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PRÓLOGO: El son de las campanas 5 RELATO: EPÍLOGO · camino que bordea por bajo el altozano, para descender hacia el cementerio de la parroquia del Valle a través de la calle de

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Título

Campanadas en noche de luna clara. 350 aniversario del milagro de la Coronada.

Autores

Relato: Juan José Sánchez González

Prólogo y epílogo: Luis Manuel Sánchez González

Ilustraciones y portada: Sergio Vázquez Arenas

Plano: Mª Nieves Fernández García

Editor

Fco. Javier Durán García

Diseño y maquetación

Amantesdementes

Imprime

Imprenta de la Excma. Diputación de Badajoz

ISBN

Depósito Legal

Esta publicación ha sido realizada con la colaboración de la Excma. Diputación de Badajoz y el

Ayuntamiento de Villafranca de los Barros.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, sus ilustraciones o planos. Tam-

poco está permitido su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por

cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, ni

su préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión de uso con ánimo de lucro, sin el per-

miso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

Copyright ©, los autores.

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PRÓLOGO:

El son de las campanas 5

RELATO:

Campanadas en noe de luna clara 11

EPÍLOGO:

A fame, peste et bello liberanos domine 31

Apuntes sobre la política, sociedad y economía du-

rante el s. XVII en Villafranca

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El son de las campanas

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Las campanas, esos elementos de bronce que, aunqueahora pasan prácticamente desapercibidas en lo alto de cam-panarios o espadañas de iglesias, jugaron un importante papelen la vida diaria de los que nos antecedieron; caminando, lavida de estos, unida a los ritmos periódicos o extraordinariosde estos instrumentos. De esta manera, vienen estando presentesen la casi totalidad de los acontecimientos notables que durantesiglos ocurrieron en Occidente.

Tanta importancia se les otorgaba a estos elementos ca-racterísticos que era motivo de exaltación la bendición y colo-cación de las campanas en sus torres campanarios, seguida defiestas populares.

Avisaban, convocaban, ahuyentaban, festejaban, marcabansituaciones de fiestas, alegrías y, cómo no, también tristezas.Señalaban, en definitiva, el paso del tiempo. Siendo el primordialmedio de comunicación de masas en una sociedad mayorita-riamente iletrada, dentro de una sociedad tradicional y campe-sina.

Sus avisos y tonalidades estaban destinadas a distintosfines, y tenían diferentes nombres. Estos aparecen grabados enmuchas de estas campanas, y nos dan una idea de la importanciaque se les concedía en la vida diaria de esta sociedad:

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- Laudo Deum Verum: para alabar al Dios verdadero. Volteos,repiques y toques artísticos de muchas campanas a la vez.- Populum Voco: llamada al pueblo. Con ellas se convocaba alpueblo a los actos religiosos, en un primer momento. Con el tiempotambién a su participación en los acontecimientos civiles de im-portancia para todo el municipio.- Festa Decoro: realzo las fiestas. El toque combinado de muchascampanas es signo de alegría entre los fieles. Anunciando con ellofiestas y celebraciones.- Nimbum Fugo: aviso de tormentas. Mediante un toque especialse avisaba al municipio de la llegada de tormentas. - Fulmina Frango: quebranto los rayos. De esta manera seponía en guardia a los vecinos ante la eminencia de una catástrofenatural o de un ataque a su población.- Dissipo ventos: disipo las tempestades.- Congrego Clerum: congrego al clero. Al toque de las campanasse reunía el clero, principalmente para el rezo del oficio divino.- Defunctus ploro: lloro a los difuntos. El doblar de las campanasavisaba al pueblo del estado agónico de algún feligrés.- Satan Fugo: hago huir a Satanás. Uno de los usos que tuvieronlas campanas, y de los más curiosos, fue su participación en unaantigua forma de exorcismo destinado a amedrentar y hacer huiral Maligno.

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Una práctica condicionada por las circunstancias de la época,inscrita en una sociedad estamental con predominio del mundorural. Al mismo tiempo, una colectividad fuertemente religiosa,donde cada acontecimiento de la vida estaba marcado por ladevoción y la fe. Y las campanas son un reflejo de ello.

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Campanadas en la noche

de luna clara

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En la villa de Villafranca de Extremadura, a veintitrés días deagosto de 1665.

Yo, Don Álvaro Gutiérrez Blanco, alcalde ordinario porel estado de los hijosdalgo de esta villa, hago relación del pro-digioso suceso acaecido en la noche de ayer en la ermita deNuestra Señora de Coronada, jurando ante la Sagrada Bibliaque todo cuanto aquí digo es verdad... la única, aunque incom-prensible, verdad.

La de ayer fue una noche plácida, una cálida noche deagosto, sin viento, despejada, bien iluminada por una claraluna creciente. En compañía del vecino hidalgo D. Juan deZúñiga, del alguacil mayor D. José de Alonso Lechón y delalguacil menor Antonio González, rondábamos las estrechascallejuelas de la villa, sin haber encontrado nada fuera de lohabitual. En noches como esta, la bondad del tiempo anima lapoblación de una turbia vida de borrachos pendencieros,truhanes, músicos vagamundos, rufianes y rameras, a quienesla ruina de muchas casas, cuyos dueños han huido eludiendolos deberes que les impone la guerra, ofrece seguras guaridasen que ocultarse de la justicia. Sobre las once, tras dejar atrásel Hospital de San Miguel, subíamos por la tortuosa calle de losAceitunos, peligrosa en la noche a causa de sus numerosas rin-conadas. En poco tiempo alcanzamos el extremo de la calle quedesemboca en el ejido de la ermita de la Coronada, a la que

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conduce en leve pendiente el camino del Calvario, dejando amano izquierda las tapias de los corrales de la calle Coronada ya la derecha un predio conocido por los vecinos como elaltozano. Desde donde estábamos, distinguíamos los blancosmuros del templo, a los que la luz de luna teñía de un tenuecolor azulado. El campanario, orientado hacia la población, eravisible con cierta claridad, si bien en los huecos de las campanasy en la vieja puerta ojival de su base se amontonaban lassombras de la noche, al igual que en el atrio que cubre el murosur del templo. Ninguna luz, ningún rastro de vida se advertíaen ella.

El campo que se abría frente a nosotros ofrecía unaextraña calma, una quietud demasiado absoluta, un silencio enexceso profundo. Llamó mi atención el que no se escucharaningún ladrido de perro, ni el canto de los grillos, el que nisiquiera los cerdos, que merodean en ruidosas piaras alrededorde la población, se dejaran ver esta noche por las inmediacionesdel templo. Era como si la naturaleza entera guardase silencio,como si algo impusiera a la vida, tan ruidosa de ordinario,aquel solemne mutismo. He de confesar que esta calma densa,capaz, por su rareza, de sobrecoger mi alma mucho más quetodos los furiosos ruidos de la guerra, me causó una inquietudque no me atreví a manifestar ante mis acompañantes. Sin em-bargo, tengo razones para creer que también ellos se sintieron

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conmovidos por la misma incómoda sensación. Juan de Zúñiga,un hombre menudo y enérgico de cuarenta años, no dejaba deatusarse su vigoroso mostacho, ademán por el que, sin quellegue a darse cuenta, suele hacer patente su nerviosismo. D.José de Alonso, hombre entrado en años, cuyo antiguo vigorcomienza a declinar, experimentado en las muchas desventurasde nuestros tiempos, guardaba silencio, expectante. AntonioGonzález, un robusto joven de veinticinco años, hombre de in-teligencia simple aunque valiente cuando la situación lo exige,como lo había demostrado en varias batallas contra los portu-gueses, acariciaba intranquilo la cazoleta de su espada. Locierto es que ninguno se atrevía por vergüenza a expresar elmiedo que le inspiraba una calma demasiado profunda, peroen la que nada había, en apariencia, de amenazador, aunque sumuda placidez nos inspirase, desconozco por qué, sombríospresagios.

Fue entonces cuando oímos una campanada provenientedel templo, un solo tañido que, durante un segundo apenas,rasgó el pesado silencio de la noche con su aguda voz metálica,difundiéndose a través del aire tibio por las estrechas callejuelasque bajan hacia el arroyo Tripero, resonando su eco lejano enel fondo de la hondonada que acoge a la villa. Aquel sonido,que en su familiaridad tenía algo de incomprensible y anormal,me hizo estremecer, aunque lo cierto es que no había motivo

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alguno para sospechar. Es costumbre en nuestra villa tocaruna de las campanas de la ermita cuando alguna mujer está departo. Vuelta la calma, ahogado el inesperado tañido en elsilencio de esta extraña noche, nos disponíamos a tomar elcamino que bordea por bajo el altozano, para descender haciael cementerio de la parroquia del Valle a través de la calle deMacías, paralela a la que nos encontrábamos. No ocultaré quedeseaba alejarme de allí, que ansiaba encontrarme con algúnincidente que reestableciera el orden cotidiano de las cosas.

Fue entonces, sin ni siquiera haber avanzado veintepasos, cuando escuchamos otra solitaria campanada provenientedel templo, otro grito metálico que hirió el silencio y que volvióa resonar entre las callejuelas de la villa. En esta ocasión lostres interrumpimos nuestra conversación y nos volvimos haciala ermita. Nada había cambiado en ella, la misma quietud, elmismo sonámbulo abandono. Ninguna luz alumbraba su cam-panario, ni su atrio, ni siquiera lográbamos advertir el más levemovimiento de sus pesadas campanas de bronce.

Juan de Zúñiga masculló entre dientes un “¿Qué demo-nios...?” mientras se atusaba con furia el bigote, añadiendo envoz alta:- No sé qué puede estar pasando ahí, pero no me gusta. Sivuestras mercedes son de la misma opinión propongo que nosacerquemos a la ermita.

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Antonio asentía lentamente. Sin sombrero, la luna ilu-minaba su rostro de campesino, requemado por el sol, acentuandola leve sombra de una reciente cicatriz que recorría su gordamejilla derecha desde la sien hasta el mentón. Me observabaatentamente con sus grandes ojos oscuros, una mirada quetraslucía inseguridad e inquietud y que esperaba de mí unaorden o una explicación. D. José de Alonso permanecía con lamirada fija en los azulados muros de la ermita, la suya no erauna expresión de duda, ni vacilación, ni miedo, sino una especiede curiosidad indiferente y fatigada.

Los cuatro echamos a andar en silencio por el caminodel Calvario, atento al más leve movimiento que pudiéramosadvertir en la ermita o sus alrededores. Sin embargo, la quietudera tan completa como antes, ni siquiera una leve brisa agitabala hierba reseca de los bordes del camino. Y, aun así, cuandoíbamos por la mitad, a la altura del corral de la última casa dela calle Coronada, volvimos a escuchar otra solitaria campanada.Aceleramos el paso.

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La cancela del muro que rodea la ermita, y que impide que losanimales se acerquen hasta las paredes del templo, estabacerrada con cerrojo y llave. Saltamos el muro, que apenas tienevara y media de altura, y comprobamos que las dos puertas dela ermita, la que abre al atrio, por el lado del altozano, y la deabajo, situada a los pies del campanario, estaban cerradas conllave. Las sacudimos con fuerza, de un modo indecente tratándosede un recinto sagrado, pero sin obtener respuesta alguna.Pegamos nuestros oídos a las puertas por si lográbamos escucharalgún ruido procedente del interior, donde, comprobamos, rei-naba un silencio absoluto. Después fuimos comprobando cadauna de las ventanas. Todas tenían cerrados sus postigos. Acontinuación inspeccionamos la base del campanario, por sidescubríamos algún indicio que nos permitiera pensar quealguien se había colado en su interior, lo que solo podía haberhecho por los huecos de las campanas. Tampoco esta compro-bación dio resultado. De cualquier modo, carecía de sentidoque un ladrón hábil y sigiloso, una vez logrado colarse en el in-terior del templo, se pusiera a tocar la campana para atraer laatención de la justicia.- A lo mejor la Santísima Virgen ha hecho que ese infiel golpeela campana sin querer para evitar que robe sus joyas. A lomejor está escondido dentro esperando a que nos vayamos.

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Juan de Zúñiga permanecía con la mirada fija en lo alto delcampanario, ladeado el sombrero sobre su nuca. Su rostroenjuto y anguloso aparecía iluminado por la macilenta luz de laluna. No paraba de atusarse el mostacho, al igual que yo, no leconcedía crédito alguno a las ingenuas palabras de Antonio,pero no le contradijimos. Tampoco el alguacil mayor parecíamás convencido. Hombre silencioso como es, arrugaba sufrente, orlada de lacios mechones plateados, observando tambiénél los oscuros huecos de las campanas, al tiempo que negabacon la cabeza.

Y entonces, cuando los cuatro mirábamos hacia la cimadel campanario, como si aquella extraña fuerza quisiera burlarsede nosotros, de nuevo un tañido metálico rompió el lentosilencio de la noche. Sobrecogidos, nos miramos, admirados ytemerosos, incapaces de pronunciar palabra. Antonio, persig-nándose con manos temblorosas, se puso de rodillas y comenzóa musitar una oración nerviosa en dirección hacia el templo.Los demás seguimos su espontáneo impulso. Nos pusimos amurmurar una oración dirigida a Nuestra Señora de Coronadacon toda la fe de que son capaces nuestras débiles almas, contoda la ciega confianza que depositamos en Nuestra SantísimaVirgen. Y mientras orábamos, otra solitaria campanada golpeóla noche sobre nuestras azoradas cabezas, encogiéndonos elpecho de piedad y terror.

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Y, sin embargo, he de confesar que mi mente se aferrabaa cualquier posibilidad, por remota y extravagante que fuera,de que tan extraño suceso se debiese a una impía mano humana. Ypensé que, tal vez, la ermitaña había dado asilo en el templo aalguna persona de su confianza que, para matar el aburrimientoen una noche de insomnio, hubiera encontrado una estúpida dis-tracción en tocar la campana a destiempo. Con voz trémula, medirigí al alguacil mayor, instándole a que se acercara hasta la casade morada que posee la ermitaña en la calle Coronada y averiguarasi había dejado a alguien pasar la noche dentro de la ermita. Joséde Alonso, empalidecido por el miedo, se levantó pesadamente,sin decir nada, saltó el muro y se alejó por el camino.

La casa de la ermitaña dista unas 60 varas del campanariodel templo, por lo que, en mitad de la quietud y el silencio de lanoche, pudimos escuchar cómo el alguacil mayor golpeaba lapuerta de la casa. Transcurrieron varios largos minutos hastaque escuchamos cómo se desatrancaba una puerta. Después,silencio. Juan de Zúñiga y yo nos habíamos levantado, atentosa cualquier ruido procedente de la ermita o de la calle. Antoniocontinuaba orando, ahora con los ojos cerrados.

José de Alonso regresó con la respuesta de la ermitaña,quien aseguraba haber cerrado con llave las puertas del templosin haber dejado a nadie dentro. Asustada, la anciana le habíaentregado las llaves para que nosotros mismos lo comprobáramos.

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En ese momento, cuando nos disponíamos a abrir lapuerta de abajo, con paso apresurado, llegó por el camino de lacalle Coronada el escribano Juan Mateos. Hombre de treinta ycinco años, habita una casa en dicha calle. Le pregunté si habíaescuchado las campanadas, a lo que respondió afirmativamente,que habían sido cuatro, que la primera la escuchó estando en lacalle Alzada, a la altura de la casa de Diego Gutiérrez de laBarreda, casi en la esquina con la Plaza Vieja, y que las demásse sucedieron mientras subía la calle, de camino a su casa. Atri-buyéndolas al aviso de alguna desgracia, había echado a correrhacia el templo. Su presencia me complacía, hombre instruidocomo es, confiaba en que su ciencia supiera dar respuesta alextraño suceso. Le resumí en pocas palabras cuanto habíaacontecido hasta entonces. Pese a ser un hombre robusto, altocomo de dos varas y nueve pulgadas, su ancho rostro huesudomanifestaba inquietud.

Abrimos la puerta de abajo, en la base de la torre, y en-tramos con cautela en la angosta cámara situada a los pies delcampanario. El interior estaba fresco y silencioso y tan oscuroque no alcanzábamos a ver nada dentro de la ermita. Aguzamosoído y vista mientras guardábamos silencio. Nada, ningúnruido, ningún paso sobre las baldosas del suelo, ningún crujirde maderas, ningún susurro... Reconozco que la profundaquietud del templo, donde debía haber algo o alguien quehubiese tocado las campanas, me enardecía los nervios.

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Decidimos cerrar la puerta para evitar la huida del impío quehabía osado perturbar la paz de la ermita... si es que era un serde carne y hueso. Despacio avanzamos hacia la nave central deltemplo. La oscuridad era tan densa que ni siquiera conseguíamosvernos los unos a los otros, tanteábamos en la oscuridad enbusca de un portavelas. Antonio González dio con uno situadoen el primer arco que comunica la nave central con la lateralderecha. Cogió una de las velas y la encendió con una cerilla.Una llama oscilante iluminó parcialmente su ancho rostro decampesino, que parpadeaba ante la luz. Nos acercamos a él. Ladébil llama, en su danza vibrante, irradiaba una difusa lumino-sidad a nuestro alrededor, rescatando de la oscuridad lasparedes del templo y el sombrío techo de madera que la cubre.Comenzamos a registrar cada rincón de la ermita, en completosilencio, atentos al mínimo movimiento y al menor ruido.Avanzábamos apiñados en torno al alguacil menor, que sujetabala vela con ambas manos delante de su pecho. Al acercarnos ala capilla mayor, el retablo emergió de las sombras como unaespectral arquitectura de oscuro oro. Nos santiguamos ante laimagen de Nuestra Señora, que la luz apenas alcanzaba a ilu-minar.

La puerta de la sacristía, situada en el muro derecho dela capilla mayor, estaba cerrada con llave. Aun así, la abrimos yregistramos la estrecha estancia, incluso los arcones que guardanlas ropas litúrgicas. Nadie. Registramos cada rincón de las tresnaves y volvimos hacia los pies del templo, buscando las

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escaleras de acceso a la torre. Comenzamos a subir el primertramo. La estrechez del espacio nos obligaba a subir en fila de auno. Antonio nos precedía con la vela. Si tenía miedo loafrontaba con mucho valor o lo disimulaba muy bien. No tem-blaba, no dudaba... Tras doblar el recodo de la escalera y subirel segundo tramo, accedimos al balcón del órgano, colgadosobre la pared sur del templo. Juan de Zúñiga propuso registrarla caja del instrumento, lugar que, aunque angosto, ofreceholgura bastante para un hombre de mediano tamaño. Así lohicimos. Tampoco aquí había nadie. Registramos la habitacióndel fuelle del órgano, bajo el cuerpo de las campanas, vacío.

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Comenzamos a subir los dos últimos tramos de las escaleras.El corazón me golpeaba con fuerza en el pecho, de haber algo,lo que fuera, debía estar allí. Antonio seguía delante, alzada lavela sobre su redonda cabeza. Valor, temeridad, fe... no sé,nada había que reprocharle a ese simple campesino que avanzabacon decisión hacia el peligro, lo milagroso... o el horror. Aldoblar el recodo de las escaleras y enfilar el último tramo el al-guacil menor comenzó a murmurar un continuo “lo sabía, losabía” al tiempo que estiraba la vela hacia arriba y aceleraba elpaso. Nadie le preguntaba. Al llegar al piso superior, entre lascampanas, el murmullo se convirtió en grito “¡lo sabía, losabía!”. Se giró hacia nosotros, obstruyéndonos el paso. La velailuminaba su ancho rostro crispado por una intensa emoción“¡no hay nadie, nadie, es un milagro, lo sabía, ha sido unmilagro de Nuestra Señora de Coronada!”. El alguacil mayor loapartó bruscamente, abriéndonos paso. Era verdad, no habíanadie, nadie, absolutamente nadie.

Antonio asomaba parte de su cuerpo por uno de loshuecos que miran hacia la calle Coronada y había comenzado agritar “¡Milagro, milagro, Nuestra Señora ha hecho sonar lascampanas!”. Unas cuantas voces femeninas repitieron sus pa-labras, primero tímidamente, después a gritos. Me asomé porel otro hueco. Abajo, a los pies del campanario, se había reunidoun grupo de mujeres, otras se acercaban desde la calle Coronaday por el camino del Calvario seguidas de algunos hombres.Juan de Zúñiga se mesaba el bigote observando el nervioso tu-

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multo de las mujeres reunidas a los pies del campanario. D.José de Alonso, el silencioso alguacil mayor, sobrecogido por laevidencia de lo imposible, había unido las manos frente alpecho y murmuraba una oración. Me volví hacia el escribanoen busca de una explicación racional, comprensible, pero todolo que obtuve fue una silenciosa negación mientras su miradase perdía en el oscuro horizonte frente al que se recortaban, es-pectrales bajo la luz de la luna, las azuladas casas del pueblo.

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A fame peste et bello liberanos domine,

APUNTES SOBRE LA POLÍTICA, SOCIEDAD Y ECONOMÍA DURANTE EL S. XVII EN VILLAFRANCA

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Se hace necesaria una reseña histórica para conocer los aspectosmás destacados de un tipo de sociedad en la que los factoreseconómicos y políticos son determinantes en la conducta de laspersonas. Referencia también a la mentalidad simbólica yreligiosa de estas gentes, que incluso llega a crear patrones decomportamientos en la comunidad.

No es este, ni pretendemos que sea, un libro de Historiaal uso, pero lo que explicamos en las siguientes líneas nospermite introducirnos dentro de esta sociedad del Siglo deOro, momento en el que se produjo este suceso.

PolíticaEl que nos ocupa es un sistema político absolutista llevado acabo por los reyes de la Casa de Austria. Delegando los monarcasde esta centuria la capacidad de poder y mando en sus respectivosvalidos —personaje que contaba con la férrea confianza delRey—. Desde Felipe III hasta Carlos II utilizaron este sistemade gobierno. Entre estos validos nos encontramos con el Duquede Lerma, el Conde Duque de Olivares o Don Juan José deAustria.

Se trata de una centuria en la que España pasa de seruna potencia hegemónica europea, a perder gran parte de losterritorios continentales que anteriormente habían estado enposesión de esta corona. Nos encontramos, por tanto, en unsiglo caracterizado por la participación española en diferentesguerras, y por la pérdida de la soberanía de nuestro país sobre

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Holanda tras la Guerra de los Treinta Años y la firma delTratado de Westfalia en 1648; además de otras cesiones terri-toriales como Rosellón, Cerdaña y Artois en favor de Luis XIIIde Francia tras la Paz de los Pirineos en 1659. O, finalmente, elconflicto bélico que enfrentó al Reino de Portugal y al deEspaña entre 1640 y 1668, y que puso término al dominio de lacasa de Austria sobre el Reino de Portugal.

Centrándonos más en los momentos de los sucesos rela-tados sobre Villafranca, estamos en 1665, en pleno s. XVII.Año de la muerte del rey Felipe IV y el inicio del reinado deCarlos II. En plena España del Barroco.

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Economía y sociedadEn cuanto a la economía, la existente en este momento se ca-racteriza por una importante crisis económica, con serios pro-blemas demográficos, aumentados por las fuertes epidemiasen periodos de carestía y hambre. Sociedad que sufrió unamortalidad catastrófica debida a estas pestes, al hambre y a lasconsecuencias de estas diferentes guerras comentadas ante-riormente.

Sociedad estamental, por otra parte, que vio polarizarsede manera importante con un empobrecimiento del campesinado(mayor parte de la población), la debilidad de las clases medias,y un crecimiento de las clases improductivas. Estos son elclero, la nobleza y los marginados (entre otros, pícaros, vagos ymendigos). Sociedad, que además, contaba con una mentalidadque despreciaba el trabajo manual, considerados “viles” y quehizo aumentar la crisis social y económica.

CulturaPero no todo era negativo. Nos encontramos en un siglo de es-plendor cultural para este país. La España de obras como ElQuijote, de autores de renombre como Quevedo, Góngora oLope de Vega, o pintores como el extremeño Zurbarán, Velázquez,Ribera o Esteban Murillo.

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La importancia del factor climático y su reflejo en lareligión y en las epidemias

Debemos mencionar, que una de las principales causasde esas circunstancias adveras se encuentra en un periodo dealteraciones climáticas, culpables de pérdidas de cosechas, que,como decimos, unidas a fuertes epidemias, y diferentes guerras,marcaron las vidas de estas gentes, que veían en la religión unaválvula de escape para explicar lo desconocido para ellos.

Para una sociedad eminentemente campesina, como lade Villafranca de mediados del s. XVII, la climatología, comofactor de primera importancia para obtener buenas cosechas,jugaba una importancia primordial.

Nos encontramos en uno de los periodos de la denominadaPequeña Edad de Hielo. Concretamente dentro de los últimosestadios del denominado Mínimo de Maunder, periodo carac-terizado por un gran contraste térmico entre el invierno y el ve-rano, y por la coexistencia de grandes sequías junto con fuertesprecipitaciones catastróficas, que hacían peligrar, tanto por unfactor como por el otro, las diferentes cosechas repartidas a lolargo del año. Así, la sociedad del momento tuvo que hacerfrente a multitud de problemas derivados de esta climatología.

Estos factores climáticos eran causantes, por ejemplo,de la mengua en los rendimientos del grano, ya que en otoñoparalizaba los trabajos de siembra y así en primavera no dejabafructificar la espiga. De esta manera, aparte de privar de

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alimentos a estos agricultores, impedía tener granos pararealizar la siembra al año siguiente.

Es fácil suponer como esta alternancia climática, reflejadaentre sequías y fuertes lluvias, de las cuales dependían sus co-sechas, se reflejara en la vida religiosa. De esta manera vemosaparecer numerosas rogativas pro pluvia, destinadas a pedirun aumento de las precipitaciones, en contraposición con lasrogativas pro serenitate, destinadas a todo lo contrario.

Como consecuencia de esta falta de buenas cosechas,encontramos el consiguiente alza de precios de los alimentos,la falta de alimentación que trae aparejada, y el constante debi-litamiento del sistema inmunológico de estas gentes, por loque aparecen o tienen mayor desarrollo de las enfermedades.

Estamos en un siglo caracterizado por las fuertes epide-mias. Peste negra, tifus, y otras pandemias encontraron en estasociedad debilitada un importante caldo de cultivo. Provocandoun alza de la mortalidad importante y un fuerte aumento de laspreocupaciones sociales y políticas.

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Reflejo de estas circunstancias en la Villafranca del s. XVIISi hablamos de epidemias, tenemos que la más cercana a

nuestra población en este periodo, tanto cronológica como geo-gráfica, es la epidemia de peste bubónica que sufrió Sevilla en1649. Esta, procedente del norte de África, acabó con cerca del50% de la población de esta ciudad andaluza.

Para evitar la transmisión de esta enfermedad, y como sehizo en otros periodos para otras pandemias, se crearon corredoressanitarios y diferentes medidas de contención. Existen noticiasque nos dan la idea de determinadas medidas que tomaronnuestros paisanos a la hora de hacer frente a estas epidemias,como es la prohibición de relacionarse con gentes procedentes dezonas afectadas por estas pandemias. Incluso amenazando condestruir las posesiones y riquezas que trasportaban.

También es fácil intuir, aunque no conocemos noticias di-rectas al respecto, como los factores climatológicos, anteriormentereferidos, pudieron afectar a una zona en la que la agricultura esun recurso de primer orden en las vidas de sus gentes.

Con toda seguridad, uno de los principales factores depreocupación para nuestros paisanos en este periodo tuvo muchoque ver con la Guerra de Restauración portuguesa. Conflictobélico que enfrentó al Reino de Portugal y al de España entre1640 y 1668, y que puso fin al dominio de la casa de Austria sobreel Reino de Portugal.

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Como es fácil suponer, la cercanía de nuestra población dela frontera portuguesa supuso una merma en las condiciones devida de sus gentes, que vieron como tenían que pagar, dentro yade sus mermados ingreso, importantes sumas de bienes paracostear este conflicto, aumentando con ello el gran número de di-ficultades con las que contaban a la hora de desarrollar sus vidas.

Durante este conflicto bélico, nuestro pueblo recibió órdenesde participar en la formación de un ejército, con la disminuciónen mano de obra que ello supone. Pero no se iban a quedar aquílos sacrificios de nuestros paisanos, ya que, además, se vieronobligados a alojar a soldados procedentes de este ejército. Y nosolo a la milicia, sino también al conjunto de gentes que lesacompañaban, e incluso a prisioneros portugueses. Todo ellolleva a las autoridades a quejarse debido a la falta de trigo y deotros alimentos necesarios para su manutención.

En este contexto se desarrolló el suceso de las campanasdel Santuario de Nuestra Señora de la Coronada. Un periodo enel que nuestros paisanos se encontraban inmersos en una fuertecrisis económica y de subsistencia, y con una relación con lamuerte muy cercana. En este periodo, como hemos puntualizadoanteriormente, existía una línea muy fina que separaba subsistencia,hambre y muerte.

Estas circunstancias, muy probablemente, hicieron que estasgentes se acercaran más a la religión, intentando entender una seriede sucesos que escapaban a su entendimiento, y que seguramente, enel sonido providencial de esas campanas, encontraron cierto alivio.

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