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PRISCILIANO ENTENDIDO COMO «OPERA APERTA» F. Sánchez Dragó A partir de este momento, y a lo ancho de una semana, diecisiete especialis- tas en el tema de Prisciliano -o en los muchos temas lindantes con y deri- vados de su contexto histórico, geográfico, reli- gioso y cultural- van a arrimar el hombro en la común y discutible tentativa de delinear los hasta ahora borrosos perfiles del Heresiarca y de enfo- car con la mayor nitidez posible sus antecedentes y consecuentes desde el punto de vista de la mito- logía, de la magia, del pensamiento heterodoxo, de la arqueología, de la historia, de la religión, de la lingüística, del folklore, de la literatura, del esoterismo, del exoterismo, de la política, de la antropología, de la gnosis, del nacionalismo, del hoy, del ayer, de la psicología, del eterno pro- blema de España como problema y, en particular, del prodigiosa y ancha es Galicia. Hace casi un par de lustros, yo mismo escribí en el segundo volumen de lo que andando el tiempo sería Gárgoris y Habidis un parrafillo que puede ilustrar hoy las motivaciones de este Semi- nario Internacional organizado por y bajo los aus- picios de la Universidad Menéndez y Pelayo. De- cía entonces, y repito ahora, que «Prisciliano, puertas adentro de nuestra cultura, está pidiendo a gritos un poco de atención. Es absurdo que espa- ñolitos de hoy, teniéndole tan cerca, prefieran es- cuchar el coro de los grillos orquestado por los muchos maharishis y maharashis que nos visitan. Eso en cuanto a los jóvenes. Y en cuanto a los otros, ¿seguirán -seguiremos- olvidando a este gallego universal que al hilo del tiempo, aunque no de la historia, reencarnó en el andalusí Abenmasa- rra, en el sefardita Mohidín Abenarabí, en el nó- mada Raimundo Lulio, en el panteísta Servet, en el sufí Juan de la Cruz, en el albigense Miguel de Molinos, en algunos alumbrados y en no pocos erasmistas? Todos estos epígonos me parecen destellos del mismo diamante». F. Sánchez Dragó 5 Pero he dicho «Seminario internacional» e in- mediatamente debo corregirme, ya que -según se desprende del programa elaborado en su día y de las modificaciones sucesivamente introducidas en él- la operáción, por una larga serie de motivos imponderables, aunque pr:evisibles, se ha quedado o se está quedando en casi exclusivamente nacio- nal. A estas alturas, y tras haberse caído del cartel investigadores de la talla de Henry Chadwick, Marieus Schneider, Ellemyr Zolla y Mircea Eliade, sólo figura en el debate un extranjero: el francés Alain Tranoy ... Pero, como dijo Laotsú, no hay mal que por bien no venga y quizá deba- mos atribuir el creciente hispanocentrismo de este curso a sabia decisión de la providencia o a la no menos sabia, escatológica y teúrgica intervención del propio Prisciliano, quejoso y ofendido por el hecho evidente -e injusto y paradójico- de que hasta ahora su vida, muerte y resurrección haya suscitado mucho más interés y derroche de tinta de España que dentro de ella. Y a es hora de que los españoles -los de Galicia y los de allende el Cebrero- presten la debida atención a un asunto, y querella por resolver, que desde hace la friolera de dieciséis siglos nos incumbe unánime- mente a cuantos hemos tenido la fortuna o la desdi- cha de nacer en este último rabo de Europa por desollar. Y vaya finalmente por delante, curándome en salud para mejor meterme en harina, la confesión de que el hecho de dirigir y de haber concebido este seminario me crea ciertos problemas de con- ciencia ... El mismo tipo de problemas, para en- tendernos, que fatal y fatídicamente se me plan- tean a la hora de escribir en tono admirativo sobre cualquier lugar prodigioso y hasta ese instante, por las razones que sean, mantenido en secreto. Muchas veces, acicateado por la buena intención y por las traicioneras veleidades de la comunicati- vidad, he puesto mi pluma al servicio de la des-

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PRISCILIANO ENTENDIDO COMO «OPERA APERTA»

F. Sánchez Dragó

A partir de este momento, y a lo ancho de una semana, diecisiete especialis­tas en el tema de Prisciliano -o en los muchos temas lindantes con y deri­

vados de su contexto histórico, geográfico, reli­gioso y cultural- van a arrimar el hombro en la común y discutible tentativa de delinear los hasta ahora borrosos perfiles del Heresiarca y de enfo­car con la mayor nitidez posible sus antecedentes y consecuentes desde el punto de vista de la mito­logía, de la magia, del pensamiento heterodoxo, de la arqueología, de la historia, de la religión, de la lingüística, del folklore, de la literatura, del esoterismo, del exoterismo, de la política, de la antropología, de la gnosis, del nacionalismo, del hoy, del ayer, de la psicología, del eterno pro­blema de España como problema y, en particular, del prodigiosa y ancha es Galicia.

Hace casi un par de lustros, yo mismo escribí en el segundo volumen de lo que andando el tiempo sería Gárgoris y Habidis un parrafillo que puede ilustrar hoy las motivaciones de este Semi­nario Internacional organizado por y bajo los aus­picios de la Universidad Menéndez y Pelayo. De­cía entonces , y repito ahora, que «Prisciliano, puertas adentro de nuestra cultura, está pidiendo a gritos un poco de atención. Es absurdo que espa­ñolitos de hoy, teniéndole tan cerca, prefieran es­cuchar el coro de los grillos orquestado por los muchos maharishis y maharashis que nos visitan. Eso en cuanto a los jóvenes. Y en cuanto a los otros, ¿seguirán -seguiremos- olvidando a este gallego universal que al hilo del tiempo, aunque no de la historia, reencarnó en el andalusí Abenmasa­rra, en el sefardita Mohidín Abenarabí, en el nó­mada Raimundo Lulio, en el panteísta Servet, en el sufí Juan de la Cruz, en el albigense Miguel de Molinos, en algunos alumbrados y en no pocos erasmistas? Todos estos epígonos me parecen destellos del mismo diamante».

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Pero he dicho «Seminario internacional» e in­mediatamente debo corregirme, ya que -según se desprende del programa elaborado en su día y de las modificaciones sucesivamente introducidas en él- la operáción, por una larga serie de motivos imponderables, aunque pr:evisibles, se ha quedado o se está quedando en casi exclusivamente nacio­nal. A estas alturas, y tras haberse caído del cartel investigadores de la talla de Henry Chadwick, Marieus Schneider, Ellemyr Zolla y Mircea Eliade, sólo figura en el debate un extranjero: el francés Alain Tranoy ... Pero, como dijo Laotsú, no hay mal que por bien no venga y quizá deba­mos atribuir el creciente hispanocentrismo de este curso a sabia decisión de la providencia o a la no menos sabia, escatológica y teúrgica intervención del propio Prisciliano, quejoso y ofendido por el hecho evidente -e injusto y paradójico- de que hasta ahora su vida, muerte y resurrección haya suscitado mucho más interés y derroche de tinta extramuro~ de España que dentro de ella. Y a es hora de que los españoles -los de Galicia y los de allende el Cebrero- presten la debida atención a un asunto, y querella por resolver, que desde hace la friolera de dieciséis siglos nos incumbe unánime­mente a cuantos hemos tenido la fortuna o la desdi­cha de nacer en este último rabo de Europa por desollar.

Y vaya finalmente por delante, curándome en salud para mejor meterme en harina, la confesión de que el hecho de dirigir y de haber concebido este seminario me crea ciertos problemas de con­ciencia ... El mismo tipo de problemas, para en­tendernos, que fatal y fatídicamente se me plan­tean a la hora de escribir en tono admirativo sobre cualquier lugar prodigioso y hasta ese instante, por las razones que sean, mantenido en secreto. Muchas veces, acicateado por la buena intención y por las traicioneras veleidades de la comunicati­vidad, he puesto mi pluma al servicio de la des-

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cripción de uno de esos lugares -las ruinas de Termancia o el cañón del río Lobos, por citar dos portentos de mis adoptivas tierras sorianas, o el laberinto pontevedrés de Mogor y los roquedales de San Andrés de Teixido, para no olvidar la hospitalaria geografía que en estos momentos nos acoge- y, al regresar días o meses después al escenario tan encendidamente descrito, me lo he encontrado hecho trizas bajo el aluvión de una muchedumbre de curiosos que no acudían allí es­poleados por el afán de perfeccionamiento interior ni por legítimos imperativos estéticos o hedonis­tas, sino que lo hacían respondiendo al mecani­cismo turístico y pseudo-cultural de un sistema de vida en el que, como rezaba una célebre canción de nuestros verdes años antifranquistas, «todo se compra, todo se vende, toda es pura transferen­cia». Y así, por culpa mía X de otras gentes como yo, los prodigiosos lugares en cuestión terminaban lamentablemente profanados por el flash de las instamatic, el hábito corrupto de los pandas, las botellas de purulentos refrescos producidos por las multinacionales, los envoltorios de repugnan­tes bocadillos confeccionados a base de pan de chicle bimba y jamón de serrinyork, y los beocios comentarios de los domingueros.

Pues bien: confío en que esta vez no suceda así. Confío en que, de resultas de este Serrtinario, no quede malparado ei honor del Heresiarca ni su recuerdo sufra mutilaciones o profanaciones. Con­fío en que el próximo sábado no salga de aquí su simbólico cadáver amortajado y aliñado con celo­fanes grasientos, latas de aceite de colza, música concreta de bocinas y eructos eruptivos y erudi­tos. Confío en que los medios de información no pintarrajeen y disfracen al Druida hasta conver­tírnoslo en una especie de supermán. Y confío, por último, en que su silueta siga siendo lo sufi­cientemente difuminada, poliédrica, ambigua, y contradictoria como para que le calcen -igual que hasta ahora ha sucedido- el verso de don Antonio Machado (oscuro, para que todos atiendan. 1 Claro como el agua, claro, /·para que nadie com­prenda) y el título que el poeta clásico acuñase en su día para definir sin menoscabo la medina de Granada: jardín abierto para pocos, paraíso ce­rrado para muchos.

Y ello porque Prisciliano, hoy como cuando empecé a escribir Gárgoris y Habidis, sigue pare­ciéndome no una rosaleda cartesiana de Versalles, sino una jungla romántica y dialéctica, un parque de Bomarzo abierto de par en par -como los pos­tigos de la catedral jacobea- a todos, enfermos e sanos, /·no sólo a católicos, sino aún paganos, f. a judíos, herejes, ociosos y vanos, f. y más breve­mente a buenos y profanos. Y me lo parece preci­samente a causa de esa vaguedad de perfiles -de esa condición de caja china o matrochka rusa o bargueño de marquetería- que la posteridad y la incurable zozobra del corazón humano le han

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ido poniendo -o añadiendo, o quitando- al hilo de esa entelequia a la que momentáneamente voy a seguir llamando historia.

Quiero decir con lo dicho que, en mi opinión, la imagen de Prisciliano está bien tal y como ha llegado hasta nosotros: desencajada para que todo pueda encajar en ella, ruinosa para que cada quien la restaure como le venga en gana, desteñida para que cualquiera la repinte con los colores de su propio espíritu e incompleta -como los hiperbóli­cos schiavi de Miguel Angel en el museo de la Accademia florentina- para que ustedes y yo, cada uno a su aire, la completemos con las for­mas, el soplo y la proyección de nuestra realidad psíquica, que es -nos lo enseña Cervantes en el Quijote- la única existente.

Y así, burla burlando, espesuras de la opera aperta, concepto que sirve de título a mi interven­ción en este seminario y que hace un par de déca­das -descubriendo Guanahaní y vistiendo con pá­tina científica una verdad de perogrullo- elabora­ron en su idioma los pedantísimos estructuralistas italianos. Llaman éstos, y llamo yo aquí, opera aperta a toda creación humana -de arte o de pen­samiento- que no se autoencierre con herrajes de oropel en conclusiones perentorias, juicios de va­lor apodícticos, desenlaces congelados y defini­ciones definitivas. Sería, de acuerdo con ello, opera aperta -ciñéndonos, con ánimo de ejempli­ficar, exclusivamente al queacer artístico- aquella que no le tapa la salida al lector u observador, sino que -situándose, por así decir, en el centro de una esfera- irradia conexiones y posibilidades de conexión hacia todos los puntos de su volumen y superficie con miras a permitir que el lector, o el observador, establezca una complicidad estricta­mente individual y subjetiva con el autor, proyec­tándose en lo visto o en lo leído (o en lo escu­chado), orientándolo, encausándolo pro domo sua, entendiéndolo a su manera o inclusive a su capricho, completándolo con el contenido de su magín y desembocando de esta forma en una lec­tura o visión (o audición) absolutamente personal e intransferible.

Si -acomodándonos sin repugnancia a la última moda y dudoso uso de estos tiempos- nos resigná­semos a extrapolar latiniparlas y calificaciones propias del batiburrillo político con ánimo de ma­tizar ulteriormente lo sugerido en el párrafo ante­rior, podríamos sin duda concluir diciendo que la opera chiusa (u obra cerrada) tiende a ser autori­taria y fascista, mientras la obra abierta es por definición -o por su capacidad de antidefinición­flexible, tolerante, democrática y libertaria. Aún más: la opera chiusa, efímera como todo lo artifi­cial, muere irremediablemente con su autor y con su época (o sobrevive sólo, cual zombi o vampiro, en la letra menuda de los manuales y en el azaca­neo de los doctorandos), mientras la obra abierta, precisamente por serlo, por no inscribirse en las

Prisciliano

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modas, modos y modales de ninguna época o lu­gar determinados , tiene garantizada su supervi­vencia. Así, por ejemplo, el Quijote -quizás el paradigma más cabal de opera aperta que la histo­ria del mundo nos ofrece- libro que puede ser leído y entendido por un galopín y por un vejesto­rio, por un coetáneo alcazareño de Cervantes y por un ganapán alcalaíno de nuestros días , por un hotentote y por un patagón, por un catedrático de la Sorbona y por una furcia de las Ramblas. Cada lectura, dentro de esa lotería y caleidoscopio, será diferente, pero ningún lector se quedará sin ta­jada. Y ello porque la opera aperta sabe dejar cabos sueltos y crear en derredor infinitas zonas de penumbra y hasta de oscuridad , y propone muchos temas sin s;oncluir ninguno. Es un aleph, esa letra inicial del alfabeto sagrado y misteriosa figura de las geometrías no euclidianas que sirvió de título a un memorable cuento de Borges y que el propio Borges definió como «el lugar -o un lugar- donde están, sin confundirse, todos los lu­gares del orbe vistos desde todos los ángulos». O dicho de otra forma: el punto del universo -o un punto del universo- en el cual éste se dobla sobre sí mismo y hacia el cual converge, simultánea y unánime , la insufrible totalidad de la creación. Algo parecido al complejo y sofisticado instante que precede a la muerte y en el que el moribundo -según nos cuentan quienes sobrevivieron al

, trance- asiste de un solo brochazo , y en un solo plumazo, al espectacular desfile de cuanto la vida le deparó.

Pues bien: así, creo yo, Prisciliano, aunque ads­crito no a un punto del orbe, sino a un lugar de España en el que coexisten, confundiéndose, to­dos o muchos de los lugares del universo hispá­nico vistos y vividos desde perspectivas exclusi­vamente españolas. De ahí su inextinguible actua­lidad (que lo convierte, inclusive, en personaje, o símbolo, o numen, apto para bandera y consigna de quienes hoy, genuflexos, se postran ante el kármico manitú, fetiche, superstición y becerro de oro de las autonomías). De ahí, sin prisa ni pausa, su condi­ción fluvial de pozo artesiano que brota o se seca a tenor de los meandros de la historia. Y de ahí, tam­bién, viniéndome a los adentros de lo personal, mi decisión de seguir la sugerencia que en su día me hiciese Raúl Morodo y de embarcarme en la convo­catoria y organización de este seminario, cuyo sim-

, ple planteamiento pudiera sonar a contradictorio en quien, como yo (y como Prisciliano en su época), descree del estudio de la historia entendida como mera reconstrucción del pasado y no, a la manera de Heródoto, como potencial magistra vitae calificada para orientarnos y conducirnos por entre los reco­dos de ese camino de perfección en cuya andadura se cifra, a niijuicio, el único arte posible y plausible de vivir.

Me explicaré ... Dije hace unos minutos que la más honda hondura entre los muchos laberintos,

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trampas y pozos que el Quijote nos ofrece (y tam­bién, en definitiva, la principal causa remota de su infinitud , polivalencia y perseverancia) consiste en vindicar y rescatar, o acaso inventar, la épica y atrevida hipótesis de que la única realidad real, visible y tangible, corriente y moliente, es la reali­dad psíquica ... O sea: la percepción individual del mundo y no el mundo en sí mismo, tanto si le reconocemos a éste -tal como proponían y propo­nen los filósofos realistas- una definición concreta cuanto si lo desposeemos -a la manera de los escépticos- de su presunta objetividad.

¿Molinos o gigantes? That is not the question. La cuestión estriba en que para Sancho los gigan­tes son molinos y para don Quijote los molinos son gigantes , y punto. Uno y otro -Sancho y don Quijote, don Quijote y Sancho- viven de acuerdo con su realidad psíquica y , para eso , para vivir (y también para morir), ni el uno ni el otro necesitan desentrañar el intríngulis de lo que objetivamente -o no- tienen delante. Ya lo había apuntado Gui­llermo de Occam y, casi dos siglos después de que apareCiera el Quijote, remacharía el asunto nada menos que don Emmanuel Kant al resolver con un hábil truco dialéctico la vetusta antinomia de si los objetos conocidos por el sujeto son inmanentes o trascendentes a éste.

V alga la digresión para aclarar por qué el estu­dio de la historia, y la historia misma, me interesa única y exclusivamente en función de los susodi­chos postulados quijotescos (y he ahí, también, el motivo de que yo no sea ni pueda ser ni vaya a ser nunca historiador). No me importa averiguar si los molinos son lo que parecen o parecen lo que no son: me importa sólo, en esa esgrima, descubrir lo que cada hijo de vecino ve o cree ver, prescin­diendo de si su visión coincide o no con la del ojo de Jehová y de Tuñón de Lara ... Y me importa sólo ese dato porque sólo ese dato me ayudará a entender a la gente (y yo soy parte de la gente) y ayudará a la gente a entenderse a sí misma, con lo que yo tambi.én me entenderé mejor. Es decir: únicamente de este modo será o volverá a ser la historia magistra vitae.

Ello explica, creo, mi incruenta desconfianza -que nunca he ocultado- hacia los propósitos y métodos de la historiografía académica y explica también la a menudo cruenta y siempre lógica desconfianza que mi gargórico quehacer ins­pira, con algunas excepciones que agradezco, a los profesionales de la historiografía, entre los que no suele abundar ni la imaginación ni el deseo de responder al adónde vamos y de dónde venimos, única pregunta justificatoria, a mi entender, de todo ese batiburrillo al que llamamos ciencia .

Pero cojamos ya, desde la perspectiva de lo dicho, el toro priscilianista por los cuernos ... Hay quien arguye, no sin esgrimir razones (razones hay siempre para todo), que el balarrasa de Prisci­liano no fue ni tan siquiera un hereje, sino un

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cristianito cabal, y hay por supuesto quien asegura lo contrario con no menor acopio de razones; hay quien lo considera gallego del Padrón y quien, ávido de parecer novedoso, se atreve a negarle inclusive la galleguía, imaginándolo hombre de más al sur; hay quien nos lo convierte porque sí y desde el burladero de la actualidad en un progre­sista a la moda -casi en un cretino de izquierdas, como diría Sciascia- y hay quien sin sonrojo, y llevando el agua de su molino al ascua de su sardina, nos lo demuda en lobo de camada negra y chiquilicuatre ultramontano con orejeras regresis­tas ... Y así hasta un millón y para todos los gus­tos. Yo mismo, en la medida en que por razones vitales he estudiado el tema con ahínco y relativa minuciosidad, podría esgrimir mis propios juicios de valor -más o menos fundamentados- sobre ta­mañas fruslerías, pero, ¿a qué ton, con qué ob­jeto? Dudo de que ese tirá y afloja bizantino de maestros ciruelos, bachilleres, licenciados y doc­tores pueda conducirnos a alguna parte. Me pre­gunto si una vez establecido fehacientemente el lugar, por ejemplo, en el que Prisciliano vino al mundo, habremos adelantado a la tortuga de Aqui­les en la carrera hacia el Conocimiento con ma­yúscula. Me pregunto si sabremos algo más, des­pués de eso, sobre el Heresiarca y sobre nosotros mismos. Me pregunto si los datos tan laboriosa­mente conseguidos nos servirán para ser, verbi­gracia, más felices, y la respuesta en todos los casos es no. No seremos entonces ni tan siquiera más cultos -porque la cultura no se alcanza acu­mulando datos o sacando fotografías- ni estare­mos, lo que ya de por sí constituiría humildísimo logro, mejor informados, puesto que la informa­ción no-tiene por qué pasar bajo las horcas caudi­nas de la erudición. La tentativa de reconstruir la historia al hilo de los escasos y caprichosos vesti­gios que de ella, azarosamente descompuestos , nos han llegado sólo puede inducir a la Ignorancia y conducir a la aberración ... Como aberrante era la versión de la historia humana transmitida en una novela de ciencia-ficción por los arqueólogos extraterrestres que aterrizaron en nuestro planeta mil siglos después del último y definitivo Diluvio , y sólo encontraron, como única y postrer huella de la actividad del hombre, una inefable película del ratón Mickey. Del mismo modo, reconstruir la historia sobre la base -y sólo sob)"e ella- del no menos casual y parcial testimonio escrito entraña riesgos tan graves y tragicómicos como el de con­tar dentro de trescientos años lo que sucedió ano­che en Madrid a la luz de un ejemplar del Hola . Si no sabemos ni sabremos nunca lo que verdadera­mente pasó o dejó de pasar en la españolísima noche del 23 de febrero, pese a lQ_ mucho que sobre ese akelarre se ha escrito e investigado desde ópticas opuestas y de forma casi sincrónica con el transcurso de la pesadilla, ¿cómo diantre atinará a saberlo el futuro historiador?

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No, las fuentes primarias de la historia -tan dóciles y socorridas- sirven, en mi opinión, para muy poco, pero sirve en cambio para mucho -y ahí radica el busilis, si busilis hay, de mi antime­tódico método- las fuentes de segunda y tercera mano, la versión que por diferentes conductos , y desde distintos momentos históricos, nos transmi­ten en lo tocante a un hecho determinado -ya resulte galgo o podenco- los quijotes, sanchopan­zas y cervantes. Quiero decir con ello que, en cuanto escritor (o historiador sui géneris), y sobre todo en cuanto horno sapiens, no dirijo mi aten­ción al hecho en sí, sino a su vivencia, esto es, no al molino, sino al gigante, por creer que el gigante y no el molino será el hilo conductor que nos ayude a conocer y entender, y eventualmente a compartir, la realidad psíquica de quienes directa o indirectamente tuvieron algo que ver con el acontecimiento en cuestión.

Pondré un ejemplo, alusivo -para mayor ejem­plaridad- a ese teatro pánico de sombras chines­cas que solemos llamar Historia de España. Entre 1588 y 1591 se exhumaron en Granada y por sus alrededores los famosos libros plúmbeos, que con el correr del tiempo se revelarían tan falsos como los falsos cronicones y en los cuales , de igual modo que en éstos, se aportaban presuntos datos fehacientes con miras a demostrar, entre otras cosas, que los moros y los moriscos eran tan es­pañoles como Viriato y tan catolicones como el mismísimo San Pedro. La zarabanda histórico-teo­lógica que en torno a ello se montó fue de abrigo y duraría, entre bromas y veras, hasta 1682, año de desgracia en el que la Santa Sede, tras de sopesar y considerar las mil y un pruebas de cargo y de descargo esgrimidas por los doctores , desautorizó definitivamente la autenticidad de las reliquias. Y tenía razón: los libros de plomo formaban parte de una maravillosa conjura urdida por los últimos moriscos granadinos con ánimo de atribuirse un pedigrí étnico y religioso que les granjeara libertad de movimientos y célula de igualdad puertas aden­tro de la maciza España inquisitorial, que no im­perial, levantada a mayor gloria del diablo por los fementidos Reyes Católicos ... Se demostró, pues , que todo era un fraude -porque fraude, en efecto , era- y la lógica quedó a salvo, pero, ¿y la verdad? No siempre ésta coincide con aquélla: como el corazón de los poetas románticos, tiene la una razones que la otra desconoce. ¿O acaso no eran, ciertamente, tan españolitos de toda la vida los moros como los cristianos? El pueblo lo entendió así, sin atender a los irreprochables argumentos científicos de la clerigalla historiográfica, y no le apeó al teatro de los acontecimientos el nombre que espontáneamente le había conferido al ar­marse en él la marimorena, esto es, siguió llamán­dolo como todavía hoy lo llamaremos: sacro­monte.

¿Vale el ejemplo? ¿Dónde había más verdad: en

Prisciliano

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el fraude o en su denuncia? Esta era el molino, la fuente de la historia; aquél, el gigante, la vivencia, la realidad psíquica de España... Por lo mismo suele haber casi siempre más historia en la litera­tura que en la historiografía. Que lea a Ovidio, y no a Gibbon, quien quiera saber de Roma. Ese método le sirvió a Schliemann para descubrir las siete ciudades de Troya en un lugar hasta el que no llegaba la lupa último modelo de los arqueólo­gos profesionales. ¿Cómo puede el historiador científico fiar, por ejemplo, en crónicas palacie­gas, mediatizadas casi siempre por el interés, la lealtad o el miedo, y desatender en cambio las enseñanzas del Lazarillo? Allí, en ese golpe de timón, es donde Américo Castro le gana definiti­vamente la partida a Claudio Sánchez Albornoz. Este, que a diferen'cia de su enemigo era -y es- un profesional, incurre constantemente en el peor y más pueril riesgo de su oficio: confundir la vida de los hombres con las notas a pie de página. Para ser historiador conviene, sí (y en eso fallaba don Américo), aprender la letra menuda, pero a condi­ción de olvidarla luego. La historia es lo que queda, no lo que se archiva. O dicho de otro modo: son los hombres quienes hacen la historia y no al revés. De ahí que para desentrañarla baste y sobre con desentrañar el misterio de la naturaleza humana, quehacer más propio de escritores que de historiadores. Lo crudo y Lo cocido de Levi-

, Strauss me abonen. Para enterrar a los muertos cualquiera sirve menos un sepulturero. Huma­nismo y estructuralismo frente a especialismo e historicismo. Tal es mi propuesta. Y, afortunada­mente, la de otros.

¿Contra quiénes? Contra muchos y, en especial, contra todos aquellos que so capa de metodología nos imponen los dogmas de su ideología. Apunto por ejemplo, tirando a dar, hacia los católicos y los marxistas no en cuanto marxistas o católicos, que allá cada cual con sus caprichos confesionales y sus «intenciones de voto» (y hay, ciertamente, personas de fe católica o marxista que, cuando se ponen a historiar, no hacen la señal de la cruz ni la del puño en alto), sino en cuanto inquisidores que se limitan -como Beltrán de Duguesclin- a servir a su señor y que incurren en la infamia, típicamente clerical, de atribuir adjetivos de hogaño a sucesos de antaño y de extrapolar elementos morales o conceptuales del mundo de hoy, o de aquí, para absolver o condenar casos y cosas de ayer o de allí. Quien eso hace -y tantos nombres hay que no voy a citar ninguno- deja automáticamente de ser historiador para convertirse en confesor, y en con­fesor jesuita. Como tampoco lo es -historiador- el vampiro lógico-matemático que confunde, al · uso de Occidente, la Teoría del Conocimiento con la Etiología de los Fenómenos y da en buscar causas y sólo causas, como piojos una mona, y única­mente se considera satisfecho cuando las encuen­tra, y si no las encuentra fuerza la elasticidad de

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los hechos, y de su interpretación, hasta que todas las casillas tienen su latinajo, y cuadra el balance, y coinciden coma por coma las cifras del debe con las del haber. Típica de tales bárbaros es, verbi­gracia, la costumbre de establecer y empalmar derivaciones a todo trapo. ¿Que un buen día se descubre -y pongo el ejemplo por la relación que guarda con el asunto y contexto de este semina­rio- que los celtas rendía culto a deidades femeni­nas relacionadas con la fecundidad, la guerra, la fortuna y el destino, y que por otra parte constaba ya la vigencia de diosas similares -con funciones muy parecidas- entre los antiguos germanos? Pues nudo marinero a la vista y conclusión al canto: no hay efecto sin causa, ergo la liturgia en cuestión forzosamente tiene que responder a un común le­gado indoeuropeo. Así, señores, se escribe la his­toria. Como si no existieran divinidades análogas en infinidad de pueblos que jamás lindaron ni en la geografía ni en la cronología ni en la etnografía con los celtas, los germanos o los indoeuropeos en general. Como si, yéndonos aún más atrás y más hondo, no estuviera suficientemente demostrada la posibilidad de que en cada hombre o en cada grupo de hombres surjan por partenogénesis ideas, hábitos y sentimientos que no se transmiten como el testigo en una carrera de relevos, sino que proceden -esta vez sí- de algo común a todos: la naturaleza humana.

Y ahí, quizá, está el casus belli: en lo de si el hombre es naturaleza o historia... Otra vez los estructuralistas contra los historicistas, los místi­cos contra los carteros pedáneos, los Dimitri con­tra los Iván Karamazovi. Eterna querella en la que, por obvios motivos de espacio y tiempo, no voy a entrar ahora, pese a que hace ya mucho tomé partido, y militancia, a favor de la hipótesis naturalista. Quédense los argumentos que me la avalan para mejor ocasión y basta de cerros de Ubeda. Prisciliano sigue a la espera.

Y si cuanto llevo dicho me parece verosímil (aunque conjetural) en líneas generales, aún más me lo parece en lo relativo al Heresiarca del Pa­drón considerando las estratificaciones e inclusive fosilizaciones que poco a poco, y por una larga serie de motivos que ya expuse en mi historia mágica y que no voy a repetir aquí, han ido desfi­gurando y escamoteando su humanidad de carne y hueso hasta reducirla a la metafísica y arrocinan­tada condición de símbolo. Escasean, por otra parte, los datos -a causa de los mismos motivos­y existe, sobre todo, la posibilidad -olímpica y unánimemente ignorada por los especialistas, esos devoradores de celulosa que suben y bajan en ascensor blindado sin enterarse de que Marilyn vive en el quinto- de que los Tratados y Cánones del padronés, tan escrupulosamente ortodoxos en apariencia, se concibieran en su día como manio­bra de despiste in péctore y no como manifesta­ción de doctrina. La sentencia taoísta de que

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quienes hablan, no saben y quienes saben, no hablan ha sido, desde la noche primordial y la kermesse de los orígenes , común e infatigable ca­ballo de batalla de todos los gnosticismos , así que - si Prisciliano era un gnóstico (y no resulta fácil sostener lo contrario, aunque algunos lo hayan hecho)- lo normal es que por escrito y córam pópulo no expresara nunca su manera de pensar, hecho éste que difícilmente admitirán los investi­gadores de póliza y plantilla, y con razón, puesto que el bromazo les pulverizaría las famosas fuen­tes primarias y con ellas se les vendría al suelo en un amén todo el castillo de naipes.

Conviene recordar al respecto, y como enésima probanza de la restricción mental característica del gnosticismo, que el más visible y vistoso nota­rio y albacea del capital priscilianista fue Dictinio, obispo e hijo de obispo, prócer de Astorga, discí­pulo amado y autor de un 'curioso libro en el que postulaba un modelo de conducta basado en el antiguo principio de que la verdad sólo debe reve­larse a quienes de antemano la aceptan. Y aun­que San Agustín montó en cólera al leer la obrilla de su colega y vapuleó implacablemente la tesis en su Contra mendacium, hubo otros Padres de la Iglesia menos amancebados con la ortodoxia -como, por ejemplo, Jerónimo y Juan Casiano­que explícitamente y pluma en ristre hicieron causa común con la postura de Dictinio. Esta ins­piraría después, no sé si directa o indirectamente, una de las más hermosas páginas de la literatura en castellano: aquélla en que un joven Werther y melancólico aristócrata aprende a no decir tu can­ción sino a quien contigo va. Y agua debía de correr aún bajo los puentes del gnosticismo prisci­lianista y jacobeo para que mil años más tarde, en su cuaderno de bitácora compostelana, el pere­grino y anglosajón Wey estampara la siguiente y no menos peregrina frase: si fere vis sapiens sex serva quae tibi mando: quid loqueris et ubi, de qua, cui, quomodo, quando (lo que en román pa­ladino significa: si quieres guardar tu vida de des­lices, observa con cuidado cinco cosas: de quién hablas y a quién, y cómo, y cuándo, y dónde hablas). Salta a la vista que los gallegos posterio­res no olvidarían la lección.

Y en cualquier caso, con o sin restricción men­tal en los Tratados y Cánones, no parece existir mucha relación entre el Prisciliano,.de los libros y el Prisciliano de los hechos, ni tampoco entre aquél y el Prisciliano tal y como la posteridad lo entendió. Ya se dijo: opera aperta, fortín con los postigos de par en par, ciudad alegre y confiada para entrar en ella a saco y al frente de un grupo salvaje de investigadores e historiadores , de lógi­cos y mágicos, de esotéricos y exotéricos , de cre­yentes y descreídos, de científicos y anarquistas, de arqueólogos y de poetas ... Justamente el tipo de personas -Tercios de Flandes y de Galicia- que he convocado aquí para ver si la olla de grillos que

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cantan a la luna se convierte en concierto y si entre todos -mágicos y lógicos , doctores y escri­tores- ponemos en pie el cadáver de Prisciliano con terapéutica de mixtifori y se nos echa a cami­nar y a predicar por esos campos de Dios ur­diendo nuevas barrabasadas, que falta nos hacen. Y todos tan amigos.

Ahora, si me lo permiten , una confesión: la del esfuerzo que me ha costado enfrentarme por se­gunda vez en mi vida al maledetto imbroglio de Prisciliano y el priscilianismo. No soy hombre de medias tintas ni de cortas distancias. Mis dioses no me han concedido el don de la brevedad ni el de la moderación. Por ello, cuando toco un tema, me gusta -en la medida de mis fuerzas y en la circunscripción de mis intereses- agotarlo, de tal modo que -habiendo ya escrito sobre y en torno a Prisciliano, con mi habitual profusión y parciali­dad, en el Gárgoris- se me hacía muy cuesta arriba lo de bañarme otra vez en el mismo río , sobre todo teniendo en cuenta que el primer cha­puzón en sus aguas me valió in illo tempore un verdadero transfert junguiano, que no freudiano , en el que quien hacía las veces de psicoanalista era, por supuesto, el Heresiarca, correspondién­dome a mí el triste y estomagante papel de psi­coanalizado o de algualcil alguacilado. Total: que flipé, como ahora dicen los nuevos vándalos, y di en identificarme con mi psicoanalista del Padrón hasta extremos mucho más extremosos de los que ordena la cordura y aconsejan las buenas costum­bres. Con decirles que hace unas semanas , entre bromas y veras , decidí bautizar a mi hija Aixa sumergiéndola en las aguas del Duero, a su paso por Soria y por la curva de ballesta machadiana, conforme a presuntos ritos priscilianistas, y ofi­ciando yo de sumo sacerdote priscilianista, y asis­tiendo a la función un grupo de amigos con rigu­roso uniforme priscilianista, y yéndonos todos después -mágicos y descalzos- a asar un cordero con yerbas priscilianistas, y a regar la pitanza con somas y licores priscilianistas, y a danzar en carro muñeiras priscilianistas , y a folgar luego con eu­crocias y próculas priscilianistas, y ... En fin: per­dónenme ustedes esta digresión tan poco acadé­mica, pero no se llamen a engaño , pues cosas así también caben en la tentativa de entender el pris­cilianismo y quien lo trujo como opera aperta . Conviene estar siempre a las duras y a las ma­duras.

Decía, retomando el hilo, que se me puso muy difícil lo de escribir otra vez sobre Prisciliano, individuo del que había oído hablar nebulosa­mente por entre los jirones del bachillerato - yo soy uno de esos comeletras que se leen con frui­ción inclusive las notas a pie de página, y lo digo con intenciones de miura , puesto que Prisciliano, excepción hecha de don Marcelino en sus H etero­doxos y del Padre Flórez en su España Sagrada, casi nunca ha merecido algo más y mejor que una

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nota a pie de página en nuestros castrenses ma­nuales de historia ... Bueno, pues algún brumoso eco del Heresiarca me había alcanzado también durante los verdes años de la universidad, pero poca cosa, nada de importancia, hasta que en el otoño de 1972, creo, cuando más sumido y em­briagado me hallaba en y por las lecturas, viajes e insomnios que precedieron al Gárgoris y Habidis, y cuando más desamparado me encontraba en el feroz contexto de esa locura, y más dantesca­mente smarrito e perduto en la selva que conduce al infierno, y más de bruces en el maremoto del Diluvio, y más acosado por la noche oscura del alma, entonces -estaba diciendo- y sólo entonces volví a tropezarme con el Druida o con su fan­tasma, esta vez dtr lleno y para siempre, y fue -tómenme por loco- mi caída damascena, el ha­llazgo de mi eslabón perdido, la exhumación de mi personal pitecántropo, el topetazo con mi hamo pekinensis, la adquisición o quizás invención del polo magnético capaz de ordenar y organizar en una misma y plurivalente dirección las limaduras de metal virgen dejadas y olvidadas por los mine­ros, herreros y fontaneros del acontecer histórico, y la inextricable historia mágica de las Españas se me· convirtió a partir de aquel momento en un mapamundi de ideas claras y distintas, y salí de la selva del Dante, y se desvaneció la noche de Juan de la Cruz, y amanecí en la playa del Conde Alar­cos, y ya todo fue felicidad y facilidad de escritor que se desliza sobre ruedas ...

¿Por qué? No hay ya tiempo para responder aquí a una pregunta que quedó formulada, y quizá respondida, en el libro mencionado (y creo, por otra parte, que un escritor -allá va Orfeo «¡Eurí­dice!» gritando- no debe nunca mirar atrás) , pero sí puedo decir que el encontronazo con el Here­siarca me suministró el indicio racional (y, por supuesto, también el irracional) de que existía, y existe, una antigua religión -entiéndase la palabra como sinónimo de espiritualidad- española, esto es, peninsular, y de que esa religión (o talante) era -y hasta cierto punto sigue siendo- común por ley de arquetipos a todos o a casi todos los indígenas de las Españas y servía, y sirve, de caldo -caldo gallego- de cultivo y propagación a los microbios altamirenses de los celtíberos, andalusíes, sefardi­tas y romano-germanos-cristianos, y ello a mi modo de ver explicaba la cronicidad en la Penín­sula Ibérica de las mil y un herejías emanatistas y panteístas que con tanto brío denunciase en su época Menéndez y Pelayo ... ¿O acaso no acertaba Proust al escribir que lo verdaderamente unitivo no es la identidad de pensamiento sino la consan­guinidad de espíritu?

Pero , en cambio, responsable por una vez , sí me siento en la obligación de mencionar aquí -aunque sea de pasada y ciñéndome a lo impres­cindible- los principales capítulos de la vida de Prisciliano, y ello porque a partir de mañana por la

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. mañana, con la sola excepc10n de Camilo José Cela (paisano ilustre del Heresiarca y protagonista de la sesión de clausura), este seminario se despa­rramará por los cauces del monografismo y, a lo peor, muchos de los alumnos -que no son, su­pongo, ni tienen por qué ser especialistas en el especializado tema que nos ocupa- corren el riesgo de enterarse de los pormenores sin antes conocer los pormayores. Así que pecho con los peligros de la obviedad y me resigno a contarles en un amén, y de la forma más objetiva posible, si es que soy capaz de ello, los episodios y vicisitu­des que marcaron hitos en la breve vida feliz de mi señor Prisciliano.

Nació éste, al hilo de la bisectriz del siglo IV , en la antiquísima aldea de Iria Flavia, hoy El Padrón, inicialmente encomendada a los buenos oficios de la diosa Isis y sede, más tarde, de la primera ermita consagrada en la Península Ibérica a la Virgen María. Quizás esta doble filiación ma­triarcal explique el viril empeño que siempre tuvo Prisciliano en lo relativo a permitir la intervención de las mujeres en las tareas litúrgicas. El asunto, andando el tiempo, le costaría caro, pero a pesar de las constántes presiones ejercidas por los obis­pos misóginos , que eran mayoría, el Heresiarca jamás dio en este punto, ni en ningún otro, su brazo a torcer. Por ello, y es sugerencia que me apresuro a formular, bien podría servir Prisciliano de patrono a nuestras feministas, tan dadas a tirar merengues , si no fuera por el pequeño detalle de que al parecer se las beneficiaba, lo que también iba a acarread e no pocos coscorrones .

Era el futuro hereje, dicen, mayorazgo de fami­lia acomodada, pero casi ningún otro dato tene­mos acerca de sus días infantiles . Al arrimo de la adolescencia volvemos a encontrárnoslo en los pupitres de la Universidad de Burdeos, convertido ya en alumno -y en camarada- del retórico Del­phidius, que fue uno de los gurúes contraculturales de su época y , seguramente, el primer y único Maestro con mayúscula que tuvo Prisciliano. Este, gracias a aquél, regresó a Galicia algunos años más tarde misteriosamente tocado por el ca­risma de profeta y reformador religioso que ya nunca, para bien o para mal, iba a abandonarle.

Y así - estamos ya en el 379- nuestro héroe, según nos cuenta su biógrafo Sulpicio Severo , dio en echarse al monte por los montes de Galicia, en predicar, en escandalizar, en conmover, en ungir sacerdotes y sacerdotisas, en volver los ojos al cristianismo evangélico y en terminar fundando una insobornable guerrilla de misticismo y santidad puertas adentro de lo que ya era a la sazón - y apunto a la Iglesia- una multinacional contami­nada por la secularización, el bajo vientre , la ava­ricia, el militarismo y la lujuria del poder tempo­ral. Resultado: de Galicia a la Lusitania, de ésta a la Bética y allá a su frente Estambul. El nuevo misticismo prende con ira en todo el flanco occi-

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dental de las Españas y es allí, en su punta más meridional, en el Algarbe, donde toma cuerpo y se encampana el primer gran enemigo del hereje. ¿Su nombre? Ithacio, obispo él, que se descuelga con un Commonitorium en el que acusa a Prisciliano de gnosticismo, dualismo, maniqueísmo, zoroas­trismo y ocultismo. El algarabí distribuye su libelo entre los prelados y señorones de la comarca e incluso llama a concilio en Zaragoza con la inten­ción de desautorizar la secta, pero Prisciliano y sus huestes se niegan a asistir y, en vez de ello, escriben directamente a Roma, cuyo solio ocupa a la sazón un cuasi-gallego de Braga que más tarde llegará a santo. Y Roma les echa un cable. El concilio cesaraugustano, a consecuencia de él, se pronuncia contra algunas de las costumbres ob­servadas por los priscilianistas, pero no formula condenas ad hominem. Y en ese momento, como por intervención de la próvidencia, gira la rueda de la fortuna, queda vacante la sede episcopal de A vila, conspiran los muchos seguidores que Pris­ciliano tiene en la zona y el clero local se las arregla para imponer la candidatura del iriense.

Vivir para ver: un heterodoxo libertino encara­mado en el vértice eclesial de una de las diócesis más ortodoxas del país .. . Es la guerra. !dacio, metropolitano de la Lusitania que no debe con­fundirse con Ithacio (aunque es otro lobo con el mismo collar), excomulga de un plumazo a los priscilianistas emeritenses acusándolos de no aceptar ni respetar los mandamientos de la Iglesia. El Druida recoge el guante, se traslada a Mérida e irrumpe en la catedral para discutir públicamente con su enemigo, que se niega al diálogo y expulsa manu militari al intruso. Este se refugia en casa de un amigo y, por primera vez en su vida, enarbola la pluma con la intención de defenderse. Será el Líber Apologeticus, verdadera profesión de fe que Prisciliano, anticipándose a un conocido desplante de Lutero, clava torerísimamente en las puertas de la catedral. Y a partir de ahí se arropa en el silencio.

Un inciso: ¿de qué y por qué se le acúsa? Casi da risa escribirlo, sobre todo desde la óptica de lo actual. Se les acusa, a él y a los suyos, de trepar descalzos a la cumbre de las montañas, de creer en la influencia de los astros sobre el espíritu y la carne de los hombres y en la transmigración de las almas al socaire de los círculos 9elestes; se les acusa de reunirse a meditar en ermitas , cenáculos y granjas; se les acusa de ayunar los domingos, de jurar en nombre de Prisciliano, de considerar la uva y la leche sustancias eucarísticas, de permitir la intervención de mujeres y de hermanos legos en el sanctasanctórum de la liturgia, y de... Pero basta de menudencias.

!dacio e Ithacio, conscientes de la -l.nutilidad de convocar otro concilio, cambian de tercio, acuden al brazo secular y, ante él, denuncian a Prisciliano por maniqueo . Los poderes civiles, que ven chiri-

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hitas en la etiqueta, optan por el destierro. Prisci­liano organiza entonces una marcha verde sobre Roma en la que figuran ascetas, harekrishnas, testigos de Jehová, prelados de lujo y mujeres de buen ver. El Papa se encoge de hombros y mira a las nubes, pero el emperador Graciano .recibe a los peregrinitos, los escucha, los entiende y deroga el ucase de destierro. La corte de los milagros prisci­lianista vuelve a España y recupera sus diócesis. El poder judicial incoa proceso por perjurio a !da­cio e Ithacio. Este cruza subrepticiamente la fron­tera y se refugia entre los alemanotes de Tréveris. Prisciliano, por doquier, predica, convence y se­duce. El priscilianismo se transforma en deporte de masas. Su mensaje, ya sin careta, es el de siempre: el de Toth, el del corpus hermeticus, el de Alejandría, el de todos los gnosticismos ... Vin­dica, entre otras cosas, libertad de interpretación para el pensamiento teológico (algo que doce si­glos después , de la mano de Lutero, meterá a Roma en el callejón sin salida del protestantismo). Prisciliano escribe, Ithacio -desde Tréveris- in­cordia, la Península se cristianiza y, en eso, año de 383, el imberbe Máximo se subleva en la Galia, irrumpe en París, asesina a Graciano, se proclama corregente, muda su - trono y corte -vaya por Dios- a la mismísima Tréveris y allí cae como un chorlito en la trampa del spyderman Ithacio. Con­clusión: se convoca un sínodo antipriscilianista en Burdeos, entonces capital del antirreformismo, y no en algún lugar al sur de los Pirineos, tal como mandaban los cánones. Prisciliano, una vez más, acepta el reto e invade Francia con sus mejores discípulos. Como de costumbre, y tras no pocos dimes y diretes, los obispos terminan lavándose las manos, pero spyderman vuelve a la carga y se las arregla para sentar a los priscilianistas en el banquillo de la jurisdicción civil. La acusación ya no es de gnoticismo y maniqueísmo, sino de forni­cación, swinging, aborto, magia negra y otras frus­lerías por el estilo. Prisciliano sube al potro de la tortura y, exangüe, admite tres de las imputacio­nes: la brujería, las plegarias nocturnas en promis­cuidad con mujeres en paños menores y el coito como remate de las ceremonias litúrgicas. Entre todos estos delitos, sólo uno -el de hechicería­granjeaba la pena capital. Quizá no sobre aquí aludir a la sospechosa coincidencia de que tres­cientos y pico años atrás hubiese sufrido proceso por las mismas causas , y por culpa de los mismos ithacios, un tal Jesús de Galilea.

El resto es sangre. Prisciliano, Armenio, Felicí­simo, Latroniano y Eucrocia subieron al patíbulo en la primavera del 385, cuando los trigos encaña­ban y estaban los campos en flor. Pero no fue ballesta, sino hacha, el instrumento que segó la vida de aquellos pájaros cantores. Por primera vez en la historia de la Iglesia se degollaba a un hom-; bre -a un puñado de hombres- por un delito de opinión. Por primera vez, pero no ciertamente por

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última. Con Prisciliano se levantó la veda y fueron precisamente los priscilianistas quienes de entrada pagaron los vidrios rotos, porque a partir del ase­sinato de su maestro los esbirros de la brigada político-social promulgaron la ley de Lynch en todos los rincones de Andalucía, de Galicia y de Aquitania, mientras los líderes y peones pasados del movimiento reformista capeaban el temporal desde d purgatorio de las catacumbas. Pero ahí termina la historia de Prisciliano y empieza la del priscilianismo.

Este y aquél - ya lo dije, e insisto ahora- sólo pueden y deben interpretarse, supliendo así la es­casez de datos y descorriendo en la medida de lo posible la cortina de humo, en cuanto puntos foca­les de una serie de círculos concéntricos. Es, en mi opinión, el sincretismo la única perspectiva o plataforma desde la que hoy podemos arrojar al­guna luz sobre las doctrinas de Prisciliano, sobre su peripecia vital, sobre su eco religioso e histó­rico y sobre la relativa indestructibilidad de su mensaje . Y entre esos círculos concéntricos - cuyo vínculo de relación no es la causalidad ni la coin­cidencia, sino la resonancia, la analogía, la simpa­tía conceptual y el parentesco de glóbulos en el sentido proustiano de la expresión- conviene su­brayar algunos, concretamente el cristiano, el gnóstico, el céltico, el ibérico en general y el ga­llego en particular. Me parece que estos cinco ingredientes (o factores, o contextos), aliñados con la sal y la pimienta de la crisis religiosa plan­teada puertas adentro del cristianismo desde la segunda mitad del siglo III hasta la primera del IV, son los que mejor pueden ayudarnos a enten­der ahora la singular querella desencadenada ayer por los priscilianistas.

Una vez dicho esto, y antes de que el tiempo se me termine del todo, me gustaría añadir algunas consideraciones encaminadas a acotar y roturar casuísticamente el priscilianismo desde el punto de vista de la historia comparada de las religiones. Pasaré por alto - en esta presurosa tentativa de mención, que no de análisis- todo lo relativo al contexto gallego (no voy a incurrir en la imperti­nencia de comer con cuchara de hierro en casa del herrero) y también todo lo relativo al contexto ibérico (tan amplio que no le cupo en ocho densos volúmenes al autor de los heterodoxos), limitán­dome a llamar la atención sobre algunas presuntas connotaciones priscilianistas del gnosticismo, del celtismo y de la crisis del cristianismo a la que ya he hecho referencia. Y empezaré por lo segundo.

Ultimamente se ha puesto de moda negar la evidencia -corroborada no sólo por la tradición y los datos, sino también por el inconsciente colec­tivo de los gallegos- de que alguna vez hubo celtas en Galicia. Sabido es que en el terreno de la inves­tigación, en el que el margen de originalidad es mucho menos amplio que en los dominios de las artes y las letras, todo investigador que se precie

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hace mangas y capirotes buscándose un hueco al sol por el sencillo procedimiento de defenestrar los postulados y conclusiones de la generación que le precedió. Es la ley del péndulo, la revancha de los cachorros. Sucede intramuros de la física y la química, de la biología, de la lingüística, de las matemáticas y, por supuesto, sucede también en el terreno de la historia. Ahí, quizá con más en­cono que en otras partes, se niega y se vuelve a negar, cíclicamente, convirtiendo la tradición en plagio, todo lo que siempre se dijo y sólo porque ya se dijo, y en esa ruleta rusa le ha tocado ahora el turno y la bala al celtismo de Galicia. Aseguran que jamás llegaron aquí las migraciones célticas, que t.odos los vestigios tangibles que la corroboran son de cartón pintado y que cualquier semejanza entre 1aforma mentís del gallego y la del celta es casualidad o, en el mejor de los casos, wishful thinking. Pues muy bien y allá ellos. Y o voy a hacer tabla rasa del asunto. No me gusta el esno­bismo. No discutiré si ahora es de día o de noche. No pondré en duda la existencia de Homero. No me sumaré a quienes se despepitan para demos­trar que nunca hubo un Shakespeare. Todos esos caprichos, a •la luz de lo que antes dije sobre mi manera de entender la historia, me parecen ne­cios, vanidosos e inútiles. No hay que cambiar el mundo: más nos vale profundizar en él. Así que, con o sin permiso de las modas académicas, voy a seguir suponiendo que los gallegos son celtas y que los celtas, alguna vez, fueron gallegos.

¿De dónde, si no, el mito de la ciudad santa -Compostela- entendida como numénico y escato­lógico estuario de peregrinaciones o, por recurrir a otro ejemplo evidente, la galleguísima fábula del tesoro escondido? Sabemos hoy, gracias a las ex­cavaciones y a Mirc_ea Eliade, que los celtas atri­buían una importancia vital - y también mortal- al espacio sagrado o ara coelis delimitada por la praxis ritual de una serie de sacrificios (de ahí el simbolismo del llamado centro del mundo), y sa­bemos con no menor evidencia que los druidas - y sólo los druidas- depositaban sus ofrendas en po-­zos de dos o tres metros de profundidad. Tales ofrendas solían ser de oro o de plata y se acumu­laban en calderos ceremonialmente ornamentados. No hay que ser un lince para atisbar la relación existente entre esta costumbre y la de enarbolar zapapicos con miras a desenterrar presuntos teso­ros menos subterráneos que subliminales. En Ga­licia se sabe mucho de eso y también lo sabía Kipling cuando escribió, como remedo de lo que recitaban los antiguos bardos irlandeses, aquello de «Y así tus ojos , adentro tornados, 1 te enseña­rán tu tesoro escondido 1 bajo la tierra de tus propios campos , /junto a tu hogar, 1 en el polvo de los caminos que trillas a diario, 1 y de esta suerte sabrás que eres hombre 1 y que por hombre eres rey soberano».

Si yo fuera historiador, me fijaría asimismo en

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lo que los arqueólogos nos han enseñado acerca de la exaltación del símbolo de la cabeza cortada, que procede del mundo céltico y que tan brillante cometido desempeña en el folklore medieval, en las culturas asiáticas anteriores al siglo XIX, en la liturgia templaría del baphomet y en la necrofílica adicción a las calaveras revelada por el santoral cristiano. Y, si en todo crimen -como aseguran los expertos- hay que buscar el móvil, yo me pre­gunto por qué tanto el mito priscilianista cuanto el jacobeo rinden culto a santones degollados . ¿Lo harán atraídos por un cuerpo sin cabeza o por una cabeza sin cuerpo? Más verosímil parece lo se­gundo. Entre los celtas, ha escrito Mircea Eliade, «el cráneo constituía el receptáculo por excelencia de un poder numinoso, de origen divino, que pro­tegía a su poseedor contra toda clase de peligros y le aseguraba a la vez salud, dinero y victoria>>.

¿Más cortocircuitos entre los druidas y Prisci­liano? El de la importancia atribuida a la memoria, por ejemplo. Decía Platón que conocer es recor­dar y se cuidaban los antiguos irlandeses -celtas al fin y al cabo- de componer en verso, para dejar memorizarlas sin las muletas de la caligrafía, to­dos sus principios institucionales, normas de con­ducta y leyes de convivencia. Lo mismo precep­tuaban los druidas (según nos cuenta Dosidonio por boca de Julio César, que lo corrobora), fieles a su convicción de que ninguna verdad de orden religioso debe divulgarse fuera del hermético ám­bito del sacerdocio. Existen muchos indicios de que Prisciliano y sus apóstoles mantenían idéntica postura, con lo cual-y abundando en lo que antes dije a propósito de la intención de disfraz y disi­mulo que probablemente perseguían sus Tratados y Cánones- se nos complica aún más la tarea de reconstruir el edificio ideológico del Heresiarca. Deber de los investigadores es la persecución y captura de los mencionados indicios.

Hoy -la prensa nos informa casi cotidianamente sobre ello- los activistas del IRA encarcelados en su patria céltica recurren al drástico recurso de no probar bocado en apoyo de determinadas reivindi­caciones jurídicas. Es asimismo herencia de los druidas y coincidencia con uno de los grotescos «delitos>> que se le imputaban a Prisciliano, si bien éste acudía al ayuno no sólo en su dimensión de huelga de hambre protestataria, sino también como trampolín para zambullirse en el éxtasis .

Año y rueda son conceptos sinó'nimos, y homó­fonos, en el vocabulario del idioma céltico. El gran dios celeste de los druidas se representaba en forma de rueda con cuatro radios porque cuatro son las estaciones marcadas por el inflexible vai­vén de los solsticios y equinoccios. Sabemos que el estudio de los astros, de su cinética y de su autoridad sobre los terrícolas era asignatura obli­gatoria entre quienes aspiraban al ingreso en la or~en sacerdotal de los druidas , que por otra parte impartían análogas enseñanzas a la juventud y a la

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afición en general. Prisciliano perdió la vida a causa de muchas razones (o, mejor, sinrazones), pero una de las que con más pujo se esgrimieron fue precisamente su condición de astrólogo.

Entre los celtas, y entre todos los indoeuropeos, los dioses gustaban de agruparse en tríadas o tri­murtis -Brahma, Shiva y Vishnú constituyen el ejemplo clásico- y héte aquí que contra pronós­tico, y en flagrante contradicción con el mono­teísmo de los semitas , también los cristianos hicie­ron suyo ese curioso prorrateo. ¿Por qué? Porque alguien de la vieja guardia interpoló un versículo trinitario en el capítulo quinto de la primera epís­tola de San Juan y el absurdo terminó convirtién­dose en dogma y yendo a misa. En 1806 -aunque el español Servet ya lo había dicho y murió por ello- pudo comprobarse que el postulado no figu­raba en ninguno de los manuscritos griegos ante­riores al siglo XV. Se trataba de una addenda occidental fechada en las inmediaciones del Conci­lio de Nicea, e introducida -según varios autores­por el incorregible Prisciliano, que de esta forma consiguió incorporar para siempre el hermetismo de Toth y de los druidas al canon del Papado. Así va el mundo.

Los textos irlandeses hablan del legendario y polifacético dios Lug de los celtas -de donde quizá venga Lugo- como de un guerrero que recu­rre a las artes de la hechicería en el campo de batalla y que fuera de él se distingue por lo rancio de su prosapia y por la altura de su quehacer poético. Prisciliano fue brujo, fue poeta y fue -no soy yo quien lo asegura- miembro y capataz de la mitológica tribu de los O rieses, la misma que con­sagró a Neptuno -dios de los atlantes- el pedrón, adorado hasta anteayer, que todavía hoy existe, vergonzantemente escondido, bajo el altar de una de las iglesias de El Padrón.

Metempsícosis, karma, samsara , maya, rueda de la vida, vanidad de vanidades... En una pala­bra: reencarnación o transmigración del espíritu vagabundo de cuerpo en cuerpo. Otra coinciden­cia entre el saber de los druidas y las enseñanzas de Prisciliano.

¿Y las mujeres, su feminismo avant la lettre? N o hay en todo el vasto dominio de la antigüedad un pueblo que estimara tanto y tanto enalteciese al segundo sexo como los celtas. Por otra parte, Iria Flavia -ya lo he dicho- estuvo consagrada a Isis y luego a María. La divinización de ésta no obede­ció a imperativos de la doctrina, sino . a presiones de la piedad de los feligreses, muy influidos por la lectura o escucha de los evangelios apócrifos. Se nos cuela aquí nada menos que el tema del andró­gino, posteriormente resucitado por el Renaci­miento, o -si prefieren la terminología taoísta- del y in y el yang. Fue San Pablo el primero que se atrevió a definir públicamente el bautismo, en el tercer capítulo de su epístola a los gálatas , como un sacramento con el que se obtiene la reconcilia-

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ción de los contrarios. Pero la misma tesis o hipó­tesis asoma - qué casualidad- en uno de los evan­gelios gnósticos: el atribuido al apóstol Tomás. Dice éste: «Y cuando hagáis del varón y de la hembra una sola cosa, de modo que el varón no sea ya varón ni la hembra sea ya hembra, enton­ces entraréis en el Reino». Cristo abrió su religión y su intimidad a Marta, a María, Magdalena ... Prisciliano se limitó a imitarle o a imitar a los druidas. ¿Por qué no ambas cosas? Lo cristiano, entonces, no quitaba a lo pagano.

Y, para más inri, sabemos que a partir del siglo III -y a causa de una serie de razones político­administrativas que no hacen al caso- disminuyó notablemente el control ejercido por Roma sobre sus provincias periféricas y fueron precisamente los druidas, en los enclaves de estirpe céltica, quienes llenaron o volvieron a llenar ese vacío de poder.

Conque centros del mundo, tesoros escondidos, cabezas cortadas, arte de la memoria, ayuno vin­dicatorio, astrología, trinitarismo, alcurnia de Lug, reencarnación y androginia; éstos son, a mi entender, algunos de los eslabones y cabos sueltos que nos permiten hilvanar el mundo de los celtas con la weltanschauung priscilianista.

En cuanto a los gnósticos, entendidos como precursores o correligionarios del Heresiarca y sus doctrinas, poco, muy poco voy a decir. El tiempo apremia y es una lástima que Ellemyr Zo­lla, el hombre que iba a encargarse del capítulo dedicado a la gnosis en este seminario, no haya podido venir de Roma ni enviarnos su conferen­cia. Por otra parte, yo mismo dediqué ya bastan­tes páginas al tema en el segundo volumen de Gárgoris y Habidis, y ahí siguen para todo aquel que tenga la amabilidad de leerme. Me gustaría, sin embargo, añadir - mencionar- algunas breves consideraciones.

O al menos una - la tocante a la costumbre pris­cilianista, denunciada en el cuarto canon del Sí­nodo de Zaragoza, de caminar descalzos- , puesto que la tentativa de ilustrar ulteriormente lo que ya apunté en el libro mencionado a propósito del mandamiento de no procrear, del uso de talisma­nes y abraxas con el nombre de Dios inscrito en su superficie, y de la conveniencia de refugiarse a menudo en la lectura de los evangelios apócrifos me obligaría a entrar en detalles excesivamente premiosos para su paciencia y para mi laringe.

Ha sido el profesor Henry Chadwick - que tam­bién debía de estar aquí y que tampoco ha podido hacerlo a causa de sus obligaciones académicas­quien mejor ha rastreado en los últimos tiempos las posibles motivaciones de una costumbre que no obedece, como pudiera parecer, al afán de mortificación ascética, sino al talante gnóstico de quienes la practicaban. Filastrio alude a una here­jía del cristianismo consistente en la obligación por parte de los fieles de llevar los pies desnudos

F. Sánchez Dragó

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in memoriam de Moisés, conminado por Jehová a descalzarse en el episodio de la zarza ardiente, y de Isaías, que anduvo -a saber las razones- nada menos que tres años sin sandalias. Pero Filastrio, según Chadwick, se equivocó al interpretar esta costumbre como rasgo definidor de una herejía autónoma sin percatarse de que era un corolario gnóstico. Por lo mismo, nos dice el padre de la Iglesia Juan Casiano, tenían que descalzarse los monjes egipcios antes de comulgar . El evangelista Mateo también tercia en el asunto y asegura que Cristo, al despedirse de los apóstoles , les reco­mendó que en lo sucesivo procurasen no llevar sandalias. Pero - y con ello nos remontamos no ya a los gnósticos, sino inclusive a los pitagóricos, en quienes tantos han visto un remedo de los drui­das- muchos santuarios de la antigüedad obliga­ban a sus visitantes a ir descalzos como condición sine qua non para participar en los oficios litúrgi­cos, precepto o costumbre que hoy se sigue ob­servando a rajatabla en las mezquitas del Islam y en los templos budistas, hinduístas y shintoístas. Plinio el Viejo menciona un códice de Metrodoro de Scepsis relativo a la Capadocia en el que se afirma que l~s . orugas, los escarabajos y otros in­sectos mueren cuando una m)ljer con la menstrua­ción camina descalza por los trigales . San Agus­tín, en época muy posterior y en una de sus cartas a Januario, se queja de que es más fácil redimir a un bebedor empedernido que convencerlo para que no se despoje de sus zapatos durante ocho días consecutivos. Y etcétera ... No vamos a per­seguir este hilo inconsutil hasta los confines del universo, pero sí cabe llegar a la conclusión - ava­lada por Chadwick- de que en la mayor parte del mundo antiguo fue axiomática la convicción de que los pies desnudos acrecentaban la fuerza de los poderes mágicos . Los hindúes de hoy siguen creyéndolo. Quizá Salvador Pániker nos hable el próximo sábado de tan lejana y curiosa supervi­vencia.

Para terminar con el gnosticismo, y con las alu­siones a Chadwick, voy a leer unas líneas de éste entresacadas de su libro sobre Prisciliano, del que afortunadamente existe versión española. Las doctrinas del Heresiarca - dice Chadwick- «no pueden explicarse, tal y como han sostenido Schatz y otros investigadores, única y exclusiva­mente en función de las influencias ascéticas ejer­cidas por los monjes del desierto egipcio. Prisci­liano ocupa un lugar per se en la larga lista de quienes, desde perspectivas cristianas, han bus­cado misterios escondidos en la Biblia o en la Naturaleza, anticipándose a escritores como Vi­cente de Beauvais o San Alberto Magno, que tra­taron de reconciliar la alquimia con su fe o que incluso -tal como hizo el obispo Jean-Albert Bélin en el siglo XVII- acomodaron el ritual de la al­quimia a la liturgia de la misa».

Y ahora, si me lo permiten, querría añadir tina

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última palabra -última de verdad- a propósito de un tema casi de hoy. Lo digo pensando en el zurriburri autonomista que la centripetocracia monclovita se dispone a desencadenar en estas tierras, y en otras, el próximo 20 de octubre. La crisis religiosa de los siglos III y IV -que fue la crisis de Prisciliano en Galicia, de Manes en Per­sia, de Arrío en Alejandría y de Juliano el Após­tata en su trono- tuvo en las regiones cristianiza­das del Africa septentrional a un protagonista de excepción, cuyas ideas y vicisitudes anuncian o reproducen las de nuestro último druida. Aludo a Donato, un hombre, un hereje, un gnóstico y un adelantado del autonomismo que -como Prisci­liano- alzó la voz para predicar una religión que, siendo cristiana, fuese a la vez vernácula y cos­mopolita, y que -como Prisciliano y el priscilia­nismo- padeció inicua persecución por parte de los sicarios de Roma. El donatismo echó vigoro­sas raíces entre los de a pie, entre los humillados y ofendidos, y ni siquiera el ejército imperial consi­guió extirparlas pese a incurrir en toda clase de excesos, torturas y fanatismos. Tras mucho tira y afloja -si es que las guerras y los muertos pueden designarse con tan castiza expresión castellana­el emperador, vencido por el maquis, tuvo que conceder a los donatistas libertad de culto y de conciencia. y «a partir de ese momento -opina el historiador de las religiones Etienne Trocmé- en todas y cada una de las ciudades de Africa del Norte -y frente a la iglesia católica, patrocinada y protegida por las autoridades de Roma- se elevó una iglesia donatista excéntrica, agresiva, autó­noma, popular e independiente de la administra-

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ción pública. De este modo se convirtió el dona­tismo en expresión del particularismo africano y adquirió unas hechuras y connotaciones políticas que en sus orígenes no parece haber tenido».

Hasta aquí, la cita ... Y, ahora, que entienda quien quiera entender, como reiteradamente dicen los evangelios gnósticos. En la Galicia del siglo IV , y en toda la Lusitania, la lucha por mantener abierto el antiguo camino de perfección aborigen se planteó en términos muy parecidos a los que en Africa, después de la traición de Nicea, condujo al amotinamiento de los donatistas . Muy parecidos, sí, pero con una lamentable diferencia: en Galicia, y en la Lusitania, y en el resto de este país, los adalides y portavoces de la espiritualidad gene­síaca y autóctona perdieron la guerra.

Y así andamos, áunque una guerra nunca se pierde del todo. Lo demuestra, quizá; el hecho de que mil quinientos noventa y seis años después de la degollación del Heresiarca, éste tenga aún po­der de convocatoria -y de encanto- suficiente para que hoy, y en los días sucesivos, nos mez­clemos aquí -mirando no sólo al ayer, sino tam­bién al mañana- profesores y alumnos mágicos y lógicos, gallegos y no gallegos , para buscar juntos y en concordia la cabeza cortada y escamoteada del cadáver cuya cripta sirvió probablemente de foco y estímulo inicial al culto jacobeo, y cuyos ojos, en vida y adentro tornados tuvieron el honor y la audacia de encontrar -y ofrecer- su tesoro escondido bajo la tierra de estos mismos campos. Que así sea, que así

. vuelva a ser y muchas gracias.

Prisciliano