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Primeros capítulos

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Los primeros capítulos de mi última novela, "Títeres del Azar" (El Segundo Ocaso IV). Publicada el 29.02.2016

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TÍTERESDEL AZAR

VIRGINIA PÉREZ DE LA PUENTE

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Copyright © Virginia Pérez de la Puente, 2016Copyright © portada: Virginia Pérez de la Puente

Copyright © mapas: Fernando López Ayelo

www.virginiaperezdelapuente.comelsegundoocaso.blogspot.com.es

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Este es para José Luis. Por Angarad.

ESTE AVANCE CONTIENE SPOILERSDE LAS NOVELAS ANTERIORES

DE LA SAGA.

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Mapa del continente de Ridia

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Mapa de la península de Ternia

OTROS MAPAS

Lanhav (Novana) Cohayalena (Thaledia)

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VIASHKA (TRÏGA)

Decimoquinto día desde DietlindeAño 571 después del Ocaso

Esas mujeres ven el pasado y el futuro, lo que está más allá del alcance de la vista de cualquier mortal. Las käneväs tienen más poder que los drötk y que los drötikën, más poder que cualquier hombre.

Enciclopedia de Ridia

Los tikën lo despreciaban. Y los tikën mataban a todo el que no se ganaba su respeto.Por eso su desprecio era peligroso. Por eso su desprecio podía

llegar a ser mortal.La seda se pegaba a sus piernas. Vandre sabía que su atuendo novano

molestaba a los tikën. ¿Qué habían dicho el día que reclamó la corona de su padre y se convirtió en rey de Trïga? «Viste como un maricón sureño. ¿Cómo vamos a obedecerlo, si va pidiendo a gritos que le metan la espada por el culo?».

Hacía más de diez años de aquello, pero Vandre todavía sentía burbu-jear la rabia en sus venas. Era joven. Ahora ya no lo era tanto. Ahora sabía que el desprecio podía ser un arma tan letal como un hacha. O un escudo más resistente que la mejor madera y el acero mejor forjado.

Apartó la capa de pieles que cubría sus hombros y dejó al descubierto su cuerpo vestido de seda, el cinturón de oro, las botas de cuero suave. Los tikën no se molestaban en fingir que respetaban a su líder. Ellos demostra-ban su desdén, y Vandre, en venganza, hacía ostentación de lo que tanto odiaban: sus ropas sureñas, más aptas para la corte de Novana, Phanobia o Tilhia; la corona de su padre, el primer rey de Trïga, reluciendo en su frente; la sonrisa irónica con la que pretendía expresar su superioridad. «¿Quién desprecia más a quién?».

—Dröstik pide ayuda —repitió Davar. Era la quinta vez que pronunciaba la misma frase. También era la quinta vez que Vandre respondía lo mismo.

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—No está en la naturaleza del drötikën de Dröstik pedir nada, Davar. Lo que hace es exigir. Exige que le prestemos esa ayuda. Exige obedien-cia. Exige hombres.

—Como quieras —concedió Davar—. Ha reclamado Trïga y Hordrav alegando que todos los tikën están bajo su mando. Y nosotros, mal que te pese, seguimos siendo tikën.

—Sabíamos que no se conformaría con Dröstik —gruñó Vandre. ¿Que seguían siendo tikën? ¿Y quién había dicho lo contrario? Los clanes de Trïga no comprendían que el hecho de tener un rey en vez de un drötikën no cambiaba ni su raza ni sus costumbres. ¿Tanta diferencia había entre un monarca y un señor de los clanes? A efectos prácticos, eran lo mismo.

—La cuestión es: ¿por qué no? —inquirió Hannor, separándose del resto de jefes de clan. El drötk del Fiordo miraba a Vandre con los ojos en-trecerrados, casi ocultos tras la maraña de pelo rojo que caía sobre su fren-te; la barba trenzada enmarcaba unos labios gruesos, más acostumbrados a la risa que a esa mueca enojada—. ¿Por qué no iba a querer venganza? Novana diezmó a los tikën de Dröstik en menos de tres jornadas. Los humilló. Los expulsó de la Isla con el rabo entre las piernas.

—Y podría haberlos expulsado sin él —dijo Vandre, sardónico—. Dröstik subestimó a los hombres de Novana. Son pequeños, pero no idio-tas. Y saben cómo ganar una guerra.

Hannor le lanzó una mirada de incredulidad.—Los admiras. Fuiste su prisionero durante años, y aun así los admiras.—Los respeto, que no es lo mismo.—Oh, por favor —exclamó Davar—. Todos sabemos que eres más

novano que tikën. No te empeñes en disimularlo.Vandre se irguió en el trono hasta que su nuca rozó el respaldo en

forma de cabeza de caballo. Las alas de madera se alzaban a ambos lados de su cuerpo, confiriéndole un aspecto majestuoso. El trono, labrado de tal forma que parecía que su ocupante estuviera sentado delante de un caballo alado, evocaba la hermosa y aterradora imagen de los espíritus que condu-cían a las almas al Änellkä. «¿Bastará con recordarles la muerte para que me respeten? —se preguntó—. ¿O tendré que matarlos para demostrarles que un hombre puede vestir con sedas y seguir siendo un hombre?».

—Soy un tikën —espetó con frialdad—. Soy tan leal a los míos que me atrevo a enfrentarme con ellos por el bien de mi pueblo. Que es más de lo que os atrevéis a hacer vosotros.

—Los tikën no tenemos reyes. Los tikën no nos vestimos con colores, ni parecemos más mujeres que nuestras mujeres.

—Pero si tú no has visto una mujer de cerca en tu vida, Davar —re-plicó. Como esperaba, no fueron las carcajadas de sus hombres las que saludaron su comentario, sino sus gruñidos indignados. Davar apretó los puños, pero se contentó con dirigirle una mirada llena de desdén.

—Al menos —contestó con voz tensa—, yo no miro más a mi herma-na que a las mujeres cuyos favores sí puedo obtener.

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—Davar —murmuró Hannor en tono de advertencia. Davar lo ignoró.—¿A cuántas has tenido desde que regresaste de Novana? —conti-

nuó, la ira reluciendo en sus ojos grises—. Pero tú solo las utilizas una noche, y al día siguiente tu hermana sigue ocupando el lugar que debería ocupar tu esposa. ¿Quieres ser rey? ¿Rey de qué, Vandre? Los tikën no tienen rey. Y menos a uno como tú.

Vandre se inclinó hacia él.—Cuando hables de una känevä —siseó—, habla con más respeto.Davar abrió la boca para responder, pero la mano de Hannor sobre su

hombro lo hizo callar.—Tiene razón. Es una känevä. Yo ni siquiera mencionaría su nombre

en voz alta.—¡Pero si él es el primero que trata a Krista como a una zorra! —pro-

testó Davar.«Porque lo es», rezongó Vandre. En vez de expresar sus pensamientos

en voz alta, se levantó del trono.—Te jactas de ser más tikën que yo, Davar —dijo en un susurro ten-

so—. Pero insultas a mi hermana. Es una känevä. No te atrevas a hablar de ella como si fuera una puta.

—Será mejor que no te atrevas a hablar de ella en absoluto —dijo Hannor.

La ira se fue desvaneciendo del rostro de Davar, sustituida por temor. «Témela, sí, Davar —pensó Vandre—. Es una ramera, pero no por ello deja de ser quien es».

—No es mi madre —recordaba haberle dicho a su padre, el rey, cuan-do la mujer se había sentado por primera vez a su mesa. Versko lo había mirado con el ceño fruncido. La känevä, por el contrario, había sonreído con frialdad. La pequeña réplica de sí misma que llevaba en brazos dirigió sus ojos hacia Vandre, y un escalofrío recorrió su espalda bajo el enorme peso de la mirada violeta de la niña.

—Me ha dado una hija —replicó Versko—. Y es una känevä.Eso lo explicaba todo. Solo que entonces, a los tres años de edad,

Vandre no lo había entendido.—Las käneväs son poderosas, Vandre —había dicho Versko después

del banquete—. Tienen conocimientos que las igualan a los dioses. Domi-nan a los clanes con sus palabras, y los hombres no podemos desobedecer una orden suya o ignorar su consejo.

—¿Dominan a los clanes? —preguntó Vandre, incrédulo. Los tikën no se dejaban dominar con facilidad; su padre, autoproclamado rey de Trïga, estaba teniendo muchos problemas para conseguir su lealtad.

—Los clanes no actúan sin la aprobación de una känevä —fue la respuesta de Versko—. Ningún un hombre hará algo si una känevä se lo prohíbe.

Vandre no lo había creído. Ahora, sin embargo, comprendía.Su padre se había dado a sí mismo una corona. Por primera vez, los

tikën de Trïga tenían un monarca. Y para afianzar su posición había puesto

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a su lado a la känevä que se había acostado con él y había parido a esa zorra de ojos violetas llamada Krista.

Hannor tiró del brazo de Davar para arrastrarlo hacia las puertas, de tallas tan intricadas como las del trono. Uno a uno, los jefes de clan fue-ron alejándose. Vandre siguió mirándolos mientras andaban a paso rápido entre las columnas de madera. El cabello de Hannor relució, rojo como la sangre, al pasar bajo la claraboya que se abría en el techo; la luz y las sombras de las vigas apagaban y encendían las llamas de su pelo mientras tiraba del brazo de Davar. Por el rabillo del ojo, Vandre vislumbró las figu-ras semiocultas en la penumbra de las dos naves que flanqueaban la nave central del salón. También ellas se dirigían hacia la puerta. «¿Eso significa que esta vez he vencido? —pensó, observando su retirada con cautela—. ¿Solo con invocar el poder de una känevä?».

Las puertas se abrieron con un crujido, y los drötk de Trïga salieron al exterior, permitiendo que el sol penetrase hasta el centro del salón. Un momento después, las dos hojas volvieron a unirse y dejaron a Vandre a solas con sus pensamientos.

—Temen a las käneväs —murmuró mientras caminaba hacia el fondo del salón—, pero temen más al drötikën de Dröstik. Y a mí... A mí no me temen en absoluto.

La antigua rabia pellizcó su corazón. «Seguiré siendo el rey mientras tenga a una känevä a mi lado. Igual que mi padre». Bobos supersticiosos.

—Pero en Novana son más sabios. Saben que, en lo que verdadera-mente importa, no existe la magia. Solo existe el poder.

Su padre no había comprendido que la känevä debía darle poder, no reinar en su lugar. Necesitaba a aquella mujer, pero se había convertido en su esclavo. Un error que Vandre no pensaba cometer.

La oscuridad del pasillo le hizo gruñir de impaciencia. Podía renegar de los años que había pasado en la corte de Novana, el rehén que Versko ofreció al rey Tearate para garantizar que Trïga no emprendería una nue-va guerra contra ellos, pero había cosas que recordaba con nostalgia. La costumbre de iluminar los pasillos con antorchas o velas, por ejemplo. O los siervos que acudían a la llamada de sus señores para satisfacer todos sus deseos.

Vandre añoraba Novana. A lo mejor era cierto que era más novano que tikën. «¿Qué esperaban? Pasé catorce años en Novana. Aquí solo he vivido trece, y de tres de ellos ni me acuerdo». Se detuvo delante de una puerta y dio un golpecito antes de abrirla y asomar la cabeza por el res-quicio. Aquella era la única estancia en la que no se atrevía a entrar sin llamar. No se avergonzaba. Vandre no era imbécil, y solo los imbéciles fingían no tener miedo de su hermanastra.

La esbelta silueta de Krista, enmarcada por la ventana y arropada por el tapiz estrellado del cielo, lo dejó sin aliento. Había heredado la hermo-sura de su madre. La känevä que había hechizado al rey también tenía el cabello como una cascada de aguas doradas, los ojos de aquel desconcer-

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tante color violeta. Y Versko había caído entre sus tramposos brazos, y su hijo llevaba toda la vida luchando por no caer en los brazos igualmente embusteros de la hija de aquella bruja.

No existe la magia. Solo el poder. Y el poder era de él, y la tenía en su poder. O eso se obligaba a pensar.

¿Qué importaba fingir que era ella quien lo gobernaba, si con ello conservaba la corona...?

—Vandre.Krista era la única que no le dedicaba ni una inclinación de cabeza en

señal de respeto. Soy la hermana del rey. Soy su única familia, se burlaba. Zorra.

Vandre tembló cuando los ojos violetas se clavaron en él. Los labios se curvaron en una sonrisa helada que acentuó la dureza de sus facciones. Era hermosa.

—De modo que, por fin, el rey ha comprendido que necesita a su känevä.

Vandre tragó saliva y asintió.—¿Y qué espera el rey de su känevä? —preguntó Krista—. Déjame

adivinarlo: el rey se ha cansado de esperar a que las serpientes se enros-quen en su cuello y hundan los colmillos en su garganta.

Krista podía burlarse de él cuanto quisiera; seguía teniendo que obe-decer. Su lealtad, y su vida, pertenecían a su rey. «Y tu rey soy yo, zorra».

La risa de Krista se clavó en su entrepierna.—Bien —dijo ella, acercándose tanto a él que su aroma dulzón se le

subió a la cabeza—. Las serpientes. Los drötk, los jefes de clan. Tus... consejeros.

Vandre gruñó. Así le había aconsejado su padre que los llamase. Trai-dores sería un término mucho más apropiado.

—Jamás has permitido que te dieran un solo consejo —continuó ella—, pero digamos que lo son, ¿de acuerdo?

Vandre inclinó la cabeza para aspirar su olor. La tentación... ¿Había sido igual, lo que había sentido su padre?

—Líbrame de ellos —susurró—. Antes de que ellos se deshagan de mí.

Krista rio entre dientes.—Quieres que sea yo quien se manche las manos.—¿De qué sirve la magia, si no es para obtener poder y conservarlo? —Pero usar magia para hacer política nunca ha sido buena idea.—¿Vas a ayudarme? —preguntó Vandre con brusquedad—. ¿O vas a

dejar que sea yo el que busque una salida, como hiciste en Novana?Krista hizo un puchero. El brillo burlón de sus ojos arruinó el efecto,

pero a cambio hizo temblar a Vandre de deseo.—¿Cómo puedes pensar eso de mí? Yo, que fui hasta Lanhav a bus-

carte, que me enfrenté al mar para pedirle a Tearate que te permitiera regresar conmigo a tu hogar...

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Vandre torció el gesto.—Y aprovechaste el viaje para meterte en la cama del heredero del

trono. Bueno —rio sin pizca de alegría—, del que pensabas que era el heredero.

Krista sonrió.—Podría haberlo sido.—Y tú todavía eras una niña.—Mi querido hermano... Si hubiera sido una niña, no habría tenido un

pequeño rey de Novana en el vientre durante nueve meses.—Un bastardo no puede ser rey —murmuró Vandre. La mirada aguda

de Krista lo hizo callar.—Si el rey no hubiera tenido un hijo, ese bastardo habría sido el prín-

cipe heredero.—Pero lo dejaste allí.—Sí —desechó Krista con un gesto indiferente—. Si quisiera recla-

marlo, podría hacerlo aunque él no haya reconocido que su bastardo es hijo mío. Podría hacerlo aunque no hubiera nacido con los mismos ojos que esta känevä.

—Con quince años ya eras una zorra.—Con quince años —replicó ella—, ya era mucho más lista que tú.Tanta burla, en su voz. Vandre apretó los labios.—¿Puedes hacerlo?—Por supuesto —asintió Krista—. Pero la magia tiene un precio.

¿Qué estarías dispuesto a dar?Él la miró, sorprendido. «Soy tu rey. Me debes lealtad, me debes...».—¿Qué me pedirías? ¿Qué... ingredientes necesitas?Krista dio un último paso y pegó su cuerpo al de él.—¿Estarías dispuesto a darte a ti mismo?Vandre trató de apartarse de ella, pero solo logró acercarse todavía

más.—¿Ingredientes, dices? ¿De qué está hecho un hombre? —dijo Krista

antes de ponerse de puntillas y besarlo. «Bruja. Eres mi... eres mi herma-na...». En vez de sentirse asqueado, Vandre la abrazó. Ella le mordió el labio inferior, y el dolor no hizo sino enardecerlo—. Saliva, sangre —su-surró ella contra su boca—. Sudor. Lágrimas.

«¿Quieres que llore...?». Vandre jadeó.—¿Qué más? —preguntó. Krista enredó los dedos en su pelo y tiró

de él, arrancándole las lágrimas que había mencionado. Sin despegar los labios de los suyos comenzó a deshacerse del vestido; primero fueron los hombros, después los brazos, los pechos, la suave curva de su vientre, las caderas, las piernas largas y delgadas. El vestido quedó convertido en un charco de oscuridad a sus pies.

Ver su cuerpo desnudo lo hizo sudar. Krista posó las manos sobre su pecho y, con un violento tirón, rasgó la seda de la camisa. Sus dedos se deslizaron bajo la tela desgarrada y acariciaron su piel. Vandre cerró los

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ojos y exhaló con brusquedad cuando Krista aferró el cinturón que ceñía las calzas a su cintura.

El tintineo del metal al caer al suelo sonó muy lejos, como el quejido de la tela al romperse bajo los dedos de Krista. Perdido en su mirada vio-leta, Vandre contuvo el aliento.

—Eres mi hermana.—Soy tu känevä.La mano de Krista bajó por su vientre hasta su entrepierna. Tenía los

dedos fríos.—¿Qué estarías dispuesto a dar, hermanito? —rio con suavidad.Vandre echó la cabeza hacia atrás y gimió cuando el frío de sus dedos

ascendió por su vientre, y la sangre comenzó a hervir, puro hielo, en sus venas.

Un instante después estaba en el suelo, sobre la tupida alfombra, su cuerpo cubriendo el de Krista, sus labios sobre los de ella. La besó salva-jemente mientras la obligaba a abrir las piernas.

Si verla desnuda había perlado su frente de sudor, lo que sintió al deslizarse en su interior, tan hermosa, maldita zorra, le hizo llorar.

—¿Estarías dispuesto a darte a ti mismo? —dijo Krista posando las manos sobre sus nalgas.

«Ahora mismo me estoy dando, bruja». Vandre gimió cuando ella alzó las caderas para salir a su encuentro. Tantos años negándose a reco-nocerlo. Tantos años deseándolo.

—Lo que sea —jadeó.—¿Por poder?«Por ti». Vandre se agitó entre sus piernas, descontrolado. Tan hermosa,

su hermana.—A ti mismo. —Krista cerró los ojos, emitió un suave quejido de

placer y levantó los brazos para abrazarlo. Pero solo llegó a posar una mano sobre su hombro.

Vandre sintió el golpe en el pecho antes de ver el brillo de la hoja, el cuchillo que Krista hundía entre sus costillas. Ella echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un suspiro entrecortado.

—Maldita ramera —balbució él. Se llevó la mano al pecho y tiró del mango del cuchillo para arrancárselo del pecho.

La sangre brotó a borbotones. Krista sonrió y volvió a gemir, como si la sangre cálida que empapaba sus pechos perfectos le produjera tanto placer como el miembro de Vandre palpitando en su interior.

—Te lo había dado todo —susurró Vandre. El dolor arrancó la frase de su garganta convertida en un aullido de incredulidad—. Todo. Me he dado a mí mismo. Pero sin mí no eres nada. ¡Nada! Sin mí no...

Las palabras se negaron a seguir saliendo de su boca, los brazos se ne-garon a seguir sosteniéndolo. El mundo se emborronó, y todo desapareció salvo el rostro ruborizado de ella.

Dolía.

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—Sin ti soy la drötikä de Trïga —corrigió Krista—. Sin ti, conseguiré lo que Dröstik no consiguió, lo que nuestro padre no consiguió, lo que tú no te has atrevido a conseguir. Conseguiré lo que estuve a punto de con-seguir hace años, lo que tendría que haber sido mío y Tearate de Novana me robó.

Alzó las caderas y rodeó su cintura con las piernas. Horrorizado, Vandre sintió un último espasmo de placer antes de zambullirse en la os-curidad.

Se desplomó sobre Krista. Ella sonrió y cerró los ojos para disfrutar de la sensación. El último estertor de Vandre arrancó un gemido de su garganta y convirtió el suave placer en una oleada de calor. Se arqueó hacia el cuerpo inerte de su hermano una vez, dos veces, obligando a su cuerpo a penetrarla hasta que gritó de éxtasis mientras hundía las uñas en su espalda rígida. Se quedó inmóvil, con el cuerpo en tensión, y al fin se dejó caer sobre la alfombra.

La piel de Vandre se enfrió pegada a la suya. Krista se estiró debajo de él con gesto perezoso y lo miró. Tenía los ojos clavados en ella. Ya no la veía.

—Tú mismo lo has dicho, hermanito —musitó, y levantó una mano para enjugarse la sangre del rostro—. No existe la magia. Solo existe el poder.

Rodeó el cuerpo de Vandre con los brazos y lo acunó contra su pecho mientras cerraba los ojos y su sonrisa se hacía más amplia.

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PRIMERA PARTE

Barro

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COHAYALENA (THALEDIA)

Decimoquinto día desde DietlindeAño 571 después del Ocaso

¿Y qué harán cuando comprendan que lo que creían cierto no era sino una mentira bien elaborada? ¿Qué harán cuando su mundo se derrumbe? ¿Qué harán?

El Triunfo de la Luz

Una lágrima correteó por su mejilla hasta perderse por el acantilado de su mentón. Otra siguió a la primera y se apresuró a despeñarse por el mismo lugar. Y una tercera, y una cuarta, hasta que un to-

rrente empapó su rostro.«Estoy llorando».—Estoy vivo.Una lágrima resbaló entre sus cejas. Otra golpeó su frente. Llovía.

Quizá eso significaba que no estaba vivo, en realidad. Quizá significaba que aún podía morir. Un Mellizo no podía vivir sin su Melliza.

Hacemos lo que debemos hacer. Siempre.—Y lo que debo hacer es morir —susurró, enterrando el rostro em-

papado en el hueco de su brazo herido. La sangre había dejado de manar hacía horas. O días. No lo sabía a ciencia cierta, porque mucho antes él había dejado de respirar.

Un trueno retumbó sobre su cabeza. La lluvia siguió cayendo incle-mente sobre su cuerpo, empapando las ropas arrugadas y pegándolas a su piel aterida.

—Levántate.Una orden. Kal entreabrió los párpados, confundido. No era la voz de

su Melliza. El sha’al permanecía inmóvil, callado, en su muñeca.—Dila.Solo respondió el silencio. Tu Melliza está muerta. Parpadeó para

contener la lágrima que abrasaba su ojo, y logró que se desprendiera de

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sus pestañas y cayera, cruzando su nariz, hacia el suelo.—Levántate —insistió la voz. Las sombras fluctuaron, como los ros-

tros sin nombre de la Bruma, transformando el bosque en una mancha cambiante de negrura. La noche se llenó de rojo e inundó sus ojos de lágrimas de sangre.

Una flor roja de plumas. Dispara, Mellizo.—Dila —gimió.—Levántate —ordenó la voz por tercera vez, y las manchas del mun-

do se abrieron como los pétalos de la flor alrededor de un rostro blanco.—Tije.No se movió. Tije se inclinaba sobre él. Las cortinas carmesí de sus

cabellos goteaban agua ensangrentada en su frente. Sonreía.Una punzada de odio a la altura del estómago arrugó la frente de Kal.

Pensó en incorporarse para apartarla de su lado, pero no lo hizo. Para qué.—Vete.—Si alguien tiene que irse de aquí, Danekal de Laurvat —contestó

ella—, ese eres tú.—Me has matado —gimoteó él. Los ojos multicolores insistían en

clavarse en su rostro, en su alma—. Por qué —sollozó, y giró la cabe-za para arrancarse las cadenas de su mirada. La cortina de pelo rojo lo cegó—. Solo queríamos salir de allí. Y tú la has matado. Y me has matado a mí. —Las imágenes herían su mente con lanzas de hielo. Una flor roja de plumas. La ballesta en sus manos. La mirada elocuente del emperador de Monmor, los dos cuerpos, las dos mujeres, la reina y la shalhia, caídas a sus pies.

Melliza.Sus facciones se crisparon cuando vio su sonrisa, sus ojos de ámbar

mirándolo una última vez antes de caer atravesada por la flecha que él mismo había disparado. El estruendo de la lluvia no logró ahogar el grito de agonía que brotó de su alma y que solo él llegó a oír.

—Cariño —Tije acarició su mejilla—, a estas alturas ya deberías sa-ber que la suerte es de quien la tiene.

—Tú estabas de nuestro lado —lloró Kal, pugnando por apartarse de su mano—. Te busqué, en Lanhav. Te busqué para asegurarme de que estabas viva. O para darte un entierro digno si estabas muerta. Te seguí. —Su voz se quebró—. Atravesé la Bruma por ti. Vine a Thaledia por ti. He muerto por ti.

—Yo no estoy del lado de nadie, Kal —suspiró Tije—. Eso también deberías saberlo.

—Vete —intentó ordenarle. Solo logró emitir un gañido desespera-do—. Vete. Déjame morir en paz. Déjame darme cuenta de que ya estoy muerto.

Tije se puso en pie. Las gotitas que resbalaban entre las hojas de los árboles volvieron a caer sobre Kal, empapando sus mejillas enrojecidas por las lágrimas.

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—La suerte es voluble. Cuando te da la espalda, quizá solo esté aguardando para besarte más adelante. O para acuchillarte —sonrió—. Deberías haber muerto con tu shalhia, pero estás vivo. ¿Eso no es suerte? —Hizo un mohín, uno de esos gestos de niña traviesa que no lograban ocultar el brillo ladino de sus ojos multicolores—. Y tú estás tentando a la suerte al quedarte tan cerca del emperador. Levántate —dijo una vez más, y su voz fue tan imperiosa que Kal se incorporó antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Tije le dirigió una última sonrisa y desapareció entre los troncos ne-gros de los árboles sin que Kal acertase a encontrar su voz para llamarla, para insultarla, para pedirle perdón.

Apoyó la mano sobre las hojas que le habían servido de lecho, que había esperado que le sirvieran de tumba, y se impulsó para ponerse en pie. Vete, Mellizo. La última orden de Dila, justo después de ordenarle que la matase.

Tenía que salir de allí, comprendió con un sobresalto. Tenía que salir del Imperio si quería seguir vivo. Más adelante ya intentaría descubrir por qué seguía vivo, cuando la razón le decía que estaba muerto desde hacía varias horas.

Corre, sugirió una voz burlona. Será mucho más espectacular si mis diah te dan caza mientras huyes...

«Estoy muerto».Echó a correr.

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COHAYALENA (THALEDIA)

Decimosexto día desde DietlindeAño 571 después del Ocaso

Cualquier cosa, incluso una derrota, puede ser utilizada contra el enemigo que cree haberte derro-tado.

Estrategia y Práctica de la Guerra

Esto no tendría que haber ocurrido.La voz del joven monmorense parecía incapaz de decidirse entre los tonos agudos de la infancia y los más graves de la juventud.

Se quebraba en algunas sílabas, acentuando la expresión de tristeza de sus rasgos afilados, de sus ojos grandes e inocentes. Se llevó la mano a la frente para apartarse el pelo, negro y rebelde, que el viento despeinaba; incluso ese gesto lo hizo parecer más triste, más desamparado. Cuando alzó la mirada, Kinho de Talamn estuvo a punto de dedicarle un aplauso. A su lado, una mujer ahogó un sollozo al ver cómo el joven emperador de Monmor observaba la llanura infinita del cielo en busca de una expli-cación.

—Que muera alguien siempre es una tragedia —dijo el emperador. Ni siquiera tenía los ojos entrecerrados, aunque los rayos del sol caían sobre su rostro. Tal vez la pintura negra que perfilaba sus párpados fuera más útil de lo que los ridianos creían. Tal vez no fuera una costumbre tan ridícula, si permitía a un hombre mirar al sol sin quedarse ciego. O tal vez aquel niño alto y delgado era el dios que Monmor decía que era, y le estaba permitido ver cosas que los demás no podían mirar—. Pero cuando quien muere es una reina tan joven como Klaya, el dolor es insoportable.

Los nobles thaledii presenciaban el funeral con tristeza y desconcier-to. Aún no habían asimilado lo que había ocurrido en los últimos días, el levantamiento que había estado a punto de arrasar la ciudad, la llegada de la reina y su boda con el emperador de Monmor, la repentina muerte de Klaya cuando ya todos se felicitaban por haber sobrevivido a los últimos

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días del reinado de Adelfried y a la locura paranoica de Laureth. El asesi-nato de Klaya, la reina que había aparecido de la nada para salvar Thale-dia, había sido un mazazo para los que confiaban en que ella pondría fin a la inseguridad y al peligro, a la desconfianza y a la sangre.

El suspiro compungido del emperador llenó el silencio ondulado por el calor. Kinho tuvo que volver a contenerse para no aplaudirle: cómo fin-gía estar devastado por la tristeza mientras fingía intentar fingir una ente-reza que no conseguía simular por completo... Cómo conseguía resaltar al mismo tiempo lo increíblemente joven que era, su carita de niño perdido y dolorido, y la majestuosidad de su título, la estatura de su sangre yina-haii. Cómo era, al mismo tiempo, el muchacho devastado por la pérdida de su primer amor y el todopoderoso emperador del país que acababa de hacerse con el trono de tres reinos.

—Cuando en realidad no es ninguna de las dos cosas —musitó Kinho de Talamn. No era un niño, ni un dios. Lo que aquel ser era... era algo que Kinho aún no había conseguido dilucidar. Tampoco esperaba llegar a ha-cerlo nunca. Uno no entregaba su fe a un dios a cambio de conocer todos sus secretos. Lo poco que sabía le bastaba para admirar a aquel chiquillo que se había hecho con medio continente sin perder la sonrisa cándida.

—No conozco bien las costumbres de Ridia —se excusó el empera-dor cuando el triasta le entregó la antorcha encendida—. Pero a Klaya le habría gustado saber que sus súbditos, los súbditos de Adelfried, la despi-den siguiendo la tradición tanto de Thaledia como de Tilhia.

Esta vez, Kinho tuvo que sonreír. ¿Qué hombre mencionaría al ante-rior esposo de su esposa en sus funerales? A ojos de la multitud, un hom-bre justo y generoso. A ojos de Kinho, un hombre que quisiera reafirmar de dónde provenía el poder que ahora era suyo: la corona que llevaba en la cabeza, la corona de Adelfried, que Cohayalena jamás había llegado a entregar a Laureth. El emperador no había mencionado a Adelfried como homenaje al difunto rey de Thaledia, sino para que Cohayalena compren-diese que ahora el rey de Thaledia era él.

—La única forma de honrar a mi esposa es encontrar al que acabó con su vida y hacerle pagar por ello.

Con la antorcha en la mano, el emperador echó a andar hacia la pri-mera de las piras erigidas frente al Tre-Ahon. Se detuvo junto al cuerpo de Klaya y la miró en silencio. La reina llevaba el mismo vestido verde y dorado que había utilizado para casarse tanto con Adelfried como con él; alguna sierva habilidosa había disimulado las manchas de sangre que es-tropeaban la seda, y las que no había logrado limpiar permanecían ocultas bajo el ramillete de margaritas que Klaya portaba en sus manos entrelaza-das. La expresión sombría del emperador se transformó en un gesto de do-lor, que se las arregló para disimular de tal forma que toda la plaza lo vio.

—Adiós —susurró, un susurro destinado solo a los oídos del cadáver, que se oyó hasta en las murallas. Incluso Kinho pudo ver la lágrima que el joven dejaba corretear por su mejilla. Cuando aplicó la llama a la pira,

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la mujer que observaba el funeral de pie junto a Kinho agachó la cabeza y se echó a llorar, y su llanto no tuvo nada que ver con el humo picante que empezaba a inundar la plaza con sus zarcillos negruzcos, reptando en busca de los ojos y gargantas de los presentes.

Apartándose de la pira de Klaya, el emperador anduvo con paso lento hacia la segunda pila de troncos. Allí yacía el cadáver de la mujer morena, vestido de seda dorada, las manos cruzadas sobre el pecho ocultando el lugar donde la flecha se había clavado.

—Tú tampoco tendrías que haber muerto, Dilanya del Saldellal. Tu única falta fue dejarte engañar. —Alargó una mano y colocó un mechón de pelo que se había soltado de la corona de flores azules. Cuando acarició su mejilla, la multitud contuvo el aliento—. También encontraré a Dane-kal de Laurvat por ti. Porque a ti también te insultó, y su insulto hacia ti fue mucho peor. Así que descansa, y ten por seguro que ese hombre su-frirá mil muertes en tu nombre. Te lo juro por mis dioses y por los tuyos. —Mordió las últimas palabras como si realmente sintiera la rabia que es-taba fingiendo. Incluso Kinho sintió ira al pensar en Danekal de Laurvat, aunque supiera que el pobre desgraciado no había tenido nada que ver ni con la muerte de Klaya ni con la de Dilanya.

—Lo mejor que uno puede hacer cuando se acerca Monmor —mur-muró— es salir corriendo para apartarte de su camino. O convencerlo de que conoces un atajo.

Pobre joven novano, a quien la suerte puso la zancadilla para hacerlo caer bajo los pies del Imperio...

Kinho dio media vuelta cuando el triasta amenazó con empezar a ha-blar aprovechando el público que se había congregado en la plaza. Al sacerdote no le hacía falta mucho más para dedicar una arenga a sus fe-ligreses en nombre de los dioses. De hecho, normalmente le hacía falta mucho menos.

Aguardó junto a la escalinata, a la sombra de la fachada del palacio, a que el emperador encontrase el momento de excusarse sin echar a perder la magnífica interpretación que acababa de realizar delante de su nuevo pueblo. Y siguió al joven monmorense hasta el interior del edificio sin hacer caso de las fugaces miradas de advertencia de los diah.

—¿Has encontrado ya a ese hombre, Inshe? —inquirió el emperador en cuanto la fresca penumbra del palacio lo escondió de las miradas de la plaza. Su rostro había vuelto a transformarse en una máscara dura e im-pasible, animada por el brillo avieso de sus ojos negros. Lejos de inspirar lástima, aquella cara lo que inspiraba era miedo.

—No, Alhaii. Nadie lo vio salir de la ciudad, pero hemos registrado más de la mitad de los edificios y no hay rastro de él.

—Necesito que lo encontréis. Los thaledii creen que él es el culpable de las muertes de Klaya, Adelfried y esa pobre tonta phanobiana, pero necesito darle un castigo adecuado. Si no hay castigo, acabarán por pensar que quizá no haya habido crimen —murmuró el emperador, atravesando

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a zancadas el salón del trono—. La gente es así de simple. Si ven que alguien no recibe castigo, su mente empieza a insinuarles que no es cul-pable, y al final acaban buscando otro culpable para que reciba el castigo.

—Quizá deberíais hacer vos lo mismo, majestad —dijo Kinho, ace-lerando para ponerse a su altura. Podía tener la mitad de sus años, pero el joven emperador era mucho más alto y tenía las piernas mucho más largas que él—. Si Danekal de Laurvat no está disponible, siempre podéis decir que el culpable es Laureth de Cinnamal. A vuestro pueblo le encantará ver cómo castigáis a ese hombre: muchos de ellos desearían poder castigarlo ellos mismos.

El emperador se detuvo en seco.—A partir de ahora, Kinho —ordenó—, dirígete a mí como tu alaba-

do. Y asegúrate de que te oyen hacerlo.Kinho abrió la boca, pero el brillo de los iris negros lo hizo callar.

Inclinó la cabeza.—Sí, alabado —dijo, sumiso.—Necesito a Laureth tal y como está: encerrado, no juzgado y ejecu-

tado delante de una multitud —fue la única explicación que dio antes de dirigirse de nuevo al diah—. Buscad mejor. Y buscad también a esa don-cella, Loto. Tengo pendientes un par de conversaciones con ella.

Su gesto no varió, y tampoco su tono de voz. Sin embargo, Kinho se dio cuenta de que el nombre sabía agrio en la lengua del emperador. No se atrevió a comentarlo, igual que no se atrevió a preguntar por qué de repente tenía la venia para dirigirse a él por un nombre que el día anterior había prohibido que emplease nadie nacido fuera del Imperio.

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LANHAV (NOVANA)

Decimonoveno día desde DietlindeAño 571 después del Ocaso

Es tan sencillo... No. Una simple palabra, dos le-tras, tan fácil... y cuán difícil se nos hace pronunciar-la en ocasiones.

Naturaleza del Hombre

Angarad se tapó los ojos con la mano y suspiró de cansancio.—Vuelve a leerlo, Dalin, por favor —suplicó sin levantar la mi-rada. El consejero desenrolló una vez más el gastado pergamino,

que siempre llevaba encima por si su majestad quería que le recordase por qué estaba a punto de dejar que un niño cambiase su destino y el destino del país que gobernaba.

A Angarad I, Rey de Novana, Señor de Teilhil, Soberano de Lenva-nia, Venver, Laurvat y Sendala, Conquistador de Hongarre, Protector de las Islas de Somlo y Desa y Luz de Lanhav por la Gracia de Los Tres.

Su Divinidad, el Alabado Emperador de Monmor, transmite sus salu-dos al rey de Novana y le desea un reinado largo y próspero. Asimismo, expresa su deseo de corregir los malentendidos que acabaron con la amistad entre los dos países durante el reinado de su Alabado Padre, Halimi in Kahin. Como muestra del deseo de Su Divinidad de devolver a la normalidad las relaciones entre el Imperio y Novana, el Emperador suplica a Su Majestad que reciba como invitada a su Adorada Madre, la muy noble Valhiya een Aliqi de Qouphu, y la trate con los honores debidos a una embajadora del Imperio de Monmor. El Divino Empera-dor confía en que la amistad de Su Majestad Angarad I con la Adorada Valhiya de Qouphu llegue a ser un reflejo del cariño y la lealtad que el Imperio y Novana se profesaron en su día y volverán a profesarse, bajo la luz de los Seis, en el futuro.

En Yinahia, a 8 de Kertta del año 571

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—Lo que no sé —dijo Angarad, pensativo— es por qué ha tardado tanto en llegar. Debería haber estado aquí a mediados de Tihahea, como muy tarde...

—Tal vez el emperador no encontró a tiempo un mensajero de con-fianza. O el mensajero tuvo que esperar a que regresara el buen tiempo. Es peligroso embarcar en invierno, y más en aguas tan traicioneras como las de la costa norte de Monmor.

—O tal vez no quería darme tiempo para pensarlo. Ha pasado casi medio año desde que firmó esta carta: no creo que su madre esté todavía en Yinahia esperando a ver qué digo.

En realidad, le importaba poco por qué se había retrasado la carta y cuándo había partido de Yinahia la emperatriz de Monmor. Hablaba de fechas por no hablar de lo que realmente lo preocupaba.

—Mi amistad con Valhiya de Qouphu —musitó, y rebuscó entre sus recuerdos la imagen de la hermosa mujer morena de ojos pardos—. Amis-tad. El emperador no dice gran cosa, ¿verdad? No me pide nada. No me ordena nada. No dice que me esté entregando a su madre, ni me amenaza con una guerra si no la acepto. Ni siquiera lo insinúa.

—Es indiferente —dijo Dalin, apesadumbrado—. No necesita decirlo para que lo entiendas. Y tienes que aceptar.

—Lo sé.En el mejor de los casos, Novana tendría problemas para enfrentarse

a una fuerza tan poderosa como el Imperio de Monmor. Y no estaba en el mejor de los casos. Novana seguía trastabillando, atontada, intentando recuperar el equilibrio tras la guerra con los tikën y he-ranne que habían regado las llanuras, montañas y campos de muertos y escombros. Pese a la ayuda que los propios muertos habían prestado a los vivos en las últimas estaciones, Novana no se encontraba cerca de la recuperación. Y ahora los muertos habían vuelto a sus tumbas, los vivos volvían a morir de hambre, frío y enfermedad, y no había manos para reconstruir un país que seguía arrasado casi un año después del fin de la guerra.

Había hambre. Había plagas. Había bandidos en las montañas y los bosques, y no todos eran he-ranne y tikën huidos tras la derrota: algunos eran novanos muertos de hambre. Y los que debían servir de apoyo al nuevo rey mientras intentaba recomponer los pedazos de su país, malditos fueran, preferían sentarse en sus señoríos y aguardar a que Angarad se derrotase a sí mismo, para sortear después su corona entre ellos o poner en el trono a alguien menos incómodo.

—Al menos ha llegado el verano —masculló.El cambio de estación no era un consuelo. Durante el invierno nadie

había muerto de frío, porque nadie podía morir. Pero eso se había acabado días atrás, cuando la bendición, o maldición, había dejado de tener efecto. Los que deberían haberse congelado aquel invierno habían caído muertos en el sitio, igual que los que deberían haber sucumbido a las enfermeda-des, a las heridas, a la inanición. Todos al mismo tiempo. Y Novana se ha-bía llenado de cadáveres inmóviles, una vez rotas las cuerdas que ataban

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a los muertos a la parodia de vida que los había mantenido erguidos todo el invierno.

Ahora, los vivos ya no solo tenían que sobrevivir y reconstruir No-vana: también tenían que apresurarse a incinerar a los que habían caído, miles y miles de cuerpos que se descomponían rápidamente bajo el calor como si llevasen muertos varias estaciones.

—Tal vez una alianza con el Imperio sea lo que necesitáis, majes-tad —recomenzó Dalin de Istas en tono cauteloso—. Lenvania y Venver podrían asustarse al pensar en enfrentarse a los diah, y decidirse a juraros lealtad de una vez por todas. Y sus ejércitos, unidos a los de Monmor, acabarían con los bandidos antes del final del verano.

Angarad se dirigió hacia la estrecha ventana por la que penetraba un rayo de sol. No se sentía cómodo en aquellas estancias, que habían perte-necido primero a su tío Tearate y después a su primo Danekal.

—No sé, Dalin —murmuró—. Todos los intentos de amistad entre Novana y Monmor tienen el mismo final: Novana acaba con el corazón roto.

Dalin de Istas esbozó una sonrisa comprensiva y avanzó hacia la ven-tana con un paso demasiado ágil para un hombre tan mayor.

—Tienes que dejar de vivir en el pasado, muchacho. —Dalin se atre-vió a posar una mano sobre su hombro, algo que no se atrevía a hacer mucha gente. Claro que Dalin lo había conocido con cinco años de edad, cuando se trasladó a vivir a Lanhav. Dalin estaba allí cuando Angarad tuvo que ceder el título de heredero a su primo Danekal, ese niño al que debería haber odiado y por el que jamás había sentido más que amor. Da-lin estaba allí cuando Linat volvió a rebelarse contra Tearate, una nueva traición que acabó con su muerte. Dalin estaba allí cuando Angarad juró por su vida y por su alma proteger al rey Tearate, y después al rey Dane-kal, cuando todos esperaban que decidiera seguir los pasos de su padre y declararles la guerra, o al menos exigirles en sangre una retribución.

Como debería exigir una retribución a Valhiya de Monmor.—Muchas veces, el pasado se niega a soltarnos. —Sus ojos se posa-

ron sobre el grupo de soldados que, como cada mañana, se reunía en el patio de la fortaleza para estirar los músculos y comprobar que ninguno había perdido destreza durante la noche—. ¿Por qué precisamente ahora tiene que volver a aparecer esa mujer? ¿Por qué ella? ¿Por qué así?

—Quien juega con nuestras vidas no es el pasado, Angarad —respon-dió Dalin—. Es el destino.

¿El destino? Angarad estuvo a punto de echarse a reír. Por supuesto que sí. ¿Quién, si no?

—Ni siquiera sé si molestarme en redactar una respuesta —mascu-lló—. No creo que él la espere. Supondrá que voy a agachar la cabeza al leer su carta y a decir «sí, amo». Maldito sea, y es justo lo que estoy diciendo —renegó—. ¿Cómo era eso que decía Kal...? Ese puto crío sabe muy bien lo que hace. Es como una araña, manejando los hilos de todo el continente desde Yinahia.

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—A las arañas se las puede aplastar.—Solo si tienes una bota más grande que ella. Y Novana ahora mismo

tiene los pies pequeños —suspiró Angarad—. Además, las muy desgra-ciadas tienen la manía de meterte un picotazo en el pie antes de morir.

—Al menos, mueren.—A veces. Y su picadura te duele durante media estación, si es que

no te mata a ti también.Dalin de Istas dejó el pergamino sobre la mesa abarrotada.—Miradlo de este modo, majestad: el emperador puede haberos obli-

gado a aceptar a una esposa monmorense, pero a cambio os ha puesto en las manos uno de sus tesoros más preciados.

Angarad frunció el ceño.—Espero que no te refieras a la alfombra que tiene mi primo Danekal

en sus habitaciones...—No, Angarad. No me refiero a la alfombra. Me refiero a la madre

del emperador.Valhiya de Qouphu. La sonrisa divertida, casi artera de Dalin era con-

tagiosa. Sí, quizá ella fuera el tesoro más preciado del puto crío, como Kal lo llamaba. Su madre.

El recuerdo de la hermosa monmorense dolía.

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