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El teatro de imágenes Jacques Ranciere Hay demasiadas imágenes, dice un rumor, y es por eso que juzgamos mal. Esta crítica adopta, es cierto, dos formas aparentemente contradictorias. Algunas ve- ces acusa a las imágenes de ahogarnos con su poder sensible, otras les reprocha por anestesiarnos con su desfile indiferente. Las imágenes nos engañan, se decía hace unas décadas. Los amos del mundo disponen su seducción para ocultar los mecanismos de dominio; más aún, para hacernos cómplices, transformando los pro- ductos de nuestro despojo en espejos donde nos con- templamos, en calidad de felices y orgullosos consumi- dores. Con el fin de armarnos para la lucha, los entendi- dos en asuntos sociales y los artistas comprometidos deben, por eso mismo, enseñarnos a leer las imágenes y a descubrir el juego de la máquina que las produce y se disimula tras ellas. Las imágenes nos ciegan, se dice hoy. No es que disimulen la verdad, sino que la banali- zan. Demasiadas imágenes de masacres, cuerpos en- sangrentados, niños amputados, cuerpos apilados en osarios, nos hacen insensibles frente a algo que para nosotros es un espectáculo, no muy diferente, después 69

Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

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Texto sobre las imágenes en la modernidad tratado por Jacques Ranciere

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Page 1: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

El teatro de imágenes

Jacques Ranciere

Hay demasiadas imágenes, dice un rumor, y es por

eso que juzgamos mal. Esta crítica adopta, es cierto,

dos formas aparentemente contradictorias. Algunas ve­

ces acusa a las imágenes de ahogarnos con su poder

sensible, otras les reprocha por anestesiarnos con su

desfile indiferente. Las imágenes nos engañan, se decía

hace unas décadas. Los amos del mundo disponen su

seducción para ocultar los mecanismos de dominio; más

aún, para hacernos cómplices, transformando los pro­

ductos de nuestro despojo en espejos donde nos con­

templamos, en calidad de felices y orgullosos consumi­

dores. Con el fin de armarnos para la lucha, los entendi­

dos en asuntos sociales y los artistas comprometidos

deben, por eso mismo, enseñarnos a leer las imágenes

y a descubrir el juego de la máquina que las produce y se

disimula tras ellas. Las imágenes nos ciegan, se dice

hoy. No es que disimulen la verdad, sino que la banali­

zan. Demasiadas imágenes de masacres, cuerpos en­

sangrentados, niños amputados, cuerpos apilados en

osarios, nos hacen insensibles frente a algo que para

nosotros es un espectáculo, no muy diferente, después

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Page 2: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

de todo, al que ofrece la ficción del cine gore. Asimismo,

nos volvemos indiferentes ante los crímenes en masa

que deberían suscitar nuestra indignación y nuestra in­

tervención. Los críticos y los artistas deben entonces

frustrar nuestros hábitos voyeristas, reduciendo total­

mente, cuando no suprimiendo, esas imágenes que nos

anestesian. Así, Claude Lanzmann rechaza cualquier

documento de archivo que aluda al genocidio, Jochen

Gerz entierra los monumentos a la memoria y Alfredo

Jaar disimula en cajas las fotografías de la masacre en

Ruanda, situando a los visitantes, al final de oscuros

corredores, frente a una inmensa pantalla iluminada,

virgen de toda imagen.

Esa manera de presentar la enfermedad de las

imágenes y su antídoto ha sido ampliamente aceptada.

¿Es exacta, sin embargo? Es cierto que Lament of the

Images (2002) conduce a los visitantes hacia una pan­

talla de un blanco enceguecedor. ¿Pero lo hace verdade­

ramente para purificar nuestros ojos obnubilados por el

exceso de imágenes? Los tres textos dispuestos ante-~

riormente en la exposición nos dicen aparentemente algo

completamente diferente: no hay imágenes de Mandela

llorando de alegría al ser liberado, ya que sus ojos so­

metidos a veintisiete años de trabajo forzado en las

canteras no son capaces de llorar. No hay otras imáge­

nes satelitales de la guerra de Afganistán sino las del

Pentágono, que compró todos los derechos de difusión.

Y los diecisiete millones de fotografías adquiridas por

Bill Gates han sido destinadas a enterrarse bajo dos­

cientos veinte pies de tierra; para restituirlas al público

70

en forma digital se necesitarán cuatrocientos años. Así,

la pantalla en blanco no está destinada a purificar nues­

tros ojos de la multiplicación exponencial de imágenes

sino, muy por el contrario, a hacernos visible un fenóme­

no de sustracción masiva. No es cierto que quienes do­

minan el mundo nos engañen o nos cieguen mostrándo­

nos imágenes en demasía. Su poder se ejerce antes que

nada por el hecho de descartarlas. Y si Alfredo Jaar pone

las imágenes de la masacre en Ruanda en cajas cerra­

das no lo hace para limpiar nuestros ojos de la visión de

ese exceso de cuerpos masacrados. Sucede que esos

cuerpos no son ya contemporáneos nuestros, que la

masacre ya pasó, y pasó sin que se nos haya presentado

ninguna imagen de ella. Eso es lo que nos dice la insta­

lación Untitled (Newsweek) (1994): mientras duró la

masacre, la .revista Newsweek tuvo, cada semana, algo

más interesante que presentar a sus lectores en porta­

da: la muerte de Jacqueline Kennedy o de Richard Nixon,

el aniversario del "Día D", una campaña en favor de los

valores estadounidenses o un nuevo tratamiento contra

el cáncer. Son antes que nada nuestros medios de comu­

nicación los que han disimulado las imágenes de la

masacre o que, justamente, las han dejado de lado,

como algo que no nos concernía directamente. No se

trata, así, para el artista, de suprimir el exceso de imá­

genes, sino de poner en escena su ausencia; la ausencia

de ciertas imágenes en la selección de las que interesa

mostrar, según el criterio de los encargados de la difu­

sión. Efectivamente, decir que hay "demasiadas imáge­

nes" es en primer lugar el veredicto de quienes se encar-

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Page 3: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

gan de manejarlas, y sólo más tarde el de quienes creen

criticarlos. El exceso aparece desde un comienzo como

un defecto que remediar. La estrategia del artista polí­

tico no consiste, entonces, en reducir el número de imá­

genes, sino en oponerles otro modo de reducción, otro

modo de ver qué se toma en cuenta.

Para comprender esta estrategia conviene enton­

ces establecer una división en el corazón mismo de la

doxa que denuncia el "exceso de imágenes": saber pre­

cisamente qué está de más en tal o cual forma de exce­

so, y lo que opera, por consiguiente, en una u otra forma

de reducción. Esto supone un breve rodeo genealógico.

El tema del exceso de imágenes en nuestra sociedad

tiene su historia. Ésta no comienza con la aguda mirada

de las Mitologías de Roland Barthes o de la Sociedad del

espectáculo de Guy Debord sobre los disfraces de la

mercancía o las manipulaciones del poder. Tampoco es

necesario remitir el análisis crítico a la prohibición mo­

saica de la representación de Dios. En la forma que hoy

lo conocemos, e~ tema se impuso hacia fines del siglo

XIX en un contexto bien definido. Eran los tiempos en

que la ciencia fisiológica descubría una multiplicidad de

estímulos y circuitos nerviosos en lugar de lo que había

sido la unidad y simplicidad del alma, y en que la psico­

logía hacía del cerebro un "polipero de imágenes". El

problema es que a esa promoción científica del número

se sumaba otra, la del pueblo como sujeto de una forma

de gobierno llamada democracia, la multiplicidad de in­

dividuos cualesquiera a los que la multiplicación de tex­

tos y de imágenes reproducidos, las vitrinas de la ciudad

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mercantil o las luces de la ciudad espectacular conver­

tían en habitantes de pleno derecho en un mundo común

de saberes y goces. La antigua división que separaba a

las élites, abocadas al trabajo del pensamiento, y la

multitud, virtualmente hundida en la inmediatez sensi­

ble, corría el riesgo de perderse. Para separar al número

científico del número democrático, era preciso dar otra

forma a la antigua oposición entre los pocos y el gran

número, entre el cielo de las ideas y la multiplicidad

sensible. Esta sería en lo sucesivo la oposición entre

dos sistemas nerviosos, entre dos organizaciones de la

multiplicidad sensible de los mensajes.

Ese es el contexto en el que se expandió el rumor:

había demasiados estímulos, desencadenados por do­

quier, demasiadas ideas e imágenes que se amontona­

ban en mentes sin preparación para ordenar su multipli­

cidad: se ofrecían demasiadas imágenes de goces posi­

bles a los habitantes de las ciudades, incluso a los po­

bres; se introducían en general demasiadas cosas en la

mente de los niños y sobre todo en la de los niños del

pueblo. Esta excitación de las fuerzas nerviosas era un

peligro fatal. No podían nacer de allí más que apetitos

imprudentemente desbocados, que conducirían a las

masas al asalto del orden social o, por el contrario, a un

agotamiento de la raza, haciéndola débil ante el enemi­

go y complaciente con las tiranías. La lamentación ante

el exceso de imágenes fue en primer lugar una pintura

de la democracia en cuanto sociedad con demasiados

individuos, demasiados consumidores de palabras y de

imágenes, apretados unos contra otros, lo que impide a

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Page 4: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

la mirada y al pensamiento abarcar grandes perspecti­

vas. Nadie ha expresado mejor ese fantasma matricial

que Hyppolite Taine, el inventor del "polipero de imáge­

nes", el pintor de un paisaje social despojado de los

grandes árboles tutelares de lo religioso y lo feudal, así

como de una ciudad moderna en la que calles y vitrinas

se encuentran llenas de palabras y de imágenes. Taine

denunció la mezquindad temerosa de los individuos de­

mocráticos y a la vez el desencadenamiento de las ma­

sas revolucionarias tras falsos saberes e imágenes ilu­

sorias. El veredicto de las élites, inquietas por el fer­

mento de ideas en las mentes populares, es lo que per­

petúa en primer lugar el tema banalizado de la crítica de

las imágenes.

"Hay demasiadas imágenes" quiere decir simple­

mente "hay demasiado". Hay que poner orden en la

relación entre dos multitudes: la de las imágenes y

sonidos disponibles y la de los individuos, todos ellos

dotados de iguales ojos para ver, oídos para escuchar y

cerebros capace~s de conectar imágenes, sonidos y sig­

nificaciones. Y justamente eso es lo que hacen las gran­

des máquinas de información. Se las acusa de ahogar­

nos con un mar de imágenes. Pero lo que hacen es todo

lo contrario. No se contentan con reducir el número de

imágenes que ponen a disposición. Ordenan antes que

nada su puesta en escena. Eso es lo que quiere decir

informar en el sistema dominante: poner en forma, eli­

minar toda singularidad de las imágenes, todo lo que

en ellas excede la simple redundancia del contenido

significable, ponerlas a las distancias que correspon-

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dan a la jerarquía de su "interés", reducirlas en resumi­

das cuentas a una función estrictamente deíctica, aquella

de la materia sobre la que recae la palabra de quienes

saben qué imágenes merecen ser retenidas y quién

está habilitado para decir qué dicen. Nuestros boleti­

nes informativos nos presentan, a pesar de lo que se

dice, escasas imágenes de las guerras, las violencias o

las aflicciones que marcan el presente del planeta. Son

pocos los cuerpos violados, mutilados o dolientes. Lo

que vemos, esencialmente, son los rostros de quienes

"hacen" la información, los hablantes autorizados: pre­

sentadores, editorialistas, políticos, expertos, espe­

cialistas de la explicación o del debate. Las "imágenes"

sobre la pantalla son "sus" imágenes: en primer lugar

su efigie, la visibilidad del peso de sus palabras, que

van seguidas de fragmentos de lo visible validados por

esas palabras, como si merecieran ser rescatados de la

multitud de acontecimientos del mundo; fragmentos

que a su vez validan las palabras que se dicen. No hay

un torrente de imágenes. Los que se quejan de ese

torrente son los seleccionadores, ya sea en acto o en

potencia. Hay una puesta en escena de la relación en­

tre la autoridad de la palabra autorizada y lo visible

que ésta selecciona para nosotros: la de los aconteci­

mientos que importan en la medida en que importan

aquellos a quienes les suceden. La muerte de Richard

Nixon o de Jacqueline Kennedy no se compara eviden­

temente a la de millones de personas de las que jamás

hemos oído hablar y que han muerto en lugares lejanos

con nombres impronunciables.

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Page 5: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

En esta articulación entre la palabra, lo visible y lo

que se toma en cuenta se sitúan las intervenciones de

Alfredo Jaar. Recordemos la primera que consagró a la

masacre en Ruanda, una intervención desde el lugar: Sig­

ns of Life (1994). Adquirió numerosas tarjetas postales

turísticas en las que figuraban animales de los parques

naturales, las envió a algunos amigos con una breve in­

formación en cada tarjeta: "Caritas Nazamuru is sti/1 ali­

ve"~ "Jyamiha Muhewanimana is sti/1 alive"~ "Canisius

Nzayisenga is sti/1 a/ive"~ En cierto sentido, una contra­

información: habitualmente se envían esos mensajes a

destinatarios que esperan impacientemente noticias de

personas próximas. Pero ninguno de los destinatarios

esperaba noticias de ninguna de éstas, por la simple

razón de que ninguno de ellos había tenido nunca el menor

indicio de su existencia. Y ese era precisamente el objeto

del envío. En eso consiste la complejidad de ese gesto

aparentemente mínimo: hablar de la muerte en masa,

inadvertida, al hablar de algunos desconocidos que se

encuentran vivos, hacer visibles algunos nombres para

señalar la masacre que nadie quería ver. Por cierto, ni el

anverso de la tarjeta, que representaba las bellezas de la

naturaleza ecuatorial, ni el revés, que hablaba de los

sobrevivientes, mostraban la masacre o hablaban de ella.

No se trata, sin embargo, de una estrategia \\modernista"

de lo irrepresentable. Es, al contrario, la aplicación de

dos de las más clásicas figuras del arte poética: la fábula

que habla de los animales para hablar de los humanos, la

lítote que afirma que algunos están vivos para decir que

hay un millón de muertos.

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Alfredo Jaar no suprime las imágenes. Nos recuer­

da que la imagen no es un simple pedazo de lo visible,

que es una puesta en escena de lo visible, un nudo entre

lo visible y lo que éste dice, como también entre la

palabra y lo que ella hace ver. La tarjeta postal es tam­

bién una figura retórica. Se dice a menudo que no hay

que hacer figuras retóricas en presencia de un genoci­

dio. La lítote se aplicaría sólo a los amores de los prín­

cipes, y la fábula, a la educación de sus hijos. Pero esta

manera de proteger de los preciosismos del lenguaje a

las \\víctimas" del genocidio es precisamente una mane­

ra de depreciarlas, designándolas como si fuesen el re­

baño, listo para el sacrificio, de los que no tienen nom­

bre y que se encuentran fuera de los juegos del lengua­

je. Y justamente es allí que se encuentra, descubre Al­

fredo Jaar, la razón profunda de nuestra indiferencia. No

es que veamos demasiados cuerpos que sufren, sino

que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasia­

dos cuerpos que no nos devuelven la mirada que les

dirigimos, de los que se nos habla sin que se les ofrezca

la posibilidad de hablarnos. Si se han podido cometer

esos crímenes sin que nos hayamos conmovido es por­

que afectaban a seres vivos que nunca nos conmovie­

ron, individuos cuyos nombres no nos decían nada. En

materia de genocidio hay también una jerarquía, y es la

de los nombres. Todo el mundo conoce el nombre de

Auschwitz, incluso aquellos que niegan lo que allí suce­

dió. Por el contrario, a nadie se le ocurrió negar el geno­

cidio en Ruanda, pero igualmente nos resistimos a en­

contrarles sentido a los nombres que otra instalación de

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Page 6: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

Alfredo Jaar, Signs of Light (2000) nos fuerza a ver en

letras de luz blanca sobre fondo negro: Butare, Amaho­

ro, Cyahinda, Cyangugu ... Primero es necesario que esos

nombres nos hablen. Y para que nos hablen es preciso

que sean visibles. No es casual que las cajas que encie­

rran las fotografías de la masacre sean llamadas real

pictures. La realidad que muestran es la de nombres

que tienen historia. Es antes que nada a esta historia, a

esa capacidad de cada uno para tener una historia, a lo

que habría que sensibilizarse. Hay que hacer visibles los

nombres, hacer hablar a los cuerpos silenciosos. No es

un asunto de sustracción, sino de redistribución de qué

es lo que se toma en cuenta. No se trata de una borra­

dura de lo sensible, sino de la multiplicación y del cruce

de los poderes de producción de lo sensible.

Redistribución de lo que se toma en cuenta: un

modo de información es una manera de seleccionar las

imágenes que valen por todas las otras. El sistema de

información dominante lo hace seleccionando imágenes

de autoridad: ill)ágenes que dicen por sí mismas que

todos no son igualmente capaces de llevar la cuenta de

las imágenes, igualmente capaces de hablar y de ver. Lo

que la invención artística y política puede oponerle es

otra selección, otra manera de construir la relación de lo

uno -o de un reducido número- al gran número, singula­

rizar aquello que el sistema confunde en una masa con­

fusa, dotar de nuevos poderes a lo singular para figurar

al gran número. El recuento político de aquello que vale

tomar en cuenta es también la operación poética que

pone una palabra o una imagen por otra, una parte por

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el todo, una multiplicidad por la otra. Esa identidad en­

tre la redistribución política de lo que se toma en cuen­

ta, por una parte, y el uso poético de las figuras, por

otra, es el fundamento de muchas de las instalaciones

de Alfredo Jaar. La metonimia que constituye The Eyes

of Gutete Emerita (1996) es un caso ejemplar. No vemos

el espectáculo de la muerte en masa, vemos los ojos

que han visto ese espectáculo. Es, en cierto sentido, la

aplicación política del principio de Mallarmé: pintar no la

cosa, sino el efecto que produce; en ese lugar, un par de

ojos que nos dejan fijos; allá los gestos de dos niños

vistos de espaldas que se aprietan uno contra otro. Pero

ese desplazamiento es también un trastocar. Esos ojos

en los que buscamos leer el privilegio del horror trasto­

can el privilegio del voyerista. No solamente porque ellos

"nos miran" como se dice a veces, no sin cierto énfasis

cercano a la estupefacción sublime. Es sobre todo por­

que esa mirada, aunque ha visto la masacre, no recons­

tituye su percepción de ésta para nosotros. Podemos

saber lo que ha visto. No sabemos lo que piensa. Dicho

de otra manera, vemos aquello que la masacre y la indi­

ferencia niegan, cada uno a su manera: justamente, que

esa no es simplemente una superficie de inscripción y

reflexión de los acontecimientos sino un cuerpo que pien­

sa. Esa era la estrategia ya en A Hundred Times Nguyen

(1994). La pequeña vietnamita, encerrada en un campo

de detención para boat people en Hong Kong, la niña

dotada de un nombre que para nosotros es el nombre de

los vietnamitas en general, se plantaba allí ante el fotó­

grafo, como un sujeto predispuesto para ilustrar el pune-

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Page 7: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

tum barthesiano, el de "eso ha sido". Pero, por lo mis­

mo, escapa de la función de ser una tarjeta postal, tu­

rística, de la desgracia de los boat peop/e. Representa,

más bien, la calidad humana que ella comparte con no­

sotros como con todos sus hermanos y todas sus herma­

nas: el poder de sustraer, a ese mismo que toma su

imagen, lo que expresa esa semisonrisa enigmática:

intimidación, orgullo o malicia.

Hablar de calidad humana suscita, evidentemen­

te, sospechas. Humanismo o compasión son palabras

que se emplean a menudo a propósito de Alfredo Jaar.

Ahora bien, esas palabras no tienen muy buena prensa:

no se aprecia a los reporteros gráficos que despiertan

nuestra piedad a través de la desgracia de nuestros

semejantes, aunque esa lástima se exponga en grandes

y costosos formatos en los muros de museos y galerías.

Y se ha opuesto a menudo la estética conceptual y mi­

nimalista de las instalaciones de Alfredo Jaar a esta

actitud compasiva. Mas la compasión no es la piedad

por los desdichados, es la capacidad de sentir con ellos,

es decir, también la capacidad de hacerlos sentir con

nosotros, de constituir el sensorium de una capacidad

compartida tanto por los boat people como por los artis­

tas de Nueva York. Y el conceptualismo no es una estra­

tegia intelectualista de frustración. Es la construcción

de un dispositivo sensible que devuelve sus poderes a

la atención. "Conceptualismo" y "compasión" son dos

caras para una misma actitud: no se trata de arrojar

sobre Nguyen o sobre Gutete Emerita una mirada carita­

tiva, como tampoco de sustraerlos, simplemente, a la

80

T 1 mirada voyerista. Se trata de construir un dispositivo

que devuelve a su mirada un poder de decir y callar

semejante al nuestro. Y el "minimalismo" asume aquí

una función precisa: perturba la relación entre el peque­

ño número y el gran número, entre lo que cuenta indivi­

dualmente y lo contado en forma masiva. Una sola mi­

rada por un millón de cadáveres. Pero también es posi­

ble multiplicar esa mirada única, disponer sobre un pa­

nel luminoso tantas diapositivas que presentan esa

mirada como muertos había frente a ojos parecidos a los

de Gutete Emerita. La metonimia se transforma enton­

ces en metáfora, no en una metáfora de los millones de

muertos, como en la fotografía tan disputada del mon­

tón de zapatos de Auschwitz, sino en la metáfora de un

millón de seres vivos, una imagen del poder de ser uno

solo que pertenece a cada uno de aquellos que son con­

tados solamente por centenas de miles, mediante una

cifra propia de las víctimas, pues es antes que nada

propia de aquellos de los que se olvida que son plena­

mente humanos. Al mismo tiempo ese dispositivo no

está reservado a las víctimas de genocidios y a las mi­

graciones forzadas. Es posible proporcionar en una gale­

ría un equivalente del millón de inmigrantes rechazados

por las autoridades finlandesas: un millón de pasapor­

tes finlandeses que forman el cubo de un monumento a

los vivos dejados de lado ( One Mil/ion Finnish Passpor­

ts, 1995). Y el número reducido se presta para ello tan

bien como el grande. "Dos o tres cosas que yo sé de

ella", esa era la forma "modernista" del relato fragmen­

tado que escogió Godard, hace cuarenta años, para dar

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Page 8: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

cuenta de la experiencia propia del habitante de nues­

tros suburbios. Alfredo Jaar literaliza ese propósito con

el fin de hacer visibles, a través de imágenes fragmen­

tadas, a la población bengalí, invisible para los ojos de

los visitantes de una galería de moda del Este londinen­

se que se instaló en el barrio de éstos (Two or Three

Things I Imagine About Them, 1992).

Esta redistribución de las relaciones entre lo pe­

queño y lo grande pasa también por una multiplicación

de los poderes de la figura. Una figura no es simplemen­

te una palabra o una imagen en lugar de otra. Se puede

ampliar el proceso: es también un medio para otra cosa,

una manera de producir sensibilidad y sentido en un

lugar otro, un espacio nuevo constituido por estas sus­

tituciones. Eso comienza, por supuesto, con palabras

sustraídas al sentido del oído para ofrecerlas a la mira­

da, no solamente como signos de alguna significación,

sino como fuerzas visibles. Hay muchos textos en las

instalaciones de Alfredo Jaar. De ahí, según se dice, su

reputación de artista conceptual. Poner textos sobre los

muros de una galería es, según se piensa, desterrar las

imágenes. Pero eso es pensar en términos de entidades

y no en términos de dispositivos. Justamente, la imagen

no se define sólo por la presentación de lo visible. Las

palabras también son materia de imagen. Y lo son de

dos maneras: en primer lugar porque se prestan para las

operaciones poéticas de desplazamiento y sustitución;

pero también porque modelan formas visibles que nos

afectan como tales. En el régimen dominante de la in­

formación, las palabras son solamente palabras, y de-

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signan la realidad como el contenido del que están pri­

vadas, a la vez que permiten, por supuesto, convertir

esta realidad en ausencia. Suele ocurrir, en efecto, que

el comentarista de la radio nombre el lugar y el testigo

de una masacre. Pero esos nombres están destinados a

ser arrastrados por la marea sonora, a olvidarse apenas

son pronunciados. El arte y la política comienzan cuando

se perturba ese juego común en que las palabras se

deslizan continuamente bajo las cosas y las cosas bajo

las palabras. Comienzan cuando las palabras se hacen

figuras, cuando llegan a ser realidades sólidas, visibles.

Los textos de las instalaciones no están allí, en­

tonces, en lugar de las imágenes. Son por sí mismos

imágenes. Ninguno de los mensajes que nos transmiten

los medios de comunicación se parece, de hecho, a la

larga cinta blanca sobre fondo negro que nos guía hacia

los ojos de Gutete Emerita. Esa cinta de luz parece en

un primer momento un neón abstracto, hasta que el ojo

llega a ver un texto que comienza como una síntesis

informativa, para luego transformarse en la historia de

una mujer y terminar en un refrán de balada: "J remem­

ber her eyes. The eyes of Gutete Emerita". Hay que do­

tar de historia a los ojos. Y a esa historia hay que darle

una forma en sí misma dual: la forma escultural del friso

de luz, borde blanco sobre fondo negro que repite, invir­

tiéndolo, el ourlet negro sobre fondo blanco de la escri­

tura de Mallarmé; y la forma de una poesía más tradicio­

nal, la forma poética de la balada: la historia del pa­

seante, que vagabundea como una nube y se detiene

delante de un espectáculo repentino, un ejército de jun-

Page 9: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

cosen Wordsworth, un montón de cadáveres aquí. ¿cómo

no pensar nuevamente en Wordsworth delante de Field,

Road, Cloud (1997)? Lo que encontramos al final del

paseo bajo la bella nube en medio del cielo azul es sin

embargo un montón de cadáveres que, también aquí, no

ha sido fotografiado, sino evocado por un croquis del

lugar. Pero el croquis y las leyendas que evocan la carni­

cería no se encuentran ahí para desmitificar el azur de

los poetas. Como tampoco las imágenes de los boat

people refutaban los paisajes marinos en Untitled (Water)

(1990). Solamente desde el punto de vista de la lógica

dominante habría que escoger entre las nubes de los

soñadores y las crudas realidades de la violencia huma­

na. El arte que se quería ser crítico se ha extraviado

muchas veces retomando los términos de esta lógica,

utilizando las palabras para sustraer su poder a las for­

mas visibles y las formas visibles para sustraer su po­

tencia a las palabras. Pretendía con ello dar armas a las

conciencias revelando una doble mentira. ¿Pero qué ar­

mas han podido producirse alguna vez acumulando im­

potencias? Si lían de juntarse las palabras y las formas

visibles, es para hacer lo contrario: aumentar el peso de

las palabras mediante la forma, y la potencia de una

mirada mediante la cinta de palabras que conduce a

ella. Solamente aquellos capaces de darse tiempo para

fotografiar las nubes saben también no sólo darse el

tiempo de mirar lo que hay debajo, sino además el de

construir las formas artísticas capaces de generar otra

mirada sobre la humanidad, la de los arrojados a las

fosas mortuorias y sobre todo la de aquellos que conser-

84

van la carnicería en sus ojos de sobrevivientes. Y esa

otra mirada comienza por una perturbación de las rela­

ciones normales entre los textos y las formas visibles,

entre la poesía y las artes llamadas plásticas, entre la

palabra y el silencio. Es preciso, dice a veces Alfredo Jaar, acompañar

los mensajes y las imágenes de su contexto. ¿Qué de­

bemos entender, en realidad, por ese contexto? No se

trata, seguramente, de pretender hacernos sentir como

si estuviésemos allí, ante la carnicería ruandesa o tras

las rejas que encierran a los boat people vietnamitas;

pero tampoco se trata de resituar la hambruna sudane­

sa en el sistema de relaciones mundiales de dominio. Se

trata de construir un espacio en el cual un tejido inédito

de palabras y formas puede dar una resonancia a la

muerte o al exilio masivos. El poder de un medio de

información es antes que nada el de una máquina capaz

de organizar el espacio y el tiempo en que las palabras

y las formas se agregan o desagregan, se refuerzan o se

anulan. El problema no es criticar los mensajes televisi­

vos es crear otros dispositivos espacio-temporales, es 1

oponer a la caja de luz dominante otras cajas de luz, en

que los textos y las imágenes pasen por el mismo canal,

en que las palabras ya no sean dichas por una voz, sino

dispuestas como un poema sobre la pantalla, en donde

haya menos información, pero ésta retenga nuestra aten­

ción por más tiempo. Se trata, por ejemplo, de construir

espacios en los que no haya sino palabras, pero donde

las palabras sean idénticas a las fuentes de luz que

atraviesan la oscuridad. Para que la palabra poética Y la

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Page 10: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

forma plástica tejan sus intercambios y refuercen sus

poderes es necesaria también la intervención de la ar­

quitectura, que construye el teatro de esos intercam­

bios. También aquí el sueño de Mallarmé de un espacio

apropiado para la potencia gráfica de las palabras y para

la potencia de escritura de las formas plásticas se trans­forma en dispositivo político.

Sin duda, The Sound of Silence (2006) proporciona

el mejor testimonio de esto. Alfredo Jaar construye allí

un espacio para "contextualizar" una sola fotografía: la

que valiera al fotógrafo sudafricano Kevin Carter un pre­

mio Pulitzer, seguido por una campaña de denigración y

por el suicidio del autor. La fotografía representa a una

niña gateando, observada por un buitre. La pequeña

sudanesa hambrienta se arrastra hacia un puesto de

distribución de alimentos que, según se ve, no tendrá

fuerzas para alcanzar. El buitre, por su parte, espera

tranquilamente la presa prometida. La fotografía ha cau­

sado escándalo: ¿cómo pudo el fotógrafo esperar veinte

minutos para captar, en el momento más propicio y con

el mejor encuadre, la imagen de la niña moribunda ace­

chada por el ave de presa? ¿cómo no prefirió socorrer a

la niña hambrienta en vez de captar el denso instante

de esa escena de horror? Al actuar de esa manera, ¿aca­

so él mismo no se portó como un buitre? Manifiestamen­

te, Alfredo Jaar no comparte esa opinión. Por muy huma­

nista que se lo considere, no condena a quien se preocu­

pó más de lograr una fotografía que de dar de comer a la

niña. Pues el éxito de una singular fotografía es otra

manera de ocuparse de los niños que mueren de ham-

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bre. Por preocupado que estuviera de no mostrar las

imágenes de la carnicería ruandesa, no cree impertinen­

te la publicación de la fotografía. La acusación de "este­

tizar el horror" es demasiado confortable, ignora dema­

siado la compleja intrincación entre la intensidad esté­

tica de la situación de excepción capturada por la mirada

y la preocupación estética o política por dar testimonio

de una realidad que nadie se preocupa de ver. Si Kevin

Carter no hubiese sido capaz de fotografiar al buitre

acechando a la niña, tampoco hubiese sido capaz de ir

con su máquina a un lugar al que nadie va, en medio del

desierto sudanés en plena hambruna. El problema esté­

tico no es la elección de fórmulas apropiadas para em­

bellecer realidades sórdidas o monstruosas. Es un asun­

to de sensibilidad ante la configuración de un espacio y,

al ritmo propio a un tiempo, asunto de experiencia de

las intensidades que llevan consigo ese espacio y ese

tiempo.

Para hacernos sentir eso Alfredo Jaar construyó

un contexto analógico para la fotografía de la niña: no

se intenta, por supuesto, imitar la situación del reporte­

ro fotográfico comprometido, confrontado al hambre en

el desierto sudanés. Se trata de construir un dispositivo

espacio-temporal de visión, sustrayéndolo tanto al es­

pacio del periódico como a la instalación museística de

fotografías en gran formato, un dispositivo que compro­

meta por sí mismo una experiencia sensorial excepcio­

nal: en un espacio cerrado, en el que sólo se puede

entrar, como en el teatro, al comienzo de la función, hay

que seguir, durante ocho minutos, su desarrollo tempo-

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Page 11: Ranciere, El Teatro de Las Imágenes

ral: también en este caso palabras escritas como estro­

fas de poemas se suceden en silencio; una historia en

forma de balada que cuenta el viaje de un hombre, su

periplo en el seno de la violencia del apartheid y de la

rebelión negra, y ese momento en Sudán, en que el

caminante se detuvo, fascinado él también por un es­

pectáculo inesperado, una historia de hambre y de muer­

te, transformada en fábula, que pone en escena a un

humano y un animal, a partir de lo cual se teje, como

una parábola, la historia de tres destinos entrecruza­

dos: el de Kevin Carter, que conectó el tubo mortal al

escape de su camioneta con la misma minuciosidad con

la que cuidadosamente preparara el aparato para la fo­

tografía del siglo; el de la niña, cuyo destino nadie co­

noce, pues nadie sabe de dónde venía; el de la misma

fotografía, que se nos aparecerá, finalmente, interrum­

piendo el relato del suicidio, justo el tiempo necesario,

el tiempo de un flash igual a la velocidad a la que se

tomó la fotografía.

Una vez m~ás, no se trata de privarnos de la ima­

gen. Es evidentemente innecesario hacerlo, pues aun si

el fotógrafo está muerto y la niña ha desaparecido sin

dejar huellas, sabemos, por el contrario, en qué se con­

virtió la fotografía: en propiedad del imperio Bill Gates,

que sepulta las imágenes a doscientos veinte pies bajo

tierra para conservarlas mejor. Es preciso construir un

espacio y un tiempo apropiados para hacer resonar en

silencio esa imagen: un paralelepípedo cerrado de cien­

to veintiocho metros cúbicos para una sola imagen, un

secuestro de ocho minutos para una fracción de segun-

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do. No hace falta menos -ni más- para hacernos con­

siderar de otro modo el peso de una fotografía, para

transformar una imagen sensacionalista en ocasión para

un ejercicio espiritual sobre el tiempo de la mirada, para

la experiencia sensorial de aquello que significa el es­

fuerzo por hacer ver la violencia del mundo. Decidida­

mente, no hay de ninguna manera demasiadas imáge­

nes. No hay, tampoco, demasiados artistas para reflexio­

nar, más allá de los estereotipos críticos, sobre lo que

significa producir imágenes.

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