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AAA047/ 20 Según su propia confesión Roberto Segre nunca quiso ser un arquitecto proyectista. Se hizo arquitecto porque uno de sus profesores le advirtió que siendo historiador se moriría de hambre. Lo poco que haya diseñado desde aquel taller de diseño gráfico que montó en Buenos Aires a finales de la década de 1950, donde alternaba la publicidad con la arquitectura, escapa a toda consideración por parte del enorme crítico e historiador que nació en Milán, Italia, en 1934 y falleció en Niteroi, Brasil en marzo de este año 2013. La trayectoria de Segre como crítico abarca medio siglo y se inicia con aquel número sobre la Argentina de la revista Casabella Continuittá que Ernesto Nathan Rogers le encargase producir y que fuera publicado en 1963. Con este trabajo se iniciaría la proyección internacional de Segre. A lo largo de su vida publicaría más de cincuenta libros, innumerables artículos y ensayos, dictaría conferencias y sería profesor invitado en universidades de Europa, Asia, América Latina, el Caribe y los Estados Unidos. En 1963, en la cresta de la ola del entusiasmo por la Revolución Cubana, Segre escucha el llamado a participar en la construcción de una sociedad nueva, partiendo a Cuba, donde permanecerá por los próximos treinta años; siendo además profesor de Historia de la Arquitectura en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de La Habana, produciendo desde allí el grueso de su obra crítica, la cual abarcaría las particularidades de la arquitectura de Cuba, así como la gran arquitectura de América Latina, para luego enfocarse hacia el Caribe; y concluir su vida y su andadura de crítico y cronista de la arquitectura, dedicado al Brasil y a sus grandes manifestaciones arquitectónicas. Cuatro momentos, o cuatro grandes temas, podemos encontrar en la obra de Segre, identificados por sus respectivas obras y textos representativos. Esos temas como ya mencionamos, abarcan ámbitos generales, como América Latina y el Caribe o casos específicos, como Cuba y Brasil, entre otros de carácter más global. Dentro de cada uno de estos temas, el análisis de las causas sociales y de las estructuras económicas que determinan la conformación del hábitat está siempre presente. El análisis marxista, con la superestructura como resultado de las condiciones económicas imperantes, formulada según los intereses de los grupos de poder, es una variable en la obra de Segre, sobre todo en la época previa a la década de los 90. De ahí en adelante introduciría otros elementos para el análisis de una realidad compleja como la caribeña, la cual, según algunos teóricos, escapa a la lógica estructurada según los postulados de la modernidad y echaría mano, aunque solo fuera por un momento y sin abandonar los preceptos del análisis marxista, de elementos tomados de la física del caos o de ciertos filósofos de la posmodernidad. Cuba, el gran entusiasmo Una revolución, como la palabra lo indica, implica una subversión de lo existente, un cambio de rumbo, un hacer tabula rasa con el antiguo orden. Es más o menos lo que nos muestra Segre en su memorable libro Arquitectura y Urbanismo de la Revolución Cubana, publicado en 1989, texto construído a lo largo del tiempo y que tiene su génesis en un artículo que le fuera solicitado en 1967 por José Antonio Portuondo para la revista Unión, órgano de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. A este artículo le sucede una obra de 1970 titulada Diez Años de Arquitectura en Cuba Revolucionaria. El texto original pretendía dar una visión general de las realizaciones arquitectónicas de la Revolución, visión general que dio inicio a un proceso de estudio e investigaciones prolongado por casi veinte años, eclosionando en el citado libro, editado por la editorial Pueblo y Educación (La Habana, 1989). Es una obra pivotal que trata las especificidades del caso cubano. Al momento que se escribe el artículo que le dio origen, el autor se encontraba enseñando Historia de la Arquitectura en la Universidad de La Habana, y es a partir de 1966 cuando comienza a observar críticamente lo que estaba sucediendo en Cuba. Es un texto de una visión sesgada, dualista y casi maniquea, con sabor a propaganda, que inicia con un análisis de la arquitectura prerrevolucionaria admitiendo eso sí, que para comprender los procesos que se daban en Cuba después de 1959, era necesario hacer referencia al desarrollo acaecido entre 1930 y 1958 siempre dentro del análisis dialéctico de las categorías capitalismo versus socialismo, “seudorrepública” versus sistema socialista. Se trata sin embargo de un capítulo comprehensivo que debajo de todas las comparaciones sesgadas, contiene una visión sinóptica del desarrollo de la arquitectura moderna en Cuba. A partir de la andadura del proceso revolucionario, las categorías dicotómicas se trasladan a los hechos concretos y aparecen en los capítulos siguientes las categorías opuestas del hábitat individual frente al hábitat colectivo, la transformación de las estructuras territoriales y simbólicas dentro del nuevo orden, la implementación de los sistemas prefabricados, en fin, la construcción de nuevos paradigmas dentro del programa de la arquitectura propia del sistema. Dentro de las críticas que Segre hace de la arquitectura cubana de la época revolucionaria, merece especial mención la que hizo a las Escuelas Nacionales de Arte Cubanacán, sobre todo a la obra de Ricardo Porro, una crítica que el mismo Segre admitió años, después era muy fuerte. En una entrevista, Segre llegó a decir que en años recientes se había tratado de borrar su nombre de la historia de la arquitectura cubana, injusta medida estalinista, diría yo, para un crítico que se constituyó en la voz más coherente de la crítica cubana. Y es que siendo justos, este libro condicionado quizás por las exigencias del sistema, es extremadamente necesario, imprescindible quizas, para comprender el proceso cubano. Ensayo Historiográfico Marcos Blonda De Buenos Aires a Río de Janeiro: el trayecto crítico de Roberto Segre en la historiografía de la arquitectura latinoamericana

Roberto Segre 1934 2013

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Según su propia confesión Roberto Segre nunca quiso ser un arquitecto proyectista. Se hizo arquitecto porque uno de sus profesores le advirtió que siendo historiador se moriría de hambre. Lo poco que haya diseñado desde aquel taller de diseño gráfico que montó en Buenos Aires a finales de la década de 1950, donde alternaba la publicidad con la arquitectura, escapa a toda consideración por parte del enorme crítico e historiador que nació en Milán, Italia, en 1934 y falleció en Niteroi, Brasil en marzo de este año 2013.

La trayectoria de Segre como crítico abarca medio siglo y se inicia con aquel número sobre la Argentina de la revista Casabella Continuittá que Ernesto Nathan Rogers le encargase producir y que fuera publicado en 1963. Con este trabajo se iniciaría la proyección internacional de Segre. A lo largo de su vida publicaría más de cincuenta libros, innumerables artículos y ensayos, dictaría conferencias y sería profesor invitado en universidades de Europa, Asia, América Latina, el Caribe y los Estados Unidos.

En 1963, en la cresta de la ola del entusiasmo por la Revolución Cubana, Segre escucha el llamado a participar en la construcción de una sociedad nueva, partiendo a Cuba, donde permanecerá por los próximos treinta años; siendo además profesor de Historia de la Arquitectura en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de La Habana, produciendo desde allí el grueso de su obra crítica, la cual abarcaría las particularidades de la arquitectura de Cuba, así como la gran arquitectura de América Latina, para luego enfocarse hacia el Caribe; y concluir su vida y su andadura de crítico y cronista de la arquitectura, dedicado al Brasil y a sus grandes manifestaciones arquitectónicas.

Cuatro momentos, o cuatro grandes temas, podemos encontrar en la obra de Segre, identificados por sus respectivas obras y textos representativos.

Esos temas como ya mencionamos, abarcan ámbitos generales, como América Latina y el Caribe o casos específicos, como Cuba y Brasil, entre otros de carácter más global. Dentro de cada uno de estos temas, el análisis de las causas sociales y de las estructuras económicas que determinan la conformación del hábitat está siempre presente. El análisis marxista, con la superestructura como resultado de las condiciones económicas imperantes, formulada según los intereses de los grupos de poder, es una variable en la obra de Segre, sobre todo en la época previa a la década de los 90. De ahí en adelante introduciría otros elementos para el análisis de una realidad compleja como la caribeña, la cual, según algunos teóricos, escapa a la lógica estructurada según los postulados de la modernidad y echaría mano, aunque solo fuera por un momento y sin abandonar los preceptos del análisis marxista, de elementos tomados de la física del caos o de ciertos filósofos de la posmodernidad.

Cuba, el gran entusiasmoUna revolución, como la palabra lo indica, implica una subversión de lo existente, un cambio de rumbo, un hacer tabula rasa con el antiguo orden. Es más o menos lo que nos muestra Segre en su memorable libro Arquitectura y Urbanismo de la Revolución Cubana, publicado en 1989, texto construído a lo largo del tiempo y que tiene su génesis en un artículo que le fuera solicitado en 1967 por José Antonio Portuondo para la revista Unión, órgano de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. A este artículo le sucede una obra de 1970 titulada Diez Años de Arquitectura en Cuba Revolucionaria. El texto original pretendía dar una visión general de las realizaciones arquitectónicas de la Revolución, visión general que dio inicio a un proceso de estudio e investigaciones prolongado por casi veinte años, eclosionando en el citado libro, editado por la editorial Pueblo y Educación (La Habana, 1989). Es una obra pivotal que trata las especificidades del caso cubano. Al momento que se escribe el artículo que le dio origen, el autor se encontraba enseñando Historia de la Arquitectura en la Universidad de La Habana, y es a partir de 1966 cuando comienza a observar críticamente lo que estaba sucediendo en Cuba. Es un texto de una visión sesgada, dualista y casi maniquea, con sabor a propaganda, que inicia con un análisis de la arquitectura prerrevolucionaria admitiendo eso sí, que para comprender los procesos que se daban en Cuba después de 1959, era necesario hacer referencia al desarrollo acaecido entre 1930 y 1958 siempre dentro del análisis dialéctico de las categorías capitalismo versus socialismo, “seudorrepública” versus sistema socialista. Se trata sin embargo de un capítulo comprehensivo que debajo de todas las comparaciones sesgadas, contiene una visión sinóptica del desarrollo de la arquitectura moderna en Cuba.

A partir de la andadura del proceso revolucionario, las categorías dicotómicas se trasladan a los hechos concretos y aparecen en los capítulos siguientes las categorías opuestas del hábitat individual frente al hábitat colectivo, la transformación de las estructuras territoriales y simbólicas dentro del nuevo orden, la implementación de los sistemas prefabricados, en fin, la construcción de nuevos paradigmas dentro del programa de la arquitectura propia del sistema.

Dentro de las críticas que Segre hace de la arquitectura cubana de la época revolucionaria, merece especial mención la que hizo a las Escuelas Nacionales de Arte Cubanacán, sobre todo a la obra de Ricardo Porro, una crítica que el mismo Segre admitió años, después era muy fuerte. En una entrevista, Segre llegó a decir que en años recientes se había tratado de borrar su nombre de la historia de la arquitectura cubana, injusta medida estalinista, diría yo, para un crítico que se constituyó en la voz más coherente de la crítica cubana. Y es que siendo justos, este libro condicionado quizás por las exigencias del sistema, es extremadamente necesario, imprescindible quizas, para comprender el proceso cubano.

Ensayo HistoriográficoMarcos Blonda

De Buenos Aires a Río de Janeiro:el trayecto crítico de Roberto Segre en la historiografía de la arquitectura latinoamericana

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Segre, R. (1970). Cuba, l’architettura della rivoluzione. Padova: Marsilio. Idioma: Italiano.

Transformación urbana en Cuba: La Habana. (1974). Barcelona: Gustavo Gili. ISBN 84-252-0817-3. Idioma: Español.

Segre, R. (1980). La vivienda en Cuba en el siglo XX: República y revolución. México, D.F: Editorial Concepto. ISBN 968-405-077-1. Idioma: Español.

Segre, R. (1970). Diez años de arquitectura en Cuba revolucionaria. La Habana: Ediciones Unión. Idioma: Español.

Sin dejar de señalar que existe una continuidad de las prácticas artesanales y por tanto de la posibilidad de la existencia de obras “únicas”, las mismas sin embargo son enmarcadas dentro de la sensibilidad correspondiente al período prerrevolucionario. La innovación, representada por la implementación del uso de prefabricados que a la vez se identifica con la nueva sociedad en construcción, se encuentra en una relación de tensión con los usos tradicionales que persistenmas alla del 59; esas tensiones vendrán a manifestarse en el que sería, en la palabras del mismo Segre, “el proyecto más polémico y debatido a escala nacional e internacional de este período…”

Duramente criticado, el proyecto de las Escuelas de Artes es visto aquí a través de la óptica del entusiasmo, primero, de la pasión y el arrobamiento propios de la etapa heroica del proceso revolucionario, en sefunda instancia. Es mirado desde la categorización dualista de la obra individual contrapuesta a la obra colectiva, vista la primera como reminiscencia de la sensibilidad burguesa. Como ejemplo de esto citamos:“Resulta evidente su posición escapista como docente universitario, al inicio de la Revolución, al publicar en la revista editada por los estudiantes de la Facultad de Arquitectura, un análisis de la obra de Wright, basado en la aplicación de las categorías “universales” de los pares polares de Wolfflin, en el mismo momento en que estudiantes y profesores revolucionarios estaban sumergidos en la problemática real del proceso de transformación de la sociedad y en la búsqueda de nuevos instrumentos conceptuales que permitieran esbozar una arquitectura de contenido social, contrapuesta a una autosuficiente manifestación individual; un producto artístico, representación distante de las necesidades espirituales del pueblo, fruto de una egocéntrica autorrealización planteada por Porro en los siguientes términos: “El artista es narciso (sic) que se mira, y quien capturando su propio reflejo, refleja también el mundo”.

Evidentemente se trata de una crítica sumamente dura; sin embargo lo escrito, escrito está, y ello no justifica ni borrar a la crítica, ni estigmatizar a su autor. Ya están superados los tiempos en que se pretendía eliminar el pasado. Recordemos a Milan Kundera: “Lo único que quedó de Clementis, fue el sombrero en la cabeza de Gottwald”. Segre es más trascendente que una crítica al aire, quizás demasiado apasionada.

América Latina, arquitectura y participación socialExiste un libro fundamental para entender los procesos de conformación del patrimonio arquitectónico de América Latina; se trata del volumen América Latina en su Arquitectura, editado por la UNESCO en 1975. Esta obra, fue producto de una reunión de críticos que se congregó en dos ocasiones (Lima, 1967 y Buenos Aires,

1969). Dos de los ensayos, el titulado “Las Transformaciones en el Mundo Rural” y el importantísimo “Comunicación y Participación Social”, son de la autoría de Roberto Segre, quien además tuvo a cargo la labor de relatoría de los trabajos. “Comunicación y Participación Social” es un texto que a mí particularmente me fue muy caro, durante mis estudios de licenciatura fue, por así decirlo, mi primer contacto con la obra de Segre. En este ensayo el tono es diferente al de los textos producidos en Cuba, sin embargo, el trasfondo ideológico es el mismo. No es un texto que pretende mostrar logros específicos sino explicar procesos a partir de la historia de América Latina, siempre a la luz del análisis marxista y haciendo uso de muchos otros recursos ideológicos y adoptando una postura de cuestionamiento ante la historiografía de la arquitectura del continente latinoamericano. Es una constante en la obra de Segre en estos años la crítica a la valoración esencialmente estética de la arquitectura. Lo expresa en los siguientes términos:“La persistencia y primacía de los valores estéticos proviene de la esquematización del proceso evolutivo de la cultura artística, cuyas transformaciones se consideran determinadas por una dinámica propia expresada por la sucesiva diversidad estilística que, proyectada hasta nuestros días, integra las realizaciones del Movimiento Moderno”.

No vacila tampoco en adoptar una actitud crítica ante el enfoque lingüístico que se aplicaba al análisis de los hechos arquitectónicos identificando como positiva, sin embargo, la aplicación de la semiótica al estudio de la dimensión comunicativa de la arquitectura. Segre juzga que la semiótica, unida a la antropología estructural, puede vincular los fenómenos culturales con la sociedad que genera estos fenómenos. El análisis semiológico se desvincula de una dimensión puramente estética y formalista para adentrarse en la búsqueda de significados generados desde una dimensión social; vale citar al crítico en este sentido:“Al integrarse estos elementos se abrió una nueva etapa en las investigaciones teóricas sobre la arquitectura, caracterizada por el rigor científico del análisis semiológico, aclaratorio de los significados implícitos en los signos arquitectónicos partiendo de las denotaciones funcionales generadas por la vida social, e indicador de las conexiones existentes entre los signos pertenecientes a diversos sistemas lingüísticos”.

Otro aspecto que aborda este texto es la caracterización del hábitat, otra constante en la obra de Segre, entendiendo el mismo como producto de los modos de vida de la sociedad. A partir de este análisis indica que el diseño del ambiente urbano se define desde la iniciativa estatal, las motivaciones económicas de los grupos dominantes y la acción espontánea de la pequeña burguesía y el proletariado. El Estado tiene a su cargo los contenidos simbólicos e ideológicos, la acción de los grupos dominantes define la arquitectura como producto además de la imposición de un sistema de signos determinado por los hábitos culturales de los mismos. La acción

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espontánea genera la arquitectura que ocupa la mayor parte del territorio urbano de América Latina, una propuesta que asimila valores estéticos a viejos modelos tipológicos, unos provenientes de la tradición colonial y otros del ámbito rural y que conforman las áreas degradadas de las ciudades del continente.

El centro -como escenario de la representación simbólica- la participación social y la inserción de nuevos significados, son asumidos desde los procesos de cambio generados a partir de la Revolución Cubana y la transformación de los viejos espacios de la burguesía en el escenario de la construcción de la nueva sociedad. Dice Segre en un párrafo donde cita a Henri Lefebvre: “Se trata entonces de generar las condiciones necesarias para que la arquitectura y el urbanismo latinoamericanos recuperen los valores implícitos de una comunicación homogénea, generadora de la integración y la participación social, o sea, del derecho a la ciudad como forma superior de los derechos: derecho a la libertad, a la individualización en la socialización en el hábitat y en el habitar”.

A partir de este pensamiento se planteará una posición crítica frente a Brasilia, considerada ejemplo de planificación autoritaria donde no existe la participación social. La ciudad símbolo del Brasil moderno se manifiesta como producto de la iniciativa estatal desprovista de libertades para el ciudadano, libertades que sí se dan en la periferia de la nueva ciudad marcando así la contraposición de la planificación estatal frente a la acción espontánea de los grupos marginados. Esta posición crítica que en nada desmerecía a Brasilia como logro estético, la mantendría Segre hasta el fin de su vida.

Otro libro donde Segre se ocupa de América Latina es América Latina Fin de Milenio, Raíces y Perspectivas de su Arquitectura. Se trata de un texto concebido durante el final de su etapa cubana que se inicia con un tributo a América Latina en su Arquitectura y a su enfoque interdisciplinario a partir de una lectura de la arquitectura en relación con la realidad del continente. No deja pasar la oportunidad para criticar a lo que llama el jet-set de la crítica latinoamericana, que siempre vio con reservas los planteamientos del libro. En el prólogo quedan establecidas las divergencias con estos críticos, muchos de ellos agrupados en torno a los SAL (Seminarios de Arquitectura Latinoamericana), sin embargo admite coincidir con Ramón Gutiérrez sobre la dificultad para establecer categorías rígidas a la producción arquitectónica de América Latina durante la segunda mitad del siglo XX.

En el cuerpo de la obra vuelve a retomar el enfoque multidisciplinario reconociendo la complejidad de nuestras estructuras socioeconómicas manteniéndose distante del enfoque puramente estético. Se trata evidentemente de una obra producto

de la madurez de un pensamiento continuo sobre un fenómeno complejo; en ésta Segre vuelve sobre temas que han sido constantes en su obra crítica como son: los sistemas simbólicos, el entorno de la dependencia y la configuración de los sistemas ambientales, ésta última siempre realizada desde las clases dominantes.

Cuando se trata de abordar el tema del Moderno en América Latina, pone especial énfasis en los procesos de asimilación de la propuesta enfocándose en un análisis de los acontecimientos políticos ocurridos durante las décadas de 1920 y 30, los cuales enmarcan la presencia de los códigos racionalistas en el continente, manifestándose a través de factores determinantes como la influencia de las vanguardias, el aporte de los profesionales europeos emigrados a América y la iniciativa estatal. La asimilación de los códigos por parte de las clases dominantes será junto con la comercialización de las propuestas formales del moderno, otro de los factores que, según el crítico, determinarán las manifestaciones del racionalismo en América Latina.

Durante el auge del posmoderno, Segre, desconfiado siempre de los análisis formales, expresaría sus profundas sospechas sobre las bases de esta manifestación estilística y de la postura de los críticos respecto a la misma en Arquitectura y Urbanismo Modernos, Capitalimo y Socialismo, un libro concebido como texto para los alumnos del Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría. En esta obra se expresa sobre la ampliación del sistema de valores que habían surgido con el funcionalismo y que él mismo veía como incluyente de aspectos tales como las particularidades culturales y ecológicas de las diversas comunidades que buscaban enriquecer las bases de la arquitectura moderna. Dice Segre:“Esta apertura inclusivista en el análisis de la arquitectura actual hacía suponer un proceso de decantación teórica en el cual la hegemonía tradicional de los componentes formales y los valores estéticos se equilibrarían con los nuevos aportes interpretativos surgidos de la semiótica (Umberto Eco y Gillo Dorfles); el análisis sistémico (Christopher Alexander); o la búsqueda de un estrecho vínculo entre arte y clases sociales (Nicos Hadjinicolau). Por el contrario, se desata una tormenta clasificatoria desencadenada por el crítico inglés Charles Jencks y multiplicada por seguidores y opositores. Desaparece todo interés por los fundamentos sociales, económicos, ideológicos y culturales. La caracterización de las innovaciones formales o de las arbitrarias interpretaciones historicistas otorga una libertad inusitada a los flamantes teóricos, encasilladores de formas y espacios”.

Sobre la “tormenta clasificatoria” desatada por Charles Jencks se pronunciaría Segre muchas veces durante su vida, como por ejemplo en el ensayo “Arquitectura y Ciudad en Las Antillas: La Reinvención del Paraíso”:

López, R. R., & Segre, R. (1986). Tendencias arquitectónicas y caos urbano en América Latina. México, D.F, Mexico: G.Gili. ISBN 968-887-019-6. Idioma: Español.

Segre, R. (1986). Arquitetura e urbanismo da revolucao Cubana. Sao Paulo: Nobel. ISBN 85-213-0497-8. Idioma: Portugués.

Segre, R. (1989). Arquitectura y urbanismo de la Revolución Cubana. Ciudad de La Habana: Editorial Pueblo y Educación. SNLC CU01-52990-0. Idioma: Español.

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Segre, R. (1988). Arquitectura y urbanismo modernos: Capitalismo y socialismo. Ciudad de La Habana: Editorial Arte y Literatura. Idioma: Español.

Segre, R. (1990). Arquitectura del siglo XX en América Latina: notas preliminares. Santo Domingo: MOGRAF, S.A.

Liernur, J. F. (1990). America latina: Architettura, gli ultimi vent’anni. Milano: Electa. ISBN 88-435-3136-0. Idioma: Italiano.

“Hemos criticado insistentemente a Charles Jencks por su manía clasificatoria de estilos y corrientes artísticas contemporáneas. La obsolescencia consumista de imágenes y objetos en el mundo desarrollado produjo la aceleración casi enfermiza de movimientos arquitectónicos de corta duración: a partir del International Style se sucedieron el Brutalismo, el Postmodernismo, el Deconstructivismo, el High Tech, el Neomodernismo, el Minimalismo. Afortunadamente, el siglo nuevo entra con un agotamiento de las modas frívolas, y algunas obras recientes demuestran que el valor de la función, las técnicas constructivas y la reducción al mínimo de agresivos atributos simbólicos, recuperan un cierto discurso conceptual y moralista heredado del movimiento moderno”.

Se plantea así un retorno a lo que él juzga como “los contenidos esenciales de la arquitectura” como paso hacia una modernidad crítica y aquí hace uso de conceptos tomados de Deleuze para ejemplificar la obra de Ricardo Legorreta o la, por cierto muy citada por él, Terminal de Vuelos Ejecutivos en Santiago de Cuba de José A. Choy. Esta última obra fue para Segre un importante ejemplo –la menciona varias veces en libros, ensayos y conferencias– de los caminos que tomaba en el nuevo siglo la arquitectura cubana.

La HabanaMirando un álbum de fotosde la vieja capitaldesde los tiempos remotosde La Habana colonial.

Mi padre dejó su tierray cuando al Morro llegóLa Habana le abrió sus piernasy por eso nací yo.Carlos Varela

La vida de Roberto Segre va a estar marcada por la ciudad de La Habana, a esta ciudad dedicará mucho de su pensamiento y de sus escritos. La Habana siempre estará presente en la obra de Segre. Recuerdo sus cátedras dentro del marco de la Maestría en Arquitectura Tropical y Caribeña de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, cuando nos enseñaba vistas aéreas de La Habana Vieja, se emocionaba mostrando aquella gran ciudad. Ciudad policéntrica desde sus inicios, San Cristóbal de La Habana es mostrada por Segre en dos obras escritas en equipo y sobre el mismo tema, mas disímiles en su enfoque; la primera publicada como número de la revista Arquitectura Cuba titulada “Transformación Urbana en Cuba: La Habana”, editada por Gustavo Gili en 1974, se

constituye en un análisis histórico pormenorizado de los procesos de conformación de la realidad urbana de la capital cubana.

Desde el capitulo 1, responsabilidad de Fernando Salinas, se plantea el tono general de la obra; la Revolución, con mayúscula, aparece como el rescate de la razón: social, económica, política e histórica. La ciudad dentro de este marco debe ser reconquistada, transfigurada conceptualmente, transformada y recuperada para toda la comunidad. La Habana, dentro de este esquema de pensamiento, fue fundamental en la construcción del entorno simbólico de la revolución.

El capítulo 2 se centra en el estudio histórico de la ciudad de La Habana. Este estudio, responsabilidad directa de Segre, utiliza los elementos del materialismo histórico para el análisis de la realidad urbana. Las diferentes etapas del desarrollo de La Habana desde las razones fundacionales hasta la etapa socialista son mostradas en este capítulo. La importancia de La Habana dentro del sistema de flotas serviría para marcar una serie de procesos que se convertirían en elementos fundamentales para el estudio comparativo de otras ciudades del Caribe, en la obra crítica posterior de Segre. La Habana es para este autor el modelo de ciudad caribeña por excelencia, pues la misma, según él, poseía los atributos simbólicos que caracterizaron a las ciudades del Caribe Hispánico y la relación productiva con el hinterland que poseían las ciudades fundadas por los imperios que disputaban con España y que se asentaron en esa “frontera imperial”. (Bosch, 1969).

La Habana sería la ciudad almacén de la flota y esa condición determinaría la inclusión de la misma en el sistema de fortificaciones que surgieron en el Caribe. Las murallas de La Habana serían parte del sistema simbólico de la ciudad. La valoración que hace Segre de las mismas van en esta dirección cuando dice:“El análisis de las fortificaciones habaneras ha sido realizado generalmente desde el punto de vista técnico constructivo, sin trascender a los significados simbólicos y formales que se asumen al constituir la estructura visual de mayor coherencia dentro de la ciudad tradicional basada en la unidad de los elementos componentes: la creatividad y el nivel profesional de los diseñadores, los cuantiosos recursos asignados, la perfección constructiva y la habilidad de la mano de obra empleada. Cabe señalar que el conjunto defensivo de La Habana exterioriza los principios urbanísticos medievales, renacentistas y barrocos, en una entremezclada interacción sobre la forma urbana”.

Con el paso del tiempo y con la caída del Muro de Berlín, cambiarían las circunstancias y sobre todo el tono de la crónica. Es lo que podría inferirse desde la lectura de Havana Two Faces of The Antillean Metropolis (1997), escrito junto a Joseph Scarpaci

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profesor de planeamiento urbano de Virginia Tech y Mario Coyula, amigo y experto planificador que labora en la ciudad de La Habana. Cuando se escribe este libro ya Segre ha abandonado Cuba y se ha radicado en Brasil, desde 1993. En realidad el traslado de Segre a Suramérica se produce en medio del proceso de trabajo en la obra que se habría iniciado durante el llamado Período Especial en Tiempos de Paz, nombre con el que el gobierno cubano designó el proceso de ajuste económico que siguió a la disolución de la Unión Soviética.

Como hemos dicho en el párrafo anterior, el tono de la crónica es diferente. En los capítulos que fueron responsabilidad directa de Segre, el 2, el 6 y el 9, ya no se escucha el relato sobre la construcción de la nueva sociedad ni abundan citas de los líderes de la Revolución triunfante. Hay un discurso más objetivo, con un enfoque científico que no abandona el compromiso personal que el crítico pudiese tener con el proceso, pero que tampoco contamina el análisis. En esas páginas podemos encontrar una posición crítica frente a las propuestas arquitectónicas del período revolucionario que no se habían visto en los textos anteriores. Por ejemplo, en el caso de la política de vivienda de la revolución, Segre se muestra crítico de los aspectos estéticos degradados que son producto del uso de sistemas prefabricados, así como la poca calidad de los espacios públicos logrados en los proyectos construidos en los años 70. Es reveladora esta opinión que dice: “Los primeros años de la década de 1970 fueron un período dogmático. El gobierno revolucionario empleaba rígidas estructuras institucionales en los procesos y proyectos arquitectónicos y en la vida cultural, llegando a su punto más alto en 1971 con la celebración del Primer Congreso de Educación y Cultura. Esto dio lugar al llamado quinquenio gris que en realidad duró toda una década y que afectó a muchos arquitectos, artistas y escritores. Desviarse de la normas o reinterpretar las órdenes emanadas de la autoridad centralizada no estaba permitido. Un abstracto sentido de importancia era otorgado a los intereses colectivos, lo cual hacía prácticamente imposible plantear ideas alternativas. Trabajar en quipo era virtualmente imposible. Desafortunadamente esto significaba que las organizaciones del Estado no pudieran compartir propuestas ni participar en nuevos proyectos urbanos. Esto puede explicar por qué los espacios urbanos en Alamar se pueden caracterizar como deprimentes. Elementos de este pobre diseño permanecen hoy día y pueden ser vistos a través de toda la ciudad de La Habana”. (Trad. MAB).Esta situación se prolongaría más allá del quinquenio, motivo por el que Mario Coyula lo llamará el trinquenio amargo: “El quinquenio gris, un término acuñado por Ambrosio Fornet fue la versión caribeña del realismo socialista, toda la cultura fue burocratizada y puesta al servicio del Estado. Se produjo un cuestionamiento general de toda manifestación individual considerando que las mismas que se encontraban fuera de la ortodoxia que abogaba por un colectivismo radical y un pragmatismo tecnocrático

que sacrificaba toda intención estética para construir las infraestructuras que requería el país”. (Coyula 2007).

El último de los capítulos del libro que fuera responsabilidad directa de Segre se dedica a La Habana Vieja, el mismo es un canto de amor por la antigua ciudad. Lleno de referencias literarias (Lezama Lima, Alejo Carpentier, Italo Calvino entre otros), el capítulo discurre por las calles del casco colonial de La Habana valorando los procesos que crearon la imagen de esta singular metrópolis caribeña que como hemos señalado, para Segre era el modelo de la ciudad antillana en el sentido estricto de la palabra.

La bahía de La Habana, elemento distintivo de la vieja ciudad, los palacios, las murallas abiertas para expandir la urbe y los fuertes existentes, testigos de la historia caribeña pueblan este texto que refleja más las canciones de Carlos Varela que las “politonales y audaces canciones” con las que la Trova Cubana cantaba las victorias de Playa Girón. El mundo ya no es el mismo, dividido entre Este y Oeste por una gran pared en Berlín. La división es ahora norte-sur, es ahora entre los que más tienen y los que menos tienen, los que no poseen libertad dentro del nuevo liberalismo económico; a esa realidad Segre no le daría la espalda sino que agregaría a su equipaje ideológico, nuevos conceptos para explicar la realidad arquitectónica de la región.

El Gran CaribeA mi juicio es en sus estudios sobre la arquitectura del Caribe donde Segre madura su pensamiento y lo hace a la vez más libre. El Caribe es inexplicable desde los supuestos filosóficos de la modernidad, el análisis marxista puro y simple resulta insuficiente para explicar los fenómenos sociales que dan origen a la realidad caribeña. Nuestro autor lo sabía y es por ello que incorpora, a su obra crítica sobre la región, elementos tomados de la posmodernidad. En el año 2000, dentro del marco del curso que dictara en la Maestría de Arquitectura Tropical y Caribeña, Segre toma el concepto de la máquina que Benítez Rojo emplea en su libro La Isla que se repite. Es la máquina en el sentido deleuziano, una máquina que a la vez que implica flujos, implica interrupciones; nada más apropiado para la realidad caribeña. Podríamos pensar que Segre se desmarca así de los supuestos ideológicos que caracterizaron su obra, pero tal cosa no sucede; el crítico enriquece su bagaje metodológico agregando nuevos elementos filosóficos y literarios, como ejemplo de esto último el crítico inserta al concepto de lo “real maravilloso” procedente de la obra de Carpentier.

¿Se trata entonces de un Segre posmoderno? ¿Ha transigido con la sensibilidad burguesa? No, tal cosa no sucede pues subyacente permanece el análisis marxista basado en las relaciones de producción como generadoras del hábitat caribeño. La

Segre, R. (1991). América Latina, fim de milenio: Raízes e perspectivas de sua arquitectura. Sao Paulo, Brasil: Studio Nobel. ISBN 85-85445-01-7. Idioma: Portugués.

Segre, R. (1999). América Latina, fin de milenio: Raíces y perspectivas de su arquitectura. La Habana, Cuba: Editorial Arte y Literatura. ISBN 959-03-0023-5. Idioma: Español.

Segre, R. (1990). Lectura crítica del entorno cubano. La Habana, Cuba: Editorial Letras Cubanas. Idioma: Español.

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Segre, R., Coyula, M., & Scarpaci, J. L. (1997). Havana: Two faces of the Antillean metropolis. Chichester: Wiley. ISBN 0-8078-5369-0. Idioma: Inglés.

Segre, R., Coyula, M., & Scarpaci, J. L. (2002). Havana: Two faces of the Antillean metropolis. Chapel Hill and London: The University of North Carolina Press. ISBN 0-471-94979-5. Idioma: Inglés.

Tzonis, A., Stagno, B., & Lefaivre, L. (2001). Tropical architecture: Critical regionalism in the age of globalization. Chichester: Wiley-Academic. ISBN 0-471-49608-1. Idioma: Inglés.

máquina plantación, concepto tomado del texto de Benítez y que para el autor es la fuerza generadora de la cultura caribeña, pasa a ser el espacio a partir del cual se conforma el hábitat antillano, con diferenciaciones importantes entre las posesiones españolas y aquellas de los ingleses, franceses y holandeses. La presencia de la cuadrícula urbana como elemento organizador del espacio y ámbito del palacete señorial urbano en el caso español y la vivienda campestre, copia de la que el propietario poseía en la metrópoli pero adaptada al Caribe, en el caso inglés y francés, son imágenes recurrentes en los análisis de Segre. Veamos un planteamiento al respecto tomado del libro La Arquitectura Antillana del Siglo XX: “Entre los siglos XVII y XIX, el paisaje campestre de las islas se cubre de lujosas residencias, originadas en los modelos provenientes de Inglaterra, Francia y Holanda. Los primeros ejemplos reproducen los esquemas vigentes en Europa. No olvidemos que en los países colonizadores, existía una fuerte tradición de elaborados palacios solitarios en el medio natural: es el caso de los Chateaux de La Loire o de las palladianas réplicas inglesas situadas en los verdes prados del Derbyshire, Herefordshire o Leicestershire. La imagen material de la riqueza del propietario se manifestaba en el tamaño del edificio, su elaboración formal y la escala y diseño del contexto natural. Si bien los terratenientes eran “absentistas”, ello otorgaba mayor importancia a los valores simbólicos de la casa provisional, porque su competitividad no se establecía con la residencia urbana de la isla –que no existía–, sino con el nivel arquitectónico de la homóloga residencia rural en Europa”. Brillante deducción.

Con los inicios de la modernidad caribeña la plantación se transformará en el “central”, y como su nombre lo indica, será el centro de un universo cerrado, una nueva versión de la máquina plantación dotada de grandes sistemas mecánicos, económicos, e ideológicos. Su instalación coincide con la pérdida de influencia, en el ámbito caribeño, de las antiguas potencias europeas y la aparición de los Estados Unidos de América como nuevo poder hegemónico en la región. El micromundo de la antigua plantación se redimensionará y tomará una nueva escala que implicará cambios de función y forma en la arquitectura caribeña, creándose además un universo simbólico con la consecuente secuela de segregación espacial. De nuevo en La Arquitectura Antillana del Siglo XX, nuestro autor nos muestra ese tránsito: “En el caso del azúcar -cuya presencia resulta dominante en la mayoría de las islas–, este cambio se identifica con el tránsito del ‘ingenio’ al ‘central’. La similitud de las soluciones proviene de una técnica homogénea que corresponde a una centralización de las decisiones. Una empresa nacida en las últimas décadas del siglo XIX –la United Fruit Co.–, posee a comienzos del XX, plantaciones en toda Centroamérica, Cuba, República Dominicana, Jamaica, etc., y construye en los principales enclaves pueblos ‘espontáneos’, equipados con hoteles, hospitales, oficinas, clubs sociales, comercios y barrios de vivienda, en su mayoría realizados con estructuras metálicas y el sistema balloon frame”.

Se trata de aquel universo que retrata García Márquez cuando hablaba de los trenes donde llegaban los norteamericanos encargados de regir las plantaciones. El genial colombiano lo dice en una página memorable de Cien Años de Soledad: “El miércoles llegó un grupo de ingenieros, agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares donde míster Herbert cazaba mariposas. Más tarde llegó el señor Jack Brown en un vagón suplementario que engancharon en la cola del tren amarillo, y que era todo laminado de plata, con poltronas de terciopelo episcopal y techo de vidrios azules. En el vagón especial llegaron también, revoloteando en torno al señor Brown, los solemnes abogados vestidos de negro que en otra época siguieron por todas partes al coronel Aureliano Buendía, y esto hizo pensar a la gente que los agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores, así como míster Herbert con sus globos cautivos y sus mariposas de colores, y el señor Brown con su mausoleo rodante y sus feroces perros alemanes, tenían algo que ver con la guerra. No hubo, sin embargo, mucho tiempo para pensarlo, porque los suspicaces habitantes de Macondo apenas empezaban a preguntarse qué cuernos era lo que estaba pasando, cuando ya el pueblo se había transformado en un campamento de casas de madera con techos de cinc, poblado por forasteros que llegaban de medio mundo en el tren, no sólo en los asientos y plataformas, sino hasta en el techo de los vagones. Los gringos, que después llevaron mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y codornices. El sector estaba cercado por una malla metálica, como un gigantesco gallinero electrificado que en los frescos meses del verano amanecía negro de golondrinas achicharradas”.

Evidentemente lo “real maravilloso” determina que en el Caribe la vida imite al arte, eso Segre lo sabía y en base a ello escribió las que para mí son sus mejores páginas. La conformación del hábitat caribeño, que para Segre será el hábitat de la dependencia, categoría que utiliza también para caracterizar el hábitat latinoamericano, corre con sus análisis sobre la vivienda caribeña, la célula fundamental de este hábitat.

Para crear un modelo conceptual y mostrar la vivienda antillana, Segre es capaz de ir muy atrás en la historia de la arquitectura universal y rescatar el modelo vitruviano de la cabaña primitiva, el mismo que fuera reivindicado por M.A. Laugier en el siglo XVIII como el origen de toda la arquitectura. La ideología queda soslayada, no abandonada, por el conocimiento de la conformación del ente arquitectónico y de la introducción de elementos del análisis climático y ambiental logrados al insertar la categoría de “sincretismo ambiental” formulada por el mismo Segre junto al arquitecto costarricense Bruno Stagno. Esta categorización sin embargo se aleja de restricciones

Segre, R., Pedrosa, C., & Instituto Ritter dos Reis. (1999). Habitat Latino-Americano: Fogo, sombra, opulência e precariedade. Porto Alegre: Faculdade de Arquitetura e Urbanismo Ritter dos Reis. ISSN 1516-0163. Idioma: Portugués.

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formales y de encasillamientos estilísticos. Múltiples elementos componen la realidad que se pretende analizar: la presencia de una mezcla heterogénea de elementos, relaciones muy particulares de articulación dentro de un sistema urbano y arquitectónico generado a partir de las condiciones ambientales del trópico y la herencia histórica marcada por relaciones de dominación entre opresores y oprimidos. Dentro de este marco metodológico, la vivienda tendrá para Segre una condición orgánica en cuanto a célula constitutiva del hábitat. Esta apreciación vale para el hábitat burgués y el hábitat proletario, las contradicciones marcan las particularidades de la conformación de la realidad urbana y arquitectónica. El Caribe y América Latina comparten últimamente la realidad del hábitat de la dependencia.

La célula-vivienda conformará el tejido de la ciudad antillana, que en el caso hispano, simbolizará la posesión del territorio con la introducción de los elementos simbólicos del poder metropolitano y las fortificaciones, elementos funcionales que delatan la estructura de la máquina que flota. (Benítez Rojo, 1992). En el caso de los ingleses y franceses, las ciudades se limitarán a ser centro de transacciones comerciales y de almacenaje de los productos agrícolas que se enviarían a Europa. La célula-vivienda concebida a partir de la cabaña primitiva, será entonces el símbolo de la tropicalidad antillana hasta el día de hoy.

Las disquisiciones acerca de la conformación del hábitat caribeño y el papel de la vivienda tropical dentro del proceso de conformación de dicho hábitat se extienden a lo largo de un esquema temporal de casi cinco siglos, para arribar a la discusión de la presencia del moderno en el Caribe. Las relaciones de dependencia han cambiado en lo que a poderes hegemónicos se refiere y son los Estados Unidos de América quienes organizan según sus intereses los asuntos de la región. Coincide además el momento con el abandono de los códigos academicistas y el contacto de jóvenes profesionales con las vanguardias europeas. Crecen las ciudades capitales y aparece el Estado como responsable de la planificación urbana. Segre parece retomar aquí los conceptos esbozados en América Latina en su Arquitectura cuando señalaba que la acción estatal era uno de los factores de la conformación de la realidad arquitectónica, son los años marcados por la acción del “Estado benefactor” y la necesidad de los gobiernos de la región de lograr conformar una base social por medio de la “modernización” de sus países a través de la construcción de edificaciones y obras de infraestructura.

De Brasil a la eternidad“El tiempo, el implacable, el que pasó”(Milanés), dio fin a la estadía de Segre en Cuba. Las circunstancias, el hecho de que ya la revolución no necesitaba defensa o que quizás ya no era defendible, la búsqueda de un espacio que fuera menos estrecho; se pueden formular múltiples explicaciones y todas caerían dentro de lo especulativo... al crítico le tocó cambiar de lugar sin abandonar su visión comprehensiva ni sus miradas sobre el Caribe y América Latina, y mucho menos su compromiso solidario y militante con la Revolución

Cubana. Por circunstancias familiares Brasil fue el lugar elegido, en un punto junto al mar. Este país, más que país, un país-mundo, sería el final del viaje en la obra y en su vida.Segre asume su presencia en Brasil no sin una actitud crítica, como él mismo lo expresara en muchas ocasiones. Es sabida su posición frente a Niemeyer, no frente al hombre ni a la obra sino al símbolo de un stablishment que representaba un moderno que se había perpetuado, con visos de ortodoxia. Ello nunca significó desmerecer la obra del último arquitecto moderno, quien se le adelantara solo unos meses en el último viaje. De hecho al sorprenderle a Segre la muerte, tenía terminado un profundo estudio sobre el emblemático Ministerio de Salud y Educación de Río de Janeiro.

La arquitectura contemporánea de Brasil sería reseñada por Segre en el libro Arquitetura Brasileira Contemporanea editado en el año 2003 y que contó con la brevísima presentación de Oscar Niemeyer. En esta obra se ocuparía el crítico de las nuevas tendencias en la arquitectura del gran país del sur, siempre con la mirada puesta en las contradicciones socioeconómicas y el cambio de lo rural a lo urbano, tan determinante en América Latina. Segre admite su deuda con críticos de la talla de Ruth Verde Zein y Hugo Segawa en los criterios de selección de las obras que corresponden a profesionales de la “vieja generación”, aclarando que no se trata de un libro radical acerca de la arquitectura brasileña en el siglo XXI, sino más bien de un cierre del siglo XX.

Las transformaciones ocurridas en Brasil durante el siglo XX son referidas en el inciso dedicado al proceso de urbanización del país, en un comentario que trae reminiscencias de América Latina en su Arquitectura cuando Segre plantea la crítica a la “dimensión utópica” del planeamiento urbano de Lucio Costa:“La imposibilidad de un control total de las formas y espacios en el proceso evolutivo de la ciudad se evidencian en la contradicción entre los valores estéticos preservados en el plan piloto y el desorden generalizado en los núcleos satélites del Distrito Federal”. (Trad. MAB)

La implantación del modelo neoliberal que desmontó el Estado benefactor, tuvo consecuencias sobre las ciudades, lo cual es señalado de manera crítica: “Con la desaparición del ‘Estado benefactor’ que regulaba el planeamiento urbano, se aceleró un proceso de privatizaciones y reducción del espacio público comunitario. La ciudad se transformó en un campo marcado por los conflictos sociales, radicalizándose la segregación espacial y social entre las áreas ocupadas por los grupos más pobres y la proliferación de los condominios cerrados que protegen a los miembros de la affluent society”. (Trad. MAB)

Los límites impuestos al Estado por los ajustes neoliberales, han tenido como consecuencia la reducción de los encargos a los arquitectos por parte del gobierno, eso resulta en una reducción de las posibilidades de expresión o de una renovación del

Segre, R. (2003). Arquitetura brasileira contemporânea = Contemporary Brazilian architecture. Petrópolis: Viana & Mosley. ISBN 85-88721-11-2. Idiomas: Portugués e Inglés.

Lejeune, J. F., & Centre international pour la ville, l’architecture et le paysage. (2005). Cruelty & utopia: Cities and landscapes of Latin America. New York: Princeton Architectural Press. ISBN 1-56898-489-8. Idioma: Inglés.

Segre, R. (2004). Jovens arquitetos = Young architects. Rio de Janeiro: Viana & Mosley. ISBN 85-88721-19-8. Idiomas: Portugués e Inglés.

Segre, R. (2003). Arquitectura antillana del siglo XX. La Habana, Cuba: Arte y Literatura. Idioma: Español.

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Moré, G. L., Rancier, O., Tolentino de, M. y Segre, R. (2007). Banco Central: 60 años de historia, arquitectura y arte. Santo Domingo: Banco Central de la República Dominicana. ISBN 978-945-443-17-2. Idioma: Español.

lenguaje. Es quizás por ello que las nuevas propuestas surgen a partir de una relectura creativa de las obras de los grandes maestros de la arquitectura brasileña:“No es casual la intensa relectura de las obras de los ‘fundadores’: no para procurar recetas o esquemas formales, mas para rescatar los contenidos culturales, ideológicos y estéticos que, a partir de un momento histórico, mostraran al mundo la creatividad de este país. Sobre esta base dialéctica una identidad mutante surgirá siempre en el devenir arquitectónico”. (Trad. MAB)

Parece no haber tardado mucho para que apareciese en el panorama editorial y en el acervo de Segre una obra que mostrase esa ‘identidad mutante’ que reclamaba el crítico en Arquitetura Brasileira Contemporanea: el volumen Jovens Arquitetos publicado en 2004, recoge una muestra de la nueva arquitectura brasileña. Es interesante el análisis con el que se inicia, pues contextualiza la escena arquitectónica brasileña en el escenario mundial. Sin ser transigente con el nuevo orden, Segre reconoce las particularidades de esta época interesante donde dice, citando a Haroldo de Campos:“Vivimos en una época pós-utópica donde el principio ‘esperanza’ fue sustituido por el principio ‘realidad’. En arquitectura, eso equivale a la diferencia entre el moralismo utópico del moderno Le Corbusier y el escepticismo cínico del posmoderno Rem Koolhas. En este mundo convulso, confuso y contradictorio dominado por el imperio universal de la mentira globalizada –como lo asevera la inexistencia de armas de destrucción masiva en Irak– la opción de sobrevivir tiene como alternativa apostar por un riguroso profesionalismo para mantener una postura ética personal o participar del frívolo baile de fantasías de desenfrenado formalismo de marcas elaboradas por los miembros del star system”. (Trad. MAB)

Segre parece tomar un tono admonitorio en el marco de una época convulsa, llena de tensiones y contradicciones. Tensiones y contradicciones que el crítico considera que se hacen evidentes en el contexto urbano. Y he aquí que Segre admite que ya no es posible someter a la ciudad actual a un análisis, a la luz de un orden cartesiano. Considera necesario admitir nuevos sistemas filosóficos, para tratar de comprender la mutante realidad actual.

Brasil se adentra desde la perspectiva de este libro, en una nueva etapa, no la etapa heroica de la modernidad brasileña, no la de las grandes realizaciones del Estado, sino una marcada por la ambigüedad de la alta tecnología frente a otras realizaciones donde se recurre a elementos tomados de la construcción tradicional. Se trata de una etapa donde las realizaciones urbanas ya no se plantean en la gran escala de un moderno monumental, sino desde las modestas intervenciones puntuales. Una etapa donde las realizaciones estéticas son producto del hecho de tomar de varias fuentes, de ver el mundo a través de esa lógica cambiante que imponen los tiempos.

Epílogo a la sombra del Museo, en NiteroiOscar Niemeyer hace, en la presentación de Arquitetura Brasileira Contemporanea, una valoración de Roberto Segre, una valoración que podría haber sido hecha por cualquiera de los que le conocieron y le trataron de forma cercana y hasta de los que fuimos a su encuentro en un curso especial, una conferencia o incluso a través de la lectura de una de sus obras; eso significa que es una valoración provocada por una actitud sincera ante la vida.

Niemeyer dice que Segre se dedicó a la enseñanza de la arquitectura en Cuba y Brasil, conociendo la historia y los secretos del arte de construir pero sin olvidar nunca el mundo de desigualdades y prejuicios en el que vivía, una situación que, como a todos los que anhelan la justicia, le ofendía y trastornaba. La vida es más importante que la arquitectura dice el maestro brasileño; Segre también lo sabía, por eso amó primero la historia, que es, más que narración del pasado, explicación del presente y luego amó esa materialización de esa historia que es la arquitectura, no en vano decía Ruskin que el libro del arte es el más verdadero de los libros en los que los pueblos escriben su historia.

La magnitud de la obra de Roberto Segre rebasa el corto espacio de este ensayo. Se trata de una obra conformada a través de un pensamiento que, a pesar de su compromiso ideológico, no se encontraba encasillado, sobre todo en sus últimos años, por esquemas rígidos de pensamiento. El tema de la identidad, tan presente en la discusión sobre la realidad arquitectónica del Caribe lo resolvía de manera sencilla. Un día conversábamos en clase sobre el magnífico edificio del Banco Central de la República Dominicana obra del dominicano Rafael Calventi Gaviño. En aquella ocasión alababa no solo el diseño sino además la factura de la construcción, diciendo que era uno de los mejores edificios de la arquitectura caribeña. A mí se me ocurrió traer a la discusión, la opinión que un crítico amigo expresara dos días antes respecto al mismo edificio y su pertenencia a dicha arquitectura, preguntándole a Segre si el mismo podría enmarcarse dentro de esa categoría. Con una sonrisa me contestó: “Bueno, definitivamente está en el Caribe, ¿o no es producto de su realidad?”

Roberto Segre murió el 13 de marzo de este año, luego de regresar de una de sus dominicales caminatas matutinas que le llevaban frente al Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, donde hacía ejercicios. En el camino de regreso, un empujón brutal e inesperado lo derribó, podríamos decir parafraseando al gran Miguel Hernández. Lo que compartió con miles de admiradores por todo el mundo, lo que dijo sobre la arquitectura de América Latina y el Caribe a lo largo de su vida fue mucho; quizás quedó mucho por decir, quizás... ahí esta la obra.

Marcos A. BlondaSanto Domingo, RD. Mayo de 2013.

Roberto Segre (2013). Frontispicio del libro Ministério Da Educação E Saúde, Ícone Urbano Da Modernidade Carioca (1935-1945). São Paulo, Brasil: Romano Guerra Editora. Libro póstumo de Segre, publicado en Brasil el 10/6/13.

Segre, R. (2006). Casas Brasileiras.Brasil: Viana & Mosley Editora.ISBN 85-88721-31-7. Idioma: Portugués e inglés.

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AAA 047/28Ensayo AutobiográficoRoberto Segre / Fotografías: Cortesía de Daniela y Fabio Segre

Importancia de la cultura italiana en la historiografía de la arquitectura de América Latina

Los primeros añosEs una tarea difícil decidirse a escribir un relato autobiográfico, sobre el significado de Italia y su cultura, en estas siete décadas de mi vida fervientemente dedicadas a la historia de la arquitectura. Uno tiene la impresión de que relatar la propia vida se asocia con cierto contenido egocéntrico, de auto-reconocimiento; con una ilusión de que las experiencias personales serán de utilidad a los posibles lectores. Sin embargo, al mismo tiempo hay en el mundo una constante avidez de conocimiento sobre aquellas personas cuyo trabajo ha contribuido al desarrollo de la cultura, y cuyas ideas han tenido algún impacto en el desarrollo social; que han luchado por cambiar las realidades, y por desarrollar nuevos contenidos existenciales, nuevas interpretaciones, visiones y experiencias que pudieran ser asumidas por las generaciones futuras. De ahí que el llegar a una edad avanzada supone la necesidad de parar, mirar hacia atrás y aplicar la propuesta del cantante Paolo Conte, quien propuso: “Dale, dale, vamos, vamos, rueda la película” y así revivir los momentos más importantes de la vida; los descubrimientos de los viajes, los contactos con los profesores, las experiencias arquitectónicas y estéticas. Sin lugar a dudas, están las autobiografías que continúan siendo paradigmáticas como las de F. L. Wright y Oscar Niemeyer., o aquellas, más íntimas y personales, como las de Peter Blake, V. G. Sebald, o Eric Hobsbawm. Como siempre fui un amante de la historia, recuerdo que en mi adolescencia devoraba las biografías de personalidades políticas o artísticas que me atraían, como las de Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Napoleón, Julio César, entre otros. Y el primer artículo que publiqué en un libro de historia de la arquitectura moderna en Argentina en 1959, fue la reseña de los Kindergarden Chats del norteamericano Louis Sullivan, en los que transmitía a los jóvenes, sus emotivos y sensibles pensamientos y sus nuevas ideas sobre arquitectura, en un momento en que se avecinaban los cambios radicales al cuestionamiento de la tradición académica. Pero, al mismo tiempo, como observa Gillo Dorfles en el epílogo de una reciente y breve autobiografía, existe también una vergüenza, timidez, resistencia, de revelar los detalles de la propia vida –sobretodo intelectual– con la eterna duda de su valor positivo.

Nací en Milán en 1934, en el duodécimo año de la Era de Mussolini, poco después del Congreso CIAM que redactó la Carta de Atenas; en el mes siguiente al pintoresco Congreso de Nuremberg que definió con claridad los trágicos objetivos políticos, ideológicos y militares de Adolf Hitler; y dos meses antes del asesinato de Sergei Kirov, miembro del Partido Comunista de la URSS, cuyo asesinato sirvió para justificar las violentas purgas desatadas por Stalin. Aquellos no fueron años fáciles para una Europa convulsionada, una Europa de entreguerras. Mi padre era un corredor en la Bolsa de Valores de Milán, siguiendo los pasos de mi abuelo; con una buena formación intelectual, habiendo estudiado economía en la prestigiosa

Universidad Bocconi. Escribió una tesis dedicada al tema de la bolsa –asesorado por Luigi Einaudi, quien se convertiría en el primer presidente de la República Italiana–, que luego publicó como libro en la editora Einaudi de Turín. El apellido Segre, de origen judío, era prestigioso por la participación de algunos miembros de la familia en la vida política y cultural italiana, tanto en Turín como en Milán. Emilio Segre fue Premio Nobel de Física (1959), al participar con Fermi en el desarrollo de la energía atómica, y Roberto Segre fue general del ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial, según lo documenta la investigación de Anat Falbel. En Italia, los judíos se consideraban primero italianos y luego judíos, ya que no había ni persecución ni segregación como en los países de Europa Central. De ahí la afirmación de Bruno Zevi de que el origen de su familia se remonta a la época del Imperio Romano, cuando hasta los judíos podían vivir sin problemas en la Ciudad Eterna, cerca del Vaticano. La crisis de los judíos italianos en el período fascista comenzó con las leyes raciales promulgadas en 1938 y se agudizó cuando la península fue invadida por los alemanes y comenzaron las deportaciones masivas a los campos de concentración. Durante la visita al Museo de la Memoria del Holocausto de Peter Eisenman en Berlín, encontré que 15 miembros de la familia Segre habían muerto en Auschwitz.

Mi padre, Mario Segre (1900-1980), tuvo polio a los cuatro años. Sin embargo, pudo desenvolverse con cierta normalidad en su trabajo a lo largo de su difícil vida. Sin lugar a dudas, su oficina fue un éxito, porque cuando se casó en 1933 con su joven secretaria –Noemi Prando (1914-2010)– se instalaron en un confortable apartamento en Via Vincenzo Monti N º 4, en un barrio residencial burgués en el centro, cerca del Parque del Sempione, donde nací. Al ser un matrimonio mixto, decidieron prohibir el tema religioso en la vida familiar, lo que determinó mi formación totalmente atea. También asumí esa dualidad que existía entre la cultura burguesa de mi padre y la herencia proletaria de mi madre, que pertenecía a una modesta familia de clase trabajadora que vivía en el barrio popular de Bovisa. En el apartamento, la sofisticada decoración interior fue diseñada por un arquitecto austríaco en estilo Art Deco, con unos muebles de un diseño ricamente elaborado, que afortunadamente me acompañaron por mucho tiempo, pues conseguí llevarlos conmigo a Argentina. Tuve una niñera suiza, lo que me permitió aprender simultáneamente italiano y francés. Pero cometió el error de poner mi vida en peligro, cuando en invierno me llevó a dar un paseo por el parque Sempione sin protección de orejas, lo que me produjo una grave e intensa infección de oído.

Mis inicios, y mi vida cotidiana, en este ambiente acogedor y de alta calidad estética –mi papá siempre tuvo una pasión por los libros de arte que coleccionaba– fue serena y tranquila. En 1938, la situación familiar se complicó, mi madre tenía tuberculosis y fue hospitalizada en una clínica cerca de la frontera suiza, en Courmayeur, y mi padre,

Roberto Segre: Milán,1935 (1 año de edad). Foto para la publicidad de Panettone publicada en la prensa italiana en esa fecha. Segre mostraba esta foto con mucho orgullo a sus amigos más íntimos.

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que también se dedicó al periodismo –le comentó que fue uno de los primeros, en Milán, en relatar los inicios de la Revolución Rusa de octubre de 1917 –hizo críticas al gobierno de Mussolini, y fue arrestado y condenado a cinco años de reclusión en la pequeña ciudad de Amantea en Calabria. Yo estaba en Milán con la niñera, atendido por los familiares de mis padres, pero esta difícil situación se resolvió con la ayuda de un juez que autorizó nuestra emigración a Argentina en abril de 1939, pocos meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Los primeros años en Buenos Aires fueron difíciles. Para mantener a la familia mi padre tuvo que buscar trabajos que no tenían nada que ver con su profesión de economista, e inicialmente vivimos en un barrio en los suburbios –Flores– en una casa con patio, donde recuerdo una enorme cantidad de botellas de vidrio, que contenían el desinfectante que se producía y se vendía para limpiar las botellas de leche. Al principio de la guerra, la colonia italiana en Argentina –un país que apoyaba el Eje hasta 1944– fue esencialmente fascista y no apoyó la inclusión de mi padre por su postura declaradamente antifascista.

Después de algunos años, obtuvo un trabajo como periodista en un periódico de economía –El Sol– y así conseguimos mudarnos a un apartamento en el Barrio Sul, donde asistí al primer grado en una escuela pública. Argentina siempre ha tenido un buen nivel de educación pública, siendo mínima la presencia de escuelas privadas, en general asociadas a una formación religiosa. En mi caso, la educación que recibí era aceptable, pero el nivel cultural al que tenía acceso era el predominante en un barrio popular, con escasos incentivos para mayores desarrollos. Tampoco en casa la herencia italiana tuvo una presencia especial en estos primeros años de mi adolescencia, ya que las preocupaciones familiares estaban centradas en seguir los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo un gran mapa de Europa colgado en una de las paredes de la sala, donde se colocaban alfileres para marcar el avance de los aliados, y también recuerdo, con la liberación de París, haber ido a la Plaza Francia, al lado de la Recoleta, a cantar la Marsellesa junto a todos los amigos antifascistas de mis padres. Al mismo tiempo, quedé profundamente impresionado, cuando hurgando en los cajones de la oficina descubrí folletos con documentos gráficos de las atrocidades cometidas por los nazis contra los judíos en los campos de concentración. Por otro lado, vivíamos años complejos para la política argentina: en 1944 hubo un golpe militar contra la recurrencia de gobiernos de derecha –que había caracterizado la llamada “Década Infame”– y poco después, en 1945, las elecciones fueron ganadas por el gobierno populista del General Perón, que luego se convirtió en dictadura en los años cincuenta. Quedaron grabados en mi memoria adolescente, aquellos días de octubre de 1945, cuando delante de nuestro edificio pasó la multitud de trabajadores de la zona industrial de Avellaneda, caminando con

antorchas hacia la Plaza de Mayo, donde pasaron la noche pidiendo la liberación de Perón, atrapado en la isla de Martín García.

En 1947 hicimos un viaje a Italia para visitar nuestras familias que vivían en Roma y Milán. Era todavía precaria la situación general del país, y persistían las cicatrices de la guerra, especialmente en Milán, donde aún eran visibles las ruinas de los edificios destruidos por los bombardeos. A pesar del tiempo transcurrido, tengo una fuerte y persistente memoria de este primer viaje importante de mi vida. En primer lugar, la experiencia del moderno avión Super-Constellation de Panair, de Brasil, y las largas 36 horas para llegar de Buenos Aires a Roma. En segundo lugar, la reservación que las tías nos hicieron en el modesto, oscuro y sombrío hotel Santa Chiara, situado atrás del panteón, porque imaginaban que disponíamos de pocos recursos para financiar nuestra visita turística. No era así, ya que después de la guerra, Argentina tenía una moneda fuerte en comparación con la lira. Y, con los recursos económicos de mi padre, fueron de las pocas veces en mi vida que me quedé en hoteles de lujo: el Edén en Roma, cerca de la elegante Vía Veneto; el Continental en Milán –hoy derrumbado– un gran hotel de la belle époque, situado al lado de la Scala y la Galleria, con las habitaciones y salones principescos de estilo Louis XIV, con profusas pinturas barrocas en todos los techos. En este primer re-encuentro consciente con Italia, acontecieron las primeras experiencias arquitectónicas y artísticas, cuando la hermana de mi padre me acompañó en las visitas a los museos de Roma, a pasear por las plazas con fuentes de Bernini, y por las rutas del Foro Romano. Constituyeron imágenes que comenzaron a establecerse en mi memoria, todavía sin despertar un interés particular por el mundo de la historia del arte.

El año 1947 fue importante en mi vida. Con la mejora de la situación económica de mi padre, ya entonces corredor de la Bolsa de Valores de Buenos Aires, nos mudamos en la zona principal del barrio Norte, en un buen edificio de apartamentos de los años treinta, rigurosamente racionalista –de influencia alemana– con delicados acabados de la época importados por las empresas constructoras de ese país que operaban en Argentina. Y el cambio fundamental fue iniciar el segundo año en la escuela secundaria de mayor prestigio de Argentina, el Colegio Nacional de Buenos Aires. Creado en el siglo XIX, donde se formaron los próceres y políticos argentinos, dependía directamente de la Universidad de Buenos Aires, con un programa de enseñanza a nivel europeo. La admisión a la escuela era limitada por la rigurosa selección mediante exámenes de ingreso –que, debido a la orientación nacionalista de la dirección de la escuela, no favorecía la entrada de extranjeros y mucho menos con apellidos judíos– que milagrosamente conseguí pasar con la ayuda de la inolvidable profesora Elsa Barg, que me ayudó a superar mis eternas deficiencias en matemáticas y de ciencias exactas, disciplinas que para mí siempre han sido

Roberto Segre, Daniela Segre y Fabio Segre en la célebre biblioteca de arquitectura que todavía debe existir en La Habana, Cuba, en una foto de 1987.

Roberto Segre, Daniela Segre y Fabio Segre en La Habana, Cuba, cerca de 1983.

Roberto Segre, y los ya adolescentes Daniela Segre y Fabio Segre, también en La Habana, Cuba, hacia 1989.

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inaccesibles e incompresibles. Estaré por siempre agradecido por esta ayuda que me permitió obtener la mejor formación académica de secundaria en Argentina. El Colegio estaba localizado en un edificio ecléctico monumental construido a principios del siglo XX cerca de la Plaza de Mayo y de la llamada Manzana de las Luces (Bloque de la Ilustración), donde también estaban la Iglesia de San Ignacio, y la Facultad de Arquitectura y Ciencias Exactas, que ocupaban edificios del siglo XVIII que habían pertenecido a las primeras instituciones religiosas y políticas de la ciudad de Buenos Aires. Así que me pasé doce años de mi vida estudiando en el mismo bloque histórico y prestigioso.

Los seis años de estudio en la escuela secundaria fueron un período inolvidable. Creo que la base sólida que recibí definió mi camino intelectual, la disciplina, la búsqueda de la perfección, la seriedad y la dedicación al trabajo, se forjaron durante esta etapa. A pesar del carácter nacionalista del colegio, la enseñanza tenía un contenido cosmopolita, humanista y radicalmente secular. Los profesores, en su mayoría, eran prestigiosos intelectuales y profesionales de renombre nacional e internacional, y pertenecientes, tanto a la vieja guardia política como a la ideología de izquierda, pero siempre identificados con la ética y la moral que debía caracterizar al sistema político democrático. Debido al radical anti-peronismo de las autoridades del colegio, y a su definida oposición al régimen, fue intervenido por el gobierno en 1952. La eficiencia de la organización y la seriedad de los cursos, así como los severos requisitos de los exámenes, se parecía a la dinámica de los colegios británicos tradicionales. Esto me obligó a adaptarme a estas duras condiciones, sin considerarlo un sacrificio personal, pues con el ascetismo de mi vida familiar –recordar que, debido a la limitada movilidad de mi padre generada por la poliomielitis, se movía con dificultad– yo pasaba mucho tiempo en casa, dedicado a la lectura y las tareas escolares. Mi afinidad se orientaba a los profesores y asignaturas humanísticas, y en comparación, muy poco hacia aquellas de contenido científico. Debo reconocer que en la estructura incorruptible de la escuela, en la que cualquier estudiante que hacía trampa en un examen era expulsado de inmediato, yo tuve el coraje para tomar el riesgo y desarrollar un sofisticado sistema de colas (chivos) para las incomprensibles disciplinas técnicas, que fue admirado por mis colegas. Allí aprendí a escribir con una letra mínima, y de esta experiencia surgió el sistema de fichas de libros que me ha acompañado durante toda mi vida hasta el día de hoy. Cuando el profesor español, Florentino V. Sanguinetti nos obligó a leer por varios meses el libro de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, los exámenes mensuales eran sobre capítulos del libro. Así que para recordar el contenido, comencé a escribir una serie de fichas con letra muy pequeña, resumiendo cada capítulo estudiado. Al final del curso, era impresionante el rigor y la disciplina desarrollada en la preparación de fichas que resumían el Quijote, sistema que adopté posteriormente cuando empecé a desarrollar una lectura metódica y grabación de libros.

Quando rispuosi, cominciai, “Oh lasso, quanti dolci pensier, quanto disío menó costoro al doloroso passo!” Poi mi rivolsi a loro e parla´ io, e cominciai: “Francesca, i tuoi martiri a lacrimar mi fanno triste e pio. Ma dimmi: al tempo de´dolci sospiri, a che e come concedette amore che conoscente I dubbiosi desiri? E quella a me: nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice ne la miseria: e ció sa´ l tuo dottore. Mas s´a conocer la prima radice del nostro amor tu hai cotanto affetto, faró come colui che piange e dice. Noi leggevamo un giorno per diletto

di Lancialotto come amor lo strinse: soli eravamo e senza alcun sospetto. Per piú fiate li occhi ci sospinse quella lettura, e scolorocci Il viso; ma solo um punto fu quel che ci vinse. Quando leggemo Il disiato riso esser baciato da cotante amante, questi, che mai da me non fia diviso, la bocca mi bacio tutto tremante. Galeotto fu il libro e chi lo scrisse; quel giorno piú non vi leggemmo avante.Mentre che l´uno spirto questo disse, l´altro piangea sí, che di pietade io venni men cosí com´ io morisse;e caddi come corpo morto cade”.

A pesar de la tendencia nacionalista de la escuela, fue en este período que despertó mi identidad italiana. El curso de latín se prolongó durante los seis años de estudio, con el mismo viejo maestro que llamábamos el “Gallego Fernández”. Anciano, no se preocupaba por lo que pasaba en el aula, ni en los exámenes, creo que aprobaba a todos los alumnos, de hecho la dinámica era que aprendiese quien quisiese. Me entusiasmé con el contenido histórico de Roma, y recuerdo haber leído la Catilinárias de Cicerón y fragmentos en latín de De Bello Gallico de Julio César. Pero, lo que nunca he podido olvidar, es el fragmento de la Divina Comedia de Dante Alighieri, que Sanguinetti, el profesor de español, me hizo recitar en el aula en frente a todos los estudiantes, para que yo pudiera expresar mi pertenencia a la cultura italiana. Desconozco por qué seleccionó este romántico y poético fragmento del Canto V del Infierno, dedicado a Paolo y Francesca:

El Colegio Nacional de Buenos Aires era el único que tenía, durante el último año, una asignatura de historia del arte. Yo, que en ese período me había enamorado de los libros de historia, sobre todo del mundo antiguo –había leído los cinco volúmenes de la Grandeza y decadencia de Roma de Guglielmo Ferrero, entusiasmado por el brillante profesor de historia del Colegio, Horacio Difrieri– cuando el poco expresivo profesor del curso de historia del arte –llamado “Hormiga Negra”, un gordo, voluminoso, siempre vestido de negro– nos obligó a leer el Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía de Gotthold Lessing, no muy digerible ni comprensible, en aquella etapa de nuestro desarrollo cultural. Allí comenzó a despertar mi interés por las obras de arte, también basado en los documentos a

Roberto Segre y Lucas Cornwell (nieto) –Margate– Florida, enero 2005.

Fabio Segre y Roberto Segre –Margate– Florida, mayo 2006.

Roberto Segre, Daniela Segre y Lucas Cornwell en Niteroi, Río de Janeiro, uno de los lugares de paseo más frecuentados por Segre en sus caminatas dominicales. Diciembre de 2004.

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los que tenía acceso en la biblioteca de mi padre. Solía consultar las colecciones de libros de pintura de las editoras Silvana y Skira; las maravillosas láminas de la Enciclopedia de Diderot –que teníamos completa en la edición anterior a la Revolución Francesa–; los 35 volúmenes de la Enciclopedia Treccani; y una obra que, por suerte todavía tengo y siempre una referencia insustituible, el Diccionario Bompiani de todos los tiempos y toda la literatura. Lecturas y experiencias estéticas que me insertarían progresivamente en la “alta” cultura, todavía no totalmente absorbida. Por ejemplo, mi resistencia a la música clásica, fue definitivamente vencida cuando quedé impresionado con el concierto de la niña prodigio Pierino Gamba, que con 12 años de edad dirigió la Quinta Sinfonía de Beethoven, en el teatro-cine Rex de Buenos Aires. Y también incidieron, en mi adolescencia, las lecturas de libros un poco eróticos como Candide de Voltaire y Afrodita y los cantares de Bilitis de Pierre Louys; o los sonetos apasionados que escribía Michelangelo Buonarroti sobre la inalcanzable mujer amada. Pero sin duda, lo que más asimilé fueron sus ideas en la frase “no hay lesiones similares a las del tiempo perdido” (non ci sono simili ai danni del tiempo perduto quelli ).

En 1952, en el último año del colegio, aparecieron las dudas acerca de cuál carrera universitaria sería más apropiada desarrollar en mi futura vida profesional. Los amigos insistían en que la ingeniería era la que tenía mejores perspectivas económicas. Me acuerdo de que, sin necesidad de hacer el examen de ingreso en la universidad –el Colegio Nacional de Buenos Aires era el único que permitía la entrada directa– asistí a los cursos que se ofrecían a los candidatos de la Facultad de Ingeniería, y las clases de asignaturas técnicas me producían pesadillas angustiantes. Evidentemente, ése no era mi camino. Por otro lado, ingresar en la Facultad de Filosofía y Letras significaba una perspectiva limitada de trabajo, en un país esencialmente pragmático como Argentina. Entre estas incertidumbres, se produjo el milagro, la revelación de Pablo el Apóstol. Sin tener ningún interés particular en la arquitectura, una compañera de clase me invitó a escuchar la cátedra de un curso que estaba siendo impartido por un italiano en la Facultad de Derecho. Era Bruno Zevi. Me quedé impresionado con la exposición escenográfica sobre el espacio en la arquitectura barroca italiana, la relación teatral entre el discurso y las diapositivas con imágenes de obras de Bernini, Borromini, Pietro da Cortona. Cuando volví a casa, comenté sobre la maravillosa conferencia, y que de repente, la arquitectura podría ser una opción para mis estudios universitarios. Después de asistir a clases descriptivas y poco imaginativas sobre la historia del arte, la interpretación del espacio arquitectónico realizada por Zevi, abría una perspectiva totalmente nueva y apasionante que no conocía hasta ese momento. Así pues, al finalizar el último curso de la secundaria en diciembre, mis padres me facilitaron un viaje de varios meses a Italia –en el transatlántico Conte Grande– quedándome en Roma con tíos y abuelos, para familiarizarme con el arte y

la arquitectura. A mi llegada, mi tío, culto abogado romano, me recibió con el presente del libro de Zevi, Saber ver la arquitectura, y con la dedicatoria: “A Roberto, futuro gran arquitecto”.

Estuve en Italia desde diciembre del 1952 hasta abril del 1953, la mayor parte del tiempo en Roma, y visitando Florencia y Milán. Fue un período de vida completamente ascética y monástica, sólo dedicada al arte y la arquitectura. La única diversión fue viajar con mi tía, durante las fiestas de fin de año a Nápoles y a la isla de Capri. Pero en realidad, era poco común que un joven de 18 años pasase meses dedicados solamente al trabajo académico, sin las actividades sociales y de ocio que corresponden a esta edad. Pero quería aprovechar al máximo esta oportunidad que me permitía conocer el arte y la arquitectura italiana. Mi tío, Ugo Battaglia, que pertenecía a una familia de intelectuales de antigua tradición local, y que había vivido en un palacio del siglo XVIII en el centro de Roma, cerca del Palacio Massimo alle Colonne de Baldassare Peruzzi, era un profundo conocedor de la historia y la cultura italiana. Como tenía parientes en Viterbo, era habitual que los fines de semana se organizaran viajes para visitar los pequeños pueblos históricos, cerca de la Ciudad Eterna: así conocí Cerveti, el lago de Bracciano, Frascati, Palestrina, Velletri, Orvieto, el lago de Bolsena, Montefiascone, entre otros. Esta total dedicación a los estudios, y mis visitas constantes al Foro Romano, enfureció a mi abuelo, viejo alegre que quería conocer a las jóvenes que frecuentaba. Cuando tuve que explicar que no conocía adolescentes de mi edad, comentó: “Imbécil: así que has venido de muy lejos para ver las piedras muertas”.

Con los contactos de mi tío, conseguí entrar como oyente en un curso de Historia del Arte en la Facultad de Letras de la Universidad de Roma, en el edificio monumental del campus diseñado por Marcello Piacentini. Así conseguí profundizar en los temas de la pintura del Renacimiento italiano y de la arquitectura etrusca y romana. Tuve el privilegio de escuchar las clases de Leonello Venturi sobre la historia de la pintura renacentista; de Giulio Quirino Giglioli sobre el arte y la arquitectura etrusca; y de Giuseppe Lugli sobre el Foro romano, que alternaban con estudios de las propias ruinas, en las que eran detalladas las particularidades de cada uno de los edificios imperiales. Además de las continuas visitas a los museos, al Foro, a las plazas –San Pedro, Campidoglio, Navona– también asistí a conferencias semanales que se celebraron en el Vaticano y en el Oratorio de Filippini, obra de Francesco Borromini, al lado de la Iglesia Nueva, Santa Maria en Vallicella. En ese momento mis pasiones fueron: primero, la arquitectura del mundo clásico; segundo, los pintores del Renacimiento, desde sus inicios con Giotto, Masaccio, Uccello, Masolino, Lippi, Leonardo, Piero della Francesca, Botticelli, Rafael, Mantegna, Donatello, entre otros. De ahí mi emoción cuando conseguí pasar la Semana Santa en Florencia, y

Lucas Cornwell (nieto) y Roberto Segre –Margate– Florida, julio 2007.

Roberto Segre y Fabio Segre –Tampa– Florida, febrero 2007.

Roberto Segre y Fabio Segre de turismo en New York, 2008.

Roberto Segre y Maya Cornwell –Coconut Creek– Florida, febrero 2009.

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pude conocer, no solamente los museos, palacios, plazas y calles, cuna del arte renacentista italiano, sino también visitar, incluso sin conocimientos especializados ni una sensibilidad especial por la arquitectura, las obras de Brunelleschi, como Santa Maria dei Fiori, el Hospital de los Inocentes y la Capilla Pazzi. En esta primera etapa de mi experiencia artística, la arquitectura moderna aún no era parte de mis intereses arquitectónicos. Y la formación racionalista y cartesiana, recibida tanto por parte de mi padre, como por la educación del colegio, me acercaron al rigor y la disciplina de los órdenes clásicos, y a la nitidez y regularidad contenida en las perspectivas de los pintores renacentistas.

La formación de arquitectoFui estudiante de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires entre los años 1953 y 1960. A finales del gobierno de Perón en 1955, la Facultad pasó por un período difícil. Como los profesores debían identificarse con el Partido Justicialista, no asistían los profesionales de mayor prestigio, pero había algunas excepciones, como el reconocido historiador de la arquitectura Mario J. Buschiazzo, ajeno a las exigencias políticas del régimen. En el curso de Introducción a la Arquitectura, tuve la suerte de insertarme en el equipo de un buen asistente –Rafael Iglesia– que nos introdujo a la arquitectura moderna. Allí comenzó una tensión cultural interna que me acompañaría durante toda la vida. Por un lado, mi pasión por la tradición clásica y el arte del Renacimiento, requería de una visión rígida, obsesivamente racionalista, basada en principios estéticos de orden cartesiano y simétrico. Esto condicionó mi trabajo en el curso introductorio, basado en los modelos de la Bauhaus, con las dificultades de poder asimilar las libertades compositivas y asimétricas del diseño moderno. Por otro lado, la lectura de los libros de Bruno Zevi –primero, Saber ver y luego, Historia de la Arquitectura Moderna– cuestionaban, desde el punto de vista “orgánico”, la persistencia de los valores clásicos y la dureza expresiva del cartesianismo arquitectónico del Movimiento Moderno. Esta dualidad se mantuvo con intensidad en mi formación cultural y en mi producción intelectual, esta antítesis entre razón y sentimiento. Fue muy emocionante leer en 1953 la primera edición de la revista Casabella-continuità, bajo la dirección de E.N. Rogers, que publicó en una página doble de papel “canson” el diseño expresionista de la Torre Einstein de Erich Mendelsohn. Inmediatamente hice la suscripción a la revista y conservo toda la colección hasta la renuncia de Rogers en 1965. Me quedé encantado con las obras de Scarpa, Gardella, Albini, Gregotti, Quaroni, Samona, Mangiarotti, Zanuso, Viganò, entre otros, pero no estaba de acuerdo con las referencias historicistas de la Torre Velasca en Milán (1957), que provacaron un debate internacional cuando la obra apareció detalladamente publicada en la revista. Me identifiqué con la crítica de Reyner Banham presentada en la Architectural Review que suscitó una ácida respuesta de Rogers en el editorial de Casabella, “Carta al guardián de los frigoríferos”.

La vertiente racionalista se intensificó por mi relación con el grupo de arquitectos y artistas situados en el círculo de Tomás Maldonado. Como las clases de diseño eran muy débiles en la universidad, un pequeño grupo de amigos estudiantes salió a las calles en busca de una oficina de prestigio que nos pudiera guiar. Fuimos acogidos por el grupo OAM (Organización de Arquitectura Moderna), donde trabajaban profesionales jóvenes de la vanguardia argentina, estrechamente relacionados con Maldonado. Lógicamente, el rigor de la disciplina Miesiana nos fueron impuestos en los proyectos arquitectónicos elaborados bajo la dirección del arquitecto Juan Manuel Borthagaray. Del mismo modo, la obra de Max Bill, el Gute Form, en el diseño industrial, y la limpieza de la gráfica suiza, constituirían para mí un modelo permanente, cuando empecé a dibujar en la revista de economía de mi padre, Camoatí, donde fui responsable del diseño gráfico “moderno” de la publicación. Allí me interesé por el diseño italiano a través de otras publicaciones que recibía: Stile Industria, Domus, Comunitá, Civiltà delle Macchine. Por un lado, profundicé en el conocimiento de la obra de Adriano Olivetti, y su apoyo al diseño innovador y a la arquitectura moderna que se difundía en la revista Comunitá; y con la relación entre industria y cultura, presentada en Civiltá delle Macchine, editada por el Instituto per la Riconstruzione Industriale (IRI). Pero también seguí la producción de mi primer maestro, Bruno Zevi, cuando llegó a Buenos Aires a su nueva revista Architettura, Cronache y Storia, cuyos contenidos históricos eran más interesantes que las obras de arquitectura presentadas con un diseño gráfico poco atractivo. La atracción por el mundo clásico comenzó a ser reemplazada por la arquitectura moderna. Mi intensa relación con el tema, tomado en Italia, se mantuvo cuando Luigi Crema –autor de una importante historia de la arquitectura romana– profesor en el Politécnico de Milán, dio una conferencia en la Facultad sobre los monumentos del Imperio; y luego, en 1957, cuando empecé a trabajar como asistente en la asignatura de Historia de la Arquitectura I, que exigía a los estudiantes elaborar modelos de los Foros de Roma y Pompeya, tareas complicadas que no fueron muy bien asimiladas por los alumnos. El acercamiento cada vez mayor con la arquitectura moderna fue posible gracias a las lecturas de los textos que llegaban a la librería italiana Leonardo, en el tiempo que trabajaba en la Bolsa y disponía de los recursos para crear mi biblioteca de arquitectura, formada en su mayoría por ediciones italianas. También era posible conseguir en las librerías del centro de la ciudad, los libros de las bibliotecas desmanteladas, de viejos arquitectos italianos que habían emigrado a la Argentina. Así, por ejemplo, descubrí los folletos sobre arquitectura paleocristiana, pre-románica y románica escritos por Giulio Carlo Argan, de los años treinta, del inicio de su carrera, cuando daba conferencias en Florencia y en el sur de Italia.

Después de leer los libros de Zevi, cuando entré en el problema de la modernidad, leí el texto fundamental de Giedion, Espacio, Tiempo y Arquitectura, publicado por la

Fabio Segre y Roberto Segre –Miami– Florida, febrero 2009.

Roberto Segre y Maya Cornwell –Coconut Creek– Florida, diciembre 2009.

Daniela Segre, Roberto Segre y Fabio Segre –Miami– Florida, diciembre 2009.

Daniela Segre, Roberto Segre, Fabio Segre –St. Petersburgo, Florida, agosto 2010.

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editora Hoepli, cuyos capítulos sobre Mies y Le Corbusier traduje –como Secretario de Cultura del Centro de Estudiantes de Arquitectura– para que circularan entre los estudiantes. Esperaba con ansias la sucesión de dos pequeños volúmenes publicados por Einaudi, la Historia social del arte de Arnold Hauser, que me permitió superar radicalmente los análisis descriptivos de la producción artística occidental y establecer la relación con la sociedad, la cultura y la economía. Los libros más importantes recibidos de Italia en aquella década fueron Walter Gropius y la Bauhaus de Argan; Elementos de la arquitectura funcional de Alberto Sartoris; El Barroco en la arquitectura Moderna de Gillo Dorfles; y una serie de volúmenes publicados por la editora Tamburini de Milán, con textos de Giulia Veronesi y Zevi: Poética de la Arquitectura Neoplástica; Arquitectura e Historiografía; entre otros. Con el derrocamiento del gobierno peronista, la Facultad recuperó su antiguo brillo con el regreso de prestigiosos arquitectos para impartir talleres de diseño. Tuve la suerte de tomar las clases del reconocido Wladimiro Acosta –amigo y colega de Gregori Warchavchik– que nos introdujo al tema de la vivienda popular y la arquitectura de contenido social. En aquellos años fue importante compartir con Marco Zanuso, cuando estuvo en varias ocasiones en Argentina para supervisar la construcción de la fábrica de Olivetti en Merlo, un suburbio de Buenos Aires. Como diseñador y arquitecto, él pertenecía a la herencia racionalista italiana, con reminiscencias historicistas de estilo neorrealista. Sus ensayos sobre la forma, el material y la construcción eran muy atractivos para los jóvenes estudiantes y arquitectos que buscaban un camino distinto al esteticismo formal que comenzaba a desarrollarse con las libertades plásticas del brutalismo. En 1957, comenzó el curso de ingreso a la Facultad, y fui invitado a la asignatura de Historia de la Civilización, donde impartí la primera conferencia de mi carrera universitaria sobre Leonardo da Vinci, inspirada en la interpretación filosófica de Ernst Cassirer. Gillo Dorfles llegó a Argentina a finales de los años cincuenta para dar conferencias en varias universidades y me encomendó la tarea de ser su cicerone. Lo acompañé durante toda su estadía en el país. Así se estableció una amistad que duró hasta ahora –está siguiendo los pasos de Oscar Niemeyer, ya con 101 años de edad (2011), y acaba de publicar un libro de memorias 99+1– y sus enseñanzas me abrieron múltiples horizontes teóricos; desde los necesarios vínculos entre historia, arte, arquitectura y diseño; la base semiótica y filosófica de la obra de arte, y la indispensable búsqueda de los significados simbólicos de los elementos materiales –cultos y populares– producidos por el hombre. Dorfles no era arquitecto, pero se graduó en filosofía y estética, por lo que su visión era mucho más amplia e instigadora –él aplicaba las teorías de Gropius sobre la importancia del diseño desde la cuchara hasta la ciudad– que la de los críticos tradicionales de arquitectura, aparte de su sensibilidad por descubrir y valorar los caminos abiertos por la vanguardia internacional. Debo a él, el

haber ido a los límites de la arquitectura, buscando la historia y la antropología cultural para entender la relación histórica entre la sociedad, el pensamiento y el mundo material, que figura en los textos de Linton, Weber, Herkovitz, Kahler, Cassirer. Por otro lado, también fueron influyentes las relaciones con algunos amigos de mi padre; por ejemplo, el filósofo Rodolfo Mondolfo, y Gino Germani, uno de los fundadores de la sociología argentina.

En la segunda mitad de los años cincuenta, tuvo una gran importancia la amistad con Enrico Tedeschi. Llegó a Argentina al final de la Segunda Guerra Mundial, y después de participar en el proyecto de la Ciudad Universitaria de Tucumán, con Cino Calcaprina y Ernesto N. Rogers, y la colaboración de los arquitectos argentinos Horacio Caminos y Eduardo Catalano; Tedeschi se estableció en la ciudad de Córdoba, donde dio clases en la Facultad de Arquitectura. Colega de Bruno Zevi, compartió con él las ideas de la arquitectura orgánica, y la importancia de la relación entre la obra y el lugar, los materiales locales y las condiciones ambientales. Dirigió un equipo de investigación que estudió la arquitectura colonial del norte de Argentina, y en contraposición a la hegemonía de Buschiazzo en Buenos Aires –cuya visión era todavía tradicionalista– creó el Instituto Inter-Universitario de Historia de la Arquitectura, organizando seminarios internacionales anualmente, a los que fueron invitados Pevsner, Banham, Argan, entre otros. Cada vez que venía a Buenos Aires teníamos un encuentro personal, y me sugería lecturas y orientaciones culturales, en particular de recientes producciones italianas. Publicó en 1947 Una introducción a la historia de la arquitectura, y en 1962, Teoría de la Arquitectura, que en los años ochenta reproduje en Cuba para los estudiantes de la Facultad de La Habana. Con este bagaje teórico pude organizar en 1962 una colección de libros en una pequeña editorial de Buenos Aires, donde publiqué un capítulo del libro La arquitectura de San Marcos de Sergio Bettini: “El Espacio Arquitectónico de Roma a Bizancio”, Edición 3. Mi primer artículo en un libro apareció en 1959, en una colección editada por los asistentes del Departamento de Historia de la FAU, Antecedentes de la arquitectura actual, con un ensayo sobre Louis Sullivan. Formado en 1960, esta etapa de mi vida terminó en 1961, cuando asistí en Tucumán al curso “El espacio arquitectónico del barroco hasta nuestros días”, impartido por Giulio Carlo Argan, a quién pedí permiso para asistir a las clases que impartía en la Facultad de Letras de la Universidad de Roma. En 1962, pasé casi un año en Europa, primero para asistir a las conferencias de Ernesto Rogers en Milán, y de Argan en Roma; y luego para visitar las obras de arquitectura en diferentes países del Viejo Continente.

La experiencia europeaPara un arquitecto, y más para quien quiere dedicarse a la historia de la arquitectura, los viajes son una necesidad ineludible. No es posible explicar una obra sin tener

Daniela Segre, Roberto Segre y Lucas Cornwellen New York, julio 2011.

De izquierda a derecha: Yaima Arbona Bello (esposa de Fabio), Fabio Segre, Lucas Cornwell, Daniela Segre y Roberto Segre en New York, julio 2011.

Maya Cornwell (nieta), Roberto Segre y Lucas Cornwell (nieto) –Coconut Creek– Florida, enero 2011.

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una experiencia personal de sus formas y espacios. En esta declaración, siempre fui heredero de los principios básicos enunciados por Bruno Zevi, en que la arquitectura requiere la vivencia visual y sensorial de la obra. En las clases que imparto, rehúso describir edificios que no he conocido personalmente. De ahí que en las Universidades de América del Sur, los estudiantes ahorran en los últimos años de su carrera, para poder realizar el gran sueño de la juventud: visitar los principales monumentos históricos y modernos en las diversas latitudes del planeta. La Facultad de Montevideo era famosa por las rifas y actividades remuneradas que organizaban los estudiantes con el fin de recolectar el dinero necesario para poder recorrer el Viejo Continente por varios meses. Por lo tanto, ya preparado como arquitecto, a finales de 1961, decidí viajar a Europa para tener esta experiencia personal.

En la primera etapa del viaje, estuve algunas semanas en Milán y casi tres meses en Roma. En primer lugar asistí a las conferencias sobre teoría de la arquitectura moderna que impartía Ernesto N. Rogers (1909-1969) en el Politécnico de Milán. Allí me acerqué al maestro que aún recordaba su visita a Argentina a finales de los años cuarenta, y que se interesó por lo que estaba sucediendo en el país. Visité la sala de redacción de la revista Casabella, y me propuso dedicar un volumen monográfico a la arquitectura y el urbanismo argentino. A mi regreso a Buenos Aires, me asocié con el arquitecto italiano Gian Lodovico Peani (1931-1988), y elaboramos “Ensayo sobre Argentina” con textos y obras que aparecen en el número 285, publicado en marzo de 1964. En el diálogo establecido para la preparación del material, me relacioné con los arquitectos Gae Aulenti, Aldo Rossi (1931-1997), Vittorio Gregotti y Francesco Tentori. Con este último mantuve una amistad duradera hasta su muerte en Venecia (2009), primero por nuestro interés común por Le Corbusier, pues él había escrito un libro sobre el Maestro y yo, en 1985, redacté el texto de mi libro que nunca fue publicado, para el cuál me hizo importantes sugerencias. En segundo lugar, porque Tentori fue enviado a Cuba en los años setenta como el arquitecto de una empresa italiana responsable de los nuevos caminos que acompañaban el proceso de modernización de la infraestructura en la isla. Por último, nos volvimos a encontrar a mediados de los años ochenta en Venecia, cuando dio una conferencia en la Facultad. En esa ocasión, también tuve contacto con Aldo Rossi –cuyo libro La arquitectura de la ciudad, publicado por Marsilio, fue uno de los primeros en difundirse en Cuba en 1966– cuando colaboraba en la Sección de Arquitectura de la Bienal de Venecia, en ese momento bajo la dirección Paolo Portoghesi. Él le había solicitado en 1979 a Rossi el proyecto del Teatro del Mundo, antes de la Bienal de 1980, en la que se presentó la Strada Novissima, considerada uno de los hitos del Posmoderno. Asombrado por no encontrarlo en la ciudad, me explicó que había sido desmantelado en un almacén porque no se podía pagar el alquiler de la barca que lo movía a través de los canales de la ciudad. Rossi se entusiasmó con la propuesta utópica que le sugerí

de ser montado en la bahía de La Habana. Durante el tiempo en Milán, conseguí visitar algunos proyectos de vivienda de Gregotti y de Rossi –el complejo residencial Gallaratese–, y fui acompañado por Marco Zanuso (1916-2001) en la visita a la fábrica Necchi; por Vittoriano Viganò (1919-1996) a la conocida obra “brutalista” del Instituto Marchiondi, y visité la oficina de Ángelo Mangiarotti, uno de los principales representantes del “purismo” constructivo en Italia.

La estadía en Roma estuvo marcada por la relación con Giulio Carlo Argan (1909-1992) y Paolo Portoghesi. Asistí al curso sobre arquitectos del barroco romano en la Facultad de Letras de la Universidad de Roma. Las conferencias eran fascinantes por la interpretación detallada, elaborada, creativa e imaginativa de cada edificio, cada iglesia, a los que les dedicaba una sesión completa. En aquella época no se tenía esa obsesión de mostrar una secuencia infinita de diapositivas a color como sucede ahora con los Powerpoints; para un análisis profundo era suficiente dos o tres imágenes en blanco y negro. Pero era emocionante ver lo que se lograba revelar a través de ellas, sobre las intenciones del autor en la planta, en las fachadas, en cada detalle, cada símbolo, cada alegoría. Nunca se trataba de una descripción –lo que caracteriza a las clases universitarias de historia de la arquitectura en nuestras Escuelas– sino de una lectura interpretativa, crítica y en algunos casos polémica. Fue inolvidable la lección de dos horas sobre la iglesia de San Carlino alle Cuatro Fontane de Francesco Borromini. Debo confesar que este curso sería esencial –ya precedido por el recibido en Tucumán el año anterior– para mi formación como historiador y crítico; y mis primeros libros de texto publicados en Cuba –sobre el Renacimiento y el Barroco– fueron totalmente influenciados por la metodología crítica desarrollada por Argan.

Cuando conocí a Portoghesi en Roma él aún no había entrado en el Parnaso de la arquitectura. En aquellos años, ya empezaba a ser reconocido por los textos publicados sobre arquitectura barroca romana. Y se emocionó al saber que yo los conocía, y que eran leídos en Buenos Aires, en los artículos que aparecieron en la revista Comunitá da Olivetti. Con él visité metódicamente iglesias y subí a lugares inaccesible, como torres y cúpulas. Me llevó a visitar la casa Bardi (1959), en las afueras de Roma, donde estaba finalizando el diseño de los muebles. Construida con ladrillos puzolana, era totalmente inspirada en las formas curvas de Borromini, siguiendo sus argumentos en defensa del Posmoderno. Cuando fui invitado por Bruno Zevi para dar una conferencia sobre la arquitectura argentina en el Instituto Nazionale di Architettura –al que asistió el Maestro– fue Portoghesi el que hizo mi presentación y el que me pasó las diapositivas. Comentó que yo había tenido en Italia una experiencia de “subdesarrollo”, que dudaba la hubiese experimentado en América Latina. Lo que pasó fue que a principios de abril decidí visitar Nápoles y Paestum. Como era demasiado largo el viaje por Sicilia, decidí ir al otro lado de la bota, pasar

Fabio Segre y Roberto Segre -New York– USA, julio 2011. De izquierda a derecha: Roberto Segre, Fabio Segre, Lucas Cornwell, Daniela Segre y Yaima Arbona Bello (esposa de Fabio) -New York– USA, julio 2011.

Roberto Segre y Maya Cornwell –Coconut Creek– Florida, julio 2011.

Roberto Segre y Daniela Segre –New York, USA– julio 2011.

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por Matera –ver los famosos Trulli– hacia Lecce y conocer el barochetto popular. A mitad de camino, en los Apeninos cerca de Potenza, se desató una tormenta de nieve cuya altura cubría por completo el coche, y tuve que permanecer cuatro días refugiado en una choza de campesinos pobres, durmiendo en un pajar con las vacas, pues no había espacio en la casa. Con la llegada de los cortadores de nieve, regresé a Roma y nunca llegue a Lecce.

Por último, también recorrí Roma con el urbanista Italo Insolera, amigo de la familia de mi tío, que me enseñó sobre el desarrollo de la estructura de la ciudad y de sus principales barrios. Al finalizar los compromisos en Italia, comencé la gira europea hasta septiembre de 1962. A mi regreso a Buenos Aires, no me imaginaba que esta experiencia arquitectónica representaría una ruptura radical en mi vida.

Los italianos en CubaEl cambio definitivo de Argentina a Cuba fue fortuito y casual. Yo había regresado del viaje de casi un año por Europa e iba a comenzar a trabajar en la oficina y en los cursos de la Facultad, a principios del año 1963. En ese momento, llegó de vacaciones a Buenos Aires un arquitecto, compañero de estudios, que tenía su oficina en el mismo edificio. Había ido a Cuba a principios de la Revolución, cuando los profesionales cubanos emigraron a Miami por no estar de acuerdo con el régimen y el país pidió ayuda a los jóvenes de los países de América Latina. Me comentó que el prestigioso profesor cubano de historia de la arquitectura, Joaquín E. Weiss, se había retirado y que no encontraban un sustituto para enseñar la disciplina. Se ofreció a presentar mi –breve– currículo a la dirección de la Facultad, y me entusiasmó con la idea de dar clases en la isla, donde podría aplicar mis ideas acerca de la enseñanza de la asignatura. En abril de 1963 se concretizó la invitación, dejé la posición que tenía en la FAU de Buenos Aires, y viajé en septiembre, ya que las clases en La Habana fueron suspendidas por seis meses, debido a la organización del famoso VII Congreso Internacional de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA). Con mi abandono del mundo clásico (en Argentina sólo me había dedicado a la enseñanza de la arquitectura moderna), pensé que ésta sería la disciplina a impartir. Pero, como único profesor de historia en la Facultad de La Habana, me ví obligado a desarrollar toda la materia desde el antiguo Egipto hasta la arquitectura contemporánea. Como no podía cambiar radicalmente los programas, asumí los del profesor Weiss, pero, por supuesto, cambiando esencialmente los contenidos.

Cada tema –Edad Media, Renacimiento, Barroco y Movimiento Moderno– correspondía a un semestre, y al tener solamente la responsabilidad de enseñar las clases, fue posible escribir los largos folletos para entregar a los estudiantes. Uno de ellos se convirtió en un libro sobre Arquitectura del Barroco Europeo, con varios

capítulos dedicados a Italia. En estos textos, apliqué los análisis e interpretaciones elaboradas por Argan, basadas en la lectura fenomenológica de las obras arquitectónicas, provenientes de su relación con el filósofo Enzo Paci. Asumiendo la filosofía marxista como base en el contexto de la Revolución Cubana, era importante concretizar la tesis de Argan, que la teoría es una teoría de la práctica, y que la idea es la idea de la experiencia concreta. Y que a la vez de estudiar la historia lineal de los estilos –como se había hecho tradicionalmente– se debía descubrir la relación entre los significados simbólicos de las obras y las estructuras socioeconómicas que las determinaban, y evidenciar también los sistemas tipológicos que identifican los temas dominantes de cada período. En Cuba, por último, en los años ochenta se editó un pequeño ensayo del curso impartido por Argan en Argentina, El espacio arquitectónico del Barroco hasta nuestros días.

Cuba nunca ha estado en el mapa de la emigración italiana. De ahí la carencia de información sobre la presencia de los italianos en la isla, aparte de Cristóbal Colón, que fue el primer europeo que desembarcó en tierras cubanas. En los años cincuenta, Franco Albini desarrolló un proyecto para la urbanización de Habana del Este, que no fue realizado. Recuerdo la anécdota del escritor Alejo Carpentier, de que cuando Enrico Caruso estuvo en La Habana en los años treinta, se produjo un principio de incendio en medio de una representación de la ópera Aida en el antiguo teatro Tacón, y el cantante fue detenido por la policía porque salió corriendo por la calle con la fantasía de Radamés en los días del Carnaval. Pero con el inicio de la Revolución socialista algunos intelectuales y profesionales idealistas y utópicos llegaron a Cuba para ayudar a construir una nueva sociedad. Apenas dembarcaron en La Habana, me relacioné con los tres arquitectos italianos radicados en Cuba: Sergio Baroni (1930-2001); Vittorio Garatti, de Milán, discípulo de Rogers; y Roberto Gottardi, veneciano, discípulo de Carlo Scarpa. Ellos participaron con Ricardo Porro en el proyecto de la obra más conocida y difundida a nivel internacional entre aquellas construidas por la Revolución: las Escuelas Nacionales de Arte, en Cubanacán, La Habana (1961-1965). También conocí a Paolo Gasparini, que permaneció dos años en Cuba –hermano del arquitecto e historiador veneciano que emigró de Venezuela, Graziano Gasparini– uno de los más reconocidos fotógrafos de arquitectura en América Latina, que hizo una colección única de fotografías de arquitectura, urbanismo y del territorio de Cuba. Debo a él todo el material gráfico de alto nivel, que acompañó mi libro de texto Ciudad y territorio de America Latina, publicado por Electa Editrice de Milán en 1982.

Con el régimen socialista, la izquierda italiana se identificó plenamente con Cuba, y comenzó un fuerte movimiento de intelectuales, políticos, profesionales que visitaron la isla. En Italia se multiplicaron las publicaciones sobre temas cubanos. Asimismo, también la nueva arquitectura cubana constituía un tema de interés, lo

Daniela Segre, Roberto Segre y Fabio Segre –Miami– Florida, enero 2012.

Fabio Segre y Roberto Segre comparten un momento de especial relajación en Miami, Florida, 2012.

Roberto Segre, Daniela Segre, Maya Cornwell y Lucas Cornwell –Coconut Creek– Florida, enero 2012.

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que me permitió publicar en Italia mi primer libro sobre la producción de los años sesenta: con el apoyo del arquitecto y urbanista Paolo Ceccarelli –entusiasta fan de Cuba, donde participó de proyectos universitarios y de restauración junto con las instituciones italianas; así como Guido Canella, director de la revista Zodiac, que publicó varios artículos sobre Cuba– la editorial Marsilio de Venecia materializó en 1970 el libro Cuba: Arquitectura de la Revolución, seguido de una segunda versión de bolsillo en 1977. También en estos años, establecí un debate con el crítico e historiador napolitano Renato de Fusco, cuando publicó el libro Arquitectura como medio de comunicación, en el que se hacía una lectura semiológica de la dinámica negativa entre la arquitectura y la sociedad capitalista. En respuesta al contenido de su texto, escribí un largo ensayo “Presencia de Cuba en la cultura arquitectónica contemporánea”, que publiqué en la revista Op.Cit., Selezione della critica d’arte contemporánea, No. 15, mayo de 1969. El texto tuvo amplias repercusiones y se reprodujo en las revistas de diversos países de Europa y América Latina.

Esta relación con Italia se mantuvo a lo largo de las tres décadas que permanecí en la isla y continué la asimilación de las aportaciones teóricas de los maestros, que se materializaron en los libros escritos para los cursos de arquitectura que se impartían en Cuba: Crítica Arquitectónica (1980) e Historia de la arquitectura y el urbanismo modernos. Capitalismo y socialismo (1985). En ellos se resumían e integraban los principales conceptos e ideas desarrollados por Bruno Zevi, Giulio Carlo Argan, Gillo Dorfles, Leonardo Benévolo y Manfredo Tafuri. De Zevi se aplicó el método de lectura de la arquitectura, con las diferentes categorías que identifican la arquitectura moderna –asimetrías y disonancias; anti-perspectiva; decomposición tridimensional, espacios temporales, entre otros–, así como sus originales métodos de interpretación de una obra específica, que hizo implementar a sus alumnos en el análisis de la producción de Miguel Ángel, y que fue resumido en el libro Michelangelo architetto que editó junto a Paolo Portoghesi; de Argan, la relación entre tipología e ideología, los contenidos éticos y morales del Movimiento Moderno, así como el descubrimiento de los contenidos simbólicos de la arquitectura en la cultura contemporánea; de Dorfles la integración de diferentes escalas de diseño –el diseño urbano, la arquitectura y el diseño industrial–, la relación entre la “alta” cultura y la cultura popular con sus manifestaciones kitsch, y la lectura semiológica de la arquitectura como “sistema”, en gran parte vinculada con los enunciados de Umberto Eco.

Benévolo tuvo una importante presencia en Cuba; primero, porque su Historia de la arquitectura moderna fue reproducida y distribuida entre los estudiantes de las diferentes escuelas de arquitectura de la isla; y segundo, porque sirvió de guía para la preparación de mi interpretación de la arquitectura de este período, en el libro Historia de la arquitectura y el urbanismo modernos. Capitalismo y socialismo

(1985) –publicado en España y Cuba– en el que refuté algunos de los análisis del Maestro italiano, lo que hizo que entre los estudiantes se identificara el texto como El Maligno. Pero Tafuri fue instrumental en la implementación de su “crítica operativa”, y en la lectura de su libro Proyecto y utopía. Arquitectura y desarrollo capitalista, para la comprensión de la crisis de la modernidad –la historia como un proyecto en crisis– y las contradicciones existentes en la arquitectura del sistema capitalista desde una perspectiva marxista, en lo que él llama el tumulte dans l’ensemble (el tumulto del todo). Y a su vez, su concretización de la formulación de Nietzsche, que “solamente será capaz de comprender la historia, aquél que sea constructor del futuro y conocedor del presente”.

Las influencias citadas se complementaron con la participación en eventos, congresos, artículos e invitaciones a varias universidades, interesadas en conocer la experiencia cubana. Además del libro ya citado Ciudad y territorio de América Latina, publicado en Milán (1982), fue significativo que también una universidad siciliana, se preocupara por difundir un pequeño folleto que había publicado en Cuba, con la participación del arquitecto Fernando Salinas, el Instituto di Composizione della Facoltà di Architettura dell’Università di Palermo que publicó en 1979, La progettazione ambientale nell’era della industrializzazione (El diseño ambiental en la era de la industrialización) a través de la Librería Dante de Palermo. Por último, en el breve período en el que Tomás Maldonado asumió la dirección de la revista Casabella, colaboré con él en la organización de un número monográfico, “Cuba veinte años después” Nº 466, de febrero de 1981; y se presentaron los logros recientes en el ensayo, “Continuidad y renovación de la arquitectura cubana del siglo XX”. En 1983 participé en el Congreso ICSID en Milán, dedicado al diseño industrial, donde encontré a Dorfles y Mangiarotti; y en 1984 fui incluido como miembro de la delegación cubana invitada por la ciudad de Venecia a las Jornadas de Cultura Cubana. Allí, Salinas y yo dimos conferencias en el Instituto de Arquitectura de Venecia, y tuvimos una entrevista con Manfredo Tafuri, que no tuvo mucho éxito. Cuando nosotros aún estábamos desarrollando la “crítica operativa”, él ya estaba dedicado a estudios arqueológicos y filológicos: concentrado en investigar el cementerio de Venecia del siglo XVI.

La relación con Italia desde Cuba culmina en mi último viaje en 1993, cuando di clases en el Politécnico de Milán; en la Facultad de Arquitectura de Nápoles; y en el programa de Postgrado en Urbanismo del Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia, invitado por el director, Marcello Balbo, siempre sobre temas relacionados con la arquitectura y el urbanismo cubanos.

Roberto Segre, Lucas Cornwell y Maya Cornwell –Celebration, Orlando– Florida, febrero 2012, en una simpática parodia familiar al Modulor de Le Corbusier.

Roberto Segre, Lucas Cornwell y Maya Cornwell –Boca Ratón– Florida, febrero 2012.

Lourdes Martí, Roberto Segre, Lucas Cornwell y Maya Cornwell -Savannah– Georgia, junio 2012.

Roberto Segre, Lucas Cornwell y Maya Cornwell –Boca Ratón– Florida, febrero 2012.

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La inserción en BrasilCon la invitación a participar como profesor en el Programa de Posgrado en Urbanismo (PROURB) de FAU/UFRJ por el entonces director de la FAU, Luiz Paulo Conde, y la coordinadora del programa, Denise Pinheiro Machado, y con el inicio de la investigación sobre la arquitectura y el urbanismo de Río de Janeiro –los barrios marginados (favelas), la obra de Niemeyer y el Ministerio de Educación y Salud –algunas universidades italianas se interesaron en conocer los nuevos logros brasileños. Así fui invitado a dar conferencias en el 2004 en la Facultad de Arquitectura de Ferrara, en el Politécnico de Milán y en las Facultades de “La Sapienza” y Roma 3, de la Università degli Studi de Roma. Pero sin duda, la mayor contribución fue la transmisión de una experiencia cultural y arquitectónica, decantada por décadas, y consolidada bajo la influencia de la herencia italiana, tanto en los cursos de pregrado de la Facultad de Arquitectura, como en las investigaciones que comenzaron a ser desarrolladas en PROURB. En ellas, aplicamos los conceptos de “diseño ambiental” asumidos por Dorfles, la integración entre arquitectura y ciudad, y la definición de códigos arquitectónicos y urbanos, concebidos como una estructura de interconexiones que conectan una compleja serie de “sistemas”, según Tafuri, que permitieron los estudios comparativos de las ciudades de La Habana y Río de Janeiro.

Sin lugar a dudas, la obra más ambiciosa desarrollada a lo largo de estos años, fue la investigación sobre el Ministerio de Educación y Salud de Río de Janeiro. La creación de un equipo de profesores y estudiantes becados, me permitió transmitirles el rigor de la disciplina de investigación ejercida durante décadas. De esta manera asumimos la idea de que la historia es un laberinto –Argan– lleno de incógnitas que, según Tafuri, deben ser resueltas. La aplicación de la tesis de José Quetglas –de que una obra puede resumir una historia social, cultural y arquitectónica de un cierto período y de un país– fue comprobada en esta investigación, donde la sede del Ministerio de Educación sirvió para comprender las transformaciones urbanas de la ciudad de Río de Janeiro, definidas por su historia política, social, económica y cultural. Y al mismo tiempo, se comparó la obra con la producción arquitectónica brasileña e internacional, tratando de descubrir las múltiples influencias recíprocas. Y en la lectura detallada del edificio, se aplicaron las categorías de análisis que mantuvo vigente Bruno Zevi durante toda su vida. Pero pudimos ir más allá de éstas, en particular, en una representación obtenida por las posibilidades técnicas de la impresión digital, que permitió introducirnos en profundidad en cada una de las particularidades formales, espaciales, técnicas, constructivas, funcionales y estéticas del edificio. Y construir la tesis de Dorfles y de Gropius, y asumirlo, no como un elemento aislado y autónomo, sino identificando su relación con todas las escalas del diseño: de esta manera, la investigación detallaba la presencia del mobiliario y la integración con las artes plásticas, la relación con el paisajismo de Burle Marx y su importancia en el despliegue

urbano, que abrió un camino crítico y polémico en el centro de Río de Janeiro. Sin lugar a dudas, al final de mi vida, la decantación de la cultura italiana, tuvo un efecto constantemente renovador en mi visión del universo urbano y arquitectónico de Brasil y de América Latina.

Roberto SegreRío de Janeiro, Brasil. Octubre de 2011.

Roberto Segre y Daniela Segre en la histórica ciudad de Savannah, Georgia, junio de 2012.

Concepción Pedrosa, Roberto Segre y Fabio Segre –St. Petersburgo– Florida, diciembre 2012.

Andrew Wilson, Lourdes Martí (primera esposa de Roberto, madre de Daniela y Fabio), Conchita Pedrosa, segunda esposa de Roberto, ahora su viuda, Roberto Segre, Maya y Lucas Cornwell –Coconut Creek– Florida, diciembre 2012.

Lucas y Maya Cornwell, y Roberto Segre –Coconut Creek– Florida, enero 2013.

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AAA 047/38EntrevistaYasser Farrés Delgado

Cinco decenios de teoría de la arquitectura en Cuba: Entrevista a Roberto Segre

La actualidad impone retos trascendentales para Cuba. En el ámbito urbano-arquitectónico ello puede resumirse como la necesidad de solucionar ciertos conflictos aún no resueltos heredados del pasado colonial y otros emergidos a partir de 1959. Aceptando que la praxis generalizada en las últimas cinco décadas ha dejado cierta estela de frustración respecto a la utopía de crear estructuras ambientales consecuentes con un proyecto social emancipador, este artículo reflexionará en torno al devenir de la Teoría de la Arquitectura en Cuba durante este tiempo y sobre los desafíos de cara al futuro. La necesidad de una teoría transgresora respecto al marxismo ortodoxo conduce a un análisis de los condicionantes que marcan la enseñanza en la Facultad de Arquitectura de La Habana, los fundamentos promulgados y las dificultades de incorporarlos a la práctica cotidiana. El texto intercalará el diálogo entre dos arquitectos de distintas generaciones que han sido profesores en la Disciplina de Teoría e Historia en dicha institución en momentos diferentes, con el análisis de otros escritos sobre esta problemática.

Introducción Recientemente, en un análisis de la crítica arquitectónica en América Latina, el arquitecto y crítico español Josep María Montaner aseveró que está pendiente la revisión de la crítica arquitectónica marxista, pues ha dejado cierta estela de frustración en la teoría de la arquitectura, siendo necesario generar una corriente que vaya más allá del marxismo ortodoxo (Montaner, 2011). Sus palabras ganan sentido cuando se observa el caso cubano, quizás el laboratorio más representativo en la región por ser donde el marxismo se asienta como filosofía de Estado. Sin embargo, atender únicamente a las características de las obras construidas en Cuba puede propiciar un análisis demasiado epidérmico sobre las relaciones entre tal teoría y tal práctica que no desvelaría los intríngulis que han condicionado la praxis generalizada. Esta última acotación no pretende objetar el análisis de Montaner sobre la necesidad de ir más allá del marxismo ortodoxo, pues el marxismo está siendo sometido a una revisión sin precedentes no sólo por la caída del bloque soviético sino por la propia incapacidad del capitalismo para llevar a cabo las grandes promesas modernas (cf. Sousa Santos, 2006:18); sino llamar la atención de quienes actualmente diseñan los proyectos arquitectónicos, urbanos y territoriales en Cuba, y sobre todo, de quienes tienen el poder de decisión para ejecutarlos, acerca de la posibilidad de un negativismo que caiga en las perversas justificaciones neoliberales que impactan la práctica global contemporánea.

En ese sentido vale la pena destacar, como hizo la arquitecta, historiadora y crítica cubana Eliana Cárdenas (1998: 14-18), que ninguna teoría de la arquitectura es “inocente” o “pura” porque siempre está en consonancia con una ideología determinada. Considerando que Eliana Cárdenas siempre manejó una concepción

sistémica donde la arquitectura se amplía a otros conceptos como entorno, hábitat, marco construido, sistema de instalaciones humanas, estructuras ambientales o ambiente construido (cf. Cárdenas 1998:16-18); puede decirse que el carácter ideológico ha sido reafirmado en planteamientos como los del sociólogo Jordi Borja, quien precisamente en el prólogo a un libro de Montaner y Zaida Muxí comenta:“En una ocasión, un periodista me preguntó si existía un urbanismo de izquierdas y otro de derechas. Le respondí que el urbanismo es de izquierdas y la especulación de derechas. Si queremos que se nos entienda en cuestiones importantes, las respuestas deben ser contundentes, simplificadoras, provocadoras”. (Borja, 2011:8)

Siendo así, atender a la cuestión ideológica de la arquitectura se presenta como un requisito fundamental para discernir qué significaría superar la crítica arquitectónica marxista ortodoxa. Semejante empresa exige una comprensión lo más diáfana posible de los vínculos que la crítica arquitectónica establece con la teoría, la historiografía y la práctica; algo que, al menos en el caso cubano, no ha sido totalmente esclarecido (cf. Farrés y Michel, 2007). De ahí que, persiguiendo un sentido operativo para arrojar luces sobre cómo cambiar la situación actual en Cuba, a continuación se pretende revisar las particularidades de tales vínculos en la praxis territorial, urbana y arquitectónica cubana posterior a 1959.

Yasser Farrés (YF): Profesor Segre, usted ha sido una de las personas más influyentes en la historiografía y la crítica de la arquitectura en Cuba desde 1959. Fundador de la Disciplina de Teoría e Historia de la Arquitectura y el Urbanismo (THAU) en la Facultad de Arquitectura de La Habana, el título de Doctor Honoris Causa que recibió en agosto de 2007 es un merecido reconocimiento a más de tres décadas de trabajo directo en dicha institución, y otras dos de continuada colaboración posterior. ¿Cómo definiría usted la relación entre teoría, práctica, historiografía y crítica?

Roberto Segre (RS): En realidad estas disciplinas pueden desarrollarse integradas o separadas. La teoría está compuesta por el conjunto de ideas filosóficas, estéticas, sociales, económicas, etc., sobre la arquitectura. La práctica se define por los edificios realizados, y también por el ejercicio proyectual, o sea, tanto la concreción material de la obra como la elaboración del proyecto, que al mismo tiempo constituye una práctica. La crítica constituye la lectura e interpretación de la obra arquitectónica y urbanística, pero también es lícito desarrollar una crítica de la teoría.

Si la teoría posee un carácter impersonal –al ser definida por un movimiento, una corriente, una línea de pensamiento–, la crítica siempre es personal, asociada a un individuo específico que la ejerce. Por último, la historiografía constituye el recuento

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de las ideas, tendencias, movimientos, pensadores sobre la especialidad, que caracterizaron la evolución histórica de la disciplina. Según el objeto de estudio que se propone cabe interrelacionarlas o asumirlas aisladamente. YF: ¿Cómo se ve a usted mismo: teórico, historiador, o crítico? (Me tomo la atribución de excluir “práctico” sabiendo que decidió no ocupar su carrera en diseñar).

RS: Si analizo mis casi seis décadas de trabajo profesional, considero que comenzó con la práctica, ya que en Buenos Aires tuve una oficina de diseño gráfico, decoración y arquitectura, que a finales de los años cincuenta tuvo bastante éxito en Buenos Aires, en particular en el diseño gráfico y en los proyectos que realizamos de pabellones de exposición, y algunas complejas decoraciones. El único proyecto arquitectónico que se materializó, fue una Estación Terminal de Ómnibus en la ciudad de Oberá en la Provincia de Misiones. Fue posteriormente demolida porque era muy pequeña, y luego substituida por una nueva. En Cuba no pude desarrollar mi talento de arquitecto. Como diseñador gráfico, realicé los históricos e importantes Boletines que publiqué en la Facultad en los años setenta. Y en arquitectura, mi primer proyecto, apenas llegado en 1963, se concretó en la participación en el Concurso del Parque a los Mártires Universitarios, cuyo primer premio lo obtuvo Mario Coyula con su equipo. No considero que mi proyecto fuese malo, pero evidentemente no era muy original. Mi única obra material en La Habana, es el pasamano de la escalera del edificio de 17 plantas en el Malecón, de Antonio Quintana y Alberto Rodríguez, que todavía resiste los embates del tiempo.

Desde mi adolescencia fui siempre un apasionado por la historia. Mi padre tenía en la casa una gran biblioteca con una infinitud de libros de historia, tanto universal como de períodos específicos y personajes, lo que me permitió devorar decenas de volúmenes sobre el tema. En un inicio me propuse ser historiador; luego, cuando descubrí el arte, me apasioné por esta especialidad, pero en la Argentina no había demasiados incentivos para dedicarse a estas disciplinas. Por ello, antes de definir mi carrera universitaria, mis padres me enviaron a Roma, para que en la casa de mi familia descubriese mi vocación, y allí me entusiasmé por la arquitectura. En esto tuvo gran influencia Bruno Zevi. Primero porque en 1952 asistí a una conferencia que impartió en Buenos Aires y me impresionó profundamente. Luego, al llegar a Roma, mi tío, abogado muy culto, me estaba esperando con el libro Saber ver la arquitectura de Zevi, que fue el primer texto especializado que leí sobre el tema, y su contenido, además de los cursos universitarios a los que asistí en Roma y la constante visita a los monumentos, me decidieron a entrar como alumno en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. En realidad no me considero un

historiador “ortodoxo”, ya que para serlo debería poseer la vocación de “ratón de biblioteca” que nunca tuve. Eso no significa que cada vez que abordaba un tema no investigase y buscase las fuentes primarias, pero no tuve demasiada paciencia para ello. En Cuba y en Brasil siempre dispuse de colaboradores alumnos, becarios o profesores jóvenes, a quienes orienté para que hicieran las búsquedas necesarias, sin tener que pasar los días desempolvando archivos. Si ello es un pecado capital para ser considerado historiador, entonces soy más crítico que historiador en el intento de unir la visión personal de edificios y ciudades con la historia, privilegiando una orientación crítica sobre las descripciones factuales. En este sentido, me he considerado seguidor de Bruno Zevi y de Giulio Carlo Argan, que desarrollaron una interpretación de la arquitectura muy personal, en la que las referencias académicas o la erudición bibliográfica nunca tuvo una significativa presencia. En cuanto a la teoría, nunca desarrollé “una” teoría de la arquitectura. El único intento, que no tuvo mucho éxito, fue cuando con Eliana Cárdenas y Juan García Prieto creamos la asignatura de teoría de la arquitectura en la Facultad, intentando desarrollar una visión científica que integrase el marxismo con la semiótica. Creo que el libro que escribimos para los alumnos era útil –y su contenido fue aplicado en algunas escuelas de arquitectura de América Latina–, pero fracasó porque debía culminar con un método crítico a ser aplicado en los talleres de diseño, y ningún profesor se interesó por llevarlo a la práctica. Finalmente, la asignatura fue eliminada a solicitud de los alumnos que nunca comprendieron su utilidad, que en realidad no la tuvo al desligarse de la práctica proyectual.

YF: Su carrera profesional está estrechamente ligada a su desempeño docente en Cuba. Al respecto comentó en el 2003 que había llegado a este país en septiembre de 1963, poco antes de la celebración del VII Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA) que tuvo lugar en La Habana; y que su viaje respondió a que Joaquín Weiss se había retirado y la Cátedra de Historia de la Arquitectura estaba vacía (cf. Segre, 2003). Weiss ostentó durante años la Cátedra de Historia de la Arquitectura. ¿Cuáles eran las características de la historiografía que enseñaba Weiss? ¿En qué medida Segre difiere de aquélla, y cómo el cambio repercute en la enseñanza dentro de la entonces Escuela de Arquitectura de la Universidad de La Habana?

RS: Joaquín Weiss fue un gran historiador y profesor. Además tuvo cierta significación en Cuba como arquitecto. Él diseñó una de las primeras casas Art Déco en La Habana y la monumental Biblioteca de la Universidad en la Colina. Sin su extensa obra sobre la arquitectura colonial cubana, creo que gran parte de la información que se tiene hoy sobre ella se hubiese perdido. También se interesó por la arquitectura moderna, y publicó un libro editado por el Colegio de Arquitectos, a pesar que quizás no era su tema preferido. Es probable que si Alberto Camacho –el profesor al que él substituyó en la cátedra por su prematuro fallecimiento–, hubiese continuado en

Imágenes del fotógrafo Jochi Marichal, obtenidas durante la visita del Arq. Roberto Segre a las instalaciones del Banco Central de la República Dominicana. Segre participó como crítico invitado en la redacción del libro Banco Central: 60 años de Historia, Arquitectura y Arte, editado en 2007 por el Arq. Gustavo Luis Moré para la

institución sobre este extraordinario conjunto, diseñado por el arquitecto dominicano Rafael Calventi, quien se aprecia conversando animadamente sobre el proyecto en uno de sus auditorios.

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la cátedra, el tema de la arquitectura moderna seguramente estaría más presente en el currículo de la Facultad. Hay que reconocer la pasión de Weiss por la historia de la arquitectura –en particular cubana– y su deseo de conocer las obras de valor universal, tanto en sus viajes personales como en los que organizaba con los alumnos, por ejemplo, para visitar los monumentos precolombinos en México. Pasión que no era correspondida por los recursos que obtenía de la Universidad. Tuvo que financiar personalmente los dos tomos de la historia de la arquitectura que escribió como guía de sus cursos para los alumnos, cuyo retorno económico le llegaba en cuentagotas, a medida que los estudiantes lo adquirían.

Reconozco que con mi entusiasmo juvenil –cuando llegué a Cuba tenía 28 años de edad–, fui bastante iconoclasta en relación con Weiss, ya que recomendé no utilizar sus libros de texto para el estudio de los tres cursos de historia que se impartían en ese momento. Tampoco utilicé las famosas placas de vidrio en blanco y negro que se usaban para mostrar los monumentos, que supongo Weiss hizo comprar a la Universidad en Alemania –bastante costosas y que estaban muy bien organizadas en unos archivos metálicos especiales–, que se fueron destruyendo en las sucesivas mudanzas de la cátedra de historia y de la Facultad. Yo había llegado con una gran colección de diapositivas en colores, tomadas durante mi largo viaje a Europa antes de recibir la invitación de Cuba. El cambio fundamental fue substituir los libros de Weiss y de Banister Fletcher, bastante descriptivos, por los interpretativos de Zevi y Benévolo. Y en el caso de la historia de la arquitectura desde Roma hasta el siglo XIX, me dediqué durante dos años a escribir los folletos que se usaron como textos para los alumnos, bastante elaborados y muy inspirados en la obra de Giulio Carlo Argan –de quien fui alumno en un curso que impartió en la Argentina y luego otro en Roma, en 1962–, siendo solamente publicado como libro el dedicado a la Arquitectura Barroca Europea. A los estudiantes de mi primer curso que se inició después del Congreso de la UIA en 1963, y que habían estudiado el tema de la Antigüedad con Osmundo Machado y Hugo Consuegra –que seguían de cerca el método descriptivo y memorístico de los edificios–, les resultó difícil adecuarse al método interpretativo, tanto escrito como gráfico, al que no estaban acostumbrados. En los primeros exámenes, suspendía el 80% de los alumnos.

YF: En una entrevista radial que usted concedió a los arquitectos Orlando Inclán y Claudia Castillo, explicó que tras el retiro de Weiss la docencia se encontraba “en bandas”, y que las temáticas las estaba cubriendo Osmundo Machado, quien trabajaba con Hugo Consuegra, y que también participaba el paisajista Eduardo Rodríguez. ¿Puede precisar más sobre la composición del claustro de profesores y cómo se distribuían los temas de Historia de la Arquitectura en ese momento?

RS: Yo fui invitado por la Facultad de Tecnología en marzo de 1963, a través de un profesor argentino –Mario Rosenthal– que estaba impartiendo clases de diseño en la Facultad y llegó de vacaciones a Buenos Aires. Le habían solicitado que buscase alguien interesado en impartir las asignaturas de historia de la arquitectura, que habían quedado acéfalas a raíz de la jubilación de Joaquín Weiss. Como a inicios de este año se habían paralizado las clases por un semestre, para ir alumnos y profesores a trabajar en la construcción de la Cooperativa Menelao Mora que debía presentarse a los asistentes al Congreso de la UIA, recomendaron que viajase a Cuba en coincidencia con el Congreso que se realizó en el mes de septiembre. En aquel momento la Escuela de Arquitectura, que formaba parte de la Facultad de Tecnología de la Universidad de La Habana, estaba en la Colina, en el viejo edificio de ingeniería, frente al hospital Calixto García. Siempre recordaré el pequeño cubículo de esquina, en el segundo piso, donde funcionaba la Cátedra. En ese momento, estaba Osmundo Machado, Hugo Consuegra y también Eduardo Rodríguez, quien impartía la docencia a su regreso a Santiago de Cuba. Los tres cursos de Historia (I/II/III), eran sucesivos en el tiempo, por lo cual, a lo largo de dos años asumí la responsabilidad de desarrollarlos personalmente. Consuegra tuvo una beca en Europa (como pintor), y después se fue del país, cuando en el Ministerio de Cultura (en este caso Marta Arjona), le negaron otro viaje al extranjero. Osmundo Machado, que no estaba particularmente interesado en la docencia, se dedicó tiempo completo al tema de la vivienda en el MICONS; así que el “claustro” se resumió en mi modesta persona.

También trabajaba allí un viejo dibujante de los monumentos coloniales, de apellido Gómez, que hizo un levantamiento del Castillo de la Cabaña, en un maravilloso dibujo que teníamos en el Departamento que luego desapareció misteriosamente, capaz que por motivos de seguridad.

Así que en aquel entonces –durante los años 1963 a 1965– me dediqué tiempo completo a impartir las clases y a escribir los folletos; tarea bastante dura, ya que no era especialista en “toda” la historia de la arquitectura. En la Argentina, en la FAU, el Departamento de Historia de la Arquitectura estaba dividido en tres cátedras, y cada una tenía un profesor titular, varios asistentes y ayudantes de trabajos prácticos. Era en total un equipo de por lo menos 20 docentes. Yo pertenecía a la cátedra de arquitectura moderna, que siempre fue mi especialidad. Así que al llegar a Cuba, pregunté donde estaba esa cátedra especializada para integrarme en ella!!!!!!!!! Gran carcajada de Osmundo y Hugo!!!!! Con lo cual, tuve que comenzar a dictar las clases sobre la arquitectura Paleocristiana, lo que me obligó a pasarme varias semanas encerrado en el hotel Habana Libre –donde residí en los primeros meses de la estancia en La Habana– para preparar los temas que nunca había desarrollado en mi etapa argentina. Por suerte, la vetusta biblioteca de la Universidad de La Habana tenía

Dos vistas de Roberto Segre y Fabio Segre de turismo en New York, 2008.

Roberto Segre –New York– Julio 2011.

A la derecha, con nosotros en el lobby del hotel de Belo Horizonte; con uno grupo de sus admiradores brasileños, cubanos y dominicanos durante el Seminario del DoCoMoMo Internacional en México, 2010.

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todos los libros originales que se usaban en la Facultad –en su mayor parte editados en Estados Unidos–, con lo que pude obtener informaciones detalladas de los autores famosos que trataron cada uno de los períodos: Paleocristiano, Edad Media, Renacimiento y Barroco. Cuando se cerró el ciclo, hice ajustes a los programas y reduje al mínimo los temas anteriores al Renacimiento, y eliminé –creo que fue un error que nunca se corrigió– el estudio de la arquitectura asiática. Al redactar los folletos, tuve como primer ayudante al alumno del curso Enrique Fernández, responsable de la elaboración de las ilustraciones que acompañaban los textos.

YF: Asumió la enseñanza de la Historia de la Arquitectura en 1963 en la entonces Escuela de Arquitectura de la Universidad de La Habana, que era el único centro donde se estudiaba esta profesión en el país; pero en 1964 comienza a impartir Historia de la Arquitectura en la Escuela de Artes y Letras de dicho centro de educación superior. ¿Qué circunstancias tienen lugar para que asuma ambas labores? ¿Había diferencias entre unos temas y otros, o entre la enseñanza para una profesión y otra? ¿Interrumpió alguna de estas tareas en algún momento durante el resto de los años que trabajó a tiempo completo en Cuba?

RS: Creo que fue en 1965 cuando comencé a impartir el curso de arquitectura moderna en la Escuela de Artes y Letras. En primer lugar, desde mi llegada a La Habana, me relacioné con las profesoras del Departamento de Historia del Arte, en particular con Rosario Novoa, Adelaida de Juan, Teresa Crego, María Elena Juvrías, y Elena Serrano. La asignatura estaba en manos de Ricardo Porro, quien en 1965, con la paralización de las obras de las Escuelas de Arte, emigra a Francia. Entonces, me invitan a substituirlo. El primer grupo que recibió mis clases era formado por un grupo de brillantes alumnas que luego se convirtieron en dirigentes culturales y profesoras de la Universidad: Llilian Llanes, Luz Meriño, Pilar Fernández, entre otras. A inicios de los años setenta la doctora Novoa tenía a su cargo un árido curso sobre “Historia de las Artes Decorativas”, que realmente tenía poca actualidad. Le propuse que podía transformar ese tema en una “Historia del Diseño Industrial”, que coincidía con el creciente interés en el tema y la apertura en La Habana de la Escuela de Diseño Industrial por iniciativa de Iván Espín. Ya en la Argentina me había interesado en esta escala del diseño, por estar relacionado con Tomás Maldonado –teórico y artista argentino que fue invitado a participar de la experiencia de la Escuela de Diseño de Ulm, Alemania– y sus discípulos arquitectos de la oficina OAM, quienes me iniciaron en las primeras experiencias del proyecto. Y también por el vínculo de amistad que establecí con el crítico italiano Gillo Dorfles, que impulsaba esta temática con gran entusiasmo. Inclusive, en Buenos Aires, me había suscrito a la revista italiana especializada Stile Industria. El curso fue un éxito y recuerdo que organicé un ciclo de conferencias en el Museo de Bellas Artes de La Habana, con lleno total

en el auditorio. Y al realizar ajustes en los programas del Departamento, y ante las crecientes responsabilidades que asumí en la CUJAE, propuse que se fusionaran las dos asignaturas en una “Historia del Diseño Ambiental”, en la que organicé los temas en las tres escalas del diseño: urbanismo, arquitectura y diseño industrial. Era la aplicación de la tesis de Walter Gropius, “de la cucharita a la ciudad”. Creo que los alumnos se entusiasmaban con ese tratamiento original en la interpretación del “ambiente” moderno, diferente de las clases tradicionales de historia del arte que se impartían en la Escuela de Artes y Letras.

YF: He percibido que, quizás por la divulgación internacional de varios de sus libros, existe una tendencia a mostrarle como “el ideólogo marxista” de la arquitectura cubana, e incluso de Latinoamérica. Lo sugiere, por ejemplo, que Montaner (2011) centre en usted el pequeñísimo apartado que dedica a las visiones marxistas dentro de la teoría producida en nuestro continente. Me gustaría dialogar más adelante sobre las objeciones que le han hecho, pero antes quiero señalar que tales presentaciones hechas desde fuera de Cuba ignoran el trabajo colectivo establecido tanto con los arquitectos que en 1963 defendían las utopías revolucionarias marxistas como con otras personas graduadas en esa misma década o poco después. En particular, pienso en Fernando Salinas, Juan García Prieto y Eliana Cárdenas Sánchez. Al respecto, ¿puede explicar cuál fue la relación entre todos ustedes? ¿Cómo se articuló en la definitiva creación de la Disciplina de Teoría e Historia de la Arquitectura y el Urbanismo a inicio de los años ochenta?

RS: En primer lugar no me preocupo mucho sobre las opiniones vertidas por Montaner. A pesar del éxito alcanzado por sus libros en América Latina, lo encuentro un poco superficial en sus criterios sobre la teoría y la crítica, especialmente cuando afirmó que el historiador argentino Ramón Gutiérrez y yo estábamos fuera del sistema contemporáneo de la crítica arquitectónica, por estar yo ensimismado en el tema de la ideología y Gutiérrez en la persistente búsqueda de la identidad latinoamericana.

En España, no se puede comparar a Montaner con la seriedad de algunos críticos e historiadores como Josep Quetglas, Luis Fernández-Galiano, Vicente Pérez Escolano y Carlos Sambricio. El tema de la ideología lo profundizó Manfredo Tafuri, cuyos libros fueron una guía para los jóvenes críticos progresistas que se formaron en los años setenta. Por mi parte, el análisis marxista del arte lo asumí de Arnold Hauser, que me impactó profundamente en los años cincuenta cuando todavía era alumno de la Facultad en Buenos Aires. Pero tampoco es cierto que yo colocaba la ideología como elemento absoluto para juzgar la obra de arquitectura. Los valores estéticos, formales, espaciales, no dependen solamente de la ideología, sino de la significación cultural de la obra, de los objetivos propuestos por el autor, de la coherencia o no de un

Los arquitectos Jorge Figueira, Silvia Ficher y Roberto Segre, durante la celebración del II Seminario Internacional de Arquitectura y Documentacion, en Belo Horizonte, Brasil, noviembre de 2011.

Dos enormes argentinos de la historia y la crítica de la arquitectura latinoamericana: Roberto Segre y Ramón Gutiérrez, departen en las jornadas del XVI SAL celebrado en Campinas, Brasil, en noviembre de 2011.

La delegación dominicana de arquitectos y estudiantes ante el XIV SAL en Campinas, 2011, en torno al Bidoctor Roberto Segre.

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determinado lenguaje; de la inteligencia, de la sensibilidad y de los criterios aplicados por el crítico. Y más allá de la ideología, lo que importa es la afinidad cultural y artística con la obra y su autor.

Al llegar a La Habana, me integré rápidamente en el pequeño grupo de “intelectuales” de la arquitectura, al que pertenecían Fernando Salinas, Ricardo Porro, Iván Espín, Mario Coyula, Rodolfo Fernández, Raúl González Romero, Juan Tosca, Andrés Garrudo –Antonio Quintana pertenecía al pequeño grupo de los profesionales de talento, pero por su carácter oportunista, se mantenía aislado y solitario– y el grupo de italianos que se habían radicado en Cuba: Roberto Gottardi, Vittorio Garatti, Sergio Baroni, y el fotógrafo Paolo Gasparini. Sin embargo, el vínculo más intenso y prolongado lo establecí con Fernando Salinas. Él fue el principal interlocutor intelectual que tuve en Cuba, hasta su fallecimiento en 1992, y nuestra relación fue casi de hermanos. Siempre me revisaba los textos y apoyó con entusiasmo mi trabajo intelectual, a pesar de una breve interrupción de un par de años, cuando fui expulsado injustamente como jefe de redacción de la revista Arquitectura Cuba (1974), de la que él era el director. Estuvimos juntos en las batallas en defensa de la buena arquitectura, y persistentemente opuestos al dogmatismo, la superficialidad, el oportunismo y la mediocridad que desafortunadamente dominaba en nuestra especialidad y en la universidad. Por suerte en Cuba, la tradicional rigidez política e ideológica del sistema socialista tenía sus fisuras y existían alternativas posibles a las decisiones equivocadas impuestas por los dirigentes. Cuando el MICONS ocupa la Facultad en 1965, y substituyen a Salinas por Antonio Quintana; y al mismo tiempo Mario Coyula renuncia a la dirección de Arquitectura Cuba –al imponerle el Colegio de Arquitectos una “comisaria política” que revisaba los textos que se publicarían en la revista, que después emigró a Estados Unidos–, se produjo un período “negro” en la Facultad, que Coyula llamó el “gonzalato”, y Mario González “que-sadismo”, por la triste y negativa dirección del arquitecto Gonzalo de Quesada. En coincidencia con la “zafra de los 10 millones” las autoridades del MICONS que dirigían la Facultad se retiraron, supongo por haber fracasado en su misión adoctrinadora, ante el rechazo que recibieron del alumnado por el carácter estéril de las disciplinas que intentaron imponerle.

Le siguió una etapa en que la dirección pasó a Emilio Escobar y luego a Mario Coyula, en un corto período en el que los directores eran seleccionados por su capacidad y experiencia profesional. Allí, volvieron a impartirse las asignaturas que habían sido eliminadas, como Introducción a la Arquitectura y Plástica. Con Salinas, creo que en 1969, impartimos un glorioso curso, que todavía es recordado por los alumnos que asistieron, en que se hablaba de arquitectura, literatura, arte, poesía y música. Esos años duros, en que los profesores “intelectuales” fuimos enviados “a la producción”,

fue una de las etapas más tranquilas de mi vida en La Habana, al trabajar con Antonio Quintana en el edificio de 17 plantas donde a nadie le importaba que hiciera algún trabajo útil –me nombraron inspector de las piezas prefabricadas–, quizás desconfiando de mi oculto talento como arquitecto. Ello me permitió refugiarme en la biblioteca de la cercana Casa de las Américas y escribir con calma el libro Cuba. Diez años de arquitectura en Cuba revolucionaria, publicado por la UNEAC, y también en España e Italia. Además, a inicios de la década del setenta con Salinas, impartimos en la Biblioteca Nacional el curso “El diseño ambiental en la era de la industrialización”, con algunas clases espectaculares en las que participaron también el escritor Edmundo Desnoes y el artista plástico Sandú Darié. Nuestro trabajo en equipo se fortaleció con la publicación de los inolvidables números de Arquitectura Cuba (1970-1974), cuyo nivel y calidad, nunca fueron superados hasta ahora.

Después de la Zafra de los 10 millones (1970), se produjo el Primer Congreso de Educación y Cultura, cuyo nefasto contenido tuvo tristes consecuencias a lo largo de un quinquenio –el llamado “pavonato”– para los artistas, intelectuales, escritores, músicos, dramaturgos. Pero, contradictoriamente no fue negativo en el sector de la arquitectura, tanto en la Facultad, donde logré publicar los boletines que difundían lo más actual que se pensaba y hacía en el mundo; y en el MICONS, donde por iniciativa de Josefina Rebellón, se armó un equipo estelar de proyectistas que realizaron las escuelas vocacionales –sin duda las mejores de Andrés Garrudo, Reynaldo Togores y Heriberto Duverger–, así como la proliferación de las Secundarias Básicas en el campo. Pero se entró en una fase negativa en la segunda mitad de la década de los setenta, cuando se hacen más rígidas las imposiciones del MICONS en la construcción de edificios prefabricados y en la banalización de los proyectos anónimos de los bloques de departamentos de las Microbrigadas. También Salinas deja la dirección de Arquitectura Cuba, que pasó a manos de la burocracia del MICONS, en este caso personificada con el tristemente recordado Carlos Morales, cuyo asesor, el dogmático Virgilio Perera, prohibió las suscripciones a las revistas de arquitectura de los países capitalistas. Es por ello que Coyula habló del “trinquenio gris”, en vez del habitual quinquenio “negro” que atormentó la vida de los talentosos intelectuales cubanos.

Sin embargo, a pesar de las dificultades políticas e ideológicas –fue en aquellos años en que profesoras de la Facultad me acusaron absurdamente de “diversionismo ideológico” en las clases por difundir las obras significativas de los países capitalistas–, cuando en los años 1976 y 1979, obtuve el Premio “13 de Marzo” de la Universidad de La Habana, el primero con La vivienda en Cuba. República y Revolución; y el segundo con Las estructuras ambientales en América Latina, luego publicado en México y en Italia. Allí se estrecharon las relaciones con Salinas, cuando abandona el MICONS y pasa a trabajar en el Ministerio de Cultura. Allí era

Segre espera por nosotros en la terminal del aeropuerto de Río de Janeiro.

Segre con la afamada arquitecto iraní Zaha Hadid, durante su visita a la UFRJ, en Río.

Segre admira concentrado los murales cerámicos en el exterior de la Iglesia de San Francisco en Pampulha, de Oscar Niemeyer. Belo Horizonte, 2012.

Caricatura de Segre hecha en 1998 por Carlos Rico en Santo Domingo, a raíz de una de sus estadías como docente en la Maestría de Arquitectura del Caribe realizada en la UNPHU. A la derecha, afiche promocional de Omar Rancier para el evento Recordando a Segre, mesa redonda realizada en la UNPHU a los pocos días de su fallecimiento en Niteroi.

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asesor del Ministro y luego fue Director del Departamento de Artes Plásticas, desde donde apoyaba las iniciativas de los arquitectos jóvenes, quienes luego se integraron en la llamada “Generación de los Ochenta”. En este contexto dinámico ocurre la integración en el equipo docente y de investigación, de Eliana Cárdenas y Juan García Prieto. También se une la profesora Lohania Aruca, pero ella se mantuvo bastante marginal en nuestro equipo porque no compartía totalmente nuestras experiencias docentes, en particular el curso de Teoría y Crítica que se impartió a inicios de los años ochenta en La Habana y en Santiago de Cuba, donde fue publicado como folleto, luego reproducido como libro en Ecuador. El entusiasmo por la temática del curso se correspondía con la euforia creada en la década del ochenta, con una apertura ideológica que coincidía con las transformaciones que estaban ocurriendo en el mundo socialista, en particular con la “perestroika” en la URSS. También coincidía con la descentralización administrativa y cierto grado de libertad que tuvieron los Poderes Populares en las iniciativas constructivas, que permitieron a los jóvenes arquitectos de talento realizar algunas obras audaces y originales.

YF: El primer libro que leí sobre la historia de la arquitectura fue Arquitectura y Urbanismo modernos. Capitalismo y Socialismo, que usted publicó en 1988. Lo hice en 1997, cumpliendo servicio militar antes de iniciar mis estudios universitarios.Mirando aquello desde la distancia de 15 años, comprendo que mi procedencia social poco privilegiada y las acrecentadas diferencias socioeconómicas marcadas por el “Período Especial” hicieron que me identificara con un texto que, desde un posicionamiento epistémico en la lucha de clases, cuenta la evolución de los ambientes construidos no sin obviar el resto de condicionantes generales y específicos tanto culturales, tecnológicos, ambientales, etcétera. Tal identificación hizo que desde el primer año de estudios me asociara a la disciplina de THAU, y en particular, fuera Alumno Ayudante de la profesora Eliana Cárdenas. Sin embargo, a inicios del 2000 me escapo de las clases ordinarias para asistir a un curso que usted iba a impartir en la sede de la UNEAC, como suele hacer en sus periódicos regresos a La Habana, y la primera frase que oí de su persona fue: “¿Recuerdan todo lo que dije antes? ¡Olvídenlo, y presten atención ahora!”. Sobre todo esto, ¿puede explicar qué cuestiones habían acontecido o estaban aconteciendo para que Segre cambiara respecto a lo dicho?

RS: En la reciente película sobre las Escuelas Nacionales de Arte, Unfinished Spaces, Selma Díaz comenta que Ricardo Porro estaba acostumbrado a hacer comentarios mordaces y ácidos, que ella llamó boutades, que en general sorprendían e irritaban a los interlocutores. Lejos de mí la intención de compararme con Porro, pero también tenía esa costumbre, por lo que me busqué siempre muchos enemigos, no sólo en Cuba, sino también internacionalmente. Entonces, al decir a los asistentes

a mi conferencia en la UNEAC que se olvidasen de lo que dije antes, como si ahora pudiese afirmar lo contrario, fue también una boutade. Sigo considerando que mi libro sobre la arquitectura moderna es una obra importante, al punto que está totalmente traducida al portugués y se debería publicar en Brasil si logro actualizar su contenido, ya que el mismo se detiene en los años ochenta. Por lo tanto, le falta lo ocurrido en el mundo en las dos últimas décadas, que han sido bastante agitadas por la cantidad de obras innovadoras que surgieron urbe et orbi. Pienso que, escrito en un contexto como el cubano tan cargado de ideología y en algunos casos de posiciones radicales y extremistas, en algunos momentos el contenido adolece de ese defecto. Quizás se excedió el peso de las circunstancias políticas, sociales y económicas sobre el juico estético de las obras. Por ejemplo, cuando acuso a Buckminster Fuller de ser agente de la CIA, fue un craso error; primero porque dudo que sea cierto ya que él fue siempre crítico del establishment; segundo, porque en definitiva ello no desmerece la obra genial de Fuller, que hoy con los temas de la sustentabilidad, los problemas energéticos, el control de los recursos naturales, la crítica al consumismo y al despilfarro existente en el capitalismo desarrollado, habían sido ya denunciados por él desde la década de los años treinta. También considero que el tema de la arquitectura en los países socialistas dejó fuera algunos profesionales talentosos que eran poco conocidos porque no eran bien vistos por sus respectivos gobiernos. Pero creo de no haberme equivocado al definir el Pabellón de Barcelona como un anticipo de la inhumanidad del nazismo; ni tampoco a la dura crítica realizada al formalismo postmoderno en el momento en que esa corriente hacía furor en el mundo desarrollado, con sus reflejos en los jóvenes arquitectos cubanos.

YF: Las tendencias existentes en la arquitectura cubana de los años 60 suelen agruparse en dos grandes grupos, uno con enfoque tecnócrata y otro con enfoque cultural. El segundo era realmente complejo, diverso, e innovador en sus búsquedas; como se ha destacado en múltiples ocasiones (cf. Segre y Cárdenas, 1980; Cárdenas, 2000; Segre, 2003b). Tal antagonismo persiste en la actualidad dominado por el primer enfoque, algo que quienes hacen la crítica desde Cuba siempre han denunciado, aunque sin que se preste mucha atención a sus reclamos. Mi observación al respecto es que tal dualidad suele presentarse como algo inherente a las políticas territoriales, urbanas y arquitectónicas socialistas; al tiempo que se ignora concientemente que ello existía antes de 1959. Si uno mira los textos más recientes sobre arquitectura moderna cubana, la mayoría es laudatoria respecto a lo que aconteció antes de 1959. ¿No cree que se está pasando del extremo de renegar de la arquitectura capitalista al de renegar la socialista?

RS: Mi primer artículo sobre arquitectura fue publicado en la Argentina en 1957, o sea, hace 55 años. Desde entonces, me movió siempre la honestidad, la seriedad y

Segre comparte con la decana de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de Río de Janeiro y con G. L. Moré, durante la conferencia de este último en la Facultad. El la otra imagen, admira los textos clásicos de Serlio encontrados en las estanterías de la biblioteca de la facultad, donde dirigió la maestría de Urbanismo en sus últimos años. A la derecha, dos de sus compañeros de trabajo más frecuentados en ese centro académico.

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la búsqueda de un equilibrio en los juicios críticos emitidos sobre obras, autores y movimientos. Y persistentemente he reconocido los valores de aquellos que crearon obras significativas o elaboraron textos que merecen ser recordados y citados. O sea, me opuse al dogmatismo, al esquematismo, a la visión de la realidad en blanco y negro. En este sentido, no cabe duda que todavía no se alcanzó una suficiente visión equilibrada de la arquitectura cubana, en la que no se produjese más esa dicotomía entre el antes y el después del año 1959. Confieso que también he sido cómplice –seguramente involuntario– de esta aberración, al no citar a ningún arquitecto de la década de los años cincuenta en el capítulo dedicado a “La arquitectura cubana antes de la Revolución”, en el libro Diez años de arquitectura en Cuba revolucionaria.

Grave error que corregí en la segunda edición publicada en los años noventa con el título Arquitectura y urbanismo de la Revolución Cubana, libro en el que hice justicia a los brillantes profesionales de aquella importante etapa de la arquitectura moderna cubana. Desde mi llegada a La Habana siempre admiré la obra de quienes actuaron en la década de los años cincuenta: Mario Romañach, Humberto Alonso, Frank Martínez, Nicolás Quintana, Emilio de Junco, Miguel Gastón, entre otros. Al punto que, apenas comencé a impartir el curso de arquitectura moderna, en el que integré Cuba y América Latina, solicité a los alumnos que realizaran trabajos prácticos sobre las obras más significativas realizadas por los arquitectos citados. De allí, la falsedad de la afirmación de Eduardo Luis Rodríguez, quien en su Guía de la Arquitectura de los 50s publicada en Estados Unidos, sostuvo que no se estudiaban esas obras, criticadas por su esencia negativa “burguesa”.

Como demostré en mis libros y ensayos, considero que no existió una ruptura en la continuidad de la arquitectura que se realizó en la década de los años cincuenta y la que le sucedió en los sesenta. Primero, porque no todos los arquitectos de talento emigraron de inmediato, y algunos de ellos realizaron obras originales en los primeros años de la Revolución. Pero también, los jóvenes que seguía a la generación de los “maestros”, no renegaron del lenguaje ni de los elementos que intentaron caracterizar la “cubanía”, dentro de los códigos del Movimiento Moderno. Me refiero a la obra de Fernando Salinas y Raúl González Romero, Mario Coyula, Emilio Escobar, Mario Girona, Antonio Quintana, Juan Tosca, Reynaldo Togores, Ricardo Porro, Hugo Dacosta y Mercedes Álvarez, Josefina Rebellón, Vicente Lanz y Margot del Pozo, Juan Campos; y los extranjeros que trabajaron en los primeros años: Roberto Gottardi, Vittorio Garatti, Sergio Baroni, Raúl Pajoni, Jorge Vivanco, Sulma Saad, Walter Betancourt, Rodrigo Tascón.

La euforia de los años sesenta se apagó en parte en los setenta, pero a pesar de las duras imposiciones del MICONS para que primaran las construcciones

prefabricadas y normalizadas, no dejaron de realizarse obras que escapaban de los moldes rígidos y burocráticos; por ejemplo, citemos algunas de las escuelas como la Volodia en el Parque Lenin de Heriberto Duverger y la Vocacional “Máximo Gómez” en Camagüey de Reynaldo Togores; el Palacio de las Convenciones de Antonio Quintana; la embajada de Cuba en México de Fernando Salinas, y el restaurante Las Ruinas de Joaquín Galván. La década del ochenta creó una expectativa respecto al surgimiento de una tercera generación que tuvo la posibilidad de realizar algunas obras originales: la casa del médico de la familia de Eduardo Luis Rodríguez, pálida reverberación del postmodernismo rossiano; las obras de Rafael Fornés, Olegario Lami, Emma Álvarez Tabío, Juan Luis Morales, Jorge Tamargo, Raúl Izquierdo, Manuel Quevedo, Abel García, Orestes del Castillo, Sergio García, José Antonio Choy y Julia Léon, entre otros. Sin olvidar la importante obra de restauración de La Habana Vieja llevada a cabo por Eusebio Leal, quien también contó con la colaboración de algunos arquitectos jóvenes como Patricia Rodríguez Alomá y Alina Ochoa. Ya con la crisis ocasionada por la caída del mundo socialista y las dificultades económicas del “período especial”, la arquitectura fue uno de los sectores de la cultura más afectada, al detenerse las iniciativas constructivas, lo que también motivó la salida del país de un número considerable de jóvenes arquitectos talentosos. A su vez, la política del MICONS de prohibir la realización de proyectos fuera del Ministerio –José Antonio Choy, el arquitecto de mayor prestigio internacional en este inicio del siglo XXI, no puede ejercer la profesión en Cuba, y sin embargo su obra fue reconocida en la 13ª Bienal de Arquitectura de Venecia (2012)–; contrariamente a lo que está ocurriendo en China, y detuvo la posibilidad de manifestarse a los profesionales jóvenes, quizás en obras de menor envergadura realizadas fuera del rígido control estatal. De allí la veracidad de las afirmaciones realizadas por Nelson Herrera Ysla en su reciente artículo “Arquitectura cubana, hasta luego…”, en que afirma la inexistencia de obras de contenido artístico y cultural en las dos últimas décadas, denunciando tristemente la presencia de la arquitectura kitsch construida por los “macetas”.

YF: A principios del siglo XXI Eliana escribió un artículo que resulta esclarecedor sobre la realidad de la práctica arquitectónica en Cuba y sus retos futuros. Allí denuncia la ausencia de espacios para la crítica y la falta de una cultura arquitectónica capaz de propiciar las utopías del hombre nuevo (cf. Cárdenas, 2000). Antes había escrito sobre los límites que, para ello, tenía trasladar mecánicamente las contradicciones de clase al campo de la arquitectura, vistas ciertas manifestaciones aparentemente “desclasadas” que tienen lugar en la arquitectura (Cárdenas, 1998: 22-24). Durante la estancia de un mes que realizó en la Universidad de Granada en el 2010, invitada para iniciar un proyecto de cooperación universitaria y discutir los avances de mi propia investigación, le sugerí que, si bien en Cuba existe una falta de espacios para la crítica, ésta se había quedado rezagada respecto a otras reivindicaciones

La dedicatoria en la postal a la derecha reza: “Solo puedo transmitirte el silencio de la arquitectura en este mundo que acaba...”

En una visita reciente acompañado de un grupo de exalumnos cubanos en NYC, a la célebre Fallingwater de Frank Lloyd Wright, en Bear Run, Pensylvannia.

Segre en un momento íntimo, en su despacho privado en el Departamenteo de Maestría de la FAU/UFRJ. A la derecha, su colega bibliotecaria de la Facultad, una de sus colaboradoras de investigación más consultadas.

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emancipatorias globales y latinoamericanas como la cuestión racial, los estudios de géneros y el eurocentrismo. Tales aspectos son parte de una compleja cartografía del poder sobre la cual el marxismo ortodoxo no da constancia. Curiosamente, Eliana estaba introduciendo algunos de esos puntos en sus últimos trabajos pero eran incomprendidos por las investigadoras y los investigadores más cercanos. ¿Qué piensa Segre respecto a estos asuntos? ¿Ve sentido en hablar de ello en Cuba?RS: La desaparición prematura de Eliana Cárdenas le dio un golpe de gracia a la crítica de la arquitectura en Cuba. Ella fue una luchadora infatigable por intentar que la arquitectura tuviese el papel que se merecía en el panorama de la cultura cubana, y no ser siempre tratada como la cenicienta de las manifestaciones artísticas.

En eso tuvo gran peso la actitud del Ministerio de la Construcción, en negar la significación artística y cultural de la arquitectura, en la obsesión casi enfermiza por valorizar exclusivamente los aspectos técnicos, económicos y funcionales. El MICONS se opuso firmemente a la integración de los arquitectos en la UNEAC, al crearse la Sección de Diseño Ambiental que fue presidida en su inicio por Fernando Salinas. Eliana, desde la Facultad, desde el DOCOMOMO, desde la Comisión de Monumentos, tuvo siempre una actitud crítica y polémica en relación al descaso por la arquitectura y el desinterés de las autoridades por imponer normas de control a las crecientes construcciones negativas que deterioraban el paisaje urbano de La Habana, y también de las ciudades del interior de la isla. Ella, conjuntamente con Mario Coyula, José Antonio Choy, Juan García, Isabel Rigol, María Victoria Zardoya, Nelson Herrera Ysla, y Orlando Inclán, levantaron sus voces críticas en los seminarios y congresos nacionales en que se debatía el tema de la cultura cubana. Y Eliana también reclamaba un mayor vínculo con los países de América Latina, ya que ella participaba asiduamente en los Seminarios de la Arquitectura Latinoamericana (SAL), que se realizaron en diferentes países del continente. De allí la importancia alcanzada en sus escritos por el tema de la identidad cultural y la búsqueda de una expresión propia en la que las corrientes universales fuesen absorbidas dentro de la cultura nacional, a través de una síntesis original y creativa. Creo que con su fallecimiento, hace ya tres años, su memoria ha quedado apagada y se ha desvanecido el debate; en gran parte, porque no tiene sentido la existencia de una teoría sin práctica. Y al desaparecer la arquitectura, tiene como consecuencia la pérdida del debate crítico, que no puede desarrollarse en el vacío. Queda la opción de la denuncia y el reclamo, hoy persistentes en los apasionados textos de Mario Coyula. YF: En marzo de 2007, como docente de Historia de la Arquitectura en la CUJAE, tuve la oportunidad de asistir a la conferencia magistral que Mario Coyula dicta en el Instituto Superior de Artes. Quizás aquello sea recordado como un hecho trascendental en la historia de la crítica arquitectónica cubana, al menos por quienes

creen en un proyecto territorial socialmente justo y sostenible como alternativa al capitalismo global. (De hecho, los propios acontecimientos que propiciaron aquel debate organizado por Criterios ya son parte de la historia cultural cubana más reciente). En lo personal, fue un privilegio participar pues las plazas eran limitadas, aunque no es menos cierto que estaban representados hasta los estudiantes. Buena parte de la “crema y nata” del gremio, incluidas tanto personas de la vertiente “técnica” de la profesión como de la “artística”, se encontraba allí. Abel Prieto, Ministro de Cultura presidió el panel. No recuerdo que estuviera el Ministro de la Construcción pero sí representantes del Frente de Proyectos del MICONS y de la UNAICC. Nunca antes oi o leí a un Coyula tan preciso y directo como el de ese día.Tras una hora de oírle hablar se abrió un intenso debate sobre el dogmatismo aun dominante. Resultó evidente que los reclamos de veteranos como José Fornés Bonavía, quien tomó la palabra, coincidían con los de quienes representábamos a las siguientes generaciones. ¿Cree que la utopía se haya transmitido?

RS: No cabe duda que vivimos un nuevo siglo sombrío y lleno de temores, amenazas y con perspectivas pesimistas en relación al futuro. O sea, no hay espacio para la utopía, como la hubo en el siglo XX. Su historia fue una sucesión de utopías y profundos fracasos: las dos Guerras Mundiales, el Holocausto, la bomba atómica, la caída del mundo socialista, la multiplicación de las guerras locales en la mayoría de los continentes. Al mismo tiempo se multiplicaron las utopías sociales y arquitectónicas: las revoluciones en México, en Rusia, en China, en Cuba; los movimientos populares en América Latina, la liberación de los vínculos coloniales de los países de África y Asia. Y en paralelo, las imágenes sorprendentes de los constructivistas rusos; de los futuristas italianos; las invenciones urbanísticas de Le Corbusier y de F.L. Wright; la imaginación creadora de los Metabolistas Japoneses, de los Situacionistas Holandeses o del grupo inglés Archigram. Todos ellos vaticinaban un mundo “moderno” del futuro, que sería mejor que el del presente. Hoy nadie cree en la existencia de un futuro “luminoso”, basado en las imágenes de la ciencia ficción. Ante los problemas acuciantes del presente, hay que resolver las complejas situaciones que se viven en los cuatro puntos cardinales, aquí y ahora. No es casual que el actual tema (2012) de la Bienal de Arquitectura de Venecia, no esté más dedicado a la difusión de las grandes obras del star system, sino dedicada al tema common ground (terreno común) en la que participan los arquitectos –quizás algunos pocos conocidos–, dedicados a solucionar creativamente los problemas complejos de urbanismo, vivienda, infraestructuras, espacio público, que existen en cada uno de sus países. Es triste que Cuba esté poco presente en este debate internacional –es una excepción la inclusión de un hotel habanero proyectado por el equipo de José Antonio Choy y Julia León en la XXIII Bienal de Venecia (2012)–, con propuestas originales, como fueron las que se difundían por el mundo en los años

De turista con Conchita en New Orleans, LA. A la izquierda, en una calle del French Quarter, y a la derecha en la Piazza D’Italia, reconocida obra del arquitecto posmoderno Charles Moore.

Conchita y Segre posan relajados en esta insólita foto durante la visita a Washington DC., “la capital del imperio”, como solían comentar en son de chiste...

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setenta: las comunidades agrícolas, la escuela en el campo, la tecnología adecuada creativamente a los recursos existentes. Si no hay nuevas iniciativas arquitectónicas reales, el debate por el que luchaba Eliana Cárdenas, se diluyó en el espacio sideral.

YF: Una última cuestión: ¿Hacia dónde cree Segre que deberían dirigirse los pasos de la arquitectura y el urbanismo cubano? ¿Qué modelos? ¿Cuál sería la participación del Estado? ¿Cuál la de los arquitectos y arquitectas? ¿Qué papel de la ciudadanía? ¿Qué papel de la emigración?

RS: Esta pregunta es muy compleja y difícil porque se refiere a una problemática que marcó el desarrollo de la arquitectura cubana a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado. Además, siempre es difícil prever el futuro, especialmente en las condiciones actuales de inestabilidad política y social que caracteriza el mundo en este angustiante siglo XXI. Si analizamos la evolución de la profesión en la isla, podemos verificar que el arquitecto tuvo una posición de destaque, una autonomía que lo distanciaba tanto de los ingenieros como de los artistas plásticos. Pero sin duda, al consultar las publicaciones especializadas de la primera mitad del siglo XX, vemos que las preocupaciones de los profesionales estaban más cerca de los problemas artísticos que de los temas ingenieriles. Entonces, con la reorganización universitaria a inicios de los años sesenta, la Facultad de Arquitectura merecía haber seguido independiente, como lo fue siempre, y no integrarse en la Facultad de Tecnología, como una escuela menor. Y tampoco debía eliminarse el Colegio Nacional de Arquitectos, organismo presente en la vida cultural del país, entre otras cosas, por la persistente publicación de la revista Arquitectura Cuba. Tomadas esas decisiones erróneas, los arquitectos quedaron supeditados a los ingenieros. Creo que el único Decano arquitecto de la Facultad de Tecnología fue Eduardo Granados, a quien nunca le interesó particularmente el tema. Y también no recuerdo Ministros de la Construcción que fueran arquitectos, a partir de los años sesenta, con excepción de Osmany Cienfuegos, quien por ejemplo, tuvo la responsabilidad de paralizar la obra de las Escuelas Nacionales de Arte. Entonces, los temas ingenieriles, técnicos, constructivos, económicos, siempre supeditaron y apagaron la problemática estética y artística. De allí la negación persistente del MICONS a la presencia de los arquitectos en la UNEAC.

Este es un tema que debería ser estudiado e investigado en profundidad, y no tratado superficialmente en un cuestionario. Pero cabe la hipótesis que la arquitectura entró en crisis dentro del sistema profesional de la Revolución, porque al emigrar la mayoría de los arquitectos del jet set –el único de renombre de la “vieja guardia” fue Antonio Quintana –, se vació el contexto profesional –al contrario de lo ocurrido con los intelectuales de prestigio que regresaron a la isla– se definió la especialidad como

“burguesa”, ya que además, era ese estrato social el cliente de las obras que se realizaban en Cuba; y también en alguna medida el Estado. A su vez, incidía en una valoración negativa el hecho que algunos de los más destacados arquitectos estaban al servicio del gobierno de Fulgencio Batista, en la Junta Nacional de Planificación y en la realización de algunas obras públicas. De allí que la palabra “arquitectura” cayó en desgracia: la Facultad durante un período pasó a llamarse Facultad de Construcciones –creo que sigue así en Santiago de Cuba–; se eliminó absurdamente el día del arquitecto –que simbólicamente, el 13 de marzo coincidía con la muerte de José Antonio Echeverría–; y el Colegio Nacional de Arquitectos se convirtió en el Centro Técnico de la Construcción. Hoy, en la UNAICC, la arquitectura tiene una cierta autonomía, pero limitada, ya que la institución depende del Ministerio de la Construcción.

Estos antecedentes lastraron profundamente el desarrollo de la arquitectura en Cuba. A ello se agrega la actitud siempre negativa y de desconfianza de las autoridades ante los creadores de talento, que se consideraron como representantes de una élite, quienes con el brillo de su propia inteligencia se separaban de la dinámica de la “masa”, en general de carácter mediocre. Resulta increíble, que en un país que poseyó una alta cultura arquitectónica –quizás la más elevada de las Antillas–, no se haya publicado nunca una monografía sobre un arquitecto cubano. La primacía de lo colectivo sobre lo individual, la crítica a que los autores imprimiesen su sello personal en las obras, la idea que todo se debía realizar en equipo, constituyó un factor negativo en el desarrollo de la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX.

En esto incide también el escaso interés de la dirigencia política por los temas de la arquitectura y el diseño. A pesar de los esfuerzos del Ministerio de Cultura, se piense en las iniciativas de Salinas; del apoyo de Celia Sánchez a la creación de un diseño de calidad al alcance del pueblo, fueron los proyectos de mobiliario elaborados por Gonzalo Córdoba y María Victoria Caignet producidos por la EMPROVA, y el respaldo al conjunto de obras del Parque Lenin; de la iniciativa de Iván Espín en la Escuela de Diseño Industrial; no se logró realmente superar los modelos admirados de la tradición kitsch de la burguesía de los años cincuenta. Ellos eran aplicados con entusiasmo en las decoraciones de las casas de visitas para funcionarios y dirigentes distribuidas por todas las ciudades de la isla, como “casas de visita”, que más parecían casas de citas, con sus muebles rechonchos y las pesadas e invernales cortinas rojas. Al no existir una educación del diseño, y primar las decisiones políticas sobre las técnicas, los arquitectos se veían obligados a seguir orientaciones que se contraponían con los conceptos y valores recibidos en su educación universitaria. Esta contradicción, considero que motivó en parte la emigración de los profesionales jóvenes, que no lo hicieron por cuestionar los contenidos ideológicos del sistema

Segre y Conchita alegres en su visita a las Cataratas del Niágara. A la derecha con su célebre gato, en el apartamento donde vivió hasta su fallecimiento en Niteroi, Río de Janeiro, Brasil.

Segre saluda a su esposa Conchita Pedrosa, con una amiga de trabajo, en su oficina unversitaria en Río de Janeiro.

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socialista, ni encandilados con la supuesta bonanza del mundo capitalista, sino por la imposibilidad de realizarse como creadores. Resultó una motivación totalmente diferente a la que produjo la emigración de los arquitectos de prestigio en la década del sesenta, por motivos económicos y sociales.

Cuando los jóvenes tuvieron la incipiente libertad de expresarse en los años ochenta, a través de las obras promovidas por los Poderes Populares, que no debía supeditarse a los imperativos del MICONS –recordemos el grupo de arquitectos que se agruparon alrededor de Mario Coyula, entonces Director de Arquitectura del Poder Popular de La Habana–, surgió en toda la isla un sinnúmero de pequeñas obras interesantes y originales que se imaginaba como el inicio de una nueva etapa positiva de la arquitectura de la Revolución. Situación positiva que se mantuvo a inicios de los años noventa cuando aparecieron las empresas extranjeras a operar en Cuba y solicitar a los profesionales integrados en la UNEAC y la UNAICC encargos arquitectónicos.

Finalmente el MICONS prohibió que se realizaran proyectos fuera de su estructura, con lo cual, sumado a la crisis económica, se paralizó el avance de la arquitectura en Cuba. Crisis agravada por la autorización a las empresas extranjeras a construir con sus propios proyectos, en general de baja calidad, como se verificó en los banales hoteles de Varadero. Entonces, el futuro es imaginable si el proceso de apertura de la economía cubana, que facilita la iniciativa de los trabajadores por cuenta propia, también alcance a los arquitectos para que puedan realizar en forma autónoma el sinnúmero de obras que necesitarían la participación del profesional –viviendas, locales comerciales, servicios–, y no como está ocurriendo en todas las ciudades de la isla, que son llevadas a cabo improvisadamente por los mismos usuarios. Ya afirmé anteriormente que ésto ocurrió en China, donde en las dos últimas décadas, además de las cuestionables obras públicas locales, o los rascacielos proyectados por los arquitectos extranjeros, existe una vanguardia juvenil local, con obras de extraordinaria calidad y originalidad, en la búsqueda de un lenguaje que permita articular lo nacional y lo universal. Y todo ello basado también en intensas relaciones con el exterior, y el acceso libre a la información sobre lo que se produce en el mundo. Éstas son las bases indispensables para comenzar a pensar en el futuro de la arquitectura cubana.

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Segre posa como turista ilustrado frente al renombrado proyecto de Adolf Loos en Viena, el Looshaus.

Roberto Segre dice adiós con el mar al fondo.–Margate– Florida, mayo 2006.

Segre comparte banco con un hombre de Lego, también de pantalones cortos, en alguno de sus viajes.