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PRIMERA REFLEXIÓN PARA GRUPO DE ESTUDIOS FOUCAULTIANOS Respecto al apartado I del capítulo II de «Las Palabras y las Cosas» Se recomienda pensar en Cassirer y su “filosofía de las formas simbólicas”. Lo primero sobre lo que es preciso pensar es la cita siguiente, clave de todo lo que dirá a continuación: En gran parte, fue ella [la similitud] la que guió la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. Es muy importante recordar que Foucault fue bastante cassiriano, por eso yo propongo por lectura de apoyo el capítulo II de su Essay of man, intitulado, en la edición del F. C. E: UNA CLAVE DE LA NATURALEZA DEL HOMBRE: EL SÍMBOLO. En este ensayo de antropología filosófica (una especie de arqueología de las representaciones humanas, muy al modo del texto que nos compete), Ernst Cassirer trata la urdimbre simbólica casi en términos de un supra-realidad; considera que los seres humanos han abandonado la naturaleza, que en algún punto se hizo claramente hostil, cruel e indomeñable. Abandonado así a su suerte en un mundo ominoso – tanto más ominoso en canto a inaprehensible en su totalidad-, fue preciso que en aras de la supervivencia se creara una nueva forma de realidad, una capaz de imponerse a los dominios nefastos de la naturaleza; una buena analogía para intentar comprender esta mítica moderna de lo humano sería el mito teogónico de Hesíodo, en el paso del reino de los titanes, fuerzas naturales indiferenciadas, al reino de los dioses olímpicos, aún temibles, pero atados a las flaquezas pasionales del hombre trémulo que los fraguó, y por ende mucho más predecibles y sencillos de asir al espíritu de cierta época de esa cultura en particular. Lo que pretende ilustrar la analogía es que el mito es una manera de asimilar un echo del mundo material, que como acontecimiento tangible desborda las posibilidades asimilativas de la experiencia humana, la cual, ya horadada de cabo a rabo por el lenguaje, no puede ver en la naturaleza más que refracciones de sus propios males morales, fisiológicos, epidemiológicos, sociales y políticos, además acrecentados por su aparente hostilidad constante, que no es realmente hostilidad, sino otro modo de llamar a la ineficiencia humana, que es lo que hizo al hombre un extraño entre las criaturas con que cohabita la tierra. El humano se exilió de la naturaleza

Primera Reflexión Para Grupo de Estudios Foucaultianos

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PRIMERA REFLEXIÓN PARA GRUPO DE ESTUDIOS FOUCAULTIANOS Respecto al apartado I del capítulo II de «Las Palabras y las Cosas»

Se recomienda pensar en Cassirer y su “filosofía de las formas simbólicas”.Lo primero sobre lo que es preciso pensar es la cita siguiente, clave de todo lo que dirá a

continuación: En gran parte, fue ella [la similitud] la que guió la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. Es muy importante recordar que Foucault fue bastante cassiriano, por eso yo propongo por lectura de apoyo el capítulo II de su Essay of man, intitulado, en la edición del F. C. E: UNA CLAVE DE LA NATURALEZA DEL HOMBRE: EL SÍMBOLO. En este ensayo de antropología filosófica (una especie de arqueología de las representaciones humanas, muy al modo del texto que nos compete), Ernst Cassirer trata la urdimbre simbólica casi en términos de un supra-realidad; considera que los seres humanos han abandonado la naturaleza, que en algún punto se hizo claramente hostil, cruel e indomeñable. Abandonado así a su suerte en un mundo ominoso –tanto más ominoso en canto a inaprehensible en su totalidad-, fue preciso que en aras de la supervivencia se creara una nueva forma de realidad, una capaz de imponerse a los dominios nefastos de la naturaleza; una buena analogía para intentar comprender esta mítica moderna de lo humano sería el mito teogónico de Hesíodo, en el paso del reino de los titanes, fuerzas naturales indiferenciadas, al reino de los dioses olímpicos, aún temibles, pero atados a las flaquezas pasionales del hombre trémulo que los fraguó, y por ende mucho más predecibles y sencillos de asir al espíritu de cierta época de esa cultura en particular.

Lo que pretende ilustrar la analogía es que el mito es una manera de asimilar un echo del mundo material, que como acontecimiento tangible desborda las posibilidades asimilativas de la experiencia humana, la cual, ya horadada de cabo a rabo por el lenguaje, no puede ver en la naturaleza más que refracciones de sus propios males morales, fisiológicos, epidemiológicos, sociales y políticos, además acrecentados por su aparente hostilidad constante, que no es realmente hostilidad, sino otro modo de llamar a la ineficiencia humana, que es lo que hizo al hombre un extraño entre las criaturas con que cohabita la tierra. El humano se exilió de la naturaleza hablando, creando códigos de escritura para comunicar sus ideas, mitos que paliaran sus temores y respondieran a las dudas que jamás podría figurarse en su totalidad –mito es vacío, es blancura de presencia como toda representación; donde hay mito hay duda; ahora vivimos el mito moderno del progreso y del ideal tecnocrático, y cuando el espíritu de nuestra época varíe un poco otro mito llegará, otra actualización de lo representativo vendrá diligente a reemplazarlo.

El psicoanálisis y otras psicologías que se basaron en lo dicho por las viejas glorias de la antropología sugieren que existe un trasfondo anímico que permite esta omnipotencia de las representaciones, que nos condena a esta suerte de platonismo constitutivo –a la ridícula creencia con que vivimos a diario de que las cosas suceden en los accidentes del lenguaje, y no en el mundo de los objetos, como le parece a cualquier otro animal.

Del hecho de que los hombres vivan su vida constantemente imbuidos e impelidos por cadenas interminables de formas imaginarias e intercambiables, derivan las enfermedades simbólicas, todo el espectro de padecimientos neuróticos, que es, junto con su arbitraria y errática clasificación, un sello distintivo indiscutible de nuestra cultura desde hace ya varios siglos -sin que esto implique que no se haya sufrido de la enfermedad simbólica de maneras bastante diversas en cada una de las épocas pasadas desde que el ser humano es tal.

Se recomienda pensar en el cabalísimo de las filosofías posmodernas. Otra cuestión que me resulta conveniente tratar dentro del marco de nuestros estudios

foucaultianos es la notoria influencia de la teoría de conjuntos, y en general de la geometría y toda formulación matemática erigida en proposiciones (quizá gracias a Frege); notamos en numerosos tratados de filosofía o hermenéutica de los hechos humanos que datan de una época

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equivalente -caso del «Tractatus lógico-philosophicus» de Ludwig Wittgenstein, o el «Rizoma» de Guille Deleuze, por mentar ejemplos de particular importancia-, una notoria tendencia a intentar arrojar modelos que respondan tanto a la lógica de los hechos tangibles como a de las abstracciones más densamente figurativas; todo el pensamiento de mitad del siglo XX parece estar impregnado de esta especie de mesianismo simbólico, tan típicamente judío, y que, aunque se creyera primitivo, cabalista y casi místico en un sentido numerológico, ha sido su concepción antigua y devaluada la que dio cabida a la posibilidad de pensar un mundo que se repliega sobre sí-mismo una infinidad de veces, hasta originar todas las formas que por inmanencia pueda llegar a contener. Se nos ofrece con ello la capacidad de volver a fantasear con una proposición genial que abarque al mundo natural tanto como el de lo inteligible en sus vagas y oblicuas totalidades.

Un “número que sea el nombre de Dios” parece posible en un universo que funciona por contingencia de cosas contiguas, como eterna repetición de hechos sobre sus ejes con alguna ínfima capacidad de variación errática por aliciente final.

Para pensar estos temas es recomendable leer los textos de J. L. Borges sobre el “Eterno Retorno”, tanto como los de M. Eliade, y los apartados clásicos de F. Nietzsche sobre el mismo tema. Asimismo, los cuadernos de Blas Coll, del filósofo venezolano Eugenio Montejo, y, en general, cualquier tratado filosófico o de humanidades teóricas que date de entre los años cincuenta y la contemporaneidad.