telescópico. Sólo hay una solución: a medida que

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se va llenando el tubo, se van cortando trozos de brazo. Al ter-minar, la grúa está como nueva y sale hacia Savannah en com-pañía de su hermana sana.

El viaje es fácil: se trata de un asunto de carácter oficial, por lo que no hay controles especiales. El seguro paga a las autoridades estatales los daños de la grúa. Pero surge un pro-blema: la grúa no está en venta. Así lo especifican las leyes de Georgia: las propiedades estatales que deban liquidarse se subastan. Atención: los colombianos no son vengativos, no matan por un error ni para descargar la frustración produ-cida por un asunto que se complica de manera imprevista. Por lo menos, no enseguida. En este caso, el cártel decide que no puede tomarla contra el yanqui con el que han realizado el acuerdo. Él no podía prever la jugarreta del estado y, en el fondo, él también se tendrá que fastidiar, porque ya no va a obtener nada a excepción del fajo inicial. Así es la vida, qué quieres. Lo único que se puede hacer es participar en la su-basta. Lo malo es que resulta bastante difícil estafar en una subasta organizada por un estado norteamericano. Los chicos se lo piensan bien: ¿buscar a un hombre de paja que compre la grúa? Puede resultar muy caro. Deciden mantener los ojos bien abiertos y acudir a la subasta para ver quién compra el coloso de hierro.

El dueño de una empresa de derribos. Él es quien gana la subasta: el dueño de una empresa de derribos de Oklahoma. La grúa tiene motor y se desplaza. Será un viaje lento, piensa el cowboy, pero se puede hacer. Y parte hacia el oeste con su grúa. Muy despacio. Le entra hambre, así que poco después de dejar atrás la frontera de Georgia se para a comer algo en un LongHorn de la carretera interestatal. No pasan ni diez minutos antes de que entren en el restaurante unos tipos de

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aspecto agradable, bastante bronceados, que se sientan a su mesa e inician una conversación. Pronto van al grano.

–Ve, mirá, estamos enamorados de esa grúa. Hacemos co-lección y queremos comprártela, ¿oís?

–Ni hablar: llevo años esperando una ocasión así. No vendo.

–¿Ve, cómo así que no vendés? Pensátelo bien, porque podés ganar mucho. El bisnes del siglo lo vas a hacer con no-sotros, ¿oís?, no con los facinerosos del gobierno de Georgia. Ya sabemos que no sirve, esa joda tiene muchos defectos. Te vendieron un montón de chatarra, ¿oís?

–No tenéis nada que hacer. Yo entiendo de grúas, mucha-chos. La que he comprado es una maravilla y me la quedo.

Los chicos se lo vuelven a pensar. No es que se trate de un problema irresoluble, pero un asesinato en un LongHorn de la carretera interestatal hace bastante ruido, llama la atención. En fin, un lío. Y además, después de la reyerta tendrían que largarse con ese trasto tan lento… No.

Lo dejan que se vaya. El tipo llega a su pueblo, en Okla-homa, con toda la calma del mundo y los colombianos pe-gados a los talones. Comienza a saborear el gran momento: dentro de poco habrá llegado la hora de poner la grúa en mar-cha. Y esta vez no sólo el motor para los desplazamientos: por fin verá en acción el enorme brazo de acero. El cowboy gira la llave y el motor del brazo petardea un poco, pero no se pone en marcha. Lógico: el sistema hidráulico que mueve el mecanismo no tiene presión. Lo que hay allí dentro es co-caína, no aceite.

Casualmente, como en los dibujos animados, pasan por allí dos expertos en hidráulica. Estados Unidos es un país muy grande: ¿por qué no iban a poder pasar justo por delante de

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su valla, y precisamente a aquella hora, dos bronceados exper-tos en hidráulica? «La podemos arreglar, pero tenemos que re-visarla en la oficina. En nuestra empresa, en Houston.»

Y así, la grúa inicia otro viajecito interestatal, esta vez con destino Houston, Texas. El dilema que se les presenta ahora a los chicos es el siguiente: ¿se la arreglamos de verdad y se la devolvemos, o le pegamos un tiro en la cabeza?

En fin. Resumiendo, que al final se van a la casa Komatsu en busca de las piezas de recambio. El técnico de la firma examina la grúa y le empiezan a brillar los ojos tras las gafas cuando piensa en la montaña de dólares que va a ganar. Pro-pone cambiar el cilindro y por sólo 450.000 dólares, toda una ganga. La grúa entera ha costado 200.000. En aquella época, la coca se vendía a trece mil dólares el kilo al por mayor en el mercado de Estados Unidos y dentro de la grúa había dos to-neladas y media. Que sí, hombre, la arreglamos y llamamos al tipo de Oklahoma para que venga a buscarla. El tipo viene y no cree lo que ve: «Joder, ¡es una preciosidad!» Pero llega-dos a este punto, los de Cali se tienen que sacar al menos una espinita: no es que se pueda trabajar así, gastando medio mi-llón de dólares y tragando todo lo que hay que tragar.

Están cabreados con los japoneses. Ya sabes como fun-ciona: el pez gordo engaña, el pequeño pringa e intenta re-sarcirse. Los colombianos ya no saben bien qué lugar de la cadena alimentaria ocupan, así que alguien tiene que pagar para restablecer la perspectiva. Pero, ¿cómo? ¿Estamos rega-lando centenares de miles de dólares a un tío que, en total, se ha gastado 80.000 para agenciarse la grúa? ¡Y qué más! Le habíamos dicho que el problema era pequeño, ahora no po-demos presentarnos como si tal cosa y entregarle la factura de verdad. Se daría cuenta de que aquí hay gato encerrado.

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Bueno, y a quién le importa. A él también se le puede hacer una oferta que será incapaz de rechazar, pero una oferta de ca-balleros, no un timo: un contrato de leasing a cinco años para el uso de la grúa, que incluye el pago de los operarios que han trabajado para la gente de Cali.

Parece que ya está todo solucionado, pero resulta que nadie ha pensado en la otra grúa, la sana. La que tenía que perma-necer intacta. Lo malo es que a uno de ellos, a un listillo de segunda fila, se le ocurrió en Panamá hacer su pequeño nego-cio a costa del gran negocio y escondió su propia cocaína en el compartimento para herramientas de la cabina de mando. Poca cosa, apenas ciento cincuenta kilos. ¡Ciento cincuenta kilos! Y a escondidas de los jefes. Toma buena nota: uno de los mayores peligros cuando se organiza un cargamento, es que uno de tus hombres esconda su paquetito entre tu mer-cancía. O peor aún: que quien te ha hecho el encargo crea que eres tú quien se la está jugando. Es muy importante que las cantidades de salida y llegada sean absolutamente idénticas. Es una cuestión de deontología. Sólo con esa clase de escrú-pulos, respetados hasta la obsesión, se consigue la confianza del cliente.

El problema es que la grúa es del estado y funciona, así que cuando alguien la necesita la requieren para trabajar… y no pasa mucho tiempo antes de que alguien la necesite. Re-sultado, que la grúa se va antes de que el listillo, o quien sea, tenga tiempo de descargarla. El tío se percata, le entra miedo, no dice nada y se limita a dar por perdidos sus ciento cin-cuenta kilos de polvo. Craso error. Alguien abre la grúa, en-cuentra ese tesoro divino y llama a la DEa. Lo primero que hace la DEa, naturalmente, es ir a buscar al funcionario en-cargado de las obras en Panamá (aquel al que nuestros ami-

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gos de Cali hicieron una visita en el hotel), agarrarlo bien por las pelotas y meterlo en una cárcel federal de Florida, por si acaso algún día le apetece hablar.

Lo segundo que hacen es seguirle el rastro a la otra grúa.Los agentes de la DEa llegan a Oklahoma, se enteran de la

historia del brazo roto y no tardan mucho en reconstruir el iti-nerario del monstruo mecánico. Se dirigen a Texas y en Texas descubren que la grúa fue reparada. La ven. Está limpia. No hacen nada. Nada, se limitan a observar. No se debe subesti-mar nunca a los agentes de la DEa, son menos estúpidos de lo que convendría. E incluso cuando son corruptos, siempre hay alguno que tiene interés en apuntarse un importante de-comiso o un prestigioso arresto.

La noticia corre y al listillo que ha perdido sus ciento cin-cuenta kilos se le sube la impunidad a la cabeza. Como además necesita recuperar las pérdidas, se le ocurre la más desafor-tunada de las ideas, más desafortunada aún que la de escon-der su mercancía en un negocio de los Orejuela: «Me voy a ver a don Gilberto», piensa, «y lo chantajeo». Un encuentro suicida, pero que puede funcionar gracias a un exceso de de-licadeza por parte de don Gilberto. «El bruto ese no será tan idiota como para querer chantajearme», piensa el viejo capo. «Seguro que aquí hay gato encerrado.» Sospecha que la DEa tal vez también se traiga algo entre manos, así que ordena ras-trear el viaje de las grúas para ver si ha dejado alguna pista. Concluye que el único que puede saber algo, aparte de sus hombres de confianza, es el funcionario que está entre rejas cerca de Miami. Un hombre sin suerte. Los sicarios de don Gil-berto se van a Estados Unidos para descubrir su madriguera. Cargarse a un tío en la trena es más fácil y menos costoso que fuera: siempre encuentras a alguien dispuesto a hacer el tra-

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bajo por un par de cartones de tabaco o poco más. Pero don Gilberto se huele el engaño, está convencido de que el yanqui está colaborando. «Me quieren estafar», piensa. Necesita con-traatacar, así que el gran capo se hace con los servicios de un famosísimo abogado de Miami especializado en narcotráfico y le pide que se informe un poco por ahí. Un zorro viejo como el abogado no tarda mucho en descubrir que el funcionario al que buscan está en una cárcel federal, sin protección. Si no está protegido, es que no es un colaborador. El abogado pide a algunos clientes suyos (los tiene en todas partes) que con-tacten con él; el funcionario jura que no ha cantado y «radio cárcel» confirma. Después, el abogado consigue hacerse con el expediente del caso y comprende que el funcionario no miente. Don Gilberto está desorientado.

Pero las cosas hay que hacerlas al brinco rabioso. Como empiece a pasar el tiempo, hasta el más imbécil se da cuenta de que algo no está saliendo como debería. En nuestro caso, el imbécil es el tío de los ciento cincuenta kilos que ha inten-tado chantajear a don Gilberto. Ve que nadie le responde e in-tuye lo que va a pasar, así que se larga a toda prisa a Miami, con la intención de esfumarse entre la muchedumbre. Pero se olvida a sus padres en Colombia y, en el fondo, hasta un tío paciente como don Gilberto tiene sus límites, así que cuando nuestro amigo vuelve a tener noticias de sus viejos, éstos están atados a sendas sillas ante un esbirro de Cali, el cual, por si fuera poco, tiene un cuchillo en una mano y un teléfono en la otra. «Qué pena que se tengan que ir al hueco de esta ma-nera», dice el esbirro, «si no deben nada. Vamos a llamar a su hijo». No quieren, pero el esbirro puede llegar ser muy convin-cente cuando interesa. «También le podemos escribir muchas cartas bonitas… Sí, y en cada sobre podemos meter un peda-

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cito de su papá o de su mamá». Mejor la llamada. El mensaje es el siguiente: somos viejos, el problema no es morir, el pro-blema es cómo vamos a morir.

El chaval lo capta. Coge el primer avión para Bogotá y queda con la gente de Cali en la puerta de desembarque del aero-puerto, pero también con un amigo suyo que le pasa un arma. Luego se planta en mitad de la sala de espera y echa un vis-tazo a su alrededor. En cuanto está seguro de que los de Cali lo ven perfectamente, saca la pistola de debajo del suéter y se pega un tiro en la boca.

¿Moraleja? ¿De verdad crees que esta historia puede tener moraleja?

Cuestión de credibilidad

Una deuda con un narco es un problema, desde luego. Y ade-más, grave. Pero no como te lo enseñan en el cine: hemos perdido dinero por tu culpa, llega un sicario, te hace sufrir un poco y luego te mata. Ese es el estilo de los serbios y de los mexicanos. En el sur del continente, cargarse a un deu-dor es una burrada, es la última opción, pero la última de ver-dad. La prioridad no es castigar, sino recuperar el dinero. Es lo bueno del narco: que no está obligado a inculcar respeto a una ética o jerarquía de principios. Lo único que cuenta es el dinero y los placeres que éste puede proporcionar. Y nada más. Así pues, lo primero es el embargo y luego, si al tipo no se le puede embargar nada, la esclavitud: me obedecerás en todo lo que te ordene, desde vigilar hasta cultivar, pasando por alguna que otra intimidación en la ciudad, hasta que yo haya recuperado todo lo que me debes. Y luego, si de verdad

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es inevitable, bueno, pues aquí la cosa cambia, porque se trata de un problema de credibilidad y la credibilidad es la antesala de los negocios. Tenemos cierta ética: si metes la pata, pero has cumplido, lo has hecho todo correctamente y no ha sido culpa tuya, no pagas. Y eso te permite trabajar con cierto res-piro. Sí, es verdad que siempre hay excepciones, pero termi-nan por anularse a sí mismas. Por ejemplo, había una mujer que trabajaba en el Caula, en la frontera con Panamá, a la que todo el mundo conocía como «la Sanguinaria». Era una líder nata, pero demasiado violenta. Demasiado. No admitía nin-guna excepción a sus reglas y tampoco perdonaba nunca. Era capaz de gritarle en plena cara a un profesional cosas como: «¡Me importan un carajo tus excusas! Tenés que pagar». Era vulgar. Pero un día tocó a un amigo de Pablo Escobar y le cor-taron la cabeza. Así. Tal como te lo cuento.

En cuanto a lo que hizo el chaval de las grúas, sí, la verdad es que lo de pegarse un tiro en mitad del aeropuerto interna-cional de Bogotá, que además está literalmente infestado de agentes de la DEa e informadores, fue sonado. Digamos, por utilizar la terminología empresarial, que todos los contratistas generales estadounidenses que trabajaban en Suramérica ya no volverán a comprar maquinaria en el extranjero y que, en el caso de que tengan que importarla –a veces no queda más remedio– impondrán los más estrictos controles a los opera-dores locales. Así pues, al final de esta larga historia, ¿quién ha ganado un montón de millones? La Caterpillar de Brasil.

Así son las cosas.Resumiendo, que los capos de los grandes cárteles eran per-

sonas dotadas de una gran inventiva, capaces de solucionar imprevistos, lo suficientemente hábiles y flexibles para nadar en ese mar de dinero y complicaciones que mueve la cocaína.

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Y, sin embargo, esas cualidades no bastaban para sobrevivir: la fragilidad del sistema-corrupción amenazaba con destruir la economía basada en el polvo blanco y precisamente en un momento en que se abrían de par en par las puertas de Eu-ropa. Hacía falta algo más, algo más radical. Había llegado la época de los sistemistas, es decir, de los tipos como nosotros, los que se dedican al oficio que has venido a aprender. Pero a finales de los años ochenta, los grandes cárteles, los que mo-vían dinero de verdad, no estaban acostumbrados a recurrir a un especialista de los sistemas. Tenían una mentalidad muy simple: primero, producir; segundo, vender de inmediato. Y el método que mejor se adaptaba a esta mentalidad era el de siempre: untar, sobornar y corromper. Pero con esas ideas se estaban buscando problemas.

Los gigantes también caen, pues, y además hacen mucho ruido. Poco después de la caída de Pablo Escobar, estalló la guerra entre los cárteles: su muerte había dejado un vacío que todos se peleaban por llenar. Cada cártel tenía sus pro-pios acuerdos con las autoridades, todos se preocupaban de tener a sus propios oficiales pagados y el principal objetivo era tener contentos a los agentes de la DEa y del FBI: de esa forma, evitaban dejarlos en ridículo delante de todo el mundo y, de paso, salvaban el pellejo. Y el problema, claro está, se re-solvía a costa del bolsillo de la competencia: si consigues que los esbirros se incauten de la mercancía de otros, es como si te hubiera tocado la lotería. Te dejan en paz y pierden los otros.

Es cierto que a veces se utilizan métodos un tanto toscos con la competencia, como en el caso nunca resuelto (pero ahora te cuento yo qué es lo que en realidad pasó) del obispo de Guadalajara.

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Un mártir del narcotráfico

Monseñor Posadas Ocampo fue asesinado el 24 de mayo de 1993 en el aeropuerto internacional de Guadalajara. Le dis-pararon catorce tiros que perforaron su coche blindado. El papa Juan Pablo II incluyó a Ocampo en la lista de mártires del siglo xx, y con razón. Había destacado en la lucha contra el narcotráfico y su persona se había convertido en un autén-tico símbolo. Se acusó de su muerte a El Negro y a El Güero, dos peces gordos del cártel de Juárez. Pero las cosas no son tan sencillas como la hagiografía o las sentencias judiciales. Lo que está claro es que el cardenal no conocía el dicho ese de cría cuervos y te sacarán los ojos.

Por aquella época había estallado una guerra entre los Payán y los Rodríguez, las dos familias más influyentes de los cárte-les mexicanos. Ambas familias trabajaban en Baja California y Tijuana. Fanáticos de los túneles, como don Pablo Escobar. Había un mexicano, casado con una calabresa, que realizaba para los Rodríguez el transporte de droga entre Puerto de la Cruz y Tijuana, la principal ruta para llegar a la frontera con Estados Unidos. Un día, a nuestro amigo se le acercan ciertos matones al servicio de los Payán y le hacen una oferta: quere-mos que lleves nuestros cargamentos, junto con tu mercancía, por la misma ruta que usas tú. Matones, gente capaz de asesi-nar sin despeinarse siquiera, siempre y cuando la cosa no per-judique a su propio jefe. Nuestro hombre se asusta, pero tiene un problema: trabaja para los Rodríguez, así que no puede decir que no; pero tampoco puede decir que sí, y lo peor de todo es que ni siquiera puede explicar por qué. «No, manito, no puedo llevar tus cosas a Tijuana», les dice, «allí tengo bisnes con otra gente. Pero, pus, si quieres te los llevo a Guadalajara.»

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Seguro que tuvo que contener la respiración un buen rato para atreverse a contestarle así a un matón, pero al parecer éste ya se lo esperaba porque, imprevisiblemente, acepta. Así, nuestro hombre empieza a trabajar para los Rodríguez en Ti-juana y para los Payán en Guadalajara. Todo va sobre ruedas hasta que un día aparece alguien que viene de parte de los Payán y le dice: «Ahora no tenemos tiempo de ir por la mer-cancía a Guadalajara y llevarla hasta Tijuana. Tienes que ha-cerlo tu solito compa o, por lo menos, tienes que acercarte un poquito más. Hacemos lo siguiente: la llevas a la entrada de la ciudad y luego ya nosotros nos encargamos».

Otra oferta que no se puede rechazar. Una situación pe-liaguda, con más de quinientos kilos de cocaína purísima de por medio.

Antes de entrar en Tijuana por el sur hay un túnel. El tipo llega hasta allí con su gente y los camiones bien cargados. Lo que no sabe es que los federales han cerrado el otro lado del túnel. Menudo lío: los Payán, que lo están siguiendo para con-trolarlo, creen que se trata de una emboscada acordada con los Rodríguez para destruir el cargamento. Se inicia una balacera espantosa: disparan desde todas partes. Todos contra todos. Al final, a nuestro amigo lo detienen y termina entre rejas con algunos de los hombres de Payán que, obviamente, tratan de cargárselo una vez en la cárcel. Él toma la iniciativa y esta vez sí que recurre a los Rodríguez. Ellos lo sabían todo y él sabía que ellos lo sabían, así que les dice más o menos lo siguiente: «Para esa gente nomás llevaba la coca, que conste, transporte nomás. El permiso me lo dieron ustedes, así que ahora me tie-nen que echar la mano con los Payán.»

Los Rodríguez se lo piensan bien y concluyen que tiene razón. Corrompen a medio mundo y consiguen sacarlo de la

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trena. Las cárceles de toda Latinoamérica son sistemas abier-tos, dentro estás en contacto con todo el mundo. Y, dentro, los narcos no están en guerra con otros narcos. Están en guerra con los ladrones, con los delincuentes comunes. En la cárcel de Tijuana, sin embargo, uno de esos ladrones estaba en nó-mina de los Rodríguez. Le dicen que proteja a nuestro hom-bre y así lo hace, pero nuestro hombre se asusta y cree que es una mala señal. «Nomás que salga», piensa, «me chingan». Y para complicar aún más las cosas, los quinientos kilos de coca han desaparecido. Los Payán no los tienen, los federa-les no los tienen, nuestro hombre no los tiene… Sólo hay que sumar dos y dos. ¿Quién se ha quedado la mercancía? Los Ro-dríguez, claro. Su jefe, el Gigio, está sentado sobre una mon-taña de dólares: con una parte de ese dinero paga a su gente y con la otra invierte en más drogas o en operaciones inmo-biliarias, que son las preferidas de los narcos. El problema del Gigio es que el dinero lo tiene que invertir en Estados Uni-dos si de verdad le quiere sacar partido. ¿Y quién le hace el favor de llevárselo al otro lado de la frontera? Una montaña de dinero salido de la nada, el producto de media tonelada de nieve caída del cielo un bonito día de verano. Pero Rodríguez es un tipo que se sabe organizar bien, un tipo previsor, por lo que tiene a su propio hombre en la curia. Sí, en la curia. No, no te voy a decir quién era. Basta saber que uno de los hom-bres en nómina de los Rodríguez ocupaba un cargo en el ar-zobispado. Lo llamaban «el señor diez por ciento» y nosotros nos limitaremos a llamarlo así. Bueno, pues el señor diez por ciento sabe que monseñor Posadas Ocampo está a punto de partir en visita al extranjero: irá en su coche blindado hasta el aeropuerto y, luego, el vehículo viajará en el mismo avión que el prelado hasta Estados Unidos. El coche está blindado

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porque monseñor Ocampo es un héroe de la lucha antidroga y necesita protección. Pero lo que piensa Rodríguez es lo si-guiente: blindado, lleno de atractivos intersticios, fácil de re-llenar… Y seguro: a nadie se le ocurriría mirar dentro del tan-que de Monseñor.

Y ahora, no te pierdas esta escena: el obispo se dirige al aeropuerto en su Cadillac para dar comienzo a una larga vi-sita pastoral en Estados Unidos. No sabe que todos están en el aeropuerto. Que todos esperan su coche. En primer lugar, los Payán, que obviamente disponen de los medios para ob-tener el soplo justo en el momento justo y, por tanto, saben lo que se trae entre manos el Gigio Rodríguez. Una familia de cien personas, decididas a recuperar su dinero a toda costa. Y luego están los Rodríguez, que han acudido en masa a prote-ger su cargamento. Lógicamente, nada más aparecer el coche blindado del cardenal se inicia otra balacera de órdago. Otra vez todos contra todos y otra vez son muchos los que acaban tirados en el suelo. Y entre ellos, el arzobispo, mártir y futuro santo, porque no tardará mucho en correr la voz de que el tiroteo ha sido en realidad un atentado contra su vida.

Cuando te cargas a un arzobispo es difícil conseguir que todo el mundo calle. Pero dada la situación, saltan todos los es-quemas, las protecciones, los infiltrados… Los federales se dan cuenta de que la cosa está a punto de estallar y queman todos sus contactos dentro de las organizaciones. Ya no es momento de equilibrios y estrategias, el objetivo ahora es joderlos a todos, enseguida y del mismo modo, sin diplomacia ni consideración alguna por estos o por los otros. Se suceden las redadas y, como pasa siempre, muchos terminan entre rejas, pero son siempre los peces más pequeños. Quien paga los platos rotos es el pis-tolero: los jefes, para variar, salen más o menos indemnes.

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