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Representación y liderazgo en las democracias contemporáneas MARCOS NOVARO

REPRESENTACION Y LIDERAZGO - oei.org.aroei.org.ar/...Representacionyliderazgoenlas_Novaro.pdf · 2 Para un análisis en profundidad de estas reducciones de la categoría de representaci6n,

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Representación y liderazgo en las democracias contemporáneas

MARCOS NOVARO

1. Introducción, ¿Qué esta en discusión en el debate contemporáneo sobre la representación?

Desde los años ochenta se ha extendido, con epicentro en Europa y repercusiones importantes en los países latinoamericanos, la preocupación por lo que se dio en llamar la "crisis de representación política". Esta "crisis" tiene lugar en forma simultanea a una expansión del proceso de democratización que abarca tanto a naciones europeas y americanas con regímenes constitucionales consolidados, donde nuevos ámbitos de la vida social han incorporado pautas de pluralismo, competencia política y ejercicio de derechos durante las ultimas décadas, como a países de América latina, del Este europeo y Asia que vivieron en estos anos la transición desde otros regímenes políticos. Al mismo tiempo, esta ola de democratización y el derrumbe del socialismo como alternativa ideológica global a las democracias capitalistas han alentado la hipótesis de la universalización de las instituciones del constitucionalismo liberal y pluralista (Sartori, 1991; Hermet, 1991; Cotarelo, 1991).

Una de las consecuencias de esta curiosa coincidencia entre la "crisis de representación" y la expansión democrática ha sido la reactivación del debate sobre las instituciones políticas, gracias a la cual se recuperan hoy muchos de los ternas de las tradiciones liberales y republicanas. Entre ellos, sus ideas sobre la representación. Asimismo, esa situación ha estimulado una vez mas la critica radical de este concepto. El mismo, considerado en el pasado como el punto de partida y fundamento de las teorías modernas del Estado y la democracia, sufre ahora una nueva avalancha de impugnaciones y un generalizado descrédito.

La ubicación privilegiada que ocupa el principio de representación en los sistemas constitucionales de las democracias modernas, y en las teorías políticas correspondientes, le confirió tradicionalmente un papel relevante en la consideración de cuestiones como la legitimidad de los regímenes, la formación de la autoridad, el diseño institucional y las formas de vinculación entre los ciudadanos y el poder. Pero ello, lejos de facilitar su comprensión, contribuyó a tornarlo opaco y casi inasible para la reflexión, porque en la idea de representación recayeron múltiples significados, algunos contradictorias entre si. Muchos pensadores concluyeron que este carácter esquivo y paradójico obedecía, mas que a una dificultad de sus propios conceptos para captar la esencia del problema, al carácter ilusorio del mismo, o incluso a un "erróneo" planteamiento en que estaría asentada la idea misma de la representación (autores clásicos de la teoría política y constitucional, como Joseph Schumpeter y Hans Kelsen, por ejemplo, arribaron a esta conclusión).

Las actuales criticas a esta categoría se originan también, mas allá de estas visiones extremas, en ciertos problemas de reciente data: los mecanismos operativas que hasta hace poco tiempo permitían conciliar teórica y prácticamente la representación y la democracia, los imperativos de la representatividad y los de la gobernabilidad, la igualdad política y la existencia de una autoridad legitima, hoy aparecen cuestionados, parecen ser inaplicables o al menos insuficientes para garantizar el buen funcionamiento de los regímenes constitucionales (al respecto, véase Diamond, 1990:50 y ss.). Pero las criticas que esta situaci6n despierta y alienta pasan muy fácilmente de la reflexión sobre diseños específicos del sistema de representación que aparecen cuestionados, a un cuestionamiento general de la categoría y el principio de representación mismo: en verdad, en esta perspectiva critica muchas veces no se distingue entre la obsolescencia de nuestro sistema y concepciones de la representación, y la supuesta "inutilidad" de la categoría (véase, por ejemplo, Pennock, 1968:3).

Suele decirse, entonces, siguiendo a veces un diagnóstico "conservador", y otras veces uno "radical", que la crisis revela el déficit del principio representativo para formar consensos y dar legitimidad a la autoridad política en un contexto dominado por el espíritu igualitario, individualista, critico de toda forma institucionalizada de autoridad polftica1, Ello explicaría que, tal como había sucedido en otros momentos de crisis y cambio político, a medida que las practicas, vínculos y creencias que constituyen la vida democrática desbordan los estrechos marcos de las formas representativas establecidas, resurjan los viejos y nunca agotados debates que contraponen la representación a la democracia, la participación y la deliberación (véase Fisichella, 1983).

Entre los rasgos que suelen destacarse de la actual "crisis de representación" tres aparecen como fundamentales: la crisis de los actores sociales "representables", el debilitamiento de las identidades y las funciones de agregación de los partidos, y el deterioro de la unidad jurídica y política de los Estados. Quienes han pretendido dar cuenta de esta situación centraron su atención en al menos uno de estos factores, y desarrollaron sus efectos en el proceso que parece

1 Crazier, Huntington y Watanuki (1975: 162-3); Rubio Carracedo (1989: 241 y ss.); Quesada, Colom y Hernández (1990); Calderón y Dos Santos (1993).

ser el mas novedoso y peculiar de la política actual: la crisis de las instituciones tradicionales de mediación, los partidos de masas y las organizaciones de intereses, estaría dando lugar a la emergencia o expansión de otras formas de mediación, caracterizadas por la creciente gravitación de los medios de comunicación y de lideres que concentran la confianza de los ciudadanos y, por lo tanto, la toma de decisiones.

Atenderemos en este capitulo a esos rasgos de la llamada "crisis de representación" y a las interpretaciones mas difundidas al respecto. Pero, mas allá de discutir estos diagnósticos de época, lo que nos interesa aquí es analizar en que medida esta forma de encarar el problema refleja una insuficiente comprensión de la categoría misma de representación política. Nuestro análisis no aceptara sin más la idea de que asistimos a un cambio radical en las formas políticas. Ni tampoco la visión genéricamente critica de la representación en la que esa idea suele asentarse.

Básicamente la hipótesis que aquí se sostendrá diferencia los alcances de la "crisis de representación" para la vida política y las instituciones, en nuestra opinión relativamente acotados, de la dimensión mucho mas amplia y sugerente que adquiere la revisión (en parte crítica) de las teorías modernas de la representación política que ella alienta. Dicho de otro modo, de las novedades que trae la actual "crisis" nos interesan, mas que su impacto en la organización de la vida política (aunque no ignoramos dicho impacto, en particular en la comunicación política, la organización partidaria y la función de los líderes), los cambios que acarrea en la percepción colectiva y en particular en la conceptualización teórica de las formas políticas contemporáneas. En este sentido se argumentara que la mentada "crisis" tiene por principal efecto correr el velo de zonas oscuras y cuestiones hasta ahora no suficientemente comprendidas y conceptualizadas; al tiempo que crea también nuevas mistificaciones sobre el tema, que afectan tanto la elaboración teórica como el "sentido común" sobre los vínculos políticos de autoridad y obediencia. En suma, no es tanto que la vida política y las formas de representación hayan cambiado radicalmente en estos anos, como que ha cambiado la forma de entenderlas y discutirlas. Por lo tanto, es a este amplio debate sobre la representación que nos referiremos centralmente, y consideraremos la crisis de los sistemas de representación tan só1o como escenario y estímulo del mismo.

En pocas palabras, nos interesa analizar las secuelas teóricas de la crisis para despejar las mistificaciones de los develamientos que ella posibilita. Y sobre la base de estos últimos, extraer los materiales para una visión más consistente de la representación política. En cuanto a las mistificaciones encontramos en el debate contemporáneo la profundización de dos "reducciones" teóricas, una de naturaleza jurídica y otra económica, del principio representativo, cuyo origen se remonta al constitucionalismo orgánico y positivista la primera, y a la teoría pluralista la segunda2.

La reducción jurídica tiene su origen en el constitucionalismo orgánico y positivista, y se caracteriza por considerar a la representaci6n como una ilusión subjetiva que carece de correlato normativa. No es un concepto de la teoría del Estado, por lo tanto, sino que alude meramente a las creencias subjetivas de los gobernantes y los gobernados que suelen acompañar a los vínculos que se están jurídicamente fundados, y que corresponden a las funciones que cumplen los electores y los funcionarios cuando ejercen sus derechos de votar o peticionar y sus atribuciones jurisdiccionales. De este modo, aquello de la representación que no puede ser "reducido" al desempeño de funciones normalizadas, correspondería a creencias subjetivas extrajuridicas sobre las que la teoría del Estado, y una teoría política institucionalista, nada tiene que decir.

La reducción económica, cuya manifestación mas acabada encontramos en ciertas teorías pluralistas, implica considerar a la representación como un intercambio entre dos categorías de individuos particulares, que por esta vía logran satisfacer sus intereses. Los actores políticos de la representación, por lo tanto, no son los portadores de funciones jurídicas, sino los agentes maximizadores de intereses particulares. Así, la representación se "reduce" a un mecanismo de prestaciones recíprocas cuantificables.

El pluralismo, la corriente tal vez predominante en el pensamiento político contemporáneo, puede considerarse, en este sentido, como la extensión de la lógica sociológica y económica del cálculo y la agregación al campo de las relaciones de autoridad y obediencia. Consecuentemente, el tiende a desconocer, o relativizar al menos, la importancia de los vínculos de confianza personal, la fuerza carismática de los lideres y las identidades e ideas que ligan a representantes y representados en el espacio publico. Corroyendo el valor y el estatuto te6rico de los conceptos que les corresponden.

2 Para un análisis en profundidad de estas reducciones de la categoría de representaci6n, véase Novaro, 1999, en especial los capítulos 3 y 4.

Es llamativo que, al tiempo que se hace cada vez mas gravitante en la política de nuestros días lo que Max Weber llama "representación libre" y Voegelin "representación existencial", que sostiene los vínculos de autoridad y la toma de decisiones mas allá de los particularismos que dominan en la sociedad, buena parte de la teoría política contemporánea tiende a ignorar el carácter representativo de esas formas políticas. Mas aun, en virtud de que se multiplican los intereses que intervienen en la agregación de demandas, provocando un proceso de creciente diferenciación funcional de las agencias estatales, desde el pluralismo se da por sentado que no cabe pensar vínculos de representación en términos de unificación política, descartándose como metafísicos y no científicos los esfuerzos por reivindicar la representación política como construcción de un terreno donde se compone una voluntad común y una autoridad legítima.

En este sentido, si por un lado la crisis actual pone en el foco de la discusi6n las premisas del pluralismo y del formalismo constitucional, por otro ella es utilizada como elemento de prueba por estas teorías: la crisis justifica, desde esas perspectivas, completar la "racionalización" del concepto de representación y su reducción a mecanismos agregativos y/o a funciones jurídicamente regladas. Y es por eso que en esas propuestas hallamos frecuentemente los diagnósticos más extremos sobre los cambios en curso.

Contra estos planteos retomaremos conceptos y argumentos de teorías institucionalistas clásicas que se han referido a los partidos, los liderazgos y la opinión pública como actores fundamentales de la representación política; esto es, de la mediación entre lo particular y lo general, entre la unidad del Estado y la pluralidad social. Es sobre la base de estas teorías que se pueden repensar hoy las vías por las que la sociedad se representa en el Estado y por las que la representación agregativa de lo particular ("ascendente") se articula a una nacional o general que es necesariamente "descendente" y "trascendental" respecto de la pluralidad social. El carácter publico de los actores políticos y su constitución "preformativa" en "actos de representación", así como la función de las ideas y tradiciones compartidas como referentes fundamentales de la representación política y, consecuentemente, de la de intereses, serán también analizados con este objetivo. No es casual que estos temas sean recogidos por quienes actualmente intentan vincular teóricamente la cuestión de la representaci6n a la constitución de identidades y la funci6n de los liderazgos.

Sobre la base de estas premisas reconstruiremos a continuación el debate desarrollado en las ultimas décadas sobre la representación política, para referirnos luego, en la ultima parte del capitulo, a las interpretaciones propuestas acerca de las dos relaciones que nos interesan centralmente, la que existe entre representación y liderazgos y entre aquella y las identidades.

2. De la crisis del parlamentarismo a la crisis de la democracia de partidos

Se ha sugerido en muchos trabajos recientes que los cambios en curso en las instituciones representativas son comparables a los registrados en las primeras décadas del siglo XX en Europa, cuando se derrumbo el parlamentarismo clásico y se conformó en su lugar la democracia de partidos (Pizzorno, 1983a: 307 y ss,; Manin, 1991:31 y ss.). Hoy, como entonces, la expansión de la democracia y la consecuente crisis de formas tradicionales de generaci6n y control de la autoridad motivaron una inusitada productividad del pensamiento político, activando en particular el debate en torno a la representaci6n. Recordemos que los cambios en la relación entre el Estado y la sociedad y entre el derecho, la economía y la política sirvieron en ese momento de estímulo a autores de la talla de Kautsky, Lenin, Gramsci, Ostrogorski, Mosca, Michels, Weber, Kelsen, Leibholz, Heller y Schmitt. Este ultimo, precisamente, elaboro en los años veinte una de las mas profundas críticas de los postulados liberales y pluralistas sobre la política, el Derecho Publico y, lo que mas nos interesa, la representación, y a el no casualmente hoy se regresa con insistencia.

Las diferencias entre estas coyunturas son, sin embargo, muy marcadas. El problema fundamental a principios del siglo XX era que la representación parlamentaria y la deliberación de notables ya no satisfacía a una sociedad organizada en partidos y grupos de interés, que incorporaba a la vida publica a amplios sectores hasta entonces excluidos del ejercicio de los derechos civiles y políticos, cuyas demandas y conflictos desbordaban los marcos institucionales del Estado liberal (Fisichella, 1990:451-3; Maier, 1988:67 y ss.). La situación actual es, en cierto sentido, la opuesta: asistimos a la crisis del Estado de Bienestar nacido de aquella coyuntura, y al debilitamiento de actores hasta hace poco organizados y consistentes, los partidos de masas y los sindicatos especialmente. Los "nuevos actores" que emergieron en las últimas décadas son grupos mas difusos o latentes que aquellos, y también más efímeros y circunstanciales. Ellos no expresan una expansión del igualitarismo y la movilización política sino una multiplicación de las diferencias, y el debilitamiento consecuente de los clivajes y agrupamientos de alcance global en la sociedad (Pasquino, 1981:28-30; Melucci, 1982:815-6).

A pesar de ello, en este terreno también pueden establecerse ciertas afinidades entre los dos periodos: en ambos se produce una aguda tensi6n entre lo particular y lo general, y una crisis de la unidad política (Fisichella, 1990:477). Dicha tensión, en aquel entonces, se expreso en la contraposición entre pluralismo y democracia. La multiplicación de los intereses particulares organizados y el "politeísmo de valores" no parecían conducir, al menos no automáticamente, a regímenes democráticos más sólidos, sino a lo contrario. El desdibujamiento de la unidad de la comunidad política, en que se hablan sostenido los regímenes parlamentarios del siglo XIX, permitió que la lucha entre partidos y la competencia de intereses derivara en antagonismos conflictivos y, finalmente, en la guerra civil entre las fuerzas en pugna. Y ello vació de capacidad de decisión a los parlamentos. Desde la segunda posguerra el pluralismo de intereses y valores y la democracia política tendieron a conciliarse y estabilizarse, al menos en los países centrales. Pero en las últimas décadas la articulación entre estos dos elementos ha vuelto a ser problemática, afectando la estabilidad de los regímenes políticos y, nuevamente con especial rigor, el rol de los parlamentos y los partidos (Lagroye, 1991:230 y ss,)-

Con ello la unidad política de los Estados ha vuelto a ser una cuestión crítica. Y, en consecuencia, se ha fortalecido la propensión, práctica e intelectual, a postular formas de gobierno eficaz y no representativas, sobre la base de una unidad estrictamente burocrática y técnica. La unidad de la burocracia estatal ya había aparecido como la única capaz de resistir el proceso de creciente competencia partidista y el pluralismo de intereses en los albores del siglo XX. De allí que fervientes demócratas americanos y europeos, como por ejemplo Kelsen y Bendey, vieran en el perfeccionamiento de la administración burocrática independiente de la representación de intereses, los partidos y la lucha política, una garantía de unidad y preservación del gobierno libre. La exaltación en muchos planteos actuales de las dotes de la tecnocracia para velar por el interés publico y garantizar la responsabilidad estatal ante los intereses sociales en pugna es una vuelta de tuerca sobre esta idea. Suele ir acompañada, como entonces, de una descalificación de "los políticos" que, contra lo que creía Weber, el gran teórico de la burocracia, son considerados la encarnación de la irresponsabilidad y la ineficacia. Cabe recordar, a este respecto, la afirmación de Friedrich sobre una relación inversa entre el nivel de popularidad del político y su disposición a actuar responsablemente (1963: 314) y las propuestas dirigidas a ampliar los poderes discrecionales de las agencias administrativas en Estados Unidos y Europa (Witherspoon, 1968:229 y ss.).

En este tema existe una significativa divergencia entre las perspectivas dominantes en el mundo anglosajón y en la Europa continental que es necesario destacar. En Inglaterra y Estados Unidos la sociedad civil, a través de sus intereses concretes expresados en los parlamentos, tuvo un rol siempre mas active en la formación de la voluntad política, por lo que la administración ha estado tradicionalmente mas fragmentada y sujeta a la presión de los intereses locales, los lobbies y las facciones políticas con presencia en las cámaras. Ello limitó la autonomía de la burocracia ante los intereses y la política, y permitió mayor flexibilidad y disposición a la agregación pluralista, así como una mayor cuota de "personalización" del gobierno, lo que se expresa en la muy amplia y temprana aceptación del papel del líder político (aunque sin que ello redunde necesariamente en el reconocimiento de su "virtud" representativa; véase Lowi, 1985:44,67). En Europa continental, en cambio, la burocratización acabó tempranamente y en forma tajante con la autonomía de la sociedad y, por lo tanto, también decayó más rápidamente el papel de los parlamentos y los partidos como canales de expresión de la misma (Weiler, Haltern y Mayer, 1995). Fue por eso que allí alcanzaron mayor desarrollo, ahora igual que a principios de siglo, los argumentos a favor del desarrollo técnico de la maquina estatal y la fe en un gobierno impersonal de la ley. El ideal de la legalidad impersonal fue y es la base de la justificación racional de los actos particulares del Estado burocrático. Que debe ser, por lo tanto, un Estado unificado y legislativo, para que las jurisdicciones y competencias de sus poderes puedan presentarse como especificaciones o aplicaciones calculables y predecibles de las leyes. Es clara, por ejemplo, la correlación entre gobierno de la ley y aparatos burocráticos que aplican reglas formales imparciales en el sistema kelseniano, así como en ciertas teorías recientes sobre la democracia (las de Bobbio, 1984; y Sartori, 1990; por ejemplo).

Destaquemos también que otros autores de este y aquel periodo buscaron antídotos muy distintos contra la descomposición de la unidad política en un contexto de expansión del pluralismo social: el papel de los líderes y los partidos en tanto instancias de control "representativo" de las burocracias ha sido y es objeto de planteos recurrentes. Según esta perspectiva, encarnada arquetípicamente por Max Weber, la escapatoria del atolladero en que se encuentran las democracias de masas está en las antípodas de la administración y el "gobierno de la ley"; reside en la capacidad personal de los políticos, puesto que solo ellos pueden gobernar las diferencias entre los intereses y al mismo tiempo dar una dirección a la burocracia técnica. Nos referiremos en extenso a la actualidad y desarrollo de esta perspectiva mas adelante.

El paralelismo entre los dos mementos históricos a los que nos referimos que cabe destacar con mayor énfasis, es que en ambos la descomposición y recomposición de los actores sociales y políticos hasta entonces existentes generaron condiciones de fuerte incertidumbre e inestabilidad. Y en estas condiciones, se volvieron inadecuados los conceptos y mecanismos que hasta entonces permitían una comprensión y control de los procesos de representación política. Y

debieron crearse otros en su reemplazo. Se contrapusieron, en consecuencia, distintas "soluciones" para el problema.

Alessandro Pizzorno ha descrito el proceso político que se vivió en el anterior cambio de siglo como el tránsito de la representación liberal e individualista a la colectivista (véanse también Schumpeter, 1942:325 y ss.; y Duverger, 1970:123-4). Señala que cuando se formaron los partidos de masas y las modernas organizaciones de intereses se hizo evidente que los intereses «representados» no surgían espontáneamente de las voluntades individuales, y que ni siquiera eran previos a su puesta representativa (es decir, que no podía considerarse al «pueblo» u otras categorías sociopolíticas como unidades a priori; Pizzorno, 1983a: 310 y ss.). Los miembros de las organizaciones de intereses no se correspondían con los sujetos con derecho a voto que, formalmente al menos, debían ser representados, y los partidos, en tanto "núcleos de identificación y expresión de los intereses políticamente representables" (op cit: 317) "resolvían" esta divergencia estableciendo un vinculo de mediación entre ambos términos que no simplemente implicaba agregar intereses sino que los ordenaba de acuerdo a un principio de identidad que les daba un sentido político determinado (también Ollero, 1961; y Leibholz, 1943: 56; 1981). Los partidos no evitaban así el desajuste entre la manifestación electoral de la voluntad de los ciudadanos, fundamento de legitimidad del sistema democrático, y el gobierno de una sociedad organizada (desajuste que todavía produce efectos disruptivos en nuestros días, Zampetti, 1967; De la Morena, 1979), pero ofrecían una forma viable para conjugar ambas dimensiones sobre la base de identidades estables y consistentes en términos políticos, económicos e ideológicos. Estas identidades sostenían los vínculos entre la opinión publica y los gobernantes, y articulaban el voto ciudadano con los reclames y apoyos de grupos sociales que agregaban intereses concretos (Chueca Rodríguez, 1988).

No fue casual que esta presencia protagónica de los partidos fuera resistida largamente por las teorías liberales tradicionales, y considerada desde otras perspectivas (por ejemplo, el propio Schmitt), como fuente o agravante del desorden pluralista. Debieron transcurrir largas décadas de conflictos civiles y guerras para que ellos fueran paulatina-mente aceptados como los vehículos de la unidad política del pueblo y la representatividad de los gobernantes, encargados de encarnar, articulados estrechamente con las organizaciones de intereses, una nueva forma de mediación entre la sociedad y el Estado. Así, actuando como intermediarios entre los electores, los grupos y el Estado (Duverger, 1956; González Encinar, 1990:72 y ss.), los partidos conciliaban una vez mas, como antes hicieran los parlamentos, la "representación ante el poder", al ser la proyección de una sociedad diferenciada y dividida en un Estado unitario, y la "representación del poder", en tanto podían actuar al mismo tiempo como los portavoces y garantes de la unidad del Estado ante la sociedad. Este doble rol los colocaba en el centro del sistema político porque, tal como habían entendido las teorías liberales, la conciliación de esas dos dimensiones de la representación, traducción moderna de la tensión clásica entre la representación ascendente (agregativa de intereses particular) y la descendente (depositaria de una autoridad legitima y unificadora), era fundamental en toda forma politica3.

En suma, los partidos políticos, al conformarse como organizaciones de masas, integrando una base social definida, miembros activos y lideres, a través de programas y discursos ideológicos mas o menos consistentes, le incorporaron nuevas dimensiones de representatividad y participación al sistema liberal-parlamentario, permitiendo la agregación política y el gobierno de una sociedad mucho mas compleja que la decimonónica (Graham, 1993:75 y ss.). Y al hacerlo alteraron los términos mismos de la relación: mediando entre los electores y los elegidos establecieron una doble representación, de los primeros por los partidos y de estos por los segundos. Sobre el papel de los partidos desde la posguerra se han planteado muy distintas interpretaciones, según cual fuera el vínculo privilegiado, la dirección del mismo y los actores considerados, atendiendo a su rol como maquinarias electorales, a su papel en la legitimación del poder político o bien a su control por parte de los electores. Unas refiriendo a su capacidad para agregar intereses y otras a la constitución de voluntades políticas mayoritarias. Unas veces destacando su articulación con los grupos organizados de la sociedad, y otras su conversión en burocracias paraestatales. Y sin duda todas estas perspectivas tienen su parte de verdad.

3 El antecedente clásico de este doble rol de representación es la Iglesia romana, que a la vez es la asamblea de los fíeles y la presencia visible de la autoridad de Dios en la tierra (al respecto, véase Novaro, 1999, en particular los capítulos 1 y 2).

Cabe advertir que precisamente el hecho de que los partidos de masas, junto a otros actores políticos, construyeran y reprodujeran así durante décadas las identidades e intereses sociales a representar le dio consistencia y eficacia a las teorías atadas a una visión expresiva y agregativa de la representación, que relativizaba la constitución de identidades políticas en favor de la agregación de intereses particulares (Maier, 1988:43 y ss.). Ello implicaba tomar como dados dichos intereses, y comprender, por lo tanto, en forma parcial o incompleta la función de mediación que cumplían los partidos. Pero mientras las identidades e intereses constituidos por ellos permanecieron estables, esa reducción de la categoría de la representación no impidió a las teorías "agregativas" comprender los procesos políticos en curso. El carácter perenne de las identidades políticas y sectoriales acotaba los conflictos a la competencia y el intercambio entre los intereses y voluntades organizados ya establecidos. De este modo, y he aquí lo paradójico, fue el éxito de los partidos en constituir voluntades e intereses, es decir, subjetividades políticas y sociales consistentes y duraderas, lo que permitió a los pluralistas y constitucionalistas dar una versión reduccionista de su papel que podía ser suficiente-mente explicativa de los procesos en curso.

Los problemas resurgieron con la crisis de estas identidades e intereses. Se reactivaron desavenencias latentes entre distintas corrientes teóricas, que vieron en ella el síntoma de problemas muy diferentes, y hasta contrapuestos, y surgieron nuevas incertidumbres y nuevos problemas conceptuales.

Antes de entrar de lleno en la consideración de estas argumentaciones teóricas nos proponemos centrar la atención en los diagnósticos sobre la crisis, porque fue en la contraposición entre ellos que se comenzó a definir y luego se desplegaría aquel debate. Y también porque, por los motivos que adelantamos un poco más arriba, la crisis puso a los enfoques procedimentalistas y pluralistas ante fuertes cuestionamientos. La visión de la democracia como un sistema que gestiona a través de las instituciones los intereses privados que se forman en la sociedad ya había sido desmentida por la "colectivización" y "partidización" de la vida social y política registrada desde principios del siglo XX. Ahora, a raíz de la crisis de las identidades partidarias y de los grupos de interés, las funciones de integración se volvieron la arena de nuevos conflictos, y se reforzó la función "formativa" de las intervenciones políticas sobre los actores sociales y políticos en detrimento de la dimensión agregativa, a la vez que todas se desprendían de sus marcos institucionales tradicionales, vinculándose a otros nuevos. Repasando factores y consecuencias de esta crisis esperamos hacernos una idea mas precisa de la reformulación de argumentos sobre la representación que ella estimuló y los alcances del debate resultante.

Los alcances de la crisis política contemporánea

Coincidiendo con el fin del largo período de estabilidad y expansión de la segunda posguerra, que afecto directamente a las instituciones y mecanismos de agregación y resolución de conflictos del Estado Benefactor (Bordogna y Provasi, 1984) tuvo lugar, con epicentro en Europa y prolongaciones en distintas regiones del mundo, un debilitamiento de la forma política que hasta entonces ordenaba estos mecanismos: la democracia de partidos (Offe, 1985: 67 y ss.). Ya desde antes los partidos de masas europeos habían comenzado a perder su capacidad para formar mayorías que trascendieran la satisfacción de intereses inmediatos, desarrollar proyectos movilizatorios y lograr la colaboración de los grupos en pugna, por el deterioro del vínculo de identificación con los electores, el debilitamiento interno en términos organizativos y culturales y la presencia cada vez mas gravitante de otros actores (grandes empresas, organismos tecnocráticos, corporaciones, medios de comunicación) que influían eficazmente en la toma de decisiones publicas por fuera de ellos (Pasquino, 1981: 12; Hardi, 1983: Illy ss.). El origen de estos problemas se remonta, de acuerdo con algunos autores, a cambios en la economía, la estratificación social y la educación, al debilitamiento de la voluntad colectiva y a una profunda crisis de los principios de integración, el «cemento unificador» de esas sociedades (Crozier, Huntington y Watanuki, 1975:163-6; Viveret, 1978:19), que la perdida de eficacia de los mecanismos de agregación y resolución de conflictos del Estado Benefactor no hizo mas que agudizar.

Como consecuencia de la burocratización y de las exigencias que imponía la competencia electoral en las sociedades pluralistas, los partidos habían visto debilitarse sus rasgos distintivos en términos de clivajes y agregación de grupos sociales en pugna, perfiles ideológicos y subculturas identitarias. Tal como anticipara Kirchheimer (1979:243 y ss.), se fueron convirtiendo en catch all parties maquinarias electorales dispuestas a ampliar y diversificar su agenda o programa para captar el apoyo de distintos sectores sociales según las exigencias provenientes en cada momento del mercado político, con lo cual se logró que las promesas y programas perdieran relevancia (véanse, al respecto, Panebianco, 1982; y Offe, 1985:62-6). Así, los partidos aparecieron cada vez mis lejos del electorado y mas cerca de

la burocracia estatal, con el peligro de convertirse en instrumentos accesorios de los gobiernos4. El derrumbe del socialismo en los países del Este profundizo esta crisis de las identidades, a partir de lo que, exageradamente, se denomina "el fin de las ideologías" y que en concrete implica la ausencia de alternativas globales a las democracias capitalistas (Manin y Domecq, 1989)5. A su vez, la globalización de la economía y los asuntos públicos, el peso creciente de decisiones trans o infranacionales y la concentración de poder económico (Lagroye, 1991:427-31) debilitó aun mas a actores políticos y sociales conformados en los marcos del Estado nación, como los partidos, (Weiler, Haltern y Mayer, 1995), dificultando sus posibilidades de tomar decisiones y proponer algo nuevo y diferente (Mair, 1995:48 y ss.)-

Lo más importante a destacar en este sentido es que, a medida que se debilitan las identidades partidarias, en parte como consecuencia de estrategias de los mismos partidos para tener éxito en las elecciones, se pierden también recursos para integrar lo diverso en una voluntad política unificada; y a causa de ello, cuando esta capacidad sea puesta a prueba por la irrupción de demandas no integrables por los mecanismos establecidos de agregación, los partidos ya no podrán refugiarse en principios ideológicos o identidades diferenciadas y consistentes para retener a sus votantes. El resultado de ello ha sido la perdida de confianza en los partidos tradicionales, el "desencanto político" de amplios sectores, así como el desarrollo de una multitud de nuevas corrientes políticas (los verdes, los pacifistas, las feministas, la nueva izquierda, la nueva derecha, el postmaterialismo, los regionalismos, etc.).

Durante los ochenta, en Francia (Rosanvallon, 1988) e Italia (Panebianco, 1989), esto se reflejo en el retire de la política y la adopción de actitudes "antipolíticas" por sectores crecientes de la población. El abstencionismo electoral en Italia paso del 8,4 % en 1976al 19,l % en 1990 (Biorcio, 1991:47). A eso hay que sumarle la volatilidad electoral: por ejemplo, en 1974 los conservadores ingleses habían caído a su nivel mas bajo de adhesión desde 1859 y en 1983 los laboristas hicieron su peor elección desde 1918 (Rose y McAllister, 1986). Y, por sobre todo, el apoyo que reciben fuerzas "atípicas" en muchas democracias de partidos consolidadas. Expresiones de un renacer del populismo, el nacionalismo y otros sentimientos comunitarios, y sobre todo del "personalismo" (Biorcio, 1991:43 y ss.) como la Liga Lombarda y Forza Italia, el Frente Nacional en Francia y el Partido de la Libertad en Austria, florecieron en los comicios de fines de los ochenta y principios de los noventa6. También en Alemania se registró un fenómeno semejante con el partido Republikaner, mientras en todo el norte de Europa se extendía un movimiento de revuelta

4 "(el) desencanto con los partidos se asocia con un desarrollo contradictorio en el cual ellos son cada vez menos relevantes como agencias representativas y adquieren mayor status y privilegios en su rol como controladores de oficinas publicas". De acuerdo con esto la crisis de representación se vincularía directamente con la estatalización de los partidos: el declive de sus bases voluntarias hace que los partidos, para garantizar su sobrevivencia qua burocracias, se concentren en maximizar sus posibilidades de acceso y control sobre el Estado y los recursos públicos (Mair, 1995: 43 y 53).

5 Con lo que se confirma una tendencia que ya habían adivinado Crozier, Huntington y Watanuki, en su famoso estudio para la Trilateral Commission: "ahora los tres dioses han caído, Fuimos testigos de la disipación de la religión, del debilitamiento del nacionalismo, de la declinación -sino el fin- de las ideologías de clase" (1975: 160). La falta de metas comunes y de principios de distinción capaces de agrupar a los intereses pluralistas de las sociedades actuales ante enemigos compartidos origina la proliferación de los conflictos y la fragilidad de los agrupamientos: "la guerra mundial, la reconstrucción económica, y la guerra fría dieron coherencia a las metas colectivas e impusieron un conjunto de prioridades que ordenaron las políticas y programas de gobierno. Ahora, en cambio, esas metas han perdido relevancia e incluso son cuestionadas (...) fines contradictorios e intereses particulares se amontonan unos sobre otros, y los ejecutivos, gabinetes, parlamentos y burócratas carecen de criterios para discriminar entre ellos. El sistema deviene una democracia anómica, en la cual las políticas democráticas son mas una arena para la afirmación de intereses en conflicto que procesos para construir metas comunes" (op cit: 160-1).

6 Los rasgos comunes de estos movimientos son, según Biorcio, "la destrucción de códigos simbólicos tradicionales, la apelación al 'sentido común' contra políticos e intelectuales, el retorno a las 'autenticas' tradiciones comunitarias y el recurso a personalidades carismáticas (...) la referencia al 'pueblo' como una unidad social homogénea". Sobre esa base, se rechaza "la representación política típica de la democracia parlamentaria en favor de los referéndum, la democracia directa y el sistema presidencial con énfasis en liderazgos fuertes" (1991: 43; también Pasquino, 1992).

contra los impuestos que dio lugar a expresiones de una nueva derecha populista y a regionalismos de diverso tipo (Betz e Immerfall, 1998). La reemergencia de fuerzas en algunos casos cercanas al neofascismo y de lideres y movimientos políticos anómalos en Europa se ha considerado expresión (y a la vez realimento) de la desarticulación entre la sociedad y las elites tradicionales, acostumbradas por demasiado tiempo a jugar su representación en la competencia y interacci6n entre si (Braud, 1985: 36; Pasquino, 1985b: 57). El quiebre entre la sociedad civil y el sistema político habría generado un vacío en el que se instalaron liderazgos como los de Le Pen, Berlusconi, Bossi y Haider. Aunque también podría advertirse en ello el resurgir de una dinámica de competencia mis abierta, menos "consociativa", mas autónoma de los partidos establecidos y menos centrípeta que la vigente hasta los anos setenta, gracias a la cual el juicio de los votantes sobre los comportamientos de los candidatos y gobernantes tiene mas peso que antes, porque no se trata de ser "leal" a un partido sino de juzgar conductas y "elegir bien" (Pasquino, 1982: 180; Rose y McAllister, 1986y 1990).

Estudios mas recientes han señalado con precisión que las repercusiones electorales de esta crisis de los partidos son limitadas. La mayor parte de las fuerzas políticas europeas tradicionales logró sobreponerse a los giros repentinos de la opinión pública registrados en los ochenta y principios de los noventa, y muchas de las nuevas agrupaciones decayeron o se extinguieron tan rápida y sorpresivamente como se habían expandido. Ello nos alienta a moderar el juicio sobre la dimensión de los cambios en curso en la vida política contemporánea. Aunque no nos autoriza a desconocerlos. Lo cierto es que las identidades y formas de organización de los partidos se han modificado sustantivamente en las ultimas décadas, y eso afecta en gran medida las formas y alcances de sus funciones de representación: en los términos de Panebianco, los partidos de masas se han transformado en partidos profesionales-electorales, maquinarias que no dependen de electorados de pertenencia, ni de grandes estructuras de militantes voluntarios, sino de una eficaz burocracia profesional capaz de ganar elecciones en mercados electorales competitivos no ideológicos (Panebianco, 1982)7. Por esta vía, la mayoría de los partidos europeos ha sabido adaptarse a la nueva situación y sobrevivir. En un estudio comparativo de la evolución de las democracias europeas durante los últimos anos, Gallagher, Laver y Mair (1992) analizan en detalle la organizaci6n y los electorados de los partidos y concluyen que, si bien existe un debilitamiento de los clivajes tradicionales y un "desalineamiento" partidario de los distintos grupos de interés (por el declive del "voto de pertenencia", en particular del voto de clase, y el incremento del "voto de opini6n" y del "voto de intercambio", véase Pasquino, 1981:14), estos procesos son parciales, existe una estructura que se mantiene, y puede hablarse aun, siguiendo la tesis de Lipset y Rokkan, de "sistemas de partidos congelados". En el mismo sentido, aunque ha disminuido el "voto de clase"8, los alineamientos izquierda-derecha se redefinieron pero no han desaparecido ni mucho menos (Gallagher, Lavery Mair, 1992:108).

Entre los ochenta y los noventa este proceso de crisis se extendió a países que en ese momento estaban intentando democratizar sus regímenes políticos. Las dificultades para garantizar un mínimo de gobernabilidad y estabilidad, consolidar un sistema de partidos e instituciones de representación parlamentaria en Europa del Este provocaron el desaliento de los brevemente entusiastas ciudadanos de esa región. Los resultados de los comicios comenzaron a registrar allí fuertes tendencias a la desafección de los electores respecto de las instituciones de representación y en particular respecto de los partidos, lo que alentó nuevos diagnósticos sobre la "crisis de la representación política" y anuncios sobre la inminente emergencia de liderazgos fuertes y gobiernos mas o menos autoritarios (Dahrendorf, 1990: 87 y ss.). Destaquemos que ante esta situación, Ralph Dahrendorf no só1o se refiere a una crisis de los partidos, sino que señala muy especialmente la necesidad de revalorizar el rol de los lideres en los procesos de transición democrática, contra el enfoque tradicional que ve en ellos s61o una amenaza y pone el acento en el funcionamiento de las instituciones parlamentarias y la realización de elecciones competitivas9.

7 El porcentaje de votantes que declare identificarse con algún partido cayó en Alemania del 55 al 41% entre 1972y 1987 y en Inglaterra del 44 al 19% entre 1964 y 1987 (Gallagher, Laver y Mair, 1992:109). En un trabajo mis reciente Mair profundiza su diagnóstico sobre la desafección de los ciudadanos: en 1989 el 50% de los noruegos desconfiaba de los poéticos, en Austria el 67% creía que eran corruptos y en 1991 en Francia el 67% creía que no se interesaban por sus problemas, mientras que en Alemania en 1991 só1o el 25% confiaba en los partidos. "El declive de la pertenencia partidaria es casi universal" y, aunque muchos siguen votándolos, los partidos no son ya capaces de convencer ni de forjar lazos de pertenencia (Mair, 1995:45).

8 Los trabajadores manuales que votan laboristas en Inglaterra pasaron del 63 al 42% entre 1951 y 1983, en Alemania la diferencia entre voto obrero y de clase media al PSD pas6 del 30% al 9% entre 1953 y 1987, y en Suecia del 53% al 38% entre 1956 y 1979. También declina el voto religioso (Gallagher, Laver y Mair, 1992:104). Rose y McAllister (1986) profundizan este análisis para Gran Bretaña y destacan la emergencia de un modelo de voto multivariado y cambiante.

Por esos años también graves problemas de desorden, inestabilidad e ingobernabilidad surgieron en las jóvenes democracias latinoamericanas (Zermeno, 1989; Torre, 1991; O'Donnell, 1992; y Couffignal, 1993) y en España se agotaba el entusiasmo cívico de los anos setenta y los primeros ochenta (véase Garrorena Morales, 1990; y Franze, 1996). En los análisis más recientes sobre estos países desaparece la euforia que caracterizara los estudios sobre las transiciones desde el autoritarismo y se plantea la preocupación por fenómenos como la desafección política, la crisis de representación, la ineficacia de las instituciones políticas, en particular de los parlamentos y partidos, para dar respuesta a la fragmentación de la sociedad civil y a la crisis económica, la repercusión de todo ello en los movimientos y partidos tradicionales, así como la emergencia de nuevos lideres y agrupamientos políticos que concitan la confianza de la ciudadanía y son "autorizados a actuar y tomar decisiones en su nombre" en el contexto de crisis (de allí que O'Donnell caracterice a esos regímenes como "democracias delegativas", 1992: 6 y ss.).

Como dijimos, en las democracias europeas esta situación alentó un fuerte cuestionamiento de los mecanismos y las justificaciones teóricas de los modelos de representación y gestión política hasta entonces aceptados como eficaces y legítimos. Explicita o implícitamente se reconocía el quiebre de la articulación entre las dos dimensiones de la representación, ascendente (ante el poder) y descendente (del poder), y las dificultades para restablecerla con los mecanismos tradicionales de la democracia de partidos. Dicho desajuste se expreso, fundamentalmente, en la contraposición de la representatividad, o responsabilidad receptiva, y la responsabilidad gubernativa. Restablecer el equilibrio entre esas dos formas de responsabilidad se convirtió, por lo tanto, en un asunto de gran importancia tanto para los estudiosos como para los gobernantes (Pasquino, 1984a: 104 y ss.; y Rodríguez Díaz, 1987:140y ss.; Sartori, 1990), y pronto se admitió que no podía ser resuelto considerando tan solo las elecciones como mecanismo de control, ni a los partidos como central y mucho menos única institución de mediación (Eulau-Wahlke, 1978).

El problema, en resumidas cuentas, aparecía así planteado: dado que la crisis afectaba principalmente a los partidos, impidiéndoles cumplir adecuadamente su función articuladora entre intereses y gobierno, y entre ciudadanos y Estado, en la medida en que su sustento electoral ya no consistía en intereses agregados y estables, articulados a identidades consistentes (en otras palabras, ya no se articulan en los partidos la representación de ciudadanos y la representación sectorial, ni la representatividad y la gobernabilidad); y en virtud de la intención de recuperar para la representación su función agregativa y de control del poder, parecía necesaria la promoci6n de mecanismos acordes a la nueva situación, que suplementarán a los partidos y los adecuaran a la convivencia con grupos de interés y otros actores que adquirían cada vez mayor gravitación (Ridola, 1988:118), o bien que los reemplazaran.

Una de las consecuencias que podía sacarse de ello era que ya no tenia sentido distinguir la representación de intereses, que cumple verdaderamente la función de agregación y control, y la representación política propiamente dicha, que só1o proporciona un "clima de consenso" entre electores y elegidos, principio ultimo de legitimidad que liga a los ciudadanos y al Estado, pero que no implica un vínculo sustantivo ni compromisos políticos precisos. Este dualismo representativo, criticado ya por Zampetti (1973: 146), evidenciaba la dificultad creciente para subsumir los intereses particulares en un interés general respecto del cual todos los individuos pudieran ser considerados iguales, es decir, ciudadanos; y era por lo tanto un obstáculo a remover. Si el ser ciudadano ya no englobaba la doble condición de elector y miembro de un grupo de interés, porque se había producido una escisión entre el ciudadano y el individuo de la sociedad, tras la cual este ultimo resultaba el único sujeto activo, debía repensarse la unidad política sobre la base de estos sujetos de intereses. De este modo, y continuando las tendencias a la reducción pluralista de la categoría, la representación será sólo de intereses, no compondrá un interés general, y fuera de aquellos contenidos particulares será só1o una forma figurada de hablar de las elecciones. De este modo el lobbying en Estados Unidos (Jones, 1961) y el scambio en Europa (Pizzorno, 1991) absorbieron todo el espacio de la representación (Bobbio, 1988: 3,9 y ss), acotando el rol de los partidos, las burocracias estatales y el Parlamento (Ridola, 1988:119; Fernández-Carvajal: 1966:9).

9 En el caso de algunos de estos lideres del Este (arquetípicamente, Slobovan Milosevic, Boris Yeltsin y Lech Walesa), sin embargo, difícilmente pueda decirse que colaboran en los procesos de democratizac6n, en parte por los mismos motives que el populismo en muchos países occidentales adquiere un equivalente carácter antiinstitucional.

El desarrollo de la representación de intereses durante estos anos estuvo tenido, igualmente, por la necesidad de establecer cierto equilibrio entre los mecanismos de agregación, control y toma de decisiones, entre lo sectorial y lo político, asumiendo la tensi6n existente entre ambos términos y la necesidad de dar cuenta, a pesar de ello, de los procesos electorales y las funciones de gobierno. De aquí nació el proyecto neocorporatista y la exaltación de sus "ventajas" sobre el pluralismo (Sanz Menéndez, 1994), origen de un debate que pareció reproducir el protagonizado mas de un siglo antes por Bagehot y Stuart Mill sobre la eficacia y la expresividad en los gobiernos representativos. Nuevamente estaba en discusión si lo fundamental era la representación expresiva ante el poder o la representación gubernamental del poder.

El neocorporatismo, que se presento en un principio como una alternativa global al pluralismo, fue, en rigor, el intento mas ambicioso de reemplazar el paradigma de la democracia pluralista de partidos, sancionando el avance que a costa de ellos habían logrado los lobbies de intereses y las agencias estatales (Pasquino; 1988a: 7)10. Esta fue, al menos, la intención de Philippe Schmitter, quien formuló a mediados de los setenta su hip6tesis respecto de la decadencia del modelo pluralista y de la democracia de partidos y anuncio la nueva era que se abría con el incontenible avance de los acuerdos corporatistas, que garantizaban la representaci6n monop61icade intereses por organizaciones funcionalmente diferenciadas y jerárquicas, de reclutamiento compulsivo, reconocidas y controladas por el Estado, que representa una autoridad neutral ante todas las categorías sociales (Schmitter, 1974; 1979:11-2; 1985:63). Este modelo guardaba, mas allá de las diferencias, similitudes importantes con los corporativismos de principios de siglo: enfrentado a las fuertes tensiones entre lo particular y lo general y al cuestionamiento de los partidos y los parlamentos como vehículos privilegiados de la mediación entre ambos términos (en tanto instituciones a la vez políticas y sociales), postulaba la reconciliación de la representación política y la de intereses a través de la superaci6n de la distinción entre sociedad y Estado (Schmitter, 1985:19; D'Arcy y Saez, 1985:29; Ornaghi, 1984:235 y 288).

Un enjambre de críticos y devotos de esa hipótesis se lanzó a una feroz discusión sobre los peligros y potencialidades de esta forma de agregar intereses, decidir y gestionar políticas públicas. Los arreglos corporatistas eran una práctica común desde la segunda posguerra en muchos países europeos, y nadie podía negar su utilidad y eficacia en determinados contextos, pero lo que se trataba ahora era de instituirlos como matriz de un nuevo régimen político, sustituto de la democracia representativa y el pluralismo de partidos. En una perspectiva atenta a los crecientes problemas de gobierno era natural que se destacasen los meritos de este modelo: dado que el era mas verticalista y en general menos receptivo que el pluralismo, no permitía la formación de demandas autónomas respecto del Estado, ofrecía mayor control sobre la difusión y multiplicaci6n de las mismas y garantizaba su coordinaci6n y la toma de decisiones aun en situaciones de crisis, cuando no existe confianza entre las partes para participar de negociaciones abiertas cuyo resultado es incierto (Schmitter, 1985; Vidal, 1989). El neocorporatismo ofrecía, además, una descripción menos ingenua y simplista que el pluralismo del rol de las agencias estatales y del papel de las organizaciones sectoriales en la formaci6n de los intereses y en el proceso de decisión making (Carrieri, 1995:142).

Sin embargo, también las corporaciones tenían problemas para conciliar la responsabilidad publica y la fidelidad sectorial mediando entre intereses particulares y generales como antes hacían los partidos, y para controlar a los gobernantes, dada su dependencia de ellos (Wolfe, 1977; Coombes, 1982:182yss.). Al tener que enfrentar dificultades económicas estas limitaciones, además, se agravaban. Por ultimo, a principios de los ochenta surgieron nuevos problemas: estancamiento económico, inflación, debilitamiento de los mecanismos de concertación, etc. Y a consecuencia de ello nuevos vientos comenzaron a soplar en el mundo intelectual y en las elites de gobierno. Bajo el impulse del reaganismo y el thatcherismo tomó forma un paradigma de políticas de reforma que iba claramente a contramano de la concertación entre corporaciones, consistente en reconversiones, desregulaciones, privatizaciones y una nueva expansión del poder de los tecnócratas y los ejecutivos.

10 Ambos forman lo que la literatura norteamericana llama "policy networks" (redes de política), redes de expertos, operadores, administradores y dirigentes sectoriales que en algunos casos atraviesan a los partidos, reducidos por lo tanto a facciones que persiguen intereses particulares. Esas redes serian las que realmente gestionan demandas y deciden políticas (Pasquino, 1988a: 35).

En este contexto, y en parte también como resultado de la profundizaci6n de los mismos cambios a que en un principio habían dado respuesta (la multiplicación de los actores involucrados y la complejidad e interconexión creciente de los problemas de gobierno, desde el piano local al internacional), los arreglos corporativos tendieron a debilitarse (en particular en el terreno laboral, debido a la precarización del empleo, véase Pizzorno, 1991; también Lucifredi, 1992:45 y ss.). La representación monopólica de intereses sectoriales y la composición de acuerdos entre ellos se tornan problemática cuando estos se fragmentan y redefinen permanentemente y cuando aparecen nuevos grupos de interés (consumidores, defensores de nuevos derechos, nuevos grupos de trabajadores, etc.) que buscan participar de la negociación. En primer lugar, la fragmentación, inestabilidad y creciente heterogeneidad de los intereses hasta entonces integrados provoco" la crisis de sus organizaciones11 y sobrecargas y bloqueos de la gestión de gobierno. Esto alentó a excluir de la concertación a algunos actores que hasta entonces participaban en ella, y a tomar decisiones drásticas de ajuste económico y fiscal, disciplinamiento y racionalización, justamente cuando mas difícil se hacia formar mayorías (Maier, 1988:82 y ss.) En segundo lugar, surgieron nuevas identidades, encarnadas en los llamados "nuevos movimientos sociales", que enunciaban demandas no representadas por los actores tradicionales, y en general no representables por organizaciones políticas preparadas para acoger intereses estables con base territorial, profesional y social definida. Estos nuevos movimientos sociales formularon reivindicaciones que correspondían a la afirmación de identidades autónomas, no integrables en una negociación de intereses, y por lo tanto potencialmente disruptivas de los esquemas de concertación12. En situaciones como esta, esquemas más abiertos que el neocorporatista, que den lugar a formas más diferenciadas, más flexibles y menos burocráticas de agregación de demandas, resultan más eficientes y menos conflictivos. Sobre todo en contextos de inestabilidad y de redefinición de la identidad y la organizaci6n de los actores en competencia, los esquemas que impulsan los pluralistas o los economistas neoclásicos se desempeñan con mayor eficiencia y, por lo tanto, son más gobernables. El mismo Schmitter reconoció esta ventaja anos despues13, cuando las alternativas habían pasado a ser adoptar las políticas neoliberales en boga en Estados Unidos e Inglaterra, que parecían mas eficaces que los sistemas altamente burocratizados de la Europa de posguerra, o bien intentar un "nuevo intervencionismo" que recuperara las funciones de la política en la regulación social, politizara la representación de intereses y conciliara el mercado y la democracia en términos novedosos, no burocráticos.

A partir de esta situaci6n, la hipótesis de que a la crisis de los partidos de masas le seguiría la formación de un modelo neocorporatista es echa a un lado, y en lugar de ese "macrocorporatismo" autores como Claus Offe y Suzanne Berger, entre otros, identifican acuerdos messo y micro corporatistas en contextos diversos. Siguiendo los planteos de Eulau sobre este asunto, Gianfranco Pasquino ha descrito c6mo, a partir de las dificulta-des crecientes que encontraban las

11 También en este terreno cabe relativizar el diagnóstico catastrofista de la crisis. En verdad los sindicatos están lejos de desaparecer. Las tasas de sindicalización disminuyen en los países europeos pero, en promedio, no bajan del 34% en los años noventa. Lo que sí encontramos es una decadencia de los grandes sindicatos monopólicos y su reemplazo por sindicatos de menores dimensiones, más ágiles, específicos y con burocracias más reducidas (Carrieri, 1995:145 y ss.).

12 Al respecto, Pizzomo, (1983a: 348; 1994:141); Melucci, (1994: 164 y ss.); y sobre América Latina, Touraine, (1987). Refiriéndose a estos movimientos dice Melucci que "los conflictos post-industriales no só1o han llevado a escena a actores conflictivos, formas de acción y problemas extraños a las tradiciones de lucha del capitalismo industrial: también han puesto en primer piano lo inadecuado de las formas tradicionales de representación política para recoger de modo eficaz las demandas emergentes", impulsando la transformación de los modelos de organización y las formas de agregación de los actores colectivos (1982: 813-5). Ahora "la agregación es puntual, se da en tomo a un objetivo determinado (...) en el presente, no persigue objetivos lejanos e inalcanzables", y ello exige organizaciones que permitan una flexibilidad, una ductilidad y una inmediatez que las organizaciones mas estructuradas no pueden asegurar" (op dr. 817).

13 Schmitter proponía ahora un «corporatismo 2», consistente en una modalidad particular de hacer y aplicar la política pública; a saber, interacci6n regular en contextos funcionalmente especializados, consenso y no mayoría, responsabilidad delegada, consultas al legislativo, acceso privilegiado a la toma de decisiones, diálogo sistemático (Schmitter, 1994: 73 y ss.). Lo que le permitía poner al corporatismo en relaci6n con una visi6n más amplia de los arreglos institucionales y pautas de comportamiento colectivo irreductibles a las preferencias individuales tanto como a la 1ógica estatal.

organizaciones políticas para agregar a las de intereses, se multiplicaron las combinaciones de mecanismos de toma de decisiones y sistemas de cambio, en ausencia de un nuevo modelo paradigmático y, en general, en ausencia también de equilibrios perdurables (Pasquino, 1984a: 106 y ss.). Se podrán encontrar, desde entonces, formulas pluralistas o corporativistas mas o menos eficaces para determina-das situaciones (incluidas las del llamado pluralismo reformado u organizado y otras variantes intermedias, véanse Dahl, 1982; Ridola, 1988; y Cox; 1994), pero se descuenta que todas ellas están amenazadas por la precariedad y el conflicto. Lo que demuestra que la brecha abierta entre los criterios y condiciones de la gestión pública y los de la representación, y entre representación de intereses y gobernabilidad, no se cierra por medio de un nuevo paradigma de ingeniería institucional, ni de una teoría abarcativa, sino tan só1o en forma pragmática y circunstancial. Finalmente ningún sistema de procedimientos garantiza apriori mejor que otro el funcionamiento de la representación, y en consecuencia la discusión teórica, si se aboca tan só1o a la búsqueda de una solución institucional standard, se extravía en una exposición de casos que grafican determinadas tesis, para los cuales siempre existen contra ejemplos demostrativos de tesis opuestas.

En suma, la crisis de los «actores representables» no solo afecto" a los partidos de masas y los catch all parties, a sus bases electorales y organizacionales, sino también a los grupos de interés que toman parte en los arreglos corporatistas o pluralistas. La incapacidad de dichos grupos para evitar la dispersión y fragmentación de sus "representados" y para presentar sus intereses como generales, o articulados a intereses generales, sobre todo en el campo de las relaciones laborales, volvió más débiles sus organizaciones, y ello afectó en particular sus estrategias de concertación. La fragmentación de demandas y la aparición de nuevas identidades y actores determinaron que las negociaciones fueran cada vez más costosas. Entrando los dispositivos y procedimientos establecidos en una crisis de efectividad y, en consecuencia, de legitimidad. Esto volvió, al mismo tiempo, más dependientes de la representación política a los actores sociales, que para superar la fragmentación y dispersión de la acción colectiva, requerían ahora urgentemente canales institucionales que les permitieran "unificarse" en torno a demandas y programas. Con lo cual muchas organizaciones sectoriales terminaron perdiendo autonomía e involucradas en forma directa en la vida política y partidaria. El carácter "políticamente construido" de esos intereses inscribe, además, su representación en la representación política en una forma que contradice el afán del neocorporatismo de presentarse como una síntesis "postpartidista' de estos términos. Incluso se extiende la idea, inversa a los presupuestos neocorporatistas, de que la representación de los partidos es el modelo que deberían imitar los sindicatos, por garantizar mayor flexibilidad para adaptarse a los cambios en los actores y grupos de pertenencia (Carrieri, 1995:121,170). Es por estas razones que, final mente, la función de articulación y unificación que cumple la representación política reaparecerá en los anos noventa como una instancia decisiva14 .

También el Estado sufre las consecuencias de esta crisis y esta complejidad creciente, produciéndose un reordenamiento general de las funciones de gobierno, que implica una expansión notable del poder de los órganos administrativos en detrimento de los «representativos» (Labriola, 1983). Fue así que se profundizó la tendencia, verificada casi sin soluci6n de continuidad desde la crisis del parlamentarismo, de perdida de relevancia de los órganos legislativos en favor del Ejecutivo y las burocracias administrativas. Silvano Labriola asocia, a partir de ello, la crisis de representaci6n con la crisis de la ley como acto de volición política, regulación de relaciones colectivas y manifestación de los órganos representativos del Estado: la capacidad de tomar decisiones pasa en mayor medida que antes de actores elegidos, como el Parlamento, a la burocracia, formándose poderes discrecionales de amplio alcance. Los decretos de urgencia y las reglamentaciones constituyen la expresión paradigmática de este nuevo poder que emparenta a las agencias ministeriales y los grupos de interés (Avril, 1968: 9; Labriola, 1983: 733). A lo que se suma el peso creciente, en la toma de decisiones, de "contratos" con intereses particulares, que reemplazan el ejercicio vertical y legal de una autoridad soberana (Bobbio, 1988: 6). Con lo cual, edemas, el Estado pierde su unidad, se "pluraliza" al ser invadido por los intereses de la sociedad y multiplicarse las instancias y formatos de representación

14 "Jamás como hoy, de hecho, se debe gestionar la complejidad a través de decisiones, opciones y 'políticas' de las que es necesario asegurar la frecuencia y difusi6n, para reducir la incertidumbre de sistemas que cambian con rapidez excepcional" (Melucci, 1982:818).

de los mismos (Ornaghi, 1984: 79; Hirst, 1990: 8, 26-7)15. Recordemos, también, que en un punto concordaban pluralistas y neocorporatistas: subestimar el rol del Estado qua actor político autónomo en la definición de políticas públicas, un rol que, al mismo tiempo, aparece como doblemente necesario en el contexto de crisis (Sanz Menéndez, 1994: 40-1)

Es evidente que, frente a la desigualdad y conflictividad crecientes que reinan entre los grupos de interés, el Estado no puede ya ser concebido como un grupo o asociación entre otros, ni como un poder neutral que actúa simplemente mediando entre intereses. Vuelve entonces a plantearse como un factor decisivo la clásica distinción entre Estado y sociedad y en la que aquel es el custodio de los derechos de todos los ciudadanos, la garantía de un orden legítima; para lo cual debe poder "revindicar el derecho de representar la solidaridad de la ciudadanía, de encarnar un sentido común de identidad" (Rokkah, l975:T71). Porque es a través del poder del Estado que una política universalista puede vencer lo vetos y faccionalismos de las corporaciones, y proteger a los sectores más débiles frente a los más poderosos. Sin embargo, la tendencia no parece favorecer estas funciones estatales: los mandatos universalistas son bloqueados por los grupos y partidos que controlan los mercados electorales 1966: 536 y ss.), y no hay órganos que tutelen el interés general y conserven la unidad del aparato estatal. Es así que los líderes de gobierno aparecerán cada vez más como piezas claves para resolver el problema de la autoridad, por ser los únicos capaces de imponerse y retener un principio de unidad pública y defensa de un interés general, cuando este ya no es encarnado por la vía partidaria o parlamentaria. Sólo los lideres de gobierno pueden convertir en leyes y políticas publicas sus proyectos a través de la disciplina partidaria que crean en las cámaras, de las orientaciones que imponen a la burocracia, y de las intervenciones publicas dirigidas a ganar la confianza de la sociedad (sobre el papel del presidente norteamericano en este sentido, Jones, 1994; y sobre otras democracias consolidadas, Elgie, 1995).

Luego, dado que los partidos, las corporaciones, el Estado y el vasto sistema de mediaciones a ellos asociado ya no producen las identificaciones generales necesarias, no pueden seguir monopolizando la representación institucional; ni la representaci6n institucional puede seguir cubriendo todas las necesidades de la generaci6n de consensos, la toma de decisiones y la resolución de conflictos que protagonizan una enorme diversidad de actores en competencia. Nuevas formas de mediación, identificación y decisión los tienden a desplazar, o al menos suplementar. En esta situación es que se advierte la posibilidad de que la escisión entre representación de intereses y representación política dé lugar a un sistema que combine una poliarquía de intereses (cambiantes y heterogéneos) con liderazgos que concentran la capacidad de decisión política, para cuyo análisis la noción dualista tradicional de las dos representaciones es insuficiente. Una vez mas, en suma, como en los anos veinte, parece plantearse la cuestión de que forma de representación es posible y deseable en sociedades cada vez más complejas.

15 Extremando esta reflexión, Melucci sostiene que "el Estado se disuelve como agente unitario de intervención y de acción: sobrepasado por un sistema de relaciones internacionales de fuertes interdependencias, dividido en una multiplicidad de gobiernos parciales, con sistemas propios de representación y de decisión" (1982: 823). Ornaghi encuentra también en este sentido un punto de coincidencia con la crisis de los años veinte y con las preocupaciones de Weber: la toma de decisiones es debilitada y fragmentada por el fortalecimiento de los compromisos del Estado con grupos de interés particulares (1984: 91-3). No faltan quienes responsabilizan de esa perdida de unidad del Estado a los partidos: ellos tienden a reemplazarlo como "comunidad política efectiva" y sujetos de la "obligación política decisiva" (Miglio, 1966: 537, 541 y ss.), por lo cual es inevitable que en algún momento estalle la contradicción entre Estado soberano y democracia de partidos. Precisamente pensando en la crisis de los veinte, pero en defensa de los partidos, Leibholz había escrito que "en los Estados continentales (...) los partidos eran, finalmente, todavía capaces de defender la primacía de la política frente a las presiones de las fuerzas económico-sociales y de conservar su carácter político primario", agregando que "un Estado en el que todas las visiones políticas han sido subordinantes a fuerzas sectoriales, y en el que el espíritu de unidad política se ha extraviado está necesariamente en estado de desintegración. Un Estado que se ha vuelto la mera autoorganizaci6n de la sociedad económica no puede permanecer unido. Su gobierno caerá inevitablemente. Porque el Estado, en tanto unidad política, no puede ser entendido con la mera consideración pluralista de las fuerzas sociales particulares que luchan entre sí' (1943:61).

Medios de comunicación y esfera pública

Hasta aquí hemos ignorado otra dimensión de los cambios en curso, a la que en muchos análisis sobre la crisis de representación se atribuye un papel fundamental, en nuestra opinión excesivo. Se trata de las transformaciones en la comunicación política que resultan del desarrollo acelerado de los medios masivos de telecomunicación, y los consecuentes cambios en la circulación de información, imágenes y en la configuración del espacio público.

La vinculación entre las mutaciones de la representación y los cambios en la comunicación política esta fuera de toda duda. La ampliación de esta permite incorporar a la esfera publica una enorme variedad de sujetos y demandas, y facilita la gravitación creciente de figuras políticas que, sobre la base de la confianza y el reconocimiento que despierta su "imagen", concentran las adhesiones de los electores, éstos se definen, ahora, menos por lazos de pertenencia e identidad partidista o sectorial, y mas por opiniones e intereses circunstanciales que se forman, se hacen visibles y circulan en los medios. Por lo que es natural que se refuerce el papel de los líderes que son capaces de adquirir "visibilidad" por esos canales y de recoger o formar esas tendencias y ganar la confianza de los votantes: como señala Gianfranco Pasquino, "ahora la personalidad del líder hace una diferencia notable en la apelación a un electorado indiferenciado"(1985a: 100; también 1992:9).

Tanto la expresión de demandas como la construcción de esas imágenes son canalizadas por los medios a través de sistemas tecnológicos complejos que poseen una sugerente transparencia. Ello va en detrimento de los parlamentos, que ven debilitarse aun más su rol como ámbitos del debate público (Avril, 1968: 17), y también de los partidos y organizaciones de intereses, que pierden algunas de sus funciones de mediación y agregación de demandas y opiniones. La formación del liderazgo político en los medios puede conllevar un freno al proceso de burocratización de los partidos, y también un cuestionamiento mas general de su rol, ya que el personal que tradicionalmente ellos seleccionaban pertenecía a su organización y debía completar una "carrera" consistente en la adquisición de atributos del oficio, mientras que las figuras que ahora se destacan frecuentemente no cumplen con esos requisitos y basan su éxito en un carisma personal adquirido en el contacto mediático con el publico, antes que en un cursus honorum partidario.

Así, gracias a la «massmediatización», la acción y el discurso políticos se interceptan en un espacio mucho más amplio que el tradicional (Pecaut y Sorj, 1991). Se ponen en escena recursos de deliberación, información e identificación que exceden en mucho los materiales e instrumentos con que se construían los esquemas de reconocimiento, identificación y movilización nacional-populares o clasistas de los partidos de masas y del espacio público propio de las sociedades industrial. Y ello colabora a agudizar la crisis de las instituciones de representación, porque estas no dan abasto para recoger y absorber la multitud de intereses y demandas heterogéneas que acceden ahora al espacio publico16.

Digamos, por otro lado, que en las últimas décadas no só1o se ha vuelto cada vez más relevante la imagen mediática, sino que cambió sustancialmente el estilo de utilización política de la misma. Según Gilles Achache, se transitó de un modelo «propagandista», en el que se transmitía el mensaje partidario con cierto contenido ideológico a una audiencia homogénea, a uno dominado por la «mercadotecnia», que no construye solo imágenes sino personalidades de productos, dirigiéndose a públicos diversos que carecen de intereses comunes definidos (Mouchon, 1999:26 y ss.). De modo que los ciudadanos- consumidores no son ya involucrados completamente, sino só1o en una o unas pocas

16 Pasquino (1985a: 87-8); Ferry (1992: 18 y ss). Entre los recursos de los partidos de masas que tienden a extinguirse en el nuevo contexto se destacan sus redes de comunicaci6n: los peri6di-cos partidarios languidecen o desaparecen. Ahora los potenciales votantes, los simpatizantes e incluso los militantes se enteran de las decisiones de los líderes a través de los medios masivos de comunicación, y por la misma vía los líderes reciben noticias sobre las opiniones e inquietudes de sus seguidores (Pasquino, 1985a: 91,97 y ss.). Ello colabora, claro, a que se disipen las fronteras entre el piano interno y el externo a los partidos, porque éstos pierden el control de la socializaci6n y la educación política de los ciudadanos.

dimensiones de sus identidades y actividades, a vínculos de confianza e identificación acotados, efímeros y discontinuos (Achache, 1992; 116 y ss.)17.

Respecto de si todo esto significa una depreciación o un enriquecimiento de la vida política existen las más diversas opiniones.

Por un lado, se sostiene que tiene efectos perversos para la autonomía de los actores sociales y políticos y para la "autenticidad" de sus actos, porque impone en la vida pública un régimen de personalización o hipersubjetivización (se publicita teatralmente el carácter personal de los líderes, que se "autopresentan" para lograr la identificación subjetiva del auditorio, lo que implica el empobrecimiento del debate publico), instantaneidad (se esquematizan las posiciones y se banalizan los problemas) y simbolización (se privilegia lo emotivo y afectivo sobre los argumentos estrictamente políticos, el logro de efectos manipulatorios por sobre el consenso racional, y el poder representado se trivializa, véanse Sennet, 1977:324 y ss.; Gosselin, 1998:16-9; y Belanger, 133 y ss.). Además, se señala que se disocian la identificación del público con determinadas figuras políticas (vía el star system, Schwartzenberg, 1980:10,192 y ss.), de la representación de intereses, la gestión del poder y la legislación. Por lo que estas sufren una aguda perdida de legitimidad y se genera una disposición a aceptar la irracionalidad y la afectividad como recursos fundamentales de la competencia política. Giovanni Sartori destaca que, en la era de la extinción de las ideologías, la "videopolítica" estimula los instintos irracionales que las habían hecho posibles y favorece el resurgir de fenómenos políticos que bloquean la administración racional de los asuntos de gobierno, como son la demagogia, el populismo, el personalismo, etc. (1991:447). Las "imágenes" están en el centre de esta critica porque se cree que ellas transforman "in uomo vedente al homo sapiens" (1989:185)18 y establecen un régimen de superficialidad que condena a los actores sociales y políticos al imperio de las apariencias. En ese contexto tanto los gobernantes como los gobernados estarían siendo empujados a seguir comportamientos irracionales e irresponsables que se justifican sólo por lo que "parecen ser" sus intereses y problemas (1991:448). De acuerdo con Sartori, el avance de las imágenes colabora además al debilitamiento de los partidos pues las elecciones se definen por los candidatos, mientras los programas, las tradiciones y culturas partidarias pasan a ser el mero escenario en que esas figuras despliegan su arte teatral. No sería casual que donde más rápido se extendió este fenómeno fuera en Estados Unidos, favorecido por la debilidad tradicional de los partidos y la ausencia de limitaciones al uso de los medios de comunicaci6n (e ingentes sumas de dinero) en las campanas electorales de candidatos individuales.

En un sentido muy similar a Sartori, Georges Ballandier afirma que «el mal democrático, en la actualidad, es el del anestesiamiento catódico de la vida política» (1994: 13), confrontación de intereses, opiniones y expectativas, sino de la espectacularización de la actividad politica19. Según Ballandier, al tiempo que la imagen anula el pensamiento, lo mediático incorpora a lo político a su registro, lo anula como expresión de la sociedad y lo reduce al arte de aparentar y construir mitos manipulatorios (op civ. 172-7).

17 No debemos exagerar la responsabilidad de los medios de comunicación en la generación de procesos sociales y políticos de largo aliento. Como señala Pasquino, "el emerger de una pluralidad de grupos de interés que se reúnen en tomo al partido de masas, o a los cuales éste debe prestar atención, implica la necesidad de adecuar los mensajes políticos, de diversificarlos, de enderezarlos a objetivos específicos, de hacerlos más técnicos (esta exigencia entra significativamente en contraste con la necesidad de producir mensajes suficientemente vagos para que resulten aceptables a una multitud de grupos diversos y en vía de diversificaci6n)" (Pasquino, 1985a: 90). De modo que serian ciertos requerimientos de la competencia política los que configuran un tipo de comunicación que se canaliza "luego" en los medios. fotos, cuanto más, lo que hacen es colaborar a la erosi6n de las subculturas políticas que había iniciado la burocratización partidista.

18 "El punto es que la televisión se presta mal para explicar pues la imagen es de por si enemiga de la abstracción; ya que explicar es desarrollar un discurso abstracto, basado en conceptos, no en imágenes (...) Los problemas, el interés general, el largo plazo son abstracciones que la televisión no tolera. Existe solo lo visible que produce impresiones: eventos fatales, incendios, violencia, protestas, catástrofes naturales, incidentes, arrestos", en suma, la política espectáculo y el show business (Sartori, 1989:191; véase también de este autor Homo Videns, detallado estudio entera-mente dedicado a este asunto).

19 Los ritos, lo imaginario y lo dramático que circulan en los medios tienen una función de pantalla para la realidad social de los actores involucrados, según Ballandier. Y las masas están disponibles para esta dramaturgia precisamente por el desencanto político que experimentan. A su vez, la espectacularización trivializa el sentido de las imágenes y palabras, acelera su circulación, con lo que el imaginario político deviene cotidiano y se desgasta aun más (1994:118). A las ideas las sustituyen personajes, pasándose "del arte teatral de los héroes al arte del star system", de la política de las palabras a la de las imágenes. Así, "al tiempo que la sociedad se hace anónima, se despersonalizan las relaciones sociales, se realza la autoridad a través de la personalizaci6n" (op cit: 125). Esto implicaría, en su opini6n, que el poder tenga a su alcance, como nunca antes, la posibilidad de elaborar su propia representaci6n e imponerla a la sociedad (op cit: 144).

El imperio de esta "manipulación massmediática» es diagnosticado y valorado de un modo muy semejante por Jean-Marc Ferry, que le atribuye, sin embargo, consecuencias algo distintas a las que destacan Sartori y Ballandier. Según Ferry las secuelas mas alarmantes son la desaparición del ciudadano, de las identidades colectivas y el eclipse de lo político, así como el triunfo de la administración y el espíritu instrumental, que encuentran en las identificaciones afectivas e irracionales con figuras personalistas aclamadas por el publico el necesario complemento de legitimación y consenso (Ferry, 1992:18-9 y 27). El equilibrio que Weber esperaba se estableciera entre liderazgo político y dominación burocrática en las democracias de masas muta así en el par afectividad-eficacia que las figuras públicas, las burocracias estatales y los medios producen en su interacción (también Fisichella, 1996: XXV).

Ambas conclusiones, mas allá de estas diferencias, parecen fundarse en la noción kantiana de publicidad y en las reflexiones en ella inspiradas respecto de los cambios en el espacio público producto de la cientifización y la tecnología (Habermas, 1968; sobre el impacto en la deliberaci6n de la "esoterizaci6n del saber técnico", véase también Habermas, 1992:395 y ss.). Comparten la idea de que un espacio publico que permitía la constitución comunicativa de un sentido moral y una noción de derechos en constante ampliación, capaz de fundar un juicio critico sobre el ejercicio del poder representativo, es sustituido por un espectáculo esterilizado de toda función crítica (la "verdad" transmitida por las imágenes mediáticas no puede criticarse, disolviéndose la distinción entre lo real y la apariencia), que só1o propagandiza el consume de un producto (Schwartzenberg, 1980:9 y ss.,Dahl,1982).

Enfrentados a esas visiones criticas, otros autores sostienen que la «democracia audiovisual» no trae consigo ningún perjuicio. Antes bien, el ingreso de lo político al régimen audiovisual de las telecomunicaciones enriquece su discursividad (Verón, 1992:137)20. A través de la pantalla, los sondeos de opinión y otras técnicas, la política se vuelve más transparente y visible, más expuesta a los acontecimientos y más atenta a la opinión pública (Wolton, 1992: 191 y ss.)21 Incluso se ha llegado a afirmar que los medios son una condici6n de posibilidad de la democracia en una sociedad de masas (Vattimo, 1990).

Estos planteos parecen adolecer de una cuota de exageración equivalente, aunque de signo contrario, a la de los diagnósticos pesimistas. Advirtiendo los peligros de las posiciones extremas, muchos han adoptado visiones mas matizadas que coinciden en destacar, primero, que la mediatización y personalización de la política es un fenómeno de larga data, cuyas raíces pueden rastrearse al menos hasta los inicios de la política democrática de masas (el mismo Sennet reconoce esta situación, véase 1977:189 y ss.; sobre el papel de la prensa y la radio en el pasado, véase Schwartzenberg, 1980: 206 y ss.); y segundo, que la influencia de los medios varia según el contexto institucional y cultural: allí donde existen partidos sólidos que logran adaptarse a los cambios, los medios pueden tener un papel positivo en la reconversión de ideologías tradicionales, la dinamización del debate publico y el acceso de los ciudadanos a la información; en cambio, en sistemas políticos donde los partidos son tradicionalmente débiles o se han ido debilitando, y predominan los comportamientos pragmáticos y la negociación de intereses, los medios pueden reforzar aún mas estos rasgos y debilitar las instituciones y la competencia política (Pasquino, 1985a: 105-7; también 1992:8 y ss.)22. Como señala Dominique Wolton, "la comunicación política es a la vez el proceso que en sociedades abiertas permite preservar mejor la fuerza del principio representativo y por el contrario el proceso que puede perjudicar ese principio"(1998:121; en el mismo sentido, Mouchon, 1999:13yss.).

20 Años después Verón modificó en parte este juicio y sostuvo que la crisis de legitimidad de lo político se manifiesta en la declinación del campo político de la representación, en el que se definían identidades colectivas perdurables, sustituido parcialmente ahora por un campo de la mediatización política en el que se construyen identidades circunstanciales (Verón, 1998:228 y ss.).

21 El papel eminentemente positivo de los medios estaría ligado con su capacidad de elevar hacia el sistema político los problemas que surgen en la sociedad civil; con lo que, implícitamente, se esta" admitiendo la supuesta pobreza de las instituciones políticas en términos de legitimidad y eficacia, Lo que los autores críticos consideraban una relación arbitraria entre los medios y la opinión pública, ya que aquellos amplifican o reducen las voces de ésta a voluntad, ahora es valorado como "un factor de flexibilidad, esencial para la comunicación política" (Wolton, 1992:191).

22 Para Habermas, depende sobre todo de la independencia y capacidad crítica de los "publicistas" el que los medios fomenten la comunicaci6n libre y bloqueen la transformación del poder administrativo y el poder social en influencia político-publicista. De otro modo, ellos se convierten en instrumento de propaganda de los grupos de interés y las burocracias (1992:457-60).

Como sea, de lo que no se duda es de que la mayor gravitación de la imagen se vincula con la tendencia de los lideres políticos a jugar su legitimidad en su autopresentación ante el publico mediático como figuras capaces de tomar decisiones y de velar por los intereses generales, y por lo tanto merecedoras de la confianza y el reconocimiento de los electores. También es indudable que existe un correlato entre estas tendencias y los cambios en las identificaciones sociales y los comportamientos políticos a los que ya nos referimos. Es por ello que desde estos análisis suele plantearse con cierto dramatismo el interrogante respecto de la profundidad de la crisis de la representación política. Ferry, por ejemplo, sostiene que surge un poder burocrático equilibrado por medio de un poder mediático, componiendo ambos una "democracia aclamativa" en la que el publico es "mediado" y ya no representado, donde no existe ni participación ni representación. Esta es también la posición de Alain Touraine (1992; 27): la representación es reemplazada por la comunicación; «el hincapié que se hace en la comunicación es correlativa de la crisis de la representación política», afirma23. La descripci6n de esta crisis que ofrece Touraine coincide con mucho de lo dicho hasta aquí: la actividad política deja de estar dominada por categorías sociales predefinidas (nación, pueblo, clase), que anteriormente establecían a priori las opciones relevantes; ahora los lideres políticos construyen comunicativamente escenas y opciones; ya ningún grupo social es portador de intereses generales y el Estado deja de ser el centro de la sociedad y su fuerza unificadora, al menos monopólica. Como consecuencia de ello, se desimbrican tres esferas antes fuertemente articuladas: las demandas sociales, los requerimientos del Estado y las reglas institucionales en que se basan las libertades públicas (1992: 50). En estos términos, la massmediatizacion podría considerarse un correlato fáctico de la reducción teórica de la representación política a las "representaciones subjetivas" de gobernados y gobernantes y a los procedimientos formalizados del juego electoral que habían planteado las teorías pluralistas y orgánicas. Por lo tanto, la transformación de la política y el Estado en un espectáculo dirigido al consume de espectadores televisivos tendría en los medios tan sólo una causa inmediata. Su causa ultima estaría en la despolitización de la vida publica y la transformaci6n de las sociedades contemporáneas en sistemas de roles que responden, por un lado, a una 16gica pragmática de la eficiencia, y por otro, a una 16gica comunicativa de la legitimación racional (al respecto, véase Habermas, 1989; volveremos en el capítulo 3 sobre este punto).

Sin embargo, sobre la base de estas descripciones puede hablarse tanto de la sustituci6n de la política representativa tradicional por una supuesta «política comunicativa», como de su reemplazo por una nueva forma de representación. Como reconoce el mismo Touraine, el líder no es simplemente un "comunicador" sino que es el único capaz de conciliar las tres esferas, lo que supone combinar demandas contradictorias, tomar decisiones y movilizar vínculos de identificación. Todo ello es lo que otros autores consideran característico de los nuevos "vínculos representativos personalizados». En estos términos, tal vez mas consistentes, Bernard Manin alude a la crisis de una forma partidista de representación, reemplazada por otra, la "democracia de lo público", no menos representativa que aquella y caracterizada por el hecho de que las opciones políticas se referencian en lideres, la oferta electoral esta mas definida que la demanda y en parte la construye, y gracias a ello los gobernantes gozan de un mayor margen de autonomía para tomar decisiones (Manin, 1991:57 y ss.).

Lo cierto es, como sea, que la ampliación de la comunicación política colabora en la crisis de las formas tradicionales de representación al plantearles nuevos desafíos. Y ello pone en evidencia una tensión constitutiva entre el principio de representaci6n y la lógica que gobierna la comunicación. Aquel supone, en tanto principio formal, una cierta diferenciación entre gobernantes y gobernados. La comunicación y la información son una fuerza corrosiva de esa diferenciación, pues imponen en la esfera publica los principios democráticos e igualitarios de la accesibilidad, la transparencia y la intercambiabilidad de roles. La comunicación política supone, en consecuencia, la extensión de un discurso igualitario que, por un lado, descalifica a las Elites y a toda jerarquía o autoridad; y por otro, promueve el éxito, meritocrático o meramente competitivo, lo que conlleva recrear un cierto elitismo que no tiene correlato en una responsabilidad social o institucional (Wolton, 1998: 117; también Mouchon, 1999: 18-21). Cabe decir que la política misma, en tanto estructura de autoridad legitima, enfrenta, por esta raz6n, el desafió de la democratización informativa en el espacio público. Se produce, asimismo, un desajuste entre la capacidad creciente de los ciudadanos de conocer los procesos políticos y su menguante capacidad de intervenir en ellos ("el ciudadano occidental es un gigante en materia de información y un enano en materia de acción", ha dicho Wolton, op civ. 126), por la distancia entre la escala de esos procesos y la que permite la acción colectiva, y por la ruptura entre el discurso de sentido

23 Y agrega: «si la comunicación política va creciendo en importancia es porque la política no impone ya principio alguno de integración o de unificación al conjunto de las experiencias sociales y porque la vida publica invade por todas partes la acción política» (Touraine, 1992: 56). V6ase también Porras Nadale (1996: 170 y ss.).

común y el discurso técnico. Todo lo cual colabora a poner en tensión la democracia y la representación (Gosselin, 1998:22). La multiplicación de la información disponible para los actores sociales y políticos y la importancia que adquiere en la toma de decisiones suponen aun otro desafío para los representantes políticos, y es que ello confiere un enorme poder a quienes administran los flujos de información y a los que reúnen las capacidades y recursos necesarios para analizarlos e incorporarlos a cálculos estratégicos. En ambos terrenos los representantes políticos se encuentran en inferioridad de condiciones respecto de los tecnoburócratas y los grupos empresarios propietarios de medios, e incluso en ocasiones respecto de los mismos periodistas y "comunicadores".

Aun puede hablarse de otro fenómeno ligado a la massmediatización, que si bien no tiene en ella su causa ultima, es estimulado y profundizado por su influencia. Siguiendo una tendencia que, como vimos, es característica de la política moderna, los sujetos políticos, tanto los representados como los representantes, aparecen no como sujetos activos forjadores de relaciones sociales y formas de poder, sino como el resultado de procesos impersonales. En lo que nos toca, procesos comunicativos en los que se construyen las imágenes de los políticos y las preferencias de la opinión publica. só1o en casos excepcionales la opinión pública es un sujeto que realiza juicios y actos autónomos, tanto por la falta de interés en los asuntos públicos de la mayor parte de los ciudadanos, como por la pasividad y la manipulación a las que son sometidos por los medios, en un fenómeno inverso al que destacamos de contención de la burocratización partidaria e institucional. Algo no muy distinto sucede con los lideres de opini6n que, mas allá de la "imagen" de solidez y autonomía que se construyen, se ven sometidos al rigor de la competencia mediática, gobernada por técnicas, intereses y avatares de la emisión y la recepción que ellos no controlan (op cit: 196)24.

3. La teoría ante la crisis

Como vemos, la situación alienta análisis y reflexiones que exploran aspectos diversos de los cambios en curso y los evalúan desde posiciones muy disímiles. Ello va dando forma a, y a su vez se referencia en, un intenso debate teórico sobre la representación política, que en parte reproduce confrontaciones de larga data, pero también genera argumentaciones originales. Esquemáticamente podemos identificar tres tipos de "reacciones" teóricas frente a la crisis, que corresponden a tres enfoques muy amplios y contrapuestos sobre la naturaleza de los problemas políticos contemporáneos, y específicamente sobre el sentido de la representación política moderna.

En primer lugar, se refuerza la perspectiva constructivista y la atención hacia la productividad de las intervenciones "desde arriba" sobre los actores sociales y políticos. Y, de este modo, se intensifica la consideración de la función constituyente de la representación sobre las particularidades representadas del mundo social. No es de extrañar que incluso autores pluralistas reconozcan hoy que los votantes no expresan demandas de políticas determinadas, y que las

24 Con lo que se probaría, además, que en la "Videopolítica" ni los representantes son más independientes de los intereses facciosos que en la democracia de partidos, ni la política es más "transparente" (Sartori, 1989:186-7). Los sondeos de opinión, a los que en ocasiones se atribuye una capacidad expresiva más transparente que a las organizaciones de intereses, son, según Sartori, instrumentos de los medios para manipular a la opinión pública, promueven decisiones basadas en rumores y estados de ánimo efímeros e injustificados (op cit: 195). En el mismo sentido, Gingras señala que los líderes políticos de la era de la massmediatización son prisioneros de los especialistas en técnicas de sondeo, en relaciones publicas y de otros muchos consultores (1998:33).

Los específicos dispositivos de control del poder, la representación aparece asociada a la puesta en cuestión permanente de la autoridad, a su precarización y limitación en la política contemporánea, no a su constitución (Kateb, 1981:358-9). Y no se valora suficientemente el papel de los lideres en la activación de formas deliberativas y participativas (cuando es evidente que ellos son, en muchas ocasiones, sus principales promotores y beneficiarios) ni en la formación de una voluntad y un interés público a partir de los intereses particulares y la confianza de los electores38.

Estas dos falencias del procedimentalismo determinan que estos planteos, mas allá de su pertinencia y su eficacia argumentativa, hallen dificultades para dar cuenta de muchos de los acontecimientos políticos que se sucedieron a finales de los ochenta y principios de los noventa, y que fueron alimentando poco a poco la idea de que la totalidad del sistema representativo y la noción misma de representación, y no solo este o aquel dispositivo estaban, sino en crisis, al menos en discusión. Lo cual exige una visión mas general del problema, que supere la distinción simplista entre representación de intereses y representación política, entre reglas y practicas, entre actores e instituciones. La dependencia o independencia de los diputados frente a los partidos, el respeto o no de sus programas, la preferencia por un sistema electoral u otro, la articulación de intereses agregados en las instituciones de gobierno, así como las demás cuestiones que venían discutiéndose deben comenzar a leerse a la luz de un proceso mas general y categorías mas amplias. Lo que supone repensar la categoría de representación más allá de todo atributo o accidente. Dado que ni los actores sociales ni los partidos son ya lo que solían ser (Panebianco, 1982), esta en cuestión como se producen y controlan los vínculos de representación y se compone la unidad política y la autoridad (Marramao, 1990), y es necesario acercarse a la categoría en cuestión a través de los rasgos decisivos de la nueva situación. Ellos son básicamente dos, y ambos escapan a la comprensión del procedimentalismo: por un lado el ya aludido debilitamiento de las identidades político-partidarias y los agrupamientos de clase e interés en los que se había basado hasta entonces la relación entre representantes y representados; por otro, una nueva y compleja articulación entre representación y liderazgo, que exige, en términos conceptuales, la revisión de la relación entre las categorías de representación y decisión.

38 Para un análisis de esta falencia en la tradición americana, véanse Pennock (1968: 12 y ss.); y Ryden (1996). Por supuesto existen excepciones. Como la de Carl Friedrich, quien afirm6 en 1937 que "hasta hace poco tiempo los parlamentos han sido el núcleo institucional del moderno gobierno representativo. En la actualidades el ejecutivo (...) tendiendo a convertirse en lo más importante de la representación", otorgándole una causalidad inmediata en ello a la política de masas: "representar una multitud supone integrarla (...) las funciones deliberativas y educativas quedan relegadas a favor del simbolismo integrador" (1937:87-9). Agreguemos que Friedrich prestó especial atenci6n a la formación de la autoridad en las democracias contemporáneas (1967: 128; y 1972)

El problema de la unidad política y las identidades

Aun moderando el diagnostico sobre la "crisis de representación", hemos dicho, debe reconocerse la mutación de los sistemas representativos y de las formas políticas en general que se ha producido en las ultimas décadas, variando su profundidad según la región o el país. No es exagerado hablar de la emergencia de una "nueva política" (Pasquino, 1992: 12-3), entre cuyas características distintivas se destacan el debilitamiento de las identidades partidarias e ideológicas y el reforzamiento y redefinición de los liderazgos y sus funciones representativas. Al debate actual sobre estos asuntos nos referiremos a continuación, con el objeto de introducir los temas que serán más extensamente desarrolla-dos en los próximos capítulos.

Los cambios en curso están asociados a la desorganización de las mediaciones tradicionales entre los ciudadanos y el poder político, y al incremento del poder no representativo (económico, tecnocrático y militar, véase Farneti, 1988). Ambas cuestiones afectaron la dinámica y eficacia de los mecanismos de representación de la democracia de partidos. Pero lo que afecto el corazón mismo de esas formas representativas fue el debilitamiento y fragmentación de las identidades sociales (organizaciones de clase y grupos de interés) y políticas (partidarias, fundamentalmente) que hasta entonces sostenían y organizaban los vínculos de autoridad y obediencia.

La crisis de representación aparece ligada, así, con cambios estructurales de envergadura: la fragmentación de la clase obrera y de los grupos de interés en general, motivada a su vez en la creciente inestabilidad y fluidez de las posiciones en el mercado laboral y la compleja imbricación de los conflictos de intereses en las sociedades postindustriales (Pizzorno, 1983a). Ello no es ajeno, por otro lado, al derrumbe del proyecto socialista en tanto alternativa global al capitalismo: con 61 se desactiva un principio de escisión que ordenaba los conflictos políticos y agrupaba una multitud de intereses e identidades en fuerzas políticas claramente diferenciadas y estables (al respecto, Ranciere, 1996). En suma, dado que las identidades y agrupamientos ya no constituyen un campo sociopolítico estructurado en antagonismos permanentes, resistente a las intervenciones políticas circunstanciales y demandantes de la satisfacción de intereses organizados, la construcción de identidades y antagonismos se convierte en una cuestión que la misma acción política debe resolver en cada caso y cada momento particular. Ello, sumado a la creciente heterogeneidad social y cultural del mundo contemporáneo, deriva en la conformación de escenarios políticos en que existe un déficit crónico de imágenes de la unidad colectiva. Dice Giacomo Marramao que nos encontramos entonces con «una sociedad sin vértices 'ni" centre (...) un sistema sin portavoz y sin representación interna», una «sociedad polimorfa» (1990:82). Aunque seria exagerado creer que en nuestras sociedades, a partir de ello, la política ha sido lisa y llanamente destronada de su tradicional función unificadora, de articulación y representación. Así como es impensable que una sociedad pueda sobrevivir sin un punto de unión, sin estar constituida en algún lugar y de algún modo como una persona colectiva. Más bien lo que encontramos es que, al profundizarse la tendencia moderna a la secularización de la tradición, la religión y la autoridad, fuentes "naturales" de las imágenes unificantes, estas son cada vez más transitorias y dependientes de la representación política, que esta llamada a producirlas y reproducirlas en las condiciones actuales. ¿Que consecuencias tiene esto?

Ellas son muy diversas. Pueden destacarse el fortalecimiento de las solidaridades locales y las demandas puntuales, y la convivencia de tendencias a la activación política no institucional con la desactivación y el retire a lo privado39. Pero tal vez la consecuencia fundamental consista en que, al debilitarse los actores políticos organizados y su correspondencia con agrupamientos sociales definidos, la forma de mediación entre lo político y lo social que correspondía a la democracia de partidos perdió eficacia. En estas circunstancias se debilito la capacidad de los partidos de representar tanto intereses sociales particulares como ideas de bien común. La "forma política" que entro en crisis se basaba en un sistema de concertación e intercambios que permitía combinar el pluralismo de intereses y la

39 Rosanvallon (1988:150), Farneti (1988). El retire de la política es, en algunos países mas que en otros, resultado no solo de la sensaci6n de que ella ha perdido relevancia para la vida cotidiana, sino de una verdadera crisis de integración social. Cuando se descomponen los lazos de identidad y comunidad de intereses entre las personas, se puede extender entre ellas un sentido común antipolíticos (Portinaro, 1988). Aunque también se observa que, al mismo tiempo que se refugian en lo cotidiano, los ciudadanos tienden a buscar una identificación colectiva más firme en relación con figuras que encarnan "la nación", "el pueblo" u otras ideas generales, sin intermediarios. Por este motive, curiosamente, en ausencia de movimientos nacional-populares y proyectos partida-rios e ideológicos capaces de alcanzar la gravitación y consistencia que demostraron en el pasado, en muchos países y regiones florecen hoy identificaciones muy fuertes con líderes personalistas.

competencia entre proyectos político-partidarios con la estabilidad gubernamental. Su viabilidad dependía de la consistencia de los intereses y las identidades en competencia, que garantizaban el valor de los bienes materiales y simbólicos intercambiados en acuerdos pluralistas o corporativos, y la capacidad de los proyectos partidarios de ofrecer una representación del interés general que agregara en alguna medida los intereses particulares. Por lo tanto, cuan-do esa consistencia y estos proyectos se debilitan, ya no es seguro que lo que se represente sea integrable en las instituciones de gobierno, ni que lo que estas hagan sea conciliable con una representación política coherente ante la sociedad. Y entonces se vuelve cada vez mas difícil representar una mayoría que permita gobernar, atender demandas y resolver conflictos con los recursos de la democracia de partidos.

Esto no significa que se hayan extinguido los vínculos de identificación con los que trabaja la política. Siguen entiendo eficacia en la vida institucional distinciones de orden ideológico, cultural, territorial, etc.; que por su diversidad y autonomía producen una verdadera explosión de nuevas subjetividades: surgen o se refuerzan identidades de genero, lengua, etnia, edad, se conforman grupos políticos en función de la opción sexual, los localismos, corrientes de pacifistas, ambientalistas y de defensores de nuevos derechos. Pero lo cierto es que en la actualidad las identidades están puestas en cuestión y amenazadas en sus principios constitutivos y su organización por la inestabilidad de los lazos de pertenencia, los rápidos cambios económicos, culturales e institucionales (Walzer, 1996: 53 y ss.). Prueba de ello es que los llamados "nuevos movimientos sociales", para los cuales muchos autores (entre otros Touraine, 1987; Offe, 1985;Pizzorno, 1983a; y Melucci, 1982), creyeron que había llegado la oportunidad histórica de su manifestación auténticamente expresiva y no burocratizada al declararse la crisis de los partidos y las clases, siguieron igual suerte que estos: lejos de dar lugar a nuevas identidades mas o menos permanentes, se fragmentaron en incontables e infinitamente inestables grupos y, en particular los basados en lazos contractuales, perdieron rápidamente su efímero dinamismo. Como bien señala Marramao (1990:69), la) utilidad no puede reemplazar a la comunidad y las tradiciones no se crean tan fácilmente como se destruyen. De hecho los partidos, a pesar de todas sus dificultades, han sobrevivido a muchos de estos movimientos (Pasquino, 1992: 7 y ss.).

La discusión sobre ellos, de todos modos, ha sido una fuente de muy originales y reveladoras reflexiones respecto de los procesos de formación de intereses e identidades. En base a ella, Alessandro Pizzorno propuso sustituir el tradicional "pluralismo de intereses" por un "pluralismo de identidades", que sería originario y del que resultarían, a su entender, los intereses a agregar (1983b: 38-9). Esto supone valorar las condiciones que permiten a los actores sociales reconocerse y ser reconocidos por lo que son o desean ser, los vínculos de autonomía y dependencia en que se forman los intereses que luego se agregan, entran en conflicto o se negocian. Sin embargo, en el planteo de Pizzorno sigue presente una visión tradicional de la representación, que la define en términos agregativos y expresivos. Entre quienes participan de este debate Alberto Melucci es tal vez quien mas distancia toma de esa formula expresiva, al señalar que el espacio de identificación y de creación de vínculos de pertenencia solo puede conformarse "a través de la representación; esto es, a través de procesos (de organización, liderazgo, ideología) que aseguran continuidad a las demandas y permiten confrontar y negociar con el exterior" (1982: 824)40. Así, la cuestiona de la identidad queda asociada "estructuralmente" a la representación. Agreguemos que Melucci entiende por "participación" no la presencia directa y expresiva de la voluntad de los actores, sino una función de constitución de la subjetividad. Participación es, entonces, tanto el "tomar parte" (actuar promoviendo los intereses y necesidades del actor) como el "ser parte" (reconocerse como miembro de un sistema mas amplio, identificándose con los intereses generales de la comunidad política). Con lo cual se hace posible integrar la "perspectiva del actor" propia de los análisis sobre movimientos sociales con una visión institucional del orden representativo.

40 La identificaci6n y la representación están asociadas también en otro sentido: en que ambas necesitan de la critica y la posibilidad de ser cuestionadas: es necesario que los actores puedan sustraerse a las identidades constituidas para poder producir otras nuevas, así como criticar a su representante para poder confiar en el. Volveremos sobre este punto.

Hemos visto ya como la puesta en evidencia de la capacidad de lo político de dar forma a identidades e intereses ha favorecido en ocasiones mas una critica radical de la noción de representación que la revisión del modelo expresivo tradicional. Dada la crisis de los actores representables, se debilita la idea de que la representación expresa voluntades e intereses preexistentes, y los agrega en una voluntad política que los "generaliza". A raíz de ello, se enfrenta una alternativa que parece excluyente: o bien la función de la política es construir una unidad "legitima" que estabilice un orden, y entonces la representación es simplemente el producto imaginario de un discurso de legitimación, una facción que sostiene el imaginario social del interés general trascendente a lo particular y a la división social; o bien ella alude al entramado de procedimientos formales que tienen por objeto posibilitar el intercambio entre los grupos, asociaciones, categorías y sectores que conforman las sociedades pluralistas (Ridola, 1988: 101). Esta disyuntiva expresa, en lo que aquí nos interesa, la descomposición de la representación política por obra de una teoría sociológica que conceptualiza las identidades en términos intersubjetivos, y de ese modo interpreta su construcción, conservación, dinámica y mutación en la vida política contemporánea como resultado de procesos que pueden reducirse a los términos de una alternativa simple: reconocimiento o diferenciación.

En oposición a esta visión reduccionista, es posible recuperar la idea del "pluralismo de identidades" para desarrollar una teoría "representativa" de las mismas, que integre el piano intersubjetivo en una consideración mas amplia de las formas institucionales de representación, en las que se definen reconocimientos y diferencias intersubjetivas, pero sobre la base de ideas y tradiciones, y de vínculos de autoridad y comunidad que les dan sentido y consistencia "objetiva".

En este sentido se ha planteado la hipótesis (Marramao, 1990:80), que desarrollaremos detalladamente en el capítulo 3, de que la novedad que introduce la crisis actual, y que hasta aquí tenemos descrito en forma impresionista por el debilitamiento de las identidades políticas y sociales tradicionales, reside en el pasaje de "identificaciones por alteridad" propias de la democracia de partidos, en las que tenia un papel fundamental la determinación de un "otro" intersubjetivo, porque el daba sustento ideal y social perdurable a los agrupamientos y conflictos políticos, a "identificaciones porescenificación", en las que el agrupamiento se funda básicamente en un referente que es a la vez exterior y común a los términos involucrados. Ello no significa que la alteridad desaparezca de la vida política Solo que en la situación contemporánea, en que no existen campos políticos sólidos y estables, y proliferan las diferencias particulares, los conflictos entre lo particular y lo publico y entre distintas ideas sobre lo que debe ser el interés publico se plantean en un terreno muy hábil, precario y por tanto dependiente de la función de representación que debe unificar las multiplicidades involucradas.

Una visión tal vez excesivamente "optimista" pero muy atenta a estos cambios en la condición de las identidades colectivas nos la brinda Bernard Manin. Manin vincula la manifestación de preferencias cambiantes e identificaciones precarias en las elecciones y encuestas de opinión, al proceso de individuación y la mayor capacidad de juicio de los representados, y a los vínculos cada vez más directos entre los gobernantes y los gobernados que resultan del uso de las nuevas tecnologías y los medios de comunicación. Ello estarán posibilitando una "política transparente», ya no atada a identidades e intereses fijos, ni "limitada" por las mediaciones institucionales y organizacionales. En resumen, sostiene que la democracia de partidos tiende a ser reemplazada por una «democracia de lo público» o gobierno de la opinión que escapa a las restricciones partidistas y parlamentarias tradicionales (1991: 57 y ss.) En esta nueva "forma política", curiosamente, Manin entiende que se combinan formas deliberativas de nuevo tipo con vínculos plebiscitarios (1985 y 1995). No se le escapa, por cierto, que el nuevo papel de la opinión pública en los vínculos de representación esta en relación directa con el rol de los líderes que la interpelan, modelan su agenda y preocupaciones, le dan una orientación determinada, y así definen en ella identidades e intereses a representar. Es a ello que nos referimos aquí con el término escenificación. Por otro lado, la persistencia de una dimensión de alteridad en esta situación es reconocida por este autor: "el representante es un actor que propone un principio de escisión" a un publico, en principio, políticamente indiferenciado, nos dice (Manin, 1991: 27), y así crea una división significativa que permite agrupar voluntades, intereses y opiniones41.

41 Dice Manin que, en esta situaci6n, se extrema un rasgo que esté siempre presente en la intervención política de un líder o un candidato electoral: "en todo régimen representativo, presentarse a una elección significa siempre proponer un elemento de divisi6n y de diferenciación entre los electores. El candidato (...) no se presenta únicamente como él mismo, presenta una diferencia, propone un principio de división" (1991:23).

Arribamos así a la constatación de una relación bastante directa entre los cambios en curso en el espacio publico y en la condición de la ciudadanía, fundamentalmente la emergencia de una opinión pública compuesta de preferencias colectivas inciertas y grupos de interés muy específicos o difusos y la intensificación de la productividad de la representación política en la construcción de identidades a través de vínculos representativos personalizados (Pecaut y Sorj 1991). Si ya no hay intereses agregados a canalizar, o ellos son difusos e inestables, y lo que el ciudadano-elector opina o prefiere es solo comprobable en encuestas de opinión, de una disgregada opinión pública, el representar ya no puede limitarse a un intercambio o un juego expresivo entre partidos, organizaciones de intereses y elites de gobierno. La construcción de imágenes y figuras capaces de movilizar voluntades, aunque más no sea transitoriamente, adquiere una enorme importancia en estas circunstancias.

La fragmentación y la complejidad crecientes de las sociedades modernas, y de los procesos de gobierno que intentan ordenarlas, sumadas al fuerte «deseo de unidad» presente en ellas, han alimentado el prestigio de la ejecutividad y el decisionismo de gobiernos basados en lideres "fuertes", a los que se considera cada vez mas como los actores adecuados para la producción de consensos unificantes, dado el debilitamiento de los partidos y parlamentos. La asociación que se establece entonces entre liderazgo y representación ha sido interpretada en dos claves que parecen contrapuestas: como el imperio de la representatividad sobre el gobierno, puesto que aquella, alimentada por la massmediatizacion de la comunicación política, pasa de tener ingerencia solo en algunas funciones políticas específicas (las elecciones, etc.) a imponer su lógica a todos los poderes e instituciones, exigiendo de ellos la satisfacción de las demandas y la sujeción a los juicios de la opinión pública (Rials, 1990:64 y ss.)42; o como el triunfo del poder gubernativo sobre la representación, que habría perdido toda "autenticidad" respecto de los intereses y las opiniones de los gobernados (Ferrara, 1988:97; Graham, 1993:84-5), lo que se confirmaría en la estatalización de los partidos y los grupos de interés, y la creciente manipulación gubernativa de la opinión publica. Todo lo cual seria coronado con una progresiva reducción del compromiso político de los ciudadanos a la obediencia y la aclamación. En verdad, ambas lecturas pueden resumirse en una idea común, y es que, sea que se imponga la "dictadura de las encuestas" o la manipulación de las mismas, lo que queda de la representación es un vinculo subjetivo y circunstancial de confianza con ciertos líderes, que son incapaces, por si mismos, de reconstruir una politicidad autentica de los ciudadanos.

La coexistencia del auge de los liderazgos, la crisis de los partidos y la massmediatizacion de la política ha sido motivo suficiente para que buena parte de la literatura contemporánea considere la personalización de la representación no solo como resultado, sino como un catalizador de la despolitización y la crisis de las mediaciones político-institucionales. El argumento es el siguiente: la personalización de la representación en líderes carismáticos ofrece una salida solo simulada de la crisis de las identidades representables; ellos, los líderes, se «autopresentan» ante la sociedad, cubriendo el vacío de imágenes unificadas de la misma y la ausencia de ideas, proyectos e intereses comunes; que de todos modos no pueden suplir con la mera "escenificación" de sus personalidades, con una épica subjetivista fundada en los gestos y las expresiones de deseos que realzan los rasgos de su personalidad (Sennet, 1977). En suma, los lideres permiten la unificación de un conjunto disperse de voluntades particulares, pero instauran una suerte de inestabilidad y penuria de sentido perpetuas en el espacio público (Perez Anton, 1993)43. De este modo, se agudiza lo que autores como Pierre Bourdieu han llamado la "alineación representativa" (1988: 159), pues los intereses e identidades de los representados ya no cuentan, la representación solo consiste en la manifestación y legitimación de los propios representantes. Y así, en la misma medida que se teatraliza la política, se desactiva políticamente a los ciudadanos y se degradan las instituciones.

43 Hay quienes afirman que esto da lugar a formas irracionales e inorgánicas de identificación: la crítica a los nuevos populismos adopta en general esta 6ptica. En ese sentido, Carl Friedrich sostuvo que, en una situación de crisis como la del periodo de entreguerras, «el fragmentado sentimiento de las masas, perdido y sin representación en los procesos del supuesto gobierno democrático, seguirá a un «líder» de la clase inspirada que presente una pretensión de representatividad basada en los motives no racionales de una comunidad trascendental, clasista o nacionalista» (1937:38).

42 El recurso cada vez mas frecuente a instrumentos de la democracia "semidirecta" (plebiscites y referendums), ha sido considerado por lo general como instrumento "antirrepresentativo" y de freno de la centralizaci6n del poder en manos de los líderes políticos, pero en muchas ocasiones beneficia a 6stos frente a las mediaciones partidarias y parlamentarias tradicionales.

La crítica del rol de las figuras personalistas alcanza aun mayor virulencia en planteos que sostienen que su creciente gravitación contradice la esencia misma de la representación democrática. Recordemos que ella fue concebida por buena parte de las teorías constitucionales liberales y pluralistas como el recurso procedimental (esto es, impersonal) adecuado para lograr un «gobierno de las leyes»; es decir, para evitar el dominio de unos hombres por otros, pues permite que las leyes surjan de procedimientos que tienen validez independientemente de quienes los hagan funcionar, y garantiza un equilibrio imparcial (y por ello también impersonal) en la consideración de los intereses y voluntades de los individuos y grupos representados, aunque mas no sea indirecta-mente, así como en la persecución responsable de su satisfacción a través de acciones legislativas y administrativas. La presencia en un régimen de figuras ejecutivistas, lideres quasi soberanos con fuerte capacidad de decisión, es considerada, por lo tanto, como un indicio de la debilidad del sistema representativo, y de la misma democracia. Consecuentemente, a la identificación que pudiera existir entre un caudillo y el pueblo se le reconoce legitimidad carismática, mágica o emotiva, pero no representativa44. Por ultimo, las prerrogativas de los ejecutivos y los liderazgos personales no pueden ser más que resabios, circunstancialmente reverdecidos por la crisis de las instituciones democráticas representativas, de un caudillismo predemocrático. La contraposición, en estos términos, entre dos principios de legitimidad, la adhesión personal y la representación institucional, anima una visión mefistofélica de los liderazgos actualmente muy en boga: aún cuando ellos resuelvan ciertas urgencias en las situaciones de crisis, a la corta o a la larga traerían consigo males mayores para las instituciones, la protección de derechos y, sobre todo, la representación.

Los estudios sobre el debilitamiento de los partidos y de los parlamentos han sido especialmente sensibles a esta forma de ver las cosas. También los análisis sobre formas pluralistas y corporatistas de agregación de intereses suelen desembocar en conclusiones de este tipo: aun cuando el cambio sea eficaz puede coexistir con graves déficit de legitimidad y consenso causados por la escasa receptividad a demandas no negociables y la fragmentación de la opinión publica que se produce cuando se representa a los ciudadanos solo en tanto portadores de intereses (qua contribuyentes, trabajadores o consumidores) y esa condición es inestable e incierta. Los lideres ofrecen, en esos casos, el complemento de identificación general y publica de los electores que requiere el sistema de agregación de intereses para sostenerse (Pasquino, 1984a).

Ahora bien. De la correlación entre crisis y personalización pueden extraerse otras conclusiones, discordantes con la hipótesis de la despolitización y desinstitucionalización de los vínculos representativos. En primer lugar, se comprueba algo que el pluralismo generalmente pasa por alto: que la agregación de intereses es solo una parte de los procesos de representación, pues ellos implican una dimensión pública y vínculos de identificación más complejos (Pasquino, 1988b:41-2; Laporta, 1989:134-5). En segundo lugar, hallamos que, frente a la asociación habitualmente establecida entre personalización de un lado y despolitización y desinstitucionalización del otro, puede establecerse otra, no menos relevante, entre personalización, repolitización y reinstitucionalización. Es que la centralidad que adquiere el vínculo entre liderazgos personalistas, identificación de los electores y eficacia gubernativa no se contrapone a los consensos y las disputas especificas en torno a políticas e intereses particulares ni a los mecanismos institucionales de control y rendición de cuentas, sino que es su misma condición de posibilidad. Dicho vinculo aparece en ocasiones en el contexto actual como la única vía posible para lograr la difícil conjunción de la gobernabilidad y la representatividad: la creciente disonancia entre la creación de expectativas en torno a la acción gubernamental y su eficacia (o, en los términos de Sartori, entre responsiveness y responsability, véase Sartori, 1990; también Calderón y Dos Santos, 1992), que supone actualmente un serio riesgo para los sistemas democráticos, reclama el replanteo de la mediación entre ambos pianos, que ya no puede centrarse en las organizaciones partidarias, y recae, por lo tanto, en mayor medida en lideres que demuestren poseer a la vez la capacidad de concitar la confianza del electorado, de tomar decisiones y de llevarlas a cabo.

44 Véase De la Morena (1979) y Graham (1993: 78). Touraine, por ejemplo, declaraba sentirse "alarmado cuando vemos la importancia atribuida a las elecciones presidenciales y la pérdida de significación de las parlamentarias, que debilita la relaci6n entre el elector y el representante electo, como si representar intereses y opiniones hubiera devenido menos importante que elegir la persona que representa básicamente los intereses de la nación-estado en un mundo cada vez mas internacionalizado y dominado por los medios" (Touraine, 1991:262). En este repudio del rol de los lideres se condensa la desazón por lo que aparece como la descomposición de actores sociales aut6nomos, la burocratizaci6n de los partidos con su consecuente insensibilidad ante los intereses sociales, y la creciente alienaci6n de la sociedad respecto de su representaci6n política, todas ellas claras amenazas contra el pluralismo.

En conclusión, si bien la personalización de la representación tiene un impacto directo en la relación entre poderes y entre ellos y los partidos, sus efectos no deben considerarse necesaria o exclusivamente en términos de la desinstitucionalización, la informatización y el debilitamiento de la vida política. Hace más de un siglo, en los regimenes constitucionales europeos, los parlamentos y los ejecutivos se equilibraban y complementaban cumpliendo respectivamente con las funciones de representación y ante el poder (expresividad) y representación del poder (gobierno). Posteriormente, los partidos comenzaron a mediar entre ambas funciones en una trama cada vez más densa de organizaciones de intereses e instituciones estatales. Muchos creyeron que ello significaría el fin de la representación, y aun de la democracia, pero sin embargo eso no se verifico. Ahora los partidos, y también las organizaciones de intereses, están perdiendo en cierta medida su capacidad de actuar como representantes expresivos y como actores gubernamentales y dichas funciones tienden a contraponerse y cuestionarse mutuamente. Nuevamente florecen los pronos-ticos catastrofistas. Pero también en esta ocasión ellos son exagerados. Las dificultades de la representación parecen resolverse en muchos casos a través de la mayor gravitación de los líderes, que median entre las demandas sociales y las instituciones políticas, que por necesidad o por propia voluntad tienden a abandonar los esquemas programáticos e ideológicos tradicionales, y que aunque frecuentemente surgen todavía de los partidos, organizan coaliciones de apoyo trascendiendo los marcos socio-partidarios. Estos líderes mas autónomos parecen ser, además, los únicos capaces de organizar la compleja red de agencias estatales y darles una orientación consistente. No casualmente esta ha sido una de las explicaciones que se dio de la tendencia al reforzamiento de la presidencia en Estados Unidos en el último siglo (Neustadt, 1980; Lowi, 1985; Jones, 1994).

La democracia estadounidense ha sido, precisamente, un caso prototípico de esta tendencia general a la personalización, hasta transformarse en lo que Lowi llamo "una republica plebiscitaria con una presidencia personalista" (1985: XI). Recordemos una vez mas, ante todo, que en la tradición anglosajona en general la consideración del problema del liderazgo fue siempre mucho mas "realista" que en la Europa continental45. Ya a partir de Andrew Jackson, y en mayor medida con Woodrow Wilson, el presidente norteamericano, electo por todo el pueblo, reivindico un rol privilegiado de representación, frente al Congreso, que representaba principalmente intereses locales. La presidencia representa al pueblo organizado como unidad política, y a la vez encarna la unidad de los órganos del Estado federal, ya que interviene de manera decisiva en la orientación de las políticas de gobierno, incluso en la legislación (Burdeau, Hamon y Troper, 1993:178-9). Muchos autores pluralistas clásicos (Bentley, Bryce y De Grazia, entre otros), aceptaron este rol como algo natural: era necesario que alguien formulara una voluntad general, que la comunidad política como un todo reconociera como "su voluntad". Dicho de otro modo, alguien debía "querer por la nación". Elton Mayo, reafirmando esta idea, critico las teorías tradicionales de la democracia, en particular las europeas, por la falta de consideración del papel de los líderes de gobierno (1962:558). Talcott Parsons, por su parte, entendió que el liderazgo era esencial para fijar metas colectivas reconocidas por todos los grupos que componen un sistema social complejo (1959: 80 y ss.), y Seymour Martin Lipset explico el rol esencial de los presidentes para formar y conservar las mayorías parlamentarias en ausencia de partidos disciplinados (1963b: 286).

45 En el inicio de este capitulo señalamos la marcada diferencia existente entre ambas tradiciones respecto de la burocratización y el pluralismo social y su relaci6n con la aceptaci6n o rechazo del rol de los lideres. La temprana incorporación del liderazgo presidencial en el sistema institucional norteamericano y el predominio alcanzado por el premier en Gran Bretaña y otros regimenes del Commonwealth habrían actuado a favor de la estabilidad de esas democracias (al respecto, Elgie, 1995; Campbell, 1998), mientras que en Europa Continental la experiencia del bonapartismo y, sobre todo, del fascismo y el nazismo evidenciaron las dificultades de los regimenes constitucionales en ese sentido, y a su vez profundizaron la reluctancia a aceptar liderazgos personalistas tanto entre las elites políticas y los partidos como entre los constitucionalistas y estudiosos del sistema político. Por mucho tiempo la idea de una "persona representativa" evocaría vividamente al Fuhrer sin límite ni control, que establecía un vínculo emotivo con los electores y pretendía encarnar sus "verdaderos" intereses. Como prueba bastaba recordar una frase famosa de Hitler: "mi orgullo es que sé que ningún hombre de Estado en el mundo puede decir con mayor derecho que yo que es representante de su pueblo" (cit. por Mayo, 1962).

Entre los detractores de este proceso de expansión de la presidencia se cuenta Robert Dahl, quien señalo alarmado que a medida que los presidentes americanos tienden a considerarse "los únicos representantes de una mayoría nacional en todo el sistema constitucional, (ellos) hacen la política, la legislación (...) mientras que el poder del Congreso se reduce cada vez mas al veto -un veto que se aplica, a menudo, en beneficio de los grupos cuyos privilegios se ven amenazados por la política presidencial" (1956: 183). Estas tendencias, a mas de ser perjudiciales para la vida democrática, se asientan en una ilusión o mito que Dahl se esfuerza en desacreditar: la idea de que el presidente recibe algo así como un "mandato electoral nacional" de todo el pueblo (Dahl, 1990: 28 y ss.). De acuerdo con Dahl, este mito era el resultado de la "pseudodemocratización de la presidencia" (la apelación directa al pueblo con que se define tanto su elección como su funciona-miento) que fue iniciada por Jackson, profundizada con Wilson y consolidada con F.D. Roosevelt (Ceaser, 1979:160 y ss.)46. Agreguemos que esta visión critica de la "representación por los líderes" esta presente en muchos de los autores que reconocen el papel del ejecutivo, porque no lo consideran en tanto representante, sino como jefe de la administración (es el caso, por ejemplo, de Bryce y De Grazia)47.

También se ha considerado al gaullisme como un prototipo y precursor de esta nueva forma de la representacion48. Él reúne casi todos los aspectos a los que nos hemos referido. Y permitiría refutar la idea de una incompatibilidad intrínseca entre personalización e institucionalidad: un liderazgo ejecutivo que es responsable ante los votantes y por lo tanto esta en contacto directo con ellos (sin mediaciones opacas que dificulten su capacidad de argumentación y persuasión, la toma de decisiones y la identificación de los ciudadanos), posee un amplio control sobre la administración (Avril, 1977: 13 y ss.), y es respaldado por una organización partidaria que actúa como un sequito disciplinado y no limita los alcances de la coalición de apoyo, la agregación de intereses ni la acción de gobierno, parece ser el corazón del fuertemente institucionalizado sistema de representación de la Francia contemporánea. En suma, un sistema de representación que privilegia la decisión de gobierno y la interpelación política de los ciudadanos, institucionalizando un liderazgo personal (Avril, 1978). Refiriéndose a De Gaulle, Maurice Duverger, autor que compartía en general la perspectiva pluralista sobre la representación y desconfiaba, como ya vimos, de la "adoración del líder", sostuvo que la elección directa de líderes presidenciales era la única forma de desembarazar a los Estados y los gobiernos de la trama asfixiante que forman los grupos de presión y la tecnocracia de altos funcionarios: "solo el puede desarrollar el sector público y gestionarlo en pro de un interés general (puesto que) en el siglo XX, en los Estados de economía mixta solo se puede escoger entre un ejecutivo fuerte democrático y un ejecutivo fuerte tecnocrático" (1961:79-83), lamentando, a continuación, que la democracia europea estuviera emparentada con una idea de ejecutivo débil y representación expresiva de intereses en los parlamentos (op cit: 87-8). Recordemos, que en Francia, como en toda Europa, los "representantes potenciales del interés general" fueron los partidos, que hicieron frente por largo tiempo tanto a los grupos de interés como a las burocracias (Pizzomo, 1983a: 345). Su declive implico que ya no pudieran actuar a la vez como partes de la sociedad política y como portavoces de

46 Fue Wilson el primero que sostuvo, contra lo que consideraba una practica parlamentaria antidemocrática de limitación de la voluntad del pueblo, que como representante el presidente era superior al Congreso: "el Presidente representa, desde el ejecutivo, al pueblo entero de Estados Unidos, así como cada miembro del legislativo representa una cierta porci6n del pueblo. El Presidente es responsable no só1o ante la opinión publica esclarecida, sino ante todo el pueblo de la Unión" (cit. por Dahl, 1990: 30). Dahl sostiene que los Padres Fundadores, aunque reconocieron la necesidad de un juicio popular del desempeño del presidente, no le otorgaron ese rol. Ni lo pudieron prever, ya que desconocieron el desarrollo de los partidos y el alcance de las elecciones nacionales en la atención de demandas populares y la decisión sobre políticas publicas. Dahl concluye que mas allá de la eficacia practica alcanzada por esta expansión representativo de la presidencia, ella se asienta tan solo en una creencia subjetiva, en el mito del mandato, y carece de asidero en la Constitución y la doctrina jurídica, por lo que debe considerarse como un arma política de doble filo, útil para persuadir a las masas, pero dañina para el funcionamiento institucional (op cit: 36 y ss.).

47 Pese a su visi6n critica, no es 6ste el caso de Carl Friedrich, que se ocupo atentamente de la relación entre representación y autoridad personal. Y tampoco el de Walter Bagehot, a quien nos referimos en el Prefacio.

48 Recordemos que en la creación de la V República y en al ascenso de Charles De Gaulle al poder la cuestión de la representación estuvo en el centra de la discusión. De Gaulle sostenía, al respecto, que "la autoridad indivisible del Estado ha sido confiada enteramente al Presidente por el Pueblo que lo ha elegido" (citado en Birnbaum, Hamon y Troper, 1977:28). Claro que a esta versión se podía contraponer con éxito el argumento de que los poderes de los funcionarios derivan de la Constitución y no del Presidente ni de la voluntad electoral del Pueblo, así como la distinción entre representación de la unidad de la Nación y representación parlamentaria y partidaria de la opini6n frente al poder. Volveremos sobre estos asuntos en el próximo capítulo.

la nación entera sobre la base de principios programáticos o ideológicos generales, y que tendieran por lo tanto a "americanizarse", según la expresión de Leibholz (1971:89; véase también Pizzorno, 1983a: 340 y ss.); esto es, a convertirse en maquinarias al servicio de lideres plebiscitarios.

Por ultimo, digamos que el caso ingles prueba que el peso creciente de los liderazgos no esta asociado necesariamente a regimenes presidencialistas. La temprana transformación del parlamentarismo ingles, en un gobierno del primer ministro, implico que su elección difiriera cada vez menos en cuanto a rasgos plebiscitarios, de las presidenciales (al respecto, Sartori, 1994; Elgie, 1995; Campbell, 1998).

En la nueva "forma política" que resulta de estos cambios, como han señalado numerosos autores, tal vez el mayor peligro que se presenta es el predominio del ejecutivo sobre el resto del sistema institucional. En este sentido, volviendo a las tesis pesimistas, el temor a un desequilibrio de poder a favor de los lideres no seria infundado (para el caso de Estados Unidos, véase Schlesinger, 1962 y 1976; y para el de Francia, y Europa en general, Duverger, 1974). Aunque, al solo objeto de morigerar nuevamente la visión catastrofista, advirtamos que, en las condiciones actuales, la dinámica de competencia y equilibrio ya no se da principalmente entre poderes, como sucedía en un pasado no tan remoto, sino entre gobierno y oposición; esto es, entre lideres que compiten entre si y poseen sus respectivos sequitos partidarios y coaliciones electorales de apoyo. Es así que la oposición política cumple ahora una función esencial en la canalización de la "representación ante el poder" que permite legitimar el conjunto del sistema49.

Como sea, el peligro señalado desaconseja considerar el rol representativo de los lideres en forma totalmente critica, y mas aun hacer una exégesis del mismo, tal como la que hallamos, por ejemplo, en autores que sostienen que ellos serian representativos en un sentido mas "pleno" y "autentico" que los partidos y las instituciones en general50. Es indiscutible que la presencia de líderes personalistas plantea la necesidad de mas y mejores controles sobre los representantes y nuevos mecanismos de mediación institucional, para que aquellos no asuman su poder como si fuera soberano, ni puedan arrogarse roles fuera de ciertos marcos institucionales, como sucede actualmente en muchos países. También es necesario que se mantengan vivas las tradiciones políticas en las que se asientan los vínculos de representación y los juicios de los ciudadanos sobre el comportamiento de los representantes. Solo entonces el voto puede ser una práctica activa de los ciudadanos, reflejo de juicios fundados, y un instrumento efectivo, junto a otras formas de acción colectiva, para reclamar ante el representante y optar entre alternativas realmente diferentes. La posibilidad efectiva de ejercicio del juicio sobre los representantes a través del debate publico y la competencia política abierta entre gobierno y oposición es esencial para la representación democrática y la formación democrática de la voluntad colectiva. No hace falta abundar en ello.

Pero ello no obsta, por otra parte, que la valoración del rol de los líderes sea un paso útil para pensar la compleja relación entre representación, decisión e identidad en la vida política de nuestros días. El valor de una visión "realista", no cargada excesivamente por juicios normativos, además, reside en que permite tender un puente entre el debate contemporáneo y los autores clásicos que mas agudamente concibieron la cuestión, anticipando muchos de los problemas actuales. Hicimos alusión ya a Walter Bagehot y a varios autores norteamericanos. Yendo mas atrás, recordemos que Edmund Burke (1774 y 1784), si bien concibió la representación en un marco parlamentario, la relaciono con la V; formación de la autoridad legitima. Para Burke la capacidad de representación se definía en la confianza y el juicio de la autoridad, no en la mera expresión de voluntades particulares. Más de un siglo antes, Thomas Hobbes (1651) puso las bases de la teoría moderna de la representación política, y la coloco en el centro de su reflexión sobre la formación y unidad de la autoridad soberana. Esos planteos influyeron fuertemente en los

49 Respecto de la relaci6n entre gobierno y oposici6n, véase Pasquino (1992); y sobre el nuevo papel de la oposición en los regimenes representativos, Fisichella (1996: VI).

50 V6anse Ollero (1961); Conde (1974); y Leibholz (1981), entre otros. Es el caso, por ejemplo, de Eric Nordlinger quien sostuvo que "el ejecutivo es una institución representativa más digna, eficiente y autentica que el legislativo (...) cuyas actividades de representación frecuentemente suponen medidas contradictorias y disputas estériles. El ejecutivo, consecuentemente, 'merece' el respaldo del electorado, aun a expensas del legislativo (...) El ejecutivo puede ser visto también como un mejor representante en la medida que actúa por el bien común. El deviene el organizador del bien publico, en vez de promover a los grupos de interés, algo que identifica frecuentemente a los legislativos" (1968:123).

pensadores del siglo XX mas atentos a la cuestión del liderazgo político, entre quienes se destacan sin duda Max Weber y Carl Schmitt, para quienes la representación era el principio formativo de la autoridad que es capaz de tomar decisiones políticas. No casualmente, ellos fueron los primeros que se abocaron a resolver la compleja relación existente en las democracias modernas entre liderazgo e instituciones. Sobre la base de estas y otras ideas intentaremos explicar en los próximos capítulos como y por que la actual crisis de las identidades de los actores representables y de los mecanismos y procedimientos institucionales de la democracia de partidos ha dado lugar a la formación de lazos de representación mas concentrados y personales que los preexistentes, y no a un debilitamiento general de la representación.

Básicamente sostendremos que el carácter representativo de los lideres consiste en que ellos dan forma a la unidad política trascendiendo la negociación de intereses y las, identidades partidarias. Los líderes proveen, para ello, dos recursos escasos que son I esenciales en la formación de identificaciones unificantes: una argumentación o interpelación capaz de concitar confianza en la ciudadanía fragmentada, y la capacidad de decisión que da sentido y coherencia a la cada vez mas intrincada e inestable recepción y agregación de demandas (Pasquino, 1984a: 120). De este modo, tendiendo un puente entre la decisión y el reconocimiento, la representación puede concitar obediencia. Lo que significa que la decisión tiene efectos a través de la representación (Melucci, 1982: 819), y que ser representante equivale a la capacidad de tomar una decisión por otros ("representar es decidir con competencia sobre el mandato popular", Pasquino, 1988b: 59; también Duso, 1990:142). No a otra cosa se referían Edmund Burke cuando sostenía que representar es la prerrogativa depositada en una autoridad51; y Carl Schmitt, al afirmar que la representación, en tanto principio dinámico de constitución de la unidad e identidad política de un pueblo, no simplemente agrega lo particular, sino que propone «un modo de ser superior* a las particularidades sociales (Conde, 1974).

Esto no significa que los partidos, ni las organizaciones de intereses, ni tampoco los mecanismos y procedimientos institucionales establecidos se hayan vuelto completa-mente irrelevantes. La posición de Alessandro Pizzorno, que ya comentamos brevemente, es imaginar la superposición de dos estructuras de poder: un nivel de decisión cesarista y plebiscitaria, que se hace cargo de los problemas de legitimidad y cohesión del sistema, y un nivel propiamente pluralista, «poliáquico», regido por la negociación, que ya no puede hacerse cargo de lo general, pero que conserva un rol fundamental en la resolución de conflictos entre corporaciones e incorporación de sectores sociales al consenso político. Los partidos no actuaran con ventaja en ninguno de los dos niveles, al haber perdido relevancia los programas, la formación de identidades en subculturas partidistas, y la integración social a través de ellos, pero seguirán canalizando adhesiones a los gobiernos, coordinando los equipos de funcionarios, aunque ellos no surjan de su seno, proveyendo un «sondeo responsable» y transmitiendo información útil a los gobernantes (1983a: 340 y ss.)52.

51 Manin uso recientemente esa expresi6n para afirmar que, al personalizarse las opciones electorales, en detrimento de los programas, y predominarlas imágenes y las personalidades por sobre los textos, se incrementa el «poder de prerrogativa (la capacidad de tomar decisiones en ausencia de leyes) de los ejecutivos, por la confianza que se deposita en sus personas, lo que se justifica además por la complejidad de las situaciones y los conflictos que la autoridad debe enfrentar (1991:22). En su opinión eso no impide que la opinión pública adquiera una creciente importancia en los vínculos de representaci6n y que se generalicen y diversifiquen los debates. Pero lo cierto es que, dado que la sociedad se ha fragmentado, no existe una demanda política previa e independiente de la oferta, los líderes pueden más fácilmente manipular a la opinión y, en consecuencia, se construye una relación de gran dependencia entre emisor y público.

52 Los partidos siguen cumpliendo, pese a su crisis, funciones relevantes: proveen una mediación entre grupos de interés y gobierno que garantiza a este a la vez libertad para decidir y vinculación con sectores sociales, proporcionan un referente colectivo a los electores, y colaboran en la coordinaci6n del personal técnico, los funcionarios y las bancadas legislativos.

Ya que como consecuencia de estos cambios, el representante aparece claramente como el término activo de la representación (Miglio, 1985: 22), esta no esta determinada por los intereses y voluntades a que se refiere, sino que los constituye. Representar es, en este sentido, «impersonar» (en el doble sentido de "poner en forma" y "personificar") lo representable (Lefort, 1991; Laclau, 1994d). Pero, cabe preguntarse, ¿esta "novedad preformativa" resulta de la actual mutación de las formas representativas o la representación siempre constituyó lo representable de este modo y recién ahora lo advertimos? En ocasiones se confunden ambas ideas, que deben distinguirse no porque sean totalmente incompatibles entre si, sino porque refieren a fenómenos distintos: por un lado, la crisis de los actores representables torna mas visible la dimensión constituyente o preformativa de la representación, una dimensión que ya actuaba, como vimos, en las democracias de partidos, pero que pasaba desapercibida, al menos para las teorías pluralistas entonces predominantes, ya que lo representable adquiría solidez y permanencia y se "naturalizaba"; por otro, la función constituyente del acto de representar adquiere actualmente un alcance y una gravitación mucho mayor en comparación con lo que sucedía en la democracia de partidos o formas políticas previas53. Ambas cuestiones nos interesan porque confluyen en darle sustento a una reinterpretación de la categoría que apunta a una nueva síntesis de elementos expresivos y decisionistas y que supera las limitaciones del pluralismo y el procedimentalismo. Síntesis que debe contemplar tanto el carácter personal inherente a la representación política, como la complejidad de los vínculos y las estructuras en que ella se realiza (Pasquino, 1988b: 8-9).

4. Conclusiones.

Comenzamos este capítulo destacando la coincidencia de la crisis de representación con un amplio proceso de democratización. Y advirtiendo que no era la primera vez que esta coincidencia tenía lugar. Así como en la década de 1920 la extensión del sufragio fue acompañada del derrumbe de la representación parlamentaria (la política de notables, el utilitarismo de los intereses individuales y el racionalismo deliberativo), en los ochenta y noventa la democratización de numerosos Estados, de nuevos ámbitos de la vida social, junto a la expansión de la comunicación y el acceso a la información, acompañan la crisis de la representación de partidos. ¿A que se debe esta aparente correlación inversa entre democratización y representación?

Muchos de los planteos que hemos reseñado se fundan abierta o solapadamente en el supuesto de una incompatibilidad intrínseca entre ambas, que la situación de crisis estaría dejando a la luz. Esquemáticamente, la idea es que a medida que aumenta la presión de la democratización, los sistemas representativos dejan de actuar como canales de participación para convertirse progresivamente en barreras de la misma y en instrumentos de manipulación y alienación de la voluntad de los gobernados. Pero, las fuerzas que desata la democracia no pueden ser contenidas por mucho tiempo en los estrechos marcos de los mecanismos de representación establecidos, de lo que se sigue la perdida de legitimidad de esos mecanismos y la consecuente renovación de los llamados a profundizar la democracia directa y semidirecta, para dar cauce a las demandas y expectativas de " sociedades cada vez mas dinámicas y complejas. Tarde o temprano, se concluye, la sociedad se rebela contra las instituciones que pretenden sustituirla, hablar en su nombre y alienar su voluntad. Y es por ello que la representación sufre recurrentemente crisis que son a la vez de legitimidad y de eficacia.

En los anos veinte, gracias a la extensión del sufragio, el desarrollo de los partidos y las organizaciones de intereses, las sociedades europeas lograron manifestarse en toda su complejidad y heterogeneidad, y por ello se volvió necesario revisar las teorías y los sistemas de representación parlamentaria que suponían la composición de un interés general sobre la base de la deliberación racional de un reducido numero de "notables". Las teorías pluralistas del nuevo siglo mostraron una preocupación mucho mas definida por dar cauce a la agregación de los intereses existentes y sistematizar los mecanismos por los que interactuaban los grupos sociales y las burocracias estatales y partidarias. El

53 Emesto Laclau plantea estos dos puntos con gran claridad: "En las sociedades en que vivimos, cada vez nos resulta mas difícil remitirnos a un nivel único o primario en el cual se constituiría la identidad básica de los agentes sociales. Esto significa, por un lado, que los agentes sociales se vuelven, cada vez mas, 'si mismos múltiples', de identidad inestable y vagamente integrada, y, por otro lado, que proliferan los lugares sociales donde se adoptan decisiones que afectaran su vida. En consecuencia, la necesidad de 'completar la brecha' ya no es un 'suplemento' añadido a un ámbito básico de constituci6n de la identidad del agente, sino que se convierte en un terreno primario. El papel constitutivo de la representación en la conformaci6n de la voluntad, que en sociedades más estables quedaba parcialmente oculto, ahora es por entero visible. El piano de la política nacional, verbigracia, puede operar como un piano en el que los discursos de los representantes proponen formas de articulaci6n y de unidad entre identidades por lo demás fragmentadas. Esto quiere decir que no es posible eludir el marco de los procesos representativos y que deben construirse opciones democráticas que multipliquen los puntos a partir y alrededor de los cuales opere la representación, en vez de procurar limitar sus alcances y su área de operaci6n" (Laclau, 1994d: 19).

pluralismo reivindicó al "pueblo" como sujeto activo que debía ser representado no virtualmente, sino en su "actualidad", limitando la independencia del representante a través de las elecciones y la mediación de los partidos y los grupos de interés. Pero al final "del siglo XX son esos partidos y grupos los que entran en crisis, va su monopolio de la representación, dada su insuficiencia para dar cuenta de la creciente complejidad y la rápida mutación de las sociedades actuales.

Desde la perspectiva de una crítica democrática de la representación, entonces, esta es la oportunidad de invocar el programa inicial del pluralismo y reclamar el cumplimiento de su promesa expresiva, que los sistemas de representación existentes habrían traicionado. Para ello se invoca a los medios de comunicación, los sondeos de opinion y a nuevas y viejas formas de deliberación y participación que deberían, según esta opinion hoy muy extendida, reemplazar a las formas institucionales y partidistas en decadencia.

Contra lo que así se sugiere, es discutible que el espectáculo político, el gobierno de la opinion y los mecanismos de democracia semidirecta trasciendan la representación. Mas bien proponen otro discurso y otro formato para ella (Rials, 1990). Incluso puede decirse que los referendums y los sondeos de opinion son «hiperrepresentativos», ya que alimentan un sistema plebiscitario que concentra en manos de ciertos líderes la capacidad de representación. Ellos pueden legitimarse con alusiones a la «traición representativa», pero lo cierto es que desactivan las mediaciones institucionales y favorecen a los líderes contra los partidos y parlamentos. La pretensión de hacer presente la «verdadera voluntad popular» conduce sutilmente a un modelo de "representación soberana», no a su superación (apenas si permite superar, como vimos, la tensión planteada entre representatividad y gobernabilidad)54. Por otro lado, no es evidente que la situación de crisis este alentando una mayor participación de los ciudadanos y su compromiso activo con la vida política. Más bien asistimos, en muchos países con alarmante intensidad, al proceso inverso. Esto no significa negar la importancia de la participación, pero si otorgarle un valor y alcance más acotado dentro del proceso de cambio en curso, en el que predomina la concentración de poder y la personalización.

Podría aun sostenerse la aludida contraposición entre representaci6n y democracia partiendo de la idea roussoniana de una identidad originaria irrepresentable: la voluntad general. Quienes se inspiran en este ideal (véase, por ejemplo, Rubio Carracedo, 1990)

54 Aunque parezca paradójico, la idea jacobina de la «traición representativa», la critica a las mediaciones partidarias e institucionales en general, y el recurso a instrumentos de democracia directa suele beneficiar a, y ser alentada por, líderes y movimientos políticos deseosos de reforzar su autoridad. Dado que en muchos casos con esos argumentos y mecanismos se potencia el «deseo de unidad» y la "representación soberana", conviene dudar de los que contraponen la democracia aut6ntica o directa (cualquiera sea el sentido que se atribuya a estas expresiones) y la representación.