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Número 3 de la revista del Bremen, que recoge los cuentos de los miembros de la tripulación.
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Acta del taller literario BREMEN del 30 de diciembre de 2009
El tema era el Western, y el taller hizo honor al mismo
convirtiéndose en una vorágine de caos y violencia (gestual) y alcohol.
Para ambientar Nano trajo consigo una frasca de jarabe crecepelo
curalotodo y Juan una botella de whisky reserva de 50 años, que produjo
efectos devastadores luego en todos en general y en él en particular,
imposibilitándole la capacidad lectora y gran parte de la verbal, para
alegría de Javier, que es un piltrafilla que, por lo poco habitual, se
emociona tremendamente cuando consigue no ser el primero en
emborracharse, en fin. Sólo faltaron unos cuantos revólveres y tiros al
aire, un pianista, escupir al suelo y que las damas bailasen el can-can.
Haciendo también honor al tema, unos forajidos me asaltaron y me
sustrajeron el papelito donde tenía yo apuntados los autores y los títulos
de los cuentos, así como otros amenos detalles como la manía que nos dio
por telefonear a Fernando para dedicarle ovaciones, o esa curiosa forma
de María de leer el cuento de Robert renunciando a las gafas (cuestionada
por la razón dijo: Porque no son rojas. Era todo un poco raro anoche).
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Reconstruyo en la medida de lo posible la lista de autores y
cuentos, y que me perdonen los que lleven espacios en blanco, pero es
que la resaca me está matando (se editará el acta cuando envíen sus
cuentos y se puedan incluir). Abrió el fuego muy apropiadamente (como
vimos, terminado su cuento y desplegado el tablero para los demás) Nano,
que pidió el privilegio de empezar y se lo dimos porque ninguno nos
atrevemos a llevarle la contraria.
Nano — La voz que prepara el escenario
David — La recompensa por Joseph Balder
Juan (de cuerpo presente pero leído por Javier) — La búsqueda
Marina — Cuero rojo
Ernesto — Kansas City, Kansas (o el rostro de la muerte)
Javier — Cicatriz
María — Las dos vidas de Misha Bours
Fernando (leído por Nano e interrumpido para ovacionar al autor
en manos libres ¡a la quinta frase!) — La partida del guerrero
Robert (leído por María) — El figurante
Nacho — Quincetiros
Mención aparte y ovación cerrada para los externos, que se saltaron
todo cercado genérico y nos hicieron reír como locos (ayudados además
por el whisky que ya llevábamos todos en el buche), para las cursivas de
Ernesto, que convirtió en literales (cada vez que iba a leer unas se cogía la
cogía la cabeza y se la inclinaba, para leer torcido) y para la «reinserción
al ciclo del carbono» de las víctimas de Quincetiros.
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El tema, obviamente, lo propuso quien esto firma (David). El tema
para el siguiente taller será «el Mar», y se propuso, si nadie (y nadie
significa eso, nadie, ninguna persona, no pocas, no, nin gu na) tuviera
inconveniente, trasladarlo del 13 al 16 de enero y hacerlo antes de la
cena. No recuerdo quién sugirió el tema, pero a quien fuera le tocará
recoger el testigo secretarial. Para él mis mejores deseos, líbrele la suerte
de los forajidos sustraeactas.
Año del Señor de dos mil y nueve.
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La voz que prepara el escenario
Al niño del cine de sesión doble
de los domingos
Te voy a pedir un gran esfuerzo, pero puedes hacerlo. Yo lo he
hecho y para ti va a ser más fácil, porque te voy a guiar. Tienes que
imaginar el Este: es enorme. Allí llegaron los primeros, huyendo de los
tres tipos de estrechez: la mental, que no deja vivir y pensar como uno
quiere; la física, que te confina en pequeños lugares sin medios para
alejarte de ellos; la del hambre invencible, cuando todos los recursos ya
tienen un dueño que parece venir de la eternidad, y encaminarse hasta su
fin. Los que nada tenían, los que pensaban de otra manera, fueron allí;
como la inmensa variedad de los que tenían cuentas pendientes que
quedarían saldadas al pisar el litoral del otro lado del océano. Los
despojos de Europa. Les fue fácil engañar, comprar, desterrar o eliminar a
los nativos que encontraron. Lo hicieron. Les fue menos fácil deshacerse
del Imperio antiguo. También lo hicieron.
Ya están solos, que es una forma de decir nosotros nos las
arreglamos; tenemos un territorio dado por Dios; en Dios confiamos;
nosotros decidimos. La conocida historia de somos una nación, la historia
de siempre: nada te costará sentirlo, la memoria suple la imaginación.
El Este es grande, pero siguen llegando los que nada tenían. Es un
El Dorado para todos. Pero los que nada tenían corren el peligro claro,
preciso y punzante de convertirse otra vez en los que nada tienen. El Este
se ha vuelto pequeño para los que llegaron y lo cruzaron sin encontrar la
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respuesta que les hizo partir. Se habla de las tierras de la miel, en el
litoral del Oeste, pero todavía parecen cuentos para niños: hay que cruzar
las grandes praderas, las Rocosas, los desiertos y tierras entre estas
montañas y la cadena final, que baja hasta los naranjos. ¿Cómo creerse
que crecen solos?
Ahora es cuando empieza tu tarea. Hasta el momento todo era
sabido: la vieja historia europea; pero desde este momento nada sabes. Y
lo que sepas, conviene que lo olvides. Quizás no esté de más que te
apoyes en las imágenes de las películas que concuerden con cada una de
las fases que vas a vivir, pero deberás centrarte en ellas aisladamente. En
cada espacio, la suya. Vivirlas como si fuera la primera vez. Lo que has de
hacer es descubrir, conquistar y apropiarte de lo descubierto y lo
conquistado.
—¿Quién viene ahí? —pregunta el viento.
—Las hordas de hambrientos, Señor —responde la hierba, que llega
hasta los límites del Este y sabe de lo que habla—. Hambrientos de
comida, Señor, pero también de oportunidades de ser alguien, de ganar
en el juego, de ganar en el duelo contra la muerte, de tocar la riqueza que
siempre vieron de lejos.
—Cerrémosles el camino —grita el Viento, que se fortalece cuando
se enfada—. Los que aquí viven no tienen nada que les sobre.
—No es posible, Señor. Ya han vencido el miedo al vacío, que es el
peor de todos. Nada los detendrá. Lo mejor y lo peor avanza. El deseo los
iguala y no podemos distinguir a los buenos de los malos. Pero no te
preocupes, ellos encontrarán el pan de la supervivencia donde solo hay
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hambre, lo han hecho siempre. Les impulsa saber que todos parten de
cero y algunos encontrarán el oro. Quieren ser los que empiezan la
Historia y que esta vez sean ellos los que caigan arriba; sobre los demás.
Llevan dentro un alarido que les asegura que va a ser así. ¿Qué puedes
oponerles?
¿Fue real esta conversación? Es más que probable, aunque eso
importa poco ahora. Escúchala una y otra vez hasta que sientas el terror
de lo vacío que hay ahí delante. Ahora que puedes ver el mapa desde
arriba, ya te da miedo la inmensidad. Imagina lo que debía ser enfrentar
la pradera en horizontal, cuando no se ve el límite. Ahí estás tú. Si no
eres capaz de sentirlo hasta notar que tiemblas no podrás entender lo que
viene. Estaríamos perdiendo el tiempo. ¿Sientes la hierba bajo las botas?
Es lo único a lo que te puedes sujetar (además de al miedo a lo conocido
que te empuja por la espalda). Es muy importante que sientas la pradera,
que la huelas. Desde ahora vives también en ese mundo; si te despistas
en el otro, una estampida de bisontes te puede deshacer mientras crees
que estás tomando café en la glorieta de Bilbao.
Hay indios, ya los irás sintiendo, porque vienen hacia ti, te quieren
matar o expulsar. Y es justo, porque es lo que quieres hacer tú con ellos.
Pero de la Justicia siempre has huido: que no esperen que vayas a ser
justo con ellos. A tu favor tienes los rifles, sobre todo los Winchester de
repetición y la precisión del Colt; cuando lleguen. Y el Séptimo de
Caballería. Es una cuestión de tiempo y de agallas. El Centro, que es ya el
oeste del este, su primera parte, es tan grande como el Este, ¿te acuerdas
que te pareció inmenso cuando desembarcaste? El Oeste tiene a su favor
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que está vacío, ocupado por los que se ajustan a lo que la naturaleza da.
Solo tiene hierba, pero espera a los ganados que pastarán cuando los
bisontes hayan desaparecido, los indios hayan sido domesticados, el
ferrocarril destruya a su paso lo que algunos habían construido: los
perdedores a los que les quitan el campo cuando ya no quedan libres
otros a los que se puedan ir. Esta es una historia de las buenas, de allá
del Oeste. Por cada cien caídos, uno se enriquecerá: los primeros en caer
de pie sobre los hombros y las espaldas de los demás.
¡Pero mira bien, fijamente, que por eso abandonaste lo que nada te
daba!, Quieres llegar al sistema montañoso del Pacífico y a California,
donde dicen que mana la miel y pueden crecer los naranjos y todo lo que
plantes. Pero no debes precipitarte: ya habías fracasado en Europa y en el
Este, no estás preparado para la Tercera Decepción. Has de sufrir aquí
bastante tiempo. Atravesar la pradera hasta las Montañas Rocosas, que
durante un tiempo se consideraron el final del Oeste, y cruzarlas para
llegar a las grandes llanuras que hay entre las dos cadenas montañosas.
Por tanto, aquí nos quedamos. A sufrir y hacerte valer.
Somos gente fuerte, los que buscamos las oportunidades. Cada uno
de los nuestros podría llegar antes y quitárnoslas. Es a los demás, a los
que son como nosotros, a quienes hay que vencer en la carrera: la
competencia es una de las leches que nos amamantan. Nada de
camaradería. Nuestro lema dice «Each one trusts in himself», pero hacia
fuera lo pronunciamos «In God we trust». Si lo piensas bien, significa lo
mismo. No vas a ayudar a nadie y nadie te va a ayudar. Para cruzar las
praderas y desiertos, no se forman caravanas de iguales que se protegen
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unos a otros. Los que tienen dinero, pagan para que unos exploradores
los conduzcan. Los que no, emprenden el camino solos con la familia, por
su cuenta.
¿Ves esos restos de una carreta, casi comidos por la hierba,
confundidos con ella? ¿Y esas cruces de madera un poco más allá?
Responden a una historia repetida. La carreta de una familia se rompe y
todos se quedan allí, mirando el trozo de cielo bajo el que han quedado
paralizados. De vez en cuando pasa alguien y, por cortesía civilizada,
ofrece su ayuda, pero se la rechazan y no insiste; en realidad nunca
pensó que la fueran a aceptar. No se ha llegado hasta allí para depender
de los iguales. La familia muere y gentes piadosas que pasarán después
se detienen, esta vez sí, para darles cristiana sepultura. Es el modo de
avanzar, la primera ocasión de ponerse a prueba ante la suerte. Ya
puedes imaginar que es el mismo modo que cuando se detienen y
asientan. Cada uno para sí mismo: o somos self-made-men o no somos.
¿Cómo lo gritaba Hamlet hace no mucho? Ah, sí: «A partir de este
momento, seré sanguinario o no seré nada». Eso es. Le viene que ni
pintado a la fase, porque no estamos en el Lejano Oeste, sino en el Salvaje
Oeste. No son dos zonas geográficas, sino dos tiempos en la misma zona.
Aquello era un circo, un circo de verdad, cuando todavía había
bisontes, indios, fuertes donde vivía el Séptimo de Caballería; una
empresa descabellada que funcionó e impuso el orden necesario para que
prosperara la posibilidad de los negocios. La vida en movimiento frenético,
porque no podía ser más lenta que las balas. En realidad fue menos
tiempo del que parece. Hubo hasta una Política India: masacrarlos y
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dejarlos en las reservas. Terminada la misión, la cosa cambió bastante.
Se convirtieron en vaqueros, los cow-boys de las películas, porque tenían
praderas para dar de comer a las vacas y trenes para alimentar al Este.
Ellos interpretaron la etapa salvaje. Que terminó bajo una carpa de circo
al que para verlo se pagaba entrada, como el Buffalo Bill’s Wild West
Show, que hasta creo que recorrió Europa: los que hacían de artistas se
representaban a sí mismos; pocos años antes habían hecho lo mismo,
pero matándose de verdad. Fueron los supervivientes que se vieron
obligados a seguir sobreviviendo con lo único que sabían hacer: primero
como tragedia y después como espectáculo. Tampoco es tan raro: del
circo al circo es un movimiento redondo.
No creas que de eso hace mucho, que mi abuelo ya había tenido a
mi madre cuando Buffalo Bill era todavía un artista de tourné. Pero más
cerca históricamente de nosotros, y mucho más cerca todavía por lo que
nos ha contado el cine, está lo otro, el Lejano Oeste. Es nuestro destino
en este movimiento que empezamos como un juego. El salvaje oeste lo
cuentan las películas de indios y vaqueros. Nuestro periodo lo cuentan las
películas del Oeste.
Ahora sí que te ruego la máxima concentración, porque estamos en
el meollo: la mente abierta y los sentimientos dispuestos a imprimirse en
ella, para que cuando lleguen las historias las puedas vivir. Lo primero
que has de conocer, como si vivieras en él, es el pueblo, porque es el
centro de todas las historias. Incluso aunque transcurran en las
quebradas, los valles, las montañas cercanas, siempre empiezan o
terminan en un pueblo.
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Desde el aire, a vista de pájaro (o del avión desde el que se rueda la
panorámica), parecen incomprensibles: unas cuantas casas, agrupadas
sobre todo al lado de una calle ancha (antes o después, recuerda, han de
pasar por allí las vacas, conducidas por los vaqueros en un viaje de
meses; o más tarde hasta la estación de ferrocarril). En medio de la nada
más absoluta y estéril.
Bajemos al suelo. ¿Qué hace esa gente allí, de qué vive? Porque no
hay agricultura ni ganadería a la vista. Sin embargo, sí hay una oficina
del sheriff, un banco, una funeraria, un salón donde se reúnen a beber, a
jugar al póker entre ellos o con tahúres profesionales, y a juntarse con las
chicas, jóvenes y procaces; también hay una tienda que vende de todo,
desde herramientas y comidas enlatadas, sobre todo judías, hasta trajes
de París que se piden por encargo; está la oficina de la diligencia antes de
que haya una estación de ferrocarril; también hay una iglesia y una
escuela, y hasta una peluquería y un hotel. Hay más personajes, que
ocupan todos los lugares que hemos citado, pero no llegamos a saber muy
bien a qué se dedican. Las mujeres se pueden dividir en tres grupos, las
procaces chicas del salón, venidas de las ciudades con sus ropas de
colores chillones, las mujeres de los habitantes del pueblo, de mediana
edad y todas bastante feas, y la maestra de la escuela, que es joven y
bella, pero no es procaz ni viste ropas chillonas. A veces, se convierte en
la novia del protagonista de la historia y se casa, antes de volverse fea,
suponemos que para que otra hermosa joven ocupe su lugar.
Sabemos quiénes son, pero también que no pueden vivir de ellos
mismos: no hay un recorrido posible de los dólares de unos a otros que dé
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para todos. Haz un ejercicio imprescindible, para familiarizarte, y verás
que tengo razón. Llega al pueblo, en diligencia o ferrocarril. Eres
agradable y hablas con todos. Hospédate en el hotel y come una chuleta
con judías en el restaurante. Pasea y charla, compra algo en la tienda,
córtate el pelo, la peluquería es un centro social de primer orden.
Después, ve al salón: es mejor que a los jugadores los observes, pero sin
entrar en la partida. Muchas de las historias del Oeste terminan con el
forastero arruinado o, en caso de buena fortuna en el juego, muerto en un
duelo en la calle ancha. Bebe whisky y hasta sube a los dormitorios con
la chica que más te guste. El domingo, acude a los oficios religiosos.
Desde entonces ya puedes saludar a los del pueblo, hacerles una
reverencia a las mujeres, sobre todo a la esposa del predicador. Incluso
mirar de cerca a la maestra.
Pero sigues sin saber de qué viven, ofreciendo tantos servicios. ¡Un
momento! ¿Te quedaste a charlar en la tienda, como te dije? ¿No viste que
llegaba gente en carros, hacía grandes compras y se marchaban o se
quedaban a visitar la peluquería o a beber en el salón? Tienes que prestar
más atención: vives ahí, ¿recuerdas? Esa es la gente que pone el dinero:
los de los ranchos que quedan fuera de la panorámica de la vista de
pájaro. Habría que hacer la toma desde mucha más altura para que
entraran en el cuadro. Son los que viven alejados, dedicados a la cría de
ganado. O a una débil agricultura, pero suficiente para proporcionar trigo
y judías. También llegan de las montañas próximas mineros del oro, con
una pequeña bolsa con gruesas pepitas que malvenden en el banco.
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Los que cuidan pequeños ranchos, con un poco de agricultura y
algo de ganado, casi para consumo propio, son seres pacíficos. Aunque
alguna vez, una injusticia convierte a uno de ellos en un forajido.
Apréndete esta palabra porque se trata de un personaje principal de
muchos western, tanto si se le presenta como un malvado o,
románticamente, como un hombre bueno. Son más habituales los
trabajadores de los ranchos que acuden al pueblo a gastarse la paga de
muchas semanas. Estos son malos de corazón y crean conflictos. Pero si
se les mete en la cárcel del pueblo (la oficina del sheriff) o si el juez que
vive en el pueblo o viene de un pueblo cercano(no lo he citado porque,
salvo excepciones, cumple su función y desaparece) los quiere enviar a la
horca o a un presidio, el dueño del rancho viene con gente armada a
liberarlos, porque al fin y al cabo es con su dinero metido en el banco, con
sus abundantes compras más el gasto que hacen sus hombres, .con lo
que viven los ciudadanos del pueblo. Ahí sí que hace falta un buen
sheriff, que no es raro que en otro tiempo fuera forajido y sepa disparar
bien, para el previsible enfrentamiento con los del rancho. Cuando ese
sheriff no existe, los malvados abusan hasta que llega el hombre
adecuado. A la gente de allí, como los buenos sheriffs tardaban en llegar,
y los jueces también, o llegaban borrachos, les gustaba lo que propuso
Lynch y preferían linchar rápidamente a los apresados, sin tiempo para
demostrar que eran inocentes, si lo eran. Tampoco es que el sistema lo
descubriera Lynch: lo de matar pronto y que luego Dios decida viene de
lejos. Pero en las historias del Oeste, el linchamiento y el duelo en la calle
ancha se iluminan con una luz mucho mejor.
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Nos falta el personaje principal: el pistolero. Normalmente,
contratado por el del rancho, o por el dueño del banco cuando le han
robado. Aunque también recorre la zona perseguido por su fama, sin que
nadie le contrate. Haber matado en duelo a un hombre te convierte en
pistolero. Siempre habrá quien quiera quitarte esa corona midiéndose
contigo. Si no eres muy bueno, mueres pronto y no hay historia, pero si
de verdad eres bueno irás matando a los que te ofendan para hacerte salir
a la calle a disparar. No hay delito en dos hombres que se enfrentan cara
a cara en la calle, con sus pistolas. Se ve como una restitución: del orden,
de la verdad o del abuso criminal, según quién gane. Contemplar un
duelo desde la ventana del salón o la terraza del hotel te proporcionará
una experiencia profunda de la muerte como justicia y te será más fácil
entender las historias. Porque la muerte violenta es el lago donde flotan
las historias del Oeste. Demasiado parecidas a los relatos de los griegos
como para no pensar en la impostura de los escritores de este género.
Ya has sentido todo lo que debías sentir para que estas historias no
sean una más entre muchas. Se terminó el esfuerzo. Ya puedes adoptar
una actitud pasiva para escuchar la historia del Oeste que nos va a
contar David, el que más a gusto se siente en ellas, el que empezó a
contárnoslas. Después vendrán la de Juan y la de Marina y la de Ernesto
y la de Javier y la de María y la de Fernando y la de Róber y la de Nacho.
Te has ganado este placer.
Nano
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La recompensa por Joseph Balder
The crow flies straight, a perfect line,
on the Devil's Bed until you die.
(Curtis Stigers & The Forest Rangers, This Life)
Tras el mar de cabezas un hombre a caballo piensa en las
indudables ventajas que tiene la muerte mientras se encasqueta aún más
el sombrero y se afianza el pañuelo sucio sobre la cara.
Un viento atroz sopla empeñado en descubrir las cabezas que
atestan curiosas la calle y en enredarse en las faldas de las mujeres que
llenan los portales de los comercios. El cadalso cruje con cada ráfaga y
barre las maldiciones del reo, a quien dos alguaciles arrastran por los
trece escalones de madera. Sobre ellos el nudo de la horca aletea como
una bandera demente.
El párroco trepa los peldaños con pasos de borracho, apretando la
Biblia contra el pecho lleno de lamparones. Al llegar arriba tose, se
tambalea, se frota el bigote, y abre la Biblia por un pasaje al azar. No
parece gustarle, porque con la boca ya abierta pasa unas cuantas
páginas, poco convencido. Luego intenta aplastar sin éxito su escaso pelo
desordenado y finalmente lee: «Cuidad de no practicar vuestra justicia
delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no
tendréis recompensa de vuestro Padre celestial». Solo el viento desgarra el
silencio hasta que el condenado grita que es inocente, sacudiendo la
cabeza e intentando zafarse por última vez de los alguaciles. Le disuaden
a golpes. Luego uno de ellos lo sostiene mientras recita los crímenes de
Joseph Balder y el otro captura el lazo de la horca, que baila frente a sus
narices, y se lo coloca alrededor del cuello. Lo aprietan, tensan la cuerda,
retroceden dos pasos.
—¿Tus últimas palabras? —pregunta uno de ellos.
—Hijos de puta —responde el hombre.
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Los alguaciles miran al verdugo, asienten y este tira de una
palanca. Se abre la trampilla y el hombre cae, se rompe el cuello y muere.
Un murmullo insatisfecho fluye con el viento por la calle atestada.
El público hubiera preferido el pataleo y la asfixia a ese final tan rápido,
tan poco espectacular. Los alguaciles se dan unas palmadas como para
desprenderse el polvo y ayudan a bajar al párroco. Terminado el
espectáculo de la justicia, la gente comienza a dispersarse rumbo a sus
tareas diarias.
El hombre a caballo espolea ligeramente al animal y avanza hacia
los alguaciles, que se esfuerzan ahora en descolgar al ahorcado y
tumbarlo en el suelo a la espera del sepulturero, que se aleja rumbo a su
carreta, donde se encuentra el ataúd.
El hombre a caballo mira la cara del muerto, sus cejas, su nariz, la
forma de sus orejas, y sonríe tras el pañuelo. Se aleja con otro golpe de
espuelas antes de que los alguaciles se fijen en él.
Cuando llega frente al saloon desmonta, le arroja un par de
monedas a un niño que se acerca para atarle el caballo y darle de beber y
camina hacia la puerta.
Junto a ella, prendido con una tachuela, un cartel ya obsoleto
ofrece una recompensa de quinientos dólares por su cabeza. O por la
cabeza del muerto. Lo arranca de la pared, lo dobla, se lo guarda en un
bolsillo del abrigo y entra en el local atestado.
Parpadea y se baja el pañuelo, acostumbrando los ojos a la
oscuridad, camina entre las mesas y la multitud hacia la barra y hace un
gesto al camarero, pidiendo un vaso de whisky.
Se lo sirve. El brazo está razonablemente limpio. Bebe de un trago,
y encarga otro. El camarero se lo rellena, le guiña un ojo y deja la botella
al alcance de su mano.
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—¿Ha venido para ver la ejecución, caballero? —le pregunta. Él
asiente, mientras alza de nuevo el vaso y lo vacía de nuevo.
—A la primera ronda invita el señor Wiggs —dice—. Fue él solito
quien atrapó a Joseph Balder.
—¿Y dónde está el señor Wiggs, para darle las gracias? —pregunta
el hombre, con la voz ronca de quien lleva mucho sin hablar.
—Arriba, descansando —dice el camarero, guiñándole el ojo de
nuevo y riendo a carcajadas.
Saca un puñado de monedas y las deja sobre la barra.
—Por el resto de la botella.
El camarero asiente, barre las monedas y se aleja hacia otro cliente.
El hombre coge el vaso con una mano y la botella con la otra y se abre
paso entre la gente que grita y ríe a voces y las putas que intentan hacer
negocio o, al menos, gasto de alcohol.
En un rincón encuentra una mesa ocupada por una de ellas, una
joven que mira por la ventana.
—¿Whisky? —dice, alzando la botella. Ella le mira, sonríe y niega
con la cabeza.
—Se lo agradezco, pero no, gracias.
—Mejor —dice él, dejando su carga, desabrochándose el abrigo y
tomando asiento —. Sólo tengo un vaso.
Se alza el sombrero que se le clava ya en la frente y mira la calle a
través del cristal sucio. Luego mientras bebe, estudia el rostro de la
mujer. Sus ojos, su nariz, sus labios.
—¿Cómo se llama? —pregunta.
—Jenny —dice ella, mirándole —. ¿Y usted?
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—Joseph —contesta.
—Como el ahorcado —ella señala la calle con los ojos.
—Como el ahorcado —asiente.
—¿Quiere hacer el amor, Joseph?
Él mira de nuevo a través de la ventana, ahora al cielo, mientras se
rasca la barba de días, sucia de polvo del viaje. La mañana apenas acaba
de comenzar, la multitud se ha dispersado y ahora, al otro lado del vidrio,
la ciudad comienza a comportarse como cualquier otro pueblo a estas
horas, las carretas de mercancías moviéndose arriba y abajo, el trajín de
gente cumpliendo recados, los niños jugando a perseguir remolinos de
polvo.
—Aún es pronto —responde.
—¿Viene de lejos? —pregunta ella.
—Carson City.
—¿Para ver la ejecución?
Él gira la cabeza y contempla la gente que celebra el ahorcamiento
en el bar. No parecen tener prisa en agotar la invitación de su supuesto
captor. Lugareños, típicos vaqueros de paso y habituales del bar que
estarían aquí cualquier otro día.
—En realidad no —responde, y piensa en los planes que trazó
mientras cabalgaba hacia aquí. Buscar a su captor, freírlo a tiros, llevarse
el dinero de su propia recompensa. Piensa que ahora mismo no sería
difícil; podría contratar a Jenny, subir con ella a la planta de arriba,
buscar la habitación del tal Wiggs, descerrajarle un tiro en la cara, coger
el botín y huir disparando con el pañuelo subido. Podría matarle a él, a
Jenny, al dueño del bar, que quizá lo recuerde y probablemente esconda
un arma tras la barra. Quizá también al niño que se ocupó del caballo. No
sería demasiado difícil; los alguaciles no parecían gran cosa y ninguno de
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los parroquianos tiene porte de pistolero. Lo piensa ahora, dándole un
nuevo sorbo al whisky y mirando a Jenny la puta, con sus ojos claros, su
bonita sonrisa y su piel limpia, y decide que está cansado, que lo que
realmente desea es dejar que su nombre permanezca muerto al menos
hasta el anochecer, no ser nadie hasta entonces, descansar, ser otra
persona.
—¿Preferiría darse un baño? —dice ella.
—Me ha leído el pensamiento —suspira y sonríe.
—Podemos arreglarlo —ella se levanta, levanta la botella y la acuna
sobre su pecho—. Sígame.
Él coge el vaso y la sigue. Ella le guía hacia las escaleras. Suben
hasta un pasillo flanqueado de puertas. Se detiene ante una de ellas. Del
otro lado escucha gritos de mujer y jadeos, supone que causados por el
tal Wiggs, invirtiendo parte de su recompensa. Gruñidos, un quejido
ahogado, algo que tintinea. Piensa en su pistola cargada y en lo fácil que
sería todo, ahora. Pero Jenny vuelve a su lado, le da la mano y tira de él
hasta el cuarto del fondo. El suelo cruje bajo sus pies, los tacones de sus
botas de montar resuenan en el estrecho pasillo. En el cuarto hay una
vieja bañera de latón, un camastro de sábanas sucias, una silla, una
ventana cubierta por una cortina raída, cubos de agua junto al fuego en
un pequeño hogar. Ella coge uno de los cubos y lo coloca en un gancho
sobre la lumbre. Él cierra la puerta, se quita el abrigo, lo coloca sobre la
silla, se desprende del cinto y de la funda de la pistola. Saca el arma, abre
el tambor, verifica las balas.
—¿Cuántos años tienes, Jenny?
Ella comprueba la temperatura del agua arremangándose el brazo,
acercando la palma a la superficie.
—Cumplí diecisiete en mayo —responde.
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Tiene edad para ser hija suya, y no la primera. Parece mayor,
piensa, pero quién no. Deja el arma en su funda y la funda colgada del
cabecero del camastro. Continúa desnudándose mientras ella acerca el
resto de los cubos. Cuando ella considera que el primer cubo está ya lo
suficientemente caliente y se gira con él hacia la bañera él está desnudo,
con el sombrero en la mano—. Puede ir metiéndose en la bañera —dice, y
vuelca el cubo dentro. El vapor del agua comienza a llenar el aire de la
estancia de una calidez pegajosa que difumina los bordes de las cosas. Él
tira el sombrero sobre la cama y obedece. El agua está tibia, piensa. El
segundo cubo viene más caliente. Se recuesta contra el latón aún frío,
reprime un escalofrío, recuesta su espalda contra el borde y cierra los
ojos. El tercer cubo lo hace suspirar. Siente como sus huesos comienzan
a desprenderse del cansancio del viaje milla a milla. La mano de Jenny se
sumerge en el agua, encuentra su erección, la aprieta, la desliza entre sus
dedos. Él extiende una mano y a tientas encuentra el cuerpo de ella,
busca sus pechos y aprieta uno de ellos lentamente. Ella ensaya un
gemido que el primer disparo corta y convierte en grito. Un cubo se
derrama, él se incorpora, salpicando el cuarto. Ella mira hacia la puerta,
con los ojos muy abiertos y las manos sobre la boca, el agua de la mano
que lo estaba tocando cayéndole sobre el escote que sube y baja al ritmo
del miedo. Él sale de la bañera y camina con calma hasta su ropa, con
cuidado para no resbalar en el suelo mojado. Empapado se pone los
pantalones. Al otro lado de la puerta, en el pasillo, suenan ruidos, un
segundo disparo, alguien grita «¡zorra, maldita ladrona, arpía!». Suenan
pasos a la carrera y un segundo disparo, mucho más claro, llega
tronando por el pasillo, luego otros dos, seguidos de nuevos gritos,
lejanos, probablemente escaleras abajo. Él se sienta sobre la cama y
comienza a calzarse sus botas luchando con los pies mojados. Jenny se
ha deslizado hasta la esquina más alejada de la puerta y parece rezar sin
voz. Él pisa con fuerza en el suelo para terminar de encajar las botas y
ella lo mira alarmada. Pese a los gritos que siguen sonando fuera,
mientras empuña la pistola ella le oye hablarle con una calma sin fisuras.
20
—Tranquila.
Y se levanta, camina hasta la puerta y la abre. En el pasillo, Wiggs
zarandea por el pelo a una mujer que sangra por la nariz quebrada. Con
el arma firme en la mano, Joseph no grita, se limita a hablar con el
mismo tono que utilizó para ella.
—Wiggs.
Y después dice:
—¿Wiggs, te suena mi cara?
Y después levanta su arma y desde la altura de la cadera la dispara
seis veces, rápidamente, amartillándola con la mano izquierda.
El ruido de los disparos se funde en el vaho del cuarto, el olor de la
pólvora se mete por la garganta de Jenny. Aún con la confusión, ella ha
contado ocho disparos. Fuera, el cuerpo de Wiggs se derrumba por las
escaleras, y luego todo es silencio.
Después de un tiempo eterno, el silencio se retira de nuevo y
acuden mujeres gritando por las escaleras y atienden a la puta
ensangrentada que solloza. Jenny corre hasta la puerta, pero justo
cuando distingue al muerto con seis balazos en el pecho y a Lucille
llorando Joseph la agarra del brazo.
—Ella está bien —le dice. Y cierra la puerta, arroja la pistola aún
humeante sobre la cama, y comienza a quitarse de nuevo la camisa y las
botas. Jenny se descubre mirando la bañera de latón: en su parte central
tiene un pequeño agujero por el que cae el agua en un chorro tembloroso.
Joseph se desprende de los pantalones, se acerca a ella, la acaricia el
rostro y los hombros, coge sus manos y las coloca de nuevo sobre su
cuerpo.
—Ya no es pronto —dice entonces. Y la besa.
David Ruiz
21
La búsqueda
El viento sopla y es casi lo único que logra escucharse. Mueve el
polvo haciendo remolinos rojizos que se estrellan contra él resecándole un
poco más los ojos. Los entrecierra mientras rebusca en las alforjas un
poco de tabaco que masticar, no es que tanga ganas de mascar algo, pero
así matará el tiempo que ya se le va antojando eterno.
Recordaba la época que había pasado con los indios. Siempre se
empeñaban en darle de fumar después de cada una de sus largas
charlas. Él sabía que no debía negarse porque sería una grave afrenta que
podía dar al traste con aquellas largas negociaciones. Al principio tenía
ganas de toser, pero se aguantaba por no dar un síntoma de debilidad.
Aquellos asquerosos pies negros debían de ver en él alguien duro,
decidido, y que no se dejaría doblegar ante nada. De aquella temporada
había adquirido dos de sus grandes pasiones: su potra a manchas
marrones y el gusto por el tabaco. Como era poco práctico fumar en
aquellas grandes pipas que usaban los pieles rojas, había empezado a
mascarlo, cosa que se había vuelto una seña de identidad.
No lo encuentra. Mueve sus torpes manos en las alforjas al compás
de los vaivenes de los pasos de la yegua que camina pesadamente por las
dunas. No sabe con certeza si se le ha acabado o estará desparramado
por en el fondo, en cualquier caso, no puede alcanzarlo ahora y pararse
en mitad de la nada bajo un sol abrasador a vaciarlas por completo para
buscarlo, será un suicidio, así que prefiere dar un trago de agua si es que
aún le queda.
La mente se le quiebra por un instante. Las imágenes de la espera
frente de la vieja mina le vienen a la cabeza. El ruido del arroyo en crecida
y el sonido de las agudas voces chinas dentro de la caverna negándose a
salir, habían sido su banda sonora en esos días. Él, había estado parado
detrás de la roca y del árbol caído que había convertido en su hogar. Tres
días en el que él y su compañero se alternaban para hacer café, cocinar
judías y disparar a cada chino que salía del agujero para buscar
22
provisiones. Al final, los muy hijos de puta, decidieron volarse dentro de
la mina. Con eso solo consiguieron que ya se resolviese el problema,
aunque hiciese falta excavar de nuevo, la propiedad había vuelto a su
legítimo dueño.
Vuelve en si. Agarra la cantimplora y bebe las últimas gotas que
quedan. Sabe perfectamente que la situación se está poniendo muy
peliaguda. Sin agua, en medio del desierto y con esa herida que no cesa
de sangrar, pronto estará deshidratado y la sed le matará antes que la
hemorragia.
La vida de caza recompensas le había aportado muchos beneficios,
le había labrado una gran fama y posicionado en una vida acomodada.
Había sido el terror de los forajidos, asaltantes de diligencias, cuatreros y
ladrones de bancos. Su merecida reputación le había sido impuesta
porque nunca cesaba en una búsqueda, siempre, por mi escurridizo que
fuese el malhechor o por muy lejos que huyera, él siempre acababa
encontrándolo.
Nunca ser el problema, siempre la solución. Ese, había sido su
lema.
El sabor salado del sudor se mezcla con la arena y con la sangre
que sin duda está supurando de las yagas de su boca. Un tras pies del
caballo le hace caer como un saco sobre el suelo. Ya no puede más. La
mancha roja se ha extendido desde la rodilla hasta por debajo de su
tobillo. La pernera de su pantalón se le pega pastosa a la carne. Se
abandona, y cierra los ojos dañados por el sol.
—Dos días nada más—. Le dijo a su esposa antes de salir del
porche de su casa.
—Déjalos tranquilos, ha sido una simple fulana—. Le respondió
ella.
23
—Hasta las fulanas tienen derecho y sobre todo, tienen dinero. Lo
necesitamos para criar a nuestros hijos—. Le dijo él antes de besarla y
marcharse a lomos de su vieja yegua a manchas.
Eso era lo que él recordaba de su marcha una semana antes.
Ahora, sorprendido en una emboscada entre unos riscos, había sido
alcanzado en una pierna, molido a palos y dejado vivir con la vergüenza
de no haber podido dar caza a esos dos miserables.
Consciente de la posibilidad de ser un tullido sin pierna, de no
poder jamás volver a caminar sin ayuda y de nunca volver a ganar el pan
para sus hijos, ha cometido de nuevo un error, escoger la ruta larga para
volver a casa. Pensaba darse un tiempo para pensar, pero se ha metido
inconscientemente en la boca del lobo.
Más viejo que antaño, más al límite de sus fuerzas y herido, el viaje
se ha convertido en una tortura. Quizás inconscientemente, quizás no.
Tumbado en el suelo ardiente, desenfunda su Colt, lo amartilla, le
hace besar su sien y susurra… Nunca seas el problema, siempre la
solución.
Juan Sánchez
24
Cuero Rojo
La tarde en que Kate O´Brian acertó en el corazón del forastero del
chaleco rojo con un cuchillo lanzado desde más de 10 metros, los
muchachos de la cantina cambiaron sus risas por un silencio de miedo
más que de respeto. Nadie pateó, ni jaleó, ni pidió otra ronda a Pat
McKinsey, al que le bastó un gesto para que los dos hombres sentados
más cerca del cadáver lo sacaran de allí y lo llevaran al desierto, junto a
los demás. Kate se había criado con siete hermanos, y era uno más.
Nunca dejó de subirse a un árbol ni de embridar un caballo con más
coraje que nadie. Aprendió a disparar con precisión antes de que le
empezaran a crecer los pechos y nunca vistió con faldas ni corpiños. Al
25
morir su padre se hizo cargo del rancho, que dirigía con mano firme,
hasta hacer de él uno de los más prósperos de la comarca. Nadie, al
menos en público, cuestionó nunca su buen ojo para los negocios. No
tenía pelos en la lengua y era la primera en defender a las chicas de Pat
cuando algún borracho intentaba propasarse. Se arreglaba el pelo en la
barbería de Sammy y sólo se permitía un capricho femenino: la rosa con
tres espinas que hacía grabar en la caña de sus botas de cuero y cuya
forma esculpía en sus espuelas de plata. En privado tenía más
debilidades. Le gustaba leer novelas de amor, aunque su favorita era
«Mujercitas». Jo March era su personaje preferido, en secreto anhelaba
parecerse a ella. En sus ratos libres escribía poemas que no se atrevía a
enseñar a nadie, ni siquiera a su hermano Mike, por el que sentía
auténtica debilidad. Mike era especial, más sensible que los otros. Entre
ellos había una sincera afinidad. De carácter pusilánime y
enfermizamente tímido, Mike siempre encontró en Kate a su más ferviente
defensora. Le protegía de las burlas de los vaqueros y del acoso de las
bailarinas de can-can.
Kate se había peleado con casi todos los muchachos de su edad,
que, llegada la edad adulta, se acostumbraron a tratarla casi igual que a
sus hermanos. Era lo más cómodo, dada la evidente incomodidad que
para algunos resultaba relacionarse con una mujer así, que vestía, se
comportaba y bebía como un hombre. Casi la misma que les producía
Mike, por razones parecidas e inversamente contrarias.
La llegada del forastero del chaleco rojo complicó las cosas. Mike se
enamoró de él nada más verle cruzar la puerta de la cantina de Pat y él se
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quedó prendado de Kate al observarla beber su quinta copa de bourbon
sin que aflojara un músculo ni le temblara un dedo.
—Huelo problemas —le comentó Jack ojo de cristal al doctor
McCoy, que asintió en silencio.
—Pobre Mike —suspiró en voz baja Milly Jones, espiando desde
detrás del telón antes de salir a bailar.
Pat cabeceó detrás de la barra y siguió limpiando el mostrador de
madera con su parsimonia habitual.
El forastero acudió durante una semana seguida a la cantina.
Dejaba que Mike se sentara en su mesa, pero nunca salían juntos del
local. Al tercer día, ya eran visibles los moratones en la blanquísima piel
de Mike, al que nunca le gustó exponerse al sol del desierto. Cuando Kate
volvió después de tres días en la feria de ganado del condado, envió a
Mike fuera del pueblo durante una temporada. El forastero siguió yendo
tarde tras tarde al local durante otra semana más y ocupó su mesa
habitual, sin que nadie volviera a sentarse con él. Después, desapareció
tan misteriosamente como había llegado.
Al cabo de dos meses volvió por el pueblo. Sólo Kate se atrevió a
sentarse en su mesa. Noche tras noche, bebían dos o tres botellas de
bourbon, sin hablar. Después de un par de semanas se largó sin más,
con una rosa con tres espinas marcada a fuego en una de sus nalgas y
una espuela de plata en su bolsillo.
El cadáver de Mike llegó al cabo de un mes. Le habían desplumado
en el casino de Salt Lake City, donde dejó una deuda que no hubiese
podido pagar ni en tres vidas. No murió de un balazo por un ajuste de
27
cuentas ni en un duelo de honor. Murió de un mal golpe en la cabeza tras
una paliza. Eso dijo el doctor, a la sazón veterinario del pueblo, al ver los
moratones y determinó que las heridas habían sido producidas por un
objeto contundente, que dejaron profundas marcas en forma de flor.
Kate esperó durante meses. Afilaba el cuchillo todos los días y
entrenaba durante horas en el rancho. No le fue difícil acertar de pleno en
el pecho del forastero. Los muchachos aplaudieron su valentía cuando les
contó la historia completa.
Lo que nunca supo nadie es cuánto lloró antes de quemar las
cartas que recibía puntualmente cada semana desde hacía un año, con
todas aquellas palabras de amor impregnadas de olor a cuero rojo y
selladas con lacre.
Marina
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Cicatriz
El hombre se despierta a pleno sol. No le queda saliva y las llagas
de su boca sangran. Está empezando a perder las fuerzas y tal vez, tras
cuatro días sin beber, eso sea lo mejor. Puede girar ligeramente la cabeza
hacia la izquierda y hacia la derecha pero no hacia arriba. Hace tiempo
que no siente su cuerpo, menos mal, el dolor de su cadera fracturada se
había hecho insoportable. El sol se mueve lentamente hacia su cénit, las
sombras de los pocos matorrales que viven en el secarral se alargan poco
a poco. Un alacrán, casi negro, se aproxima hacia él, puede distinguirlo
claramente mirando hacia el frente, un alacrán, alabado sea Dios, gracias
Señor por hacer caso a mis plegarias, gracias, gracias, que llegue la
muerte de una vez, que la bendita muerte acabe con todo el sufrimiento,
gracias. El bicho se aleja, no parece interesado en aquella cabeza que
apenas sobresale del suelo. El hombre gime y recuerda el sabor de una
mujer, una huida desesperada y al final, tres hombres esperándole al
final de un recodo. No recuerda mucho más. No recordará tampoco
mucho más en los escasos minutos que le restan antes de expirar. Sin
embargo, sí acierta a pensar en lo ridículo de su situación, a punto de
morir por andar jodiendo con la mujer de otro. Más de uno pagaría por
poder asistir al espectáculo de su agonía, más de diez tal vez. No ha sido
lo que se llama un hombre popular. Tampoco cree que en el cielo haya un
lugar reservado para él. Por muy misericordioso que fuera el Altísimo,
algunas de las cosas que ha hecho no podrían conseguir el perdón de
ningún dios. La cara de una mujer, cobriza y con grandes ojos, musita
ahora una especie de plegaria enfrente de él. La mujer le dice: te mereces
29
esta muerte, te la mereces por lo que hiciste a mi familia, te la mereces
por lo que me hiciste a mí, te mereces agonizar como una serpiente pues
ese es el verdadero animal que habita tu alma. Muere entre estertores,
sufre ahora lo que has hecho sufrir a otros.
Siempre tengo miedo cuando él se va, esa es la verdad. Por la
noche, me quedo aquí callada, atenta a cualquier ruido y a veces me
sorprendo agarrando con demasiada fuerza el rifle que me deja en casa.
Hay ocasiones, cuando oigo a un lobo merodeando en el exterior, en las
que pienso que se trata de hombres del sur y, muerta de miedo, miro a
través de la puerta. Me siento ridícula entonces, como si yo no fuera una
hija de mi pueblo. Tal vez sea cierto que, tal y como dicen algunos, al
casarme con él haya dejado de serlo de alguna forma. Pero cuando recibo
la visita de mis hermanos siempre lo sé de antemano. Supongo que eso
también significa algo. Los míos saben que siempre estoy dispuesta a
sacrificar un animal para darles de comer. Aunque siempre son hombres
y me gustaría poder hablar con mujeres de vez en cuando. Las mujeres
siempre hablamos de la vida y los hombres siempre lo hacen de la
muerte, esa es la gran diferencia. En esta casa, aparte de mis hijos, no
hay nadie con quien hablar. Al menos a mis hijos les gustan las historias
que me contaban a mí las ancianas cuando era pequeña. Historias de
familias antiguas, de clanes poderosos. Mis hijos serán importantes, lo sé,
aunque ahora aún no puedan subir a un caballo y tengan esa cara, como
de sabios, la de todos los niños cuando duermen despreocupados, como
30
si supieran algo que nosotros olvidamos tiempo atrás, piensa, mientras
los mira y los acaricia con cuidado para no despertarlos.
Un fuerte golpe en la puerta de atrás la saca en ese momento de su
ensimismamiento. Un hombre con una cicatriz en el rostro irrumpe en la
habitación. A ella apenas le da tiempo a correr hacia sus hijos antes de
que un violento puñetazo la derribe. Despierta a medias, le parece oír una
especie de borboteo, un grito agudo y después el silencio. La mujer
intenta arrastrarse hacia la pared, buscando el arma. El hombre no la
deja llegar, se sienta a horcajadas encima de ella y continúa pegándole.
Cuando levanta la vista y ve a sus hijos deja de luchar.
El ganadero oye los gemidos ahogados y los golpes rítmicos contra
la pared de madera. No ha avisado de que vendría dos días antes de lo
previsto pero en esta ocasión, el transporte ha ido más rápido de lo
habitual y han conseguido vadear el río sin tantos problemas como el año
pasado, cuando el joven pelirrojo se ahogó en un remolino y tuvieron que
demorar casi un día para enterrarlo. No habían perdido nada más que
cuatro cabezas de ganado. Bueno, eso y la pierna rota del borracho de
turno, un cabrón descerebrado que tenía merecida la cojera que le había
quedado tras aquello.
El ganadero abre la puerta y descubre a su mujer de cara a la pared
entregando su sabroso culo a las embestidas de un hijo de puta flaco y
con una gran cicatriz en la cara que no parece estar a disgusto con la
situación. Cuando le grita puta con todas sus fuerzas, el hombre de la
cicatriz se mueve rápido como una comadreja y le parte una silla en la
31
cabeza antes de que pueda hacer nada. Un hijo de puta rápido, sí. Al
despertar, su mujer está vestida y llora desconsolada, de rodillas ante él.
Por un momento pensé que te había matado, dice ella. Por un
momento, deseé que lo hubiera hecho, puta, contesta él, antes de
golpearla con el puño en el rostro.
El ganadero sale corriendo de la casa, sube a un caballo y, al
galope, se dirige hacia el pueblo. Va a buscar a sus tres mejores hombres,
a los que saca, entre protestas, del burdel en el que han comenzado a
gastar parte del dinero que les ha pagado. No os preocupéis, tendréis
todas las putas que queráis si me ayudáis a agarrar a ese cabrón, les
dice. Los hombres asienten y se dispersan por el pueblo hasta que
averiguan la dirección hacia la que ha partido el hombre flaco de la
cicatriz. El ganadero se ríe. Ese es uno de los caminos que mejor conocen
y duda mucho que un forastero sepa del paso del alto. Vamos,
muchachos, apenas nos lleva unas horas y en un par de días estaremos
esperando a ese hijo de puta en el collado mediano. Me muero de ganas
de ver la cara que va a poner el muy cerdo cuando lo raje.
Javier López
32
Las dos vidas de Misha Bours
Aquella mañana de julio Misha Bours se levantó al alba, como de
costumbre, y salió a dar de comer al par de gallinas que tenían en la parte
trasera de la casa. Luego entró en el dormitorio y despertó a su mujer.
Hicieron el amor con suavidad, como lo hacían desde que la barriga de
ella había crecido tanto que no les permitía grandes movimientos.
Después le ayudó a meter sus cosas en la maleta y le preparó un té. El
pequeño Tom dormía junto al chucho cojo que se habían encontrado la
navidad pasada.
—No te entretengas, no vaya a ser que pierdas el tren.
Misha Bours no se entretuvo. Se acercó a la cama del niño y le
acarició con cariño su pelo rojizo. El perro emitió un gruñido y abrió
alertado sus ojos profundos.
—Cuida de ellos, Wayne.
Sin apenas hacer ruido cogió su maleta gastada, besó a su esposa
en la boca y acariciando su vientre le advirtió:
—Ni se te ocurra nacer antes de que yo vuelva.
Y el bueno de Bours se marchó con paso decidido hasta la mísera
estación de tren de Redgrave.
El bueno de Bours, un tipo trabajador que no se metía con nadie,
que acudía cada domingo a la iglesia con su familia y que siempre estaba
dispuesto a echar una mano en el pueblo. Un tipo al que por fin le
empezaban a salir bien las cosas. Todo gracias a la herencia que esperaba
cobrar en Nueva York. Tal vez con eso podría abrir una consulta en
condiciones y marcharse de aquel asqueroso oeste, de ambiente seco y
33
polvoriento. Tal vez así él y los suyos podrían instalarse en Nueva York,
en Boston o en cualquier ciudad de la costa este. Un lugar más tranquilo
que aquel anárquico Redgrave que odiaba con todas sus fuerzas. Porque,
aunque hacía ya varias generaciones que su familia estaba asentada en
Estados Unidos, Misha Bours era holandés de origen, como delataba su
apellido o aquella piel casi transparente repleta de pecas, y algo de su
genética flamenca debía haber en su amor al orden, al frío y a los días
lluviosos.
Una vez en el tren el bueno de Bours comenzó a hacer cuentas. Si
la fortuna que recibía era la que imaginaba podrían comenzar una nueva
vida y así, soñando despierto se quedó dormido.
Sus ronquidos se cortaron cuando un frenazo en seco le arrojó
violentamente contra el asiento de en frente. Luego escuchó chillidos,
varios disparos y el llanto de un niño. Salió al pasillo y casi se chocó con
él. Sus ojos bobalicones y su sonrisa estúpida no parecían la de un
delincuente y sin embargo ahí estaba, amenazando a una mujer con un
arma con la naturalidad de quien ofrece un pitillo. Al ver a Bours, el
bandido le gritó ferozmente. Al contrario que el resto de su cuerpo,
concordaba a la perfección con su papel de villano; una voz inquietante,
ronca, que rasgaba los oídos de quien la escuchaba.
—Métase en su vagón, pedazo de imbécil.
Fue un acto reflejo, una respuesta irreflexiva que salió de la boca de
Misha casi con la misma rapidez con que la bala escapó de la pistola del
asaltador.
34
Y fue precisamente esa bala, alojada muy cerca del corazón, la que
acabó con la primera de las vidas de Misha Bours.
II
Misha Bours había estado a punto de desangrarse, inconsciente
sobre una tierra gris junto a una vía solitaria de tren. Pero le habían
rescatado a pesar de su lamentable estado, y a punto de rozar el cielo,
ganado a pulso cada domingo en la humilde iglesia de madera construida
con sus propias manos, Misha Bours había vuelto a la vida.
De sus días con los indios aprendió a descifrar el lenguaje de los
pájaros, a anticiparse a las tormentas de arena y a rastrear las huellas
que los caballos dejaban sobre la tierra. Una mañana de noviembre,
cuando se sentía totalmente curado, el jefe indio le regaló un caballo y le
indicó cómo volver a casa. Misha Bours se sentía más vivo y más feliz que
en toda su vida. Había vuelto a nacer cuando ya estaba muerto y aquella
resurrección, tan real y tan tangible como la cicatriz que le acompañaría
siempre en el pecho, convertía su vida en algo único que merecía ser
recordado generación tras generación.
Una semana más tarde apareció en Redgrave, con paso tranquilo y
mirada arrogante. Pronto se corrió la voz.
—El bueno de Bours ha vuelto.
—¡Está vivo!
Su mujer no quiso esperar a que llegara a casa para ver con sus
propios ojos lo que todos gritaban. Con el recién nacido colgado de su
pecho salió hasta la calle y le vio aparecer, tan transparente, tan pecoso y
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tan guapo como siempre. Pero con un algo diferente y salvaje en la
mirada.
Misha ni siquiera prestó atención al nuevo retoño, al que por cierto
habían bautizado con el nombre del supuesto padre muerto, y antes de
que su mujer pudiera siquiera abrir la boca le arrancó la ropa y la poseyó
sobre la mesa de la cocina ante la mirada aterrada del pequeño Tom.
Cuando terminó, ella le miró a los ojos y supo que aquel Misha no
volvería a ser nunca el bueno de Bours. Pero no dijo nada. Al fin y al cabo
su hombre estaba de vuelta y nunca más estaría sola. Por eso no le
importó aquel nuevo ímpetu sexual de su marido, ni la violencia con la
que era tratada dentro y fuera de la cama. También aceptó en silencio las
habladurías de todo el pueblo, sus amistades femeninas, sus borracheras
diarias en el saloon y la indiferencia con la que trataba a los niños. Pero
comenzó a adelgazar, se le hundieron los ojos y se le borró la sonrisa. Se
asustaba por todo y hablaba sola.
Mientras su mujer se volvía loca, Misha Bours se convertía en un
personaje popular y temido en Redgrave. Todos le escuchaban con
desgana en el bar, whisky a whisky, alardeando de aquella vez en la que
se escapó de la muerte, fanfarrón y prepotente. Solo una noche alguien se
atrevió a mandarle callar. Misha sacó la pistola que compró justo antes de
volver a Redgrave, le disparó en la boca y salió corriendo sobre aquel pura
sangre del jefe indio. Cuando estuvo lo suficientemente lejos del pueblo
para sentirse a salvo comenzó a reírse a carcajadas. Acababa de
convertirse en un fugitivo, de matar a un ser humano. Pero nada le
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importaba. Él debía estar muerto y estaba terriblemente vivo. Eso era lo
que realmente contaba.
III
Al bueno de Bours hacía años que en todos los carteles de
búsqueda y captura del estado le nombraban como el Diablo. Por sus mil
fechorías, por su pelo rojo, pero también porque, verdad o mentira,
contaban que había estado cara a cara con San Pedro y había decidido
pasar del Cielo para convertirse en el rey del infierno que constituía aquel
oeste seco y polvoriento.
Por eso al Diablo no le importó saber, tirado sobre la tierra pastosa
de aquel pueblo de mala muerte, que estaba a punto de morir de nuevo.
Su vida era un regalo y duraría lo que tuviera que durar y si tenía que
acabar en manos de aquel jovencito pretencioso de piel transparente y
rostro pecoso, que así fuera.
Aunque no dejaba de ser irónico. Aquel maldito cazarrecompensas
le había estado persiguiendo durante meses, siguiéndole muy de cerca,
tanto, que en más de una ocasión pensó que el encuentro sería
inminente. Sin embargo, a pesar de las calamidades, de las noches frías
del traicionero desierto, de la muerte de su caballo, de las sanguijuelas
chupándole la sangre, del hambre y de la disentería, el Diablo había
conseguido evitarle hasta llegar a Redgrave. Precisamente ahí, en
Redgrave, muy cerca de la tumba de su primera víctima y de la fosa
donde yacía aquella esposa a la que volvió loca, el Diablo estaba de nuevo
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cara a cara con San Pedro, aunque en esta ocasión mucho más lejos de
las puertas del cielo que la primera vez.
No era la única diferencia. Esta vez el camino no tendría retorno y
el Diablo, que en otra vida que ya nadie recordaba había sido el bueno de
Bours, murió inevitablemente y sin que nadie derramara una sola
lágrima. Su asesino, un jovencito Misha Bours, hijo de una madre loca,
de un hermano desquiciado y alcohólico y de un padre fugitivo, fue a
cobrar la recompensa algunos días después. Cuando salió, con aquel fajo
de billetes en la chaqueta, se dijo que gracias al dinero podría marcharse
de aquel asqueroso oeste de ambiente seco y polvoriento.
Aquel Diablo, pensó Misha Bours, no había sido tan mal padre
después de todo.
María a Rayas
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La partida del guerrero
—Mujer, yo irme.
—¿Cómo?
—Mujer, irme a luchar.
—¿Que te vas? ¿Cómo que te vas?
—Irme a enfrentar a rostro pálido. Irme a gran lucha allá en las
praderas.
—¿A luchar, ahora?
—Es el momento, mujer. Ir a defender tribu nuestra.
—¿Pero tú no sabes que hoy comíamos en casa de mi madre?
—Mujer, momento llegar…
—¿Y que me habías prometido llevarme a Fort Apache de compras?
—Mujer, bravos ir a defender tierra de nuestros antepasados, ir a
gran batalla contra rostro pálido que trae caballo de hierro a praderas y
mata al hermano bisonte.
—¿Al hermano bisonte? ¡¿Al hermano bisonte?! ¡Ojalá acabaran con
el hermano bisonte y dejásemos de comer siempre lo mismo, hombre! No,
si ya sé yo que tú, en cuanto toca ir a casa de mi madre…
—Mujer, tú conocer…
—¡Y deja de hablar así ya, que pareces tonto!
—Pero, mujer, Conejita…
—Gazapa, Gazapa Blanca, nada de Conejita.
—Gazapa Blanca atender. Gazapa Blanca saber rostro pálido
arrebatar tierras a tribu, Gazapa Blanca saber hombre blanco cruza
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colinas sagradas Paha Sapa, quema árboles y seca ríos, Gazapa Blanca
tener en el corazón…
—¡Que dejes de hablar así, coño!
—Bueno, pues eso, que tenemos que irnos a luchar, porque esto ya
pasa de castaño oscuro. Nos estamos quedando sin nada, y la situación
es insostenible. Así que he decidido reunir al consejo de ancianos y
desenterrar el hacha de guerra.
—El hacha de guerra ni se te ocurra.
—¿Qué?
—Que el hacha de guerra la limpié yo ayer, que estaba perdida de
tierra. Le di con limpiametales y no pienso dejar que la manches otra vez
con la ceniza y la sangre y todo eso.
—Pero Conejita…
—¡Gazapa Blanca!
—Gazapa, vamos a ver, es que las cosas no son así. Vamos a entrar
en guerra, y hay una tradición que respetar. La ocasión no es para
menos; se trata de defender nuestras tierras, nuestro sustento, nuestra
identidad cultural, nuestra idiosincrasia, el hecho diferencial lakota,
nuestra forma de vida: en fin, supongo que serás consciente de la
gravedad del momento y de la responsabilidad que yo, como jefe de la
tribu, tengo.
—Nuestra forma de vida, nuestra forma de vida… Vamos, hombre,
por favor. Ya me gustaría a mí, que cambiara nuestra forma de vida. Y
poder dejar de vivir en esta tienda.
—Tipi, tipi.
40
—¡En esta tienda cotrosa! Y dejar de andar de un lado para otro
todo el día. Y tener una casita, como todas las blancas, con su jardincito,
su valla y su triángulo para llamar a comer. Y poder comer otras cosas, y
no bisonte, bisonte y bisonte.
—¿Cómo puede hablar así Gazapa Blanca? Eso que Gazapa dice es
una traición a nuestros antepasados, es escupir a las costumbres de
nuestros padres que nos miran desde la pradera de Wakantanga.
—Mira, por favor, ¿eh?, ¡por favor! No me vengas con tonterías.
—Los bravos muertos nos contemplan y esperan que yo, Gamo
Veloz…
—Sí, eso sí, veloz sí.
—¿Cómo?
—Lo de veloz, que te va al pelo. ¿Ves? En eso sí que acertó, tu
padre. Se ve que ese día estaba sereno.
—No entiendo por dónde vas ni qué quieres, mujer.
—No, ya, no hace falta que lo jures. Que no sabes lo que quiero está
claro.
—Bueno, no empecemos, ¿eh?
—Si en lugar de jugar a las batallitas para hacerte el machote te
dedicaras a otras cosas, de hombres de verdad…
—Mira, no sé de qué hablas, pero ahora no me puedo entretener.
Voy a desenterrar el hacha…
—El hacha ya te he dicho que no. Les dices que la tengo yo, y que
no puede ser. Si decidís iros a pelear, allá vosotros, pero el hacha se
queda aquí; que no sé a qué viene esa manía del hacha.
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—Bueno, no pasa nada. En cualquier caso, me voy.
—Ya. Pues hala.
—Me voy a luchar, Gazapa Blanca.
—Ya, ya.
—Voy a batirme por nosotros. Defenderé lo nuestro contra quienes
nos lo quieren arrebatar.
—Bueno, yo no te digo nada, tú sabrás lo que haces. Pero a ver
cómo vuelves, ¿eh?, ya te lo digo.
—Puedo volver herido en la lucha, mujer. Puede incluso que mi vida
se quede en el campo de batalla.
—No, no hablo de tu vida. No disimules. Hablo de cómo llegaste la
última vez. Que te olí cinco minutos antes de que entrases en la tienda.
—Mujer, es que al final nos reconciliamos, y entre la pipa de la paz
y el agua de fuego para celebrarlo…
—Sí, claro, el caso es tener una excusa para celebrarlo. Para
celebrarlo vosotros, eso sí, porque lo que es conmigo, llegaste muy
animado, tú, pero nada.
—¿Cómo nada? ¿Ya no te acuerdas, Conejita?
—Yo sí, yo me acuerdo perfectamente. El que no se acuerda eres tú,
de cómo te quedaste dormido encima de mí a los treinta segundos de
lanzar el grito de guerra.
—Anda, coño, yo creía…
—Tú crees muchas cosas. Así que ya sabes, nada de volver a las
tantas, y muchos menos alborotando, ¿eh?
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—Parece mentira, mujer. Voy a enfrentarme al peligro. Dame al
menos tu protección, para que me acompañe a la batalla.
—¿Mi protección? Lo que te voy a dar es esta lista, y al volver paras
en Fort Apache y compras estas cosas. Y que no te engañen como
siempre, que te toman por tonto.
Los bravos guerreros lakotas cruzan veloces la pradera a lomos de
sus caballos. En sus rostros se lee solo la determinación, no hay lugar en
ellos para el miedo.
—Jefe, ¿entonces, lo del hacha?
—Que ya os he dicho que no, que el hacha no está para esas
tonterías, hombre. Y además la tengo yo guardada en una vitrina que le
he hecho, y… Bueno, eso, que no.
—¿Pero y cómo vamos a hacer, entonces?
—Pues como todo el mundo.
—Jo, ya, pero es que sin el hacha no es lo mismo.
—Pues es lo que hay. Abrimos las botellas con el sacacorchos, como
todo el mundo, y punto.
Fernando
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El figurante
He visto morir tantas veces a mi padre, que no creo que sienta nada
cuando pase de verdad. Abatido por el disparo de un aspirante a granjero
que le atinaba en pleno gaznate, arrollado por una manada de búfalos, o
acuchillado por el rencoroso miembro de una tribu rival.
Tres muertes para tres papeles sin nombre, ni títulos de crédito. Y
aún así, pocos en el pueblo podían presumir de ser reconocidos en tres
películas distintas. La mayoría de los que habían participado en aquellas
producciones baratas eran meros figurantes destinados a hacer bulto en
las escenas de tiros y flechazos, ataviados con un vestuario poco
elaborado, ideal para grandes escenas y planos generales en los que no se
apreciaba el detalle.
Pero mi padre había tenido su escena gloriosa, justo en el minuto
cuarenta y cinco del tercer film, Caravana hacia el ocaso: una carrera
desenfrenada enarbolando el tomahawk en dirección a la cámara, con tal
furia que parecía querer atravesar la pantalla para arrancarle la cabellera
a alguno de los espectadores, un disparo entre tantos desde una de las
carretas cercadas, el gesto de rabia, de dolor contenido con orgullo
apache, mientras se llevaba la mano a la garganta, un hilo de pintura de
un rojo inverosímil deslizándose por el cuello, y la caída de rodillas, antes
de desplomarse sobre un yermo almeriense disfrazado de Salvaje Oeste.
Mi padre regentaba por aquella época el bar de la plaza de la iglesia,
una tarea que le había adiestrado en papeles de perdedor, desde el de
fanfarrón temerario, al tahúr inexperto o el borracho sabio. Con un poco
de suerte, hubiera podido llegar a ser actor de reparto, porque la mujer
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del director de la película de los colonos se encaprichó con él, por razones
que nunca quise saber. Pero cuando el ayudante de dirección intentó que
chapurreara una única línea del guión, una frase que imitaba una suerte
de inglés fonético, para ser posteriormente doblado, le entró la risa floja.
No hubo manera de que pronunciara ai niu llu gona com y las puertas de
la gloria se cerraron para siempre. De la forma más estúpida, quedó
relegado al mudo ostracismo del figurante, y se quedó con su eterno papel
de indio que muere.
Con el paso de los años, y tras haber visto una y otra vez sus
películas, he llegado a la conclusión de que su gran virtud en pantalla era
el silencio. Su expresión era adusta, acompañada por unos rasgos
angulosos, una tez cetrina, y una prominente nariz a la que su madre
asignaba un talante aristocrático, heredado de uno de sus ficticios
clientes de alto copete. Porque aunque mi padre había tratado de
ocultarme la bajeza de su cuna, a poco que tuve la edad o la altura
suficiente como para echarle una mano en el bar, los chascarrillos sobre
las actividades de mi abuela llegaron pronto a mis inocentes oídos.
Los parroquianos del bar, veteranos en el cruel arte del mote,
empezaron pronto a llamarle Águila Bastarda, pero él se hacía el sordo,
sabedor de que era necesario poner buena cara y reír las gracias ajenas
para seguir malviviendo a costa de anises y carajillos. Callaba, bebía, y
cuando cerraba el bar, se sumergía en la timba. Se dejaba llevar por
completo por el papel de bufón, llamaba agua de fuego al orujo, maldecía
al hombre blanco por haberle enseñado a apostar a las cartas y danzaba
en círculos hasta caer rendido, cuando el sol le sorprendía despierto y
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borracho. Llegó a contar historias descabelladas, en las que había
rechazado viajar a Hollywood, a rodar películas en el Salvaje Oeste, el
Oeste de verdad. Películas en las que iba a interpretar nada más y nada
menos que a Toro Sentado y que le harían abandonar para siempre
aquella vida de perros, que borrarían la incredulidad y la sorna, el brillo
malévolo en la mirada de los que escuchaban sus fanfarronadas. En
realidad, nadie le contradecía, porque era tan mal jugador como excelente
bebedor, y era fácil aprovecharse de sus defectos y sus excesos.
Cuando perdió el bar en una mala noche, desapareció del pueblo
sin despedirse de nadie. Mi madre y yo tuvimos que mudarnos a casa de
mis abuelos maternos, en Murcia, porque nadie en el pueblo quería saber
nada de nosotros. Éramos la prueba viviente de una desgracia que en
cierto modo muchos de ellos habían provocado. Y a nadie hacía gracia la
familia de un bufón arruinado. De vez en cuando, nos llegaban cartas en
las que mi padre nos contaba sus planes para emigrar a América, aunque
nunca contaba dónde se encontraba, ni a qué se dedicaba. La frecuencia
de sus mensajes fue menguando, a la vez que se hacían cada vez más
extravagantes. En su última carta, decía que James Stewart le había
hablado en sueños y le había ofrecido un Winchester con el que recuperar
sus tierras. Su cordura había perdido el rumbo por una realidad de
cartón piedra, hasta desaparecer por completo.
Yo era por aquel entonces un adolescente, e intentaba perpetuar la
imagen de mi padre yendo al cine de barrio cada vez que me enteraba de
que echaban la película de los colonos, que pertenecía al pobre circuito de
distribución de la zona, y que solían repetir periódicamente, para
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descontento de los asiduos. Me tragué muchas sesiones dobles, en las
que la peli buena era siempre la de mi padre, a pesar de los pataleos del
público, de los silbidos de impaciencia, los abucheos y las risotadas.
Esperaba el momento en el que la figura enjuta y algo desgarbada de
aquel familiar guerrero apache aparecía corriendo hacia mí, con el hacha
de guerra en ristre, y entonces apuntaba con dos dedos a su garganta,
susurrando un débil bang en la oscuridad de la sala, un disparo certero
que acababa una vez más con Águila Bastarda.
Robert Llopis
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Quincetiros
(Cuento recuperado y comprimido).
Johnny Quincetiros se plantó en medio de la solitaria calle central
de Kootresville y dijo alzando sólo un poco la voz:
―Busco al forastero nuevo.
En pocos segundos, la calle recuperó su habitual movimiento
porque empezaron a salir personas desde sus casas, desde debajo de las
carretas e incluso desde dentro de los abrevaderos. El implacable asesino
a sueldo no parecía haber fijado su objetivo sobre ninguno de ellos esa
mañana de otoño.
A Johnny lo apodaban quincetiros porque siempre le endosaba
quince balas a sus víctimas. Nadie sabía bien cómo lo hacía, algunos
pensaban que sus pacemakers del 45 llevaban siete balas y media cada
uno. El caso es que era infalible, y el momento de abonarle un encargo se
consideraba la fecha de defunción del destinatario.
Se contaba de él que hizo que James Vulture, el sepulturero,
desenterrara al banquero Thomas diez días después de asesinarlo porque
le había entrado el pálpito de que había fallado uno de los tiros. Una vez
exhumado el cadáver comprobó con satisfacción que era cierto y le metió
otra bala más. «Nunca se sabe», bromeó con el enterrador, según se dice.
Johnny se estaba cabreando porque el forastero nuevo era
escurridizo. Se dirigió al granero, donde solían esconderse sus víctimas, y
comprobó que el viejo edificio tenía ya tantos agujeros de bala que lo
habían reconvertido en secadero de tabaco. Nadie en su sano juicio
intentaría esconderse detrás de sus paredes, ya más celosías que otra
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cosa. Cada vez más molesto regresó a la calle principal y vio que dos
viejecitas miraban con lástima hacia la casa del barbero. Johnny sonrió
sardónicamente, lo que hizo bascular su sempiterno palillo de dientes, y
se dirigió a la barbería.
Wichita Jones, el barbero, estaba afeitando a un tipo mientras
silbaba una vieja marcha confederada.
―No te esmeres mucho, Jones ―le recomendó Quincetiros―. No le
va a lucir demasiado.
―Dame un minuto, Johnny, que me da mal rollo afeitarlos cuando
están fiambres.
Quince disparos sonaron como si salieran de una ametralladora y
Wichita Jones calló cayendo acribillado. Nadie le replicaba a Johnny
Quincetiros, o al menos no lo hacía más de una vez.
El forastero nuevo hizo un maravilloso esfuerzo ocular, enfocando
con el ojo derecho a Johnny, que cargaba sus revólveres mientras silbaba
la pegadiza melodía que había entonado hacía un momento Jones, y
enfocando con el ojo izquierdo la estrecha ventana que daba al patio
trasero de la barbería. En un alarde de sincronización dijo «coño, coño» y
salió disparado por el ventanuco. Johnny suspiró fastidiado. Se dio la
vuelta para salir por la puerta y se tropezó de boca con las dos viejas
chivatas, que entraban en la barbería corriendo con cara de sádicas,
porque querían ver acribillado al forastero nuevo, por matar un poco el
aburrimiento de ese pueblo de California.
A Johnny las dos viejecitas le recordaban a su anciana tía Meg. Así
que las balaseó sin contemplaciones, para paliar un poco el mal recuerdo
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que le había dejado su anciana y malvada tía Meg. Sin dejar de silbar la
pegadiza melodía cargó los revólveres y volvió a disparar sobre los
cadáveres, para dejar el mítico número de balas sobre cada una de ellas y
conseguir así que su reputación no sufriera.
Sin embargo, tras disparar e intentar cargar de nuevo comprobó
que sólo le quedaban ocho cartuchos. Maldita fuera. Se dirigió cada vez
más enfadado a casa de Bronco O'Connor, el dueño del almacén al que le
faltaba una pierna, pero Johnny se encontró la puerta cerrada.
―Ábreme, O'connor, que necesito munición.
―No puedo, Johnny. Sabes que pertenezco a la Iglesia Ortodoxa y
hoy es festivo. Mi alma se condenaría eternamente si lo hiciera.
―O me abres y te mato, o tiro la puerta y te mato. Elige cualquier
opción, o dime cómo lo hacemos, pero no me cambies lo de matarte, que
es que estoy un poco molesto, hoy.
Bronco O'Connor, cojo ortodoxo, no mostró otro modo: optó por lo
cómodo.
Así que Johnny tiró la puerta.
―¡Vete, hereje, que te mereces que te quemen! ¡Fenece, pelele
mequetrefe! ―gritó O'Connor.
Johnny le disparó ocho veces y siete más después de cargar sus
revólveres. Y ya con una buena provisión de balas salió a la calle,
francamente descontento con el talante huidizo del forastero, que le
estaba causando severos inconvenientes en su agenda.
De hecho, a veintidós personas más ayudó Johnny ese día a
reintegrarse en el ciclo del carbono mientras buscaba al forastero nuevo,
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que se escondía como una salamanquesa. Le quedaban ya sólo treinta
balas cuando el alcalde Mallory se atrevió a sugerirle que dejara de
despoblar su municipio, ya que no quería ser alcalde de un pueblo
fantasma.
Johnny adelantó las elecciones.
Con sólo quince balas en sus revólveres, y ya empezando a
anochecer, el pistolero avistó, por fin, un culillo agachadizo que se
ocultaba tras un barril de manzanas y reconoció el pantalón raído del
forastero nuevo, que sólo entreviera esa mañana en casa del difunto
barbero Wichita Jones. Al fin. Se acercó con las manos a la altura de sus
cartucheras y los dedos extendidos, caminando con las piernas separadas
como si aún llevara el caballo entre ellas.
―Sal de ahí, escoria. Muere como un hombre.
De repente, se escuchó el galopar de unos mustangs y unos
alaridos salvajes. Johnny se dio la vuelta y contempló con el máximo
fastidio que exactamente quince comanches se le venían encima diciendo
«ugh», que es lo que dicen los comanches cuando tienen ganas de jarana.
Se desarrolló entonces una escena dantesca, en la que el forastero
nuevo terminó de esconder el culillo, Johnny Quincetiros intentaba no
fallar ni un solo disparo, ya que tenía tantas balas como comanches le
atacaban, y los comanches, por su parte, intentaban hacerle la puñeta a
Johnny con una profusa variedad de armas inciso-contundente-
arrojadizas.
Al cabo de unos segundos, si hubiera habido algún testigo, habría
comprobado que la totalidad de los presentes se salieron con la suya:
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nadie más reparó en el forastero nuevo, todos los comanches cabalgaban
ya por las praderas eternas de Manitú cazando bisontes medio lelos y
Johnny agonizaba entre el polvo con más fugas en su organismo que
Johann Sebastian Bach en toda su producción musical.
El forastero nuevo se acercó al pistolero que, al no tener balas y
estar tendido en un charco de su propia sangre, había perdido gran parte
de su peligrosidad. Acercándose al asesino, le preguntó el motivo de la
aparente animadversión que el forajido sentía por su humilde y forastera
persona. Johnny escupió el palillo y parte de los higadillos.
―Me pagó tu novia, la rubia, por plantarla.
Y Johnny comenzó a dedicarse a la horticultura de malvas acto
seguido.
―Vaya tela ―comentó el forastero. Le pegó una patadita a una
rodadera de California que pasó a su lado y comenzó a alejarse
filosofando sobre si una mujer despechada era más peligrosa que una
mujer despechugada o viceversa cuando se le acercó el enterrado James
Vulture, uno de los pocos empadronados en Kootresville que seguía
metabolizando glucosa a esas horas de la tarde-noche, y que tenía aún
mucho trabajo por delante.
―Perdone, joven... ¿le interesaría presentarse como alcalde de este
pueblo? ―le preguntó el sepulturero con una sonrisita obsequiosa,
frotándose las manos.
Nacho Moreno
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