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RECOPILACION DE CUENTOS POR JHON AVILA

RECOPILACIO DE CUENTOS

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CUENTOS INFANTILES

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RECOPILACIONDE

CUENTOS

PORJHON AVILA

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INDICE

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EL GATO CON BOTAS

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hambre.

El gato, que escuchaba es-tas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:

-No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.

Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa

Un molinero dejó, como úni-ca herencia a sus tres hi-jos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.

El mayor re-cibió el moli-no, el segundo se quedó con el burro y

al menor le tocó sólo el gato. Este se lam-entaba de su mísera her encia:

-Mis herma nos -decía- podrán ganarse la vida convenientemente tra-bajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un mangui-to con su piel, me moriré de

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al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hier-bas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que al-gún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin mise-ricordia.

Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron

subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:

-He aquí, Majestad, un cone-jo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obse-quiaros de su parte.

-Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.

En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a am-bas. Fue en seguida a ofren-darlas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos perdices, y or-denó que le diesen de beber.

El gato continuó así durante

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dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey pro-ductos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:

-Sí queréis seguir mi con-sejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que ba-ñaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.

El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se esta-ba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Socorro, so-

corro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando!

Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de Car-abás. En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el

gato se acercó a la car-roza y le dijo al Rey que mien tras su amo se es taba bañando,

unos ladrones se habían lleva-

do sus ropas pese a haber gritado ¡al

ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme

piedra.

El Rey ordenó de inmediato a los encarga-

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dos de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el se-ñor Marqués de Carabás. El Rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del Rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente re-spetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamo-rada.

El Rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encan-tado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se ad-elantó, y habiendo encon-trado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:

-Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del Mar-

qués de Carabás, os haré pic-adillo como carne de budín.

Por cierto que el Rey pre-guntó a los segadores de quién era ese prado que esta-ban segando.

-Es del señor Marqués de Carabás -dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.

-Tenéis aquí una hermosa heredad -dijo el Rey al Mar-qués de Carabás.

-Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de pro-ducir con abundancia cada año.

El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosecha-ban y les dijo:

-Buena gente que estáis co-sechando, si no decís que to-

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dos estos campos pertenecen al Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.

-Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey nueva-mente se alegró con el Mar-qués.

El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encon-traba; y el Rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués de Car-abás.

El maestro gato llegó fi-nalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas

las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo.

El gato, que tuvo la pre-caución de informarse acer-ca de quién era este ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la rever-encia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.

-Me han asegurado -dijo el gato- que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal; que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.

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Hace muchos años vivían un rey y una reina quienes cada día decían: “¡Ah, si al menos tuviéramos un hijo!” Pero el hijo no llegaba. Sin embargo, una vez que la reina tomaba un baño, una rana saltó del agua a la tierra, y le dijo: “Tu deseo será re-alizado y antes de un año, tendrás una hija.”

Lo que dijo la rana se hizo realidad, y la reina tuvo una niña tan

preciosa que el rey no podía ocultar su gran dicha, y or-

denó una fiesta. Él no sola-mente invitó a sus famil-iares, amigos y conocidos, sino también a un grupo de hadas, para que ellas fueran amables y generosas con la niña. Eran trece estas ha-das en su reino, pero sola-mente tenía doce platos de oro para servir en la cena, así que tuvo que prescindir de una de ellas.

La fiesta se llevó a cabo con el máximo esplendor, y cuan-do llegó a su fin, las hadas fueron obsequiando a la niña con los mejores y más por-tentosos regalos que pudi-eron: una le regaló la Virtud, otra la Belleza, la siguiente Riquezas, y así todas las demás, con todo lo que al-guien pudiera desear en el mundo.

Cuando la décimoprimera de ellas había dado sus ob-sequios, entró de pronto la décimotercera. Ella quería vengarse por no haber sido invitada, y sin ningún aviso, y sin mirar a nadie, gritó

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con voz bien fuerte: “¡La hija del rey, cuando cumpla sus quince años, se punzará con un huso de hilar, y caerá muerta inmediatamente!” Y sin más decir, dio media vuelta y abandonó el salón.

Todos que-

daron atóni-tos, pero la duodéci ma, que aún no había anun-ciado su obse-quio, se puso al fr ente, y aunque no podía evitar la mal vada senten cia, sí podía dis-minu ir-la, y dijo: “¡Ella

no morirá, pero entrará en un profundo sueño por cien años!”

El rey trataba por todos los medios de evitar aquella desdicha para la joven. Dio órdenes para que toda máquina hilandera o huso en el reino fuera destruído. Mientras tanto, los rega-los de las otras doce hadas, se cumplían plenamente en aquella joven. Así ella era hermosa, modesta, de buena naturaleza y sabia, y cuan-ta persona la conocía, la llegaba a querer profunda-mente.

Sucedió que en el mismo día en que cumplía sus quince años, el rey y la reina no se encontraban en casa, y la doncella estaba sola en pala-cio. Así que ella fue recor-riendo todo sitio que pudo, miraba las habitaciones y los dormitorios como ella quiso, y al final llegó a una vieja torre. Ella subió por las angostas escaleras de caracol hasta llegar a una

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pequeña puerta. Una vieja llave estaba en la cerradura, y cuando la giró, la puerta súbitamente se abrió. En el cuarto estaba una anciana sentada frente a un huso, muy ocupada hilando su lino.

“Buen día, señora,” dijo la hija del rey, “¿Qué haces con eso?” - “Estoy hilando,” dijo la anciana, y movió su cabe-za.

“¿Qué es esa cosa que da vueltas sonando tan lin-do?” dijo la jo-ven.

Y ella tomó el huso y quiso hilar también. Pero nada más había tocado el huso, cuando el mágico decreto se cumplió, y ellá se punzó el dedo con él.

En cuanto sintió el pinchazo, cayó sobre una cama que estaba allí, y entró en un profundo sueño. Y ese sueño se hizo extensivo para todo el territorio del palacio. El rey y la reina quienes esta-ban justo llegando a casa, y habían entrado al gran

salón, quedaron dormidos, y toda

la corte con el-los. Los

cabal los también se

durm i-eron

en el es-

tab-lo, los per ros en el césped, las palomas en los aleros del techo, las moscas en las paredes, in-cluso el fuego del hogar que bien flameaba, quedó sin

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calor, la carne que se estaba asando paró de asarse, y el cocinero que en ese momento iba a jalarle el pelo al joven ayudante por haber olvidado algo, lo dejó y quedó dormido. El viento se detuvo, y en los árboles cercanos al castillo, ni una hoja se movía.

Pero alrededor del castillo comenzó a crecer una red de espinos, que cada año se hacían más y más grandes, tanto que lo rodearon y cu-brieron totalmente, de modo que nada de él se veía, ni si-quiera una bandera que es-taba sobre el techo. Pero la historia de la bella durm-iente “Preciosa Rosa”, que así la habían llamado, se corrió por toda la región, de modo que de tiempo en tiempo hijos de reyes llegaban y trataban de atravesar el muro de es-pinos queriendo alcanzar el castillo. Pero era imposi-ble, pues los espinos se unían tan fuertemente como si tu-vieran manos, y los jóvenes eran atrapados por ellos, y

sin poderse liberar, obtenían una miserable muerte.

Y pasados cien años, otro príncipe llegó también al lugar, y oyó a un anciano hablando sobre la cortina de espinos, y que se decía que detrás de los espinos se escondía una bellísima princesa, llamada Preciosa Rosa,

quien ha

estado dor-mida por cien años, y que también el

rey, la reina y toda la corte

se durmieron por igual. Y además había oído de su abuelo, que muchos hijos de reyes habían venido y trat-

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ado de atravesar el muro de espinos, pero quedaban pe-gados en ellos y tenían una muerte sin piedad. Entonces el joven príncipe dijo:

-”No tengo miedo, iré y veré a la bella Pre ciosa

Rosa.”-

El buen anciano trató de disuadirlo lo más

que pudo, pero el joven no hizo

caso a sus adver ten-

cias.

Pero en esa fecha los cien años ya se habían cum-plido, y el

día en que Preciosa Rosa de-bía despertar había llegado. Cuando el príncipe se acercó a donde estaba el muro de

espinas, no había otra cosa más que bellísimas flores, que se apartaban unas de otras de común acuerdo, y dejaban pasar al príncipe sin herirlo, y luego se jun-taban de nuevo detrás de él como formando una cerca.

En el establo del castillo él vio a los caballos y en los céspedes a los perros de caza con pintas yaciendo dormidos, en los aleros del techo estaban las palomas con sus cabezas bajo sus alas. Y cuando entró al pala-cio, las moscas estaban dor-midas sobre las paredes, el cocinero en la cocina aún tenía extendida su mano para regañar al ayudante, y la criada estaba senta-da con la gallina negra que tenía lista para desplumar.

Él siguio avanzando, y en el gran salón vió a toda la corte yaciendo dormida, y por el trono estaban el rey y la reina.

Entonces avanzó aún más, y

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todo estaba tan silencioso que un respiro podía oirse, y por fin llegó hasta la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde Preciosa Rosa estaba dormida. Ahí yacía, tan hermosa que él no podía mirar para otro lado, enton-ces se detuvo y la besó. Pero tan pronto la besó, Preciosa Rosa abrió sus ojos y des-pertó, y lo miró muy dulce-mente.

Entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina despertaron, y toda la corte, y se miraban unos a otros con gran asombro. Y los caballos en el establo se levantaron y se sacudieron. Los perros cazadores sal-taron y menearon sus colas, las palomas en los aleros del techo sacaron sus cabezas de debajo de las alas, miraron alrededor y volaron al cielo abierto. Las moscas de la pared revolotearon de nuevo. El fuego del hogar alzó sus llamas y cocinó la carne, y el cocinero le jaló los pelos al ayudante de tal

manera que hasta gritó, y la criada desplumó la gallina dejándola lista para el co-cido.

Días después se celebró la boda del príncipe y Preciosa Rosa con todo esplendor, y vivieron muy felices hasta el fin de sus vidas.

FIN

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CAPERUCITA ROJA

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Había una vez una niñi-ta en un pueblo, la más bo-nita que jamás se hubieravisto; su madre estaba en-loquecida con ella y su abuela mucho más todavía.Esta buena mujer le había mandado hacer una caperu-cita roja y le sentaba tantoque todos la llam-aban Caperucita Roja.Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo.—Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma;llévale una torta y este tarrito de mantequilla.Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Alpasar por un bosque, se en-contró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganasde comérsela, pero no se atrevió porque unos leña-dores andaban por ahí cerca.Él le preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no

sabía que era peligrosodetenerse a hablar con un lobo, le dijo:—Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tar-rito de mantequilla que mimadre le envía.—¿Vive muy lejos?, le dijo el lobo.—¡Oh, sí!, dijo Caperuci-ta Roja, más allá del molino que se ve allá lejos, en laprimera casita del pueblo.—Pues bien, dijo el lobo, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, ytú por aquél, y ver-emos quién llega primero.El lobo partió corriendo a toda velocidad por el cami-no que era más corto y laniña se fue por el más lar-go entreteniéndose en coger avellanas, en correr traslas mariposas y en hacer ra-mos con las florecillas que encontraba. Poco tardó ellobo en llegar a casa de la abuela; golpea: Toc, toc.

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—¿Quién es?—Es su nieta, Caperucita Roja, dijo el lobo, disfra-zando la voz, le traigo unatorta y un tarrito de mante-quilla que mi madre le envía.La cándida abuela, que es-taba en cama porque no se sentía bien, le gritó:—Tira la alda-ba y el cerrojo caerá.El lobo tiró la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalan-zó sobre la buena mujer y ladevoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En seguidacerró la puerta y fue a aco-starse en el lecho de la abue-la, esperando a CaperucitaRoja quien, un rato después, llegó a gol-pear la puerta: Toc, toc.—¿Quién es?Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, prime-ro se asustó, pero creyendoque su abuela esta-ba resfriada, contestó:

—Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequillaque mi madre le envía.El lobo le gritó, suavi-zando un poco la voz:—Tira la alda-ba y el cerrojo caerá.Caperucita Roja tiró la al-daba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo ledijo, mientras se escondía en la cama bajo la frazada:—Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.Caperucita Roja se des-viste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al verla forma de su abuela en cami-sa de dormir. Ella le dijo:—Abuela, ¡qué bra-zos tan grandes tienes!—Es para abrazarte mejor, hija mía.—Abuela, ¡qué pier-nas tan grandes tiene!—Es para correr mejor, hija mía.Abuela, ¡qué ore-

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jas tan grandes tiene!—Es para oír mejor, hija mía.—Abuela, ¡que ojos tan grandes tiene!—Es para ver mejor, hija mía.—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!—¡Para comerte mejor!Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y sela comió.

FIN

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LA CENICIENTA

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Hubo una vez una joven muy bella que no tenía padres, sino madrastra, una viuda impertinente con dos hijas a cual más fea. Era ella quien hacía los tra-bajos más duros de la casa y como sus vestidos esta-ban siempre tan manchados de ceniza, todos la llamaban Cenicienta. Un día el Rey de aquel país anunció que iba a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del re-ino. -

Tú Cenicienta, no irás -dijo la madras-tra-. Te que-darás en casa fregando el suelo y preparando la cena para cuando volva-mos. Llegó el día del baile y Cenicienta apesadumbrada

vio partir a sus hermanas-tras hacia el Palacio Real. Cuando se encontró sola en la cocina no pudo reprimir sus sollozos. - ¿Por qué seré tan desgraciada? -exclamó-.

De pronto se le apareció su Hada Madrina. - No te preo-cupes -exclamó el Hada-. Tu también podrás ir al

baile, pero con una condición, que cuan-do el reloj de Pala-cio dé las doce campanadas ten-drás que regresar sin falta. Y tocán-

dola con su var-ita mágica

la trans-formó en

una mara-villosa jo-

ven.

La llegada de Cenicienta al Palacio causó

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honda admiración. Al en-trar en la sala de baile, el Rey quedó tan prendado de su belleza que bailó con ella toda la noche. Sus herma-nastras no la reconocieron y se preguntaban quién sería aquella joven.

En me-dio

de

tan ta felici dad Ce-nicienta oyó sonar en el reloj de Palacio las doce. - ¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que irme! -exclamó-. Como una ex-halación atravesó el salón y bajó la escalinata perdiendo en su huída un zapato, que el

Rey recogió asombrado. Para encontrar a la bella joven, el Rey ideó un plan. Se casa-ría con aquella que pudiera calzarse el zapato. Envió a sus heraldos a recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo probaban en vano, pues no había ni una a quien le fuera bien el zapatito.

Al fin llegaron a casa de Ce-nicienta, y claro está que sus hermanastras no pudi-eron calzar el zapato, pero cuando se lo puso Cenicienta vieron con estupor que le es-taba perfecto. Y así sucedió que el Rey se casó con la jo-ven y vivieron muy felices.

FIN

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