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Texto sobre las imágenes en la modernidad tratado por Jacques Ranciere
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El teatro de imágenes
Jacques Ranciere
Hay demasiadas imágenes, dice un rumor, y es por
eso que juzgamos mal. Esta crítica adopta, es cierto,
dos formas aparentemente contradictorias. Algunas ve
ces acusa a las imágenes de ahogarnos con su poder
sensible, otras les reprocha por anestesiarnos con su
desfile indiferente. Las imágenes nos engañan, se decía
hace unas décadas. Los amos del mundo disponen su
seducción para ocultar los mecanismos de dominio; más
aún, para hacernos cómplices, transformando los pro
ductos de nuestro despojo en espejos donde nos con
templamos, en calidad de felices y orgullosos consumi
dores. Con el fin de armarnos para la lucha, los entendi
dos en asuntos sociales y los artistas comprometidos
deben, por eso mismo, enseñarnos a leer las imágenes
y a descubrir el juego de la máquina que las produce y se
disimula tras ellas. Las imágenes nos ciegan, se dice
hoy. No es que disimulen la verdad, sino que la banali
zan. Demasiadas imágenes de masacres, cuerpos en
sangrentados, niños amputados, cuerpos apilados en
osarios, nos hacen insensibles frente a algo que para
nosotros es un espectáculo, no muy diferente, después
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de todo, al que ofrece la ficción del cine gore. Asimismo,
nos volvemos indiferentes ante los crímenes en masa
que deberían suscitar nuestra indignación y nuestra in
tervención. Los críticos y los artistas deben entonces
frustrar nuestros hábitos voyeristas, reduciendo total
mente, cuando no suprimiendo, esas imágenes que nos
anestesian. Así, Claude Lanzmann rechaza cualquier
documento de archivo que aluda al genocidio, Jochen
Gerz entierra los monumentos a la memoria y Alfredo
Jaar disimula en cajas las fotografías de la masacre en
Ruanda, situando a los visitantes, al final de oscuros
corredores, frente a una inmensa pantalla iluminada,
virgen de toda imagen.
Esa manera de presentar la enfermedad de las
imágenes y su antídoto ha sido ampliamente aceptada.
¿Es exacta, sin embargo? Es cierto que Lament of the
Images (2002) conduce a los visitantes hacia una pan
talla de un blanco enceguecedor. ¿Pero lo hace verdade
ramente para purificar nuestros ojos obnubilados por el
exceso de imágenes? Los tres textos dispuestos ante-~
riormente en la exposición nos dicen aparentemente algo
completamente diferente: no hay imágenes de Mandela
llorando de alegría al ser liberado, ya que sus ojos so
metidos a veintisiete años de trabajo forzado en las
canteras no son capaces de llorar. No hay otras imáge
nes satelitales de la guerra de Afganistán sino las del
Pentágono, que compró todos los derechos de difusión.
Y los diecisiete millones de fotografías adquiridas por
Bill Gates han sido destinadas a enterrarse bajo dos
cientos veinte pies de tierra; para restituirlas al público
70
en forma digital se necesitarán cuatrocientos años. Así,
la pantalla en blanco no está destinada a purificar nues
tros ojos de la multiplicación exponencial de imágenes
sino, muy por el contrario, a hacernos visible un fenóme
no de sustracción masiva. No es cierto que quienes do
minan el mundo nos engañen o nos cieguen mostrándo
nos imágenes en demasía. Su poder se ejerce antes que
nada por el hecho de descartarlas. Y si Alfredo Jaar pone
las imágenes de la masacre en Ruanda en cajas cerra
das no lo hace para limpiar nuestros ojos de la visión de
ese exceso de cuerpos masacrados. Sucede que esos
cuerpos no son ya contemporáneos nuestros, que la
masacre ya pasó, y pasó sin que se nos haya presentado
ninguna imagen de ella. Eso es lo que nos dice la insta
lación Untitled (Newsweek) (1994): mientras duró la
masacre, la .revista Newsweek tuvo, cada semana, algo
más interesante que presentar a sus lectores en porta
da: la muerte de Jacqueline Kennedy o de Richard Nixon,
el aniversario del "Día D", una campaña en favor de los
valores estadounidenses o un nuevo tratamiento contra
el cáncer. Son antes que nada nuestros medios de comu
nicación los que han disimulado las imágenes de la
masacre o que, justamente, las han dejado de lado,
como algo que no nos concernía directamente. No se
trata, así, para el artista, de suprimir el exceso de imá
genes, sino de poner en escena su ausencia; la ausencia
de ciertas imágenes en la selección de las que interesa
mostrar, según el criterio de los encargados de la difu
sión. Efectivamente, decir que hay "demasiadas imáge
nes" es en primer lugar el veredicto de quienes se encar-
71
gan de manejarlas, y sólo más tarde el de quienes creen
criticarlos. El exceso aparece desde un comienzo como
un defecto que remediar. La estrategia del artista polí
tico no consiste, entonces, en reducir el número de imá
genes, sino en oponerles otro modo de reducción, otro
modo de ver qué se toma en cuenta.
Para comprender esta estrategia conviene enton
ces establecer una división en el corazón mismo de la
doxa que denuncia el "exceso de imágenes": saber pre
cisamente qué está de más en tal o cual forma de exce
so, y lo que opera, por consiguiente, en una u otra forma
de reducción. Esto supone un breve rodeo genealógico.
El tema del exceso de imágenes en nuestra sociedad
tiene su historia. Ésta no comienza con la aguda mirada
de las Mitologías de Roland Barthes o de la Sociedad del
espectáculo de Guy Debord sobre los disfraces de la
mercancía o las manipulaciones del poder. Tampoco es
necesario remitir el análisis crítico a la prohibición mo
saica de la representación de Dios. En la forma que hoy
lo conocemos, e~ tema se impuso hacia fines del siglo
XIX en un contexto bien definido. Eran los tiempos en
que la ciencia fisiológica descubría una multiplicidad de
estímulos y circuitos nerviosos en lugar de lo que había
sido la unidad y simplicidad del alma, y en que la psico
logía hacía del cerebro un "polipero de imágenes". El
problema es que a esa promoción científica del número
se sumaba otra, la del pueblo como sujeto de una forma
de gobierno llamada democracia, la multiplicidad de in
dividuos cualesquiera a los que la multiplicación de tex
tos y de imágenes reproducidos, las vitrinas de la ciudad
72
mercantil o las luces de la ciudad espectacular conver
tían en habitantes de pleno derecho en un mundo común
de saberes y goces. La antigua división que separaba a
las élites, abocadas al trabajo del pensamiento, y la
multitud, virtualmente hundida en la inmediatez sensi
ble, corría el riesgo de perderse. Para separar al número
científico del número democrático, era preciso dar otra
forma a la antigua oposición entre los pocos y el gran
número, entre el cielo de las ideas y la multiplicidad
sensible. Esta sería en lo sucesivo la oposición entre
dos sistemas nerviosos, entre dos organizaciones de la
multiplicidad sensible de los mensajes.
Ese es el contexto en el que se expandió el rumor:
había demasiados estímulos, desencadenados por do
quier, demasiadas ideas e imágenes que se amontona
ban en mentes sin preparación para ordenar su multipli
cidad: se ofrecían demasiadas imágenes de goces posi
bles a los habitantes de las ciudades, incluso a los po
bres; se introducían en general demasiadas cosas en la
mente de los niños y sobre todo en la de los niños del
pueblo. Esta excitación de las fuerzas nerviosas era un
peligro fatal. No podían nacer de allí más que apetitos
imprudentemente desbocados, que conducirían a las
masas al asalto del orden social o, por el contrario, a un
agotamiento de la raza, haciéndola débil ante el enemi
go y complaciente con las tiranías. La lamentación ante
el exceso de imágenes fue en primer lugar una pintura
de la democracia en cuanto sociedad con demasiados
individuos, demasiados consumidores de palabras y de
imágenes, apretados unos contra otros, lo que impide a
73
la mirada y al pensamiento abarcar grandes perspecti
vas. Nadie ha expresado mejor ese fantasma matricial
que Hyppolite Taine, el inventor del "polipero de imáge
nes", el pintor de un paisaje social despojado de los
grandes árboles tutelares de lo religioso y lo feudal, así
como de una ciudad moderna en la que calles y vitrinas
se encuentran llenas de palabras y de imágenes. Taine
denunció la mezquindad temerosa de los individuos de
mocráticos y a la vez el desencadenamiento de las ma
sas revolucionarias tras falsos saberes e imágenes ilu
sorias. El veredicto de las élites, inquietas por el fer
mento de ideas en las mentes populares, es lo que per
petúa en primer lugar el tema banalizado de la crítica de
las imágenes.
"Hay demasiadas imágenes" quiere decir simple
mente "hay demasiado". Hay que poner orden en la
relación entre dos multitudes: la de las imágenes y
sonidos disponibles y la de los individuos, todos ellos
dotados de iguales ojos para ver, oídos para escuchar y
cerebros capace~s de conectar imágenes, sonidos y sig
nificaciones. Y justamente eso es lo que hacen las gran
des máquinas de información. Se las acusa de ahogar
nos con un mar de imágenes. Pero lo que hacen es todo
lo contrario. No se contentan con reducir el número de
imágenes que ponen a disposición. Ordenan antes que
nada su puesta en escena. Eso es lo que quiere decir
informar en el sistema dominante: poner en forma, eli
minar toda singularidad de las imágenes, todo lo que
en ellas excede la simple redundancia del contenido
significable, ponerlas a las distancias que correspon-
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dan a la jerarquía de su "interés", reducirlas en resumi
das cuentas a una función estrictamente deíctica, aquella
de la materia sobre la que recae la palabra de quienes
saben qué imágenes merecen ser retenidas y quién
está habilitado para decir qué dicen. Nuestros boleti
nes informativos nos presentan, a pesar de lo que se
dice, escasas imágenes de las guerras, las violencias o
las aflicciones que marcan el presente del planeta. Son
pocos los cuerpos violados, mutilados o dolientes. Lo
que vemos, esencialmente, son los rostros de quienes
"hacen" la información, los hablantes autorizados: pre
sentadores, editorialistas, políticos, expertos, espe
cialistas de la explicación o del debate. Las "imágenes"
sobre la pantalla son "sus" imágenes: en primer lugar
su efigie, la visibilidad del peso de sus palabras, que
van seguidas de fragmentos de lo visible validados por
esas palabras, como si merecieran ser rescatados de la
multitud de acontecimientos del mundo; fragmentos
que a su vez validan las palabras que se dicen. No hay
un torrente de imágenes. Los que se quejan de ese
torrente son los seleccionadores, ya sea en acto o en
potencia. Hay una puesta en escena de la relación en
tre la autoridad de la palabra autorizada y lo visible
que ésta selecciona para nosotros: la de los aconteci
mientos que importan en la medida en que importan
aquellos a quienes les suceden. La muerte de Richard
Nixon o de Jacqueline Kennedy no se compara eviden
temente a la de millones de personas de las que jamás
hemos oído hablar y que han muerto en lugares lejanos
con nombres impronunciables.
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En esta articulación entre la palabra, lo visible y lo
que se toma en cuenta se sitúan las intervenciones de
Alfredo Jaar. Recordemos la primera que consagró a la
masacre en Ruanda, una intervención desde el lugar: Sig
ns of Life (1994). Adquirió numerosas tarjetas postales
turísticas en las que figuraban animales de los parques
naturales, las envió a algunos amigos con una breve in
formación en cada tarjeta: "Caritas Nazamuru is sti/1 ali
ve"~ "Jyamiha Muhewanimana is sti/1 alive"~ "Canisius
Nzayisenga is sti/1 a/ive"~ En cierto sentido, una contra
información: habitualmente se envían esos mensajes a
destinatarios que esperan impacientemente noticias de
personas próximas. Pero ninguno de los destinatarios
esperaba noticias de ninguna de éstas, por la simple
razón de que ninguno de ellos había tenido nunca el menor
indicio de su existencia. Y ese era precisamente el objeto
del envío. En eso consiste la complejidad de ese gesto
aparentemente mínimo: hablar de la muerte en masa,
inadvertida, al hablar de algunos desconocidos que se
encuentran vivos, hacer visibles algunos nombres para
señalar la masacre que nadie quería ver. Por cierto, ni el
anverso de la tarjeta, que representaba las bellezas de la
naturaleza ecuatorial, ni el revés, que hablaba de los
sobrevivientes, mostraban la masacre o hablaban de ella.
No se trata, sin embargo, de una estrategia \\modernista"
de lo irrepresentable. Es, al contrario, la aplicación de
dos de las más clásicas figuras del arte poética: la fábula
que habla de los animales para hablar de los humanos, la
lítote que afirma que algunos están vivos para decir que
hay un millón de muertos.
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Alfredo Jaar no suprime las imágenes. Nos recuer
da que la imagen no es un simple pedazo de lo visible,
que es una puesta en escena de lo visible, un nudo entre
lo visible y lo que éste dice, como también entre la
palabra y lo que ella hace ver. La tarjeta postal es tam
bién una figura retórica. Se dice a menudo que no hay
que hacer figuras retóricas en presencia de un genoci
dio. La lítote se aplicaría sólo a los amores de los prín
cipes, y la fábula, a la educación de sus hijos. Pero esta
manera de proteger de los preciosismos del lenguaje a
las \\víctimas" del genocidio es precisamente una mane
ra de depreciarlas, designándolas como si fuesen el re
baño, listo para el sacrificio, de los que no tienen nom
bre y que se encuentran fuera de los juegos del lengua
je. Y justamente es allí que se encuentra, descubre Al
fredo Jaar, la razón profunda de nuestra indiferencia. No
es que veamos demasiados cuerpos que sufren, sino
que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasia
dos cuerpos que no nos devuelven la mirada que les
dirigimos, de los que se nos habla sin que se les ofrezca
la posibilidad de hablarnos. Si se han podido cometer
esos crímenes sin que nos hayamos conmovido es por
que afectaban a seres vivos que nunca nos conmovie
ron, individuos cuyos nombres no nos decían nada. En
materia de genocidio hay también una jerarquía, y es la
de los nombres. Todo el mundo conoce el nombre de
Auschwitz, incluso aquellos que niegan lo que allí suce
dió. Por el contrario, a nadie se le ocurrió negar el geno
cidio en Ruanda, pero igualmente nos resistimos a en
contrarles sentido a los nombres que otra instalación de
77
Alfredo Jaar, Signs of Light (2000) nos fuerza a ver en
letras de luz blanca sobre fondo negro: Butare, Amaho
ro, Cyahinda, Cyangugu ... Primero es necesario que esos
nombres nos hablen. Y para que nos hablen es preciso
que sean visibles. No es casual que las cajas que encie
rran las fotografías de la masacre sean llamadas real
pictures. La realidad que muestran es la de nombres
que tienen historia. Es antes que nada a esta historia, a
esa capacidad de cada uno para tener una historia, a lo
que habría que sensibilizarse. Hay que hacer visibles los
nombres, hacer hablar a los cuerpos silenciosos. No es
un asunto de sustracción, sino de redistribución de qué
es lo que se toma en cuenta. No se trata de una borra
dura de lo sensible, sino de la multiplicación y del cruce
de los poderes de producción de lo sensible.
Redistribución de lo que se toma en cuenta: un
modo de información es una manera de seleccionar las
imágenes que valen por todas las otras. El sistema de
información dominante lo hace seleccionando imágenes
de autoridad: ill)ágenes que dicen por sí mismas que
todos no son igualmente capaces de llevar la cuenta de
las imágenes, igualmente capaces de hablar y de ver. Lo
que la invención artística y política puede oponerle es
otra selección, otra manera de construir la relación de lo
uno -o de un reducido número- al gran número, singula
rizar aquello que el sistema confunde en una masa con
fusa, dotar de nuevos poderes a lo singular para figurar
al gran número. El recuento político de aquello que vale
tomar en cuenta es también la operación poética que
pone una palabra o una imagen por otra, una parte por
78
el todo, una multiplicidad por la otra. Esa identidad en
tre la redistribución política de lo que se toma en cuen
ta, por una parte, y el uso poético de las figuras, por
otra, es el fundamento de muchas de las instalaciones
de Alfredo Jaar. La metonimia que constituye The Eyes
of Gutete Emerita (1996) es un caso ejemplar. No vemos
el espectáculo de la muerte en masa, vemos los ojos
que han visto ese espectáculo. Es, en cierto sentido, la
aplicación política del principio de Mallarmé: pintar no la
cosa, sino el efecto que produce; en ese lugar, un par de
ojos que nos dejan fijos; allá los gestos de dos niños
vistos de espaldas que se aprietan uno contra otro. Pero
ese desplazamiento es también un trastocar. Esos ojos
en los que buscamos leer el privilegio del horror trasto
can el privilegio del voyerista. No solamente porque ellos
"nos miran" como se dice a veces, no sin cierto énfasis
cercano a la estupefacción sublime. Es sobre todo por
que esa mirada, aunque ha visto la masacre, no recons
tituye su percepción de ésta para nosotros. Podemos
saber lo que ha visto. No sabemos lo que piensa. Dicho
de otra manera, vemos aquello que la masacre y la indi
ferencia niegan, cada uno a su manera: justamente, que
esa no es simplemente una superficie de inscripción y
reflexión de los acontecimientos sino un cuerpo que pien
sa. Esa era la estrategia ya en A Hundred Times Nguyen
(1994). La pequeña vietnamita, encerrada en un campo
de detención para boat people en Hong Kong, la niña
dotada de un nombre que para nosotros es el nombre de
los vietnamitas en general, se plantaba allí ante el fotó
grafo, como un sujeto predispuesto para ilustrar el pune-
79
tum barthesiano, el de "eso ha sido". Pero, por lo mis
mo, escapa de la función de ser una tarjeta postal, tu
rística, de la desgracia de los boat peop/e. Representa,
más bien, la calidad humana que ella comparte con no
sotros como con todos sus hermanos y todas sus herma
nas: el poder de sustraer, a ese mismo que toma su
imagen, lo que expresa esa semisonrisa enigmática:
intimidación, orgullo o malicia.
Hablar de calidad humana suscita, evidentemen
te, sospechas. Humanismo o compasión son palabras
que se emplean a menudo a propósito de Alfredo Jaar.
Ahora bien, esas palabras no tienen muy buena prensa:
no se aprecia a los reporteros gráficos que despiertan
nuestra piedad a través de la desgracia de nuestros
semejantes, aunque esa lástima se exponga en grandes
y costosos formatos en los muros de museos y galerías.
Y se ha opuesto a menudo la estética conceptual y mi
nimalista de las instalaciones de Alfredo Jaar a esta
actitud compasiva. Mas la compasión no es la piedad
por los desdichados, es la capacidad de sentir con ellos,
es decir, también la capacidad de hacerlos sentir con
nosotros, de constituir el sensorium de una capacidad
compartida tanto por los boat people como por los artis
tas de Nueva York. Y el conceptualismo no es una estra
tegia intelectualista de frustración. Es la construcción
de un dispositivo sensible que devuelve sus poderes a
la atención. "Conceptualismo" y "compasión" son dos
caras para una misma actitud: no se trata de arrojar
sobre Nguyen o sobre Gutete Emerita una mirada carita
tiva, como tampoco de sustraerlos, simplemente, a la
80
T 1 mirada voyerista. Se trata de construir un dispositivo
que devuelve a su mirada un poder de decir y callar
semejante al nuestro. Y el "minimalismo" asume aquí
una función precisa: perturba la relación entre el peque
ño número y el gran número, entre lo que cuenta indivi
dualmente y lo contado en forma masiva. Una sola mi
rada por un millón de cadáveres. Pero también es posi
ble multiplicar esa mirada única, disponer sobre un pa
nel luminoso tantas diapositivas que presentan esa
mirada como muertos había frente a ojos parecidos a los
de Gutete Emerita. La metonimia se transforma enton
ces en metáfora, no en una metáfora de los millones de
muertos, como en la fotografía tan disputada del mon
tón de zapatos de Auschwitz, sino en la metáfora de un
millón de seres vivos, una imagen del poder de ser uno
solo que pertenece a cada uno de aquellos que son con
tados solamente por centenas de miles, mediante una
cifra propia de las víctimas, pues es antes que nada
propia de aquellos de los que se olvida que son plena
mente humanos. Al mismo tiempo ese dispositivo no
está reservado a las víctimas de genocidios y a las mi
graciones forzadas. Es posible proporcionar en una gale
ría un equivalente del millón de inmigrantes rechazados
por las autoridades finlandesas: un millón de pasapor
tes finlandeses que forman el cubo de un monumento a
los vivos dejados de lado ( One Mil/ion Finnish Passpor
ts, 1995). Y el número reducido se presta para ello tan
bien como el grande. "Dos o tres cosas que yo sé de
ella", esa era la forma "modernista" del relato fragmen
tado que escogió Godard, hace cuarenta años, para dar
81
cuenta de la experiencia propia del habitante de nues
tros suburbios. Alfredo Jaar literaliza ese propósito con
el fin de hacer visibles, a través de imágenes fragmen
tadas, a la población bengalí, invisible para los ojos de
los visitantes de una galería de moda del Este londinen
se que se instaló en el barrio de éstos (Two or Three
Things I Imagine About Them, 1992).
Esta redistribución de las relaciones entre lo pe
queño y lo grande pasa también por una multiplicación
de los poderes de la figura. Una figura no es simplemen
te una palabra o una imagen en lugar de otra. Se puede
ampliar el proceso: es también un medio para otra cosa,
una manera de producir sensibilidad y sentido en un
lugar otro, un espacio nuevo constituido por estas sus
tituciones. Eso comienza, por supuesto, con palabras
sustraídas al sentido del oído para ofrecerlas a la mira
da, no solamente como signos de alguna significación,
sino como fuerzas visibles. Hay muchos textos en las
instalaciones de Alfredo Jaar. De ahí, según se dice, su
reputación de artista conceptual. Poner textos sobre los
muros de una galería es, según se piensa, desterrar las
imágenes. Pero eso es pensar en términos de entidades
y no en términos de dispositivos. Justamente, la imagen
no se define sólo por la presentación de lo visible. Las
palabras también son materia de imagen. Y lo son de
dos maneras: en primer lugar porque se prestan para las
operaciones poéticas de desplazamiento y sustitución;
pero también porque modelan formas visibles que nos
afectan como tales. En el régimen dominante de la in
formación, las palabras son solamente palabras, y de-
82
signan la realidad como el contenido del que están pri
vadas, a la vez que permiten, por supuesto, convertir
esta realidad en ausencia. Suele ocurrir, en efecto, que
el comentarista de la radio nombre el lugar y el testigo
de una masacre. Pero esos nombres están destinados a
ser arrastrados por la marea sonora, a olvidarse apenas
son pronunciados. El arte y la política comienzan cuando
se perturba ese juego común en que las palabras se
deslizan continuamente bajo las cosas y las cosas bajo
las palabras. Comienzan cuando las palabras se hacen
figuras, cuando llegan a ser realidades sólidas, visibles.
Los textos de las instalaciones no están allí, en
tonces, en lugar de las imágenes. Son por sí mismos
imágenes. Ninguno de los mensajes que nos transmiten
los medios de comunicación se parece, de hecho, a la
larga cinta blanca sobre fondo negro que nos guía hacia
los ojos de Gutete Emerita. Esa cinta de luz parece en
un primer momento un neón abstracto, hasta que el ojo
llega a ver un texto que comienza como una síntesis
informativa, para luego transformarse en la historia de
una mujer y terminar en un refrán de balada: "J remem
ber her eyes. The eyes of Gutete Emerita". Hay que do
tar de historia a los ojos. Y a esa historia hay que darle
una forma en sí misma dual: la forma escultural del friso
de luz, borde blanco sobre fondo negro que repite, invir
tiéndolo, el ourlet negro sobre fondo blanco de la escri
tura de Mallarmé; y la forma de una poesía más tradicio
nal, la forma poética de la balada: la historia del pa
seante, que vagabundea como una nube y se detiene
delante de un espectáculo repentino, un ejército de jun-
cosen Wordsworth, un montón de cadáveres aquí. ¿cómo
no pensar nuevamente en Wordsworth delante de Field,
Road, Cloud (1997)? Lo que encontramos al final del
paseo bajo la bella nube en medio del cielo azul es sin
embargo un montón de cadáveres que, también aquí, no
ha sido fotografiado, sino evocado por un croquis del
lugar. Pero el croquis y las leyendas que evocan la carni
cería no se encuentran ahí para desmitificar el azur de
los poetas. Como tampoco las imágenes de los boat
people refutaban los paisajes marinos en Untitled (Water)
(1990). Solamente desde el punto de vista de la lógica
dominante habría que escoger entre las nubes de los
soñadores y las crudas realidades de la violencia huma
na. El arte que se quería ser crítico se ha extraviado
muchas veces retomando los términos de esta lógica,
utilizando las palabras para sustraer su poder a las for
mas visibles y las formas visibles para sustraer su po
tencia a las palabras. Pretendía con ello dar armas a las
conciencias revelando una doble mentira. ¿Pero qué ar
mas han podido producirse alguna vez acumulando im
potencias? Si lían de juntarse las palabras y las formas
visibles, es para hacer lo contrario: aumentar el peso de
las palabras mediante la forma, y la potencia de una
mirada mediante la cinta de palabras que conduce a
ella. Solamente aquellos capaces de darse tiempo para
fotografiar las nubes saben también no sólo darse el
tiempo de mirar lo que hay debajo, sino además el de
construir las formas artísticas capaces de generar otra
mirada sobre la humanidad, la de los arrojados a las
fosas mortuorias y sobre todo la de aquellos que conser-
84
van la carnicería en sus ojos de sobrevivientes. Y esa
otra mirada comienza por una perturbación de las rela
ciones normales entre los textos y las formas visibles,
entre la poesía y las artes llamadas plásticas, entre la
palabra y el silencio. Es preciso, dice a veces Alfredo Jaar, acompañar
los mensajes y las imágenes de su contexto. ¿Qué de
bemos entender, en realidad, por ese contexto? No se
trata, seguramente, de pretender hacernos sentir como
si estuviésemos allí, ante la carnicería ruandesa o tras
las rejas que encierran a los boat people vietnamitas;
pero tampoco se trata de resituar la hambruna sudane
sa en el sistema de relaciones mundiales de dominio. Se
trata de construir un espacio en el cual un tejido inédito
de palabras y formas puede dar una resonancia a la
muerte o al exilio masivos. El poder de un medio de
información es antes que nada el de una máquina capaz
de organizar el espacio y el tiempo en que las palabras
y las formas se agregan o desagregan, se refuerzan o se
anulan. El problema no es criticar los mensajes televisi
vos es crear otros dispositivos espacio-temporales, es 1
oponer a la caja de luz dominante otras cajas de luz, en
que los textos y las imágenes pasen por el mismo canal,
en que las palabras ya no sean dichas por una voz, sino
dispuestas como un poema sobre la pantalla, en donde
haya menos información, pero ésta retenga nuestra aten
ción por más tiempo. Se trata, por ejemplo, de construir
espacios en los que no haya sino palabras, pero donde
las palabras sean idénticas a las fuentes de luz que
atraviesan la oscuridad. Para que la palabra poética Y la
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forma plástica tejan sus intercambios y refuercen sus
poderes es necesaria también la intervención de la ar
quitectura, que construye el teatro de esos intercam
bios. También aquí el sueño de Mallarmé de un espacio
apropiado para la potencia gráfica de las palabras y para
la potencia de escritura de las formas plásticas se transforma en dispositivo político.
Sin duda, The Sound of Silence (2006) proporciona
el mejor testimonio de esto. Alfredo Jaar construye allí
un espacio para "contextualizar" una sola fotografía: la
que valiera al fotógrafo sudafricano Kevin Carter un pre
mio Pulitzer, seguido por una campaña de denigración y
por el suicidio del autor. La fotografía representa a una
niña gateando, observada por un buitre. La pequeña
sudanesa hambrienta se arrastra hacia un puesto de
distribución de alimentos que, según se ve, no tendrá
fuerzas para alcanzar. El buitre, por su parte, espera
tranquilamente la presa prometida. La fotografía ha cau
sado escándalo: ¿cómo pudo el fotógrafo esperar veinte
minutos para captar, en el momento más propicio y con
el mejor encuadre, la imagen de la niña moribunda ace
chada por el ave de presa? ¿cómo no prefirió socorrer a
la niña hambrienta en vez de captar el denso instante
de esa escena de horror? Al actuar de esa manera, ¿aca
so él mismo no se portó como un buitre? Manifiestamen
te, Alfredo Jaar no comparte esa opinión. Por muy huma
nista que se lo considere, no condena a quien se preocu
pó más de lograr una fotografía que de dar de comer a la
niña. Pues el éxito de una singular fotografía es otra
manera de ocuparse de los niños que mueren de ham-
86
bre. Por preocupado que estuviera de no mostrar las
imágenes de la carnicería ruandesa, no cree impertinen
te la publicación de la fotografía. La acusación de "este
tizar el horror" es demasiado confortable, ignora dema
siado la compleja intrincación entre la intensidad esté
tica de la situación de excepción capturada por la mirada
y la preocupación estética o política por dar testimonio
de una realidad que nadie se preocupa de ver. Si Kevin
Carter no hubiese sido capaz de fotografiar al buitre
acechando a la niña, tampoco hubiese sido capaz de ir
con su máquina a un lugar al que nadie va, en medio del
desierto sudanés en plena hambruna. El problema esté
tico no es la elección de fórmulas apropiadas para em
bellecer realidades sórdidas o monstruosas. Es un asun
to de sensibilidad ante la configuración de un espacio y,
al ritmo propio a un tiempo, asunto de experiencia de
las intensidades que llevan consigo ese espacio y ese
tiempo.
Para hacernos sentir eso Alfredo Jaar construyó
un contexto analógico para la fotografía de la niña: no
se intenta, por supuesto, imitar la situación del reporte
ro fotográfico comprometido, confrontado al hambre en
el desierto sudanés. Se trata de construir un dispositivo
espacio-temporal de visión, sustrayéndolo tanto al es
pacio del periódico como a la instalación museística de
fotografías en gran formato, un dispositivo que compro
meta por sí mismo una experiencia sensorial excepcio
nal: en un espacio cerrado, en el que sólo se puede
entrar, como en el teatro, al comienzo de la función, hay
que seguir, durante ocho minutos, su desarrollo tempo-
87
ral: también en este caso palabras escritas como estro
fas de poemas se suceden en silencio; una historia en
forma de balada que cuenta el viaje de un hombre, su
periplo en el seno de la violencia del apartheid y de la
rebelión negra, y ese momento en Sudán, en que el
caminante se detuvo, fascinado él también por un es
pectáculo inesperado, una historia de hambre y de muer
te, transformada en fábula, que pone en escena a un
humano y un animal, a partir de lo cual se teje, como
una parábola, la historia de tres destinos entrecruza
dos: el de Kevin Carter, que conectó el tubo mortal al
escape de su camioneta con la misma minuciosidad con
la que cuidadosamente preparara el aparato para la fo
tografía del siglo; el de la niña, cuyo destino nadie co
noce, pues nadie sabe de dónde venía; el de la misma
fotografía, que se nos aparecerá, finalmente, interrum
piendo el relato del suicidio, justo el tiempo necesario,
el tiempo de un flash igual a la velocidad a la que se
tomó la fotografía.
Una vez m~ás, no se trata de privarnos de la ima
gen. Es evidentemente innecesario hacerlo, pues aun si
el fotógrafo está muerto y la niña ha desaparecido sin
dejar huellas, sabemos, por el contrario, en qué se con
virtió la fotografía: en propiedad del imperio Bill Gates,
que sepulta las imágenes a doscientos veinte pies bajo
tierra para conservarlas mejor. Es preciso construir un
espacio y un tiempo apropiados para hacer resonar en
silencio esa imagen: un paralelepípedo cerrado de cien
to veintiocho metros cúbicos para una sola imagen, un
secuestro de ocho minutos para una fracción de segun-
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do. No hace falta menos -ni más- para hacernos con
siderar de otro modo el peso de una fotografía, para
transformar una imagen sensacionalista en ocasión para
un ejercicio espiritual sobre el tiempo de la mirada, para
la experiencia sensorial de aquello que significa el es
fuerzo por hacer ver la violencia del mundo. Decidida
mente, no hay de ninguna manera demasiadas imáge
nes. No hay, tampoco, demasiados artistas para reflexio
nar, más allá de los estereotipos críticos, sobre lo que
significa producir imágenes.
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