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Reflexiones en torno a la experiencia y sus complejos protocolos (Versión preliminar) Die Sinne sind daher unmittelbar in ihrer Praxis Theoretiker geworden. [Los sentidos se han vuelto por ello inmediatamente teóricos en su praxis.] K. Marx. Me gustaría introducir las reflexiones que siguen con la lectura de dos curiosas anotaciones de Wittgenstein, escritas en 1931, y que aparecen consecutivamente en el libro recopilado bajo el título de Observaciones misceláneas (Vermischte Bermerkungen). Las transcribo aquí: Ich denke tatsächlich mit der Feder, denn mein Kopf weiß oft nichts von dem, was meine Hand schreibt. (Die Philosophen sind oft wie kleine Kinder die zuerst mit ihrem Bleitstift beliebige Striche auf ein Papier kritzeln & nun den Erwachsenen fragen ‚was ist das?’ – Das ging so zu: Der Erwachsene hatte dem Kind öfters etwas vorgezeichnet & gesagt: ‚das ist ein Mann’, ‚das ist ein Haus’ u.s.w.. Und nun macht das Kind auch Striche & fragt: was ist nun das?) (VB, 52-3) [Pienso en realidad con la pluma, pues mi cabeza a menudo no sabe nada de lo que mi mano escribe. (Los filósofos son a menudo como niños pequeños que primero garabatean con su lápiz cualesquiera trazos sobre un papel y luego preguntan a los adultos ‘¿qué es eso? – Esto es lo que pasó: el adulto había dibujado con frecuencia algo para el niño y decía: ‘eso es un hombre’, ‘eso es una casa’, etc. Y ahora el niño también hace trazos y pregunta: y ahora ¿qué es esto?)] La apretada reflexión que contienen estas anotaciones merece una sostenida, una demorada atención. En primer lugar habría que hacer una consideración de tipo histórico. Wittgenstein, el filósofo que, en principio, dio origen al positivismo lógico, y luego a la filosofía del lenguaje común; el filósofo desmitificador cuya intención última habría sido hacer desaparecer del lenguaje todo trazo de metafísica –es decir, de sinsentido–, parece confesar, en una suerte de “arte poética”, que escribe bajo los dictados de la pluma y no

Reflexiones en torno a la experiencia y sus complejos ... · K. Marx. Me gustaría introducir las reflexiones que siguen con la lectura de dos curiosas anotaciones de Wittgenstein,

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Reflexiones en torno a la experiencia y sus complejos protocolos (Versión preliminar)

Die Sinne sind daher unmittelbar in ihrer Praxis Theoretiker geworden.

[Los sentidos se han vuelto por ello inmediatamente teóricos en su praxis.] K. Marx.

Me gustaría introducir las reflexiones que siguen con la lectura de dos curiosas

anotaciones de Wittgenstein, escritas en 1931, y que aparecen consecutivamente en el

libro recopilado bajo el título de Observaciones misceláneas (Vermischte Bermerkungen).

Las transcribo aquí:

Ich denke tatsächlich mit der Feder, denn mein Kopf weiß oft nichts von dem, was meine Hand schreibt. (Die Philosophen sind oft wie kleine Kinder die zuerst mit ihrem Bleitstift beliebige Striche auf ein Papier kritzeln & nun den Erwachsenen fragen ‚was ist das?’ – Das ging so zu: Der Erwachsene hatte dem Kind öfters etwas vorgezeichnet & gesagt: ‚das ist ein Mann’, ‚das ist ein Haus’ u.s.w.. Und nun macht das Kind auch Striche & fragt: was ist nun das?) (VB, 52-3) [Pienso en realidad con la pluma, pues mi cabeza a menudo no sabe nada de lo que mi mano escribe. (Los filósofos son a menudo como niños pequeños que primero garabatean con su lápiz cualesquiera trazos sobre un papel y luego preguntan a los adultos ‘¿qué es eso? – Esto es lo que pasó: el adulto había dibujado con frecuencia algo para el niño y decía: ‘eso es un hombre’, ‘eso es una casa’, etc. Y ahora el niño también hace trazos y pregunta: y ahora ¿qué es esto?)]

La apretada reflexión que contienen estas anotaciones merece una sostenida, una

demorada atención. En primer lugar habría que hacer una consideración de tipo histórico.

Wittgenstein, el filósofo que, en principio, dio origen al positivismo lógico, y luego a la

filosofía del lenguaje común; el filósofo desmitificador cuya intención última habría sido

hacer desaparecer del lenguaje todo trazo de metafísica –es decir, de sinsentido–, parece

confesar, en una suerte de “arte poética”, que escribe bajo los dictados de la pluma y no

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los de la cabeza (es decir, del sentido común, la lógica, la razón). Esta afirmación bastaría

para incluirlo –y en este sentido, también desconstruirlo– entre los pensadores de la

medialidad (recordemos que unas décadas antes Nietzsche había afirmado que nuestros

pensamientos están sometidos a nuestros medios de escritura.) En todo caso, queda claro

que esta frase propone de entrada no sólo una renuncia al control del sentido desde una

instancia ordenadora, sino también una particular oposición binaria. Una tal poética

filosófica, más cercana a una anotación de Rilke que a una reflexión de Husserl, más

emparentada con la escritura automática que con las proposiciones de Russel, pero

influenciada, innegablemente, por el pensamiento aforístico Nietzscheano, está

apuntando a una distinción que resulta crucial para mis propósitos: cabeza y mano

funcionan allí como metonimias de dos “escenas”; la primera, la del proceso intelectivo

(la cabeza como asiento de las facultades racionales del ser humano), la segunda, la de la

escritura (la mano como órgano que empuña la pluma); dos escenas que para escándalo

de la tradición filosófica se presentan aquí disociadas, aunque ambas caracterizan formas

de pensar: pensar con sentido y pensar –haciendo trazos, escribiendo– con la pluma. Esto

quiere decir, básicamente, que si no estoy pensando de manera normalizada, con la razón,

con las facultades mentales, lo que escribo/pienso resulta (o puede resultar) ser un texto

(un artefacto cultural) que no responde al orden de la razón, que sería el del ordenamiento

conceptual, sino a un orden distinto de producción de sentido. Llamaremos a esta otra

forma de pensar, a este pensar con la pluma, por motivos que se harán evidentes en un

momento, una instancia de producción significante. Pero volvamos a las anotaciones de

Wittgenstein.

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En la edición crítica de las Observaciones misceláneas, publicada en 1994, no se

especifica si estas anotaciones eran en efecto contiguas en el manuscrito. Pero en todo

caso resulta curioso que, para efectos de nuestra lectura, en ambas el hilo conductor sea

el planteamiento de la posibilidad de escribir, dibujar, hacer trazos –con pluma o lápiz–

con o sin sentido. No cabe duda de que afirmar que se piensa con la pluma, y no con la

cabeza, implica de entrada una inversión de la más rancia tradición del pensamiento

filosófico (al igual que afirmar, como lo hace Wittgenstein en otro pasaje, que

“Philosophie dürfte man eigentlich nur dichten” [de hecho la filosofía sólo se debería

poetizar; 58]). Por ello, resulta sintomático que la frase al comienzo del pasaje entre

paréntesis hable precisamente de los filósofos. Sin embargo, en apariencia esta nueva

reflexión parece contradecir, o al menos contravenir, la anterior. Veamos esto con detalle.

Reaparece en el paréntesis la distinción pensar con la cabeza/pensar con la pluma,

ahora en la forma de dibujar (vorzeichnen)/garabatear (kritzeln), pero con la diferencia de

que, si antes ambas actividades eran realizadas por el sujeto, ahora razón y producción se

ven disociadas en la oposición binaria adulto/niño. Los filósofos son niños; los adultos,

obviamente, las personas con uso de razón. Y esa postura infantil es la que lleva a cabo

precisamente un escribir que no responde al orden de la racionalidad y que, por lo tanto,

deviene un garabatear. Tenemos entonces las dicotomías infancia-adultez, garabatear-

dibujar. Pero es el niño, y aquí reside la crítica (tradicionalmente entendida) de

Wittgenstein a la filosofía, el que no percibe las dicotomías, el que las borra al no

encontrar diferencia entre el dibujar del adulto y su garabatear. De acuerdo al niño –que,

no lo olvidemos, es el filósofo– no hay diferencia entre dibujar y garabatear y en

consecuencia resulta igualmente legítimo preguntar por lo que es aquello que se garabatea

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que por lo que es aquello que se dibuja. En la escena original (“esto es lo que pasó”) –y

esta parece ser la propuesta crítica de Wittgenstein– el adulto al dibujar representa (“una

casa”, “un hombre”), es decir hace patente un espacio de sentidos ya establecidos. Sin

embargo, el niño lee mal la escena: para él lo que ocurre es que el adulto, ahora

desjerarquizado en un simple “otro”, tendría la capacidad de producir (algún) sentido

(“esto es…”) sobre cualquier tipo de trazo que se le presenta. Y como resultado de dicha

mala lectura de la escena a partir de hacer borrosas las oposiciones (adulto/niño;

dibujar/garabatear) es que el filósofo-niño llega a formular la pregunta que, por ejemplo

según Heidegger, constituye no “una” sino “la pregunta histórica de nuestra existencia

occidental-europea” (Was ist das – die Philosophie, 10): la pregunta “¿qué es esto?”.

Imposible no ver aquí los rasgos de la crítica a la metafísica que Wittgenstein construye a

lo largo de su obra (así como una ironía intempestiva respecto a la aseveración de

Heidegger); metafísica que él atribuye a usos inadecuados del lenguaje –una instancia de

los cuales sería justamente esa pregunta de origen verbal griego. Y como de lo que se

trata, según Wittgenstein, es de devolver al uso corriente las aplicaciones metafísicas del

lenguaje (PU, 300), la extraña situación que presenta el paréntesis se explica con una

descripción normalizadora: los niños están imitando una conducta racional, pero en su

limitada capacidad como infantes la remedan de manera exterior, sin entenderla y por

tanto distorsionándola. Hasta aquí el paréntesis. Volvamos, entonces, a la conjunción de

ambas anotaciones.

Quiero ahora insistir en el paralelismo que se establece entre la primera frase y el pasaje

entre paréntesis. Lo hago explícito: Wittgenstein, el filósofo escribe (traza) algo de lo que

su cabeza no sabe nada; los filósofos hacen trazos que para el adulto/no-filófoso no se

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entienden. Es cierto que la primera frase dice “escribe” (schreibt) y la segunda

“garabatean” (kritzeln). No lo es menos que, conocida la posición crítica de Wittgenstein

respecto a la filosofía, la comparación de los filósofos con niños parece apuntar

claramente en la dirección de hacer evidente hasta qué punto aquellos se dejan

“embrujar” por sus construcciones verbales (Philosophische Untersuchungen, § 109) –

sus garabatos. Sin embargo, la primera frase no nos permite confinarnos a la vulgata

wittgensteiniana pues ejerce un poderoso efecto desconstructivo: el mismo Wittgenstein

reconoce que su cabeza no sabe nada de aquello que escribe y, si eso es cierto, también

ha de aplicarse a la anotación entre paréntesis. Entre ambas anotaciones se establece una

compleja tensión dialéctica en la que la crítica se diluye en posible descripción y

viceversa. Procedamos entonces, sin prejuicios racionalistas –perdóneseme el oxímoron–

y tomando cum grano salis la versión oficial de la filosofía de Wittgenstein, a analizar las

implicaciones de esta situación. (Cabría aquí una reflexión sobre las analogías con la obra

teórica de Valéry.)

Las oposiciones niño/adulto y garabatear/dibujar podrían identificarse por analogía en

la primera anotación reunidas en un único sujeto: productor/lector que “piensa con la

pluma”. La actividad del pensar por ello trasciende el ámbito de la racionalidad

restringida, el espacio de los sentido aceptado y sancionados colectivamente, para

incursionar en el de la producción de sentidos. Este estado de cosas nos permite invertir

la lectura normalizada implícita en el pasaje entre paréntesis, es decir, adoptar la mala

lectura filosófico-infantil como una propuesta alternativa de hacer o, más precisamente,

como la posibilidad de producir sentido. Así, si la metáfora del dibujar/garabatear puede

ahora explicitarse como formas de escritura –y por extensión un tanto problemática por

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ahora, de pensamiento– (volveré sobre este punto), hemos de concluir que la conjunción

de esas dos anotaciones plantea la posibilidad de “recibir” esas formas –evito

voluntariamente el verbo “percibir”– fuera del orden conceptual que las sanciona como

poseedoras o carentes de sentido. Pero exploremos esta noción de “recibir”.

Cuando algo –no determinemos por ahora su naturaleza– se nos presenta, lo percibimos

supuestamente a partir de nuestros sentidos: veo un árbol, una casa, un juego de fútbol;

oigo música, ruido; percibo una situación tensa, una insinuación amorosa; contemplo una

obra de arte, etc. Pero esta evidencia se deshace una vez que exploramos con más detalle

el proceso mismo de dicha percepción. Podemos decir que todo ser humano ve un árbol

cuando tiene uno enfrente. Pero ¿podríamos decir que ocurre lo mismo con el juego de

fútbol? ¿No se requiere acaso de una historia y de una cultura para percibir lo que allí

sucede? Si bien es cierto que todos los seres humanos oímos, ¿se puede decir que

inequívoca y transhistóricamente todos perciben un determinado arreglo de sonidos como

música, como ruido? Por otra parte, ¿son los indicios de la tensión o del erotismo

independientes de un aprendizaje, de una “educación sentimental” que está

indisociablemente vinculada a una sociedad, a una cultura? Y por último, ¿sería posible

decir –al menos, de manera evidente, después de Duchamp– que percibimos de inmediato

y sin hesitación lo que es una obra de arte y lo que no lo es? A lo que quiero llegar es al

hecho de que percibimos sin ambigüedad cosas y sensaciones. Pero una vez fuera del

ámbito restringido de dichos fenómenos, lo que percibimos está condicionado por un

complejo de procesos de aprendizaje, con anclaje histórico y cultural, que por razones

que es preciso analizar se hacen inconspicuos al ser etiquetados con la rúbrica de

“experiencia”.

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Habría sin embargo que preguntarse, ¿pero no es entonces la experiencia lo que se

adquiere de forma directa, en contacto con las cosas y los hechos, al margen de las

interpretaciones? En base a lo dicho anteriormente, se hace necesario distinguir dos

formas de experiencia. Apelemos, para determinarlas, a las dos palabras que tiene el

alemán para denominarla: una es la palabra Erlebnis, derivada del verbo leben: vivir, y

que significa “padecer, compadecer, tomar parte” (Duden), y la otra es la palabra

Erfahrung, derivada del verbo erfahren, que etimológicamente significaba “viajar,

atravesar, recorrer, alcanzar” (Duden). En el primer caso, la experiencia indica lo que se

puede percibir/recibir de forma inmediata, como pasión, padecimiento; en el segundo, lo

que requiere de un proceso, una travesía, para aparecer. La duplicidad terminológica del

alemán se complementa de manera enriquecedora con la anfibología latina que vincula en

una palabra ambas nociones. La palabra experientia significa “intento, prueba,

experimento” (Lewis and Short) y sólo por transferencia, en el período posterior a

Augusto, lo que hoy entendemos por experiencia; la palabra experimentum tiene

exactamente el mismo significado original y el mismo sentido transpuesto. Ambas

derivan del verbo experiri que tiene como sentido etimológico –a partir del prefijo ex y

de la raíz per– “conducir”; “pasar a través” (Lewis and Short). Tenemos entonces la

posibilidad de entender la experiencia –en este segundo sentido, que es el que acá nos

ocupará– contra toda una tradición, es decir, como un procedimiento, más precisamente

como un experimento en el que no sabemos de antemano cuál será el resultado. La

experiencia es un aprendizaje que, en tanto un proceso, permite comenzar a identificar un

determinado utensilio, una determinada situación, un determinado arreglo de cosas o de

hechos; es, por decirlo así, un proceso que, una vez asimilado, nos permite “etiquetar” un

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estado de cosas y, de allí en adelante, proyectar sobre lo percibido lo ya sabido y

entenderlo de acuerdo a ello.

Como resultado de esta reflexión, las teorías más recientes (entre las que se encuentra la

teoría de los medios, de la medialidad) han comenzado a poner en evidencia que esta

concepción de que hay una experiencia inmediata, vivible, insustituible, inefable es en

realidad un “ideologema”. Dicha concepción de la experiencia no mediada (insisto: al

margen de la percepción de cosas y sensaciones), en consecuencia, ha sido desconstruida

por una teorización que hace que entendamos que en realidad la experiencia nunca es

inmediata y que, al contrario, siempre está mediada por mecanismos que, a través de una

forma predeterminada de procesar los datos (sensoriales o de otro tipo), a través de la

herencia cultural, a través de la educación, a través de los medios que utilizamos para

transmitirlos y/o archivarlos (para sólo nombrar algunos aspectos), nos imponen maneras

de “experimentar” que sólo la costumbre hace percibir como naturales, inmediatas, puras,

esenciales, en una palabra, “humanas”. El resultado de la operación tradicional de estos

mecanismos es que se hacen invisibles, imperceptibles (de allí su carácter en parte

ideológico), pero no por ello menos presentes, ni menos efectivos. Esos mecanismos de

“adquirir” la experiencia están siempre ahí, pero (ya) no los vemos. De allí que creamos,

de manera irreflexiva, que tenemos, adquirimos experiencia cuando en realidad, las más

de las veces, sólo respondemos a patrones de convencionalización de la experiencia.

Y es precisamente con la intención de hacer patentes esos patrones, de evidenciar el

proceso de etiquetamiento que tiene lugar en lo que llamamos experiencia, que quiero

recurrir a la expresión “protocolos de la experiencia” que Deleuze y Guattari introducen,

aunque sin elaboración en Kafka. Para una literatura menor (“Nous ne croyons qu’à une

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expérimentation de Kafka, sans interprétation ni signifiance, mais seulement des

protocoles d’expérience” [No creemos sino en una experimentación de Kafka, sin

interpretación ni significancia, sino sólo protocolos de experiencia], 14). Las experiencias

verdaderamente inmediatas no requieren dichos protocolos: la luz se ve, los sonidos se

oyen, el fuego quema y los golpes duelen; no hay forma de que esto no sea así. Sin

embargo, las otras experiencias conllevan un complejo de presupuestos y de procesos

difícilmente asimilable a la respuesta inmediata, irreflexiva de la percepción y la

sensación. Por ejemplo, ver un libro –impreso, en el siglo XV; digital en el siglo XX–,

requiere de todo un entrenamiento histórico y cultural, de un protocolo que nos permita

entender que en la palabra “libro” se encierra no una simple denominación, sino también

una función, una cultura, una concepción del saber, un status, etc. En lo que sigue hablaré

de “protocolos de la experiencia” cuando quiera llamar la atención sobre el carácter de

proceso inherente a toda experiencia; es decir, cuando quiera poner el acento sobre eso

“otro” que a menudo pasa desapercibido y que califica y cualifica la experiencia.

La palabra protocolo proviene del griego (proto/kollon) y significa “la primera

ko/llhma [hoja de papiro] de un rollo que lleva la autenticación oficial y la fecha de

manufactura del papiro” (Liddell & Scott). Extendiendo esta sentido a la expresión que

nos ocupa, podríamos decir que un protocolo es el proceso que permite delimitar,

identificar y autenticar un estado de cosas como una experiencia particular, repetible,

transmisible, inteligible. El protocolo, y en este sentido podemos ver atisbos de su

aplicación en ámbitos diplomáticos, hace posible la ritualización en la que, al fin de

cuentas, consiste toda experiencia; ritualización que sólo una mirada desconstructiva es

capaz de hacer patente (más adelante daré un ejemplo emblemático). De allí que, si bien

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toda experiencia está mediada por protocolos, por efectos de convencionalización, de

ritualización, estos pierdan su carácter de proceso, se “sedimentan” transparentando lo

que así se nos aparece como “experiencia pura”: el protocolo se oculta, se hace invisible,

se naturaliza.

Esta situación debería evidenciarse en muchas circunstancias de nuestra vida diaria. Se

tiende a pensar, por ejemplo, que cuando se siente algún tipo de emoción o se tiene algún

tipo de reacción estética frente a un objeto, ello responde a que el objeto mismo genera

esa reacción y no a que ella es el resultado de una acumulación histórica de perspectivas

respecto a la forma en que nosotros recibimos/percibimos ese objeto. Esa forma de pensar

nos lleva a postular (para entrar en terrenos más controversiales) que hay obras de arte,

procesos mentales, formas de convivencia social, paradigmas de cultura, sistemas de

gobierno que son verdaderos, adecuados y correctos –“normales”– y otros que no lo son;

y, además, nos induce a creer que pensar de tal manera constituye el reflejo de una

realidad, de una verdad absoluta. Olvidamos así que en todos esos casos –en los estéticos,

en los psicológicos, en los sociales, en los culturales, en los políticos– toda reacción

nuestra está siempre mediada por una serie de mecanismos que nosotros heredamos, a

través de la escuela, de la enseñanza, de la cultura en la que estamos, de la región en la

que nos encontramos, de la lengua que hablamos. Y esos mecanismos constituyen otros

tantos protocolos de la experiencia.

En este sentido, podemos decir que el protocolo siempre está allí para “refrendar”,

“autenticar” la experiencia –incluso cuando, por efecto de la naturalización, se ha hecho

invisible. La prueba de que esto es así reside en el hecho de que, cuando se lo transgrede,

cuando de alguna manera el estado de cosas que se nos presenta no se corresponde con el

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protocolo, se nos hace imposible asimilar dicha situación a algún tipo de experiencia. En

esos casos se deshace el efecto de “naturalización”: hay un desplazamiento en relación

con el patrón heredado que constituye la experiencia, respecto a la experiencia mediada

que la cultura nos hace aprender como inmediata. La “naturalización” oculta la verdadera

“naturaleza” de los protocolos; lo que indica hasta qué punto ciertos protocolos funcionan

con la, o más precisamente, como experiencia.

Hablar entonces de “protocolos de la experiencia” implica, básicamente, llamar la

atención sobre las formas de ordenamiento en las que lo que nosotros experimentamos se

ha concretado, en tanto experiencia, para nuestra existencia; pero también recordar que la

experiencia, en el sentido que acá nos interesa, más que un “reconocimiento”, involucra

una “experimentación”, un proceso que puede, por ello mismo, distanciarse de los

protocolos establecidos; es decir, que no se aviene siempre a las “experiencias previas”.

Surge así una nueva distinción en el plano de la experiencia que venimos discutiendo.

Hemos hablado de protocolos naturalizados de la experiencia, pero ahora aparece la

posibilidad de que dichos protocolos se transgredan, se problematicen. ¿Qué ocurre en

ese caso? Para responder a esta pregunta voy a acudir a un pensador que, habiendo

reflexionado con frecuencia sobre la noción de experiencia, parece haber dado con las

claves para proponer una distinción adecuada entre las formas en las que operan los

protocolos. Walter Benjamin, en efecto, acude, en “Sobre algunos motivos en

Baudelaire” (1939), a la distinción entre Erlebnis y Erfahrung y nos proporciona, tanto

en ese ensayo como en otros textos, valiosas reflexiones sobre la experiencia. Habría que

precisar, de entrada, que la posición de Benjamin en relación a la experiencia –y a lo que

él llama “la pobreza de experiencia”– es, en cierto sentido, ambivalente. Educado en la

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 12

fuerte cultura de la Europa central de finales del siglo XIX y comienzos del XX, era

Benjamin un heredero de las más sólidas tradiciones estéticas y filosóficas de occidente y

en tanto tal respondía a ellas en sus lecturas, en sus apreciaciones y análisis. Sin embargo,

al ser también testigo de cambios monumentales históricos, políticos y tecnológicos, no

dejó de apuntar hasta qué punto dichas tradiciones imponían una forma de percibir, de

entender, de pensar. De allí que viera en pensadores como Valéry, en movimientos como

el Surrealismo, en prácticas fundadas en la tecnología como la fotografía y el cine, la

apertura hacia transformaciones radicales de esa cultura; transformaciones que harían

posible formas alternativas de experiencia. Esta ambivalencia ha hecho posible que se

interprete la obra de Benjamin –a mi juicio, de manera reductiva– como un diagnóstico

de la decadencia de la cultura contemporánea como resultado de los avances tecnológicos

y de la pérdida de los valores centrales de la cultura occidental. Sin embargo es preciso, a

la hora de leer su obra, mantener el equilibrio entre ambas posiciones para calibrar hasta

qué punto su proyecto consistía precisamente en establecer una compleja articulación

histórica entre las distintas concepciones culturales que sustentaban estas radicalmente

distintas perspectivas y fundamentar un pensamiento que permitiera pensarlas en

términos de un devenir histórico. De allí que, en un pasaje que resuena con el Marx de los

Manuscritos económico-filosóficos, afirmara en “La obra de arte en la época de su

reproducibilidad técnica” (1936/1939) que:

Innerhalb großer geschichlicher Zeiträume verändert sich mit der gesamten Daseinsweise der menschlichen Kollektiva auch die Art und Weise ihrer Sinneswahrnehmung. Die Art und Weise, in der die menschliche Sinneswahr-nehmung sich organisiert –das Medium, in dem si erfolg– ist nicht nur natürlich sondern auch geschichtlich bedingt. (Gesammelte Schriften I, 2, 478)

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[Dentro de los grandes períodos históricos se modifica, junto con toda la forma de existencia de los colectivos humanos, también el modo y manera de su percepción sensorial. El modo y manera en el que se organiza la percepción sensorial humana –el medio en el que se produce– no está sólo natural sino también históricamente condicionada.]

Una tal afirmación tiene como consecuencia inevitable la imposibilidad de concebir la

experiencia en términos transhistóricos, pues al transformarse la percepción se

transformarán necesariamente también las formas que aquella adquiera. De allí que

estipule, en “Sobre algunos motivos en Baudelaire” (1939), que:

In der Tat ist die Erfahrung eine Sache der Tradition, im kollektiven wie im privaten Leben. Sie bildet sich weniger aus einzelnen in der Erinnerung streng fixierten Gegebenheiten denn aus gehäuften, oft nicht bewußten Daten, die im Gedächtnis zusammenfließen. (Ibid, 608) [De hecho, la experiencia (Erfahrung) es un asunto de tradición, tanto en la vida colectiva como en la privada. Ella se conforma menos a partir de hechos individuales estrictamente fijados en el recuerdo que a partir de datos acumulados, a menudo no conscientes, que confluyen en la memoria.]

Descripción que coincide, como vemos, con las reflexiones que he venido adelantando.

Sin embargo, me gustaría detenerme en la reflexión particular –quizá la más compleja–

de Benjamin sobre la noción misma de experiencia que se encuentra en su ensayo

“Experiencia y pobreza” (1933). Este ensayo se divide en dos partes claramente

discernibles; cada una de las cuales parece responder a las dos perspectivas –que

podríamos bautizar, a partir de Derrida, respectivamente como “nostálgica” y “jubilosa”;

e insisto aquí en el imperativo de pensar cómo conviven ambas en el pensamiento de

Benjamin– que mencioné anteriormente. En la primera, que se repite casi literalmente en

el ensayo “El narrador” (1936), Benjamin desarrolla brevemente la noción de

Erfahrungsarmut, de “pobreza de experiencia” que se ha apoderado de Europa luego de

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 14

la primera guerra mundial (y que, claro está, ronda el ambiente de la guerra que ya se

insinúa a mediados de los 30). Uno de los elementos que acompañan dicha pobreza

(Armseligkeit) es el “enorme despliegue de la técnica” (GS II, 1, 214). Benjamin advierte:

“Ja, gestehen wir es ein: Diese Erfahrungsarmut ist Armut nicht nur an privaten sondern

an Menschheitserfahrungen überhaupt. Und damit ein Art von neuem Barbarentum.” (Sí,

confesémoslo: esta pobreza de experiencia no es sólo pobreza en experiencias privadas

sino en experiencias humanas en general. Y con ello una forma de nueva barbarie; 215).

Pero inmediatamente, en un sorpresivo giro, cuando precisamente parecía llegar a su

conclusión (estas reflexiones, en “El narrador”, se transponen en este punto a la noción de

narración), el ensayo toma una dirección casi opuesta. “Barbarentum? In der Tat. Wir

sagen es, um einen neuen, positiven Begriff des Barbarentums einzuführen.” (¿Barbarie?

En efecto. Lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie; Ibidem.)

Benjamin habla ahora del bárbaro como el que “retoma desde el comienzo”, el que

“empieza de nuevo”, el que “construye a partir de poco”, el que “hace tabula rasa”; y los

ejemplos de bárbaros que aduce son nada menos que Descartes, Einstein, los cubistas,

Klee, Scheerbart –hoy un casi olvidado novelista de ciencia-ficción y autor del libro

“Arquitectura en vidrio” (1914)–, Loos, la Bauhaus, Le Corbusier… Ellos no son

“ignorantes” ni “inexpertos”; al contrario: “Sie haben das alles ‘gefressen’, ‘die Kultur’

und den ‘Menschen’ und sie sind übersatt daran geworden und müde” (han ‘devorado’

todo eso, ‘la cultura’ y el ‘ser humano’ y están saturados de ello y cansados; 218); por

ello “stoßen vom hergebrachten, feierlichen, edlen, mit allen Opfergaben der

Vergangenheit geschmückten Menschenbilde ab” (rechazan la concepción humana

tradicional, solemne, noble, adornada con todas las ofrendas del pasado; 216). Para ellos

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 15

se trata menos de describir la realidad (Wirklichkeit) que de transformarla (217) y,

sintomáticamente, su interés reside en el tipo de criatura que surgirá, gracias a los

avances técnicos, del antiguo ser humano; avances técnicos que, tal como el nuevo

medio-vidrio según Scheerbart, “wird den Menschen vollkommen umwandeln”

(cambiarán completamente al ser humano; 218).

Como vemos, para Benjamin el diagnóstico de la “pobreza de experiencia”, de la

“atrofia [Verkümmerung] de la experiencia”, como la denomina en otra parte, no tiene

implicaciones exclusivamente nostálgicas. Si bien implica, en cierta medida, una difícil

renuncia a toda una tradición, a una sedimentada forma de vida, también hace posible la

aparición de formas inéditas de existencia en las que lo humano, incluso al precio de

“sobrevivir a la cultura” (219), adquirirá nuevas y no menos auténticas fisonomías. El

cine –y este es el argumento central del célebre ensayo sobre la reproducibilidad técnica–

sería uno de los instrumentos de dicha transformación; una transformación que afectaría

las formas de ver, de sentir, de entender de un ser humano cuyos sentidos, hasta ese

momento, habían sido educados por la pintura, por la temporalidad de la vida cotidiana,

por la sensibilidad de la novelística. Hay sin embargo un punto en el que me gustaría

“refinar” el análisis de Benjamin, para continuar con el que acá propongo. En el ensayo

que discutimos, hay un pasaje en el que llega a afirmar que los humanos ya no aspiran a

nuevas experiencias sino a liberarse de las experiencias (218). Quizá esa afirmación se

deba a un cierto tenor apocalíptico que respondía a la situación histórica y las crisis que

se insinuaban en ella o tal vez, como se ha comentado, a una influencia de ciertas

posturas radicalmente iconoclastas de Brecht. Pero ¿cómo pensar de manera consistente

que, a partir de un momento de la historia, ya no habría experiencias de ningún tipo, sino

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 16

sólo la aparición incesante de lo nuevo? (También se impondría aquí la pregunta de

¿cómo se dinamiza la existencia humana si no se concibe la producción de nuevas

experiencias?) La formulación, me parece, no se sostiene ni siquiera en los términos del

análisis de Benjamin. Las transformaciones sociales y las innovaciones técnicas

transmutan la imagen del ser humano y con ello crean, para decirlo con Wittgenstein, una

nueva forma-de-vida; una forma-de-vida que ha de articularse sobre la base de otras

experiencias, de otros tipos de experiencia. Sería entonces más adecuado, incluso más

coherente concluir que frente al empobrecimiento de la experiencia –expresión que

apunta al anverso nostálgico de la posición de Benjamin– o frente a las transformaciones

individuales, sociales y culturales producidas por los avances tecnológicos y los cambios

de mentalidad –el reverso “jubiloso” de aquella posición– lo que se hace evidente es la

necesidad de producir nuevas experiencias. Pero la experiencia, lo hemos mostrado, no

se da nunca de manera inmediata; necesita siempre de un protocolo. Y el protocolo, como

también hemos discutido, es una formación histórica. ¿Qué pasa entonces cuando nos

enfrentamos con “nuevos” ordenamientos de cosas o hechos, con “nuevos” estados de

cosas? ¿Qué ocurre cuando nos enfrentamos con “lo (aparentemente) nuevo”? Lo que

ocurre es que intentamos –muchas veces a partir de lo sabido, lo conocido, lo

experimentado– crear un nuevo protocolo. Y si he denominado “naturalizados” los

protocolos que dan cuenta de la experiencia sedimentada, denominaré los protocolos que

surgen de esta inédita –inaudita– situación, protocolos “alternativos” de la experiencia.

Tratemos de recorrer el proceso a partir de un ejemplo histórico.

La primera reacción que indujo la aparición de las manifestaciones del arte de

vanguardia fue, por supuesto, la de rechazo. Y esto tanto en el ámbito de las artes

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 17

plásticas como en los de la música y la literatura. No podía ser de otra manera: las nuevas

obras proponían estados de cosas –sigo apelando a esta denominación pues me parece la

más neutra– que no podían asimilarse a los protocolos naturalizados de la experiencia y

por tanto no podían convertirse en experiencia. Una segunda reacción consistió en tratar

de, a partir de los protocolos naturalizados, imponerles una lectura. Las nociones de lo

“feo”, lo “grotesco”, lo “absurdo”, que se articulan por inversión con los cánones

naturalizados, se impusieron para explicar estas formas de arte como la reacción frente a

las crisis y al caos del mundo contemporáneo, a la pérdida de valores, y en consecuencia

como la “descripción” de un mundo que había perdido sus claves y su centro. (No ha de

sorprender que esta reacción perviva hoy en día en manuales e historias del arte.) La

tercera (¿y última?) reacción ha sido tratar de entender, no cómo estas obras “reflejan” o

“distorsionan” el mundo, sino qué mundo, qué formas-de-vida nos están proponiendo,

qué experiencias otras están inventando al violentar de esa manera los protocolos

naturalizados. Dentro de esta caracterización podemos situar, a partir de nuestra

propuesta terminológica, al menos parcialmente el análisis de Benjamin. El “aura”, que

en la primera versión del ensayo sobre la reproducibilidad técnica de la obra de arte él

caracteriza como “ein sonderbares Gespinst aus Raum und Zeit: einmalige Erscheinung

einer Ferne, so nah sie sein mag” (un tejido singular de espacio y tiempo: manifestación

única de una lejanía, por más cercana que sea; GS I, 2, 440), constituye una instancia

ilustrativa de lo que he llamado un protocolo naturalizado de la experiencia. Con dicha

noción, nunca claramente definida por Benjamin, lo que se quería hacer patente era

precisamente las condiciones de recepción que hacían posible que las obras de arte se

apreciaran en el campo de una experiencia educada, que se percibiera que ellas se

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 18

referían, para decirlo con Hans Blumenberg, a “un mundo determinado por la experiencia

disciplinada” (Aesthethische und Metaphorologische Schriften, 199). Y Benjamin

patentiza ese “protocolo naturalizado” precisamente –y esto es a mi juicio lo más

relevante en este contexto– para, acto seguido, proceder al análisis del proceso de su

“destrucción” por parte de obras que llevan en sí mismas las marcas de la

reproducibilidad técnica y que por tanto proponían un protocolo alternativo de

experiencia. No hacía falta patentizar la presencia del aura de las obras en el campo

cultural en el que ellas funcionaban adecuadamente: ella funcionaba inconspicua en la

existencia de las obras, por lo que se las recibía como experiencia –inmediata. Sin

embargo, la virtualidad del protocolo se manifiesta de nuevo cuando las obras que se nos

presentan –en los ejemplos de Benjamin: la fotografía y el cine– ya no pueden ser

percibidas, asimiladas, entendidas desde él, cuando requieren que se establezca otro

protocolo, o bien como extensión del anterior, o bien como alternativo respecto a él.

Volvamos ahora, luego de esta larga aunque sólo aparente digresión, a las anotaciones

de Wittgenstein y atendamos brevemente a un aspecto sobre el que hasta este momento

no he insistido. El pasaje entre paréntesis es, en realidad, una metáfora sostenida: para

hablar de lo que hacen los filósofos –con el lenguaje, claro está–, se recurre a la imagen

de niños que garabatean; es decir, se desplaza (¿con fines ilustrativos?) el registro de

dicho hacer desde “la escena de escritura” (como diría Derrida) a la de la representación

pictórica, a la “escena de la pintura”. Sin embargo, también esta escena está asediada por

problemáticas que de inmediato desconstruyen su presunto impulso ilustrativo, como lo

muestra Michael Baxandall, en su libro Painting and Experience in Fifteenth Century

Italy:

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 19

Some of the mental equipment a man orders his visual experience with is variable, and much of this variable equipment is culturally relative, in the sense of being determined by the society which has influenced his experience. Among these variables are categories with which he classifies his visual stimuli, the knowledge he will use to supplement what his immediate vision gives him, and the attitude he will adopt to the kind of artificial object seen. The beholder must use on the painting such visual skills as he has, very few of which are normally special to painting, and he is likely to use those skills his society esteems highly. The painter responds to this; his public’s visual capacity must be his medium (PE, 40; énfasis míos). [Parte del equipamiento mental con el que el hombre ordena su experiencial visual es variable y gran parte de este equipamiento variable es relativo culturalmente, en el sentido de que está determinado por la sociedad que ha influenciado su experiencia. Entre estas variables están las categorías con las que clasifica sus estímulos visuales, el conocimiento que usará para suplementar lo que su visión inmediata le ofrece y la actitud que adoptará respecto al tipo de objeto artificial visto. El espectador debe aplicar a la pintura las destrezas visuales que tiene, de las cuales muy pocas son normalmente específicas de la pintura y muy probablemente usará aquellas destrezas que su sociedad tiene en alta estima. El pintor responde a esto; su medio [médium] debe ser la capacidad visual de su público.]

Intentemos aplicar estas observaciones a la “lectura” de la escena que nos propone

Wittgenstein. Si, como indiqué al comienzo, la frase fuera del paréntesis nos autoriza a

leer de manera simplemente descriptiva, no prescriptiva, lo que se dice dentro de él, los

planteamientos de Baxhandall hacen dicha autorización inherente a la escena misma que

se nos presenta. El adulto constituye la instancia de la tradición de la representación: es el

que al dibujar establece las pautas de la representación que en el futuro, como espectador,

exigirá a lo (re)presentado, al objeto pictórico visto. Esas pautas conforman el tipo de

“equipamiento” que alude Baxhandall: las destrezas, las categorías y los conocimientos

que harán posible que lo visto sea efectivamente visible. (No perdamos de vista el hecho

de que dichos conocimientos, dichas categorías y destrezas no son exclusivos de la

percepción de la pintura.) En nuestra terminología, con resonancias foucaultianas,

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 20

diríamos que el adulto encarna en esta escena el mecanismo de sujeción a los protocolos

naturalizados de la experiencia; por lo tanto, “representa” –en el doble sentido transitivo

e intransitivo– aquello que se puede reconocer, más aun, ver (“esto es un hombre”, “esto

es una casa”). En ese orden, que no es específico de la pintura, se inscriben los artefactos

culturales que responden y corresponden a esas pautas de visibilidad. De allí que el pintor

deba acudir al medio de “la capacidad visual de su público”. Hasta aquí, lo esperado.

¿Qué ocurre entonces en la escena que propone Wittgenstein? El niño ahora garabatea, es

decir, hace trazos que no responden ni corresponden a aquellas pautas de representación

y, por ello, problematizan, distorsionan, alteran, en suma, enrarecen “la capacidad visual

de su público”, esto es, los protocolos naturalizados de la experiencia. Tenemos entonces

una clase de “pintor” que no apela al equipamiento perceptivo del público y un trazado

que no puede “verse”, puesto que toda visibilidad depende de dicho equipamiento. ¿Qué

hace entonces este trazado? Nada, si ha de percibirse desde los protocolos naturalizados

de la experiencia. Sin embargo, pensado al margen de ellos, cumple en una primera

instancia una tarea muy singular. El trazado “no puede entenderse”, es un “garabato” –

ambas expresiones se encuentran aún situadas en el radio de acción de los protocolos

naturalizados– y eso lo transforma, literalmente, en una pregunta: “ahora ¿qué es esto?”

La pregunta que el niño (el filósofo, según Wittgenstein; el nuevo bárbaro, según

Benjamin) propone no exige una identificación de lo representado; es en realidad la

pregunta en la que se convierte el “garabato” que no puede ser visto; esto es, una

pregunta que interroga, que cuestiona, que solicita –para usar el término de Derrida– el

orden de los protocolos naturalizados de la experiencia y no puede, obviamente,

responderse desde allí.

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 21

Desempaquemos, para poder avanzar en la reflexión, la metáfora de la “escena de la

pintura”. Es por lo menos sintomático que Wittgenstein haya intentado ilustrar lo que en

realidad sería un proceso de pensamiento –y escritura– con el caso de la representación

pictórica. Ya me referí a la ecuación implícita que se establece entre escritura-dibujo en

el pasaje de Wittgenstein. Claramente su propósito parecía ser hacer evidente la

preponderancia de la función representativa para su argumento. Sin embargo, como es

siempre el caso, las metáforas contaminan los campos que vinculan y así el tenor –en este

caso el pensamiento filosófico– no sólo se ve modelado por el vehículo –el acto de

dibujar, con o sin lógica visual– sino que a su vez lo modula. Tenemos entonces no sólo

ut pictura philosophia, sino ut philosophia pictura: es decir, la filosofía es como la

pintura, pero también la pintura es como la filosofía. De esta manera, al intentar iluminar

un sentido, en realidad se desborda el campo de acción de la comparación. De allí que

podamos extender la “escena” implícita de la escritura y explícita de la pintura, a otras

prácticas culturales de representación, de organización de elementos visuales y/o sonoros,

de ordenamientos espaciales y/o corporales, de comportamiento y de pensamiento que se

proponen a la mirada “lectora”, y en general a los patrones de producción de artefactos

culturales.

Gracias a ello puede verse, en el caso del lenguaje, cómo la siguiente afirmación de

Ricoeur, en La Métaphore vive, es una transposición de lo que ocurre en la “escena de la

pintura” que discutimos: “La création de significations nouvelles, liée au surgissement

d’une novelle manière de questionner, met le langage en état de carence sémantique” (la

creación de significaciones nuevas, ligada al surgimiento de una nueva manera de

preguntar, pone al lenguaje en estado de carencia semántica; 369). ¿No es precisamente a

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 22

esto a lo que se refería Wittgenstein? Aquí un filósofo (pero ya sabemos, también un

escritor), al proponer una forma nueva de interrogar, coloca el orden discursivo en

“estado de carencia semántica”. Pero si, como acabo de indicar, estas “escenas” son

igualmente identificables en el espacio de las prácticas culturales no verbales, en ellas se

generarían las mismas consecuencias. Tendríamos así piezas sonoras que revelarían un

estado de “carencia musical”, arreglos de movimientos corporales que evidenciarían un

estado de “carencia coreográfica”, complejos de trazados que plantearían una “carencia

visual”, etc. Y ello evidenciaría –quizá el aspecto más relevante en la cita de Ricoeur– la

“creación de nuevas significaciones”. Y es precisamente en eso, en la creación de nuevas

significaciones que consiste lo que denominé al comienzo producción significante.

Habría que derivar varias consecuencias de esto.

En primer lugar, dado que una tal producción significante (y es necesario atender a la

cuidadosa escogencia de estas palabras) ni refiere ni puede adaptarse a ninguna

experiencia registrada, suscrita, sancionada, patentiza de manera radical el hecho –

esencialmente teórico– de que percibimos y entendemos a partir de protocolos de la

experiencia. El primer desajuste, entonces, que proporciona el estado de cosas que

presenta la escena es de naturaleza teórica: al no poder ver, entender, y por tanto

contestar, qué es eso, el receptor se ve en la necesidad de pensar la situación de la

presentación misma de un trazado invisible, ininteligible. De allí que dicho trazado fuerce

una mirada retrospectiva hacia las formas aceptadas de recepción y comprensión, hacia la

experiencia naturalizada a partir de la invisibilización de los protocolos.

En efecto, si propongo que las producciones del lenguaje son aquellas que se avienen a

las tipologías de la construcción del sentido semántico no puedo entender sino un “ahora

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 23

¿qué es eso” en las especulaciones verbales de Heidegger o de Deleuze o de Derrida; ni

puedo leer sino un “ahora ¿qué es eso?” en un poema de Vallejo o de Stevens o de Celan;

si concibo las artes visuales en términos de la tradición de la (re)presentación plástica de

elementos, no puedo ver sino un “ahora ¿qué es eso?” en “El gran vidrio” de Duchamp o

una propuesta del grupo “Art and Language” o las “Reticuláreas” de Gego; si percibo la

música como una organización de sonidos en el marco de los parámetros de la armonía

occidental, no puedo escuchar sino un “ahora ¿qué es eso?” en una pieza para piano

preparado de Cage o “Le marteau sans maître” de Boulez o algún título no decible de la

obra de Anthony Braxton; si me atengo a la convención narrativa y visual de presentación

cinematográfica, no puedo percibir sino un “ahora ¿qué es eso?” en películas como “El

hombre con la cámara de cine” de Vertov o “Blow Up” de Antonioni o “El viento se

llevó lo que” de Agresti. Las coreografías de Merce Cunningham y Pina Bausch nos

propondrían la misma interrogante en el campo de la danza; los diseños arquitectónicos

de Mies van der Rohe y Zaha Hadid, en el de la arquitectura…Y si bien, en estos

ejemplos, he privilegiado obras convencionalmente llamadas obras de arte, en realidad la

pregunta “ahora ¿qué es eso?”, es decir, la pregunta que por lo expuesto hasta aquí

alternativiza los protocolos de la experiencia, es una pregunta que, mirada con atención,

propone en general todo artefacto cultural. (Remito aquí a mi artículo “Breve

introducción a los artefactos culturales”.)

En segundo lugar, dado que la producción significante nos propone, en efecto, lo que

Ricoeur llama “nuevas significaciones”, éstas para devenir tales requieren de la creación

de un marco conceptual en el que se las entienda, se las perciba (estas nociones se hacen,

en vista de lo discutido hasta aquí, casi sinónimas). Esto implica que, luego de la

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 24

desestabilización que introduce en el sistema de recepción, en el ámbito de los protocolos

naturalizados de la experiencia, surge la necesidad de proponer nuevas marcos de

comprensión; marcos que configurarán también protocolos, pero esta vez, lo que

denominé antes protocolos alternativos de la experiencia. En este caso, para volver a la

metáfora del pasaje de Wittgenstein, ya el adulto no descarta simplemente el garabato,

sino intenta repensar o reinventar los protocolos necesarios para hacer posible

procedimientos alternativos de asimilación y comprensión, y con ello ampliar el campo

de la experiencia. (Obviamente, sin esta posibilidad, no habría dinámica en el espacio de

la experiencia humana). Lentamente –tradicionalmente, muy lentamente– se van creando

marcos nuevos de comprensión y allí dónde al comienzo sólo parecía haber una

interrogante, ahora surge una nuevo forma de experimentar el artefacto frente al que nos

encontramos.

La producción significante tiene así como corolario un doble momento teórico: el de la

interrogación que patentiza que la experiencia está siempre mediada por protocolos

naturalizados y el de la experimentación que en cierta forma refrenda el anterior al

proponer, introducir protocolos alternativos que permitan hacer de la recepción de lo que

se nos presenta una nueva y –sólo entonces– auténtica experiencia.

Permítaseme, para hacer más evidente este punto, apropiarme de un pasaje del ensayo

“La narración-objeto” de Juan José Saer. Si como constatamos anteriormente, la metáfora

sostenida del paréntesis puede ser “desempacada” para extenderse a diversas prácticas

significantes, la siguiente cita puede también aplicarse al resultado de nuestra lectura de

la misma, simplemente leyendo “protocolos naturalizados” en donde encontramos la

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 25

palabra “géneros”, y “producciones significantes” en donde encontramos la palabra

“narraciones”. Con ello obtenemos esta lectura alternativa de la situación descrita:

Negándose al comercio con –y de– lo general, emancipándose, gracias a una lógica propia, de imperativos exteriores supuestamente ineluctables, obligaciones ideológicas, morales, religiosas que son extrañas a su esencia, separándose en lo posible de reglas y de moldes asfixiantes impuestos por la rutina repetitiva de los protocolos naturalizados, estas producciones significantes, adentrándose en las aguas pantanosas y turbias de lo particular adquieren el sabor de lo irrepetible y único. Cobran la misma autonomía que los demás objetos del mundo y algunas de ellas […] no se limitan a reflejar ese mundo: lo contienen y, más aún, lo crean, instalándolo allí donde, aparte de la postulación autoritaria de un supuesto universo dotado de tal o cual sentido inequívoco, no había en realidad nada (29; énfasis mío).

La cita propone la actitud radicalmente distinta que puede asumir el adulto del pasaje

de Wittgenstein ante el garabato que le presenta el niño. En primer lugar, aquel exhibiría,

en vez de perplejidad, la comprensión profundamente más teórica de que “eso” que le

ponen ante la vista se ha “emancipado de imperativos exteriores” –ideologías, dogmas,

sistemas de pensamiento– y que necesariamente ha de verse al margen de ellos. De esa

comprensión pasaría a la de que dichos “imperativos exteriores”, dichos “moldes

asfixiantes impuestos por la rutina repetitiva”, correspondían a la “postulación autoritaria

de tal o cual sentido inequívoco”; lo que podría resumirse como lo que he llamado, a lo

largo de esta exposición, los protocolos naturalizados de la experiencia. Finalmente,

alcanzaría la intuición de que “eso” en realidad está creando un mundo, esto es, una red

de protocolos alternativos que renuevan, complejizan, transforman la experiencia, para

colocarla o bien como suplementación o bien como sustitución de lo que estaba allí y se

percibía como mundo –en realidad, una postulación autoritaria del sentido. Y el taxativo

“no había nada” de Saer, ha de entenderse en el sentido ontológico: no había cosas, ni

Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 26

hechos (brutos, duros) sino formas de percibirlos, “interpretaciones”, como había dicho

Nietzsche. Esto implica que los artefactos culturales y su inherente producción

significante crean otro mundo y lo exhiben para interrogarnos y sacarnos de la

comodidad de un mundo en el que la “artificialidad” se ha escamoteado a través de los

largos y complejos procesos de naturalización de los protocolos.

¿No podríamos concluir que la cita de Saer es la lectura invertida –gracias a la reflexión

sobre escribir con la pluma– de lo que, en primera instancia, nos proponía el pasaje de

Wittgenstein? ¿No nos está diciendo que la “postulación autoritaria” (“esto es un

hombre”, “esto es una casa”) debe ahora deshacerse frente a la evidencia de la

alternativización del mundo tal cual lo heredamos, percibimos, entendemos?

Concluyo provisoriamente. Si bien los “objetos” (“artefactos culturales”) proponen

protocolos alternativos que permiten dinamizar la estructura de la experiencia que

constituye un determinado grupo humano (sin esa dinámica sería imposible el cambio, la

transformación, la innovación), resulta particularmente relevante la tarea adicional que

les cabe cumplir: mantener despierta, alerta, encendida la reflexión teórica sobre la

naturaleza de la experiencia misma, hacernos conscientes de que el espectro de

experiencias, la gama de lo experimentable (de lo sentible, lo audible, lo inteligible, etc.)

es variable histórica y culturalmente. Sólo, en la base de esa tarea, podrán justificar que

se los entienda como otras tantas y legítimas formas de pensar el mundo y podrán

finalmente hacer que los sentidos –los órganos que definen el ámbito de la aiesthesis– se

vuelvan efectivamente teóricos.

Luis Miguel Isava Caracas, diciembre y 2011-enero y 2012