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Revista voladas nº 4 especial sofía

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Voladas Año 2, Nº 4. Especial Sofía

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Voces, palabras, miradas… Voladas.

Como muchos sabéis ya, para este número 4 de la Revista Voladas invitamos de nuevo a la participación y se nos ocurrió presentar una historia inconclusa que no solo ha tenido muchísima aceptación por la cantidad de textos recibidos, sino que ha llenado musicalmente durante muchos días nuestro muro de Facebook, jamás supusimos que hubiese tantas Sofías musicales.

Queremos agradecer a todas las personas que han enviado un texto con su historia de Sofía por su colaboración con la Revista y sus componentes y porque además hacen que esta revista tenga sentido incluso fuera de sí misma.

Como ya hicimos la vez anterior, hemos publicado todos los textos recibidos de Sofía en el muro de Facebook, así como en edición digital, como ya hicimos anteriormente con La Ventana, de esta forma no solo podéis leerlos, sino que si os apetece podéis imprimirlas y haceros vuestra propia revista de Sofía.

“Sofía preparo algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarro la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta.”

Los textos seleccionados por mejor puntuación entre los muchísimos recibidos fueron escritos por:

Rosa Marcela Gallego Reyes

Profesora en el Instituto Castillo de Luna, Rosa es la segunda vez que participa en nuestra revista, llegando las dos veces a ver sus textos en ella. Profesora del Instituto Castillo de Luna en Rota.

Lourdes Couñago Mora

Recién nombrada concejala del Ayuntamiento de Rota al haber salido elegida en las últimas elecciones municipales. Lourdes es una mujer luchadora y comprometida. Se llama a sí misma, una contadora de historias porque le dijeron que cuando descubrió que las letras formaban palabras con sentido, su cara de asombro fue tal que no hizo falta más para saber que sería una contadora de historias.

Belén Peralta

Es la segunda vez que participa y sale en nuestra Revista Voladas. Igual que Rosa Marcela también participo con un relato de La Ventana. Es escritora,

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comunicadora y gestora cultural, su libro “Cerezas y Guindas” está dando mucho que hablar y muy bien. Es una apasionada de la lectura.

Ascensión Marcelino Díaz

Profesora de Instituto que cree en la amistad contada con los dedos de una mano por encima de todas cosas. Otra cosa que le encanta es la literatura y la música. Le encanta es escribir, sobre todo cuentos, relatos, ensayo y poesía. Rosa Freyre del Hoyo

Se describe como una buena lectora, que, a veces, escribe aquello que siente, que mira a su alrededor. Para ella, el secreto de la eternidad vital está en la literatura, la que nos traduce la clave de todos los mundos que encierra el que vivimos.

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Rebelión en papel Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta. Sintió una sacudida que la llevó a abalanzarse sobre el picaporte. Al abrir, un hombre de un aspecto peculiar con barba tupida, la miraba descaradamente, con demasiada confianza. Ella nunca lo había visto antes, pero sin tener tiempo a preguntarle nada, aquel hombre ya había ocupado un hueco en el salón. La observaba detenidamente cuando dijo:

– ¿Por qué te empeñas en llamarte Sofía? - preguntó con palabras que parecieron frágiles burbujas.

– Significa sabiduría. Irene ya no me llena. La paz en estos días no está de moda –contestó de manera mecánica- ¿Cómo sabe usted que prefiero este nombre?

– Todo se explica con el concepto narrativo de la omnisciencia… pero esto no es lo que me ocupa ahora. Solo vengo a pedirte que reflexiones sobre tu decisión. No puedes dejar a tu hermano sólo en esta casa y mucho menos marcharte así, de este modo, con una simple nota sobre la mesa. Voy a ordenarte (y espero que funcione) que deshagas la maleta, pongas cada cosa en su sitio y esperes al momento adecuado, cuando el destino lo exija. Las rebeliones nunca funcionan si desobedeces a tu creador.

Irene jamás se había sentido así. “¿Mi creador? ¿Quién se creía ese hombre que era? ¿Dios?” Pasaron unos instantes y aquel desconocido que le resultaba extrañamente cercano le había hecho dudar de su tan pensada decisión. Lo decía con tanta seguridad que parecía que conociese el futuro. Con unas pocas palabras había conseguido desmontar su mundo. Se había equivocado, eso era seguro, la vida seguiría su curso. Ese cambio quedó plasmado en su rostro y su lenguaje corporal así lo indicaba.

El desconocido se despidió satisfecho de su logro. Giró para marcharse, pero dio la vuelta y la contempló en vivo por última vez. Irene… sublevándose de tal manera en la que ya no le satisfacía ni su nombre y que con unas palabras volvía a su papel. Entonces le espetó como para ayudarla:

– Discúlpame, Irene. No me he presentado: mi nombre es Julio Cortázar y todavía no es el momento de abandonar; “La casa aún no está tomada”.

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a Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta

Ring

Miró hacia la puerta, sobresaltada.

Al girar, sus ojos quedaron colgados del cuadro que juntos compraron en Tánger, en aquellas vacaciones en las que todo eran besos y miradas.

Ring.

El sonido del timbre. Tétrico, lúgubre, como su estado de ánimo de hembra herida.

Se aproximó despacio y, lentamente, sin hacer ruido, miró por la mirilla.

Nadie

Ring.

Notó un aire helado enredándose entre los poros de su piel.

– “Deja de ver esos programas, que luego no eres capaz ni de ir sola al baño, siempre temiendo encontrarte con un fantasma mirándote desde el espejo”, le decía él entre sonrisas, en aquellos días en los que todo eran bromas cómplices, antes del desastre, de la hecatombe, de la brecha entre ambos que ninguno tuvo la fuerza y el deseo de salvar.

Ring.

Terror negro, profundo e irracional.

Detrás de la puerta, nadie. Así se lo decían sus ojos, ávidos, atisbando por la mirilla hacia el otro lado. Nadie. Pero el timbre…

Y si… tanto había deseado su muerte desde que supo de su deslealtad, le quería tanto… y ahora le quería estrellado en el avión en el que se marchó con aquella, o ahogado en las playas donde retozarían su recién estrenado amor, o comido por mil pirañas, por caníbales hambrientos de tribus primitivas.

Y si… y si después de tanto desear su muerte, él venía desde el más allá para pedirle perdón, decirle que ella había sido la mujer de su

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vida, que su último pensamiento le había pertenecido, que amaba su risa, su mirada, la forma en que los rizos le caían sobre la nuca, su gesto cuando le escuchaba, atenta, bebiéndose sus palabras.

Ring.

Terror helado, atroz, que limita.

Imagina a su amor al otro lado de la puerta, pálido, ingrávido, sutil.

Abre aterrada.

Enfrente… su amor encogido… no… un enano… no… el hijo de su vecina la de arriba

–“Que dice mi madre que si me puedes dar el trapo que se le ha caído”

Y Sofía, se echó a llorar.

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Las maletas de Sofía Sofía preparó algunas prendas y pertenencias; se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta…

—No pienso abrir. Me da igual si es ella, o la vecina o el portero. No pienso abrir.

Sofía hablaba en voz alta, como hacía últimamente. No había nadie para escucharla, pero ella sola se bastaba y sobraba.

—Joder, qué pesadito o pesadita. ¿No se va a ir nunca?

La mujer resopló con fastidio y dejó la maleta sobre el suelo. Se sentía molesta ante esta interrupción justo cuando estaba a un paso de que su vida diera un vuelco, otro más de los que en estas semanas estaba acostumbrada a padecer. Volvió su vista hacia el papel que había dejado sobre la mesa y cerró los párpados. Pensó en ella, en la mujer que posiblemente era la que estaba tocando el timbre y necesitaba hablar con Sofía. Pero se estaba empezando a sentir floja, su respiración era más agitada y el efecto de las pastillas que había tomado veinte minutos antes ya se dejaba notar. Se tumbó en el sofá y pensó que otras veces se había quedado sola en su vida y no pasaba nada porque ahora volviera a ocurrir. Lo necesitaba. No quería abrir la puerta para dejar pasar a la mujer que había sido su pareja en estos últimos tres años, a esa chica que, a modo de pesada mochila se había convertido en una maleta más, la que a pesar de ser su némesis había sido a la vez su mejor complemento. “Bonito oxímoron”, pensó Sofía mientras se sumergía en un sueño profundo, y mientras que el papel escupía las razones de su suicidio y la maleta quedaba junto a ella sin abrir.

Mientras se recuperaba en el hospital, horas después, Sofía meditó sobre su plan fallido y recordaba como en una ensoñación que unos policías la rescataban.

“La próxima vez, no le dejaré mi ropa in extremis a mi vecina de al lado. ¡Y qué tonta fui dejándole una copia de mi llave! Calculo mejor la dosis, y, aunque allá donde esté me arrepienta por haber sido una egoísta, mis prendas se quedan en el armario, y la maleta, en el altillo. Lo juro”.

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Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa, escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida, agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta. Contuvo la respiración unos segundos en los que los latidos de su corazón se dispersaron por el flujo de su corriente sanguínea, cobijándose alocadamente tras las orejas, en el cuello, en el pecho. Todos sus sensores corporales se dispararon al tiempo que la ansiedad la inmovilizaba a su centro de gravedad como si fuera una perra de caza en busca de una presa, inmóvil, alerta y en actitud de escucha.

Andrés no tenía que volver hasta la noche, no esperaba ninguna visita, el orden de su cotidianeidad fluía con más reposo que su pulso acelerado. Esperó a una segunda llamada, la del cartero tal vez, la de un Jack Nicholson perdido en medio de la nada llamando a su puerta en busca de un teléfono y un vaso de agua. Sofía se vio echada sobre la mesa de la cocina abierta al mundo, tan limpia, tan ordenada, como si fuera a volver, como si nunca se hubiera ido.

A la segunda llamada, dejó la maleta en el suelo y abrió la puerta. Ningún Jack Nicholson. La cartera le dio los buenos días y le entregó un sobre. El telegrama estaba escrito en inglés. Señora, tiene que firmar aquí. El aquí era un papel transparente en el que estaban escritos sus datos y los de la remitente, Erika Lust. He leído su guion, me ha parecido fantástico. En el aeropuerto tiene un pasaje a su nombre, un cheque y un sobre. En él encontrará todo lo que necesita saber. La espero.

Eran las dos y cuarto de la tarde, no hacía calor, tampoco frío, las paredes le parecían más estrechas, el suelo más sucio. La carta de despedida que había dejado sobre la mesa era ahora una hoja seca, un instante que había que dejar atrás. La sacó del sobre y la volvió a leer. Querido. Te he dejado la tortilla en el horno. No me esperes levantado. Llegaré tarde. Borró esto último. No llegaré, escribió en su lugar. De viaje por asunto de negocios.

Abrió la puerta de par en par, se abrochó el abrigo y salió a la vida.

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o Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta. Esperó unos instantes, en cierta forma, los suficientes para hacer un último esfuerzo, articular una palabra final. La llamada volvió a repetirse y Sofía abrió la puerta, con miedo, como siempre. Dos policías se presentaron y le preguntaron si Juan Pérez Pérez vivía allí, Sofía asintió. Los policías locales, con voz baja, le indicaron si podían entrar.

-Pasen, por favor-, les contestó Sofía.

-Verá, señora, empezó uno de ellos, a lo que el otro añadió: ¿Es usted su esposa?- Con palabras temblorosas, Sofía asintió. Se palpaba la incomodidad del momento. -Su marido, Juan Pérez Pérez ha sufrido un grave accidente esta mañana, al cruzar una calle, cuando aún el semáforo estaba en rojo, y ha sido víctima de un atropello. Lamentablemente, ha fallecido-.

Sofía quedó perpleja, asustada, tanto que le costó reaccionar.

-Si quiere, señora, la podemos acompañar a la Comisaría de Policía, para hacer los trámites correspondientes, y pueda usted identificar a su esposo, y darle sepultura- le indicó uno de los policías.

Sofía permanecía callada, y aún tardó tiempo en responder: -Verán, prefiero esperar un poco, asimilar yo sola esta terrible noticia.-.

Los policías le informaron que, en cualquier momento, podría dirigirse a la Comisaría y realizar cuantas gestiones fueran convenientes. Sofía agradeció las muestras de condolencia, y rogó a los agentes que se marcharan, no sin antes pedirles un favor.

-Señores agentes, ¿les importaría llevar esta carta a la Comisaría e introducirla entre las pertenencias de mi marido? Quiero que esté para siempre junto a él-.

-En absoluto-, contestó uno de ellos. -Entre sus objetos personales la pondremos-.

-Gracias, caballeros.-

Sofía cerró la puerta, se volvió con una sonrisa que se dibujaba de oreja a oreja, y pensó: ¡No iba a dejar marcharte sin que supieras cuánto te odio! Contigo lo llevarás escrito, siempre. Cerró la puerta, y sin titubear, se marchó.

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La puerta de Sofía

Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta...

Sofía se paró en seco. Un escalofrío le recorrió la espalda sacudiendo su aterrorizado cuerpo de la cabeza a los pies. Tragó saliva.

El timbre volvió a sonar. Era él. Podía sentirlo. Oírlo. Y temerlo.

La joven contuvo la respiración en el más absoluto de los silencios mientras clavaba sus enormes ojos en la carta de despedida que había escrito segundos antes. La puerta seguía sonando sin cesar. Pero Sofía se resistía a abrir. Sabía que si lo hacía quedaría irremediablemente atrapada en esa casa. Para siempre.

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Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta…

– Ya voy…– (abrió y salieron)

Las palabras de la carta sonaron por si solas…

Hace un tiempo, nos diagnosticaron un cáncer, y digo “nos” porque aunque el tumor alcanzaba solo el cuerpo de mi madre, nos radiaba e infectaba poco a poco a todos…

En mi mente retumbaba lo mismo, una y otra vez…”Señor, dame resignación para aceptar las cosas que no puedo cambiar, fuerza para afrontar las que sí puedo y sabiduría para diferenciar unas de otras”

Agradecí mi salud para cuidar de ella, agradecí, los martes con mi vieja profesora, quien me ayudó al entendimiento de esta historia y de mi caminar por ella. Agradecí siempre el positivismo médico y sus aspiraciones de curación. Ayudaban a volar y a veces las personas con sus miedos, nos ataban las alas. Pero ella y yo seguíamos imaginándonos por encima de los árboles y eso nos permitía ver todo el bosque. Reímos y lloramos y dudamos entre reír o llorar

Nunca perdí la esperanza de una recuperación o de una “buena muerte”. Y aunque en su momento parecía una locura, lo cierto es que en ese momento aún estaba cuerda.

Quise susurrarle al oído “No abandones demasiado pronto, pero no te aferres demasiado tiempo”, pero el Doctor, llamémosle “Paz”, nos dijo que no nos rindiéramos, que estábamos luchando juntas, cogidas de la mano. Cuando se fue, ella me dijo que la luchadora era yo…y lo que no sabía era que la fuerza me la daba ella.

Finalmente soltó mi mano y me dejó. Yo me convertí en una tortuga y la llevo en mi caparazón. Saco la cabeza y camino lentamente, viviendo de los recuerdos de quien me dio la vida, porque se corrompió su cuerpo, pero no su SER y mis recuerdos la mantienen viva… y a mí también.

Con Cariño: Sofía

– ¡Vamos Mamá! Las vacaciones nos esperan… ¿Qué hacías?

– Terminar una carta, que ayudará a otros.

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Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta...

Entraron, más nerviosas aún que ella. No se hablaron, la tensión era insoportable, tanto como el miedo, bajaron las escaleras corriendo. La luz de la calle las alivió un poco y casi sin respiración llegaron al metro. Se podría decir que se sentían seguras pero podría estar entre la gente, había que seguir. Se mezclaban los latidos y jadeos, entraron en una casa, cerraron la puerta y se dejaron caer en el sofá.

Se despertó, miró a su alrededor y escuchó ¨ ¿cómo estás?¨ y dos lágrimas brotaron al instante, solo ella sabía que eran de emoción, tan diferentes a ¨ ¡esta noche hablaremos!¨ que tanto la atormentaban.

Fueron ellas, sus circunstanciales amigas que la salvaron esta vez, esta terrorífica vez. Sola, jamás se hubiera atrevido a hacerlo. El pánico siempre la paralizaba y le nublaba la razón. Y ahí estaba Sofía, apretando la taza de té y por primera vez soñando en voz alta.

Había estado tanto tiempo congelando emociones que no se atrevía siquiera a sonreír, sus sentimientos tan confusos en momentos la ahogaban, dudaba, no quería enfadarlo, temblaba al imaginarse su llegada del trabajo. Leería la nota y se desataría otra tormenta, pero esta vez ella no estaría allí.

Vamos Sofía, recoge tu maleta que ya es hora, escuchó mientras los pasos de todas se agolpaban hacia la puerta. Las miró, sintió ese afecto estremeciendo su piel y entonces pensó… Quizás no soy tan mala.

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Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta... Entró en pánico, por nada del mundo daría ni un solo paso hacia atrás, estaba decidido. Nada ni nadie le haría retroceder. Paró su respiración y se agazapó en un espacio del pasillo contenido entre dos puertas.

Lo dejaba bien claro en su carta. Se iba para no regresar.

Una nueva llamada hizo palpitar su corazón aún con más fuerza. Su frente se cubrió de sudor frío y su respiración se entrecortó. Enseguida se dio cuenta de que todos esos síntomas precederían a un duro ataque de ansiedad.

Una voz la sacó de aquel angustioso estado

- ¡Sofía!

- ¿Estás ahí Sofía?

- ¡Sofía, abre, soy yo, cariño!

Se trataba de la única voz que quizá le haría desistir…

Dudó y por un momento… Retrajo su cuerpo sobre sí mismo, a la vez que un estridente llanto la derrumbó haciéndole probar el helado suelo de aquel helado pasillo vacío.

- ¡Ma má! Gritó con voz entrecortada por el llanto.

Sin soltar la maleta, se arrastró como pudo a abrir la puerta.

La madre tendió los brazos hacia ella y permanecieron abrazadas en silencio durante un largo rato.

Con toda dulzura la madre, retiró la cabeza de Sofía de su hombro. La contempló unos instantes y enseguida su mente formó una fiel idea del por qué su hija abrió la puerta aferrada a aquella raída maleta mal cerrada.

El rostro de Sofía reflejaba la noche en vela, los golpes, las hinchazones de ojos enrojecidos, los húmedos y repetidos surcos en su cara hablaban sin dudar de todo lo ocurrido.

Sofía hizo ademán entre sollozo y sollozo de querer hablar pero no pudo. Las palabras huyeron de su boca para dejar paso únicamente al llanto.

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La madre, llena de dolor, tapó la boca de Sofía con un dedo.

- No digas nada. Mamá lo sabe…

- No estás sola mi niña, mamá está aquí y si hace falta… Mamá… Huirá contigo.

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La caja sorpresa

Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta... Abrió entre acelerada y con un mohín de disgusto, tenía prisa. Al abrir no vio a nadie, iba a cerrar cuando reparó en una caja de cartón en el suelo, era una caja de cartón entrelarga y plana, como de haber albergado unas botas altas de montar. En la parte superior ponía su nombre y la ciudad de origen y además un gran cartel ponía “NO ABRIR ANTES DE REGRESAR”. Corrigió la carta de despedida a la asistenta, en la que le advertía que no tocara la caja ni por asomo y le marcaba las labores que tendría que hacer durante su ausencia. Pensó en su hermana, era de esas personas capaz de sacarla de quicio con sus frases lapidarias sobre la calma, los tés relajantes y aromáticos y su técnica OSHO, pero ahora no le daba tiempo a andar con juegos infantiles para averiguar lo que había dentro de la caja, salió pitando.

Seguro que serían esas botas de montar, más de una vez había dicho de aprender a montar a caballo, pero nunca lo había hecho por falta de tiempo. Pensó en cuando jugaban juntas de pequeña. Ella vivía de forma muy acelerada y nunca tenía un espacio real donde disfrutar de aquello que habían perdido en la niñez.

Al regresar abrió la puerta, miró a la caja, soltó la maleta en el suelo y no esperó mucho más, la abrió. Absorta con lo que encontró sonrió mientras leía el cartel que había en el fondo de la caja “MIENTRAS QUE TÚ PIERDES TU VIDA EN ESE TRABAJO MIRA LO QUE HAN HECHO ELLAS” La caja estaba repleta de preciosas mariposas blancas, no pudo menos que sentarse y reír un buen rato. Luego, cogió el teléfono y la llamó.

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Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta... y cuando abrió el dinosaurio aún la esperaba ahí.

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“Strange Fruit”

Sofía preparó algunas prendas y pertenecías, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recordó con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta con dos golpes secos que hicieron temblar el ventanal que se abría a la carretera intercomarcal. Allí afuera arreciaba el frío y se arremolinaba en un viento sibilino que jugaba con bolsas y papeles de periódico. Adentro, Billie Holiday cantaba en una vieja radio Strange Fruit. Ese antiguo aparato Telefunken había sido su única distracción en las últimas cuarenta y ocho horas que había pasado en ese motel de carretera, la mayoría de ellas con un ojo en la puerta al fondo del pasillo y el otro en el revólver de debajo de la almohada.

Segunda escalera, habitación doce, a nombre de Elisa Flores. Ahí no había rastro de la Sofía que se había escondido bajo un tinte barato y unas gafas en la más recóndita carretera de la comarca, en la que ya apenas circulaban viajeros (por la moderna autopista). Miró hacia la cadencia de los coches que pasaban y, luego, se recreó una última vez en la habitación. En el alféizar de la ventana revoloteaban, presas del viento, las cenizas de decenas de cigarrillos. Disfrutó de ese pequeño espectáculo cotidiano antes de preguntar al vacío penumbroso por la identidad del visitante. De pronto recordó aquel cuento que una vez leyó en una servilleta: era la muerte, que la había perseguido a Samarra.

Pero el vacío devolvió algo inesperado. Un lamento, un quejido inofensivo, una voz familiar. ¡Mamá, abre por el amor de Dios, que soy yo! Luego todo fue muy rápido. Abrazos, besos, llantos y muy pocas explicaciones. Apenas un Ya se ha acabado, ya no tienes que huir.

Afuera les esperaban varios coches de policía. Unas manos enlazadas dejaron atrás la habitación doce del Motel Gallo, adonde nada más quedó de Sofía que las cenizas de decenas de cigarrillos y una nota de despedida que habría tenido sentido en un futuro distópico, ya imposible. Sé que va a encontrarme. Tengo que huir, pues no parará. Si lo mato, o si me mata, díganle a mi hijo que todo lo hice por él, porque jamás volviese a hacernos daño. Luego hubo un vacío, aunque seguía sonando Strange Fruit.

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Tantos gatos como ratones. Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta.

Ese golpe seco a la puerta no la alteró en absoluto, siguió su camino ya programado, abrió y continuó hacia adelante, no había nadie detrás de esa puerta, tampoco lo esperaba. Por lo tanto, ni siquiera bajó su mirada, ni se giró, ni pestañeó lo más mínimo. Una fuerte convicción la acompañaba.

Tres plantas de escaleras empinadas de su apartamento de los años 70, sin ascensor, con suelo de terrazo, la sostendrían en su última bajada.

De repente en el descansillo de la primera planta, sin más, abre los ojos de par en par, aprieta la mandíbula, y da media vuelta, sube precipitadamente. Pero qué ha pasado, su camino ya había sido marcado. “Por ella misma”.

Sin aire, esta vez, vuelve a su puerta. Un trozo de papel en el suelo, ¿su nota? ¿En la puerta de su apartamento? Si, era su letra, con la nota del Ratón Pérez a su hija, donde le decía lo buena que era, que nunca cambiara, y que no se olvidara de su madre que la quería más que a nadie. Y en letra más pequeña, como si fuera un secreto, una postdata. Nunca estarás sola, nunca. Sonríe, se feliz y no calles jamás.

La puerta se abrió, y Sofía vio a su hija de 9 años mirándola con sus inocentes pero no tan ingenuos ojos enrojecidos estallando en lágrimas amargas, reflejando un miedo aterrador y de desolación. La miraba fijamente tan firme, como los pasos que Sofía había dado minutos antes. Y solo pudieron salir estas palabras: ¿Por qué te vas? ¿Qué llevas ahí, y no volverás?, ¿Y te olvidabas de mí? ¿Por qué?

Sofía calló sepulcralmente. No había respuestas válidas, para su hija no. Salvo un pensamiento que le vino a la memoria, y que había oído hacía algún tiempo; “Hay tantos gatos como ratones”.

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Tras la puerta

Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta...

En ese mismo instante, los nervios agarrotaron todo su cuerpo paralizándola por completo. El pasillo, de apenas cuatro metros, se quiso volver infinito y la puerta que antes ansiaba cruzar ahora le aterrorizaba... Sólo silencio... Sólo latidos acelerados de un corazón sin fuerzas para luchar...

De nuevo tres golpes toscos y martilleantes que obligaban a obedecer sin dejar espacio para pensar.

En ese mismo instante, una explosión de pensamientos le hace reaccionar. Temblorosa regresa a la alcoba, guarda entre sus pechos aquellas palabras que desde su corazón salieron para quien en la puerta espera, y como niño que esconde un juguete roto, hace desaparecer su maleta entre mantas y sabanas de un viejo arcón.

De nuevo otros tres golpes, pero no como los anteriores, tres explosiones que hacen retumbar cristales y flaquear las rodillas al caminar.

Se dirige hacia la puerta con pasos cortos y titubeantes, en su mente la imagen de su marido, altivo y desafiante clavando sus ojos sobre ella.

Lentamente gira la manivela, la puerta se entreabre y, sin poder apreciar quien tan insistentemente llamaba, un golpe le hace perder el equilibrio, unos brazos la agarran contra la pared, un frío abrasador recorre sus manos hasta apretarle las muñecas y una voz que la culpa sentencia; "Queda usted detenida".

Mientras salen de la casa, entre forcejeos y tropiezos un furtivo papel arrugado cae al suelo:

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o Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta... No esperaba a nadie, aunque sabía que en todo esto siempre intervienen varias personas, prefería siempre la soledad elegida, no tenía valor para compañías insípidas, o quizás no quería tener que pronunciar palabras inútiles porque quienes realmente la conocían, sabían lo que sentía, y aquellos que creían conocerle, esto no lo sabrían nunca.

Sentía miedo, verdadero miedo.

Sabía que ese día llegaría, el corazón le palpitaba tan fuerte que el ruido retumbaba en su cabeza, en las paredes, en el reloj de encima de la mesa.

Iba caminando hacia la puerta con aparente determinación, aunque el pasillo se le hizo interminable, se tomó un instante para mirarse al espejo, como para poder recordarse, no se vio reflejada en él, se vio a través de él lo que su mente le susurraba en esos momentos, toda la angustia que había sentido en los meses anteriores, la soledad irremediable que le había dejado un gusto amargo en la boca sin ni siquiera haberla probado, el llanto desconsolado por momentos no vividos que le habían dejado un dolor fuerte en el pecho, los miles de momentos de súplica para que no se hicieran realidad sus más temidos presagios.

El sonido del timbre de la puerta la devolvió de nuevo frente al espejo.

Abrió la puerta y le entregaron una carta.

De pie, con las manos temblorosas y lágrimas en los ojos por la presión del momento la abrió.

Pasó los ojos rápidamente buscando, intentando leer lo que quería decirle.

Sus piernas se doblaron y quedó sentada en el suelo, una bocanada de aire fresco entró en sus pulmones llenándolos de esperanza, de un alivio que ocupaba todo su estómago, habiendo expulsado al terror que antes lo habitaba.

-Falsa alarma, puedes deshacer la maleta, y colocar todo como antes (si puedes), y quedarte con tu vida tal y como la conoces, un poco más.

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Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta, soltó la maleta, la colocó debajo de una mesa, con la esperanza de hacerla lo menos visible ante ojos ajenos y preguntándose quién vendría a interferir en sus inmediatos planes de fuga, abrió. Se trataba de un risueño mensajero quien la saludó y tras preguntarle si ella era Sofía, le entregó un ramo de rosas y una carta.

La chica cerró la puerta y con un mohín indefinido, se recostó sobre ella. Vio las flores con gesto dubitativo, vaciló entre abrir el sobre o hacerlo trizas y tirarlo a la basura. Pudiera tratarse de un mensaje del puñetero de Carlos, de quien trataba de alejarse y poner la mayor cantidad de tierra de por medio. Que no volviera a saber nada de ella, eran sus planes.

Por un largo rato dirigió, en forma alternativa, la vista hacia la maleta y hacia la misiva. ¿Qué hacer? se preguntaba, sin atreverse a tomas una decisión. Pero la curiosidad pudo más y procedió a romper el sobre y a extraer el mensaje. Incrédula lo leyó…

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Sofía preparó algunas prendas y pertenencias, se dirigió a la sala. Sentada a la mesa escribió una carta de despedida. Antes de marcharse recorrió con la mirada la estancia y decidida agarró la maleta. Cuando iba por el pasillo, llamaron a la puerta... Eran sus familiares, sus vecinos, el cartero y hasta la señora que siempre estaba rodeada de gatos, a la que Sofía, le daba unas pocas monedas cuando pasaba por su lado. Nadie sabía por qué se iba. Solo ella sabía lo que le sucedía en la universidad. Todas sus compañeras se metían con ella sin motivo alguno, se reían de ella hasta por el color de su pelo. Era tanto el acoso que recibía que hasta llegaron a pegarle. Pero Sofía nunca avisó a la policía, ni a los profesores ni a sus padres… simplemente se fue. Dejando atrás todo su pasado, todas sus amigas, toda su vida. Quiso empezar de nuevo en un pequeño pueblo muy alejado de su ciudad ya que creía que allí no se propagarían los videos que subieron a la red. Comenzó de cero, pero no había pasado mucho tiempo, cuando le llego un mensaje a su móvil, no pudo parar de llorar; abrió la ventana de su décimo piso y por un momento, en la punta de la cornisa, se sintió libre.

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Índice

Rosa Marcela Gallego Reyes. Rebelión en papel…………………………. 5

Lourdes Couñago Mora…………………………………………………….. 6

Belén Peralta. Las maletas de Sofía………………………………………… 8

María Ascensión Marcelino Díaz………………………………………….. 9

Rosa Freyre del Hoyo……………………………………………………… 10

Rafael Chacón: Lorca 11

Pauli Aláez. La puerta de Sofía…………………………………………… 13

Davinia Bernal………………………………………………………………. 14

Dinoy Dana…………………………………………………………………. 15

Mercedes del Pilar Gil Sánchez…………………………………………… 16

Yolanda Gª Ares……………………………………………………………. 18

Mariano Hernández de Ossorno…………………………………………… 19

José Antonio Lucero. “Strange Fruit” …………………………………….. 20

Mercedes Márquez Pacheco. Tantos gatos como ratones. ……………… 21

Pedro Márquez Pacheco…………………………………………………… 22

Inmaculada Rodríguez Castellano………………………………………… 24

Vicente Antonio Vasquez Bonilla………………………………………… 25

Fanny Ventura……………………………………………………………… 26

Manuel Martín Morgado: Lector 27

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