18

Puta suerte: un relato pulp

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Relato extraído del libro: "Negra, fría, dura y en tu boca: 5 relatos pulp" de Eric Luna

Citation preview

Page 1: Puta suerte: un relato pulp
Page 2: Puta suerte: un relato pulp
Page 3: Puta suerte: un relato pulp

PUTA SUERTEUn relato pulp de Eric Luna

Page 4: Puta suerte: un relato pulp

Puta suerteun relato de Eric Luna

1ª edición digital: Junio 2013100 Millones de nuecesCopyright © 2013 Eric LunaReservados todos los derechos

Este relato pertenece al libro “Negra, fría dura y en tu boca: 5 relatos pulp”Para más información:http://reycerilla.wordpress.com/libros/negra-fria-dura-y-en-tu-boca-5-relatos-pulp/http://www.amazon.es/Negra-fr%C3%ADa-dura-relatos-ebook/dp/B00D6LR14I/

Page 5: Puta suerte: un relato pulp

PUTA SUERTE

La suerte es una fulana que suele flirtear con el mejor postor. Sólo en raras ocasiones, las ratas como yo tenemos la oportunidad de pillarla desprevenida, colarnos entre sus piernas y clavársela hasta el fondo.

La mañana en que la suerte me rondó, yo estaba tirado en aquel futón japonés, que me apropié noches atrás, y que alguien había dejado junto al contenedor de la calle del Dragón Ahumado.

O sea que, antes que a mí, tuvo que pertenecer a uno de esos asiáticos fríe perros. Pero si durmieras en la calle, sabrías que encontrar algo así es lo más parecido a conseguir la llave de la mejor suite de la ciudad. Mi futón era mullidito y fácilmente enrollable. Tenía algún lamparón que otro, pero era mi colchón y eso lo sabían todos los vagabundos y yonquis del barrio.

Aquella mañana, como digo, andaba perdiendo el tiempo, escudriñando el cielo con la vista nublada por el vino, junto a Maruja La melones, cuando dos idiotas aparecieron en mi campo visual, eclipsando el sol con sus calvas.

Un par de tipos con la cabeza rapada y cara de pocos amigos, pantalones militares de camuflaje bajo unas imponentes botas de punta de acero. La clase de fauna que suele pasearse por parques y jardines, en busca de inmigrantes y mendigos a los que tocar los cojones.

El enano, que al mismo tiempo parecía el más hormonado de los dos, decía llamarse Taladro. Su colega, bastante más alto y menos hablador, era un chaval al que el otro llamaba Motopico. Lo cierto es que con echarles un vistazo, saltaba a la vista que la demolición es a lo que se debían dedicar estos tipos.

«Yo soy Ladino Gil, aunque para algunas mujeres soy Aladino, el de la lámpara maravillosa», dije, haciendo un gesto obsceno con las manos. «Y ésta es Maruja… más conocida como La melones», la presenté, dirigiendo la vista a una porción de culo, marcada por la celulitis, que escapaba bajo su vestido verde.

—¿Está dormida o en coma? —preguntó, medio asqueado, el pequeñín.—¿Dormida...? No, está pensando. Llevamos toda la mañana pensando

cómo dar el pelotazo, embolsarnos una pasta y mudarnos a una mansión… —¡Pues es tu día de suerte, imbécil! —aseveró el pitufo neonazi,

pateando mi viejo futón—. Vais a hacer algo por mí y yo haré algo por vosotros.—Sí, sí… ¡Es vuestro día de suerte! —rebuznó el grandote, en pleno

alarde de iniciativa propia.—¿Qué ha sido eso? ¿No habéis oído un eco? —le vacilé, enroscando la

cuenca de mi mano detrás de la oreja.

No sé estarme calladito, ése ha sido siempre mi problema. Cuando ya era inminente que nuestra amistad se consolidara y estábamos los tres a punto de fundirnos en un fraternal abrazo, un temblor de cinco grados en la escala Richter se manifestó sobre la superficie del colchón: La melones había despertado.

—¿Qué coño pasa? —dijo, con voz cazallera, alzando con nula feminidad uno de los tirantes de su vestido—. ¿Quién cojones son éstos?

Page 6: Puta suerte: un relato pulp

—Unos amigos. Por lo visto necesitan nuestra ayuda. Dicen que hoy es nuestro día de suerte —le expliqué.

De nuevo, un puntapié procedente de la bota del pequeño skinhead hiperactivo hizo temblar las entrañas de mi futón enmohecido.

—¡Eh, hijo de puta! Yo no voy a tu casa a patearte los muebles, así que deja de joderme el patrimonio.

Al instante, me noté flotando a más de un palmo del suelo. Motopico, la torre de vigilancia humana, tras abandonar su pasiva actitud, se abalanzó con increíble agilidad sobre mis axilas, para alzarme hasta la altura de sus pupilas inquietas. Aquella gente estaba definitivamente nerviosa. No era como para andarse con bromas.

—Mételo en el coche, —ordenó el cabecilla.

Sin apenas esfuerzo por parte del segundo, fui transportado hasta la parte trasera de una berlina. Parecía que aquel tipo anduviera paseando día sí, día también, con bombonas de butano bajo el brazo. Ni siquiera la, ya de por sí, hinchada vena de su cuello se vio alterada por aquel ejercicio. Me sentí en manos de un autómata con camiseta de tirantes y rapado al cero que, por cierto, apestaba a hormonas masculinas. Desde el coche, pude ver al otro fanfarrón haciéndose el gentleman, mientras ayudaba, caballerosamente, a despegar el gordo culo de La melones de mi futón.

Callejeamos varias manzanas, con el skin en miniatura abusando del acelerador y de los frenos, y yo tratando de soportar esos ritmos de ska que ya empezaban a hervirme la bilis. «¿Cómo he llegado aquí?» pensé, repasando de arriba a abajo a La melones que, a mi lado, parecía estar haciendo un verdadero esfuerzo por no regurgitar todo el alcohol de la pasada noche. No había respuesta para eso. Un cúmulo de malas elecciones. Ahora, sólo podía ahogar las arcadas que asomaban a mi garganta y agarrarme bien a la puerta en cada curva, como un náufrago se encomienda a cualquier bulto flotante.

Por fin, el enanito de jardín levantó el pie del pedal, al llegar a lo que parecía nuestro destino: una barriada de las afueras. Una cloaca situada al sur de la ciudad, rodeada de una gran arboleda. Yo ya había estado por aquí, en una ocasión, por un trapicheo de chatarra o de cobre. La basura se acumulaba, en bolsas del súper, por cada esquina. Las fachadas de todas las casas del vecindario parecían hojaldres a punto de desgranarse… No era aquello Benidorm, vaya. Detuvieron el coche frente a una casa vieja de planta baja, protegida por rejas oxidadas en cada una de sus ventanas.

—Motopico, saca la maleta —ordenó nuestro conductor, cuando el motor dejó de bramar.

Éste sacó un maletín negro de debajo su asiento y se lo entregó a Taladro que, dirigiéndose a mí, me explicó:

—Muy bien, desgraciado, —dijo, estirando mucho la i—. Aquí hay como para un kilo de material del bueno. Te estoy hablando de coca, farlopa, perico… Queremos que entres ahí y vayas a buscarla por nosotros. Si eres una

Page 7: Puta suerte: un relato pulp

buena palomita mensajera, no os patearemos la crisma ni a ti, ni a tu amiguita. Puede que un día, hasta me sienta generoso y os regale unos cartones de tintorro y un colchón que no se estén comiendo las chinches. Qué dices, ¿eh?

Me quedé mirando su cara de mongolo, valorando su propuesta, mientras me rascaba las sienes.

—No suelo decir que no cuando hay vino de por medio... Pero me gusta mi futón y lo cierto es que no me apetece ser vuestro chico de los recados. Seré un sintecho, pero tengo una reputación que mantener… —dije, rechazando el encargo, después de todo.

Tardé menos de lo esperado en notar una presión en mi gaznate y cómo el oxígeno se negaba a entrar en mis pulmones. El primo de zumosol de Adolf Hitler había apresado mi cuello con una de sus manazas y me invitaba a degustar su halitosis, mientras me hundía la nuez hasta la nuca.

—Motopico te escoltará hasta la puerta, —prosiguió el otro—. No hagas el gilipollas con el maletín y no os pasará nada. Yo me quedaré aquí a cuidar de tu novia, —dijo, lanzando una mirada lasciva a La melones, que no parecía saber ni en qué mundo vivía.

El pitufo megalómano quiso mostrarme sus intenciones frunciendo el morro como un lactante y simulando aprisionar un par de tetas con las manos. Se pensaría que iba a darme celos. Ésa era la clase de idiotas que, con unas simples botas de punta de acero y unas buenas dotes de persuasión, habían conseguido alejarme de mi resaca zen sobre mi futón.

Cuando aquel monstruo retiró la zarpa de mi cuello, pude volver a respirar. Tosí. Seguí tosiendo. Maldito tabaco. Malditos críos de mierda jugando a ser fachas.

Salí del coche, llevando el maletín entre los brazos, como si fueran mis testículos en formol. En la calle, un par de críos barriobajeros jugaban con un balón, en calzoncillos, bajo un sol que, más que de justicia, era de venganza. Más abajo, otro par de críos, pero algo más crecidos, trapicheaban, pasándose algo bajo mano detrás de un coche destartalado, echando vistazos a un lado y a otro.

El jodido ciclo de la vida. Hay cosas que, por desgracia, no cambian nunca. Es fácil dedicarte a causas nobles, cuando has nacido en una familia bien. Al resto, se nos reserva el honor de no ser hipócritas, aunque ya nos gustaría. Nacer en un criadero de pulgas como éste supone sacar pecho y alegar orgullo ante de tus iguales, por poder sobrevivir, aunque sea a base de huevos de serpiente. Delante de la pasma, silbido y vista gorda. Negarlo todo. El orgullo se va por el váter, junto a otras sustancias. Muchos vivimos no tanto para esquivar el camino del vicio, sino el castigo de los justos. Los justos, entregados a causas nobles, porque nacieron en una maldita familia bien.

Motopico no despegaba su mirada de retrasado mental de mí. Le hice un gesto, como de «ya voy, ya voy» y eché a andar hacia la casa. Él se limitó a seguirme como un perro faldero.

En la puerta del garito, un anciano de piel tostada aspiraba de un canuto mal hecho, mientras modelaba un pedazo de madera con una navaja de

Page 8: Puta suerte: un relato pulp

increíbles proporciones. El cantaor de aguas, al verme, me repasó de arriba abajo y me hizo un gesto con la cabeza y entré sin llamar.

Al cruzar el umbral, me sentí mejor. Era una casa fresca, con varios grados de diferencia respecto al exterior. Olía demasiado a naftalina, eso sí. Algo apropiado en un lugar donde un perro policía se excitaría como un mocoso al que llevan a la feria, después de dejarle tragar un litro de coca-cola.

Al menos, perder de vista a aquellos bastardos logró relajarme un poco. Dentro, la luz era escasa. Recorrí un largo pasillo de paredes desconchadas y abombadas, hasta dar con un cuartucho desde el que salían algunas voces. Llamé a la puerta antes de entrar, como el tipo educado que soy.

—¡Pasa y no llames! —se oyó decir al otro lado.—¡Hola! —canturreé al entrar— ¿Qué tal? Buenas tardes.—¡Cagüenlavirgen! ¡Otro pordiosero! —se quejó, alzando las manos, el

tiparraco obeso de piel oscura que reinaba tras la mesa de cristal.

El patriarca que regía aquel negocio era un grueso gitano que aparentaba cincuenta, cuando bien podía tener cuarenta o sesenta. Lucía un look arrabalero, repeinado hacia atrás, con greñudas canas sobresaliendo tras las orejas. Tenía los dedos embutidos en exuberantes sellos de oro, a excepción de los pulgares. Bajo la papada también colgaban impresionantes colgajos de ese mismo metal, que habrían hecho babear de envidia a Mr. T. Atravesando su garganta lucía otro tipo de collar: una cicatriz de, al menos, seis dedos de longitud, que hablaba por sí sola.

El tipo que le cubría las espaldas era otro calé. Éste de unos treinta y tantos, alargado y flaco, de rasgos tiburonescos. Se mantenía rígido, sosteniendo la pared, flanqueando al patriarca por su derecha, pero inmóvil. Como si tratara de mimetizarse con el ambiente y de quedar en segundo plano. Como una de esas figuritas decorativas de la primera comunión de las que nadie se acuerda de quitarles el polvo.

—¿Qué buscas? — me soltó el jefazo.—Tengo algo para usted… —dije, mostrándole mi maletín y mi respeto

—. Me han dicho que aquí tienen algo para mí... —A ver, deja aquí el parné, —ordenó, dejando caer sus gordos nudillos

sobre la mesa.

Hice lo que me pidió y me alejé unos pasos como quien escapa de un material explosivo. El patriarca giró el maletín hacia su compinche y le ordenó:

—Ábrelo, Rafa.—Eso, ábrelo Rafa, y veamos qué hay dentro.

Ambos me miraron con cara de pocos amigos. Los hay que no tienen sentido del humor. El joven se adelantó y tirando de los pestillos de la maleta dejó ver su contenido. Dentro, se agolpaban multitud de preciosos billetes salmón que parecían luchar por escapar de allí. Yo me quedé boquiabierto, nunca había visto tanto dinero junto. Dinero que se había deslizado por mis manos.

Page 9: Puta suerte: un relato pulp

—Vale, piojo, ¿qué has venido a buscar? —Yo… —la visión de toda aquella masa de billetes, me hizo olvidar el

propósito de mi visita—. Lo que quiero es una parte de ese botín.

Debí pasarme de sincero. Ya lo dicen los que me conocen del barrio. «Al Ladino le pierden dos cosas: La pasta gansa y las domingas que no le caben en el puño». Debí pasarme de listo, como digo, porque tanto Rafa, que había empezado a contar el dinero, como el patriarca, pusieron cara de chupar limones. No les debió hacer ni puta gracia aquel comentario. El viejo echó mano del arma que escondía bajo el escritorio, estampándola sobre el recubrimiento de cristal de la mesa. Pretendía intimidarme. Casi lo consigue, joder. Qué pasmo.

—Ya sabía yo lo que camelaba el payo éste, —le dijo al subalterno—. Me juego por mi abuela, en paz descanse, que esos calvos de mierda han vuelto a mandar al primer muerto de hambre que se han encontrao para que les haga el trabajillo. Siempre la misma vaina... ¡Así que quieres mi dinero, ¿no, so chusma?! —estas dulces palabras las escupió ya mirándome a la cara—. ¿Y si me quedo yo con la maleta y con la magra? ¿Qué harían contigo esos payos de ahí fuera, que no tienen huevos ni para entrar a comprar ellos mismos…?

«¿¡Sabes lo que te harían al verte salir sin nada!?»

El torrente de voz retumbó por la habitación, como un cañonazo o como un trueno. Tenía dos opciones: O dejarme acojonar o...

—A ver, calma... Soy un mandado. Es verdad. Pero pensaba que como usted es un hombre de negocios entendería la ley del negociante… ¿No sabe cuál es? Yo se la explico. Consiste en que todo negocio puede ser re-negociado. Así que, yo le propongo que compartamos este dinero y que usted, a cambio, me deje salir de aquí por la puerta de atrás… Y nunca más se supo. Si no le gusta mi oferta, puedo coger esta maleta… —dije, apostándolo todo al mayor farol de mi vida— y salir de su casa sin hacer negocios. Lo que me ocurra ahí fuera es cosa mía.

La habitación quedó envuelta, por unos segundos, en un silencio incómodo... Pero el patriarca nos devolvió a todos el aliento, estampando su rolliza mano de rey Midas sobre el cristal. El siguiente paso fue enseñarme de cerca el orificio de su pistola. Esbozar una sonrisa de maleante paleto. Amartillar el percutor. Apuntarme a los ojos. Considerar seriamente no volver a abrir la bocaza.

El gitano se adelantó hacia a mí, como si fuera a susurrarme un secreto, pero en lugar de eso, vociferó:

—¡Yo soy un negociante…! Pero no entiendo los negocios como los entiende un zarrapastroso como tú. Aquí tenemos clase, payo. ¿Tú dónde te crees que has venío, chiquillo? ¿Con quién te crees que te juegas los cuartos? ¿A ti te parece que esto un mercadillo y que el Rafa y yo vendemos blusas? ¿Me has visto cara de venderte unos calzoncillos, panoli?

Aquello me hizo gracia. Cicatrices, hoyuelos y arrugas. Ojos fríos de

Page 10: Puta suerte: un relato pulp

perro viejo y encabronado. Dientes abigarrados y dedos gruesos de uñas sucias, a excepción de la del meñique que debía ser la que usaba para esnifar. No, definitivamente no tenía pinta de vender blusas. No vendería ni una con esa cara. Estuve a punto de carcajearme en su jeta por lo de los calzoncillos, pero no era plan.

—No, caballeros... Seamos civilizados —rogué, mostrando las palmas de las manos a la altura de mi cara.

—Te voy a hacer un favor, mierdoso. Dime qué te han pedido, dejas ya de chamullar, me das mi dinero, te llevas tu mierda, sales de mi casa y ¡no te vuelvo a ver esa cara de pasmado! ¿Chanelas o no? Así, mañana puedes volver a pedir en la puerta de la iglesia… ¡Venga! ¡Que es para hoy!

Un «clic» en su pistola era un aviso de que el tiempo y la paciencia se le estaba agotando.

—Material… del bueno... Un kilo de farlopa... —acertaron a decir mis labios.

—¿Hay suficiente en la maleta, Rafa?—Creo que sí, Gordo —dijo éste, sin quitarme el ojo de encima.—Pues tráela.

Aquel gitano con rasgos de escuálido salió del cuarto, llevándose la maleta de mis sueños.

Tenía que pensar en algo. La transacción no podía ser tan sencilla. Había mucho dinero de por medio. Me había enamorado de cada billete de esa maleta. La belleza está en el interior, eso dicen. Mi suerte no podía ser tan puta. No podía razonar con claridad. La sangre se me agolpaba en la cabeza y en el pecho. Debía manejar esto como un profesional. La fortuna me tentaba. Me ponía las tetas en la cara y luego salía corriendo de la mano de otro, riéndose de mí... ¡Guarra!

Debía calcular con cuidado cada movimiento. Siempre habría tiempo de salir con los pies por delante y un tiro entre ceja y ceja.

El patriarca no apartaba la vista de mí. No se fiaba. Casi parecía querer insinuarse. Al final, debí parecerle un pobre loco, ya que bajó la guardia. Suspiró cabeceando y dejó el arma sobre la mesa de cristal. Sacó un paquete de Camel de uno de los bolsillos de su camisa. Lo encendió y me vomitó el humo.

—¿Me da un camello, jefe? —dije, rompiendo el iceberg de hielo que nos separaba.

—Claro. ¿Y qué más? ¿Quieres trajinarte a mi parienta? Mala estrategia. No iba a obtener su confianza pidiendo limosna. Debía

ser consecuente.—¿Sabe? Tiene razón con lo de esos calvos. Yo soy su hombre. Hago

negocios por ellos y, a cambio, no me rompen el culo, ¿entiende?—Ja, ja, ja…

Bien. Una risa franca por su parte no era mucho, pero era algo. Para entonces, Rafa ya estaba de vuelta con un pequeño fardo reforzado con cinta adhesiva, que depositó en la mesa, justo delante de mí. El maletín, sin embargo,

Page 11: Puta suerte: un relato pulp

ya no venía con él.

—Como le iba diciendo, yo soy su hombre de confianza… —modulé la voz, para sonar cordial— así que, he de asegurarme que el material es de calidad.

Al patriarca se le escapó una mueca de indignación.—¿Y eso qué quiere dec...?—¿Tiene un cuchillo?Aquella mole gitana pareció dudar, antes de mover ficha.—Rafa, ve a la cocina y trae un cuchillo.

El soldado obedeció fielmente a su amo, como hasta ahora. Pude detectar la poca gracia que a Rafa le hacía que lo mangoneasen. Podía leerse en sus ojos la esperanza de un futuro en que él manejaría el cotarro. Él daría las órdenes. Él se llenaría los bolsillos de billetes, mientras el viejo pasaría sus últimos días pudriéndose en una cama, anhelando su propia muerte. No abundaba el amor en aquel lugar.

Rafa llegó con el cuchillo y yo comencé a manipular aquel envoltorio. Calibré su peso con una mano. Me lo tomé con calma. Notaba cómo mi actuación erosionaba sus nervios.

—Parece que sí que pesa un kilo… Pero, ¿cómo puedo estar seguro? No lo ha pesado delante de mí.

—Están embalados con el peso exacto, pero si no te fías le puedo pedir a Rafa que traiga la báscula...

Qué profesionalidad. Observé de soslayo al joven. Su expresión era aún más seria y rígida que antes.

—No es necesario.

Seguí volteando aquel paquete y elegí al azar uno de sus lados. En él realicé una pequeña abertura y golpeé aquella piedra con el mango del cuchillo para extraer una pequeña porción de arena blanca. Recogí un poco con el filo y lo acerqué a mi nariz. Snif. Ese aroma entre metal y amoniaco, esa sensación de anestesia en la boca. Podías notar la euforia golpeando tus sienes al momento. Era buena mierda. Casi no parecía tener corte.

—Ja, ja, ja… —forcé una risa discreta, pero taquigráfica.—¡Mira el payo! ¿Te hace gracia mi droga? —No es eso. Estaba pensando en los dos que hay fuera esperando el

material y en el dinero que han dado a cambio. Esta mercancía no lo merece.

Otra vez hice saltar el resorte. El patriarca se hizo rápidamente con su pistola y me amenazó con ella. La zarandeaba a un metro escaso de mi cara, mientras no me quitaba ojo de encima. No sé por qué, recordé mi futón y a La melones. ¿Qué habría sido de ella? Seguro que andaba intentando seducir a aquel nazi en miniatura, a cambio de un chato de vino. Como si la viera.

—Conmigo, jueguecitos los justos. ¿Te parece esto gracioso?

Page 12: Puta suerte: un relato pulp

Había llegado el momento de conservar el aplomo y actuar con sangre fría. Hora de meter quinta, cuesta abajo y sin frenos. O me salía bien la jugada o...

Tenía que salir bien.

—Eh, eh, de acuerdo. Yo sólo soy el intermediario. Les dije que si querían algo bueno de verdad, yo podía llevarles al lugar adecuado. Pero no quisieron escucharme.

Era el estímulo necesario. Aquel traficante levantó su corpachón de gorila del sillón, sin dejar de apuntarme a la cabeza. Yo debía estar como una puta cabra para provocarlo hasta esos límites, pero algo me decía que no dispararía por las buenas a un cliente en el salón de su casa.

—Mira, chalao, no sabes lo que hablas. Nadie vende nada mejor que esto en toda la ciudad. ¡Yo soy quien le pasa la mierda a cualquier sacacuartos que tú conozcas! Así que cuando hables conmigo, hazlo con respeto. ¿Chanelas?

Lo había entendido perfectamente. A estas alturas, ya sólo hablaba a gritos. Demasiados decibelios por encima de lo desagradable. Convenía destensar un poco el clima, desviar la atención. Era el momento de echar el anzuelo.

—Lo entiendo. Pero entiéndame a mí. Tengo que ganarme el vino y el colchón que me darán si hago un buen trato... Mire, le propongo algo. ¿Qué tal si hacemos una apuesta?

—¿¡Una apuesta!? ¡Malos mengues te lleven! ¡Vas salir de mi casa apaleado como que me llaman El Gordo Heredia! ¡Muack! —se besó el dedo pulgar, el único libre de oros—. ¡Rafa! Llama a tu primo y sacad de aquí a este piojoso.

—¡No, Rafa, espera! —dije, levantándome de mi asiento para detenerle de un empujón prudentemente calculado—. Escuchad primero lo que os propongo. Si no os convence, os dejo patearme el culo hasta sacarme del barrio.

El Gordo suspiró y yo lo interpreté como una buena señal. Le hizo un gesto a Rafa para que me soltara. Su paciencia estaba a punto de agotarse. Pero, por alguna razón, sentía curiosidad por lo que yo tuviera que decirle. Se resistía a echarme de su garito sin más.

—Venga, payo, chamulla. No tengo todo el día para perderlo contigo. ¿Qué apuesta es esa?

—Verá, jefe, su lacayo parece tener una napia a prueba de balas. Quiero comprobar con él la calidad del producto.

—¿Con éste? —dijo, señalando a Rafa con el arma.—Sí, con él. Le prepararé un tiro. Quiero ver qué tal le sienta. Si es tan

pura, se lo notaré en la cara. No se preocupe. Yo responderé de todo esto ante los compradores. Como ya le he dicho, yo soy su hombre.

Por la expresión de su cara, al Gordo Heredia le debió parecer divertida

Page 13: Puta suerte: un relato pulp

mi propuesta. Rafa no parecía tan convencido. Algo en sus ojos parecía prever que aquello no terminaría bien.

—¡Vaya un vagabundo loco! ¡Yo no te confiaba tanto dinero, ni tanta droga, en mi vida! No creo que a Rafa le importe. ¿Verdad? Es una aspiradora. ¿Entonces, qué? ¿Qué apostamos si el material es bueno?

—Si el material lo merece, trabajaré gratis para usted. Ya sabe, chanchullos, soplos, comidillas y buena publicidad. También puedo ser muy pesado a la hora de cobrar deudas. Si el material no parece tan bueno… —calculé el alcance de las siguientes palabras— le diré igualmente a esos calvos de ahí fuera que la mercancía es de primera. Aunque usted y yo sabremos la verdad.

El Gordo, eufórico, dio una sonora palmada.

—¡Venga, primo! Prepara esa raya.

No me lo pensé dos veces. Volteé el paquete sobre la mesa y comencé a desgranarlo con el mango del cuchillo, a espolvorear el contenido a través de la abertura, como si fuera harina para hacer pan. La cara de pasmo de aquellos dos era mayúscula. Sobre la mesa debía haber alrededor de unos diez gramos de cocaína.

—¿No crees que te has pasado, picha? —¡Ah! Nadie dijo que fuera a ponérselo fácil.—Ya… Pero ahí hay para toda la familia.

El Gordo parecía confuso. Ni por asomo imaginaba cuáles eran mis planes. Rafa, sin embargo, no despegaba sus ojos de mí, alerta, por lo que pudiera pasar. Totalmente inexpresivo. Sólo le veía mover las pupilas, tras aquellas facciones de depredador. Era como uno de esos guardias del Palacio de Buckingham, que no dan señales de respirar así les patees los huevos.

Ayudándome con el filo del cuchillo de cocina, fui extendiendo aquel oro blanco sobre la mesa, proporcionándole la forma de una línea inacabable y finísima, de casi un metro de longitud. El viejo parecía estar divirtiéndose ante tamaño disparate. Rafa era otro cantar. Había algo en su mirada, tal vez un atisbo de miedo. Él sí veía venir el chaparrón. No todos los días uno se ve en el compromiso de demostrar su hombría, metiéndose más droga entre pecho y espalda de la que tu cuerpo pueda soportar.

Antes de que yo terminara la faena, mientras estiraba el último o penúltimo gramo, el Gordo depositó su arma sobre la mesa para echar mano de la cartera. De ahí extrajo un impecable y verde, verde, ¡verde! billete de cien pavos. Lo enrolló y se lo ofreció a su compinche advirtiéndole, con soberbia.

—Rafa, no me dejes mal, ¿eh?

Yo sonreí sin alzar la vista. Qué par de idiotas. Y ahí iba Rafa. Inclinado sobre la mesa, y empezando por el extremo

izquierdo de aquel tiro, aspiraba sin cesar. Daba un pasito a su derecha y volvía a aspirar. Aquello parecía una especie de competición contra sí mismo. Snifff...

Page 14: Puta suerte: un relato pulp

y el rostro del muchacho palidecía por momentos. Snifff... y Rafa alzaba la mirada para observarnos, con la dentadura bailándole claqué, los ojos desorbitados y el bigote moteado por terrosas manchas blancas, como si esperara que nos apiadáramos de él y le dijésemos que interrumpiera aquel disparate.

En lugar de eso, el Gordo y yo lo arengábamos para que continuase:

—¡Vamos, chaval! ¡Demuéstrale al piojoso éste de qué pasta estás hecho! —¡Eso, venga, Rafa! ¡Aún no me creo que esta mierda sea tan buena!Cuando sólo le quedaba algo más de un palmo de aquel gusano blanco

por meterse al cuerpo y yo pensaba que su corazón no tardaría en caer desplomado al suelo, ocurrió lo que nadie más que yo había previsto. Todo pasó en un segundo. Un instante de distracción letal. Ninguno pudo predecir lo que estaba por venir.

Con toda la rapidez que la resaca de aquella mañana me permitió, me lancé sobre la mesa de cristal y tomé prestada el arma del Gordo. Quité el seguro. La adrenalina me sacudió con virulencia al ver la cara de terror de esos dos pringados, un segundo antes de abrir fuego. A Rafa le metí un par en la sesera y su cuerpo cayó retorciéndose sobre la mesa de cristal, sobre aquella mercancía de primera. Al patriarca lo senté en su sillón con tres balas directas al pecho. No le di tiempo ni a decir «¡cabrón!». El ambiente se impregnó de un insoportable olor a metal y a carne quemada, mientras yo daba gracias al sargento que me amargó la mili, pero me enseñó a usar un arma corta.

Los disparos aún resonaban en mi oído. Lo violento de la situación me hizo tener que abofetearme, para recuperar la agilidad de pensamiento. Con la seguridad de que este tipo de sitios suelen disponer de una puerta trasera, para darse a la fuga, cuando las cosas se ponen feas con la pasma, emprendí la huida.

Sólo tenía que encontrarlas: La maleta de mis sueños y la puerta a la libertad. Tenía que ser rápido. Me hallaba en plena barriada marginal. No tardarían en acudir a ver a qué venían esos disparos y no ser cauto me acarrearía problemas bastante serios.

Atravesé la puerta que Rafa había cruzado llevándose el dinero. Me introduje en otro pasillo oscuro, de paredes descascarilladas. Se oyeron unos pasos apresurados. Alguien bajaba por las escaleras. Me llevé el arma aún caliente cerca del pecho.

¿¡Y la puta maleta!? Me temblaban las piernas. Mi cuerpo no obedecía las órdenes que le enviaba mi cabeza. Tenía que haber aprovechado algo de ese polvo blanco. Había que hacer algo ya. Abrí la primera puerta hacia la que me guió el instinto.

Y allí estaba. Mi nena. La maleta de mis sueños. Descorrí los cierres y le levanté la falda, para ver la lencería. Contemplé extasiado todos esos montoncitos de papel. Tuve suerte de que esta gente no tuviera caja fuerte. Alrededor de la maleta, como si estuvieran rindiéndole pleitesía, había varios bultos como el que yo había tenido en mis manos. Realmente, no me interesaba la droga, sólo quería mi ración de suerte en efectivo.

El grito desconsolado de una mujer me devolvió a la realidad. Alguien había encontrado a los fiambres. En cuestión de segundos, unos pasos acelerados y unas voces que discutían llegaron a mi oído desde el pasillo. Agarré la maleta y crucé la puerta, sin mirar a los lados. Accedí a lo que parecía la

Page 15: Puta suerte: un relato pulp

cocina. Los platos y vasos sucios se acumulaban en el fregadero. Un par de tarros vacíos de papilla y algunos juguetes de plástico me hicieron deducir que había niños en la casa. Lo sentí por ellos. Dentro de unos años, algún hijo de puta sin nada que perder, alguien como yo, podría retarlos a una apuesta que sería su perdición. El ciclo de la vida…

Al fondo de la cocina, encontré lo que andaba buscando. La luz que procedía de un patio interior me dio esperanzas. Corrí afuera. El encuentro con el sol de media tarde me cegó. Unas voces gritaron algo a mis espaldas. Nada agradable desde luego. Me habían descubierto, pero no me giré. Tenía que evitar que me vieran la cara. En lugar de eso, me abalancé sobre el siguiente obstáculo: Una pared de ladrillo, de dos metros por lo menos, que era lo que separaba, en aquel instante, una muerte desagradable de una vida de puta madre. La maleta voló por encima del muro. Mis uñas y las suelas de mis zapatos arañaron el cemento y los cascotes. Las voces se hicieron mucho más cercanas. Mis movimientos, más torpes. Mi propia respiración, similar a la de un cerdo teniendo sexo, me desquiciaba por momentos.

El salto fue una demostración de que tengo que volver al footing y a los quesitos bajos en grasa. Caí de bruces contra el suelo y tragué algo de arena de un solar abandonado. Debí romperme algún diente. El agridulce sabor de la sangre se propagó por mi boca, mezclado con el de la tierra. Ni idea de dónde fue a parar la pistola.

Me giré para buscar la maleta y dí un respingo al ver, frente a mí, a mi perseguidor: Un gitano cuarentón, panzudo y sin afeitar, que me venía a la zaga en camiseta de tirantes y calzoncillos. Éste ya había conseguido alzar una de sus peludas piernas por encima de la tapia, mientras dedicaba palabras bonitas a toda mi familia.

Recogí la maleta, la ahuequé bajo mi axila y mis pies volvieron a ponerse en movimiento. Un vasto solar lleno de desperdicios, donde unos críos se peleaban por una pelota de plástico verde, era todo mi horizonte. No corría: volaba a gran velocidad sin apenas tocar el suelo, dejando nubarrones de polvo tras de mí. Por el rabillo del ojo, vi a más hombres persiguiéndome. Conté cuatro, por el número de voces que me ordenaban que me detuviese. Se les unieron algunos niños que jaleaban mientras me lanzaban piedras.

Un pensamiento patinó por mi cabeza. Recordé mi futón y toda esa paz que había acunado a mi resaca aquella mañana; con mi cuerpo pegado al de La melones, su olor a cebolla cruda, mis dedos atrincherando sus caderas o jugando a erizar sus pezones, mientras ella roncaba...

Si lograba salir de ésta, nada volvería a ser como antes. Cambiaría esta ropa andrajosa que apesta a rancio, por una buena chaqueta de pana y unos pantalones sin agujeros. Compraría ropa interior de marca. Dejaría las borracheras con vino barato y, quién sabe, puede que hasta me deshiciera del futón y empezara a pasar las noches en una cama de verdad.

Sólo debía confiar en mi suerte... Pero, ¿quién puede fiarse de esa zorra?

Page 16: Puta suerte: un relato pulp

SIGUE LEYENDO EN:http://www.amazon.es/Negra-fría-dura-relatos-ebook/dp/B00D6LR14I/

Page 17: Puta suerte: un relato pulp
Page 18: Puta suerte: un relato pulp