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Repensar la representación desde el prisma de la autoridad Edgar Straehle (Universidad de Barcelona) [email protected] Introducción En los últimos años la idea de democracia representativa ha caído en descrédito y, a tenor de lo defendido y denunciado por una buena mayoría de movimientos políticos recientes que encarnaban la desconfianza del momento hacia este tipo de gobierno, se había convertido incluso en un horizonte que debía ser superado a toda costa. El Ŷo Ŷos ƌepƌeseŶtaŶ de los iŶdigŶados Ŷo taŶ sólo sigŶifiĐaďa la ĐoŶdeŶa del gobierno del momento (el PSOE de Zapatero), sino que en realidad constituía asimismo una crítica a toda la democracia representativa en tanto que tal. Con esta expresión se impugnaba la misma lógica de la representación, al aparecer como una forma espuria de sustraer el poder o la soberanía al pueblo y por lo tanto de encarnar una suerte de pseudodemocracia o de una que no era más que cosmética. La democracia real o auténtica, en resumen, no podía en sí misma ser representativa y se proponían por eso versiones alternativas relacionadas con nombres como la democracia deliberativa, la participativa, la radical, la directa e incluso la líquida. De ahí que la posterior irrupción fulgurante de Podemos y finalmente su constitución interna como partido fuese criticada desde numerosos sectores. De algún modo, se criticaba a Podemos por erigirse en la herencia del 15 M, por un lado, y por repetir a grandes rasgos, pero de todos modos traicionera, la lógica de los partidos, pese a que hubiera no pocas variaciones relevantes. Por otro lado, también surgieron importantes voces para defender la postura de Podemos: y por ejemplo el pensador Santiago Alba criticó lo que denominó elitismo democrático, César Rendueles señaló que, a diferencia de los partidos tradicionales, Pablo Iglesias sí que le representaba mientras que desde otros lados se destacó la prioridad de la eficacia sobre un exceso de democratismo. De algún modo, recordemos que con cambios de importancia, se ponía en cuestión la misma puesta en cuestión anterior y con ello el desencanto absoluto hacia la lógica representativa. Por así decirlo, el problema de la representación volvía a aparecer como un problema de primera línea y no quedaba simplemente como una problemática desfasada del pasado. La cuestión de la autoridad

Repensar la representación desde el prisma de la autoridad

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#ZaragozaPiensa. Mesa: La pregunta por la representación como pregunta permanente. Edgar Straehle

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Page 1: Repensar la representación desde el prisma de la autoridad

Repensar la representación desde el prisma de la autoridad

Edgar Straehle (Universidad de Barcelona)

[email protected]

Introducción

En los últimos años la idea de democracia representativa ha caído en descrédito

y, a tenor de lo defendido y denunciado por una buena mayoría de movimientos

políticos recientes que encarnaban la desconfianza del momento hacia este tipo de

gobierno, se había convertido incluso en un horizonte que debía ser superado a toda

costa. El o os ep ese ta de los i dig ados o ta sólo sig ifi a a la o de a del gobierno del momento (el PSOE de Zapatero), sino que en realidad constituía asimismo

una crítica a toda la democracia representativa en tanto que tal. Con esta expresión se

impugnaba la misma lógica de la representación, al aparecer como una forma espuria

de sustraer el poder o la soberanía al pueblo y por lo tanto de encarnar una suerte de

pseudodemocracia o de una que no era más que cosmética. La democracia real o

auténtica, en resumen, no podía en sí misma ser representativa y se proponían por eso

versiones alternativas relacionadas con nombres como la democracia deliberativa, la

participativa, la radical, la directa e incluso la líquida.

De ahí que la posterior irrupción fulgurante de Podemos y finalmente su

constitución interna como partido fuese criticada desde numerosos sectores. De algún

modo, se criticaba a Podemos por erigirse en la herencia del 15 M, por un lado, y por

repetir a grandes rasgos, pero de todos modos traicionera, la lógica de los partidos,

pese a que hubiera no pocas variaciones relevantes. Por otro lado, también surgieron

importantes voces para defender la postura de Podemos: y por ejemplo el pensador

Santiago Alba criticó lo que denominó elitismo democrático, César Rendueles señaló

que, a diferencia de los partidos tradicionales, Pablo Iglesias sí que le representaba

mientras que desde otros lados se destacó la prioridad de la eficacia sobre un exceso

de democratismo. De algún modo, recordemos que con cambios de importancia, se

ponía en cuestión la misma puesta en cuestión anterior y con ello el desencanto

absoluto hacia la lógica representativa. Por así decirlo, el problema de la

representación volvía a aparecer como un problema de primera línea y no quedaba

simplemente como una problemática desfasada del pasado.

La cuestión de la autoridad

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Lo que se va a querer hacer aquí es intentar arrojar luz a este problema

mediante un desplazamiento terminológico, por medio de la introducción de un

concepto que, salvo ciertas e ilustres excepciones, ha sido tan mal comprendido como

olvidado en los últimos tiempos y que por lo que sabemos no ha sido vinculado a la

cuestión de la representación y así se tiene el objetivo de ayudar a repensarla: nos

referimos al concepto de autoridad. Uno de los problemas en el pensamiento político

ha consistido probablemente en leer demasiado las cuestiones políticas desde el

prisma o la perspectiva del poder y eso afecta también de lleno a la cuestión de la

representación. ¿Qué sucede en cambio, como se propone aquí, con la idea de

representación si la leemos de manera alternativa desde el prisma de la autoridad?

Aquí no se trata de defender ni la autoridad ni la representación, puesto que

ambos conceptos son sinceramente bastante problemáticos y además no van a poder

ser analizados adecuadamente en este breve tiempo. El objetivo consiste más bien en

tratar de concebir la representación desde otro ángulo y recuperar para el debate una

palabra que ha sufrido un destino bastante curioso y desafortunado. La autoridad, al

contrario que en un pasado no tan lejano, se ha convertido en una palabra

fundamentalmente negativa, que se usa sobre todo para calificar o más bien

descalificar al otro. En la actualidad, la autoridad se suele predicar de los demás y no

de uno mismo. Y si antes la autoridad era lo que autorizaba más bien a alguien, de ahí

el vínculo etimológico directo, ahora se considera en cambio que quien recurre a la

autoridad queda automáticamente desautorizado. En este sentido, la autoridad ha

sido identificada o bien con una modalidad o atributo del poder muchas veces mal

definido y poco explorado o bien es identificada llanamente con el autoritarismo, con

una forma extrema, ilegítima y antidemocrática de poder. La autoridad sería aquello

que habría que evitar a toda costa. Y eso se nota por ejemplo con mayor nitidez

cuando se emplea el adjetivo autoritario.

En realidad, el comprensible desconocimiento de la historia de la autoridad,

debido a las connotaciones que se desprenden de esta palabra, y de sus otros rostros

favorece la reproducción de sus peores versiones: y en muchos casos se fomenta la

falsa disyuntiva entre autoridad (entendida como autoritarismo) y el caos. Por eso es

preciso destacar que esto no es más que un lado de la cuestión. El más conocido y

trillado. Por el otro, un lado más incómodo y por eso habitualmente dejado de lado, no

carece de interés traer a colación que muchos autores muy diferentes del siglo XX

(tales como Hannah Arendt, John Dewey, Alexandre Kojève, Max Horkheimer, Erich

F o , Ka l Jaspe s…) haya eivi di ado el o epto de auto idad y ue e u hos casos lo hayan considerado curiosamente como necesario para recuperarlo dentro de

un discurso democrático de izquierdas y progresista. Estos autores se refieren a un

concepto de autoridad estrechamente asociado al concepto romano de auctoritas y

ue ta ié e t o a o el ha e e e o el au e ta del ve o augere del que

procede. Un concepto de autoridad que curiosamente ha sido también defendido y

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enarbolado, aunque esto no se suela decir, por autores para muchos tan

antiautoritarios como es el caso de Mijail Bakunin, quien no solamente se posicionó en

contra de la autoridad en tanto que tal sino que, hablando a favor de lo que llamaba la

autoridad del arquitecto o del carpintero, proponía su extensión a todo el mundo. En

este sentido, esta interpretación de la autoridad entroncaría con ciertos residuos

positivos que permanecen en nuestro lenguaje como cuando hablamos de alguien en

tanto que autoridad moral o se habla de un autor en tanto que una autoridad. Como

veremos, la autoridad debe ser entendida en el marco de un campo semántico que

entronca con palabras como ascendencia, prestigio, legitimidad, crédito o confianza.

Por ello, lo primero que conviene hacer es bosquejar a grandes rasgos aquello

que diferencia fundamentalmente al poder de la autoridad. Mientras que el primero,

e laza do o We e , puede se defi ido de a e a uy su a ia o o la i posi ió de u a volu tad a ot a pe so a , la auto idad o siste asi is o e u a asimétrica demanda de obediencia que sin embargo se mueve, grosso modo, en el

terreno del reconocimiento. Por esa razón, mientras que el poder reposa

fundamentalmente en quien lo detenta, la autoridad descansa en última instancia en

el otro y depende de él. En otras palabras, la autoridad es algo que el otro concede o

entrega.

En este sentido, de manera muy simplificada, ya podríamos detectar dos

elementos clave de la autoridad que se relacionan entre sí: el de la libertad y el de la

revocabilidad. Kojève indica por ejemplo que la autoridad es la capacidad que tiene un

agente de actuar sobre otro sin que éste reaccione, pese a que sea perfectamente

capaz de hacerlo. Lo contrario de la autoridad no sería así pues la impotencia y la

autoridad, por lo tanto, enlazaría más bien con una suerte de consentimiento y sería

por añadidura fácilmente revocable, puesto que únicamente dependería de no seguirle

otorgando reconocimiento. Y por eso Arendt señala que simplemente el menosprecio

o la burla ya sirven como muestras que hacen desvanecer la autoridad. Además,

agrega Arendt que la autoridad, a diferencia del poder, es una forma de obediencia en

la que se conserva la libertad. Por así decirlo, la autoridad sería una especie de

obediencia hasta cierto punto aceptada, consentida o querida. Erich Fromm la califica

incluso de obediencia racional y para Kojève es siempre legítima. Por su parte, Arendt

indica que la autoridad es lo no absoluto, puesto que no depende de uno mismo.

Por esa razón, todo intento de imponer la autoridad se revela en realidad como

una forma de coacción, poder o autoritarismo, demostrando justamente de este modo

la ausencia de autoridad. Para Arendt, la mayor negación de la autoridad sería por eso

mismo el totalitarismo. En este sentido, la autoridad sería lo que no se impone, puesto

que si lo hace deja de ser autoridad y se convierte en otra cosa bien diferente. De ahí

también que el concepto de autoridad haya padecido su singular destino: todo poder

tiene la tentación de ser también autoridad y por eso ha tratado de monopolizarla,

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aunque al hacerlo, y hacerlo de manera violenta, ha acabado por convertir la autoridad

en un elemento que acaba por confundirse con el poder.

Aquí es donde se constata la ambivalencia y el problema de la autoridad: por

un lado constituiría una forma de conseguir obediencia por parte del otro y de hacerlo

de manera asimétrica; por el otro, esto se aceptaría pero sería un elemento necesario

que por añadidura sería compatible con la existencia de la libertad y fácilmente

revocable. Además, en este sentido, se intentaría recordar en todo momento que la

autoridad existe en la medida en que mantiene su vocación de augere. Sin embargo,

también es difícil negar que muchas veces la autoridad, por lo menos al nivel de los

hechos, es más problemática y se entremezcla de manera intrincada con el poder y

con el autoritarismo, entre otras cosas con la firme intención de seguir pareciendo una

autoridad.

Autoridad y poder

Aunque no siempre se recuerde, todo poder depende no solamente del poder,

de sí mismo, sino también de cierta dosis de autoridad (por el reconocimiento,

ascendencia, etc.) si no quiere aparecer como un poder frágil y arbitrario, ilegítimo al

fin y al cabo. El problema es que el exceso de atención a la idea de poder hace que se

tiendan a pensar sus alternativas desde el mismo lenguaje del poder. De ahí que no

nos extrañe que pensemos en la limitación del poder gubernamental a partir de la

instauración de esferas de contrapoder o alternativamente, como se hace desde

Montesquieu, desde la separación de poderes: como el pensador francés afirmó

célebremente, el poder debía detener el poder, como si no hubiera un más allá del

poder o una alternativa de diferente rostro.

Con esta expresión Montesquieu no hacía sino confirmar y consolidar la

pérdida del concepto de autoridad, puesto que anteriormente uno de los principales

elementos que se contraponía al poder tenía que ver precisamente con la autoridad,

como fue el caso notorio de la auctoritas romana. En aquel entonces, mientras que la

sede del poder era el consulado, la auctoritas recaía de entrada en la institución del

Senado, en tanto que los senadores aparecían como portavoces de la tradición. Y sus

afirmaciones no tenían carácter ejecutivo a nivel ideal, sino que constituían, como dijo

el historiador Theodor Mommsen, como algo más que un consejo y algo menos que

una orden. Según Arendt, se trataba de un consejo que si no era seguido entrañaba un

riesgo. Y ese riesgo era naturalmente el de la desobediencia, dado que un poder sin

autoridad quedaba ipso facto desautorizado y no tenía por qué ser seguido por los

súbditos.

Aunque allí es también donde podemos divisar la terrible fragilidad de la

autoridad: la autoridad es algo que uno no puede imponer por sí mismo ni se puede

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arrogar y que como máximo puede merecer (aunque eso no garantiza nada). Por eso,

toda autoridad es frágil y, como se sabe, en la república romana el mismo Senado fue

desautorizado en múltiples ocasiones por la plebs por medio de diversos actos de

secesión como los comentados por Maquiavelo en los Discorsi. En realidad, aquello

que se ha llamado el derecho de resistencia a la opresión, que ha sido el antecesor de

lo que en la actualidad llamamos desobediencia civil, apelaba a la autoridad en tanto

que forma de oposición del poder. En este sentido, por usar el vocabulario actual, la

autoridad se comportaba como una suerte de contrapoder, pero de un poder

diferente, de distinta naturaleza, que dependía necesariamente del respaldo de la

gente. En este sentido, no deja de sorprender que a diferencia del presente

entroncaba más bien con lo no rígido y por eso con el crecimiento y la transformación

de la ciudad. De ahí el augere de su etimología (hacer crecer) o que una palabra como

inaugurar proceda también de esta palabra. La autoridad no solamente era compatible

con el cambio, sino que en realidad lo necesitaba. De ahí que también que Arendt la

viera como la imagen de lo no absoluto.

Por eso no es extraño que el concepto tradicional de autoridad entrase en crisis

y fuese cayendo en el olvido en el mismo momento en que se fue imponiendo el

concepto de soberanía, en tanto que ésta se consolidaba como un poder único,

absoluto, indiscutible e indivisible y que en gran medida no era más que la

secularización en el campo de la política de un atributo divino. Con la irrupción del

concepto de soberanía, la cuestión de la autoridad quedará desplazada y postergada,

olvidada incluso. Si bien el concepto de soberanía ya es desarrollado por Bodin,

probablemente el principal protagonista de este viraje sea Thomas Hobbes, quien de

alguna manera confunde de manera intencionada el poder y la autoridad y señalando

que el poder o bien pertenece a uno solamente o bien no es propiamente poder. De

ahí también, bajo esta nueva significación, la mala fama que desde entonces ha ido

cosechando el término autoridad.

Autoridad y representación:

En el fondo, todo esto que se plantea se encuentra planteado de algún modo

en uno de los textos más conocidos que se han escrito en defensa de la representación

y que por lo general no se suele recordar mucho. Edmund Burke escribió en 1774 el

célebre discurso a los electores de Bristol donde argumentaba a favor de la

representación y se oponía a la delegación o al mandato imperativo, aunque antes de

desarrollar su argumento a favor de la representación señala Burke un aspecto muy

importante que queremos subrayar cuando proclama lo siguiente:

Ciertamente, caballeros, la felicidad y la gloria de un representante, deben

consistir en vivir en la unión más estrecha, la correspondencia más íntima y una

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comunicación sin reservas con sus electores. Sus deseos deben tener para él gran

peso, su opinión máximo respeto, sus asuntos una atención incesante. Es su deber

sacrificar su reposo, sus placeres y sus satisfacciones a los de aquéllos; y sobre todo

preferir, siempre y en todas las ocasiones el interés de ellos al suyo propio.

Burke se posicionó a favor de la representación, pero se trata de una

representación que en realidad no lo es completamente y que no se explica

simplemente de manera autónoma, puesto que en todo momento depende de una

fluida comunicación y una preocupación por sus electores. Aquello que el lector juzga

como el interés público no surge únicamente de sí mismo sino que se forja a partir de

un diálogo con los demás si pretende seguir obteniendo su reconocimiento. Él critica el

mandato imperativo pero también excluye la desconexión entre representante y

representado: para que la lógica de la representación sea legítima, se concluye, tiene

que darse bajo el cumplimiento de ciertas condiciones externas y no puede encerrarse

en sí misma y se enfrenta a la proliferación de teorías hiperelectoralistas de la

democracia que consideran que, como afirmó Esperanza Aguirre frente a los

indignados, el único y más importante deber de los ciudadanos consistía en el hecho

de votar (y luego de desentenderse de lo demás y confiar en los representantes).

Burke reivindicaba su libertad, pero como en el caso de la autoridad no se trata

de una libertad plena o absoluta y que exige una serie de prerrequisitos y

reconocimientos. O de cierta reciprocidad entre gobernante y gobernado. Aquí se abre

una rendija que es importante explorar. Ni siquiera en un autor conservador como

Burke tiene que ver la representación solamente con la legalidad o con la legitimidad,

las cuales se pueden justificar apelando a cuestiones procedimentales, sino que en

cierto modo depende y debería depender también de una cuestión mucho más

espinosa y difícil de obtener como es el reconocimiento o por algo semejante a lo que

antes se denominaba autoridad (una cuestión que no podemos explorar aquí es cómo

debería ser el rostro contemporáneo de la autoridad y qué diferencias debería o

podría tener respecto a sus formas más antiguas). Con esto se trataría justamente de

abrir una hendidura a la cuestión del poder, de un poder entendido en tanto que

absoluto o soberano, con el fin de buscar elementos que al mismo tiempo que lo

pueden poner en cuestión o en riesgo y que justamente por ello mismo lo relegitiman

y lo reconcilian con la población.

No se trata tanto de pensar si la introducción de la autoridad puede ayudar a

plantear una representación directamente mejor como de tener en cuenta que antes

el poder no podía ser entendido exclusivamente desde el mismo poder porque se las

había con una autoridad que abría la posibilidad a diferentes formas de entender y de

limitar ese poder. En este sentido, la autoridad suponía un freno a la autonomización

del poder. Curiosamente, por lo menos si lo comparamos con la idea vulgar de

autoridad, la cuestión de la autoridad conduciría a fragilizar la idea de poder y a

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erosionar el concepto de soberanía al introducir una dimensión de pluralidad, de

revocabilidad y de escucha a la población o ciudadanía en un ámbito que

tradicionalmente ha sido reacio a ello. De lo que se trataría sería de que, en caso de

querer relegitimar la idea de representación, fuese necesario que se encontrasen

cauces que explorasen estas sendas por las que el poder se demostraba como un

poder que necesitaba abrirse a condicionamientos externos si no quería aparecer

como arbitrario, ilegítimo o impune; en fin, como un poder sin autoridad o

desautorizado. La autoridad podría servir entonces para repensar la idea de

representación, siempre que la misma autoridad fuera repensada previamente, no

fuese identificada con el autoritarismo y se intentara buscar un rostro que fuese lo más

compatible posible con modelos de democracia que fuesen verdaderamente

merecedoras del reconocimiento, del crédito y de la confianza de la ciudadanía. Hoy en

día, en cambio, nos hallamos en unos tiempos de una enorme y comprensible

desafección política que probablemente proseguirá en tanto que persista la forma

actual de entender el modelo de representación o se instauren formas más

participativas o democráticas de gobierno.

Bibliografía

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