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Resumen Politización y Monetarización en América Latina. Carlos Cousiño y Eduardo Valenzuela. La sociología clásica concibe como principal problema de estudio el paso desde sociedades tradicionales a las modernas. Las sociedades tradicionales son aquellas en que el vínculo social se encuentra constituido pre-reflexivamente en la presencia, experiencia originaria de sociabilidad. La sociedad moderna se caracterizan, en cambio, por tratar de instaurar reflexivamente el vínculo social de acuerdo a modelos racionalmente formulados con independencia y anterioridad a toda experiencia de sociabilidad. Por ello, el orden social moderno rompe con toda tradición y descansa en instituciones garantizadas institucionalmente que supuestamente encarnan los principios racionales capaces de gobernar la vida social. Estas sociologías ilustradas parten de la afirmación de que la guerra (Hobbes, en el período de las guerras religiosas) o el hambre (Marx, en el período de mayor explotación capitalista) constituyen la evidencia que permite afirmar que el vínculo social pre- reflexivamente fundado se encuentra en crisis y debe ser restaurado racionalmente. Lo que el libro de Cousiño y Valenzuela busca es revisar la pertinencia de estos criterios heurísticos para dar cuenta de las sociedades latinoamericanas en su particular experiencia histórica. Hasta hoy, explican los autores, se ha aplicado la misma perspectiva de las sociologías clásicas europeas para abordar nuestra realidad, a pesar de que en América Latina ni la guerra religiosa ni el hambre producida por procesos de acumulación han estado presentes en las dimensiones en que lo estuvieron en Europa como para poder llegar a aplicar acríticamente una perspectiva puramente institucional para intentar comprender nuestras sociedades, que es lo que se ha hecho. Tal prejuicio teórico ha generado una perspectiva distorsionada de nuestras realidades, viéndose la historia de nuestras sociedades como la historia del desgarro y el desencuentro que es sólo posible componer a partir de la construcción de un nexo social de carácter institucional. Es decir, bajo la idea de que toda forma de articulación social que no esté institucionalmente garantizada es precaria. Así, las ciencias sociales y buena parte de la historiografía latinoamericana parten acríticamente de la base de un

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Resumen Politización y Monetarización en América Latina. Carlos Cousiño y Eduardo Valenzuela.

La sociología clásica concibe como principal problema de estudio el paso desde sociedades tradicionales a las modernas. Las sociedades tradicionales son aquellas en que el vínculo social se encuentra constituido pre-reflexivamente en la presencia, experiencia originaria de sociabilidad. La sociedad moderna se caracterizan, en cambio, por tratar de instaurar reflexivamente el vínculo social de acuerdo a modelos racionalmente formulados con independencia y anterioridad a toda experiencia de sociabilidad. Por ello, el orden social moderno rompe con toda tradición y descansa en instituciones garantizadas institucionalmente que supuestamente encarnan los principios racionales capaces de gobernar la vida social.

Estas sociologías ilustradas parten de la afirmación de que la guerra (Hobbes, en el período de las guerras religiosas) o el hambre (Marx, en el período de mayor explotación capitalista) constituyen la evidencia que permite afirmar que el vínculo social pre-reflexivamente fundado se encuentra en crisis y debe ser restaurado racionalmente.

Lo que el libro de Cousiño y Valenzuela busca es revisar la pertinencia de estos criterios heurísticos para dar cuenta de las sociedades latinoamericanas en su particular experiencia histórica. Hasta hoy, explican los autores, se ha aplicado la misma perspectiva de las sociologías clásicas europeas para abordar nuestra realidad, a pesar de que en América Latina ni la guerra religiosa ni el hambre producida por procesos de acumulación han estado presentes en las dimensiones en que lo estuvieron en Europa como para poder llegar a aplicar acríticamente una perspectiva puramente institucional para intentar comprender nuestras sociedades, que es lo que se ha hecho.

Tal prejuicio teórico ha generado una perspectiva distorsionada de nuestras realidades, viéndose la historia de nuestras sociedades como la historia del desgarro y el desencuentro que es sólo posible componer a partir de la construcción de un nexo social de carácter institucional. Es decir, bajo la idea de que toda forma de articulación social que no esté institucionalmente garantizada es precaria. Así, las ciencias sociales y buena parte de la historiografía latinoamericana parten acríticamente de la base de un supuesto “déficit de modernidad” que sería subsanable mediante la “concientización” por parte de los sujetos sociales como camino de reflexivización del vínculo.

La hipótesis de los autores, en contraposición a esta tendencia, es que el vínculo social latinoamericano se encuentra sellado en la experiencia pre-reflexiva del encuentro, es decir, en el plano de la cultura, de la presencia o experiencia, el cual permanece incuestionado hasta las grandes migraciones producidas desde la hacienda a las ciudades que hacen emerger la “cuestión social”.

La hacienda, en este esquema, es un espacio de co-presencia y co-habitación entre el señor y el siervo. No hay en ella, a diferencia del feudo, una lucha por el reconocimiento entre ellos. Ambos existen en el plano del consumo festivo del excedente. Este mundo llega a su fin con el abandono de la hacienda por el patrón (padre) y su movimiento hacia la ciudad, el que es seguido por los campesinos. En la ciudad el campesino se convierte en pobre, es decir, aquel que no puede ser reconocido en la presencia. La relación con él, entonces, intenta ser reconstituida desde la caritas, la “ética social”, que deviene “conciencia social”, es decir “pensamiento crítico”, junto con el ascenso de la reflexión sociológica durante los años sesenta. La caritas no alcanza a ser conciencia política. La conciencia social, en cambio, sí lo es.

En los años sesenta, entonces, se constituye la idea de la necesidad de fundar reflexivamente un vínculo que se estima dañado por la pobreza, que no permite el reconocimiento del otro. Así, se critican todos

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los espacios de experiencia originaria presencial, en particular la familia y la religión, viéndose, desde la conciencia crítica, como estructuras de dominación.

La religión pasa a ser comprendida y observada exclusivamente desde la conciencia crítica, lo que se traduce como teología de la liberación, que parte del hecho de la opresión y no del de la presencia de Dios para aproximarse a la sociedad, despreciando, a su vez, la presencia como espacio social y constituyéndose totalmente en el plano de la conciencia. Esto, en última instancia, lleva a legitimar la violencia, ya que el desprecio por el plano de la presencia hace que la violencia no se vea como comprometiendo costo alguno.

La familia, por su parte, es observada desde la perspectiva de la dominación patriarcal, desvalorizando por completo la experiencia presencial de la familiaridad. Así, desde una ética de la comunicación se pretende penetrar en el ámbito familiar para reflexivizarlo.

Estos dos casos muestran cómo la sociedad comenzó a leer todos los fenómenos desde la política, la cual niega necesariamente la presencia y se sostiene en la reflexividad. La forma de esta politización dada en los sesenta puede ser caracterizada como “ida al pobre”, distinta del “encuentro con el pobre” cuyo signo más patente fue el mestizaje producido en el plano de la familia y de la religión. La “ida al pobre” es meramente un proceso reflexivo, en el plano de la conciencia, por lo que no se traduce en nada concreto en la presencia: los jóvenes que “van al pobre” no construyen una vida con ellos (por ejemplo, casándose con pobres). El pueblo, en este modelo, sólo aparece en el acto reflexivo: antes de él no es.

Este modelo de la concientización no se limita a la mera reflexivización, es decir, a la formación de ciudadanos: va más allá y pretende la reflexivización del vínculo social completo, es decir, su “organización”, tematizada como “organización popular”. Esta radicalización del principio de ciudadanía no pretende conservar elemento pre-reflexivo alguno y distingue al ciudadano del militante: el militante vive para la organización. La organización destruye la sociabilidad y el principio de educación (formación) el de la experiencia vivida. Así, el modelo de concientización pretende aproximarse a la tabula rasa: no dejar nada fuera del ámbito de la conciencia y la voluntad de los individuos: este es el modelo del acto revolucionario. La violencia política, por lo demás, aparece cuando la persona es negada en la dimensión existencial, siendo relevante sólo en términos de estructura, ajena e indiferente en su existencia concreta.

Una alternativa a la perspectiva sociológica ilustrada es la sistémica, que no pretende refundar reflexivamente el vínculo social. Ella plantea que el vínculo social no es necesariamente que se rompa con la modernidad, sino que la complejidad social, al aumentar, no permite fundar el vínculo en la experiencia o la conciencia, siendo remplazado por la mera coordinación de expectativas.

Las ideologías de la modernización tradicionalmente aplicadas en Chile han insistido en la necesidad de politizar la sociedad ya que el vínculo social se da por quebrado y se postula la necesidad de reconstruirlo reflexivamente. El núcleo pre-reflexivo existente, entonces, les ha parecido un escollo que debe ser destruido para avanzar (es decir, deben romper primeramente los vínculos culturales, para luego proclamarlos rotos y tratar de refundarlos reflexivamente).

Distinto es el camino de modernización seguido desde la década del ochenta en Chile, y desde los noventa en otros países latinoamericanos. Tal proceso obedece a las premisas de una creciente complejidad. Su forma es primero la dela monetarización, luego la de la sistematización de la política. Esto resulta inevitable si se considera la especialización de la economía -como subsistema

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autorreferencial provocado por la monetarización- tiene obvias consecuencias para los otros subsistemas sociales, especialmente para el político. La autonomización de la economía impide la observación de la sociedad como totalidad, lo que obliga a la política a abandonar esa pretensión y especializarse, deviniendo así en un subsistema autorreferencial gobernado por el principio de la opinión pública.

Con todo, este proceso desatado por el aumento de escala de los fenómenos sociales no puede considerarse como irreversible. La monetarización y la sistematización de la política se encuentran siempre amenazadas por alternativas populistas o por demandas ilustradas que buscan recuperar los núcleos reflexivos de la política. Ello es así puesto que estas tres formas de articulación social remiten a tres principios básicos de integración social, que se encuentran permanentemente presentes en las sociedades complejas. Estos son la presencia (cultura), la conciencia (instituciones) y las comunicaciones (sistema). Desconocer estas tres escalas de fenómenos sociales y sus consiguientes niveles de integración es algo común a los grandes cuerpos teóricos de la sociología actual.

Hoy (2011-2012) asistimos a un retorno de las demandas por reflexivización del vínculo social en base a teorías que son ciegas al problema de la cultura. Por ello, el aporte de este libro al debate público resulta insustituible en la medida en que entrega el lenguaje apropiado para abordarlo, muestra sus límites y puntos ciegos y nos permite replantearnos los problemas ubicándolos en América Latina y en Chile, y no desde una sociología de un mundo hipotético.