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8/18/2019 Romano Guardini - La revelación como historia
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ROMANO GUARDINI (1885-1968)Diccionario Breve de pensadores cristianos
De P. R. Santadrián, Verbo Divino, Estella, 1991, 215-216
Este profesor ítalo-germano es uno de los grandes valores del pensamiento actualcristiano. Nacido en Verona (Italia), vivió toda su vida de docencia y magisterio en
Alemania. Hizo sus estudios en Tubinga y Friburgo, donde se doctoró en teología en 1915.
En 1923 pasó a explicar filosofía de la religión en Berlín, viéndose privado de su cátedra por
los nazis en 1939. Desde 1945 profesó la misma disciplina en Tubinga y Munich (1948).
La vida y la actividad de Romano Guardini ha sido la de un extraordinario y sabio
profesor. Su obra, muy copiosa, persigue una interiorización psicológica y poética del dato
teológico, a la vez que una visión unitaria y total de la existencia humana. La concesión delpremio Erasmo en 1961 fue el reconocimiento a un hombre y a su obra que habían
contribuido a reconstruir Europa en la pax cristiana y en la cultura clásica, Quedarán para
siempre sus obras como El espíritu de la Liturgia (1918), sin duda el libro que más ha
contribuido a fomentar el movimiento litúrgico anterior al Vaticano II. Le siguen: El universo
religioso de Dostoievski (1933); Conciencia cristiana, Ensayos sobre Pascal (1935); El Señor.
Consideraciones sobre la persona y la vida de Cristo (1937); La esencia del cristianismo (1939);
Conocimiento de la fe (1944); La madre del Señor (1954).Guardini ha hecho de la teología y del pensamiento cristiano, a través de sus libros y
conferencias, una forma original, llena de sensibilidad y d cultura, de acercarse al hombre
culto de hoy. Como P. Lippert, K. Adam y otros, Guardini quedará como el renovador culto
del pensamiento cristiano que prepara el camino para el Concilio Vaticano II.
LA REVELACIÓN COMO HISTORIARomano GUARDINI, a Pensadores católicos contemporáneos 11,
Ed. A.R. Caponigri, Grijalbo, Barcelona-México 1964, 247-261.
La palabra «revelación» tiene en la Iglesia un sentido doble. Significa el
conocimiento de Dios, que formamos por experiencia directa a partir del mundo que nos
rodea. Pero también significa el conocimiento de Dios que tenemos a través del testimonio
expreso que ÉI mismo aporta en palabra y hechos y que recibimos por la Fe. En este trabajo
tomamos revelación en el segundo sentido; tan sólo nos ocuparemos del primero en cuanto
sea necesario para establecer con claridad la distinción.
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Las cosas tienen ser y efectos. Experimentamos su influencia, las usamos, y nos
protegemos de ellas. De esta forma captamos lo que son. Pero hay algo más en ellas. Están
apuntando hacia un algo que las sobrepasa. Nos suscitan interrogantes tales como su
sentido más íntimo; llevan el cuño del misterio en su origen y en su destino, ambos sonmisteriosos. Más allá de las cosas, en la dirección que señalan, se encuentra lo divino. Lo
divino puede irrumpir sobre nosotros por doquier: de la naturaleza, de las obras del hombre,
de nuestro interior y del de los demás. Constituye el objetivo final de las cosas, y al mismo
tiempo nos aparta de ellas al encaminarnos a esa misteriosa alteridad.
El hombre ha intentado interpretar lo divino más explícitamente. Lo ha considerado
en relación con la naturaleza del mundo y del hombre mismo, y de aquí ha surgido la
teología natural. Lo ha expresado en figuras y en acción, dando origen a los mitos. Lo ha
asociado a símbolos que expresan el curso de la naturaleza y de la vida humana, y por este
proceso han surgido los cultos. Todo esto pone de manifiesto la sabiduría y el poder para
establecer un modelo de orden, pero también revela cierta futilidad. Es como si el hombre
estuviera siempre buscando, aunque sin encontrar, sintiendo, tocando incluso el objeto de
su búsqueda, tan sólo para volverlo a perder. Lo verdadero está siempre enlazado con lo
falso, la profundidad con la locura, lo bello mezclado con lo feo y repulsivo. Si Dios es
Alguien, y no Algo, no pura y simplemente la substancia misteriosa del mundo, sino su
divino Amador, Creador y Señor, y si este mismo Dios deseara que llegáramos a un
conocimiento de Él mismo, ha debido manifestarse de forma que encamine la inteligencia
del hombre a la claridad y su voluntad a una decisión definitiva. Tal revelación habría de
sacar al hombre de sus zozobras. Le habría de mostrar al Dios que no puede conocer por sí
mismo, ya que para conocerle, el hombre tendría que ser capaz de ver a Dios con los ojos de
Dios, lo cual sólo es posible si pudiera verse a sí mismo en los ojos de Dios, es decir, ser otro
ser.
¿ Cómo se ha realizado, pues, esta revelación ? A esta pregunta se ha de anteponer
esta otra : ¿Cómo habría de realizarse, según nuestros conceptos?
Parecería probable que Dios nos hablara a nosotros, hombres, interiormente, a cada
uno en conformidad con su naturaleza. Nos ofrecería la evidencia de sí mismo en lo más
íntimo de nuestro ser de forma que cada cual fuera consciente de que era Dios quien
hablaba, y no otro ser. Iluminaría nuestros entendimientos con su verdad de manera que
tuviéramos una convicción absoluta. Tocaría nuestros sentidos con su poder vivificador de
modo que aprendiéramos a amarle; dotaría a nuestra voluntad de un poder discernidor de lo
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bueno y recto de forma que nosotros encontráramos el camino sin necesidad de recurrir a
ninguna otra ayuda. Lo captado en forma semejante sería incomunicable. Pero, dado que
cada uno de los hombres sería ilustrado de modo similar, todos participaríamos del mismo
conocimiento profundo y común.Este hubiera sido un modo posible y bello de recibir la revelación, pero no fue el
camino elegido por Dios. Se dan experiencias de este tipo; nos las refieren los místicos.
Pero la autorrevelación de Dios de la que depende la salvación de toda la humanidad, no
viene a través de los místicos, sino por la Palabra. Y con esto, algo nuevo entra en escena.
Lo que un hombre puede comunicar a otro con una mirada puede ser muy vital e
importante, pero cuando lo expresa en palabras, se añade una cualidad decisiva. Mientras
su mensaje permanece mudo, puede ser arrinconado y arrasado por la corriente de la vida,
pero tan pronto como este mensaje es expresado en palabras, se convierte en irrevocable,
entra a formar parte de la historia. Dios quiso que su mensaje fuera comunicado a los
hombres con palabras humanas. Unos individuos fueron elegidos, ilustrados e iluminados
sobre ciertas cosas ; y estas cosas las dijeron a otros, quienes recibieron la palabra y así
participaran de la revelación.
¿ Quiénes hablan de ser los portadores de la revelación ? De nuevo, ¿en quién
pensaríamos espontáneamente? En aquellos, quizá, que ocupan en la estructura social un
lugar relevante: el padre, como representante de la familia, o la madre que es su mismo
corazón. O, dentro de cada nación, en el rey, cargo que fue en su origen enteramente
religioso. O en los sabios, en los santos, o en las personas particularmente dotadas que
serían reconocidos como intermediarios cualificados de lo divino.
Pero Dios no tomó como mensajeros a quienes, en el orden natural, poseían
cualidades de mando, sino simplemente sus mensajeros fueron aquellos a quienes llamó.
Por qué ellos y no otros, es un misterio oculto en los secretos designios de Dios. Nadie
puede decir por qué habían de ser individuos de esta nación y no de otra, dotados con tales
dones y no con otras cualidades.
Por este medio, la revelación cobra una vitalidad inmensa, pero se ve también
lastrada con dificultades manifiestas, pues al llegarnos a través de las palabras de una
persona arrastrará algo de la fuerza de convicción de esta persona, de su entusiasmo y
nitidez, y también rasgos de sus defectos y de su cortedad. ¿Por qué he de recibir la
revelación de una raza que siento tan ajena a la mía? ¿Por qué de una época revuelta y
turbulenta y no de una época pacífica y tranquila? ¿Por qué me la ha de comunicar una
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persona tan distinta de mi? Aquí se añade una nueva oscuridad, por lo que se refiere al
carácter histórico de la revelación; pero nuestro deber es recibir el mensaje divino de manos
de sus portadores. Sea cual fuere su carácter, hemos de acomodarnos al deseo de Dios que
habla y escoge, por mucho que creamos que tenemos el derecho de recibir la verdad, de laque depende nuestra salvación, en nuestro estilo propio.
¿Cómo se da la llamada? ¿Cómo reconoce el elegido la verdad? ¿Cómo puede llevarla
a los demás? De nuevo se nos ofrece una respuesta fácil y cómoda. Dios obliga a un hombre
a retirarse a un lugar tranquilo y solitario, le enseña a purificarse y a ser receptor de su
mensaje, le muestra la lógica íntima de la verdad sagrada y, por último, le envía por todas
partes a proclamar esta verdad a los demás hombres. Éste hubiera sido un método posible,
pero no se realizó así.
Leemos en la Escritura que Dios eligió a un hombre llamado Abram (después
Abraham) y lo sacó de su patria (Gén. 12). Sus instrucciones no fueron que se retirara a la
soledad y alcanzara allí un conocimiento de la verdad que sería el medio de salvación para
todos los hombres, sino que se encaminara a una tierra que se le daría a él y a sus
descendientes. Dios estableció con este hombre un pacto, un lazo de mutua fidelidad, y con
ello comenzó una historia divino-humana. Lo que Dios otorgó a Abraham no fue una
ilustración concerniente a su propio ser divino, o al alma de] hombre, ni le iluminó sobre la
salvación eterna y el modo de alcanzarla, sino le prometió a él y a su mujer -ambos de edad
avanzada- un hijo, cuyos descendientes formarían, con el tiempo, un pueblo. Y la respuesta
de Abraham, el elegido por Dios, no fue : «Ya entiendo lo que me has enseñado; comprendo
su trascendencia eterna, veo con claridad el camino de salvación y lo guardaré con toda
fidelidad». sino tan sólo : «Obedezco». La palabra de la revelación toma la forma de un
«ven, marcha conmigo, actúa conmigo». Y la respuesta, la palabra de la fe «estoy dispuesto
a ello».
La historia empezó así. Nació el hijo prometido a Abraham, crece y, a su vez, es
padre. Se forma un clan, que paso a paso aumenta hasta ser una tribu, y la tribu se
convierte en nación, una nación con un destino.
En esta historia, la revelación tiene un papel activo. Pues cuando el hombre que ha
sido llamado entra en relación con Dios, cuyos mandatos escucha y obedece, percibe
íntimamente quién es ese Dios. Detecta la cercanía de Dios y percibe su ser. Aprende que
Dios es misterio, a la par que vida y salvación, pero esto no lo aprende de una enseñanza
como tal, sino como una verdad resplandeciente en los acontecimientos que le envuelven. A
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medida que avanza esta historia, quienes participan de ella captan cada vez mejor la
santidad de Dios que la dirige, perciben su dirección y reconocen su voluntad. Esta
experiencia se manifiesta en conceptos e ideas. Sólo tenemos que recordar lo acontecido en
el Monte Horeb cuando Dios se llamó a sí mismo por su nombre, revelación de unaprofundidad y claridad nunca igualada por ninguna filosofía, por ningún misticismo
mundano (Ex. 3, 13-14). Dios dispone de las vidas de los hombres a quienes ha introducido
en esta historia, y les da una norma de lo justo, una doctrina de lo bueno. Cuando ellos, los
escogidos, desobedecen, les envía profetas para que enderecen sus pasos, amonestándoles y
amenazándoles. En el curso de estos acontecimientos, aparece aún con más claridad quién
es Dios, y quién es el hombre; y el hombre actúa de acuerdo con Dios, prescindiendo de Él,
o contra Él. De cuando en cuando se produce una nueva situación de la que emerge un
nuevo aspecto de la verdad. Así el carácter del proceso histórico se va haciendo más fuerte,
más firme, más tenso, más decisivo.
En realidad, el mismo contenido de la revelación tiene una historia. En un principio
no existía un cuerpo de doctrina que hubiera de ser asimilada y desarrollada más
ampliamente, sino más bien era un mandato que había que convertir en acción, un mandato
dado con la suficiente claridad como para hacer la acción posible. Puede decirse que la
verdad es como una luz caída en mi camino; alcanza a iluminar tan sólo el paso siguiente,
en cuanto se da el paso, la luz avanza. Puede, pues, ser que el hombre tenga solamente los
conocimientos suficientes para sus necesidades inmediatas, y esté en lo restante a ciegas.
Abraham conoció a Dios por una mutua relación casi aterradora, pero lo más probable es
que no tuviera idea de la inmortalidad del alma, ya que el conocimiento de esta verdad no
era esencial para su misión. Estaba seguro de su salvación, protegido por la obediencia y por
la gracia del Dios a quien había seguido. Pero no es menos cierto que se pueden tener
grandes faltas, a pesar de una iluminación semejante, Jacob que mintió a su padre y engañó
a su hermano. Por deplorable que esto sea, no altera el hecho de que, en lo concerniente a
los intereses de Dios, este hombre esté infatigablemente atento y sea indefectiblemente leal.
Las personas elegidas por Dios no eran figuras ideales, sino hombres en un peregrinar de la
oscuridad al reino de la verdad.
La revelación se convierte, en sentido auténticamente exacto, en la historia de Dios.
Su objetivo es producir la verdad, pero la verdad crece tan sólo en la libertad. El
entendimiento del hombre ha de aceptar lo que se le presenta v levantarlo al nivel de la
percepción. Cuanto más elevada sea la realidad, más ha de abrir su mente el receptor a ella,
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y más desamparada la verdad cuando la excluye. Esto se aplica en los grados más altos de
autorrevelación de Dios. En tanto dure el período terrenal la esencia pura de la sabiduría
santa estará expuesta a las maquinaciones de la fuerza bruta.
Dios vino a los hombres para establecer una nueva creación. La expresión de estedeseo es el pacto, y en la realización de este pacto había de encontrar cumplimiento la
revelación. Pero pronto se puso de manifiesto que el hombre no permanecería firme por
mucho tiempo en la realización de su papel. La primera, segunda y tercera generación fue
fiel, pero durante la gran escasez y hambre la tribu bajó a Egipto y allí se desarrolló hasta
formar un pueblo. Suscitó la desconfianza de los magnates de aquella tierra, fue perseguido,
y durante este tiempo se olvidó del pacto. Que el pacto fue olvidado se colige con toda
evidencia por la extrañeza que causó en Moisés la llamada de Dios, y por la actitud del
pueblo hacia él. Por mediación de Moisés, se ratificó el pacto por segunda vez en el monte
Sinaí, y dio comienzo la historia del pueblo escogido como tal, a la par que se dio una ley en
la que la voluntad de Dios se revelaba como norma de existencia. En las jornadas por el
desierto, el pueblo escogido se mostró indigno del pacto. Y así, permanecieron
misteriosamente cautivos hasta que no quedó vivo ninguno de los hombres y mujeres que
iniciaron el éxodo. Sólo la generación siguiente pudo entrar en la tierra de promisión.
Siguieron tres generaciones en las que la fuerza se hacía valer por razón. Época de
violencia y deslealtad, en la que muy contados fueron los que guardaban memoria de lo
ocurrido en el monte Sinaí. Por fin, surgió de este caos la figura del profeta Samuel. Le
pide el pueblo un rey como tienen las demás naciones vecinas. Pero este deseo les aparta de
su camino, pues el plan de Dios había sido el de un estado en el que Él pudiera gobernar por
medio de sus profetas. Pero cuando el hombre rechaza lo más sublime, Dios no le fuerza a
tomarlo; por eso se eligió un rey. Saúl se mostró fuerte y decidido, pero cuando fue puesto a
prueba, cayó. Para ocupar su lugar llamó Dios a David, quien, tras dura lucha, unió los
pueblos y el reino. Salomón heredó el trono, y tuvo un largo y pacífico reinado en el que la
historia de su pueblo llegó a su culmen; su manifestación monumental fue el Templo. Mas
el poder y la prosperidad fueron pruebas excesivas para Salomón, y se apartó del puro
servicio de Dios. Con sus sucesores el reino se va separando de Dios, y la historia que sigue
está llena de confusión, infidelidad y calamidades. Fueron una excepción los reyes que
permanecieron fieles al pacto ; los más echaron a olvido el significado de su corona, y vivían
como lo pudieran hacer los déspotas asiáticos de los países vecinos, sólo que a escala menor.
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Se había concedido a este pueblo -más aun, se le había ordenado- vivir su historia,
sin apartarse de su manera de ser, pero según la soberana supervisión de Dios, captada en la
fe. El reino de Dios debía haberse realizado entre ellos, y por eso se les pidió el sacrificio de
su propia voluntad histórica. Debían renovar incesantemente lo que se le había pedido alprimer elegido: dejar su patria y su familia y encaminarse a una tierra desconocidas para que
así pudiera mostrarse poco a poco la gloria de Dios. Pero el pueblo lo rechazó. Prefería
remolonear junto a los placeres de Egipto. Se opusieron a salir al desierto. Se enfrentaron a
sus jefes, los escribas y los profetas. Por rey no querían a Dios sino a un hombre; casi todos
los reyes quisieron gobernar por su propio poder y por dirección personal. Cuando Dios les
enviaba un mensajero, se entablaba en la mayoría de los casos una lucha a vida y muerte,
lucha en la que el profeta, con frecuencia perdía la vida. La historia que Dios deseó, en la
que, desde el principio mismo del pacto, se habían producido una serie de poderosas
actuaciones divinas, un reino levantado bajo su soberanía directa, no se realizó nunca. Lo
que en realidad se produjo fue una lucha entre la voluntad de Dios y la voluntad del
hombre, y hay que decir que, en la lucha, Dios fue rechazado. El reino que anhelo no llegó
nunca a establecerse. Precisamente lo mismo que el optimismo moderno se inclina a
enfocar la historia desde el punto de vista del éxito, y se las arregla para presentar los
fracasos como un puente entre ellos, así se tiende a mirar la historia del Antiguo Testamento
como un progreso hacia Cristo. En realidad, es el recuento de una lucha sin tregua por parte
de Dios con la dureza y obstinación de este pueblo, y toda la grandeza que ofrece tiene la
forma de una conquista penosa. Dios permanece fiel a su promesa a pesar de la deslealtad
humana, y este «a pesar de» es la impronta característica. El camino seguido, por Dios para
cumplir sus intenciones -se podría decir mejor, la ley de su cumplimiento que alcanza en
Cristo su suprema culminación- fue el de la bajeza, la derrota y la cruz.
Se ha de completar este punto. Se suele tornar al Antiguo Testamento como el
recuento del desarrollo histórico natural de un determinado pueblo. Sin embargo, nada es
más falso. Esa historia y ese reino no habían de ser la expresión de la existencia natural de
este pueblo, sino la manifestación de la directa intervención rectora de Dios, de la misma
manera que la revelación del Antiguo Testamento no había de ser la expresión de la vida
religiosa natural de este pueblo, sino un estadio superior: la revelación del Dios que está por
encima de todo lo creado. No existe una religión judía en el sentido en que hablamos de
una religión griega, romana o persa. Para conocer lo que hubiera podido ser una religión
judía de este tipo, nos basta considerar la historia de las religiones del Asia Menor. El
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Antiguo Testamento nos habla de la lucha incesante de la autorrevelación de Dios con la
propia voluntad religiosa del pueblo judío, una
voluntad tan obstinada que, humanamente hablando, Dios fue derrotado; derrota,
sin embargo, que tras el misterio de un inefable sacrificio se convirtió en victoria. Es estalucha la que nos causa la impresión de que el Antiguo Testamento nos habla de la religión
de un pueblo particular, siendo así que en realidad constituye la revelación patente y
manifiesta del Señor de todo el universo. Después, sin embargo, cuando apareció el
Redentor, y el pueblo judío le rechazó y endureció su corazón contra la tutela de Dios,
entonces dio comienzo lo que podríamos denominar la religión judía, expresada en el
Talmud y otros escritos similares. Si se dan pasajes en el Antiguo Testamento que
escandalizan a lectores posteriores, acuérdense que también Dios se escandalizó de ellos. En
el Antiguo Testamento se pone de manifiesto lo fuerte que es la oposición de la propia
voluntad humana a la voluntad de Dios. A medida que la historia avanza, se hace más
difícil separar una y otra ; se hace tan difícil separar una de otra como en la parábola separar
el trigo de la cizaña. En realidad, esta misma inseparabilidad es en sí misma revelación ; nos
muestra cuán incomparablemente fiel es Dios. Más Él espera de nosotros que
comprendamos y suframos con Él lo que soporta de nosotros.
Volvamos al hilo de la historia : después de Salomón, el reino se desgaja en dos. La
historia de las dos ramas de reyes nos lleva a la oscuridad, pero también a una
intensificación del odio del pueblo hacia Dios y el pacto. Se sucede profeta tras profeta,
pero impotentes de evitar esta alienación y sus consecuencias: la destrucción. En 722 fue
destruido el reino del norte, y en 567 el del sur, y el pueblo fue llevado a la cautividad.
Cuando volvieron, débiles y sin guías, la visión religiosa había cambiado profundamente. La
fe en el único Dios, de quien se había apartado muchas veces para seguir a dioses extraños,
estaba ahora firmemente arraigada en sus corazones; el pacto en el Monte Sinaí ocupa ahora
el centro de sus conciencias; la Ley se convierte en el fundamento de sus vidas. Pero este
mismo cambio, a su vez, trae una nueva apostasía. Lo que debiera ser expresión de la
directa soberanía de Dios es causa de una autoafirmación natural. La frase «Dios de Israel»,
cuyo sentido original y primigenio había sido que el pueblo pertenecía a Dios, y que Él
proclamaba su completa entrega, pasa ahora a significar que Dios pertenece a este pueblo y
que Él es la garantía de su existencia continuada sobre la tierra. Tomando como base el
pacto, que había de adentrarles más en los misterios de los designios de Dios, y con el que
había de erigirse su reino, proclamó el pueblo un poder terrenal. Y la Ley, que fue
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proclamada para acercar el pueblo a Dios, y apartarlo de las mallas del mundo, se
convirtió en un nuevo lazo de unión con el mundo.
Al mismo tiempo algo decisivo tomó cuerpo, en la marcha de la revelación, con una
claridad progresiva. A medida que se hacía patente que los jefes terrenos no erandescendientes de David en sentido espiritual, surgió de las visiones de los profetas la figura
de otro jefe, el Messíah, que habría de presentarse un día para cumplir la voluntad de Dios.
Y como parecía evidente que ningún reinado era el deseado por Dios, empezaron a aparecer
señales de uno nuevo, aún por llegar : el reino del Messiah era su único sostén. Mas incluso
esta esperanza había de conducirles a la apostasía, pues su concepto del Messiah se
identificó con sus propias aspiraciones históricas. Tan lejos llegaron en su desvarío que el
Messiah, cuando llegó, no encontró sitio, y fue tratado como un traidor.
Cuando nació Cristo, se había cumplido el tiempo de la llegada del Redentor. Pero la
idea del Messiah estaba tan estrechamente ligada con las aspiraciones terrenales del pueblo,
y su reinado tan identificado con las esperanzas acumuladas a lo largo de siglos, que el
Señor, cuando llegó, fue mal interpretado y entendido en todas sus palabras. Cuando leemos
el Evangelio, recibimos la impresión de una ininterrumpida desavenencia porque nuestras
mentes estén fijas en el desenlace final. No hemos de imaginar a Jesús al estilo del
racionalismo moderno (como hacemos todos inconscientemente) como el maestro ejemplar
de la verdad y la virtud. Jesús es, ante todo, un hombre de acción. Con él la historia sagrada
llega al final del primer pacto y con Él empieza el segundo. Él compendia el pasado y a
partir de aquí comienza el futuro. Ante todo quiso la llegada del reino largamente deseado
por los profetas y que ahora era ya inminente. Su primera proclama fue : «Se ha cumplido el
tiempo y está cerca el reino de Dios…arrepentios y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). De
nuevo es esto historia, la acción de Dios entre los hombres, y su deseo de que obren con Él.
Si los que le oyeron hubieran obedecido, el reino de Dios hubiera tenido una realidad tan
patente y manifiesta como no podemos hacernos idea ahora. En esto radica el tremendo
significado histórico de aquellos días y el horror insondable de que no aconteciera. A partir
de aquel momento, el advenimiento del reino de Dios se fue difiriendo; sólo de vez en
cuando, en tal persona o en tal acontecimiento, se manifiesta. Entonces se retiró, y su
llegada oportuna diferida al final de los tiempos.
A pesar de la extrema incredulidad de este pueblo, Dios permaneció fiel. Cristo no
rompió los lazos que le unían a la historia .sagrada, sino que se encuadró en ellos. No hizo
ningún esfuerzo por defenderse de las consecuencias de esta ¡infidelidad, ni por prudencia,
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ni con milagros. Aceptó todo lo que provenía como resultado de que el hombre rechaza la
voluntad de Dios. Este desprecio destruyó su vida y su obra. Toda la desobediencia, toda la
apostasía, toda la rebelión de los siglos pasados, incluyendo el desprecio de la humanidad en
general, se alió contra Él. Soportándolas expió por los pecados del mundo. Pues el pecado,en último término, no es otra cosa que la decisión de apartar a Dios. Y el Dios-hecho-
hombre permitió tal decisión en todo su pleno objetivo. Pero, ya que era el Dios del amor,
su muerte se tornó en sacrificio por la salvación de la humanidad, y con ello la historia
empezó de nuevo.
En este hecho toma cuerpo una nueva revelación, el descubrimiento del semblante de
Dios, el misterio de la Trinidad. Por la posición única de Cristo, por su conciencia de haber
sido enviado, por su conocimiento penetrante del reino de Dios y del honor de Dios, por su
manera de obedecer y rezar, por su actitud hacia el hecho del pecado, por su exigencia
autoritaria de ser uno entre los hombres, si bien aparte de ellos, por todas estas cosas es
claro que su relación con Dios difiere de la de un profeta o fundador de una religión. Él no
sólo está lleno del Espíritu de Dios, sino, en un sentido que no hay que tomar demasiado a
la letra Él es simplemente Dios. Cuando dice que ha venido del Padre y que volverá a Él,
poniendo así de manifiesto una auténtica y real oposición dentro de la unidad de Dios, Un
vis-à-vis, revela un Dios diferente a todo lo que el hombre pudiera concebir por sí mismo.
Aparece una distinción en el «un solo Dios» que está íntimamente ligada con el modo de
que Jesús tiene de referirse a sí mismo como «Yo», de que es un «Yo». La relación recíproca
que existe entre dos hombres se da también en el seno de Dios sin detrimento de su unidad.
En Él, el Uno, el Único, existe una comunidad y esta comunidad se muestra entre aquel que
en Cristo dice «Yo». y aquel a quien llama «Padre». Y aún se manifiesta una nueva faceta, la
de aquel a quien llama Espíritu, y al que dice que enviará desde el Padre, y a quien el Padre
enviará en su nombre.
Aún se muestra un nuevo rasgo, que completa la revelación de los siglos precedentes.
Dios no es el misterio omniabarcador de la religión natural, ni el ser-universo de la filosofía,
sino que es un Dios personal, personal en el sentido más estricto de la palabra. Él no sólo
existe, obra y regula, sino también viene y espera actúa, guía y gobierna. Entra en la
historia, existe dentro de ella y experimenta su destino. Es divino por encima de toda
humana concepción de la divinidad.
Cuando más profundamente se inmerge uno en la autorrevelación de Dios en la
escritura, más palidecen las concepciones, sean producto de la sabiduría griega o de otra
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cultura, sobre la Divinidad. En la sabiduría humana hay experiencia y pensamiento
profundo; en la Escritura, realidad y claridad. Con todo, este mismo Dios se revela de un
modo tal que Sólo podemos afirmar de él que es muy humano. Si, como se nos refiere en el
Libro del Génesis, el hombre fue hecho a imagen de Dios, si la esencia y objetivo de larevelación consiste en que Dios se haga hombre -y lo sea para siempre-, si Él, el en otro
tiempo «Dios desconocido», es en el Cristo hombre la realidad viviente de nuestros espíritus,
si todo esto es así, entonces el hombre no necesita tener otro ser. Entre él y Dios existe una
relación que (aunque no tiene nada que ver con las ideas panteístas, pues en realidad estas
la destruirían) es incomparablemente más estrecha más profunda, más íntima de lo que
podría expresarse en conceptos. Se ha dicho que Dios es más humano de lo que creemos.
Podemos añadir que el hombre es más divino de lo que sospechamos. Evidentemente no
hemos de tomar estas afirmaciones en un sentido puramente humano, o como deducidas de
cualquier tipo de experiencias religiosas o consideraciones filosóficas, pues caeríamos en el
panteísmo. Más bien hemos de tomarlas directamente de la misma revelación, y corno un
misterio cuyo sentido capta el hombre en la Medida en que completa la transformación que
Cristo nos ha encomendado y ha hecho posible.
La Revelación esclarece también la mente de Dios. Ya que la pregunta de las
preguntas es cómo dirige Dios y qué sentimientos tiene Dios hacia nosotros. A esta
pregunta no podemos nosotros, por nosotros mismos, dar respuesta. La experiencia puede
decirnos si Dios tiene buenos sentimientos hacia nosotros, que estamos bajo la protección
de su sabiduría, o por el contrario, si estamos simplemente a merced de un orden natural
mecánico en el que no es interferido lo divino. La interpretación que sigamos depende
principalmente de nuestra disposición, y con frecuencia simplemente de circunstancias
accidentales: si somos jóvenes y emprendedores, o viejos, conocedores del mundo y
desengañados; si estamos sanos y activos, o enfermos y abatidos; con talento y libres, o
torpes y estériles. En cada caso, quien afronta la situación es un ser humano, y ¿quién
puede señalar qué circunstancia nos capacita para ver con toda claridad la respuesta última
y definitiva? Sólo la revelación puede abrirnos los sentimientos de Dios hacia nosotros. El
hecho de que se nos acercara en Cristo y que se hiciera uno de nosotros, su modo de
asociarse con sus hermanos y hermanas, aquello que consideró importante, el no buscarse a
sí mismo, sus enseñanzas, sus luchas, su aceptar y realizar hasta lo sumo su destino, todo
esto hace patente la disposición de Dios.
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Por último, la revelación nos dice qué es el hombre Para Dios significa algo más que
una mera culminación de su creación, desde que lo concibió, su destino es un destino de
amor. Dios lo ha hecho participe de si mismo, en su corazón, en su honor, y de forma tal
que afecta a su ser más intimo, aunque sin comprender la distinción: Dios es Dios, y elhombre su criatura. Un Dios cuyo interés por su criatura fuera meramente el de un Dios
condescendiente, generoso creador de un ser mundanal pecador, no hubiera hecho lo que
Dios ha hecho. Hemos de recibir la revelación con gran seriedad. Si Cristo es en sí mismo
revelación, el hombre significa para Dios algo más que lo que se expresa en la idea de
condescendencia.
Este mismo hombre ha tenido que correr un peligro inimaginable. La expresión de
este peligro es el pecado. Si para vencer el pecado, Dios hizo lo que hizo en Cristo, el
pecado es horrible no sólo para nosotros, sino también para Dios. Le afecta a Dios ,en
forma inconcebible para nosotros - repetimos, sin alterar por ello el hecho de que Dios está
por encima de todo lo que proviene del mundo, es Señor de si mismo, y por consiguiente
Señor de todo lo creado.
Lo que históricamente se realizó en Cristo es a la vez fin y principio. En Él se
cumplió aquel acercarse de Dios, que comenzó en la historia precedente. En Cristo, Dios
vino en un sentido definitivo, y está ahora enteramente con nosotros. En Cristo, completó
Dios su propia autorrevelación. En otro tiempo era el Dios desconocido ; ahora es el Dios
revelado y la realidad de nuestras almas redimidas. Distinguimos sus rasgos y conocemos a
aquel a quien hablamos. Conocemos ese «Tú» santo, a cuya vista el hombre llega a ser su
auténtico yo tan sólo en la medida en que le oiga, le obedezca y le ame. Conocemos el
mismísimo corazón del amor de Dios, que es la meta de todos los corazones creados. Todo
esto fue abiertamente revelado en Cristo.
El pecado fue igualmente revelado en Él en el sentido en que, .al dirigir contra Él sus
ataques, alcanzó el punto álgido de su maldad y de su insensatez. Por esa misma razón se
derrotó a sí mismo. Al permitir al pecado que se abalanzara contra Él con todas sus fuerzas
y posibilidades, Cristo le obligó a desenmascararse. Al permitirle que pusiera en juego
contra É1 todas sus potencialidades, Cristo expió por él. Y ahora la existencia es diferente
de lo que fue. El pecado no había descubierto antes su total potencialidad, y en esto
radicaba su mayor fuerza. Parecía -capaz de trastornar la razón y destronar a Dios. Su
poder quedó hecho trizas cuando se puso de manifiesto que su victoria aparente fue tan sólo
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la ocasión que Dios aprovechó para mostrar su amor hasta lo sumo; y así empezó algo
nuevo.
Somos propensos a ver el Cristianismo en su esencia como una especie de sistema o
de orden del mundo.El Nuevo Testamento y los primeros escritores cristianos lo veían más bien como una
acción por parte de Dios. Cristo vino, completó su decisiva misión y volvió al Padre. Del
Padre envió al Espíritu Santo que mora entre nosotros, y nos imparte las cosas de Cristo.
Cristo está en la otra orilla del mundo -en su trono y también dentro de los corazones de los
hombres- y espera la hora de su nueva venida. Pero existe un tiempo, un período de la
Historia, la historia en la que vive, planifica, actúa y crea el hombre, que está comprendido
entre la Ascensión de Cristo y su retorno. Durante este periodo el Espíritu Santo ejerce su
influjo, guía a los hombres y realiza en la creación una misteriosa transformación,
transformación que no será plenamente revelada hasta la vuelta del Señor. Esta idea de la
naturaleza esencial de la Cristiandad ha ido evolucionando en el transcurso de los siglos.
Ahora lo vemos como un conjunto de verdades, sabiduría y recto orden de las cosas. Y esto
es exacto, pues el Dios que nos redimió es el mismo Logos que creó el universo. Pero en tal
consideración no hemos de olvidar que la auténtica forma de nuestra existencia es la
actividad Divina. Tan sólo a la luz de esta verdad se puede apreciar el carácter y significado
preciso de cada cosa, sobre todo la doctrina de la providencia a la que atribuyó tanta
importancia nuestro Señor. Es decir el gobierno de muestras vidas, no sólo por un orden
general del universo, sino a través de la acción de Dios.
Tan pronto como el Cristianismo deja de aparecer como autoevidente y se muestra
de nuevo en lo que es, un objeto de contradicción, vuelve a ponerse de manifiesto el
concepto escriturístico de existencia, es decir, que el hombre ha sido arrastrado a una
coactividad con Dios. En cuanto esto llegue a realizarse se presentará una nueva actitud
referente a la Fe.
Porque estamos acostumbrados a pensar en la Fe como en un cuerpo de doctrina
sistematizado, algo como la sistematización de los conocimientos o la ciencia natural, o
como visiones del ser de Dios y del cosmos. Pero en un principio se conceptuaba la Fe
como una instrucción en la actividad de Dios y una llamada a entenderla y tomar parte en
ella.
Mientras Jesús vivió sobre la tierra, esta actitud se concretizó en el ideal de seguirle.
Entonces Fe significaba andar con Jesús, hacer con Él lo que Él hacía, y preparar así el
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camino del reino de Dios. Pero esta idea primitiva de seguir a Jesús se descartó cuando
desapareció su presencia corporal, «el seguirle» pasó a ser «imitación» en el transcurso del
tiempo. Jesús vino a ser el modelo de perfección al que debían intentar acomodarse. Una
vez más la noción de actividad histórica se traspasó al terreno de las ideas. Para losprimeros cristianos, el «seguimiento» significaba la expectación de la venida del Señor,
aceptando el destino que les confería su calidad de cristianos y participando en la acción del
Espíritu Santo.
Quizá volverá algún día este concepto de la Fe, Fe que recuerde que aprendimos de
labios de Dios que Él está actuando y que nosotros hemos de tomar parte en su acción. La
convicción de la segunda Venida de Cristo puede levantarse de nuevo, estando el mundo
seguro sólo en apariencia, pero efectivamente eclipsado por esta venida. Y con ello, la
conciencia de la obra constante del Espíritu Santo, alumbrando las mentes de los hombres,
corrigiendo sus voluntades, empujándolos a la gran dulzura de la actividad divina. La
acción de Dios encuentra ahora mayor dificultad que en los tiempos en que se manifestó en
la historia particular de un pueblo, que culminó en la vida de Cristo. A partir de la
Ascensión se ha extendido incluyendo el buscar, actuar, estimular, suscitar, iluminar, re-
crear. Fe significa vivir inmerso en esta actividad divina y comprender a su vez los
acontecimientos de la historia y el destino particular de cadi uno. Y cuando el comprender
resulte imposible, cuando todo esté envuelto en la oscuridad terrenal, perseverar confiado,
siempre atentos al fin de todas las cosas: la venida definitiva de Cristo.