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Universidad Nacional de Córdoba Facultad de Filosofía y Humanidades Secretaría de Posgrado Doctorado en Letras Tesis Doctoral Juan L. Ortiz y la fundación de una tradición en la poesía argentina del siglo xx LIC. FABIÁN H. ZAMPINI DIRECTORA: DRA. MARÍA ELENA LEGAZ Septiembre de 2016

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Universidad Nacional de CórdobaFacultad de Filosofía y HumanidadesSecretaría de PosgradoDoctorado en Letras

Tesis Doctoral

Juan L. Ortiz y la fundación de una tradición en lapoesía argentina del siglo xx

LIC. FABIÁN H. ZAMPINI

DIRECTORA: DRA. MARÍA ELENA LEGAZ

Septiembre de 2016

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AGRADECIMIENTOS

A Arabela, mi compañera en este viaje y en los quevendrán..

A María Elena, por supuesto, infinitamente...

A mis colegas y amigos de la Universidad Nacional de RíoNegro.

A Ada, mi madre. Y a Nilda, mi otra madre, “del lado deallá”.

Y a Humberto, mi padre, que “le hubiera gustado que legustara” alguna de estas páginas.

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ABREVIATURAS

Títulos de los libros de Juan L. Ortiz

El agua y la noche (1924-1932) AN

El alba sube... (1933-1936) AS

El ángel inclinado (1937) AI

La rama hacia el este (1940) RE

El álamo y el viento (1947) AV

El aire conmovido (1949) AC

La mano infinita (1951) MI

La brisa profunda (1954) BP

El alma y las colinas (1956) AyC

De las raíces y del cielo (1958) RC

El junco y la corriente JC

El Gualeguay EG

La orilla que se abisma OA

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN...................................................................................................................1

CAPÍTULO I: EN EL AURA DEL RÍO Y EL ÁRBOL

Aprender a mirar: El agua y la noche (1924-1932)...................................................11

Una oscuridad que se apaga: El alba sube... (1933-1936)........................................20

Un “leve camarada”: El ángel inclinado (1937).......................................................30

Un navegante solitario: La rama hacia el este (1940)...............................................44

Los ríos sobreimpresos: El álamo y el viento (1947)................................................54

Un héroe plural: El aire conmovido (1949)..............................................................67

La caricia del ángel: La mano infinita (1951)...........................................................73

“Navegar é preciso”: La brisa profunda (1954)........................................................82

Las niñas danzantes: El alma y las colinas (1956)....................................................95

Los dos lados del mismo viaje: De las raíces y del cielo (1958)............................103

Una rama que “atraviesa, olivamente, el aire”: El junco y la corriente (1970).......117

“El río era todo el tiempo, todo...”: El Gualeguay (1971)......................................135

Un “anhelo de morado”: La orilla que se abisma (1971)........................................148

CAPÍTULO II: LAS FORMAS EN EL MAPA

El mapa Ortiz: un esbozo........................................................................................163

Leer un mapa....................................................................................................163

Lugares en el mapa...........................................................................................169

El mapa político................................................................................................170

El campo y la ciudad...............................................................................................176

El mapa y el territorio.............................................................................................186

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Una cartografía del “país del sauce”.......................................................................193

El paisaje interferido: una “rajadura”......................................................................200

El paisaje invertido: las “estrellas-islas”.................................................................207

El canto del grillo: derivas, demarcaciones, cartografías........................................216

El geógrafo, el agrimensor......................................................................................225

Juan L. Ortiz y el Budismo: vacuidad y reescritura del dolor.................................231

Hacia el este: China.................................................................................................245

CAPÍTULO III: UNA BIBLIOTECA EN EL “PAÍS DEL SAUCE”

Organizar la biblioteca (una nota al pie).................................................................259

Fluencias y confluencias (tradiciones, antologías, constelaciones)........................264

Al otro lado del río (amigos, viajes, dedicatorias)..................................................272

El arte de narrar................................................................................................282

Paco y el mapa de la zona orticiana.................................................................286

El primero de los Veinticinco poemas de Hugo Gola......................................289

La mirada de un pájaro............................................................................................296

Un efecto de resonancia..........................................................................................303

El murmullo como método: una poética.................................................................310

La ciencia del agua..................................................................................................318

Contemporaneidad y anacronismo en la poesía de Juan L. Ortiz...........................325

Suspensividad e inminencia del saber en la poética orticiana................................334

CONCLUSIONES...............................................................................................................345

BIBLIOGRAFÍA GENERAL................................................................................................357

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1

INTRODUCCIÓN

La formulación de nuestro proyecto de tesis se iniciaba con una pregunta, que abría el

camino a tantas otras que se sucederían luego: ¿por qué Juan L. Ortiz? ¿de qué manera

se podía pensar la significación de esa vasta obra, ramificada e inasible (como el

entramado fluvial en ella figurativizado) y que, no obstante, podía ser leída (de hecho,

en gran medida, así sucedía) como un único e inagotable poema? ¿a partir de qué

instrumental teórico-crítico podríamos aproximarnos a sus núcleos en constante deriva

(acaso como esos camalotes que fluctúan sobre el Paraná)? El nombre de autor Juan L.

Ortiz, constituido en referencia ineludible para leer procesos centrales de la literatura

argentina de la segunda mitad del siglo XX (entre ellos, sólo por mencionar un ejemplo

notorio, el del desarrollo de la obra de Juan José Saer), sostenía, no obstante, su

irreductibilidad a las atribuciones generacionales y a la mecánica clasificatoria de la

historiografía literaria1. Se trataba (lo pensábamos en ese entonces y lo seguimos

sosteniendo hoy) de un nombre que no cabía en los rótulos generacionales (y que los

excedía), de una obra que, desde la inicial lateralidad de su contexto de producción (y el

consecuente radio limitado en su circulación), hasta este presente de relativa

“centralidad”, ha abierto líneas de escritura (y correlativos protocolos de lectura) que no

han dejado de manifestar su productividad pese a, en muchos casos, haberse expresado

en proyectos de escritura no totalmente afines, y en ocasiones abiertamente divergentes,

al vehiculizado por su propia poesía.

1 Martín Prieto, en un minucioso recorrido por una serie de antologías y aproximaciones de la crítica ala obra de Ortiz (especialmente, las anteriores a 1970), sostiene atinadamente que ese “aislamiento”de su poesía obedecería no propiamente a un desconocimiento de la misma sino, más bien, “a laimpertinencia del método de lectura que se le impone.” (“En el aura del sauce en el centro” 112).

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2

Referíamos en ese momento lo que el poeta Osvaldo Aguirre señalaba en alusión

al excepcional acontecimiento que significó la publicación de En el aura del sauce, en

1970 (los dos primeros tomos) y en 1971 (el tercero): la “emergencia” de esa obra

descomunal (una obra hasta entonces “sumergida”) evidenciaba su notable insularidad

respecto de las corrientes que hegemonizaban el campo de la poesía argentina hasta ese

entonces. Pero también, a partir precisamente de esa soledad, esa escritura “fundaba con

su sola presencia una nueva tradición” (5). Dicha insularidad marcaría, en términos

acaso oximorónicos (centralidad / lateralidad), el problema de la (in)visibilidad de una

obra que, sin embargo, por sus alcances y proyecciones, más allá de su magnitud, no

podía dejar de ser vista.

La sugerencia de Aguirre de una poesía “fundadora de una tradición” en el

campo literario argentino confluía,2 en el diseño de nuestra propuesta, con la también

sugerente reflexión esbozada por Michel Foucault en su ya clásica conferencia “¿Qué es

un autor?”, respecto de las instancias en las que resulta posible reconocer procesos de

“instauración de discursividad” (como modo “transdiscursivo” de la autoría), por lo que,

excediéndose con ello los límites de la autoría propiamente “textual”, se atiende a la

fundación de líneas de escritura que pudieran repercutir en la producción de otras obras,

inclusive diametralmente opuestas a la “fundadora”, pero que pudieran compartir

2 Sostiene Aguirre que: “una tradición literaria existe en la medida en que un escritor la reconstruyedesde su obra. No habla del pasado sino de escrituras en acto, ya que se integra a través de unostextos que actualizan y asocian otros textos anteriores. Ortiz fundó una tradición desde mucho antesde la edición de su obra completa, desde el momento en que nuevos escritores como el propio Gola,Juan José Saer y Francisco Urondo lo situaron en ese lugar central que le era sistemáticamentenegado en las historia literarias y en las antologías, en los estudios académicos y en los recuentos deprovincia. No hubiera salido de su marginalidad sin aquel primer grupo de lectores que eran tambiénescritores y críticos, en Santa Fe, y sin los poetas que continuaron leyéndolo y que lo entrevistaronpara reformular las preguntas básicas de la poesía y articular, con sus palabras, el legado que esosmismos poetas retransmitieron con sus escrituras.” (5)

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respecto de ella alguna incitación inicial, una vertebración que no podría explicarse sino

a partir de la obra “precursora” (30-39).3

El problema, entonces, se planteaba en los siguientes términos: nos

encontrábamos frente a una obra cuya “centralidad” nos parecía incuestionable; no

obstante, se evidenciaba una circulación lateral de la misma durante décadas, lo cual

comienza inicialmente a revertirse con la publicación de En el aura del sauce y,

posteriormente, con la edición de la Obra completa en 1996 (en conmemoración del

centenario del nacimiento del poeta). Se trataba de una poesía que se desarrollaba en

parcial convergencia –y también planteando notorias rupturas– tanto en relación con el

canon modernista como con el propiciado por los modos, también canónicos, de la

vanguardia; que se instalaba con una singularidad tal que resultaba de muy dificultosa

localización en el mapa de los movimientos, las estéticas y los cánones en disputa. La

sostenida defensa por parte del poeta de decisiones de vida tales como mantener su

residencia en la provincia de Entre Ríos a fin de construir su obra en íntimo contacto

con la naturaleza de su entorno, desestimando posibilidades concretas de radicación en

Buenos Aires, explicaría, entre otras razones, el relativo desconocimiento que la obra

tuvo hasta la aparición de las ediciones que hemos referimos.

3 Foucault, en la sección final de la conferencia, dice que “es fácil ver que en el orden del discurso sepuede ser el autor de mucho más que un libro –de una teoría, de una tradición, de una disciplina en elinterior de las cuales otros libros y otros autores podrán ubicarse a su vez. En una palabra, diría queesos autores se hallan en una posición «transdiscursiva». […] Llamémoslos, de manera un tantoarbitraria, «fundadores de discursividad».” La particularidad de tales autores es que “no sonsolamente los autores de sus obras, de sus libros. Han producido algo más: la posibilidad y la regla deformación de otros textos”. Como es sabido, Foucault propone a Sigmund Freud y Karl Marx comolos nombres emblemáticos a los fines de reflexionar acerca del estatuto de esta categoría de autor“transdiscursivo” y, en ese sentido, añade que “cuando hablo de Marx o de Freud como«instauradores de discursividad», quiero decir que no volvieron simplemente posible un determinadonúmero de diferencias. Abrieron el espacio para algo distinto a ellos y que sin embargo pertenece a loque ellos fundaron”. (31-33)

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4

El anclaje en aquella intuición de base, en tanto formulación conjetural que

pudiera habilitar un mirador desde el que atisbar modos de circulación e intervención de

la obra en el campo, así como los procedimientos y maneras convergentes en lo que

podríamos llamar una semiosis fluyente de la poética orticiana, abría una etapa de,

digámoslo así, “descubrimiento” de un territorio poético desmesurado, e incógnito en

gran medida; descubrimiento pensado en términos de asedio o caza de epifanías que,

eventualmente, pudieran devenir categorías críticas operativas a los fines de la

investigación que se iniciaba. De esta manera, enfrentados a este problema y avizorando

las fases que se avecinaban en la continuidad del trabajo, imaginamos, a partir de una

intuición crítica inicial, la estructura que podría organizar la escritura de la tesis a partir

de tres estadios articulados en, a su vez, sendas figuras vertebradoras que, de tal modo,

conformarían la incitación o andamiaje para los tres capítulos del trabajo: primero, el

río como figura de la linealidad cronológica de la progresión de la obra; en segundo

lugar, el mapa de la obra como “representación”, en términos de escritura poética, de un

territorio, literal y simbólicamente, “entre ríos”; finalmente, el tercer y último momento

de la investigación se ceñiría a ese presumible estatuto de la poesía de Ortiz en tanto

fundadora de discursividades poéticas. Ahora bien, ¿cómo operativizar aquellas

intuiciones metodológicas iniciales, cómo ponerlas a funcionar? Intentaremos, a

continuación, dar cuenta, sumariamente, de ello.

Estadios

Enfrentado al singular orbe poético de Juan L. Ortiz, rápidamente, y de cara a la

naturaleza señaladamente espacial de su poesía, se impuso la pertinencia de la

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operatividad que la metáfora cartográfica de mapa podría asumir como modo

exploratorio de un corpus poético tan vasto y en el que una opacidad esencial, una

indecibilidad programada, resultan en ocasiones disimuladas por una aparente

“sencillez” o transparencia de la forma (ello acaso aplicable a sus primeros libros; no

así, claro, para los últimos como El Gualeguay o La orilla que se abisma).

Conviene ahondar aquí en la caracterización previamente esbozada de los tres

momentos previstos inicialmente para la deseable progresión de la investigación y que

corresponden, tal como puede leerse en el índice, a los tres capítulos de este trabajo de

tesis:

1. Lectura crítica de cada uno de los trece libros que integran la obra total orticiana,

siguiendo la linealidad cronológica de su publicación y asumiendo como modo

exploratorio el registro, lo más puntual posible, de las inflexiones temáticas y

formales de su escritura, así como se fueron presentando al tiempo de la

evolución y desarrollo de la obra. La figura convocante, tal como fue referido en

el apartado anterior, era la del río figurativizando, a su vez, la categoría

gramatical del sintagma, en tanto modo distributivo-metonímico del fluir de la

poesía de Ortiz.

2. Reconocimiento de las grandes líneas que estructurarían la poética de Juan L.

Ortiz, a la luz de los registros materiales del estadio inicial del trabajo; todo ello

centrado en la apelación, en este caso, a la metáfora cartográfica de mapa como

figura de la herramienta de aproximación crítica a una poética que, a su vez,

“cartografía” un territorio (¿la provincia de Entre Ríos?, ¿la ”zona” litoral?, ¿el

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“país del sauce”?) respecto del cual, el fluir de la obra permanentemente

desdibuja sus límites y los desborda. Apegándonos al trazado del mapa poético

orticiano (el mapa de la obra) se nos hizo evidente la necesariedad propositiva

de otro mapa, el de la lectura crítica, delineado a partir de las sugerencias de

aquél: la obra poética, propiamente.

3. Sugerencia del trazado de una red de influencias y confluencias poéticas, desde

y hacia la obra de Ortiz, así como de un entramado de amistades literarias,

lecturas e incitaciones que impactaron en el poeta. Tentativa, asimismo, de

reconocer, de recorrer, de proponer, un haz de figuras derivadas de la intuición

acerca de la presencia en el sistema poético argentino de una “biblioteca”

orticiana, cuyo reconocimiento resultaría, asimismo, determinante para la

conformación total del sistema.

Luego del inicial recorrido exploratorio de los trece libros siguiendo la

cronología de su publicación,4 será en el inicio del segundo estadio de la investigación

cuando se ponga a prueba la intuición de que la figura de lo que llamaríamos el mapa

Ortiz puede efectivamente devenir categoría rectora a los fines de enfrentar esa fase del

trabajo. Asimismo, la tentativa de reconocimiento y formulación de una poética

orticiana se encontrará anclada en la intuición metodológica de que una operación

crítica subyacente, sobreimpresa a la territorialidad demarcada por la obra objeto,

constituirá la operación cartográfica “de segundo grado” implícita en la lectura crítica

4 Es sabido que esta obra, inicialmente presentada a través de modestas ediciones en las que Ortiz,junto con el rol de autor desarrollaba también la tarea de editor de sus poemas, fue creciendo con loslibros periódicamente editados de esta manera. Así fue que desde 1933 hasta 1958, fueron publicadoslos diez primeros. Estos diez libros, más otros tres, escritos a lo largo de la década de los sesenta,conformaron la primera edición de la obra del poeta entrerriano, la cual recibió el sugestivo título deEn el aura del sauce.

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de la obra.

Frente a la presumible evidencia de un modo espacial de conformación de la

poesía de Juan L. Ortiz en tanto mapa de una territorialidad que deconstruye el mapa

propiamente geográfico de su provincia y del área ampliada de la región Litoral –en el

que “Entre Ríos” no significa exactamente lo mismo que sugiere el señalamiento

cartográfico que dice “Entre Rios”–, imaginamos la operación crítica requerida por la

obra como una cartografía de la cartografía. Apelamos aquí a una sugerencia de Miguel

Dalmaroni: la sumersión que la obra propicia y demanda (sumersión que, además, en

razón de la naturaleza “acuática” de la poesía de Ortiz, se presenta como procedimiento

más que apropiado) podría, acaso, señalar los senderos por los cuales acercarnos a los

meollos de luz y de sombra de un territorio poético que, por otra parte, creemos se

proyecta modélicamente en el mapa mayor de la poesía argentina reciente.

Porque todo mapa, por supuesto, lleva implícita una invitación a viajar. Como lo

sugiere Beatriz Colombi, “viajar y narrar aparecen como dos acciones estrechamente

relacionadas entre sí” (11) y las operaciones conjeturales de la crítica, como muy

sugestivamente lo plantea Hugo Mancuso, supondrían tal vez “la explicitación de un

posible (pero no el único) programa narrativo de un determinado hecho” (100).

Así como el estatuto de la narración, concebido como universal humano, se

encuentra sobredeterminado por el imperativo antropológico de la especie (asumiendo

frecuentemente la forma del “viaje narrativo”), el correlato modélico del viaje implicado

en el “relato” de la investigación, sugerido por Mancuso, se traduciría en ese periplo,

ciertamente azaroso, que, en su momento, emprendimos al iniciar nuestro estudio,

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trayecto que nos ha llevado, como siempre sucede, por algunos de los lugares previstos

pero, fundamentalmente, nos ha confrontado con tantísimos otros, remotos e

insospechados.

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Capítulo 1En el aura del río y el árbol

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Hoja en blancoHoja en blanco

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Aprender a mirar: El agua y la noche (1924-1932)

En junio de 1933 Juan Laurentino Ortiz publica en una sencilla edición de autor5 su

primer libro, El agua y la noche. Ello no sólo representa la demarcación inicial de lo que

será una extensa obra poética de trece libros6 sino que, además, pone fin a un extenso

período de composición de la obra (entre 1924 y 1932), etapa que también representará

la preparación del andamiaje que sostendrá la inagotable escritura orticiana en el futuro.

Hablamos de una obra que, por cierto, carece de una intencionalidad unitaria; Juan L.

escribe inicialmente, simplemente, poemas, tal vez no llegando a avizorar un conjunto

(una forma más amplia) que los contenga.

En esos años acontecen hechos definitorios en la vida del poeta (además de,

quizás, el más radical: la irrupción de la poesía): su casamiento con Gerarda Irazusta en

1924 (año en que habría iniciado la escritura de los poemas que más tarde integrarán El

agua y la noche), quien será su compañera por el resto de su larga vida, y el nacimiento,

en 1925, de su único hijo, Evar. Ortiz tiene 37 años en 1933 y es empleado del Registro

Civil de Gualeguay; ha quedado atrás una fugaz estadía en la ciudad de Buenos Aires,

de la que retorna con la decisión, que sostendrá por siempre, de residir en su provincia

natal, Entre Ríos, para allí poner en marcha el desarrollo de su obra poética.

El agua y la noche es, podríamos arriesgar, una especie de antología de libros no

5 No obstante, el libro, de tan sólo 54 páginas lleva el sello de la “Biblioteca Editorial P.A.C.”, fechadoen 1933, en la ciudad de Buenos Aires.

6 Son trece libros que, sin embargo, confluyen en uno solo, En el aura del sauce, título bajo el cual sereúne la obra poética de Juan L. Ortiz en 1970 y 1971, edición de la Biblioteca Constancio C. Vigil dela ciudad de Rosario. Aquella edición incluyó los diez libros que habían sido editados por el autormás otros tres que a la fecha permanecían inéditos: El junco y la corriente, que testimonia en loesencial el viaje de Ortiz a China en 1957: El Gualeguay, largo poema narrativo que opera comosímbolo del sistema poético orticiano y La orilla que se abisma, texto donde se extreman losprocedimientos formales orticianos en busca de la conformación definitiva de un sistema poético deradical originalidad.

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publicados7. En el continuo de la producción de diez años que abarca la composición del

libro, Ortiz acumula una importante cantidad de poemas; a partir del recorte operado

sobre esa base es que emerge la arquitectura de este libro inicial. Es ampliamente

conocido el hecho de que Carlos Mastronardi (poeta y crítico también entrerriano,

también oriundo de Gualeguay) fue el notorio impulsor de la edición del libro; él es

quien, operando como enlace entre el poeta afincado en Gualeguay y reconocidos

exponentes de las vanguardias de los años veinte que agitaban por ese entonces la

escena literaria y hegemonizaban el campo literario nacional, logra que varios de ellos

lean los poemas de Ortiz y que, de alguna manera, también colaboren con el proceso de

selección y recorte del corpus poético reunido hasta el momento para culminar todo ello

con la publicación de El agua y la noche.

“Agua” y “noche” son los términos que yuxtapone Ortiz para componer el título

de éste, su primer libro. Y no deja de haber un matiz levemente enigmático (y

notablemente sugerente) en éste como en otros de los títulos de sus libros. Ambos

términos del sintagma son (y lo serán en el devenir de la vasta obra) fundadores de su

poética. La presencia de la palabra “agua” encabezando el título de su primer poemario

es un indicio significativo respecto de la ubicuidad que dicho elemento detentará en la

7 La edición de la Universidad Nacional del Litoral de 1996 incluye un hipotético libro allí llamado“Protosauce” que recoge parte del corpus de poemas que habrían quedado fuera de El agua y lanoche. Los responsables de esa edición lo plantean del siguiente modo: “Construimos este librohipotético que llamamos Protosauce de un cuaderno de tipo escolar, de tapa blanda, que tiene comomarca el título de «Cuaderno Borrador» (de la librería, juguetería y casa de Música «A. Ostrov»,Córdoba 2802, Buenos Aires), que Ortiz conservó, forrado en papel madera, entre sus papeles, hastael final de su vida. Un cuaderno que se inicia con una fecha, 25 de diciembre de 1924, para el poetasin dudas muy significativa (es el año de su casamiento), y que contiene, escritos en tinta negra, decorrido, sin espacios en blanco entre medio, los poemas de sus dos primeros libros, El agua y lanoche y El alba sube, y un conjunto de poemas no incluidos ni en éstos ni en ningún otro libro.Precisamente estos poemas inéditos hasta ahora son los que componen el Protosauce y vinen (sic) aser en realidad, antes que lo «anterior» a En el aura del sauce como en cierta manera lo consideramos,más bien un resto de la selección que da origen a El agua y la noche.” (Delgado “Notas” 97)

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poesía de Ortiz: poesía del fluir, poesía acuática, poesía de la deriva del significante cual

los cursos de agua de su provincia.

El agua trazará un recorrido horizontal, en el ámbito del sintagma; la noche, en

tanto, parecería adueñarse del eje vertical, del paradigma. El cielo, que progresivamente

se oscurece, va tiñendo los campos y el propio río, que adquiere un tono azulado. La

paleta cromática de Ortiz ostenta ya desde el primer poema del libro, “Mirado

anochecer” (147),8 una gama de colores que se funden, se reconforman y tiñen en razón

del despliegue paulatino de la oscuridad. El sol, en esa hora crepuscular, tan cara a

Juanele, no es un disco incandescente de fuego; es tan solo “un recuerdo rosado”. El sol

ha sido velado por la noche, su luz se encuentra ahora fuera del campo de la percepción

visual, pero la facticidad de lo que es aprehensible con los ojos cede su lugar a la

imagen instaurada por la rememoración.

Ortiz ya ha descubierto aquí que el hecho de mirar no es privativo del sentido de

la vista; la noche (como la ceguera, otra forma de la noche en Borges) enseña a mirar de

múltiples maneras. Un modo de la mirada que encuentra en el encadenamiento de las

formas una reconformación cromática que no necesariamente demanda que el ojo la

valide. Podríamos conjeturar que el título del libro sugiere las coordenadas que guiarán

su errancia poética; el agua le enseñará a fluir y la noche, a mirar.

8 De aquí en adelante, las referencias a los poemas de Ortiz se hará consignando el número depágina(s) de la edición de 1996 de la UNL, precedido de la abreviatura del título del libro del queoriginariamente proviene. Dichas abreviaturas podrán ser consultadas en la tabla que presentamosentre los paratextos iniciales. No obstante, en lo que respecta a este primer capítulo de la tesis, en elque se recorrerá la linealidad cronológica de la obra poética, presentando los libros “parciales” quefueron jalonando el recorrido de su obra hasta llegar al “libro total” orticiano, En el aura del sauce, lareferencia consistirá sólo en el número de página(s) entre paréntesis incluyéndose sólo la abreviaturadel título del poemario en los casos en que remitamos a poemas que no integren el libro objeto detratamiento puntual en cada uno de los sucesivos apartados.

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No obstante, se manifiesta una tensión sugestiva entre la “noche” del título

(como nota plena, redonda) y el “anochecer”, convocado en varios de los poemas,

concebido como acabamiento del día desgranándose gradualmente hacia la oscuridad,

(tensión que, claro está, se reconoce en el proceso que constituye su reverso o

complemento: los amaneceres, la hora del alba).9 Más que una presunta plenitud del día

o de la noche (el mediodía en todo su esplendor, las horas de la madrugada), Ortiz

parece preferir ese momento, crepuscular, de luz velada o, acaso, la oscuridad atenuada

por las primeras luces del alba que comienzan a despintar el azabache nocturno. Hay un

notorio arraigo en los estados de tránsito: el alba y el anochecer, por un lado, pero

también la primavera y el otoño como estaciones “transicionales”:

¡Oh tenderse a la sombra

de este eucaliptus!

Que el sueño entre en nosotros traído por los grillos.

Despertarse en el límite de la noche y el alba,

en el minuto en que la luna está tan sola

que llama a los ángeles. (182)

El amor a la mujer y al hijo también nutren estos poemas. Formas de amor

puntuales, focalizadas en el marco de una vinculación amorosa general con todas las

manifestaciones de vida del entorno: los cursos de agua que conforman el sistema

venoso de ese organismo que es el paisaje entrerriano, las especies vegetales (espinillos,

9 Así como, tal cual fuera señalado, la palabra “noche” funciona como umbral de este primer libro, lafigura del “alba” presidirá, desde el título, el segundo poemario orticiano, El alba sube..., en el queencontraremos una primera y decidida demarcación de la emergencia de la coloratura social de supoesía.

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ceibos, azahares, madreselvas), las criaturas vivas (luciérnagas, cachilos, chicharras, los

infaltables grillos), etc.

En “Aquí estoy a tu lado”, uno de los poemas de Ortiz más referenciados en

antologías y otras compilaciones, el misterio de la confluencia de dos seres transitando

juntos el camino de la vida dialoga con su opuesto: la raigal soledad a que, en tanto que

miembros de la especie humana, estamos condenados:

Aquí estoy a tu lado mujer mía que duermes,

solo. (168)10

La mayor intimidad imaginable, el compartir el lecho con otra persona,

encuentra un límite evidente y doloroso: la fusión con el otro nunca ha de ser total, el

amor humano se enfrenta a ese límite11. La palabra “solo”, ocupando (en soledad) el

segundo verso del poema, le otorga un matiz dramático. La constatación de la soledad

abisal en medio de la noche se refuerza ante la imposibilidad de penetrar el territorio de

los sueños de la compañera que duerme al lado.

¿Qué sueño

agitará tu pecho?

10 Cuando sean citados sucesivamente fragmentos de un mismo poema el número de página se colocarásólo en la primera de esas citas.

11 Resulta llamativa la similitud de la situación planteada en este poema con las reflexiones de Traveler,el personaje de Rayuela, respecto de la total impenetrabilidad en el mundo onírico del otro, aunqueesté durmiendo a pocos centímetros de sí: “Habían dormido con las cabezas tocándose y ahí, en esainmediatez física, en la coincidencia casi total de las actitudes, las posiciones, el aliento, la mismahabitación, la misma almohada, la misma oscuridad, el mismo tictac, los mismos estímulos de la calley la ciudad, las mismas radiaciones magnéticas, la misma marca de café, la misma conjunción estelar,la misma noche para los dos, ahí estrechamente abrazados, habían soñado sueños distintos, habíanvivido aventuras disímiles, el uno había sonreído mientras la otra huía aterrada, el uno había vuelto arendir un examen de álgebra mientras la otra llegaba a una ciudad de piedras blandas.” (Cortázar445).

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16

La soledad lo introduce en la perspectiva de la caducidad personal, la evidencia

de lo fatal. El poeta se pregunta:

Qué será de nosotros

de aquí a doscientos años?

Qué seremos ¡Dios mío! qué seremos?

Dentro de cien,

dónde estaré yo?

La fusión total no es, para Ortiz, la unión con el otro; se comprobaría, tal vez, en

el hecho de sentirse habitado, fecundado, amalgamado en algo más grande: el paisaje,

entendido “como forma, como una selección y una construcción activas a partir de los

elementos aislados percibidos por el sujeto en la naturaleza” (Gramuglio “Un maestro

secreto” 54).12. Ese paisaje se construye como el reaseguro de la perdurabilidad, de la

Arcadia de la que provenimos y del horizonte de redención que se anuncia en el

porvenir; esta fusión amorosa con el paisaje sería, quizás, aquello que Ortiz insiste en

llamar “éxtasis”.

La mención del hijo, también explícita en el poema titulado “Pesada luz” (158-

159), introduce la nota autobiográfica que será definitoria en textos posteriores13. El

poema es un fresco de un momento entrañable en la vida de un Ortiz aún joven, en

12 Patricia Souto sugiere que el paisaje “es un elemento central dentro de cualquier sistema cultural, entanto constituye un arreglo ordenado de objetos, un texto que actúa como significante, y a través delcual es posible comunicar, reproducir y experimentar un determinado sistema social.” (7), a lo quesugestivamente añade que “los paisajes son productos sociales, el resultado de una acumulación detiempos en el espacio (17). En suma, podría pensarse el paisaje como “un texto que puede ser leído”(6). Y escrito, claro: la obra orticiana da testimonio de ello.

13 Un ejemplo de ello es el extenso poema “Gualeguay”, escrito, podría decirse, “por encargo”, enconmemoración del 170° aniversario de la fundación de esa ciudad entrerriana e incluido en suoctavo libro, La brisa profunda (1954).

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17

plenitud, transitando los primeros años de lo que será un largo matrimonio y

acompañando el crecimiento de su hijo.

En el poema, el niño (“mi hijo”), va durmiéndose en medio del campo,

amparado, podríamos decir, por la presencia de su padre y la caricia dulce de la

naturaleza. Resulta interesante, en el marco de lo que apuntábamos más arriba respecto

de la fusión amorosa entre el sujeto poético y el paisaje, la particular simbiosis sugerida

en el presente poema: el ingreso en el territorio del sueño se produce en el marco de la

mediación amorosa del paisaje; arrullando el sueño del niño, los elementos del entorno,

animales y vegetales, constituyen un “lujo agreste de juguetes”, en una sutil

demarcación de territorio entre lo natural y lo cultural. El juego infantil, la “magia de

flores”: el juego y la magia, dos ejemplos tópicos del imaginario infantil convocados

por la poesía de Ortiz.

Esa preeminencia del elemento infantil en la poesía de Ortiz arraiga, quizás, en

la idea de una naturaleza idílica, primordial y virginal, previa a ese momento de la

mácula, de la “mancha”, que va a abrir en su poesía la veta de lo social, la nota

genuinamente política y “cultural”. La infancia parece representar el estadio previo al

momento “adversativo” de su poesía, a la evidencia de un “pero” opuesto a la arcadia

originaria y al cual sucederá el momento “profético” del anuncio de la redención (¿la

revolución?). Este esquema modélico de la poesía de Ortiz fue cristalinamente expuesto

por María Teresa Gramuglio en el artículo referenciado anteriormente. En ese sentido,

cabría quizás reconocer en los poemas de Ortiz la configuración de

una estructura recurrente que se despliega en tres momentos, o movimientos: un primer

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18

movimiento, el momento de dicha, el estado de plenitud y sobre todo de armonía que

produce la contemplación del paisaje; en el segundo movimiento, generalmente introducido

por un giro adversativo (el pero que inicia tantas estrofas), la irrupción de algo que hiere esa

armonía: el escándalo de la desigualdad, la crueldad de la pobreza, el horror de la guerra, el

desamparo de las criaturas; en el tercero, esa tensión, a veces generadora de culpas, convoca

una visión que se modula en los tonos de la profecía o del anhelo: la utopía de un futuro

radiante donde serían abolidas todas las divisiones y la dicha podría ser compartida por

todos los hombres. Sobre este diseño, a veces visible, casi siempre secreto, que tiene algo de

la composición musical, Ortiz construye sigilosamente, a lo largo de su obra, una de las

resoluciones más intensas de la relación entre poesía y política. (56)

El apego al imaginario infantil ya resulta notorio en este primer libro de Ortiz.

En el poema “siesta”, que antecede inmediatamente a “Pesada luz”, Ortiz describe una

escena similar a la que estructura el poema dedicado a su hijo, con la diferencia de que,

en este caso, el niño que duerme en medio del campo es él mismo.

Tendido a la sombra de

un árbol, yo soy un niño

dormido en medio del campo. (157)

Estos versos constituyen un estribillo de apertura y de cierre del poema. En este

caso, el viento funciona como el agente mediador entre el sueño y los elementos del

campo.

El viento entra en el sueño

como una música que

trae el anhelo del campo,

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19

ya extático o vagabundo,

soñando con sus secretos,

o tendido al horizonte.

De las raíces y del cielo será el libro que, en 1958, supondrá un notorio momento

de recapitulación metapoética para Ortiz. Pero este libro inaugural, El agua y la noche, a

su modo, también propondrá, ya desde el inicio, el esbozo de un programa de escritura:

una poética murmurada, hecha de medios tonos, de susurros, de palabras que apenas,

tímidamente, hacen vibrar la cuerda del silencio. A ello volveremos más adelante. Por

ahora, queda el lenguaje del agua trazando, en su entrechocamiento de cristales, un

sendero a través de la noche cerrada; son las aguas que, pese a la oscuridad, se empeñan

en seguir –porque lo conocen, o lo intuyen, secreta y silenciosamente– su camino.

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Una oscuridad que se apaga: El alba sube... (1933-1936)

El segundo libro de Juan L. Ortiz reúne poemas escritos entre 1933 y 1936; es decir que

su composición se inicio con inmediatez a la publicación de El agua y la noche, en

1933.14 La complejidad de matices de la cuerda orticiana se manifiesta con plenitud en

esta obra. Hablábamos con anterioridad de la preferencia de Ortiz, evidenciada en su

libro anterior, por los estados crepusculares, momentos de gradual apagamiento de la

luz y, su reverso, la paulatina fosforecencia de la oscuridad nocturna; el alba, desde las

entrañas de la tierra, desde los cursos de los ríos, desde los árboles fundidos en sus

follajes, sube (asciende), se proyecta hacia lo alto. Esta figura del día que nace

alegoriza, también, uno de los tópicos que se tornarán insistentes en la poesía de Ortiz:

un futuro amanecer de la Humanidad, que de alguna manera ya se anuncia, y que llegará

para abrumar de claridad, valga la paradoja, la noche de la opresión del hombre, ese

hombre que clama silente (Ortiz se asume como su portavoz) por su redención.

En El alba sube... Ortiz desarrolla con diáfana convicción la coloratura social de

su poesía, apenas insinuada en su primer libro y que en el siguiente, El ángel inclinado,

reverberará en la voz de un poeta conmovido por la desmesurada tragedia de la Guerra

Civil Española y las noticias de los crímenes en ella cometidos, que impactarán en él

con indecible horror.

Precisamente, uno de los poemas de este segundo libro, “Sí, las rosas...”, aparece

como una temprana cristalización del esquema modélico propuesto por María Teresa

Gramuglio y al cual refiriéramos arriba. El aspecto marcadamente afirmativo de la

14 Recordemos que en el llamado “Cuaderno Borrador” se encuentran, sin solución de continuidad, lospoemas que Ortiz incluyó en sus dos primeros libros, además de los textos que en la edición de laUNL se agruparán bajo el título “Protosauce”.

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poesía de Ortiz (el sí enfático de este poema) se ve atenuado por la adversación (el

pero); no obstante, la verificación del cierre de dicho círculo modélico queda

suspendida: está, claro, el momento inicial arcádico al que se contrapone “la mancha”,

que aquí se configura como negrura (la “hondura negra”, el “agujero negro”, el “vacío

negro”). Pero esta antinomia no se resuelve aquí, como sucederá en muchos otros

poemas, incluso en varios de este libro, en el movimiento utópico-redentor-

revolucionario en tono de profecía.

No obstante, y a modo de modulación de la versión canónica del modelo

propuesto, la mácula señalada no está exenta aquí de devenir correlato de una reflexión

metafísica. En un tono no fácilmente localizable en la poesía de Ortiz, aquí sí resulta

perceptible ese matiz, tal como ocurriera con el poema “Aquí estoy a tu lado”, de su

primer libro. Las largas enumeraciones de hechos afirmativos que se van encadenando

encuentran su límite en la negrura, el vacío, el abismo, ¿la muerte?, que no deja de ser

una presencia siempre angustiosa y amenazante en el horizonte humano.

Toda la hermosura del mundo,

y la nobleza del hombre,

y el encanto y la fuerza del espíritu.

Sí, la gracia de la primavera,

las sorpresas del cielo y de la mujer.

¿Pero la hondura negra, el agujero negro,

obsesionantes? (193)

El catálogo de los objetos y seres, valores y gracias, versos y melodías, sacrificio

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e ideal, amor y amistad que la conforman, justifican la vida, de acuerdo con el planteo

del poema, la propia vida del poeta, pese a la amenaza siempre presente. Y de ello

resulta el imperativo solidario para quienes se encuentran marginados del disfrute de “la

hermosura del mundo”. Esa solidaridad profunda justifica el “entusiasmo generoso de

las jóvenes almas / capaz de cambiar el mundo”. La dimensión estética y la ética

aparecen fundidas en el poema al aludirse a la “belleza del sacrificio y del ideal”. La

tarea se asume, por ello, como irrenunciable: no aceptar el que algunos hombres se

atribuyan el control de lo que es patrimonio común de la especie (o que a través de la

alienación escamoteen esos objetos, bastardeen esos valores, invisibilicen esa belleza)

es la certidumbre temprana que guiará la marcha poética de Ortiz.

Otro de los poemas del libro, acaso uno de los que conformarían de manera más

explícita un arte poética orticiana, “No, no es posible...”, ahonda en esas nociones y esas

certezas (transcribo el poema completo):

No, no es posible.

Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia.

¡Fuera la delicia del fuego, con Proust entre las manos,

y el paisaje alejado como una melodía

bajo la llovizna

en el atardecer perdido del campo!

Fuera, fuera, Brahms flotando sobre los campos!

No, la muerte mágica de la música,

ni la turbadora sutileza,

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mientras bajo la lluvia

hombres sin techo y sin pan

parados en los campos,

Vacilan al entrar a la noche mojada! (197)

Los elementos de la naturaleza (esa naturaleza que debería dar cobijo a todos),

en este caso particularmente la lluvia, hostigan al hombre desamparado; mientras tanto,

la caricia del fuego, así como la lectura de Marcel Proust, dejan un regusto amargo en el

poeta que le hace proferir, a contrapelo de la recurrente afirmación de “Sí, las rosas...”,

un categórico e indignado “No, no es posible...”.

La indignación se torna tristeza en “Estas primeras tardes...”, convocada, en la

superficie, por el advenimiento de la primavera y sus atardeceres y por la soledad del

domingo. Pero esos motivos son sólo aparentes; la tristeza tiene raíces más profundas:

Perdonadme, camaradas, esta tristeza.

Estoy penetrado de sutiles, de viejos venenos. (219)

¿Esa tristeza será “la tristeza de la posesión?, se pregunta el sujeto poético. ¿Será

el sentirse poseedor de aquello que no admite, ni ética ni estéticamente, la propiedad?

¿Será que es parte de la naturaleza misma de esa dicha (“una dicha así impalpable”) la

tristeza? Frente a los “viejos venenos” de la tristeza resplandece la posibilidad de la

alegría:

Pienso que si todos fueran dichosos,

cómo respondería esta dicha a la paz

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fluida del cielo.

Esa alegría anhelada se configuraría por las gentes simples del pueblo danzando

y cantando “las canciones sencillas y bellas / de los poetas amados de todos” (uno de

ellos, un andaluz que entramara su voz en una forma poética hecha carne en su pueblo,

sería asesinado en Granada poco después de que Ortiz escribiera estas palabras);15 la

poesía y la música (que para Ortiz son la misma cosa), pura forma desplegada, darían,

por ello, carnadura a la dicha. La música, la poesía, la belleza, asumen la grave

responsabilidad del sentido y silenciarlas equivale a condenar al mundo a la pérdida de

todo anclaje, a la abolición de la armonía, al naufragio de las formas.

Un lugar común en la valoración crítica de la poesía de Ortiz tiene que ver con el

carácter supuestamente determinante de la metáfora del río como clave definitiva para

su decodificación. El propio Ortiz problematiza ese eje de lectura al decir en un poema

tardío:

Me has sorprendido, diciéndome, amigo,

que “mi poesía”

debe de parecerse al río que no terminaré nunca, nunca, de decir... (OA 861)16

Además de la “sorpresa” del poeta respecto del parecer de ese amigo

interpelado, que emparenta su escritura con un río interminable, no es un dato menor el

hecho de que el título que Ortiz dio a su obra completa editada en 1970, En el aura del

sauce, no aluda precisamente a la figura del río. Por otra parte, resulta llamativo en el

15 En el libro posterior, El ángel inclinado, Ortiz le dedicará un poema elegíaco titulado, precisamente,“García Lorca...” (AI 240).

16 “Me has sorprendido...”, poema incluído en La orilla que se abisma, decimotercer libro de Ortiz.

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fragmento citado el hecho de que el sintagma “mi poesía” aparezca entrecomillado,

ironizando tal vez respecto de la ilusoria atribución de propiedad en el arte17. Pero si en

algo, sí, cabe maridar la escritura de Ortiz con la figura del río es que estos cursos de

agua, en su deriva, exceden frecuentemente las fronteras, intra e internacionales, tal

como esa poesía que desborda toda demarcación y parcelamiento. Pensemos sólo en el

Paraná, recorriendo una enorme extensión desde el Brasil hasta las estribaciones del Río

de la Plata...

Ese presunta evidencia, como decíamos, de la simbiotización de la escritura

orticiana con el fluir de los ríos entrerrianos, puede disimular, tal vez, como la carta

robada del cuento de Edgar Allan Poe, lo esencial, oculto por lo evidente: tal como lo

planteara Santiago Pedrednik en su artículo “Juanele y Ortiz”,18 en realidad la poesía de

Ortiz (sobre todo en sus últimos libros, especialmente La orilla que se abisma, en los

que la deriva del curso escriturario se ramifica en una multiplicidad de “afluentes”

sintácticos), la linealidad resulta radicalmente problematizada en un avance retardado,

trabado, lateralizado.

El movimiento de la escritura de Ortiz no es finalista; no hay ninguna prisa,

ninguna necesidad de llegar a ningún lado. El río, parafraseando al poeta en los últimos

versos citados, no se puede decir (como realidad total), pero sí se puede transitar; puede

ser conformado –en el sentido de “inventar una forma” (Panesi “Detritus” 303). Es que

17 Resulta de muy compleja decodificación el uso que Ortiz hace de los signos de puntuación,particularmente, en este caso, las comillas. Para el crítico y poeta Daniel García Helder, la utilizaciónde este recurso en Ortiz apuntaría a ambigüizar semánticamente la expresión, además de incorporarfunciones prosódicas que tendrían injerencia en la “tonalidad” del poema. En ese sentido, “lascomillas equivaldrían al signo de sostenido en notación musical, indicando la elevación cromática enun semitono” (“Juan L. Ortiz: un léxico, un sistema, una clave” 131).

18 Incluido en el N° 12 de Xul, edición íntegramente dedicada a Juan L. Ortiz (58-65).

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una cosa sería pensar en el río como metáfora de la escritura orticiana (metáfora que,

por otra parte, ha resultado tan funcional y operativa para el abordaje crítico) y otra bien

distinta es pensarlo como su referente privilegiado, tal vez el excluyente19.

La naturaleza del río, su sino, su obstinación, es el correr, el fluir. No obstante,

esa deriva ininterrumpida, en ocasiones cede al deseo de detenerse, de remansarse en las

orillas. Hay un poema en El alba sube... que escenifica ese dilema “interior” de un río

humanizado: “Río rosado aún en la noche”. El color rosado, siempre presente en la

paleta orticiana, conviene a los estados crepusculares, diurnos y nocturnos, que le son

tan caros.20

Río rosado aún en la noche,

a ras con las orillas, pálido entre las sombras.

La luna quiere guiarte o encantarte

esforzándose por mostrarte

los países aún no marchitos del ocaso.

Tú aún los recoges,

con una cortesía un poco distraída,

río rosado en la noche,

pues tienes una secreta obstinación

de correr mucho esta noche.

Nada de sueño, no, a pesar de la invitación

19 Noé Jitrik presenta el río orticiano como un “luminoso, evidente y paciente objeto de deseo, mezclade presente y de historia, de inmóvil animal dormido, de turbulenta y exigente marejada -«riojada»habría que decir- y que el poeta, desvelado, acechante de ese único y obsesivo referente [el subrayadoes nuestro], trata de capturarle un secreto en el que supone, cree, siente, se aloja una significaciónespecífica, que sólo ahí reside pero que explica el mundo entero, ahí está la respuesta a las preguntaspresocráticas, fantasmas de Heráclito -¡qué duda cabe!-, del infatigable Zenón, aire, tierra, fuego yagua, sobre todo agua.” (“El lugar en el que caen todas las ausencias” 56).

20 Crepúsculos “matutinos y vespertinos”, señala Jitrik en el artículo precitado.

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de la luna,

y de los grillos de la orilla que te llaman,

y de las luces cercanas que te hacen señas,

y de alguna casa de la barranca,

que quiere alargar su reflejo en tu paz.

Alto río rosado, pleno.

Una infantil energía, un ilusionado impulso,

te hace sordo esta noche

a lo que antes te hacía soñar y quedarte hasta el alba.

El canto de un pájaro en la medianoche

te detenia ¿recuerdas? frente a un árbol.

Ah, nos engaña casi tu transparencia tardía,

rosada, y con estremecimientos ya azulados.

Río pleno, pálido en la noche. (203)

El río que va hundiéndose en la noche, palideciendo, no obstante conserva la

tonalidad rosácea que resplandece entre las orillas y un techo de oscuridad. La luna guía

la errancia del río por “los países aún no marchitos del ocaso”, pero el río animizado se

encuentra poseído de un afán indomable de distancia; la “secreta obstinación de correr

mucho esta noche” lo hace perseverar en el movimiento traslativo, desatendiendo el

llamado de los habitantes de la orilla que lo demandan (los grillos, las luces de las casas

cercanas, el canto del pájaro, un árbol).

El árbol es otro notable foco de sentidos en la poesía de Ortiz, decantación

sígnica de su semiosis del paisaje. En otro de los poemas del libro que nos ocupa, “Hay

entre los árboles...”, reaparece el tópico de la dicha que es configurada como

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“pensamiento fluido de los árboles”; ese pensamiento se resuelve en luz, la pálida luz

crepuscular pensada por los árboles.

Hay entre los árboles una dicha pálida,

final, apenas verde, que es un pensamiento

ya, pensamiento fluido de los árboles,

luz pensada por éstos en el anochecer? (205)

Y la invocación de la dicha se espeja en su reverso: el dolor. Ese pensamiento

dichoso, que es de luz (también se manifiestará como una “voz delgada”) se trastocará

en sufrimiento en caso de no “concretarse” y la concreción postulada por el poeta es la

de la mirada (una mirada que es más abarcativa que las solas percepciones del sentido

de la vista), una mirada sinestésica, que sepa oír, degustar, estremecerse, incluso

“pensar”, para evitar que la dicha presentida caiga en el abismo de la sombra total.

Imágenes oscuras, los pájaros, vacilan

y quiebran, al fin, tímidas frases entre las hojas:

la pura voz delgada de ese pensamiento

que quiere concretarse porque empieza a sufrir.

Éste es, quizás, para Ortiz, el poder del arte o, dicho desde la retórica de la

poesía social, la “función” del artista: a través de su mirada y de su voz, construir desde

el magma anárquico de la naturaleza, un paisaje que lo contenga, a él y a sus semejantes

(porque el verdadero poeta es el que habla por boca de todos). Es por ello que el paisaje

orticiano resplandece por lo que es: construcción cultural, artificio21, un relato a partir

21 Como no puede ser de otra manera, resuena Víktor Shklovski en esa palabra, “artificio”, a la que,

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del infinito de la naturaleza. Parafraseando a Theodor Adorno, cuyas palabras, aunque

referidas a la forma ensayo, resultan perfectamente atribuibles a la poesía de Ortiz,

podríamos decir que, ella también, “honra a la naturaleza” asumiendo que ya no es el

hombre.22

para pensar en Ortiz, apela también Tamara Kamenszain, en relación con, por ejemplo, el uso de lascomillas, “para citarse a sí mismo” como “marca artificial que aliviana las palabras, las descarga desentido” (29), o para aludir a esas “retracciones, indecisiones, vueltas atrás” en tanto recursos, diceKamenszain, “artificiales” (30).

22 “El ensayo denuncia sin palabras la ilusión de que el pensamiento pueda escaparse de lo que esthései, cultura, para irrumpir en lo que es physei, de naturaleza. Atado por lo fijado, por loconfesadamente derivado, por lo formado, el ensayo honra a la naturaleza al confirmar que ella no esya el hombre.” (“El ensayo como forma” 21).

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Un “leve camarada”: El ángel inclinado (1937)

Dice Carlos Mastronardi de El ángel inclinado:

Los mansos y dormidos paisajes de sus primeros libros, en cuyos versos persiste una visión

alucinada y mágica del mundo, no constituyen el tema central de El ángel inclinado, obra

que, desde el simbolismo del título nos advierte que la poesía de Ortiz se asoma con

angustiado amor a una época lacerante y barajada, en cuyo centro ardido se juega el destino

del hombre y se debaten los problemas fundamentales de nuestro mundo apasionado y en

tensión. (“El ángel inclinado de Juan L. Ortiz” 424).

Efectivamente, esta convicción de fondo de que el destino de la humanidad está

dramáticamente en juego, convicción construida a partir de las noticias sobre la Guerra

de España que Ortiz, azorado, recibe en Gualeguay, es lo que, en gran medida, sostiene

el andamiaje poético de ésta, su tercera publicación, en 1937, a un año de iniciada la

Guerra Civil, que se extenderá hasta abril de 1939.

Tal como lo plantea Mastronardi, en El ángel inclinado, Ortiz introduce (o, más

bien, consolida lo que ya se anunciaba en El alba sube...) la nota político-social que va a

demarcar una línea en su poética que convivirá con la estrictamente lírica identificada

con su comunión gozosa con el paisaje. Es que, en el marco de esa particular fragua que

es la escritura de Ortiz, la “pureza” de los dos linajes literarios en los que suele ser

inscrita (poesía social / poesía pura), coexistentes e igualmente estructurantes, cederá a

la singularidad de una poética que, tributaria en alguna medida de tradiciones de lo más

variadas, evita anclarse al amparo de ninguna de ellas de manera ortodoxa,

proponiéndose, acaso, como la síntesis de esas antinomias todavía en tensión en el

campo literario argentino (modernismo/vanguardia, tema urbano/criollismo, etc.).

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En este momento, en el que Ortiz pareciera asumir que está edificando una obra

no fácilmente homologable (por distintas razones) a ninguna de las corrientes en

disputa, ya anida en él la convicción de que ese proyecto poético se ha simbiotizado con

el propio trayecto vital, embarcado, como tarea inherente e inseparable a la de la

elaboración de su obra poética, en la otra de sentar las bases de una tradición superadora

de todas las demás, que contenga su obra y, sin que esa haya sido, tal vez, una

motivación explícita en Ortiz, alumbre el camino por el que luego transitarán muchos

otros poetas que, orbitando a su alrededor, no podrán ser indiferentes a sus

señalamientos estéticos y, claro está, vitales y éticos.

Hablábamos más arriba de “simbiosis” entre el proyecto poético y el vital en

Ortiz y es, justamente, el poema que abre El ángel inclinado, “Fui al río...”, quizás uno

de los más leídos y citados del poeta, un texto donde se plantearía de manera cristalina

esa consustanciación.

Fui al río, y lo sentía

cerca de mí, enfrente de mí.

Las ramas tenían voces

que no llegaban hasta mí.

La corriente decía

cosas que no entendía.

Me angustiaba casi.

Quería comprenderlo,

sentir qué decía el cielo vago y pálido en él

con sus primeras sílabas alargadas,

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pero no podía. (229)

Al funcionar este poema como representante de la obra total de Ortiz23,

estaríamos, tal vez, ante una evidencia derivada de su examen y extensible a la obra en

su totalidad: la de una poesía esencialmente metonímica y, por ende, espacial, en la que

el todo (el paisaje entrerriano, sus ríos, sus islas) es figurativizado por una incesante

concatenación de elementos naturales, de seres vivos, de matices de la luz que

conforman su trama textual.

Se observa en el poema un acercamiento a la ribera que señala la transición entre

la “inmovilidad” de la tierra y el fluir incesante de las aguas. Tal vez, esa acción de “ir

al río”, podría permitirnos demarcar un punto en el tiempo (el proceso representado por

el verbo ir) y en el espacio (el río), en cuya articulación, se leería una clave de la poética

orticiana. Desde esa clave, este poema podría ser leído no solo como emblema de su

poesía sino también como anclaje de un biografema fundacional, ese “ir al río”,

instancia en que los cauces de vida y obra se encuentran para continuar fluyendo

indistintamente.

En el segundo verso, la lectura registra una gradación presente en los

circunstanciales de ambos hemistiquios paralelos (el “cerca” del primer hemistiquio es

sustituido por “enfrente” en el segundo: representa el fin del traslado, la llegada). La

espacialidad de la composición de estos versos se patentiza en el dinamismo de dicha

gradación que introduce un sutil matiz narrativo.

A partir del tercer verso, no obstante, la aceleración del “relato” se remansa y

23 Poema que, además, es susceptible de ser considerado una de las varias “arte poéticas” o reflexionesmetapoéticas de Ortiz.

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vemos cómo el sujeto poético comienza a imbricarse con los elementos del medio

natural. En ese sistema horizontal, en el que el río es la forma y el sentido del sintagma,

la presencia del árbol introduce el eje vertical, el paradigma en el que la percepción del

fluir momentáneamente se detiene: en el árbol la poesía de Ortiz se adensa, se enraíza,

se ahonda en la tierra aferrándose a ella y, nutrido por las corrientes subterráneas de ese

territorio entrerriano, cercado y surcado por ríos, se eleva hacia las alturas. La tierra y el

cielo se conectarán en el sistema orticiano a partir de las ramas de los árboles extendidas

hacia la vastedad del alba o de la noche. Pero en el poema que ahora puntualmente nos

ocupa, esas “voces” anidadas en el follaje aún no pueden ser decodificadas por el sujeto

poético.

Podríamos considerar la sugerencia de que la poesía de Ortiz encontraría su

anclaje fundacional en esa encrucijada de una metonimia (el fluir del río) y una

metáfora (el árbol como ahondamiento y elevación en un remanso de ese fluir), ambas

vertebrales.

El sujeto poético está frente al río (que no sería otra cosa que la imagen de su

propia escritura poética), empantanado en la imposibilidad de asirlo. A la primera

acción, respondiendo al llamado del agua, tanto la corriente del río como las ramas de

los árboles articulan un lenguaje (las voces de las ramas, la corriente que decía “cosas”)

que no es comprendido.

Como apertura de la segunda estrofa, el verbo ir del inicio cambia por regresar.

Y eso regreso se configura como un proceso que evidencia la determinación e

insistencia marcada por el matiz imperfectivo de la conjugación verbal (regresaba).

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34

Regresaba

—¿Era yo el que regresaba?—

en la angustia vaga

de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.

Pero, de pronto, promediando la segunda estrofa, se presenta una cesura que

divide en dos partes el poema. Y esta reconfiguración, desatendiendo el esquema

estrófico como marco inicial de lectura, resultará enormemente significativa. Ese río

que no había podido ser capturado racionalmente, comprendido desde una posición

exterior, de ajenidad, a partir de aquí es sentido por el yo. El río ya no es un objeto a

aprehender desde la distancia. La exterioridad es abolida y el río repentinamente es

parte del sujeto. Ha cambiado la perspectiva; ya no estamos ante un fenómeno a

observar sino que nos encontramos ante una experiencia de profunda transformación.

Sujeto y objeto se confunden, se identifican, se fusionan. El río es parte del sujeto y,

correlativamente, el sujeto es el río. Se consuma un proceso de simbiosis entre el sujeto

y el paisaje que se proyectará y amplificará en la evolución posterior de la obra

orticiana.

De pronto sentí el río en mí,

corría en mí

con sus orillas trémulas de señas,

con sus hondos reflejos apenas estrellados.

Corría el río en mí con sus ramajes.

Era yo un río en el anochecer,

y suspiraban en mí los árboles,

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35

y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.

Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

El sujeto fundido con (y atravesado por) el río: sin duda, un emblema de la

poesía de Juan L. Ortiz. Pero, en lo que no deja de ser una paradoja, esta nota de

armonía o comunión entre el hombre y su entorno contrasta con la disonancia (la

imagen fuera del eje) de ese ángel que sobrevuela los paisajes orticianos (y que hasta

interactúa con el resto de los seres). La “inclinación” del ángel en el título aludiría a un

proceso de caída que comienza con un sutil corrimiento del eje vertical y culminaría con

el desbarrancamiento de ese ángel, finalmente empantanado en el fango de sangre y

muerte en el que ya chapotean los milicianos españoles.

Nuevamente apelamos a Mastronardi para intentar deconstruir conceptualmente

esta, de algún modo, enigmática y recurrente figura del ángel orticiano, ya reconocida,

por otra parte, en sus poemarios anteriores:

Su ángel, siempre atento a los vaivenes de una realidad convulsionada, no tiene ascendencia

teológica, no es la consabida divinidad intermedia: este leve camarada de Ortiz se confunde,

se identifica con la poesía. (“El ángel inclinado de Juan L. Ortiz” 425-426)

Como bien dice Mastronardi, el ángel orticiano no resiste una decodificación en

clave teológica-cristiana; quizás, el pensarlo como “camarada” del poeta (el

“compañero de ruta” sartreano) que transita por un plano espiritual, desencarnado, lo

cual, no obstante, tampoco implica que adolezca de ciertas “fallas”, de cierta

vulnerabilidad característicamente humanas, nos acerque al plano imaginado por Ortiz.

Giorgio Agamben, en uno de sus ensayos, “Genius” (7-17), al referirse

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justamente a esa deidad latina, nos permite establecer un parangón entre ese “genio” y

el ángel orticiano. Dice Agamben que genius constituiría el elemento impersonal que

contienes, aureola y acompaña al yo personal. Genius era, en Roma, el dios que presidía

las pariciones; precisamente, en el momento de nuestro nacimiento, genius (es

innegable su parentesco con el ángel de la guarda cristiano) se hará cargo de nosotros y

nos acompañará en el decurso de nuestra vida convirtiéndose en nuestro cómplice

secreto para afrontar los desafíos cotidianos que nos presente el riesgoso aprendizaje del

vivir. Nos enseñará a abandonarnos a él, nuestro doppelgänger y protector, sin el control

de la mente y la racionalidad (territorios de la tiránica hegemonía del yo).

El oficio de vivir (diría Cesare Pavese), excede las facultades y las posibilidades

del yo y nuestro genius nos guiará en ese derrotero a cambio de resignar la pretensión

de soberanía absoluta en la dirección de nuestro recorrido vital; nos propondrá, ni más

ni menos, resignar el control absoluto de todo lo que nos pase (porque en la mayoría de

las cosas que nos suceden, desde los procesos biológicos hasta los azares de la vida

social, nuestra voluntad tiene poco en qué influir), para, simplemente, dejarnos vivir. Al

amparo de nuestro genius (vinculable con el daimon griego o la daena iraní) todo será

más sencillo –más elemental– que en las ocasiones en que la mente ejerce

despóticamente su dominio. La ecuación de la vida, reflexiona Agamben, pasaría por la

negociación entre genio (lo no individuado) y carácter (el territorio propiamente

personal).

Ese ángel orticiano, marginado por la soberbia de los hombres, que enseña el

camino de la comunión, que enseña al yo pretendidamente autónomo a integrarse a (a

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fundirse con) algo que lo excede: la vida total, con todos sus seres, todas sus

manifestaciones, todos sus ritmos, se asumiría, acaso, como ayudante del poeta; es más,

se plantearía, quizás, como una prerrogativa y un privilegio del poeta la potestad de

alternar con los ángeles, esos ángeles tristes que, en su libro anterior, se lamentan por la

miseria en que encuentra sumida la pobre aldea entrerriana a la que, guiados por el

canto del poeta, arriban.24 Luego, en El ángel inclinado, vacilan, pierden el equilibrio,

pugnan por no caer, conmovidos por el espectáculo de sangre y miseria instaurado a

partir del violento atentado contra la II República Española.

Esa dilución del yo, ese dejarse llevar, sabiéndose al amparo del ángel, nos lleva,

de nuevo, a “Fui al río”; resulta tan imperioso el llamado a la entrega incondicional a un

caudal vital de tan evidente potencia que sería una necedad rehusarse a ser llevado por

ese río, a fluir con él por ser también el sujeto, propiamente, ese río, identificándose con

esa vida total que es también la propia vida, identificada de manera radical, en el poeta,

con la poesía.

Como se ha señalado, en El ángel inclinado se consolida el puente que víncula

en Ortiz la serie literaria con la serie política y que promoverá una singularísisma

resolución formal en el tratamiento de ambas preocupaciones axiales. Por un lado,

estamos ante la evidencia de una poesía de intenso arrebato lírico, a partir de la

vislumbre de la simbiosis del sujeto con el paisaje (una simbiosis en la que el elemento

estético y el religioso por momentos confluyen); por otro, sin de ninguna manera

24 “Los ángeles bajan en el anochecer / y se extienden por las / fachadas que al poniente / dan, tan taldulzura / flotante, musical, / que da miedo, miedo / por ellos, / a pesar de sus alas / y de laindiferencia inclinada del pueblo.” (AS 201). Repárese en que, acaso, esa “indiferencia inclinada”con que el pueblo responde a la presencia del ángel tendría, acaso, como correlato la “inclinación” delpropio ángel en el título del libro siguiente.

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generar una ruptura con la línea anterior (al contrario, fundiéndose con ella), aparece la

fuerza del imperativo ético orticiano, la misión redentora del arte y el artista en términos

proféticos y, con toda justeza, revolucionarios25, que apunte a un futuro donde la

naturaleza arcádica y virginal (la cual es muchas veces figuratizada, como veíamos, por

el tópico de la infancia), previa al momento de la comprobación de que el paisaje está

“manchado de injusticia”, sea recuperada por la acción de los hombres esclarecidos que

planten cara a la crueldad, la miseria, la opresión del hombre por el hombre. Y lo harán

guiados y arengados por la voz del poeta, empeñado en que la belleza sea, algún día,

patrimonio común de la especie humana.

Se puede comprobar en el poemario publicado en 1937 cómo la nota de armonía

o comunión entre el hombre y su entorno contrasta con la disonancia (la imagen fuera

del eje, decíamos) de ese ángel que sobrevuela los paisajes frecuentados por la poesía de

Ortiz (y que hasta interactúa con el resto de los seres). Y así como, en lo que respecta al

primero de esos tópicos, “Fui al río...” sería el ejemplo privilegiado, en El ángel

inclinado es posible rastrear, como es sabido, múltiples huellas de la impronta que el

drama de la guerra española produjo en Ortiz. Las devastadoras consecuencias del

conflicto marcarán a fuego esta particular fusión orticiana entre una veta poética lírica,

espiritual, musical y otra “comprometida” políticamente, militante. En varios de los

poemas de este libro la referencia a los sucesos españoles es explícita26.

25 Agustín Alzari, estudioso de este tópico en la obra de Ortiz, dice al respecto: “Del mismo modo enque sucede con Vallejo, la poesía política de Ortiz toma su forma de esa tensión entre revolución eintimidad, rehuyendo no sólo del metro y de la rima, sino de un cierto esquema que es muy visible enlos poemas revolucionarios de esa época, en que se comienza narrando las desgracias de la lucha paraculminar con una estrofa heroica acerca de un futuro promisorio y comunista.” (“Juan L. Ortiz através de Cesar Vallejo: poesía, revolución y sensibilidad” 5).

26 Los poemas son los siguientes: “En el dorado milagro...” (230-231); “No podéis, no, prestaratención...” (236-237); “García Lorca...” (240) y “Luna y rocío...” (252-254). Ya en el poemario

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En este punto resultaría, tal vez, sugestivo, apelar a un poema cuyo tema es la

guerra civil española pero que, sin embargo, no sólo el poeta dejó fuera de El ángel

inclinado, sino que, además, en lo que no deja de ser curioso, tampoco fue incluido en

ninguna de las ediciones de la poesía de Ortiz; se trata de “A los poetas españoles”,

escrito en 1936, a poco de iniciada la guerra. Se conocen sólo dos publicaciones

colectivas, realizadas con el objetivo de recaudar fondos destinados a la ayuda a la

República Española, en las que se incluye: una de ellas, un cuadernillo o plaqueta

titulado Homenaje a García Lorca, que reúne textos leídos en diversos festivales

poéticos de apoyo a la República (en Buenos Aires y Montevideo); la otra es también

una compilación de poemas titulada Cancionero de la Guerra Civil editado en la ciudad

de Montevideo27. Creemos oportuno transcribir íntegramente el poema a continuación:

A LOS POETAS ESPAÑOLES28

Jardines aquí,

dicha florecida aquí,

sobre el dolor oscuro aquí,

entre la injusticia y el dolor aquí.

anterior, El alba sube..., que incluye poemas escritos entre 1933 y 1936, se evidencia la preocupaciónpor el destino de España en tres poemas: “Perdón ¡oh noches!...” (210-211); “Con una perfección...”(213) y “Sí, yo sé...” (222).

27 Debo la referencia relativa a la publicación del poema al trabajo de la investigadora Julia Miranda “Elcomienzo de la poesía política de Juan L. Ortiz: «A los poetas españoles», poema perdido desde1937” incluido en Controversias de lo moderno (Katatay 2016), texto en el que se amplía yprofundiza el abordaje a la temática ya tratado en una comunicación en el marco de un eventoacadémico: “La escritura política en Juan L. Ortiz. Un comienzo borrado”. Asimismo, Mirandarefiere haber accedido a las publicaciones a través de Niall Binns.

28 La versión en la que me apoyo fue tomada de la antología de poemas políticos de Ortiz, conintroducción, selección y edición a cargo de Agustín Alzari, Estas primeras tardes... y otros poemaspara la revolución (151-153).

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Pero la angustia, la sangre,

la muerte, qué sombra hacen

sobre la efímera, frágil luz

de nuestra tierra,

de todos los paisajes de la tierra

donde hay corazones que laten

con el latido esperanzado y angustiado del mundo!

La angustia, la sangre, la muerte,

pero el resplandor del nacimiento.

Un pueblo que nace, el vuestro.

Y el estremecimiento

del espíritu vivo

que corre por el mundo,

el espíritu vivo de vuestra carne hecho,

de nuestra sangre hecho.

Del espíritu vivo pronto a ordenarse, hermanos.

Sobre los campos quemados,

sobre las piedras estalladas,

sobre la muerte brutal que “ellos” importan,

bajo el “Dios” y el “Espíritu”, súbitos y blindados,

cómo nace, oh hermano, la conciencia

nueva toda mojada de obscuro sacrificio!

Desde los campos quemados

el alerta

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sobre la indiferencia del hombre

para despertarlo el día que sube,

si crispado aún entre la tormenta de acero

fuerte ya para curvarse,

puro y alto

sobre los paisajes del trabajo y de las canciones, hermanos!

Desde los campos quemados

el alerta que preside

una velada de armas.

Los sueños, la dignidad

humana

no se defienden ya con la palabra sólo.

Sobre el alma y la belleza,

caen “Dios” y el “Espíritu”, súbitos y blindados!

Hermanos! El alerta sobre el sueño del hombre,

y la esperanza, hermanos, vencedora como una flecha!

Podemos comprobar cómo la matriz modélica presentada por María Teresa

Gramuglio, a la cual refiriéramos con anterioridad (los tres momentos que, básicamente,

eslabonan muchos de los poemas considerados “políticos”: la arcadia primigenia, la

desolación del presente, la utopía redentora del futuro), de alguna manera se reconoce,

embrionariamente, aquí: los “jardines”, la “dicha florecida”, que constituirían el marco

“natural” del transcurso de la vida humana en conjunción armónica con un paisaje de

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rasgos edénicos, resultan violentamente “contaminados” por la irrupción abrupta de la

muerte, de la injusticia, específicamente de la guerra. Alterna, en las estrofas iniciales, la

presencia de los dos primeros estadios: la “efímera, frágil luz de nuestra tierra” con una

serie de elementos que connotan la agresión feroz a esa armonía originaria: la angustia,

la sangre, las víctimas inocentes. En el trágico panorama presentado por Ortiz

resplandece, no obstante, la visión del alumbramiento de un futuro amanecer: es un

pueblo, el español, que, a partir del parto sangriento de la guerra, está naciendo –y está

fundando– un nuevo mundo. Tal como observáramos, esos tres momentos coinciden con

sendas dimensiones temporales: el pasado mítico de la armonía originaria, un presente

de sufrimiento y dolor y la prefiguración de un futuro de liberación que también,

curiosamente, significa para Ortiz “religación”: recuperación del vínculo (¿religioso?)

del hombre con la naturaleza (entendida como el paisaje natural que contiene todas las

formas de vida en él abrigadas). Del dolor inconmensurable causado por la guerra

debería inevitablemente surgir un mundo nuevo y un hombre también nuevo que lo

resignificase. La desmesura de la tragedia bélica también impactará sobre “la

indiferencia del hombre” para despertarlo al nuevo día que amanecerá. El momento

profético aparece claramente delineado en el paisaje futuro “del trabajo y de las

canciones” en el que un sujeto plural (un “nosotros” que aúna al poeta, como portavoz

de ese mundo por venir, con los “hermanos” a los que apela) se sobrepone a las fuerzas

regresivas representadas por ese “ellos”, connotados por las referencias a la religiosidad

institucional (“Dios”, el “Espíritu”), sustento ideológico de las fuerzas rebeldes y que

luego será una de las marcas dominantes de la cosmovisión impuesta a sangre y fuego

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en los casi cuarenta años de dictadura franquista.

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Un navegante solitario: La rama hacia el este (1940)

En 1940 Juan L. Ortiz publica su cuarto poemario en el contexto de una coyuntura

histórica vivida por él con no poca carga de angustia. El 1° de abril de 1939 se consuma

la derrota de la II República Española, luego de tres años de cruenta guerra civil,

iniciándose un período de casi cuatro décadas de dictadura franquista; todo ello es

asumido como un terrible revés por las izquierdas del mundo que fervorosamente

habían abrazado la causa de la defensa de la República. Ese mismo año, el 1° de

septiembre, con la invasión del III Reich a Polonia, se inicia la Segunda Guerra

Mundial, profundizándose la escalada imperial nazi-fascista que ya se había

manisfestado con las anexiones de Austria y Checoslovaquia y las aventuras coloniales

africanas del fascismo mussoliniano.

La inflexión angustiosa que, sin llegar a tornarse desconsuelo, se había

expresado en los dos libros anteriores de Ortiz, se ahonda aún más en este volumen de

1940 en el que el modelo dialéctico presentado en capítulos anteriores (la arcadia

primigenia, la desolación del presente, la utopía redentora del futuro) continúa siendo

una clave de lectura pertinente para muchos de sus poemas.

La fecha de 1940 es también significativa en lo que respecta al lugar

generacional que la historiografía literaria argentina tiende a asignarle al poeta

entrerriano. No sin controversias, se suele considerar a Ortiz integrando la llamada

Generación del 40, cuya producción central se circunscribiría en mayor medida a ese

primer lustro de la década de 194029. Algunos autores plantean que en el período de 15

29 Alfredo Veiravé, en su contribución de 1968 a la Historia de la literatura argentina, no duda eninscribir a Ortiz en la generación del 40: “Un poeta importante de esta generación es el entrerrianoJuan L. Ortiz (1896), aún cuando su obra no se ha visto favorecida por una difusión muy

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años que va desde 1930 hasta 1945 (cuyas coordenadas histórico-políticas están

demarcadas por el golpe de estado del general José Félix Uriburu, en primer término, y

las manifestaciones populares que desembocan en la emergencia del peronismo, en

1945) se contiene la producción de los autores de esta promoción literaria, tan

promisoria en sus inicios y que, sin embargo, se desmembraría en la deriva de poéticas

particulares que no llegaron a consolidar un rumbo común.30

La obra de estos poetas adscriptos a la promoción cuarentista, de incuestionable

cuño neorromántico, estaría determinada por su tono elegíaco, apoyado en una

tematización funeral, por un lado, y, por otro, por el carácter órfico de su poética,

fundado en las lecturas latinas del mito de Orfeo, de las cuales, la rilkeana fue decisiva

para la peculiar manera en que el tópico arraigó en los poetas nacionales. Rainer Maria

Rilke fue devotamente leído por los poetas centrales de la promoción. También,

notoriamente, por Juan L. Ortiz, cuya frecuente inclusión entre el grupo de poetas del 40

no deja de ser problemática y discutible por variadas razones, aunque, en lo que atañe a

la devoción tributada a Rilke, la vinculación no dejaría de ser incuestionable.

En la figura mítica de Orfeo, dice Víctor Zonana, “los poetas del cuarenta

pronunciada”. En sus obras, sugiere Veiravé, “aparece generalmente vinculado a las sutilezas delpaisaje cuya compenetración espiritual, en una especie de singular panteísmo, es dable advertir comouna constante que salta a la vista y en la que su poesía esconde una actitud mesiánica hacia elhombre. La melancolía que trasciende a su poesía impregna un sentimiento del paisaje que brotasutilmente de la contemplación profunda de los crepúsculos, los cielos y las aguas de su Entre Ríosnatal.” En lo que respecta puntualmente al poemario que ahora nos ocupa, Veiravé sostiene losiguiente: “En La Rama hacia el este, ese conocimiento solidario con la tragedia del mundocontemporáneo, llega a empañar la jornada del poeta: «El mediodía es dulce con el sol. / Sol deljardín tan suave hasta las 3, / pero con los fantasmas ensangrentados de los pueblos, que se levantande los diarios.» (“La poesía: la generación del 40” 1154).

30 Los hechos que generalmente suelen ser señalados como hitos determinantes en los criterios deperiodización generacional son la publicación de la revista Canto, el otorgamiento del primer premioMartín Fierro de la Sociedad Argentina de Escritores a Libro de poemas y canciones de Juan RodolfoWilcock y, también, los premios municipales a que fueron acreedores el propio Wilcock y CésarFernández Moreno, todo ello en 1940, como propone Carlos Giordano (“Temas y direcciones” 10).

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encuentran un ejemplo sublime del amor humano, de su destino trágico y de los poderes

del canto” (8). Y en esta matriz órfica se ancla la imagen modélica del poeta tal como la

entendían los escritores del 40. Es, antes que nada, la voz del poeta que se yergue ante la

evidencia de la miseria y de la muerte, que es también testimonio del poder del arte para

enfrentar las fuerzas más oscuras de éste y del otro (los otros) mundo(s); es oponer la

música como única respuesta posible a una realidad en disolución y, por la música y el

canto, tal vez, redimirla.

Éstos, que parecen los caracteres determinantes de la generación, el lamento

elegíaco y funeral frente a un entorno enfrentado a amenazas inéditas, y el papel

preponderante otorgado a la palabra en cuanto música, una palabra que aspira a la

levedad de la música y el canto, no son ajenas a un modo fundante, que venimos

señalando, de la poesía de Ortiz. Conviene, no obstante, intentar reconocer la

modulación particular que estos tópicos adquieren en el poeta entrerriano para quien,

por la singularidad de su obra, no resulta pacífica su inclusión en éste, como en ningún

otro, movimiento, escuela o conformación generacional; se avendría, más bien, con esa

figura del “navegante solitario” propuesta por Luis Soler Cañas en su estudio acerca de

la generación poética del 40.31

31 Sostiene Soler Cañas al respecto: “No quise, pues, seguir incurriendo en un error en el que yotambién caí en el pasado: hablar de la generación del 40 con referencia poco menos que exclusiva algrupo neorromántico. Incluyo, por lo tanto, a las dos unidades que corrientemente aceptan oreconocen, aún con salvedades y distingos, los críticos e historiadores de esa generación. Sólo que, acasi 35 años de aquel momento, con un mayor conocimiento y una mayor perspectiva, me parece quela inclusión de esas dos «unidades» [Soler Cañas se refiere a lo que él llama los grupos de tendencia'neorromántica' o 'vanguardista'] a no alcanza a cubrir totalmente el panorama que podía ofrecer lageneración del 40. Existía, y existe, esa vasta legión de vates que, no acomodables a ninguna de lasdos unidades, yo acostumbro a llamar, un poco en broma, pero en el fondo con toda seriedad, los«navegantes solitarios» de cada generación.” (15) César Fernández Moreno, por su parte y en unatónica similar, se refiere a Juan L. Ortiz como “una notable figura aislada” en el contexto de losgrupos conformados en los alrededores del 40 (225).

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Carlos Rafael Giordano, en el marco de la periodización referida con

anterioridad, al enmarcar el ámbito de la actuación cuarentista entre 1930 y 1945,

considera no obstante que “el núcleo central de esta generación estaría formado por

poetas nacidos entre 1916 y 1919, a los que se incorporaría un grupo de mayores

nacidos entre 1903 y 1915, y otro de más jóvenes, los llegados a este mundo entre 1920

y 1927” (9-10).

A partir de estas coordenadas cronológicas, ya encontramos una primera

“inadecuación” (término por demás pertinente a los fines del asedio crítico de la obra

orticiana) para el enmarcamiento generacional de Ortiz, nacido en 1896. Resulta

sugestivo observar que este encuadramiento de su poesía en el contorno cuarentista no

pasaría de contrastar la correspondencia de ciertos elementos de contexto tales como su

carácter de “poeta del interior”, así como las recurrentes referencias rilkeanas o la

preferencia por el tono elegíaco (que veremos cómo en Ortiz se configura de una

manera desplazada respecto del modo funeral de los poetas del 40) pero que no bastan

para contener la notable dispersión formal y temática de su poesía. Una inadecuación,

claro está, que es la marca de la singularidad de toda gran poesía y que, como sucede en

este caso, sin dejar de manifestarse sobre el trasfondo de los problemas y debates

estéticos, éticos y políticos de su circunstancia, resuelve una colocación en términos de

originalidad y ruptura.

El poemario de 1940 ratifica el posicionamiento ético-político (y hasta

partidario) de un Ortiz que, por otra vía, no deja de trabajar en el diseño de su programa

estético, correlativo al cincelado minucioso de su obra poética, confluyente con aquél.32

32 Son interesantes muchas de las observaciones de Nilda Redondo acerca de la adscripción de Juan L.

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El este es el punto cardinal al que se dirige explícitamente la mirada de Ortiz, la

categoría con la que se va a aludir al territorio de la utopía en marcha (severamente

amenazada en esos momentos por el arrollador avance nazi en los primeros meses de la

Segunda Guerra Mundial)33 y que se identifica, explícitamente, con la Unión Soviética,

sujeto histórico que sobrelleva la responsabilidad del sostenimiento y la difusión de la

revolución socialista.34 Y, claro está, el este señala también la localización geográfica de

su provincia de Entre Ríos en el territorio nacional.

La promesa cifrada en un este identificado con Europa Oriental, desde donde

alumbra la llama de la esperanza para un Occidente de rodillas, pocos años después se

localizará, también, en el oriente asiático: China y su revolución. Ortiz, en lo que será

una de las experiencias poéticas, personales y políticas que más profunda huella

imprimirá en su vida y su obra, formará parte de un contingente de escritores de

izquierda que en 1957 emprenderán un viaje “hacia el este”: asistirá a la

conmemoración de otro aniversario de la Revolución en la Plaza Roja de Moscú, en

Ortiz al Partido Comunista en la que, como no podría ser de otro modo en él, se reconoce también undescentramiento y una recusa de la ortodoxia a partir de la práctica de lo que la autora llama un“comunismo surrealista”, es decir “un comunismo que no se propone la conquista de la naturaleza, seentrama con líneas planteadas por Marx en los Manuscritos Económico-Filosóficos, retomados por laheterodoxia marxista –por ejemplo José Carlos Mariátegui en Perú o Ernst Bloch, Walter B[enjamin]o Theodor Adorno, de la Escuela de Frankfurt– y recuperados por intelectuales tales como DavidHa[r]vey en los últimos años. Pero, en la vida de Juan Ele, en el movimiento revolucionariocomunista de Argentina, esta era una concepción marginal, pero no por ello menos creativa, potente yvital. / Tal concepción de la vida y de la muerte, tal concepto de lo colectivo, tal espiritualidadpacífica y a la vez indignada profundamente ante la injusticia, no puede no percibirse y desenvolverseen el seno de su poesía, más en un poeta romántico, simbolista y surrealista, como puede decirse deJuan Ele. Su concepción de una naturaleza en comunidad con todos los seres es la que le permiteinundarse con sus ríos, atravesarlos; su comunismo surrealista es el que le permite ver a los niñospobres en el medio de sus imágenes poéticas de la naturaleza, que jamás son paisaje objetivado, sinoen fusión con su propio ser.” (“Juan L. Ortiz: Poesía y Comunismo” 4)

33 Sumado ello, claro está, a la herida abierta que significaría, por mucho tiempo, el revés de la IIRepública Española.

34 En el poema “22 de junio” que aparecerá en su siguiente libro, El álamo y el viento, de 1947, elhomenaje a la épica soviética resultará explícito al plantearse que “ellos”, los defensores deStalingrado, son quienes “defienden nuestros sueños”.

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noviembre de 1957 (experiencia testimoniada en el poema “Leningrado”35) y, de su

estadía en la República Popular China, nos legará la serie de doce poemas de tema chino

que constituye lo que se considera la primera sección implícita de El junco y la

corriente (en la que también se incluiría otro poema, el decimotercero de la serie,

también señalando hacia “el este”: “Leningrado”).

Por supuesto, el oriente es también el lugar del amanecer, del nacimiento del día,

el exacto punto del horizonte en el que la sombra compacta de la noche empieza a ser

gradualmente cuarteada por la luz. Es, fundamentalmente, el punto de proyección de la

utopía redentora pronunciada reiteradamente por Ortiz en tono de profecía: amanecerá

el día de la comunión gozosa en el que los jardines serán para todos, la belleza de la

naturaleza y los bienes del arte y la cultura estarán disponibles y accesibles para todos,

amaneciendo a la noche de la injusticia, la guerra, la pobreza y recuperando el paraíso

primigenio pero mejorado por la acción militante y concientizadora del hombre en lucha

que habrá sabido sobreponerse a las fuerzas oscuras que lo sojuzgaban.

Uno de los poemas centrales de La rama hacia el este, de aquellos habitualmente

incluidos en las antologías orticianas, es “Sí, el nocturno en pleno día”, en transparente

alusión al poema de Jules Supervielle, “Nocturne en plein jour”. El poema de Ortiz se

inicia proponiendo un diálogo intertextual con el de Supervielle, de tema onírico: cómo

se manifiesta, en relación con nuestros cuerpos que duermen como mundos en reposo,

un orden vital que se recompone y reordena con una autonomía no menor a la de la

vigilia. Ortiz alude al “baño de la sombra” que es el elemento que envuelve el sueño,

35 Preside el poema el siguiente epígrafe: “Ante un sobreviviente del “Aurora”, acorazado que disparó el primer cañonazo de la marina sublevada, en 1917.” (JC 577)

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esa “noche íntima” que llena las manifestaciones más inderogables de la vida y que

compone, en consonancia con el poema de Supervielle, un orden autónomo. Esa

confluencia de “nuestro silencio y el silencio del mundo” en el marco de la noche y el

sueño, se inscribe como la ensoñación del poeta, connotado aquí como romántico, que

en esa realidad paralela del sueño, se desapega de los conflictivos avatares de la vida

diurna.

El “grito de la vida”, no obstante, nos sorprende, nos despierta, sugiere Ortiz, y

es en vano intentar desoír ese grito, es inútil intentar refugiarnos en nuestro silencio, sea

en el del día o en el de la noche. Nos impulsa a dejar de acorazarnos en ese manto de

tenuidad y silencio un imperativo ético: hay que emerger al día, nos dice Ortiz, para

afrontar lo que bellamente llama “los deberes del amor”.

El retorno al estadio arcádico se revela imposible para el poeta:

Cómo quisiéramos que el canto nuestro fuera el del pájaro, el del arroyo, acaso el del grillo

[en el alba:

una perdida aspiración hacia una dicha que casi no es de este mundo o el cristal de una dicha

[ubicuo como el cielo.

Cómo quisiéramos, sí, contar con una breve seguridad en la noche de nosotros mismos o en

[la armonía de las cosas.

Fuera agradable, verdad, hermanos míos? estrechar el universo en el límite del ser, en el

[último límite tembloroso del ser.

Pero la vida, el mundo, nos han penetrado tanto que en nuestras profundidades sólo hay

[sangre y gritos. (278)

La recuperación del espacio idílico está severamente condicionada al hecho,

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cristalinamente planteado por Ortiz, de que el paisaje está “manchado de injusticia y

desolación”.

Nuestro silencio último está lleno de llantos, de desgarramientos.

El paisaje manchado de injusticia y de desolación.

En la sonrisa de las lomas criaturas amarillas con su pregunta terrible de animales acosados.

Y en el polvo de los caminos la inseguridad de pies llagados, y junto a los alambrados el

[desamparo ante la noche.

Este verso axiomático (“El paisaje manchado de injusticia y de desolación”), en

el contexto de un poema igualmente medular en el sistema orticiano, se presenta

también como clave de lectura, ciertamente notoria, de amplios sectores de la obra de

Ortiz. Ésa es la perentoria denuncia que subyace a La rama hacia el este (así como a sus

dos libros anteriores): han ensuciado el paisaje hecho para la felicidad humana y para la

contemplación de la belleza. La utopía revolucionaria es el único camino para defender

la pureza de lo que aún no ha sido mellado y la brújula señalando hacia el este muestra

el camino de la liberación, que es también la redención del hombre por el hombre

mismo.

El lamento por la mácula del paisaje, nos dice D. G. Helder, conforma la clave

elegíaca de lectura que domina la poesía orticiana, a lo cual el crítico y poeta rosarino

añade:

El paisaje en la poesía de Ortiz está íntimamente ligado a la elegía. Al margen de las elegías

en sentido estricto como “Diana”, “A Teresita Fabani”, “A Prestes” y otras, lo elegíaco en

sentido lato domina, como una clave musical, toda su obra. (141)

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Resulta sumamente iluminadora la observación de Helder en el sentido del

desdoblamiento de la categoría de “elegía” en Ortiz. Además de los poemas

propiamente elegíacos, en un sentido clásico, que lamentan la muerte de un ser querido

(en la cita anterior se alude al poema dedicado a la muerte, en 1949, de la joven poeta

entrerriana Ana Teresa Fabani36), esa muerte llorada no será invariablemente la de un ser

humano, ya que, por ejemplo, “A Prestes” es el sentido lamento por la muerte de su

perro, al que había llamado así en homenaje al líder comunista brasileño Luis Carlos

Prestes, un galgo que acompañó a Ortiz por muchos años37. Es notable comprobar la

recurrencia de una entonación elegíaca general como correlato de la dolorosa

constatación del drama humano que deja, como veíamos antes, “el paisaje manchado de

injusticia y desolación”. Helder redondea la reflexión de manera inmejorable:

[...] el concepto orticiano de elegía no reconoce un único modo, no se limita a lamentar la

muerte de los seres queridos y la desaparición de condiciones de la vida personal

relativamente ideales, sino que más bien se amplía hasta abarcar la pérdida de la unidad

original del hombre con la naturaleza, cuando el uno no necesitaba salir hacia la otra por

medio del éxtasis, ya que estaba en ella. En su amplitud, el concepto de elegía incluso puede

prescindir del tono nostálgico [...] (141)

Precisamente, en lo que no deja de ser una modulación fundamental operada por

Ortiz, esa prescindencia del tono nostálgico en favor de la apelación a una coloratura

36 Poema inicial de La mano infinita de 1951. Cuando leemos en Ortiz: “La sombra, al fin, la sombra enque ya casi flotabas, / te cubrió, frágil niña, con la ola temida / que golpeaba contra tu cabecera en eldesvelo visionario” (MI 377), no podemos dejar de recordar el desgarrador lamento de MiguelHernández por la muerte de su amigo Ramón Sijé: “Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierraque ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano.” (29)

37 Testimonia el hondo impacto que generó en Ortiz la muerte de su perro el hecho de que en lacronología que integra la edición de la Obra Completa de 1996 aparezca referido ese hecho: “1952Muere su perro Prestes” (32). Por otra parte, es ampliamente conocida la profunda solidaridad queOrtiz profesara respecto de todas las formas de vida: humana, animal, vegetal.

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insistentemente profética, va a deslindar la manera particular de esa elegía orticiana: la

abolición del estadio edénico no sólo no repercute como llanto por la pérdida; por el

contrario, se resuelve en apostar fervorosamente por la instancia utópica que genere las

condiciones de una renovada comunión38.

Esta inflexión de la elegía en clave profética será enunciada por Ortiz a través de

una sugestiva formulación: se trata, dice, de una “elegía combatiente”. En un texto en

prosa del propio poeta39, al abordar los modos de representación del paisaje en la poesía

entrerriana reciente, expone la clave de decodificación elegíaca del paisaje en la obra de

esos poetas, sus comprovincianos, pero trasladable, claro está, a la propia:

[...] ese sentimiento de la soledad que se percibe en los poetas últimos, soledad, desde luego,

no ya sólo del paisaje natural sino también del paisaje humano o de los mismos poetas frente

a este paisaje, y el tono elegíaco que tal sentimiento determina con los matices que supone,

dados los distintos temperamentos y las distintas actitudes líricas o personales. Verdad es

que toda la poesía del interior tiene algo que ver con la elegía, en Entre Ríos y en todas las

provincias del mundo, aparte de que la poesía quizás más honda de la época, la más

desgarrada y la más serena, aun en sus apelaciones a una comunión, respecto de la cual no

abriga dudas, tiene bastante aire de elegía. Una elegía combatiente a veces porque también

es justicia. (1072)

38 Alude Helder en el trabajo antecitado a “la esperanza de un futuro en que se dará la «gran relación» o«comunión total», utopía que a veces parece coincidir con el socialismo, pero que por lo general sepresenta de un modo abstracto, difuso, cósmico. En el espacio abierto entre ese pasado y ese futuromíticos, el drama del presente contrasta con la belleza natural, interfiriendo su contemplación.” (144)

39 “El paisaje en los últimos poetas entrerrianos”, publicado originalmente en el N° 15, enero de 1948,de la revista Davar, editada por la Sociedad Hebraica Argentina, está incluido en las “Prosas”, ObraCompleta (1072-1085).

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Los ríos sobreimpresos: El álamo y el viento (1947)

Los textos que componen el quinto poemario de Juan L. Ortiz son escritos en el marco

de una coyuntura decisiva en la vida del autor: en 1942, luego de jubilarse, muy joven, a

la edad de 46 años, y habiendo abandonando con ello su rutina de empleado del

Registro Civil de Gualeguay –tarea que compartía hasta entonces con la escritura de sus

poemas–, no sólo comienza a disponer de todo el tiempo para la lectura y la escritura,

sino que también se produce una mudanza –en el sentido más literal del término– que va

a tener alto impacto en su vida y su obra: Ortiz y su familia se trasladan desde

Gualeguay a la ciudad de Paraná, capital de la provincia. Las costas del río Gualeguay

son sustituidas por las del Paraná; Ortiz sigue abrigado en ese “fresco abrazo de agua”40

que le prodiga la geografía de su provincia pero, en lo que será un enclave central para

la proyección futura de su poesía, Paraná, separada (o unida) por el gran “río marrón” a

la ciudad de Santa Fe, será el punto desde el cual Ortiz dejará de ser sólo un poeta

entrerriano para convertirse en patrimonio de todas las provincias litorales y, luego, en

el “maestro secreto de la poesía argentina”41.

Cuenta al respecto Alfredo Veiravé:

En Paraná, a partir de 1942, durante treinta y seis años, Juan L. fue transformándose en guía,

40 Recordemos la primera estrofa de “Luz de provincia”, el emblemático poema de Carlos Mastronardi:“Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre; / sus costas están solas y engendran el verano. /Quien mira es influido por un destino suave / cuando el aire anda en flores y el cielo es delicado.”.Borges, refiriéndose a éste, el más famoso poema de Mastronardi, dice que en su estrofa inicial“Mastronardi no menciona el nombre de Entre Ríos, sino que lo sugiere. Siempre sugerir es máseficaz que decir. Por ejemplo, Virgilio pudo haber dicho «Troya fue destruida», pero dijosimplemente «Troya fuit», Troya fue, y eso tiene más fuerza. Mastronardi no menciona el nombre deEntre Ríos, deja que nosotros lo descubramos, al decirnos «Un fresco abrazo de agua la nombra parasiempre». Entendemos que se trata de un lugar rodeado por agua. Él ha dicho, sin decirlo, EntreRíos”. Citado por Martín Prieto de las Conversaciones con Borges de Roberto Alifano. Madrid:Debate, 1985 (“Una lección permanente” 44).

41 Véase Gramuglio “El maestro secreto” (45-57).

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en maestro, en su propio editor, en un conferenciante más bien desatento de papeles y

horarios, en un distraído huésped de amigos de Buenos Aires, en participante simbólico de

congresos o reuniones de escritores, en el dueño del Parque Urquiza, en el lento caminador

de sus barrancas o en el ciclista de un vehículo alargado y fino como todas sus cosas de uso

habitual y en el generador de anécdotas de sus increíbles distracciones que sus amigos

repetían y además intercambiaban con él y con otros poetas. Juan L. Ortiz, a partir de 1942,

en Paraná, durante treinta y seis años, fue transformándose en leyenda y luego en mito. (La

experiencia poética 51)

El álamo y el viento es el libro presidido por la yuxtaposición de dos espacios

que, cual palimpsesto, confundirán sus tramas: Paraná y Gualeguay, el presente y el

pasado, la recuperación de un tiempo perdido en la rememoración que a su vez

construye una cronotopía más abarcativa, más esencial. En “Sentí de pronto...”, uno de

los poemas que integran el volumen, se sugiere esta dispersión de esas raíces por la

vastedad de un espacio simbólico que se proyecta a través de la geografía entrerriana

pero que abarca también esos territorios del pasado y del presente que se funden:

Sentí de pronto como nunca

la profundidad de mis raíces

en este paisaje de montes.

El monte silencioso

como una verde nube baja.

El silencio del monte

bajo el silencio del cielo.

Eran mi alma

ese monte y ese cielo.

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Nada más que monte y cielo.

Y las islas y los arroyos?

Mis raíces estaban, en verdad,

en un paisaje más vasto. (297)

El silencio se configura espacialmente: entre el arriba y el abajo, entre las nubes

y el monte (“El silencio del monte / bajo el silencio del cielo.”). Se trata de un silencio

que, como una música callada, fluye en el eje vertical. Esa “profundidad de mis raíces”

a la que refiere Ortiz es una profundidad, construida en clave oximorónica, una

profundidad “etérea”, las raíces que se hunden en esa “verde nube baja” del monte y que

arraigan, también, en las nubes del cielo. Esas raíces se proyectan por todo el ámbito de

ese paisaje entrerriano, constituido por la noción de “silencio”, enmarcado entre el cielo

y la tierra –que, asimismo, se espejan, circulan también por la horizontalidad del fluir

acuático (los ríos, los arroyos, la fugacidad de una isla interrumpiendo

momentáneamente la deriva del agua). El espacio orticiano se deconstruye en un

incesante movimiento; los elementos fluyen (el agua, el aire que aquí es connotado

como “viento” y, más frecuentemente en Ortiz, como brisa).

El monte espejado en el cielo, las nubes teñidas del silencio verde de esos

campos de Entre Ríos, dice Ortiz, “lo resumían todo”: “Eran mi paisaje, yo era su

paisaje.”. Y el agua –así como la materialidad porosa de la tierra y el huidizo entramado

de las nubes– es otra manifestación, cantarina y musical, de ese silencio con el que se

identifica el “alma” del poeta. Es el fluido venoso de ese organismo que es el paisaje

orticiano; no deja de nutrirlo, es la savia flotante de esos campos y de esta poesía:

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Allí estaba el agua

en el cielo

y en el pastos. [sic]

El agua, diosa también etérea de estos campos.

El agua, que daría la dicha a los hijos de estos campos,

errantes por los caminos,

o incorporándose de debajo de los carros con criaturas de pecho en el escalofrío del

[amanecer... (297-298)

Este libro de Ortiz, poemario relativamente extenso (cuarenta y dos poemas

contra, por ejemplo, los apenas dieciocho de La rama hacia el este), abarca siete años de

composición (el anterior había sido publicado en 1940) y, como lo señalábamos,

cartografía coyunturas de intenso impacto, literario y vital, en Ortiz, colocándose, acaso,

como umbral de una aún tímida, pero no por ello menos decidida, reconfiguración de su

plan poético. Se reconoce, con cierta evidencia, una inflexión compositiva que va

orientándose, con cada vez mayor determinación, a la experimentación con las formas

extensas: comienzan a aparecer con mayor frecuencia poemas “largos”, movidos por un

cada vez más notorio aliento narrativo, que evolucionará hacia la escritura reconocible

en títulos tales como “Gualeguay”, de La brisa profunda de 1954, el extenso “Las

colinas”, que conforma la mayor parte de El alma y las colinas de 1956, o el poema-

libro El Gualeguay (cuya primera edición corresponderá a la publicación de En el aura

del sauce en 1971).

Alfredo Veiravé, en el trabajo citado con anterioridad, refiere, a su vez, palabras

de John Keats contraponiendo lo que el llama el “poema lírico”, signado por la

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condensación y la síntesis, al “poema extenso”, caracterizado por un modo

predominantemente narrativo. Esta forma del poema extenso sería la que, para Keats,

pone a prueba el instrumento de un auténtico poeta; esta prueba parece estar siendo

afrontada por Ortiz en este momento de su obra.

He oído decir a Hunt –y me pueden preguntar a mí– ¿por qué tratar de escribir un poema

largo? A esa pregunta yo podría responder del siguiente modo: ¿No les gusta acaso a los

amantes de la poesía tener una pequeña región para vagabundear, donde puedan picar y

elegir a su antojo, una región donde las imágenes sean tan numerosas que muchas sólo

puedan ser advertidas en una segunda lectura, motivo a su vez de un paseo estival que dure

una semana? … Además, un poema largo constituye una prueba de invención, que yo

considero la estrella polar de la poesía así como la imaginación es el timón y la fantasía, las

velas.42

Juan José Saer, uno de los miembros de ese íntimo cenáculo orticiano

conformado a partir de la articulación de lo que podríamos llamar el eje Paraná-Santa Fe

hacia fines de la década de los años 50, en una entrevista que le fuera realizada por el

periodista rosarino Guillermo Saavedra en 1993, reflexiona acerca de la imbricación

que, a su criterio, se reconoce en los procedimientos dominantes tanto en su escritura

poética como en su prosa narrativa. Dice Saer que, tradicionalmente, “en la poesía el

procedimiento tradicional es la condensación y en la prosa, el de distribución. Mi

objetivo es obtener en la poesía el más alto grado de distribución y en la prosa el más

alto grado de condensación.”43

42 Estas palabras de John Keats son citadas por Veiravé en su libro sobre Ortiz (125), tomándolas a suvez de la obra de Herbert Read, Forma y poesía moderna (Buenos Aires: Nueva Visión, 1961, contraducción del poeta Edgar Bayley).

43 Citado por Martín Prieto (Breve historia 370) del libro de entrevistas de Guillermo Saavedra: Lacuriosidad impertinente. Entrevistas con narradores argentinos (Rosario: Beatriz Viterbo, 1993).

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Avalando lo dicho por Saer, quien cuenta también con una breve, y

singularísima, obra poética44, podríamos concluir que, así como el propio Saer plasmó

en su narrativa la segunda parte de dicho postulado (la producción de una narrativa

“condensada”), Ortiz había hecho lo propio pero invirtiendo los términos: produjo, en

dilatadas áreas de su producción, una poesía “distributiva” (característica vertebradora

de esos poemas de largo aliento a los que nos venimos refiriendo); en consonancia con

la preeminencia del elemento sintáctico en su poesía, se conforma una obra que fluye en

una sintaxis “en vaivén”45 y que privilegia el elemento metonímico por encima del

metafórico, apropiándose notablemente de este componente narrativo y convirtiéndolo

en eje de su modo poético. Es más, y siempre apoyándonos en las ideas saerianas de

“condensación” y “distribución”, en Ortiz a menudo aparecen difuminados los límites

44 Dice Jorge Monteleone en relación a El arte de narrar: “Uno de los enigmas irónicos que deinmediato abre el único libro de poemas de Juan José Saer es, precisamente, éste: «¿por qué, siendoun libro de poemas, se llama El arte de narrar?» Calificar el enigma de irónico podría ser banal. Laironía, que juega con la negación de la literalidad en este caso, es menos plausible que insuficiente,porque se agota en un juego ingenioso. La segunda posibilidad que abre es más cercana al universode Saer, y se emparienta con la confusión de los géneros en la literatura –en especial esa tradición dela literatura argentina que siempre re[i]vindicó: una serie de obras singulares, atípicas, que no entranen ningún género preciso, como el Facundo de Sarmiento, las aguafuertes porteñas de Arlt, lospoemas narrativos de Juan L. Ortiz, los relatos de Antonio Di Benedetto o los ensayos de Borges–.Esa predilección es evidente en sus narraciones y poemas, por ello es atractivo conjeturar acerca de laelección de ese inusual, en apariencia contradictorio título para un volumen de poesía: El arte denarrar.” (375-376)

45 Tomo dicha fórmula, “en vaivén”, del ensayo de Piccoli y Retamoso publicado en la edición que Xuldedica a Ortiz en 1997: “Esta modalidad de la sintaxis orticiana, hecha de inversiones, elipsis eincrustaciones, es la que evoca a la de Mallarmé, en la que se ha leído el intento de sustraerse de lalinealidad del lenguaje. Pero si en Mallarmé la linealidad del lenguaje se pierde al fracturarse lasintaxis, en Ortiz se pierde, antes que por un defecto, por un exceso de lo sintáctico, por su dispersiónen las diversas lineas de fuga que instauran la arborescencia de la estructura frástica elemental.Paradójicamente, esa ramificación sólo puede ocurrir en el devenir sintagmático del texto: en sudesenvolvimiento lineal. El curso de la sintaxis de Ortiz se configura como una sucesión más omenos discontinua de unidades vinculadas funcionalmente, que obliga a una lectura «en vaivén»,dado que estas unidades exigen proyectarse o retrotraerse sobre la superficie del texto para poderreconocer antecedentes y consecuentes, determinados y determinantes, según una topologíainaprehensible en términos de «escucha» : la linde se sitúa aquí en la inaudibilidad de la referencia.(70)

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entre poesía y prosa46; no obstante, los largos poemas narrativos a los que hacíamos

mención anteriormente, se enmarcan en una obra de excepcional unidad, marcada por

un tono incuestionablemente lírico.

En otro de los poemas de El álamo y el viento el poema “los mundos unidos...

(El Hospital Palma)”, este tempo demorado sutilmente en matices narrativos alterna con

otros modos ya consolidados, desde la perspectiva temática, en Ortiz: la tópica de la

utopía social, la “elegía combatiente” que dialectiza el contraste entre la belleza del

paisaje y la mancha que lo mancilla. El paisaje –que es aquí “el paisaje amable de

Paraná”, nuevo escenario para el despliegue de la mirada orticiana, hasta poco antes

situada en Gualeguay–, demanda ser contemplado con “ojos limpios”. Pero los ojos que

han visto lo que Ortiz llama “aquello” (la palabra aparece así entrecomillada en el

poema), es decir: la maldad, la crueldad, la pobreza, la guerra, etc., quedan velados para

percibir la armonía del mundo natural. Anteriormente aludíamos a la particular manera

de la mirada orticiana, una mirada sinestésica, una mirada que siente, que piensa, que

vivencia, que no, meramente, registra o transcribe. Cuando en el poema Ortiz dice que

no es posible mirar “con ojos limpios” un mundo violentado por “aquello”, modula esa

sugerencia al replantear que en el caso en que sí resulta posible, sólo lo es para aquellos

ojos “con una fría calidad de espejos”, es decir aquellos ojos que solamente saben mirar,

en el sentido más literal (óptico) del término.

El hospital es la escena del drama narrado aquí por Ortiz; allí se encuentran las

46 El poeta y crítico brasileño Haroldo de Campos apunta al respecto lo siguiente: “El discurso de Ortizes reseco, turbio y orilla la prosa. Éste no excluye sino que incluye los recursos, aparentementeáridos, de modulación sintáctico-prosódica, los conectivos y disyuntivos, los índices de pausa yreluctancia, las reticencias, los versativos y los adversativos (especialmente los terminados en «-mente»). Su discurso utiliza puntuaciones como las comas y otros signos ortográficos, y abusa deellos, arboresciendo, por la disyunción de ramajes, en el blanco de la página.” (41-42).

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víctimas de todos los males del mundo connotados con el término “aquello”: los pobres,

los locos, los enfermos, esos “mundos” autonomizados en la exclusión y que imponen el

imperativo de reintegrarlos al mundo de todos:

No es posible, es cierto, reintregrar a “nuestro mundo” aquellas almas idas?

Si no es posible, deberíamos cuidar su mundo, resguardarlo.

Así decía el compañero: el niño tiene su mundo,

el loco tiene su mundo, los animales tienen su mundo.

Que nuestro amor llegue hasta los límites de estos mundos para franquearlos hasta donde

[sea posible.

Habéis mirado alguna vez con cariño atento los ojos de un perro?

El perro tiene su mundo, pero atravesamos sus límites hasta que la chispa de la unidad brota

[de nuestra mirada y de la suya, húmeda.

Los locos tiene su mundo. No tenemos sobre su mundo otro derecho que el de nuestro amor.

(300-301)

No puede desconocerse el hecho de que Ortiz escribe estas palabras en un

momento en que los campos de exterminio nazis proliferan por toda Europa

instrumentando una maquinaria genocida que cae contra todos esos seres desgraciados

respecto de los cuales Ortiz, en un posicionamiento ético y político que se evidencia

contra el trasfondo de la barbarie, establece la más profunda solidaridad. Parece

evidente, en los versos que siguen, la denuncia a esa barbarie que intenta uniformizar la

vida suprimiendo todo lo que es particular: “Hemos de suprimirla como quería el

«otro»? / Hemos de suprimir «los inútiles», los que viven vidas cerradamente propias?”.

Ese “otro”, por cierto, es el responsable, uno de ellos, de “aquello”. La

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posibilidad de la dicha ha sido mellada en ese infierno que se enseñorea por los campos

a causa de “aquello”:

Y allí cerca está el río con velas en el sol blanco.

Y allí cerca el agua juega y los hombres y las mujeres juegan con el agua.

Y se ha hecho “aquello”. Las fuerzas enemigas han hecho “aquello”.

Cómo “aquello” también grita su crimen contra las raíces de la vida!

El infierno por todas partes es su obra, lo sé.

Pero allí aparece de tal modo que las colinas y las islas nos hieren como una dicha

[inmerecida. (302)

Pero el movimiento utópico se sobrepone a partir de ese sujeto plural, de ese

“nosotros” orticiano, que nuevamente, aparece como la síntesis de las contradicciones a

resolverse en el futuro:

Que la locura florezca si no tiene más que florecer.

Que la infancia tenga su mundo, que la enfermedad tenga su mundo,

que el animal tenga su mundo, que las cosas tengan su mundo.

No nos queda sino el amor para franquear sus límites

o envolverlos de un delicado respeto hasta que podamos penetrarlos

y juntar tantas chispas en una gran llama fraternal que abrasará hasta las estrellas.

En El álamo y el viento, la recurrencia del ritmo de las estaciones se mimetiza,

tal vez, con una manera cíclica de la vida que en Ortiz se funde notablemente con su

escritura poética. La primavera, el verano, el otoño, el invierno se suceden

interminablemente como los mismos ríos de la geografía entrerriana, como las mañanas,

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las tardes y las noches y, en su decurso, transcurren las tareas cotidianas de la gente

simple de los campos, a quienes Ortiz observa con amorosa simpatía. En algún punto,

notablemente, las estaciones parecen fundirse y en una entre tantas tardes veraniegas, al

iniciarse febrero, misteriosamente, la presencia de “un resplandor extraño”, la súbita

ausencia del canto de los pájaros, una niebla, también repentina, que lo cubre todo y se

presenta como “una felicidad súbita e interior de un resplandor inmóvil como un ángel /

que sonriera para nadie”47, hace vacilar el ritmo cosmológico; esa tarde de un enero

entrerriano marca una discontinuidad del tiempo, una ruptura: “Tarde de primavera o de

otoño ésta de principios de Febrero? / [...] / En esta tarde recuerdo la otra”.

Todas las estaciones se funden en una que las contiene, la continuidad rítmica

vacila, todo ello en una indiferenciación de la que sólo queda excluido el frío invernal.

Pero también, esa temporalidad mítica del devenir de las estaciones, en dos momentos

puntuales abre sendas brechas para que el remanso del tiempo mítico desagüe

tempestuosamente en el fluir de la historia: el invierno de 1944 y la primavera de 1945

instalan la cotidianeidad contemplativa orticiana en diversos enclaves cronótopicos de

un mundo en guerra. En el poema “Ah, veo...” (326-327), ese “resplandor” que, como

veíamos en el poema anteriormente aludido, es constancia de un misterio, a su vez,

constituye una vago anhelo de una felicidad, también vaga y huidiza y que, también, es

la materia, etérea, claro está, que para Ortiz comunica el cielo y la tierra, las nubes y las

“colinas melodiosas”: es un cielo “que baja y flota dulcemente sobre las cosas” aunque

también, correlativamente, reversiblemente, esas cosas proyectan desde su materialidad

corpórea “un vapor / que debe ser el halo del éxtasis”. Este cuadro parece ser constancia

47 “Tarde de primavera o de otoño?” 292.

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de un pasado inmemorial, fluyente en círculos e interminable en su recurrencia mítica:

Es que hubo un tiempo, un tiempo eterno, amigos,

en que mi vida fue para ese amor del cielo y de la llanura.

Hubo una eternidad en que no fui

sino un tembloroso matiz de esa íntima relación,

extrañamente corrido, a veces, hacia el confín celeste... (326-327)

Pero este atardecer que habla de muchos otros atardeceres, ese atardecer invernal

que convoca, a través de la evocación, “un anochecer de Octubre”, agitado y tembloroso

por el “breve canto” de los pájaros o algún “escalofrío desvelado de sauces”, de pronto

se detiene en una fecha: invierno de 1944, y en un lugar, no dicho porque sería ocioso

hacerlo: las ciudades japonesas devastadas en agosto de 1944. A los campos entrerrianos

se suporponen la superficie urbana y sus alrededores de Hiroshima y Nagasaki,

incendiadas. Ante el espectáculo de esa barbarie, la entonación profética orticiana no

deja, sin embargo, de renovar su fe en el destino de una humanidad en la que se

constituya, indefectiblemente y por vez primera, una sociedad humanista y en la que la

esquiva felicidad pueda ser el inevitable correlato de la justicia:

pero la tierra, amigos, la dulce tierra a pesar de todo,

llama al amor con la voz de la paloma, tan grave,

y el amor vendrá danzando entre largos velos de lluvia,

y una brisa libre jugará sobre todos, sobre todos los espejos del cielo... (327)

Al invierno de 1944 le sucederá la primavera de 1945 cuando en otro poema, el

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titulado “En esta primavera...”, Ortiz se detiene en un momento de dicha, un instante

“intemporal”, en palabras de Silvio Mattoni, “un instante que no se separa aisladamente

de la corriente del tiempo, un instante que niega el tiempo en que vivimos y hablamos,

es decir, la negación del mundo.” (“Ortiz: preguntas a la alegría” 61). Tal escena

transcurre en el marco de una fiesta de colores: el oro de los chañares, el rosa de los

lapachos, la tarde “increíblemente celeste”, el verde de los árboles, una paleta natural

armonizada por la transparencia cristalina del agua. Pero nuevamente el drama de la

historia irrumpe: es la primavera de 1945 y sobre la nobleza de la juventud se ha abatido

“una sombra bárbara de sables y de cascos”.

Sí, pero los bárbaros, los bárbaros, los bárbaros,

contra las sienes y la sangre en que late como una fiebre el porvenir.

Sí, pero los bárbaros, los bárbaros, los bárbaros,

contra las sienes pálidas sin armas, contra los alzados corazones sin armas.

Los bárbaros, los bárbaros, los bárbaros, los bárbaros... (333-334)

Ya lo decía Walter Benjamin en un ensayo de 1933; vivimos en una época de

barbarie, una época de “pobreza de experiencia”. Pero esa pobreza nos retrotrae a los

orígenes, a recomenzar de cero, nuevamente:

Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la

humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos

de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo “actual”. (“Experiencia y

pobreza” 173)

La ignominia, en ese invierno de 1945, se ha impuesto pero, sin embargo,

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resplandece la perspectiva de una refundación. Ortiz lo siente de esa manera cuando en

el último poema del libro, su “Saludo a Francia”, escrito en Paraná en mayo de 1945, el

“Día de la Liberación de París”, fervorosamente apuesta por ese renacimiento tras la

larga noche de la barbarie, en lo que no deja de ser, también, una fervorosa y

emocionada profesión de fe revolucionaria:

Francia del 89, y del 48, y de la Comuna, y del 36, y del Maquis, Francia de ahora.

Francia del pueblo, la de blusa azul, tan noble sobre el pavimento: salud!

Salud, por la nueva Marsellesa ofrecida desde las ráfagas fatales!

Salud, por el nuevo ordenamiento que amanece en tus ciudades como joyas y en tus

[campiñas melodiosas

entre el recelo y la hostilidad del dólar y la libra!

Salud, porque eres fiel al dulce y firme fantasma de Gabriel Peri!

Salud, Francia mía, y Francia nuestra, la de todos los poetas y la de todos los trabajadores

[del mundo!

Salud, porque desde tus colinas y tus trigos

se levanta ahora la alondra, tu alondra, para llamar a un nuevo Octubre! (350)

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Un héroe plural: El aire conmovido (1949)

La vibración, el tañido de una cuerda, la sonoridad del aire en busca de una forma: el

canto. Es músico quien sabe oír, así como el poema se compone tanto en quien lee como

en quien lo escribe, así como el cromatismo y las formas plásticas del paisaje se ofrecen

a la mirada que es artífice del cuadro de la naturaleza. El tema del canto, uno de los

tópicos más recurridos por muchos de los poetas habitualmente situados en el ámbito de

la llamada Generación del 40 (entre los cuales, como apuntáramos anteriormente, suele

ser incluido Ortiz), vinculado a esta naturaleza musical del paisaje orticiano, se

constituye en uno de los soportes privilegiados de El aire conmovido. El canto parecería

ser, desde las coordenadas establecidas por Ortiz, la transcripción poética de aquello que

de musical hay en el paisaje (que es esencial y constituyente).

En uno de los poemas de El aire conmovido, especialmente, esta invocación al

canto (y al poeta como sujeto del canto) adquiere tono de manifiesto metapoético, de

señalamiento ético porvenirista, de consigna militante, quizás, también. En él,

“Cantemos, cantemos”, como en otras ocasiones, Ortiz propone la necesaria proyección

aindividual de la palabra cantada: la palabra poética.48 Y por ello la conjugación plural

del sujeto gramatical (que es, asimismo, el sujeto del canto). Se transparenta un aliento

48 Leamos a Raúl Gustavo Aguirre en las palabras de cierre de su conferencia de 1975 “Cinco tesissobre poesía” en la Biblioteca Argentina de Rosario, en notable sintonía con la manera orticiana deconcebir el lugar del poeta como portavoz de una instancia de enunciación poética deseablementeplural: “Cuando los falsos resplandores del prestigio y del privilegio de que aún disfrutan en ciertosmedios la poesía y los poetas, se disipen, para dejar paso a la sencilla verdad del poema que siempre(“autores” o “lectores”), somos nosotros quienes creamos; cuando la inocua institución que laliteratura hizo de la poesía para destruir sus extraordinarios poderes de liberación; cuando la figurahistriónica que la sociedad enajenada hizo del poeta, se borre, para dejar paso a la sencilla verdad delpoema que nos ayuda a vivir, que nos sirve para vivir, entonces habrá tal vez menos poetas en losdiccionarios de biografías, pero habrá, también -y al mismo tiempo- más belleza y amor, más verdady comunicación entre los seres humanos. Porque son ellos, los seres humanos, y no los papeles, losque en definitiva importan.”

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épico en ello: la figura del poeta asume ribetes de heroicidad ya que, siguiendo un

señalamiento de Sergio Delgado en el sentido de la dialogicidad de ambos roles,

encontramos que la tarea “de los héroes y la de los poetas son distintas, pero se nutren

mutuamente” (“El nombre innombrable” 129). En la poesía de Ortiz, continúa Delgado,

se buscará un héroe plural, el nombre deberá ser borrado y el paisaje está todavía por

decirse. Es la “marcha” del héroe, en su condición anónima, la que debe trazar su camino.

Son las milicias que van a la lucha. El poeta quisiera invitarlos a compartir su paisaje: “Pero

recordé que vais acerados y ágiles hacia el porvenir / donde duermen bellezas nuevas y

frescas que ya nos hacen signos / en la gravedad sonriente y flexible de vuestro sacrificio”.

(129-130)

El paisaje sobre el que viene a intervenir la voz del poeta está saturado de signos

disfóricos: un “vapor de sangre” lo aureola, los márgenes de los incontables cursos de

agua transidos de un azoramiento “casi fúnebre”, la evidencia de la pregnancia de la

muerte en esas colinas entrerrianas, la tristeza general sobre los campos agobiando a los,

también, tristes seres que deambulan por esos andurriales.

El poeta es un “hacedor”: canta para construir, canta para transformar, canta para

armonizar las formas de la materia que entraman el misterio, la danza de todas las cosas

y de todos los seres al compás de la secreta música del paisaje: esas “cosas” que, como

los animales, no pueden ser referidos más que apelando a un oxímoron: “misteriosas y

claras”.49

49 También Raúl Gustavo Aguirre, en la conferencia referida, señala al respecto: “Si el creador de unpoema no es un poeta en el sentido tradicional de una especie de siempre disponible «hacedor depoemas», como eran, por ejemplo, los poetas de Corte que celebraban los triunfos de losEmperadores en la Antigüedad; si el creador de un poema no es un poeta, por lo tanto, sino un ser aquien a veces (y hasta puede ser, una sola vez en su vida), a quien a veces «le ocurre» crear unpoema, ¿de dónde viene, entonces este poema? No viene de una estética o una retóricapredeterminadas que nos han de decir cuáles son las condiciones que debe reunir para ser un poema.

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Cantemos con los animales

y las cosas;

con los animales misteriosos y claros

y las cosas misteriosas y claras;

y las aguas visibles y secretas,

que también esperan,

cantemos. (372)

“Cantemos y esperemos”, dice Ortiz, porque el porvenir venturoso está

“palpitando / como un ala en las manos...”. La tensión configurada entre la actitud

contemplativa y el llamado a la acción propicia, acudiendo nuevamente a Sergio

Delgado en el artículo referenciado arriba, el pliegue por el que “se inserta la voz

poética y donde va a generarse la figura del héroe” (130).50 Pero ese pájaro que anhela

lanzarse a los cielos (volar hacia “el día nuevo”) lo hará cuando sus alas puedan

brindarle la autonomía para enfrentar ese cielo de vientos cruzados que se funde con el

horizonte: umbral de ese futuro de armonía, el único imaginable para Ortiz.51

Viene de un campo mucho más vasto y misterioso, como lo es el de la experiencia humana en sutotalidad, tanto la experiencia propia como la del contorno inmediato y mediato, presente y nopresente, consciente e inconsciente, voluntaria e involuntaria, en la soledad y en la relación, etc., etc.Viene del Universo, de la vida y del hombre y, para mejor, viene implícito en el más misterioso y, talvez, más poderoso de sus poderes: el lenguaje, la palabra. Esa palabra que surge y que concreta, queexpresa y que trasmite, pero sobre todo, palabra que ocurre, que nos ocurre”.

50 En ese sentido, allí mismo, Delgado, proyectando su reflexión acerca del problema del nombre paraese héroe orticiano, anónimo (no tiene un nombre) y plural (le cabrían varios), propone lo siguiente:“El núcleo intacto de la amplia problemática del Nombre Propio, que divide filósofos y lingüistas enbandos inconciliables, es asumido por el poeta Ortiz con toda su complejidad en el tema del héroe. Elpoeta sabe de la fuerte carga denotativa que todo nombre propio conlleva (opción por el referente: elnombre remite al hombre), y sabe por otra parte que todo nombre implica, en la identificación y laadmiración con que el lector lo lee, una connotación imprevisible. Pero sabe también, y este es quizásel hallazgo formal fundamental de la poética de Ortiz frente al héroe, de la significación que tiene unnombre cuando es borrado.” (137) [El subrayado es nuestro]

51 Nilda Redondo, en el artículo ya referido, señala que en muchos de los poemas de Ortiz “se advierteuna diferencia entre el Juan Ele creyente en el triunfo indefectible de la revolución en el seno de lahumanidad – el de El ángel inclinado(1938)– y el de El junco y la corriente (1971), en el que seaspira la reconciliación entre todos los seres vivientes. Me refiero a los poemas «No podéis, no,

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El tópico orticiano de la solidaridad universal entre todas las formas de vida

reaparece en un poema de El aire conmovido, uno de los más referenciados de Ortiz, “A

la orilla del río...”.

A la orilla del río

un niño solo

con su perro.

A la orilla del río

dos soledades

tímidas,

que se abrazan. (369)

La escena que enmarca el desarrollo del poema reúne dos figuras características

del desamparo en Ortiz: un niño y un perro, la inocencia infantil asediada por la

ferocidad del mundo y la también inocente candidez de los animales, seres sojuzgados y

sometidos de las más variadas maneras, seres que merecen un respeto que las

impiadosas sociedades humanas a menudo les escatiman; ellos también, en ese mañana

luminoso que la penuria del hoy preludia, deberán ser reivindicados en su derecho a

ocupar un lugar bajo el sol, como todos los demás seres vivos. La niñez, por su parte, se

identifica con la Arcadia perdida pero, en ese ahora de la mácula recurrentemente

denunciada, el niño, desguarnecido, sometido a la privación y la crueldad del mundo, no

parece ser más que el germen de un futuro hombre truncado52.

prestar atención» del primer libro señalado y «Cantemos, cantemos» del último” (13). Repárese enque el poema “Cantemos, cantemos...”, atribuido a El junco y la corriente, pertenece al poemario quenos ocupa en este momento, El aire conmovido de 1949.

52 A veces, la naturaleza incontaminada –como las colinas de El alma y las colinas– alegoriza a lainfancia; en otros casos la nota realista se acentúa en la imagen devastadora de un niño pobre

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El niño y el perro, en el poema, “dos soledades tímidas”, funden su indefensión

en un abrazo. El mundo es, dice Ortiz, “una crecida nocturna”, traicionera, que todo lo

arrasa. Fuera del “rancho” que los cobija, alejados de la mirada de la madre,

preocupada, seguramente, en procurar el sustento diario para su prole, en la orilla del

río, enfrentando el temor de la crecida (del río, del mundo), procuran fundar “una isla

efímera / de amor desesperado”. En medio de la tristeza y el desconsuelo, la proximidad

del cuerpo del otro, su calor (“un calor / que los flotara”), será la isla providencial donde

ampararse de la brutalidad de la crecida.

El animal temblaba.

¿De qué alegría

temblaba?

El niño casi lloraba.

¿De qué alegría

casi lloraba? (370)

Otro oxímoron: una alegría que hace temblar, una alegría que hace llorar. En esa

tensión se adivina la fisura que en un horizonte de sombras permite entrever el día por

nacer.

Y de nuevo el canto para horadar un horizonte pétreo, para construir un futuro

para ese niño pobre y su perro. En el poema que cierra el libro, “Será todo un canto...”,

la invocación esperanzada a ese futuro le hace suponer al poeta que la preeminencia de

esa melodía que sostiene el canto iluminará la noche oscura, reinventará los modos del

localizado en un entorno desolado, como el testimonio más palpable y doloroso de una sociedad queal desatender a su niñez se condena al abismo.

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amor, recuperará por el recuerdo lo que merece ser recuperado cuando llegue el día que

ha de llegar. Será la abolición del miedo. No obstante, en una misteriosa inflexión final,

el canto, que todo lo será, que todo lo ocupará, cede, sin embargo, su lugar a otra cosa

que “más que un canto será”.

Más que un canto será,

más allá del canto se irá

en los silencios humildes

y febriles

de medidas desconocidas.

Más que un canto será. (374)

Tal vez, la sugerencia orticiana sea que ese canto, forzosamente singular hoy,

necesariamente enarbolado por aquellos pocos que, como él, conservan el privilegio de

la voz, será, en ese futuro, algo tan común, algo tan de todos, que dejará de ser canto.

Será “más que un canto” ya que, como fuera planteado por Octavio Paz, el poema, más

que mera forma literaria es “el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre” (14). Es

más, continúa Paz, el lenguaje humano, “tocado por la poesía, cesa de pronto de ser

lenguaje”, para cerrar su razonamiento de forma terminante: “Nacido de la palabra, el

poema desemboca en algo que la traspasa” (111). Aquello que excede la palabra es eso

que aún no tiene nombre pero que deberá ser dicho por la palabra dispuesta al servicio

de la más alta aventura humana: nombrar lo que acaso no existe, la felicidad en el

hombre, pero que, como el pájaro de Herman Hesse rompiendo el cascarón del mundo,

perseverará en –por fin y pese a todo– nacer.

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La caricia del ángel: La mano infinita (1951)

La mano: mapa de los destinos humanos. Ademán de la mano extendida que acompaña

la mirada hasta los confines del horizonte. La mano que se estrecha con otra mano, que

se hace puño en alto (la mano que es consigna), que es ofrenda a otras manos

anhelantes, que se hace un mundo al encontrarse con la otra mano en el abrazo, que

proyecta las islas que somos hacia los cielos y los mares que nos contienen y se funden.

La mano que se entrelaza en la oración, que palmea una espalda, que se aferra a otra

mano, que acaricia. Que protege, que saluda, que llama, que señala. Que bendice. Que

cura. Que habla.

Esa mano infinita de Ortiz, se define necesariamente por su identidad plural:

hablar de “la mano” es decir, necesariamente, las manos. Es significativa la presencia en

este libro de Ortiz de la simbología dominante de la mano, codificada a partir de varias

de las claves insoslayables en la lectura de su poesía: la mano espiritualizada, sutilizada

y proyectada en el éter, que simboliza el abrazo del cielo y la tierra, la mano que es

también el puente que funda el ritual de la amistad, que en su encuentro con otras manos

emprende la gesta colectiva del trabajo respondiendo al llamado, dice Ortiz, de “la dicha

del maíz”.

“Qué vagas manos de plata” es el poema del cual se desprende la cita precedente

y en él esas “manos de plata” delinean el contorno de un abrazo entre cielo y tierra,

entre las nubes de un “celeste aún indeciso” y la “colina redonda” entibiada por el

mediodía de un febrero en que el furor de los calores estivales se presenta atenuado.

Esas dedos plateados (¿el anuncio de la tormenta, quizás?) hablan, “nos hacen señas”,

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eslabonan un lenguaje que el poeta, en su lectura del cielo–una semiótica celeste–,

intenta decodificar. Abismado en la soledad sígnica (trazos que borronean

incesantemente cosas incomprensibles): semiosis desbocada, lenguaje de señas de esas

manos etéreas, argentadas, obsesividad del signo: todo ha desaparecido, no hay otra

cosa que la evidencia de esos trazos que tejen la urdimbre improbable que nombra todas

las cosas, (que las dicen pero no se entiende qué), el espacio se ha vaciado de todo (no

quedan “pájaros o hierbas o aguas...”), no hay más que ir a la caza de esos signos,

aprender su lenguaje agreste para que todo vuelva a adquirir una forma.

¿Qué vagas manos de plata en este febrero ya sensible,

desde las largas nubes tenues de este celeste aún indeciso

hacia el tibio mediodía, sobre la colina redonda

toda de “camambú” y ligera sobre las demás,

nos hacen señas, oh alma, de repente?

¿Espíritu misterioso del aire, o de qué tierno pensamiento?

que aparece así en increíbles momentos

olvidados o pálidos: qué solos, qué solos tus signos

cuando ni siquiera hay pájaros o hierbas o aguas... (391)

Tal vez, las manos etéreas señalan el camino de un mundo, el mundo que vendrá,

mundo todo de manos: las manos hechas para la amistad y el amor, para el trabajo y la

lucha, las manos empeñadas en la interminable construcción de la libertad. Las manos

infinitas.

En el siguiente poema, “Abril”, dándose continuidad al tópico, las manos son

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“manos diáfanas”, dice Ortiz, manos aéreas, también, como en el poema anterior. El

modo sinestésico de la figuración orticiana es particularmente notorio en los versos que

siguen:

¿Qué manos, qué manos diáfanas hay en el aire de esta tarde?

Manos que os dan pensamientos de luz serena

de modo tal que todo es un pensamiento íntimo de esa luz. (392)

Esas manos se reconocen en la encrucijada de una figura que aúna el elemento

visual (la luz, la propia forma de unas manos en el cielo) con la imagen abstracta de un

pensamiento de luz. La figura, intuimos, el pensamiento luminoso proyectado por las

diáfanas manos que serpean en el aire, aludiría a un tópico central de la poesía orticiana,

del cual diéramos cuenta ya en otros pasajes del presente trabajo: ese pensamiento de

luz, esa luz pensada o, más precisamente, el pensamiento animado (iluminado) por la

luz proyectada en la prefiguración de los nobles quehaceres entrevistos, se aúna con la

figura de la mano en tanto símbolo, también, de la acción, de la construcción: es un

pensar que es también un hacer.

Hay que pensar, y hay que hacer: los cielos de abril también enseñan (o

recuerdan) esa lección al poeta. La belleza del paisaje, la explosión de colores de las

flores, son las “gracias” de ese pensamiento: un pensamiento agraciado, es decir,

gratificado por la belleza del paisaje que le recuerda –no le deja olvidar– lo que en otro

poema de un libro anterior Ortiz llama “los deberes del amor”53.

Ah, esas son las gracias, las frágiles gracias del pensamiento

53 “Sí, el nocturno en pleno día” (RE 277).

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76

que lo sostienen levemente en su éxtasis transparente,

hadas también del aire, sonrisa niña o última del aire... (392)

La ecuación orticiana aquí parece clara: el éxtasis resplandece cuando el

pensamiento ha logrado reconocer –cuando el pensamiento, siempre en el marco de esa

lógica sinestésica, siente– las gracias del paisaje, las más altas de la vida,

indudablemente, para Ortiz.

Así como las manos diáfanas que, tal vez, como configuración del imperativo

ético orticiano, descienden desde lo alto abrazando la tierra, que es la escena del drama

humano, correlativamente, el sujeto plural (ese nosotros del que el poeta se asume

portavoz) desciende de las colinas con las manos abiertas en gesto de entrega.

Todo, todo es pues un espíritu de luz:

la colina que descendemos con las manos abiertas y ofrecidas nosotros también. (392)

La lejanía, dice Ortiz, se vislumbra como “un paisaje ya del cielo”: la tierra se

puede parcelar, delimitar, mensurar, lotear, amojonar, tapiar, cercar; el cielo no.54 Las

manos diáfanas del aire contrastan con “el horror y la muerte bárbara, y la oscuridad

pesada, y la crueldad y el martirio...” evidenciados por las otras manos, ya no diáfanas

sino ensangrentadas, crispadas por el dolor, de allá abajo. Manos, éstas últimas, de carne

y hueso, tendidas en súplica de amparo hacia aquellas, las etéreas, las que señalan el

rumbo que la vida humana debería tomar y que se encuentra tristemente anegado allí

(aquí) abajo.

54 Aunque el derecho reconozca la noción de “espacio aéreo” como extensión de las territorialidadessoberanas de las naciones.

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Ortiz describe un recorrido inverso al del inicio en el cierre del poema: son ahora

esas manos carnales, ensangrentadas las que se proyectan hacia el cielo:

Pero las manos, las manos ensangrentadas, se abren en el aire, y el aire tiembla herido,

y es ahora una serena conciencia despierta, despierta, hacia todos los llamados... (393)

El cielo se ha tornado una confusión de manos que se encuentran: las “terrestres”

y las “etéreas”. De la confluencia de todas ellas –las manos que sostienen la utopía; las

otras, que no permiten olvidar la miseria del mundo– emergerá la respuesta, lúcida y

esperanzadora.55

Esas manos etéreas a menudo se hacen más leves aún en Ortiz: se vuelven alas.

La tópica angélica, como lo viéramos oportunamente, recurre con insistencia en su

poesía. Particularmente notable en El ángel inclinado, su tercer libro, esos ángeles, o

genios o dáimones representan la instancia de aindividuación del hombre, la recusa

parcial de la singularidad identitaria mitificada como “originalidad” en la modernidad,

en pos de la protección secreta, el acompañamiento íntimo de esa especie de dios

personal que es el daimon, que nos acompaña desde el nacimiento a la muerte, nos

ayuda a preservarnos de los azares de la vida y nos hace ver, también, las limitaciones

del aspecto personal de la vida al enseñarnos que nuestra identidad individual dialoga

con una noción del vivir como fluir indiferenciado, que excede lo personal y

estrictamente individual. Estamos, como veíamos, entramados en esa confluencia del

55 Nuevamente propone Nilda Redondo que “La dialéctica a la que se refiere Juan Ele no es la hegelianaporque no tiene una síntesis sino que significa la coexistencia de contrarios de manera permanentecomo forma de la vida que a su vez fluye y se recrea incesantemente. Esta dialéctica está mparentadacon la tradición china del taoísmo, recogida por Mao Tse Tung, como señala Miguel Angel Bustos enuna reseña que realiza en 1972 (2007: 162).” (10)

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genio y del carácter (en palabras de Giorgio Agamben56), del cuerpo y del espíritu, de lo

que controlamos y dirigimos frente a lo que nos demanda la entrega no sujeta a la

necesidad de racionalizarlo. El área angélica es un estadio intermedio entre lo

propiamente terrenal y la espiritualidad más pura. Y en Ortiz resulta particularmente

rico en significaciones poéticas ese territorio transicional que demarca la jurisdicción

del ángel.

En el poema dedicado a Ana Teresa Fabani, el primero del libro, de manifiestos

formato y entonación elegíacos, el lamento por la muerte de la joven amiga del poeta,

también escritora57, se resuelve en el entendimiento de la muerte como un tránsito por

distintos ambientes de lo etéreo. La joven, aún viva, “flotaba” en una región espiritual

vecina de la “sombra” temida, fluctuando a través de una “luz con alas”, casi

desvanecida de tan leve. Esa luz alada es el territorio del ángel:

Los finos brazos de cera hacia una luz con alas, apenas luz,

pero donde temblaban jardines y campanas de media tarde,

hacia, a pesar de todo, la esperanza, otro ángel,

56 Remitimos a la sección III de este capítulo en la que, en ocasión de referirnos a El ángel inclinado,nos detuvimos en la lectura de “Genius”, el ensayo de Agamben al que aquí, nuevamente, apelamos.(Profanaciones 6-17)

57 Luis Soler Cañas, en su documentado trabajo, ya referido, presenta esta breve semblanza de AnaTeresa Fabani: “N. en Concepción del Uruguay (Entre Ríos) en 1921. M. en Buenos Aires el 21-6-1949. Obra poética: Nada tiene nombre, BA, 1949; Niña de alba, BA, 1964. Referencia: los poemasincluidos pertenecen a Nada tiene nombre.” (433). Repárese en el siguiente poema de “TeresitaFabani”, como la llama Ortiz: “Hay un ángel que viene de la nada / Y se me va acercando despacito. /Llega por la penumbra en la alborada / cuando el sueño -nivel de lo infinito- / cruza su soledad sobremi almohada. / Me deja sobre el hombro su mirada / y por la huella de su voz lo sigo. / Y sé quésoledad está conmigo. // La soledad avanza y a mi lado / quiere borrar al ángel, pero nada / detieneeste perfil de mi mirada / donde su sombra crece. Desolado / mi corazón le llama cualquier nombre. /(No importa que mi voz ya no lo nombre). // Huye como una hoja por el viento. / Y delante de mí, enel aire, siento / que una tumba se cierra. Y más lo llamo / y le vuelvo a decir: sueño que amo / regresaa mí, regresa a mí, llorada / lágrima que te escondes en la nada.” (incluido por Soler Cañas en laantología de poetas cuarentistas [437]).

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que solía traerte un chal para los breves hombros al crepúsculo,

un aire amigo, lírico, para la asfixia de la noche,

y un ligero conjuro para los fantasmas últimos de la noche… (377)

Ese ángel que proporciona abrigo (“un chal para los breves hombros”), es

también la ligera brisa que alivia el agobio de la noche de verano, un conjuro contra los

fantasmas también nocturnos; es la esperanza, viste sus ropajes, se identifica con ella.

Pero el territorio desencarnado del ángel es vecino del de la muerte. Los brazos

extendidos de la joven poeta se quedan solos, anegados por esa “crecida” que llega sin

aviso y arrasa con todo lo que encuentra a su paso: la melodía de su voz truncada por el

estruendo de la corriente. Ella, “criatura toda de música”, es ahora “voz sin penumbra,

rota, ahogada”; integrada ahora a otras regiones etéreas no deja, sin embargo, de

convocar la pena del poeta, alejado por siempre de su voz y de sus alas.

Ese ángel ubicuo orticiano, en una suerte de animización panteísta de la

naturaleza, se proyecta por el aire, se identifica con la intangible materia del aire. El

soplo de la brisa difumina su presencia en cada pliegue del paisaje, se cuela por todos

los intersticios como lo hace la luz también.58 En otro de los poemas del libro, las manos

diáfanas que pueblan el aire son “alas extáticas”.59 La ciudad sobre la que sobrevuelan y

se abaten esas alas es, para el poeta, “una rosa”: su belleza y su aroma, la naturaleza

presidiendo el centro de su arquitectura cultural. Pero ese centro luminoso se ve

desestabilizado por los “residuos” que ponen en jaque el equilibrio de la ciudad: avanza,

58 En el poema “Las flores de los márgenes del camino” (385), esas humildes flores son vivificadas porel hálito de ese “espiritu argentado” (cual “vagas manos de plata”), por el soplo del “ángel de lamadrugada”.

59 “...Y aquella luz era como un ángel...” (382).

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desde la periferia (muchas veces nombrada por Ortiz, llamativamente, como “arrabal”)

el asedio de las ruinas, hombres, mujeres y niños espectrales que transitan por ese

derruido paisaje urbano. Y en el aire por el que se proyecta la luz angélica también

fluctúan la enfermedad y la muerte. La batalla del ángel contra las fuerzas oscuras es

interminable: manos de luz, que son alas, y manos crispadas por los dolores del mundo,

entrelazadas, combatiendo al unísono.

Ángeles que son pura presencia (presente puro), ángeles datados y situados en

este aquí y en este ahora. Ángeles que no tienen historia. El cielo, que es su morada,

también lo es del recuerdo, que fluye como una música. Pero esos “diáfanos fantasmas”

que vehiculiza el recuerdo se miden con el ángel que todo lo ocupa y esos fantasmas se

convierten en música para la gracia del presente60.

En otro de los poemas, “Las flores de los campos”, Ortiz dice:

¿Pero no cayeron ellas a la vez del aire en fiesta

como la música tejida allí por los ángeles más atentos

a los sueños de los iris o de los nácares, más puros?

(Atentos también los ángeles para con los ojos de aquí,

el anhelo de aquí, la nostalgia de aquí, ay, no de todos;

una luz de regalo inexplicable a la puerta de las almas o del drama,

un milagro imposible casi con testigos negligentes o inconscientes). (404)

Las flores son también pura presencia y ellas patentizan el ángel. Figura

excluyentemente orticiana, el ángel es construido como una sinestesia total: se identifica

60 “Aquella siesta de primavera...” (386-387).

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con todas las músicas ejecutadas por las flautas del aire, con todos los colores y aromas

de las flores. Él es el responsable de ese “milagro imposible” al que refiere Ortiz, no

obstante los “testigos negligentes o inconscientes” que ignoran (malversándola,

depreciándola) tanta maravilla.

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“Navegar é preciso”: La brisa profunda (1954)

La brisa profunda es un libro que propone una estructura singular (una estructura que,

de alguna manera, se va a repetir en el siguiente, El alma y las colinas). Encontramos

dos claras secciones aunque, como lo podremos apreciar también en algunos de los

libros posteriores, no queda ello explicitado en su estructura externa; el índice evidencia

la sucesión de una serie de poemas (veintitrés, en el caso del poemario que nos ocupa)

sin que haya subtítulos que agrupen bloques de poemas con algún criterio determinado.

Pero, desandando la lectura de los textos resulta evidente que en La brisa profunda se

impone una cesura entre los 22 primeros poemas (desde “”Viniste al sueño...” hasta

“¡Oh marzo...!”) y el último de ellos, el extenso poema “Gualeguay”, de 586 versos.

La evidencia de que en el libro conviven dos bloques claramente diferenciados

(respecto de lo cual Ortiz no quiso dejar ninguna marca textual o paratextual) es

ratificada por el propio poeta quien, en una carta de abril de 1953, refiere su trabajo en

dos proyectos de algún modo paralelos: por un lado, los poemas que componen la

mayor parte de La brisa profunda y, por otro, en sus propias palabras, el “largo,

larguísimo poema sobre Gualeguay”. Cuenta el poeta que

estaba “metido”en un largo, larguísimo poema sobre Gualeguay con los recuerdos de los

momentos “eternos” vividos allí desde los tres primeros años. “Eternos” y de los otros: de la

bohemia ribereña y de las luchas, todas las luchas, por “enternecer la realidad”. Será otro

libro. Ya está listo. (“Envíos” 1097)

Parece claro que para Ortiz se trata de dos proyectos autónomos. “Gualeguay”,

dice en la carta, será “otro libro”, un libro que ya está terminado. No obstante, en la

misma carta se manifiesta un viraje respecto del plan de publicación de ambos

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proyectos:

Pisarello pasó por acá y lo interesé en la edición de La brisa profunda, que así se llamará lo

que ya está preparado, fuera del poema a Gualeguay, aunque éste, para no demorar mucho

su salida, a pesar de su extensión, podría ir al final de esa “brisa”.

De sus palabras, entonces, se desprende que el libro “original” (es decir, La brisa

profunda sin “Gualeguay”) hacía un tiempo que ya estaba listo para ser publicado y que

Ortiz dudaba qué hacer con el poema escrito en conmemoración del 170° aniversario de

la ciudad de Gualeguay, fundada en 1783 (un poema “de ocasión”, escrito, podríamos

decir, “por encargo”). El poema, claramente datado en 1953, tal como lo atestigua la

efemérides, es finalmente incluido en el libro que va a aparecer un año después y Ortiz

resuelve su vacilación fundiendo ambos proyectos en una misma edición.61

Señalábamos unas páginas atrás, reflexionando acerca de El álamo y el viento,

que en ese libro de 1947 comienza a reconocerse una “experimentación con las formas

extensas”: poemas relativamente “largos” marcados por un notorio aliento narrativo

que, en Ortiz, evolucionará hacia el modelado de una materia ostensiblemente vivencial

y autobiográfica. Francisco Bitar, en el marco de la aún reciente edición de El Junco y

la corriente,62 edición preparada y anotada por el propio Bitar, intenta formular el

61 Resulta curioso observar, en las vicisitudes en torno de la edición de “Gualeguay”, una, quizás,tentativa preparatoria del poema-libro autónomo que se va a concretar con El Gualeguay. El poemasobre la ciudad (Gualeguay) finalmente sale a la luz al abrigo de un conjunto mayor, formando partedel mismo; el poema sobre el río (Gualeguay) finalmente desenvuelve su sistema de cauces yafluentes en soledad. La homonimia toponímica hace más sugestivo aún el eslabonamiento de losestadios de este proceso y sus consecuencias en la reencauzamiento final de la obra orticiana.

62 Dicha edición del año 2013, prologada y comentada por Francisco Bitar con la coordinación deGuillermo Mondejar, se incluye en la colección “El país del sauce” destinada a trazar un mapasimbólico de la región determinada por el recorrido de sus dos grandes ríos, el Paraná y el Uruguay,pero que, en palabras de los responsables de la colección, “tienta en realidad un espacio más bienimpreciso, menos geográfico que imaginario, delimitado por aquellas voces y miradas que participande su formación.” El título de la colección fue tomado, como resulta notorio, de un verso,emblemático, del propio Ortiz: “Pero es mi «país» únicamente, el sauce [...]?”, presente en un poemaciertamente central del sistema orticiano, “Entre Ríos” (JC 578).

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estatuto de los llamados “poemas largos”, a los cuales el propio Ortiz se refiriera de ese

modo63. De acuerdo a la tesis propuesta por Bitar, intervendría en este diseño orticiano

del poema extenso el influjo de una tradición poética, la anglosajona, menos visible en

Ortiz que la francesa o la china, pero no por ello de menor peso, representada por las

grandes obras de Thomas S. Elliot y Ezra Pound. Es ampliamente conocida la

colaboración entre ambos poetas a partir de la lectura y reconformación de los

manuscritos de The waste land por parte de Pound; el borrador, que llega a las manos de

Pound como, propone Bitar, “un enjambre de citas”, adquiere su forma final sólo luego

de la lectura del autor de los Cantos, quien viene trabajando en ese formato extendido.

Esta reflexión lleva a Bitar a proponer cuáles serían los rasgos definitorios del llamado

“poema largo” orticiano:

Como criterio inicial, el elemento formal numérico, una cantidad de versos que

excedería largamente la forma acotada del poema lírico (Sergio Delgado hablará “de

más de cien versos” [“Notas” 892]); no obstante, la extensión por sí sola no sería un

dato determinante si no hubiera “una serie de referencias externas al texto en contacto

con las cuales el poema sería capaz de desplegarse” (Bitar 196); finalmente, la procura

de un efecto de lectura que tienda a la “progresiva inconsistencia” del texto a partir de la

cual se produzca la vacilación del sentido, todo ello evidenciado por un tono de

opacidad e indefinición general.64

63 Leemos en la carta que Ortiz envía a Veiravé en septiembre de 1962 que –parafraseando al poeta–han dejado de “pertenecerle” (es decir que, dicho en el peculiar metalenguaje orticiano, ya estaríanconcluidos) La orilla que se abisma y El junco en la corriente. Y también se refiere a “tres largospoemas”: a Entre Ríos, a la Argentina y al Paraná”. Estos últimos poemas, dice Ortiz, tampoco “sonmíos”, por lo que se entiende que ellos también habían encontrado en ese entonces su forma final.(“Envíos” 1101)

64 Podemos encontrar el desarrollo de esas ideas, aquí parafraseadas, en las “Notas” a la edición 2013 deEl junco y la corriente (195-197).

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La “materia profunda de la elegía cuyo dominio natural es el ayer”, dirá Carlos

Mastronardi en una carta redactada con motivo de la aparición de La brisa profunda,

reaparece como timón de la errancia poética orticiana: “Al fin de cuentas, rescatar el

pasado acaso sea la labor poética por excelencia, la empresa lírica de mayor dignidad y

altura.”65

La búsqueda hacia atrás, la empresa de recuperar el pasado por la escritura (un

pasado que está hecho de fragmentos dispersos; es el futuro el que se percibe como un

bloque indiviso) se comprueba en varias direcciones y dimensiones en La brisa

profunda. Y más allá de esa relectura del pasado (es decir, su reescritura), que por

definición es elegíaca (en el marco de lo que caracterizábamos previamente como la

“elegía combatiente” orticiana), ratificada por el tono rememorativo que la permea,

encontramos dos textos puntualmente elegíacos en el sentido clásico del término, textos

en los que se llora una pérdida profundamente sentida, la pérdida en este caso de un fiel

compañero para el poeta, su perro Prestes.

Ésta no era la primera vez que Ortiz escribía un poema con motivo de la muerte

de un perro; en su primer libro, El agua y la noche, el poema “«Diana»”66 homenajea

ese animal con “una pureza tal / de líneas” que podemos imaginar que era, como Prestes

luego, un galgo, una hembra en este caso. El vínculo entre el poeta y el animal es

profundo, íntimo, esencial: a ambos los unía el instinto de la “caza”: para Diana, de las

liebres que corrían por el campo67; para el poeta, “de las estrellas del abismo” o, en

65 Carta de Carlos Mastronardi dirigida a Ortiz el 21 de enero de 1955, reproducida parcialmente porAlfredo Veiravé en su libro Juan L. Ortiz. La experiencia poética (162-163).

66 Consignamos el título del poema con doble entrecomillado para dar cuenta de que, llamativamente,Ortiz, en su primer libro, tituló el poema con el nombre de su perra muerta entre comillas (lo que nosucede de igual manera en relación con el poema que en La brisa profunda dedica a su galgo Prestes).

67 Resulta muy interesante, a la luz de la solidaridad universal de Ortiz con todos los seres vivos de la

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términos, diríamos, metapoéticos, de “las imágenes”. Resulta, en ese sentido, muy

sugestiva la figura del poeta como “cazador de imágenes” y el animal oficiando como

ayudante en esa tarea.

Es muy interesante la vinculación que Ortiz establece en sus recuerdos entre el

animal –un animal doméstico– y el espacio de la casa, las sucesivas casas en las que el

poeta residió. En la despedida tributada por Ortiz a Diana, el poema se cierra con los

siguientes versos:

[...] oh, Diana,

ida ya para siempre,

con mucho de mi alma y de mi casa. (AN 185-186)

Prestes, por su parte, evoca en Ortiz el tiempo de su vida en la casa de la calle

Tucumán, en Paraná y, en el poema que le sucede en el libro, “No estás...”, en el cual se

reconoce una clara continuidad con el anterior, el poeta repasa las espacios de la casa,

vacíos tras la muerte del animal.

No estás debajo de la mesa,

no estás en la terraza,

no estás en la cocina,

no andas debajo de los árboles…

Pero veo tu sombra, mi amigo,

tu fina sombra mirándome. (423)

naturaleza, la contradicción que se plantea entre el instinto cazador del animal, inscripto en sunaturaleza, y su voluntad de proteger, por ejemplo a la liebre, de un eventual acto predatorio, por más“natural” que fuese. En “A Prestes (Mi galgo)” esta contradicción aparece explicitada en el siguienteverso: “−Celebraba, mi amigo, que la liebre, al fin, no fuera tuya...”. (422).

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En lo que se refiere al primero de estos dos poemas dedicados a su galgo,

esquemáticamente podrían reconocerse tres secciones con bastante nitidez68. El poema

se introduce con una remembranza de la vida compartida entre el poeta y el perro (verso

1 al 53); luego, se inicia el desarrollo de la “historia de vida” del galgo (desde el verso

54 al 81) y, por último, el período de la agonía del animal (del verso 82 en adelante).

Este silencioso “viejo amigo”, invocado como el fiel “compañero de mi labor”69, dice

Ortiz, se ha ido para siempre una noche de marzo y con su partida queda latente la

huella de un misterio:

¿Qué veías allá, sobre las islas, cuando enhestabas las orejas?

¿Y te tocaba el blanco alado de la vela lejana?

Oh, los perfumes de las gramillas y de la tierra, qué ríos de éxtasis!

Y tu tensión cuando algo corría abajo...

Duro de mí, estúpido de mí, que te contenía sobre las traseras patas sólo,

vibrante en tu erguida esbeltez posada apenas... (419)

El poeta se reprocha su “dureza”, su “estupidez” por no haber logrado

decodificar los “signos sutilísimos” que le habrían permitido leer las honduras del

mundo interior del animal70:

68 En la primera edición de La brisa profunda (Paraná: Editorial Este, 1954), la división del poema enestas tres secciones está explicitada por el recurso tipógrafico de introducir grupos de asteriscos entreuna y otra estrofa. Ella ya no se encuentra en la edición de En el aura del sauce (Tomo II, 24-28).

69 El sintagma “compañero de mi labor” ratificaría la sugerencia planteada en relación con el poemadedicado a su perra Diana, en el sentido de que, en el “acopio de imágenes” en pos del que se lanza elpoeta a los campos, el animal que lo acompaña cumple –nunca ha dejado de hacerlo– un roldeterminante: una sociedad poética, en suma.

70 Recordemos el poema “Los mundos unidos... (El Hospital Palma)” de El álamo y el viento.: “[...]deberíamos cuidar su mundo, resguardarlo. / Así decía el compañero: el niño tiene su mundo, / el locotiene su mundo, los animales tienen su mundo. / Que nuestro amor llegue hasta los límites de estosmundos para franquearlos hasta donde sea posible.” (300)

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(Qué distraídos somos, qué torpes somos para las humildes almas que nos buscan

desde su olvido y quieren como asirse de una chispa, siquiera, ínfima, de amor...) (419)

Incluso, ante la herida siempre abierta frente al obsceno espectáculo de la

miseria y de la guerra, la presencia cercana de Prestes significaba un bálsamo para ese

dolor y una constancia de la prefiguración de “otro mundo”, el mundo del futuro, el

mundo de la utópica abolición de esos pesares:

El pensamiento de los pueblos asaltados, pero de pie, aunque horriblemente sangrando,

caía a veces como una inmensa nube trágica sobre los puros cambiantes en que se encendía

[el alma misma...

No sé por qué entonces te pasaba la mano por la cabecita sorprendida

y volvíamos con más lentitud algo ajenos los dos, sí, los dos, a la aérea “féerie”. (421)

La simbiosis del sujeto poético con el entorno natural, planteada, como lo

viéramos, de manera ejemplar y paradigmática en “Fui al río...” (AI 229), en este caso

también se verifica, en el poema que cierra la serie dedicada a Prestes, “No estás...”, con

la misma simetría, entre el “alma” del animal y la del poeta:

Y así eras un alma

antigua

en su mismo éxtasis fiel

hasta el nivel de otra alma...

Y a su vez esta alma

se bañaba

en tu gracia lejana

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como en los puros signos

del espíritu

ya iluminándose... (424)

El tono nostálgico y melancólico del breve ciclo elegíaco descrito por ambos

poemas abre paso, inopinadamente, en el segundo de la serie, al grito dolorido, rebelado

ante la inconmensurabilidad de la muerte (ante el acabamiento de un mundo); resulta

muy interesante la apelación al recurso tipográfico de las mayúsculas (recurso poco

usual en Ortiz) que amplifica la queja, que hace vibrar la cuerda del aire tañida por la

sonoridad del dolor:

NO ESTÁS...

No estás en el sol tibio

conmigo...

[...]

Y AY!...

Y ay, no bajas la escalera

como en los últimos tiempos,

con tus ziszás deslizados... (425)

En otro registro temático, “Gualeguay”, que ocupa un tercio del desarrollo del

libro, está introducido por un significativo epígrafe, un verso que remite al poema

“Villaguay” de La mano infinita: “Está en todo mi corazón pero allí estuvo también mi

infancia.” (MI 406). Este verso, que abre la tercera estrofa de “Villaguay”, aparece

quebrado en el epígrafe de “Gualeguay” y con una sutil modificación en la colocación

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de la palabra “también”, un corrimiento quiasmático:

...Está en todo mi corazón

pero allí también estuvo mi infancia...

(Villaguay) (455)

“Gualeguay” se inscribe en una serie que lo vincula a “Villaguay” y, también, a

un poema anterior, “La casa de los pájaros” de El álamo y el viento. Dice Sergio

Delgado al respecto:

Aunque viene después de “La casa de los pájaros” y de “Villaguay”, “Gualeguay” en

realidad debe ubicarse antes de estos dos poemas, o, para ser más precisos: entre estos dos

poemas. (“Notas” 899).

Mirados desde la serie autobiográfica que Ortiz desarrolla vinculando poemas de

tres libros diversos, se advierte la complementariedad de ellos a los fines del relato que,

uniendo las piezas, emerge lineal y cristalino, sin prácticamente dejar laguna

cronológico-narrativa alguna. “La casa de los pájaros”, primero de los tres en la

cronología de la obra orticiana, es, sin embargo, el que cierra la serie, en razón de la

temporalidad de los hechos referenciados. El poema, como decíamos, está incluido en

El álamo y el viento, obra publicada en 1947, y, además de ser uno de los que en ese

libro presentan, de manera germinal, el recurso orticiano al poema extenso, introduce,

como en la mayoría de esos poemas de más de 100 versos que vendrán después,

notorios elementos narrativos (en el sentido de contar una historia) y autobiográficos

(en el sentido de contar su historia) que serán estructurantes de la serie.

Una de las ostensibles características del poema “Gualeguay” es que en él, en

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una tópica fundadora del modo narrativo de la poética orticiana, se presentan, como

hitos demarcatorios de la evolución del relato, referencias a las diversas casas donde el

poeta vivió en Gualeguay. Y esa “casa de los pájaros” (que en realidad, más que una

casa enclavada en el casco urbano de la ciudad, era propiamente una estancia71), que fue

la última que Ortiz habitó en Gualeguay, sin embargo no aparece mencionada en este

poema; claro está, el poeta debe haberlo juzgado innecesario habida cuenta de que ya se

había ocupado de ella varios años atrás, en el libro de 1947.

El tercero de los poemas de la serie, “Villaguay” es más reciente, del libro previo

a éste de 1954, La mano infinita, de 1951. En él son referidos sucesos determinantes de

la infancia del poeta. Y releyéndolo, se ilumina el por qué del verso que aparece como

acápite de “Gualeguay”: “también” Villaguay, al igual que Gualeguay, constituyó la

escena de la infancia, el tiempo y el lugar de los aprendizajes primeros, los más

esenciales, y la referencia explícita al poema, con el verso citado y su nombre en el

epígrafe, constituye una marca intencionada de Ortiz; el poeta no es ambiguo al señalar

que el poema cuya lectura está a punto de ser abordada, “Gualeguay”, debe ser

reconocido necesariamente como parte de esa serie. Ello significa el inevitable ajuste de

cuentas con el pasado, el pasar en limpio una etapa de su vida (la que se cierra con la

mudanza hacia Paraná en 1942) con ese relato extemporáneo de una historia íntima, de

foco subjetivo, en el contexto de la motivación aparente: el homenaje a Gualeguay al

cumplirse 170 años de su fundación72.

71 La estancia “La Carmencita” era propiedad del matrimonio formado por Gregorio Beracochea yCarmen Ortiz, hermana del poeta y de quien deriva el nombre dado al establecimiento rurallocalizado a diez kilómetros de Gualeguay y antes de llegar a la estación ferroviaria Enrique Carbó,una de las referencias espaciales de “Gualeguay”.

72 Dice Sergio Delgado al respecto: “Para desprenderse de lo celebratorio, el poema se constituyedesplazando la Historia hacia otras historias: la historia política, la historia social, la historia cultural,

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El poema es también un recorrido por el mapa de Entre Ríos. Los primeros tres

años, dice el poeta, “fueron de Puerto Ruiz”, localidad portuaria sobre la margen

derecha del río Gualeguay en la que Juan L. Ortiz nace en 1896 y que hoy está

prácticamente integrada a la ciudad de Gualeguay. Luego se menciona la partida hacia

la selva de Montiel (v. 32) y la breve residencia en la localidad de Mojones Norte, una

pequeña población perteneciente al departamento Villaguay, para, en el verso 35, aludir

a “la vuelta a la ciudad” de Gualeguay. Aquí, puntualmente, en el espacio que separa los

versos 34 y 35 (final e inicio de sendas estrofas) podría ser localizado, a fines de

recomponer la linealidad cronológico-biográfica, el poema “Villaguay”, que completa la

narración de la infancia. Pero este regreso a Gualeguay preludia una nueva partida, esta

vez hacia Buenos Aires, relatada en unos pocos versos que sintetizan esos años de

“bohemia porteña” (v. 53). No obstante, Ortiz, allá, en Buenos Aires, no olvidó “las

noches de la ciudad estival”, ciudad de la que habría de retornar poco después: desde el

verso 75, luego de una separación de tres asteriscos centrados, vendrá propiamente el

relato de la historia de Ortiz en Gualeguay y esa rememoración se detendrá en el punto

en que comenzaría la etapa referida en “La casa de los pájaros”. Luego será Paraná, la

Paraná en la que se entrama el presente de un Ortiz que, en ese 1953, con ya más de

diez años de “trasplante”73, reescribe un pasado que no deja de actualizarse, mitificado,

literaria, la historia privada. El poema desplaza, por ejemplo, la historia política de la ciudad narrandola historia de la formación política del poeta en su credo comunista, integrándose a una gestapueblerina hacia «una nueva dignidad..., / por los latidos todos del pueblo, y de las chacras 'idílicas' yde los campos 'felices'...» (v. 455/6).” (“Notas” 900)

73 El poeta, en el marco de la entrevista realizada por Juana Bignozzi e incluida en la edición de laantología Juanele de 1969 (realizada por la misma Bignozzi y publicada por Carlos Pérez Editor), alreferirse a la publicación de su libro de 1947, El álamo y el viento, relata lo siguiente: “[...] meencontraba en una crisis, una especie de trasplante de Gualeguay a Paraná. Fue un momento muybravo. Es el libro del trasplante.” La entrevista se transcribe en la compilación de 2008, a cargo deOsvaldo Aguirre y publicada por Mansalva.

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sobreimpreso en el mapa de un hoy, mirado desde las barrancas del Parque Urquiza, a la

vera del gran río Paraná.

Otro de los grandes poetas del siglo XX (panteón del cual, qué duda puede

caber, Ortiz detenta un bien ganado lugar), Fernando Pessoa,74 resolvió de este modo,

suscinto y categórico, el problema de referir su biografía:

Se, depois de eu morrer, quiserem escrever a minha biografia,

Não há nada de mais simples.

Tem só duas datas –a da minha nascença e a da minha morte.

Entre uma e outra cousa todos os dias são meus. (456)

La resolución orticiana de la cuestión autobiográfica es bastante afín a la de ese

heterónimo pessoano, Alberto Caeiro. En sus “Notas autobiográficas”, de 1973, Ortiz se

define como “un hombre sin biografía, en el sentido en que ésta generalmente se

considera”. Más adelante, en la segunda de esas “notas”, dice:

¿Referencias concretas de mi vida? Permítaseme que no les dé ninguna importancia. Apenas

si los años y el estudio y la experiencia, sobre todo la experiencia, la experiencia poética, la

experiencia humana, la experiencia íntima, me han permitido dar algún esbozo de forma a

mis reacciones frente al mundo, frente a las cosas, frente al paisaje con todos los elementos

que lo constituyera, ambicionando para la poesía la mayor flexibilidad de movimientos y la

mayor amplitud de sentido, sin desmedro, claro está, del necesario ritmo y de la necesaria

ligereza. (“Envíos” 1102-1103)

En otro texto anterior, una carta a Alfredo Veiravé, ante la solicitud de datos

74 Se trata, en realidad, de Alberto Caeiro, uno de los heterónimos pesoanos, “o único poeta danatureza”, como se define en el mismo texto, presentándose como el reconocido maestro de los otrosheterónimos y del ortónimo, el propio Fernando Pessoa. No pocas coincidencias permitirían rastrearsugestivas familiaridades entre Caeiro y Ortiz.

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biográficos para nutrir el estudio que finalmente Veiravé publicaría en 1965 (y que

estaría en la base de su libro de 1984), Ortiz, en un tono distendido y levemente irónico,

al que lo autorizaba cierta complicidad construida a lo largo de tantos años de amistad

con Veiravé, responde:

Con relación a los “datos biográficos” te remitiría a los poemas “Villaguay” y “Gualeguay”

si no fuera que ya los has sufrido bastante. (“Envíos” 1101)

“Todos los días son míos”: sigue resonando Pessoa en las palabras de Ortiz.

Todos los días de su vida han transcurrido en el marco de una entrega incondicional a la

“experiencia poética”75 (que para Ortiz, como lo vimos, se equipara con la experiencia

íntima, humana, con toda la experiencia). ¿Qué sentido tiene “traducir” a un lenguaje de

“écrivant” lo que los poemas ya dicen? “Navegar é preciso, viver não é preciso”, dijo

también el portugués; para el entrerriano, en tanto, la navegación por esos ríos de su

escritura, que delinean los contornos de su “país del sauce”, es su bitácora, su diario, su

biografía; allí está la hoja de ruta: todas las preguntas y algunas veladas respuestas.

75 Repárese que éste es el título que elige Veiravé para su libro sobre Ortiz.

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Las niñas danzantes: El alma y las colinas (1956)

Una nota recurrente que podemos observar al revisar los títulos de los trece libros de

Juan L. Ortiz se reconocería en una estructura que podríamos llamar dicotómica o

binaria en su construcción; son muchos los ejemplos: El agua y la noche, El álamo y el

viento, De las raíces y del cielo, El junco y la corriente... Por supuesto, el libro cuya

lectura nos aprestamos a iniciar ahora propone, también, una disposición similar. El

alma y las colinas, será el penúltimo de los libros editados por Ortiz en sus singulares

ediciones de autor. Tengo ante mi vista uno de los ejemplares publicados en aquella

primera edición: el diseño gráfico es muy simple, despojado, con mínimo despliegue de

color; el nombre de autor y el título, centrados en la parte superior de la página; un

dibujo a tinta del propio Ortiz, en el centro de la portada; el sello editorial en la parte

inferior (Editorial “Este”, Colección “Daniel Elías”, sutiles subterfugios que disimulan

el hecho de que es el propio Ortiz el editor de sus textos). El lugar de edición: la ciudad

de Paraná. El año: 1956.

Entrando en el libro, fino y alargado, como la mayor parte de los objetos que

emblematizan a Ortiz, el papel luce ya amarillento, al cabo de sus ya sesenta años de

existencia; la tipografía muy pequeña, de cuerpo 9, con un espaciado mayor del que se

estila en los libros de poesía, dificulta algo la lectura, más con el fondo de la página que

se ha opacado, y sumado ello a que, también, la tinta de la impresión se ha decolorado.

Luego de éste, dos años después, habrá un libro más con estas características, De las

raíces y del cielo; se publicará en 1958 y será el último de los libros éditos del poeta

entrerriano. Algo cambiará en ese año 1958, como evidente repercusión del viaje por

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China y Europa del Este de fines del año anterior, algo por lo que Ortiz interrumpirá su

particular modo editorial, extendido durante 25 años y con el correlato de diez libros

publicados. Habrá un período de silencio de 12 años hasta que en 1970 se publique en el

primer tomo de En el aura del sauce. Tres grandes libros orticianos, los tres últimos,

serán escritos durante esos años76. Pero está claro que el poeta había cambiado su

manera, había dejado de escribir libros “parciales” y estaba madurando ya la fragua del

libro “total”.

Pero volviendo a la bipartición característica de muchos títulos de los libros

orticianos, en el caso de El alma y las colinas, el recurso se “literaliza”, la polaridad

señalada por el título se materializa en el corpus de los poemas; el buceo introspectivo

sobre los estados del alma parece presidir una primera parte no explicitada (tal como

veíamos que sucedía también en La brisa profunda), de apenas seis poemas, para luego

dar paso al extenso poema, de casi mil versos, “las colinas” que aparece, por la elección

estructural del título, destacado: el libro es el poema “Las colinas” precedido por una

breve serie de poemas que funcionarían como “prólogo” de aquél. Ortiz sigue

redoblando la apuesta al “poema extenso”, al poema que es cada vez más largo (la

extensión de “Gualeguay” es prácticamente doblada por la de “Las colinas”). El poema

se va atreviendo a sinonimizarse con el libro. El poema está queriendo ocupar toda la

extensión del libro, está queriendo ser el libro: El Gualeguay ya asoma en el horizonte.

¿Veis esas niñas que en Octubre bajan rítmicamente

76 Hablamos de El junco y la corriente, El Gualeguay y La orilla que se abisma. Aludíamos en lasección anterior, en una de las notas al pie y apoyándonos en la correspondencia de Ortiz, a que esostres libros ya habrían estado concluidos, en lo medular de su organización, a inicios de los añossesenta.

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como para mirar recién el río Paraná?

Son una suavidad de verdes húmedos

que con la luz deslízanse

y se corren con algo de agua... (488)

Así comienza “Las colinas”. La analogía está inicialmente planteada: esas niñas

que corren de un extremo a otro del territorio entrerriano, que ondulan entre uno y otro

de los grandes ríos que abrazan la provincia, son las colinas de Entre Ríos. La apelación

al recurso poético de la personificación resulta evidente en este poema; y no sólo aquí:

es un recurso fundador de la poética orticiana. Los ángeles azorados ante la miseria del

mundo, el aire estremecido por la caricia de la brisa, el pensamiento de los árboles que

“quiere concretarse porque empieza a sufrir” (AS 205), los pájaros que “quiebran, al fin,

tímidas frases entre las hojas”, son algunos de los innumerables casos en los que ese

impulso de animización totalizadora de los objetos y seres del medio natural permea

masivamente el mundo orticiano. No sólo, por supuesto, objetos y seres, también

nociones abstractas como la del “pensamiento” (aludíamos recién a ese pensamiento

que “empieza a sufrir”), materializan esta difundida manera de la personificación

orticiana en la cual a veces confluye también la fusión simbiótica entre esa entidad

personificada y el yo del sujeto poético que se funde con ella.

El deslizamiento de las niñas (las colinas entrerrianas) abarca el ciclo de un año;

de octubre a octubre, los meses y las estaciones se suceden. El tópico de la pureza

infantil identifica a la naturaleza con la infancia. Las colinas, sugiere Ortiz, “continúan

niñas porque sus rasgos siguen puros.” (489) También se señala la femineidad de la

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tierra que está hecha para abrirse al poder fecundante de la semilla. La ondulación de

esas colinas-niñas es también un juego femenino, de seducción hacia otros elementos

como el aire (“una nube”) o el agua (“un arroyo íntimo”). Y, por supuesto, también, para

con el hombre que contempla obnubilado la magnificencia de ese paisaje cincelado por

la ondulación incesante de las colinas, un paisaje móvil que en razón de ese mismo

movimiento, recompone el equilibrio cromático permanentemente y hace que el

cuadro, trabajado también por el juego de esa luz, por los infinitos e irrepetibles matices

de esa luz, desde el alba al anochecer, desde una primavera a la siguiente, desde un

cerro o un valle, desde el río y su reflejo hasta la sombra proyectada por el bosque,

nunca sea el mismo.

La ondulación de las colinas, ese movimiento que hace de la superficie

entrerriana un mar verde, es la danza de esas niñas. Pero ese espectáculo excede las

capacidades de un ojo “humano”; sólo desde una altura inconmensurable que permitiera

atisbar toda la extensión territorial de la provincia, aunque ello difuminara los

movimientos armoniosos de la danza, o quizá desde la ubicua mirada del ángel, que

todo lo ve sobrevolando las más distantes extensiones, sólo en algunos de esos

supuestos, tal danza se percibiría desde una perspectiva asequible a la mirada (a algún

tipo de mirada). Tal vez sea la mirada del poeta, ese ángel de la poesía para Ortiz, la que

alcance a contemplar tal desmesurado espectáculo y comunicarlo al mundo, conmovido

e incrédulo a la vez, de sus lectores.

Así como “Gualeguay” es, de alguna forma, el poema de los nombres, de los

nombres de los lugares, sí, pero sobre todo de los nombres propios, de los apodos, de

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los apelativos del cariño y la amistad (nunca de los apellidos), nombres que se suceden,

se organizan en series (primer Carlos, segundo Carlos, etc.), que nombran

ambiguamente sin caer en la referencia fácil del apellido, cifrando de ese modo la

decodificación de lo referido, “Las colinas” es también, a su manera, un poema de los

nombres: de los nombres que leemos en el mapa de la provincia de Entre Ríos77.

¿Cómo es ese mapa orticiano propuesto en “Las colinas”? ¿en qué sentido se

constituye en referencia de la geografía física del territorio? ¿se constituye

verdaderamente en referencia geográfica? ¿en qué sentido esa representación, si es que

verdaderamente lo hace, representa?

Un breve relato de Borges, “Del rigor de la ciencia”, nos sugiere una respuesta

posible, una típica respuesta borgeana, en el sentido de que, en la conjetura suscitada

por un problema determinado (un enigma), prima más bien una hipótesis “interesante”

más que otra lógica, verosimil, previsible.

…En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola

Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el

tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron

un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él.

Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que

ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los

Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por

Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas

77 En esa deriva de las niñas danzantes por Gualeguay, La Paz, Montiel, Concordia, Villaguay, entremuchas otras ciudades y parajes que son nombrados, la referencia velada a Concepción del Uruguayqueda expuesta al ser nombrada María Teresa Fabani, también, al igual que las colinas, una niñaentrerriana, una niña muerta por la que Ortiz ya había derramado su llanto y, con la tinta de suslágrimas, escrito un bello poema elegíaco en el umbral de La mano infinita.

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Geográficas.

Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes, Libro Cuarto, Cap. XLV, Lérida, 1658.

(Obras 847)

La previsible estrategia exegética fincada en el reconocimiento de las

correspondencias de las señalizaciones del poema con la colocación de esos nombres de

ciudades, de ríos, de selvas, de áreas geográficas de Entre Ríos en el mapa provincial,

intentada con empeño en alguno de los pocos abordajes análiticos del poema78, parecería

desaconsejable a la luz de una estrategia orticiana ya reconocible en “Gualeguay”, sólo

por atenernos a los llamados “poemas largos”, y que luego se evidenciará en “Entre

Ríos”, de El junco y la corriente y, claro está, en un acabamiento de ese recorrido, en El

Gualeguay. Más que proponer una lectura decodificable en esa previsible analógica de

las correspondencias, el “método” orticiano parecería ser el de la sutilización de esas

referencias que, no obstante, son puntuales y precisas en el poema. Los lugares referidos

(los nombres que los refieren) son, valga la tautología, perfectamente referenciables. No

obstante, Ortiz parece cifrar, en su particular manera, alguna significación mucho más

esencial, disimulada atrás del superficial trazado de la cartografía entrerriana. El mapa

orticiano, en consonancia con el tópico borgeano antes aludido, es más interesante por

lo de digresivo, por lo de oscuro, por lo de antojadizo que tiene que por su eventual

anclaje con los modos unívocos y transparentes de la representación cartográfica. Me

atrevo a sospechar que no debería inducirnos a engaño la profusión explícita de

topónimos (a diferencias de los nombres propios que eslabonan el relato de

78 El director de la Enciclopedia de Entre Ríos, Jorge Pedrazzoli, en un trabajo titulado Aproximacionesa la poesía de Juan L. Ortiz analiza pormenorizadamente, en unos de sus capítulos, el poema “Lascolinas” (citado por Sergio Delgado en sus notas a El alma y las colinas).

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“Gualeguay”, los que preservan, para un lector distante de la cronotopía del poeta, la

referencia a los nombrados por esos significantes) que parecen situar la “narración”

orticiana en la provincia de Entre Ríos que conocemos (por la historia y la geografía,

por las imágenes y los relatos, por la simbolización y la representación) y no en esta

otra, esta Entre Ríos sugerida por Ortiz, que se parece en algo a todas esas otras pero

que, con la inefabilidad del territorio que no se deja apresar por el mapa, esconde algún

secreto, luminoso u oscuro, que el poeta tampoco se atreve del todo a revelar.

La ironía borgeana de un mapa (la representación) que se identifica con el

territorio, que duplica al territorio, que, en suma, lo sustituye, nuevamente señala el

modo engañoso de la codificación del paisaje orticiano: la cultura se impone a la

naturaleza; o dicho de otro modo, esa presencia nodal del mundo natural en esta poesía

se encuentra saturada de marcas de la cultura, en los mejores y en los peores de los

modos de intervención del hombre sobre la naturaleza (eso que, precisamente, llamamos

cultura): Shakespeare y Mozart se integran en la fluencia de los ríos y las colinas; pero

también las armas de destrucción masiva, cuya más terrorífica invención en los años de

escritura del poema era la bomba de hidrógeno (la “H”, como la llama Ortiz) que

amenazan con “volverse ácidos fatales para todos los seres”.

De un río a otro han danzado las niñas hasta Diciembre,

y hacia arriba y hacia abajo por todos los lados de la brisa... (495)

En este mapa orticiano de Entre Ríos sobreimpreso (que deconstruye) la

representación territorial de la provincia argentina llamada también “Entre Ríos”, la

mirada del poeta se desplaza como el ojo de una cámara que oscila entre el registro de

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desmesuradas tomas panorámicas de un extremo hacia el otro –de un río hacia el otro–,

al plano detalle de una brizna temblando al vaivén de la brisa, de los inauditos tonos que

las corolas asumen al contacto con esa “criatura ebria” que es la luz, de la miniada

caravana de hormigas sorprendida en su voraz marcha sobre la hierba húmeda.

Aceleraciones y remansamientos del relato. Pincelada filigranada en la textura de la

descripción minuciosa. La alternancia de una focalidad en el arriba (el momento etéreo,

aéreo, la velocidad vertiginosa, las grandes dimensiones que se atisban más allá de los

límites de la mirada y que continúan siendo Entre Ríos) y el abajo, en el que todo se

ralentiza, se hace moroso, denso y la más mínima oscilación de una rama, la más ínfima

presencia animal, el más fugaz gesto de esos fantasmales hombres que penan por esos

campos ocupan el centro de la escena colmando el cuadro que el foco de esa cámara

inaudita se obstina en, minuciosamente, registrar.79

79 Dice Sergio Delgado: “En esta oscilación extrema entre lo máximo y lo mínimo, entre el día y el año,entre el instante y el paso del tiempo, entre el mapa símbolo y una imagen real, se juega esta fluencia,este “pensamiento” de las colinas”. (“Notas” 906)

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Los dos lados del mismo viaje: De las raíces y del cielo (1958)

El décimo poemario de Juan L. Ortiz llega para testimoniar la madurez aquilatada de

una poesía que ha venido conformándose incesantemente por más de 30 años. El libro

va a significar un umbral en varios sentidos; como venimos señalándolo, éste será el

último de los libros publicados en el marco del formato editorial distintivo de la práctica

orticiana: las ediciones artesanales destinadas a un círculo acotado de lectores,

generalmente otros poetas y escritores, “mis amigos”, esos interlocutores

frecuentemente interpelados en sus poemas. El poeta debe haber sentido la necesidad de

dar cierre a una etapa y De las raíces y del cielo constituye el breve corpus poético que

lo atestigua, de allí el marcado tono metapoético que lo domina y proporciona una de

sus más notorias claves de lectura.

El eslabonamiento de los pasos parece cristalino: la convicción autoral de haber

arribado a un punto de maduración de la propia obra en la confluencia de diversas líneas

temáticas y búsquedas formales, la correlativa proyección de la reflexión metapoética

sintetizando las preocupaciones éticas y estéticas esgrimidas en su obra anterior, la

decisión de interrumpir el modo editorial ya devenido marca de identidad de autor. Y

como suele suceder, esta constancia de acabamiento de un ciclo significará,

correlativamente, el umbral de un nuevo comienzo. Una obra que ha llegado a un punto

de maduración incuestionable y que habilita en su propio seno el espacio para la

reflexión respecto de sus maneras, sus temas, su “función”, también verificará la

necesidad de trascenderse. La consolidación de una forma poética abrirá paso a la

desestabilización de esa misma forma, lo cual no se manifestará más que por una

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radicalización y ahondamiento de la peculiar línea de trabajo por tanto tiempo

transitada. Los tres últimos libros del poeta, que recién se ofrecerán a las retinas de sus

ya numerosos y ávidos lectores en la edición de En el aura del sauce, de 1970 y 1971,

constituirán, sí, el movimiento final de una poesía que no cesará –nunca lo hizo– de

devorar sus propios límites: una crecida que desdibuja sus propias orillas.

Uno de los textos más característicamente metapoéticos de Ortiz, además de uno

de los más comentados y, claro está, citados y reproducidos en antologías, es “Ah, mis

amigos, habláis de rimas...”. Ortiz siempre ha sostenido que la importante es “la poesía

que se vive, la poesía anterior a su expresión. La poesía que circula y está como el

aire”80. En otro texto plantea lo siguiente:

La poesía no pertenece a nadie o es de todos. De aquí que debamos hacer todo lo posible

para crear las condiciones necesarias para que todos la sintamos, o mejor, para que todos

puedan vivirla en todos los momentos, como que todos los momentos tienen su ritmo. Lo

que significa colaborar en la transformación del mundo, en el cambio de la vida. Creo con

Cassou que el destino de la poesía está ligado a este cambio. (“Envíos” 1102)81

El poema que nos ocupa se apoya en similares premisas. La apelación a esos

amigos poetas adquiere un tono admonitorio; la poesía excede el mero hecho de “hablar

de rimas”. El “cuerpo etéreo” de la poesía se apoya en el otro, el cuerpo físico; esa “red

de sangre” sostiene la deriva espiritual de un arte tradicionalmente concebido como

producto de una aristocracia del espíritu, concepción de la que Ortiz se apartará

80 En la entrevista ya referida de Juana Bignozzi de 1969. El volumen también presenta una selecciónde poemas del autor. Posteriormente la entrevista fue reproducida con el título “La poesía que circulay está como el aire”, en Una poesía del futuro. Conversaciones con Juan L. Ortiz. Buenos Aires:Mansalva, 2008 (citamos de esta última edición, p. 17).

81 En la segunda de las tres “Notas autobiográficas”, datadas en Paraná con fecha 8 de mayo de 1973.Reproducido en la obra editada por Mansalva, precedentemente citada, que reúne entrevistas al poeta.Allí el fragmento aparece titulado como “Mi experiencia” (7-8).

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enfáticamente. En el poema aparece, entrecomillada, la palabra “división”, en el verso

11. Esa palabra, literalmente, define la brecha entre la palabra “cuerpo” (que

encontramos en el verso anterior) y “espíritu” (en el verso posterior). La “división”, que

es la división del trabajo (físico) de los cuerpos sometidos al estiletazo de la lluvia, al

frío invernal en el “Junio de crecida”, cuerpos que proporcionan la base sólidamente

terrestre a los juegos de ese “espíritu”, apartado de la tierra y elevado hacia el cielo, no

obstante la búsqueda, por parte de esos amigos poetas, de “el secreto de la tierra”, de “la

melodía más difícil” que, Ortiz no lo duda, “duerme en aquellos que mueren de

silencio”.

El título del libro, De las raíces y del cielo, esquematiza esta “poética de los

cuerpos” orticiana, arriesgamos, desarrollada en el poema y, como en otras ocasiones,

manifestada a través del desplazamiento en el eje vertical: las raíces (el cuerpo físico, la

“red de sangre”, los hombres marginados del territorio de la poesía, que es lo mismo

que decir de la vida auténtica, la que sobrevendrá a la “división” en ese futuro venturoso

en que la poesía llegue a ser patrimonio de todos) que se abrazan con el cielo (los poetas

que, ¿con las alas del ángel también?, tienen la misión de volar pero también de posar

firmemente sus pies en la tierra).

La admonición del poeta se hace explícita en los siguientes versos:

Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía

igual que en un capullo... (534)

Ortiz parece polemizar aquí con los presupuestos de la llamada “poesía pura”;

aislarse en el “capullo de seda” de la poesía es el gran riesgo sobre el que el poeta alerta

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con su perentorio “cuidado”. La poesía no es “pura”, al menos no lo es en el sentido de

pura espiritualidad desencarnada. La poesía es una entidad dual resultante del abrazo

“de las raíces y del cielo”, de lo fijo y lo móvil, del arriba y el abajo, de lo sólido y lo

fluido: una poesía del espíritu apremiado por las más corrientes urgencias corporales.82

Pura exterioridad desplegada, expuesta a los vastos espacios del afuera,

abandonando el capullo de seda protector, la poesía, es la “intemperie sin fin”: un afuera

absoluto e interminable, un afuera que, a diferencia de los espacios parcelados del

cobijo íntimo que llamamos “casa”, es de todos; una intemperie que nos iguala a todos.

Sólo esa intemperie igualadora será la condición del advenimiento de la verdadera

poesía, sacerdotisa de una inédita religión redentora, solidaria y al servicio de ese otro

cuya piel ha cuarteado inmemorialmente la intemperie.83

No olvidéis que la poesía,

si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,

es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,

cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin

y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor… (534)

“Deja las letras..” es otro de los grandes textos metapoéticos del libro. El primer

82 El dibujo de la tapa del libro en su primera edición, dibujo realizado por el autor así como en losnueve libros precedentes, “reproduce, en contrapunto con la dinámica anunciada en el título del libro,la forma de un árbol. Pero no se trata de la reproducción figurativa de una especie determinada, sinoque es más bien una imagen de síntesis [...] las fuentes del río, en la parte superior del dibujo, resultanramas que se despliegan en un cielo nocturno (varias estrellas lo sugieren), mientras que ladesembocadura del río en el delta del Paraná, en la parte inferior del dibujo, evoca al mismo tiempolas raíces de ese inmenso árbol”. (Delgado “El río interior” 17-18).

83 Recordemos cómo en el poema “No, no es posible...”, del segundo poemario orticiano, se opone, endramático contraste el abrigo del hogar a “la noche mojada” de la intemperie: “No, no es posible. /Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia. // ¡Fuera la delicia del fuego, con Proust entre lasmanos, / y el paisaje alejado como una melodía / bajo la llovizna / en el atardecer perdido delcampo!”. (AS 197)

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verso, que amplía el sintagma del título, se presenta como consigna a ser desarrollada en

el resto del poema, de considerable extensión (131 versos). Dejar “las letras”, abandonar

la ciudad: por supuesto, la literalidad de la consigna sugiere un subtexto que es

explicitado hacia el final del poema, desde el verso 107:

Hay que perder a veces “la ciudad” y hay que perder a veces “las letras”

para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras

en las relaciones de los orígenes...

O más ligeras, si prefieres, como en ese domingo

y en esa fantasía que serán...

Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad

para que el poema, deseablemente anónimo,

siga a la florecilla que no firma, no, su perfección

en la armonía que la excede... (546)

Con una obra poética de un volumen más que considerable ya a sus espaldas,

Ortiz se siente justamente avalado para ratificar, en el marco de la reflexión

metapoética, la elección del camino escogido, décadas atrás, ante la coyuntura vital que

se le presentaba: la opción era quedarse en “la ciudad”, es decir, Buenos Aires, a la que

arriba en 1913, para acorazarse tras la malla, protectora y excluyente a la vez, de “las

letras” (el corazón del campo literario argentino, en el apogeo modernista, al amparo del

reinado lugoniano, y con el germen vanguardista dibujándose, todavía vago, en el

horizonte). Frente a la seducción de “las letras” y de “la ciudad”, Ortiz decide “ir al

río”84: volver a Entre Ríos, para permanecer allí y forjar su obra en su provincia.

84 Sin dudas, aquel poema de 1937, tantas veces aludido, “Fui al río”, también merece integrar el

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La coyuntura de los viajes, de los escasos viajes que el poeta realizó en su vida,

también enmarca, simétricamente, el gran sector de su obra compuesto por los diez

libros que él mismo edita: la estadía en Buenos Aires entre 1913 y 1914 en un extremo;

el reciente viaje de 1957 por China y diversos países socialistas del este europeo (cuyo

notable impacto, poético y vital, reconoceremos, a continuación, en El junco y la

corriente), en el otro. Siguen acumulándose nuevos signos a los que señalábamos

previamente respecto de la consolidación autopercibida de un proyecto poético del que

se intenta en este punto pasar en limpio sus modos fundacionales, sus implicancias

programáticas en la imbricación de sus proyecciones éticas y estéticas, su

deconstrucción de arraigadas tradiciones hegemónicas en nuestro campo literario para

lanzarse a la construcción de la propia, contención y horizonte a la vez de un trayecto

poético de una singularidad insoslayable.

Entre esas tradiciones procesadas, resulta incontrovertible el apego a la

romántica. Abandonar la “ciudad” para recogerse en el abrigo de la naturaleza (el abrigo

de la intemperie: sugerente conformación del oxímoron romántico leído por Ortiz), para

refundar una cultura cimentada en valores presentados como antagónicos a los de la

“civilización”, remite, ciertamente, a un momento que es, acaso, una divisoria de aguas

en la cultura occidental: la presentación programática de los principios románticos en el

prólogo-manifiesto de William Wordsworth a las Lyrical ballads de 1800, del mismo

Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge85. Los poetas “laquistas” ingleses, comandados

por el propio Wordsworth, son, tal vez, los fundadores de aquello de “dejar las letras” y

panteón de la significativa serie metapoética orticiana.85 Remitimos al respecto a la edición bilingüe de Hiperión del programático Prólogo de Wordsworth.

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“dejar la ciudad”. Pero este movimiento resulta, hasta cierto punto, ambiguo y

contradictorio. Noé Jitrik, en un ensayo sobre la adaptación del romanticismo en el Río

de la Plata, señala la coexistencia de dos impulsos, aparentemente antitéticos: la

contemplación y la acción. Ambos movimientos (o mejor, el movimiento y su recusa),

manifiestan, sin embargo, dos modos característicos que evidencian la “necesidad

expresiva del yo” de los románticos (una necesidad que se satisface, dice Jitrik,

pasivamente en el primer caso y activamente en el segundo). Un yo que, por un lado,

debe apartarse de la urdimbre de la cultura “urbana” para sumergirse en sus

profundidades interiores al amparo de una naturaleza “incontaminada”, en locaciones

periféricas en relación con los centros políticos y culturales de un Occidente que

también, como muy agudamente lo verifica Jitrik, encuentra en esos escenarios

“exóticos” hacia donde se dirigen, en su “fuga”, los románticos, un objetivo de

conquista conducente a la ampliación del área de sus posesiones imperiales. Y por otra

parte, ese mismo yo no renunciará nunca a sus prerrogativas vinculadas a la acción, a la

lucha política, al lugar del intelectual como faro de la historia de las luchas de su

pueblo.86

Ortiz, entrando y saliendo de ésta como de tantas otras tradiciones, parece no

obstante, inscribirse decididamente en la incomodidad de esta tensión romántica, pero

con peculiares modulaciones: su fuga, si es que cabe tal término, es un retorno al

86 Basta referir sólo algunos casos emblemáticos al respecto, como el de Alphonse de Lamartine y sudestacada actuación política durante la Segunda República Francesa y, por supuesto, el de nuestrosrománticos del Salón Literario, sin duda forjadores de la primera generación de intelectualesargentinos, que concibieron y se lanzaron a la ejecución de la ciclópea tarea de, nada menos, pensar yconstruir una Nación donde apenas había una aspiración a ella. Remitimos, para ampliar el tópico, alensayo de Jitrik, “Soledad y urbanidad. Ensayo sobre la adaptación del romanticismo en laArgentina”.

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espacio natal; su huida, la recusa a un trasplante a “la ciudad”. En esa reafirmación de la

convivencia con el ámbito natural propio, la contemplación romántica del paisaje lejos

de significar el reposo balsámico para los nervios crispados por el ritmo inhumano de la

ciudad, sin dejar de serlo del todo tampoco, reconoce en esa panorámica lo que ya

repetidamente marcáramos como la mácula dolorosa de la pobreza, de la crueldad, de la

injusticia que se estampan en la faz de ese paisaje, por ello mismo, “manchado de

injusticia”. Es en este punto que la línea contemplativa se abre a la proposición de la

acción transformadora, de raigambre utópica, que abolirá en el futuro las

contradicciones apuntadas. Y por supuesto, el poeta “deseablemente anónimo”, aquel

destinado a encontrar “la melodía más difícil / que duerme en aquellos que mueren de

silencio” (533), está llamado a ser un actor de un protagonismo irrecusable en dicho

proceso.

Es notorio cómo esta proyección transhistórica del romanticismo decimonónico,

señalada por Octavio Paz,87 que encuentra la primera reconfiguración de la vigencia de

su espíritu fundador en las vanguardias de comienzo del siglo XX (muy especialmente

en el surrealismo, profundizando el desarrollo de líneas definitorias románticas),

también impactará en lo que se conoce como la segunda “revolución vanguardista” del

87 Especialmente en Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, obra en la que Pazpropondrá, en términos oximorónicos, lo que llamó “la tradición de la ruptura” como clave para ceñirlos desarrollos de la poesía moderna. La expresión alude a lo moderno en tanto que tradiciónparadójica “hecha de interrupciones y en la que cada ruptura es un comienzo”. Sostiene, asimismo,que si “la ruptura es destrucción del vínculo que nos une al pasado, negación de la continuidad entreuna generación y otra, ¿puede llamarse tradición a aquello que rompe el vínculo e interrumpe lacontinuidad? Y hay más: inclusive si se aceptase que la negación de la tradición a la larga podría, porla repetición del acto a través de generaciones de iconoclastas, constituir una tradición, ¿cómollegaría a serlo realmente sin negarse a sí misma, quiero decir, sin afirmar en un momento dado, no lainterrupción, sino la continuidad? La tradición de la ruptura implica no sólo la negación de latradición sino también de la ruptura...” (17)

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siglo, aquella que, apoyándose en los modos basales del vanguardismo de las primeras

décadas del siglo, se desarrolla en una escena predominantemente pop.88 Este

neovanguardismo sesentista, nutrido de tan diversas y variadas vertientes (el arte pop, el

hippismo, la psicodelia, la presencia dominante de la cultura de masas, etc.) va a

articularse también, como el primero, en un crítica coyuntura histórico-política

(manifestada, en este caso, por las fricciones de la Guerra Fría, el intervencionismo

imperial estadounidense, la actuación de los movimientos de liberación nacional en

América Latina y el Tercer Mundo en general), sumado ello a, también, importantísimas

transformaciones en el campo de las costumbres en los países centrales de Occidente

cuya escena transcurre fundamentalmente en la década del sesenta y cuyo sujeto

histórico es, sin duda, la juventud89. Aquí parecería que también Ortiz toma el pulso de

las convulsiones en curso que desembocarán en las grandes rupturas sesentistas, con su

invocación a abandonar “las letras” (es decir, las formas cristalizadas de la cultura) y “la

ciudad”, para reencontrarse con una naturaleza regida por un pulso profundo y

misterioso, bellamente equiparado por Ortiz a “la respiración de un dios” (544).

Sergio Delgado reconoce, en el marco del estudio de lo que él llama el

“lenguaje-Ortiz”, la notoria conformación de diversos “ciclos” o series, los cuales

agrupa en tres categorías fundamentales: el ciclo de poemas autobiográficos, el de

aquellos textos en que se establece la primacía de la tópica del paisaje y el de los que

88 En los dos momentos señalados por Andreas Huyssen en su periodización de aquello que aún hoy, y afalta de un término más apropiado, convenimos en seguir llamando “posmodernismo”, los añossesenta o “prehistoria de la posmodernidad” constituyen el primero de ellos; es en ese contexto que“puede llamarse pop a la escena en la cual se formó un concepto de lo posmoderno”, con una retóricay gestos afines especialmente a los dadaístas, aunque, en una modulación definitoria, haciendo de losobjetos que emblematizan a la sociedad de consumo su materia artística privilegiada. (277)

89 Puede consultarse al respecto la obra de Miguel Grinberg, La generación de la paz. 1955-1984.

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llama poemas-poética y que, respecto de los cuales, hemos, repetidamente, llamado aquí

poemas “metapoéticos”90. En el marco de los muchos textos orticianos en que se

transparenta ese aliento de reflexión metapoética, Delgado se detiene especialmente en

aquéllos en que la interrogación se detiene en lo que, sugiere, podría denominarse “del

rostro de la poesía”. Más puntualmente, se refiere a la utilización alusiva del pronombre

ella (que en ocasiones podría figuratizarse como una niña91). Es llamativo cómo en el

contexto de una obra en la que reconocemos frecuentemente la conformación de una

poética de los nombres (propios o topónimos, a veces expresos, otras elididos o

aludidos), se verifica, en la formulación de esa poética, en el pronombre que oscurece, o

distancia, su relación con lo nombrado. Hay dos poemas homónimos, de título “Ella...”,

uno de ellos en El alma y las colinas (487) y el otro es el que cierra De las raíces y del

cielo. En el primero de ambos, “ella” (¿la poesía?) es responsable de las siguientes

acciones:

✔ “anuda hilos entre los hombres”

✔ “lleva de aquí para allá la mariposa profunda [...]”

✔ “hace sensible el clima de los días, con su color y su perfume… ”

✔ “ Testimonio involuntario, ella, / de un cierto estado de espíritu, de un cierto estado de

las cosas,”

✔ “se dirige siempre a un testigo invisible, / jugando naturalmente con la tierra y el

ángel, ”

90 Sergio Delgado, en su ya referido estudio introductorio a la edición anotada de El Gualeguaypublicada por Beatriz Viterbo en 2004.

91 Esa niña, la poesía, es la figura que, como veíamos antes, también alude a esas colinas entrerrianasque reconocíamos, ondulantes, en “Las colinas”.

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✔ “el infinito a su lado y el presente en el confín...”

✔ “es el don absoluto, y la ternura,”

✔ “es también el término supremo y la última esencia [...] / para el encuentro en los

abismos... ”

✔ “tiene cargo de almas, y es la comunicación, / el traspaso del ser”

✔ “no busca nunca, no,”

✔ “espera, espera toda desnuda, con la lámpara en la mano, / en el centro mismo de la

noche...”

¿Será Ella esa poesía aún no escrita, aquella cuya forma imposible, por lo menos

en las actuales condiciones sociales, políticas y culturales, supone el anhelo que apunta

a ese futuro utópico en que “ella”, hoy invisibilizada, se ofrezca, transparente, “desnuda,

con la lámpara en la mano”, a todos? Ella, figura de la intemperie, en el otro poema

titulado de ese modo –el que cierra este décimo poemario orticiano–, abandona la espera

y, descalza (modo parcial de la desnudez), ella que estaba “enamorada de sí misma”,

sale de sí (¿del capullo de seda?) para entregarse a las nubes del cielo otoñal, a las hojas

como “joyas / del viento”, al río, a todas las cosas, a todas las almas: al mundo, vasto,

abierto, “ancho y ajeno”92, hogar de todos los seres, de todas las cosas, de todos los

temblores, de todos los perfumes, de la vida plena y total que, más temprano que tarde,

consumará su florecimiento.

Y por qué, por qué,

de repente en la luz,

92 Viene a cuento aludir, aunque más no sea lateralmente, al título de la novela del peruano Ciro Alegría,El mundo es ancho y ajeno, que se replica en el mapa de la intemperie orticiana

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quemada por un ángel,

por qué

sale de la luz, ella, corriendo...

corriendo

a los caminos de la sed,

con el vaso de agua en las manos

y descalza,

por qué?... (550)

Coda: Entre las raíces y el cielo, sobrevuela el ángel orticiano. “Todo ángel es terrible”,

dice Rilke,

[…] porque la belleza

no es sino el nacimiento

de lo terrible: un algo que nosotros

podemos admirar y soportar

tan sólo en la medida en que se aviene,

desdeñoso, a existir, sin destruirnos. (Las elegías 27)

La luz “quemada / por un ángel” (550) abre el cielo clausurado contemplado por

Ortiz para que ella, ¿la poesía, la vida que vendrá?, emerja a la claridad. El paisaje

reencontrado tras la renuncia a los espejismos de “las letras” y de “la ciudad” tiene la

entidad de lo secreto, lo “innombrable”, algo que se asemejaría a “los honores de un

ángel” (546). Un llanto oscuro, antiguo, “alado” corre con los arroyos igualmente

antiguos, igualmente alados, con “una melancolía casi de ángel” (538). En un mayo

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futuro, lejano, con las nubes y su soledad confinadas en el arriba y las pobres almas

terrestres, con su soledad fincada en el abajo, se encontrarán, se mirarán frente a frente

porque “la vieja llaga del desgarramiento del ser” estará por fin curada, cicatrizará, por

fin; el poema que abra las puertas del reino “del aquí y del allá y del más allá” será

escrito con “la sangre misma del ángel” (531). Pero los ángeles también se rinden al

más simple y al más insondable de los misterios: ¿por qué, cómo, de qué inaudita

manera una ínfima hierba crece, sube, hace “flotar las colinas”, tan caras al poeta, en

una, diríamos, agonía de estrella; todo ello transcurriendo, sugiere Ortiz, en “una duda

de ángeles” (529), azorados ellos también ante la maravilla. El “coro mismo de los

ángeles” (526), bajo las estrellas, organiza la polifonía, los murmullos, las vibraciones,

los susurros, el tránsito ligero de todo lo que en el paisaje fluye, reverbera y canta: en

esas voces angélicas resuenan “la queja misma del éter”, “el estertor de los abismos”, el

hálito del viento que pasa incesante, la furia de cristales rotos de la lluvia del Junio

orticiano, ese Junio siempre frío, feroz y con mayúsculas.

Todo ángel es terrible porque testimonia “lo terrible que todavía podemos

soportar”. Pero el ángel orticiano, testigo de “la división”, no obstante, oscilando entre

cielo y tierra, cantando, estremeciéndose, dudando, quemando los cielos para que

ingrese la luz proscrita, sufriendo, vacilando y volviendo a recomenzar, señala un lugar

utópico: la confluencia del “arriba” y el “abajo” en un “más allá” terreno, histórico y

político: la utopía por fin ¿de la revolución?, ¿de la poesía escribiendo la pequeña y la

gran gesta de lo humano?, ¿del “invento del amor”? Tal vez sería apropiado cerrar estas

líneas con la referencia a un texto que parece señalar las coordenadas a las que la

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profecía orticiana se dirige:

LA PAZ. LO PEQUEÑO SE VA, LLEGA LO GRANDE.

¡VENTURA! ¡ÉXITO!

En la naturaleza, este signo alude a una época en la cual, por así decirlo, reina el cielo sobre

la tierra. El Cielo se ha colocado por debajo de la Tierra. Así sus fuerzas se unen en íntima

armonía. De ello emana paz y bendición para todos los seres.

En el mundo humano se trata de una época de concordia social. Los encumbrados

condescienden con los de abajo. Y los de abajo, los inferiores, abrigan sentimientos

amistosos para con los elevados, y así llega a su término toda contienda.

En lo interior, en el centro, en el puesto decisivo, se halla lo luminoso; lo oscuro está afuera.

Así lo luminoso actúa con vigor y lo oscuro se muestra transigente. De este modo ambas

partes obtienen lo que les corresponde. Cuando, en la sociedad, los buenos ocupan una

posición central y tienen el gobierno en sus manos, también los malos experimentan su

influjo y se vuelven mejores. Cuando, dentro del hombre, reina el espíritu que procede del

cielo, su influjo abarca también a la sensualidad y ésta obtiene así el sitio que le

corresponde.

Las líneas individuales ingresan en el signo desde abajo, y arriba vuelven a abandonarlo: de

este modo los pequeños, los débiles, los malos están yéndose, y ascienden los grandes, los

fuertes, los buenos. Este hecho es fuente de ventura y éxito.93

93 La cita corresponde al comentario del hexagrama 11, “T'ai / La paz” (I Ching 125-129).

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Una rama que “atraviesa, olivamente, el aire”: El junco y la corriente (1970)

El junco y la corriente es un libro que ocupa un lugar de relevancia en la obra de Juan

L. Ortiz. Subsisten aún hoy imprecisiones y lagunas respecto del proceso de escritura

del mismo. Hay, por supuesto, marcas ciertamente biográficas en el texto que lo anclan

en gran medida en las circunstancias del viaje emprendido por Ortiz, integrando una

comitiva de artistas e intelectuales del Partido Comunista argentino, desde septiembre a

noviembre de 1957. La motivación fundamental de ese viaje fue la de asistir a los

festejos por la conmemoración del 40° aniversario de la Revolución Bolchevique, en

Moscú, lo que derivó en la visita, también, a otros países del este europeo, como

Checoslovaquia, además de un breve paso por Suiza, en Zurich, y, por supuesto, en lo

que tendrá un altísimo impacto en la obra del poeta, la estadía en diversas ciudades de la

República Popular China.

El libro constituye, en lo que respecta a los primeros doce poemas que lo

integran, un notable registro poético de las impresiones y experiencias vividas por Ortiz

durante su estadía en China. El poeta ha querido mantener, en la ordenación de los

poemas, la estricta correspondencia con la sucesión cronológica de los avatares del

viaje, lo cual puede comprobarse al confrontarlos con el “Diario de viaje” en el que,

minuciosamente, consignara sus diversas circunstancias.94 Si el poemario se hubiese

restringido sólo a esta breve serie de poemas de ambiente chino, eso bastaría para

considerarlo un eslabón insoslayable en la poética orticiana; sin embargo, El junco y la

corriente se proyecta, también, en otras variadas direcciones. Además de esta serie de

94 El “Diario de viaje” forma parte de la edición de El junco y la corriente, coeditada por la UniversidadNacional de Entre Ríos y la Universidad Nacional del Litoral.

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poemas sobre China, está la de los poemas “argentinos”, para llamarlos de algún modo,

algunos de ellos, como “Entre Ríos” o “Al Paraná”, verdaderas claves de lectura de la

obra total. Y la serie final, que se conoce como la de los “homenajes” (varios de ellos

dedicados a sus amigos poetas: Juan José Saer, José Pedroni, Hugo Gola, etc.). Las tres

series –a las que se podría sumar una cuarta, con un solitario poema “ruso”,

“Leningrado”, eslabón entre los poemas “chinos” y los “argentinos”– sugieren un

relativamente extenso período de composición del libro a la luz de la notoria unidad

temática de cada bloque cuya autonomía, sin embargo, no se encuentra demarcada por

ningún tipo de división interna en capítulos o partes. Los poemas, simplemente, se

suceden en lo que podríamos suponer una correlación con la cronología de su escritura.

El libro, en su versión actual, es publicado por primera vez recién en diciembre

de 1970, cerrando el segundo volumen de En el aura del sauce. La editorial de la

Biblioteca Constancio C. Vigil de Rosario ya, en mayo de ese mismo año, había

publicado el volumen inicial que incluía los primeros siete libros que Ortiz publicara a

partir de su ya varias veces comentada peculiar técnica editorial. El segundo tomo

presenta los restantes tres libros ya editados; no obstante, y en lo que constituye su gran

novedad, incorpora un corpus de textos inéditos que integran lo que en definitiva

conformará su undécimo libro: se trata, precisamente, de El junco y la corriente.

Llamativamente, apenas un año antes, en 1969, Carlos Pérez Editor publica una

antología de la obra de Ortiz, a cargo de Juana Bignozzi, y que incluye, también, una

entrevista al poeta. En esa edición, en la que sus responsables asumen la misión de

echar luz sobre lo que presentan como una riquísima obra poética sumergida en el

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olvido95, aparecen bajo el título de “El junco en la corriente” (repárese en la colocación,

respecto del que luego será el título final del libro, de la preposición en en lugar del

nexo copulativo y) dos poemas que, sin embargo, luego serían incluidos en La orilla

que se abisma: “Preguntas a la melancolía” y “Suicida en agosto”. Esta particularidad

ratifica lo que ya comentáramos en otra oportunidad: la evidencia bastante cierta de que

la composición de los tres últimos libros orticianos transcurrió de manera, en un punto,

simultánea, además del hecho de que, quizás, el hallazgo del título de El junco y la

corriente podría haber precedido a la escritura de, al menos, áreas importantes del

corpus poético final. Además, claro, del hecho de que entre los poemas de estos dos

libros debe haber habido cierta intercambiabilidad hasta el establecimiento de sus

versiones definitivas con la edición de En el aura del sauce.

Tras su primera edición en 1970, El junco y la corriente vuelve a ser publicado

en 1996, con la aparición de la Obra completa, en este caso con un importante aparato

de notas que enmarcan los textos, sumamente oportunas tratándose de poemas que

empiezan a asumir, en este momento decisivo en la evolución de la obra, una voluntad

de alusividad manifestada, entre otros rasgos, por una profusión de nombres (propios y

toponímicos) que son introducidos en el devenir de una progresiva y radical operación

95 Francisco Bitar cita palabras de Juana Bignozzi en el marco de esa edición: “Los diez libros y lospocos artículos que constituyen la obra de Ortiz, de hecho son inhallables. Ni en bibliotecas oficialesni en centros de estudios literarios, salvo en casos particulares –y casi nadie tiene la obra completa–se pueden conocer esos libros de tapas azuladas con la pequeña viñeta dibujada por el propio Ortizque constituyen una de las pocas obras poéticas de nuestra literatura. Esta situación justifica, por lotanto, la edición de su obra completa o la presentación antologizada de la misma. En esta últimaopción que hemos elegido, dadas las características de este libro, se encontrarán además de larepresentación de las dos o tres líneas básicas de la poética orticiana, aquellos poemas que forman laimagen de Ortiz como «Ella iba de pana azul...», «Rosa y dorada...», «No podemos abril...» y losautobiográficos, «Villaguay» y «Gualeguay»” (181). Seguramente, la decisión de Carlos Pérez Editorde editar una antología fue tomada en sintonía con la preparación de la edición de En el aura delsauce y cuyo primer tomo sería publicado en mayo de 1970.

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de desanclaje de éstos respecto de sus referentes. La opacidad referencial será una de las

características centrales de este sector de la obra orticiana, sumado ello al hecho de que

también desde el punto de vista de la composición gráfica del poema hay, podríamos

decir, un desborde: los poemas pierden el margen izquierdo de la página (el derecho se

había desbordado mucho tiempo atrás): prevalece una tendencia a “ocupar la parte

derecha de la página” como proponen los editores de la edición 2013 de El junco y la

corriente:

Se entiende que, más allá de las distintas lecturas acerca del corrimiento del verso (la

mayoría de ellas en apelación a su función mimética), queda clara la voluntad de Ortiz de

manchar la página completa (pensemos en el movimiento que comienza en el título, pero de

inmediato debe lanzarse hacia el primer verso alineado a la izquierda: ya la mirada se ha

desplazado por todo el ancho de la página). Consideramos la posibilidad de aspirar a este

movimiento.(Bitar XL)

Esa edición presenta por primera vez al libro con independencia de En el aura

del sauce (independencia siempre relativa en el marco de una obra con la notable

vocación de unidad, como la que ostenta la de Ortiz). El texto, sometido a revisión,

tomando en cuenta las erratas señaladas en la edición de 1970, se apoya sin mayores

variantes en la versión fijada por la edición de la Obra completa de 1996; por ello, pero

también por la consulta de manuscritos autógrafos del poeta, así como por el estudio

introductorio y las notas a los poemas, dicha edición constituye un valioso aporte para el

estudio del texto96. El libro integra la colección “El país del sauce” que se enmarca en el

96 La edición presenta, además, otros valiosos materiales relacionados con el texto tales como la referidatranscripción del diario de viaje llevado por Ortiz durante los casi dos meses por los que se extendióel viaje a China y Europa del Este, algunos de los poemas de autores chinos traducidos por Ortiz mássus copias facsímilares, además de una cronología del poeta y otros documentos de gran interés.

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proyecto editorial desarrollado de manera conjunta por la Universidad Nacional del

Litoral y la Universidad Nacional de Entre Ríos y que apunta a trazar un mapa literario

de ese territorio que, a grandes rasgos, coincide con los de la provincias de Santa Fe y

Entre Ríos pero que no necesariamente se restringiría puntualmente a ellos.97 Por

supuesto, así como el proyecto de la Biblioteca Vigil, de fines de la década del sesenta,

se apoyaba en la obra de Ortiz, de circulación todavía lateral, como su punto de partida

privilegiado, y que se concretaría con la edición de los tres tomos de En el aura del

sauce,98 en el caso de la colección “El país del sauce” la presencia del aura orticiana no

podía ser menos determinante, comenzando por el nombre de la colección que se apoya

en los ya aludidos versos del poema “Entre Ríos”, del libro de Ortiz que nos ocupa

(“Pero es mi «país» únicamente, el sauce / que sobrenadaría, hoy, sobre las direcciones

de un limbo?” [578]).99

No obstante, y remitiendo al instrumental crítico insoslayable aportado por la

edición anotada por Sergio Delgado de El Gualeguay en 2004, sobre todo por tratarse de

97 Es interesante transcribir algunos de los argumentos de los responsables de la colección en torno a laelección de éste, entre los tres libros “autónomos” del poeta, para integrar la colección: “La decisiónno resultaba de ninguna manera sencilla: amén de quedar obligados a pensar en la pertinencia de esteo aquel título en la diversidad de un abanico ciertamente nutrido y magnífico, debíamos sobre todopreguntarnos por nuestra facultad o incluso por nuestro derecho, como editores, de desviar de sucauce originario una porción del caudal. Si En el aura del sauce fue concebido por Ortiz como unatotalidad, ¿no estaríamos entonces atentando contra el deseo de su autor?, ¿no estaríamos inclusomutilando una obra al separar uno de sus títulos? Y en el sentido contrario, al mismo tiempo queechamos luz sobre el libro editado, ¿no pondríamos en evidencia el resto de los libros al elegir delconjunto nada más que uno de ellos? La im-pertinencia, en todo caso, parecía correr por nuestracuenta. (Bitar XXXVI).

98 Aunque la primera obra completa en ser publicada fuera, finalmente, la de José Pedroni.Ahondaremos, más adelante, en ello.

99 Recordemos que esta colección, dirigida por Sergio Delgado –a diferencia de la colección“Homenajes” de la Biblioteca Vigil de Rosario que, a fines de los sesenta, se proponía publicar obrascompletas de autores señeros del Litoral argentino– publica libros puntualmente escogidos en elmarco de las obras de autores del área Litoral. Algunos de los títulos publicados hasta la actualidad,además de El junco y la corriente, son Viaje a Misiones de Eduardo L. Holmberg, la Obra poética deDaniel Elías, Nuevamente el camino y otros textos de Luis Gudiño Kramer, Entre Ríos, mi país deAlberto Gerchunoff, entre otros.

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un texto, como aquél, por momentos críptico, Francisco Bittar, apoyándose en ese

antecedente, defiende la validez de la decisión de publicar de manera autónoma El

junco y la corriente, uno de los tres libros que sólo había circulado en las ediciones,

tanto la de 1996 como la de 1970, que reunían la totalidad de la obra orticiana. La

decisión, que finalmente recae en El junco y la corriente, bien podría haberse volcado

sobre La orilla que se abisma100 (recordemos la aparente intercambiabilidad inicial,

anteriormente apuntada, que habría precedido la conformación final de los corpus de

ambos libros). Además de ser considerado un texto “bisagra”, una “preparación” de El

Gualeguay, y el primero de los tres libros que se conocen de Ortiz luego de 12 años de

silencio, El junco y la corriente es, dice Bittar:

[...] el texto del viaje, es decir, el texto de la desterritorialización, de la sobreimpresión del

acá sobre el allá. Este libro, con sus “idas y venidas”, con la reflexión extrema respecto de

sus procedimientos y, en consecuencia, con el afianzamiento de toda una poética que hace

síntesis de su propia historia pero que busca también una recapitulación de la poesía

universal [...] invoca también los dos libros por venir, [...] es el lugar donde la producción

anterior, como en un espejo, se desdobla en lo que será. (Bitar XXXVII)

De los tres grandes conjuntos de poemas que componen el libro, a los que en

términos generales, y siguiendo los criterios expuestos, encuadraremos como “poemas

chinos”, “poemas argentinos” y “poemas homenaje”, es tal vez la primera de esas series

la que emerge como una luminosa rareza en la obra orticiana. En ella, cabría reconocer

una expansión del diario de viaje minuciosamente llevado por Ortiz101. Es más, el diario

100 Éste, que hasta hace poco era el único de los trece libros que no contaba con una edición conindependencia de la Obra Completa, recientemente fue publicado por editoria Losada.

101 Cabe puntualizar que las anotaciones del diario de viaje de Ortiz se asemejan más estrictamente a lasentradas de una agenda que al desarrollo propio de un diario personal.

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presentaría, tomando impertinentemente prestadas algunas nociones canónicas de la

narratología estructuralista, las funciones cardinales, los núcleos narrativos de ese relato

orticiano en China (el libro es, entre otras cosas, la crónica de un viaje), proyectados en

la catalización imaginal que despliega, en el espacio abierto entre esos núcleos y

siguiendo la linealidad indicada por su concatenación, la sucesión de los poemas. Todo

relato, dice Roland Barthes al respecto, es “infinitamente catalizable” y Ortiz parece

haber querido que El junco y la corriente fuese el correlato poético de esa notable

operación de catalización de los eventos nucleares de un viaje, en muchos sentidos,

fundacional (mítico, quizá, también, por ello). Pero, a diferencia de lo que subyace a los

postulados de la formulación del modelo narratológico estructuralista, si hay algo

“esencial”, “no suprimible” en este relato orticiano, se trata no precisamente de sus

núcleos sino de sus catálisis (los poemas), en las que prima, además, el elemento

“indicial” por sobre el “descriptivo” o referencial en tanto que “informativo”.102

El modo elíptico y opaco, vertebrador de la poética de Ortiz, se radicaliza.

Hablábamos de una poética del nombrar orticiana que va a dominar la zona final de su

102 Barthes señala en su “Introducción al análisis estructural de los relatos” que en esa sintaxis del relatoexistirían “dos grandes clases de funciones: las unas distribucionales, las otras integradoras. Lasprimeras corresponden a las funciones de Propp, retomadas en especial por Bremond, pero quenosotros consideramos aquí de un modo infinitamente más detallado que estos autores; a ellasreservaremos el nombre de funciones (aunque las otras unidades sean también funcionales). [...] Lasegunda gran clase de unidades, de naturaleza integradora, comprende todos los indicios (en elsentido más general de la palabra); la unidad remite entonces, no a un acto complementario yconsecuente, sino a un concepto más o menos difuso, pero no obstante necesario al sentido de lahistoria: indicios caracterológicos que conciernen a los personajes, informaciones relativas a suidentidad, notaciones de «atmósferas», etcétera; la relación de la unidad con su correlato ya no esentonces distribucional (a menudo varios indicios remiten al mismo significado y su orden deaparición en el discurso no es necesariamente pertinente), sino integradora; [...] Para retomar la clasede las Funciones, digamos que sus unidades no tienen todas la misma «importancia»; algunasconstituyen verdaderos «nudos» del relato (o de un fragmento del relato); otras no hacen más que«llenar» el espacio narrativo que separa las funciones-«nudo»: llamemos a las primeras funcionescardinales (o núcleos ) y a las segundas, teniendo en cuenta su naturaleza complementadora, catálisis.(14-15)

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producción, pero esa por momentos abrumadora omnipresencia del nombre más es lo

que oculta que lo que muestra. Nombrar, para Ortiz, es sugerir, es aludir, es sembrar

pistas, es enmascarar huellas. Porque el centro más hondo de aquello que el nombre

nombra, aquello que anida en la profundidad última de la operación nominativa, debe

ser preservado contra el riesgo de vaciamiento de la palabra poética, “el más peligroso

de los bienes”, parafraseando a Martin Heidegger (21-25). La poesía, dice Octavio Paz,

es el reino “donde el nombrar es ser” (106). Pero, y la poesía orticiana sería testimonio

de ello, se trataría de un nombrar no taxonómico, de un nombrar que incorpora en su

manera lo que hay de silencio, lo que hay de abierto, lo que hay de inconcluso y de

enigmático en lo nombrado.103

Así como El junco y la corriente en su totalidad propone una evidente estructura

de concatenación de poemas agrupados en series temática, del mismo modo, en el

marco de cada una de esas series, y muy especialmente en la primera de ellas, la de los

poemas chinos, cabe también reconocer la articulación de los poemas en, a su vez,

series interiores, apoyadas en nombres que refieren a localizaciones geográficas104: el

conjunto de tres poemas, por ejemplo, que giran en torno al río Yang Tse105 (transcrito

por Ortiz con la ortografía “Yan-Tsé”, probablemente en este caso, como en otros en

103 Francisco Bitar utiliza la expresión “silencio hablado”, sugerente apelación a los modos fundadoresde la poética orticiana.

104 En una estructura que –y en lo que no deja de ser muy apropiado en este caso– comúnmente seconoce como de “cajas chinas”.

105 Ellos son “El gran puente del «Yan-Tsé», “En las gargantas del Yan-Tsé” y “En el Yan-Tsé”. Los trespoemas se ordenan en el libro uno a continuación del otro y en los tres la presencia dominante delgran río (el “río largo”, en la traducción literal del término chino, el más extenso de China y uno delos tres más largos del mundo después del Amazonas y el Nilo) preside los textos desde su dominantelugar en el título. No obstante, las corrientes del Yang Tse vuelven a aparecer en otros textos en queno constituye, quizá, el motivo central, como ocurre, por ejemplo, en el poema “En Chun-King”, queprecede a los tres de la serie del Yang Tse, y en el que, por tratarse de la ciudad de Chongqing,recostada a sus márgenes y acariciada por “la seda profunda del Yan-Tsé”, resuena, en sordina, elpaso del gran río.

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relación con las palabras chinas, por razones eufónicas) constituye uno de los notorios

casos al respecto; también, la referencia a la ciudad de Shanghai (transliterada por Ortiz

como “Sanghai”) preside desde el título tres poemas pero, en lo que no deja de ser una

curiosidad, en dos de ellos a modo de epígrafe y entre paréntesis (“Cuando digo

China...” y “En el museo Lou-Sing”, también dispuestos ambos en orden sucesivo), y,

en el otro caso, también como epígrafe del poema “En el recuerdo”106, pero aquí no

enmarcado entre paréntesis y formando parte del sintagma “Fue en Sanghai”.

Ortiz, casi un año después de su regreso a la Argentina, en la navidad de 1958,

escribe a un corresponsal, de nombre Chi, una carta largamente demorada –por lo cual

se disculpa ante el amigo chino– en la que, manifestándole también, con cierta

nostalgia, el recuerdo constante de lo vivido allá, le cuenta que “desde entonces” (desde

el retorno a la Argentina)

no he hecho otra cosa, puede decirse, que ocuparme de China, leyendo, dando aquí y allá

“conferencias” u organizando conversaciones. Y no he podido cumplir con los

compromisos. Seguiré en 1959. (“Envíos” 1099)

A lo que luego agrega:

Le envío unas cosillas que Ud. no conoce. El poema último: “Luna de Pekín”, fue, en

realidad, el primero que escribí allí. Publíquelos, traducidos, donde Ud. le parezca mejor: en

las revistas de las otras capitales, por ejemplo.

“Luna de Pekín”, el primer poema escrito en la primera ciudad china visitada por

Ortiz, a la que arriba el 29 de septiembre de 1957, de acuerdo con su diario de viaje, es,

también, el que encontramos en el inicio de El junco y la corriente107. Este texto,

106 Un epígrafe que deviene delicado aforismo: “ Un abrazo, un silencio y una sonrisa vuelta abrazo /Fue en Sanghai” (568).

107 En la carta de Ortiz a Chi, “Luna de Pekín” es referido, en primer término, como “el poema último”

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126

inaugural en varios sentidos, es el primero en el que se manifiesta la liberación del verso

del margen izquierdo: el movimiento del poema, oscilante entre ambos márgenes

(ambas orillas) irá, de modo constante y gradual, derramándose por la anchura del

blanco de la página, lateralizándose por momentos y volviendo luego a la construcción

de un centro lábil que avanza, a su vez, hacia la complejidad de la forma final del

poema orticiano. El río de la escritura avanza en su vaivén horizontal; en tanto, la luna

china, esa luna de Pekín, sube.

Sube la luna

sube

en el filo del silencio...

Loto del silencio

de Octubre? (553)

Ortiz permanece en Pekín hasta el 10 de octubre, fecha en la que emprende,

junto con el resto de la comitiva, el viaje a Shangai. En esos primeros días de octubre

debe haber sido escrita una versión inicial del poema. No podría haber otro momento

más propicio que octubre, el mes de la primavera (que para Ortiz, en China, es otoño),

el mes de la Revolución, para el encuentro de Ortiz con la luna china, celebrado en este

poema. La luna no cesa en su movimiento ascendente y el poeta, también, se deja llevar,

despojado de todo lastre, de todo peso, en la dirección de la luna.

(el último del conjunto de cuatro poemas mecanografiados que se encontraron entre los papeles delpoeta que, presumiblemente, habrían sido los enviados a Chi) pero que, en realidad, es el primeroescrito en China. Aquí, incuestionablemente, Ortiz establece el lugar de “Luna de Pekín” comoumbral de la serie china, y, por supuesto, de El junco y la corriente. Como ya lo comentáramos, estacorrespondencia de la serie de poemas “del viaje” (entre los que incluimos a “Leningrado”) con lasmarcas cronológicas anotadas por Ortiz en la agenda, se mantendrá sin fisuras en todo el libro.

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127

Y yo también sobre la ciudad, pero flotando

hacia un mediodía que fue

de pétalos de cielo, ya, para el regreso de ellos...

para la mirada de ellos... (553)

Esa luna de Pekín sube, dice Ortiz, en lo que inicialmente puede plantearse como

una imagen cifrada, “hacia su «i»...”. La curiosa imagen de la luna como el punto que

sobrevuela la letra “i” propone variadas reflexiones; por un lado, insinúa la

convergencia entre las imágenes que promueve en Ortiz el encuentro con la naturaleza

pero, también, la convergencia del paisaje cultural chino (el diario de viaje deja

constancia de las visitas a museos, la asistencia a presentaciones teatrales, los

encuentros con escritores, que ocupan gran parte del tiempo del grupo de viajeros

argentinos, entre otras variadas actividades de índole cultural) con aquellas referencias,

icónicas para el poeta, de la literatura occidental, particularmente la poesía francesa, de

la cual Ortiz fue un consecuente lector, las que se sobreimprimen en el poema (en todos

los poemas de la serie china), en la conformación sincrética de esa versión del Oriente

que proponen los poemas orticianos. Puntualmente, la imagen de la luna como el punto

suspendido encima de la “i” remite a un poema, con toda seguridad, leído por Ortiz:

Alfred de Musset y su poema-emblema, “Ballade à la lune”. La primera estrofa es la

siguiente:

C'était, dans la nuit brune,

Sur le clocher jauni,

La lune

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128

Comme un point sur un i.108

La referencia resulta transparente y el préstamo tomado del poema de Musset

evidencia el entramado de las tradiciones puestas a dialogar por Ortiz. Diferentes

nombres propios, en representación de ambos mundos, “desde las dos orillas / de la

brisa”, dirá Ortiz, se enumeran. Está el recuerdo de los amigos que quedaron en la

Argentina, a los que el poeta quisiera llevarles como presente de su viaje, tal vez esa

luna aureolando la noche de Pekín:

Pero a vosotros, ay, los latidos míos que dejé

qué os enviaría

desde esta agonía de la una...

[…]

qué os enviaría que no fuese ese suspiro que os dolió

con la corola de ayer?

Y al cariño de Luis, de Raúl, de Hugo, Paco, Mario...

José Luis...

qué presente?

Esta luna, acaso?... (554)

Varios de esos amigos, también poetas, también hermanados con Ortiz por la

misma profesión de fe revolucionaria, son aludidos a través del modo ya conocido en

“Gualeguay” de elidir el apellido109; algunos de ellos reaparecerán, luego en la tercera

108 Una tentativa traducción de los versos citados es la siguiente: “Estaba, en la noche morena, / sobre elcampanario amarillento, / la luna / como un punto sobre una i” (Bitar 187). El poema fue incluido enel libro Premieres poésies de Musset, de 1829.

109 Algunos de esos apellidos, no obstante, podrían ser tentativamente repuestos: González Tuñón (Raúl),Gola (Hugo), Urondo (Paco), Medina (Mario), Víttori (José Luis).

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sección implícita del libro, el sector de los “homenajes”, ya “del lado de acá”, en la

orilla “argentina” de El junco y la corriente.

“Del lado de allá”, el arco de la tradición poética china se extiende desde un

nombre canónico como el de Li-Tai-Pé (también conocido como Li-Bai o Li-Po) hasta

poetas contemporáneos a Ortiz como Emi-Siao, a quien conoció en su viaje. El primero

de ellos habría vivido entre los años 701 y 762 y su poesía se difundió en Occidente en

gran medida gracias a las traducciones de Ezra Pound. Perdura la leyenda –y Ortiz se

hace eco de ella en el poema– acerca de que, navegando borracho en un bote por el río

Yang-Tsé, murió ahogado al intentar abrazar la luna reflejada en el agua.

Esta luna, acaso?...

esta hostia de las edades

con la harina de Li-Tai-Pé

tal como a su doble

en lo hondo,

dicen,

la eternidad lo igualara? (554)

Otro de los poetas chinos homenajeados por Ortiz, pero en este caso en otro

poema, “El gran puente del «Yan-Tsé»”, es, además, el héroe de la Revolución China y

el conductor del proceso histórico del país al momento de la visita de Ortiz: Mao Tsé-

Tung. El poeta y crítico brasileño Haroldo de Campos, en el notable ensayo sobre Ortiz,

ya referido, encuentra una vinculación genética entre el poema orticiano con el titulado

“La torre de la grulla amarilla” de Mao. Aunque algunos críticos plantean dudas

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respecto de la posibilidad de que Ortiz conociera el poema de Mao, recién publicado en

1957, pocos meses antes de su llegada a China, no parece improbable que haya

regresado con una copia, presumiblemente traducida al francés, de varios poemas de

Mao, luego traducidos por Ortiz al español.

Como todo viaje, también el orticiano llegó a su fin y el regreso, conjeturamos,

tiene que haber significado un desgarramiento para el poeta. Así como él no dejó de

regresar de distintos modos a China (escribiendo conferencias, traduciendo sus poetas,

reescribiendo el Yang-Tsé, el “río largo”, en su distante espejo, “El Gualeguay”),

nosotros volveremos luego, en otros momentos de este trabajo, a esta orilla china de la

“extranjería” orticiana. Pero esa extraterritorialidad que, en China, le hace añorar a los

amigos “de acá” (el “allá” para un Ortiz en ese momento zambullido en su “acá” chino)

y a quienes reúne en su poesía –aboliendo las distancias entre una y otra orilla, entre

uno y otro continente, entre dos mundos– con los nuevos amigos chinos, ese saberse

“extranjero” ya había sido experimentado por Ortiz en lo que él llamara su “trasplante”

de 1942, de Gualeguay a Paraná, proceso testimoniado por El álamo y el viento, libro

que, en 1947, señala la irreversibilidad de la brecha que abre todo exilio (más o menos

forzado, más o menos voluntario): ambas orillas nunca se juntarán y el sujeto quedará,

irremediablemente, partido en dos, siempre incompleto en un lado, por aquello que

quedó del otro.

La crítica orticiana ha señalado que el poema “Entre Ríos” opera como la

bisagra que articula esas dos orillas que son los mundos entre los que oscila el poeta. La

primera estrofa nos proporciona una posible decodificación del estatuto de ese “entre”:

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131

Cómo podría decirte, oh tú, el que no puede decirse

alma, ahora, del sauce:

el sauce que Michaux hubo de comprender, al parecer,

recién en Pekín? (578)

Luego de recorrer tierras lejanas, navegar ríos ajenos, el viajero Ortiz intenta

reconocerse en el territorio y los ríos propios. Y la gran conmoción manifestada en los

dos primeros poemas del ciclo “argentino” de El Junco y la corriente es que tanto su

provincia, así como su gran río, el Paraná, se muestran tan ajenos e impenetrables como

aquello que vio en la lejana China. Y esta incapacidad para reconocerse en el medio

propio, es lo contracara de aquella operación de apropiación sincrética del gran río

Yang-Tsé, tan propio o tan ajeno como se le presenta, a su regreso, el Paraná. La

metodología aplicada por Ortiz a la traducción de los poemas chinos parece imponerse

como la matriz desde la que, para sí, Ortiz traduce China, reescribiéndola en una

versión, la suya, mediada por la lengua francesa, leída a través del prisma de la cultura

de esa Francia, “dueña de todas las formas que se posan en todos los rumbos de la rosa”

(350) y a la que Ortiz dedicara el poema final de El álamo y el viento en ocasión de su

liberación de la barbarie nazi. Una manera, un método propiamente orticiano: aproximar

orillas. Dicha versión de los poemas chinos necesita el puente que significa la versión

francesa de esos poemas; la geografía china mirada a través de los ojos de un francés,

Henri Michaux, permite reescribir la propia.

Pero lo que se sabe de eso que está “entre” son sus límites: los ríos que lo

abrazan. En el interior del territorio demarcado por esos ríos, ese “entre”, sentido como

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propio, no puede, no obstante, ser dicho. Resulta sumamente sugestiva la presencia de

Michaux en esta primera estrofa como alter ego, quizás, del propio Ortiz; el periplo del

francés anticiparía la perplejidad del reconocimiento equívoco del entrerriano: Michaux

debió arribar a la China para descubrir, en Pekín, el sauce; Ortiz, quizás, en ese espejo

invertido que es la China, encuentra tal vez la clave para “leer” su provincia, que se dice

como “país”: el país del sauce. Pero el sauce que metonimiza ese país no puede decirse:

Espíritu del sauce, oh tú,

mi “Entre Ríos”...

que ha de reaparecer, probablemente, en otro fluir

sobre los vértices de lo invisible... :

millones y millones de “golondrinas para hacer” de nuevo el trigo

de la eucaristía... (584-585)

El sauce y el río, los dos notorios símbolos, estructurantes, de la poesía de Ortiz,

no pueden decirse110; o, tal vez, intentando decirlos, no hubo otro camino que aferrarse

al incesante caudal de una obra poética que se derramará a lo largo de sesenta años para

intentar esbozar algo de aquello que se escapa permanentemente, que no deja de fluir,

que sólo podría ser evocado haciendo oír su silencio:

Y perdón, otra vez,

oh tú, el que no puede decirse...

perdón, por haber querido decirte,

110 Recordemos el poema, ya referido, de La orilla que se abisma, en que Ortiz ratifica la imposibilidadde develar el centro secreto de su poesía: “Me has sorprendido, diciéndome, amigo, / que «mi poesía»/ debe de parecerse al río que no terminaré nunca, nunca, de decir…” (“Me has sorprendido”, en Laorilla que se abisma, OA 861).

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gravitando tan largamente, tan largamente, sobre tu silencio de espera,

cuando sólo, en verdad, cabía,

evocarte a través de tu mismo silencio,

haciendo oír tu silencio... (597)

En “Al Paraná”, la operación es más radical aún: aquí no es que aquello que se

siente como propio sólo podría ser dicho haciendo hablar al silencio; aquí no se puede

hablar del objeto, el río Paraná; el correlato de esa mirada que no puede leer los signos,

que no puede construir sentido, llega al mismo punto en que comienza “Entre Ríos”: el

gran río tampoco puede decirse:

Pero deja que, al menos, te despida unos pétalos

de ese ángelus de mis gramillas

que desciende casi hasta el agua

cuando ésta

pierde sus ojeras

y da en hilar, fúnebremente, con la primicia que deslíe

el duelo de arriba,

la raíz

de la lágrima...

No sé nada de ti...

Nada... (604)

El motivo es insistente y resuena a lo largo del poema: “No sé nada de ti...”. A

ello volveremos, con insistencia, en subsiguientes momentos de este trabajo. No

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obstante, mientras transita por el entre de esos ríos ajenos (El Yang-Tsé, el Paraná),

“nuestro río marcha y marcha” dirá Ortiz en carta a su amigo y coterráneo, el poeta

Alfredo Veiravé. Se trata del río “propio”: el Gualeguay. Todos los caudales de la poesía

de Ortiz van a confluir en “El Gualeguay”. Ese río que también está “entre ríos”, entre

los dos grandes ríos, el Uruguay y el Paraná (ese “fresco abrazo de agua” de

Mastronardi), nunca ha dejado de demarcar el derrotero del poeta: a su vera, durante los

primeros 46 años de su vida; siguiendo, luego del trasplante, su marcha por los caminos

de la memoria, del recuerdo y del olvido. Ese río (el poema que dice ese río) será la

última frontera, “la orilla que se abisma”, el retorno de la corriente al punto exacto de su

nacimiento, el punto al que todo viajero sueña retornar, como aquel Ulises de Kavafis

(otro poeta entrañable para Ortiz) quien, errando por mares voraces, por países extraños,

nunca olvida su Ítaca, la pequeña y querida isla a la que, un día, al cabo de tanta

distancia y de tanto mar, por fin, arribará.

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“El río era todo el tiempo, todo...”: El Gualeguay (1971)

La escritura de El Gualeguay supone, no parece haber dudas al respecto, la empresa

poética más ambiciosa de Juan L. Ortiz, plasmada en un texto en el que se despliegan

todos sus modos, sus temas, su lenguaje, su sistema. El poema, de 2.639 versos, además

de funcionar, a su modo, como un arte poética orticiana –en tanto identificación de los

modos de intervención del río en el paisaje con los desplegados por su propia poesía–,

también se postula como mapa de ese vasto territorio consolidado a través de la paciente

edificación de una obra que, con la lectura de El Gualeguay lo ratificamos, apuntaba

hacia ese lugar de síntesis y de rotunda madurez autoral. El poema cartografía el

territorio de la escritura orticiana y la geografía que está en su base resulta, como sucede

en el poema “Las colinas” de El alma y las colinas, sólo parcialmente identificable con

el territorio provincial entrerriano. Y esto debería quedar bien claro: no hay nada de lo

que se aleje más el poema que de una presunta intención documental respecto de la

historia y la geografía entrerrianas, no obstante haberse apoyado, con escrupuloso apego

–tal como lo demuestra Sergio Delgado en el importante cuerpo de notas al poema,

reeditado por Beatriz Viterbo en 2004–, en diversas fuentes documentales como, por

ejemplo, la Historia de Entre Ríos de César Pérez Colman.

Delgado, en su microscópica lectura del texto, evidencia la muy singular

apropiación orticiana de dichas fuentes; éstas, al ser sometidas a la forja de su lenguaje,

operan como insumos del poema, operación que Ortiz parece no haber tenido la menor

intención de disimular. El texto proporciona variados ejemplos al respecto. Uno de ellos

lo encontramos en la referencia a otra fuente muy importante para su andamiaje, el libro

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136

de José Figueira, Los primitivos habitantes del Uruguay. Pérez Colman, apoyándose en

la obra de Figueira, enumera una serie de rasgos culturales de las tribus charrúas y

minuanes, en una y otra banda del río Uruguay, los que son sistemáticamente transcritos

por Ortiz. Veamos cómo, a la manera de un palimpsesto, aflora sobre la piel del poema

la voz de Pérez Colman, cuya obra opera como texto-tutor en muchos pasajes de El

Gualeguay:111

Pérez Colman Ortiz

Caracteres intelectuales. Organizacióninflexible, incapaz de adaptarsepermanentemente a la vida civilizada. Pococomunicativos, algo curiosos, de escasainventiva. Facultades perceptivas muydesarrolladas, particularmente el oído y lavista.

Y ese oído y esa vista como en flor? (265)

Estructura operadora. No existía división deltrabajo, a no ser entre los dos sexos: loshombres se dedicaban a la caza mayor y a laguerra, confeccionando sus armas. Lasmujeres arreglaban los utensilios, armaban ydesarmaban los toldos, y cargaban con ellos enlas mudanzas.

Y esa labor sin división, de más alláa no ser para “la débil”a cargo de las breves cosas y los toldos? (267-269)

Estructura política. Tipo Patriarcal, o con jefesaccidentales o temporarios, elegidos por susagacidad y valor en los momentos de peligro.

Y el “patriarca” y los “jefes fugaces”medidos con la vara de las luces y del héroe? (270-271)

Estructura civil. La ley no se hallaba separadaaún de las costumbres.

Y esa ley que sólo era la costumbre? (273)

Estructura militar. Sistema militar nodiferenciado del civil. Sólo la poblaciónmasculina tomaba las armas para organizar laguerra.

Y esas armas que no pesaban sobre nadie,fundidas en el grupo,y se apartaban de las manos íntimas? (274-276)

Estructura matrimonial. Exogamia (porcaptura) y endogamia. Bastaba elconsentimiento de la interesada para casarse[...].

y esa función de la sangre para la corola de la mujer?(272)

Sentimientos estéticos. Empezaban amostrarse en la regularidad y simetría con quehacían algunas armas. Primeras

Y esa geometría combinada, en las vasijas del sur? (288)

111 Remitimos, entre paréntesis, al número de verso(s) transcrito(s). Las referencias al texto de PérezColman las tomamos de las notas de Sergio Delgado en la edición 2004 de El Gualeguay.

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manifestaciones de dibujo en cerámica,bajorrelieve. Formas geométricas simples ycompuestas, de líneas rectas y puntos [...].

Artes. Encendían fuego por medio delfrotamiento de dos maderos. Comían la carnealgo asada. Bebida compuesta de miel y aguafermentadas. Preparaban pieles. Trabajaban lapiedra, madera, hueso y el barro, para hacersesus armas y utensilios. Las armas de piedra, amenudo eran pulimentadas [...].

Y ese fuego encontrado en el amor de dos maderos?Y ese espíritu de la miel para la sed?Y esas pieles hasta “la seda”?Y la piedra y el hueso y el barro y la madera,acariciados también hasta los útiles? (277-278)

Los desafíos que debe haber presentado la composición del poema a Ortiz

resultan, tal vez, proporcionalmente trasladables al reto que supone su lectura. El

sistema de referencias en que descansa el texto –anclajes más o menos velados,

alusiones más o menos transparentes– constituye, sin dudas, un primer gran obstáculo

que nos hará derivar “entre la fascinación y el desconcierto” (Sergio Delgado “El río

interior” 7). ¿Qué hacer con El Gualeguay? ¿intentar echar anclas de un significante

proliferante y elusivo en el puerto seguro de una significación que se afinque en la

ilusión de una proporcionalidad entre la palabra y su referente? ¿o dejarse llevar por esa

marea de las palabras (del río, su fluencia, su escritura) y esperar que esa deriva de sus

ondas, tal como sucedía con la ondulación a la que nos invitaba el deslizamiento de las

colinas entrerrianas en el poema “Las colinas”, aboliendo el detalle y el matiz, nos

presente, acaso, en una lógica de la mirada que se abre a las grandes extensiones, el

hallazgo de una forma necesariamente abstracta aunque no por ello menos luminosa y,

acaso, epifánica? Así como cada marinero se enfrentará al abismo de las aguas con todo

el instrumental –técnico, teórico, experiencial– de que pueda disponer, como lectores, el

gran río orticiano nos invitará –y nos incitará– a lanzarnos en su cauce guiados por

nuestras precarias brújulas para, simplemente, discurrir por él mientras él se deja

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navegar.

¿A dónde nos llevará el río, ese río que no se detiene, ese río que “continúa”, tal

la palabra que Ortiz usa para cerrar –¿cerrar?– el poema? El poema, en el que se

estampa la palabra “fragmento” a modo de subtítulo en su inicio –como una articulación

de los fragmentos de la historia que fluye al ritmo de la sucesión de las poblaciones

humanas que aparecen en el centro de la escena y luego se pierden en los márgenes de

las historia, relato que se detiene en la focalidad momentáneamente central de las

formas de vida animales y vegetales manifestadas en él para luego seguir su rumbo–,

simplemente avanza hacia su destino: continuar su marcha. Esta “historia”,

necesariamente abierta en tanto que “fragmento”, intencionadamente desestabilizada en

tanto que relato propiamente histórico, quedará, en razón de ese mismo gesto,

inconclusa en ese anuncio de continuidad de su palabra final.

Pero Ortiz nos enfrenta con una paradoja: ese río que no para de fluir, que se

define por la deriva incesante de sus aguas, aparece como el polo “quieto”, como el

testigo inmóvil de otro curso que fluye a sus márgenes: el de la historia (la historia del

territorio entrerriano y de las formas de vida que en él anidaron pero también la historia

de un país que comenzaba a nacer y cuyas ondas desaguaban en esa provincia con

forma y vocación de isla, abrazada por esos ríos que tanto se ahondan en la cavidad de

un mar extinto como vuelan en los pájaros que lo conforman112). El río, el otro río, el río

112 Dos metáforas residen en el sustrato etimológico de los nombres de los grandes ríos entrerrianos:Paraná es una expresión tupí-guaraní que integra los términos pará, “mar” y aná, “pariente”; resultade ello que el nombre del río Paraná es descriptivo de esa vastedad que lo hace “pariente del mar”. Eltérmino Uruguay, por su parte, de raíz también guaraní, refiere a ese “río de los pájaros” que operacomo límite entre la provincia de Entre Ríos y el país que lleva su nombre, la República Oriental delUruguay. El afijo uru designa genéricamente a “ave” y guay refiere a “agua”. Aníbal Sampayo, unode los referentes más destacados del Canto Popular Uruguayo, es el autor de una canción que, ademásde ser un emotivo homenaje al río, se convirtió en una especie de himno espontáneo del Uruguay. Se

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139

interior, el Gualeguay, hecho también de un fluir que es, a la vez, ahondarse y elevarse

en su vuelo, en su versión orticiana, sin dejar de fluir, sin embargo, se detiene. Los ojos

ubicuos del río miran la historia que transcurre: el río está para atestiguar esa historia. El

río que es “fluidez” adquiere en su conformación orticiana las propiedades de lo

“sólido”113: lo inconmovible, lo que siempre está y estará, lo que cuando todo muda,

“continúa”. El río mira y atesora las imágenes; el poeta, desde los ojos del río, decide

contar la historia, esa historia que nadie más que él –el río– vio. Y el poeta comprende

su destino: se descubre –aunque siempre lo supo– el lenguaraz del río.

El río es colocado por Ortiz en una centralidad absoluta, centralidad que se

desborda de su eje colmándolo todo, “vigía” de toda la extensión territorial

entrerriana.114 Desde su posición panóptica, la mirada del río se tiende hacia el horizonte

que se prolonga desde una y otra orilla; hacia la amenaza del “este” (los realistas de

Montevideo, el acecho del imperio portugués) y hacia el avance del “oeste” (esa Santa

trata precisamente de “Río de los pájaros”; transcribimos la primera estrofa: “El Uruguay no es un río/ es un cielo azul que viaja / Pintor de nubes: camino / con sabor a mieles ruanas”.

113 Dice Juan José Saer, al respecto de la dialéctica entre lo “sólido” y lo “fluido” en Ortiz: “El tema casiexclusivo de su poesía era el escándalo del mal y del sufrimiento que perturban necesariamente lacontemplación de un mundo que es al mismo tiempo una fuente continua e inagotable de belleza,tema que no difiere en nada del dilema capital planteado por Theodor Adorno después de Auschwitz.En casi setenta años de trabajo poético, Juan L. retomó una y otra vez ese tema, aplicando lacombinación de lo invariante (Fu, éki) y de lo fluido (ryújo), que para Basho, el maestro de haïku,constituyen la oposición complementaria de todo trabajo poético. Sus poemas fueron haciéndose cadavez más largos, más polisémicos. más herméticos.” (El río sin orillas 228/9). Sergio Delgado, por suparte, inscribe esta tensión entre lo sólido y lo fluido en el orden del paisaje orticiano comoarticulación de lo sólido representado en el árbol y la fluidez del río, siendo ambos, por otra parte, ríoy árbol, figuras excluyentes en la conformación de su sistema poético: “El río (fluido) y el árbol(fijo), en la inagotable riqueza de cada una de sus imágenes, son los elementos principales dearticulación de esta suerte de gramática poética del paisaje.” (“El río interior” 20)

114 El río como vigía paradójico ya que a diferencia de lo que sucede habitualmente (quien cumple el rolde guardia o vigía ocupa una posición por encima del nivel del suelo, sobre algún faro, torre opromontorio), él, recostado sobre la superficie de la tierra, sólo ve, especie de panóptico menguado,aquello que transcurre en el campo de su visión. Desde ese lugar, su mirada se proyecta en el ejehorizontal (se proyecta en la proliferación del sintagma, progresa metonímicamente) perdiendo laperspectiva del paradigma, obturándose el terreno de la metáfora.

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Fe que veía en “la otra banda del Paraná” una extensión de su propio territorio, mera

“colonia” santafesina dedicada al pastoreo); hacia el río “pariente del mar”, que busca la

clave de su misterio en su profundidad; hacia el “río de los pájaros”, que la busca en su

vuelo.

Esa centralidad del río en las vidas que transcurren a su alrededor es la del

tiempo, condición y límite de toda experiencia humana. Ortiz, en su construcción de El

Gualeguay, abreva de la ya tradicional homología entre río y tiempo115. El fluir de

ambos cauces se confunde; el río, como el tiempo, resultando conceptualmente

concebibles como totalidades, desdibujan sus límites: las aguas del río se nutren de las

aportadas por sus afluentes y hacia ellas van las suyas, en una promiscuidad que en un

punto hermana el agua dulce de tierra adentro con la salobre del mar; el tiempo, por su

parte, desconoce su más allá o más acá con que la precariedad de la vida humana, la

provisoriedad de su transcurrir por esa corriente que llama “temporalidad”, camalote a

la deriva, intenta parcelarlo. Ortiz no se aparta de esa tradición; el río, como el tiempo,

lo domina todo, lo es todo:

115 Borges, parafraseando a Lugones, en una conferencia dictada en 1982 en la Universidad de NuevaOrleans, se refiere a la metáfora como “el elemento esencial de la poesía”. Pero, desdiciendo supropio pasado ultraísta, cuestiona la práctica de “comparar cualquier cosa con cualquier otra”,señalando incluso la “atrocidad” de Vicente Huidobro “que descubrió en los vagones del ferrocarrillas cuentas del rosario”. En ese orden de ideas, siente, en ese punto al que lo ha llevado el decurso desu vida –una vida dedicada a la literatura, como dice al inicio de la conferencia–, haber arribado a laconvicción de que hay “unas pocas metáforas esenciales”. Una de ellas, tal vez la primera en la quetodos pensaríamos, es la que identifica el tiempo con el río. Dice Borges al respecto: “se lee «eltiempo y el río» y uno siente que tiempo y río son esencialmente lo mismo. Cuando Heráclito diceque nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas están cambiando, uno siente que él escribióesta línea para que sienta no solamente que el agua está cambiando, sino que uno está cambiando.Uno es el río. De modo que –pienso– esa metáfora esencial –tiempo y río– es una metáfora real, noun mero juego de palabras. Recuerdo una línea que Lord Tennyson escribió alrededor de 1850. Diceasí: «Time in flowing through the middle of the night» (El tiempo fluye en medio de la noche). Ahípueden ustedes palpar las casas silenciosas, las ciudades dormidas y el tiempo fluyendo por su propiocauce sin que nadie lo advierta, excepto quizá Dios. ¡Qué placer! ¿Se dan cuenta? Esta es una de lasmetáforas esenciales: el tiempo y el río.” (“Magia pura”).

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El río era todo el tiempo, todo...

ajustando todas las direcciones de sus líneas

como la orquesta del edén bajo la varilla del amor...

Era el amor, el río...

Todo nacía de él o venía evangélicamente

a él. (62)

Pero esta omnipresencia del río, sosteniéndolo todo, “evangélico” dador de vida,

así como reservorio final al que va a dar todo lo que circula por su sistema para volver a

ser amorosamente ofrendado, asume, en estos versos, la centralidad del director de esa

orquesta, metonimizado en el empleo del término “varilla” que rige la polifonía edénica

del paisaje. Presencia solapada, al ras del suelo (el poema se distancia de la perspectiva

aérea de “Las colinas”), el río mira “desde abajo”, como lo dice el propio Ortiz. En la

Historia de Entre Ríos de César Pérez Colman, se presenta un esquema de la geografía

provincial que estaría en la base de la conformación de la poesía de Ortiz en tanto que

articulación con el paisaje (y de la que El Gualeguay sería, tal vez, su expresión

modélica):

Tres elementos fundamentales [...] priman en la conformación del territorio de Entre Ríos.

Ellos son en orden sucesivo: a) Sus dos grandes ríos circundantes: b) las cadenas de colinas,

que siguiendo una sistemática ordenación dan carácter al suelo; c) la enorme red fluvial

interior que se distribuye siguiendo el régimen que las colinas imprimen a la superficie.116

Esos dos grandes ríos circundantes que menciona Pérez Colman –que delinean

ese “fresco abrazo de agua” que, gracias al “tercer Carlos” (Mastronardi), como lo llama

116 César Pérez Colman, Historia de Entre Ríos. Época colonial (1520-1810), 2 tomos, Paraná, Imprentade la Provincia, 1936, p. 15.

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Ortiz en “Gualeguay”, el poema que cierra La brisa profunda, nombrará “para siempre”

a la provincia– constituyen las grandes líneas de ese diagrama, en la configuración de su

noción del límite, de esa “linde”, a partir de la cual, hacia su interior, se tienden,

ondulan, se deslizan, los dos grandes sistemas de colinas, las de Montiel y Grande, esas

“niñas danzantes” del poema, tantas veces referido, “Las colinas”, enclave insoslayable

para la decodificación de esta poética del paisaje orticiana. Estos dos sistemas de

cuchillas entrerrianas que confluyen dibujan, en la ondulación decreciente de sus

respectivas lindes, el valle central por el que corre el río Gualeguay y al cual arriban los

numerosos riachos y arroyuelos que, cual sistema venoso de ese organismo vivo que es

el territorio provincial, nutre el tejido entramado en sus colinas. El río Gualeguay aporta

el fluido que corre por el torrente circulatorio asegurando la vitalidad del organismo; los

ríos “exteriores” (ese “abrazo de agua” que es la linde), preservan, asimismo, su unidad

y autonomía. Ortiz, apoyándose nuevamente en Pérez Colman, refiere minuciosamente

el sistema de aportes y confluencias que constituye el Gualeguay y sus numerosos

afluentes:

Y continuando en la “féerie” con las caídas del cielo,

iban, asismismo, siendo suyas las otras.

Y así fueran o serían:

el “Sauce” y el “Moreyra” y el “Chañar”

Y el “Compás” y el “Curupi” y el “Ortiz”,

y el “Sauce luna” y el “Lucas”,

y el “Mojones” y el “Tigre”

y el “Villaguay” y el “Vergara”

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y el “Raíces” y el “Mosca”

y el “Cala” y el “de las Guachas”

y el “de las Masitas” y el “San Antonio”

y el “Jacinta” y el “de los Rayos” y el “Mosqueira”,

y el “Piedras” y el “Vizcacha”,

y el otro “Sauce” y el “de los Hornos”,

y el “del Medio” y el “Arrecifes” y el “Ceballos”...

y éstos a su vez, habían atraído o atraerían,

otras gracias delgadísimas, todavía, “sin óleos”,

para bendecir unas penumbras de paraíso, por ahí... (63)

Este esquema, la centralidad del sistema fluvial del río Gualeguay, discurriendo

a través del valle dispuesto entre los dos grandes sistemas de colinas provinciales, todo

ello demarcado (“abrazado”) por las aguas de los dos grandes ríos, transparenta la

evidencia de la hegemonía de El Gualeguay en el sistema poético orticiano, la

culminación de una poética que parece haber llegado a su centro definitivo: un centro

paradójico, que fluye, se desborda, se escapa –hecho de agua, como está– como el agua

entre las manos.

¿Qué es lo que dice un nombre? ¿qué nombra? ¿el nombre evidencia, desoculta,

expone el meollo de lo nombrado, permite catalogarlo, clasificarlo, incorporarlo al

diálogo de todos los seres y las cosas, siempre pertrechados de sus respectivos nombres?

¿será, desde una lógica asimilable al modo orticiano, situar entre dos orillas, la del

significante y la del significado, el eterno fluir de lo innominado? ¿apartarlo de ese fluir

hacia la nada en el remanso discreto de un nombre? ¿o acaso el nombre, espejo

equívoco, momentáneamente, tranquilizadoramente, refleja la superficie de lo

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nombrado en su propia superficie, proyectándola sin ahondar en ella? ¿no es el nombre,

acaso, una técnica de apropiación de todo aquello que, “marcado” con la palabra, cual

ganado cimarrón, se somete a quien lo marcó, a quien aplicó el hierro candente sobre su

piel? ¿no será el nombrar la manera más eficaz de ceñir a una forma, a una delimitación

todo lo que, incesante, escapa de ese uno, a esa identidad permanentemente acosada por

lo múltiple, lo diverso, lo plural que nos conforma y que, paradójicamente, nos preserva

de la mazmorra de la individuación117?

Ya hemos señalado el pertinaz desarrollo de una poética del nombrar en Ortiz.

Lo marcábamos en el poema “Gualeguay”, uno de los más relevantes enclaves del ciclo

autobiográfico orticiano, en el que el regreso, por la rememoración, a los días de la

infancia en la ciudad edificada en las márgenes del río que ahora nos ocupa, se

presentaba jalonado de nombres: nombres de amigos y compañeros, nombres incluidos

en series, nombres cifrados en la elisión de los apellidos que deberían acompañarlos.118

Reconocíamos, además, otro jalón de esa escalada nominativa en la profusión

toponímica de “Las colinas”; pero allí también encontrábamos que la aparente

117 Dice Giorgio Agamben que “la magia es esencialmente una ciencia de los nombres secretos. Todacosa, todo ser tiene de hecho, más allá de su nombre manifiesto, un nombre escondido, al cual nopuede dejar de responder. Ser mago significa conocer y evocar este archinombre. De allí, lasinterminables listas de nombres –diabólicos o angélicos– con los cuales el nigromante se asegura eldominio sobre las potencias espirituales. El nombre secreto es para él sólo el símbolo de su poder devida y de muerte sobre la criatura que lo lleva.” (“Magia y felicidad” 24). En el sentido de laspalabras de Agamben, la magia orticiana estribaría en esta tarea –meollo del modo constructivo de ElGualeguay– de evidenciar, desde la mirada desprejuiciada del río, los nombres cifrados, ocultos trasla fronda de las orillas, desdeñando la carcaza apariencial de un modo designativo que tergiversa larealidad de ese mundo circundante, que es todo el mundo del río.

118 Dice al respecto Sergio Delgado en referencia a “Gualeguay”: “Esta fuerte referencialidad de lospersonajes está, al mismo tiempo, desdibujada por la escisión, en todos los casos, del apellido, y enalgunos casos por la utilización de apodos, nombres que difícilmente trascienden la esfera de lofamiliar. Ningún nombre debe confundirse con otro y se evitan las superposiciones organizándosecuidadosas series: el primer Carlos, el segundo Carlos, el tercer Carlos; Agustín, el otro Agustín.”(“Notas” 902).

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transparencia referencial a la que podría conducir la asimilación del “mapa” orticiano

con la cartografía física entrerriana implicaba, quizá, caer en una trampa respecto de la

cual el modo elusivo de la escritura de Ortiz se esfuerza insistentemente en prevenirnos.

El Gualeguay extremará ese gesto programático de lo que podríamos llamar una ética

orticiana del nombrar elusivo: inductora de ambigüedad, desestabilizadora de los

sentidos dados, desocultadora de lo oscuro, de lo lateral, del segundo plano.

Distintas series nominativas se sucederán en El Gualeguay: nombres de pueblos

y parajes, de ríos y arroyos, de árboles y plantas, de pájaros y peces. El río, que todo lo

ve, que todo lo registra, no obstante, refracta mucho de lo visto (lo oculta en sus

profundidades) para sólo reflejar –en la voz del poeta, su portavoz– aquello que

cuidadosamente escoge para mostrar: aquellos nombres que resultan funcionales a los

fines de la viabilidad de un modo del relato histórico que, provocadoramente, ha

escamoteado de esa narración aquello que se yergue como matriz canónica de la

discursividad histórica: la armazón de fechas, lugares y nombres. Así como

repetidamente Ortiz apela a la utopía de “una poesía sin poetas”, en el sentido de la

abolición de una distancia derivada de la escandalosa bipartición de la sociedad entre

quienes han resultado favorecidos con el instrumental que les permite acceder a los

bienes de la cultura y quienes no lo han sido –los que conforman esa “red de sangre”

que sostiene los juegos estéticos de los otros119–, también, como correlato del mismo

impulso utópico, Ortiz parece señalarnos el camino de una historia sin nombres ni

119 Recordemos los siguientes versos de “Oh, mis amigos habláis de rimas”, poema de De las ráices ydel cielo: “Habéis pensado, mis amigos, / que es una red de sangre la que os salva del vacío, / en eltejido de todos los días, bajo los metales del aire, / de esas manos sin nada al fin como las ramas deJunio, / a no ser una escritura de vidrio?” (533).

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fechas (una historia con fechas imprecisas, una historia con los grandes hechos y los

grandes nombres elididos y con los pequeños, los laterales, en situación de visibilidad

sesgadamente central). Una historia que dice tanto con lo que muestra como con lo que

decide callar, que se asume ambigua, equívoca y elusiva como lo es “la realidad” (los

procesos, los caracteres, los eventos que la estructuran y la definen). Acaso, la

confluencia de ambas utopías, la de una historia descentrada convergiendo con una

poesía carente de voz personal, sea la sugerencia de una estribación posible desde la que

atisbar el mapa, siempre inestable, de una poética que concreta su vocación de levedad

desarraigándose de las ataduras de la referencia, poniendo a volar las raíces.

Uno de los modos dominantes de esta elusividad del nombrar orticiano sería, tal

vez, la proliferación de cadenas de derivación sinecdótica que hace que el sujeto del

decir histórico resulte referido al cabo de un complejo encadenamientos de sinécdoques.

Francisco Ramírez, el caudillo entrerriano, uno de los “héroes” del relato orticiano, el

“Supremo”, nunca es nombrado o aludido por su nombre o apellido: es, para Ortiz,

metonomizando el paisaje característico de Entre Ríos, la “primera caña” y también, en

otro momento del poema, “una rama de orilla”; el otro gran héroe, Giuseppe Garibaldi,

por su parte, es también referido a través del mismo modo de dispersión metonímica.120

Ambos héroes son héroes vencidos, héroes menguados; derrotado el primero de

ellos por la coalición de las poderosas provincias vecinas (Santa Fe, Buenos Aires,

Córdoba) y sus caudillos (los que, actores secundarios de la trama, en este caso sí son

120 Algunos de las expresiones usadas por Ortiz para aludir a Garibaldi son: cabellos (“unos cabellos deprimavera”, v.2230), guedejas (“unas guedejas de Diciembre sobre unos hombros, sobrevivían”, v.2244), rizos (“pero se iban igual que su atardecer, asimismo, de rizos”, v. 2246). En otros casos, comocuando el poema se detiene en la figura de Tomás de Rocamora, fundador de la ciudad de Gualeguay,este es aludido, sencillamente, como “Don Tomás”.

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nombrados: Estanislao López, Bustos, Lucio Mansilla, etc.), queda, como rama

amputada del árbol (la cabeza seccionada de Ramírez expuesta en el Cabildo de Santa

Fe), arrastrada por el remolino de una historia unitaria que, con Ramírez, sepultó el

proyecto autonomista y federal de la “República de Entre Ríos”; el segundo de ellos,

Giuseppe Garibaldi, un aventurero italiano que luego llegaría a ser el prócer de la

reunificación italiana, detenido, encarcelado y torturado en el pueblo de Gualeguay,

pondría en evidencia las miserias y las bajezas pueblerinas ante el otro, el diferente, el

que señala los caminos de, precisamente, la historia grande, la Historia con mayúsculas,

la que, desde la convicción de siempre de Ortiz, testimoniará la victoria final de ese

héroe colectivo y anónimo que –para utilizar un término que no por lo manido deja de

ser oportuno– se sigue conviniendo en llamar “pueblo”.

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Un “anhelo de morado”: La orilla que se abisma (1971)

En septiembre de 1959 se produce la que será la última mudanza de Juan L. Ortiz a la

casa sobre las barrancas del Parque Urquiza, en la ciudad de Paraná, desde la cual

contemplaría por casi veinte años el río, las islas, la costa santafesina. Esta casa,

devenida objeto de peregrinación para poetas, intelectuales, periodistas durante la

década del sesenta, se constituirá en el escenario idóneo para el inicio de la

construcción, por esos años, del “mito Juanele” y marcará, además, la culminación de lo

que podríamos llamar la “serie de las casas”121, localizable en el marco del ciclo

autobiográfico de la obra orticiana. En esa casa Ortiz vivirá sus últimos 20 años y en

ella se producirá la síntesis más notoria de sus procedimientos y temáticas condensados

en sus últimos tres libros: El junco y la corriente, El Gualeguay y La orilla que se

abisma. Síntesis que deviene correlato natural de un período dedicado, casi en igual

medida, a la introspección contemplativa como a la experimentación respecto de las

formas poéticas.

Esta casa, la mítica casa del Parque Urquiza, a diferencia de las anteriores, fue

mandada a construir por el poeta. La pensó como su casa y se apropió de ella aún antes

121 Dice Sergio Delgado en relación con “Gualeguay” de La brisa profunda: “Esta historia subjetiva searticula sobre distintas casas: las casas de la vida de soltero (la casa de la calle Ayacucho, la casasobre el Parque) y las casas del poeta casado (una primera en el centro, de nuevo la misma casa delParque, y luego otra casa en el barrio), que se corresponden con casas reales en las que vivió Ortiz.”(“Notas” 901-902). En el sentido de esta reflexión respecto del valor vertebrador de la casa comocifra autobiográfica, resultan iluminadoras al respecto las siguientes palabras de Gaston Bachelard:“Para un estudio fenomenológico de los valores de intimidad del espacio interior, la casa es, sin dudaalguna, un ser privilegiado, siempre y cuando se considere la casa a la vez en su unidad y sucomplejidad, tratando de integrar todos sus valores particulares en un valor fundamental. La casa nosbrindará a un tiempo imágenes dispersas y un cuerpo de imágenes. En ambos casos, demostraremosque la imaginación aumenta los valores de la realidad. Una especie de atracción de imágenesconcentra a éstas en torno de la casa. A través de todos los recuerdos de todas las casas que nos hanalbergado, y allende todas las casas que soñamos habitar, ¿puede desprenderse una esencia íntima yconcreta que sea una justificación del valor singular de todas nuestras imágenes de intimidadprotegida? He aquí el problema central.” (La poética 33).

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de ser construida. En una entrevista que le fuera realizada en 1964, se refiere una

sugestiva anécdota respecto de la significación que esa casa adquiriría para él: en el

marco de algunas de las tantas conversaciones previas con el constructor respecto del

proyecto a ejecutar, Ortiz, en el punto preciso del terreno dispuesto para la implantación

de la vivienda, trazando un rectángulo en el aire, le dice: “Quiero aquí, en este lugar,

una ventana desde la que se vea el río”. El constructor le habría respondido que aquello

no pasaba, en definitiva, de ser un detalle y que, en primer lugar, era imperativo resolver

una serie de cuestiones técnicas respecto de la construcción (cálculos estructurales,

materiales a utilizar, disposición de los espacios interiores, etc.); Ortiz, inflexible, sin

dejarse arredrar por la argumentación técnica del constructor, le responde lo siguiente:

“Yo quiero, aquí mismo, una ventana. Lo demás lo piensa usted”.122 Frente a esa casa,

recortadas por esa ventana, fluirán las imágenes que alimentarán la última poesía

orticiana: retornarán las imágenes atesoradas en China y que conformarán la primera

sección de El Junco y la corriente; emergerá, a través de la corriente de la memoria, el

caudal de El Gualeguay para atestiguar la historia; se vislumbrará el vértigo de una

escritura al límite en La orilla que se abisma.

Hablábamos, en ocasión de referirnos a El junco y la corriente, que en razón de

la coexistencia, hasta cierto punto, del proceso de escritura de aquel libro con éste que

ahora nos ocupa, varios poemas, en versiones previas a la finalmente establecida en la

edición de la Biblioteca Vigil de 1970, habrían sido destinados por el autor

alternativamente a uno u otro conjunto. Pero, al haber tomado ambos libros su forma

122 Entrevista realizada por Carmelina de Castellanos en 1964, de la cual se conservó una copiamecanografiada entre los papeles de Ortiz. No conocemos ninguna publicación que haya reproducidoel texto de la entrevista, referida por Sergio Delgado (“Notas” 929).

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definitiva, parecería claro que frente a lo que señaláramos de El junco y la corriente

como el libro que cronica un viaje fundante (al menos en lo que respecta a su sección

inicial), La orilla que se abisma sería, en palabras de Sergio Delgado, “el libro de la

inmovilidad contemplativa” (929). Frente a ese río, el Paraná, ese río “ajeno”,123 el

proceso de la reflexión contemplativa “se abisma”: proliferan la preguntas, la sintaxis

deriva en incontables ramificaciones, la mirada se obstina en la focalización del detalle:

una brizna mecida por el viento, el lila de los jacarandás, el canto del grillo, …

¿Cuál es la orilla que se abisma? Ortiz, desde los barrancos que miran al río,

desde lo alto, a través del foco enmarcado por esa ventana que concibió antes, aún, de

imaginar la casa, ante un río que desconoce, que no puede traducir, extrema los

mecanismos de proliferación de ese otro río, el de la escritura. El río, y el mundo que lo

rodea y lo contiene, no pueden ser dichos: código irreductible, formas arbitrarias. El río

de la escritura es la forma alterna que, dialogando con las formas del mundo, inventa

ese otro mundo, alterno, a su modo, también, donde un río es todos los ríos124.

A medida que el ojo gana el poder de registrar con minuciosidad todo lo que

atesora ese paisaje entrerriano vivido y escrito, en la medida en que el sistema poético

orticiano se complejiza y se extreman sus procedimientos, la realidad que intenta

capturarse se hace más remisa, más inasible, más opaca. Sergio Delgado, en referencia a

uno de los poemas del libro, propone una formula que, creemos, resultaría aplicable al

libro en su totalidad y, también, a la obra en su conjunto: “El poeta desconfía de la

123 Recordemos el insistente leitmotiv del poema “Al Paraná”, de El junco y la corriente: “Yo no sé nadade ti...” (598-604).

124 ¿Un eco borgeano, quizá?: “La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo, no puede,sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios.(Obras 708).

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comunicabilidad de lo vivido, al mismo tiempo que convierte a esta

«incomunicabilidad» en sustancia del poema.” (“Notas” 930)

Y si esto que dice Delgado es verdad, como lo creemos, el proyecto orticiano

adquiere aquí un cariz radicalmente oximorónico: asistimos a un denodado esfuerzo por

capturar una forma que se fuga pero, no obstante el vacío de la referencia de esa forma,

el mundo ha ganado, a su vez, una forma nueva. El río de la vida (de todas las formas de

vida, de “todos los mundos” que coexisten125), que Ortiz contempla desde su ventana –o

en la deriva distendida de sus caminatas, o a través del prisma de sus múltiples lecturas,

o a través del reconocimiento con el otro en la amistad o la piedad–, ese río promueve

este otro, tumultuoso, sinuoso, laberíntico, de la escritura. Tal vez, parafraseando ahora

a Roberto Retamoso, la orilla que se abisma es la orilla litoral y en ese espacio abisal

emerge la otra, la orilla literal, la orilla de la poesía, también abismada, también

sintagmática y derivativa, también sin inicio y sin fin.126 La improbable comunicabilidad

de lo vivido: la escritura cobija una intimidad que no puede decirse porque,

sencillamente, no hay cómo decirla. El modo de la escritura orticiana asedia ese centro

íntimo sabiendo que la armazón tejida a su alrededor (alrededor de esa orilla íntima y

esencial) lo cobijará y lo preservará.

A la frecuente caracterización de la poesía de Ortiz como una poética del

125 Enviamos nuevamente a “Los mundos unidos... (El Hospital Palma)”, de El álamo y el viento: “Quela infancia tenga su mundo, que la enfermedad tenga su mundo, / que el animal tenga su mundo, quelas cosas tengan su mundo. / No nos queda sino el amor para franquear sus límites / o envolverlos deun delicado respeto hasta que podamos penetrarlos / y juntar tantas chispas en una gran llamafraternal que abrasará hasta las estrellas.” (302)

126 “Margen litoral -y margen literal- la orilla que se abisma es lo que se pierde, hundiéndose en unahorizontalidad sin límites, en el instante en que la mirada se abre a un «otro lado» cuya fugadesdibuja los límites del terruño y los confunde, en ese desdibujarse, con los contornos evanescentesdel universo.” (“Sobre La orilla que se abisma”).

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nombrar127 se suma otra evidencia: la de que estamos ante un modo poético que hace del

preguntar –una interrogación tendida ante un mundo que, en esa misma interrogación,

nombra, es decir, funda– su meollo. Nombrar preguntando, o preguntar para nombrar:

este proceder simbiótico impreso en la forma orticiana demuestra, entre otras cosas, que

ese nombre que otorga su lugar en el mundo a todos y cada uno de los seres y cosas

existentes, se encuentra permanentemente desestabilizado por el silencio, o la

imprecisión, o la inestabilidad esencial de su poder designativo. El nombre, que tanto

dice como oculta, que tanto muestra como escatima, que tanto focaliza como lateraliza,

codificado en esta manera acumulativa del nombrar orticiano (paradójicamente

rematada, generalmente, en un pregunta), difumina, al modo de la pintores

impresionistas, los contornos de lo nombrado:128

Azahares, pues

de aquí...

estos azahares, sólo, en los cabellos de la muchachita?

…Y corría, ella, de pronto,

corría para escapar aún a ese perfume que, muy cercanamente, la ceñía

de novia...

cuando hubiera querido permanecer,

todavía,

en soledad con el misterio que la languideciera

127 Agrega al respecto Retamoso en el mismo ensayo: “Nombrar todo y nombrarlo de todas las manerasposibles parecería ser la utopía de la escritura orticiana, como si la mismidad del ser solamentepudiera decirse repitiendo, en innumerables series diferenciales, las variaciones de las imágenes quemuestran las formas cambiantes de lo múltiple donde se representa lo mismo.”

128 Remitimos a lo que sugiriéramos en el apartado anterior dedicado a El Gualeguay.

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en la otra luna

sobre un atardecer de élitros? (807)

En esta manera orticiana se reconoce un recurso muy característico de su poesía

en lo que respecta al uso de los signos de puntuación; concretamente, en este caso, la

elisión del signo de interrogación de apertura129. Roberto Retamoso y Héctor Piccoli han

expuesto de manera cristalina el sentido y el alcance de este procedimiento en Ortiz:

Entre los recursos del poetizar de Juanele, hay un procedimiento característico, que consiste

en elidir el signo de apertura de la interrogación. Esa elisión, unida generalmente a la falta

de inversión verbal, hace que el comienzo de la pregunta resulte imperceptible y que sólo

pueda leerse como tal retroactivamente, a partir del final. Un primer momento, entonces,

progresivo, que sigue la linealidad de la secuencia en que leemos aparentemente un

enunciado aseverativo; y un segundo momento, retroactivo, en que la emergencia del signo

"?" resignifica la leído, en tanto interrogación”. (Piccoli; Retamoso 71)

De todas las preguntas que se suceden y articulan, hay una de ellas, implícita en

el azul de la flor del jacarandá, a la que el poeta vuelve una y otra vez; y, como es

natural en Ortiz, ante la interrogación, el esbozo de respuesta asume la vestidura de una

nueva pregunta.

Ah, él me pregunta, me pregunta...

y quiere como adelantar, tímidamente,

una suerte de manecillas

hacía un secreto mío, o nuestro, que él desearía, al parecer,

129 Procedimiento que de ninguna manera es uniforme: el signo de interrogación a veces es colocado y aveces no, lo cual evidenciaría una decisión estilística, en constante vacilación, por parte de Ortiz. Seha, literalmente, desarrollado una mitología en torno de este punto.

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154

poner de pie

y unirlo al suyo... (752).

El atardecer, con sus pinceladas de rosa, hace del florecimiento del jacarandá

que se anuncia en el paisaje, un acontecimiento que registran, en el particular giro de la

sinestesia orticiana, los sentidos: la percepción de la presencia latente de la flor se

anticipa al registro validador de la visualidad: ¿cómo se la “siente”?, ¿con el olfato?, ¿a

partir del estremecimiento que eriza la piel?, ¿en el crepitar paulatino que reverbera en

un oído atento y abierto?

Está por florecer el jacarandá… amigo…

Es cierto que está por florecer… lo has acaso sentido?

Pero dónde ese anhelo de morado, dónde, podrías

decírmelo? (858)

En el primero de los poemas del libro, el aura del jacarandá, aún sin ser

nombrado, ya esta allí: los colores de las lilas y las rosas se maridan, se funden, se

contagian en la promiscuación de sus respectivos cromatismos. El río, cual espejo,

proyecta ese mestizamiento cromático hacia todo el entorno circundante dotándolo de

una coloratura característica del paisaje orticiano “en el hilo de las diecisiete”, es decir,

en el filo del atardecer. La reflexión, en un punto sombría, respecto de la caducidad y la

muerte (las lilas y las rosas con un destino irrecusable de marchitamiento) devendrá en

el poema en la evidencia de que aquello “imperceptible que huye”, aquello que,

literalmente, “se abisma” en un aire que, como el río, se ha teñido de lilas, aquello que

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155

se fuga y aquello que deriva es, a su vez, todo aquello que permanece y permanecerá: la

gran vida del río y su mundo, nutrido por su fluir en la minuciosa capilaridad de su

circulación.

El río

y esas lilas que en él quedan...

quedan...

No se morirán esas lilas, no?

Y ese olvido que es, acaso, el de unas hierbecillas

que no se ven...

Pero qué rosas se secan, repentinamente,

sobre las lilas,

en el hilo de las diecisiete,

entre la enajenación del jardín

y la ligereza de las islas, allá, para sugerir hasta los iris

de lo imperceptible que huye? (751)

El jacarandá, su frondoso vuelo vertical, su despliegue cromático, su aroma

velado, constituye una presencia que insistentemente hilvana el decurso de la lectura en

este último libro de Ortiz. En dos de los poemas que hemos mencionado, ambos con el

mismo título, “El jacarandá”, las pinceladas de lila y de morado, y de un azul

aturquesado que engarza sus flores en el celeste del cielo, se presentan como vectores

explícitos que encauzan la deriva textual. En el primero de ellos, el segundo del libro, en

la escena del poeta interpelado por el jacarandá subyace el acuerdo implícito de que el

misterio de esa comunión tan íntima entre el hombre y el árbol puede ser asediado pero

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156

no develado. El secreto del hombre se funde al secreto guardado por el árbol (y que

será, a su vez, preservado por todos los demás elementos del entorno natural). Pero el

secreto, ese misterio, no debería ser leído en clave de ocultamiento o apropiación de

algo precioso; el secreto remitiría a un código, quizás, que el poeta laboriosamente ha

logrado deconstruir y que no puede ser develado sencillamente porque ese código –en

razón de la unidimensionalidad de una cultura que no puede proveer la clave de acceso

al misterio, que no enseña a mirar, ni a oler, ni a verdaderamente oír– resulta

indescifrable.

El misterio del jacarandá es que de tan azul se torna transparente, una

transparencia que se funde con la materia del sueño de quien duerme del otro lado de la

ventana, una transparencia que es palpable, que el jacarandá “aspiraría a tocar”. Sus

ramas, en su silenciosa proyección vertical, de repente, en el aleteo de sus flores

naciendo, ejecutan su melodía: las notas preciosas que se engarzan con las perlas de un

silencio también melodioso. La música del jacarandá habilita el oído para reconocer

otras músicas –la de las margaritas creciendo, por ejemplo–, y el secreto tenazmente

preservado y, al mismo tiempo, penosamente asumido, es que se está ejecutando una

sinfonía en el paisaje, que nadie (o muy pocos) puede escuchar.

En el otro poema homónimo, más breve que el primero, el florecimiento del

jacarandá, ese “anhelo de morado” que se insinúa, es anunciado por una embriaguez de

los sentidos –en el sentido sinestésico que ya apuntáramos– y se cala en lo invisible (en

su sentido más literal de lo que no se puede ver). El poema finaliza en el desarrollo de

una sutil gradación cromática que va de aquello invisible nimbado por ese anhelo

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157

morado del jacarandá a un rosa aún velado que va preparando la explosión de los lilas y

los morados.

Pero además de estos dos poemas en los que el jacarandá se presenta dominante

desde el umbral mismo, el título, hay otros dos en los que su presencia es también

recurrente; “Por qué, madre...”, el primero de ellos, presenta la escena, ya conocida en

Ortiz, del diálogo que el niño entabla con su madre130. El niño cree reconocer en el árbol

una presencia perturbadora, tanto para el cielo como para el río: las islas dudan sobre su

celeste y el árbol juega “sin moverse un mínimo” tal como las niñas (¿las colinas?) lo

hacen con las margaritas:

Y por qué se atreve, todavía,

aunque muriéndolo,

a complicar al río y, por momentos, hasta al cielo

de encima de él,

con eso mismo?...

Eso que hace “canas” –oh, quién las contaría?– dejase de exprimirse

de las moreras del sueño? (775)

Tal vez ese niño, en el que Ortiz enmascara su voz, haya descubierto en el

jacarandá el misterio de la música que armoniza el paisaje. Quizás el enigma del azul

del cielo espejado en el río esté cifrado en este árbol de flores violáceas y cantarinas.

Acaso el gran misterio que subyace es que todo es música, o mejor, que esa música de

notas azules aleteando tiene que devenir inexorablemente en una luz que se confunde

130 O con su padre, como sucede en el poema “Invierno” (AyC 479).

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158

con la dicha.

Pero no dejo de oír

el sonido de lo que fue una vez

agravándose, frágilmente, por la profundidad de un bosque...

No ves, por otra parte, que las notas no

[pueden unirse

y aletean sobre el vacío,

por más que se deslicen y por más que palidezcan

hasta una luz

que es casi la dicha? (776)

En el poema que sigue, “Quién dijo que...”, Ortiz insiste en la identificación del

jacarandá con “una jovencita” en la que trasparecen “unos secretos de rosa en unos

secretos de azul”:

El jacarandá, acaso, no se parece a una jovencita

sobre la orilla de sus venas ?

Una jovencita, verdad? que se eterniza y se eterniza,

aunque transpareciendo

muy fluidamente

unos secretos de rosa en unos secretos de azules

hasta la intimidad, apenas,

de un misterio que no llega a posarse,

y que, a pesar de ella, fugitivamente, la viste... (777)

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159

El misterio que nombra el jacarandá (que “viste” y aureola a esa jovencita) “no

llega a posarse”. Ese equilibrio “que es y que no es, a la vez”, la tensión de ese misterio

irresoluto, es la presencia del ángel. La deriva de los colores en la gama del rosa al azul,

las transparencias que se turban con la flor abriéndose, los silencios bajo el asedio de las

notas que patentizan el “anhelo de morado” del jacarandá y que, maridando las notas y

los silencios, componen la melodía perfecta del paisaje, son los signos de ese ángel que

Ortiz, tal vez, ha creído reconocer en el jacarandá.

Quién dijo que debía sus minutos

a un hilo que no se conocía,

en un equilibrio que es y que no es, a la vez,

y que se teme algo, así,

por la visita de algo que, repentinamente, es la misma,

la misma de un ángel? (777)

“Todo ángel es terrible” y éste que se asoma entre las flores del jacarandá

también lo es: el ángel de la tensión irresuelta del paisaje, el ángel ajeno al drama

humano. El río y el cielo –“complicados” por ese ángel, dice el niño que habla por boca

de Ortiz–, asomándose al misterio del jacarandá, descubrirán que uno es espejo del otro,

que el cielo es otro mar, que el río es también abismo que se ahonda hacia su centro:

abrazo de orillas que se abisman.

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Hoja en blancoHoja en blanco

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Capítulo 2Las formas en el mapa

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Hoja en blancoHoja en blanco

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163

El mapa Ortiz: un esbozo

Leer un mapa

¿Qué leemos cuando leemos un mapa? Le está vedado al mapa indicar exhaustivamente

la totalidad de cuanto subyace a su referencia. Podrá, sí, sugerir una traza, señalar

contornos ya que, por tratarse de una herramienta de representación geográfica, se le

concede la función de replicar, en una proporcionalidad asequible, la totalidad del

territorio representado. Se trata de un dispositivo destinado a proporcionar una forma, el

esbozo de una realidad excesiva; al presentarse como modelo del mundo (de algunos de

sus parcelamientos), conlleva una teoría implícita en su recorte cartografiado.

Asimismo, el mapa supone tanto una síntesis –una versión esquemática del objeto de su

representación– como la precisión y el detalle en la delimitación de sus contornos,

deslindando lo que es de lo que no, trazando la línea que discrimina el adentro del

afuera. Los mapas, sugiere Graciela Speranza, apoyándose en Michel de Certeau, son

concebibles como “verdaderos teatros de operaciones, antes de que la ciencia borrara

definitivamente las huellas de las rutas que los hicieron posibles, y los convirtiera en

descripción muda, geométrica y abstracta del mundo” (27). Y también suponen, por

supuesto, un reservorio de información oportunamente decodificable; cabe a su “lector”

privilegiar en el conjunto la información relevante respecto de la que no lo es, o lo es en

menor medida.

Dice Ortiz en el poema “Entre Ríos”:

Pero es mi “país” únicamente, el sauce

que sobrenadaría, hoy, sobre las direcciones de un limbo?

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164

No es, asimismo,

el “laúd” de líneas de ave

y de líneas que apenas se miran:

el Uruguay “de plumas” y el Paraná “de mar”,

en la revelación del indio?:

el “laúd” que sobrellevara, él, hasta el fin de sus costillas,

toda una “trovería”

que martillase en su concavidad como desde la silla,

ya, del “bronce”?:

un “laúd”, cuando más, así,

de regreso a las analogías y por la eternidad de los mártires? (JC 578-579)

Ese “país del sauce” se insinúa siguiendo las líneas que las formas relevadas por

su poesía sugieren, líneas a veces caprichosas, por momentos crípticas; trazos que

bosquejan, por ejemplo, la figura de un laúd,131 en lo que no puede dejar de ser leído

como, quizás, una sutil alusión a la naturaleza musical del paisaje provincial, tal como

lo vive –y lo lee– Ortiz. La inasibilidad de la noción que constituye la provincia (Entre

Ríos “no puede decirse”, es el motivo que recurre en el largo poema) asume en este

texto el correlato de una iconocidad que no puede figurativizarse. La deriva de ambos

márgenes fluctuantes en la página convierte la provincia en otra cosa, se des-figura, y el

mapa que la delinea se torna mapa de una totalidad más abarcativa: la provincia ha

devenido país, “el país del sauce”. Y el sauce, ese árbol que en su confluencia con el río,

tal como lo propone Sergio Delgado, funda ese “país”,

131 A veces, como señala Sergio Delgado, Ortiz también identifica el contorno entrerriano con la formade otro instrumento musical, la lira, sinécdoque por antonomasia, de la poesía (Delgado “Notas a ElGualeguay” 159).

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[...] en el poema “Entre Ríos” no es un río, ni es, mucho menos, como un río, sino que es

una “cita de ríos”. Y, al mismo tiempo, en ese sauce que siempre está entre ríos, que crece en

las márgenes de los ríos, se simboliza, o se metaforiza, el “país”, Entre Ríos, pero un país

que a su vez tiene un significado que va más allá del sauce o que la sombra del sauce no

alcanza a cubrir, que va mucho más allá, que es “él”, el que no puede decirse, o nombrarse,

el del “entre.” (“La obra de Juan L. Ortiz” 27)

En esa escritura, en ese trazado de los textos orticianos, emerge un nuevo dibujo

del territorio: ese “país” aludido, una “zona” orticiana (tomando un término de

raigambre saeriana) podría coincidir, acaso, con ese triángulo invertido descrito por el

propio Saer en relación con la espacialidad que entrama la poesía de Ortiz:

La ciudad de su infancia puede ser considerada, por su posición geográfica, como la matriz

o el ombligo de la región fluvial, ya que se encuentra justo en la mitad de la base del

triángulo invertido que trazan el Paraná y el Uruguay, cuando, reuniéndose en el vértice del

Delta, forman el estuario. Equidistante a vuelo de pájaro de los dos afluentes, un poco más

alejado de la desembocadura, su pueblo natal, Puerto Ruiz, domina el triángulo isósceles

que forman los lados de agua. (El río sin orillas 224)

La imagen del triángulo sugeriría, acaso, las coordenadas de ese atópico “país

del sauce”: las paralelas de dos ríos que fluyen equidistantes encontrarán el camino para

vincularse: una distancia entre un río u otro –entre ciudades que acompañan,

jalonándolo, el curso del río– invita a ser desandada. Vincular esos ríos, esas ciudades,

es, acaso, el tercer término: la base del triángulo que acaba conformándose. Cuando

decimos: “el triángulo se conforma”, decimos: “una forma emerge”; Juanele,

probablemente, lo haya entrevisto.

Entre los valiosos materiales aportados por la edición 2013 de El junco y la

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166

corriente encontramos el boceto de un mapa, dibujado por el propio Ortiz durante su

viaje a China de 1957, cuya base es el recorrido del río Yang-Tsé, tachonado con las

ciudades recostadas a su vera; en el ángulo superior se encuentra la ciudad de Pekín, a la

que arriba Ortiz a fines de septiembre con el resto de la comitiva argentina, punto de

encuentro inicial del poeta con la geografía china; el recorrido hacia Shangai, realizado

algunos días después, describe uno de los laterales y desde Shangai hasta Chung-King,

bordeando siempre el Yang-Tsé, se recorre la base de ese hipotético triángulo. La ciudad

de Pekín sería, quizás, el punto desplazado de esa serie de ciudades comunicadas en la

horizontalidad del río; de cara al mapa, Pekín, al norte de la hipotética base trazada por

el río, aparece como el punto necesario para trazar la línea vertical (y las potenciales

diagonales) para conformar el triángulo.132

Es notable cómo dicho triángulo del mapa chino se complementa –espejándose–

con el descrito por Saer: entre el Uruguay y el Paraná, los dos grandes ríos fronterizos

de ese “país del sauce”, ese país “entre ríos”, la ciudad de Gualeguay (es decir, Puerto

Ruiz, lo que significa también el río central, el Gualeguay), se asienta en la base de este

triángulo invertido, señala Saer, cuyo vértice, hacia el sur (el Delta del Paraná) es el

vértice exactamente correspondiente al que señaláramos en relación con Pekín en el

referido triángulo chino. Pareciera ser que ese tercer término es el necesario engaste

para que las dos grandes líneas de la poética orticiana se unan (las del Paraná y del

Uruguay, las del cielo y la tierra, las del río y del árbol, las del Paraná y el Yang-Tsé, las

132 Francisco Bitar, en la nota correspondiente al boceto dibujado por Ortiz e incluido entre los anexos dela edición de El junco y la corriente, se refiere a él en los siguientes términos: “Mapa en forma detriángulo dibujado por Ortiz que tiene por base el río Yang-Tsé y cuyo vértice superior es la ciudad dePekín. En él se indican las principales ciudades que recorrió el poeta. En la parte superior del facsímiles posible leer los nombre de Chen-cow, Joain y Husan, al igual que en los versos 3 y 4 del poema«El gran puente del 'Yan-Tsé'»” (207).

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167

del credo marxista y la belleza llamada a redimir al hombre).

El mapa Ortiz: formas ganadas para el mundo en el lento e incesante devanarse

de una poesía que ha edificado (se ha edificado en) su propio orbe; un mapa que, como

sugiere Carlos Schilling, “traza un recorrido y realiza una miniaturización: no agota

nunca el territorio que «representa», si bien se somete a sus contornos a la vez lo somete

a sus propias abstracciones, lo cifra a medida que lo descifra.” (169). ¿Cuál es el

referente de esa poesía (del mapa de esa poesía)? Nos encontramos, por lo pronto, con

una sumatoria de nombres de lugares (de ciudades y pueblos, de comarcas y parajes)

que, no obstante, no se restringen a la patria chica provincial, ni al país que la contiene;

tampoco a los lugares del mundo más frecuentados por la escritura de Ortiz: la palmaria

evidencia que surge de confrontar los nombres del mapa orticiano con los referentes del

planisferio (Argentina, Entre Ríos, China, Rusia, etc.) es la de la coincidencia de esos

nombres; coincidencia engañosa, en los términos de una exacta proporcionalidad del

referente con los modos y medios de su representación. En el sistema orticiano, el

territorio utópico (una utopía ciertamente localizable en el futuro) coincide con el de los

mapas que cristalizan la imagen del mundo actual y sus parcelamientos pero abrigará,

no caben dudas de ello para el poeta, una nueva comunión. La obra (su cartografía),

trazando contornos, recorriendo extensiones, dibujando límites y fronteras,

“desrrealizará”, no obstante, esos referentes: serán deconstruidos, reescritos, sutilmente

tachados y recodificados.

El ojo orticiano lo registra todo: el panorama y el detalle, los grandes

movimientos territoriales y la ínfima instantánea del paisaje. El gran reservorio de

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168

imágenes acopiado a lo largo de una prolongada convivencia con la geografía que lo

acogió (y a la que él, amorosamente, se entregó también) supone la materia a

conformar; el objeto del trabajo de artista se configurará en el cincelado de esa materia

bruta (en el doble sentido, acaso contradictorio, de su idílica pureza originaria truncada

en la evidencia de que el paisaje está, dirá Ortiz, “manchado de injusticia”133).

Se tratará, como en el caso de todo artista, independientemente del material con

el que se trabaje (piedra, madera, sonidos, palabras), de encontrar una forma ahondando,

limando, asediando la materia. Desde la materia se desprende una exuberancia de

imágenes que el artista (el poeta que trabaja con la materialidad de las palabras) se

apresta a moldear. Pero la tarea, en Ortiz, se configura más que como el tallado paciente

del ebanista o del orfebre (sin tampoco dejar de serlo, claro está), como la práctica del

montajista cinematográfico: un arte propuesto como una vasta operación de montaje

realizada sobre el cuerpo inagotable de las imágenes colectadas. Las imágenes de la

materia escriben su relato: montaje anacrónico el de la poesía de Ortiz que supone la

mezcla “de los diferenciales de tiempo” que operan en las imágenes (Didi-Huberman

40): demarcan los rumbos de la historia (de las diversas maneras en que se realiza la

historia: la colectiva, la familiar, la íntima), impresos en el mapa de la dicha futura.134

133 Este verso “El paisaje manchado de injusticia y de desolación”, representaría, en palabras de SergioDelgado, esa incesante contradicción “entre la contemplación y la acción que María TeresaGramuglio señala como un «molde» adversativo que la obra reformula una y otra vez, y que D.G.Helder esboza en la magnífica fórmula de la «elegía combativa»”. (“El nombre innombrable” 130).Como viéramos, esa nota elegíaca en Ortiz, “domina, como una clave musical, toda su obra” (Helder141). Se puede ahondar respecto del sutil desdoblamiento de la categoría de elegía en Ortiz propuestopor el crítico y poeta rosarino en su estudio que integra el aparato crítico de la Obra completa.

134 Ese anacronismo orticiano también podría ser pensado desde la sugerencia implícita en las siguientespalabras de Sergio Delgado “El poeta ve más allá y avizora un lector que no existe todavía pero queexistirá: un lector que sepa esperar un texto inesperado. […] No es desmedido pensar que ese lectorque nace ahora y que ahora está aprendiendo a leer, encuentre en este río, las aguas de su nacimiento”(“El río interior” 8-9).

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169

En la mesa de montaje siempre es más lo que se descarta que lo que finalmente

es utilizado, son más las imágenes que quedarán archivadas que las que emergerán para

delinear nuevos contornos del mundo –nuevas formas, otras historias, mapas inéditos.

El mapa Ortiz será resultado de esa inédita experiencia de montaje: el mundo, la

“realidad” objeto de su borrosa representación, continúa (continuará) sosteniendo su

enigma.135

Lugares en el mapa

El sino espacial está indeleblemente grabado en la poesía de Ortiz. Hay en ella enclaves

ciertamente notorios, hitos de una deriva que se complica en interminables

ramificaciones pero que tiende a recaer en su emplazamiento de partida. Los puntos de

ese mapa están claramente determinados en el poema “Gualeguay” (BP 455-475), texto

que cierra su libro de 1954, La brisa profunda: Puerto Ruiz primero (“los primeros tres

años”), luego Mojones Norte, en la selva de Montiel, el paso más tarde por Villaguay

para retornar a Gualeguay; allí se detiene la brújula, por más de dos décadas, hasta lo

que el propio Ortiz definiera como su “trasplante” a la ciudad de Paraná.

Ese mapa inicial se circunscribe a la provincia de Entre Ríos, pero el poema

refiere un punto excéntrico, Buenos Aires, ciudad en la que Ortiz residiría un breve

período de su juventud. En El junco y la corriente se registrará, por su parte, otra zona

medular del mapa orticiano: la Unión Soviética y, como viéramos, China, además de

ciertas ciudades europeas, tan queridas para Ortiz, como el París de sus poetas franceses

135 Nunca mejor conjugado el verbo en el futuro: el mapa de la poética orticiana sigue y seguirá enpermanente elaboración: subsisten muchas áreas de difícil acceso, muchas zonas oscuras que resistenser cartografiadas.

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170

o la Praga de Rainer Maria Rilke. Pero “Gualeguay”, como punto de partida en el mapa,

será un poema central en el sentido de ese recorrido que en él se propone: la colocación

de hitos y mojones en ese territorio, implicará la presencia de una instancia fundamental

(en el sentido de fundación): con su mapa, Ortiz está también fundando un país,

demarcando ese territorio atópico referido en su poesía como “el país del sauce”.

El mapa es siempre objeto de deseo, figuración de la utopía siempre latente, una

incitación a la aventura: a salir del propio lugar, que es, también, salir de sí.136 Ortiz, por

eso mismo, asumió que debía construir su propia “zona”, su “país del sauce”, su centro

del mundo, para desde allí partir y llegar hacia y desde otras latitudes, en una deriva que

no involucraba necesariamente el movimiento, la traslación en un sentido propiamente

espacial. La faz del mapa orticiano, cuyas demarcaciones iniciales creemos reconocer

en “Gualeguay”, marcado por los desplazamientos en el espacio pero también por la

marcha del tiempo, como sucede con todo mapa, irá mudando: las fronteras se mueven,

mueren y nacen países, se anexan o autonomizan territorios. Y los mapas (el de Ortiz

también) están para registrar esas dramáticas circunstancias del devenir de la historia.

El mapa político

Los mapas, eslabonados cronológicamente, son una herramienta indispensable para

136 Un cuento de León Bloy, incluido por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo en su Antología de laliteratura fantástica, propone aristas notables para considerar aquí: un joven matrimonio que vive enun pueblo francés, Longjumeau, está preso de la fascinación de los viajes que, sin embargo, resultanrepetida e indefinidamente postergados. “Cautivos”, literalmente, en el pequeño pueblo de provincias,continúan, no obstante, forjando diariamente su sueño –atesoran atlas, planisferios, mapas variados,libros que relatan experiencias de viajeros. El viaje cotidianamente planificado, minuciosamenteconcebido y diagramado, se pospone, no obstante, una y otra vez. Siempre sucede algo que frustra lapartida. Finalmente, el único viaje que logran emprender es el viaje final: el suicidio sella laimposibilidad del traslado, promueve la escapatoria a un encierro que se ha tornado insoportable.(102-106)

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171

visualizar los azares geopolíticos. Aludimos aquí a la distinción escolar entre mapas

“físicos” y mapas “políticos”. Pero tal distinción se demuestra inmediatamente

tautológica: todo mapa es político. Cualquiera de ellos se impone como un corte

sincrónico en la historia; es retrospectivo: se lee desde el presente hacia atrás; es

precario: inevitablemente el tiempo lo desestabilizará.

Nuevamente acudimos a “Las colinas” (AyC 488-520). Ortiz, allí, escenifica la

monumentalidad de un territorio que, de alguna forma, se ha autonomizado de la

presencia del hombre; no hay ojo alguno, no hay mirador o atalaya desde el que la

limitada mirada humana pueda visualizar la danza de esas “colinas-niñas” que ondulan

por el territorio de Entre Ríos. Las colinas, esas niñas danzantes, están conformadas, lo

sabemos, por el sistema de cuchillas que ondulan de este a oeste, enmarcadas por los

grandes ríos linderos, e irrigadas por el río interior, el Gualeguay, y su sistema de

afluentes, minuciosamente descrito por Ortiz en el poema con el nombre del río.

Por supuesto, el mapa físico de Ortiz nunca deja de ser político. La figura

humana no ocupa aquí el centro de una escena en la que se oscila de las desmesuradas

panorámicas que abarcan centenares de kilómetros de extensión al ínfimo detenimiento

de un foco que capta con el mínimo detalle al grillo con su canto en la noche, o una

brizna mecida por el aire, o un pequeño arroyo deslizándose por los valles. No obstante,

la historia hace su ingreso y es la constancia del repetido ultraje a la dignidad de la vida

humana lo que instala el otro mapa, el decididamente político; un mapa que se instala en

el futuro, cartografía lo que todavía no es pero que inevitablemente deberá sobrevenir

para refundar el lugar del hombre en la tierra. Ese mapa del futuro (ese mapa político de

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172

una poesía que por ello no cesa de reivindicarse asimismo como política), sobreimpreso

sobre el mapa físico de Entre Ríos, señala el rumbo por el que ha de transitar la historia.

Para ese futuro utópico, localizado en el mapa que traza esta poesía, Ortiz no precisará

inventar una isla como Tomás Moro en su Utopía; la utopía está llamada a realizarse en

ese territorio “entre ríos” (abrazado por ríos, regado por ríos) para, quién sabe, tal vez

desde allí proyectarse a otras geografías.

Ya marcábamos la preeminencia que en el sistema poético orticiano adquiere el

señalamiento hacia el este:137 el Oriente, reservorio de una sabiduría que el Occidente

capitalista ha extraviado; el punto desde el que la Revolución (la soviética primero, la

china después) se proyectará, iluminando al resto de la humanidad, aún en la penumbra,

para delinear el mapa por venir; también, el este como deíctico entrerriano del aquí y

ahora del sujeto poético (Entre Ríos, provincia oriental); y claro, el lugar en que la

brújula marca el nacimiento del sol: el anuncio del día que amanece. El límite oriental

de este territorio físico que está en la base del mapa político orticiano es el río Uruguay;

frontera que, desde la perspectiva panóptica del otro río, el que ocupa el centro de la

escena en El Gualeguay, en un momento crucial de la historia provincial, durante la

lucha por la independencia, preservaba del avance realista al territorio entrerriano, que

aún no había ganado su autonomía. Hacia el oeste, la otra frontera atestiguada en el

poema-libro, es la demarcada por el río Paraná, y es la línea que será esencial para

dibujar un contorno territorial autónomo: Santa Fe, la provincia vecina, la provincia

hermana, deberá también reconocer en el Paraná un límite. La historia de ambos

territorios, íntimamente entrelazada, se reconfigurará a partir de ese límite: mientras

137 En ocasión de nuestra lectura de La rama hacia el este.

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Santa Fe, por él, demarcará su mapa hacia el oeste del gran río, Entre Ríos lo hará

“hacia el este”.

El territorio cartografiado, mapa modélico de un porvenir venturoso, se localiza

“entre ríos”. Es decir, lo que está entre esos ríos fronterizos (todo río, en realidad,

constituye, a su modo, una frontera), propiamente significa el non plus ultra de Ortiz.

Del río Uruguay apenas se ocupa en su poesía; constituye la demarcación postrera hacia

el límite oriental. El Paraná, por su parte, linde en cuyas riberas el poeta transitó los

últimos 36 años de su vida, río que debería ser referido a través de los signos de la

familiaridad y la intimidad se presenta, no obstante, como el llamativo confín último en

las proyecciones de la voz. Precisamente en el poema “Al Paraná”, texto central en el

sistema orticiano, el río, objeto de la interlocución (objeto críptico, cerrado), lo es

también del desconocimiento absoluto: no puede decirse (el “Yo no sé nada de ti...” con

que el sujeto poético interpela al río, es el motivo que resuena dramáticamente a lo largo

del poema). ¿Es el río presa de la imposibilidad de penetrar cognoscitivamente en él? ¿o

acaso, conociéndolo, o más bien, intuyéndolo (una cosa es navegarlo, otra sumergirse en

sus honduras), se resiste a verse apresado por las palabras, a ser reducido a ellas, su

curso domeñado, su deriva encauzada?

Yo no sé nada de ti...

Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste

ni de los anhelos que repitieras

antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma

azucena de la armonía

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nevándote, otoñalmente, la despedida

a la arenilla... (JC 598)

La mirada no encuentra manera de penetrar un objeto que escamotea el código

que lo haga comprensible, aunque hubieran pasado “diecinueve setiembres que te miro

y te miro”, dirá el poeta. El gran río, sentencia Ortiz, no puede ni podrá ser dicho:

Pero perdóname que insista

e insista:

no sé nada de ti. Nada, en realidad, de ti. Y no podré decirte jamás... (603)

Es notable el hecho de que una poesía que ha hecho síntesis de sus maneras en

De las raíces y del cielo, –el último de los diez libros de Ortiz publicados en el formato

de sus emblemáticas ediciones de autor y en el que se despliega una notoria dimensión

metapoética–, descubre, no obstante, poco después, que se ha quedado sin palabras.

Pero en la confesión autoexculpatoria de esas palabras que siguen sonando sin alcanzar

a decir, tal vez –como el follaje del sauce agitado por el viento, como el torrente que no

deja de susurrar en su paso incesante– hayan encontrado otra manera de decir lo

indecible, de nombrar lo innombrable.

A partir de El Gualeguay, la voz del poeta se funda (nace) con la de su río, sus

ojos se mimetizan “con los ojos de aquél a cuyo borde abrí los míos...”, como había

dicho antes, en “Al Paraná” (602). El yo orticiano se siente autorizado a hablar por ese

otro río, el Gualeguay, y, desde él, reconocer los signos que hagan legible su mundo,

para transcribirlo, decodificar sus signos transliterándolos en las siempre equívocas y

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precarias palabras de la lengua que se empeñan, no obstante, en asir ese objeto

escurridizo, asediándolo en círculos de progresiva aproximación. El río Gualeguay, que

está, él sí, “entre ríos”, se encuentra en el centro del mapa, es su columna vertebral,

sistema capilar que irriga ese país o zona orticiana; el Paraná y el Uruguay, en tanto, son

las lindes: orillas “que se abisman”.

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El campo y la ciudad

Entre las variadas fórmulas con las que se ha intentado caracterizar a Juan L. Ortiz y su

obra, una de las más recurrentes ha sido la de atribuirle el rótulo de poeta provinciano,

“del interior”, inscribiéndolo, así, en uno de los polos de la sesgada dicotomía entre

“capital” e “interior” (en el contexto de una historia nacional organizada a partir de

constantes y, por momentos, inconciliables antinomias nacionales), es decir, la gran

metrópolis europeizante frente un interior menguado. Desde los albores de la

organización nacional, la brecha entre las prósperas provincias litorales y las

mediterráneas, menos favorecidas en recursos naturales, fue ampliándose a punto tal de

que, poco después de la caída de Rosas en Caseros en 1852 y como reacción al nuevo

orden representado por la Confederación Argentina urquicista, la provincia de Buenos

Aires se convierte en un estado autónomo, iniciándose una década de virtual secesión

respecto del resto del país, al que, de modo despectivo, los autonomistas porteños

llamaban “los trece ranchos”, en referencia al número de provincias existentes por

entonces.

La capital de la Confederación Argentina, la ciudad de Paraná –la misma a la

que casi un siglo después arribaría Juan L. Ortiz desde su Gualeguay natal–, en ese

momentos, promediando el siglo XIX, era apenas una humilde aldea y no podía

competir con los esplendores de la capital de la poderosa provincia autonomista,

recostada en una de las orillas del Río de la Plata y abierta, desde allí, al mundo. Se

inició entonces una guerra económica en la que Buenos Aires no dudó en utilizar todos

sus recursos para ahogar financiera y comercialmente a Paraná con el fin de provocar su

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capitulación.

Eso fue lo que, finalmente, sucedió. Luego de la batalla de Pavón, el 17 de

septiembre de 1861, Buenos Aires se reintegró al conjunto de las provincias, asumiendo

el papel rector que detentaría de ahí en adelante. Tras el ocaso de la Confederación

Argentina sobrevendrá la República unificada y, tras la etapa transicional marcada por

las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, la llamada Generación del 80

culminará la obra de unificación territorial incorporando, además, los territorios del sur

en los que, a sangre y fuego, el estado argentino extendió, como es sabido, su

jurisdicción a costa del sojuzgamiento y virtual exterminio de una enorme proporción de

las poblaciones originarias que entonces lo habitaban; todo ello se desarrollará a partir

de la matriz centralista que marcaría, desde allí y para siempre, la organización política,

institucional, económica y cultural del país.

Por ello, en todos los ámbitos de la vida nacional –y en el literario no podía

ocurrir lo contrario– la brecha seguiría abriéndose. El modo dominante de configuración

de la categoría historiográfica “literatura argentina” entendió mayoritariamente a ésta

como sinónimo de la producción validada por el canon central (es decir, el sancionado

por el puerto) y para el resto quedaría la siempre equívoca y cenagosa denominación de

“literatura del interior”. Paradójicamente, esta espacialidad “interior” representaba

(representa aún) una exterioridad, la exclusión del centro, un “no lugar” en el marco de

la centralidad canónica; el interior, en un punto, equivale al afuera, el margen, la

extraterritorialidad.

Pero, por supuesto, ha existido desde entonces un mecanismo por el que el

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centro habilita el ingreso de la producción de extramuros: una especie de aduana

cultural corporizada por los canales y circuitos de validación centrales. Los ejemplos

serían múltiples: pensemos, sólo por acudir a un caso notorio, en Leopoldo Lugones,

quien viaja desde Córdoba a la Capital en 1896,138 para más tarde asumir el cetro

rubendariano y, desde entonces y desde allí, constituirse en la figura en cuya órbita se

organizaría el campo de la literatura nacional hasta aproximadamente 1924.

Juan L. Ortiz estuvo a punto, quizás, de dar continuidad al modo validado por

esa tradición, cuando, en 1913, arriba, con apenas 17 años, a la ciudad de Buenos Aires.

Es sintomático el hecho de que conociera a Salvadora Medina Onrubia –esposa de

Natalio Botana, director a su vez del diario Crítica–, quien asumiría una suerte de

“madrinazgo” del joven poeta llegado desde Gualeguay, ofreciéndole, incluso, trabajo

como reportero en Crítica139.

Las perspectivas no podían ser más alentadoras para el joven Ortiz: a partir de

este temprano y, acaso, iniciático viaje, obtiene un pasaporte para ingresar al mundo

artístico y literario por diversas vías: una de ellas, la académica (Ortiz cursa como

alumno libre algunas materias de Letras en la Universidad de La Plata), es rápidamente

138 Curiosamente, el año del nacimiento de Juan L. Ortiz. Son interesantes las manifestaciones de Ortizen relación con la obra de Lugones al ser consultado en el marco de una entrevista: “Por supuesto, lasprimeras influencias fueron de Lugones, aunque nunca he sido lugoniano. En su poesía memolestaban los alardes, la poesía enfática. Era un modelamiento en metal de la expresión y en metalpesado, relumbrante. Agréguele a eso todas las piedras preciosas, porque había un derroche depiedras preciosas, crisoles. Fui casi admirador, pero muy poco tiempo. Me di cuenta de que eso nopodía ser. Juan Ramón Jiménez decía «cincelar en oro etéreo» porque estamos cargados de oromacizo. Lo de Lugones era oro, pero era un oro muy pesado” (“La poesía que circula y está como elaire” 14).

139 El 6 de marzo de ese año Salvadora Medina Onrubia firma un artículo en la revista Fray Mocho,dedicado a Ortiz, con un título sumamente sugestivo: “A caballo, a pie, a nado, en bote. Un pintor ypoeta entrerriano que quiere hacerse célebre”; en él queda evidenciado el protocolo que debíaseguirse para “hacerse célebre”: llegar, por el medio que fuere posible, a la capital: cabalgando,caminando, nadando, navegando... (podríamos agregar muchos etcéteras).

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desestimada; la periodística también (es sabido el lugar preponderante que siempre tuvo

–y muy particularmente en ese momento de la fragua modernista– la redacción de un

diario como ámbito propicio para el ejercicio de las primeras armas del escritor). Por

supuesto, el poeta también transitó por espacios de sociabilidad literaria tales como

tertulias de escritores y otros cenáculos afines. Curiosamente, sin embargo, Ortiz desoye

estos cantos de múltiples sirenas y regresa a su provincia140 para establecerse allí por el

resto de su vida, empleándose inmediatamente en el Registro Civil de Gualeguay, tarea

que desempeñará hasta su jubilación, en 1942141. No parece haber habido

apresuramientos en esa decisión de Ortiz, a contrapelo de los modos usuales; por el

contrario, todo indicaría que estuvo sostenida por una serena y madura convicción de

que, en todo caso, no había un único centro; de que, tal vez, el no lugar”, el

emplazamiento “extramuros” estaba representado, para él, por la gran ciudad; de que el

canon urbano de la poesía argentina no lo contenía; de que el afuera era el adentro, y el

no lugar, acaso, su lugar.

El crítico italiano Alfonso Berardinelli, en un escrito de notable agudeza crítica,

“Cosmopolitismo y provincialismo en la poesía moderna”,142 nos presenta una serie de

reflexiones sumamente productivas a los fines de intentar visualizar el lugar de Ortiz en

el marco de la problemática que venimos esbozando. El eje opositivo “cosmopolitismo”

/ “provincialismo” se presenta como una de las formulaciones privilegiadas a los fines

de posicionarnos en el entramado de antinomias, ya devenidas estructurales, del campo

140 Acaso valiéndose de alguno de los mismos medios de movilidad que enumerara Onrubia en relacióncon su llegada a la capital, tal como lo testimonia el articulo referenciado en la nota precedente.

141 De manera irónica resume el poeta, en una entrevista que concede a Francisco Urondo en 1970, esaetapa de funcionario del Registro Civil de Gualeguay: “He enterrado, he visto nacer, he casado amedia ciudad” (“Una sabiduría de intemperie” 39).

142 El ensayo de Berardinelli fue publicado por la revista Fénix, N° 3 (1998), 9-33.

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literario argentino (además de la más célebre, quizás: la sarmientina de “civilización” y

“barbarie). En el caso de Ortiz, veremos que la inscripción excluyente en uno de esos

polos distorsiona la realidad de una poesía que, desde sus inicios, se ha desmarcado

denodadamente de cualquier rótulo unidimensional.

Ortiz, qué duda puede caber, es un escritor arraigado en “la provincia”, que

inscribe su poesía en ella al mismo tiempo que ese mundo de provincia permea, por

todos los pliegues, su poesía. Pero, no es un escritor “provinciano” en el sentido

validado por el eje valorativo tributario del canon urbano y cosmopolita que organiza el

campo de la poesía moderna, tal como refiere Berardinelli, polemizando éste, a su vez,

con el clásico estudio de Hugo Friedrich sobre la poesía contemporánea143. Porque si,

como irónicamente señala Berardinelli, “el arte moderno es cosmopolita, y el arte

provincial no es moderno” (9), entonces, en el marco de esa dicotomía empobrecedora,

toda aquella producción literaria que no lograra trasvasar los márgenes estrechos de la

provincia, quedaría condenada a un estadio premoderno, no compatible con el canon

validado por la cosmópolis. Lisa y llanamente, desde esta perspectiva, con la que

polemiza Berardinelli, la provincia queda excluida de las corrientes constitutivas de la

modernidad; es el territorio del atraso, de la pobreza; no encontramos en ella la

economía cultural de la modernidad, hecha de “intensos intercambios internacionales”

(15), como apunta el crítico italiano, sino que nos reconocemos, allí, entrampados en

una zona de “réditos bajos, economías cerradas, de subsistencia”, tanto económica como

simbólicamente.

143 Nos referimos a Estructura de la lírica moderna: de Baudelaire a nuestros días.

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En ese orden de cosas, la poesía que se reivindicará como “moderna”, desde el

romanticismo pero especialmente desde el inicio del siglo XX –anticipado varias

décadas antes por la obra de Baudelaire–, abjurará de la provincia, la negará y

estigmatizará, ya que esta poesía se ha descubierto a sí misma como “universal,

absolutamente actual y moderna, cosmopolita, abstracta, antihistórica (en su

historicismo extremo) y hasta antigeográfica (utópica)” (11)144.

Hay, sugiere Berardinelli, una especie de reverso de la fuga romántica del S.

XIX; ésta, la “fuga” de la lírica contemporánea –en contraste con la romántica y su

abandono de los centros urbanos del occidente capitalista en la busca de alguna isla

exótica y primitiva en la que los nervios crispados puedan distenderse al contacto con

una naturaleza concebida, acaso ingenuamente, como reparadora–, es, a diferencia de

aquella, la fuga de la provincia hacia alguna babélica metrópolis que licue toda

particularidad cosmovisiva ligada a eso que Berardinelli llama “la radicación en un

dónde” (30).

Esta polarización que lee Berardinelli a partir de las conclusiones de Friedrich,

en Ortiz aparece inmediatamente desestabilizada; el corte claro y terminante entre estos

dos ámbitos simbólicos se difumina. La provincia en Ortiz no es ese ámbito cerrado,

clausurado y agobiante. O, si lo es, lo es en el sentido de que en ese mundo repercuten, a

una escala proporcional, los gozos y los dolores del mundo total, en tanto que hogar

144 Una lírica como la moderna, empantanada, dice Berardinelli, en “el demonismo del ningún lugar, elodio del domicilio”, paradójicamente, en “su variado y rumoroso séquito de teorías acerca de supropio ser y deber ser, no hace otra cosa que evocar lo contrario, la provincia. Busca huir de ella contodas sus fuerzas, se evade o emigra de todo mundo cerrado o determinado, siente odio por la historiay la geografía [el subrayado es nuestro]. Más que los novelistas, los poetas modernos han entrado aformar parte de esas élites intelectuales de vanguardia que han hecho del esnobismo antiprovincial delos provincianos su alimento fundamental”. (11)

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común del hombre. La poesía de Ortiz no queda presa en la antinomia cosmópolis /

provincia porque, en la reconformación de su cartografía, el mundo se ha reestructurado

con otros equilibrios. Y, claro está, otros abismos que asimismo son denunciados.

En un poema temprano, “Entre Ríos”, incluido en su primer libro, el territorio

provincial personificado es el objeto de la interpelación del sujeto poético.

Transcribimos íntegramente el poema:

Es tan clara tu luz como una inocencia

toda temblorosa y azul.

Tu cielo está limpio de humo de chimeneas

curvado en una alta

paz de agua suspensa.

Y tus ciudades blancas, modestas, casi tímidas,

ríen su aseo rutilante entre las arboledas.

No hay en tu tierra gracias sorprendentes de líneas,

–apenas si una suave melodía de curvas–

pero tiene ella un

encanto de mujer, de sencilla, de agreste

belleza,

vestida de un silencio verde y feliz de campo,

toda húmeda de una alegría de arroyos,

con una cabellera densa de árboles libres. (AN 155)

Prevalecen en este texto los signos que identifican el mundo de la provincia con

una concepción arcádica del mismo, en un momento de la poesía orticiana ciertamente

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anterior a lo que llamáramos la emergencia de “la mácula”, es decir, en palabras del

propio Ortiz, la comprobación de que el paisaje está, como tantas veces señalamos,

“manchado de injusticia y de desolación”. Este texto, como otros de los que se

encuentran en su primer libro, integra el grupo de los que la crítica orticiana llamó

“poemas suspendidos”145: textos presentes en el estadio temprano de la obra del poeta

que plantean la entrada a una problemática luego desarrollada en poemas posteriores –

generalmente de largo aliento y con una mayor ambición formal–, en el marco de una

creciente complejización de la escritura orticiana.

A menudo, el poema “suspendido” es “reactivado” por otro, homónimo; el

poema al que nos referimos ahora es un palmario ejemplo de ello; el primer “Entre

Ríos” circunscribe claramente el territorio provincial en un diseño en el que el orden

natural aparece salvaguardado por los límites provinciales, operando éstos como barrera

ante lo que desde afuera –fuera del contorno demarcado por sus ríos, configurado como

vallado protector–, amenaza mellar ese precario Edén. El “humo de las chimeneas” no

tizna el cielo de las ciudades entrerrianas; en su lugar, la constatación de la presencia de

una “alta / paz de agua suspensa” es motivo de gozo y celebración que se expande en la

voz del poeta. Y al referirse a sus ciudades (“ciudades blancas, modestas, casi tímidas”),

se transparenta una noción de ciudad que se acercaría más al modo de una

protorruralidad (la de los pequeños pueblos enclavados en un entorno campestre) que a

la noción usual de la ciudad moderna: el enjambre de la muchedumbre baudeleriana

145 Tal como refiere Sergio Delgado en alusión a “los poemas que llamamos suspendidos («En elParaná», «Río Gualeguay»), cuya suspensión conduce a poema posteriores («Al Paraná», ElGualeguay).” (“Notas” 882-884).

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errando en un mar de asfalto y de concreto, eludiendo la amenaza siempre latente.146

Pero lo que parece cristalino en ese primer y suspendido “Entre Ríos”, se rarifica

en el otro poema con que constituye serie. El segundo, considerablemente más extenso,

se encuentra en el polo extremo de la obra orticiana: forma parte de El junco y la

corriente, libro nodal, como viéramos en su momento, en el sistema poético de Ortiz.

Frente a la simplicidad de la forma del primero, en el otro “Entre Ríos” el desborde del

margen izquierdo (figura de la orilla occidental del mapa orticiano: el río Paraná), la

perdida de regularidad de esa “costa” que es el límite de la página dibuja un contorno

fluctuante, en lo que será marca identitaria de su última poesía; en él, lanzado Ortiz a la

traza del dibujo del mapa provincial, la reescritura del mismo se alejará decididamente

de la forma atestiguada por el mapa físico. Esa inasibilidad de la noción que constituye

la provincia (Entre Ríos “no puede decirse”, es el motivo que recurre en el largo poema)

asume en este texto el correlato de una iconocidad que no puede, asimismo,

representarse. La deriva de ambos márgenes fluctuantes convierte la provincia en otra

cosa y el contorno que se delinea dibuja el mapa de una totalidad más abarcativa: la

provincia ha devenido país, “el país del sauce”147. Por su peculiar “insularidad”, la

provincia, abroquelándose en sus límites, sus fronteras (los ríos), su contorno, se

ensimisma, se vierte hacia su interior (Ortiz, como “poeta del interior” contruye, tal vez

en otro sentido al de la valoración precedente, una poesía cada vez más “interior”, en el

sentido de “intima”, en el sentido, también, de autosuficiente).

146 La metrópolis del siglo XX que tan profunda impresión causara en Federico García Lorca en ocasiónde su visita, en 1929, a la ciudad de Nueva York: “La luz es sepultada por cadenas y ruidos / enimpúdico reto de ciencia sin raíces. / Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes / como reciénsalidas de un naufragio de sangre.” (Poeta en Nueva York 161)

147 Nuevamente remitimos a los versos que abren la cuarta estrofa del largo poema: “Pero es mi "país"únicamente, el sauce / que sobrenadaría, hoy, sobre las direcciones de un limbo?” (578)

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La autonomía anunciada en aquel “Entre Ríos” de la década del 20 cierra su

círculo en este poema homónimo, escrito cuarenta años después: el mapa físico de una

provincia (su provincia) es ahora mapa simbólico de un país orticiano. La traza de una

escritura, a modo de cartografía, se ha sobreimpreso al territorio, lo ha duplicado, se ha

autonomizado de éste. Hay otro Entre Ríos que resuena (el del mapa físico, el que es

provincia) pero para Ortiz, la representación que lo duplica lo sustituye a su vez: el

mapa es el país. Así, ¿de que “provincialismo” se podría hablar en referencia a su poesía

cuando los límites estrechos de “la provincia” se han trizado y reconducido en una

deriva que el universo –lo universal de esta poesía– apenas puede contener?

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El mapa y el territorio

Iván Almeida, reconocido crítico borgeano, en un artículo publicado en el N° 5 de

Variaciones Borges148, “Conjeturas y mapas. Kant, Peirce, Borges y las geografías del

pensamiento”, sitúa la reflexión que se enmarca en el mismo como la tentativa de

“contribuir a la arqueología”, dice Almeida, de una obstinada metáfora borgeana:

aquella que vincula la noción geográfica de orientación con la intelectual de conjetura.

Las geografías del pensamiento. El hallazgo de la fórmula de Almeida nos lleva,

inmediatamente, a pensar en otra posible fórmula desde la cual orientar la deriva por el

mapa de la poética orticiana: la que refiere a una escritura poética que, tal como sucede

en esos mapas borgeanos, duplica al territorio para, previsiblemente, sustituirlo. Ese

mapa, sobreimpreso a la territorialidad que copia –la representación que calca exacta y

minuciosamente el contorno de aquella– asume un sesgo inquietante, en el sentido del

tópico frecuentemente perturbador de la duplicidad149.

Tal abolición de la representación, sustituido el objeto referido, el territorio, por

una imagen, la del mapa, convierte en tautológico a uno respecto del otro, o quizás, la

evidencia de su indiferenciación habla de otra cuestión no menos inquietante: si los

roles del par “referente representable” / “forma representada” resultan intercambiables,

estaríamos por ello frente a una proliferación interminable de un modo de la

representación que se autonomiza de su referente. O dicho de otro modo: la referencia

sería la representación, y la representación, representación de otra representación, rotos

148 La revista es editada por el Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges, actualmenteradicado en la Universidad de Pittsburgh y dirigido por Daniel Balderston.

149 Considerado a su vez por el propio Borges como una de las configuraciones claves de su concepcióndel fantástico: el tema del döppelganger (Rodriguez Monegal 186-187)

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los lastres que atan esa referencia a una “información concreta del mundo”; esto es, el

referente, aquello “de lo que se habla”, el qué de los mensajes. (Jakobson 347-395).

Esta especulación –en el doble sentido del término, en tanto modo de la

reflexión teórica, por un lado, y, también, como reflejo especular, como “espejamiento”

de ambas entidades, mapa y territorio– nos llevará a un correlato, acaso, irrefutable: la

representación que se aleja de un primigenio y, tal vez, hipotético referente, representará

otra representación que, a su vez, representa una anterior. Borges lo plantea, con su

proverbial agudeza, en un texto emblemático de la tópica marcada por la proliferación

de esta metáfora cartográfica:

Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte: Josiah Royce, en el

primer volumen de la obra The World and the Individual (1899), ha formulado la siguiente:

“Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que

en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del

suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí

su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa, que debe

contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.” (Obras 669).

Podríamos apelar aquí a un sugestivo antecedente en nuestra literatura en

relación con tal distanciamiento de la representación respecto del referente. Y nos

resulta aquí particularmente interesante principalmente por tratarse de un precedente de

algún modo reconocible en el germen que fructificará en la instauración de una poética,

la romántica, que será central en la conformación histórica de nuestra literatura en el

siglo XIX. Ese texto, el poema de 1801 de Manuel José de Lavardén, “Oda al Paraná”,

introducirá, por primera vez en nuestras letras un modo de aproximación y

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objetualización del paisaje autóctono nacional, a partir de uno de sus elementos, el río

Paraná, en este caso.150

Así comienza el poema de Lavardén:

Augusto Paraná, sagrado río,

primogénito ilustre del Océano,

que en el carro de nácar refulgente,

tirado de caimanes, recamados

de verde, y oro, vas de clima en clima,

de región en región, vertiendo franco,

suave frescor, y pródiga abundancia, (Puig 53)

Hablábamos del interés que, en el marco de nuestra lectura, genera el poema de

Lavardén. Y las razones son, principalmente dos. Por un lado, el hecho notable de que

este poema en versos endecasílabos151, interpela al “Augusto Paraná” habiéndose

apoyado, para ello, en la observación directa por parte del poeta de un referente

localizado en el paisaje (un referente en primer grado). Lavardén introduce la novedad

de anclar el poema en un elemento de la geografía física del país y este hecho

contribuyó a labrar la inmediata fama del autor en el restringido círculo de producción y

circulación literaria de entonces. Pero más notable aún resulta el hecho de que su poema

genera una inmediata serie de secuelas: hay, por lo menos, dos poemas casi

contemporáneos que tematizan el río Paraná pero, en esos casos, los autores se apoyan

150 Aunque, estrictamente, pensando en el contexto de escritura del poema, 1801, sería hiperbólicohablar de “literatura argentina” cuando, no sólo esto, sino la noción misma de un país, ese país quehoy somos, era un anhelo de unos pocos entre los que, acaso, no se encontraría el propio Lavardén.

151 Poema que, tal como puede comprobarse en la breve cita precedente, se ajusta modélicamente a lamatriz neoclásica española que dominaba la producción poética de los años de la Independencia.

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no en el referente directo, el río, sino en su representación en el poema de Lavardén;

ellos escriben sus poemas sobre el Paraná a partir de cómo Lavardén lo había visto y

registrado.152

La otra razón es que el poema de 1801, inaugura, quizás, lo que podríamos

llamar un “imaginario del Paraná”, del cual Ortiz, huelga insistir en ello, es uno de sus

más notorios exponentes. Es precisamente el poeta entrerriano quien escribe un poema,

más de un siglo y medio después, en el que interpela al “sagrado río” que Lavardén

llamara, en un verso perdurable, “primogénito ilustre del Océano”. Se trata, como

hemos visto, de “Al Paraná”, poema que, como “Entre Ríos”, al que nos refiriéramos en

el apartado anterior de este capítulo, integra El junco y la corriente y, como aquél,

constituye un excepcional hito demarcatorio en el contexto de esa cartografía orticiana

que estamos empeñados en trazar.

En “Al Paraná”, para Ortiz, como sucede en su lejano antecedente de 1801, el

objeto de la interpelación es el río dispuesto ante la mirada del poeta. Tal vez allí se

152 Martín Prieto refiere al poema de Lavardén como “el emblema de ese largo período de transición queva desde la creación del Virrenato [sic] del Río de la Plata, el 8 de agosto de 1776, hasta laRevolución de Mayo de 1810, en el que, según se desprende de sus manifestaciones literarias, fueronlas acciones del imperio británico, primero con el bloqueo de 1797 y luego con las dos invasiones de1806 y 1807, las que, por reacción, van destilando americanismo, argentinismo e ideas de ruptura ylibertad en el mismo cuerpo social e ideológico que seguía definiéndose como español ymonárquico”. En ese marco, el poema de Lavardén, no bien es publicado, genera inmediatas secuelas:“dos poetas de la época, el español José Prego de Oliver y Manuel Medrano, escribieron sendospoemas sobre el Paraná, pero no basándose en la contemplación del río, sino en el poema deLavardén. De Oliver, administrador de la Aduana de Montevideo, publicó en el número 4 de ElTelégrafo Mercantil, también de abril de 1801, una «Canción al río Paraná», basada en la deLavardén, y Manuel Medrano, en el número 6 del mismo diario, en el mismo mes y año, su «Oda enhonor de la del num. I», así llamada en referencia a la de Lavardén, a quien en el poema nombra«Hijo divino del excelso Apolo, / sabio argentino, consumado Orfeo». El episodio no sólo eselocuente en relación con una incipiente vida literaria en la Buenos Aires del recién empezado sigloXIX sino que señala además la supremacía de Lavardén entre sus contemporáneos, ya que mientraséstos hacían una poesía de salón, cuyo modelo era otra poesía, Lavardén ya había dado un pasoadelante y, anticipando tenuemente a los románticos de los años treinta, había encontrado en elpaisaje argentino el motivo de su inspiración”. (Breve historia 27-28)

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acabarían las semejanzas entre ambos textos. No obstante, la presencia de la palabra

“oda” en el título del de Lavardén –cuya ausencia en el casi homónimo de Ortiz es la

única diferencia entre ambos títulos–, nos sugiere que, pese a ese vacío, o precisamente

debido a él, el poema de Ortiz bien podría leerse como una oda anómala al río Paraná.

El poeta canta al río, es cierto, pero a contrapelo del modo corriente de la oda en el que

la apología del referente objeto de ese cantar se funda en la enumeración y desarrollo de

sus virtudes y cualidades destacables –y hasta extraordinarias– y, por ello mismo,

denota un conocimiento profuso del mismo; en Ortiz la alabanza al río se funda en la

incógnita y el enigma que –en lugar de una certeza o un saber– la gran masa de agua

marrón le devuelve al poeta, quien, azorado, contempla obstinadamente desde la orilla.

La alusión a la etimología de la palabra que nombra al río como “pariente del

mar”, presente, como ya viéramos, en el notable verso de Lavardén referido arriba,153, es

recuperada también por Ortiz en este poema en el que asistimos a un nuevo episodio de

borramiento o elisión nominativa, gesto característicamente orticiano: la palabra que da

nombre al río no es mencionada más que en el título.

No sé nada...

O sé, apenas, que el guaraní te asimiló

al mar de su maravilla...

153 Como señala Martín Prieto, el segundo verso del poema de Lavardén, “primogénito ilustre delOcéano”, resuena en otro escrito más de un siglo después por Leopoldo Lugones, su “A BuenosAires”, de Odas seculares, iniciado con un verso, también, memorable: “Primogénita ilustre delPlata”. Transcribo su estrofa inicial: “Primogénita ilustre del Plata, / En solar apertura hacia el Este. /Donde atado a tu cinta celeste / Va el gran río color de león; / Bella sangre de prósperas razas /Esclarece tu altivo salvaje / Pinta su nombre sazón.” (Lugones, Leopoldo. Odas Seculares. BuenosAires: Otero y Cía., Impresor, 1910).

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El río Paraná, reducido a un vocativo, ese “tú” que lo constituye como polo

receptivo de la interpelación a lo largo del poema, no puede decirse (literalmente: Ortiz

no lo dice). No puede decirse en el sentido de que ni siquiera puede nombrarse;

también, la imposibilidad de “decirse” implicaría otras correlativas imposibilidades tales

como “no explicarse”, “no comunicarse” o “no conocerse”. Entonces, pensar en “Al

Paraná” como una oda en la que el poeta, acaso oximorónicamente, alaba lo que no se

sabe, lo que no se puede decir ni conocer, nos podría acercar a uno de los modos

fundadores de la poética orticiana y que, precisamente, se afincaría en esta figura en la

que, acaso de manera excesiva, nos venimos apoyando: la del mapa que duplica al

territorio y que, respecto del cual, se autonomiza.

El mapa (la poesía que escribe ese territorio cartografiable) se hace etéreo, gana

levedad frente a la espesura del anclaje territorial. Ortiz, en ese estadio avanzado de su

vida y de su obra, ha descubierto no sólo que la fidelidad al referente no es de ningún

modo inconmovible sino que, para que el mapa de su poesía delinee sus contornos,

disponga sus emplazamientos, establezca y reconforme sus límites, deberá cortar

amarras con la sujeción a ese referente (al mapa físico de Entre Ríos).

Dice Michel Foucault:

“«¿Qué es la literatura?» no es en absoluto una pregunta de crítico, ni una pregunta de

historiador o de sociólogo que se interrogan ante cierto hecho de lenguaje. Es en cierto

modo un hueco que se abre en la literatura, hueco donde tendría que alojarse y que recoger

probablemente todo su ser”. (“Lenguaje y literatura” 63)

El Paraná (la literatura que Ortiz hace con el Paraná como esquivo referente) se

configura como esa oquedad, como ese centro vacío, como aquella entidad que las

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palabras no pueden asir. A partir y alrededor de esa oquedad, la poesía de Ortiz se lanza

a la desmesura de su empresa poética (la desmesura de toda gran poesía como la suya):

mapear el territorio incógnito de ese hueco silencioso con precarias, tanteadoras, y

siempre insuficientes, palabras.

Volvamos al artículo de Iván Almeida, cuando el crítico propone, al inicio del

desarrollo, la siguiente reflexión:

[...] si la categoría de tiempo ha servido para cristalizar problemas y misterios, la del espacio

ha servido más bien para plantear las soluciones, o al menos para ilustrar las paradojas. (7)

Esta lectura espacial de una poesía, como la de Ortiz, construida a su vez en

clave espacial, nos enfrentaría, más bien, ante múltiples paradojas que ante eventuales y,

acaso ilusorias, “soluciones”.154 Porque, ¿qué “solución” podemos hallar como

“respuesta” a los problemas con que nos enfrenta esa poesía? Aunque tal hipotética

solución podría ser pensada como una “solución de continuidad”, en el sentido de seguir

la deriva del despliegue de la poesía orticiana, o, tal vez, como una “resolución”: la de

persistir en ese rumbo, nunca lineal, no prefijado por otra cartografía que no sea la

proporcionada por el propio sistema poético, en la búsqueda de cuya clave no cesa de

dirigirnos interminablemente la lectura.

154 La paradoja, como esa especie de contradicción del pensamiento lógico que, en Ortiz, hemosrelacionado frecuentemente a la contradicción lógica vehiculizada en la tensión retórica y, en unpunto, dialéctica del oxímoron.

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Una cartografía del “país del sauce”

El sauce es el emplazamiento de fundación de la poesía de Juan L. Ortiz. Desde ese

centro, el aura delinea la extensión del “país del sauce”. Todo, en Ortiz, nace en el

sauce. Y desde él todo fluye; los ríos proyectan la respiración del sauce hacia los

confines –otros ríos: las fronteras de ese orbe poético. Pero, asimismo, todos los ríos

que van contornando el mapa de esa poesía desaguan en el árbol a cuya sombra se

organiza su poesía; es que, tomando la sugerencia de Sergio Delgado, Juan L. Ortiz

escribe, acaso, un único libro, En el aura del sauce, al que conduce la paciente forja de

una obra cincelada, con minuciosidad de orfebre por casi sesenta años. Cada libro,

añade Delgado, “se nutre del anterior y nutre, a su vez, al que le sigue” (Delgado 18). Y

todo ello confluye en el libro mayor, el libro suma, libro plural que fagocita los trece

libros singulares.

Julio Premat, en referencia a la obra narrativa de Juan José Saer, sostiene que en

la misma, ostentando un “singular efecto de coherencia retrospectiva, todo parece

previsto desde el inicio, todos los textos parecen haber existido desde el primer texto”

(Premat 6). Es notable cómo estas palabras resultan también apropiadas para ceñir las

coordenadas de la obra poética de Juan L. Ortiz, notorio precursor del escritor de

Serodino: la sintaxis desbordada y proliferante de La orilla que se abisma ya se

encuentra, en un estado germinal, en el dolorido bucolismo de El agua y la noche (y en

los aún tímidos tanteos de los poemas agrupados en Protosauce); también, en la serie de

libros en que toma cuerpo el acento elegíaco (esa “elegía combatiente” orticiana) que,

ante la evidencia de un mundo virginal mancillado por la pobreza y toda suerte de

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miserias, delinea las formas redentoras de la belleza futura, así como, más tardíamente,

el apego cada vez mayor al poema extenso, con inflexiones narrativas, culminará

(desaguará) en El Gualeguay, el poema-libro con el nombre del río.

Así, cuando Saer sostiene, programáticamente, en el prólogo de su primer libro,

En la zona, que en todo escritor genuino “la mitad de un libro suyo recién escrito es una

estratificación definitiva, completa, y la otra mitad permanece inconclusa y moldeable”

(Saer 421), con ello prefigura, quizás, lo que imaginaba como la proyección futura de su

zona, coincidentemente enclavada en el “aura del sauce” que funda el país de la poesía

orticiana.

Pensar en el problema del aura en el arte moderno (es decir, el problema de su

presunta decadencia), remite casi inmediatamente a Walter Benjamin. En uno de sus

ensayos, Benjamin cifra en la mirada lo que él llama “la experiencia del aura”.155 Esa

mirada, propiciatoria de dicha experiencia, esperará ser “recompensada por aquello a lo

que se dirige” y esa recompensa será el acontecimiento aurático, entendido como una

experiencia de plenitud. La sugerencia benjaminiana del aura como esa “realidad de la

cual ningún ojo se sacia” propiciará en Georges Didi-Huberman, apoyándose en esa

bella sinestesia, el correlato que sigue:

[...] lo que es dado a ver mira a su espectador. Benjamin llamaba a eso “el poder de levantar

los ojos”. Esta relación de mirar implica una dialéctica del deseo, que supone alteridad,

objeto perdido, sujeto escindido, relación inobjetivable. (351)

“El poder de levantar los ojos”... ¿cómo no recordar aquella figura barthesiana

155 Tal como aparece citado en Didi-Huberman (345-386). Si bien remitimos a la edición de Taurus queincluye el ensayo de Benjamin, preferimos, para todas las citas del mismo aquí utilizadas, la versiónempleada en el libro del crítico francés.

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de “leer levantando la cabeza”? (“Escribir la lectura” 39), reconocimiento de un

momento aurático en la lectura que, al interrumpir la linealidad del texto abre la brecha

por la que ese momento epifánico devendrá escritura (la escritura de la crítica). El ojo

como órgano de la mirada, aureolará, circundará, asediará con tal intensidad el objeto de

su mirar que éste “recompensará” esa mirada, la cual no se detendrá ante la apariencia

exterior de las cosas. El aura como un plus de sentido: un exceso, la conformación única

e irrepetible de lo mirado a partir de quien mira (como el “aura” de la lectura sería ese

único e irrepetible contacto entre el artefacto textual y quien lee en una particular

coyuntura de tiempo y espacio), la evidencia de un objeto dispuesto a abrirse sólo ante

esa mirada que sabe realmente mirar (que lo mira fundándolo, lo mira con el asombro

equiparable al del primer hombre enfrentado con las maravillas y las desmesuras de la

tierra).

Pero, dice Benjamin, el aura es “la aparición irrepetible de una lejanía”; pone en

evidencia la distancia intransitable entre nuestra puntual y limitada localización, en el

marco de la imprevisible deriva de la vida, y aquello que llamamos “mundo”, “paisaje”,

“naturaleza”, la vastedad de todo cuanto nos rodea, nos contiene o nos oprime. La

potencia del ojo que cartografía esas lejanías logra, en ese fulgor de la mirada que

atisba, por una vez siquiera, el espesor de lo real, registrar (constituyéndolo a su vez) un

mundo infinitamente más vasto que el dado a la percepción del ojo que no ha aprendido,

aún, a mirar.

La belleza de lo inasible, de lo incógnito, de lo cifrado de la cosa que emerge por

esa ciclópea fuerza de la mirada, será más intensa aún en tanto que fugaz, en tanto que

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irrepetible: la vista no volverá a posarse ante lo mirado, toda una conspiración de azares

hará imposible que ese chispazo del contacto de la mirada con lo real reproduzca esa

experiencia aurática. Sería, acaso, pensable como una experiencia de lo inminente, en el

sentido de la alusión borgeana al hecho estético como la “inminencia de una revelación,

que no se produce” (Borges Obras 635) y que Didi-Huberman transcribiría, quizás,

como “lo que está en tren de nacer en el devenir y en la decadencia” (347).

Ortiz aprendió a mirar para leer el aura del sauce (y para escribirla). La escritura

poética será, para Ortiz, la manera, siempre precaria, de apresar el aura: una escritura

que se postula como “mapa del aura” (como mapa del “país del sauce”), como trazado

cartográfico de un “país” anclado en ese territorio que el ojo desvela, que el ojo,

quitándose los velos, funda. Y nosotros, sus lectores, apostamos, quizás, a la módica

epifanía de reconocer, en el trazado del mapa de la obra, las proyecciones de la deriva

del ojo orticiano, la inscripción de tantas lejanías intransitables: incitación a la traza de

los caminos no registrados en el mapa, a forjar los accesos al mapa Ortiz, a través del

entramado confluyente de otro mapa, el de nuestra propia y tanteadora lectura.

En un poema temprano de Ortiz leemos lo siguiente:

El agua choca contra el sauce caído

y deshace bajo la luna toda su red melódica: (RE 257)

No sería desatinado señalar, acaso, en estos dos versos una formulación

fundadora del modo característicamente orticiano de mapear el aura, en cuya

demarcación se desarrolla su poesía. El agua y el sauce: lo que fluye y lo que se enraíza,

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coordenadas convergentes, latitudinales y longitudinales de su territorio poético.156 Así

como la tierra y el cielo se conectarán a partir de las ramas de los árboles extendidas

hacia la vastedad del alba o de la noche, la convergencia entre el fluir del río como

emergente textual de la deriva sintagmática del poema y el remansamiento vertical del

árbol, se resolverá en lo que podríamos llamar, remitiendo a Gaston Bachelard, una

inversión de lo sólido y lo etéreo (una inversión que se resuelve en la promiscuidad de

los elementos y los planos de su poesía).157 En el, por cierto, emblemático “Fui al río” se

postula ese maridaje fundacional de la poética orticiana: las voces de la corriente y las

de las ramas incesantemente hablan, dicen cosas incomprensibles. Hay una lengua

babélica que se está conformando, un mundo que quiere decirse en esa glosolalia del río

y el árbol. Ese diálogo es lo que, a la vez, maravilla y angustia al sujeto de la voz en la

poesía de Ortiz: “solo entre las cosas últimas y secretas” experimentará la orfandad de

lenguaje.158

Desprovisto de habla, no reconociendo una lengua en los sonidos que pueblan el

ámbito que aureola el río (el aura del río), desespera (en el sentido de una espera que ya

no resulta soportable). El sujeto se dirige hacia el río, va en busca de una lengua (del

156 Decíamos antes que en la poesía de Ortiz, “ese sistema horizontal, en el que el río es la forma y elsentido del sintagma, la presencia del árbol introduce el eje vertical, el paradigma en el que lapercepción del fluir momentáneamente se detiene: en el árbol la poesía de Ortiz se adensa, se enraíza,se ahonda en la tierra aferrándose a ella y, nutrido por las corrientes subterráneas de ese territorioentrerriano, cercado y surcado por ríos, se eleva hacia las alturas”. (33)

157 Véase Bachelard (El agua y los sueños 84), También Sergio Delgado, en relación con este punto,llama la atención respecto de la ilustración que se encuentra en la portada de la edición original de Delas raíces y del cielo (un dibujo del propio Ortiz), reconociendo en ella “una imagen de síntesis” porla que el árbol vincularía los “afluentes” del cielo y de la tierra. Ahondaremos al respecto en la sextasección de este capítulo. (Delgado “El río interior” 17-18).

158 Recordemos el inicio de ese programático poema de Ortiz: “Fui al río, y lo sentía / cerca de mí,enfrente de mí. / Las ramas tenían voces / que no llegaban hasta mí. / La corriente decía / cosas queno entendía. / Me angustiaba casi. / Quería comprenderlo, / sentir qué decía el cielo vago y pálido enél / con sus primeras sílabas alargadas, / pero no podía.” (AI 229)

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código que subyazca a la lengua del río y del árbol), una lengua que le permita fundar

un habla: el habla del país del sauce, el habla que será, años después, El aura del sauce.

Pero, volviendo al poema referido con anterioridad, encontrábamos allí el sauce

que, caído sobre el río, ha cedido a la posición horizontal, tendido entre ambas orillas.

El lenguaje del agua, interferido por el del árbol, promueve una nueva lengua, de

naturaleza musical. El agua “deshace” su lenguaje en una red melódica. Lo que era

fluidez y transparencia es, además, y por sobre todo, música. La intervención del árbol

(su capitulación del eje vertical) es lo que propicia la emergencia de la música.

Cabe, tal vez, ver en el río el mástil de ese instrumento orticiano (¿el laúd,

quizás, que dibuja el mapa del país del sauce y que encontrábamos en el poema “Entre

Ríos”?). La corriente dispone su cordaje y la presencia oclusiva del árbol caído sobre

ese “encordado” acuático ejecuta la música del paisaje.159 La figura del tronco del sauce

obturando el fluir de la corriente, presumible clave de la articulación del habla

promovida por la poesía de Ortiz (enfatizo aquí la utilización también de ese término en

un sentido intencionadamente musical), convoca, a su vez, la imagen del puente en su

vinculación de ambas orillas del río, comunicando los recortes insularizados por los

cursos acuáticos de ese “país del sauce”, demarcado y trasegado por ríos.160

En otro de los poemas de El ángel inclinado, la entonación melódica se compone

entre ambas orillas. Se registra allí un momento “de olvido musical”: las cuerdas del

agua van de las notas altas a las bajas, de la cuerda más aguda a la más grave (de una

159 Acude a nosotros la figura de la cejilla en la ejecución de la guitarra: el dedo en toda su extensióncubriendo el encordado, presionando verticalmente sobre la extensión horizontal de las seis cuerdas

160 El puente es también una pieza de madera en el extremo del mástil del instrumento de cuerda, conpequeños cavidades por las que pasan las cuerdas hacia el diapasón hasta llegar al clavijero.

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orilla a la otra). Las nubes, el follaje, el cielo, desde lo alto, asisten a la trama sonora

que va componiendo el río (que se compone en el río). Desde la costa, a un lado del

diapasón, la voz del poeta prefigura la danza de la alegría en la orilla de enfrente, la

danza de los gestos y movimientos de hombres y mujeres entrevistos al otro lado. Ello

compone una coreografía, armonizada con el trino coral de los pájaros, el agua, el cielo,

enlazados también en el secreto ritmo de una danza que duplica, en otra escala, la de los

hombres y las mujeres sencillos que, en la lucha por la vida en el campo, componen, no

obstante, un cuadro en armonía con esa música, secreta y desplegada a la vez.

Una mujer que va hacia una canoa.

Hombres del lado opuesto que cargan la suya.

Los gestos de los hombres y el paso de la mujer

y el canto de los pájaros se acuerdan

con el agua y el cielo en un secreto ritmo. (AI 232)

El poeta, del otro lado, está solo. Asiste a la coreografía, se entrega al “olvido

musical” del paisaje que tañe. Imagina, anhela tal vez, cómo sumarse a esa danza. El

árbol caído sobre el río (el arco que se posa sobre las cuerdas) intervendrá, luego, para

que la música nazca. Ese tronco de sauce será el puente, también, para cruzar hacia la

otra orilla. El sauce como puente, (el “aura” del sauce): siempre en el centro del mapa,

siempre aproximando las orillas.

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El paisaje interferido: una “rajadura”

Juan José Saer, reflexionando acerca de los singulares modos desarrollados por la poesía

de Juan L. Ortiz, encuentra en ella “un deslumbramiento ante la proliferación

enigmática de materia que llamamos mundo” (“Liminar” 13), y la repercusión, en

términos de escritura, de ese deslumbramiento, es esa progresión, también inagotable,

de una palabra poética que ejerce una tarea fundadora de ese mundo a partir del recorte,

del modelado de esa materia proliferante. La deriva de la sintaxis orticiana,

especialmente notoria en sus últimos libros, en sus desbordes, en su sintaxis

arborescente, ramificada, balbuceante, testimonia, acaso, la voluntad utópica de

domeñar esa materia desmesurada y arisca, una materia que “se siente tan íntima y

cercana como irreductible y ajena”, en palabras de Daniel Freidemberg

(“Reverberaciones, llamados, misterios” 90).

Mundo, mapa, paisaje. La materia prolifera y el mapa se desborda. El agua, en

su fluencia, compone la escena de la vida que late. El paisaje, en tanto “articulación

entre ambiente y representación” (Silvestri; Aliata 29), se delinea, en la superficie de la

naturaleza fluyente. Quizás por esto mismo, en razón de la insistencia escrutadora de la

mirada que logra trazar trayectos, recorridos, componer formas, fijar relaciones en la

superficie de una naturaleza abrumada, ese paisaje va a distanciarse notablemente del

mundo natural sobre el que opera, va a proponer una distancia proporcional a la que

opera entre, por caso, el mapa de Entre Ríos que compone el poema “Las colinas”,

respecto del mapa físico, del mapa “escolar” de la provincia161. El paisaje, en Ortiz, es

161 Como ya lo viéramos, en ese extenso poema de 1956 el mapa orticiano de su provincia, Entre Ríos,deconstruye y se sobreimprime al territorio de la provincia argentina llamada también “Entre Ríos”.Decíamos que, en él, “la mirada del poeta se desplaza como el ojo de una cámara que oscila entre el

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interponer formas a la indeterminación de la naturaleza, es darle una direccionalidad a

lo que prolifera, un cauce a lo que desborda. Pero el cartógrafo (el poeta), trazando

lindes y demarcaciones, colocándose, intencionalmente, en esa zona fronteriza en la que

lo informe natural y las formas del mapa/paisaje dialogan, reconoce que, precisamente,

sobre ese fondo desmesurado de lo natural, las formas se constituyen como tales: el

mapa recorta, enfoca, limita y cuenta (narra) desde ese foco, ese límite, ese recorte.

Mapa, territorio, paisaje, naturaleza. En los ángulos de ese cuadrado operan las

transiciones entre lo natural y lo cultural, las distintas formas de vida (la humana y la de

los “otros reinos” en Ortiz), la mayor o menor presencia del hombre, el mayor o menor

dominio de esa materia excesiva y proliferante concebida como “mundo”.

mapa territorio

paisaje naturaleza

Ambos ejes horizontales hablan de los modos inmemoriales de la lucha del

hombre por ceñir, por acotar aquello, tan maravilloso como feroz, que lo rodea y que lo

excede. Y al vincular los polos verticales (mapa/paisaje–territorio/naturaleza),

suspendiendo, momentáneamente, la tentación de sinonimizar los miembros de cada

pareja de términos, cedemos, sí, a la de confrontar ambos pares a partir, quizás, de la

presencia (o no) del ojo que constituye las formas inscritas en ese mundo. La noción,

entonces, de “mundo”, precisamente, se tornaría concebible, tal vez, logrando vincular

lo que sugiere el encuentro de esos cuatro términos, parcialmente en armonía,

registro de desmesuradas tomas panorámicas de un extremo hacia el otro –de un río hacia el otro–, alplano detalle de una brizna temblando al vaivén de la brisa, de los inauditos tonos que las corolasasumen al contacto con esa «criatura ebria» que es la luz, de la miniada caravana de hormigassorprendida en su voraz marcha sobre la hierba húmeda” (101-102)

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parcialmente antinómicos; una tentativa “definición”, a partir de aquella sugerencia

saeriana, emerge: el mundo, “materia proliferante sometida a una forma”.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando trazamos las diagonales de ese cuadrado? Tal

vez allí emergerían las maneras más peculiares de la poesía de Ortiz: la naturaleza,

recortada (domesticada) como paisaje, es sometida a la pura formalización del mapa; y,

como una superficie en la que se posan esos diversos “mundos” orticianos, lo humano,

por su parte, entramado en la temporalidad histórica, propondrá el andamiaje de un

paisaje en el que se hace confluir, con sus contradicciones, sus desajustes y eventuales

resplandores, todos los elementos en tensa convivencia en la formulación de una poesía

que de esta manera procesa así sus propios conflictos.

La idea de “paisaje”, entonces, supondría acaso la noción de “intervención”.

Quien recorta, demarcando con la mirada, un área discreta de ese continuo que es lo

natural, está interviniendo sobre lo natural para, en esa intervención, construir paisaje. Y

el paisaje, la intervención de lo natural, es, en Ortiz, objeto de una nueva intervención.

Es, tal vez por ello, que el paisaje orticiano se aleja de cualquier manera característica

inherente a las poéticas paisajísticas; éstas, por lo general, reproducen la representación

resultante de la intervención primaria sobre la naturaleza que propicia la categoría de

“paisaje”.162 En Ortiz habría una segunda articulación: el paisaje, asumido como forma

162 Consúltese al respecto El paisaje como cifra de armonía de Graciela Silvestri y Fernando Aliata. Elumbral de lo que los autores llaman la “construcción mental física y mental” del paisaje, selocalizaría en los inicios del período “conocido genéricamente como modernidad” constatación que,por lo pronto, instala una paradoja: “la sensibilidad ante la naturaleza es inseparable del renacimientode la vida urbana, del avance de las técnicas, de la voluntad expresa de dominio sobre la superficieterrestre y de la centralidad de la razón, todos aspectos que aparentemente oponen hombre ynaturaleza. A medida que se despliegan las posibilidades del progreso, se acentúa la nostalgia por unasupuesta unidad primigenia. Es que sólo si la naturaleza es dominada y deja, por lo tanto, deamenazar la existencia humana, puede ser construida como una fuente de consuelo y armonía. Asípodría postularse, desde este punto de vista, que la noción actual de lo que sea naturaleza fue

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canónica de la naturaleza sobre la que se recorta, es objeto, a su vez, de una nueva

intervención, que lo rarifica, que lo deconstruye, que lo interfiere.

En un poema de El álamo y el viento, la mirada se detiene, sorprendida, por lo

que en el poema se llama “una rajadura”. Es otoño, una mañana de otoño; la luz dialoga

con las flores. La luz es el pincel sutil que, tras la oscuridad, vuelve a desparramar los

colores. Las gotas de rocío todavía tiemblan sobre las hojas que la luz desnuda y entibia

a la vez. Pero en ese mundo que se despereza lentamente, la armonía del paisaje

reencontrado tras la noche se inestabiliza con la evidencia, no tanto amenazadora como

enigmática, de esa “rajadura” por la que algo se pierde, se escapa, huye.

Qué extraño que en esta mañana de otoño, todavía mojada, haya una rajadura!

Qué se escapa por ella? (AV 316)

El sujeto poético, contemplando el espectáculo ofrecido por ese extraño

amanecer, vacila:

No se escapa nada por ella.

Un vacío muy vago en el fondo de ella.

No, no es un vacío, es una vaga noche.

Por esa rajadura, una “vaga noche” no quiere cederle a la luz la total soberanía

sobre el paisaje. Es una noche que, entrelíneas, resiste163. El paisaje se extraña de sí;

todo se torna precario.

construida a partir de los valores modernos.” (13-14)163 Se insiste en lo vago de esa oscuridad, apenas perceptible, licuada por la luz de otoño –esa “luz

mojada de Marzo”.

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204

Las flores parecen más extrañas y el rocío aún más frágil,

y la colina verde de un cristal aún más efímero,

y el río un ardiente fluido próximo a perderse.

El “dolor de la tierra”, se nos dice, fractura el paisaje. El diálogo de la flores con

la luz se suspende; desde la grieta abierta se ha llenado de noche el paisaje. La belleza

asediada por Ortiz oscila, tal vez, en ese claroscuro. El poema se cierra con la

suspensión de ese coloquio cromático. No obstante las formas dibujadas por la luz, el

entramado del paisaje orticiano (eso ya lo sabemos) rehuye las claridades excesivas, los

tonos demasiado seguros de sí, las líneas claramente definidas. La noche, la oscuridad,

la sombra lejos están de ser la contracara de la luz, su anulación; componen, con sus

tintes, una gama indispensable de la paleta: el relieve del paisaje orticiano se cifra en ese

contraste.

En “Sí, las rosas” (AS 193), también algo semejante a una “rajadura" se abre

pero, en ese caso, manifestándose como “la hondura negra / el agujero negro”. También

ese “agujero negro” obsesiona al sujeto poético: una forma de vacío, de caducidad, se

instalan como inquietud, como (vaga) amenaza. No obstante, en otro poema del mismo

libro, la noche se identifica con la mujer; en la escena que monta la poesía orticiana el

hálito de lo femenino y de lo infantil –en muchos casos aunados, como sucede con las

“colinas-niñas” del poema “Las colinas”– son la clave de la vitalidad, del rehacerse

constante, de la primacía de lo que brilla y lo que late en ese paisaje.

Entre la noche y la mujer –ser de luz para Ortiz–, se tiende un espacio

transicional, de graduales brotes y apagamientos, tan insistente en su poesía; ambas se

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205

confunden, se hibridizan, se simbiotizan. “¿Dónde empieza la una y termina la otra?”

(AS 192), se pregunta:

Flor

de la noche

hecha sólo

de resplandores,

pero brotada

de un suave secreto

del cosmos.

Esos “resplandores”, esos destellos necesitan de la sombra para brillar, para

componer formas, para no morir en el día “como una joya”.

Con su más pura

vida

es forma de la sombra

que mira

y abre

blancas sonrisas.

La noche ha rasgado la superficie del paisaje y ha penetrado en él (un él que es

un ella, por el estatuto recurrentemente femenino de ese paisaje en Ortiz); un paisaje

que ondula, que cimbra, que abre sus surcos, en un gesto femenino de entrega amorosa.

La mirada, que pinta con el pincel de la luz en su íntimo maridaje con los objetos y

seres del paisaje, también compone formas y tiende texturas con los tintes oscuros. Así

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206

como la noche lo rasga, el paisaje se sabe susceptible a la intervención de todos los

elementos, de las manifestaciones de la vida que lo surcan, lo transitan, lo habitan,

desplazándose por él reconfigurando siempre el mapa, saturándolo de colores en

constante tensión, trizándolo de sonidos que confluyen coralmente:

Es que el canto del ave

ha herido deliciosamente

el más íntimo misterio

del paisaje. (BP 429)

El cielo y el agua no disimulan su inquietud; el uno, Narciso etéreo, se abraza

con la superficie líquida que lo refleja y lo invita; la otra, escalando las enredaderas,

quiere pedirle prestada alas al cielo, proyectarse, gravitar, interrumpir su interminable

deriva horizontal.

El agua se desconcierta

tenuemente, y pide más

leves imágenes radiosas

al cielo todo de alas... (BP 430)

Arriba, el “abismo de luz”, una luz que se ahonda, se derrama sobre las cosas (la

materia) del mundo; abajo, el cauce acuático que, espejándose a su vez en el cielo, se

imagina también con alas.

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207

El paisaje invertido: las “estrellas-islas”

Aldo Oliva, en ocasión de abordar el análisis de un breve corpus de poemas de Juan L.

Ortiz, reflexionaba acerca de una “dificultad casi irreductible” que esos cuatro poemas

objeto de su lectura, como todo el resto de la obra poética de Ortiz, plantean a toda

tentativa de ceñir “las formalizaciones del código poético”. De lo que en suma se trata,

sugiere Oliva, es de que habría una distancia inabordable entre la experiencia poética y

el lenguaje que intenta apresarla, más agudamente, quizás, en un proyecto de escritura

como el que concibió y ejecutó Ortiz.164 En él, la indecibilidad última de la experiencia

que el poema quiere registrar se ostenta como un bastión; no obstante, y tal vez, por ese

carácter precario de la lengua formulizada de la comunicación cotidiana, el poeta como

hacedor (en el sentido borgeano) forja otra lengua, emparentada con la institucional,

pero radicalmente distanciada de ella por la voluntad que la anima de nombrar lo que,

literalmente, no tiene nombre.165 Edgardo Dobry, en ese orden de razonamiento, traza

una genealogía de esa voluntad programática de forja de un lenguaje especializado

situando, qué duda puede caber, en Baudelaire el inicio de aquella radical “equiparación

164 Dicho con palabras del propio Oliva: “No creo que se trate de una ruptura intencional, de unantiformalismo de escuela o de tendencia, de una decisión iconoclasta enfrentada a las renuenciasteóricas del movimiento postmodernista. Creo que se trata más bien de una precoz y largamentedesarrollada recomprensión de las complejas relaciones entre el lenguaje y las posibilidades de lapráctica poética.” (28)

165 Cintio Vitier apela, en su Poética, a un tropo, la catacresis, que Alfonso Reyes caracterizara, a su vez,como “el procedimiento esencial de la poesía”. La catacresis (“nombrar lo que no tiene nombre”, diceel mexicano) sugeriría la formulación del estatuto último de la palabra poética. Dice Vitier que,etimológicamente, “la palabra significa abuso, y se denomina así al tropo empleado, no ya con elánimo de realzar o embellecer la expresión, sino por pura necesidad, pues no existe en el idiomanombre alguno que designe propiamente a la cosa en cuestión” (96-97), para, luego, proponer que, ensuma, la poesía “no es figura, sino sustancia; no es ilusión, sino realidad; no es lenguaje indirecto,sino directo; no es eludir, sino afirmar; no es amaneramiento, sino conocimiento; y que, en fin, noconsiste en estilizar o sustituir la realidad mediante operaciones tales como desplazar los atributos deunas a otras apariencias, atribuir a las cosas cualidades irreales, superponer los tiempos y losespacios, etc., sino en penetrar esa realidad única, sin dualismo posible, mediante un acto develador ycreador también único.” (102)

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de poesía y alquimia” que asume carácter de programa en los simbolistas y que, en

Mallarmé, encuentra su formulación quizás definitiva166.

No parece controvertible que haya que filiar a Ortiz en esa progenie pero, con

un, no por sutil, menos notorio apartamiento: la figura del mistagogo mallarmeano,

ministro de esa “aristocracia del espíritu” que, como certeramente apunta Dobry,

promoverá las “actitudes radicalmente reaccionarias de algunos de los mayores poetas

del siglo XX” (20), estará en las antípodas de la manera orticiana de entender la poesía

como herramienta de liberación para el hombre sojuzgado, aquel que junto a sus

hermanos teje “esa red de sangre” para salvar del vacío a esos poetas que sólo entienden

de “rimas” (RC 533), ese que, al encontrarse por primera vez con esa “belleza nueva” –

en palabras de Edgar Allan Poe–167 encontrará la demarcación por la que transitar hacia

una refundación de la vida.

Pero lo digresivo del precedente comentario nos apartó del hiato señalado por

Oliva en lo que puntualmente refiere a las obstáculos (“irreductibles”, en cierto modo,

para el poeta rosarino) interpuestos a las tentativas de aproximación crítica a una poesía

como la de Ortiz y a la perplejidad derivada de esa insistencia. Como en la célebre

metáfora de la esfera pascaliana, “cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en

ninguna”, decía Borges (Obras 638), la textualidad orticiana (que es una territorialidad

166 Dice Dobry: “Para Mallarmé el hermetismo esotérico tiene un sentido defensivo, es la clara voluntadde expulsar al lector de diarios del ámbito de la poesía. El poeta teme que la vulgaridad de ese lectormancille su arte verbal, que es una aspiración a lo Absoluto; con este rechazo del lego, el poeta es yaun especialista ensimismado: «Soy un incompetente en cualquier materia que no sea el Infinito» decíaMallarmé.” (21).

167 Recordemos aquellas “cuatro condiciones elementales de la felicidad” para Poe: “Vida al aire libre /El amor de una mujer / El desapego de toda ambición / La creación de una belleza nueva”.Claramente Ortiz parece haber seguido ese señalamiento. Por otra parte, él también utiliza dichaexpresión, “belleza nueva”, en un poema de El alba sube..., “Ráfaga del vacío...” (204).

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209

del texto) construye centros en emplazamientos no habituales, las periferias se

desdibujan, aparecen puentes donde parece que la desmesura del caudal no permite ni

permitirá el paso; pero el paso eventualmente se abrirá: de pronto resulta reconocible un

centro (un acceso) y ello parece explicarlo todo. Un centro como una isla y la esfera de

agua que interminablemente asedia ese centro.

Intercambiabilidad, reversibilidad, espejamiento: las posiciones del sistema

Ortiz fluctúan. El centro parece ser la periferia; el arriba, el abajo; la circunferencia (las

lindes: los ríos), la trabazón de caminos. Gaston Bachelard, leyendo a Poe, nos ayuda a

leer Juanele:

Una simbiosis de imágenes coloca al pájaro en el agua profunda y al pez en el firmamento.

La inversión que actuaba sobre el concepto ambiguo e inerte de la isla-estrella actúa ahora

sobre el concepto ambiguo y viviente de pájaro-pez. Si nos esforzamos en formar en la

imaginación ese concepto ambiguo sentiremos la deliciosa ambivalencia que de pronto

alcanza una imagen bastante pobre. Gozaremos con un caso particular de la reversibilidad

de los grandes espectáculos del agua. Si pensamos en esos juegos productores de repentinas

imágenes, comprenderemos que la imaginación tiene una incesante necesidad de dialéctica.

Para una imaginación bien dualizada, los conceptos no son centros de imágenes acumuladas

por semejanza; los conceptos son puntos de cruce de imágenes, de cruzamientos en ángulo

recto, incisivos, decisivos. Después del cruzamiento, el concepto tiene un carácter más: el

pez vuela y nada. (El agua y los sueños 84)

El paisaje orticiano, concebido como, en palabras de Roxana Páez, ese “diálogo

del lenguaje con la naturaleza” (157), problematizando, acaso, el simbolismo de la

fluencia horizontal del río (ese río “que no terminaré nunca de decir”, nos recuerda

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210

Juanele en uno de sus últimos poemas)168, sin dejar de derramarse en la deriva

sintagmática (dada la impronta “acuática” de su trazo poético), anuda, asimismo, una

trama en la que el arriba y el abajo, por momentos, se invierten, se confunden, se

simbiotizan.

Acaso, esa “sorpresa” manifiesta en el poema antes referido se fundaría en la

extrañeza evidenciada por el sujeto poético frente al comentario de ese “amigo” –su

interlocutor, presumiblemente otro poeta– que ve en la poesía de Ortiz un río

interminable. Y es que, más que ese río, que pese a sus múltiples derivas y digresiones

acuáticas, no deja de fluir en el plano horizontal, como lo testimonia la voz del poema

citado, el lugar que, acaso, mejor hablaría de los modos de desarrollo de la poética

orticiana sería el de unas nubes desfasadas, nubes que “le sueñan su extravío / entre dos

cielos”. Nubes, de algún modo, “subalternas”, formaciones intermedias (como los

ángeles que transitan incesantemente por el espacio de su poesía) que no se localizan

propiamente en el cielo sino en un entre, entre un cielo por encima de ellas y otro, el

otro cielo orticiano, un cielo hecho de briznas, y de raíces y de aguas y de orillas.

El título de uno de los libros de Ortiz (el último que fuera editado en sus, por

cierto, emblemáticas ediciones de autor) evidencia la inversión de lo sólido y lo etéreo

(una inversión que se resuelve en la promiscuidad de los elementos y los planos de su

poesía). Sergio Delgado, en relación con la ilustración, una viñeta dibujada por él

mismo, que Ortiz incluye en la portada del libro en cuestión, De las raíces y del cielo,

señala que el árbol que podría ser reconocido allí disimula, acaso, una imagen de

168 “Me has sorprendido, diciéndome, amigo, / que “mi poesía” / debe de parecerse al río que noterminaré nunca, nunca, de decir…” (OA 861).

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211

síntesis en la que tanto las ramas como sus raíces, se presentan como brazos acuáticos

proyectados o desaguados desde el tronco del árbol entendido como cauce central de ese

entramado de múltiples corrientes.169

Pero parecería que en Ortiz la presencia de ese entre, de ese espacio transicional

entre los dos cielos, avanza sobre ellos: poco queda del cielo y la tierra como

polaridades “puras” en ese orbe poético. El mundo de frontera, reivindicado como lugar

de esta poesía de bordes y sinuosidades, no deja de conformarse en un trazado

paradójico, que desdibuja las formas demasiado acabadas y relativiza el poder

demarcatorio de las lindes, las que, no obstante, resultan centrales para la arquitectura

de la obra y funcionan como demarcatorias de un umbral de acceso a ese ámbito donde

todo tiende a mixturarse, a aunarse, a dialectizarse.

Aludíamos a la figura del tronco del árbol dibujado por Ortiz como el cauce

comunicador de ambos sistemas de afluentes, tanto el de “las raíces” como, al nivel de

las ramas, el “del cielo”. Un río que fluye trasgrediendo la horizontalidad: la evidencia

que ello asume en, sobre todo, el área más tardía de la poesía de Ortiz, estaría en la base

de la “sorpresa” que motiva el poema de La orilla que se abisma, aludido con

anterioridad.

169 “Los dibujos de las tapas, realizados por el poeta, anticipan el tema que da unidad al libro y al mismotiempo organizan una maravillosa sucesión de imágenes, paralela a la que busca la poesía, que puederesumirse en la del último libro, De las raíces y del cielo. Este dibujo reproduce, en contrapunto conla dinámica anunciada en el título del libro, la forma de un árbol. Pero no se trata de la reproducciónfigurativa de una especie determinada, sino que es más bien una imagen de síntesis, como en Elálamo y el viento las ramas que se confunden con los cabellos de una mujer. En este caso el dibujodel árbol representa, en cierta medida, el trazado cartográfico del río Gualeguay, lo que produce uncurioso juego de fusiones y contrastes que podría pensarse como imagen de la obra entera: las fuentesdel río, en la parte superior del dibujo, resultan ramas que se despliegan en un cielo nocturno (variasestrellas lo sugieren), mientras que la desembocadura del río en el delta del Paraná, en la parteinferior del dibujo, evoca al mismo tiempo las raíces de ese inmenso árbol.” (“El río interior” 17-18)

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212

La geografía íntima de Ortiz (una geografía que se escribe) surge, precisamente,

del sostenido ejercicio de un vínculo de intimidad, de entrega y apertura. Por ello, una

concepción del paisaje orticiano cifrada excluyentemente en la preeminencia de un

modo “contemplativo”, debería matizarse con la constatación de, más bien, la recusa de

una perspectiva distanciada, en favor de una participación en la materialidad y la

correlativa conformación de esa materia en la singularidad del habla poética. Es por ello

que, llamativamente, en una poesía obsesivamente moldeada por el sujeto que no deja

de aparecer en sus insistencias, sus hesitaciones, sus tanteos y perplejidades

(escenificadas espectacularmente en la sintaxis de los poemas de los últimos libros), la

constitución de la subjetividad se presenta lábil, difuminada; el sujeto está diluido,

“derramado” (del mismo modo que lo viéramos en el poema “Fui al río”) en los

pliegues de la materia. La poesía de Ortiz: ¿primacía de una subjetividad de sujeto

atomizado? ¿o de una subjetividad de la materia (que, en su caso, es lo mismo que decir

“del sujeto”)?

Patrick Harpur, en su sugerente El fuego secreto de los filósofos, a modo de

cierre de una reflexión en torno de la estructura dicotómica que subyace al pensamiento

mítico como fundamento de la psiquis occidental, sugiere lo siguiente:

Si existe un par clasificatorio, una contradicción, que actúa como una especie de rúbrica

para todas las demás –dice Lévi-Strauss al final de Mythologiques– es la de cielo/tierra. Es

su separación primordial lo que provocó todo nuestro infortunio; y es en su imposible y

anhelada reunión donde radica toda nuestra felicidad. (134)

Infortunio y felicidad, dos momentos polares, en tensa dialogicidad, de la poesía

de Ortiz que, en su reconocimiento de la cesura que se abre en el paisaje abismándolo,

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incomunicando las orillas asimétricas que contiene el fluido vital que lo nutre y oxigena,

abriendo esa “rajadura” que, como viéramos, tizna de noche la mañana y que, como una

trampa, quiebra la superficie estetizada del paisaje para hundirse en la naturaleza bruta,

no deja de reconocerse en ambas faces.

La reunión utópica entre cielo y tierra, sugerida por Harpur, la cifra de una

imposible felicidad anhelada, subyace, irrenunciable, en el corazón del proyecto

orticiano. La felicidad y el dolor son las polaridades del circuito por el que fluye la

energía verbal (y moral) que otorga su extraordinaria vitalidad al sistema poético de

Juan L. Ortiz. Con toda justeza, Juan José Saer, en su prólogo a la Obra Completa,

reconocía la impronta revolucionaria de Juan L. Ortiz (y a Juan L. Ortiz como poeta

“revolucionario”) en la tentativa infatigablemente desarrollada en su escritura de redimir

el dolor del mundo a partir del imperio de la belleza: ése, según Saer, es el programa

ético (una ética que es una estética) que anima su poética.

La evidencia del dolor, del sufrimiento que tizna el entorno natural, hace del

paisaje no el recorte estetizado (una abstracción) que armonice la incesante

conflictividad de los elementos naturales sino el ámbito donde la acción (y la reflexión)

del hombre pueden avanzar en la tarea, persistentemente postergada, de fundar,

precisamente, una “humanidad”, de hacer de ese paisaje intervenido un mundo. La

belleza, por otra parte, no resulta evidente, no es un dato inmediatamente ofrecido a la

percepción; es preciso una acción “política” sobre esa territorialidad: una mirada que

interrogue lo enigmático del medio natural, que tienda hilos asociativos entre la materia

discreta del paisaje, que se eleve para construir la perspectiva distanciada que permita

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reconocer las formas monumentales del paisaje o, en un movimiento inverso, coloque al

sujeto poético en una posición de naturalista o de entomólogo, para detener el ojo en el

mínimo matiz que provoca la oscilación cromática de una hoja al contacto con la luz, en

la caprichosa curva de una nervadura o –porque sabemos que se trata de un ojo que,

mirando, también oye– en el canto de un grillo “junto a los alambrados, entre las altas

hierbas” (MI 388).

La felicidad, la alegría, como objetos de un incesante preguntar, de un

desciframiento, de una arqueología.170 Un poema del libro El alma y las colinas tematiza

esta lucha de la felicidad y el dolor. Una noción de la felicidad va emergiendo a partir de

la interrogación dirigida a un objeto enigmático.

¿Es la rama del sueño

en la línea de qué viento

ya?

¿Es un cristal

tímido

entre los hálitos

oscuramente presentidos?

¿Humo invisible

en que se flota

y se penetra

170 Silvio Mattoni, se pregunta, a su vez, al respecto: “¿Por qué, preguntaría Juanele, por qué sin quererdecir nada cada uno se abisma solitario o agobiado, ultrajado, cuando se trata de querer la alegría,estar y decir el anhelo de un «nosotros» como si fuese un canto involuntario pero no «fatal»?”(“Ortiz: preguntas a la alegría” 66)

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hasta la raíz de la música?

¿Es la amistad primera

que abre de repente

los ojos de agua, y mira, mira...? (AyC 483)

¿La respiración del alma, las ramificaciones del sueño, un cristal que vela lo ya

velado, un humo que confunde su materia etérea con la no menos sutil de la música (una

música, no obstante, “enraizada”, amarrada a la materialidad de la tierra)? La felicidad

quizás esté en ese centro (cuya circunferencia está, por supuesto, en ninguna parte). La

amistad es otro nombre que asume la felicidad (su búsqueda, nunca abandonada): el

dolor del mundo sólo resultará soportable cuando los brazos dibujen la circunferencia

del mundo en otros brazos, cuando la luz del otro ilumine la propia oscuridad.

Precisamente, el rostro femenino de la felicidad alterna intermitentemente entre la luz y

la penumbra: esa felicidad que emergerá como “la última alegría / tras los velos

caídos...” (AyC 483).

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El canto del grillo: derivas, demarcaciones, cartografías

Paul Valéry, en una fórmula ciertamente iluminadora, aludió a la poesía como esa

“permanente vacilación entre el sonido y el sentido”. El habla de la literatura, se

constituirá a partir del relieve de una voz que dice; pero esa voz retumbará en una

cavidad, la de la boca que habla, y que susurra, y que calla, también. La voz de la

escritura reverberará en la boca de la lectura para hacerse canto, para hacerse música,

para sonar, para tañer, para vibrar.

El texto que leemos desplegará sus instrumentos, el sonido demarcará las derivas

del sentido: una cartografía. La boca se cerrará ante lo inefable, ante el misterio que

resiste el asedio. O se abrirá para preservar en el centro secreto del círculo –el círculo

dibujado por la boca que se abre en el canto– una oquedad, abrigada por una siempre

precisa y precaria, a la vez, arquitectura de palabras, “cuyo centro está en todas partes y

la circunferencia en ninguna” (Obras 638).

La boca que se abre, que se cierra, que tartamudea, que grita: cerco de la voz,

diapasón en que, interminablemente, la cuerda vibra. La boca que susurra, que titubea,

que murmulla, que balbucea, que canta con el poema como pentagrama, que enmudece

con la nota redonda del silencio.

En un poema temprano de Juan L. Ortiz, los grillos comparecen como

protagonistas absolutos, campeando entre la soledad –la ausencia de hombre– y la

oscuridad más rotunda; en tanto, la presencia dominante de la luna pinta de un plata

pálido el paisaje.171 La noche se puebla, hasta sus más remotos confines, con la

171 Se trata de “Luna llena”, incluido entre el conjunto de poemas que en la edición de la Obra completade 1996 se reúnen bajo el título “Protosauce”: “Luna llena. Una esquila / en la noche perdida. / Unbalido. Ladridos. / Y los grillo, los grillos, / los grillos solos que / hasta la madrugada / cantarán a la

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presencia de esos diminutos seres que, cantando, lo ocupan todo. A diferencia de lo que

sucede en otros poemas de Ortiz en que el canto del grillo está referido a un único sujeto

–singular y en singular–, en este poema el plural se potencia y se expande aún más

cuando el sintagma se repite. Son los grillos, “los grillos, / los grillos solos”, quienes le

arrebatan a la noche, cantando, el espacio previamente ganado por ella al paisaje. Se

trata –es pertinente notarlo– de una noche plena, una noche de “luna llena”, que avanza,

como el canto de los grillos, hacia la madrugada, lo cual difiere respecto del momento

transicional –entre la tarde y la noche, o entre la madrugada y el esplendor del día– en

que transcurren muchas escenas de la poesía de Ortiz.

Y en la oscuridad del paisaje abandonado, se inscribe la huella acústica de un

grillo que canta (una multitud de grillos que cantan): las ondas sonoras de esa “voz”, en

su magnitud, desorientan respecto de la proporcionalidad con la fuente de su emisión. El

pequeñísimo ser dueño de la voz, no obstante, ocupa, cantando, toda la extensión del

paisaje. Ese grillo que canta en la noche (como Orfeo lo hace interminablemente en la

recurrencia circular del mito) se invisibiliza por su canto: una voz que lo expone y lo

oculta a la vez (¿dónde se encuentra, en el vasto paisaje, ese grillo cantor?).

Resultaría, acaso, una obviedad reconocer en esta figura del grillo orticiano (y en

la recurrencia en su poesía) un emblema del poeta como sujeto del canto (como el sujeto

que en el silencio del paisaje impone la soberanía de todo aquello que canta); pero,

además de cantar, el grillo sabe pelear (el espectáculo de las luchas de grillos subsiste

como una antigua tradición china):172 las letras y las armas, el canto y la lucha, las

luna / la dulzura del agua, / de la tierra, del pasto, / bajo la paz de ella / que es un silencio pálido / ymusical de ángeles” (“Protosauce” 69).

172 Transcribo la entrada “Grillo” del Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant:

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convulsiones de ese mundo en que cantar es intervenir políticamente el paisaje. No es

casual, claro, que este grillo, reconocible en los recodos más ubicuos del mapa poético

orticiano, remita al espacio cultural chino, tan entrañable para Ortiz, en el que ese

pequeño ser sonoro, de hábitos nocturnos, cifra de la anhelada felicidad del hombre –

acaso inasible, como su canto– es objeto de inmemorial veneración.

En el otro extremo de la obra de Ortiz, en La orilla que se abisma, un grillo canta

hacia el fin del verano y el inicio de un otoño que despunta173. La impronta de la

soledad, nuevamente, rige la panorámica del paisaje:

Oh, solo de Marzo,

qué nos quieres decir, así, tan persistentemente, así

por encima del nadie

que palidece... (OA 818).

“Nadie” (un nadie sustantivado, que, además, “palidece”, se ensombrece, se

hunde en la penumbra) es el “sujeto” que se dispone a recibir un canto, no obstante,

obstinado, persistente. El grillo, sin dejar de cantar, también comienza a ser ganado por

la penumbra. Y por un frío que parece haber arribado tempranamente, en ese inicio del

otoño. Todo se torna crepuscular en el paisaje; sólo el canto del grillo, que, como en un

espejo acústico, proyecta un sonido que rebota y se multiplica, indica la persistencia de

“El grillo, que pone los huevos en la tierra, vive allí en forma de larva, y luego sale parametamorfosearse en imago, era para los chinos el triple símbolo de la vida, la muerte y laresurrección. Su presencia en el hogar se consideraba promesa de dicha, al igual que en lascivilizaciones mediterráneas. Pero la originalidad de los chinos queda patente en el hecho de queennoblecieron especialmente a los grillos cantores, los tenían en jaulitas de oro o en cajas mássencillas e incluso llegaron a organizar combates de grillos.” (540).

173 Tal como sucede con esos “grillos de octubre” cuyo canto recibe, en 1957, al poeta entrerriano reciénarribado al otoño chino y que encontramos en el poema “En Chun-King” de El junco y la corriente(561-562).

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una nota estival sobre los campos entrerrianos, tempranamente oscurecidos, enajenando

“a la eternidad / el silencio...”.

Ese canto “por encima de nadie”, que señalaría una localización aérea del sujeto

del canto, ¿sería, quizás, “un hilo por quemarse / sobre las huellas mismas / de un

ángel?”. Parecería, acaso, que la naturaleza del grillo participa de la del ángel, ese ángel

presente en tantos de los poemas de Ortiz; ambos transitan, acaso, los mismos caminos

aéreos, esa zona intermedia, un “entre” (entre “las raíces” y “el cielo”). Porque en Ortiz

lo que “fluctúa” se identifica, por momentos, con lo que “flota”. Y lo que flota lo hace

fluctuando en ese río aéreo, así como, a veces, también, abajo, sobre su cauce, el río

decide dejar de fluctuar, remansarse, entregarse al aletargamiento del sueño y quedarse

“hasta el alba” cobijado por orillas que dejaron, momentáneamente, de ser móviles, de

abismarse en la marcha sin fin.174

En otro poema, el grillo, nuevamente solitario, sostiene el andamiaje de una

sugestiva sinestesia, de aquellas tan características en Ortiz: su voz se enarbola como el

diapasón en el que confluyen los hilos luminosos que tienden las estrellas a “las flores,

las hierbas, los follajes”. Esos hilos son las cuerdas del instrumento que anida en el

paisaje (un arpa, puntualiza Ortiz), cuya pulsación sutil enmarca, acompaña, otorga su

base armónica a ese latido del silencio que, para el poeta, supone el canto del grillo.

Un grillo, sólo, que late el silencio.

A su voz se fijan

los resplandores

174 Es lo que leemos en “Río rosado aún en la noche” (203), poema de El alba sube..., en que el río esinterpelado del siguiente modo: “El canto de un pájaro en la medianoche / te detenía ¿recuerdas?frente a un árbol.”.

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errátiles

de las estrellas

que tienden hilos vagos

al desvelo

de las flores, las hierbas, los follajes?

O es una tenue voz aislada

junto al arpa que forman esos hilos

y que hace cantar la noche

con su último canto

secreto? (AS 215).

Pero, de pronto, resuena el canto del gallo y se presenta como el contrapunto a la

reverberación aún persistente de aquel otro del grillo. Con el amanecer, algo insondable,

sutil, resuena: una armonía hecha de vagos resplandores que vibran como cuerdas, una

voz que no interrumpe el silencio: ella es su latido, el aura que nimba ese silencio, su

respiración175. Frente a ello, con el alba, con la luz del día como un fuego que se

desploma, con el canto del gallo que quiebra “metales tristes, irisados, / que no son de

este mundo”, el grillo pierde su señorío, nocturno y solitario. Las alas del ángel

continuarán sobrevolando los espacios llenados en la noche por la voz del grillo, hitos

de una cartografía sonora de ese “país del sauce” delimitado por los hilos de luz que

proyectan las hojas, las flores, las hierbas de los campos al contacto de la tenue luz de

las estrellas.

El grillo, como sugiere Giorgio Agamben, articula una lengua absoluta, una

175 Tomando una sutil sugerencia de Georges Didi-Huberman, el silencio, “cualidad fundamentalmenteaurática” del paisaje (347), se nos impondrá como “algo parecido a una respiración” (368).

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lengua no escindida: emblema, quizás, de la utopía orticiana de la unidad que

sobrevendrá a la “división” en ese futuro venturoso en que el hálito de la poesía,

“tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor”, encontrará su

carnadura en todas y cada una de las voces.

Agamben lee a Mallarmé y nos habla de Juanele:

Lo que distingue al hombre de los demás seres vivos no es la lengua en general, según la

tradición de la metafísica occidental que ve en el hombre un zoon lógon échon, sino la

escisión entre lengua y habla, entre lo semiótico y lo semántico (en el sentido de

Benveniste), entre sistema de signos y discurso. De hecho los animales no están privados de

lenguaje; por el contrario, son siempre y absolutamente lengua, en ellos la voix sacrée de la

terre ingenue –que Mallarmé, al oírla en el canto de un grillo, opone como une y non-

decomposée a la voz humana– no sabe de interrupciones ni fracturas. Los animales no

entran en la lengua: están desde siempre en ella. El hombre, en cambio, en tanto que tiene

una infancia, en tanto que no es hablante desde siempre, escinde esa lengua una y se sitúa

como aquel que, para hablar, debe constituirse como sujeto del lenguaje, debe decir yo.

(“Infancia e historia” 70-71)

Esa voz del grillo, “una y no descompuesta”, tal como leemos en Mallarmé176,

prefiguraría el modo profético que vertebra la poesía de Ortiz: el poeta, híbrido de bardo

y de combatiente, está llamado a recomponer la unidad perdida entre hombre y

naturaleza, lo cual se resuelve en esa particular manera de la elegía orticiana –una

“elegía combatiente”, propone el propio poeta (“Prosas” 1072)–, de ningún modo

176 Dice Mallarmé en el final de su carta a Eugène Lefébure del 27 de mayo de 1867: “[...] ayersolamente entre los trigos jóvenes he oído esta voz sagrada de la tierra ingenua, menos descompuestaya que la del pájaro, hija de los árboles en medio de la noche solar, y que tiene algo de las estrellas yde la luna, y un poco de muerte; –pero cuánto más una sobre todo que la de una mujer, que caminabay cantaba delante de mí, y cuya voz parecía transparente de mil muertes en las cuales ella vibraba –¡ypenetrada de Nada! ¡Toda esa felicidad que tiene la tierra de no estar descompuesta en materia y enespíritu estaba en ese sonido único del grillo!” (41).

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nostálgica sino de una inequívoca coloratura profética.177

El paisaje guarda una música y ese viento, esa brisa (la respiración del orbe

poético orticiano), son el instrumento que ejecuta esa música. El poeta, que ha

aprendido a mirar con ojos que no sólo ven –palpan, degustan, tiemblan– también

aprendió a reconocer la música callada del paisaje. “Tengamos el oído sutil”, nos

recomienda Ortiz en uno de sus poemas (AS 200). Es que la música está en el paisaje

pero el verdadero instrumento, definitivamente, es el oído. Porque hay música en la

naturaleza (en todos los seres vivos y palpitantes que la conforman) hay canto. El poeta,

especie de lenguaraz semiótico, traduce los tañidos y susurros, los silbidos del viento y

los gritos de los pájaros, recodifica esa notación desde y con la palabra: canta.

Remitimos a un último poema de Ortiz en el que su título, “Cantemos,

cantemos”, sugiere, desde la conjugación plural del verbo y la apelación enfática

marcada por la repetición, el poder colectivizador de la palabra poética que debería

exceder la singularización de una mera retórica de autor. La palabra de aquellos “poetas

amados de todos” (AS 219), intérpretes de la voz del pueblo, es la que, entiende Ortiz,

viene a vertebrar ese canto. En el tono exhortativo del verbo (“cantemos”) subyace esa

invocación al sujeto plural de la poesía, que será también el sujeto motorizador de la

historia.

Asimismo, el canto se postulará como la síntesis entre el acto contemplativo y la

acción transformadora. Por el canto el poeta irrumpe en el continuo de la historia,

perfilando la reconfiguración de un horizonte que aparece clausurado. Cantar es la

forma más noble (y efectiva) de la acción política: el sujeto plural del canto convoca a

177 Nuevamente enviamos al esclarecedor ensayo de D.G. Helder (141-144).

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esas tristes y agobiadas criaturas que viven su pobreza silenciosamente en los montes,

pero también, a las innumerables manifestaciones de la vida animal, como ese grillo

cuyo canto aquí asediamos.178

No obstante, la acción de cantar, y la finalidad a la que se dirige el canto como

modo de intervención política, parecería desestabilizada por una acción de aparente

signo opuesto: la de esperar:

Sobre el vapor de sangre,

sutil, sutilísimo,

cantemos.

Cantemos y esperemos (AC 371).

Pero esa aparente contradicción (la acción transformadora del canto y la actitud

retardataria de la espera) se resuelve cuando la pensamos no en términos de dos

movimientos sucesivos (de marcha y contramarcha) sino en el marco de una

imbricación en la simultaneidad, en la tensión, acaso oximorónica, del rumbo hacia un

futuro inexorable (“la vida nueva / que espera”): el mapa que hay que trazar paciente,

silenciosa, incansablemente.

“Cantemos y esperemos”, dice Ortiz. Porque “esperar” es saber reconocer el

tiempo de la maduración de la fruta, el de la reverberación de formas y de colores que

confluyen en la flor. Porque el porvenir venturoso está “palpitando / como un ala en las

manos...”. Y porque el remanso, en un recodo del río, no desmiente su camino incesante

178 “Cantemos con los animales / y las cosas; / con los animales misteriosos y claros / y las cosasmisteriosas y claras; / y las aguas visibles y secretas, / que también esperan, / cantemos” (AC 371-372).

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hacia adelante (¿el mar?, ¿el futuro, ese otro mar?).

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El geógrafo, el agrimensor

La poesía ignora la representación o la evocación de lo indecible. Esrigurosamente coextensiva al área total del lenguaje, al que no desborda porninguna parte. Y su tarea no consiste en otra cosa que en medir esa área, enhacer su levantamiento, en establecer sus coordenadas y marcar sus límites. Alpoeta se le reconoce por su paso de agrimensor, por su manera de recorrer unterritorio de palabras, no por encontrarlas, ni por cosechar lo sembrado, ni porlevantar los edificios, sino sólo por medirlos. La poesía es un catastro o, mejoraún, una geografía.

Jean-Luc Nancy

“La poesía es un catastro o, mejor aún, una geografía”, en la sugerencia de Nancy; es

decir, una dialéctica del lugar (pensado siempre en términos de interioridad) y su

reverso, el afuera (eso que, en Ortiz, visto desde el marco recortado de una ventana, se

constituye como “intemperie”). La poesía: una tópica de los límites y su poder

demarcatorio (es decir, la poesía como aquello que sus propios límites conminan a

serlo). El habla de la poesía, entonces, asumiéndose como el atlas que concatena,

confronta, hibridiza los mapas que se van trazando en las escrituras singulares (es decir,

como langue desplazada de ese panóptico “sistema de la lengua” en que, en un mismo

movimiento, se emplaza y se fuga), esa geografía, autorreferenciada en las lindes que la

constituyen y que, en la misma mensura del espacio al que aplica sus instrumentos, hace

de esos mapas singulares las parciales y movedizas formulaciones de un atlas utópico.

¿Qué dirá el atlas del mundo, esa “materia proliferante sometida a una forma”,

sugeríamos antes? Michel Onfray propone una perspectiva a considerar:

Es verdad que el atlas dice lo esencial, pero no todo. A su postura conceptual le falta la carne

aportada por la literatura y la poesía. Pues el poeta más que ningún otro instala su cuerpo

subjetivo en medio del lugar frecuentado por su conciencia y su sensibilidad. Todas sus

emociones, sus sensaciones, sus percepciones, todas sus historias singulares maduran en su

alma fantasiosa y desembocan un día en un texto corto que ofrece la quintaesencia de las

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sinestesias caprichosas: oler colores, saborear perfumes, tocar sonidos, oír temperaturas, ver

ruidos. (35)

Ya hemos referido al modo en que esas “sinestesias caprichosas” de Juan L.

Ortiz se adentran en una territorialidad en la que, a medida en que se enmaraña la

mirada en su interior, más se adensa la voz que codifica esa mirada –la propia mirada

del sujeto que recompone la territorialidad “física”, que la interviene, sugeríamos

también–, que cifra accesos a lo mirado para que la lectura se haga en ese caminar, en

tanto que desandar lo que ha sido relevado y transcrito en el poema.

El geógrafo, construyendo herramientas para comunicar un mundo –en ello se

cifraría su tarea–, el mismo que caminamos cotidianamente pero que, sin sus medidas y

mensuras, los hitos y mojones por él plantados, significaría el desplazamiento por una

superficie sin referencias, una deriva montaraz por lo desconocido. La poesía, entonces,

también, se piensa como esa perpetua errancia por lo que se desconoce ya que, tal como

lo propusiera Fina García-Marruz, “La prosa […] se hace con lo que conocemos; la

poesía, con lo que desconocemos. Imagino la poesía como la súbita captación de

aquello que seguiría existiendo aún cuando yo no lo viese.” (436)

Equívoca geografía la de la poesía de Ortiz: la formalización del territorio se

desestabiliza, el mapa se torna precario, inestables los límites y demarcaciones.

Colocándose, como el titán mitológico, en la linde que discute las problemáticas

esencialidades del cielo y de la tierra (cargando, asimismo, sobre los hombros, esa Gea

dolorida, condenado por Zeus por tal desmesura), su atlas, yuxtaponiendo mapas,

transliterando territorialidades, nos enfrentaría ante la evidencia última de la

espacialidad que cerca, constituye o restringe toda escritura que, en su desplegarse,

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eventualmente, desdice, replica o traduce: un territorio que se impone como objeto a

conformar, como escena a, interminablemente, recorrer, a develar tendiendo, a su vez,

nuevos velos, tendidos desde la mirada que se escribe.

La tarea del geógrafo sería, etimológicamente, la de “describir la tierra”: aportar

algo de luz que permita leerla (codificarla para ofrecerla a una lectura que asuma ese

código), asediar el enigma que propone ésa –ésta– tierra y los seres que la habitan; una

interrogación tendida a lo oscuro natural (la naturaleza como lugar donde zozobran las

formas, los colores se confunden en una a la vez inquietante y seductora promiscuidad)

iluminado por la mirada del geógrafo que lo escribe: la tarea del poeta.

El geógrafo Ortiz hace, justamente, de la luz su herramienta de transcripción

geográfica. Remitíamos unos párrafos atrás, a partir de la reflexión de Michel Onfray, a

aquello en lo que nos apoyábamos como una inicial intuición derivada de la lectura de

la poesía orticiana: esa proliferación de un modo de la sinestesia sancionado por un

modo de mirar que excede su atribución privativa al sentido de la vista. En su luminosa

poesía (en el sentido de iluminar un mundo oscuro), la luz, precisamente, es el pincel

que desoculta los colores y las formas, cifrados y expuestos a la vez, de una naturaleza

sujeta a la intervención del ojo que no sólo mira: gusta, palpa, huele, oye; se extasía, con

el aroma de las humildes flores, vibra con esos paisajes que suenan como música. Esa

luz (ese pincel), hace de ello –de los campos interrogados por la mirada que pinta– un

paisaje y ese constituirse en paisaje se lee como gesto de intensa humanidad: la

intensidad del encuentro de la mirada con aquello que mira.

Volvamos a la cita de Nancy. La poesía recorta con palabras un continuo de

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228

palabras, resulta “rigurosamente coextensiva al área total del lenguaje, al que no

desborda por ninguna parte”. La figura propuesta por Nancy remite, sutilmente, a

aquella formulación de Eugenio Coseriu entendiendo a la poesía (es decir, “la

«literatura» como arte”) como “el lugar del despliegue, de la plenitud funcional del

lenguaje” (203), la puesta en acto de todas las potencialidades del sistema de la lengua,

el cual, en los repertorios formalizados de la comunicación cotidiana, se encuentra en

uso en una mínima proporción. El lenguaje, una materia lábil, se conforma a las

matrices corrientes de la comunicación, delinea límites que resultan conocidos,

próximos, habituales para, repentinamente, abrir una brecha, un hiato por los que “el

área total del lenguaje” se entrevé, inmensamente más vasta. La escritura poética

desborda el área conocida, se interesa (en el sentido de “internarse”) por los territorios

no señalizados para, como proponía Nancy, “establecer sus coordenadas y marcar sus

límites”. Pero, en esa medición, esa mensura del “territorio total del lenguaje” –esa

agrimensura que, en Nancy, remitiría al cultivo de un territorio de discursividad–,179 el

poeta no deja de reinventar los contornos totales de ese mapa. Porque, ¿hay un “área

total del lenguaje”? ¿qué la delimitaría? ¿la frontera última a la que la palabra (poética)

podría, acaso, haber arribado? Esa totalidad, ¿no incluiría, acaso, el acto (los confines a

179 La etimología del término cultura como resultado de la acción de “cultivar o practicar algo”, tal comorefiere Corominas, reconoce su anclaje en el ámbito del trabajo agrícolas (de allí la noción de cultivoo “cultura de la tierra”). Giorgio Agamben se apoya, también, en esta figura del agrimensor parareferirse a un modo constitutivo de la reflexión en Kant y que se presentaría aquí como un reverso dela manera orticiana de registrar la territorialidad: “el planteamiento más riguroso del problema de laexperiencia termina fundando su posibilidad a través de la posición de lo inexperimentable. Pero latenacidad con que Kant defiende el desdoblamiento del yo contra toda confusión y todo desbordemuestra cómo advirtió la misma condición de posibilidad de un conocimiento justamente en esapuntillosa tarea de agrimensor, que delimitaba desde todos los ángulos esa dimensión trascendentalque «obtiene su nombre de que linda con lo trascendente, y que por eso se halla en peligro de caer nosólo en lo suprasensible, sino en lo que está completamente privado de sentido».” (“Infancia ehistoria” 38)

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los que esa palabra ha definitivamente avistado) como la potencia (los territorios que

intuye, aquellos que están más allá de la última frontera)?

La palabra poética, entonces, midiendo, amojonando, demarcando, a su vez

inventa, funda conquista y, con ello, su propia mensura queda desestabilizada, tal como

sucede con el vastísimo imperio de Kublai Kahn que, expuesto a la fragua de la palabra

del Marco Polo calviniano, se puebla de ciudades magníficas, espectrales,

irreconocibles: al emperador no le queda otra opción que maravillarse y creer; el único

que ha llegado hasta allí para verlas (o inventarlas) es el propio Marco Polo, el viajero

(el poeta). Y, a no dudarlo, en cada nuevo viaje el mapa, irremediablemente, cambiará

(Las ciudades invisibles).

Uno de los poemas del último libro de Ortiz se inicia con estos versos:

Y se rosa, doradamente, todo, todo el aire...

Y el aire pierde la orilla... (OA, 805)

El aire “pierde la orilla”: una orilla singular. En ese sistema dual que

vislumbrábamos antes (un cielo vinculado con sus raíces a la tierra; una tierra, Gea, que

se levanta al cielo, líquida y aérea a la vez) se presenta aquí una ruptura de la simetría

de cielo y tierra espejados (un espejo siempre equívoco, un espejo en el que uno de los

polos se desconoce y se confunde a la vez con los rasgos del otro). El aire “se rosa”,

dice la voz del poema: llama la atención lo que parece una elisión en la construcción.

¿El cielo se torna rosa, de color rosado? ¿O acaso el cielo se abre como una rosa –

florece– y en ella se recompone la equivalencia de lo terrestre y el elemento etéreo?

Aunque ese fulgor rosáceo surgiría, tal vez, de un rozamiento: ¿Lo que se (torna) rosa se

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roza –en un rozamiento que es más bien fricción– con una orilla, otra? ¿La orilla del

aire, rosa truncada, es devorada, fagocitada por la otra? ¿Cuál es la otra orilla, la que

fagocita, lo deglute y lo replica –lo cita– en el rosa de un aire que se ha quedado sin su

única orilla?

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Juan L. Ortiz y el Budismo: vacuidad y reescritura del dolor

El mundo del artista es un mundo de libre creación, y ésta sólo nos la puedendar las intuiciones directamente surgidas de la mismidad de las cosas, noobstaculizadas por los sentidos y el intelecto. De este modo crea formas ysonidos de lo que no tiene forma ni sonido. En esa medida, el mundo delartista coincide con el del zen.

Daisetz Suzuki

En más de una ocasión, Juan L. Ortiz sugirió posibles anclajes de su poesía en puntuales

accesos a la doctrina del budismo zen. En una entrevista que le fuera realizada en 1972,

consultado acerca de su visión en relación con lo que comúnmente llamamos “lenguaje

poético”, Ortiz responde:

Cuando es utilizado de una manera, diríamos... (claro, hay que hablar de una manera, en

cierto modo, religiosa) de “iluminación”... Es decir, se carga tanto, pone en función tantas

virtualidades fonéticas, conceptuales, rítmicas, que paradójicamente y a la vez se hace

transparente y recibe (justamente ahí está la doctrina Zen), por hacerse casi inexistente,

recibe, digo, ciertas esencias, ciertas atmósferas, ciertos aires de esa realidad que al hombre

se le escapa... y que no puede asir. (Conti “Juan L. Ortiz en el límite” 73)

La iluminación (o satori, desde la pespectiva zen) se prefigura como el punto de

llegada que desea alcanzar el bodhisattva, es decir, quien aspira a la suprema

iluminación, correlato necesario del camino de la budeidad. El logro de la iluminación

es, según el Budismo, el verdadero significado de la vida humana. Ortiz, a la manera de

un maestro zen, persevera para proyectar luz donde no la hay; la iluminación budista (la

disolución de las oscuridades de la mente, es decir, de las perturbaciones producidas por

los venenos de la ignorancia, la ira y el apego) es el horizonte indefectible hacia el que

conduce el camino del Dharma. Y la poesía de Ortiz, también, parece avanzar lenta,

incansablemente, por esa senda.

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El propio Ortiz aludía, en la cita precedente, a un modo justamente “religioso”

en la forja de una palabra poética que, por un lado, hace de la luz la principal

herramienta para delinear las formas que subyacen al despliegue de la materia natural y

que, por otro, está guiada por una voluntad “iluminadora” en el sentido budista: ir al

asedio de la sombra, esos venenos de la mente, que generan sufrimiento y dolor (ya

hemos visto cómo la “mancha”, esa mácula de la que habla Ortiz, instaura el

sufrimiento en un paisaje hecho para el goce y el disfrute de todos los seres vivos).

En un poema de su primer libro de 1933, que se transcribe a continuación, el

mundo es sugestivamente presentado como “pensamiento realizado de la luz”.

El mundo es un pensamiento

realizado de la luz.

Un pensamiento dichoso.

De la beatitud, el mundo

ha brotado. Ha salido

del éxtasis, de la dicha,

llenos de sí, esta tarde,

infinita, infinita,

con árboles y con pájaros

de infancia ¿de qué infancia?

¿de qué sueño de infancia? (AN 166)

En este poema, Ortiz manifiesta que el mundo, dicho en términos budistas, no

existe de su propio lado, sino que es la creación de una mente: un pensamiento. Este

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pensamiento, caracterizado como “realizado de la luz”, como “dichoso” e identificado

con “la beatitud”, el “éxtasis”, la “dicha”, no se trata de cualquier pensamiento, sino de

uno surgido de una mente iluminada, de una mente que habría alcanzado el estado de

budeidad. De la beatitud subyacente a ese pensamiento de dicha el mundo “brota”.

Desde una perspectiva doctrinaria budista se plantea lo siguiente: “Buda dijo:

«Debes saber que todos los fenómenos son como sueños»” (Gueshe Kelsang Gyatso

94). Y, en esa misma clave, Ortiz se pregunta: “¿de qué sueño de infancia?”. Podría,

quizás, pensarse en la realidad de este mundo orticiano como una apariencia mental, tal

como sucede en el ámbito de los sueños; es que, tanto el mundo onírico como el que

creemos experimentar en el estado de vigilia, son, para el Budismo, apariencias de la

mente ya que la verdadera naturaleza del mundo es la vacuidad.180

180 La vacuidad no es la “nada”, sino la propiedad última de todos los fenómenos, tal como sugiere elmaestro tibetano Gueshe Kelsang Gyatso, guía espiritual de la Nueva Tradición Kadampa, asociacióninternacional de centros budistas mahāyānas para el estudio y la meditación inscritos en la tradiciónbudista Kadampa, fundada por el propio Gueshe Kelsang Gyatso en 1991: “En su enseñanza llamadaSutra rey de las concentraciones, Buda dice: «Al igual que las creaciones / de un mago, comocaballos, elefantes / y demás objetos, en realidad no existen, / has de entender todos los objetos delmismo modo»” (8). Ahondando en el desarrollo de la perspectiva doctrinaria budista en relación conel problema de la vacuidad, agrega lo siguiente: “La vacuidad es la forma en que los fenómenosexisten en realidad, que es contraria al modo en que los percibimos. De manera natural pensamos quelos objetos que vemos a nuestro alrededor, como las mesas, las sillas, las casas, etcétera, son realesporque creemos que existen exactamente del modo en que aparecen. No obstante, la manera en quenuestros sentidos perciben los fenómenos es engañosa y contraria por completo al modo en queexisten en realidad. Los objetos parecen existir por su propio lado, sin depender de nuestra mente.Este libro que percibimos, por ejemplo, parece tener su propia existencia independiente y objetiva.Parece estar «fuera», mientras que nuestra mente parece estar «dentro». Pensamos que el libro puedeexistir sin nuestra mente; no creemos que la mente participe en modo alguno en su proceso deexistencia. Para referirnos a esta clase de existencia independiente de nuestra mente se utilizan variostérminos: existencia verdadera, existencia inherente, existencia por su propio lado y existencia porparte del objeto.” El Maestro Gueshe Kelsang Gyatso añade que, aunque los fenómenoscorrientemente se presentan a nuestros sentidos “como si tuvieran existencia verdadera o inherente,en realidad todos ellos son carentes o vacíos de este tipo de existencia. Este libro, nuestro cuerpo,nuestros amigos, nosotros mismos y todo el universo solo son, en realidad, apariencias mentales,como los objetos que vemos en sueños. Si soñamos con un elefante, este aparece de forma vívida ycon todo detalle, y podemos verlo, oírlo, olerlo y tocarlo; pero cuando nos despertamos, nos damoscuenta de que no era más que una apariencia en nuestra mente. No nos preguntamos dónde está ahorael elefante porque sabemos que solo era una proyección de nuestra mente y no existía fuera de ella.Cuando la percepción onírica que aprehende el elefante cesa, este no se va a ningún lugar, sino que

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Del vacío emerge un mundo cuya realidad objetiva no es tal, un pensamiento

venturoso (un pensamiento iluminado) ha, literalmente, generado ese mundo. Del vacío

emerge ese mundo, no obstante, “lleno” de ese éxtasis, desbordante de dicha. No hay

transición entre el lleno y el vacío: un vacío que se distancia de la noción de nada

reconocible en la tópica metafísica presocrática cuando postula que “de la nada nada

sale”. Por el contrario, del vacío más pleno (valga el oxímoron) es que puede surgir un

mundo autosuficiente, un mundo que no precisa más que de sí mismo: su mismidad que

es, a la vez, su causa eficiente y su correlato.

Oscar del Barco, en su reflexión en torno al poema referido, enfatiza el hecho de

que, para Ortiz, “el poema es un brotar y no una construcción realizada por el hombre”

(19), un mundo en armonía con la naturaleza (entendida como aquello que “brota” más

allá del hacer humano), una aspiración a la unidad esencial que se realiza, un fluir en el

que el propio hombre se deja llevar por un ritmo que lo guía y lo contiene, lo libera de

los barrotes que lo hacen prisionero de sí, que lo esclavizan al aferramiento del propio

yo:

Pensamiento quiere decir hombre en cuanto unidad con luz y mundo. El giro significa que

no hay hombre, mundo y luz sin su participación en la unidad. Mas en el giro se borran,

paradojalmente, cada uno de los términos. De esta manera la luz, el hombre y el mundo, en

cuanto entes separados, carecen de ser: cada término es en los otros en el giro del poema. El

mundo, la luz y el pensamiento, brotan. No de la nada sino de la “beatitud”, de la “dicha” y

del “éxtasis”. (Juan L. Ortiz. Poesía y ética 19)

Es, insistirá Del Barco, una noción de mundo como donación: “la unidad vivida

simplemente desaparece porque no es más que una apariencia en la mente y no existe fuera de ella.Buda dijo que lo mismo ocurre con todos los demás fenómenos, no son más que meras aparienciasmentales que dependen por completo de las mentes que los perciben.” (91-93)

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como otorgamiento gratuito” (20). El hombre escindido, al liberarse de sí, recupera una

unidad primigenia, esencial: la unidad de la infancia, de un mundo hecho con “árboles y

pájaros de infancia”. Continúa diciendo al respecto Del Barco:

La infancia es el territorio de la desposesión del éxtasis. Y no es casual que la palabra

éxtasis esté colocada, en la mitad del poema, frente a la palabra dicha [el subrayado es

nuestro], como si una fuera el espejo de la otra. Éxtasis y dicha se anillan hasta formar una

unidad, y es a esa unidad a lo que llama infancia. El poema debe leerse como una

afirmación de la dicha: sus palabras señalan el paso que trasciende la desgracia del hombre

escindido volcándolo en el espacio de la unidad. (21)

Ortiz es explícito al referirse al modo de considerar la noción de vacío,

entendida –desde la perspectiva del budismo zen– como instancia fundadora de su

escritura poética181. Es necesario vaciar los cuencos de agua estancada para que puedan

ser colmados con la pureza y la frescura del agua de lluvia. En los estudios doctrinales

que se desarrollan en el ámbito de las diversas escuelas y tradiciones budistas, el

problema del vacío o vacuidad resulta un tópico crucial y determinante: la noción, a

todas luces engañosa y precaria, de realidad encubre la evidencia de que,

paradojalmente, nada es literal, fácticamente real; lo que experimentamos como tal es

resultado de elaboraciones mentales que, a su vez, resultan viciadas por el hecho de que

regularmente nuestra mente se encuentra perturbada por múltiples falseamientos,

engaños y falsificaciones. Es entonces la vacuidad un horizonte deseable –incluso

irrenunciable– para el practicante del Dharma, ya que todo surge del vacío y todo

181 Dice Ortiz en la entrevista referida: “En una palabra, la poesía es vigilia en cuanto es descubrimientode cierta zona en que no puede acceder el conocimiento común o racional, como quiera llamarse.Entonces queda ese modo de aprehensión previa una disposición especial, cierta apertura que estámuy bien tratada en la doctrina Zen, ese vacío previo para que las cosas, el universo, la realidad,impregnen la sensibilidad o el alma, como quiera llamarse...”. (67)

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retorna a él.

Vivimos una cultura de la saturación. Todos los espacios (los físicos, los

mentales, los psicológicos y espirituales) están llenos, ocupados por doctrinas,

vivencias, saberes, etc. que se encuentran firmemente asentados y que ejercen una

primacía absoluta; no hay forma de abrirse a lo otro, de propiciar la expansión de

nuestra mente cuando todas las posiciones están ocupadas y el margen de movimiento

resulta cada vez más acotado. Tania Favela Bustillo, en una interesante reflexión acerca

de este tópico en Ortiz,182 transcribe un cuento de inspiración zen, “La taza de té” –que

aquí reproducimos–, el cual ilustra claramente el hecho de que la naturaleza esencial del

hombre es esa vacuidad –clave de la liberación, para el budismo– y a la que,

paradójicamente, tanto parecemos temer:

Nan-in, maestro japonés que vivió en la era Meiji recibió a un profesor universitario que

había acudido a informarse sobre el zen.

Nan-in sirvió el té. Llenó la taza de su visitante, y siguió vertiéndolo.

El profesor se quedó mirando el líquido derramarse, hasta que no pudo contenerse:

–Está llena la taza. ¡Ya no cabe más!

–Como esta taza –dijo Nan-in–, está usted lleno de sus propias opiniones y especulaciones.

¿Cómo puedo mostrarle el zen si no vacía su taza antes? (41)183

Tal vez, la más radical de las apuestas orticianas se encontraría precisamente en

ello: en “vaciar la taza” para escribir una obra poética que excede todas las matrices, se

apropia de variadas tradiciones literarias para reinventarlas y recodificarlas en función

182 En su artículo “La armonía del devenir: zen y poesía en Juan L. Ortiz”.183 Tomado por Favela Bustillo de la compilación de Paul Reps Carne Zen, Huesos Zen. Buenos Aires:

Troquel, 1994.

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de la necesidad que le imponía la ejecución de su propio proyecto poético. Así como el

budismo se reconoce como un cuerpo de reflexiones filosóficas y de doctrinas

religiosas, un método de realización personal, un ideal de solidaridad universal

esencialmente sincréticos, la poesía de Ortiz también ostenta esta misma

sincreticidad.184

El mapa orticiano de la provincia de Entre Ríos, lo sugeríamos antes, se

conforma también a partir de esa matriz sincrética; esos “campos de Entre Ríos con aún

países absolutos de injusticia” (AyC 289), enclavados en los desarrollos de su poesía,

son un artificio orticiano: significan haber vaciado el cuenco para volver a ser llenado.

La necesidad raigal de acudir a “intuiciones directamente surgidas de la mismidad de las

cosas, no obstaculizadas por los sentidos y el intelecto”, como planteaba Daisetz T.

Suzuki en la cita que presentábamos a modo de epígrafe en este apartado, es lo que

quizá lleva a Ortiz a alejarse del centro metropolitano del campo literario argentino,

Buenos Aires, (¿lo lleno?) y “recluirse” en la interioridad de su paisaje natal

(configurando con ello un modo característico de la renuncia –un modo de entregarse al

vacío–, otra noción cara al ideario budista) para, precisamente, en el contacto íntimo con

la mismidad de las cosas –la materia proliferante de su entorno natural– disponerse a

184 El budismo, originario de India, se ha proyectado hacia muchas otras naciones (China, Japón, el Tíbety, en general, gran parte del sudeste asiático, sin desdeñar la implantación observable también enOccidente desde, aproximadamente el fin de la II Guerra Mundial). En todos esos países, lasenseñanzas originarias de Buda Shakyamuni han confluido y articulado con modos propios de lareligiosidad local. En China, por ejemplo, lo ha hecho con el taoísmo y en el Japón con la antiguareligión sintoísta de los kami: situación que, en el caso japonés, se proyecta a la actualidad ya que elJapón moderno “se caracteriza por una yuxtaposición pluralista de tradiciones de origen indio, chinoy autóctono y de ideologías occidentales tanto secularizadas como cristianas. El Japón no es un paísbudista como algunas naciones del sudeste asiático. El budismo no fue nunca, propiamente hablando,su religión nacional, pero el pensamiento y sentir budista han dejado un sello indeleble en lamilenaria historia de la cultura japonesa” (Heinrich Dumoulin “Religión y política. Evolución delbudismo japonés hasta nuestros días” 409).

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llenar el cuenco previamente vaciado: escribir su notable obra poética.185

El del vacío se presenta como tópico explícito en uno de los poemas del segundo

libro de Ortiz:

Ráfaga del vacío, del abismo,

que hace temblar como húmedos cirios a las plantas con luna

y vuelve los caminos arroyos helados hacia la nada.

Ráfaga del vacío, del abismo. (AS 204)

Lo que en este inicio del poema parece orientar una lectura en clave metafísica

(el vacío entendido como “abismo” y sus caminos como “arroyos helados hacia la

nada”), en seguida parece encaminarse hacia una reflexión acorde con el desarrollo de

las ideas precedentemente examinadas. El modo porvenirista presente en grandes áreas

de la poesía de Ortiz nuevamente es reconocible aquí: el “todo”, es decir, lo lleno, lo

que inmoviliza, lo que sostiene acaso las fuerzas regresivas que impiden la difusión de

“la belleza” (que bien podría ser “la felicidad”, en un sentido propiamente budista) debe

ser vaciado para que, cual la aurora, esa belleza (una “belleza nueva”, inédita) se

imponga, como lo hace la luz del sol abriéndose paso en el ámbito nocturno de las

sombras.

185 El poema “Deja las letras...” de De las raíces y el cielo, se constituye, acaso, en un contundentetestimonio de esa renuncia. En relación con ello, Tania Favela Bustillo, en el artículo previamentereferido, dice al respecto que en ese poema Ortiz propone “que el poeta y el lenguaje se fundan enuna misma melodía, respondan a una misma armonía”. El sujeto poético del poema de Ortiz, en suapelación a ese otro poeta objeto de su interlocución, lo impele a “que renuncie a lo que ya conoce;que renuncie tanto a la idea de «Literatura» como a las comodidades de la ciudad y se interne, pordecirlo así, en el misterio de la naturaleza y de la poesía: «No estás tú también / un poco sucio deletras y un poco sucio de ciudad? / Hay que perder a veces ‘la ciudad’ y hay que perder a veces ‘lasletras’ / para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras en las relaciones de los orígenes...»”, con locual pone en evidencia un hecho fundamental –desde la perspectiva del budismo– de que el sujeto (elpoeta, para Ortiz) “debe saber borrarse a sí mismo para que esas otras voces, distintas y al mismotiempo próximas a la suya, se tejan en el poema.” (39-40).

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¿Será esa belleza nueva,

la belleza que crearán ellos,

esa belleza activa que lo arrastrará todo,

un fuego rosa contra el gran vacío,

o el viento que dará pies ágiles a la mañana,

sobre esta enfermedad aguda, terrible, de la sombra?

Así opera, acaso, el sol: para que los “pies ágiles” de la mañana comiencen a

desandar el día, resulta imperativo vaciarlo de la sombra: el mal, el sufrimiento, el dolor.

Las enseñanzas doctrinarias budistas insisten en la focalización de ese centro: la

evidencia del dolor, la sostenida costumbre del sufrimiento asumido como carga

inherente a nuestra naturaleza humana, se nutre y se fortalece por el desconocimiento de

que a todo subyace la vacuidad como sustrato fundamental. Lo que nos oprime y

perturba, desde la perspectiva que propone la doctrina budista de la vacuidad, podría ser

desarticulado, suprimido de manera muy simple a partir de la acción de una mente que,

reduciendo hasta la insignificancia las causas de la perturbación y el dolor, logre diluirlo

en ese vacío que envuelve nuestro ser “como un gato”, dirá el poeta cubano José

Lezama Lima. Entonces, por la acción de una mente virtuosa, y desde esa misma

vacuidad –que es el fondo último de todos los fenómenos del mundo y de las

innumerables vidas que por él erran–, resurgirá “la aurora”: un espacio acogedor, un

refugio ante la miseria del mundo: la belleza, para Ortiz186.

186 Ortiz, como el primer buda –el príncipe Siddharta, luego Gautama Buda, Buda Shakiamuni después,el primero de una interminable serie de maestros budas, el primero en reconocer el camino de lailuminación al punto de arribar a ese nirvana que significaba salir por vez primera del ciclo oscuro demuertes y renacimientos indefinidos, el samsara–, asume la convicción de la evidencia de la primerade “las cuatro nobles verdades” comunicadas por Buda Shakiamuni: la evidencia del dolordominando la vida de los hombres colocado en el centro de su sistema poético. El dolor humano

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Sería oportuna aquí, quizá, una breve referencia al último poema que se conoce

que haya escrito José Lezama Lima, a quien aludíamos en el párrafo anterior. “El

pabellón del vacío”, tal es el nombre del poema, parece también abrevar de la doctrina

budista, en relación con lo que él llama el tokonoma187, en referencia a ese espacio tan

característico de la arquitectura japonesa y que es posible encontrar en muchas de las

salas de las casas niponas. Pero ese tokonoma, para Lezama se convierte en una especie

de altar, un espacio que no se concreta necesariamente en un ámbito físico ritual sino

que es, más bien, un espacio interior; basta una pequeña hendidura con la uña en la

pared para que esa mínima oquedad, ese tokonoma sólo reconocido como tal por el

como un hecho que de ninguna manera tiene una justificación “natural”. El hombre puede y debe serredimido y una ética de la solidaridad universal, del amor prodigado a todo ser viviente, de unafelicidad que está al alcance de todos, ya que no habría por qué dejar a nadie afuera del disfrute de laalegría de vivir. La poesía orticiana estaría animada por ese imperativo (ético, religioso, político) demostrar los caminos (de trazarlos en el mapa de su obra) de la felicidad posible para el hombre, talcomo lo sugeríamos en un apartado anterior de nuestro trabajo. En relación con ello, resultan muyoportuno traer a colación estas palabras de Juan José Saer al respecto: “El deseo de conocer cada vezmejor su propio instrumento para utilizarlo con mayor eficacia, esa disciplina a la que únicamente losgrandes artistas se someten, tenía como objetivo el tratamiento de un tema mayor, del que toda laobra es una serie de variaciones: el dolor, histórico o metafísico, que perturba la contemplación y elgoce de la belleza que para la poesía de Juan es la condición primera del mundo. El mal corrompe lapresencia radiante de las cosas y cuando sus causas son históricas sus efectos perturbadores semultiplican. La lírica de Juan recibe, en ondas constantes de desarmonía, los sacudimientos quevienen del exterior, y su respuesta es la complejidad narrativa de sus obras mayores, en las que esossacudimientos son incorporados como el reverso oscuro de la contemplación. Y el objeto principal dela contemplación, lo que engloba la multiplicidad del mundo, es el paisaje.” (“Liminar: Juan” 12-13).

187 El tokonoma es “un espacio pequeño elevado, una habitación de estilo japonés donde se muestran losobjetos mas preciados de la casa, entre ellos casi siempre se cuelga un rollo desplegable con pinturas(kakemono). Otros objetos que se pueden encontrar en los tokonoma son: ikebana (arreglos florales),koro, quemador de incienso, los sutras (libro de preceptos espirituales budistas), bonsáis y utensiliosde cerámica o porcelana de gran valor.” El tokonoma y los elementos que allí se disponen “sonesenciales en la decoración tradicional japonesa. Su disposición y apariencia cambiara confrecuencia; el motivo del kakemono, así como el resto de los elementos, estarán relacionados con laépoca del año, las fiestas, el calendario y el estado de humor del propietario. Originariamente eltokonoma era el altar privado de los monjes zen y consistia en una mesa baja de madera sobre la quese quemaba una vela e incienso de un recipiente como ofrenda bajo un rollo con caligrafias budistas.Con el tiempo cambió su significado y con él su apariencia. Aún así, hace falta no ver el tokonomameramente desde un punto de vista artístico. A lo largo de los siglos ha sido venerado como el lugarsagrado de la casa. Para los japoneses tiene un significado sagrado o moral, que deriva de susorígenes sagrados. El espacio enfrente del tokonoma es el espacio de honor y nunca se puede entrar asu interior.”, disponible en http://www.bonsaieneltropico.com/tokonoma.htm. Acceso: 22 de agostode 2016.

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sujeto de esa acción de horadar superficialmente la pared, se transforme en el “pabellón

del vacío”, ámbito para el recogimiento, para el refugio de un ser que, sutilizado,

despojado de los ropajes de su fisicidad, cabe en ese pequeño hueco:

De pronto, recuerdo,

con las uñas voy abriendo

el tokonoma en la pared.

Necesito un pequeño vacío,

allí me voy reduciendo

para reaparecer de nuevo,

palparme y poner la frente en su lugar.

Un pequeño vacío en la pared. (Arcos 103)

El tokonoma puede ser generado en cualquier lugar: en esa pared rasgada por

una uña, en una mesa de bar ahuecada de la misma manera, o en “un papel de seda

raspado con la uña”, también. El vacío, dice Lezama, es “como un gato / que nos rodea

todo el cuerpo”, decíamos antes, ese vacío que es presentado también –y apelando con

ello a una bella imagen– como “un silencio lleno de luces”.

Tener cerca de lo que nos rodea

y cerca de nuestro cuerpo,

la idea fija de que nuestra alma

y su envoltura caben

en un pequeño vacío en la pared

o en un papel de seda raspado con la uña.

Me voy reduciendo,

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soy un punto que desaparece y vuelve

y quepo entero en tokonoma. (104)

Hay un ahuecamiento, una reducción paulatina hasta el vaciamiento total de

“nuestra alma y sus vestiduras”, la que luego renace para caber por entero en el

tokonoma. Es notable cómo Lezama ejecuta el poema al modo de un ejercicio de

meditación budista: el yo, una vez reducido hasta la insignificancia, una vez desligado

de ese vasto mundo que constituye su circunstancia –un yo que se sabe cada vez más

aferrado y limitado por esas circunstancias–, decretada la caducidad de ese mundo

opresor, el ínfimo tokonoma, la pequeña hendidura tallada con la uña, basta para fundar

un nuevo mundo surgido de ese vacío, confinando a la irrealidad y la inexistencia aquel

otro hecho de apariencias exteriores. Es que el tokonoma lezamiano se postula como un

refugio, una interioridad redescubierta: basta sólo esa uña rasgando cualquiera de las

aparentemente compactas superficies que recubren la fachada de este mundo como para

comprobar que su inconmovible solidez zozobra y se desvanece.

Tania Favela Bustillo, en el artículo previamente citado, introduce una waka del

bonzo Myoe (1173-1232), referida a su vez por el novelista japonés Yasunari Kawabata

en las palabras que pronunciara en ocasión de la recepción del Premio Nobel de

Literatura, en 1968:

Mi corazón

resplandece, pura

expansión de la luz y

sin duda la luna piensa

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que la luz es suya.

Kawabata, en su reflexión acerca del poema, propone lo siguiente: “Viendo la

luna, se convierte en la luna, la luna vista por él llega a ser él. Él se suma a la naturaleza,

se hace uno con ella. La luz del «claro corazón» del bonzo, sentado en la Sala de la

Meditación antes del alba, llega a ser para la luna del alba su propia luz” (Favela

Bustillo 47). En relación con lo cual, Favela Bustillo, señalando la notable coincidencia

entre este breve poema japonés y “Fui al río...” de Ortiz188, apunta:

Satori, dicen los maestros zen, es volver a nuestra naturaleza; a nuestra naturaleza de flor, de

luna, de nube, etc. Al igual que el bonzo Myoe, Juan L. Ortiz, en pleno siglo xx, vuelve

continuamente a su naturaleza para reencontrar la armonía perdida. Su poesía es

consecuencia de un estado de contemplación similar al de la meditación del bonzo; ambos

renuncian a sí mismos para compenetrarse con lo otro, para compenetrarse con el mundo.

Pero esa comprensión intuitiva “no surge cuando un mundo de vacuidad es asumido fuera

de nuestro cotidiano mundo de los sentidos; pues estos dos mundos, sensible y

suprasensible, no están separados, sino que son uno” (Suzuki, 163). El poeta, entonces,

despierta al mundo a partir de los sonidos, colores, texturas, movimientos. Contemplación es

atención total a todo lo que sucede. Sólo a través de la contemplación, nos diría Ortiz, se

pueden percibir los movimientos cotidianos, el nacimiento de las flores, el temblor de las

yerbas, el susurro del viento en los ramajes, los hondos reflejos. Mientras Myoe, el bonzo

japonés, se funde con la luz de la luna, Juan L. Ortiz se hace uno con el río.

188 Recordemos algunos versos de ese emblemático poema de Ortiz, al cual hemos acudidoreiteradamente: “Era yo un río en el anochecer, / y suspiraban en mí los árboles, / y el sendero y lashierbas se apagaban en mí. / Me atravesaba un río, me atravesaba un río!” (AI 229).

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Hacia el este: China

[...] Ortiz sospecha de los idiomas occidentales, tan rígidos y lineales, creados“como para dar órdenes”, dice. Para él sólo el ideograma chino, tan próximo ala música, constituye un instrumento apto para captar los estados variables,indefinidos, contradictorios, imprecisos del sentimiento poético.Imposibilitado de usarlo, Ortiz se esmeró por restarle gravedad a su lengua,por aliviarla de todo peso. Para ello eliminó las estridencias, apagó los sonidosmetálicos, multiplicó las terminaciones femeninas, disminuyendo la distanciaentre los tonos, aproximándose al murmullo, tal como lo querían sus viejosmaestros, los simbolistas belgas. Sin embargo todo este empeño formal noconstituye un mero ejercicio técnico, un alarde, más o menos equidistante delpeligro, sino un riesgo absoluto de índole moral. Porque es precisamente aquídonde el poeta revela su verdadero compromiso.

Hugo Gola

Michel Onfray, en el escrito que refiriéramos algunas páginas atrás, plantea la siguiente

reflexión:

Ler un poema permite acceder al imaginario de una subjetividad infundida por el lugar. De

ahí las colisiones intelectuales, los atajos espirituales y mentales, los cohetes afectivos que

buscan el alma, incitan y extasían los sentidos. El poeta transforma la multiplicidad de

sensaciones en un depósito reducido de imágenes incandescentes destinadas a ampliar

nuestras propias percepciones. Todos los viajeros cuentan sus peregrinaciones en cartas,

cuadernos, relatos. Solo unos pocos quintaesencian sus desplazamientos en un poemario, La

China de Claudel, el Tíbet de Segalen, las Antillas de Saint-John Perse, el Ecuador de

Michaux, el México de Artaud, la Europa de Rilke, incluso la poesía de los videntes que

viven y frecuentan sus ciudades como visionarios, Apollinaire en París, Pessoa en Lisboa o

Borges en Buenos Aires... (36)

Y claro, entre esos lugares objeto de viaje, esos “destinos” de viajero, la China

orticiana, en tanto señalamiento espacial en confluencia con una fecha, 1957, en ese

cruzamiento cronotópico, supondría el biografema en el que la sutura de vida y obra se

torna indeleble y definitiva. La China que significaría, también en términos de Onfray,

la respuesta al llamado de una voz “extranjera” que, sin embargo, viene de uno mismo

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ya que, en el disponerse al viaje, en el “querer el viaje”, no es posible elegir un destino –

esos lugares a los cuales dirigir la brújula y el deseo–, sino que “se es requerido por

ellos” (24).

Ese 1957 es, podría decirse, el año de los viajes para Ortiz, en el que confluyen

el fin de uno y el inicio de otro. El fin del primero de ellos quedará testimoniado en la

publicación de su décimo libro, De las raíces y del cielo. Con ello, un modo

constituyente de ese primer periplo de su escritura se va a clausurar. Los sucesivos

poemarios, ofrecidos en aquellas modestas ediciones en los que Ortiz se hacía cargo de

prácticamente todos los roles, cesarán de allí en más. Y el nuevo viaje será hacia “el

aura del sauce”.

Desde 1958, que es cuando efectivamente se publica De las raíces y del cielo,

luego del regreso de China, hasta 1970, cuando la Editorial Biblioteca publica el primer

volumen de En el aura del sauce, pasarán 12 años de aparente silencio pero en los que

han ido fraguando los últimos tres grandes libros orticianos: El junco y la corriente, El

Gualeguay y La orilla que se abisma. Sin embargo, por referencias encontradas en la

correspondencia del poeta, no quedarían dudas respecto de que ya en 1962 lo medular

de esos últimos tres poemarios habría sido escrito189; podemos imaginar entonces,

apoyándonos en esa documentación, que a mediados de la década del 60, con ese corpus

189 En carta fechada en septiembre de 1962, en Paraná, dirigida a Veiravé, Ortiz cuenta lo siguiente:“desde hace un tiempo, he sido llevado a eliminar los epítetos, a emplear en su reemplazo, sustantivosy verbos, en contradicción quizá con el mismo movimiento que tiende incesantemente a abrirse. Peroéstas y otras de que te dispenso son minucias gramaticales o prosódicas que sólo me atañen. Los queya no me pertenecen son: La orilla que se abisma y El junco y la corriente, listos desde hace rato parapublicarse mas sin ninguna posibilidad aún. Tampoco son míos tres largos poemas: a Entre Ríos, a laArgentina y al Paraná. Este último es el Paraná sentido por el Gualeguay. Y a propósito: nuestro ríomarcha, y marcha... Habría también para unos cuantos cuadernillos: acaso ocho del peso de lospúblicos y con una impresión corrida.” (“Prosas” 1101)

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textual inédito a grandes rasgos establecido, comenzaron las tareas preparatorias para la

edición de la poesía reunida, que llegaría recién en 1970.

Esos dos momentos del largo viaje de la escritura orticiana están articulados por

una juntura que es, asimismo, otro viaje: el de 1957 a China y varios países del Este

europeo. Las marcas de la inflexión entre esos dos momentos son notorias por diversos

indicios, además de la evidencia ostensible respecto del extenso período de 12 años sin

publicaciones que fuera mencionado. De las raíces y del cielo, ya lo señalábamos en su

momento, es un breve poemario que presenta varios poemas-poéticas, lo que marcaría

un momento de recapitulación reflexiva en relación con los modos desarrollados por la

poesía de Ortiz hasta ese momento. Luego, con el viaje a China, las ondas expansivas

del mismo, que impactarán en el núcleo del proyecto de escritura, cristalizarán, al

editarse En el aura del sauce, en la primera sección implícita de El junco y la corriente.

En todo caso, lo que Ortiz parecería estar manifestando en De las raíces y del cielo (el

cierre de una etapa y el inicio de otra), habría decantado con la estadía en la República

Popular China por lo que, a su regreso, el plan general de la obra sufriría reajustes

profundos.

¿Qué es China para Ortiz? ¿Cómo inscribe en el mapa de la obra su intenso

encuentro con la cultura inmemorial del país asiático, con el proceso histórico en curso,

con sus campos, ríos y ciudades, con sus poetas? China, una “ramita”, sugiere Ortiz,

“que atraviesa, olivamente, el aire” (JC 557), esa ramita que siempre señaló al poeta la

dirección “hacia el este”, asume también la suficiencia de un mundo autónomo pero

que, notoriamente en Ortiz, a la vez toma caracteres del propio, reescrito, por su parte, a

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la distancia, en ese paisaje ajeno, que le toca transitar físicamente por primera vez en su

vida, y del que la escritura se apropia. Un mundo que se sobreimprime al de la zona

orticiana, un mundo “en que no ha de concluir nunca, nunca, de abrirse / un espacio de

mariposas...” (JC 557).

China, para Ortiz, como acaso podría serlo para nosotros hoy, convoca variadas

perspectivas y aproximaciones; al momento del viaje del poeta, el país, bajo el liderazgo

por entonces incontrovertido de Mao Zedong, se encuentra culminando el primer

decenio del período revolucionario iniciado en 1949. Mao, además de ser el timonel

político del proceso histórico y figura emblemática del mismo, acumula en ese entonces

los cargos de presidente del Partido Comunista Chino (que detentará hasta su muerte, en

1976) y el de Presidente de la República Popular China, desde 1954. En 1957, poco

antes de la llegada de Ortiz, su gobierno había puesto en marcha un vasto programa de

colectivización y redistribución de las tierras hasta entonces en manos de otrora

poderosos sectores terratenientes; el otro cimiento del programa de Mao sería la

industrialización a gran escala de un país de tradición rural y campesina. Ello derivará

en la implementación de un ambicioso plan de obras de infraestructura, circunstancia

que quedará notoriamente registrada en el ciclo de poemas escritos por Ortiz en

China190.

190 Particularmente en uno de ellos, “En el gran puente del «Yan-Tsé»”. Cito a Bitar en referencia a ello:“Para obedecer a las premisas del programa, se realizan importantes obras de infraestructura con elfin de facilitar los cambios económicos y sociales: se construyen caminos, fábricas, aeropuertos,puentes: allí está el puente ferroviario de Wuhan, todavía hoy en actividad, comenzado en 1955 yterminado hacia abril de 1957, al que Ortiz dedica el poema «En el gran puente del 'Yan-Tsé'»(aunque el homenaje secreto sea al propio Mao, tal como se puede ver más abajo en la notacorrespondiente al poema)” (185). En la nota referida, Bitar remitirá al notable ensayo de Haroldo deCampos, ya consultado en otro momento de este trabajo, “Juan L. Ortiz, la retórica seca de un poetafluvial”, en el que el poeta y ensayista brasileño propone una vinculación genética entre un poema deMao, “La torre de la grulla amarilla”, con éste de Ortiz, más allá de que el entrerriano refiere el tópico

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La coyuntura ante la que se encuentra Ortiz a su llegada al país, no exenta de

circunstancias complejas para el líder chino luego del fracaso del llamado “Movimiento

de las cien flores” –que propicia la emergencia de voces críticas a la marcha del proceso

revolucionario–, se resolverá con el plan conocido como “Gran salto hacia adelante”,

iniciado en 1958, en el que se evidenciará la apuesta de la Revolución china por una vía

que profundizará el distanciamiento de la soviética. No obstante, pese a los promisorios

indicadores económicos y sociales iniciales, el plan, tal vez debido al tensamiento de las

relaciones con la Unión Soviética, así como al advenimiento de circunstancias adversas

desde el punto de vista climático (las graves sequías que se suceden entre 1957 y 1959),

se precipita en un estruendoso fracaso cuyo más evidente correlato en el orden político

es la dimisión de Mao a la Presidencia.191 Pero el líder, algunos años después, tomará

nuevamente la ofensiva en lo que se conoce como la Revolución Cultural, trágico

período iniciado en 1966 y que representará un indudable punto de inflexión para el

proceso revolucionario y la historia reciente del país.

En ese mismo 1957, además del rol por él representado en la coyuntura política,

Mao propicia también un hecho de importantes derivaciones culturales: en enero de ese

año entrega para ser publicados sus poema inéditos. Leamos uno de ellos, titulado “La

nieve”, a partir de una versión española del propio Ortiz, tomando éste, a su vez, como

base una traducción francesa de los poemas de Mao, de la que habría tomado

conocimiento durante su estadía en China.

de la “Torre (o Pabellón) de la grulla amarilla”, de antiquísima tradición en la poesía china,nombrándolo como la “Casa de la garza amarilla” (190-192).

191 No obstante, como lo señaláramos con anterioridad, Mao conservará la conducción del Partido hastael momento de su muerte.

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Todo el paisaje del norte es de cortinas

hasta casi dos millares de “lis” todos de cristales

y veinte mil millares de “lis” de nieve, como aspirados por el cielo...

De un lado a otro de la gran muralla,

sólo, sólo, una locura de mar...

Desde las orillas del río Amarillo, aguas arriba y aguas abajo,

su tiempo, ay, no se ve...

Serpientes de plata, bajo el espíritu de una “ti-chi”, las montañas...

Elefantes de visas, sobre las llanuras, las colinas...

Y si pusiéramos frente a los cielos nuestra altura?

Cuando los días parecen mirarse

y ser ya, se diría, unas ideas de flores,

la gracia de la tierra es el pudor que sorprende al alba misma

en su blancura de niña...

Tal es el misterio de estas montañas y estos ríos

que llaman a los héroes a quemarse, cada cual más puramente,

para que les devuelvan, con lo demás, esa nube...

Los emperadores Chi Huang y Wou Ti, no podían abrir, casi, nuestros signos...

Los emperadores Tai Tsung y Tsi Tsu nunca se estremecían.

Gengis Khan era una arco, sólo un arco, en una tensión contra las águilas...

Ellos son el ayer. Y únicamente hoy,

en el aire de los llamados, hasta aquél que, se creería, aún no es,

las briznas del corazón... (Ortiz Poemas chinos 15)

El precedente poema de Mao, por su lenguaje, por sus giros, por el particular

modo elusivo característico de la escritura orticiana, bien podría formar parte del

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250

conjunto de los llamados “poemas chinos” de El junco y la corriente. Recordamos aquel

ensayo borgeano en el que se desliza una sutil reflexión acerca del complejo proceso

que significa la traducción literaria. Dice Borges, en referencia a las Rubaiyat del poeta

persa Omar Kayyam, traducidas siete siglos después al inglés por Edward Fitzgerald,

que “de la fortuita conjunción de un astrónomo persa que condescendió a la poesía, de

un inglés excéntrico que recorre, tal vez sin entenderlos del todo, libros orientales e

hispánicos, surge un extraordinario poeta, que no se parece a los dos” (Obras 689). En

este caso, sin embargo, el poeta “Mao” se parece mucho – demasiado– al poeta “Ortiz”.

Ortiz, como lo atestigua el tantas veces citado “Fui al río” (AI 229), se deja recorrer por

el río de la cosmovisión china (“sentí el río en mí, / corría en mí con sus orillas trémulas

de señas”); de esa inmersión en el río de la poesía china emerge un poeta chino que se

parece mucho a Ortiz, o, más bien, un poeta que es muchos poetas, un poeta de un país

que rehuye los señalamientos cartográficos visibles (¿el “país del sauce”, acaso?), un

país que vincula orillas tan distantes, demarcado y contenido, no obstante, en esa

fluencia que no cesa.192

En el juego de espejos y simetrías que se confunden y, finalmente, confluyen en

el imaginario orticiano, esos dos mundos, afluentes que vienen a encontrarse en el

192 Son interesantes las reflexiones de Guadalupe Wernicke al respecto: “Del mismo modo que Golaconjetura que Ortiz escribió como escribió por estar «imposibilitado de usar» el ideograma chino, sepuede decir que las traducciones de los poemas chinos que Ortiz realizó también parten de unaimposibilidad, en este caso «imposibilidad de leer», y que persiguen esa misma imagen de lo que lalengua china es o sería según la visión orticiana: la fantasía de una lengua lábil acorde con esafilosofía comprensiva que excede (desborda) lo racional . En este sentido, no resulta extrañoque Ortiz haya recreado el idioma chino, tentativamente, en una entonación muy parecida a la de suspropios poemas. La asimilación de lo «oriental» se presenta mediante un tipo particular deexperimentación con el lenguaje: una torsión en la retórica. Lo «oriental» se introduce aquímediante un forzamiento del español a sonar «femenino», «evanescente», «disperso». ” [ennegrita en el original]. (“La traducción sin idioma” 9)

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251

derramamiento de los múltiples cursos de agua que delinean el mapa de la escritura

poética,193 ese espejamiento o recurrencia, esa China tan familiar que nos cuenta (y nos

muestra) Ortiz junto con esos ríos y colinas entrerrianos cuya proximidad disimula la

inasibilidad de aquello que es parte de uno y no deja, sin embargo, de ser desconocido y

enigmático, en esa extraña convergencia o sobreimpresión, en esa deriva, esa

desorientación, nuevamente la figura del río (un río modélico, mítico), “se ha encargado

de unir ambas costas del poema elegíaco” orticiano (Bitar XXXIV). Es decir, la orilla de

acá y la otra orilla (insistimos respecto de la problematicidad, irresoluble en Ortiz,

respecto de qué es propio y qué ajeno, qué es lo uno y qué lo otro).

Citábamos, en el inicio de este capítulo, a Juan José Saer en relación con la

figura por él sugerida de un “triángulo” de la zona orticiana, por la cual, y en su

sobreimpresión, como en un espejo invertido, del otro triángulo, el trazado por Juan L.

en su recorrido por la China (mapa minimalista del viaje orticiano), la capital, Pekín,

localizada en la parte superior del mapa, va a reactualizar, con los desplazamientos por

la base, la conformación de ese triángulo. Hay una proporcionalidad entre la llegada a

Pekín como portal de acceso al mundo chino (una hipotenusa que sería recorrida para

dar continuidad al viaje) con las distancias transitadas en el mapa interior, el mapa

argentino, el que traza Saer: distancias que, quizás, terminaron llevándolo a esa China

entrevista mucho antes, soñada, imaginada, vislumbrada en sus poetas y sus artistas, en

193 Nilda Redondo: “el pensamiento poético político de Juan Ele no deja de ser singular aún en sucontexto de opción ya a fines de 1950 en favor de la China Comunista y su fascinación por susideogramas, sus poetas, los pájaros, las flores y las aguas de los ríos, naturaleza ésta que ya veníaaprehendiendo desde su Entre Ríos natal no como paisajismo nacional sino como universalcomunitario al que incorporaría luego la conmiseración por los sufrientes, los explotados, los niños,los marginados, todo lo fracturante a la armonía universal.” (13)

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252

su pasado inmemorial, en su cultura, tan cara al poeta.194

En relación con este tópico del viaje en la literatura argentina, cabría aquí apelar

a una reflexión de Martín Prieto, quien habla de, quizás, los tres “desembarcos” más

influyentes en la literatura argentina (Breve Historia 213). De los tres, el más reciente

sería el de Jorge Luis Borges, en 1921, trayendo en sus valijas el ultraísmo español y,

con él, el antecedente inmediato de la vanguardia martinfierrista. Antes, en 1893, la

llegada de Rubén Darío desde Valparaíso convertirá a Buenos Aires en el centro de la

revolución modernista, imponiendo el canon que por décadas será central en

Hispanoamérica y que, en la Argentina, a través de la figura excluyente de Leopoldo

Lugones, extendería su reinado absoluto hasta, precisamente, el advenimiento de la

vanguardia bifronte Florida - Boedo que dominó la escena en la segunda década del

siglo XX. Pero de esos tres desembarcos, que salvo el caso de Darío constituyen

retornos a los fines de comunicar la experiencia acumulada en los viajes, el de Esteban

Echeverría, en 1830, luego de cinco años de permanencia en París, tiene un sentido

estrictamente fundador, no sólo del romanticismo latinoamericano sino también,

literalmente, de la literatura argentina.

194 Reconstruyendo el boceto de ese mapa, trazado por el Ortiz, encontrábamos, en su base, “el recorridodel río Yang-Tsé, tachonado con las ciudades recostadas a su vera; en el ángulo superior se encuentrala ciudad de Pekín, a la que arriba Ortiz a fines de septiembre con el resto de la comitiva argentina,punto de encuentro inicial del poeta con la geografía china; el recorrido hacia Shangai, realizadoalgunos días después, describe uno de los laterales y desde Shangai hasta Chung-King, bordeandosiempre el Yang-Tsé, se recorre la base de ese hipotético triángulo. La ciudad de Pekín sería, quizás,el punto desplazado de esa serie de ciudades comunicadas en la horizontalidad del río; de cara almapa, Pekín, al norte de la hipotética base trazada por el río, aparece como el punto necesario paratrazar la línea vertical (y las potenciales diagonales) para conformar el triángulo.”, para luego sugerirque ese “triángulo” reconocible en el mapa chino “se complementa –espejándose– con el descrito porSaer: entre el Uruguay y el Paraná, los dos grandes ríos fronterizos de ese «país del sauce», ese país«entre ríos», la ciudad de Gualeguay (es decir, Puerto Ruiz, lo que significa también el río central, elGualeguay), se asienta en la base de este triángulo invertido, señala Saer, cuyo vértice, hacia el sur (elDelta del Paraná) es el vértice exactamente correspondiente al que señaláramos en relación con Pekínen el referido triángulo chino.” (166)

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253

Recordemos brevemente sus circunstancias: Esteban Echeverría, con veinte años

de edad, había partido rumbo a París en 1825 en el barco “La Joven Matilde”,

permaneciendo allí durante cinco años en los que se aboca al diseño y ejecución de lo

que se ha considerado como “un régimen de estudios poco claro” (Myers 395) en el que

alternan la lectura más o menos sistemática de los poetas, filósofos e historiadores

románticos con otros aprendizajes informales tales como, por ejemplo, guitarra y dibujo.

De la significación de esos cinco años, tanto para la vida y la obra de Echeverría como

para la historia de la literatura argentina, años aureolados por un halo de mítica

vaguedad, da cuenta esta archiconocida anécdota: en la aduana, al completar el libro de

salidas y requerírsele que consigne su profesión, Echeverría responde: “comerciante”.

Al realizar el mismo trámite a su regreso completa sus datos definiéndose como

“escritor”. En su equipaje de ida llevaba unos pocos libros: textos elementales de

matemáticas, una gramática y varios diccionarios franceses y un ejemplar de La lira

argentina.195 A su regreso, lo que traerá en su equipaje será nada menos que la doctrina y

la estética románticas europeas, matrices modélicas para la ciclópea tarea que un grupo

de jóvenes poetas e intelectuales asumiría para sí: nada menos que la invención de una

literatura y el proyecto de construcción de una nación.

La célebre anécdota antes referida ilustra acerca del sentido educador y

formativo que asumió en nuestra historia cultural el viaje a Europa. Echeverría sólo

asume considerarse escritor luego de ese viaje. La serie por él iniciada será, sin lugar a

195 La primera antología de poesía argentina que refleja, sobre todo, el tema de la lucha independentistay, en lo formal, la hegemonía de la estética neoclásica, previo a la revolución romántica, pero en laque incidentalmente aparecen algunos de los cielitos y diálogos patrióticos de Bartolomé Hidalgo, sinatribución autoral.

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dudas, estructurante a lo largo de los dos siglos de conformación de nuestra literatura.

David Viñas, se detiene especialmente en el tópico de “el viaje a Europa” y, partiendo,

por supuesto, del realizado por Echeverría, refiere las implicancias en la literatura

nacional de los viajes de Juan Bautista Alberdi, el de Sarmiento, desde Chile, entre 1845

y 1848, los de Lucio V. Mansilla, Lugones, Borges, Cortázar, entre muchísimos otros.196

Esta enumeración que, ciertamente, podría extenderse interminablemente, da cuenta de

esa tensión vertebradora entre lo argentino y/o americano confrontado con lo europeo.

Europa será la referencia ineludible, el espejo en que mirarse: un espejo “que adelanta”,

en el sentido de demarcar un rumbo en el proceso de construcción de una cultura y una

proyección que prefigura un punto de llegada; el presente europeo sería nuestro futuro y

el presente americano, tal como lo presente Sarmiento en el Facundo, no es otra cosa

que el estadio medieval de la “barbarie” del que resulta imperioso alejarse.

Esta referencia a lo europeo continuará plenamente vigente en el siglo XX y el

viaje a Europa, tal como podemos leerlo en Viñas, seguirá siendo plenamente

vertebrador de los modos de constitución de nuestro campo literario. Sólo que el viaje

del siglo XX, no será prerrogativa de las élites culturales liberales, como lo había sido

en el siglo XIX. Viñas hablará, por ejemplo, del “viaje de la izquierda”.197Y, claro está,

196 “El viaje a Europa”, capítulo II de Literatura argentina y realidad política: de Sarmiento a Cortázar.197 La izquierda argentina, dice Viñas, “aparece como resultado mediato del impacto inmigratorio: con la

entrada masiva de obreros europeos y el proceso correlativo de concentración urbana se darán lascondiciones para la formación de partidos que a través de sus voceros formulen la necesidad demodificar la estructura social en su totalidad. El proceso es conocido en sus líneas generales. Peroentre los intelectuales vinculados a esos grupos políticos la imagen de Europa será la resultante deuna contaminación de las pautas traídas por los recién llegados –cargados de melancolía, rencores,transposiciones e idealización en muchos casos– con las constantes elaboradas por la élite intelectualtradicional. Así como no se da puro el viaje estético o el viaje consumidor, sino que son el productode acentuaciones parciales en determinados momentos, tampoco el viaje de la izquierda es un recortetotal: penetraciones, impregnaciones y seducciones del modelo de la clase dirigente. […] Interesaseñalar desde ya: el viaje a Europa y la interpretación de los países centrales obviamente no concluyecon la crisis de la élite tradicional, sino que esa pauta encabalgada en el proceso intelectual argentino

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255

esas izquierdas propiciarán una modulación fundamental al viaje cultural europeo: el

viaje también será latinoamericano. Este proceso, marcado sin dudas por el triunfo de la

Revolución Cubana en 1959, que impactará sobre todo en los viajes de formación

político-revolucionaria de la década del sesenta (y en su contracara: los viaje del exilio

de los setenta), también reconoce su precedente fundador en los románticos de 1840

cuando, como correlato de las violentas tensiones de la Argentina rosista, debieron

emigrar hacia diversos países vecinos (Chile y Uruguay, especialmente) difundiendo el

ideario romántico e interviniendo en los respectivos campos literarios de esos países

para imponer la estética “moderna”, en sintonía con las naciones “civilizadas” del viejo

mundo, frente a la vigencia, aún, de la esclerosada norma neoclásica.198

Casi veinte años después de ese viaje orticiano, otro grupo de viajeros, también

una comitiva de intelectuales de izquierda, pero que partían de París en este caso,

llegaban a China. Varios escritores del grupo “Tel Quel”, representado por Julia

Kristeva, Philippe Sollers y Marcelin Pleynet, acompañados de François Wahl y Roland

se desplaza hacia la izquierda al ser penetrada la izquierda por el pensamiento liberal no sólo por laadecuación a las formulaciones de la II Internacional, sino por el prestigio de la élite tradicionalargentina y la fascinación cultural –y la anexión concreta– que ejercía sobre los intelectualesvinculados a las nuevas clases. Es así como se entremezclan elementos de rezago y componentes delas nuevas ideologías: en el primer momento del viaje de la izquierda este fenómeno lo tipificaIngenieros, lateralmente Alberto Ghiraldo como representante del «viaje anarquista» y ManuelUgarte; el segundo momento Castelnuovo –«el viaje de Boedo»– y tangencialmente Arlt y MaxDickmann hasta llegar al tránsito señalado por María Rosa Oliver y Norberto Frontini; el tercermovimiento se insinúa en Bernardo Kordon y se evidencia plenamente en los trabajos de LeónRozitchner.” (190-191)

198 Ahora bien, y en lo que no está exento de devenir una constante, podemos nuevamente encontrar ennuestros románticos la matriz fundadora de ambos configuraciones de la tópica del viaje: el viajeeuropeo y el viaje latinoamericano. En el primer caso, inaugurando un paradigma que, en estastierras, se conformará como el reverso de la “fuga romántica”; no se tratará para ellos, como lo fuerapara los Byron, los Keats, etc., de huir del corazón de la civilización occidental hacia la periferia“exótica”; es, por el contrario, desde esa lateralidad americana, pertrecharse de las “luces” europeas.Si es que cabe la figura de la “huida”, lo será sólo en el segundo movimiento, en el de la partidaprecipitada debida a la actitud abiertamente hostil del régimen encabezado por Juan Manuel de Rosashacia ellos.

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256

Barthes, desarrollarían una agenda de características afines a la del grupo de escritores

argentinos en el viaje de 1957: visitas a museos, reuniones con artistas e intelectuales

locales, contacto con los hechos políticos y económicos de una revolución China cuyas

circunstancias habían obviamente cambiado entre 1957 y 1974.199 Uno de estos viajeros

franceses, Roland Barthes, tal como lo hiciera antes Ortiz en su particular registro, dejó

constancia de las impresiones del viaje en un diario en el que apunta rápidas y, no

obstante, minuciosas impresiones al respecto. En la operación barthesiana resuena, en

alguna medida, la ejecutada por Ortiz en 1957: hablando de China y de los chinos dice

Barthes: “Siento que no podré explicarlos, sino sólo explicarnos a nosotros a partir de

ellos. Por tanto, lo que hay que escribir no es: «Y China, ¿qué?», sino «Y Francia,

¿qué?».” (Diario 24).

Por lo que nosotros nos preguntamos a su vez: “Y el «Entre Ríos» orticiano,

¿qué?”. Tal vez en China Ortiz comenzó a articular una posible respuesta, una suerte de

clave. El viaje de 1957 cierra, al parecer, el triángulo orticiano (las distintas

conformaciones de ese triángulo modélico que viéramos), abriendo, a su vez,

infinitamente, el mapa total de la obra: de Pekín a Gualeguay, del Paraná al Uruguay,

descifrando el código para intentar discernir la forma encriptada de un mapa que

fluctúa, que vacila, que reescribe la geografía y no ceja en su empeño, asimismo, de

reescribir también la historia.

199 “Los visitantes, aunque son recibidos por escritores y profesores universitarios, seguirán en efecto unitinerario preestablecido, visitarán fábricas y monumentos y asistirán a los espectáculos y restaurantesemblemáticos para los occidentales que visitan China en la década de 1970.” (Herschberg 9)

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Capítulo 3Una biblioteca en el “país del sauce”

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Hoja en blancoHoja en blanco

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259

Organizar la biblioteca (una nota al pie)

Enfrentados, como de hecho sucede invariablemente, a la pregunta ontológica acerca de

la naturaleza de la literatura, esa forma en constante estallido (Robin 54), “cuyo centro

está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (Borges Obras 638), innumerables

son, también, las tentativas de articular alguna respuesta; así, colocando el foco puntual

de la pregunta en el hecho poético, en tanto manifestación emblemática del estatuto de

lo literario, y sólo para enumerar algunas poquísimas de las innumerables tentativas de

“definición”, su estatuto sería pensable en términos de una “oquedad” esencial, aquello

que “faltaba” y que, no obstante, no cesa de aunar “los tres tiempos de la presencia, la

nostalgia y el deseo” (García-Marruz 433);200 o quizás, como dirá Giorgio Agamben

reflexionando acerca de la naturaleza en cierto sentido afín de filosofía y poesía, ambas

serían concebibles no como dos “sustancias” separadas sino como “dos fuerzas que

tensan el lenguaje único en dos direcciones opuestas: el sentido puro y el sonido

puro”201 (Gnoli 18). La poesía, acaso como el atravesar “la idea de la perfección como la

mano corta impunemente la llama; pero la llama es inhabitable, y las moradas de la más

alta serenidad están necesariamente desiertas.” (Valéry 120); o un horizonte inacabable,

¿el “camino más alto y más desierto” de Jacobo Fijman (61)?; o el afuera absoluto, “la

intemperie sin fín” de Juanele (RC 534). Podríamos continuar así interminablemente.

Aludíamos recién a la pregunta acerca del ser de la literatura a la que se le añade

otra, “¿qué es un autor?”, la cual, sobreimpresa a la primera, la desestabiliza aún más.

200 La arquitectura de una oquedad, también sugiere Michel Foucault (esa misma oquedad de FinaGarcía-Marruz), en cuyo centro –ese hueco– anidaría, acaso, la pregunta sin respuesta (sin unarespuesta): “¿qué es la literatura?”.

201 Los subrayados de la cita son nuestros.

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260

No obstante, precisará Foucault, no es que la problematicidad de la pregunta por el autor

se despliegue sobre un fondo firme y consolidado de una noción de “obra” pacífica,

consensuada. Por el contrario, el estatuto teórico de la obra enfrenta inestabilidades y

zozobras afines al del autor (“Lenguaje y literatura” 63-103). La pregunta, entonces,

también crucial, acerca de qué es la obra, trae como correlato otras, no menos

problemáticas: ¿cuáles son sus límites? ¿cuál es la relación que el autor establece con

ella? ¿hasta qué punto la autoriza? ¿y hasta qué punto ella se somete a su arbitrio, o lo

desatiende para seguir su propio rumbo?

Navegando los ríos por los que fluye la obra de Juan L. Ortiz, recorrimos los

trece libros “singulares” que desaguan en el río “plural”, esto es, En el aura del sauce;

en ello consistió la tarea inicialmente desarrollada. Luego, en el segundo momento de

este trabajo, fue el asedio de una poética (el “mapa”) en el sentido dual de, por un lado,

las formas implícitas en la progresión del sintagma textual orticiano y, por otro, la

“poética” formulada (esbozada) en el mapa de la crítica como lectura de contacto

(Dalmaroni 2-19). En el momento actual del trabajo –en este punto del viaje de la

investigación– la tentativa se inscribe en el asedio de, acaso una “teoría” de la obra

Ortiz como sistema202, es decir, detenernos a reflexionar en la valencia propiamente

transdiscursiva implícita en su conformación: el río de la poesía que propicia, fluyendo,

los contornos cartografiables de la obra, hechos, a su vez, de ecos, respuestas, llamados

y reverberaciones que llegan hacia y retornan desde otras obras (desde otras lecturas y

otras escrituras). Lo que se presentaba en el inicio de nuestro trabajo como un río

202 En relación con este punto, remitimos al estudio de D. G. Helder, varias veces referido, “Juan L.Ortiz: un léxico, un sistema, una clave”.

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261

meramente fluyente en la linealidad cronológica, luego fue tornándose mapa, trazado

por las formas subyacentes al fluir de ese río. Pero el mapa de la obra entabla, además,

un entramado relacional con otras escrituras, respecto de las cuales (siempre en el

sentido foucaultiano de “fundación de discursividad”) se colocaría, acaso, en una

posición “precursora”.

Comencemos por ensayar una “definición” de diccionario:

Biblioteca. Espacio relacional; centro y, a la vez, periferia (zona de descanso en las

autopistas por las que fluye la información). Sistema de claves y enclaves. Taxonomía y

azar. Orden arbitrario, necesidad del conjunto. Sistema de inscripciones: puertas que abren y

que cierran. Que incluyen y preservan. Que excluyen y promueven pertinencias. La

biblioteca: mapa del canon (su espacialización). Lo que ordena y lo que sesga. Lo que

compone y vincula. Lo que traza y compartimenta: con sus signaturas, sus topografías, la

fuga implícita, los tesoros escondidos. Los accesos que promueve, los protocolos de

circulación. Recorridos prefigurables (huellas de una deriva). Reservorio de formas, tramas

y entramados, espacio para el diálogo y el desencuentro. Formas, volúmenes, peso: lo

cifrado de la biblioteca (lo que en ella se cifra: passwords, códigos, llaves). La espera de la

biblioteca: paciencia y constancia. Puerto y mar abierto. Babel y glosolalia. El orbe con sus

órbitas: lo que orbita en estantes y estamentos. Aleph, panóptico, atalaya: la utopía de la

mirada abarcándolo todo.

En este punto, se presentan a nuestra consideración las palabras, ciertamente

iluminadoras, de Lelia Area, para quien, tanto la noción de “canon” como la de

“biblioteca”, se presentan

desde la perspectiva de dos grillas de lectura complementarias donde el canon implica un

principio de selección que mueve juicios de valor y la biblioteca los expone desde sus

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262

anaqueles y ficheros. Es decir, que el canon será configurado no como territorio, el que si

figura a la biblioteca, sino como mapa –cartografía imaginaria– para un determinado viaje

en el espacio de tal territorio. Así, veremos el mapa del canon dibujarse a la manera de un

sistema de regulación de un saber y de los códigos en que fragua la competencia que

sostiene ese saber (15-16).

Como podemos comprobar, se ratificaría, en la sugerencia de las palabras

precedentes, la operatividad de la figura de “mapa”, no sólo en relación con la obra

rubricada bajo el nombre de autor “Juan L. Ortiz”, sino, también, en relación con el

entramado de la obra en contacto con otras lecturas, y otras escrituras. Ese canon

territorializado en la biblioteca, como propone Area, reunirá allí, precisamente, una

“multiplicidad de recorridos genéricos” –apunta nuevamente Area– respondiendo, en

nuestra lectura, al llamado de la voz vertebradora de la poesía de Juan L. Ortiz, para así

repercutir en otros recorridos de escritura pero, también en poéticas de la narración

como, por ejemplo, la saeriana, o en la conformación de un ya considerable corpus de

crítica orticiana.

Esta tentativa, el asedio de una fluyente Biblioteca Ortiz será, acaso, la forma

espacializada de confluencia de un saber que, entendemos, la poesía del entrerriano

promueve: el enclave (canónico) en que convergen el viaje por el mapa de la obra y el

saber sobre la obra, que la obra funda y consolida. La traza de una serie de figuras

dispuestas, o más bien sugeridas, que, claro está, demandará continuidad en una

instancia a la que necesariamente quedará abierto el viaje que nos trajo hasta aquí,

oscilando entre la descripción y la digresión,203 nos llevará, desde ese recodo o estación,

203 Como sugiere Betariz Colombi “el discurso del viaje aloja morfologías diversas y «desvíos»temáticos continuos, lo que coloca en riesgo continuo su cohesión. Dos procedimientos son propios

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263

desde esa “área de descanso”, como las que se encuentran en las rutas y autopistas, a

continuar el viaje de la investigación que el fin de esta tesis sólo suspenderá.204

La biblioteca Ortiz, desplegándose en la obra, se dejará leer en ella: la obra

como plano que nos guía por esa biblioteca. Tal vez, el aliento profundo del proyecto

orticiano se cifraría en el encuadre o convergencia de dos territorialidades (la del

paisaje, la de la palabra escrita) y el poema, superficie de amalgama de ambas

textualidades, entrama las cartografías que los formalizan. Esas literaturas que orbitan

en Ortiz son el subtexto de un paisaje que, a su vez, en su naturaleza segunda,

construida, cultural, interviene el corpus de sus lecturas (el cuerpo de los libros); las

despliega y subtitula, las recoloca en los anaqueles de su biblioteca, la que sostiene la

obra, constituyéndola, para, de alguna forma, integrarlas a su propio relato.

de éste y menos frecuentes en otros géneros: la descripción y la digresión. La descripción, comoexplica Philippe Hamon, está estrechamente relacionada con la mimesis y produce el efectoreferencial del relato; pero la descripción es vista por la retórica y, en general, por las poéticas másdisímiles como un “quiste” textual que tiene por función la exhibición de un «saber». La digresión,por su parte, resulta un componente primordial ya que es usual la intercalación de argumentacionesque interrumpen, al igual que la descripción, el flujo de la narración, hecho previsto inclusive por laspreceptivas del viaje”. (21-22).

204 Dice Piglia: “Si pensamos en esa historia larga de la narración, de las formas de la narración, de losmodos de narrar, podríamos imaginar que ha habido entonces dos modos básicos de narrar que hanpersistido desde el origen, dos grandes formas, que están más allá de los géneros, y cuyas huellas yruinas podemos ver hoy en las narraciones que circulan y que nos circundan. El viaje y lainvestigación como modos de narrar básicos, como formas estables, anteriores a los géneros y a ladistribución múltiple de los relatos en tipos y especies. Estamos frente al ur-relato, a la forma que dalugar a la evolución y a la transformación. Etimológicamente, narrador quiere decir «el que sabe», «elque conoce», y podríamos ver esa identidad en dos sentidos, el que conoce otro lugar porque haestado ahí, y el que adivina, inventa narrar lo que no está o lo que no se comprende (o mejor: a partirde lo que no se comprende, descifra lo que está por venir).” (“El viaje y la investigación”)

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264

Fluencias y confluencias (tradiciones, antologías, constelaciones)

Jorge Monteleone, en su antología 200 años de poesía argentina, edición que se produce

en el marco del Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810, presenta dicha obra

como una “constelación” de la poesía argentina. Dice Monteleone en su prólogo que

una antología podría ser pensada, sugestivamente, como “un sistema de ausencias”, en

el sentido de que el antólogo, asumiendo el rol de demiurgo, establece las coordenadas

de ese sistema de inclusiones y exclusiones, determina por dónde pasarán los caminos

que llegarán a la puerta de, digamos, ciertos poblados y asentamientos, quedando otros

momentáneamente alejados de los circuitos comunicacionales trazados en ese recorrido:

una hoja de ruta válida para ese viaje puntual; no, acaso, para los viajes por venir.

Una antología, agrega Monteleone, “implica la interpretación metonímica de un

corpus idealmente total”. Estas reflexiones nos traen de nuevo a Juan L. Ortiz. El poeta

entrerriano, creemos, se colocaría en una posición de presumible centralidad en el

marco de ese corpus “idealmente total”, cabría proponerlo, acaso, como el gran

antólogo en el campo poético argentino de las últimas décadas, operando, quizás, como

el Kafka que, en la lectura borgeana, construye conjuntos relacionales retrospectivos,

estableciendo vinculaciones –y la pertinencia de esas asociaciones– entre escritores que

sólo serían vinculables a partir de ese centro paradójico (Obras 710-712). El “aura” de

la poesía orticiana –el aura del sauce–, que identificamos, acaso, con el mapa de su

propia obra, también establecería la pertinencia relacional de su escritura, no del todo,

quizás, con un hipotético haz de “precursores” la modo kafkiano (Ortiz –intentaremos

relevar hipotéticas pistas al respecto– fagocita sus instancias precursoras convirtiéndose

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en precursor de sí mismo); sí, acaso, con una constelación multiforme de “epígonos”,

más o menos directos, más o menos próximos en el tiempo y en el espacio, amigos del

poeta, en algún caso, jóvenes arribados a las luminosas orillas de la poesía orticiana

años después de la muerte del poeta, en otros; lectores ávidos de su poesía, agradecidos,

en todo caso, en todos los casos.

Es, sobre todo, a mediados de la década del 80 cuando se hace ostensible la

presencia de una nueva generación de poetas y críticos que emerge de la bruma de los

años recientes y que, a semejanza de aquellos agrupados en torno a Ortiz desde fines de

la década del 50 (Juan José Saer, Francisco Urondo, Hugo Gola, los más notorios),

promueven enfáticamente la relectura de la poesía de Ortiz, asumiéndolo como ese

“maestro secreto de la poesía argentina”,205 inexplicablemente “oculto” por tanto

tiempo, descubriéndose, asimismo, en posesión de un tesoro inesperado entre las manos,

como quien recibe una herencia impensada de un pariente desconocido e inmensamente

rico. Ortiz, ese “pariente desconocido e inmensamente rico”, comienza, desde ese

momento, a transformarse en “Juanele” y, con ello, también se inicia la edificación del

“mito”,206 entendido, tomando una sugerencia de Carlos Battilana, como el relato que,

205 En palabras de María Teresa Gramuglio, en su indispensable artículo de 2004, aludido aquí endiversas ocasiones.

206 Cuenta Santiago Pedrednik, en un escrito no exento de matices polémicos, que, en relación con elllamado “mito Juanele”, se hace preciso formular “un par de puntualizaciones temporales yespaciales: a) es sobre todo un mito santafesino-porteño, esto es, fue siendo elaborado por gente noinmediatamente cercana al poeta, esto es, ni entrerriana ni del círculo íntimo de la ciudad de Santa Fe;b) en su formación hay dos tiempos. En un primer momento o versión, está hecho a partir del cariño,el respeto y la admiración de los que lo conocieron pero no fueron sus próximos (gente de lasprovincias de Santa Fe o de Buenos Aires sobre todo). Ya en 1969 su íntimo amigo y coterráneoMastronardi, con una sorpresa inversa a la del visitante no entrerriano, advierte que eso que escucha ylee sobre Ortiz fuera de su terruño no se corresponde con lo que él conoce, que se está formando unmito que disfraza al poeta, y que eso puede ser poéticamente dañino. «Ante los ojos de muchos, elmito-Ortiz tapa o desaloja al poeta Ortiz. Se trata de gente, claro está, que sólo finge interesarse en lapoesía, pero que, puestos los poemas sobre la mesa [...] señala méritos ajenos a la literatura. Casinunca dictamina en función del arte, al que deja en un borroso segundo plano.» Mastronardi, además

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para muchos de los nuevos lectores de Ortiz de los 80, precedió (y promovió) la lectura

de una obra propiciataria, por otra parte, de múltiples “usos”.207

La lista de nombres que orbitarán alrededor del mágico “Juanele” sería

interminable: Ricardo Zelarrayán, Martín Prieto, Néstor Perlongher, Arturo Carrera,

Héctor Piccoli, D. G. Helder, Héctor Libertella, Tamara Kamenszain, Arturo Carrera...

Para no volver a nombrar aquí a los de “la primera fila”: Carlos Mastronardi, Alfredo

Veiravé, Juan José Saer, Francisco Urondo, Hugo Gola... La riqueza de la “herencia”

resulta de tal magnitud que es apta para prodigar bienes a todos, como lo hubiera

querido, sin dudas, el propio Ortiz.

Dice Monteleone, en el trabajo antes citado, que una constelación sería “una

de poeta pensador lúcido, advierte el fenómeno apenas comienza a manifestarse. Treinta años despuésuna segunda versión o momento del mito, forjada por quienes ya no conocieron personalmente aOrtiz, lo fortalece y consolida. Si antes la figura mítica del poeta tendía a desplazar la lectura de lospoemas, ahora el mito incluye además una lectura previa a toda lectura; el que conoce el mito conocelos poemas de Ortiz incluso sin haberlos leído, sabe «cómo escribe Juanele»; luego, al leer lospoemas, lo corrobora: basta buscar en la letra de los versos lo que la lectura mítica prescribe paraencontrarlo, aun contra lo que la letra dice. En esto consiste la promoción de una «lectura a fondo»: labúsqueda de cierto fondo exterior y previo a la lectura que funcione como su verdad. El momentocumbre de la mitificación puede ser asignado, como manifestación de este proceso, a la publicacióndel libro llamado Obra Completa, resultado de una faena mayúscula, pero orientada ideológicamentea procurar que el mito crezca y se multiplique. Para lo cual recurre a nuevos mitos de refuerzo, entreellos el «mito del cuarto tomo» (un libro de poemas que estaba armando Ortiz después de «En el auradel sauce» y que se habría perdido para siempre), el mito del «archivo Ortiz» (una colección dedocumentos que concentraría el saber sobre el autor), el mito del «Libro único» (según el cual Ortizhabría escrito un solo Libro en su vida), e incluso el mito de la «Obra completa» (que además deofrecer un libro que no contiene la obra «completa» –el mismo prólogo lo dice–, instala un conceptode «obra completa» ajeno y contradictorio con el pensamiento de Ortiz, quien defendía y procuraba laidea de «incompletud», incluso una incompletud permanente para cada poema) (“Juanele y Ortiz” 58-59).

207 Battilana, en un escrito en el que asedia ese problema, tras preguntarse, “¿Qué función cumplen losmitos en la lectura de una obra poética? ¿Estamos dispuestos a realizar solamente una lectura textual,prescindiendo del relato previo que tenemos acerca de ella?”, sugiere, con agudeza, que, en el caso dereconocer una funcionalidad a dicho “mito”, ella sería la de “sostener, a pesar de todo, una obraincómoda en el interior de las diversas antologías de los años cincuenta y sesenta, pues si es verdadque no se sabía «muy bien qué hacer con ella» en tanto era refractaria a las generalizaciones y lasclasificaciones estéticas vigentes (neorromanticismo, vanguardia, realismo), su inclusión era unacontraseña de que se trataba de una obra «insoslayable»” (87) [con el texto entrecomillado Battilanaremite al estudio de Martín Prieto que forma parte de la edición de la Obra completa].

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agrupación convencional de elementos –aquí de poetas y de poemas– unidos mediante

líneas imaginarias que idean figuras.” No obstante, como sucede regularmente con todo

quien acomete la tarea, signada por definición al cuestionamiento, de hacer una

antología, el crítico establece sus salvedades: “Podría incluir otros elementos, o seguir

otras figuras legitimables trazando líneas imaginarias distintas.” Más allá de todo, lo que

resulta incontrovertible es la voluntad de “ofrecer al lector recorridos posible, ciertas

figuras, algunos modos de lectura.”. (“Una constelación” 14-15)

Podríamos suscribir literalmente lo dicho por Monteleone; ni más ni menos, ese

sería, acaso, el modesto y, al mismo tiempo, vasto propósito que ha orientado este

trabajo, situado en la tentativa de reconocer, de recorrer, de proponer, un haz de

“figuras” derivadas de la intuición acerca de la presencia en el sistema poético argentino

de algo semejante a una “constelación orticiana”, la cual resultaría, asimismo,

determinante para la conformación total de una biblioteca cuyo “centro paradójico”,

decíamos, podría localizarse en la obra poética de Juan L. Ortiz. Propósito modesto,

acaso, en razón de que nos conformaremos con señalar el trazado de esas “líneas

imaginarias” que llegan y salen hacia y desde Ortiz para, en las formas subyacentes al

trazado de esas líneas, reconocer las figuras, en tanto enclaves relacionales que

inscriben su impronta en el cuerpo discursivo de la poesía argentina reciente y cuya

demarcación originaria sería posible reconocer en el mapa delineado por la obra del

poeta entrerriano. Pero, asimismo, tal proyecto de localizar las figuras propiciadas por

las reverberaciones de la poesía de Ortiz, excederá, presumiblemente, los límites de la

presente instancia académica previéndose, no obstante, la continuidad deseable en el

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reconocimiento de esas formas –esas figuras– en una instancia de investigación que

proseguiría –es nuestro deseo– a partir del estadio al que se logre arribar al cabo de la

investigación enmarcada por este trabajo de tesis.

Repetidamente, hemos aludimos a la sugerencia foucaultiana en relación con lo

que él advertía como un proceso de creciente pérdida de centralidad de la posición autor

en la literatura de las dos últimas centurias, agudamente manifiesto en el siglo XX;

cómo los modos de “propiedad” autoral tendían a relajarse en una prefigurada

colectivización de la escritura que se resolvería en lo que Foucault proponía como un

cierto “anonimato del murmullo” (2010). Correlativa con la licuación de las

especificidades autorales, en tanto que palabra autorizada por una voz “fuerte” que

sostiene el andamiaje de lo dicho, la palabra de autor, en el caso de Ortiz, y desdiciendo

parcialmente aquí a Foucault, no sólo no resignaría su centralidad sino que, ostentando

irrenunciablemente los atributos del autor que autoriza, funda, con el sostén de esa

autoridad, la deriva de la semiosis vertebradora de los textos. Harold Bloom, en tanto,

en una dirección opuesta a la de Foucault, hablará, en relación con su teoría del canon y

de las influencias literarias, de una primacía de los “poetas fuertes” quienes, desde las

posiciones canónicas, ordenarían el sistema de jerarquías literarias.

Deteniéndonos brevemente en la sugerencia de Bloom, ¿es posible pensar en

Ortiz como un poeta fuerte? Tal vez sí en el sentido que Bloom propone: un poeta que

se construye como su propio precursor, que se coloca en un lugar incómodo respecto de

las tradiciones que le vienen dadas y conformarían su acervo de base, para discutirlas,

procesarlas, hacer uso de ellas en razón de sus propios fines, conformando con ello el

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enclave inédito de otra tradición, síntesis de aquellas que le son tributarias: una

tradición de uno, la propia, que será, también, la de muchos otros poetas que se

inscribirán en ella, como, en relación con Ortiz, lo propone Osvaldo Aguirre:

[…] una tradición literaria existe en la medida en que un escritor la reconstruye desde su

obra. No habla del pasado sino de escrituras en acto, ya que se integra a través de unos

textos que actualizan y asocian otros textos anteriores. Ortiz fundó una tradición desde

mucho antes de la edición de su obra completa, desde el momento en que nuevos escritores

como el propio Gola, Juan José Saer y Francisco Urondo lo situaron en ese lugar central que

le era sistemáticamente negado en las historias literarias y en las antologías, en los estudios

académicos y en los recuentos de provincia. No hubiera salido de su marginalidad sin aquel

primer grupo de lectores que eran también escritores y críticos, en Santa Fe, y sin los poetas

que continuaron leyéndolo y que lo entrevistaron para reformular las preguntas básicas de la

poesía y articular, con sus palabras, el legado que esos mismos poetas transmitieron con sus

escrituras. (5-6)

Resultaría, también, posible pensar en Ortiz como un “poeta fuerte”, pero en otro

sentido, sutilmente contradictorio con el planteado por Bloom, como el que señalara

Tamara Kamenszain, al aludir a la poética orticiana como “un mapa de versos frágiles”:

Las correcciones, las retracciones, las preguntas, las repeticiones son, en los poemas de

Ortiz, recursos artificiales. No parten de una debilidad que hace el esfuerzo de corregirse,

sino que usan su fortaleza –su densidad escrita– para generar un efecto de debilidad. (“Juan

L. Ortiz: la lírica entre comillas” 30)

Su “debilidad”, sus tonos menores, sus hesitaciones y dudas, paralelos, por otra

parte, a las convicciones profundas de una poesía que por décadas ha hecho del

murmullo (en un sentido tal vez diferente del sugerido por Foucault) su método: de una

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palabra susurrada, que no quiere ser impuesta por el solo hecho de aumentar el

volumen, que se ofrece al oído de quien esté dispuesto a escuchar en ella –dejándose

asimismo mecer en su arrullo– lo mucho de silencio que la conforma y la entrama, un

murmullo que, acota nuevamente Kamenszain, “está más cerca del silencio que del

habla, no busca ser escuchado, pero casi ni siquiera ser leído” (31).

No obstante, Foucault hablaba también de otro modo imaginable de la autoría

literaria, un modo transdiscursivo: la palabra de autor que, además de fundar su propia

obra, es responsable de demarcar los caminos posibles –y, en un punto, irrecusables– de

otras obras que siguen sus señalamientos (esas “líneas imaginarias” de las que habla

Monteleone), legitimando, propiciando, haciendo incluso que sean posibles recorridos

que sin la impronta de la palabra precursora serían inimaginables.

En distintos momentos de este trabajo hablamos (y continuaremos haciéndolo)

de un modo metonímico definitorio de la palabra orticiana que, más que por la pulsión

metafórica de multiplicar los espejos para promover una profusión de destellos sobre el

mundo objetualizado, en su poesía se reconocería la paciente acumulación de elementos

del paisaje –geográfico, humano, social– que la corriente de su poesía va colectando en

las múltiples orillas que visita –que funda, consolida, sedimenta. Al modo de esa

sintaxis proliferante, que se despliega incesantemente y que, fluctuando por territorios

insospechados, no deja de mostrar nuevos recodos y confines, el modo metonímico de

esta poesía se proyecta también hacia territorialidades discursivas de algún modo

tributarias de la propia deriva poética.

La poesía de Ortiz, acaso por su celebración sin mella de la amistad (como valor

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humano pero también como código incontrastablemente literario), gozosamente

establece relaciones de contigüidad con los universos poéticos que orbitan a su

alrededor. Los sedimentos del río de la poesía de Juan L. Ortiz son arrastrados por los

afluentes con que se encuentra y nacen a su paso, para confluir en un mar mayor. La

amistad en Ortiz –forma privilegiada de la confluencia y la contigüidad–: ese sujeto que

“autoriza” la deriva de esos ríos, no se asume, precisamente, como el “padre literario”

de sus eventuales “epígonos”, sino como el amigo mayor que enseña compartiendo,

enseña escuchando, que enseña con su obra la interminable productividad de una

palabra hecha para reconocer las formas inauditas del mapa, que enseña con su propia

vida a los poetas –sus amigos– que ser poeta no es sólo y simplemente “hablar de

rimas”.

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Al otro lado del río (amigos, viajes, dedicatorias)

1957, un año que, como viéramos, marcó una inflexión en la obra de Juan L. Ortiz (y en

su vida, claro está, ¿cómo no reconocer la solidaridad de ambos términos, vida y

literatura, en toda literatura y, señaladamente, en la de Ortiz?), también significa un

momento de coyuntura para Juan José Saer, un momento de fundación: el momento en

que conoce, precisamente, a Juan L. Ortiz.

El escritor de Serodino no dejará nunca de reconocer su deuda con el poeta

entrerriano, una figura paternal, no cabrían dudas al respecto, para Saer y sus

compañeros de generación santafesinos. El vínculo entre ellos se tornaría, desde ese año

1957 en adelante, cada vez más estrecho. Secretamente, alternativamente, en una u otra

de las márgenes del río –la entrerriana, la santafesina–, se desarrollaría la escena de un

ritual inmemorial en la sucesividad sin pausa de las generaciones literarias que se

eslabonan, se articulan, se dicen y desdicen: el “maestro” que abre e ilumina el camino

futuro de sus “discípulos”.

Resultaría tal vez indudable reconocer, en la relación entablada entre Ortiz y los

jóvenes poetas santafesinos, que se extendería a las dos últimas décadas de su vida, esa

escena pedagógico-socrática, podríamos sugerir. No obstante, para el poeta entrerriano

(que en 1957 contaba ya con 61 años), mucho más allá de la diferencia de edades (Juan

José Saer, nacido en 1937, en ese momento tenía sólo 20 años), el vínculo desde el que

se sentía ligado a ellos era mucho más poderoso que una asimétrica relación discipular:

la amistad era el puente fecundo que los unía, una amistad literaria hecha del saberse

“compañeros de ruta” en un tránsito en el que hacer poesía era también generar las

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condiciones para refundar el mundo. Ortiz lo veía así y muchos de sus poemas, de

destinatario explícito o implícito, dan cuenta de ello.208 Sea como fuere que valoremos

ese encuentro de 1957 entre el poeta de Serodino y el de Puerto Ruiz, sus consecuencias

en las conformaciones y reagrupamientos del campo literario argentino en las décadas

siguientes resultarían fecundas y productivas, hasta nuestra actualidad.

No obstante, Saer, sin atenuar el peso determinante que para sus inicios en los

caminos de la literatura tuvo el encuentro con Ortiz, registra un momento previo, como

una “prehistoria” al reconocimiento de su autoconciencia como poeta.209 Desde 1952,

como es testimoniado por el propio Saer, “empecé a llenar cuadernos y cuadernos de

poesías, de novelas policiales y de obras de teatro. Entre 1952 y 1957 no debo haber

escrito menos de mil poesías”.210 Desde diciembre de 1954 comienza a publicar sus

poemas en el diario El Litoral de la ciudad de Santa Fe y, para esa misma época, se

produce el primer gran acontecimiento en su vida literaria: el encuentro con otro poeta

respecto de quien siempre dejó constancia de la admiración hacia él proferida. Se trata

de José Pedroni:

208 Tomemos, sólo como un ejemplo de notoria evidencia, el conjunto de poemas “homenaje” de lasección final de El junco y la corriente: “A Juan José Saer (En su casamiento)” (633-635), “En elnacimiento de Claudia Silvia Gola” (637-639), “Junto a la tumba de Reynaldo Ros” (640), “A HugoGola (por sus 25 poemas)” (641-648), entre varios otros, toda una biografía de afectos de Juanele.

209 “Aunque el desarrollo del trabajo de escritura de Saer fue privilegiando la prosa, sin embargo lacondición de «poeta», o si se quiere una imagen propia de poeta, muy intensa al comienzo, nunca fueabandonada totalmente. Es difícil saber si se pensaba a sí mismo, al comienzo, más como poeta quecomo narrador pero es el narrador, cuando consolida su proyecto –es decir a mediados de los años70–, el que regresa al momento inicial de la escritura para poner en relieve la importancia del «jovenpoeta». En este marco de iniciación debe estudiarse también la aspiración de Saer a la confusión degéneros y formas, principalmente entre la novela y el poema, tema sobre el que vuelveconstantemente en ensayos y reportajes, proponiendo, en cierto modo como programa, la búsqueda deuna prosa poética, del poema narrativo o de la novela en versos. Esta búsqueda implica, en granmedida, la construcción de esa imagen de joven poeta, en una suerte de «autorretrato» retrospectivopermanente.” (Delgado “Introducción” 10-11)

210 En Poemas (11). Texto hallado entre los papeles de Saer, escrito probablemente en 1980.

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Un sábado de invierno de 1953 o de 1954 (yo tenía 16 ó 17 años), después del almuerzo,

tomé el colectivo de Esperanza y a eso de las tres y media o cuatro, ante una puerta que

todavía hoy creo recordar con claridad, toqué el timbre, esperé tembloroso un momento, y

cuando me abrieron y me invitaron a pasar, al transponer el umbral, entré a la vez en la casa

de José Pedroni y en la literatura.211

Resulta curioso comprobar de qué manera los caminos de Pedroni y Ortiz se

cruzan y confluyen a instancias de ese otro gran escritor del área geográfica del Litoral,

considerado casi unánimemente como el más importante narrador argentino posterior a

Borges, quien inicia su periplo literario al amparo de las obras de, quizás, los dos

mayores poetas del ámbito cultural del Paraná (ese territorio literario que el propio Ortiz

sugiriera llamar el “país del sauce”), el santafesino Pedroni y el entrerriano Ortiz. Por

supuesto, ese otro santafesino, Saer, prologó las ediciones de las obras completas de

ambos, las que fueron publicadas, ambas, en la colección “Homenaje” de la Biblioteca

Constancio C. Vigil de Rosario entre fines de la década del sesenta y los inicios de los

años setenta: en 1969 la de Pedroni y entre 1970 y 1971 los tres volúmenes de En el

aura del sauce.

El extraordinario acontecimiento que significaba el lanzamiento de dicha

colección dedicada, precisamente, a homenajear a las voces poéticas definitorias del

aérea ribereña del Paraná, iba a confluir, de manera germinal, como es sabido, con otro

acontecimiento de no menor trascendencia: la edición de la poesía reunida de Juan L.

Ortiz, conformada por los diez libros por él mismo editados, entre 1933 y 1958, más

211 Cita extraída del prólogo a la Obra poética de José Pedroni, escrito por Juan José Saer en 1989 ySergio Delgado reproduce parcialmente en la introducción a la reciente edición de Poemas.Borradores inéditos 3 de Saer (12).

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tres inéditos que ya se encontraban cerca de su forma final a inicios de la década del 60.

Es, precisamente, entre 1967 y 1968 que comienza la composición y armado de las

pruebas editoriales para la edición de En el aura del sauce, que verá la luz recién en

1970, casi 3 años después, en lo que constituyó la culminación de un interminable

proceso de revisión del texto por parte del propio Ortiz.212

La crítica orticiana acuerda en señalar que en esos años en que se publicaban los

primeros diez libros, convivían en Ortiz los roles de poeta y editor. Ese editor riguroso,

obsesivo y detallista al extremo que era Ortiz, en esa coyuntura, la de la publicación de

su poesía completa, somete al material pacientemente producido por el poeta Ortiz a los

requerimientos de una forma largamente diseñada y prefigurada. La obra, su fluir, su

vocación de río zigzagueante y caudaloso, después de ir progresando a partir de la

sucesión de libros “parciales”, llegaba a las costas del libro total. En el prólogo de

212 Finalizando la década de 1960 se impulsa un proyecto que marcará un hito respecto de lavisibilización a una escala importante de la obra de Ortiz. La Biblioteca Popular Constancio C. Vigilde la ciudad de Rosario, en el marco de una colección que apuntaba a editar las obras completas deimportantes poetas del Litoral, santafesinos y entrerrianos, emprende la preparación de la edición delos tres tomos (habría quedado un cuarto inédito) de En el aura del sauce, título bajo el cual se reúnela obra poética de Juan L. Ortiz. Aquella edición incluyó los diez libros que habían sido editados porsu autor más otros tres que a la fecha permanecían inéditos. A partir de la publicación de los trestomos de En el aura del sauce, entre 1970 y 1971, la obra de Juan L. Ortiz concreta su vocación detotalidad, constituyéndose dicha edición en el preludio de una nueva operación legitimadora que, paramediados de los años 80, colocaría a Ortiz en una posición incuestionablemente central en el campoliterario argentino. Los manuscritos que serían la base del enigmático cuarto tomo de la edición de laBiblioteca Vigil transitaron de mano en mano y, junto con otros papeles de Ortiz, se habrían destruidopor la acción del tiempo y la intemperie en su casa de Paraná. En 1968, ya estaba en marcha lapreparación de la edición de En el aura del sauce, en el marco de la Colección Homenaje de laBiblioteca Constancio C. Vigil de la ciudad de Rosario. El plan de la colección contemplaba que sulanzamiento iba a producirse con la publicación de la obra poética de Juan L. Ortiz, hasta entoncesdispersa en los pequeños volúmenes de edición de autor que publicara Ortiz. Esa decisión editorial,de por sí, significaba un homenaje explícito pero también una operación legitimadora y reivindicativadel lugar central que la obra de Ortiz, la que hasta entonces había circulado por circuitos laterales,merecía. No obstante, pese a esta intención, la primera publicación de la colección fue la de la obrapoética de José Pedroni ya que, en razón de la minuciosidad con que Ortiz preparaba el manuscrito,su edición demoró bastante más de lo esperado. Tristemente, muchos de los ejemplares de la obra seperdieron en ocasión de la quema de libros de la Biblioteca Vigil realizada en el marco de la dictadurade 1976 (en relación con este último punto, consúltese Blaustein; Zubieta 296-298).

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aquella edición, finalmente publicada en 1970, Hugo Gola reconoce en esa obra la

presencia de un orbe poético de notable autonomía, sin antecedentes, a su juicio, en toda

la literatura argentina.

Más de cincuenta años de trabajo para construir pacientemente un orden homogéneo y real,

viviente y articulado; un mundo complejo, tejido con la precaria circunstancia de todos los

días, con la alta vibración de la historia, con la angustia secreta de la pobreza y el

desamparo, y la repetida plenitud de la gracia. Presiento que una obra de esta dimensión

sólo se puede realizar con una entrega sin reservas y confiada, persistiendo heroicamente en

el registro cotidiano de estados e iluminaciones, descensos y buceos, titubeos y certezas,

pero con la humildad de una hierba que florece para cumplir sus ciclos y no por el orgullo

de la flor. (“Introducción” 9)213

El propio Juan José Saer, en el texto liminar a la Obra completa, enfatiza el

carácter autónomo que ostenta esa obra: “idioma dentro del idioma, estado dentro del

estado, cosmos dentro del cosmos” (11), son algunas de las marcas de la coherencia de

las leyes internas de la poesía de Ortiz. Y esta autonomía que, tal como señeramente lo

señalaba Gola, va a ser característica en Ortiz, también lo será del propio mundo

narrativo del santafesino, de ese orbe saeriano que se conformará a partir de un borroso

territorio que coincide parcialmente con la ciudad de Santa Fe y sus alrededores para

proyectarse en lo que conocemos como esa zona incesantemente demarcada y vuelta a

recartografiar en los avatares, siempre sorprendentes, de la reconformación y

213 La introducción de Hugo Gola, que encontramos en el primer volumen de En el aura del sauce (9-14),reaparecerá en la la edición de la Obra completa de 1996 como nota liminar a la sección titulada “Enel aura del sauce” que incluye los trece libros orticianos (las tres secciones restantes son: el conjuntode poemas tempranos de “Protosauce”, la “Poesía inédita” y las “Prosas” del poeta). El texto deGola, en la edición de la UNL, recibirá un título que en la Edición Vigil no tenía: “El reino de lapoesía” (105-110). El texto también se publica en Los Libros, N°20 de junio de 1971 con el título“En el aura del sauce, prólogo a Juan Ele”.

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redemarcación de un mundo en constante proliferación.

Dicha zona narrativa –la reconocible en los emplazamientos y desplazamientos

de un Barco, un Tomatis, un Pichón Garay, un Washington Noriega (¿alter ego orticiano,

quizás?)–, no obstante cierta clara percepción de sus alcances, no se presentaba como

una construcción completa o cerrada; esa zona, como el orbe narrativo que citaba, se

rehacía novela tras novela, y la “información” total subyacente a cada novela (pero

también a los cuentos y a los poemas de El arte de narrar) sólo podía ser recuperada o

completada a partir de otros textos que llegasen a aportar nuevos datos que

reconfigurasen la faz cambiante de ese mundo. Saer lo planteó de modo explícito y

programático en el prólogo de su primer libro, los cuentos de En la zona.

Para todo escritor en actividad la mitad de un libro suyo recién escrito es una estratificación

definitiva, completa, y la otra mitad permanece inconclusa y moldeable, erguida hacia el

futuro en una receptividad dinámica de la que depende su consumación. Si ante un libro

suyo incompleto un escritor muere o se dedica a otra cosa, era que en realidad ya no le

quedaba nada por decir y su visión del mundo era incompleta. La esencia del arte responde

en cierta manera a esa idea de consumación, y de ahí la precariedad, el riesgo sin medida de

la aventura creadora. (“Dos palabras” 421)

Dice Saer, en ese prólogo que es el de su libro inaugural pero que, como

planteara Julio Premat,214 podría ser también el de toda su obra (y de la obra orticiana, a

cuyo amparo crece la saeriana), que un libro está hecho de dos “mitades”, una

214 Sugiere Premat: “Con un singular efecto de coherencia retrospectiva, todo parece previsto desde elinicio, todos los textos parecen haber existido desde el primer texto, o al menos, ese efecto se producecuando leemos ahora esos primeros textos.”, a lo que, a continuación, añade: “Ya a los 23 años Saerafirmaba ese principio de lo incompleto y de la cadencia que trato de describir. Escribir no es cerrar,terminar y completar, sino que supone una doble operación: fijar un sentido hoy y otro, la otra mitad,para el futuro”. (“Saer, tiempo suspendido” 6)

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“definitiva y completa”, la otra “inconclusa y moldeable”. Lo vacío y lo lleno, lo sólido

y lo fluyente. Dos mitades, dos orillas; entre ellas el río sigue su curso, siempre igual,

siempre distinto: la obra en busca de su forma.

“La amistad en Saer” es como Ricardo Piglia titula su nota liminar de la edición

crítica de Glosa y El entenado. “Un circuito de amigos sostiene la escritura”, dice Piglia,

en referencia a ese círculo de amigos, andamiaje que sostiene la evolución de las tramas

saerianas (“evolución” que, en Saer, implica marchas y contramarchas, avances y

retrocesos, deriva que termina recalando en las conocidas estribaciones de “La zona”).

En ellas, se traza una “compleja red de dedicatorias”215; es más, cada libro “tiene un

destinatario específico”; por ejemplo, y en lo que a sí mismo respecta, Piglia marca el

hecho de que fue La pesquisa, una novela policial (con la singular apropiación del

marco genérico operada por Saer), el libro que Saer le dedicara porque, especula Piglia,

215 Resultaría interesante, tal vez, remitir a la función de la dedicatoria literaria como precedente de larecepción crítica de las obras enmarcadas en la gauchesca; en especial, la doble valoración quepropició la obra hernandiana: en un momento en que no existía un campo literario institucional y unacrítica que actuase como agente legitimatorio a partir del ejercicio de dicho rol, es reconocible unmodo “privado” de la crítica, ejercida a través de cartas particulares dirigidas a los autores por partede sus pares (otros escritores, que también estaban involucrados en la lucha política y que, además,eran, o aspiraban a serlo, altos funcionarios públicos), generalmente como respuesta a modo deagradecimiento por el envío de un libro dedicado. El caso de José Hernández, resulta ejemplar alrespecto: en diversas ediciones documentadas del Martín Fierro (entre las cuales nos referenciamosen la notable edición crítica de la Colección Archivos, a cargo de Élide Lois y Ángel Nuñez), suelenincluirse los prólogos de Hernández (que, curiosamente, no son incluidos en muchas ediciones decirculación corriente) y, también, la repercusión epistolar de las lecturas críticas devueltas al autor porparte de sus corresponsales, como registro de la profusión paratextual motivada por ambos poemas,El gaucho Martín Fierro, de 1872 y La vuelta de Martín Fierro de 1879, unificados en edicionesposteriores bajo el título Martín Fierro y reconocidas popularmente como dos partes de un únicopoema, la ida y la vuelta, respectivamente. Es particularmente en las cartas enviadas a Hernández porBartolomé Mitre, Nicolás Avellaneda, Miguel Cané, entre varios otros, donde aparece una constanteen la valoración crítica contemporánea a la aparición de la obra (y que resulta determinante en elreconocimiento de las lineas en tensión en torno al problema de la gauchesca y de toda la literaturadel período) que podría sintetizarse en dos grandes posiciones: el reconocimiento, por un lado, del“valor de verdad” del poema, su papel en la visibilización de la dura problemática de la vida de lospobladores de la campaña bonaerense, logro que incuestionablemente se le adjudica a Hernández; porotro, la casi unánime impugnación de la forma textual por considerársela “inapropiada” en relacióncon el modelo estético-literario legitimado por el canon letrado. (Gramuglio; Sarlo 12-15)

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“me ha asociado siempre con el género y ha discutido durante años ese asunto

conmigo”. Y a continuación añade:

Los libros están escritos para los amigos. Dirigidos a los amigos, digamos mejor. La amistad

es una red que sostiene al que escribe por afuera de cualquier circulación pública. De hecho,

la amistad establece el modelo mismo de la lectura literaria: indecisa, intensa, fuera de todo

control y de todo interés que no sea la literatura misma. (“La amistad en Saer” XVIII)

La literatura como una “red de amigos”, en un doble sentido: por un lado, al

interior del espacio textual, en las escenificaciones de esas charlas de amigos, cuya

temática, claro, es. frecuentemente, la literatura; pero también, en los márgenes

paratextuales, en esa red de dedicatorias. Los amigos, sus lectores, también escritores,

sostienen, desde ese extramuros paratextual, también, la simultánea centralidad

vertebradora de lo que, en el propio cuerpo textual, aflora en las discusiones, las

polémicas, las pullas, los disensos enmarcados en acuerdos comunes y fundamentales

de esos amigos en constante deriva urbana. La amistad, enfatiza Piglia, es “el tejido

básico sobre el que se traman las historias”. Y esa celebración de la amistad, claro,

supone un ejercicio de la sociabilidad (una sociabilidad literaria) que remite al cultivo

del arte de la conversación:216 el interlocutor es un par, un doppelgänger sesgado, y algo

sospechoso, que hace que el solitario arte de la escritura se vuelque hacia las calles, se

construya en los recorridos urbanos (ese arte, de raigambre benjaminiana, de perderse

en una ciudad como la más genuina manera de encontrarse en el espejo de los otros

viandantes también, inevitablemente, perdidos), recaiga en los lugares públicos, no

216 Resultaría evidente remitirnos, acaso, nada menos que al inicio de las actividades del Salón Literarioen 1837, espontánea fragua del ideario romántico e inédito anclaje, a partir de la puesta en práctica denovedosos modos de sociabilidad literaria, de la que será la primera generación de intelectualesargentinos.

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obstante, conquistados, recuperados “puntos de encuentro”, precarios puertos donde

echar el ancla entre los múltiples recorridos por la intemperie urbana, ese otro mar.217

Hemos referido insistentemente cómo en Ortiz recurre un modo de concebir la

literatura como la escenificación de una red vincular en la que ambos roles de la

interlocución, emisor y receptor, resultarían constitutivamente intercambiables. Más allá

de la antigua amistad con Carlos Mastronardi (cuyo correlato más notorio es la edición,

nada menos, que de su primer libro, El agua y la noche) y de la igualmente intensa y

duradera que sostuvo con Alfredo Veiravé (el poeta, luego radicado en Resistencia, diría

que esa amistad con Ortiz la había “heredado” de su padre en los lejanos días de

Gualeguay), resulta notoriamente significativo, por las repercusiones que a posteriori

ello generaría en el campo literario argentina, el vínculo establecido con los jóvenes

poetas santafesinos, entre los que, señaladamente, reconocemos a Gola, a Urondo, al

propio Saer, y con los que Ortiz, como ya lo señaláramos, entra en contacto hacia fines

de la década del 50 (en llamativa coincidencia con el momento de su viaje a China).

Todavía estábamos lejos del “mito Juanele” y Ortiz era, para estos jóvenes

poetas amigos, simplemente “Juan” (ese es el título, precisamente, de la liminar escrita

por Saer para la edición de la Obra Completa, en 1996). Eran frecuentes los cruces del

Paraná en ambas sentidos, desde una costa a la otra. Sin desmedro de que la relación

amistosa asumiese la forma tópica de la relación maestro-discípulo, lo que

incuestionablemente sucedía, Ortiz, no obstante, intentaba, a toda costa, horizontalizar

217 Piglia remite, y no puede ser más pertinente la referencia, a los personajes de los relatos de CesarePavese, autor muy leído y admirado por Saer y algunos de sus amigos, como Hugo Gola. Y claro,cómo no pensar, también, en la disponibilidad errante, y por momentos desesperada, de lospersonajes de I Vitelloni (conocida en Argentina como Los inútiles), inolvidable filme de FedericoFellini de 1953.

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ese vínculo (por lo que él también viajaba a Santa Fe y no sólo acudían a visitarlo en su

casa de Paraná). Sus poemas eran objeto de lectura y discusión así como lo eran los de

los otros miembros del grupo. Tal como sucederá luego en Saer, en el marco de lo que

referíamos como una matriz de sociabilidad literaria, sostenida por una red de afectos,

desde adentro y desde afuera de la ficción, en Ortiz ello no resulta menos notorio; lo

cual, por supuesto, torna más evidentes los vasos comunicantes entre la obra del poeta

de Serodino con la orticiana.

El ritual de la reunión de amigos será sostenido por durante casi dos décadas,

prácticamente hasta el inicio del período ominoso de la última dictadura. En esa etapa

postrera se multiplicará el número de visitantes a la casa situada frente al Parque

Urquiza de Paraná pero, no obstante la proverbial amabilidad hospitalaria del poeta, la

figura del “circulo de amigos” experimenta algunas modulaciones: la simetría inicial

entre las posiciones del “maestro” y los “discípulos”, que no obstante la distancia que

podría derivar de tales roles, actuaban como pares en el afecto y el amor a la poesía, se

desplaza hacia la figura de un poeta que, aún en el marco de una lateralidad que seguirá

siendo definitoria en él, a merced del desbalanceo de los nuevos posicionamientos que

se van configurando (cada vez son más quienes lo visitan, con la genuina voluntad de

conocer a un notable poeta que, sin embargo seguía siendo poco menos que un

desconocido), respecto de lo cual no poco tuvo que ver la mitificación de su personaje,

resultaría, acaso otra figura alternativa, la del poeta objeto de culto, posición

indudablemente menos cómoda para Ortiz que la originalmente producida a partir de

ese cenáculo marginal (en el sentido, también, de su emplazamiento en las márgenes del

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Paraná) en el que confluyen el poeta y sus “amigos”.

¿Quiénes integraban ese grupo de amigos, mayormente santafesinos, de Ortiz?

Transcribimos a continuación el esclarecedor cuadro presentado por María Teresa

Gramuglio al respecto:

El grupo de Santa Fe a que pertenecía Saer se nucleó en un momento en torno al diario El

Litoral, en el cual algunos de ellos trabajaron y publicaron. Estaba formado por escritores

como el poeta Hugo Gola, periodistas, algún músico y gente de cine que se agrupó luego en

el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral, en el cual fueron alumnos o

profesores. Las dos experiencias con las instituciones resultaron conflictivas y generaron

polémicas que pusieron en juego las diferentes escalas de valores y concepciones poéticas

que animaban el espacio cultural santafesino. En su relación con la literatura, los miembros

del grupo manifiestan una notable fidelidad a ciertos autores, a ciertas lecturas –poetas como

Pound o Pavese, o, entre los argentinos, Borges y Di Benedetto, ensayistas como Benjamin

o Adorno–, que constituyen elecciones productivas para las poéticas individuales y para los

valores compartidos que cohesionan al grupo: el trabajo cuidadoso sobre el lenguaje y la

forma, la crítica del naturalismo y del populismo, la colocación privilegiada de la poesía, el

rechazo de la cultura masiva y de las modas literarias y estéticas. Y así como los

martinfierristas hicieron de Macedonio Fernández su padre literario, este grupo también

tuvo el suyo: el poeta entrerriano Juan L. Ortiz. (“El lugar de Saer” 848)

El arte de narrar

El arte de narrar, el libro que reúne la obra poética de Juan José Saer, localizada entre

1960 y 1975, está dedicado a Juan L. Ortiz y Aldo Oliva. Es un gesto recurrente: Ortiz,

es el Virgilio que acompañará la deriva saeriana, y de ello quedarán constancias

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dispersas, pero constantes, en todo el decurso de la obra. Y así como todo el empeño

poético de Ortiz se dirige hacia El aura del sauce, el de Saer, la formulación y

cristalización de su poética, se constituye en El arte de narrar. Libro móvil, libro

intermitente, acompaña todo, o un tramo medular, del fluir de la narrativa saeriana.

Nuevamente, el prólogo de En la zona habla de los modos de progresar de, también en

este caso, la poesía saeriana; en ese sentido, El arte de narrar es un libro que fue,

diríamos, “progresando por mitades” (mitades de mitades de otras mitades),

constitutivamente incompleto, metonímico y distributivo. E intermitente, decíamos.

Discontinuo y esporádico como el curso de esos ríos serranos que en las estribaciones

montañosas parecen apagarse pero que, inopinadamente, transitando extensiones

incógnitas, reaparecen; la obra poética saeriana, que se resume en este único y

demorado libro, siempre continuó desenvolviéndose, recorriendo silenciosos caminos,

tensando un arco de vasto tiempo.

Cierta perplejidad inicial, derivada del título escogido (¿por qué llamar El arte

de narrar a un libro de poemas?) se atenúa rápidamente cuando comienza a quedar al

descubierto la operación saeriana. Los dos cursos, el de la poesía y el de la prosa

narrativa, fluyen paralelos pero esos cursos permanentemente se cruzan, se comunican,

confluyen; la poesía de Saer cifra las claves de su narrativa. Podríamos acudir aquí a la

figura del árbol, tantos veces frecuentadas en Ortiz, que, interrumpiendo el sintagma del

río para proyectarlo en distintas dimensiones, propone, a su vez, el canal de un fluir

vertical que habilite ese ámbito transicional e intermedio en que lo sólido, lo líquido, lo

etéreo comulgan;218 en Saer, señaladamente, para unir las orillas de la prosa y el verso.

218 Dice Michel Onfray, en sugerente formulación: “En el registro elemental de los filósofos

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La poesía, como árbol que sostiene el fluir narrativo saeriano, implicaría los momentos

de calma, de disponibilidad, del remanso reflexivo, del andamiaje que sostiene y se

retira luego para que siga andando la obra, para que el relato consolide su riesgoso viaje.

Saer nunca dejó de escribir su poesía; sin ella, cauce hondo, intermitente, el río

de su narrativa no se habría aventurado, acaso, por los remotos andurriales por los que,

ciertamente, se internó. Por ello, la elección del título, en esa clave, no podría haber sido

más apropiada, más descriptiva de la operación saeriana: en la poesía se funda, para

Saer, “el arte de narrar”.

La poesía es el árbol para que el río de la narrativa fluya; aunque ese árbol no es

el ancho, el vaporoso, el perezoso sauce, siempre próximo a los cursos de agua, sino que

parecería confundirse con el álamo, árbol hecho a la intemperie, a la vasta llanura, a los

vientos cruzados. Son dos los poemas de El arte de narrar en los que este árbol se

yergue; “De los álamos”, el primero de ellos:

De los álamos

no queda

más que un ramaje

translúcido

y en la punta

hojas amarillentas

que centellean

presocráticos, cada uno puede descubrirse portador de una pasión por el agua, la tierra o el aire,circulando el fuego por el cuerpo mismo del viajero. Los nómades empedernidos proceden de unelemento que los recoge, los contiene, los anima y federa sus entusiasmos: el mar y las olas de losnavegantes, las montañas y las llanuras de los caminantes, el éter y el azul de los aviadores, esos trespuntos cardinales orientan un movimiento sobre el globo en rotación bajo los dedos o sobre losmapas recorridos en su totalidad y escrutados al detalle.” (24)

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Mayo

lluvias heladas

en un sol exangüe

A la ventana

en la media tarde

guiñando lento

a la luz:

somnolencia

maravillada

en vaivén

de afuera a adentro

de adentro a afuera

Ahora

ahora real

de un todo

sin en sí

todo él

por fin

exterior

Extrañeza

Después

casi de golpe

plenitud (El arte de narrar 137-138)

El “ramaje / translúcido” de los álamos, apuntando hacia un mayo que destella

en su acotamiento otoñal, que amarillea declinando hacia ese “Junio” orticiano del frío,

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de las lluvias y de las consecuentes crecidas, torna todo de ese opaco amarillo que

domina el cromatismo de la escena, en, por lo menos, dos de sus notorias

manifestaciones: en las hojas marchitas de un antiguo verde ya reseco y en la presencia

de ese “sol exangüe” que se presenta ante la ventana (lente y foco de la colocación de la

mirada orticiana, como viéramos); un vaivén de sutiles transiciones, “de afuera a

adentro / de adentro a afuera”, en la frontera, a su vez, de la tarde y el próximo

anochecer (“en la media tarde”), en la somnolencia de la luz que oscila a ambos lados

de esa ventana, de pronto, en ese momento crepuscular, “un todo”, algo así como la

noción de una exterioridad absoluta (¿la “intemperie sin fin”?) instaura una cierta, una

“real”, una incontestable “plenitud”. Nuevamente resuena la lección orticiana:

Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de la tierra,

y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el secreto...

Y sé que a veces halláis la melodía más difícil

que duerme en aquéllos que mueren de silencio,

corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del viento... (RC 533-534)

Custodios de “las tiendas del viento”, dueños y señores de esa intemperie, se

inclinan “blandos y victoriosos a todos los vientos”, dirá Saer en el poema que completa

la breve serie de los álamos (140). Blandos, no obstante, victoriosos. Erguidos y

flexibles, “familiares del cielo”, testigos de la luz: también se tienden con humildad,

“para el invento del amor”.

Paco y el mapa de la zona orticiana

Francisco Urondo había publicado su primer libro, Historia antigua, en 1956, en la

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editorial de la revista Poesía Buenos Aires. Del programa poético llevado adelante por la

revista,219 articulado con la impronta orticiana, se conformará el particular imaginario

poético de “la zona”: los ríos y las islas del Paraná, sus animales y plantas representados

al modo orticiano pero resueltos formalmente de un modo más próximo al de los

invencionistas como Edgar Bayley o de los poetas italianos como Giuseppe Ungaretti

(Prieto Breve historia 388).

Fue, precisamente, Francisco Urondo, uno de los poetas de “la zona” en quien la

poética y, claro está, la ética orticiana caló de manera honda y duradedera, más allá de

los rumbos en apariencia distantes que tomaron las obras de ambos poetas. El

componente político creciente de la poesía de Urondo nunca dejó de ser sometido a la

forja de un lenguaje imaginal no exento de búsquedas formales de suma audacia y

riqueza estética. Componente político que, por otra parte, nunca dejó de manifestarse en

la poesía de Juan L. Ortiz, la cual en su celebración del entorno natural, no deja de

constatar que ese paisaje está inexorablemente “manchado de injusticia”.

Pero aquí nos interesa aludir puntualmente a un poema relativamente temprano

de Urondo en el que la marca orticiana es evidente. Se trata de “Arijon”, texto en el que

aquella espacialidad sutilizada de la zona orticiana se representa con algún grado mayor

de concreción: las diversas referencias geográficas concretas, por ejemplo, son

señaladas por el uso de la bastardilla (desvío arijón, coronda, san javier, etc., en todos

los casos en minúscula).220

219 Programa que Martín Prieto caracteriza con las siguientes notas: “el invencionismo, el privilegio de laimagen frente a la metáfora y cierta tendencia a la síntesis y a la brevedad, tomada de los poetasitalianos que traducía la revista, como Giuseppe Ungaretti y Eugenio Montale” (Breve historia 388).

220 El poema es publicado inicialmente, junto con “Candilejas”, en la plaqueta llamada Dos poemas(1959), editada por Ediciones de Poesía Buenos Aires y posteriormente será incluido en Nombres(1956-1959), Ediciones Zona, de 1963. Aquí utilizamos la versión del poema que se encuentra en la

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El anclaje de “Arijón” en el universo orticiano es anticipado desde su dedicatoria

a Juan L. Ortiz y a Hugo Gola. El poema refiere un tránsito a través del fluir del río que

toma la forma de una rememoración. La referencia a lugares geográficos de la provincia

de Santa Fe, vincula, como en una inequívoca hoja de ruta, esos puntos de una

cartografía que es a la vez una geografía íntima. El río Paraná es, por cierto, el eje que

vertebra los puntos atravesados en el periplo que se proyecta hacia el norte, hasta

perderse “en las maderas del chaco”.

Hay un matiz de aventura en el viaje, la forma de una búsqueda que asume el

mandato de la necesidad, una travesía iniciática, fundacional, vitalista (“el camino que

se recorre / y desanda sin temor”). Es también el reconocimiento del punto y del

momento en que la mirada aprende a mirar. Es notoria la presencia en el poema de un

modo narrativo de cuño orticiano (“Arijón” se escribe poco después de “Gualeguay”) y

esa pulsión narrativa se organiza en la forma del relato autobiográfico. La marcha

vitalista hacia el norte de un río que encadena los espacios y los sucesos referenciados o

aludidos en el poema se espeja en la escritura del poema, la cual rehace

retrospectivamente el trayecto realizado por el poeta en su juventud, “cuando crecía /

como cualquiera”. Pero, tal como sucede en Ortiz, ese matiz narrativo no atenúa el tono

predominantemente lírico del poema.

Recordemos aquella categoría saeriana de “poesía distributiva”, perfectamente

atribuible a “Arijón”, el poema de Urondo que comentamos. La luz hiere con su fragor

los ojos: la juventud es, para Urondo, una mirada que lo registra todo con avidez. El

crepúsculo y el alba determinaron el pliegue de una sombra que lo abarca todo, “que

edición 2007 de Adriana Hidalgo de la Obra poética de Urondo (127-137).

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asusta con la inconsciencia / que seduce con la libertad”. En determinado punto de su

curso, las “aguas fuertes” de ese río “agredían la tierra” y esto marca otra modulación

respecto del modelo orticiano: el fluir del río va a detenerse, en algún recodo, para

propiciar un desembarco, un contacto con la tierra (que sería, también, hundir los pies

en el fango), el cual, se prevé, quizás no estará exento de violencia.

Una pulsión tanática crispa las aguas del río (“helados por la muerte / que allí

también giraba en el vértigo de los remansos”); pero también está presente la erótica: en

el curso a través del río se encuentran “los primeros aromas / los ademanes primeros del

amor” y la flor del ceibo que no es un símbolo, la flor nacional, sino “una mujer

encendida”. El rojo del ceibo, es también el color del sol. Y de la sangre, metáfora de

una historia, la historia del país, que tomará previsibles cursos de violencia.

El primero de los Veinticinco poemas de Hugo Gola

Entre los llamados “poemas homenaje” de El Junco y la corriente, los que constituirían

una tercera sección no explicitada en el libro, encontramos dos en los que, directa o

indirectamente, Hugo Gola es el destinatario en sendas dedicatorias; uno de ellos es

dedicado a la hija del poeta santafesino, Claudia Silvia Gola, en su nacimiento, y el otro

al propio poeta por su libro, el primero, cuyo título es Veinticinco poemas.

Dicho libro de Gola, con poemas escritos entre 1956 y 1959, escenifica una

manera poética que, más allá de las evidentes diferencias formales con la poesía que

estaba escribiendo Juan L. Ortiz, especialmente en esos años, evidencia, sin embargo

una sutil, pero no por ello menos notoria y decidida, instalación en el orbe poético y

experiencial orticiano. Leamos el poema que abre el libro:

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Y además

mi corazón

tiene la culpa

porque nació

tan tibio y sorprendido

y yo también

un poco

y este cielo

y estás mañanas libres

y estas calles

por donde el aire estalla

y este gran infierno de los hombres

tiene la culpa

Pero

sobre todo

mi corazón

que no me deja

mi corazón

que me derrama

y me pierde

La culpa es mía

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la traigo desde lejos

pero qué puede hacer

sino vivir así

y andar a cada rato

con un dolor

y un sueño

custodiándome

Qué puedo hacer

si el corazón

me vino enorme

y tiembla

por cada soplo liviano

qué puedo hacer

sino abrazarlo

o cuanto más

echarlo al aire. (Filtraciones 19-20)

Gola, uno de los más queridos amigos de Ortiz, es, asimismo, uno de los poetas

en los que entendemos se habría impreso con mayor nitidez la lección del maestro. Juan

José Saer, refiriéndose, en el prólogo de la poesía reunida de Gola de 2004, a ese amigo

a quien dice conocer desde “hace casi cincuenta años”, dice de él que “fue la primera

persona en quien pude observar una práctica del trabajo poético en la que el

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conocimiento y la reflexión sobre la historia y la razón de ser de la poesía tenían la

misma importancia que la mera capacidad de escribir versos” (Filtraciones 7). La poesía

como un compromiso vital absoluto que excede el simple hecho de “hablar de rimas”

(resuena, por supuesto, Ortiz en esas palabras). Continúa reflexionando Saer acerca de

la poesía de Hugo Gola:

Esta constancia lírica, que tiene poco que ver con la indiferencia y mucho en cambio con un

sostenido rigor ante el trabajo poético, difiere de la poesía de circunstancia, que la mayor

parte del tiempo es mero gesto circunstancial totalmente exento de poesía. La

autoconciencia lírica está en relación con una búsqueda de la forma por considerarla el

objetivo principal de toda actividad artística. La fidelidad a la forma, sin embargo, si bien

obliga a descartar pacientemente todo lo que no armoniza con ella no es una manera de

protegerse del mundo exterior, sino de poetizarlo con mayor exactitud.

La “paciencia” que define al poeta lírico, continúa Saer, es “una intemperie”:

una espera de “la visita del ángel” (“el brillo infrecuente del ángel”, dice también, en

otro momento, el poeta de Serodino). Y el tema excluyente de esa poesía, al menos de

un importante sector de la misma, sería, para Saer, la constancia de un

“desgarramiento”, ostensible, definitorio ya desde el primer poema de su primer libro,

transcrito unos párrafos arriba.

En él, el corazón, señalado con una culpa de origen, es, asimismo, testigo, caja

de resonancia, centro solar que, con su tibieza, reinstala la culpa por el frío del afuera,

“este gran infierno de los hombres”. ¿Qué se le inculpa a ese corazón? ¿su renuencia, su

fragilidad, su cobijo interior? Sería quizás como esos poetas que sólo hablan de rimas en

el cobijo del hogar, tras las ventanas, protegidos por ellas, pertrechados en la

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interioridad culpable de la casa. Es un corazón demasiado grande, torpe en sus

desplazamientos terrestres, como el albatros de Baudelaire, aunque, no obstante,

demasiado apegado al ras de la tierra, al paso seguro, al apoyo firme, al emplazamiento

consolidado.

La voz poética que habla en el poema de Gola, aferrada a ese fiel compañero de

siempre, a ese reloj interior, a esa roja hoguera en permanente combustión que hace un

hogar de ese pecho expuesto a vientos cruzados, entiende, sin embargo, que los espacios

abiertos del afuera lo reclaman; ese corazón necesita probar sus alas, medirse con esos

vientos, navegar ese aire que es extensión, lejanía, ajenidad, intemperie; lo más ajeno y

los más exterior pero, al mismo tiempo, lo más íntimo, el elemento que nos envuelve,

nos nutre y oxigena.

Ortiz, en el poema dedicado a Gola, al que aludimos,221 se detiene especialmente

en este momento de desposesión y apertura del último verso del poema del amigo: ese

“echarlo al aire”. El corazón, lanzado hacia los vastos espacios del afuera, asumiendo

para sí las alas angélicas “para respirar el confín, y más abajo y más alto del confín”

(642), transitará ese territorio etéreo, sólo plausible a “la madurez del ángel”. El

corazón, ese ángel, en su deriva celeste, permite reconocer, desde el aire, el territorio

que el ángel cotidianamente desanda, sobre, incluso, “las azoteas que se han quedado,

repentinamente, sin nube”. El corazón, en ese tránsito de aire, lleva el aire a donde el

agobio o la cerrazón torna irrespirable, precisamente, el aire. Es, como dice Ortiz, un

aire “para libramos del muérdago de las palabras” y para que la inocencia de la sangre

sea “la que mire y sea mirada”.

221 “A Hugo Gola (por sus 25 poemas)” (JC 641-648).

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Los equilibrios del mundo se restablecen desde la perspectiva del aire; el

corazón, todo de fuego, se hace aire y ello cierra el círculo del agua y de la tierra. Aire

que ante “los hechizos de la intemperie desliéndose al sitiarnos”, en su seductor y

riesgoso vértigo, alivianando nuestras cargas, aligerando nuestros pesos, nos deja “al

fin, en el sitio...”.

Dicho con palabras de Rilke, en ese aire que lo envuelve todo, “no hay ni este

mundo ni el más allá, sino la gran unidad, en la que habitan los seres que nos superan,

los «ángeles»” (“A Witold Hulewicz” 184). Esa gran unidad –la de la vida y de la

muerte, del pasado y del futuro, del cielo y de la tierra, el ahora y el otrora, el origen y el

destino– es la del mundo “abierto” del ángel.

La tierra no tiene otra salida que hacerse invisible: en nosotros, que participamos con una

parte de nuestro ser en lo invisible, que tenemos acciones (por lo menos) en ello, y que

podemos aumentar nuestras posesiones de invisibilidad mientras estamos aquí; sólo en

nosotros puede cumplirse esa íntima y perdurable transformación de lo visible en lo

invisible, en algo que ya no dependa de ser visible ni tangible, igual que nuestro propio

destino se hace continuamente en nosotros a la vez mas presente y mas visible. (186)

La invisibilidad, ese “grado superior de la realidad” propiciado por la apertura

angélica, constituye aquello que de “terrible” tiene el ángel de las Elegías de Duino: la

evidencia, acaso, de operar como espejo que devuelve ante nuestro rostro, el

aferramiento a lo meramente visible (por ende precario, contingente, perecedero)

resistiéndonos a dejar que esa corriente de lo invisible nos lleve por sus caminos de

intemperie, por ese aire al que es lanzado ese corazón “tan tibio y sorprendido” del

poema de Hugo Gola. Esa es la lección del amigo Hugo que el amigo Juan, largamente,

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295

agradece:

Mas qué... amigo mío, en resumidas cuentas, qué son unos airecillos,

y aún cortándolos abusivamente de sobre los aires

o el aire

que nos dieras a palpitar?

Y los entre-aires, además... y los trans-aires, todavía, de los descendimientos del éter

y de los ascensos al éter...

Y para peor, y un poco sobre el grito, allá, que no pueden emitir...

deslizándonos, hemos dado en hacer o hemos querido

[hacer,

iguales a una flauta, al fin,

aires sobre aires

o en el aire...

Pasen, pues, estos estambres por el humo o por el humillo, más bien, que apenas ha de

[verse,

de una acción de gracias

por el desplegamiento de flor

y por la incorporación de ese espíritu de las travesías y del nido

que el licenciamiento de tu corazón, amigo,

nos vale, continuamente,

desde, en verdad, todo el aire... (JC

647-648)

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296

La mirada de un pájaro

En octubre de 2015, en el marco de la realización del XVIII Congreso Nacional de

Literatura Argentina en la ciudad de Paraná, la Universidad Autónoma de Entre Ríos,

institución organizadora del evento, hizo entrega al por entonces director de la

Biblioteca Nacional, Horacio González, del título de doctor honoris causa otorgado por

esa Universidad. La ceremonia se realizó en el salón de la Escuela Normal “José María

Torres”, aquella emblemática escuela creada durante la presidencia de Sarmiento –la

primera escuela normal argentina– y que iniciara sus actividades en 1871; pero la

historia del edificio se remonta más atrás aún: con anterioridad a la creación de la

Escuela Normal, en el solar que ahora ocupa, estuvo emplazada la casa de gobierno de

la Confederación Argentina encabezada por Justo José de Urquiza, desde 1854 a 1861,

en el período de la secesión de la provincia de Buenos Aires, cuando el gobierno de la

Confederación residía en Paraná. Hoy, además de dictarse clases allí correspondientes a

los niveles inicial y medio, el edificio se encuentra bajo la jurisdicción de la UADER,

dependiendo de la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales.

Quienes nos encontrábamos allí ese día no pudimos sustraernos al clima de

solemnidad que imponía el salón de actos (recientemente reformado, como el resto del

edificio); allí se realizaba la ceremonia, la cual transcurría de acuerdo con el protocolo

usual en estas circunstancias. Autoridades, tanto académicas como municipales de la

capital entrerriana, hicieron uso de la palabra, en los prolegómenos del momento,

esperado por todos, de escuchar a Horacio González, quien también parecía conmovido

por la situación que le tocaba protagonizar.

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297

González escuchaba a los disertantes que lo precedieron, a la espera de su

momento. Unos minutos atrás, en el ingreso al auditorio, podía observarse que una de

las personas que acompañaban al homenajeado llevaba en sus manos la Obra completa

de Juan L. Ortiz (la segunda edición, la de 2005). Viendo el libro en el estrado junto al

director de la Biblioteca Nacional, era presumible que, felizmente, las palabras del

disertante remitirían en algún momento a la poesía de Ortiz. El González ensayista lo es

no sólo cuando escribe; cuando habla (cuando dicta una conferencia, cuando responde a

una entrevista, cuando “diserta” –con todos los atenuantes que este término adquiere en

él–) la deriva de las maneras de su escritura tiñe, también, el desarrollo de la palabra

oral. El espectáculo de una subjetividad (la suya), conmovida por una lectura (el

espectáculo de la escritura ensayística que ahora no era escrita, que era dicha)222 –la

lectura que en ese momento era comunicada (la de un breve relato escrito por Juan L.

Ortiz en la década del 40 en esa misma ciudad de Paraná)– detonó el protocolo previsto

por la organización del evento, y por el propio González.

Las palabras que él había preparado se apoyaban en Juanele, apuntaba el mismo

González. Pero la deriva del discurso hizo que sus reflexiones transitaran por territorios

imprevistos. No obstante, el centro implícito de ese discurrir seguía siendo (como lo era

en el discurso “formal”, el que finalmente no había sido leído) Juan L. Ortiz. La figura y

la obra de Ortiz, junto con las de Carlos Mastronardi y Juan José Manauta estaban

explícitamente colocadas en la centralidad de la convocatoria del congreso, el cual se

222 Ese espectáculo que acontece “cuando el ensayista nos remite, a veces bruscamente, a vecesescandalosamente, a su propia vida” y por el que “asistimos a un desenmascaramiento: en lugar deocultarla (exigencia que el saber se impone), el discurso del ensayo muestra, como espectáculo ytambién como objeto de conocimiento, la subjetividad que lo enuncia.” (Giordano Modos del ensayo243)

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presentaba como un homenaje a los tres escritores entrerrianos. Y esa centralidad

simbólica de Ortiz, no dejaba de manifestarse, con intermitencias, en las palabras

emocionadas del Director de la Biblioteca Nacional agradeciendo el doctorado honoris

causa que había recibido.

El texto en cuestión había sido publicado originalmente en el suplemento

literario de El Litoral de Santa Fe en su edición del 25 de mayo de 1944. Por aquellos

años, con su arribo a Paraná todavía reciente, Ortiz publica columnas, artículos,

traducciones con cierta asiduidad, evidenciando con ello sus vastos intereses y

preocupaciones literarias; asimismo, en ellos también se puede reconocer su atenta

mirada tanto respecto de la producción nacional (y específicamente, en algunos casos,

de otros escritores entrerrianos, sus comprovincianos) como de sus lecturas

provenientes de los más variados horizontes literarios. Aunque, también, en ese breve

cuerpo de escritos aparecen reflexiones de índole autobiográfica que recuperan, en otro

registro, anécdotas que reconocemos, quizás, en algunos de sus poemas.223 Este es el

caso del breve texto al cual aludía Horacio González, del cual reconocemos

223 Cuenta María Teresa Gramuglio en relación a las “Prosas” que integran la Obra completa, que se tratade escritos que “pertenecen, en su mayoría, a la década del cuarenta. Con unas pocas excepciones(tres de los años treinta, otros tres en los cincuenta), coinciden con la primera etapa de la larga –ydefinitiva– radicación del autor en Paraná. Son los años de elaboración de El álamo y el viento y deEl aire conmovido. Si el primero en estos libros marca, como creo, una inflexión significativa en eldespliegue de la obra de Ortiz, en tanto en él se afianza una poética cuya búsqueda puede rastrearsedesde los comienzos, tal vez no sea casual ni meramente anecdótico que ese movimiento se hayaacompañado con una multiplicación de los modos de la escritura, como si se la interrogara o se lapresionara desde registros más variados. Pero aun con las fuertes conexiones temáticas entre estasprosas y los poemas, aun con todo lo que revelan del hondo compromiso poético y social de Ortiz,ellas conservan cierto aire como de espacio de reflexión, o de banco de pruebas, para algo cuyarealización más plena se persigue en la poesía.”, para poco después añadir que “Ortiz nunca reunióestos escritos, y que ellos quedaron, bien dispersos en dos diarios de provincia y en algunas otraspublicaciones periódicas, bien inéditos.” (“Las prosas del poeta” 989). Esta situación persistió,precisamente, hasta el momento de la edición de la Obra completa, cuando estos escritos son reunidosintegrando un conjunto de relativa autonomía. Entre ellos se encuentra al relato al que aquí aludimos,“Aquel pájaro miraba” (“Prosas” 1014-1015).

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reverberaciones en, por ejemplo, el poema “Villaguay”, de La mano infinita o en

“Gualeguay”, el extenso poema que cierra La brisa profunda.224 El relato,

conmovedoramente parafreaseado por González, alude a un episodio presumiblemente

localizable en la infancia o adolescencia de Ortiz, en ocasión de un paseo campestre

junto con dos amigos, que el narrador reconoce como entrañables.

En esa salida por los campos linderos a Gualeguay se activan los diversos

códigos de la complicidad y la camaradería del grupo de amigos, sumergidos en el

arrobamiento del paisaje y aunados en la ceremonia interminable del mate compartido.

Entre los elementos que contribuyen a la consolidación del ritual que los tres amigos

ofician, la presencia de un arma de fuego no significa, en principio, para un Ortiz

identificable en la voz del narrador, más que otro ingrediente que contribuye al disfrute

de ese momento de celebración de la amistad en comunión con el paisaje. Entre

sucesivas rondas de mate, las detonaciones debidas al juego de tiro al blanco no turba en

absoluto la placidez del momento.

No obstante, el narrador, mientras sus amigos continúan con la práctica de tiro,

se percata de la presencia de un pájaro posado en una rama; antes de ello, aparece en él

224 Puntualiza Sergio Delgado que subyace en el relato “un núcleo biográfico que Ortiz vuelve aconsignar, de una manera mucho más velada, en el poema «Villaguay» de La mano infinita: «Allí lasprimeras heridas de la crueldad inútil / que aún me sangran la adhesión a los 'amiguitos inocentes...'»y en el poema «Gualeguay» de La brisa profunda donde se menciona (v. 17/8) «una tarde» en LasToscas con el hermano grande que «quería probar su arma»: «La detonación quebrara el infinito y losnervios ya heridos...». En este último poema subyace la misma anécdota que en el relato,interrumpida y prolongada por los puntos suspensivos y, al mismo tiempo por la imprecisión verbal(quebrara) de una acción que puede ser pasado pero que late en cierto presente que no sólo es el delrecuerdo (la acción pasó pero parece seguir pasando). En esta particular manera con que se oculta laanécdota, haciendo visible su veladura, se dice que sus detalles ya no importan sino que importa lamarca irreparable que aquel hecho ha dejado allá en el tiempo lejano de la infancia. Cierto pudor, yquizá cierta culpa, se manifiestan en el poema, desplazando la anécdota del «asesinato» del pájaro,que en el relato es central, y haciendo ver la imposibilidad de decirla. El poema se detiene en elmomento del relato en que las «detonaciones no llegaban a herirme en verdad», pero el relato, encambio, continúa.” (“Notas” 1106)

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una sutil inquietud al comprobar que los otros muchachos se desplazan hacia un lugar

donde no se alcanzaba a ver tarros u otros objetos que pudieran hacer las veces de

blanco. Intenta tranquilizarse: tal vez el tronco de un árbol seco sea el nuevo blanco

escogido. Pero la inquietud se tornará franca angustia ante la evidencia de que la

presencia de ese pájaro posado en la rama ha sido también advertida por sus amigos; un

pájaro que, indiferente a todo, simplemente, miraba:

El pájaro miraba. Pero ¿qué miraba? ¿Qué miraría? La tarde se iba afinando hasta no ser

más, del lado de la mirada del pájaro, que un tejido flotante de penumbras y resplandores.

Pero él debía ver, tras de las lomas cercanas, una ondulación dorada que moría en el cielo,

con los relámpagos extraños de las casitas dispersas y las manchas cambiantes y tenues de

las lejanas arboledas. Debía ver la casa próxima, los árboles próximos, la hondonada ya de

seda, las vacas y los caballos que estaban volviéndose fantásticos allá abajo... Debía ver

todas las cosas que también miraban a esa hora. Había, pues, una relación sutil entre el

ambiente y esa ave silenciosa que miraba desde el extremo de una rama. No, no era quizás

un pájaro, tan puro parecía ser el placer de la visión, del éxtasis. Se hubiera dicho que ni

siquiera miraba las cosas. Miraba la tarde en lo que ésta tiene de trascendente, o de íntima,

de calidad ya espiritual. (“Prosas” 1014)

Este es un momento de intenso dramatismo en esta breve historia: el narrador

asume que el pájaro está perdido, que nada podrá hacer por él. Se suceden una serie de

estampidos: la mira del revólver había inequívocamente encontrado su blanco. Los

primeros proyectiles no lo alcanzan y, ante cada uno de ellos, mientras el pájaro,

inconmovible, seguía mirando (¿qué miraba ese pájaro?), el narrador, inmovilizado,

estupefacto siente que la armonía de la tarde se ha trizado como un espejo roto: “Yo

moría”, se dice, nos dice.

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La cuarta bala fue la que, finalmente, “deshojó aquella delicadísima vida y cayó,

¡ay!, en un despojo de plumas ensangrentadas”. Pero quien resulta, también, herido de

muerte es él mismo, consustanciado, identificado, simbiotizado con la pobre criatura

“asesinada”. El amigo responsable de esa muerte, la del pájaro, era, sin saberlo,

responsable también de la suya, la de ese narrador, alter ego de Ortiz, que queda

atrapado en una antinomia que no alcanza a resolver: el amigo, al que sigue profesando

su afecto, ha matado una parte de sí, pero lo excusa, quizás, el hecho de que,

evidentemente, no puede dimensionar lo que la muerte del pájaro ha generado. Y él, el

narrador, tampoco puede comunicárselo; había sido abatido “el más puro espíritu que

fuera dado al momento encontrar para mirarse, para simplemente mirarse”. El pájaro,

con su sacrificio, había dejado una lección perdurable, definitiva: el ojo que nos mira es

ojo porque ve y no porque es mirado.225 Cuánta habrá sido la intensidad de la mirada de

ese ojo, arrobado por el “hechizo de la tarde”, qué poderoso habrá sido ese hechizo ante

lo contemplado que hizo del pájaro, obnubilado en su propia mirada, presa indiferente

del “silbido rasante de la muerte”.

La indiferencia del pájaro, o la resignación ante su destino, acaso, sugería

González, contrasta con el reflexión que cierra el relato: “Cada vez que recuerdo a aquel

pájaro siento de veras que un plomo me atraviesa en el instante mismo en que la tarde

225 Tal como lo dice, incomparablemente, Antonio Machado: “El ojo que ves no es / ojo porque tú loveas; / es ojo porque te ve” (626). Este notable poema, de acento aforístico, expresa, en palabras deJorge Luis Arcos, “el misterio de la avidez de la mirada: verdadero Eros machadiano”, fórmula másque apropiada para pensar en la poesía orticiana, que asediaría, en palabras de Arcos, “el misterio dela imagen en el espejo –que es el misterio de la percepción poética–: mito de Narciso, tan asediadopor tantos poetas: el sueño o el ensueño del poeta mirando-sé en el espejo del agua de la fuente –aguaque brota de un manantial originario, profundo, oculto, desconocido. Su afán de anegarse en «lasmesmas vivas aguas de la vida», lo inclina a ver no su imagen duplicada en el agua o el espejo –imagen idolátrica– sino lo otro, lo desconocido, pero que acaso guarda el secreto de su alma, en tantola completa, la complementa, como a lo Uno lo Otro.” (“Una metafísica poética” 100)

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adquiere una casi angustiosa perfección de estampa.”.

Se trataría, en suma, de una historia protagonizada por niños (o, aquí, más bien,

adolescentes) y por animales (el solitario pájaro destinado al sacrificio), personajes

“característicos del universo afectivo de Ortiz”, como certeramente propone María

Teresa Gramuglio, a lo que añade:

Los niños, los niños pobres, los animalitos enfermos o abandonados, los niños cuyo único

juguete es uno de esos animalitos: pese a lo que su sola mención haría temer, estos motivos

se nos presentan exentos de todo patetismo sentimental. Por el contrario, y siempre en la

estela de lo que acabo de llamar la mejor tradición romántica –la de los poetas que se

nombran en el poema “22 de Junio” de El álamo y el viento– sostienen el núcleo quizá más

poderoso de la poesía de Ortiz: la visión de una abolición de todas las divisiones, la de un

encuentro de cada uno de los hombres consigo mismo, con los “otros”, con las cosas y con

la naturaleza toda. Una idea poética que, para nombrarla con una palabra tomada del léxico

de Ortiz, llamaríamos de comunión, pensando, más allá de sus connotaciones religiosas y

aun místicas, en los conjuntos semánticos sociales y políticos que ella anima. (990-991)

La mirada de aquel pájaro que conmoviera a un joven Ortiz seguía,

interrogativa, convocando el misterio (el dolor, la maravilla: la poesía) el mediodía de

un viernes a comienzos de ese octubre, inusualmente frío, en la siempre encantadora

ciudad de Paraná.

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303

Un efecto de resonancia

Arturo Carrera, en una conferencia que dictara en 2009 en Madrid, en el marco de un

ciclo llamado “De poeta a poeta”, refiere, de modo seductoramente digresivo, y a la vez

explícito, su arribo a las costas de la poesía de Juan L. Ortiz para, de allí en más, habitar

en ellas para siempre. Podemos conjeturar que el ciclo de disertaciones se habría

planteado como escenificación de un diálogo entre un poeta que tomaba otro como

objeto de su reflexión; un poeta allí presente, esgrimiendo su voz para hacer hablar al

otro, el ausente cuya voz es convocada; o, pensándolo de otro modo, para dejarse hablar

por la voz del otro, para hacerse caja de resonancia de esa voz otra que fluye

autónomamente, haciéndose allí, sin embargo, objeto de apropiación.

El poeta que habla a través del otro, que es quien en ese acto activa el andamiaje

acústico de la voz, frente a aquel, ese tercer actor, el público, que es quien escucha,

remitiría, quizás, a aquella imagen, sutilmente sugerida por Alberto Giordano, en

referencia a la crítica como una variable particular, quizás, de la ventriloquía: la voz

propia que resuena en la cavidad ajena, la voz que disimula su origen en el continuo de

emisión y resonancia propio de la performance del ventrílocuo:226 la voz como parodia,

en el sentido planteado por Giorgio Agamben, no el más literal de “rapsodia invertida”,

como la reversión de un modelo “serio” en un sucedáneo cómico, sino, tomando una

acepción del término procedente del mundo clásico, una noción de parodia referida al

ámbito de la técnica de la ejecución musical, como marca de “una separación entre

226 La crítica entendida, sugiere Giordano, como ese “acontecimiento” que concierne “a la subjetividadde un lector entrenado en los rigores y los placeres de los saberes especializados”, acontecimiento queconviene conceptualizar “en términos de desdoblamiento y no de duplicación”. La operaciónprivilegiada de los críticos consistiría, entonces, en apropiarse de la obra objeto y usarla “coninteligencia”; hacerla hablar “en la lengua teórica e ideológica en la que ellos hablan.” (“Lasoperaciones de la crítica” 33)

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canto y palabra, entre mélos y lógos” 227

Para Carrera, la voz convocada en su conferencia es la de Juan L. Ortiz

(“Juanele”, tal como, en casi todo momento, se refiere el poeta de Pringles al

entrerriano). El título de la conferencia, que devino posteriormente uno de los ensayos,

publicados en el volumen sugestivamente llamado Ensayos murmurados, aporta, con

cierto laconismo, las dos coordenadas estructurales de su andamiaje: una fecha, 1982, y

el nombre del protagonista de la “historia” que se ciñe a ese corte sincrónico, es decir,

“Juanele”. En un recodo de esa suerte de línea del tiempo dibujada en el índice del libro,

localizado en ese 1982, irrumpe la voz de un “Juanele” invocado por el poeta que

escribe su experiencia del encuentro con aquella voz: una voz cuyo caudal será ya para

siempre –así lo entiende Carrera– parte también del caudal de la propia. No obstante,

con los flujos y reflujos de la palabra orticiana, convocada por el poeta de Coronel

Pringles, otras voces también participan de la interlocución; Borges, señaladamente,

Italo Calvino, Harold Bloom, Antonio Machado, Juan José Saer, Héctor Piccoli y otros

tantos. Así como entran en el diálogo otras voces orbitando en torno de la de Ortiz, hay

otros hitos en la cronología, anteriores y posteriores a ese 1982 que domina desde el

título: una crónica, acaso, del encuentro con ese caudal inconcebible que aflora con la

227 Añade Agamben que en la música griega “la melodía debía originalmente corresponder al ritmo de lapalabra. Cuando, en la recitación de los poemas homéricos, este nexo tradicional se corta y losjuglares comienzan a introducir melodías que son percibidas como discordantes, se dice que elloscantan parà tèn odén, contra el canto (o junto al canto). [...] En definitiva, según esta acepción másantigua del término, la parodia designa la ruptura del nexo «natural» entre la música y el lenguaje, laseparación paulatina entre el canto y la palabra. O más bien, inversamente, entre la palabra y el canto.Es precisamente este debilitamiento paródico de los vínculos tradicionales entre música y lógos loque hace posible, con Gorgias, el nacimiento de la prosa artística. La ruptura del vínculo libera unparà, un espacio contiguo, en el cual se inserta la prosa. Pero esto significa que la prosa literaria traeconsigo el signo de su separación respecto del canto. El «canto oscuro» que según Cicerón se escuchaen el discurso en prosa (est autem etiam in dicendo quidam cantus obscurior) es, en este sentido, unlamento por la música perdida, por la pérdida del lugar natural del canto.” (“Parodia” 49-50)

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poesía de Ortiz.

Carrera propone tres categorías críticas, íntimamente afines, imbricadas: la de

canon, la de influencia y la de clásico. Empezamos a entender la estrategia de Carrera:

la teoría del canon de Harold Bloom, ese “arte de la relectura” que es el canon, ese

sistema de inclusiones (las menos) y las siempre notorias y polémicas exclusiones que

promueve el canon (existe el canon “porque somos mortales”,228 sugiere Bloom, y las

lecturas que acoge y que preserva son las que perdurarán tras la antología operada por el

tiempo, apunta Borges229), articula, se interseca, confluye con la de los clásicos; Borges,

con el breve ensayo que cierra Otras inquisiciones propone, quizás, una formulación

ejemplar de la noción de obra clásica, con la proverbial concisión y, a la vez, la siempre

sorprendente productividad categorial de la teoría borgeana.230

Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un

libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo

fervor y con una misteriosa lealtad. (Obras 773).

La constitución del libro clásico se realiza en el acto de la lectura: Carrera presta

particular atención a ese guiño borgeano, retomando, agudamente, lo que con la misma

agudeza Borges proponía; si hay algún atributo definitorio de una obra considerada

228 “Poseemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado. Cada día nuestra vida seacorta y hay más cosas que leer”, sugiere Bloom. Es más, constantemente “nos hallamos en el dilemade excluir a alguien cada vez que leemos o releemos extensamente. Una antigua prueba para saber siuna obra es canónica sigue vigente: a menos que exija una relectura, no podemos calificarla de tal.”(El canon occidental 40)

229 Borges, en el prólogo que escribe para El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, uno de los títulosincluidos en su Biblioteca Personal Jorge Luis Borges, desliza, esta extraordinaria reflexión:“Podemos conocer a los antiguos, podemos conocer a los clásicos, podemos conocer a los escritoresdel siglo XIX y a los del principio del nuestro, que ya declina. Harto más arduo es conocer a loscontemporáneos. Son demasiados y el tiempo no ha revelado aún su antología.” (9)

230 “Teoría borgeana”, decimos, tanto en el sentido de la teoría implícita en la obra de Jorge Luis Borgesasí como en el de la forjada a partir de la lectura crítica de sus exégetas.

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“clásica” lo es el hecho de verse sometida, incesantemente, generación tras generación

de lectores, a la prueba de la lectura. Juan L. Ortiz es un clásico, propone Carrera,

nuestro clásico, no sólo porque una y otra vez el texto orticiano afronta y supera esa

prueba de la lectura (y la de los lectores, que siempre piden más a una obra que les da

aquello que piden), sino porque se trata de una poesía que incluso dobla la apuesta del

lector: lo desafía y lo lleva a los límites (los límites donde el sentido vacila), lo enfrenta,

renovadamente, con lo nuevo, lo incógnito, lo inexplorado. Y ese clásico, este “Juanele”

de Carrera, promueve esa emoción, oximorónica, de provocar, como propone Bloom,

familiaridad y extrañeza a la vez, reivindicando, con ello, su lugar en el canon.

Carrera, reflexionando acerca de los estadios que reconocemos en la recepción

de la obra orticiana (cómo desde una lateralidad absoluta devino objeto de culto, cómo,

correlativamente a la canonización, la lectura resultaba a menudo velada tras los celajes

del mito, cómo el horizonte de sus lecturas se abre y encajona, se delinea y prolifera,

fluyente como el río de la obra), no es ambiguo a la hora de proponer su colocación

canónica:

Juanele fue leído por ese entonces, sólo por la exigua comunidad de sus amigos que lo

cuidaban desde lejos, como en ese aforismo de Foucault: “pensar que alguien está solo es

orar por él”. Él no formó escuelas ni sectas ni pandillas, pero su presencia lejana imantaba,

atraía jóvenes viajeros que lo visitaban y que fueron esbozando el mito. Ahora, por suerte, se

lo ha redescubierto y se lo lee, y es el poeta mayor de la Argentina, y su obra es

incomparable. (77)

El “poeta mayor de la Argentina”. Una obra “incomparable” que fluye, confluye,

influye. Porque la influencia reconoce implícitamente otro fluir que se confunde, se

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reorienta, ya es parte del propio. La influencia de Ortiz (sugiere Carrera, nuevamente

apoyado en Bloom) se manifestaría puntual, hidrográfica y etimológicamente, como un

modo de fluir. Por eso, insistirá, Juanele es un clásico: nunca antes nuestra literatura

conoció un fluir semejante, una escritura que se desliza y no se detiene, las lecturas que

salen y entran en ese caudal (que lo leen, que lo reescriben); ello conforma la

experiencia recuperada por el ensayo de Arturo Carrera: la poesía (su poesía) sólo

resulta concebible en (desde, hasta, fluyendo hacia, confluyendo con) ese río de la

poesía de Juan L. Ortiz.

¿Cómo reconocer un clásico? ¿La obra que resiste el asedio de las sucesivas

oleadas de lectores, como proponía Borges? ¿o el autor que conquista ese lugar en el

canon, que lo ampara de la muerte? Carrera, remitiendo a un conocido ensayo de Italo

Calvino, subraya una de las tentativas “definiciones” propuestas allí por el narrador

italiano; reconocer un clásico sería, acaso, ser sensible a aquello que alude como un

principio o “efecto de resonancia” activado por la obra en cuestión. Dice Calvino:

Creo que no necesito justificarme si empleo el término “clásico” sin hacer distingos de

antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un

efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya

ubicada en una continuidad cultural. (“Por qué leer los clásicos” 17)231

El estatuto de lo clásico resulta, así, aplicable a una obra “contemporánea” (en el

sentido que, nuevamente apelando a Agamben, podemos asignar al término232), una obra

231 Puede consultarse también al respecto el ensayo de J. M. Coetzee titulado “¿Qué es un clásico? Unaconferencia”, en la que el narrador y ensayista sudafricano inicia su escrito entablando un diálogo, noexento de tintes polémicos, con otra conferencia de prácticamente el mismo nombre, “¿Qué es unclásico?”, pronunciada por T. S. Eliot en 1944, en Londres.

232 Esa contemporaneidad, entendida por Agamben como la “relación singular con el propio tiempo, queadhiere a este y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es esa relación con el tiempo queadhiere a este a través de un desfase y un anacronismo. Quienes coinciden de una manera demasiado

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ya localizada en –ya organizando, diríamos– esta “continuidad cultural” de la literatura

argentina, como creemos, con Carrera, ver en Ortiz: sus “efectos de resonancia”.

Calvino, no obstante, no se extiende demasiado respecto de lo que para él serían

tales “efectos de resonancia”. La fórmula, con la sugestiva seducción de lo ambiguo,

parece, no obstante, hecha a medida de la poesía de Ortiz. Más quizás que sus

inflexiones temáticas, que el entramado de su sintaxis, que su geografía, su

escenografía, que su diccionario, podría pensarse en un modo de “resonar” de esa poesía

como lo que la hace, en palabras de Carrera, “incomparable”. Es la cuerda que tañe

interminablemente y que hace del silencio el medio conductor de esa vibración sonora,

que proyecta y prolonga su latido: resuena.

Ese resonar, un efecto que se proyecta en el sintagma, un efecto de contigüidad,

habilita el despliegue de la nota, su proyección; una reverberación que irradia en

círculos concéntricos, impacta y conmueve aquello que encuentra a su paso (aquello que

sale a su paso). Decíamos antes: por el hecho de fluir, se trata de una poesía que influye,

una poesía que recusa el fluir solitario: que celebra la confluencia (hablábamos antes del

ritual de la amistad, indeclinablemente cultivado por Ortiz). Pero también, por su

naturaleza acústica, por su núcleo sonoro que se proyecta y replica, esta poesía que es,

diríamos, sonoridad callada, el instrumento más sonoro del silencio, resuena, en el

sentido dual del término: en tanto nota que ensaya sus infinitas modulaciones y

variaciones para componer la música del poema en el horizonte del sintagma y, también,

en el sentido, propuesto por Calvino, de la inconfundible manera de sonar de una poesía

plena con la época, quienes concuerdan perfectamente con ella, no son contemporáneos ya que, poresta precisa razón, no consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella.” (“¿Qué es locontemporáneo?” 18-19). Volveremos sobre este tópico más adelante.

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que reverbera en otros poetas y en otros poemas, que resuena en medios poéticos no

afines, quizás, en su arquitectura, en su genética, en sus mitologías, en su “relato”, pero

sí, en una sutil, una delicada, una inconfundible manera de sonar.

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El murmullo como método: una poética

Acaso el murmullo sea esa manera de resonar proyectada por la poesía de Juan L. Ortiz.

Murmurar, susurrar, musitar: modos fundadores, actuantes desde los poemas más

tempranos, afirmados en las motivaciones, tanto éticas como estéticas, del maridaje de

la palabra con todas las manifestaciones y experiencias de la vida. Ese murmurar asume

en Ortiz, a menudo, la tonalidad de la oración: “pensar que alguien está solo es orar por

él”, señalaba Arturo Carrera, en referencia a Michel Foucault (77). Ese gesto,

constituyente del poema orticiano, resulta pensable, acaso, en clave religiosa: en la

doble acepción que el término asume en relación con una palabra poética que, por un

lado, celebra la religación gozosa con la naturaleza pero que, en el mismo movimiento,

no deja de orar por todos los seres, por la redención de todas las formas de vida,

solitarias, aisladas, abandonadas a la violencia o la maldad o la indiferencia.

En la portada de su primer poemario, El agua y la noche, Ortiz incluye la

siguiente cita de León Felipe, sutilmente parafraseada: “Mi voz es opaca y sin brillo y

vale poca cosa para reforzar un coro. Sin embargo me sirve muy bien para rezar yo solo

bajo el cielo azul”. Estas palabras cierran el prólogo del poeta español a su libroVersos

y oraciones de caminante de 1920.233 Una voz “opaca y sin brillo”. Una voz que asume

(y reivindica) su propia debilidad y que se pierde entre el murmullo de tantas otra bocas

comulgando en la “la misa de los poetas” (de acuerdo con la fórmula irónica e

233 Transcribo el párrafo final del referido prólogo de León Felipe: “He dicho todo esto sin altivez,porque pienso que lo menos que se le puede pedir a un poeta es que nos diga lo suyo con su verso, yporque solo distingo mejor mi voz que en el canto de los orfeones y no tengo que esforzarla paraponerla acorde con la tiranía de un pensamiento colectivo. Mi voz, además, es opaca y sin brillo yvale poca cosa para reforzar un coro. Sin embargo, me sirve muy bien para rezar yo solo bajo el cieloazul..” (México: Finisterre Editores, 1974).

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incisivamente propuesta por Witold Gombrowicz234); una voz que recusa el histrionismo

de un yo comúnmente en la forja de su propio personaje (es decir, su propio

espectáculo).

Es llamativo –pero no resulta de ningún modo casual– que, a partir de la clave

implícita en la cita de León Felipe, esa voz, inapropiada para engrosar la pluralidad de

tonalidades, coloraturas y matices polifónicos que confluyen en el coro (al que, por lo

general, encontraremos en una locación interior, en el espacio construido, historizado y

codificado culturalmente del teatro o la iglesia),235 sí se muestra útil (“me sirve”) para

murmurar una plegaria solitaria (“rezar yo solo”) en contacto con el entorno natural,

“bajo el cielo azul”, al cobijo de (o abandonado a) esa “intemperie sin fin” que es, para

Ortiz, el espacio atópico, no lugar, de la poesía.

La cita de León Felipe, presente en la edición de 1933, desaparece de En el aura

del sauce y tampoco vuelve a ser incluida, en 1996, en la edición de la Obra completa. Y

la ausencia resulta llamativa ya que resultaría posible vislumbrar en esas palabras del

poeta español una manera fundante de lo que podríamos llamar un método orticiano;

una borradura –que es, también, una huella cuidadosamente disimulada, en los inicios

234 Así lo plantea, provocativamente, Gombrowicz: “Me encontré, pues, cara a cara con el siguientedilema: miles de hombres hacen versos; otros miles les demuestran gran admiración; grandes geniosse expresan por medio del verso; desde tiempos inmemoriales el poeta y los versos son venerados; yfrente a esa montaña de gloria: yo, con mi convicción de que la misa poética se efectúa en el vacíocasi completo.” (13) Y luego añade: “asistimos a un recital poético del mismo modo que a una misa−sin comprenderlo− y sólo cumpliendo un acto de presencia frente a un rito; y porque nos interesa lacarrera de los poetas hacia la gloria así como nos interesan las carreras de caballos”. (22)

235 Martín Prieto escribió al respecto: “En su primer libro de poemas, El agua y la noche, de 1933, en sucarátula, había escrito Ortiz citando a León Felipe: «Mi voz es opaca y sin brillo y vale poca cosapara reforzar un coro. Sin embargo me sirve muy bien para rezar yo solo bajo el cielo azul.». Y lashistorias de la literatura, los esquemas, las muestras, trabajan sobre el coro: un conjunto de voces queinterpreta una misma canción, sea ésta modernista, postmodernista, simbolista, vanguardista, etc. Unavoz disidente no tiene lugar en la convención de la historia de la literatura.” (“En el aura del sauce enel centro” 112-113)

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de la obra– del camino que la obra seguiría. Pero, tal como en un palimpsesto, esa

inscripción paratextual del primer libro, elidida, tiende a reaparecer resignificando la

obra.236

Nuevamente remitimos a Arturo Carrera, para quien murmurar, apoyándose en

la reconocida referencia a Michel Foucault, sería el aproximarse a un origen; el

“murmullo de una indiferencia”, lo indistinto que subyace al lenguaje, antes y más allá

de cualquier parcelamiento de apropiación “de autor”. Habría, propone Carrera, “un

tabique transparente e irrompible” entre el lenguaje y “ese rumor inevitable y

creciente”, sordo y ensordecedor, que espanta y fascina, al mismo tiempo (¿la

“realidad”? ¿el mundo? ¿la vida?). La voz escrita (la voz que se codifica en la escritura)

se sumerge en “ese murmullo de muchas bocas” que llamaríamos lenguaje, literatura,

poesía. El poeta de Coronel Pringles propone (murmura) una “definición”, al modo de

una entrada de diccionario:

“Murmurar: en nuestros días, escribir, nos dice aún Foucault, se ha aproximado

infinitamente a su origen. Es decir, a ese sonido inquietante que, al fondo del lenguaje,

anuncia tan pronto como se estira un poco la oreja, aquello contra lo que uno se resguarda y,

al mismo tiempo, hacia lo que uno se dirige: la muerte. El lenguaje escucha ahora, en el

236 Leamos lo que comenta Alfredo Veiravé en relación con el epígrafe de León Felipe en su libro acercade la poética orticiana: “La poesía es discurso y oración. Aquella opera dentro del lenguaje, ésta,dentro del espíritu. Es significativa la frase de León Felipe que se adelanta al lector a manera deconfesión justificadora en el epígrafe de este libro: «Mi voz es opaca y sin brillo y vale poca cosapara reforzar un coro. Sin embargo me sirve muy bien para rezar yo solo bajo el cielo azul». Estafrase, quizá la única cita externa al poema que se encuentra en todos sus libros, acierta plenamentepara marcar el camino de una poesía separada, personal y ante todo, para justificar su presencia, conel carácter necesario de quien, humildemente, utiliza la palabra en una comunión íntima con elpaisaje. La opacidad y la falta de brillo aludidas por el autor al elegir la frase de León Felipe, es lametáfora de una posición espiritual y literaria. En primer lugar se refiere a la conquista de unbalbuceo apenas musitado, en el fondo de un alma que elige la soledad para comunicarse. En segundolugar presupone, en el campo del texto poético en sí, un alejamiento consciente de las retóricasverbales exteriores que él llamara «el oropel modernista».” (77)

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fondo de su madriguera, ese rumor inevitable y creciente. Y para defenderse es necesario

que siga los movimientos, que se convierta en su fiel enemigo, que no deje entre ellos más

que la delgadez contradictoria de un tabique transparente e irrompible. Es preciso hablar sin

cesar durante tanto tiempo y tan alto como ese ruido indefinido y ensordecedor –más largo

tiempo y más alto para que al mezclar su voz con él se llegue si no a hacerlo callar, si no a

dominarlo, al menos a modular su inutilidad en ese murmullo de muchas bocas y sin

término que pudo llamarse «ensayo».” (Carrera 9)

En ese constancia del murmullo como modalidad resonante del poema orticiano

–¿como método?– podría reconocerse la reverberación de un matiz oximorónico en una

sintonía compatible con la reflexión de Theodor W. Adorno en el marco de lo que

entendemos como su poética del ensayo. Lo “metódicamente ametódico” del ensayo, su

“plan arquitectónico disimulado”237 sería pensable en relación, quizás, con el andamiaje

formal del poema (puntualmente, y en lo que aquí nos atañe, con las formas de la poesía

de Juan L. Ortiz). Algunas líneas arriba remitíamos a otra sugerencia de Arturo Carrera

en relación con una cadencia murmurada que acompaña el vaivén de sus ensayos (sus

ensayos “murmurados”), en los que la inflexión del poeta que escribe sus lecturas

oscila, pendula, en una frecuencia, un ritmo, una respiración afín a la que late en la

escritura poética. No existe una delimitación entre ambos órdenes, entre ambos

“géneros” (el poeta que escribe los ensayos, el poeta que escribe su poesía), sino una

237 Como lo sugiere Jean Starobinski, refiriéndose a Montaigne en el marco de una reflexión acerca de laforma ensayo: “Se ha creído, muy erróneamente, que se puede abrir el volumen de Montaigne encualquier página, y leer dos o tres frases, a pequeños sorbos, siempre con sorpresa y provecho.Montaigne, por el contrario, no es un autor del que se deba aprovechar más que de otros. Cadacapítulo y –Butor lo ha mostrado muy bien– cada libro, y la obra en su conjunto, poseen unaestructura, un plan arquitectónico disimulado [el subrayado es nuestro). Pero en cada página, en cadapárrafo, es verdad, la arista es tan afilada y el golpe tan decidido, que sentimos estar en el tiempo dela partida, del comienzo. Tal es la suerte merecida por los libros cada una de cuyas frases ha sidoescrita con placer.” (38)

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pulsación afín, una manera, un “método” común que torna inescindibles los dominios de

una escritura que desborda los parcelamientos de orden regional-genérico.

Carrera parece ratificar lo que Adorno sostiene en el indispensable escrito de

1958, al que aludiéramos. En relación con el ensayo como modo privilegiado de la

crítica, el filósofo alemán instala el problema de la subjetividad en el centro del discurso

del saber, en una íntima imbricación de los procesos del pensar y el escribir.238

Autonomía formal, apelación al elemento lúdico y el azar, voluntad de estilo

manifestada en la escritura ensayística, entre otros elementos, “hermanan” al ensayo con

la poesía, porque, fundamentalmente, el ensayo es lenguaje y este entramado del

elemento conceptual en una forma que no es en absoluto transparente, instrumental,

meramente explicativa, lo constituye como tal.239

Adorno, apoyándose en la tesis de Georg Lukács (sugestivamente expuesta en

238 Una reflexión acerca de esta tríada subjetividad/saber/escritura, vertebradora del estatuto de la formaensayo, es esclarecedoramente formulada por Silvio Mattoni, para quien el ensayo “sería el génerodonde las pasiones se convierten en saber, donde lo intransmisible del estilo procura alcanzar latransmisibilidad de los conceptos y a través de ellos la verdad de un objeto, en cuya elección tal vezaparezca esa verdad única de cada ensayista, su distinción, su especificidad y su enseñanza.” (Lasformas del ensayo 19-20), para luego añadir, en relación con la discusión acerca de la presuntaautonomía estética del ensayo, lo siguiente: “Si el objeto del arte es producir un efecto de verdad enel orden de lo sensible, una esthesis, el objeto del ensayo sería efectuar en el orden de lo conceptualuna causa posible de aquella esthesis, que tendrá el rango general de thesis históricamentedeterminada. Lo cual no quiere decir que el ensayo no deba aspirar a la autonomía formal; aspiraciónque le dicta su propio objeto.” (21-22).

239 Ahora bien, y en esto Adorno evita toda posible ambigüedad, esta vinculación entre el ensayo y lapoesía encuentra sus límites en el irreductible elemento conceptual que es la materia sobre la que semodela el ensayo. El modo de la exposición ensayística legítimamente puede consustanciarse con lapretensión autonómica de la discursividad artística, lo cual no implica entretenerse en una meraretórica que la desvíe de su foco: las constelaciones de conceptos y teorías que son confrontados en elensayo y puestos a jugar entre sí. Un ensayo, desde esta perspectiva, acompaña el movimiento de laliteratura, lo duplica, lo replica. El ensayo, como plantea otro especialista del tema, el crítico AlbertoGiordano, “se somete a la prueba de la literatura”. (Modos del ensayo 237) Además, el ensayo ostentala convicción de que su provisoriedad (inscrita en el sentido mismo de la palabra), su no acabamiento,es esencial. Es, acaso, constituir a lo leído en una interrogación y darle, a través del ensayo, unarespuesta literaria (como viabilización de un modo de conocer cuya legalidad encuentra sufundamento en la literatura).

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términos metafóricos) postula la indiferenciación (“el murmullo de una indiferencia”

para Foucault) entre ensayo y poesía. Reconocemos entre ambas maneras del discurso

una identidad raigal, una genética común: la “hermandad” que íntimamente las vincula,

de acuerdo con lo que, no sin un sesgo polémico, sugiriera el crítico húngaro en su

trabajo de 1910:

La forma del ensayo sigue sin terminar el camino de la independización que su hermana la

poesía ha recorrido hace ya mucho tiempo, el camino del desarrollo hasta la autonomía

desde una primitiva unidad indiferenciada con la ciencia, la moral y el arte. (32)

Esta “autonomía” a la que alude Lukács es, por supuesto, la autonomía formal

(“la forma: el único territorio de la ciencia”, enfatiza Barthes [“Escribir la lectura”, 39]),

autonomía a la que el ensayo moderno, desde Montaigne, caudalosamente tiende, en el

sentido de desapegarse de una función estrictamente vehicular, discursivamente

transparente, como mera herramienta “objetivamente” exegética.240

Para Ortiz, presumiblemente, el método entrevisto debía ser la “sumersión” en la

materia;241 ensayar la escritura, “metódicamente ametódica”, del largo poema del paisaje

240 Es en las zonas a las que la hermenéutica no llega donde el ensayo muestra su potencia crítica, apartir del recurso a materiales heterogéneos, lo lateral, el detalle, las lecturas desestimadas por latradición, entre otros elementos que escapan a los formatos interpretativos institucionalmentevalidados. Y así como en el ensayo prima una lectura polémica de la tradición, también la relacióncon la teoría y con el método es puesta en entredicho. Citamos, al respecto, lo que, nuevamente,sostiene Giordano: “¿Qué ocurre cuando el ensayo se intersecta con las teorías, cuando se liga consaberes a los que se les supone un alto valor explicativo? Si la fuerza del ensayo es la dominante, laconsistencia de esos saberes se descompone. La lectura deja ver (produce) grietas en las que seanuncia el inminente derrumbe del edificio teórico. Sí, por el contrario, es la fuerza teórica la quedomina, la búsqueda del ensayo se desvía de su errar: se orienta, adquiere sentido. Desprovisto de esa«distracción» esencial que hace posible el acontecimiento de la lectura, el ensayista se transforma enun profesional del reconocimiento: cada vez que se detiene sobre una obra lo hace sólo para glorificaralgún modelo.” (232).

241 Remitimos a la sugestiva reflexión de Miguel Dalmaroni para quien “el modo del contacto o lasumersión, la crítica literaria sería un saber en la literatura y por lo tanto, en rigor, un no-saber, algoasí como un des-saber o una fuga de lo que pudiera saberse. […] Cuando se ha tomado distancia,cuando el que ejerce la crítica se puso fuera de la efectuación del acontecimiento, no hay crítica. Haycrítica cuando uno mismo, devino eso que, perturbándolo, lo sacó de sí, lo puso en experiencia, enocurrencia artística. Cuando uno, usando una figura de Blanchot, ha sido «des-obrado» por la obra,

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(de su paisaje) no era posible, ciertamente, desde afuera y desde lejos. Entre Ríos (todo

lo que ese atópico “Entre Ríos” pudiera significar para él) podría acaso descifrarse a

partir del juego de cadencias, ritmos, reverberaciones y murmullos registrados en ese

“entre”, tal como leemos en un poema de El agua y la noche:

¡Oh, vivir aquí,

en esta casita,

tan a orilla del agua,

entre esos sauces como colgaduras fantásticas

y esos ceibos enormes todos rojos de flores!

Una penumbra verde la funde en la arboleda.

Así fuera una vida dulcemente perdida

en tanta gracia de agua, de árbol, flor y pájaro,

de modo que ya nunca tuviese voz humana

y se expresase ella por sólo melodías

íntimas de corrientes, de follajes, de aromas,

de color, de gorjeos transparentes y libres... (AN 150)

Una melodía hecha del susurro de la corriente, el follaje de algún sauce

meciéndose, la glosolalia de los pájaros. Pero, también los aromas y la paleta de colores,

contribuyen a conformar, en ese murmullo, otra manifestación de la característica

digamos, puesto por la obra fuera de lo que en uno habían obrado la cultura, la civilización, el ordendel mundo, el orden del discurso. Dicho de otro modo, cuando uno ha sido empujado fuera de lasfronteras de «Sujeto», una palabra que yo uso sin el artículo y entre comillas, porque me parece quehay que pensarla como el nombre, para decirlo rápido, de una patraña fundamentalista en torno de lacual se organiza lo que conocemos como modernidad y, entre otras cosas, la posibilidad de lo queconocemos o lo que conocíamos hasta no hace mucho como moral de la ciencia o más bien comomoral cientificista.” (2-3)

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sinestesia orticiana. “La noche murmura como una arboleda”, nos cuenta Ortiz, y un

despliegue coral de gorgoteos, rumores, gorjeos, soplos, silbidos, quejidos de alguna

paloma, las voces que entrama el agua, el aleteo de los pájaros, el bisbisear de las ramas,

en su espiralamiento polifónico, componen la urdimbre sonora del paisaje: una “música

de grillos”, el canto de las chicharras, la melodía que traza la corriente, un “temblor de

monedas”, los “suspiros de los ángeles”...

La figura del coro a que aludíamos antes, adquiere aquí otra connotación; los

campos nocturnos de Gualeguay, “una solemnidad / de giro armonioso, / mágico, /

acompasado de grillos y suspirado de aguas”, son pura materialidad sonora; la voz del

poeta que registra, que entrama, que compagina y transcribe en la partitura del poema

esa profusión, esa desmesura, modula en la frecuencia, espléndidamente monótona, del

bajo continuo que, en un premeditado segundo plano, sostendrá el andamiaje del vasto

poema que es la obra orticiana. Sostener el bajo continuo de la voz, en la frecuencia

sonora del murmullo, de la plegaria y la oración: una manera orticiana de “rezar yo solo

bajo el cielo azul”.

El hálito de Dios los follajes eleva

en un anhelo lleno de susurros.242

242 Todas los fragmentos citados en el pasaje precedente pertenecen a diversos poemas de El agua y lanoche.

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La ciencia del agua

Henri Bremond, inicia su Plegaria y poesía, de 1947, con esta sugestiva reflexión, a

modo de símil:

Permítaseme una comparación familiar. ¿Podemos aprender –lo que se llama aprender– a

nadar? Parece que no. Nadar es soltar pie una vez y este acto de confianza no se enseña ni se

dirige. El agua misma, al sostenernos, justifica la confianza que hemos depositado en ella.

No aprendemos a nadar, pero un día, al promediar la primera lección o al término de la

vigésima, advertimos que a pesar de haber perdido pie no nos hundimos y que, sin caminar,

cambiamos de sitio. Sucede lo mismo en la experiencia poética. En el desarrollo normal del

hombre ocurre que, en ciertos momentos, la razón discursiva cede su sitio a una actividad

superior mal conocida, al principio inquietante, pero que un presentimiento confuso, la

esperanza de no sé qué delicias, le permite entregarse a ella. (11)

Entregarse a las delicias del agua (de la poesía). Abandonarse a la confianza del

agua: navegar (leer, escribir). Nadar. Zambullirse y dejarse llevar por la corriente. En los

cursos de agua, sus derivas, sus ritmos (la crecida, los retrocesos: flujos y reflujos de las

arterias acuáticas), su dirección (hacia el encuentro y la confluencia con otras aguas:

hacia el abismo del mar), conllevan una sabiduría que el nadador reconoce y respeta. El

agua es el elemento al que se entrega quien nada (la confianza del agua); pero esa

entrega, esa confianza debe, a menudo, pactar con la violencia, la hostilidad de las

grandes masas acuáticas, caudales en suspensión, embravecidos, devoradores.

El agua habla distintas lenguas: la de la inmensidad marítima, distancia,

profundidad y oleaje. O la de la quietud de los lagos, que en algunos casos propicia el

chapoteo del estanque y, en otros, remeda la retórica del mar. O la deriva interminable

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de los ríos en la directriz horizontal del agua dialogando con el agua, sintaxis del agua

que asume una lógica de camino, que construye rumbos, que persigue un siempre

improbable horizonte. Esas aguas, sus maneras (retóricas del agua) disimulan un código

que el nadador reconoce. Está claro que no es lo mismo subirse a la cresta del oleaje de

un mar embravecido que, sin embargo, se entrega manso al cansancio de la arena, o

mirarse en el espejo lacustre que, a menudo, falsea una calma que sus profundidades

desdicen, o el espacio demarcado y compartimentado de la piscina, con andariveles de

ida y de vuelta en un discurrir medido y controlado del agua dibujando interminables y

recurrentes círculos. O, claro, la gramática del río, equívoca metonimia del agua, que se

va y que permanece, que nunca deja de ser río cuando, bien mirado, se trata sólo de

agua que fluye.

El agua enseña respeto, abrazo, gratitud; quien aprende (quien detenta ese saber)

nada.

La poesía de Juan L. Ortiz se construyó persiguiendo ese saber del agua, se

asomó a (y se enfangó en) la frontera barrosa de la costa (la recorrió, la mensuró, la

desdibujó), se pasmó ante la sintaxis furiosa de la corriente que llamó “crecida”. En un

medio acuático como el que acoge y funda esta poesía, las brazadas del nadador (como

la estocada de los remos que impulsan la canoa, o los motores, hélices o turbinas de toda

suerte de embarcaciones que escriben, por una vez, para que inmediatamente sean

borrados por esas mismas aguas, sus redundantes caminos de agua) componen una

melodía, un ritmo, un “estilo”.

Cuando aprendemos a nadar,243 se nos enseñan los estilos: crowl, pecho, espalda,

243 En una piscina, en mi caso, que –y valga aquí la autorreferencia–, a diferencia de Juanele, me tocó

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mariposa. ¿Cuál es el “estilo” del nadador Ortiz? Otro nadador, Héctor Viel Temperley

asumió para su poesía el crowl: brazadas desesperadas, respiración sonora, caer y

levantarse, cielo al ras del agua y el terror oscuro del fondo que retrocede ante las

transparencias de la superficie. Esto no es ninguna novedad: el mismo Viel, por otra

parte, en lo que no puede dejar de ser leído más que como un gesto programático, así

tituló uno de sus libros; el nadador Viel asumió la gramática del crowl. Y en Ortiz, ¿cuál

es el estilo? ¿cómo nada Juanele?

El nadador, en Viel, asume una figura angélica; la deriva horizontal del agua,

como viéramos que sucede con frecuencia en Ortiz, toma caminos aéreos. La acción de

nadar toma, además de los propios, los atributos del vuelo; el cielo “rodaba hasta los

ríos como un viento”, verifica Viel, y, correlativamente, bajo el peso etéreo de ese cielo

que se desploma, el nadador se eleva hacia lo alto del modo en que él sabe hacerlo,

nadando.

Y recuerda los días cuando el cielo

rodaba hasta los ríos como un viento

y hacía el agua tan azul que el hombre

entraba en ella y respiraba.

Soy el hombre que nada hasta los cielos

con sus largas miradas. (El nadador 14)

El encuentro de ambos elementos, el aire y el agua, es tan intenso que una

inédita refundación de la materia torna etérea el agua azul “que el hombre / entraba en

nacer en una territorialidad mediterránea.

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ella y respiraba”; esas aguas “que no son más que cielos arrastrados” por un “caído

ángel”.

Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada.

Gracias doy a tus aguas porque en ellas

mis brazos todavía

hacen ruido de alas.

El nadador, ese ángel entregado a las aguas, “se sostiene vibrante, / como en

medio del aire”. De esta confusión del medio terrestre y el aéreo (esta hibridación de

“las raíces” y “el cielo”) nos hemos ocupado en diversos momentos de este trabajo; es

notable como este despliegue “vertical” del nadador que propone la poesía de Viel

remite a una zona intermedia de la poesía de Ortiz en que la solidez del anclaje terrestre

vacila y el aire se densifica. Planteado el interrogante acerca de las maneras del

deslizamiento acuático de la subjetividad que habla en la poesía de Ortiz, en el asedio de

una respuesta tentativa, emergería una evidencia perturbadora: no hay (no habría) tal

subjetividad que se hunda en las aguas, y las surque, ya que los cursos acuáticos

adoptarían una radical autonomía respecto del sujeto que mira ese desplegarse de las

aguas desde alguna ribera, desde algún promontorio, desde algún emplazamiento

próximo a la escena del discurrir acuático.

El río se desanda en su circular y rítmico transcurrir (porque el río está hecho

esencialmente de tiempo: transcurre): se nada, en la autorreferencialidad de su gesto

inmemorial. Una subjetividad difusa, animizada, guía el fluir de las aguas y, por ese

acto, ordena el mundo a su alrededor, cuyo origen y cuya culminación estarán en esas

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orillas que enmarcan su fluir. El Gualeguay es, quizás, el ejemplo más categórico en ese

sentido; el río, nadándose, es el narrador de una historia que el poeta, intérprete de su

lengua rítmica, decodifica y transcribe. O mejor, reescribe. Es que entre la lengua del río

y la del poeta emerge una lengua sincrética: el artificio (como enseñara Shklovski y,

mucho antes, Aristóteles) que, en suma, se conforma en todo lo que llamamos arte.

Pero hay otra consecuencia, no menos sorprendente, en estas maneras

autónomas del río orticiano, que fluye nadándose: nuevamente acudimos a “Fui al río”.

Recordemos: el sujeto poético reconoce en el diálogo entablado por el río con los

árboles una lengua cuyo código le resulta incomprensible, cifrado. El sujeto, en la

escena del poema, se acerca al río (se acerca: no se hunde en él, no lo nada). Se

evidencia una brecha, un abismo, hasta que la situación asume un correlato

sorprendente: el sujeto no logra nadar el río; es nadado por él.

De pronto sentí el río en mí,

corría en mí

con sus orillas trémulas de señas,

con sus hondos reflejos apenas estrellados.

Corría el río en mí con sus ramajes.

Era yo un río en el anochecer,

y suspiraban en mí los árboles,

y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.

Me atravesaba un río, me atravesaba un río! (AI 229)

Cabría, entonces, reconocer en la poesía orticiana una inversión de los modos de

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interacción entre el hombre y el agua244: el sujeto, que no deja de nadar, se deja, a su

vez, recorrer a nado: el agua que lo desanda y lo transita, lo atraviesa, lo configura como

cauce de su mismo fluir.

¿Y cuál es el estilo? Ortiz lo sugiere en uno de los poemas de La brisa profunda:

El agua ahora se pliega, amigos, en lentos pliegues

que se abren con dulzura de flor, nueva y celeste...

Y no hay nadie sobre la ribera...

Nadie sobre la ribera, amigos... (BP 436)

Pliegues, repliegues y despliegues del agua. El río es un nadador virtuoso que se

abre y se cierra, en un lento y recurrente movimiento, sobre sí mismo. La presencia

humana es ajena a esa danza, queda excluida (no hay “nadie sobre la ribera”). El

maridaje del elemento líquido y el etéreo nuevamente aquí se comprueba ya que el

sujeto poético que transcribe esa lengua actuante en el río que se nada, testimonia que la

dicha de las figuras dibujadas en el agua “gana el aire”: el aire también es nadado, así

como “las ramas y las hierbas que tiemblan”. Todo ello sucede arriba, y alrededor;

mientras, abajo, “corre un escalofrío lila de jacarandaes...”.

Las riberas, inicialmente habitadas por nadie (un “nadie” que, por cierto, no

considera la presencia panóptica del sujeto poético, que observa y transcribe) de pronto,

sin transición, muestran, en sus barrancas, una multitud (sugerida por el “todos” que

244 Señalábamos en otro momento de este trabajo que el paisaje orticiano, “problematizando, acaso, elsimbolismo de la fluencia horizontal del río (ese río «que no terminaré nunca de decir», nos recuerdaJuanele en uno de sus últimos poemas), sin dejar de derramarse en la deriva sintagmática (dada laimpronta «acuática» de su trazo poético), anuda, asimismo, una trama en la que el arriba y el abajo,por momentos, se invierten, se confunden, se simbiotizan.” (209-210)

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aludiría a la muchedumbre convocada por la dicha del río):

Pero la dicha que gana el aire es tal, creedme,

que os veo a todos sobre la barranca, asidos de la mano,

contra la luz de esa sonrisa

que es la misma de vuestro anhelo con las ramas y las hierbas que tiemblan...

—Allá abajo también, corre, corre un escalofrío lila de jacarandaes... (BP 436)

“Todos” son convocados a ese “baño puro” de la alegría de las aguas nadando el

paisaje (así como, en otro momento –en todo momento–, las colinas-niñas danzaron de

río a río ante la mirada, atónita y maravillada, del sujeto que esgrime la voz en “Las

colinas”). Todos ellos –todos nosotros–, “asidos de la mano”, sobre las barrancas que

enmarcan el río, sobre “las azucenas de los campos”, comprobarán (comprobaremos)

cómo la alegría del agua –la ciencia del agua– moja y extingue por y para siempre “la

pesadilla de los otoños quemados”: habremos, finalmente, aprendido a nadar las aguas

tumultuosas de este mundo.

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325

Contemporaneidad y anacronismo en la poesía de Juan L. Ortiz

“¿Qué es ser contemporáneo?”, se preguntaba en cierta ocasión Giorgio Agamben.245 La

pregunta recorre el problema de la relación del poeta, del artista, con el propio tiempo;

una relación que, lejos de entenderse como transparente y pacífica, revela la insistencia

de la opacidad, el conflicto, el desajuste. El tiempo que a cada uno le es dado vivir,

cubierto con la pátina neblinosa de la ajenidad, disimula en su proximidad una patencia

e inmediatez que no sería tal. La sensación de haber llegado demasiado tarde –o

demasiado temprano– al propio tiempo, lo cual podría ser percibido como una anomalía

se asume, en realidad, como la manera más genuina de asumir la vivencia del presente,

una experiencia signada por la asincronía, en tanto desajuste o desacople con el ahora,

quizás, por la perpetua reinstalación de un “presente reminiscente donde el pasado no se

rechaza ni se hace nacer, sino que simplemente vuelve como anacronismo” (Didi-

Huberman 353). A ello se refiere Agamben en los términos que siguen:

Pertenece en verdad a su tiempo, es en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la

perfección con este ni se adecua a sus pretensiones, y entonces, en este sentido, es inactual

[el subrayado es nuestro]; pero, justamente por esto, a partir de ese alejamiento y ese

anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo. (Agamben “¿Qué

es lo contemporáneo?” 18)

El poeta es quien, entonces, en esa brecha, ciertamente riesgosa, de su tiempo

como coyuntura (o “vértebra”,246 manteniendo la figura utilizada por el filósofo italiano)

245 En ocasión de la lección inaugural del curso de Filosofía Teórica 2006-2007, dictado en la Facultà di Arti e Design del Istituto Universitario de Architettura di Venezia.

246 Agamben toma el término de un poema de 1923 del poeta Ósip Mandelshtam, nacido en Varsovia entiempos del Imperio Ruso, titulado “El siglo” (que también, se aclara, podría traducirse “La época”,en razón de las distintas acepciones de la palabra viek), del cual se transcriben varios fragmentos enla segunda sección del ensayo. Así se inicia el poema: “Siglo mío, bestia mía, ¿quién podrá / mirar entus ojos / y soldar con su sangre / las vértebras de dos siglos?” (19).

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con el tiempo que lo precedió y con el otro hacia el que se dirige, se enfrenta a aquello

que de manera intempestiva nos instala en ese presente –éste, el único, el que nos toca–

para reconocer, en la fisura instalada entre el hoy que escamotea el código y las cenizas

del ayer o la utopía de un mañana, la dolorosa certidumbre de la propia

contemporaneidad.247

Varias décadas antes de Agamben, el crítico checo Jan Mukařovský, en su hoy

insoslayable ensayo de 1936 “Función, norma y valor estéticos como hechos

sociales”,248, enfrentó la misma preocupación planteada por Agamben aunque colocando

el foco de su reflexión en lo que llamó “el valor estético objetivo del artefacto artístico”.

Tal vez, el meollo de la teoría de Mukařovský podría situarse en la noción de la obra de

arte como signo artístico, cuyo “significante” sería lo que él llamó el “artefacto

material” (la obra en su materialidad física, presumiblemente perdurable y resistente al

eslabonamiento de los diferentes períodos históricos) y, conformando la otra cara del

signo dual, el “significado”, constituido por la instancia receptora que conforma el

247 Agamben cita a Barthes, quien, leyendo a Nietzsche, resume: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”(17). Ello en referencia a sus Consideraciones intempestivas en la que el filósofo alemán intenta fijarposición en relación con los dilemas de su propio presente. Lo “intempestivo” de estasconsideraciones nietzscheanas se reconocería en el intento de “entender como un mal, uninconveniente y un defecto, algo de lo cual la época, con justicia, se siente orgullosa, esto es, sucultura histórica, porque pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia y deberíamos,al menos, darnos cuenta de ello”. (18)

248 En relación con este escrito, fundador y emblema del llamado estructuralismo checo, Emil Volek, enel marco de la valiosa antología publicada como correlato de diversas investigaciones desarrolladasen la Universidad Nacional de Colombia, refiere lo siguiente: “Función, norma y valor estéticoscomo hechos sociales es una obra temprana clave, porque en ella Mukařovský se propone «presentarun bosquejo sistemático del concepto propio de algunos problemas fundamentales de la estética». Elautor la escribió en dos tiempos, entre 1935 (función y norma) y la mitad de 1936 (valor). Aunquecrea una unidad innegable, la primera parte refleja todavía más la ortodoxia heredada del Formalismoy del vanguardismo, mientras que la segunda se apoya sobre la recién estrenada semiótica del arte y,sorprendentemente, pone en tela de juicio a aquélla. Mukařovský conceptualiza este fascinante«anverso y reverso» del método como miradas desde fuera y desde adentro sobre el hecho artístico.Como si hubiera leído a Derrida, lo de «fuera», lo «externo», o sea, los valores extraestéticos,constituyen la fibra misma de lo de «adentro», de la factura del hecho estético.” (120)

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327

“objeto estético”.249

El objeto estético, entonces, debe su estatuto al acontecimiento no serializable

(aurático) propiciado por la instancia receptiva, acaecida en determinado emplazamiento

espacio-temporal. Es por ello que, asediando el problema del posible valor

independiente del artefacto artístico,250 el crítico checo propondrá que la obra en

cuestión –es decir, el sistema de valores extraestéticos por ella vehiculizados– debería,

deseablemente, sostener un equilibrio, tenso e inestable con los valores sociales

vigentes: allí estaríamos frente al caso en el cual se cumple el postulado del “valor

estético independiente”.251

Es que, sostiene Mukařovský, si las concordancias del sistema de valores de la

obra con el de la época prevalecen, el efecto de la obra se debilita, se automatiza

rápidamente al carecer de potencial para desafiar la instancia receptora; y cuando, por

otra parte, son las contradicciones las que predominan y la obra se sustrae radicalmente

a la axiología corriente, se produce, acaso, una brecha irremontable que clausura el

acceso a la obra (o, dicho en términos de Agamben, se produce un desajuste anacrónico

249 Otro de los pilares fundamentales de la teoría estética de Mukařovský, además del artículo yareferido, es “El arte como hecho semiológico”, en el cual, propone Jorge Panesi, “traduce el signosaussureano al plano de la estética: el significante (signans) será el soporte material que aquídenomina «obra-cosa» (y en otros lugares «artefacto»); el significado (signatum) pasa a ser el «objetoestético» (terminología que retoma de Brøder Crhistiansen). El objeto estético, a su vez, es unaconstrucción regulada por un componente sociológico, «la conciencia colectiva», un constructoteórico que Mukařovský ha encontrado en Émile Durkheim, y a quien no cita. El significado de laobra artística depende de la actividad de esta conciencia colectiva, variable en el tiempo y en elespacio social (según los distintos grupos y clases sociales). Notemos que esta semiología es, a la vez,y de manera inmanente, una sociología del arte.” (“Apostillas” 117).

250 El artefecto material supone para Mukařovský la única dimensión asequible del signo artístico ya quela instancia de las sucesivas recepciones que configurará sendas y singulares realizaciones del objetoestético, resulta inapropiada por su variabilidad no mensurable.

251 Dice Mukařovský que ello sucederá en tanto “las concordancias como las contradiccionescondicionadas por la configuración del artefacto artístico material sean poderosas pero que semantengan en mutuo equilibrio” (105).

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328

que proyecta la obra hacia un futuro en que pueda forjarse el receptor que en el presente

parecería no hallarse).

Esto parecería ser apropiado para un Ortiz que comenzó a ser leído seriamente

mucho tiempo después del momento de la forja silenciosa del artefacto consolidado con

el fluir de su escritura poética. ¿Cuál sería el estatuto temporal de esa poesía? ¿cómo

interpela el sistema de valores del tiempo y el espacio en que se emplaza y transcurre?

¿cómo se entiende su modo de ser contemporánea? O, mirando la moneda por el

reverso, ¿dónde situar la radical anacronía que la sesga? Los dos términos subrayados

enfatizan el particular ajuste, acoplamiento o encastre de planos y niveles distantes que

produce la poesía de Ortiz (una distancia que es, también, de tiempos). El uso, por

ejemplo, de la segunda persona del plural, que introduce una forma en ruptura con el

español rioplatense validado, sin discusión, por el canon de la literatura argentina

“contemporánea”, coexiste con, entre otras particularidades, el apego a un breve pero

recurrente glosario de términos franceses que sustituyen las respectivas palabras

españolas por razones de estricta eufonía,252 todo ello detonando en una escritura en

progresiva deconstrucción del orden sintáctico del español corriente, no sólo del

hablado por Ortiz y sus contemporáneos (y, claro, por nosotros mismos) sino también

del recuperable en el fraseo o el diccionario o las preocupaciones teóricas o estéticas

que hegemonizan el sistema literario en el cual, de manera calladamente disruptiva

252 Consultado por Juana Bignozzi, en el marco de la entrevista ya referida, en relación con su frecuenteutilización de términos en francés, tales como reveries, féerie, elan, Ortiz responde: “Féerie, porque lapalabra magia para mí estaba muy desmonetizada. En vez de reverie podría usar la palabra ensueño,pero me ha parecido más significativa la palabra francesa. Como toda palabra francesa, eso es lo quetiene de bueno y de malo, es más cernida, más elaborada. La palabra magia me parece muy vaga.Empleo elan en vez de impulso porque esa palabra me parece una palabra casi de mecánica natural,en cambio elan tiene una connotación de mayor sentido vital.” (25)

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(valga el oxímoron), su poesía interviene.

Tal vez, el modo de intervención orticiano en los debates que le son

contemporáneos, tenga que ver con una lógica de la pregunta que responde,

preguntando a su vez, a los interrogantes sin respuesta del propio tiempo. Ante la lógica

asertiva del mandato del tiempo (y el interrogante de cómo responder a ese mandato) la

respuesta de Ortiz es una nueva pregunta que desplaza el lugar de la respuesta hacia un

futuro que asumiría, acaso, el anacrónico rostro de una Arcadia que reescriba la

oscuridad del presente.253 Recordemos algunos versos de un poema central en el

sistema orticiano:

Ah, mis amigos, habláis de rimas

y habláis finamente de los crecimientos libres...

en la seda fantástica que os dan las hadas de los leños

con sus suplicios de tísicas

sobresaltadas

de alas...

Pero habéis pensado

que el otro cuerpo de la poesía está también allá, en el Junio de crecida,

desnudo casi bajo las agujas del cielo?

253 Recordemos la cristalina reflexión de Héctor Piccoli y Roberto Retamoso en relación con el particularvaivén de la frase orticiana, en tanto aserto que se desdice trocándose en pregunta, ya referida en elcomentario que dedicáramos a La orilla que se abisma: “Entre los recursos del poetizar de Juanele,hay un procedimiento característico, que consiste en elidir el signo de apertura de la interrogación.Esa elisión, unida generalmente a la falta de inversión verbal, hace que el comienzo de la preguntaresulte imperceptible y que sólo pueda leerse como tal retroactivamente, a partir del final. Un primermomento, entonces, progresivo, que sigue la linealidad de la secuencia en que leemos aparentementeun enunciado aseverativo; y un segundo momento, retroactivo, en que la emergencia del signo «?»resignifica la leído, en tanto interrogación”. (Piccoli; Retamoso 71)

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330

Qué haríais vosotros, decid, sin ese cuerpo

del que el vuestro, si frágil y si herido, vive desde “la división”,

despedido del “espíritu”, él, que sostiene oscuramente sus juegos

con el pan que él amasa y que debe recibir a veces,

en un insulto de piedra? (RC 533)

Las estrofas citadas, desarrollando una tópica que gira alrededor del motivo del

cuerpo, confronta “el otro cuerpo de la poesía” con el cuerpo carnal, expuesto a la furia

de los elementos (el “Junio de crecida”), el cuerpo desnudo, golpeado por las diversas

maneras del agua, no sólo desencadenadas en su deriva horizontal (el río que crece) sino

también desde el eje vertical (las lluvias de junio que caen como estiletes, o agujas, del

cielo). Este cuerpo, el cuerpo social, es el que, con su trabajo, sostiene el otro, el

“poético”, envuelto en sus ropajes de seda. Hay una tributariedad del “frágil y herido”

cuerpo de la poesía respecto de aquél otro cuerpo del trabajo, separado del “espíritu”,

después de esa división que es la marca más palmaria de la injusticia (el cuerpo

colectivo excluido de los juegos del espíritu). El desfase entre ambas corporalidades

metaforiza, acaso, la brecha de los tiempos que se empantanan en el presente. Ese

presente, oscurecido por lo que el poeta llama “la división”, mira hacia esa, en

apariencia, contradictoria Arcadia del futuro. Ortiz, como contemporáneo de su tiempo,

sabe (lo ha sabido siempre) que la luminosidad futura sólo será posible a partir de un

obstinado e irreductible plantar cara a la oscuridad del hoy.

Es que, como nuevamente propone Agamben, la mirada del contemporáneo no

se dirige hacia las luces de su época sino hacia la oscuridad que refracta: porque, para

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331

todo aquel que asume la propia contemporaneidad, todas las épocas son oscuras:

Puede llamarse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz

de distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Con esto, sin embargo, aún no

hemos respondido a nuestra pregunta. ¿Por qué debería interesarnos poder percibir las tinieblas

que provienen de la época? ¿Acaso la oscuridad no es una experiencia anónima y por definición

impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y no puede, por lo tanto, incumbirnos? Por el

contrario, contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le

incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se dirige directa y

singularmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que

proviene de su tiempo. (22)

Parecería ser que tras la engañosa transparencia que supondría la inmediatez del

presente, anida una opacidad constitutiva que le cabe al lenguaje de la poesía registrar.

Las luminosidades, incandescencias, brillos y resplandores de la época componen una

paleta seductora (más aún en estos tiempos de visualidad exacerbada y hedonismo

cromático en la comunicación) que descansa, no obstante, en una oscuridad sin código.

Sería el poeta, entonces, quien, eludiendo el deslumbramiento de la época,

asumiendo la inasibilidad de un presente que no es otra cosa que la luz confusa

resultante de la refracción de ese “haz de tiniebla” del tiempo, asume la tarea de, como

se dice habitualmente, poner “negro sobre blanco”: el negro de la palabra impresa sobre

el blanco de una página que asume, en esa omnisciencia del color (del color blanco) la

fisonomía del vacío y de la pregunta; o el blanco que es la claridad de lo luminoso cuya

transparencia, por cierto, opera como membrana que potencia e intensifica los colores.

En el diálogo de lo negro de una oscuridad que, bien mirado, es la suma de todos los

demás colores y, más que su abolición, sería el éxtasis de lo cromático, y lo blanco, que

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332

supone su pregunta y también su respuesta, descansan los principios de todo

cromatismo.

Acaso, en la trama de la discusión entablada entre lo oscuro y la claridad que lo

asedia, Juan L. Ortiz, como contemporáneo de su tiempo, promovería esa particular

refracción por la que los “haces de tiniebla” que anegaban su mirada atónita, no

obstante, tienden a transmutarse en íntima luz. En ello descansaría, acaso, la

formulación tópica de la ecuación de la opacidad postulada como constitutiva del

discurso de la poesía (esa pátina que rarifica la membrana cromática cual engañosa piel

de la época): a contrapelo de la transparencia comunicacional de la koiné mediática, esa

reivindicación de lo opaco sería, quizás, la marca de su genética inactualidad, del radical

anacronismo de ésta y de toda poesía.254

No hay, quizás, emblema más palmario, más transparente de esa inactualidad de

la poesía de Ortiz que la figura del río: lo que pasa (que ya pasó) pero que sigue

estando; ese río opaco (el río marrón: el Paraná) que no deja de proyectar su haz de

tiniebla en la poesía de Ortiz. Un texto de su último poemario recupera esa lógica:

Un río...

o la iluminación, más bien, del efluvio del “huésped”

al lechar, aún, su vía...

254 AL respecto, Alicia Genovese, en concordancia con aquello a lo que tantas veces hemos aludido enreferencia a la escritura orticiana, plantea que la poesía, “en su práctica, en su hacer desplazado,recupera el silencio, como si fuese un grado cero de lo dicho, y, a la vez, ese silencio necesita elregreso a un grado cero de la normatividad lingüística. Un vacío creado para encontrar el propioritmo, la propia sintaxis, la puntuación dentro de la cual respirar y el tono, esa cámara de resonanciade la subjetividad. En ese silencio, en esa introspección radicalizada, en esa mudez, la inactualidaddel discurso poético frente a los otros discursos. Frente a la valoración social de la elocuencia, lapoesía acepta la mudez.” (Genovese 17)

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Un río...

y unas venillas de flauta por las que no deja de morir

un tiempo que, sin embargo, no era.. (OA 823)

El río (y la poesía) como “un tiempo que, sin embargo, no era”: el tiempo del

río, el tiempo del contemporáneo. Es el río que, como propone Didi-Huberman,

vehiculiza un “pensamiento del origen” y que no tendría que ver con una reminiscencia

nostálgica del pasado sino que se proyecta como la confluencia fecunda “del Ahora con

un Otrora inesperado, reinventado” (357), y que, también, por ello mismo, signa el

presente como arcaico en tanto “próximo a la arché, es decir, al origen” (Agamben

26).255 No obstante, ese río que “no era”, es, asimismo el río borgeano “que me arrebata,

pero yo soy el río” (Borges Obras 771), es el río que perpetuamente testimonia, en su

deriva incesante, la evidencia de un futuro, algo hacia donde confluir: un origen; el más

allá (el más acá) de todas las cronologías.

255 Transcribo las iluminadoras palabras de Agamben que enmarcan la cita precedente: “Esta especialrelación con el pasado tiene asimismo otro aspecto. La contemporaneidad se inscribe, en efecto, en elpresente, signándolo sobre todo como arcaico, y sólo aquel que percibe en lo más moderno y recientelos índices y las signaturas de lo arcaico puede ser su contemporáneo. Arcaico significa: próximo a laarché, es decir, al origen. Pero el origen no se sitúa solamente en un pasado cronológico: escontemporáneo al devenir histórico y no cesa de operar en este, como el embrión continúa actuandoen los tejidos del organismo maduro, y el niño, en la vida psíquica del adulto. La distancia y, a la vez,la cercanía que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esa proximidad con el origen,que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente”. (“¿Qué es lo contemporáneo?” 26)

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334

Suspensividad e inminencia del saber en la poética orticiana

Miguel Dalmaroni, en el marco de una consideración, a la cual aludiéramos en el

umbral de este trabajo, en relación con el problema del saber entramado con la

experiencia literaria (particularmente escenificado en la lectura crítica), proponía partir

de la siguiente pregunta: ¿qué se sabe en la literatura?. Es decir, ¿qué aprendizajes

vehiculiza?, ¿cómo se procesa la experiencia o, mejor, en qué medida la experiencia

literaria valida recorridos de saber autónomos? Es la crítica como institución, claro está,

la encargada de instrumentalizar esos accesos al saber de la literatura y para ello,

precisamente, se reconocen dos protocolos modélicos conducentes a la aproximación

crítica: lo que él llama, por un lado, el “modo de la distancia” y, por otro, el “modo del

contacto” o de la “sumersión”. Estaría claro, en ese sentido, que la manera dominante

propiciada por las teorías críticas que hegemonizaron el campo de los estudios literarios

a mediados del siglo pasado, se habría consustanciado con el primero de esos modos y

correspondería, en palabras de Dalmaroni, a “un saber técnico o descriptivo acerca de

las formas o de la literatura como máquina o artefacto”, todo ello en el marco de lo que

él entiende como momento “cientificista”, “teoricista” o “lingüisticista” (expresión esta

última acuñada por Analía Gerbaudo):

El modo de la distancia es algo así como un nombre que yo le pongo a un lugar común

según el cual la noción misma de “crítica” está articulada precisamente con la toma de

distancia, con un imperativo casi moral que insta a tomar distancia. No me refiero a una

toma de distancia respecto de los lugares comunes, de las ideas prefijadas o los

preconceptos acerca de la cosa, sino a la toma de distancia respecto de la cosa misma,

digamos por ahora, en este caso, la literatura. Este lugar común suele estar asociado a la idea

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de que la literatura es un “objeto de conocimiento”. (1-2)

El otro protocolo crítico, el de la sumersión o el contacto, admitiría un

paralelismo con el doble movimiento que reconocíamos en referencia a la escritura

orticiana en tanto que registro cartográfico de una territorialidad esquiva y desmesurada

que, a su vez, habilita una lectura crítica de la obra poética que se asume como mapa

del mapa. La crítica literaria como metacartografía, digámoslo así: a la sumersión de la

voz autoral en el territorio que dispone la materia para que, a partir de la experiencia en

el contacto sostenido con los ríos, campos y colinas de ese Entre Ríos orticiano, le es

correlativa, en la lectura crítica dispuesta (como dispositivo o suplemento de la obra, en

el sentido derrideano del término), transitada por esas mismas aguas (como el sujeto de

la voz poética asume en determinado momento saberse atravesado por el río: ser

propiamente ese río, agua fluyente de esas aguas que, asimismo lo surcan

interminablemente),256 la inmersión del lector que escribe esa lectura en esos caudales

de los ríos que demarcan, bañan, parcelan, compartimentan el “país del sauce”, ese país

“entre ríos” que transcribe o codifica la escritura poética; ello conllevaría alguna posible

conformación del conocimiento que la obra promueve (un conocimiento construido por

la obra): un saber de la obra, acerca de la obra, pero también un saber en la obra, por

ella y desde ella propiciado.

Una episteme poética se pone en marcha cuando se explicitan la voluntad y el

deseo (fallidos) de comprender “qué decía el cielo vago y pálido”, nimbando el curso

imperturbable de ese río. “Quería comprenderlo, / sentir qué decía el cielo vago y pálido

en él / con sus primeras sílabas alargadas, / pero no podía.” (AI 229), dice la voz

256 Remitimos, nuevamente, a “Fui al río...” (AI 229)

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enfrentada a la críptica semiótica del río. El saber del río (el saber del país del sauce)

reconoce su primer emplazamiento en, justamente, la ausencia de todo saber: un saber

que, como el agua, fluye inapresable, que pasó y que ya no está. El saber emerge

(correlato epistemológico de la sumersión referida) aferrado a una certeza inicial: la del

saber de lo que no se sabe, tal como la oquedad que, paradojalmente, propicia la

arquitectura de formas que se sobreimprimen a ese centro hueco del poema; un saber

que ostenta, también, su propia oquedad, su disponibilidad, la ausencia de respuesta a

las preguntas en la insistencia de su interrogación y en la búsqueda obstinada de

respuestas que se delinean preguntando a su vez.

Michel Foucault, en uno de sus textos, la primera de las cinco conferencias

reunidas en La verdad y las formas jurídicas, aborda el problema del saber –el problema

del acceso a lo que pugnamos por conocer–, en diálogo con varias escritos

nietzscheanos. La proposiciones tomadas de Nietzsche, no poco polémicas muchas de

ellas, y remarcadas asimismo por el énfasis también polémico de Foucault, se apoyan en

una certidumbre desmitificadora respecto de un difundido topos pedagógico en relación

con el “placer” inherente a todo aprendizaje, ya que

no hay en el conocimiento una adecuación al objeto, una relación de asimilación sino que

hay, por el contrario, una relación de distancia y dominación; en el conocimiento no hay

nada que se parezca a la felicidad o al amor, hay más bien odio. Y hostilidad: no hay

unificación sino sistema precario de poder. (La verdad 27)

Discutiendo una noción de conocimiento entendido en una lógica de acopio

interminable de saberes, que conllevaría una recompensa a modo de gratificación en

razón de la fusión con las formaciones intelectuales que conforman el “objeto” de tal

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337

proceso de saber (observaciones fácticas del mundo, códigos, diccionarios,

vademécums, etc.), dispuestas (como lo están, por otra parte, todos los recursos y

riquezas de la tierra) para ser tomadas y sumadas al acervo de quien los toma, tornando

más “sabio” a ese “sujeto” (es decir, más apto, mejor dispuesto y pertrechado para

enfrentarse a la inestabilidad, las carencias y precariedades de la vida), Foucault,

hablando por boca de Nietzsche, deriva la reflexión en una dirección inquietante y

abismal:

[…] el conocimiento es al mismo tiempo lo más generalizante y lo más particularizante. El

conocimiento esquematiza, ignora las diferencias, asimila las cosas entre sí y cumple su

papel sin ningún fundamento en una verdad. Por ello, el conocimiento es siempre un

desconocimiento. Por otra parte, es siempre algo que apunta, maliciosa, insidiosa y

agresivamente, a individuos, cosas, situaciones. Sólo hay conocimiento en la medida en que

se establece entre el hombre y aquello que conoce algo así como una lucha singular, un tête-

à-tête, un enfrentamiento. Hay siempre en el conocimiento alguna cosa que es del orden del

enfrentamiento y que hace que ésta sea siempre singular. En esto consiste su carácter

contradictorio tal como es definido en unos textos de Nietzsche que, aparentemente, se

contradicen: generalizante y singular (31).

El acceso al conocimiento, lejos de presentarse como una empresa de armónica

convergencia entre el sujeto que asedia eso que llamamos “saber” y ese saber en tanto

objeto (lo que es factible de saberse de la “realidad”), asumiría, paradójicamente, la

forma de la lucha y el combate, un agón dialéctico que enfrenta al sujeto carente y, por

ello mismo, deseante, a un objeto que crispa sus defensas y resistencias; de esa

contienda emergería el sujeto cognoscente, el sujeto que no sabía y que ahora, acaso, ha

iniciado el recorrido del saber (a cambio, claro, de haber dejado, acaso, jirones de vida

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en la batalla).

Y si, como sugiere oximorónicamente Foucault, el conocimiento “es siempre un

desconocimiento”, la poética de Juan L. Ortiz postularía, quizás, un saber de lo no

sabido pero que está a punto de saberse, un saber de lo inminente: de aquello que está

gestándose en la escena de la escritura para que la poesía, asumiendo diversas

estrategias, lo registre. Leamos a García Canclini hablando (parecería) de Ortiz:

Se llega a ser artista y escritor aprendiendo a tratar con lo que es como si pudiera no ser y

con lo que no es como si pudiera llegar a ser. [...] esta experiencia de lo inminente, donde

ocurre el acontecimiento literario, rastreable también en el arte y la literatura de otras

épocas, muestra cambios históricos. El acto de escribir es un movimiento en apariencia

solitario, pero que puede enunciarse como dificultad de sobrevivencia, en ocasiones lucha

por la significación, en otras vértigo ante lo que desaparece (García Canclini 19-20).

La inminencia de la mañana plena se palpa en el alba “que sube” hacia el sol

radiante, o la noche, su proximidad, queda enunciada y elidida a la vez en las luces

cabizbajas de una tarde que se retira;257 la poética de Ortiz enfatiza la impronta vesperal

de toda gran poesía: estamos ante el anuncio y la posposición constante de una

revelación “que no se produce”258.

257 Sugeríamos, en el inicio mismo de este trabajo, que en la poesía de Ortiz se manifiestaría “unatensión sugestiva entre la «noche» del título (como nota plena, redonda) y el «anochecer», convocadoen varios de los poemas, concebido como acabamiento del día desgranándose gradualmente hacia laoscuridad, (tensión que, claro está, se reconoce en el proceso que constituye su reverso ocomplemento: los amaneceres, la hora del alba). Más que una presunta plenitud del día o de la noche(el mediodía en todo su esplendor, las horas de la madrugada), Ortiz parece preferir ese momento,crepuscular, de luz velada o, acaso, la oscuridad atenuada por las primeras luces del alba quecomienzan a despintar el azabache nocturno. Hay un notorio arraigo en los estados de tránsito: el albay el anochecer, por un lado, pero también la primavera y el otoño como estaciones «transicionales»”.(14)

258 Una breve reflexión marginal acerca del ensayo del cual tomamos la precedente cita borgeana, “Lamuralla y los libros” (Obras 633-635). En él, en un gesto típicamente ensayístico, la primera palabraes precisamente el verbo, en primera persona singular, “leí”; Borges parte de una lectura que lepresenta el azar y que provoca en él una emoción contradictoria, oximorónica (la conjunción desatisfacción e inquietud). Esa emoción está en la base de la escritura del ensayo que será la tentativa

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Todo lo dicho precedentemente adquiere un cariz, si se quiere, programático, en

un breve poema del último de los libros orticianos, “El jacarandá”, uno de los dos

homónimos de La orilla que se abisma. La flor del jacarandá con sus tonos entre liláceos

y azulados, ya lo sugeríamos al referirnos a dicho poemario en el capítulo inicial de este

trabajo, supondría una presencia que insistentemente vectoriza la semiosis textual.259

de develar el enigma (tentativa que es más un asedio al núcleo del misterio que la intención deresolverlo por la vía de la explicación). María Elena Arenas Cruz, en ese sentido, plantea que “laperplejidad ante los enigmas de la cultura” es el motor de la mayor parte de los ensayos borgeanos,construidos como una “indagación” que compruebe, problematice o discuta ese hecho inquietante(37). Como lo proclamara programáticamente en “La supersticiosa ética del lector” (202-205), elBorges ensayista, como lector “no supersticioso”, no desconoce el llamado de la “propia convicción opropia emoción” (202) y ese llamado, ese atender a una emoción que se impone en su lectura,demarca la escritura del ensayo. Y, como propone Alberto Giordano, en referencia al carácter“histriónico” del ensayo, en el sentido de una subjetividad que no sólo no se disimula sino que seexhibe espectacularmente (Modos del ensayo 243), el “espectáculo” de la subjetividad borgeana (lasemociones contradictorias generadas por la noticia leída) pone en marcha el andamiaje ensayístico.“Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo único singular en ShihHuang Ti fue la escala en que obró” (633). La lógica oximorónica que vertebra la ensayística deBorges aquí se potencia por la hipérbole. La magnitud desmesurada de las acciones del emperador,tanto en la construcción como en la destrucción, es el enclave en el que se cifra esa emoción;constituye, en suma, el enigma o misterio a develar. Asimismo, en la serie de conjeturas que sesuceden en la exploración de esa emoción basal aparece otra de las marcas registradas del ensayoborgeano: del abanico de conjeturas posibles, Borges siempre va a preferir aquellas “cuyosfundamentos estén más alejados de lo verosímil”, dicho con palabras de Arenas Cruz (39). Pero nohay mejores palabras para describir ese mecanismo que las del mismo Borges cuando, en el epílogode Otras inquisiciones alude a su preferencia por “estimar las ideas religiosas o filosóficas por suvalor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso” (775), lo cual equivale a decirque las teorías filosóficas y las creencias religiosas, despojadas, respectivamente, de su valor deverdad o de revelación, son tan ficticias e “irreales” como los constructos imaginarios de la literatura(y es que Borges lee absolutamente todo como literatura). En otro de los ensayos de Otrasinquisiciones, “El sueño de Coleridge” (642-645), Borges lo dice de manera cristalina: “Másencantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional” (644). Volviendo a lo que puntualmentenos llevó a “La muralla y los libros”, en una especie de salto o ruptura, en el último párrafo, seintroduce la anomalía de la “definición” final (definición que siempre va a ser equívoca en el caso deBorges). En definitiva, luego de una deriva conjetural marcada por la emoción de intuir la presenciade un misterio que Borges cifra en el orden de lo estético, el enigma del emperador chino se resuelveen una sorprendente reflexión acerca de, precisamente, la naturaleza del hecho estético, “que no esotra cosa que forma”, una forma reconocible en “la música, los estados de felicidad, la mitología, lascaras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares” (635). Y esa suspensividad quedefiniría al hecho estético como “la inminencia de una revelación, que no se produce”, es tambiénreconocible en el carácter suspensivo, aplazado y vesperal de una poesía como la de Ortiz, tambiénella llevándonos hasta el filo del abismo de una “revelación” que se abisma en la inminencia de lapalabra en la linde.

259 Remitimos a lo que planteábamos al respecto en el apartado dedicado a La orilla que se abisma (155-156)

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Recordemos el inicio del poema:

Está por florecer el jacarandá… amigo…

Es cierto que está por florecer… lo has acaso sentido?

Pero dónde ese anhelo de morado, dónde, podrías

decírmelo? (OA 858)

La flor del jacarandá, ese “anhelo morado” para Ortiz, anuncia su inminente

retoñar. ¿De qué manera ello es perceptible, es “visible”, en el sentido, ya sugerido,

acerca de un modo sinestésico de la mirada orticiana? Nuevamente, como en tantos de

sus poemas, Ortiz nos sitúa en la escena del diálogo entablado con uno de esos

“amigos”, en una miniaturización contrapuntística de la conversación infinita que

propone su poesía, en esa interlocución que, asimismo, en ese constante preguntar que,

como testimonio de la maravilla de lo vivido y su impacto, coloca al mundo, como se ha

dicho, en “un estado de profunda interrogación”.260

El jacarandá, que en el poema “está por florecer”, coloca al mundo en estado de

inminencia. La hierática estrofa final del poema nos habla de una “sobre-presencia”; lo

que está naciendo, quizás, tiende a ocupar los lugares de aquello que está presente y

prefigura su próximo corrimiento hacia el olvido. El jacarandá, como el río, se

260 Expresión pronunciada en el ciclo televisivo El libro perdido, coproducido por la BibliotecaNacional, Canal Encuentro y la Televisión Pública Argentina, en la emisión dedicado a La brisaprofunda. En ella se se plantea un diálogo en el que participa Liliana Herrero, en torno a los “desvelosy perplejidades” promovidos por la poesía orticiana. El programa, tal como como aparece consignadoen el sitio web de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, retrata “las peripecias de un personaje quebusca un libro, nunca sabemos cuál es, y en esa búsqueda otros libros se cruzan en su camino.Encarnado por el actor Luis Ziembrowski, el protagonista recorre con febril perseverancia una ciudadpoética y alucinada, en la que los libros buscan sus lectores y éstos buscan desentrañar el secretocifrado en un texto que quizás no exista.”

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constituye de este entramado de presencia y ausencia; todas las cosas y todos los seres

de este mundo se hacen en esta dialéctica de lo que está huyendo de sí y lo que impone

su presencia sobre la estela hueca de eso que llamamos “pasado” y, por ende, ausencia.

Ello es así formulado en la lengua orticiana:

Cómo, si no, esa sobre-presencia, o casi, que aún de lo invisible,

obsede, se aseguraría,

el centro de la media tarde misma,

sobre qué olvido?

llamando desde el sueño o poco menos, todavía,

cuando un rosa en aparecido,

lo cala, indiferentemente, y lo libra, lo libra

a su limbo? (OA 858)

¿Qué mensaje cifra Ortiz en sus frecuentes jacarandaes? En el otro poema con el

mismo título, considerablemente más extenso y en el inicio del libro, el jacarandá,

interpelado por el sujeto poético, se hace cómplice de un secreto que comparte con

aquél; o más bien, nuevamente en la pregunta suspendida, en flotación, los secretos de

ambos (el del “sujeto” y el del “objeto”), se reconocen en la reticencia de la respuesta

(de esa pregunta cuya respuesta se suspende), en la resistencia al develamiento. Es más,

el jacarandá orticiano tiende toda suerte de velos que, como “helechos” o “manecillas”

que se desgranan en toda la gama cromática del azul, iluminan respecto de una “verdad”

que el paisaje enseña, velándola a su vez.

Ah, él me pregunta, me pregunta...

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y quiere como adelantar, tímidamente,

una suerte de manecillas

hacía un secreto mío, o nuestro, que él desearía, al parecer,

poner de pie

y unirlo al suyo...

Por qué si no ese misterio de “helechos”

abriendo siempre su brisa

contra el cristal, ay,

o tendiéndola en el vacío, en seguida, ya mas íntimamente,

pero apenas, oh, muy apenas…

en el vacío

de una melancolía sin visillos? (OA 752)

La verdad (el secreto) podría, tal vez, identificarse con una “nada”, con esa

oquedad, secreta también, que custodia el misterio, esa “ausencia que no sabe / de sí”; y

el jacarandá, rodeando ese centro hueco, “esa nada”, curvándose, contornándola, se

torna ánfora hecha toda “de hojas” para que, en su celo protector, en su abrazo en que

dialogan y se funden el verde de las hojas y el hálito morado de las flores, la “fuente de

la identidad” o el “surtidor de la música” o las “alas en la luz”, es decir las respuestas

veladas, los amaneceres inminentes, las melodías asordinadas, sigan sosteniendo el

enigma y el misterio de la vida, continúen suspendiendo las respuestas como “unos

pétalos, / sobre las líneas de los abismos?”.

Y qué haría, entonces, –os pediría me lo dijeseis–

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qué haría esa nada

o esa ausencia que no sabe

de sí,

y para la cual, él, alista continuamente sus palpillos

y una como fe...:

qué haría esa nada al lado de él,

que así, de hojas,

sube y sube, curvándola,

la fuente de la identidad

en el surtidor de la música...

y vuelve verde, para danzar, todo de alas en la luz,

al “hijo de la noche”

que es nuestro hermano, igualmente, de sombra,

entre las napas del ser,

con su mismo sentimiento hacia las flautas? (OA 753)

Así, como en el poema homónimo la inminencia de la floración del jacarandá

suscita la pregunta dirigida al interlocutor (“lo has acaso sentido?”), en este otro, en el

que el jacarandá también destella con sus azules desde el título, es la tercera persona, el

“él” en ese diálogo triádico del yo poético con una segunda persona que escucha,

responde y hasta, por momentos, objeta; el abrazo protector del jacarandá,

sobreponiéndose a la confusión de las voces (“lo imposible de las voces”) de quienes

intentan huir de la soledad y el sufrimiento, hace posible oír “el crecimiento de las

margaritas”, presagia –en la “sobre-presencia” de lo que nace y lo que crece, lo que

despunta y lo que derrama, lo que en la prefiguración y el anuncio está refundando una

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manera de hacer pie en el mundo para tornar aquello que adviene en un nuevo presente–

la reconquista de un hogar en medio de tanta orfandad. Y así, el jacarandá que, de

regreso de la noche, “vuelve verde, para danzar, todo de alas en la luz”, en la inminencia

del día que retoña, señalará con unos “escalofríos de ramillas” la marcha impostergable

hasta el día pleno: la explosión de luz del mediodía, tras tanta lluvia, tanto otoño, tantas

crecidas:

Verdad

que hasta pisasteis, distraídamente,

un mediodía

de jacarandaes? (JC 553)

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345

CONCLUSIONES

Al cabo de un ya extenso recorrido, podemos comprobar que la forma final de este

trabajo de tesis se corresponde, en términos generales, con el esquema inicialmente

propuesto, en el cual se bosquejaba un andamiaje tutelar para el asedio de ese centro,

esquivo y en constante fluencia, de la poesía de Juan L. Ortiz. El acercamiento, se

ordenó, como puede comprobarse, a partir de la exploración de los tres estadios que

suponían el protocolo de lectura de base para la deseable progresión de la investigación,

De ese modo, partiendo, en el primer capítulo, de un recorrido por los trece

libros del poeta, sin apartarnos en esa instancia de la linealidad cronológica que la

progresión de las publicaciones señalaba, intentamos dejar constancia del registro

crítico de problemas, intuiciones, figuras que pudieran devenir categorías teórico-

críticas instrumentalizables y susceptibles de ser puestas a prueba en los subsiguientes

momentos de la investigación.

Una certidumbre que guió ese estadio inicial del trabajo se encontraba arraigada

en la observación, sostenida por un importante sector de la crítica orticiana, respecto de

la ostensible unicidad manifiesta en su poesía. La “monotonía” característica de la obra

de los grandes poetas, en el sentido del despliegue de inflexiones temáticas y marcas

formales que recurren alrededor de un centro en constante deriva –no obstante,

arraigado en algunos pocos motivos que subsisten como cauces inconmovibles– puede

comprobarse en una obra de las características de la orticiana. Ello no contradice, sin

embargo, el hecho de que esa poesía fue sometida a profundas y radicales

experimentaciones formales a lo largo de un período de más de cincuenta años de

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paciente forja y cincelado, cuyos hitos hemos intentado reconocer y subrayar en los

momentos pertinentes del avance de este trabajo.

Sólo como para recordar algunos de ellos, señalamos, aproximadamente a partir

de El álamo y el viento, libro de 1947, el inicio de la experimentación con las formas

más extendidas en la escritura poética orticiana; allí comienzan a aparecer poemas de

extensión cada vez mayor, lo que, correlativamente, va evidenciando la presencia de un

sutil aliento narrativo, e incluso autobiográfico, que tendrá su correlato más osado y

definitivo en el poema-libro El Gualeguay, de 2.639 versos.

Asimismo, enfrentados a los elementos que sugerirían la insistencia de un modo

metonímico-distributivo en el fluir de la poesía de Ortiz, encontramos en el sustrato de

la metáfora del río como emblema de su poesía –ese “río que no puede decirse”, tal

como él mismo lo formula– el correlato de la categoría gramatical de sintagma,

reconocible en el sistema horizontal que, creemos, organizaría la conformación de su

poesía.

Es, a su vez, en la coyuntura del encuentro del río con el árbol (figurativizado

éste último mayormente como “sauce”) cuando se introduciría el elemento vertical,

anagógico, paradigmático o metafórico que promovería la dialogicidad, repetidamente

señalada, entre las dimensiones “terrestres” y “etéreas” (la dialéctica De las raíces y del

cielo, propuesta por el mismo Ortiz en el título de uno de sus libros).

Sería pertinente también indicar en esta instancia el reconocimiento, ya desde los

estadios iniciales de la poesía de Ortiz (lo señalamos puntualmente en los comentarios

acerca de su primer libro, El agua y la noche), del rol central que entendimos asignar a

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347

la sinestesia como tropo organizador del despliegue imaginal orticiano, en el sentido de

un modo de la mirada, constitutivo de su poética, que no se atiene privativamente al

sentido de la vista sino que codifica en el magma de la imagen los aromas, los colores,

los sabores, el erizamiento de la piel, la cadencia musical que arrulla el paisaje,

explorando, en suma, la apertura generalizada de los sentidos para registrar los mínimos

matices en la proliferación enigmática de la materia del entorno natural.

En el segundo momento del trabajo apelamos a la metáfora cartográfica de mapa

en tanto herramienta de aproximación crítica a una poética que, a su vez, “cartografía”

un territorio, ambiguamente demarcado, y que, sólo parcialmente, coincidiría con el de

la provincia de Entre Ríos. Dicho territorio, en el desdibujamiento y desborde de sus

contornos, se extendería a una zona ampliada de la geografía litoral, orbe poético del

que se hicieron tributarios diversos autores (como señaladamente reconocimos en la

zona en que se sitúa la narrativa saeriana). En este punto creímos encontrar en su “país

del sauce”, tomando una formulación del propio Ortiz, el señalamiento más oportuno

para dar cuenta de un territorio construido en y por su poesía y que sólo parcialmente

reconoce un anclaje en el emplazamiento geográfico que constituiría su referencia.

Han sido sugeridas, asimismo, diversas perspectivas afines a esa matriz

categorial de orden espacial, tales como la recurrencia de lo oriental, el repetido

señalamiento hacia el este, vinculable a las coordenadas geográficas de la provincia de

Entre Ríos pero, también, por ejemplo, a la figuración de territorialidades como la china

o la soviética en la conformación de un cronotopo geopolítico que, a su vez, daría

cuenta de la intimidad en el vínculo de las dimensiones estética y política, así como de

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348

los posicionamientos éticos y estéticos que les son tributarios, también en indisoluble

identificación.

Se ha problematizado, además, la localización de Ortiz en una supuesta

polaridad “interior” del campo literario argentino (tributaria de la ya tradicional

antinomia nacional que opone el espacio cultural de la “capital” al del “interior”). Y,

especialmente, se ha propuesto, apelando a ciertas metáforas cartográficas presentes en

diversos escritos borgeanos, la figura del “mapa” en un contexto de creciente

autonomización respecto del “territorio” objeto de su “representación”. Ello nos ha

llevado a postular una rarefacción constitutiva de ese mapa de la escritura orticiana que

se desancla de su presumible referente, tornando ambigua cualquier correlación

referencial que se pretenda directa y transparente.

También se ha interrogado la categoría benjaminiana de “aura” en relación con

la poesía de Ortiz, partiendo de la centralidad que esa noción de lo aurático tendría en

una obra cuyo título, abarcador e inclusivo de los trece títulos de los poemarios

independientes, es En el aura del sauce. Ese territorio atópico de la poesía orticiana, que

hemos denominado “país del sauce”, reconocería su centro en el encuentro del árbol con

el río, extendiéndose hacia sus lindes u orillas, difusas y desbordadas, que constituirían

su demarcación postrera.

En lo que respecta a la noción de “paisaje” como recorte o construcción cultural

en el marco de la desmesurada exuberancia del entorno natural, hemos propuesto dos

operaciones observables en la conformación de ese paisaje en la poesía de Ortiz: una de

ellas, la interferencia o intervención, en tanto constitución del paisaje como

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349

formalización de lo indeterminado natural, que en el poeta entrerriano asume a su vez

rasgos de notoria artificiosidad por la distancia referencial que se interpone entre los

paisajes de su poesía y los que estarían en la base de su representación. Otro

procedimiento idiosincrásico en la codificación literaria del paisaje orticiano sería el de

la inversión en relación con la frecuente intercambiabilidad o espejamiento entre el

espacio terrestre y el aéreo, reconociéndose con frecuencia una instancia intermedia o

transicional en la que las polaridades puras del arriba y el abajo se desdibujan.

Por último, la figura del viaje fue adquiriendo relevancia en la progresión del

trabajo, especialmente en el estadio que ahora relevamos. Una teoría del viaje y de los

viajes se va desplegando a partir de la escena del contraste dialógico de territorialidades

distantes (en Ortiz hemos enfatizado respecto de lo que entendíamos como una notoria

sobreimpresión de aspectos de la geografía china y del área litoral argentina) y también

como constitución del biografema en el que, decíamos en relación con el viaje a China

de 1957, “la sutura de vida y obra se torna indeleble y definitiva”.

Finalmente, apegándonos al trazado del mapa poético orticiano (el mapa de la

obra) se nos hizo evidente la necesariedad propositiva de otro mapa: un mapa de la

lectura crítica, delineado a partir del trazado por la obra poética. De esa manera, se nos

hizo ostensible la articulación de dos diferentes niveles en la instrumentalización de la

metáfora cartográfica de “mapa” propuesta.

El tercero de los capítulos de esta tesis se focalizó en el intento de reconocer una

red de influencia y convergencias, partiendo de y llegando a la poesía de Juan L. Ortiz,

otorgando relevancia al tópico de las “amistades literarias”, de tan notoria presencia en

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350

su obra. En ese sentido, propusimos la figura de “constelación”, en el sentido expuesto

por Jorge Monteleone, en tanto agrupaciones de poetas y de poemas “unidos mediante

líneas imaginarias que idean figuras” (“Una constelación” 14). Precisamente, a partir de

esta incitación, creímos reconocer diversos enclaves relacionales manifestados en el

entrecruzamientos de escrituras, cuyo centro situábamos en la obra poética de Juan L.

Ortiz. Asimismo, reflexionando acerca de la dimensión transdiscursiva de su obra,

hemos sugerido la presencia de una “biblioteca” orticiana en el campo de la poesía

reciente argentina, en tanto nodo que organizaría la circulación de lecturas y escrituras

orbitando a su alrededor.

En ese orden de ideas, apoyándonos en una referencia de Ítalo Calvino,

consideramos el “efecto de resonancia” que se proyectaría desde la poesía de Ortiz para

repercutir en la conformación y desarrollo de otras obras, ello en vinculación con el

presumible carácter de “clásico”, postulado por Arturo Carrera, en su defensa del lugar

canónico de Ortiz en el campo de la literatura argentina. Lo decíamos en su momento,

se trata de una poesía que, en su fluir, invita a la confluencia (precisamente, poco antes

hablábamos del ritual de la amistad cultivado por Ortiz, en el sentido de hacer un culto

del mismo). Por otra parte, en razón de la influencia que ejerce, esa poesía se abre

camino en el caudal de otras escrituras que se han reconocido, y se reconocen,

tributarias de las aguas de su escritura.

Hemos, someramente, localizado algunas de los enclaves donde esas aguas

confluyen: viejos amigos como Carlos Mastronardi y Alfredo Veiravé; el grupo de

jóvenes poetas santafesinos con quienes Ortiz inicia su vínculo a fines de los años

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351

cincuenta (Hugo Gola, Juan José Saer, Francisco Urondo, etc.); la impronta definitoria

que su poesía ejerce, desde mediados de los años ochenta, en los proyectos creativos de

un grupo de jóvenes poetas y críticos, con un núcleo muy influyente localizado en la

ciudad de Rosario (Martín Prieto, D.G. Helder, Héctor Piccoli, entre otros). Sumado a

ello, por aquellos años empiezan a aparecer diversas publicaciones, que se tornarían

emblemáticas, enfocadas a reconocer la colocación canónica de la obra de Ortiz, tales

como el dossier del N° 1 del Diario de Poesía, en 1986 o, luego, el N° 12 de Xul de

1997, íntegramente destinado a una valoración crítica de su obra. Hay, sin duda, muchos

otros nombres que podrían agregarse: nosotros aquí hemos aludido a Horacio González,

Arturo Carrera, Héctor Viel Temperley, entre otros. Y claro, son muchos más los que

hubiese sido pertinente incluir y que seguramente serán objeto de trabajos posteriores,

que den continuidad a algunas de las directrices que han orientado la indagación

viabilizada por este trabajo de tesis.

En el tramo final del trabajo, quisimos detenernos en una consideración acerca

de la tensión entre contemporaneidad y anacronismo que, creemos, constituye el

estatuto de la poesía de Ortiz, en tanto desfase cronológico entre la circunstancia de

producción del artefacto material de la obra poética y la temporalidad, mayormente

desplazada, de la circunstancia de su lectura. Hemos advertido en la poesía de Ortiz una

distintiva manera de ser contemporánea, en el sentido de asumir la relación con el

propio tiempo desde la adhesión y la simultánea toma de distancia, en palabras de

Giorgio Agamben. Y ello se vincularía íntimamente con la notoria anacronía que

también la constituye, aludiendo de este modo al particular ajuste, acoplamiento o

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352

encastre de planos y niveles distantes que produce (una distancia que es, decíamos,

también de tiempos).

Por último, y en relación con una reflexión acerca del problema del saber en la

poesía de Juan L. Ortiz, intentamos examinarlo a la luz de las categorías críticas de

“suspensividad” e “inminencia”, instrumentalizadas por un sector de la crítica a partir

de incitaciones localizables en diversos textos borgeanos. La poesía de Ortiz se

colocaría ostensiblemente en ese umbral vesperal que anunciaría el advenimiento de lo

que está a punto de nacer o que tiende a viabilizar en su desarrollo los caminos que

necesariamente el futuro deberá disponer. Ante un mundo cifrado, el código que

activaría el saber que constituye su poesía sería localizable en esa inminencia de una

revelación “que no se produce”, nuevamente en palabras de Borges (Obras 635), ya que

ese hiato suspensivo indicaría los decursos entrevistos, probables, abiertos, más ricos y

sugerentes que los ciertos y ya realizados.

A modo de cierre de estas palabras, resultaría acaso oportuno referir lo que en

alguna ocasión planteara Cesare Pavese: “La única alegría en el mundo es comenzar. Es

hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante” (98). Precisamente,

en la instancia, inevitablemente melancólica, de concluir un trabajo de las características

del presente, emergería, quizás, una certidumbre, parcialmente tranquilizadora, de que

ese “fin” al que presuntamente se ha llegado (eso que “concluye”), en realidad se

presentaría como el umbral de lo que recomienza.

En este punto sería inevitable, quizás, recordar también aquellas proverbiales

palabras de Borges acerca de la oximorónica noción de “texto definitivo”, que no

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353

correspondería más que “a la religión o al cansancio” (Obras 239). Existe un lugar

común al respecto: los escritos no se terminan; se abandonan. O, más bien, se

suspenden. También Borges, en alguna ocasión, apoyándose en palabras de Alfonso

Reyes, dijo que todo escritor publica sus textos para despojarse, finalmente, de ellos. Y

en relación con la misma preocupación, Cortázar, a su vez, hablaría de un ritual de

“exorcismo” para lograr soltar esos textos que deberán entonces, cruzando ese umbral,

valerse por sus propios medios, expuestos a esa intemperie en la que el autor tendrá ya

poco para decir o por hacer (“Del cuento breve” 59-82).

Es que, en esta instancia, de ello precisamente se trata: de publicar (en el sentido

de “hacer público”), ahora, este escrito, como testimonio y registro de un largo período

de convivencia con la obra que ha sido el objeto de su interrogación; es decir,

comunicar la cronología de sus tentativas, azares y perplejidades.

Se publica, continúa diciendo Borges, “para no pasarnos la vida corrigiendo los

borradores”. Y este especial modo de la publicidad, implícito en la actual instancia

académica, se restringe a la lectura de quienes tendrán la función de evaluar esta tesis,

de comprobar sus inevitables lagunas y carencias, de advertir, si ello afortunadamente

sucediera, algunos eventuales hallazgos. Pero ello, indudablemente, implicará cruzar el

umbral, a la vez doloroso y liberador, de ofrecer estas reflexiones y estas palabras al

examen de otras miradas, para que las enriquezcan con su lectura y mensuren la

viabilidad de algunas de sus sugerencias e intuiciones.

Como sucede en todo viaje, en éste, por el orbe de la poesía de Juan L. Ortiz, se

ha llegado, no diremos a su fin, pero sí, a un recodo del camino que invita a detenerse

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354

brevemente para luego continuar el rumbo incesante que la propia deriva poética

orticiana dispone. Como sugiriera César Aira

el continuo de la vida que vivimos no tiene divisiones (o las tiene en exceso). El narrador

tuvo que inventar principios y fines que no tenían un correlato firme en la realidad, y eso lo

llevó a fantasías o convencionalismos [...] Pero ahí estaban los viajes, que eran un relato

antes de que hubiera relato: ellos sí tenían principio y fin, por definición: no hay viaje sin

una partida y un regreso.

Este viaje (hemos apelado en distintos momentos del trabajo a dicha figura), está

aquí llegando a su fin. Éste, pero no el viaje, que como leemos en el ¿cierre? de El

Gualeguay, “continúa...”. En este momento, lo que toca es suspender la corrección de

estos borradores para los que ahora no hay más alternativa que lanzarse a los vastos

espacios del afuera.

Apelábamos arriba al término “melancolía”. Y es que todos los finales son

inevitablemente melancólicos. Es más, la crítica, propone Bloom, es postrera, un

después que, no obstante, recompone ese presente siempre latente, el presente de la

obra: ese río que sigue fluyendo.

Este relativo fin del viaje nos reenvía a su, también, no del todo demarcable

principio. En ese momento de querer el viaje, decíamos antes con Michel Onfray, de

imaginar un destino, es decir, en nuestro caso, decidir el tema de la investigación –como

sucede antes de decidir qué ruta emprender al programar cualquiera de los viajes que la

vida nos ofrece– fueron pensados varios posibles destinos que, a su vez, prefigurarían

diversos trayectos. Y si, como viéramos también con Onfray, no es posible elegir ese

destino sino que se es elegido por él, creemos no errar al decir que la obra de Juan L.

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355

Ortiz se impuso a toda vacilación y dispuso la brújula inequívocamente “hacia el este”

al que conducen todos los itinerarios implícitos en su poesía.

Volvamos a las palabras de Pavese: concluir es recomenzar. ¿Cómo se verá el

mapa que se ha intentado delinear aquí? ¿se habrá podido sugerir alguna estribación

desconocida u oculta? ¿qué formas podrán ser entrevistas a partir de su curso y su

deriva? Son preguntas que quedarán suspendidas hasta que nuevamente el camino (la

literatura, la vida) nos convoque para retomar la marcha.

Bariloche, septiembre de 2016

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