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Historia de la vida privada en Colombia Bajo la dirección de Jaime Borja Gómez y Pablo Rodríguez Jiménez Tomo II Los signos de la intimidad El largo siglo XX

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Historia de la vida privada en Colombia

Bajo la dirección de

Jaime Borja Gómez y Pablo Rodríguez Jiménez

Tomo IILos signos de la intimidadEl largo siglo xx

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carlosTorres
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© De esta edición: 2011, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Carrera 11A No. 98-50, oficina 501 Teléfono: (571) 705 77 77 Bogotá, Colombia

Germán Mejía Pavony, Óscar Guarín Martínez, Camilo Monje, Carmen Elisa Acosta Peñaloza, Zandra Pedraza Gómez, Mauricio Archila Neira, Íngrid Johanna Bolívar, Vera Grabe L., Paula Andrea Ila, Luisa Acosta, Mara Viveros Vigoya

• Aguilar,Altea,Taurus,Alfaguara,S.A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires• SantillanaEdicionesGenerales,S.A.deC.V. Avenida Universidad 767, Colonia del Valle, 03100 México, D. F.• SantillanaEdicionesGenerales,S.L. Torrelaguna, 60. 28043, Madrid

ISBN: 978-958-758-298-7 (Obra completa)ISBN: 978-958-758-300-7 (Tomo ii)Impreso en Colombia - Printed in ColombiaPrimera edición en Colombia, octubre de 2011

Imagen de cubierta: Sin título. Juan Cárdenas Arrollo, óleo sobre tela, 1971. Colección Banco de la República, Bogotá.

Las imágenes e ilustraciones que se han incorporado en esta obra y edición han sido debidamente autorizadas por sus titulares o han sido empleadas con fundamento en las disposiciones legales que lo permiten. En todo caso, la editorial atenderá las inquietudes de quien estime y demuestre tener un derecho vigente sobre los materiales para los que, por excepción, no fue posible conocer o contactar a sus titulares pese a todos los esfuerzos.

Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede serreproducida en todo ni en parte,ni registrada en, o transmitidapor un sistema de recuperaciónde información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico,fotoquímico, electrónico, magnético,electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previopor escrito de la editorial.

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Contenido

PresentaciónJaime Borja Gómez y Pablo Rodríguez Jiménez 9

I. La ciudad y sus espacios

En busca de la intimidad (Bogotá, 1880-1910)Germán R. Mejía Pavony 19

Alcohol y drogas bajo la Hegemonía ConservadoraÓscar Guarín Martínez 47

Cafés y clubes: espacios de transitoria intimidadCamilo Monje 67

II. Escritura y formas de civilidad

Literatura vivida, formas de vida y mundos privados: historias del siglo xix en Colombia

Carmen Elisa Acosta Peñaloza 89

La educación del cuerpo y la vida privadaZandra Pedraza Gómez 115

III. Decir Colombia

Intimidad y sociabilidad en los sectores obreros durante la primera mitad del siglo xx

Mauricio Archila Neira 151

El reinado de belleza en Colombia: vida privada, dominio político y anhelos de eternidad

Íngrid Johanna Bolívar 181

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El silencio del violoncheloVera Grabe L. 203

IV. Experiencias y sentimientos modernos

Recordar la infancia en el siglo xx

Paula Andrea Ila 235

Cincuenta años de pantalla chica: algunos hitos en la vida privada

Luisa Acosta 263

Relatos e imágenes del amor en la segunda mitad del siglo xx

Mara Viveros Vigoya 303

Bibliografía 337

Índice general de imágenes 353

Sobre los autores 363

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Presentación

Este segundo tomo de la Historia de la vida privada en Co-lombia trata un conjunto de temas decisivos en la afirmación de la individualidad durante el siglo xx. Este siglo fue paroxístico, y las transformaciones ocurridas en todos los planos de la vida del país parecen concentrarse en las tres décadas que van de 1950 a 1980. Sin embargo, es cierto que, especialmente en los años treinta, el país se movilizó y debatió problemas trascendentes para toda la socie-dad. Crecimiento urbano, industrialización, tecnificación, avances educativos y médicos y una continua conflictividad social y política sucedieron a lo largo del siglo. Un rasgo que lo distingue es la mo-vilidad de la población, los contingentes de personas que dejaron el campo para asentarse en las ciudades, los millones de colombianos que dejaron el país al terminar el siglo, pero, aún más, la facilidad de esos desplazamientos, que fue aumentando con el paso del caballo al camión de escalera, del tren al bus y del automóvil al avión. Co-lombia, la sociedad colombiana, ha estado en continuo movimiento.

Las ciudades, especialmente Bogotá, cambiaron de fisonomía y aumentaron de tamaño. Las nuevas edificaciones civiles, de moderna arquitectura, quisieron mostrar una ruptura definitiva con las huellas coloniales. También surgieron nuevos barrios, asiento de la oleada incesante de recién avecindados. Germán Mejía ha descubierto que, tal vez, la mayor novedad de nuestras ciudades en la primera mitad del siglo haya sido su adecuación a la vida social, una vida social marcada, en parte, por los nuevos hábitos de consumo de las clases más acomodadas, como también por la política, que exigía espacios para su ejercicio: plazas, nuevas calles, centros de reunión…; en fin,

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lugares para el recreo de nuevas sociabilidades y propicios, también, a cierta intimidad.

Pero no nos hagamos ilusiones. Otro rasgo sorprendente de nues-tro siglo xx fue la lentitud —bien podríamos decir «tardanza»— con que sucedieron los cambios de actitud y comportamiento de los co-lombianos. La vida privada continuó teniendo muchas de sus carac-terísticas del siglo anterior: era, especialmente, refugio, aislamiento, domesticidad. Y fue en este siglo cuando este ideal de vida privada alcanzó su realización. En particular, la clase media aprovechó el con-fort de los nuevos diseños arquitectónicos y el equipamiento de servi-cios de agua, luz y teléfono. Formar un hogar, lo que significaba tener una casa, fue el sueño de generaciones de colombianos. Sin embargo, este ideal tenía fundamentos muy tradicionales que fueron diluyéndo-se en el curso de la segunda mitad del siglo. Se cuestionó la autoridad de padres y esposos, las mujeres reclamaron su derecho a trabajar y a tomar sus propias decisiones sentimentales y sexuales y los hijos exigieron atención y diálogo. Es decir, el tipo de vida privada que es el de la familia vivió transformaciones sustanciales, ciertamente no concluidas, pues las noticias de violencia contra las esposas o los ni-ños nos recuerdan la pervivencia de atavismos adversos, la dificultad de su superación y el largo tiempo que requiere su desvanecimiento.

De manera intensa y dramática, Colombia atestiguó el fenómeno social de la multitud. Grupos de muchísimas personas de espíritu febril llenaron las plazas, agitaron banderas y corearon consignas a favor de ideologías y candidatos. La pasión política condujo a ge-neraciones de hombres y mujeres a afiliarse a partidos, a «militar» o, sencillamente, a simpatizar con una u otra causa. Las multitudes en las plazas, en las calles o en los coliseos connotan una experien-cia colectiva frente a la que bien vale la pregunta por el lugar del individuo en esas colectividades anónimas. Por distintas razones, esas multitudes perdieron sentido y sus integrantes se replegaron a los resguardos de su intimidad. Probablemente fue en ese momento cuando la relación público-privado alcanzó una mayor tensión. Pero vale la pena recordar aquí que la política —especialmente, la de pla-za pública— era una actividad de varones.

Hemos hablado del individuo, y conviene tener presente que el individualismo fue una ideología triunfante que defendió los dere-chos de la persona y exaltó sus potencialidades creativas. Creemos que ciertos rasgos del individualismo están en la base de las deman-das colectivas de muchos derechos, ya tengan que ver con el trabajo o con la educación. A este respecto, siempre nos ha inquietado la manera como la educación se convirtió en el medio de ascenso so-cial por excelencia, casi siempre conseguido con increíble sacrificio. Pero ¿cuántas personas tuvieron el sueño de montar su propia em-

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presa o de vivir en forma independiente? Ese ideal de autonomía, de construcción personal, significó mucho para el desarrollo del país, aunque en ocasiones chocara con las limitaciones impuestas por el Estado. Cabe agregar que el individualismo integra elementos de diversas génesis teóricas, incluso procedentes del antiguo cristianis-mo, que entendía la salvación como una cuestión individual. Y es este elemento el que reprueba las acciones egoístas, mezquinas y violentas de quienes buscan riqueza. Resultado de múltiples proce-sos, el individualismo encuentra su lugar en el siglo xx colombiano, y la esfera privada, con su intimidad, es una de sus consecuencias.

Privacidad e intimidad son dos categorías cercanas con diferencias sutiles. La primera es el ámbito propio, el espacio en el que un indivi-duo, hombre o mujer, toma conciencia de sí y cultiva su personalidad. La intimidad, a su vez, corresponde a los sentimientos, a lo que la ra-zón no entiende —la necesidad íntima de Dios, por ejemplo—; es una noción psicológica que apunta al dominio moral de la persona1. En todo caso, esta dimensión ha requerido el respaldo de la ley en lo rela-tivo al derecho a la propiedad privada, a la defensa del grupo familiar y a la profesión de fe religiosa. Y, más recientemente, a aquello que se ha denominado «el derecho al libre desarrollo de la personalidad», lo que constituye una especie de protección contra el dominio despótico de los padres y las instituciones en cuanto a las elecciones y libertades de las personas. Pero ese ámbito sagrado que en principio todos quere-mos controlar y ocultar vive bajo continuas acechanzas.

En el tomo primero afirmamos que no se puede hablar en pro-piedad de vida privada en Colombia sino con el despunte del siglo xx. Fue necesario que se dieran ciertas condiciones históricas para que se pudieran implementar las transformaciones requeridas a fin de concebir lo privado como una experiencia cultural. La afirmación del individualismo es, por supuesto, una de estas condiciones, pero no es posible sin el afianzamiento de una burguesía y, aún más, de un pro-yecto cultural burgués. Esto, en términos de la historia de la Colombia contemporánea, se traduce en la conformación de espacios urbanos íntimos, que, como nos lo hace saber Germán Mejía, fueron lo nove-doso en la Bogotá de finales del siglo xix. En este sentido, lo privado no se circunscribe al interior de las viviendas, y lo íntimo de lo priva-do es una experiencia nueva que expresa lo subjetivo, lo espiritual y lo secreto. Hasta entonces, intimidad y privacidad habían marchado por caminos diferentes, paralelos en ocasiones, cruzados en otras, pero tan sólo a finales del siglo xix se encuentran definitivamente.

Las expresiones de este encuentro son muchas. En los espacios ur-banos, uno fue el café y el otro el club social. El primero proliferó en todas las ciudades con características diversas, en todo caso dispuesto para el encuentro y la conversación alrededor de un pocillo de café.

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Era un lugar público que permitía la conversación íntima. Lugar de discusiones políticas y literarias, el café fue también el lugar donde los hombres —y, excepcionalmente, las mujeres— confesaban sus dolores y sus fracasos. El club social, en cambio, siendo un lugar más reservado, más exclusivo socialmente, representaba los valores de la sociedad burguesa. Era el lugar del encuentro entre pares, gentes de las mismas familias e intereses. Su existencia como lugar de rituales públicos —matrimonios, quince años y homenajes— es en extremo llamativa. Camilo Monje ha narrado con sapiencia los contornos de estos dos mundos, apoyado en parte en referencias literarias, como también en entrevistas llevadas a cabo en esos lugares.

Refugios de la naciente burguesía, los clubes no sólo fueron los espacios de la nueva sociabilidad, sino que también reflejaban una parte del discurso de segregación social de la élite. Al ser creados como espacios privados de reunión, también reflejaban la pretensión de los miembros de aquella de asumirse como agentes civilizadores de la nación, mientras que su discurso buscaba constituir su compor-tamiento en patrón para la sociedad. Paradójicamente, esta situación llevó a que practicaran en la esfera privada muchos comportamien-tos moralmente censurables. En este contexto, Óscar Guarín analiza el consumo «invisibilizado» y tolerado del alcohol y la morfina por la élite, lo que contrasta con la férrea vigilancia de la Hegemonía Conservadora sobre el individuo de los sectores medio y popular, co-nocido ejemplo de lo cual es el frenesí propagandístico que se desató para prohibir el consumo de la chicha.

Además de estas y otras prácticas que anunciaban la implantación de lo privado, también hay que atender a la generación de discursos en el mencionado proyecto cultural burgués. Dos casos concretos: la literatura y los manuales de urbanidad. Centrada en la segunda mitad del siglo xix, en donde, hablando de manera amplia, comienza el largo siglo xx colombiano, Carmen Elisa Acosta muestra de qué manera, en los procesos de lectura y en las propuestas literarias, «se sobreponen varios mundos en los que participan simultáneamente la vida del lector y la vida del texto con las propuestas de los escritores y su relación íntima con la escritura». En otras palabras, la cuestión es cómo la literatura interviene en la consolidación de lo privado y, en esta perspectiva, cómo contribuye a la construcción de los sujetos según el modelo de la élite al vincular el mundo interior de la novela con el mundo exterior, efímero y en construcción permanente. De manera similar actuaron los manuales de urbanidad. En su análisis, Zandra Pedraza demuestra que el ámbito privado no está exento de la intervención y la regulación por parte del Estado. Los manuales de urbanidad cumplían con esta función, pues, al tratar la educación del cuerpo y las normas para presentarse y desenvolverse socialmen-

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te, moldearon costumbres que se arraigaron profundamente en las formas de vida privada. Sólo a mediados de siglo, como lo indica la autora, la intimidad dejó de estar marcada por fronteras físicas, arquitectónicas o corporales para pasar a conformar una experiencia más integral de sí mismo y de la relación propia con los demás.

En este sentido, uno de los temas centrales de este tomo es el que tiene que ver con el cuerpo y la sexualidad. Varios ensayos tratan la conquista, la construcción y la manipulación del cuerpo. El cuerpo salvaje fue adiestrado, transformado y adecuado en razón de patro-nes médicos, sociales y comerciales. El cuerpo de los niños, el de los jóvenes y, especialmente, el de las mujeres fue cada vez más atrapa-do en un conjunto de prescripciones informadas por determinados modelos de bienestar y belleza. Conciencia, conocimiento y gusto del cuerpo de cada uno fueron el resultado de un proceso iniciado en una cultura que lo negaba y condenaba. Profunda revolución fue esta, que en mucho estuvo asociada a la reproducción de la especie. Tal vez haya sido a través del conocimiento y la difusión del misterio de la reproducción como se llegó a la valoración del cuerpo. Esta, es cierto, también ha tenido que ver con la erotización del cuerpo. Como no ocurría desde el Renacimiento, el cuerpo femenino volvió a estar en el centro de nuestras inquietudes.

Por esta razón, en la segunda mitad del siglo xx subsistían los dis-cursos de la élite que trataban de elevar patrones propios de privacidad a modelos ejemplares ante la sociedad. Los colombianísimos reinados de belleza, analizados por Íngrid Bolívar, son una prueba de ello. En estos eventos, especialmente en las primeras décadas de la segunda mitad de siglo, se exhibían algunos rasgos de la vida privada de cier-tas mujeres «de sociedad» como prenda de prestigio para sostener el dominio político de unos grupos sobre otros, al mismo tiempo que la participación en ellos se constituía en una modalidad de intervención en la vida pública mediante la cual se invocaba una serie de valores —como la «pureza» o la «respetabilidad»— que supuestamente de-bían orientar la vida privada de las mujeres. Muy cercana a la temá-tica del cuerpo y la sexualidad se encuentra una de las cúspides de la evolución de la intimidad de lo privado: el sentimiento amoroso. Si nuestra idea moderna de amor —el amor romántico— apenas se consolidó en el siglo xix, este sentimiento ha seguido siendo una expe-riencia cultural sometida a continuos y profundos cambios. Mara Vi-veros analiza sus dinámicas, representaciones y transformaciones en la Colombia de la segunda mitad del siglo xx, cuando evidentemente género y sexualidad se convirtieron en categorías plurales.

Más allá del proyecto de la burguesía y la élite queda la inquietud por los sectores populares. Philippe Ariès, observador singular, ha llamado la atención sobre las sociabilidades surgidas en la transición

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a las sociedades modernas: redes y grupos anónimos que compartían inquietudes o intereses. En el primer tomo se apreció el caso de los masones y los espiritistas. Pero también había asociaciones de profe-sionales. Una realidad sumamente interesante fue la de los vínculos creados en los sectores populares urbanos. Acudiendo a diversos ar-chivos que testifican la azarosa vida de nuestra clase trabajadora, Mauricio Archila descorre un velo para comprender sus precarieda-des y sus realizaciones. A la pregunta de qué hacía un trabajador en sus horas libres, siempre se daba una respuesta prejuiciada: «beber». Esto era cierto en parte, pero además había solidaridad de barrio, co-laboración familiar y asistencia doméstica. La indagación resultaba pertinente, dada la proclividad de los estudios sobre la vida cotidiana y la vida privada a concentrarse en los sectores acomodados de la sociedad, debilidad que casi llevó a pensar que los pobres no tenían vida privada.

Tal vez a contracorriente de la realidad que la mayoría de los niños colombianos vivieron en el siglo xx, la memoria de la infancia se con-virtió en una especie de paraíso perdido, de Arcadia a la que se quería regresar para encantarse o para reconciliarse con la vida. La valo-ración de la edad infantil también tuvo que ver con la difusión del psicoanálisis. Su apreciación del hondo significado de las experiencias vividas en los primeros años para la formación de la personalidad hizo que muchos activaran su memoria en busca de sucesos. Paula Ila, quien se ocupa del tema, insiste en que lo interesante de este ejercicio de memoria personal, volcada sobre la infancia, es que se realiza con el propósito de dejarse por escrito. No se trata ahora del género de las «memorias», tan en boga en el siglo xix, donde la infancia ocupaba unas pocas páginas al lado de capítulos enteros dedicados a triunfos militares o empresariales. No; por primera vez se trata de personas que hurgan en los meandros de su memoria para conformar relatos sensibles y sinceros. Estos, muchas veces, no tienen destinatario y sólo buscan cierta exorcización individual. Esta rememoración soli-taria y los mecanismos a través de los que se ejercita nos refieren un universo de intimidad excepcional dentro de nuestra cultura.

Cíclicamente, en Colombia han surgido movimientos sociales que buscan transformarla y modernizarla. En las décadas de los años sesenta y setenta, los jóvenes se volcaron a las calles, denunciaron atropellos y buscaron la libertad. Algunos optaron por las armas y for-maron movimientos guerrilleros. La explicación y el sentido de estos siempre serán problemáticos, dadas las heridas que han dejado y, es-pecialmente, su degradación de los últimos años. De todas maneras, el conocimiento sobre ellos es una forma de rehabilitar esa historia y de reintegrar a sus miembros a nuestros más amplios procesos sociales presentes y futuros. La inquietud sobre la vida en su interior y sobre

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el lugar del individuo en estos colectivos preparados para la guerra es mucho más que curiosidad. Vera Grabe, fundadora del m-19, aceptó nuestra invitación a reflexionar sobre esa experiencia, agudizada en su caso por su condición de mujer y madre. Muchos años después de haber dejado la armas, de haberse reconciliado y reencontrado con el país entero, ella reflexiona y rememora la dinámica de la clandestini-dad. No reniega de él ni condena ese pasado, pero sí se interroga sobre el ahogamiento del individuo —o, mejor, de las mujeres— en esas estructuras y sobre la imposición de ciertas jerarquías.

Finalmente, un acercamiento a la historia de la vida privada en el siglo xx colombiano no puede dejar por fuera el impacto de los medios de comunicación —especialmente, de la televisión—, que auscultan, a veces abusivamente, la intimidad de las personas. Los paparazzi son «profesionales» en captar imágenes incómodas de personajes famosos, especialmente de la farándula. También se ha impuesto una especie de gusto por divulgar los propios secretos tur-bios, como si el escándalo diera réditos sociales o comerciales. En un ensayo que sitúa estos problemas en el medio televisivo, Luisa Acosta nos indica que las telenovelas fueron el género que permitió representar muchos de los temas tabú de nuestra sociedad. El arri-bismo social, las infidelidades, la homosexualidad, las adicciones y la violencia silenciosa fueron los tópicos de una televisión cuyo éxito se debía a que narraba lo que la gente vivía y callaba. En los últimos cincuenta años, las narrativas televisivas se han ajustado a los cam-bios culturales del país, revelando las transformaciones de la cultura y la manera como se han construido imaginarios de privacidad.

Comprensiblemente, estos no son todos los temas que una Historia de la vida privada puede tratar. Aquí se ha llevado a cabo una elec-ción que consulta tanto la relevancia de los problemas como nuestro desarrollo historiográfico. Esta obra se inscribe en el campo de una historia que surgió en Francia hace veinte años, y, como es lógico, nosotros hemos tratado de ser fieles a unos presupuestos esenciales, aunque afincándonos, de hecho, en nuestro propio pasado. Esperamos que esta obra provoque nuevas y mayores inquietudes sobre nuestra historia, tanto entre los especialistas como entre quienes sencillamen-te consideran esta disciplina un conocimiento necesario.

Jaime borJa Gómez

pablo rodríGuez Jiménez

Notas

1 Una obra esclarecedora de estas nociones es El ámbito íntimo: privacidad, individualis-mo y modernidad, de Helena Béjar (Madrid, Alianza, 1988).

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I. La ciudad y sus espacios

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En busca de la intimidad (Bogotá, 1880-1910)Germán R. Mejía Pavony

La ciudad burguesaDecía José Luis Romero, en su conocida obra sobre la ciudad

latinoamericana, que, a partir de 1880, muchas de las ciudades de la región experimentaron cambios tanto en su estructura social como en su propia fisonomía y constitución urbana; es cierto, advierte el mismo historiador, que tales cambios no se presentaron en todas par-tes, pues en vastas zonas rurales del continente y en pequeñas urbes de provincia prevalecieron las continuidades. Sin embargo, en las ca-pitales, en los puertos y en otros centros urbanos vinculados de algu-na manera al comercio internacional, la nueva dinámica económica impulsó intensas oleadas migratorias, novedosas fuentes de empleo y formas hasta el momento desconocidas de habitar la ciudad. Estas fuerzas impulsaron la tendencia a borrar el pasado colonial; esto es, a instaurar una nueva forma de vivir. Al producto de esta transfor-mación, pero también a la época en que tomó forma y se produjo como realidad, Romero los denominó «ciudad burguesa»1.

¡Borrar el pasado colonial! Esta fue la actitud, el propósito, el programa que guió el ideario de la generación que asumió la tarea de transformar la ciudad de fines del siglo xix. El proyecto fue bur-gués, pues fue la burguesía quien consideró inaceptables tanto las condiciones de vida en la ciudad como las limitaciones de los gustos y comodidades que la época prometía brindar a quienes tuvieran los medios para acogerlos. No es, por ello, extraño que Higinio Cualla, alcalde de Bogotá en múltiples ocasiones y de manera ininterrumpida

Manuel Ugarte en la intimidad de su hogar, 1925. Archivo revista Cromos, Bogotá. [1]

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durante el decenio de 1890, expresara en su discurso del 20 de julio de 1896 al Concejo municipal que, con el fin de hacer de Bogotá una verdadera ciudad moderna, al mismo nivel de las capitales surame-ricanas, era necesario realizar mayores inversiones en el embelle-cimiento de los edificios públicos y en la mejora de puentes, calles, plazas y parques; también expresó que, si lo anterior era importante, no lo era menos remediar la falta de representaciones teatrales en la ciudad, pues, consideraba él, estos espectáculos, propios de los pueblos civilizados, suavizaban las costumbres, y a los jóvenes, que no tenían cómo ocupar las primeras horas de la noche, les permitían distraer el espíritu mediante diversiones cultas y baratas2.

Considerando que ambas fueron expresadas en el mismo discur-so, esta segunda afirmación refuerza sin duda la primera, en ese nuevo sentido burgués que ya se respiraba en la ciudad: el teatro —esto es, la diversión culta— como solución del problema del tiempo libre, y no la amonestación moral que favorecía el recato, la oración y el esparcimiento en el seno familiar, propios de épocas no tan pretéritas para fines del siglo xix. Si las plazas se transformaron en parques y en ellas se sembraron jardines y se colocaron artefactos mecáni-cos; si se construyeron teatros y en ellos se disfrutaron programas operísticos y representaciones dramáticas; si en las calles centrales

El comienzo de siglo evidenció la construcción de nuevos espacios para el individuo: espacios de recreación, de socialización y de consumo fueron configurando la ciudad. Si bien las costumbres seguían siendo privilegiadamente parroquiales, poco a poco, los espacios empezaban a ser ocupados de formas diferentes. En este sentido, la llegada de la luz significó un cambio en la manera de habitar las calles, al prolongar los paseos públicos hasta altas horas de la noche. Vista general del edificio Fernández, 1918. Archivo revista Cromos, Bogotá. [2]

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comenzaron a lucir los avisos que invitaban a tomar café, a degustar exquisitos platos franceses, a disfrutar de un fino helado italiano o —¿por qué no?— a contemplar los maravillosos objetos y prendas importadas de otros continentes, expuestos en las vitrinas de los al-macenes del Bazar Veracruz y otras tiendas de la Carrera Séptima; en fin, si los palacetes de ornamentación pompeyana comenzaron a apa-recer en diferentes puntos de la urbe, fue porque la diversión, el solaz de los burgueses capitalinos del momento, requería lugares propicios.

En este sentido, la ciudad burguesa, para el caso de Bogotá, se caracterizó, en sus lustros iniciales, por la configuración de un nue-vo centro, aún aledaño a la plaza central pero que se extendía varias manzanas a su alrededor y que compartía con los emblemáticos edi-ficios del poder un núcleo financiero y de comercio, además de alar-dear de la presencia de cafés, hoteles, restaurantes y otros locales de claro gusto burgués. Así mismo, la urbe se ordenó en forma separada para los efectos religiosos y civiles, predominando en la zonificación claros asuntos de policía. La vigilancia se ejercía ahora sobre los lugares, dado el constante ir y venir de las personas. La red vial se estructuró con base en dicha zona céntrica, comunicando todos los extremos con este nuevo foco de la vida urbana. El equipamiento de la urbe se enriqueció con mejoras provenientes de la Segunda Revolución Industrial: acueducto, luz eléctrica en calles y casas, te-léfono, tranvía, etcétera. Aparecieron múltiples instituciones acadé-micas y de estudio, asociaciones profesionales y juntas de ornato, sin mencionar la gran diversidad de profesiones, oficios y especialidades desempeñados por los ciudadanos. Y surgieron numerosos almace-nes y talleres. Las relaciones sociales se hicieron más fluidas en los sectores pudientes, pues ahora las personas adineradas podían ocu-par un lugar destacado e influyente en la vida municipal. Finalmente, la ciudad comenzó a segregar espacialmente a los pobres: de los ri-cos, unos se aislaron en sus nuevos palacetes o en sus viejas casonas reformadas y otros huyeron a Chapinero en busca de nuevos aires y vecinos de igual condición; los pobres, hacinados en las nefastas tiendas de habitación, sólo consiguieron que para ellos se comenzara a pedir insistentemente la construcción de «barrios obreros» en las afueras de la ciudad3.

Estas nuevas realidades les fueron perceptibles, por supuesto, a las élites bogotanas de fines del siglo xix. Para Cualla, actor central de las transformaciones ocurridas en la ciudad en aquella época, fue clara la notable transformación material ocurrida en Bogotá desde 1885. En 1894 escribió que los antiguos caños habían sido reempla-zados por alcantarillas y que los embaldosados permitían ya el libre tránsito de carruajes por las calles; que se habían construido puentes en todos los lugares donde las calles se cruzaban con los ríos que co-

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rrían por la ciudad; que la plaza para la venta de carnes gozaba aho-ra de un techo de hierro galvanizado y que sus columnas de hierro habían sido fabricadas en la Ferrería de La Pradera; que los parques eran elogiados por los visitantes extranjeros y que la ciudad lucía pintoresca y risueña por las numerosas casas nuevas de estilo moder-no, algunas casi suntuosas —según sus palabras—, que embellecían las calles. Terminaba enumerando, además de los dos nuevos teatros, el alumbrado público de energía eléctrica, el acueducto de tubería de hierro, las nuevas fábricas movidas por vapor y los ferrocarriles del norte y del occidente. Sin embargo, llama la atención que para él fuera igualmente importante expresar lo que aún faltaba en obras «de utilidad, comodidad y ornato», palabras utilizadas por él en su discurso4.

Es de advertir, sin embargo, que esta ciudad burguesa lo era no sólo por su equipamiento y utillaje material —que, de todas mane-ras, necesitó otros decenios para alcanzar una transformación física profunda— sino también por los burgueses que la habitaban y la ha-cían suya. La crítica de la ciudad colonial se alimentó de los gustos, deseos y pretensiones de un grupo de personas —al decir de Ernst Röthlisberger, teólogo y pedagogo que habitó en Bogotá durante va-rios años de la década de 1880— compuesto por la aristocracia del dinero, por los altos funcionarios del Gobierno, por quienes cultiva-ban las llamadas «profesiones liberales» y, no menos importantes, por los ricos de provincia que migraban a la capital con el fin de pa-sar en forma tranquila el resto de sus días y dar a sus hijos una mejor educación. Estos sectores, continúa Röthlisberger, se caracterizaban por el lujo con que adornaban sus casas y el derroche con el que ma-nifestaban su posición social; advierte igualmente el educador suizo que en la ciudad los «cachacos» estaban siendo reemplazados por los «pepitos», jóvenes fatuos y de capital, que sólo encontraban diver-sión en la moda y en el lujo5.

Estos eran los sectores burgueses de la capital. Y fueron los que iniciaron la búsqueda de la intimidad en la vida privada. No basta-ba con la afirmación de la individualidad, pues esta no sólo tenía ya varios siglos de existencia, sino que estaba garantizada por los fundamentos de la República Liberal —esto es, por los derechos del hombre y del ciudadano—; debía acompañarse de la intimidad, algo ciertamente no tan viejo y de profundo sabor burgués. El espacio privado se hizo íntimo. Esto fue lo nuevo en Bogotá hacia finales del siglo xix. Por ello, dice un historiador actual,

la construcción de la intimidad se fundamenta en el desarrollo de los límites de la vida privada de una manera específica: separación de lo público y lo privado, valoración de la privacidad, protección de

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la interioridad de la vida de pareja y la familia, establecimiento de reglas y normas que rigen la convivencia, reconsideración de los usos de los espacios privados, las casas y las habitaciones, y una nueva forma de ver el cuerpo, su imagen, su cuidado y su sexuali-dad; […] en consecuencia, la vida cotidiana de la naciente burguesía bogotana se carga de nuevos valores, discursos y rituales tendientes a recluir la vida de la pareja y de la familia6.

Lo públicoEl primer siglo republicano se caracterizó en Bogotá por el pro-

fundo distanciamiento que se produjo entre las esferas pública y privada de la vida en común. Por una parte, las débiles élites gober-nantes sólo consolidaron su poder en la medida en que equiparon la urbe con los medios necesarios para ser obedecidas y adquirir legi-timidad ante sus demás habitantes. Por otra parte, el común de los residentes realizaba su vida en la ciudad de manera que ello no le sig-nificara grandes sacrificios y no interfiriera con lo que consideraba importante: mantener la independencia en su castillo, relacionarse con sus iguales, reunir medios económicos suficientes para llevar una vida cómoda y alcanzar la salvación eterna. La ausencia de una conciencia pública como hecho colectivo fue consecuencia de esta disociación: mientras convertían el interior de su casa, el vecindario y su propio cuerpo en el único espacio propio, protegido en su intimi-dad e individualidad por las prácticas sociales y las leyes de la vida en república, poco hicieron los residentes de la capital por participar en la construcción de un destino común. De modo que convirtieron a las autoridades en únicas responsables del bienestar general7.

La opinión públicaPoder expresarnos como individuos y emitir ante los demás nues-

tro propio juicio de los sucesos y de las personas fue una prerro-gativa que nos legó el siglo xviii. La prensa escrita fue uno de los mecanismos iniciales de la expresión pública del pensamiento indi-vidual y, en cuanto tal, privado; igualmente lo fueron los conocidos clubes literarios y científicos —en realidad, políticos—, amén de las tertulias y reuniones que se celebraban tanto en los almacenes de la Calle Real como en los salones de las casas de los principales.

Es cierto que la imprenta llegó tardíamente a Bogotá. Instalada la primera por los jesuitas durante los decenios iniciales del siglo xviii,

La intimidad, más que un efecto propio de la vida burguesa, se constituyó en un alejamiento de lo colectivo y de lo público. Las casas se convirtieron en un refugio para las élites, y el ámbito de lo privado fue reducido a lo doméstico. Mercedes Álvarez de Flores (detalle). José Eugenio Montoya, 1886. Colección Bancafé, Bogotá. [3]

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carlosTorres
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