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Recepción “Puck” – Alfonso Fuenmayor Álvaro Cepeda Samudio * E n esta espléndida cosecha de bachilleres, Álvaro Cepeda Samudio recogió lo que con un sentido ligeramente despectivo y al mismo tiempo íntimamente respetable se viene llamando, en la alegre germanía de los estudiantes, el “cartón”. Los bachilleres suelen ser inteligentes, consagrados y varias cosas igualmente excelentes aunque no siempre justicieramente estimados. Emplear estos adjetivos para referirlos a Álvaro Cepeda Samudio sería, desde luego, una manera de esti- marlo con alguna exactitud. Álvaro Cepeda Samudio es eso. Pero no es solamente eso sino mucho más. A su edad Álvaro Cepeda Samudio se ha revelado como un escritor notable, que maneja una prosa ágil que le permite abordar con fortuna muchos temas que las gentes maduras no podrían tratar. ¿Precocidad? Es éste un asunto superior a nuestras fuerzas, pero quizás no sea precocidad sino algo más sencillo y frecuen- temente más valioso y perdurable: talento. Álvaro Cepeda Samudio se ha revelado como un escritor ya disolviendo las inquietudes de su juventud en un espontáneo lirismo o escribiendo como un gran periodista. Estas cualidades que indudablemente tienen un origen de fresca espontaneidad él las ha ido perfeccionando, encauzando, con rumbo seguro, me- diante la lectura y el estudio. Quizá la cualidad más notable de Álvaro Cepeda Samudio como escritor, y como tal hay que juzgarlo en estas líneas que no las dicta una intención diti- rámbica, es su afán, ya bien logrado, de vivir la época. Y esto mismo es lo que lo distingue a él favoreciéndole notablemente si se le compara con los que son sus compañeros de generación. Lo que podemos llamar con algunas inexactitud es- * En: “Aire del día”, El Heraldo, 1942.

Recepción - Université de Poitiers

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Recepción

“Puck” – Alfonso FuenmayorÁlvaro Cepeda Samudio*

En esta espléndida cosecha de bachilleres, Álvaro Cepeda Samudio recogió lo que con un sentido ligeramente despectivo y al mismo tiempo íntimamente

respetable se viene llamando, en la alegre germanía de los estudiantes, el “cartón”.Los bachilleres suelen ser inteligentes, consagrados y varias cosas igualmente excelentes aunque no siempre justicieramente estimados. Emplear estos adjetivos para referirlos a Álvaro Cepeda Samudio sería, desde luego, una manera de esti-marlo con alguna exactitud. Álvaro Cepeda Samudio es eso. Pero no es solamente eso sino mucho más. A su edad Álvaro Cepeda Samudio se ha revelado como un escritor notable, que maneja una prosa ágil que le permite abordar con fortuna muchos temas que las gentes maduras no podrían tratar. ¿Precocidad? Es éste un asunto superior a nuestras fuerzas, pero quizás no sea precocidad sino algo más sencillo y frecuen-temente más valioso y perdurable: talento. Álvaro Cepeda Samudio se ha revelado como un escritor ya disolviendo las inquietudes de su juventud en un espontáneo lirismo o escribiendo como un gran periodista. Estas cualidades que indudablemente tienen un origen de fresca espontaneidad él las ha ido perfeccionando, encauzando, con rumbo seguro, me-diante la lectura y el estudio. Quizá la cualidad más notable de Álvaro Cepeda Samudio como escritor, y como tal hay que juzgarlo en estas líneas que no las dicta una intención diti-rámbica, es su afán, ya bien logrado, de vivir la época. Y esto mismo es lo que lo distingue a él favoreciéndole notablemente si se le compara con los que son sus compañeros de generación. Lo que podemos llamar con algunas inexactitud es-

* En: “Aire del día”, El Heraldo, 1942.

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piritual ya que no cronológica la juventud barranquillera, la juventud que escribe cuentos y hace versos, que tiene una ingobernable inclinación hacia la senectud espiritual. Sus versos y sus cuentos tienen un marcadísimo y generalmente inocuo sabor antiguo. Le hace falta un reajuste vigoroso para que advierta en qué época vive. Álvaro Cepeda Samudio es un muchacho de su época y es solidario con ella. Los defectos que ella tiene él los comparte, pero también si las tiene, y segura-mente las tiene, sus virtudes. Cepeda Samudio ha percibido este sordo concierto que es esta etapa del mundo, la cual se expresa con un lenguaje que no siempre es claro, en esas manifestaciones artísticas que son la música, la literatura, la pintura, la arquitectura. Álvaro Cepeda Samudio ha culminado una parte de sus planes. La otra, de la cual quedamos pendientes, vendrá más tarde.

Germán Vargas CantilloSin título*

Este libro de cuentos de Álvaro Cepeda Samudio se publica, en realidad, con un retraso de unos cuantos años; no muchos, ciertamente. Y no ha debido ser, si a Álvaro se le pudiera pedir un orden lógico, el primero de sus libros. Antes, debió editar sus poemas. Y es que Cepeda Samudio, es como podrá apreciarlo quien lea estos cuentos, un poeta, que es una de las mejores maneras de ser algo: un cuentista, un novelis-ta, por ejemplo. Y es también –condición básica para quien escribe literatura de ficción y realidad– un periodista. Como los son sus grandes maestros los cuen-tistas y novelistas norteamericanos. Y algunos de nuestra América, como Julio Cortázar y Felisberto Hernández. Con Álvaro Cepeda Samudio, como con Gabriel García Márquez, está surgien-do en Colombia, donde todavía se suscitan pintorescos debates sobre nacionalis-mo literario, el cuento con sentido universalista, que se sale del estrecho marco parroquial. No por el simple hecho de que algunos de sus personajes tengan nombres extranjeros sino porque son gentes a quienes el autor ha conocido y cuyos hechos ha sabido trasladar a sus cuentos admirablemente. Entre los que se incluyen en este volumen hay cuentos que podrían clasifi-carse, con fácil desviación crítica, como simples alardes de técnica; para ello se

* En: solapa de la 1ª ed. de Todos estábamos a la espera, Barranquilla, 1954.

Alfonso Fuenmayor 3

citarían algunos nombres: Joyce, Dos Passos, el Hemingway de “Los asesinos”, tales por ejemplo, “Jumper-Jigger”, “Tap-Room”, “Vamor a matar los gaticos”. Pero, como una corriente subterránea, habría que captar el suave tono lírico, el aún es-peranzado clima de soledad. “Hay que buscar a Regina” es toda una lección para quienes se presumen depositarios exclusivos del mal llamado cuento terrígena. “Un cuento para Saroyan”, “El piano blanco”, “Nuevo intimismo”, integran tres pruebas más del dominio que sabe utilizar Álvaro Cepeda Samudio para lograr este prodigioso equilibrio entre ficción y realidad que es común a todos sus cuen-tos. Pero donde está Álvaro Cepeda Samudio de manera más total es quizás en “Hoy decidí vestirme de payaso” y, especialmente, en “Todos estábamos a la espe-ra” que es, para mi gusto personal, el mejor de los cuentos que Ediciones Librería Mundo presenta en este libro, con el cual se inicia una nueva fase de su misión cultural.

Alfonso FuenmayorEl libro de Cepeda Samudio*

Quien ha escrito cuentos como los que figuran en Todos estábamos a la espera se apropia espontáneamente del derecho a figurar en la literatura nacional. Esto implica, hasta cierto punto y en forma conturbadora, un compromiso que no al-canza a ser retribuido adecuadamente por la vanidad satisfecha. Éste es el caso, especialmente, de Álvaro Cepeda Samudio quien no sólo ha escrito una obra excelente sino algo que tiene un valor más alto: una obra importante. Seguramente ningún crítico podría encontrar en la literatura colombiana nada que se parezca a lo que palpita organizado en sueño, acción, nostalgia, audacia y poesía en ese delgado volumen de setenta páginas, que es, al mismo tiempo, un testimonio de ese tipo de ingenuidad en que se resuelve a veces la sabiduría. La falta de antecedentes históricos, aun buscándolos en la más inmediata proximidad temporal, se debe, primordialmente, a que el arte de escribir cuentos en Colom-bia, ha sido, sobre todo en los que se reputan maestros del género, un virtuosis-mo retórico, una tempestuosa artillería ver bal que ha procurado parecerse, tanto como el idioma puede prestarse a la explosión de esa algazara, al estrépito de un tren que pasa sobre un puente resonante. La eliminación de lo inútil, la omisión de lo innecesario, el desdén por lo espectacular y fastuoso, son fobias frecuentes

* En: El Heraldo, Barranquilla, 21 de agosto de 1954.

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en nuestra literatura de ficción. Lo afirmado vale simultáneamente para las pa-labras y para los hechos que se mezclan culinariamente en la mayor parte de los cuentos nacionales. Esta triste, esta dramática y ojalá no irremediable realidad se encuentra apenas piadosamente consolada por escasas excepciones. Las influencias que es posible descubrir en los cuentos de Cepeda Samudio son de aquéllas que no alcanzan a anular la personalidad, a desfigurar lo indivi-dual, a interferir, deformándola, la nota propia. Las afinidades son de método, de sistema, casi diríamos de perspectiva y, en ningún caso, una abyecta servidumbre. Al leer el libro de Cepeda Samudio, quien con Gabriel García Márquez forma la audaz y lúcida vanguardia de los cuentistas nacionales, acaso sea inevitable evocar algunos nombres: Saroyan, Faulkner, Joyce, Vir ginia Woolf, Capote y, en menor escala, Hemingway de quien tiene esa manera de no desviarse del tema central de los relatos, de rejonearlo hasta llevarlo al redil. Álvaro Cepeda Samudio aborda el conocimiento de las cosas indirectamente, por medio de testigos informalmente judiciales, que declaran con la desprevenida minuciosidad de un cuento de coma-dres, con la obstinada y pacífica imaginación de ellas, y también con el inevitable respeto a la ortodoxia cronológica. Poco a poco, por medio de ese procedimiento vago y seguro que legitima toda arbitrariedad, las cosas van iluminándose, van sa-liendo de su propio misterio, pero no como una fuga producida por la repugnan-cia a deambular indefinidamente en lo irracional, sino porque a ello lo compele esa tiránica, esa incoercible indiscreción sin la cual nada llegaría a ser nunca una obra de arte. Después las cosas vuelven al misterio inicial, sólo que ese misterio se ha hecho todavía más misterioso. Una manera de equivocarse respecto de Todos estábamos a la espera es conside-rar a su autor como un técnico exclusivamente, como un escritor que ha adquirido una fluida destreza en el manejo de los asuntos que forman la inasible materia prima de sus relatos; la técnica es para Cepeda Samudio solamente lo que la brú-jula es para el navegante: un utilísimo compañero de viaje. Acaso alguien considere pertinente que se hable aquí del ambiente norteame-ricano en que transcurren casi todos los cuentos del volumen y cómo ese ambien-te se filtró en el autor sin deformar sensiblemente su psicología. Para determinar el valor de una obra nada de eso cuenta. También podría hablarse de la juventud de Álvaro Cepeda Samudio pero ocurre que la literatura, por ser eterna, no tiene edad.

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Juan B. Fernández RenowitzkyLos cuentos de Álvaro Cepeda*

Álvaro Cepeda Samudio ha escrito un libro a primera vista extraño. Un libro en el cual se recogen fragmentos de diálogos en los bares y se divaga sobre asuntos aparentemente inconexos con una arbitrariedad que se parece mucho, como al-guien decía, a las pesadillas. Un libro, en resumidas cuentas, que algunos pueden considerar como la imagen de Álvaro Cepeda, en franela, fumando calilla y cami-nando, con las manos metidas en los bolsillos y una casi insultante desfachatez, por la vía más difícil de la literatura. Sin embargo, el desconcierto inicial que producen los cuentos de Todos está-bamos a la espera, es el mismo que, en ciertos espectadores, producen las películas irreprochablemente filmadas. El aparente desorden proviene, en ambos casos, de una premeditada, de una virtuosa técnica. Todo ha sido puesto allí para captar la atención del lector o del cineasta: como una trampa. Estas breves páginas están –ante todo– magistralmente escritas. Álvaro Ce-peda comienza su aventura editorial publicando el mejor libro de cuentos colombiano. Por el aspecto del estilo, que es seco y traslúcido, y que conlle-va al mismo tiempo una cierta displicencia, no sólo hay que decir que estos cuentos están escritos sumamente bien, sino que quizá, en algunos momentos, están demasiado bien escritos. Por la manera como se refieren a conflictos, como exponen situaciones, escapan a toda influencia literaria, muestran una profunda e inconfundible originalidad: hablan, inevitablemente, de un mundo aparte. Los personajes de Cepeda Samudio se encuentran, con relativa insistencia, hundidos en la soledad. Un muchacho está solo, sentado con los amigos en las altas sillas rojas del bar. Solo, al salir a la calle de la mano de una provocativa muchacha. Solo, en la aglomeración del subway en Nueva York. Su soledad es la más tremenda de todas: la soledad en compañía. Cuando Cepeda dice “todos” –y lo dice a menudo– resuena más desolado, nostálgico e irrescatable que cuando cualquiera persona dice “uno”. Parece, a veces, que esa soledad fuera a quebrarse, que los personajes fueran por fin a encontrar –llevándose una sorpresa– el amor. Pero cuando están a punto de alcanzarlo, no hacen sino aniquilar la posibilidad de que nazca: el amor es para ellos una prolongación de su propia soledad, una búsqueda de sí mismos en el rostro innumerable de los demás. Al agruparse, los personajes que Cepeda Samudio ha elaborado con una fina sustancia poética no

* El Heraldo, Barranquilla, 1954.

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hacen sino multiplicar su incurable aislacionismo, llevarlo al vértigo que producen las progresiones geométricas.Con cada cuento, el autor traza un círculo mágico. No quiere hablar exclusiva-mente de lo real –ni tampoco únicamente de los sueños– sino, mezclándolos, ejercer ciertas influencias encantadoras en el lector, llevarlo a una zona en donde todo, pero principalmente lo fantástico, está permitido. En los cuentos de niños hay hadas y en los de Cepeda Samudio hay payasos con guitarras verdes. Hay también focas haciendo piruetas con pelotas de colores en el hocico. Este juego poético le da a los cuentos del joven escritor barranquillero una atmósfera aluci-nante que es, para el autor, la misma de la infancia y de ese sitio siempre maravi-lloso en donde la infancia puede rescatarse a voluntad: el circo.

José Manuel Caballero BonaldÁlvaro Cepeda Samudio.Una ejemplarorientación de la novela colombiana*

Desde hace algún tiempo, he venido planteándome insistentemente una concreta pregunta en torno a la actual situación de la novela en Colombia. No acabo de entender del todo cómo en un país de tan acuciantes y opulentas incitaciones humanas, haya balbuceado tanto la literatura narrativa antes de conseguir incor-porarse a su más necesaria vertiente histórica. A medida que uno se adentra en la problemática social y en los geográficos vericuetos colombianos, comprende menos la insuficiente vinculación que se ha venido operando entre la más entra-ñable realidad de la tierra y su servicial y obligado contexto literario. Parecía pre-sumible, no obstante, que la varia pujanza física y moral del país, en toda su abar-cadora categoría de yacimiento empírico, debía haber hecho madurar un viejo tronco narrativo que, actualizando y universalizando los temas, los reintegrase a su propia función testificadora y válidamente documental, sin ningún desliz hacia los convencionalismos y, sobre todo, sin apoyaturas en lo puramente anecdótico.No cabe duda que en Colombia se ha producido toda una serie de “compromisos literarios” en relación con muy cambiantes aspectos de las crónicas nacionales. Esto es siempre plausible y sobradamente tranquilizador como síntoma. Pero la intención ha sido encauzada las más de las veces hacia unos limitados puntos de vista, parcialmente subjetivos o circunstanciales. No hace falta insistir en que

* En: El Espectador, 16 de abril de 1961.

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la copia de la realidad es saludable, aunque precaria, si sólo consiste en eso; hay que traducir, reelaborar los bautismos, en vez de concretarse a las textuales enumeraciones, entre otras cosas, porque el escritor debe siempre “decir más de lo que enuncia”. Un cuento “nacional”, por ejemplo, no lo es nunca por su tema, sino por el particular tratamiento de ese tema, por el ideario que desvele más allá de sus propias y locales fronteras especulativas. La literatura tiene que ser un testimonio de su tiempo, y ese testimonio ha de producir un eco que no puede quedarse en simple taquigrafía de la vida sino que debe convertirse en un inter-pretativo escalpelo de esa misma parcela de la vida. Es posible que las consabidas relaciones del escritor con la sociedad, los diversos imperativos categóricos que esas relaciones entrañan, hayan forzado comúnmente la intención última del no-velista, que se limita a describir y no a dilucidar, que teme inconscientemente el peligro de su propio y doble papel de fiscal y notario. El costumbrismo, en este sentido y dentro de su más directa acepción como género literario, traiciona con frecuencia el libre transcurrir de la realidad y no bastan, claro es, sus posibles valores folclóricos o pintorescos para cumplir con esa responsable función social que lleva consigo la literatura. Hay que ir más lejos de la “costumbre” para poder acusarla imparcialmente, desde la doble dirección del sujeto que define y del objeto definido. Cuando un novelista habla de un hombre o crea un ambiente, quien habla y actúa es ese hombre y ese ambiente determinados, y no el escritor que les dio forma literaria. Ya se sabe que toda íntegra materia de ficción termina por adquirir vida propia. Pues bien; después de este aventurado y honesto preámbulo, me. interesa muy particularmente expresar mi entusiástica actitud frente al texto que ha publicado en el último número de Mito Álvaro Cepeda Samudio. Sólo conocía una muestra anterior suya –“los soldados”–, que creo es también un anticipo de su próxima novela. El texto a que me refiero se titula “La muerte de un padre” y ha venido a aclarar con creces todos los pormenores de mis preguntas con relación a la actual novela colombiana. Álvaro Cepeda Samudio es para mí el ejemplo máximo de ese insobornable sentimiento nacional puesto al servicio de la “historia de todos” a que antes alu-día. No aparece en “La muerte de un padre” el menor índice de prejuicio circuns-tancial o meramente costumbrista; tampoco se acusa ninguna dosis de malabaris-mos conceptuales o dogmáticos. Si existe algún truco es el de la habilidad técnica y la propia capacidad de síntesis testificadora de esta prosa. A pesar de ello, en el trasfondo de la narración, se perfila nítidamente el literario y personal aprovecha-miento de la realidad física e histórica de Colombia, naturalmente injertada en el relato sin alardes expositivos ni triviales moralejas. El novelista no ha querido ai-rear aquí ningún tipo de conclusiones, precisamente porque ya estaban implícitas en el texto, que rebasa lo que el escritor argumenta. Cepeda Samudio ha ligado simplemente algunos cabos sueltos de lo cotidiano y los ha ofrecido al lector sin

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adornos, con una escueta y sorprendente realidad. Pero el testimonio humano ya estaba inmerso con anterioridad en las mismas actuaciones de los personajes que obran con una total y simbólica independencia. La temática local se proyecta así noble y eficazmente hacia lo universal. Álvaro Cepeda Samudio ha utilizado en “La muerte de un padre” el diálogo como clave esencial del desarrollo de la trama. Las escasas descripciones son ro-tundas, rigurosas, de una casi huidiza arquitectura escénica. Unas pocas palabras, montadas sobre una puntual y limpia adjetivación, sobran para trazar el necesario esquema de fondo donde bullen y se “realizan” unos cuantos sintomáticos per-sonajes. El diálogo es una prodigiosa vía de expansión del núcleo argumental; el solo valdría, sin mayores añadidos, para medir el hondo calado de la narración. Misteriosa, alucinante, con un poco de ambientación lorquiana y otro poco de la tersura descriptiva de Azorín –más intensificada de tonos–, la acción de “La muerte de un padre” representa, sin duda, lo que debe ser el tratamiento de un tema a efectos de una provechosa acusación de la realidad. La ceñida economía de recursos también es aquí un valor acumulativo, que engrosa la fiel categoría documental del texto. Y hasta las bruscas incorrecciones gramaticales –al margen de la fonética figurada– colaboran eficazmente en la percepción del patético y lúcido orden de despliegue de “La muerte de un padre”, donde toda solución se prevé, pero no se explica. Álvaro Cepeda Samudio –como ya había hecho Gabriel García Márquez; como espero que haga Manuel Zapata en su próxima novela sobre las andanzas de un médico en la selva– ha traído a la novela colombiana el más actual y necesaria-mente insustituible testimonio de la realidad histórica del país. Y todo ello, den-tro de una proyección literaria absolutamente de acuerdo con los más exigentes y reveladores procedimientos expresivos. El hecho bien merece nuestra mejor atención.

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Latinoamérica, un mundo de alienación.La literatura latinoamericana está en suapogeo. Crece la masa de lectores*

Nuestra novelística es buena

¿En qué sitio de la literatura mundial ubica usted la narrativa latinoamericana? Vargas Llosa: Yo creo que la narrativa latinoamericana está en un momento de apogeo que coincide con una crisis de la literatura europea, inclusive de la norteamericana. Sin embargo, no considero que nuestra narrativa sea importante porque la novela francesa o inglesa estén en decadencia sino porque realmente es buena. Probablemente, la novela actual de Latinoamérica es más importante que la de Francia, Alemania o Inglaterra. La prueba más elocuente de ello es el reconocimiento que han merecido nuestros novelistas de parte de los críticos y lectores europeos.

¿Esa narrativa refleja la problemática del hombre latinoamericano? García Márquez: Yo lo único que sé es que son novelas que están contando muy bien muy buenas historietas. En mi caso personal, cuando yo me siento a escribir lo que me interesa es contar muy bien una buena historia. Parece que esto tiene una serie de implicaciones que luego encuentran los críticos. La pregunta más bien corresponde a críticos que a novelistas.

¿Entonces, desde el punto de vista de los creadores, la literatura sólo cumple esa fun-ción de contar una historia? García Márquez: Personalmente creo que uno se sienta a escribir una historia y nada más; cuando entra en circulación puede cumplir otras funciones y consi-dero que muchas veces distintas de las que tenía uno en sus intenciones. Álvaro Cepeda: A propósito de la pregunta inicial, yo no creo que haya una novelística latinoamericana, ni africana, ni alemana, ni europea; la obra de arte es una cosa general que no tiene limitaciones regionales ni geográficas. La novela es una sola, y que sea buena es una cuestión diferente. El hecho de que sea escrita en un determinado sitio no le da ni le quita méritos. El problema colombiano reside en que siempre se trata de regionalizar la obra de arte. Entonces si es colombiana, hay que ser magnánimo con ella y si es latinoamericana, más magnánimo. No. La obra de arte es una, no importa dónde se escriba ni quién la haga.

* En: El Tiempo, 27 de agosto de 1967.

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Un mundo sin contar

Gabriel García Márquez sostuvo hace aproximadamente un año que la novela latinoa-mericana era la única que tenía algo nuevo que ofrecer. ¿Podría ampliarnos ahora esta apreciación? García Márquez: No hay mucho qué agregar. Quise decir que el principal pro-blema que tienen los novelistas europeos es que están viviendo en un mundo de-masiado contado. Es decir, hay una gran tradición novelística en Europa y práctica-mente toda la vida europea aparece representada en novelas. De ahí que lo que es realmente desconocido para los lectores europeos, los norteamericanos, inclusive los propios latinoamericanos, son los temas de la América Latina bien tratados.

¿Se podría hablar de una novelística latinoamericana o es un fenómeno de coinciden-cia geográfica y generacional? Vargas Llosa: Yo estoy parcialmente de acuerdo con las observaciones de Álva-ro Cepeda Zamudio [sic]. Pienso que la obra de arte es universal, que no puede ser regionalizada: lo regional no es literatura sino folclor. Esa función ha hecho mucho daño a la literatura latinoamericana: el folclor ha tratado de pasar por literatura du-rante mucho tiempo. Pero no creo tampoco que se pueda hablar de la universalidad de la obra de arte con prescindencia de ciertos factores de tipo social, histórico, inclusive de orden geográfico que me parece le sirven de apoyo, de sustento al escritor para construir una ficción que sea universal. En ese sentido yo creo que sí hay una diferencia muy marcada entre la literatura europea y la latinoamericana, como existe una diferencia entre la novela alemana, francesa, inglesa y española, en la medida en que los sectores de la realidad que expresan las lenguas utilizadas son patrimonio de determinados países. Desde ese punto de vista, Latinoamérica forma una especie de unidad. De manera que entre un escritor como Cortázar y otro como Fuentes hay más en común que entre cualquiera de ellos dos y un escritor europeo. Inclusive afín. Yo pienso que el mundo que describe Cortázar está más cerca del que concibe Fuentes que el que nos presenta, por ejemplo, el europeo Italo Calvino, que hace una literatura fantástica como Cortázar. Y es porque los materiales que él utiliza provienen de una realidad que tiene una problemática común aunque es una realidad con variedades particulares, regionales. Comparto plenamente la tesis de que la literatura es universal. Lo provinciano, lo regional, es el folclor.

El narrador

Necesariamente hay que presumir una intención de la novelística, como exponente de una realidad determinada, que es la que puede darle las bases de universalidad. ¿Cuál es su opinión al respecto?

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Vargas Llosa: Yo creo que para un hombre que escribe ficción, cuentos o novelas, lo fundamental –se trata de un creador– es contar historias. Es libe-rarse de un cierto tipo de experiencias, de realidades que lo han marcado más profundamente que otras y que él quiere liberar, eternizar en el lenguaje. Pero lógicamente si es un creador de verdad y consigue emancipar esa experiencia y darle soberanía y hacer de ella una representación de la realidad, a través de esa historia, naturalmente, va a transpirar toda una problemática de tipo moral, social, político, o de naturaleza religiosa. Álvaro Cepeda: Yo estoy de acuerdo con Mario Vargas Llosa: la función del escritor no es propagandizar, sino contar una cosa; para localizar el problema, la literatura colombiana, antes y después de “Gabo” [Gabriel García Márquez] sigue con el mismo problema: no se cuentan historias; en la literatura colombiana no pasan cosas, ni en la poesía, ni en el teatro. En la novela, menos. Están embobados con esto de la problemática social y la política y todas esas boberías. Eso no es. El escritor tiene que sentarse a contar una historia. Si lo hizo bien, magnífico, y si de ahí se deriva el problema social, el político o religioso, que rodean al escritor –porque uno no vive aislado– tiene necesariamente que representar algo.

Compromiso y vocación

¿Esa liberación de que ustedes los creadores hablan, no es de todas maneras un compro-miso con esa realidad? Vargas Llosa: Desde luego, porque no se trata de eludir el compromiso sino de reafirmarlo, pero en un nivel justo. Yo creo que el escritor tiene un compro-miso fundamental con su vocación que lo obliga rigurosamente a ser auténtico, a no escamotear los temas que él trata, a asumirlos y profundizarlos resueltamente en la medida de que es capaz. Pero no creo que se deba confundir el compromiso de tipo social con el literario. El escritor en el momento creador no debe dejarse guiar exclusivamente por sus convicciones sino primordialmente por sus obsesio-nes. Eso me parece mucho más importante en el dominio de la creación. Si las convicciones y las obsesiones ideológicas coinciden, formidable. Si no, el escritor debe abandonarse a sus obsesiones porque si es honesto, si es riguroso y tiene talento, al final esas obsesiones lo llevarán a crear obras que también sean progre-sistas; porque lo que pasa es que yo creo que la literatura es irremediablemente progresista, en el sentido de que a la larga contribuye siempre al perfeccionamien-to humano y al cambio positivo de la sociedad. Gabriel García Márquez: A mí no me interesa tanto ser un escritor compro-metido como un escritor que comprometa a sus lectores. Lo dije recientemente en Caracas. Después no pude explicarlo, pero me parece algo muy bonito.

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Universalidad y Localismo

Hay quienes creen que no son los lectores sino los mismos escritores los que tienen la pro-pensión a regionalizar la literatura. ¿Cuál es su concepto? Álvaro Cepeda Samudio: Por ejemplo, si me ubico al escribir en Ciénaga, no creo que mis personajes sean auténticos si se llaman Pierre o Jean Paul o Bob. Uno tiene que reflejar el ambiente que lo rodea. Yo creo que el caso podría ilus-trarse así: La ciudad y los perros [novela de Mario Vargas Llosa] no es ni siquiera del Perú, ni siquiera de una ciudad, es de un barrio de una ciudad, y está escrita no en español, sino en peruano. Pero eso no la hace regional. El que trata un tema regional no le imprime idéntico carácter. El interés mundial no se lo da el sitio donde suceda sino la historia que se cuenta. En la literatura latinoamericana se está dando una coincidencia temporal, cronológica, no literaria. Vargas Llosa: Me asustó una frase de Álvaro, cuando dijo que no le parecía que pudiera escribir auténticamente sobre Ciénaga si los personajes se llamaran Pierre, o Antoine. Yo creo que eso es peligroso. En los cuentos de Borges [argen-tino] hay personajes con nombres turcos. Álvaro Cepeda: No… no. Yo no me refiero a eso. García Márquez: Él lo que quiere decir es que no le parece que un escritor de Ciénaga pueda hacer una novela con un tema de Tokio y que resulte auténtica.Vargas Llosa: –Pues entonces no estoy de acuerdo con él. Yo creo que un hom-bre de Ciénaga puede escribir no una novela que esté situada en Tokio sino en Marte, y que los personajes sean marcianos, y a través de ese relato darnos una representación profundamente auténtica de la problemática y de la realidad que ha vivido el autor en Ciénaga; lo que pasa es que la literatura puede ser realista pero puede ser también alegórica, puede ser visionaria. Cito el caso de Borges, escritor argentino íntimamente latinoamericano. En su obra está descrita maravi-llosamente la irrealidad argentina inclusive cuando habla de turcos. Álvaro Cepeda: Es la irrealidad argentina pero no tiene nada que ver con Turquía, o con Marte o con Afganistán. Vargas Llosa: Porque Turquía, Marte o Afganistán aparecen ahí simplemente como puntos de referencia. Un gran ejemplo que viene al caso es el de la gran no-vela latinoamericana que acaba de publicarse: Paradiso, de José Lezama Lima, en donde las referencias son principalmente esotéricas y de historia antigua. Lezama Lima habla de los tiempos bíblicos, del Japón, de la China, se refiere a mundos que sólo conoció culturalmente, y sin embargo a mí me parece una novela profun-damente latinoamericana, porque trata, manipula la cultura con una libertad, con una osadía, con una insolencia que sólo puede permitirse un hombre de países subdesarrollados; un hombre que no está maniatado por una tradición cultural. En ese sentido él nos está dando un testimonio sobre la realidad latinoamericana.

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Lo que pasa es que la literatura es muy vasta y puede elegir cualquier tipo de estrategia, de camino, para lograr sus fines. No tiene que ser necesariamente el de la objetividad, el del sueño, el de la visión, el de la sinrazón.

¿Qué sentido tienen las distinciones entre las llamadas literatura folclórica y univer-sal? Álvaro Cepeda: Todo depende de la calidad del escritor. Yo creo, sinceramen-te, que nosotros somos mejores escritores. Eso es todo. Eso lo define todo.

Hay más lectores

¿Se podría hablar de una revolución en la literatura latinoamericana, que la ha llevado a un sitio de privilegio con relación a la de otros países? García Márquez: Yo tengo una tendencia natural al escepticismo. Cuando se habla de una nueva novela latinoamericana, yo quisiera saber de cuántos años ha-cia atrás se está hablando. Carpentier está escribiendo desde hace muchos años; Onetti, lo mismo; el primer libro de Cortázar lo leí en el año de 1952; el Pedro Páramo se publicó en 1955; Ernesto Sábato y Carlos Fuentes también se dieron a conocer hace bastante tiempo. En realidad el único autor nuevo es Vargas Llosa, porque sólo tiene treinta y un años de edad, físicamente no podría ser viejo. Ma-ñana podría aparecer otro de diecisiete años. Entonces se trata de una novelística nueva que empezó a configurarse hace por lo menos veinte años, pero ahora es cuando ha hecho explosión, por nuestra persistencia en seguir trabajando o por un fenómeno más de tipo editorial que literario. Creo que Vidal Bussy, de la Editorial Suramericana, quien está con nosotros, podría absolver esa pregunta, porque la realidad es que ahora nos están conociendo más en Europa y en los Estados Unidos, porque nuestros libros se están editando ahora mucho más que antes. ¿Hasta qué punto esto es más un fenómeno editorial que literario? ¿Por qué no ocurrió hace diez años? Onetti ya tenía muy buenos libros. Vidal Bussy: Yo creo que el caso es muy sencillo. Se ha hablado constante-mente de si hay una literatura hispanoamericana alimentada por un grupo de es-critores en el continente. Lo que yo sí creo que existe y que está cobrando fuerza, es un volumen de lectores continentales. Es decir, que no se interesan exclusi-vamente por los libros originarios de sus países sino por los publicados en otras naciones. Los fenómenos sociológicos, sicológicos, espirituales, culturales, tienen cierta semejanza. Las vivencias que expresan García Márquez, Vargas Llosa, Álva-ro Cepeda [sic], Borges, etc., de alguna manera tienen magnitud universal, aunque estén localizadas. Estos nuevos lectores son los que están continentalizando la literatura. El fenómeno se ha producido editorialmente en los últimos cinco años. Además, es notable el grado de desarrollo cultural de estos pueblos que no tiene

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nada que ver con el progreso económico-social; podría afirmar, inclusive, que está caminando por vías distintas. Evidentemente, la literatura hispanoamericana de hoy es la que está despertando mayor interés en todo el mundo, según se deduce de la enorme cantidad de solicitudes de traducciones que reciben las editoriales. Es un hecho nuevo, como lo fue la literatura norteamericana de la posguerra. En la actualidad europea no se aprecia nada nuevo, no surge un escritor, un matiz, un estilo, un espíritu nuevo. Esto explica el favoritismo de que gozan los latinoame-ricanos. Cortázar, por ejemplo, está traducido a todos los idiomas del mundo, en más de un millón de libros. El nivel de desarrollo de los lectores se puede estimar en el hecho de que ha trascendido los círculos clásicos universitarios para llegar con creciente atractivo a la gente de la calle.

La literatura de concurso

¿Qué opinan de los concursos literarios? García Márquez: Para mí son buenos en principio. El problema está siempre en los jurados, quienes, con su calidad, determinan la de la competencia literaria. También se habla de concursos que comprometen al escritor en determinado sentido. Si el autor es honrado, no creo que le puede comprometer ninguna in-tención extraliteraria. Si el jurado es bueno, el concurso es bueno. Generalmente el jurado es malo. Cepeda Samudio: Yo no creo en los concursos literarios por la misma razón. No creo que nadie que no sea del oficio, que no seamos nosotros, tiene derecho a manosear una obra nuestra y a juzgar cuál de las tres es mejor. Si el jurado somos nosotros, me parece bien, si no… no. Vargas Llosa: Yo creo que los concursos son útiles y que ayudan mucho a los escritores. Lo que no creo es que tengan que ver nada con la literatura, que en sí mismos puedan mejorarla. Pero desde el punto de vista de los escritores, sí son sumamente útiles, porque a los autores les pueden proporcionar ciertas facilidades de tipo material. Pero todo eso dependerá, en última instancia, de lo que hagan los escritores con los concursos. Si hay alguno que se guía por ellos o busca estímulo, no es un defecto de los concursos sino del escritor, que no en-tiende bien lo que significa su vocación. Desde un punto de vista social son útiles las confrontaciones literarias, siempre y cuando se lleven a cabo de una manera honesta. ¿Se podrían establecer las calidades de los concursos por la calidad de los jurados o la importancia de los participantes? Vargas Llosa: No creo que se sepa fijar una regla general. Podemos analizar el caso de Francia, donde el concurso literario más afamado es el Goncourt, ganado

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entre otros por Malraux, cuya condición humana le comunica jerarquía. Pero se ha dado también a escritores de tercera y cuarta categoría. Entonces podríamos decir que el Goncourt, a veces, ha sido exacto, eficaz, honesto, y en otras oportunidades ha fallado por ineptitud o ineficacia. ¿Eso nos puede llevar a concluir si es o no útil la existencia de ese concurso? No sé. Considero que es útil, que Malraux, por ejemplo, recibiera derechos de autor muy importantes que le dieron unos años de libertad absoluta para poder crear.

¿Los concursos podrían influir en el aumento de la masa de lectores? Vidal Bussy: Yo creo que son de enorme utilidad porque han dado a conocer numerosos escritores. Del caso particular de Editorial Sudamericana se puede decir que no menos de ocho novelistas argentinos cuyos libros han sido publi-cados por nosotros, surgieron en concursos literarios. Desde el punto de vista de promoción del autor son únicamente interesantes aquellas confrontaciones que gozan de gran prestigio.

Estamos frente a un fenómeno

Ante la afirmación de que ha aumentado el volumen de lectores en América Latina, se plantea la paradoja de que hay novelas de autores como Cortázar y Vargas Llosa que son difíciles, según el caso de Rayuela, por ejemplo. ¿A qué obedece la gran demanda de obras de ese estilo? Vidal Bussy: Se debe a que la gente está leyendo más y ha elevado su nivel intelectual. Me animo a afirmar que si una novela tiene un buen nivel intelectual tiene asegurado el éxito. Si es bien hecha gana lectores.

¿Pero en determinados núcleos? Vidal Bussy: Depende un poco de la calidad de la obra. Evidentemente la novela de Guimarães Rosa, que es muy difícil de leer, no tiene el público que puede tener García Márquez o Vargas Llosa, o Cortázar. Tenemos el caso del escritor argentino Néstor Sánchez, que llega sólo a minorías por su estilo complicado. Pero el nivel cultural de los lectores está registrando un notable desarrollo. Vargas Llosa: Yo sugiero que opine sobre esto José Miguel Oviedo, quien es un crítico muy influyente del Perú. Oviedo: Si se habla de una nueva novela es porque existe un público lector más capaz, inteligente, acucioso y también porque hay una promoción de nuevos críticos literarios que han comenzado a estimular poderosamente a los autores. En general, estamos frente a un fenómeno que influye por igual sobre editoriales, lectores, críticos y novelistas, y que se ha producido por la circunstancia especial

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del descrédito, el cansancio, la fatiga en que está sumisa la novelística europea, que ya no da nada de interés al lector.

El Poder Creativo

¿Cuál puede ser el papel de los escritores? Vargas Llosa: Considero que la vocación literaria es el fruto de un cierto divorcio entre un hombre y la realidad. Hay un desacuerdo, una inconformidad con el mundo que precipita la ambición de inventar realidades verbales, no de crear realidades imaginarias. Un hombre que estuviera satisfecho en su medio ambiente, reconciliado, no tendría para qué buscar otras realidades. La literatu-ra es desacuerdo, es rebelión, es inconformidad con el mundo. Pero varían las formas como estas inquietudes se manifiestan. No quiero decir que sea siempre positiva esta inconformidad, desde el punto de vista social. El desacuerdo de un hombre con el mundo puede nacer de una tara personal, puede ser estrictamente egoísta, y esto se ve de una manera flagrante en el caso de los “escritores mal-ditos”. Lo que ocurre es que apoyándose en este desacuerdo, el escritor que es auténtico llega a dar una descripción de la realidad, una representación que, en última instancia, siempre es positiva porque muestra aquello que anda realmente mal y que angustia a los hombres. Oviedo: Las visiones más negativas de la novela son reveladoras. Inclusive ex-periencias totalmente negativas, ociosas, muestran potencias oscuras que suponen o implican un mejor conocimiento del hombre.

Dos Mundos Opuestos

Hay una crisis anterior al escritor, que esté trasladada a su obra con un nuevo lenguaje. Vargas Llosa: Yo creo que la vocación literaria es el resultado de una crisis que el autor trata de superar y de vencer. En realidad no la vence. El desacuerdo de un escritor con la realidad no desaparece con la acción creadora. Al contrario, esa insatisfacción se agudiza. Lo que pasa es que en el momento de escribir, miti-ga esa angustia que constituye su vida y que él erige en destino. La insatisfacción es mayor en la medida en que su vocación progresa. García Márquez: Yo nunca pienso en esas cosas, porque estoy demasiado ocupado pensando en los libros que voy a escribir. Álvaro Cepeda: No quiero pasar por alto un punto mencionado por Vargas Llosa y Oviedo, porque me parece un poco injusto decir que Europa no tiene nada que dar ya. Creo que la nueva literatura alemana –si la podemos llamar

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así– es lo único apreciable. Es evidente que ahora lo más importante es la narra-tiva latinoamericana, pero no quiero ser injusto desconociendo los méritos de la literatura alemana. Oviedo: Esa literatura me parece un tanto de ciudad, de urbanización. En cambio la nuestra es de revelación, de mundos originales, más potente, alocada. Vargas Llosa: Esto siempre es peligroso. Recordemos una época determinada de la historia latinoamericana, de desdén, de desprecio de la cultura europea. Se ha dicho que estaba ya muerta en la época del indigenismo. Sabemos a qué ab-surdo se llegó con eso. Yo creo que cuando hablamos de una crisis de la literatura europea nos referimos a un momento determinado y no a lo que ocurrirá en el futuro, cuando es muy probable que se reivindique.

Lo que usted piensa escribir, García Márquez, ¿es una experiencia individual? García Márquez: Le voy a contestar en una forma aparentemente complicada pero absolutamente sincera: voy a escribir la historia de un dictador que tiene ciento treinta y dos años de edad, que ha estado en el poder tanto tiempo que ya no lo recuerda. Es el relato de su drama personal y de todo su régimen. La novela está basada, totalmente, en experiencias personales.

En busca de Latinoamérica

¿Cuál es principal atractivo que tienen los escritores hispanoamericanos para los lectores de otros países? Bussy [sic]: Indiscutiblemente, en la actualidad, hay un deseo no de enterarse de determinadas realidades sino de buscar calidades. Hay una gran producción de obras de tipo sociológico, económico, informativo, y a esos libros recurren los lectores europeos y norteamericanos que quieren enterarse de lo que sucede en América Latina. Pero, cuando va a la literatura, lo hace en busca de calidades de ese género. Oviedo: Yo pienso que el periodismo, las comunicaciones masivas han causa-do la muerte de la literatura documental en la que el tema importaba más que la forma como era tratado; casi no había ninguna labor de reconstrucción literaria por parte del autor. Predominaban los relatos históricos, el cuadro político. Ahora el lector de novelas no recurre a estas para examinar esos aspectos que encuentra en los periódicos.

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El escritor no muere

¿Cuál es su concepto sobre la presencia de la literatura en un medio de comunicación tan importante como el cine, en el cual usted se ha abierto paso con gran éxito? García Márquez: Ni me he abierto paso ni ha sido un gran éxito. A mí el cine me ha servido exclusivamente para reflexionar sobre la diferencia entre los dos géneros literarios. He llegado a la conclusión, al contrario de lo que pensaba antes, que las posibilidades de la novela son ilimitadas.

¿Entonces se quedará en la novela? García Márquez: Ya me quedé en la novela para toda la vida.

¿Usted subestima el cine como campo para ejercitar la literatura o como medio de comunicación de masas? García Márquez: Me subestimo yo como escritor de cine. Álvaro Cepeda: Yo quiero afirmar, categóricamente, para desbaratar una fala-cia colombiana, según la cual el periodismo mata al escritor, que al escritor no lo mata nada, sino el mal escritor. Si uno es mal escritor puede dedicarse sesenta y nueve años a la literatura y seguirá siéndolo. Si es buen escritor puede dedicarse a la zapatería, si quiere, y no perderá esa virtud. El periodismo es la mejor expe-riencia que puede tener un escritor de novela porque un diario es la mejor novela que se escribe.

La vocación literaria

Vargas Llosa: Yo creo que Álvaro Cepeda tiene razón, pero es necesario hacer precisiones. Al buen escritor no lo mata nada y al malo lo mata todo. Pero, ¿qué es un buen o mal escritor? Dicho así parecería que Dios señala con el dedo a ciertos hombres y hace de ellos buenos literatos y a otros malos escritores, y que su calidad depende de algo ajeno a ellos mismos. Este es un problema que deben resolver los propios hombres. El escritor es siempre el responsable de la bondad o de la pobreza de sus obras. La gran diferencia entre los escritores latinoame-ricanos anteriores y los contemporáneos –que son más leídos– no se debe a que nuestros antecesores hubieran tenido talento sino a que no asumían su vocación con el rigor, la autenticidad, el fanatismo que esta disciplina exige para traducirse en obras importantes. Lo definitivo radica en la actitud con que asuma un hombre su vocación literaria. Oviedo: El escritor puede fabricar zapatos o hacer periodismo, pero todo ello en función de la literatura y no al revés. O sea, como un medio para la literatura, pero no como una actividad que devore su vocación.

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Jorge RuffinelliÁlvaro Cepeda Samudio:la derrota del despotismo*

“Muchos años después, el niño había de contar todavía a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego”. Este fragmento de Cien años de soledad corresponde al episodio de la masacre de los peones bananeros, en una suerte de represión militar oligárquica que poco a poco iría sumergiéndose en el olvido hasta la negación misma de la historia. Este hecho sucedió realmente en Colombia, en 1928, y ya fue narrado por la novela anterior a Cien años de soledad: La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio. El reconocimiento de García Márquez a esa obra no consiste solamente en retomar un episodio sangriento de la historia colombiana, sino en hacer participar el autor en ella: en efecto, Álvaro es ese niño testigo de la muerte, así como en el final de Cien años de soledad será uno de los “cuatro discutidores” (Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel) que se reunían en la librería del sabio catalán. Álvaro Cepeda Samudio había sido uno de los miembros más activos de aque-lla generación, el que introdujo en las letras de Colombia la influencia viva de la literatura norteamericana (muy visible en su primer libro, de cuentos: Todos estábamos a la espera, 1954) y el concepto de la aventura vital que debía seguir todo escritor para encontrarse a sí mismo. Con La casa grande (1962) dio su me-jor ejemplo de prosa despojada, dura, martilleante, y poco antes de morir, hace algunos años, publicó su tercer libro, que ya no vería terminado, Los cuentos de Juana (1972), pero sólo muy irregularmente recuperó en él un nervio narrativo que pareció agotarse en La casa grande. La casa grande es la historia de una grieta que comienza en un simple diálogo entre dos soldados enviados a romper una huelga, como el primer cuestiona-miento de la autoridad, del militarismo y las castas del poder, para terminar con los símbolos de un derrumbamiento inevitable, del cambio total que debía advenir en ese país de la violencia que es Colombia. El pretexto anecdótico es la represión de 1928, pero resulta claro que Cepeda buscaba, como García Már-

* En: Crítica en marcha. Ensayos sobre literatura latinoamericana, México, Premia editora, 1982, pp. 146-147.

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quez, una esencia mítica donde se expresara la destrucción del poder despótico por manos del pueblo, hasta ver “derrumbarse la raza donde se apoyaron los fusiles”. Hay muchos antecedentes literarios de este tema: tras la figura del Padre, el poderoso terrateniente que lucha por la supervivencia del poder, aunque termine desmoronándose como un montón de piedras, tal vez se perciba a Pedro Páramo, así como de su asesinato colectivo y justiciero existe un arquetipo emocionante que se llamó Fuenteovejuna. A la novela de Rulfo debe acaso Cepeda Samudio esa adustez, ese hermetismo, fruto del dejar jugar los hechos entre los personajes, envueltos todos por una atmósfera de fatalismo trágico, así como también otros elementos menores: los diálogos anónimos entre gente del pueblo, el tema obse-sivo del odio y el resentimiento. La casa no es más que el símbolo de una época de nobleza y poderío, de despotismo, de familias o genos que rige feudalmente no sólo grandes extensio-nes de tierras sino a muchos seres humanos. Al mismo tiempo, la novela intenta registrar a través de ese símbolo –y del símbolo que en definitiva viene a ser la huelga de 1928– la decadencia de la casa, la pulverización del poder por medio de la violencia y de la sangre, en un proceso que no se separa del mismo pueblo que busca reivindicar sus derechos. Al final de la novela los hijos pueden decir, con ya claro sentido simbólico: “Cada vez pertenecemos menos a esta casa y cada nueva sangre está más lejos de la sangre del Padre […]. El tiempo no fluye aquí tranquila y descansadamente hacia la muerte: nos invade esta casa y estos corre-dores y estos cuartos como una creciente y nos arrastra y nos destruye […]. Si no hablamos ahora nos va a llenar el odio y entonces también estaremos derrotados. / -De todas maneras estamos derrotados”. La casa grande es una novela de la intensidad. Su estilo objetivo, de admirable tersura, constituido a trechos hábilmente a la manera de Hemingway (el diálogo entre el hombre, la mujer y el niño en la cantina, a la espera del tren, recuerda inequívocamente “Hills like white elephants”), se ve cruzado por trazos diferentes y enriquecedores, por enfoques diversos que tienen sus correspondientes estilos distintos: un extenso diálogo entre dos soldados; la invocación de una narradora anónima a su hermana; el conciso pero explícito decreto que desencadena la ma-tanza; le rememoración melancólica de la niñez –con un matiz incestuoso en los recuerdos– del Hermano ante la muerte de la Hermana; los diálogos del pueblo ante el amo acorralado que ellos van a matar. Y finalmente, el diálogo entre los vástagos de una estirpe maldita, escrito en un estilo rítmico y salmodiado, como si se quisiera mostrar más expresivamente la clave de una derrota necesaria: la derrota del despotismo arrancado hasta sus raíces mismas, con que se cierra esta parábola.

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Un diálogo con Ángel Ramay Álvaro Cepeda SamudioLa literatura americana de hoy,en el banquillo*

El “boom” y cómo lograrlo

Para ubicarnos en el tema, le rogamos a Ángel Rama hacer un breve balance de lo que ha sido y lo que ha significado el “boom” literario latinoamericano. Ángel Rama: Hay que empezar por decir que el “boom” es una operación casi de tipo comercial y publicitario, que consistió en un lanzamiento de ciertos nombres al mercado continental e internacional. Pero la verdad es que la creación literaria es anterior al “boom”, palabra –por lo demás– absolutamente comercial y no cultural. La mayor parte de los escritores que se dieron a conocer dentro de este fenómeno tenían gran parte de sus obras escritas antes del “boom”, pero carecían de los suficientes elementos de comunicación para divulgarlas. Así, las principales obras de Cortázar, Carpentier, Rulfo, Onetti son anteriores al “boom”. Pero, veamos, ¿por qué se produjo el lanzamiento? Primero, porque los escritores se volvieron sus propios publicistas. Segundo, por el desarrollo y reorientación de las editoriales. Tercero, por la inclinación universal hacia la América Latina. Creo que vale la pena analizar esto: pasó lo de siempre: se proyecta el foco sobre una cierta zona, y se empieza a descubrir cosas que nadie vio hasta que el foco fue proyectado. La revolución cubana provoca tal conmoción que coloca el tema lati-noamericano en la consideración del mundo entero. Cuando se produce la crisis del Caribe, Cuba, un paisito insignificante, pone el mundo al borde de la guerra atómica. Entonces, viene la pregunta: ¿qué pasa en América Latina? Y la preocu-pación por esta zona lleva a descubrir sus valores literarios. Simultáneamente, se nota en Europa una decadencia y un interés por absorber valores, que favorece al continente. Pero hay que ver de qué sirve el “boom”. Por un lado ha conseguido proyectar ciertos nombres en el panorama internacional. Por otro, se da con él un paso ade-lante en la autonomía intelectual de América Latina: es decir que se han empeza-do a crear valores propios. Además se produce la creación de un público que se abastece de obras de su propia comarca y que, por tanto, ve reflejado su mundo en ellas. Esto es fundamental para hacer el circuito cultural auténtico que forma

* En: Lecturas dominicales de El Tiempo, 4 de mayo de 1969.

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la literatura: creadores que tocan grandes temas que tienen que ver con nuestras vidas los reflejan, interpretan y les dan sentido. Hay otra parte positiva: el desafío. Todos los jóvenes de ahora quieren ser García Márquez o Vargas Llosa, y esta competencia nos va a dar buenos resultados. Pero veamos lo negativo del “boom”: se ha producido una deformación del panorama cultural general de América Latina. Y entonces hay autores inmensos que no entran en el “boom”. Onetti es un creador de primera línea pero no tiene la importancia que tiene en América Latina, por ejemplo, Cortázar. Del mismo modo, se suscitan confusiones increíbles: hay quienes creen que Carpentier, de sesenta años, y Mario Vargas Llosa, de un poco más de treinta, tienen la misma edad, porque los conocieron en el mismo momento. Ha habido pues, la omisión de grandes valores y, además, un exceso peligroso de admiración indiscriminada, no crítica. Y esto se paga muy duro. Cuando se elogia demasiado una cosa, sin crítica, se termina odiándola porque no se la puede soportar. Otro punto: se han olvidado totalmente de la poesía que en América es tanto o más importante que la narrativa. Pero hay algo más: esta gran narrativa tiene un grave problema que es el de tratar de expresar todo un continente bajo una cultura determinada. Entonces ocurre que si estos escritores siguen representando sus zonas, cumplen una fun-ción de creación cultural: pero en la medida en que se produzca una enajenación, derivada del incorporarse a las demandas de otras culturas, pueden transformarse en la cosa peor del mundo. Éste es el gran riesgo que se juega con el lanzamiento de escritores fuera del continente.

Literatura periférica

Muchas personas, tal vez en un exceso de optimismo, opinan que no hay en el mundo en este momento otra literatura como la de América Latina. ¿Es eso cierto? Ángel Rama: Absurdo. Yo creo que las personas que dicen esto no conocen todas las literaturas del mundo: la japonesa, por ejemplo. Me parece que se refie-ran más bien a la zona occidental. Ahora: dentro de esto, yo creo que hay exceso en la afirmación. Lo que ocurre es que los escritores centrales que dieron lite-ratura (Francia, España, Inglaterra) sufren cierta crisis. Pero las periféricas están produciendo creaciones extraordinarias. Los checos, polacos, fineses, balcanes [sic], están haciendo la misma operación que los latinoamericanos. Que fue igual a lo que pasó en el xix, cuando la zona periférica, que era Rusia, dio la mejor novelística del siglo. Este fenómeno se repitió luego con los norteamericanos marginados, que produjeron primero a los realistas y luego la generación perdida en los primeros años de este siglo.

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Exilio y lenguaje

La fuente del lenguaje ha cambiado: no es ya la academia sino la calle. ¿Podría decirse que los escritores que se alejan de esta fuente por mucho tiempo en virtud de un volunta-rio exilio, pierden el sentido primordial al lenguaje? Ángel Rama: Hay que aclarar primero que no es lo mismo el exilio de Dante que un exilio en 1969, porque ahora estamos a pocas horas de Europa. Vargas Llosa, por ejemplo, ha vivido hace años en Europa, pero cuando va a escribir La casa verde, se marcha al Perú, averigua e investiga. El exilio, pues, no es muy rígido. Empero, el de Cortázar es el más categórico, aparentemente: hace quince años está fuera y no ha vuelto. Esto es muy significativo porque, al mismo tiempo, es el hombre que se ha desesperado por recuperar un lenguaje de tipo popular. Sus primeros libros, escritos en Buenos Aires, son de tipo fantástico y alejados del uso popular del lenguaje: este aparece solamente en los libros posteriores que se escriben en “el exilio”. A él le pasa que, como no tiene cerca la fuente del lenguaje, tiene que inventar una lengua, y crea sus juegos verbales; y la verdad es que no hay nadie más porteño que Julio Cortázar a quince años de vivir en Francia.

Algunos novelistas han optado por un lenguaje eminentemente local. Cabrera Infante decía que Tres tristes tigres fue escrito no para La Habana, ni siquiera para un barrio de La Habana, sino tan sólo para una cuadra de La Habana. ¿Por qué a pesar de ese localismo, han logrado tal difusión? Ángel Rama: Yo creo que porque son buena literatura. Había una época en que todo novelista ponía al final un glosario con el significado de algunas pala-bras que figuraban en el texto. Esto ya pasó, porque muchas veces, cuando uno no entiende una palabra, imagina su sentido. La lectura es un trabajo general, no ya palabra por palabra. Esto último sería en realidad preocupación de aquellos ana-listas que con una lupa hacen un análisis del cadáver de la literatura. En cambio: qué excelente impresión cuando un escritor está empleando la lengua viva: qué torrente de fuerza, de energía, de gracia, de humor. Ahora: esto no es taquigrafía, hay que distinguir; no es criollismo, que fue una porquería. Esto no es el escritor de cuello duro viendo cómo habla el paisano. Esto es el escritor metido en el río del lenguaje vivo, como otro pez más, gozando de él y empleándolo como sistema de creación general.

El increíble mundo de las Antillas

Alejo Carpentier dice que el barroquismo ha de ser el estilo auténtico de la narrativa latinoamericana. ¿Está de acuerdo con él?

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Ángel Rama: Alguna vez fui con Julio Cortázar a una conferencia de Car-pentier en París, sobre el tema único de sus conferencias: el barroquismo. En un momento dado, Carpentier señala que su obra es barroca, como la de Fuentes o Cortázar. Y éste me mira y me dice: “¿Te das cuenta? Yo no sabía”. Lo que le pasa a Alejo es que él, que es un gran escritor, es barroco. Pero esto no quiere decir que el barroco sea el estilo de toda la literatura americana. Yo creo que el barroquismo es la tendencia de expresión de un área cultural de América, porque no es casualidad que sean del mismo país –Cuba– tres barrocos como Carpentier, Lezama Lima y Cabrera Infante, y que, a la misma zona, pertenezcan los grandes creadores de las Antillas Holandesas. Éstos, anoto de paso, son des-conocidos pero extraordinarios. Ellos provienen de la literatura francesa, como Saint Alexis, y participan enormemente del surrealismo. Pero déjeme decirle: es que las Antillas constituyen el área cultural más curiosa de América: son “el mare nostrum” de América Latina, y un caso de sincretismo cultural inverosímil: ho-landeses, ingleses, hindúes, franceses, españoles, norteamericanos, portugueses, chinos, negros de todas las zonas africanas, todo se ha mezclado en estas regio-nes. El barroco es un signo, pues, del área cultural antillana, y no sólo de las islas, sino de las costas. Además, este fenómeno corresponde también a la pintura. Y, luego, hay ciertos barroquismos raros como Cien años de soledad, que tienen que ver con esto. O sea, que Carpentier tiene razón si se refiere al barroquismo en esta zona maravillosa, sobre la cual, y aquí protesto, aún no se ha escrito un libro importante. Otra cosa última, para complicar aún más el asunto: en las Antillas se encuentran las más distintas actitudes ideológicas. No olvidarse, por ejemplo, de que en La Martinica nace y se forma Frantz Fanon, que es el ideólogo de la revolución francesa; después vemos que se forma una especie de colonia hindú, como es Trinidad; y, por si fuera poco, la inserción socialista en Cuba, que trae la influencia rusa. La poesía; ignorada y olvidada

Usted decía que la poesía latinoamericana es tanto o más importante que la narrativa, pero que no se conoce. ¿Qué ha ocurrido? Ángel Rama: El problema es que la poesía, por descansar sobre un fenómeno estilístico casi intraducible, no ha tenido la repercusión que ha tenido la novela; y como nosotros en el fondo somos coloniales y el producto nos parece más im-portante si viene de afuera que si lo publica el vecino de la esquina, entonces le hemos dado más atención al éxito de la novela en Europa. Además, las escuelas modernas de poesía –Paz, Fernández, Retamar, Parra, Molina, Padilla– ofrecen líneas más ricas y variadas que la narrativa. Ahora: la poesía se está haciendo más prosaica o cantada. En este último aspecto, me parece que el contar poético a

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través del canto es de las tradiciones más ricas de América, como ocurre con La Payada, la Guantanamera o el Vallenato. Todo esto pertenece también a la poesía, y creo que la poesía cantada es un buen camino para que la poesía vuelva a ser un arte de grandes sectores sociales.

¿Cuáles serían los exponentes de esta poesía cantada? Ángel Rama: Son muchachos muy jóvenes que componen ellos mismos sus canciones. Músicos y poetas. Hay un caso maravilloso en el Brasil: Chico Buarque de Holanda, de veintidós años –hijo de un profesor y académico– que resultó baladista. Sus canciones, que son preciosas, son verdaderas poesías y el mejor co-rroborante es que quien lo tradujo en Italia, cuando fue al Festival de la Canción, fue Ungaretti. Como el español Paco Ibáñez, que canta canciones clásicas y consi-gue cosas inverosímiles, como que una muchacha del servicio cante un poema de Góngora simplemente porque lo tiene grabado Paco Ibáñez. Eso sí, es importante no confundirse con la zona de Raphael o Roberto Carlos, que es una bobería. Yo creo que el mejor ejemplo de esta poesía cantada es Vinicius De Moraes, un embajador muy serio que escribe poesía, a la cual le han puesto música: casi toda la Bossa Nova del Brasil se ha hecho con poemas de De Moraes, quien ha sido traducido al español en un libro de poesías muy culto.

Sobre la crítica Al mismo tiempo que se registra el gran movimiento literario, es evidente también una gran ausencia de críticos, hasta el punto de que los novelistas han tenido que volverse comentaristas. ¿Podría ser ésta una bomba de tiempo contra la literatura de América Latina? Ángel Rama: Bueno, pienso que en América también existe una línea crítica im-portante que ocupa un lugar más discreto que la narrativa, porque su papel no es de vedette de music-hall. Aunque, eso sí, me parece que en Colombia el desarrollo de la crítica no ha tenido la importancia que empieza a tener el de la novela. Lo cierto, en realidad, es que todos los escritores actuales, son críticos y muchos lo fueron antes de comenzar a escribir. De Octavio Paz, por ejemplo, llego a pensar que es mejor crítico que poeta. Pero es indispensable que, aparte de los escritores críticos, se desarrolle la crítica independiente, porque es una función fundamental para que se forme una cultura. Yo diría, sin que esto se ponga sobre mi espalda porque lo digo muy objetivamente, que la mejor zona de análisis crítico es el sur de Suramérica.

¿Qué piensa de la crítica colombiana? Ángel Rama: Creo que todavía no existe como tal. Veo que hay buenos traba-jos, pero que el repertorio metodológico usado es, en general, muy arcaico. Son

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a veces muy impresionistas: critican lo que les impresiona del libro. Yo siento que les falta sistematización y problematización de la literatura; no basta con que guste o no un libro, hay que tener método de análisis para meterse en él, sin que esto pueda, naturalmente, sustituir la inteligencia.

Escatología

Muchas personas censuran en las novelas nuevas su excesiva escatología y las tachan de vulgares. Otras piensan que se ha colocado en su justo lugar una dimensión del hombre tan real como la dimensión amorosa o psicológica. ¿Qué hay, a su modo de ver, en este punto? Ángel Rama: Hace poco me ocurrió que algunas profesoras de la Universidad de Puerto Rico, unas distinguidas matronas, me pidieron que seleccionara algunas novelas nuevas para que leyera la juventud. Yo seleccioné ingenuamente y con criterio artístico, ciertas obras que me parecían adecuadas para muchachos de die-ciocho y diecinueve años: La ciudad y los perros, Cien años de soledad y varias otras. Y cuando llegué a la reunión con ellas, empecé a darme cuenta de que yo era un libertino repugnante que había caído en manos de unas buenas señoras, porque ellas me censuraron acremente los episodios llamados “fuertes” de estas novelas. Yo quedé muy humillado, y empecé a averiguar qué hacían los estudiantes de esa edad: y pronto supe que ya tenían experiencias sexuales y que las realizaban con toda libertad; que van a ver películas de todo tipo; que cantan y bailan y hacen lo que les da la real gana: y entonces a estos seres humanos, que ya son adultos, se les niega el conocimiento, a través de la literatura, de aquellas cosas que conocen directamente. La literatura humana trata todos los temas, pero, obviamente, lo hace al nivel de los seres humanos que los están viviendo. Ahora si se les quiere prohibir a niños de diez años, está bien, pero la verdad que no creo que Vargas llosa o Cor-tázar o Cepeda escriban para niños de diez años.

Las nuevas formas narrativas

La revolución formal que han traído consigo algunas novelas como La ciudad y los perros, Rayuela o ¿De dónde son los cantantes?, produjo también una crisis formal en el sentido de que muchos piensan que basta con salpicar de novedades tipográficas u obscurecer el significado de la narración, para estar al día, ¿en qué irá a parar esto? Ángel Rama: Yo tengo una anécdota muy graciosa al respecto. Un chico mexi-cano me dijo: “Acabo de terminar una novela de cincuenta mil palabras… y ahora tengo que mezclarlas todas”.

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Álvaro Cepeda: Las innovaciones tipográficas no son de ahora. Eso ya lo hacía Jardiel Poncela que, cuando decía: “y entonces llegó la noche”, colocaba ense-guida una página negra o, cuando se acostaba la protagonista, ponía el párrafo cabeza abajo. O sea que el jeroglífico o trastrocar un capítulo no hace una novela mejor. Yo creo que eso más bien es una muestra de incapacidad del escritor, que lo hace para impresionar o para estar a la moda. Ángel Rama: Pero al mismo tiempo hay que decir que había una forma lineal y esquemática de escribir que ya era un poco ingenua porque el escritor debe trabajar con libertad para estructurar su obra y, en realidad, los escritores así lo hicieron desde que existe la literatura, pero pasó que últimamente vino ese mo-delo que al final termina siendo Corín Tellado, y la gente llegó a creer que era así como se debían escribir las novelas. Entonces, evidentemente hay sorpresas ante estructuras modernas: y no se trata de defender al que hace laboratorio porque sí o al que practica jueguitos malabares, pero sí de defender la autoridad de un escritor para construir de una manera propia y original.

Esto parece que nos lleva a un problema. Hay ciertas obras, como La ciudad y los perros, que se salen definitivamente de la estructura Corín Tellado: ¿eso requiere tam-bién que el lector esté un poco más educado para tener acceso a ese tipo de formas más complejas? Y, al mismo tiempo, ¿no hay una paradoja en el hecho de que las novelas con más difusión han sido éstas que ofrecen dificultades formales? Álvaro Cepeda: Todo lector, en el fondo, trabaja sobre un sistema conven-cional que le han dado las malas novelas, y se sorprende cuando le cambian su esquema. Es el mismo público que mira un cuadro moderno y dice: “Qué horror, no se entiende nada”. Y, qué curioso, ese mismo público ve el sistema del cuadro moderno aplicado a un cartel publicitario que se cuelga en la esquina para vender un producto, y le parece totalmente normal y lo acepta porque se acostumbró a aceptar la convención al nivel del cartel. Aunque éste sea también líneas, manchas, que actúan sobre él. Pero no quiere reconocerlo porque, cuando llega al arte plás-tico, afecta su convención equivocada. Ocurre igual con los enemigos de la música dodecafónica, que le parece detestable a muchos; pero éstos mismos no se dan cuenta que en las películas casi todas las escenas tienen como fondo este tipo de música. Muchas veces el problema está en la mafia que han formado los artistas que escriben sus novelas un poco en sánscrito, y se ríen del gran público por lo que no los entiende. No, no es que no los entiendan, sino que no le han dado los medios para llegar a ese tipo de arte. Es que el artista no se ha querido convencer de que es un parásito de la sociedad y quiere actuar como líder de la misma, sin darse cuenta de que los únicos que han dado buen arte son los parásitos. Ángel Rama: Si me permites, yo quiero hacer aquí una defensa del artista en esto: el artista se propone una visión que tiene del mundo y de las cosas. Esta

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visión puede ser concebida a nivel de élite, de acuerdo, porque obviamente todos nos hacemos también a nuestras propias élites. Pero el problema no está en la pro-posición del artista, sino que el público está educado a otro nivel y en otra forma que son perniciosos, porque el público normal se abastece con la lectura de los diarios, con las películas peores del mundo, con tele-teatros de la peor calidad; es decir, con un material que es muy convencional y le crea una cierta imagen de las cosas que en el fondo es falsa. Entonces, cuando el artista propone una imagen más profunda y complicada del mundo, no llega al público porque éste está de-formado por una visión superficial de las cosas. Álvaro Cepeda: En cuanto a que los periódicos deforman la visión de la gran masa, no estoy de acuerdo. Time es la revista que más circula en el mundo entero, y mejor escrita, desde el punto de vista periodístico y literario no hay. Ángel Rama: Déjame criticar este concepto. Estoy de acuerdo con su excelente periodismo, pero Time establece un modelo de escritura, un modelo lingüístico determinado de comunicación. Así que viene un escritor y utiliza una palabra de la calle –que el Time no usa– o entra a la situación no por la explicación de que primero ocurrió tal cosa y luego tal otra, sino por donde él quiere, que es la forma viva de entrar en los asuntos, y entonces el público, acostumbrado a la lectura del excelente periodismo de Time, no puede ponerse en contacto con esta escritura que es, sin embargo, más real y verdadera. Es que la gente tiende a creer que hay un modo de contar las cosas, que hay un modo de contar las historias, y en esto radican los problemas de comprensión del material. A los soviéticos se les ocurrió que quisieron enseñarle al pueblo a apreciar el arte plástico, e inventaron los cua-dros espantosos del realismo socialista que deshicieron la pintura soviética, pues creían que habían que enseñarle al pueblo a ver los seres humanos más o menos parecidos a cómo eran. Pero si tú tomas el mismo sujeto y le das un arte nuevo y original, le pones –digamos– un Le Parc por delante, que es tan gracioso y lleno de vida, y el sujeto se divierte mucho más, sin preguntarse si aquello es arte o no es arte. Simplemente se entrega. Por eso pienso que es posible la comunicación con las formas más complicadas del arte, cuando es un arte verdadero, si no fuera que hay una serie de fallas de mala educación. Álvaro Cepeda: Tú tocaste un punto clave: el arte no es misterioso, el arte es, y su razón de ser es la instrucción y la diversión. Todo lo demás es mentira y se lo han inventado los malos artistas para justificar su actividad. El arte que no se entiende, que no divierte, o no ofrece emoción estética, no sirve. No importa la forma como se presente. Yo no creo en el arte que necesita explicación. Pero como el artista es incapaz de defenderse por sí solo, entonces inventa un clan para prote-gerse de la masa ignara, que es otra de las falacias del artista. Gabo con Cien años de soledad, rescató a la literatura en lengua hispana, que estaba en manos de algunos que querían escribir como Dos Passos, y volvió a escribir como lo hacía Cervantes.

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Ángel Rama: Además, hizo la afirmación total de que la literatura no tiene por qué ser aburrida. Álvaro Cepeda: Claro… Es que el arte que sólo entienden unos pocos, es mal arte. El artista está lleno de falacias. Aquí el artista dice: yo escribo por hobby, pero mi profesión es futbolista. Mentira: el tipo lo que quiere es ser escritor, pero no se atreve a ganarse la vida como tal. El mejor ejemplo es Saroyan, que decía mi profesión es escribir: yo escribo desde una receta de cocina, una canción, veinte mil cuentos, novela o teatro, hasta libretos para cine.

El escritor y la política

Cuba ha tenido fama entre los escritores de respetuosa del movimiento literario. De lo contrario, difícilmente hubiera podido convertirse en la central de escritores de América Latina. Ahora, como lo dice el caso de Heberto Padilla, parece que cambiar quieren las cosas. Usted, Ángel Rama, que viene de ser jurado del premio Casa de las Américas, de La Habana, ¿qué opinión tiene? Ángel Rama: Es conocida la discusión que se ha producido en La Habana en torno a temas artísticos, pero esto no ha sido centrado en cuanto a formas estéticas –y digo esto para que no se piense en la llegada del horroroso realismo socialista– sino en cuanto a temas ideológicos: acerca del derecho del escritor a realizar una crítica que algunos órganos entendieron que no era apropiada. Yo sigo defendiendo el derecho del escritor a disentir con cualquiera de las formas de vida. En el caso de Padilla, es importante decir que éste ha manifestado su apoyo a la revolución cubana, pero ello no impide que pueda expresar su opinión de disentimiento sobre algunos puntos de la vida nacional. Yo creo, sin embargo, que la polémica es útil y conveniente. En el libro –por ejemplo– de Padilla hay varios poemas que se consideran anti-revolucionarios y, entonces, en el prólogo, los escritores que premiaron este libro en un concurso, se manifiestan en pro; y los otros, también en el prólogo, se manifiestan en contra. A mí me parece que no es perjudicial que se expongan los dos puntos de vista, siempre que se respete la libertad del escritor. Álvaro Cepeda: El escritor, cuando empezó a garrapatear sus letras en los comienzos de la historia, lo hizo voluntariamente, sin dirección. Y luego el Estado lo acapara, y no hay Estado capitalista, socialista o comunista, que no se preocupe por el escritor –le organiza concursos, le hace casas, le edita libros– siempre tra-tando de ejercer alguna influencia sobre él. Yo creo que el escritor no tiene que ser tratado con privilegios. Ángel Rama: Yo tengo dos objeciones de fondo a tus puntos de vista. Una de información y otra de tesis. La de información: a lo largo de la historia todos los

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escritores vivieron en estado de dependencia –mucho más riguroso del que pue-de existir ahora– de los poderes que ejercían el dominio. En el Concilio de Trento se dice cómo se debe pintar, y si uno piensa que la demanda de arte y literatura estuvo en manos de aristócratas, sacerdotes y burgueses, podrá adivinar que eran ellos los que pagaban. En síntesis: la dependencia es la norma de la historia del mundo. La segunda objeción: el problema no es grave, desde el punto de vista de la ideología, respecto a que el escritor asuma una posición ideológica; lo grave es cuando se le fija una norma única de expresión, cuando se le dice: “Usted debe expresarse así”, que fue lo que hizo Stalin. Esto sí es condenable. Álvaro Cepeda: Entonces, ¿estamos en que cualquier régimen político puede dar artistas de primera línea? Ángel Rama: Claro… Es como creer que hay recetas para hacer buena lite-ratura. No las hay. Naturalmente que en una época ciertos marxistas decían que Shakespeare surgió porque la evolución de los telares constituyó el momento histórico necesario: pero esa época ya ha pasado. Mafia

Se acusa a los escritores latinoamericanos de formar una mafia, fuera de la cual no hay salvación. Por otra parte, Álvaro Cepeda, no es un secreto que usted tiene buenos amigos en esa mafia, y podría pensarse que pertenece a ella. ¿Existe realmente la mafia? ¿Fuera de ella, hay salvación? Álvaro Cepeda: Existe la mafia y fuera de ella no hay salvación. Soy objetivo. Se ha probado que la mafia es una mafia para bien. Hasta ahora no conozco a nadie que pertenezca a la mafia y no sea buen escritor. Esta es una especie de sindicato contra la mediocridad. Con lo que no estoy de acuerdo es con la mafia que se ha creado en Colombia para apoyar la mala literatura… Ángel Rama: En Colombia y en otros países… Álvaro Cepeda: La mafia de Vargas Llosa, Gabo, Cortázar y demás es una especie de Robin Hood, que roba a los ricos para dar a los pobres, y consiste en mostrar las cosas buenas de la literatura americana. De lo contrario, seguiríamos en manos de los que sabemos.

Ya que menciona las mafias colombianas, ¿hay una mafia costeña? Álvaro Cepeda: No. Después de la publicación de Mateo el flautista, que es de un costeño [Alberto Duque López], digo que no hay mafia costeña. Yo últi-mamente me he dado al trabajo de revisar las partidas de bautismo de García Márquez y mía, y descubrí con gran alegría que Gabo nació en Zipaquirá y yo en Facatativá.

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Ángel Rama: Yo creo, al contrario, que existe una mafia costeña que está deci-dida a tomarse el país, desde que perdieron la presidencia con don Rafael Núñez. Yo pondría en guardia a los colombianos… El caso de los Premios

Es evidente que los premios colombianos, especialmente el de la novela, no han podido producir un solo libro que valga la pena. ¿Quién falla: los autores, la organización del sistema, el concepto que sobre él se tiene, los jurados? Álvaro Cepeda: Básicamente, fallan porque no hay a quién dárselos. Segundo, porque los jurados son malos. Y tercero, porque ni el Estado, ni la empresa priva-da, ni nadie tiene derecho a patrocinar premio alguno. Cada cual que se defienda como pueda. El arte no necesita premios. Pero, en gracia de explicación, el Premio Esso falla porque se le da a una novela inédita; el público, pues, no participa. Y tres señores muy ineptos o muy buenas personas, pero que nada saben de litera-tura, son los que juzgan una obra, siendo así que una obra debe ser juzgada por toda una época. Ángel Rama: A mí me llama la atención lo que dice Cepeda de que “la buena literatura se defiende sola”, porque ésta es la frase que dijo, hace tiempo, Juan Carlos Onetti: “La buena literatura se abre camino sola: no la protejan, no la ayu-den”. Además, el juicio del tiempo es tan drástico que los malos, así hayan tenido mucha fama, al fin pasarán al olvido. Eso está probado por la historia. Yo discrepo un poco de Álvaro porque pienso que hay que tratar de alguna manera –no con el sistema de los premios, que está muy viejo y anquilosado– de resolver ciertos problemas. Álvaro dice que hay que dar el premio a las obras publicadas, pero lo que pasa es que aquí no hay cómo editar obras, y no hay derecho a que el escritor tenga que pagar por ello. Entonces, tendrían que existir los mecanismos editoriales que permitan que se publiquen las obras buenas y malas, es decir, que hagan su camino. Yo pienso que hace falta la cultura de gran estructura; tener editoriales para editar libros; revistas, para darlos a conocer, crítica en los diarios, para comentarlos. Álvaro Cepeda: Pero es que con la cantidad de dinero que se ha gastado en los nuevos premios Esso, hubieran podido publicarse tres magníficas novelas. Entonces, llegamos a la conclusión de que el dinero se ha malbaratado. Ángel Rama: Yo he podido ver, en estos días, muchos originales de mucha-chos que quieren ganarle a García Márquez: los hay buenos, malos, regulares, en fin. Pero lo que me parece mal es que ellos no tengan la oportunidad de llegar al público. Hay que invertir, digamos, en la infraestructura editorial.

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Álvaro Cepeda: Si revisaran los originales enviados a los concursos de Novela Esso, creo que se encontrarían muchos que se están presentando desde hace años con la esperanza de ganarlos alguna vez, así sea en 1980. Un premio no puede funcionar de esta manera. Ángel Rama: La única manera de acabar con el premio, es que no te importe. Y para que no te importe, tiene que haber otras salidas.

Balance anticipado

¿Qué creen que va a quedar del movimiento literario de hoy, cuando sus bisnietos co-miencen a leer? Ángel Rama: En concreto, creo que Rulfo y Onetti, ya están. También Rayuela y Cien años de soledad. Felisberto Hernández, yo juro que queda. Y Vargas Llosa. Álvaro Cepeda: Y de éstos sí que hay muchos, por estos lados…

Juan García PonceIn memoriam Álvaro Cepeda*

“El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría”, hace repetir a Blake, Álvaro Cepeda en el prólogo de su libro Los cuentos de Juana, publicado este año mismo de su muerte. Luego, en una especie de “relación de los hechos” de su amistad con el pintor Alejandro Obregón que ilustra la hermosísima edición del libro, explica: “[…] aunque por más de veinte años hemos cogido juntos la vida por los cachos, y si ha sido necesario también por el rabo, y la hemos tratado de agotar a patadas y a riesgo de piel sin perder nuestro infinito afán de estar vivos […]”. Pero tal vez lo que pasa con la vida es que es inagotable; en esa pelea hay siempre alguien que pierde. Sólo que lo que cuenta no es ganar sino la intensidad de la pelea, en la que la vida se encuentra y se muestra. Hay también, en el mismo prólogo, un diálogo con Obregón en el que los interlocutores se confunden, se mezclan, expresión idéntica de una misma actitud que se muestra en la oposición:

* México, octubre de 1972. En: Huellas, n° 51-53, Barranquilla, abril-agosto de 1998, pp. 126-127.

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—Mano, te gusta escribir?—A mí sí pero no se me da la gana.—Y a ti te gusta pintar?—A mí no pero me da la gana.—Ahora sí vamos por donde es.—Y de la vida?—Primun Vivere y endespués philosofare.—Pero eso no es Griego: es cienaguero: el que se murió se jodió.

Sin embargo, yo no acepto tu muerte, Álvaro. Hiciste de tu vida una obra cuyo desarrollo la excluye, la hace para siempre inalcanzable, y la muerte nunca será tuya. En La casa grande, esa novela que quizás avanzará ahora a ocupar el lugar que tú tenías, el diálogo de “los soldaditos”, como a ti te gustaba llamarlos, los hace indiferenciados, impersonales. Son la voz de la muerte que avanza sobre el río y bajo la lluvia, voz incierta, temerosa de sí misma y temerosa de su vida, cuyo rastro trata de encontrar, como si no se atreviera a cumplir su tarea, como si no se atreviera a reconocerse. A su lado están las figuras del Padre, de la hija. Ellos tam-poco tienen nombre, se han hecho también impersonales a base de encarnar una pura fuerza, una cierta intensidad. La voz de los soldaditos es un murmullo sin rumbo: la del Padre, la de la hija, una continua afirmación. La fuerza y la verdad de la persona se pierde en la de la vida y se hace la de la vida. La identidad entra a la eternidad del mito que se muestra en el lenguaje. En Los cuentos de Juana, esa Juana que se mata de un balazo en la cabeza el día de su boda porque “está rota”, la complicación y la ingenuidad de la vida se hacen eco entre sí en un grupo de historias sencillas y prodigiosas, fantásticas y banales, de espaldas a toda moral, dentro de las que el resplandor de lo cotidiano, la sor-presa, la humildad, el dolor, la crueldad, la exaltación, lo común, lo increíble de lo cotidiano se constituyen en una sola imagen tan inexplicable, bella y misteriosa como la misma Juana que es, a su vez, como la vida. Es todo. Tu “obra” es exigua. “—Mano, te gusta escribir? / —A mí sí pero no se me da la gana.” Escribir es perderse en la impersonalidad del lenguaje y aceptar esa pérdida para que el lenguaje viva. Tú escogiste otra forma de impersonalidad. Rechazar escribir en nombre de la vida. No se pueden describir los gestos de los amigos, no así al menos, directamente. Recuerdo la inconmensurable ternura de tu violencia, detrás estaba el infinito pudor del que busca desaparecer para que la intensidad exista. Los gritos, los insultos. El absoluto odio y el desprecio por las convenciones sociales y más aún las supercherías culturales. Tus carcajadas surgidas de la más tierna de las sonrisas. Esa rápida mirada de absoluta compren-sión, apagada apenas surgida pero en la que se quedaba encerrado el secreto de la complicidad nacida del conocimiento. Todo se dejaba para los que pudieran entenderlo, verlo detrás, y todo se sacrificaba para afirmar el estruendo de la vida y hacer que la vida fuera encerrando ese todo que sólo puede existir en ella.

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Te perdiste en la vida, Álvaro, conociendo el dolor y la alegría de esa pérdida de sí mismo que no conocía reposo en su voluntad de afirmación más allá de sí mismo, y en la vida estás. No hay muerte. Tú eres parte de esa vida que fue en parte tu obra y ella te guarda y te repite.

Ángel RamaÁlvaro Cepeda Samudio*

Ahora esta espera ha concluido: Álvaro Cepeda Samudio ha muerto en un sanato-rio de Nueva York, sin que el libro que la entrañable amistad del pintor Alejandro Obregón compusiera para recoger sus últimos textos narrativos saciara la espera en que estábamos quienes admirábamos la obra creativa de los años cincuenta del escritor colombiano, esos dos volúmenes juveniles y a la vez maduros que escribiera en su ciudad de Barranquilla, Todos estábamos a la espera (1954) –la versátil colección de cuentos escritos en los márgenes de la moderna narrativa norteamericana– y La casa grande (1962), una novela por donde pasa el amor, el odio, la injusticia, la rebeldía, como papeles ardorosa, fragmentariamente escritos, a los que desperdiga el tiempo. Antes que su nombre sea devorado por ese proceso de mitificación que parece consustancial a la cultura que ha forjado el área costeña colombiana; antes que ella lo pierda y lo recupere solamente en fugaces imágenes que muele tercamente el secreto dios caribe, que se parece mucho al olvido; antes que devenga un per-sonaje levemente enigmático de las últimas páginas de Cien años de soledad, toda-vía puede quedarnos un lapso para hablar de él como el gran escritor que frustró la vida, un creador que no cumplió las promesas de su juventud pero cuyo escaso bagaje resiste el cotejo con tantos empecinados hacedores de libros como hay en América. Todavía la perdurabilidad de una obra no se mide por sus dimensiones sino por su toque en el arte; y las condiciones pre-profesionales que rigen en tan-tos puntos del continente hacen que las historias de la literatura latinoamericana no sean de nombres, sino de obras sueltas. Botellas al mar que tardíamente son recogidas, a veces tan tarde como para que sus autores hayan perdido toda espe-ranza de ser oídos, hayan visto quebrar la fe en sus capacidades y hayan cedido a

* Versión integral resultado del empalme de los textos transcritos de recortes del Archivo de Ce-peda Samudio: “Todos estábamos a la espera”, La Opinión cultural, Buenos Aires, 18 de marzo de 1973; “Ángel Rama escribe de Álvaro Cepeda”, Diario del Caribe, Barranquilla, 13 de mayo de 1973; “Todos estábamos a la espera de Cepeda”, El Tiempo. Lecturas dominicales, Bogotá, 14 de octubre de 1973.

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los oficios que la sociedad, según pensaba Mallarmé, impone a sus poetas. Pero no era así en el año 1950 cuando integraba el cenáculo de La Cueva, de Barranquilla, que García Márquez trasformara en literatura, junto con éste y Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor y el sabio catalán Ramón Vinyes, el hombre que había leído todos los libros. Entonces, la literatura era “el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente”, pero aún haciendo de ella una fa-bulosa “mamadera de gallo” para restarle toda prosopopeya y majestuosidad, en la literatura se podía vivir, gozar y morir cómodamente porque previamente se la había identificado con el decurso vital del cual era expresión no más augusta ni menos provechosa que otras gozosas actividades: amar, conversar, correr, ju-gar, soñar. Y de toda la literatura del mundo ninguna como la que escribían los norteamericanos, que si no tenían lectores en su país contaban en una ciudad de la costa caríbica con un devorador de textos y un difusor empecinado dispuesto a convencer a sus amigos de que allí estaba el camino para un arte nuevo, ese camino que veían bloqueado dentro de su país y hasta dentro de su lengua. En ese año de 1950 Cepeda retornaba de Nueva York, luego de pasar un año en los Estados Unidos, y su amigo y compañero, Gabriel García Márquez, salu-daba alborozado el retorno. Digamos desde ya que es imposible hablar de uno sin hablar del otro: no sólo por la amistad inalterable de tantos años fraguada en el inicial descubrimiento juvenil del arte y la literatura, sino también porque por debajo de las diferencias de temperamento y singularidad artística, es común en ellos un proyecto cultural que los vincula estrechamente y que tiene que ver con una concepción nueva de las letras que nació en su experiencia viva regional y transitó por etapas de crecimiento similar a la búsqueda de su cabal formulación estética. Decía entonces García Márquez:

Cuando Álvaro viajó a Columbia University, iba realmente empujado por un interés muy distinto al de hacerse un profesional del periodismo, aunque su apretada inteligencia le hubiera alcanzado para eso y para mucho más. Tengo la impresión de que iba, más que por cualquier otra cosa, por conocer la abiga-rrada metrópoli de Dos Passos y poder decir después si el autor de Manhattan Transfer era realmente el genio que parecía ser o un imbécil más en la millonada de imbéciles que debe de haber en Nueva York. Iba por conocer los pueblecitos del sur –no tanto del sur de los Estados Unidos como del sur de Faulkner– para poder decir a su regreso si es cierto que en Memphis los amantes ocasionales tiran por las ventas a las amantes ocasionales o si son esos episodios dramáticos patrimonio exclusivo de Luz de Agosto. Iba por saber si es cierto que hay por allá gente bestial, atropellada por los instintos, como las que viven en las novelas de Caldwell. O si existían hombres acorralados por la naturaleza, como Steinbeck.

Si Esteban Echeverría trajo en sus maletas, de regreso de Europa, a los román-ticos franceses, Álvaro Cepeda Samudio trajo a la narrativa norteamericana, de las más creativas y vigorosas que hayamos conocido en nuestro siglo, no sólo la de

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los maestros mayores como Dos Passos, Faulkner, Hemingway y el secreto Thomas Wolfe, quienes cambiaron la escritura universal, sino también la de los más recien-tes en esa fecha, como William Saroyan o Truman Capote, cuya novela Otras voces, otros ámbitos o sus cuentos (como “Myriam”) parecían escritos para que los jóvenes barranquilleros aprendieran a contar la vida de sus pueblos, a descubrir a través de ellos los personajes misteriosos que los rodeaban bajo el sol aplanador del trópico. No sabían entonces –no podían saberlo en el general desconocimiento latinoame-ricano– que de punta a punta del continente, de Juan Rulfo a Juan Carlos Onetti, había descubridores como ellos puestos a una similar tarea. En ese entonces la capacidad creativa de Cepeda Samudio parecía inagotable: los cuentos surgían con espontaneidad pasmosa entre uno u otro rapto deporti-vo o amoroso, y no alcanzaban las revistas disponibles para esa producción que parecía siempre atacada por una reverberación caliginosa: una imagen cercana o cotidiana se superponía a otras de bares neoyorquinos, insolentes mulatas se confundían con aquellas “mujeres que pasáis por la Quinta Avenida / tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida” que cantara Tablada. La oscuridad de estos textos deshilvanados resultaba propicia para resguardar un calor, una urgencia, una gesticulación confusa, la vitalidad del joven escritor luchando sin cesar con las resonancias de los textos literarios. Traducían la condición quizás definitoria de su personalidad: un soñador tratando de devorar la vida. Una parte, sólo una parte porque del material desperdigado en revistas podría hacerse otro volumen equivalente, pasó en 1954 a un libro que ilustró Ceci-lia Porras, que él tituló Todos estábamos a la espera y que Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas publicaron en una incipiente editorial de la Librería Mundo, en Barranquilla. Era la espera de una creación que fuera a la vez vida y memoria, una pesquisa del pasado que valiera como una apuesta sobre el futuro. Así lo vio el único escritor que en Colombia pueda haber merecido el nombre de crítico literario, Hernando Téllez, quien en una reseña periodística pidió a sus lectores que no olvidaran los nombres del escritor y del ilustrador: “porque hasta donde es críticamente posible establecer una garantía, o, digámoslo con más razonable humildad, un compromiso que es, al mismo tiempo, un deseo, con el futuro, esos dos nombres serán famosos”. ¡Qué período ése para la renovación de la literatura colombiana! Al libro de Álvaro Cepeda Samudio se había adelantado el primer volumen de Álvaro Mutis, Los elementos del desastre, con que se inauguraba una nueva poesía y ya estaba en prensa La Hojarasca de García Márquez quien en ese mismo año 1954 conquis-taba la primera consagración pública con su cuento “Un día después del sábado”. Las letras colombianas se modernizaban: una nueva cosmovisión que tenía sus raíces en la cultura analfabeta del litoral y en la apertura a la lección de la van-guardia literaria occidental, adquiría primacía nacional renovando los órdenes caducos de una cultura retórica y elitista.

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La nota más agresivamente ostentada, por el grupo de Barranquilla o cenáculo de La Cueva al que pertenecía Cepeda, fue la del anti-intelectualismo, donde puede detectarse tanto una carencia de bases culturales sólidas como la adopción del estilo vitalista que signaba a los escritores norteamericanos, salidos de la calle más que de las aulas, según entonces se publicitaba. Casi como una provocación decían preferir el deporte, la redacción de los pe-riódicos, la frecuentación de los burdeles, el cine, la vida pintoresca de los seres comunes y en todo esto iban entreverados verdad viva y literatura. En su crónica Germán Vargas certifica estos desplantes con ejemplos persuasivos:

Han sido reporteros de periódicos y creen que serlo es una de las mejores ma-neras de ser algo. Van al béisbol en Barranquilla y en Cartagena en el automóvil Mercury de Álvaro Cepeda, quien es corresponsal en Colombia de The sporting News de San Luis, Mo. USA, periódico considerado como la biblia del béisbol en el mundo. (Es muy posible que Cepeda prefiera ganar el título de “El chofer del año” y no El Premio Nacional de Literatura).

Cuando apareció el libro Todos estábamos a la espera, García Márquez, que se había constituido un espontáneo abogado defensor de esta nueva literatura, por razones de amistad, primero, pero por adhesión íntima al nuevo estilo que era también suyo, sobre todo, lo presentó con un alegato que mezclaba ambas mo-tivaciones y lo definía como una colección de “cuentos nostálgicos”. La calidad lírica de un soñador dentro de la realidad, con los ojos abiertos que atraviesan las imágenes presentes para depositarse en las de un pasado vivido, le permitía considerar que esos cuentos eran “un libro de pequeñas y humanas noticias de los Estados Unidos, escritas por un periodista que no tuvo dónde publicarlas a tiempo, ni tiempo para escribirlas a tiempo y que de tanto llevarlas adentro, atra-gantadas, le salieron revueltas con un maravilloso cisco de poesía. Y escritas en un tono de inocencia, con la perpleja candidez de quien está descubriendo el mundo todos los días, porque nunca ha podido o querido entender con claridad dónde termina el circo y dónde comienza la vida”. Pero cuando esto escribía, tanto bajo los pies del cuentista novel como del ocasional crítico, se había abierto una nueva instancia de la literatura de su patria, que era instancia hija de una sociedad desgarrada por la violencia, de tal modo que el juego circense o el lirismo nebuloso se tornaron bruscamente extempo-ráneos: la realidad se había puesto seria. Esta seriedad y aun este dramatismo lo aportaron escritores bogotanos, antioqueños, caleños, santandereanos, que ha-bían visto tierras y vidas zamarreadas por la guerra civil desencadenada en 1947, edificando una narrativa social sobre temas nacionales y contemporáneos. A ella tuvieron que dar respuesta los costeños imbuidos de lirismo, memoria, errátil, técnicas norteamericanas, urgencias vitales o eróticas y aficiones confusamente metafísicas y desde estos ángulos miraron y revisaron a su patria reconociéndose

con tal acto, miembros de la comunidad nacional y no sólo de un área que esti-maban marginada. Si a La hojarasca respondió El coronel no tiene quién le escriba, a Todos estábamos a la espera le contestó, en 1962, La casa grande (Bogotá, Ediciones Mito), cuyo planteo define bien las convicciones artísticas del autor, porque, siendo una obra integrable en la serie de las llamadas “novelas de la Violencia”, mantiene con éstas sensibles diferencias que le conceden un lugar aparte. En vez de enfrentar la violencia del presente con su repertorio vasto de atroci-dades, prefirió buscar la violencia en el pasado que sólo puede llegarnos a través de una narración mediatizada y lo encontró en su misma tierra cuando la huelga de los peones de la United Fruit en 1928 que constituyó la primera demanda sindical de tipo rural, reprimida sangrientamente por el ejército. En vez de ubicar la violencia en su inmediato anclaje político, prefirió hurgar en sus raíces sociales como un ejemplo del conflicto de clases, oponiendo temerosos peones a un des-pótico señor feudal. En vez de exponerla como un diagrama social, autónomo y objetivo, prefirió descubrirla como derivado de oscuras potencias de dominación que por lo mismo religaban las acciones a zonas profundas de la psicología. Por entre sus materiales desligados se introduce sin cesar un espacio lejano y un tiempo remoto que le confiere ese clima onírico que colinda con lo real como en las paramnesias. Pero contrastando con esa proyección, siempre reverberante en el plano textual, los materiales relucen con dispares tonalidades que son siem-pre de precisión y van del encadenamiento verbal riguroso de un diálogo entre soldados de alucinante lógica, a variados niveles de subjetividad que se devoran unos a los otros en una competencia de ambigüedad creciente; van de las viñetas ocasionales de dibujo muy nítido que contribuyen a la profundización social del conflicto debatido a los injertos documentales de una proclama militar. Había hecho una obra de arte en la que se mostraba fiel a sus orientaciones ar-tísticas iniciales pero en la que llegaba al máximo compromiso con las demandas de una nueva sociedad. Ya para entonces García Márquez había escrito, respon-diendo a la misma coyuntura del país, El Coronel no tiene quién le escriba. Estaban cumplidas las etapas primeras de un proyecto cultural que se desplegaba en el tiempo según las incitaciones sucesivas de la comunidad. Detrás de esta antítesis aguardaba el vasto campo de una síntesis que abarcara la totalidad del fenómeno cultural, proyectándolo a la dimensión mítica que propiciaban desde el comienzo las corrientes generadoras de esta literatura de los costeños. Ese paso lo darían, magistralmente, los Cien años de soledad, pero en Álvaro Cepeda sólo proporcio-naría, tardíamente, Los cuentos de Juana. No son sino un retorno desvaído, a las condiciones primeras de que había partido, descendidas a la trasmutación del fait diver cotidiano. Por momentos evocan las “Jirafas” juveniles de su amigo –que en algunos casos llega a glosar como en el hombrecito del Quakers Oats– aunque sin la tensión de la escritura de sus primeros cuentos. En otros casos, el impulso

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taumatúrgico de la realidad tropieza con los escollos de un humorismo que no hace chispa y que por tanto pesa y distrae. Puede pensarse que el tránsito de que hablamos, hasta ese más alto plano de la creación literaria, sólo podría alcanzarse a través de un rescate vigilante de los orígenes que sin embargo se compadeciera con esas virtudes de la edad adulta, como ser el tesorero permanente, duro trabajo artístico, el desarrollo de un pensamiento sistemático en torno a los significados. La proyección enriquecedora que redimiera la materia regional, la aceptación de la realidad y su articulación develadora, pero Álvaro Cepeda, que había construi-do la literatura de un soñador, fue la primera víctima de los espejismos del sueño.Sin haber llegado a esta culminación que todos esperábamos, no puede sin em-bargo olvidárselo. Él reside en La casa grande y ella tiene fuertes cimientos. No parece que ni las lluvias ni los temporales ni el tiempo puedan hacerla caer: está edificada sobre roca.

Jorge RuffinelliGabriel García Márquezy el grupo de Barranquilla*

La pobreza de la narrativa colombiana olvida sus raí ces en un lejano y borroso pasado, aunque muy pro bablemente entre las causas menos olvidables está la del aislamiento cultural, suerte común y no comunitaria de los países de América Latina. Por ese aislamiento –que se dio en la política, en la economía, en el len-guaje y en las artes– las formas en que perdura la fisonomía de un país llegaron a esclerosarse y a crear su propia cárcel sin muros. En el estricto espacio de la literatura narrativa, sin embargo, un foco principió por encender la hoguera allá muy lejana mente en 1950: se trataba de un grupo de amigos, ni siquie ra un cená-culo o un movimiento o una revista. Simplemente un grupo de amigos díscolos, bohemios, que compartían en el Café Happy de Barranquilla vino y mujeres, y en la libre ría “del sabio catalán” (como recuerda bien Cien años de soledad)** la riqueza de la literatura. Estos jóvenes sufrían también esa cárcel sin rejas, esa abo tagante realidad mediocre que no condecía con la lujuriosa y restallante realidad tropical, y fue por eso (lo cuenta asimis mo Cien años de soledad) que todos ellos se fueron, con

* En: Jorge Ruffinelli, Crítica en marcha [1979], México, Premia Editora, 1982, pp.46-58.** Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Buenos Aires, Sudamericana. 1972, 30a. ed., p. 324.

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diferencia de pocos meses y respondiendo a diferentes estí mulos, bajo la mirada cada vez más sabia y mítica del viejo Ramón Vinyes.* Hacia 1950, cuando apenas contaban más de veinte años, estos jóvenes estaban enfrentados a una tradi ción literaria poblada escuetamente con algunos islotes. Uno de ellos era Jorge Isaacs, quien en 1867 había llegado al apo geo del romanticismo con María y dado ori-gen, sin proponér selo, a toda una serie de novelas lacrimógenas que por su peso espurio ocultaban la transparencia y los valores de la obra primigenia, aquella ele-gía idílica donde amor y muerte se mezclaban en la escenografía de la cordillera central con los efluvios indianistas del romanticismo de Chateaubriand. Si María fue el hito novelístico del siglo XIX en la litera tura colombiana, el XX parecía esperar una nueva obra capi tal desde sus primeras décadas, y ésta la dio finalmente José Eustasio Rivera con La vorágine. La vorágine fue el gran exponen-te americano de la “novela de la tierra”, en 1924. Re veló todavía algunos coletazos del romanticismo pero funda mentalmente se orientaba hacia el realismo para na-rrar la his toria exasperada de un poeta y de su amante que huyen de la burguesía bogotana y se pierden en la selva luego de mu chas vicisitudes. La novela termina con la frase imborrable y mil veces citada “Se los tragó la selva”- que encuadra toda una concepción de la literatura como testimonio de la desi gual batalla del hombre americano contra su naturaleza, contra un medio ambiente que aún no ha podido hacer habi table y propio. No es casual que Horacio Quiroga, otro “selváti-co” aunque en su caso un auténtico robinson de las Misiones, dijera en 1929 (“El poeta de la selva”) que Rivera poseía un aliento épico como ningún otro novelista hispano americano.** Estas dos novelas separadas por casi seis décadas, consti tuían hasta 1967 (Cien años de soledad), los hitos fundamen tales de la narrativa colombiana. Tal vez por azar, o por un azaroso determinismo, ni Isaacs ni Rivera publicaron otra vez libros narrativos.

Los “cuatro discutidores” (como los llamará Cien años de soledad) se enfrentaban no sólo a la carencia de una autén tica y nutricia literatura nacional, sino también a un concep to vetusto del lenguaje y a una situación política de gran zozobra. En cuanto al lenguaje, la influencia y la defensa pertinaz del casticismo aplasta-ron buena parte de la literatura colombiana sustituyendo el “decir” por el “buen decir”, la “literatura” por la “literatura bien escrita”. Caracterizadas por la falta de comunicación con otras zonas y culturas, la lengua y la literatura de Colombia conservaron por mucho tiempo la idea de un español puro, intocado, la lengua

* Entonces “profesor en un colegio de señoritas y algo así como el patriarca del grupo” (Mario Vargas Llosa, García Márquez. Historia de un deicidio, Barcelona-Caracas, Barral, Monte Ávila, 1971, p. 36)

** Horacio Quiroga, Sobre literatura, Montevideo, Arca, 1972.

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madre de los conquistadores entronizada en la propia ideología. Desde esa pure-za, desde esa intocabilidad, desde ese casticis mo, se juzgaban las obras literarias, se determinaba qué estaba bien o mal escrito. Las pautas no surgían del pueblo, del habla sabrosa y vocinglera de las gentes, sino del Diccionario de la Real Aca-demia y de las reglas prescritas por los académicos y gramáticos colombianos. Rufino José Cuervo (1844-1911) que dejó encamado su magisterio en el ac-tual y sobreviviente Instituto Caro y Cuer vo de Colombia, resultó la síntesis de toda esta concepción y representó el freno para el impulso populista o creador, el freno para los escritores enfrentados a optar entre una lengua popular pero degra-dada y sin prestigio y un casticismo muy ajeno -muy alienante- a su finalidad ar-tística y a la realiza ción de su visión del mundo. Nicolás Suescún recordó en 1969 la influencia de esta pureza idiomática: “Ya en el siglo pasado, el lingüista Rufino José Cuervo anunciaba tal vez al observar la creciente diferencia entre el lenguaje hablado y el literario, una evolución del español similar a la del latín. Sos pechaba que en unos pocos años ya nadie iba a entender a los incultos y arremetía contra los corruptores del castella no”.* Contra esta orientación nefasta reaccionaron los ami gos barranquilleros, y es por eso que uno de ellos, Gabriel García Márquez, abjuró de la primera edición de La mala hora, publicada en España, porque un corrector pretendió restituir a la “lengua madre” las incorrecciones del nove lista.** La situación socio-política no resultaba menos asfixiante y reaccionaria, y aún palpitaba el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán que dio irrupción al Bogotazo de 1948. Después de quince artos de gobierno liberal, el partido se había escin dido, sufriendo la derrota en las elecciones de 1946 ante los conservadores, pero el lento reacomodo de fuerzas que siguió al colapso prometía el triunfo del sector popular con Gaitán, en las siguientes elecciones. Pese a militar en uno de los par tidos tradicionales, Gaitán era un hombre muy cercano al socialismo y por lo tanto resistido por los conservadores y temido incluso por el ala moderada de su propio partido. El período de la Violencia colombiana venía desde el propio origen de las facciones, pero el 9 de abril de 1948 un nuevo hito fundamental revirtió cruentamente en la vida nacional y en la propia literatura. Ese día Gaitán fue asesinado en plena calle, y su muerte provocó la asonada popular, la ira desa-tada que barrió en tres días tres mil vidas humanas. El Bogotazo no tuvo sin embargo como resultado el derrocamiento del par-tido conservador sino aun mayor represión. Cuando una comisión legislativa in-tentó comprobar la injerencia del gobierno en la muerte de Gaitán, el gobierno

* Nicolás Suescún, Trece cuentos colombianos, Montevideo, Arca, 1970, p. 17.** “La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió

cambiar ciertos términos y almido nar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad” (Gabriel García Márquez: La mala hora, México, Era, 1972, 5a ed., nota).

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dio golpe de estado y disolvió el parlamento. Es que en to dos estos años, visible e invisible, la sombría figura de Lau reano Gómez gravitaba poderosamente en la vida política colombiana, ya fuera desde su prédica periodística como des de el escaño presidencial durante los dos periodos en que le tocó desarrollar su odio violento hacia los liberales y mani festar su patología personal (se reconocía y se hacía llamar “el Monstruo”) en 1953, después de Gómez, Gustavo Rojas Pinilla retomó una tradición política basada en la demagogia e inició su gobierno con una serie de medidas populares que con sagacidad ignota por sus antecesores logró solucionar el problema de las guerrillas producidas en el periodo álgido de la Violencia. Rojas aplicó el lema “cambiar armas por tierra”, y ese lema tuvo por resultado la gradual desaparición –durante un periodo, es cierto– de la gue-rrilla campesina. Posterior mente, al mismo tiempo en que el gobierno adquiría formas cada vez más duras y dictatoriales, los jefes de los partidos conservador y liberal de exilio, a su turno, en España- es tablecieron una alianza consistente en alternarse en el poder y así compartirlo. De este modo las siempre inexistentes di ferencias ideológicas entre ambos partidos (las diferencias radicaban en los in-tereses económicos y en la estructura feu dal y nepótica del poder) se mostraron a la luz. La amarga ironía de García Márquez en Cien años de soledad poseía allí una comprobación básica; en efecto, la única diferencia entre liberales y conservado-res radicaba en que los liberales iban a misa de cinco y los conservadores a misa de ocho.

La época de la Violencia generó en Colombia una novelística de la violencia. Si bien esta última emergió tumultuosamente a partir del Bogotazo y pareció no detenerse ya hasta los años recientes, el periodo que ilumina y documenta no es sólo el estrictamente contemporáneo a su escritura. Va algo más atrás, a la época de auge y decadencia de las compañías bananeras y del imperio de la United Fruit Company en el país; va a 1927 (año en que nació Gabriel García Márquez) cuan-do el ejército aplastó a los obreros del banano causando la tristemente célebre matanza del 28 que con igual fuerza expresiva han reflejado La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio y Cien años de soledad de García Márquez, como símbolo inexpiable de ese tiempo. Decenas de novelas brotaron al impulso de la indignación; la mayoría de ellas sucumbieron al mero afán documental y a la pobreza expresiva. La novela de la Violencia tuvo como finalidad testimoniar un periodo turbulento, pero la buena intención no sustituyó al talento. Tal vez el conformismo subyacente en el solo mostreo de la realidad, sin que se in tentara interpretarla, el hecho de no ir más allá de la denun cia cuantitativa y efectista de un realismo maniqueo, ex plican en buena parte, si no en toda, las razones de su me dianía. Lo que en ese contexto habría que preguntarse es si García Márquez no inserta su obra en este ciclo de violencia. Si sus novelas no son, también, “novelas de la Violencia co lombiana”.

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La hojarasca apareció en 1955, casi al mismo tiempo que otras novelas inequí-vocamente pertenecientes al ciclo de denuncia. El coronel no tiene quien le escriba se pu blicó en 1958, y de esa misma época son varios cuentos des pués incluidos en Los funerales de la Mamá Grande (1962). así como la primera edición de La mala hora (1961). Creo que es preciso reconocer no que estas novelas y cuentos per tenecen a la orientación estética de la “novela de la Violen cia” pero sí que en todas ellas se manifiesta una violencia latente pero violencia al fin. La hojarasca está escrita sobre una estructura de tensiones sociales y sicoló-gicas. Es la violencia agazapada del pueblo que odia al médico muerto y la que deben vencer los perso najes decididos a enterrarlo. El coronel no tiene quien le es criba es asimismo un impecable ejercicio de tensiones, y des de su mismo título manifiesta la intensidad de la espera inú til que al final va a resolverse en una ex-presión liberadora y cargada precisamente de toda la violencia acumulada en los personajes. Por último, La mala hora es otro ejemplo impla cable de la violencia escondida que aflora como por la pre sión de los propios hechos ocultos. La vida de ese pueblo provinciano, lejos de ser pacífica, o incluso pese a su aparien cia pa-cífica, está asentada sobre volcanes: secretos, historias vergonzantes, hechos que empiezan a revelarse, anónimos que encauzan por vía indirecta los impulsos del odio y de la ne cesidad de justicia. De modo que no puede separarse radicalmente la narrativa de García Márquez de todo este proceso. En él está inserta aunque no describa la violencia desatada ni cuente por cien tos a sus muertos. La originalidad, la trasmutación del tema, la valoración de sus estructuras literarias que lo diferencian pese a todo de la di-cente “novela de la Violencia”, radican en una serie de matices fundamentales, de posturas creativas e ideológicas propias de la modernidad asumida por el grupo de Barranquilla contra sus tradiciones artísticas pero sin dar nunca la espalda al país. Al rechazar la propuesta artística de esta novela, han encontrado otras pos-turas y otras propues tas. La teoría se fundamentó en una praxis propia. “Surge en Colombia lo que se ha dado en llamar la Violen cia” explicaba García Márquez a Ernesto González Bermejo en 1970.* “Y en ese periodo de la Violencia política, que fue la violencia organizada desde el poder, los conservadores arrasa-ban pueblos con poblaciones enteras; armaban a los policías y el ejército, y a sus partidarios, para aterrorizar a los liberales, que eran mayoría, y poder mantenerse en el po der. Ese momento de la Violencia tuvo tal impacto entre quienes todavía no eran escritores en Colombia, muchos de ellos testigos de dramas terribles de violencia, que sintieron la necesidad de contarlo y entonces aparecieron, en me-nos de cuatro o cinco años, más de cincuenta novelas que es lo que se llama ahora la novela de la Violencia en Colombia. En realidad más que novelas son testimo-

* Ernesto González Bermejo, “García Márquez: ahora doscientos años de soledad”, Triunfo, n° 441, Madrid, 14 de noviembre de 1970.

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nios inmediatos tremen dos, en general mal escritos, o escritos apresuradamente, con muy poco valor literario pero que tienen la enorme ventaja de ser un material que está ahí y que, en cualquier momen to, una vez sedimentado, va a servir de mucho para conocer toda esa época”. El juicio negativo –desde la perspectiva literaria– que emite García Márquez sobre estas novelas no está en tela de juicio; existe un consenso sobre la ineficacia artística de estas obras, en bloque. Por eso interesa la distinción que establece el propio escritor entre sus propósitos y los propósitos de esta literatura, es decir su propia separación de aguas. Refiriéndose a su literatura posterior a La hojarasca. García Már quez señala: “Decidí acercarme más a la actualidad del momento co-lombiano, y escribí El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora. No escribí lo que realmente o exac tamente se pueda llamar la novela de la Violencia por dos motivos: uno, porque yo no lo había vivido directamente, yo vivía en la ciudad; y dos, porque yo consideraba que lo im portante literariamente no era el inventario de muertos, ni la descripción de los métodos de violencia, que era lo que los otros escritores hacían, sino que lo que me importaba era la raíz de esa violencia, los móviles de esa violencia y, sobre todo, las consecuencias de esa violencia en los sobresalientes”.*

Algún tiempo antes de que Aureliano Buendía logre descifrar los manuscritos y la “ciudad de los espejos” sea arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres, ce rrando el ciclo de los Cien años de soledad, la novela cuenta las relaciones amistosas de Aureliano y los “cuatro discutidores” que conociera en la librería del sabio catalán “encar nizados en una discusión sobre los métodos de matar cuca rachas en la Edad Media”. Se llamaban Álvaro, Germán, Alfonso y Ga-briel, y Aureliano hizo aun mayor amistad con el último ya que su antepasado el coronel Aureliano Buendía había sido “compañero de armas y amigo inseparable” del bisabuelo de Gabriel, Gerineldo Márquez. Esta historia inter na de Cien años de soledad restituye la novela al campo au tobiográfico y calca la historia de la amistad de los barranquilleros: Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Alfonso Fuen-mayor y Gabriel García Márquez combinaban las sesio nes “despotricadoras” en la librería del catalán Vinyes con la vida bohemia, prostibularia, nostálgicamente úni-ca y perdida, que sólo se conserva en imágenes festivas o tragicómicas: la llegada de Álvaro a la librería “pregonando a voz en cuello su último hallazgo: un burdel zoológico” o el intento incen diario de Germán en la mancebía de las “muchachitas que se acostaban por hambre”, en los arrabales de Macondo. La historia real aparece asombrosamente reproducida por la historia noveles-ca. El viaje de Cepeda Samudio a los Estados Unidos, el viaje de García Márquez

* Ibidem.

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a París, la cohesión del grupo en torno a las lecturas orientadas por Vinyes, el espíritu exaltado y juvenil de los años cincuenta. El grupo buscó una filosofía del vitalismo antes que de la intelectualidad, pero el desfase aún se dio en los primeros cuentos de García Márquez (inspirados por Kafka y por Faulkner) si bien estaban anunciando de todos modos la necesidad de una nutrición cultural moderna, que apeteciera, aceptara y se nutriera de toda la literatura nueva de Eu-ropa y los Estados Unidos. La actitud primera, básica, del grupo de Barranquilla fue, pues, el rechazo de las formas nacionales y tradicionales obsoletas (aunque admitían y veneraban a algunas figuras cercanas a su espíritu: es el caso de José Félix Fuenmayor, el gran cuentista de Muerte en la calle, y es también el caso de Jorge Zalamea cuyo El Gran Burundún Burundá ha muerto influyó directamente sobre Los funerales de la Mamá Grande), y el reclamo de nuevas formas que debían introducir en su literatura –y en la literatura colom biana– para enriquecerla. De los “cuatro discutidores”, Álvaro Cepeda Samudio fue sin duda el pri-mero en destacarse, el primero en adquirir una estatura moderna y lograr un estilo valioso y representativo. Fue él también quien introdujo la nueva literatura norteame ricana y quien lideró en buena parte la actitud vitalista del grupo. En 1954 publicó su primer libro de cuentos –Todos estábamos a la espera– que reveló notoriamente el influjo de la escritura anglosajona a través de escritores como Saroyan o James Joyce, así como su siguiente libro, la espléndida novela La casa grande, mostraría sus débitos a la escuela periodística de Hemingway y Steinbeck. Su último libro, publicado poco tiempo antes de su muerte Los cuentos de Juana (1972), está constituido de prosas débiles, en que la poderosa invención juvenil acabó agostándose. Es La casa grande la novela fuerte, rotunda, que da el tono de la urgencia renovadora y que acapara, como en el caso de García Márquez, más las tensiones que las acciones de la Violencia colombiana. Ya La casa grande, como cuatro años después El coronel no tiene quien le escriba, demues tran la fuerza de la sugestión literaria y la anti-retórica, que llegaban precisamente hasta la costa atlántica desde los Estados Unidos. Las primeras influencias (Kafka, el absurdo, el feísmo y el grotesco pour épater le bourgeois, incluso el intelectualismo faulkneriano) se tro-caron por formas tersas e intensas del contar. Álvaro Cepeda Samudio viajó en esos años a los Estados Unidos y a su regreso (dice Ángel Rama en un excelente ensayo publicado a raíz de la muerte de Cepeda) “como Echeverría traía en sus maletas el romanticis mo, Cepeda Samudio traía en sus maletas la literatura nor-teamericana”. Una literatura que lo marcaría a él pode rosamente, pero no menos, también, a García Márquez. Narra Cien años de soledad: “Álvaro fue el primero que atendió el consejo de abandonar a Macondo. Lo vendió todo, hasta el tigre cautivo que se burlaba de los transeúntes en el patio de su casa, y compró un pasaje eterno en un tren que nunca acababa de viajar. En las tarjetas postales que man daba desde las

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estaciones intermedias, describía a gritos las imágenes instantáneas que había visto por la ventanilla del vagón, y era como ir haciendo trizas y tirando al olvi-do el largo poema de la fugacidad: los negros quiméricos en los algodonales de Luisiana, los caballos alados en la hierba azul de Kentucky, los amantes griegos en el crepúsculo infernal de Arizona, la muchacha de suéter rojo que pintaba acuarelas en los lagos de Michigan”.* Este fragmento de García Márquez resulta finalmente un pastiche de su propia prosa periodística, hay en él la misma concepción fragmentaria, aditiva, impresio-nista que en la crónica publicada en El Heraldo de Barranquilla en 1950 a propó-sito del viaje de Álvaro Cepeda Samudio: “Cuando Álvaro viajó a los Estados Unidos, iba empujado por un interés muy distinto al de hacerse un profesional del periodismo, aunque su inteligencia le hubiese servido para eso y mucho más. Tengo la impresión de que fue, más que por cualquier otra cosa, por conocer la abigarrada metrópoli de Dos Passos y poder decir, después, que el autor de Manhattan Transfer era realmente el genio que parecía ser, o un imbécil más en la millonada de imbéciles en Nueva York. Iba más que nada por conocer los pueblitos del sur, no tanto del sur de los Estados Unidos como del Sur de Faulkner, para poder decir, a su regreso, si es cierto que en Memphis los amantes ocasionales tiran por la ventana a las amantes ocasiona-les, o si sólo eso es un episodio dramático, patrimonio exclusivo de Luz de agosto. Iba para saber si es cierto que allá hay gente bestial atropellada por los instintos como los que viven en las novelas de Caldwell o si existían hombres acorralados por la naturaleza, como Steinbeck”. El fragmento (tanto el real como el ficticio) tiene una doble utilidad: señala la dirección desde donde estaba lle gando el concepto y la práctica de una literatura nueva que marcaría un segundo periodo de la obra de García Márquez (El coro-nel…, La mala hora), y por otro lado contrasta, con la referencia a Faulkner y a Luz de agosto, su afirmación, muchas veces citada, de que no había leído al escritor sureño antes de escribir La hojarasca y que lo hizo a instancias de la observación crítica sobre las presuntas influencias faulknerianas. Lo que más importa no es esto último, claro está, sino su valor como índice de lecturas y de concepción del mundo, parejas para el grupo de Barranquilla aunque mejor encarnadas en los dos narradores: Cepeda Samudio y García Márquez. Posteriormente, este último aún evolucionaría hacia otras formas literarias. Del intelectualismo libresco del comienzo (los cuentos del periodo 1947-1952) pasó al vitalismo y a la escritura escueta de la corriente norteamericana, pero no quedó ahí. Él mismo le expresó a González Bermejo cómo había pasado a la escritura imaginativa, exuberante y mítica de Cien años de soledad: “Lo que pasa es que se

* Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, op. cit., p. 339.

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me abrió una idea más clara del concepto de realidad. El realismo inmediato de El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora tiene un radio de alcance, pero me di cuenta de que la realidad es también los mitos de la gente, es la creencia, es su leyenda, que no nace de la nada, es creada por la gente sobre su historia, con su vida cotidiana, e intervienen en sus triunfos y en sus fracasos. Me di cuenta de que la realidad no era sólo los policías que llegan matando gente, sino también toda la mitología, toda la leyenda, todo lo que forma parte de la vida de la gente y todo eso hay que incorporarlo”.* No es éste un retorno al primer ciclo intelectual porque el mito no es observa-do o analizado desde una perspectiva superior o paternalista; no es siquiera anali-zado, sino vivido, encamado en la escritura. García Márquez rescata los elemen tos imaginativos populares y los vierte y recrea en su literatura sin depreciarlos, al contrario, manteniéndoles la misma temperatura, la misma verosimilitud. Que él era consciente de su actitud, lo muestra Cien años de soledad cuando Aureliano conoce a los “cuatro discutidores”. La novela cuenta cómo entabló una mayor amistad con Gabriel, pues “la noche en que él habló casualmente del coronel Au-reliano Buendía, Gabriel fue el único que no creyó que se estuviera burlando de alguien”. Es esa atención igualitaria, mimetizada con naturalidad; ese respeto y su vivencia de los mitos populares y de la imaginación de la gente, lo que permitió a García Márquez encontrar una escritura espontá neamente mítica (a diferencia de Borges), y escribir Cien años de soledad. Y la credulidad en su propia fantasía, la potenciación de lo mítico en lo real, es lo que lo separa radicalmente, por ejem-plo, del género fantástico. La fantasía no irrumpe con escándalo y sorpresa en la realidad. Es realidad, es un elemento más del mundo cotidiano. De todos modos, para llegar a esta concepción y a esta escritura aún habría de pasar el tiempo, y esa instancia del proceso no corresponde estrictamente al año 50 ni a la historia del grupo costeño. Lo que el grupo de Barranquilla logró, lo que estos aspirantes a escritores consiguieron en los primeros años de la década del cincuenta fue la primera liberación. Liberación de las estructuras verbales y lingüísti cas encerradas en el vetusto concepto del español “puro”; liberación de una narrativa urgida por la realidad social y política del país, mediatizada por esa misma urgencia en formas sólo documentales y envejecidas ya desde su naci miento; liberación de una cultura paupérrima, sin tradiciones nutricias, que aún seguía las pautas de María o La vorágine sin revisar su vigencia; liberación, finalmente, de los medio cres esquemas nacionalistas que han frustrado a genera-ciones enteras de escritores latinoamericanos por el aislamiento y el cultivo de las autoctonías mal entendidas y del provincianis mo. Esa fue la labor involuntaria del grupo de Barranquilla, una labor, paradojalmente, que se justifica en retrospectiva

* González Bermejo, op. cit.

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porque existe Cien años de soledad, y porque ésta ha superado todos los pronósti-cos de la “fortuna literaria” y ha accedido a una fama insólita por lo extensa. Dado el homenaje que hace al grupo la novela en sus últimas páginas y dada su propia importancia cultural, iluminadora, ese grupo y esos años adquieren relieve como una etapa necesa ria en el desarrollo de un gran escritor. De no haber escrito Ga-briel García Márquez Cien años de soledad, esto sería simplemente una anécdota, gris y perdida, en las historias de la literatura.

Ramiro de la EspriellaEl hombre Cepeda*

Siempre he creído que en el grupo de Barranquilla había dos personas que no son como parecen: Cepeda y Gabito. Álvaro mucho más irreal que Gabito. Como interpretando su propio papel, pese a su espontaneidad, porque era su manera, extrovertida y cordial, de demostrarle a la gente que los valores que la gente respeta, sus reglas y su abyección, nada tienen que ver con el mundo sino con la cobardía. Cepeda se extremaba, dislocado interiormente, y escribía sin sentarse, de un lado a otro, como caminaba, dando gritos, y provocándose inter-jecciones, porque así creía él que asustaba desde afuera a la gente hasta lograr que perdiera su susto de adentro. Era un ser irreal que quería engañar su propio pavor, y que a veces a fuerza de tanto gritar parecía totalmente callado. Estoy plenamente seguro que nadie lo entendió nunca, y quienes fuimos sus amigos antes de su exportación “cachaca” acaso lo entendimos menos que los otros. Por eso resulta tan desvertebrado su idioma –vértebra en el sentido de continuidad, no de hueso–, porque cal si tenía, tan a saltos, y lo que le asoma, en la punta de sus relatos es lo que no se ve: la sorpresa interior, contenida, el pasmo del hombre que ni a sí mismo se encuentra y que por eso crea una atmósfera de la fantasía –la fantasía irreal de su vida– para aislarse inmerso en lo que no logra aflorarle de adentro. El suyo es un lenguaje que no se pronuncia. Y desde Todos estábamos a la espera hasta lo que he alcanzado a leerle de Los cuentos de Juana lo mejor de lo que está pensando, de lo que siente, no queda escrito. Alguien debió enseñarle, o lo intuyó, que las palabras tienen un significado que va mucho más allá de su propia textura. Por eso sus libros, buena prosa hablada, no se pueden leer, no es posible leerlos. Hay que dejarlos andar, entreabiertos, mientras se les busca for-

* En: Suplemento del Caribe, Barranquilla, 16 de octubre de 1977, p. 8.

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ma y contenido a cada frase. Es el único autor que yo conozca que puede pensar gritando. Lo que sucede con el diálogo de los soldados es eso, y con una crónica que escribió en el Diario del Caribe sobre una visita del entonces presidente Lleras Restrepo, a la Costa. ¿Había otro Cepeda dentro de él mismo? ¿No un ser represado sino espon-táneamente silenciado? Muchos de sus amigos de afuera considerarán esto una blasfemia. Pero Álvaro caminaba por dentro. Era más fuerza subyacente que po-der vivo. Distancia entre el yo expresado y la dolencia íntima: el corazón que se resiste, el pavor de lo inexpresado, la multitudinaria soledad.Recuerdo siempre, en medio de lo más álgido del momento, por ejemplo, una his-tórica asamblea de accionistas de Bavaria, aquel: “Bueno, vámonos a bebé”, como si el tema agotara al hombre y el hombre experimentase la necesidad inaplazable de volver a ser él mismo, sujeto de sus propias reacciones ni siquiera atado a su destino de ser vivo. Lo de menos era la peluca y las sandalias. Cualquiera puede usar esas vainas y no pasa nada. La peluca y las sandalias admiraban porque también las llevaba por dentro. En realidad no las vestía: dejaba que se les vieran. De allí en adelante ya Álvaro tenía suficiente para el gasto social, y la gente podía tragarlo entero sin necesidad de explicárselo. Era su manera impensada, espontánea, de curarse en salud de toda restricción ambiental, de la seriedad y la hipocresía. “Maestro –me decía– eche, ellos creen que el chaleco es pa’ no reírse”, y saltaba a otro grupo a que se lo bebieran, “porque a la gente le gusta el ron regalao”, agregaba. Como todo hombre de verdad era un niño: sentimental y malcriado. Un niño hecho de soledad. Rodeado de juguetes por todas partes: sus amigas, sus amigos, el mundo artificial de nuestros literatos, los acordeones, la mari huana que fuera, tanto trago y tanta gente que no deja beber como es. En los últimos cuatro o cinco años muy poco pude hablar de verdad con él. Como cuando, por ejemplo, íbamos a beber ron caña y a comer pescado al Barrio Abajo de Barranquilla. Ya Alfonso Fuenmayor era quien ha seguido siendo un maestro de la literatura universal; y Germán Vargas pontificaba casi en silencio; Gabito, demasiado pálido y barroso para que la gente creyera en él, se acercaba al grupo con el mamotreto en agraz de sus novelas, y pasaban Emiro, y Luis y el mecánico, y la puta, y todos interve-nían con sus opiniones en el diálogo, y nadie sabía más que nadie, y todo mundo sospechaba que el otro era un pendejo, y el pontífice él. La única autoridad que nos callaba era Alejandro Gutiérrez Ripoll porque en ocasiones nos desentrañaba, sin proponérselo, la esencia del derecho, y de eso no sabía ni siquiera yo, que era Juez 89 de Policía de Barranquilla. Lo demás era hablar como se debe: porque sí… Recuerdo que un día leímos en una cantina, de un tirón, “El Diablo y el buen Dios”, de Sartre, y sostuvo que eso era “igualito” a Barranquilla, y que en el Barrio Chino había unos personajes así, sólo que eso no podía escribir allá porque el

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doctor Juan B. Fernández no dejaba que se publicara en El Heraldo. No sé si esta actitud influyó en la fundación del Diario del Caribe, pero lo cierto es que desde sus columnas Cepeda no habló jamás ni de literatura ni de pornografía sino que se dedicó a escribir editoriales y notas sobre la ciudad y la Costa, a despertar un sentimiento aletargado en la soledad del ocio. Se convirtió, así, en un campanero del espíritu cívico, y si no abre muy bien los ojos, lo habrían podido elegir en cualquier momento concejal de Barranquilla con los votos de los señores y las mujeres tristes y alegres… Tengo, sin embargo, la sospecha de que Álvaro era un hombre serio y respe-tuoso, consciente de las jerarquías, y en el fondo de su rebeldía un ser obediente. Sólo que no se guiaba sino por su propio carbón. Cuando el presidente Lleras Restrepo quiso amedrantar a los nuevos dueños de Bavaria e irrumpió desde la televisión contra las normas anacrónicas del Código de Comercio, el grupo Santo Domingo montó guardia en el número 455 de Residencias Tequendama. Allí be-bíamos, caminábamos y pensábamos du rante todo el día los asesores del momen-to y los amigos. Cepeda, como siempre, discurría a brincos, el vaso en la mano, y de medio arriba desnudo. Sonaba el teléfono. Era don Mario, que llamaba a Cepeda desde Barranquilla. Álvaro corría al closet, sacaba una camisa, se la ponía, y luego respondía, responsable y serio: “Don Mario, el equipo está completo, todo está listo, tranquilo, don Mario…”. Volvía al closet, se quitaba de nuevo la camisa, y continuaba gritando. Lo que yo tengo de Álvaro Cepeda no es un recuerdo consciente sino afectivo. Para halagarme me decía, a veces, que era comunista, cuando ya yo no quería oír hablar de eso. Como siempre coincidíamos en decir quién escribía bien y quién no sabía hacerlo, nos pusimos silenciosamente de acuerdo en no comentar a los autores colombianos que salen en las páginas literarias. Me enseñó a leer a Saro-yan, pero jamás pudo obligarme a entenderme con Truman Capote. Nos respeta-mos siempre nuestras amigas, y nos reíamos de las mismas cosas. Cepeda comienza hoy a ser un mito. El alto mito de la amistad y la inteligencia. Ese mito crecerá aunque nadie ayude, porque es un mito cierto. La certidumbre del mito no le viene del ser sino de la audiencia anhelante que lo espera. Y hoy Álvaro Cepeda se hace más necesario que nunca.

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Alfonso FuenmayorÁlvaro Cepeda Samudio (1926-1972)*

Ese día de un “octubre asordinado y lento” el teléfono timbró a una hora inusita-damente temprana. La voz que hablaba era la de Pacho Posada y el mensaje que transmitía muy breve y muy triste: “Álvaro murió en Nueva York.” Ese era todo. Pero no, no era eso lo que esperábamos. Era el 12 de octubre de 1972.Álvaro Cepeda Samudio había nacido cuarenta y seis años atrás en Barranquilla, no lejos de mi casa. Recuerdo a su padre, don Luciano, un hombre culto que a veces se detenía a hablar con el mío. Casi siempre el tema de sus conversaciones se relacionaba con lecturas comunes. Me parece que para entonces tenían entre manos los libros de Anatole France y Eça de Queiros. Muerto don Luciano, Álvaro que quedaba huérfano a muy temprana edad, se fue con su madre, doña Sara Samudio de Cepeda a Ciénaga. Allí vivieron algunos años de bachillerato y para mí era casi un desconocido. Con mucha timidez y un poco llevado de la mano de Germán Vargas, Álvaro empezó a frecuentar al Café Colombia. Para ese entonces estaba actuando en el Teatro Colón una compañía española con un repertorio que, básicamente, era Malvaloca, La Malquerida, Morena Cla-ra. Lo más audaz que montó, dígame usted, fue Usted tiene ojos de mujer fatal de Enrique Jardiel Poncela. Yo escribí una nota diciendo que ese era un teatro old fashioned. Por la tarde, Álvaro en el Café Colombia dijo que no estaba de acuerdo con mi apreciación. Aquello se hubiera vuelto una discusión de todos los diablos si don Ramón no hubiera intervenido para, con mucha amabilidad y mucho tacto, decirle a Álvaro que aquel teatro estaba mandado a recoger. Las lecturas que Álvaro había hecho no sugerían lo que él iba a ser, a represen-tar con el tiempo: mucho Pereda, mucho Blasco Ibáñez, mucho Palacio Valdés y Valera y algo de Pérez Galdós. Estaba intoxicado de Azorín. Cuando más adelante atendía una sección en El Nacional la llamó “En el margen de la ruta”, como se ve era un batiburillo azorinesco. Después vinieron otras lecturas: Faulkner, Steinbeck, Hemingway, Joyce. Ten-go la impresión de que no le gustó mucho Virginia Woolf. Después pasó un par de años en los Estados Unidos (Ann Arbor y Nueva York) lo que le permitió con-solidar sus conocimientos de literatura norteamericana con la adición de Truman Capote. Nunca entendí su predilección por William Saroyan. Después vinieron los cuentos, sus cuentos. A mi modo de ver donde está el mejor Álvaro, siendo el tono desigual. ¿Como relacionar “El piano blanco” con “Nuevo intimismo” o con “Tap-Room”?

* En:Suplemento del Caribe, n° 298, 14 de octubre de 1979.

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Hay que lamentar que Álvaro no hubiera tenido paciencia. Quería hacerlo todo rápidamente y a la perfección. En algunas ocasiones lo logró, pero no es lo corriente, no es lo normal. Al escritor, como dijera Anatole France, no le dicta sus libros el Espíritu Santo. La casa grande es un buen libro que contiene de la mejor literatura. Sin embargo, se debilita un poco porque en ese libro hay dos novelas. El periodismo y la narrativa le deben mucho, muchísimo a Álvaro Cepeda Samudio, quien contribuyó con conocimiento a renovar aquél y ésta, sacándola de moldes convencionales y ñoños. Cuando leo por ahí algo que ha escrito uno de nuestros jóvenes promesas me doy cuenta de que ello ha sido posible gracias a Álvaro, quien predicó con el ejemplo y quien, por sí mismo, orientó a los confusos, le dio claridad a los aturdidos. Álvaro es un auténtico valor de las letras a pesar de que su vida en gran parte estuvo bajo el signo de la dispersión. Álvaro quiso ser pintor, quiso ser músico, quiso ser director de cine y estos conatos le restaron tiempo y energía para lo que estaba óptimamente dotado para la literatura. No se puede hablar de Álvaro escritor sin recordar al Álvaro hombre. Qué simpatía, qué bondad, qué generosidad. Siempre dispuesto a ayudar, siempre dispuesto a meterse en líos fundando periódicos, revistas, museos, cine-clubs. Porque esto también formaba parte de su personalidad. Ahora hace siete años que Álvaro murió. ¿No es cierto que está vivo no sola-mente en sus retratos sino en sus obras?

Roberto Burgos CantorEl que se vistió de p ayaso*

Casi todos los periodistas barranquilleros que hoy llegan a la primera cuarentena de los años de su vida guardan una leyenda común. En algún instante de los inicios de sus labores tuvieron una conversación con un personaje de sandalias y tabaco que en lo único que se asemejó a Pedro White, el director de El Planeta, periódico de las historietas de Supermán, fue en que hablaba a gritos. El uno di-rigía una ficción de tira cómica y el otro un diario de verdad-verdad. En la leyenda, la conversación transcurre al borde de alguna piscina, en me-dio de la gente que habla de mil asuntos y la fragancia intensa que el calor de la noche saca de los matarratones y sobrepone al perfume dulce de gardenia de las mujeres de escote vertiginoso y al aliento de los cocodrilos que empuja la brisa

* En: El Colombiano, Medellín, 5 de agosto de 1988.

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del río. O también en los respiros de una cerveza helada que se bebe de pie en una tienda de esquina, en un barrio donde el prestigio de la existencia es poseer un congelador de tres mil botellas y una máquina de sonido con parlantes más grandes que un escaparate y que suene mejor que la del vecino y el estropicio alcance el otro lado de la luna. A veces ocurría en la salita en un extremo de la redacción del periódico. Con el aire acondicionado estropeado y el humo del tabaco suspendido en la atmósfera casi sólida. Y el escritorio gigante en el que cabe todo: las galeras, los libros de Saroyan, los proyectos inconclusos, los originales de Cien años de soledad, las cartas por responder y el párrafo extraviado de una novela que se construye a pedazos. En ese entonces el personaje era muy conocido y su obra literaria un secreto de lectores. Él se la pasó en un periódico desde el cual peleó con medio mundo por la cantidad inverosímil de motivos pueriles que hacen invivible el universo. Y organizó asambleas de accionistas de empresas cerveceras. O acompañó a los presidentes a los peladeros de cuarenta y dos grados a la sombra de Repelón para que hablaran sin insolarse del espejismo de la reforma agraria. Agarró la cámara y filmó sin parar los amaneceres y los soles de Joselito carnaval en una vigilia que no permitió descanso. Y para devolver a Barranquilla la fe irrecuperable de la solidaridad se burló del centralismo y habló en broma de los cachacos, que es uno de los vicios predilectos de los camajanes de Rebolo. En los amaneceres que regresó a la casa amplia y de techos altos, pálido y con la sangre transparente por la luz de las estrellas, tranquilizó a la Tita diciéndole: “este es mi sitio”, antes de encerrarse en el cuarto de los libros y la máquina de escribir. Allí se sentaba, veía desfilar los fantasmas de Ciénaga y el ferrocarril de muertos, imaginaba escribir la novela que cargaba entre pecho, alma y espalda. Apenas lo había imaginado. Y luego olvidado otra vez. Como ya había comenzado a olvidar todo. Afuera la agitación sin término que nunca dejó de llamarlo. A este hombre que escribió una novela, un libro de cuentos y un conjunto de crónicas y reportajes y que se llama Álvaro Cepeda Samudio está dedicada la reunión de profesores colombianistas que delibera en Cartagena. Para aceptar las ironías, el inspirador de estos encuentros de críticos y escritores, el ensayista Raymond Williams, prepare su trabajo de valoración sobre Cepeda Samudio en-cerrado en un monasterio del desierto de La Candelaria en Boyacá.

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Jacques GilardCepeda Samudio ante la crítica francesa*

Aunque no es mi intención hablar aquí del proceso que me llevó a traducir al fran-cés La casa grande, sí debo especificar que lo hice en condiciones nada comunes: al contrario de lo que suele pasar, no realicé esa traducción en el marco de un con-trato previamente firmado con una editorial, sino que actué como el espontáneo que se lanza al ruedo. La firma del contrato intervino en último lugar. Desde lue-go, no era una empresa del todo temeraria por que, si me arriesgaba, era por estar convencido de que la novela tenia que ser aceptada, tarde o temprano, en una cualquiera de las editoriales de París. Su calidad estética constituía una mediana seguridad, solamente mediana, pues se sabe de clásicos hispanoamericanos nunca traduci dos al francés. Tanto que, previendo que habría que repe tir mi oferta en varias editoriales, saqué buen número de fotocopias del original mecanografiado. A la primera editorial que me dirigí fue a Pierre Belfond, donde me conocían ya pues allí se había editado mi traducción de El olor de la guayaba. Envié una copia al director litera rio, Jean-Luc Mercié, y a los tres días él me sorprendió con una llamada telefónica, participándome su entusias mo por el libro y su decisión de editarlo. Así quedaba confirmada mi convicción de que Cepeda podía tener un buen éxito en Francia, lo cual podía ser además un primer paso para una mayor difusión de su novela no solamente en otros idiomas sino también en su propio idioma origi nal. Nada de esto se ha producido aún, pero lo que se ha dicho en Francia sobre la novela constituye un argumento positivo para más tarde. Claro está que cuando Mercié me informó de su reacción, empezó otra expectativa: ¿cuál iba a ser el juicio de la crítica francesa? Aunque sin mayo res ilusiones, yo sentía alguna curiosidad por ver qué pasaba, pues había de ser para mí –promotor del libro, además de su traductor, y abogado momentáneo de una literatura periférica– toda una experiencia. Iba a ser algo distinto a mi habitual situación de estudioso universita rio, feliz o desdichadamente –según los casos y los momentos– margi-nado de la mudable actualidad litera ria francesa, y a mi no tan habitual situación de traductor contratado. Con todas las salvedades que se imponen por ser lo que es la crítica francesa, y sobre todo por la forma como se ven aquí América Latina y su literatura, puede decirse que La casa grande ha obtenido un cierto reconocimiento. No era para menos, o mejor dicho esto es lo que tiene que pensar todo el que ha leído en su versión original el libro de Cepeda y tiene un buen conocimiento, inmune a los

* En: De ficciones y realidades: perspectivas sobre literatura e historia colombianas, Bogotá-Cartagena, Tercer Mundo y Universidad de Cartagena, 1988.

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facilismos de las modas, de la literatura hispanoamerica na. Pero no siempre pasan las cosas como deben y el des piste también suele ser muy grande, como vienen a recordarlo algunas de las notas de prensa que comentaré más adelante. Al menos Cepeda ha suscitado notas en los prin cipales títulos de la prensa francesa, los que tienen un buen impacto entre el público que lee libros. No me referi ré sino a títulos de difusión nacional, aunque sé que ha habido reseñas en varias publica-ciones de provincia, que no han llegado a mis manos. Tampoco estoy seguro de haberme enterado de todas las notas aparecidas en París, pues la editorial no me ha comunicado el press-book de La casa grande. La primera nota en aparecer fue la de Le Mattin, un matutino de aún reciente creación y de notable dinamis mo en materia informativa. En sus páginas literarias semanales reinan dos nombres: el novelista Bernard Franck, quien redacta una especie de diario cuyo principal interés debe ser el de un mariposeo humorístico muy de intelectual parisino, al que me cuesta mucho encontrarle el menor interés; y la escritora Francois Xénakis, quien se distingue por su habilidad asombrosa para descubrir al menos tres genios cada mes, genios que casualmente resultan ser casi siempre de nacionalidad francesa. Evi dentemente no era en esas páginas muy cotizadas donde se iba a hablar de La casa grande. Fue en una página de tipo miscelánea u olla podrida, intraduciblemente titula da “A suivre”, donde salió la nota en cuestión. La escribió no sé quién, pues venía sin firma, pero una acota-ción de pie de página indica que en “A suivre” colaboran estas cuatro personas: Line Karoubi, F. de Maulde, M. Samson, J. P. Lommi-Amunategui. Los modestos de la sección literaria de Le Matin, los pesos gallo o pluma, y no los pesos lagarto. Pero, eso sí, gente que sabe de literatura. Esto último lo han venido demostrando sus semi-anónimas colaboraciones, y lo demuestra la breve nota inspirada por La casa grande (en Le Matin, 28 de febrero de 1984, p. 28). Para empezar, la nota retoma sin citarme algunos conceptos que expresé en mi breve presentación, pero también sabe dar a continuación una densa y exacta descripción del libro, con fina y eficaz síntesis. Dice en particular:

Mosaico amplio, este texto es de una sor prendente riqueza musical; se superpo-nen las voces narrativas, se entremezclan, se fragmentan y forman un coro en el que se podría escuchar cada voz sin por ello romper su armonía. Absténganse los lec tores sordos.

El libro, indudablemente, fue leído con sensibilidad e inteligencia, sólo que resulta claro que su comentarista subrayó la dificultad de la lectura. Por lo mis-mo esta nota de Le Matin, tan justa y tan densa, poco habrá hecho para atraer la atención del público sobre Cepeda. La nota de Patrick Thévenon en L’ Express del 6 de abril de 1984 (n° 1.709, pp. 107-109) me pareció inesperada. Primero porque tiendo a concederle más im portancia a lo que sale en Le Nouvel Observateur, y en este semanario había

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pensado mucho más que en L’Express. Y luego por el contenido del artículo, empezando por el ditirambo de su título: “Papá Álvaro y sus hijos”. Lo seguía además un subtítulo no menos exageradamente elogioso: “¿Sabía usted que la literatura latinoamericana tenía un padre y que éste la engendró en 1962?” Con se mejante entrada en materia, se entiende que el traductor y prologuista de la novela, si vio todo lo positiva que de bía ser la nota, también sintiera un legí-timo malestar ante tanta y tan optimista ignorancia –bien francesa esta última. Por el mismo camino de escepticismo anduvo Germán Vargas al comentar en El Heraldo la aparición de la nota de Thévevon –señalando además lo absur-da que podía resultar una de las fotografías que la ilustraban: una campesina boliviana, con falda larga y sombrero bombín, avanzando detrás del arado que arrastra una yunta de bueyes. (Qué imágenes estereotipadas se hace Francia de América Latina: este sería otro tema, demasia do amplio para evocarlo aquí). Como suele pasar con exce siva frecuencia en la prensa francesa, la larga y cálida nota de Thévenon mezclaba cinco novelas hispanoameri canas recién traducidas al francés: además de Cepeda figuraban Isabel Allende, Manuel Scorza, Jorge Ibargüengoitia y Jorge Edwards. Lo interesante, por ser au téntico y espontáneo, es el juicio de valor: el mejor de todos es Cepeda, y con veinte años de antela-ción. Al me nos esto, pues, tiene la nota. Un escritor y crítico francés, muy francés y muy parisino, sintió plenamente el impacto de un libro para él desconocido y afirmó sin vacilar su alta categoría estética. Los demás novelistas comentados le parecen buenos o aceptables, pero no les reconoce la jerar quía de los que se arriesgan a innovar, rompiendo monte por cuenta propia y manteniendo a la vez una intensa comunicación con la gran literatura universal. Lo otro, las consideraciones de Thévenon sobre literatura hispano americana, no son más que una entristecedora confirma ción de la ignorancia francesa hacia todo lo que no sea francés. No hay lugar sino para la sonrisa, cuando se lee que la literatu-ra contemporánea hispanoamericana nació con La casa grande. Hasta pretende Thévenon que yo dije en el prólogo que Vargas Llosa, Fuentes y algunos más proceden de Cepeda (juro que nunca escribí nada por el estilo). Si el elogio tiene indudablemente que apreciarse, por ser eco y señal de la calidad del libro: sería preferible que se fundara en nociones más sólidas, sin que se me ocurra un solo instante exigir a los críticos de la gran prensa unos conocimientos y unas posturas que deben tener los especialistas de la universidad. Para efectos más concretos –cualquiera que sea la opinión que se puede tener sobre las actuales orientaciones del gran semanario–, L’Express era una excelente tribuna para atraer útilmente la atención sobre La casa grande. La nota en el mensual Lire, de abril de 1984 (n° 103, p. 91), es de mínima importancia. Figura en “Guide” (Guía), sección a cargo del escritor y crítico Christian Giudicelli. Antes de hablar de la sección, conviene decir qué es la pu-blicación. La dirige Bernard Pivot, hoy en día y desde hace diez años principal

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poder en materia de li bros publicados en Francia, un verdadero sátrapa. No por Lire sino por su programa semanal de televisión, “Apostrophes”: para que un libro se venda bien en Francia, tiene que aparecer su autor en el programa de Pivot, y mejor aún si el escritor tiene talento para hablar y brillar en pú-blico. Hasta hay editoriales que preparan cuidado samente a sus autores para que tengan una actuación lúcida ante las cámaras de Pivot. Se entenderá que con Pivot la literatura llega a ser lo de menos y que el libro, en su programa audiovisual y en su revista, se considera como un artículo de consumo masivo. De modo que no resulta extraño que la novela de Cepeda dé solamente moti-vo para una nota breve entre diez notas más dedica das por Giudicelli a otras tantas novelas. Nota positiva, elogiosa, que se acoge prudentemente a algunos concep tos de mi presentación y habla del autor como de un pio nero. Nada muy importante, pero una nota positiva más. Luego vino la nota de Claude Couffon en Le Monde. Couffon es el hombre orquesta de las literaturas hispáni cas en Francia. Todo lo ha hecho: ha tradu-cido con muy desiguales fortunas los autores más disímiles, escribe en cuanta hoja literaria existe o poco menos, dirige una co lección en una importante editorial. Todo lo ha hecho, menos investigar. Es, en todo caso, una presencia permanente, una obsesión, una institución y un poder. No sé si está al tanto de lo poco que estimo sus actividades de traductor y crítico y de lo mucho que valoro sus talentos para relaciones públicas, pero desde el principio temí que fuera él el encargado de reseñar la novela de Cepeda en Le Monde. Allí había de publicarse una nota clave para la promoción de La casa grande y yo esperaba que la escri biera Claude Fell o alguno más de los pocos que escriben sobre literatura hispanoamericana en nuestro periódico más prestigioso. Fell sobre todo, pues hasta cuando él se marginó un poco, a raíz de ciertas tareas académicas, la página literaria de Le Monde tuvo en materia de litera tura his-panoamericana un papel de piloto, reconocido internacionalmente en nuestro gremio. Pero Fell se margi nó y entonces Couffon ocupó sólidamente esa posi-ción. Desde principios de los años setenta el suplemento de Le Mon de no tiene tanto interés, contentándose con someterse a la actualidad de las traducciones que salen en París, reseñándolas o ignorándolas (ignoraron soberbiamente al propio Lezama Lima, hace aproximadamente un año), o sea contentándose con aceptar lo que hacen las editoria les francesas en vez de orientarlas. Total que la nota de Le Monde la escribió Couffon, y más o menos en la forma que temía yo. El también sucumbió a esa fácil manía de reseñar varios autores a la vez, tres en este caso. La nota se tituló “Sobre tres latinoamericanos desapareci-dos” (Le Monde, 18 de mayo de 1984, p. 28). Además de Cepeda, se trataba de Ibargüengoitia y Haroldo Conti, cada uno con su párrafo propio. La evocación de los otros autores siguió la vía cómoda de lo anecdótico, pero con Cepeda la cosa era a otro precio y Couffon no se arriesgó mucho que digamos. Al menos

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dio lo que puede considerarse como un elogio exacto. De Cepeda escribió en parti cular lo siguiente:

Dejo con La casa grande una obra maes tra inspirada en la prosperidad y las repre siones en las plantaciones bananeras de los años treinta [sic] y los de-lirios de los tira nuelos locales. Una novela fascinante por su escritura toda de diálogos secretos y misteriosos susurros, como el Pedro Pára mo de Juan Rulfo. Una historia de sole dad, incesto y decadencia familiar, como Cien años de soledad, sólo que anterior.

Pasemos sobre lo que Couffon sacó de mi propia presenta ción del libro, sin grandes cambios, y veamos los “peros” que tal vez me tenía prometidos de ante-mano. Atacó al traductor a propósito de una frase de la presentación donde se establecía un cotejo entre Asturias y Cepeda. Yo hablaba de la innecesaria de-magogia de Asturias y de la eficiente discreción de Cepeda –creo, todavía hoy, que con plena razón. Pero de esta manera, buena parte del párrafo que Couffon dedicaba a Cepeda, quedó ocupada por una crítica al traductor (no en su función de traductor, sino de prologuista) y casi se olvidaba el libro. El libro que Couffon, al no poder contar la historia con la misma facili dad que permitían Ibargüengoitia y Conti, elogió sin haberlo seriamente situado o analizado. Pero así es como, muchas veces, se da cuenta ahora en Le Monde de la lite ratura hispanoamericana. Mucho tardó en aparecer la segunda de las reseñas con que más contaba yo, la de Le Nouvel Observateur. La firmó, ahora sí, el crítico que en el mencionado semana rio más indicado me parecía para hacerlo: Gérard de Cortanze. Otro po-der, como Couffon, pero diría que a otro nivel. Sus traducciones del español le han merecido seve ras críticas en el sector académico del hispanismo (a todas luces, Cortanze no sabe tanto español como Couffon). Dirige la muy exclusiva colección “Barroco”, de la edito rial Flammarion. Participa en publicaciones y simposios no menos exclusivos, y acude con alguna frecuencia a la tribuna “in” que son las páginas literarias de Le Nouvel Observateur. Yo contaba con que él reseñara el libro, pues sabía que se refirió en al menos una oportunidad (el catálogo de una exposición en el Centro Pompidou, 1982) a esos clásicos latinoamericanos sin tra-ducción francesa, con una alusión nominativa al propio Cepeda Samudio. Es de suponer que, entre los que reseñaron la traducción de La casa grande, Cortanze era el único en haber leído la versión original. Su nota, “Voces del hemisferio sur” [sic], aparecida en el n° 1.032 de Le Nouvel Observateur (17 de agosto de 1984, pp. 50-51), también es una olla podri da, donde, además de Cepeda, se evocan las obras de Edwards e Ibargüengoitia. Hay, bajo este mismo título, una nota de Yann Queffelec sobre Scorza, otra del mismo Cortanze sobre Clarice Lispector, y otra más de Héctor Bianciotti sobre Conti. Siempre, más o menos, los mismos escritores; así se despachan de una vez unos cuantos títu los exóticos. Es de lamentar que Cepeda no tenga dere cho, como la Lispector, a una nota especial,

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pero es cierto que es más elogioso lo que de él dice Cortanze. La tesis de éste es superficial, más periodística que otra cosa, simpli ficando abusivamente las rea-lidades y los procesos de toda una literatura continental. El lema de Cortanze es el barroquismo:

¡Qué equivocación la que consiste en que rer encerrar esa literatura en una gaveta, cuando no bastaría una botica china con todos sus armarios!

Aquí, evidentemente, imperan los propios gustos de Cor tanze. Otros críticos habrían hablado de realismo mágico o de otras tendencias. Con este ejemplo se ve mejor la insuficiencia de la vulgarización en el medio francés, muy egocén-trico y dispuesto a contentarse con nociones sim plistas para lo que venga de otras partes del mundo. Pero de La casa grande continúa diciendo Cortanze:

[…] es indiscutiblemente un clásico de la literatura de lengua hispánica, un clásico sin reconocer.

Aquí identifico yo elementos de mi presentación. Otros aparecen a continua-ción, pero al menos recalca el autor de la nota un elogio nada ambiguo a Cepeda:

Muy audaz en lo formal y en la manera come trata la cronología, [el libro] sabe mantenerse al margen del hecho histórico a la vez que permanece honradamente ligado a la región descrita. La lengua es fundamentalmente pura y la narración progresa por escenas breves que se titulan “la hermana”, “los soldados”, “el pueblo”… Es absolutamente necesario descubrir este libro poderoso cuya densi dad no deja de recordarnos la del Pedro Páramo de Rulfo.

Y como punto final, señalaré inmodestamente que Cortanze es el único de todos los críticos citados aquí en referirse a la traducción, juzgándola “sober-bia”. Lo más reciente es otra nota de Couffon, aparecida en Le Monde del 6 de fe-brero de 1985 (p. 15), en un suple mento especial dedicado a Colombia: media página solamente para definir lo que es la literatura colombiana, lo cual, desde luego, no es una meta fácil de alcanzar. Pero aun con la estrechez del espacio impartido, la debilidad del sistema crítico de Couffon y las lagunas de su información son evidentes. Sin mayores escrúpulos, su título habla de “Una literatura de precursores”, definición que convendría a bastantes otras literaturas del área hispáni ca antes que a la colombiana. Ser “el especialista” de tantas literaturas es peligroso y lo demuestra este peque ño artículo de Le Monde. En él se refiere Couffon larga mente a los clásicos como María y La vo-rágine. Indudablemente, por debajo de la evocación, hay una lectura perso-nal. Pero… aquí surge una larga lista de “peros” monumentales… Cuatro años

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a bordo de mí mismo es mencionado a través de una cita de Javier Arango Ferrer. Carrasquilla no aparece de ninguna manera. Gutiérrez Girardot es señalado como uno de los grandes poetas de Mito. Ni una palabra encontramos sobre Aurelio Arturo. En lo más reciente, Couffon se refiere –con serios olvidos– a algunos de los autores traducidos al francés, cosa que en mi opinión no siempre se imponía ni justifica ba, pero ignora totalmente poetas como Cobo Borda y narradores como Fayad y Moreno-Durán. A todas luces se trata de un trabajo demasiado de segunda mano, que demuestra el peligro de ser “especialista” de demasiadas cosas a la vez. Sin embargo, en este más que discutible, y a veces inaceptable, recorrido por la literatura colombia na, Couffon se refiere nuevamente a Cepeda y le dedica un párrafo entero que es más o menos el que ya publicó unos diez meses antes, salvo que esta vez, si bien vuelve a citar una frase del traductor-prologuista, no lo ataca a propósi to de Asturias. Al menos, aunque no sea del todo exacta la afirmación de que Cepeda fue un “precursor”, se le recuerda al público francés la existencia de ese escritor colombiano que tuvo su papel en la evolución de las letras hispanoamericanas. Era, en verdad, lo único que podía importar en un artículo que da mucho que pensar sobre la forma como se habla en Francia de la cultura situada al sur del Río Grande: poquito a poco, Cepeda entra a for mar parte del panorama y su incipiente reco-nocimiento en Francia puede servir de estribo para otros reconoci mientos. Las conclusiones son obvias. Aunque es un hecho posi tivo el que hoy Cepe-da pueda ser leído en francés y se haya mencionado su nombre repetidamente en la prensa del país –que fue lo que me propuse conseguir en primera instan-cia–, es inevitable sentir un gran escepticismo ante la forma como ha sido mencionado. El elogio mal fundado puede ser casi tan nocivo como el silencio, creo, y la mala información aquí en materia de critica literaria –tan efectiva como la mera ignorancia. Se suele conside rar que es bueno restablecer jerar-quías, enfrentando una producción literaria con miradas de otras latitudes, y que las obras de América Latina deben ir en busca del juicio de una crítica supuestamente más exigente, la de los paí ses centrales. El caso de la novela de Cepeda, que acabo de analizar de manera algo anecdótica, tendería a demos-trar lo contrario. ¿Para qué contar con la opinión de esa crítica erróneamente considerada como “autorizada”, cuando ésta suele demostrar una soberbia ignorancia o al menos orienta a un público que también tiene fama de exigen-te, de una manera tan frívola y superficial? Es pre ferible leer críticos latinoame-ricanos como el difunto Án gel Rama o Jorge Ruffinelli –quienes sí juzgaron cabalmente a Cepeda y a tantos más– o como Monegal y algunos más. Ellos, a nivel general, saben tanto como los europeos, tienen igual o mejor acierto en la valoración estética y, ellos sí, lo saben todo en cuestiones latinoame ricanas. Nada nos aporta lo que se ha escrito en Francia sobre Cepeda y es lo que pasa casi siempre con lo que sus citan otros autores del continente.

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Lo único positivo, además de haber salido Cepeda en otro idioma, es que unos señores que escriben en la pren sa francesa, que están acostumbrados a leer novelas pro cedentes de horizontes muy diversos, han sido capaces, a veces por encima de una gran ignorancia o unas nocio nes superficiales, de reconocer en La casa grande una gran novela, y capaces de decirlo en grandes medios infor mativos. Es evidente que en otros países de Europa no se da en tan alto grado esa frivolidad crítica, ese eurocentrismo, simplemente porque no conocen la misma drástica frontera que en Francia existe entre el mundo de la crítica literaria y el mundo de la universidad: Claude Couffon pertenece a la universidad pero, como ya he dicho, no es investigador, y Claude Fell es el único caso de un profesor universitario, con todas las de la ley, que ha lo grado dar un ejemplo de seriedad científica y de buena capacidad crítica y vulgariza-dora. Casos como este se dan más fácilmente en países vecinos —donde, por lo mismo, podría o debería ampliar notablemente el eco de Cepeda. En total, nada he aprendido en el asunto. Solamente se me han confirmado dos cosas que sabia ya: primero que La casa grande es una novela importante, segundo que aquí la literatura hispanoamericana no tiene la crítica que se mere-ce. ¿Nada habré aprendido, de verdad? Sí, a pesar de todo, algo medianamente nuevo: he descubierto que las edito riales, en eso de hacer plata y no soltarla después, tienen muchos más trucos de los que yo conocía o sospechaba. Pero ese sería otro cuento. En todo caso, aunque Francia haya demostrado una vez más tener una crítica literaria excesivamente frívola, también debe reconocerse –y esta es la conclusión más amable– que no carece de buenas editoriales, con lectores de buen gusto y criterio certero, como indica la inmediata reacción inicial del señor Jean-Luc Mercié al leer el manuscrito de Le maitre de la Ga-briela –el título que muy a pesar mío tuve que darle finalmente a la novela de Cepeda Samudio.

Germán Vargas CantilloÁlvaro Cepeda Samudio*

La editorial española Plaza y Janés en Barcelona publicó una nueva edición, la cuarta, de una de las pocas novelas colombianas evidentemente importantes que se han escrito en el país: La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio.

* En: Gernán Vargas, Sobre literatura colombiana, Bogotá, Fundación Guberek, 1985, pp. 153-175.

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A comienzos de 1962, en uno de mis frecuentes viajes a Barranquilla me entregó Álvaro Cepeda los originales de esta novela, que tenía prácticamente terminada de tiempo atrás pero de la cual no había escrito hasta poco antes ni una línea. La tenía concluida en su imaginación y de ella contaba muchas ve-ces episodios enteros ante la admiración cordial y entusiasta del grupo de sus amigos, que ya conocíamos los extraordinarios cuentos de Todos estábamos a la espera y sabíamos de la indudable capacidad de Álvaro Cepeda para escribir, de su segurísimo pulso de narrador, pero reconocíamos también su falta de dedi-cación al oficio de sentarse a redactar algo que después quedara plasmado en un libro. Fue necesario que, por un error de diagnóstico, un médico se atreviera a afir-mar que Álvaro Cepeda padecía de tuberculosis para que él se dedicara a ence-rrarse a tomar leche y a trasladar al papel, frente a su máquina de escribir, esta excelente novela. De regreso a Bogotá y después de haber leído con creciente entusiasmo La casa grande entregué los originales a Jorge Gaitán Durán, quien entonces había iniciado la publicación de sus Ediciones Mito, paralelamente a la revista del mis-mo nombre. El poeta Gaitán se emocionó al leerlos y se convino la publicación en libro, haciéndose antes la de algunos capítulos en la revista. Y así salió la primera edición de La casa grande a mediados de 1962, con un total de 220 páginas, un hermoso y tierno dibujo de Freda Sargent y abundancia de blancos, como le gus-taba al autor. En 1967 se publicó en Buenos Aires la segunda edición, hecha por la Edito-rial Jorge Álvarez, para la cual escribió una nota de contraportada, muy cordial y veraz, Gabriel García Márquez. La tercera edición la hizo en 1973, después de muerto Álvaro, el Instituto Colombiano de Cultura en su colección popular, bajo el número 71 de esta serie. En las cuatro ediciones aparece la dedicatoria a Ale-jandro Obregón, el gran pintor y gran amigo del autor. A Álvaro Cepeda lo conocí hacia 1946 ó 1947; personalmente ya había leído unas notas suyas que aparecían en el vespertino barranquillero que dirigía Julián Devis Echandía. En “El margen de la ruta” se sumaba la columna de Álvaro Ce-peda Samudio. Un día apareció una nota sobre Baltasar Miró, un joven escritor español a quien habíamos conocido en Barranquilla y que había muerto en esos días en Venezuela, creo que tuberculoso. En su hermosísima nota, con el título “Tú lo mataste, Franco”, Álvaro hacia el elogio de Miró, acusaba al dictador espa-ñol de su muerte y nos citaba a Alfonso Fuenmayor y a mí como periodistas que seguramente estaríamos de acuerdo en culpar a Franco por la muerte de Miró. Yo iba entonces frecuentemente a El Nacional y Julián Devis nos presentó. Álvaro Cepeda resultó ser un estudiante de bachillerato que estudiaba en el Colegio Americano. Era muy deportista y tenía dos grandes pasiones: el cine y la literatura española. Conocía íntimamente todo lo relacionado con el uno y con la otra. Le

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apasionaba especialmente Azorín. Álvaro Cepeda era hijo único, huérfano de pa-dre, y su mamá, dona Sarita, era para él madre, padre, hermana, todo. Él era muy de su casa y le gustaba invitar a sus amigos allí a comer y a beber. (Ah: los callos a la madrileña, singularísima e inolvidable experiencia culinaria de dona Sarita). Por varios años fuimos compañeros de trabajo en el diario de Julián Devis, al cual yo volví cuando conocí a Álvaro Cepeda. Antes de recalar en La Cueva tuvimos distintos sitios de reunión: el Café Colombia, el Japy –escrito así–, Los Almendros, un extraño bar que se llamaba El tercer hombre, el América-billares. Era ya lo que Próspero Morales Pradilla llamó, desde El Tiempo, “el grupo de Ba-rranquilla”. Todo giraba en torno al gran escritor catalán Ramón Vinyes, el sabio catalán de Cien años de soledad. Don Ramón, autor teatral, cuentista, animador de cultura, valor humano extraordinario, no bebía sino Coca-Cola, en cantidades impresionantes; con su palabra y con su estímulo fue agrupando a unos cuantos jóvenes barranquilleros que leían libros, escribían en la prensa, veían y discutían películas, iban a los partidos de fútbol en Barranquilla y a los de béisbol en Car-tagena y hacían una amable y, muchas veces, prolongadísima bohemia. Álvaro Cepeda se fue a los Estados Unidos a hacer un curso de periodismo, be-cado por el gobierno del Atlántico. A su regreso, trajo unos cuantos libros de Tru-man Capote, de Norman Mailer, y la corresponsalía de The Sporting News, de San Luis, Missouri, considerado como la biblia del béisbol en el mundo. En esa época, el grupo de Barranquilla publicaba una revista deportivo-cultural, una mezcla apa-rentemente muy extraña: Crónica, el gran semanario… En la carátula iba siempre la fotografía de un gran futbolista –Heleno de Freitas, Memuerde García, Vigorón Mejía–, seguida de un reportaje. Y en las páginas centrales cuentos de García Már-quez, de Cepeda Samudio, de José Félix Fuenmayor, de Hemingway, de Capote, de Borges, de Cortázar, de Felisberto Hernández. La dirigía Alfonso Fuenmayor y el jefe de redacción era García Márquez, a quien le decíamos Gabito –como se le dice en la Costa a todos los Gabrieles– y no Gabo, que es nombre cachaco. En 1954 hicimos con Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda, con el auspicio generoso y cordial de Jorge Rondón, dueño de la Librería Mundo, la edición del primer libro de cuentos de Álvaro: Todos estábamos a la espera y, poco después, la de Enero 25, un tomo de relatos de Eduardo Arango Piñeres, un muchacho costeño que después se dedicó a hacer plata y a ocupar cargos importantes. Y ahí terminó la aventura editorial. El libro de Álvaro Cepeda es hoy inencontrable y casi ha pasado al territorio de la leyenda. Casi nadie lo conoce, a pesar de que editorialmente es algo precioso y literariamente vale muchísimo, como lo anunció con su habitual perspicacia Hernando Téllez cuando fue publicado. Téllez como es sabido, era muy parco en cuanto a escritores nacionales y casi nunca escribía sobre ellos. Al libro de Cepeda le dedicó un extenso ensayo en la primera página de las Lecturas Dominicales de El Tiempo. Las ilustraciones del libro las hizo Ceci-lia Porras, excelente pintora y dibujante.

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Álvaro Cepeda inicialmente había escrito poemas. Y cuando estuvo en Estados Unidos escribió algunos realmente valiosos. Recuerdo especialmente el dedicado a Eileen, una muchacha a quien había conocido allá y que, al regresar, leíamos o hacíamos leer a Álvaro, casi siempre por iniciativa de Alfonso Fuenmayor, con la misma frecuencia con que nos reuníamos a tomarnos unos tragos. Un día, quizá en 1956, Álvaro Cepeda fue a buscarme a mi casa y me dijo que lo acompañara en su automóvil. En el camino me dijo que había decidido casarse con la Tita –Teresita Manotas, su novia– y que fuéramos a hablar con un cura. Así lo hicimos y al dia siguiente se hizo el matrimonio, que pretendía ser secreto. Únicamente asistimos: los novios, obviamente, un amiga de Tita (la Mona Conde) y yo. Como es natural, a todos se nos olvidó pensar en las arras, que entonces eran indispensables. Tuvimos que reunir monedas de distintos valores; de cinco, de diez, de veinte, de dos centavos, hasta de uno. Pero faltaban dos monedas y hubo de ponerlas el propio cura. Terminada la ceremonia, dejamos a Tita y a su amiga en sus casas y nos fuimos a beber. Álvaro viajó al otro día a los Estados Unidos y meses después el secreto dejó de serlo. (¡doña Sara nos perdone!). Del matrimonio con la Tita hay dos hijos, que eran la adoración de Álvaro Cepeda: Patricia y Álvaro Pablo. Uno de los mejores amigos –quizá el mejor de todos– de Álvaro y de nosotros era Quique Scopell, un extraordinario personaje de fábula y de realidad sobre quien habrá que escribir algún día algo muy especial, por sus inmensos valores humanos. Con Quique como reportero gráfico, viajó Álvaro a Guayaquil al cam-peonato suramericano de fútbol, enviado por El Nacional. Entre los dos hicieron algunos reportajes verdaderamente excelentes. Pasaron los años y Álvaro Cepeda que tenía superiores condiciones de narra-dor, pero que nunca tuvo la vocación y el sentido del oficio de escritor de García Márquez, se dejó envolver por lo que cierta gente llama “la vorágine de la vida” y se dedicó a vivir bien. Vivió intensamente con esa vitalidad casi sobrehumana que lo caracterizaba. Dirigió el Diario del Caribe por muchos años y escribió Los cuentos de Juana, editados en 1972, el año de su muerte. En los años 50, Álvaro Cepeda había hecho cine. Participó como guionista y actor en el cortometraje La langosta azul filmado en el corregimiento de La Playa. Después hizo varias películas cortas más, de mucho sentido cinematográfico, y un noticiero de cine. Álvaro Cepeda había nacido en Barranquilla el 30 de marzo de 1926 y murió en Nueva York el 12 de octubre de 1972.

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Dos crónicas sobre Crónica*

La iniciativa nació hace dos años, en la cabeza del escritor Alfonso Fuenmayor, treinta y tres, barranquillero, casado (con Adela Rosania), dos hijos. En el Café Roma y en otros cafés, en la calle, en el teatro, en las redacciones de diarios y radio-periódicos. Fuenmayor anunciaba a sus amigos la inminente aparición del primer numero de Crónica, un magazine moderno, similar en formato y en con-tenido, a Dominical, de Bogotá. Diversos motivos forzaron los sucesivos aplaza-mientos de la aparición. Por eso, muchos dudaron cuando, en la última semana de abril, Fuenmayor volvió a anunciarles su proyecto, ya con tono firme agudizó al fin, el interés no sólo de los amigos del director-fundador, sino del público barranquillero. Lo que trae la brisa. Ahora el viento está quieto en la costa, pero la pluma de los que escriben Crónica no tiene reposo. Fuenmayor actúa como director (en su columna cotidiana se imprime el semanario): “Aire del Día” con el shakesperiano pseudónimo de “Puck”. Ha dirigido, en Bogotá, dos veces, la revista Estampa; ha colaborado en Semana y en muchas otras publicaciones. Fue varios años director de extensión cultural del Atlántico. El jefe de redacción de Crónica, Gabriel García Márquez, veintitrés, de Sucre (Bolívar), soltero, también columnista de El Heraldo (“La Jirafa”, por “Séptimus”, nombre tomado de uno de los personajes de Virginia Woolf), cuentista con dos li-bros en preparación; intérprete de los cantos vallenatos de Rafael Escalona (Hon-da Herida) y del Abel Antonio Villa (El amor de Zoila). Colaboran con ellos sendos comités, de redacción y de temas de arte. El pri-mero lo forman Ramón Vinyes, José Félix Fuenmayor, Meira Delmar, Benjamín Sarta, Bernardo Restrepo Maya, Adalberto Reyes, Rafael Marriaga, Julio Mario Santodomingo, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Carbonell, Roberto Prieto, Al-fredo Delgado, A. Barrameda Morán, Germán Vargas y Carlos Osio Noguera; el segundo: Alejandro Obregón, Alfonso Melo y Orlando Rivera. Y como no basta escribir, sino que es necesario producir, en anuncios y en circulación, de esto se encarga, con segura precisión el administrador, Mario Silva, veintisiete, de Popa-yán, casado (con Helena de Castro), agente de seguros.

En estos días, más exactamente el 29 de abril pasado, se cumplieron treinta años de la publicación, en Barranquilla, del primer número de un semanario. De un aparentemente extraño semanario, en cuyo sumario o contenido se mezclaban es-tupendamente la literatura y el deporte. Su nombre: Crónica. Lo dirigió, siempre, Alfonso Fuenmayor. Su jefe de redacción, por algún tiempo, Gabriel García Már-

* “Idea crónica”, Semana, 13 de mayo de 1950.

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quez. La nómina del Comité de Redacción era abundante, tal vez abundantísima, aún cuando varios de sus integrantes nunca colaboraron en nada. Hela aquí: Ramón Vinyes, José Félix Fuenmayor, Meira Delmar, Benjamín Sarta, Adalberto Reyes, Alfonso Carbonell, Rafael Marriaga, Julio Mario Santodomingo, Germán Vargas, Juan B. Fernández R., A. Barrameda Morán, Bernardo Restrepo Maya, Roberto Prieto, Álvaro Cepeda Samudio, Carlos Osio Noguera, Alfredo Delgado. El Comité Artístico lo componían Alejandro Obregón, Alfonso Melo y Orlando Rivera, “Figurita”. De los tres el que mas dibujos publicó fue Figuritas, de quien hay que decir que era un ser humano realmente extraordinario, de una vitalidad y de una vivacidad que no se encuentran fácilmente. Era uno de esos talentos naturales que suelen darse, con cierta frecuencia, entre las gentes de la Costa. El administrador de Crónica era Mario Silva Plazas, un experto y exitoso ven-dedor de seguros y un tipo muy simpático, que nunca buscó ni consiguió un aviso para el semanario, ni jamás cumplió labor alguna de administración. Crónica, inicialmente y en buena cantidad de sus números, incluía en la por-tada la foto o un dibujo con la estampa de un futbolista del Junior o del Spor-ting, los dos equipos barranquilleros que participaban entonces días dorados del fútbol profesional colombiano, en el campeonato de la Dimayor. La portada co-rrespondía a la entrevista de fondo, que casi siempre la escribía yo. Entre los entrevistados : Heleno de Freitas, Chompi Henríquez, Antonio Julio de la Hoz, “Vigorón” Mejía, “Me muerde García”, Valerio Delatour, Rubén Deibe, Domingo Di Gregorio, Benítez Cáceres, otros muchos. García Márquez quiso una vez entre-vistar a un futbolista y Alfonso Fuenmayor se lo señaló: Sebastián Berascochea, un brasileño de los huesos que a veces contrataba el Junior. No sé por qué la entrevista fue casi tan mala como el entrevistado. Es uno de los poquísimos textos lamentables que le he leído a Gabito. Un día Alfonso Fuenmayor decidió que un jugador de fútbol del Junior y otro del Sporting tuvieran sus columnas en el semanario. La de Haroldo, brasileño del Junior, se titulaba “Mi opinión …” y la del argentino Aldo Ottaggio, del Sporting “…Y la mía”. Se pretendía que ellos opinaran sobre sus equipos y sobre las ac-tuaciones de éstos en la cancha. Terminamos escribiendo Alfonso la de Haroldo y yo la de Ottaggio. Y es que en Crónica las opiniones estaban divididas: Alfonso y Gabito eran junioristas, mientras Álvaro Cepeda y yo del Sporting. Crónica publicaba en su segunda página dos secciones de gracia: “Charlas de la ciudad” y “Correspondencia”. La primera la escribían casi siempre Alfonso y Gabito. La segunda, a veces, los lectores y, muchas otras, nosotros mismos. En cada número se insertaban un cuento extranjero, otro nacional y, frecuente-mente, uno más del género policiaco. El cuento extranjero ocupaba las páginas cen-trales, acompañado de una breve nota bio-bibliográfica sobre el autor presentado. Se publicaron cuentos de, entre otros, Aldous Huxley, Jorge Luis Borges, Felisberto Hernández, Katherine Mansfield, William Faulkner, Erskine Caldwell, William Sa-

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royan. Y de José Félix Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samu-dio, Próspero Morales Pradilla, Tomás Vargas Osorio, Arturo Laguado, entre los colombianos. ¡Ah! Y un sorprendente cuento, “Divertimento”, del hoy prominente industrial y embajador en la China post-Mao, Julio Mario Santodomingo, traducido del inglés por Alfonso Fuenmayor. Julio Mario era un joven elegantemente vestido y entonces especialmente agradable en su trato. No he sabido si Julio Mario haya escrito otros cuentos, pero quienes hayan leído o lean “Divertimento”, estarán de acuerdo en que en este extraño cuento hay calidades indudables. Como se decía antes: “Tenía madera de cuentista”. Ojalá ahora en Pekín vuelva a escribir cuentos, pero es de desear que no lo haga en chino. El cuento de Santodomingo salió ilus-trado con un excelente y también extraño dibujo de Alejandro Obregón. Fue una de las pocas veces que Alejandro ilustró algo en Crónica. Otra sección realmente valiosa por la gracia con que estaba escrita era el “Dia-rio de una Mecanógrafa”, que firmaba Dolly Melo y escribía un estupendo humo-rista barranquillero: Carlos Osio Noguera, un hombre bonachón, grande y gordo, que con gran pulso manejaba el relato de las peligrosas aventuras amorosas que vivía la mecanógrafa Dolly Melo y que la ponía siempre al borde de la ansiada calda. Crónica tenía sus oficinas en el segundo piso del Edificio Amastha, situado en la calle de San Juan, entre el 20 de Julio y Progreso. El mobiliario era muy reducido, lo mismo que las oficinas: dos escritorios con sus respectivas sillas y una chaise-longue o diván de siquiatra, que servía para múltiples usos. Y un par de máquinas de escribir. Si un día se hubieran reunido los redactores en su totalidad, no cabían. En las paredes no había nada, absolutamente nada. Hasta cuando re-gresó Álvaro Cepeda de Nueva York, donde había hecho un curso de periodismo en la Columbia University y un máster de bares por toda la ciudad. Álvaro resolvió que había que poner a Crónica al día con el periodismo moderno. Y se inventó unos gráficos sobre circulación y publicidad del semanario. Los gráficos estaban muy bien hechos y excelentemente presentados, pero siempre he creído que eran producto de la imaginación de Álvaro y no tenían ninguna relación con la reali-dad. Nunca sirvieron para registrar aumentos en las ventas ni en los avisos. Las ventas siguieron siendo las que nosotros directamente procurábamos, re-partiendo el semanario en las tiendas del Barrio Abajo y Rebolo, a diez centavos el ejemplar, cuyo producto recogíamos también nosotros mismos, en cerveza, se-mana a semana. Y los avisos igualmente los mismos, los infaltables: el de Ron Colonial, de la Fábrica de Licores del Atlántico, y del club de libros de la Librería Mundo de Jorge Rondón; en este último aparecía siempre que el sorteo había favorecido al doctor Juan Tovar Daza. Nunca pude saber por qué tenía Juancho tanta suerte. Alfonso Fuenmayor era, sin lugar a dudas, el alma y el motor del semanario, como decía Benjamín Sarta, uno de los redactores que nada redactaba. Alfonso

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encargaba colaboraciones, escribía, conseguía avisos, pocos, desde luego, hacía parte muy importante del equipo de distribución por entre las tiendas, traducía del inglés y del francés y llevaba entre los bolsillos del saco números de Crónica. Y además, en la práctica, administraba las finanzas. Es un decir, que quiere decir muy poco, porque finanzas, lo que se llama finanzas, no las había en Crónica sino a escasísimo nivel. De Álvaro Cepeda se publicaron en el semanario sus primeros cuentos, lo mis-mo de Gabito y de José Félix Fuenmayor. Bernardo Restrepo Maya enviaba ex-celentes colaboraciones desde Filadelfia, donde estaba de cónsul. Y don Ramón Vinyes, ido a Barcelona a morirse, hacía llegar las que bautizamos como “Cartas de Don Ramón” que aparecían con cierta periodicidad. Jorge Rondón colaboraba asiduamente con un aviso semanal de su librería, a página entera. Y colaboraba también con su entusiasmo y con su generosidad sin limites Juan B. Fernández Renowitzky, de regreso de unos impotables y extensos, extensísimos ensayos fi-losóficos, escribía a veces, con mucho humor, unas agradables notas desde Paris, donde estudiaba humanidades y donjuanismo. El semanario se editaba en los talleres de El Heraldo y, que yo sepa, la única colección completa que existe hoy es la que está en los archivos de don Ramón Vinyes en Barcelona, al cuidado de su hermano don José. Se le enviaba semanal-mente por correo y él iba coleccionando los números de Crónica. Las fotografías que se publicaban eran casi siempre de Enrique Scopell y, a veces, del cachaco Martínez, quien sufría de juanetes y de callos en los pies y creo que también en la cámara fotográfica. Crónica fue, indudablemente una gran experiencia y vivirla resultó para todos nosotros algo inolvidable. Murió de muerte natural, naturalísima.