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Rubén Darío

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Resulta verdaderamente difícil, por no decir impo-sible, pensar en Rubén Darío y en su obra sin colo-

car su poesía en el centro de la refl exión, al menos en un primer momento. Pues Darío fue, es obvio, sobre todo un poeta. Un poeta que constituye por sí mismo un punto de infl exión inexcusable para analizar y en-tender el proceso de modernización que se produce en la poesía española a partir de 1900, si bien es verdad que la prosa ya había dado comienzo a esa evolución unos 30 años antes, quizás a partir de la Restauración monárquica de 1868 (además de precedentes como los de Pérez Galdós, Pereda y Juan Valera, Clarín comien-za a escribir La Regenta en 18831; luego llegarían las pri-meras novelas importantes de la llamada generación de 1898, aunque publicadas a fi nales del siglo XIX, como Paz en la guerra [1897], primera novela de Unamuno, o a principios del novecientos, como La voluntad [1902] de Azorín). Rubén Darío fue y quiso ser —como escribe

1 Leopoldo ALAS [«Clarín»], La Regenta, edición de Gonza-lo Sobejano, Editorial Castalia, Madrid 1990 (5ª edición), p. 11.

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José Ángel Valente2—, un innovador, un innovador o un renovador, sobre todo formalmente, de una poesía española que pasaba en esos momentos —fi nales del siglo XIX— por uno de sus períodos más oscuros. Un período histórico cuyos precedentes poéticos más cer-canos y dignos de ser tenidos en cuenta eran Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro, insufi cientes para formar en España una poesía plenamente moderna —la importancia que le concedió Juan Ramón Jiménez, sobre todo como inspiradores de sus obras iniciales, a poetas como Augusto Ferrán, Vicente Medina, Manuel Paso o Jacinto Verdaguer, hoy se ha evaporado y prác-ticamente sólo se lee y se habla aún de Rosalía y de Béc-quer—. Jiménez también destacó como «adelantados» del modernismo español a Manuel Reina y Salvador Rueda; pero la obra de éstos y la atención crítica que se les ha dedicado les restan toda la signifi cación y la infl uencia que hayan podido tener entonces (la posteri-dad los ha olvidado o les ha concedido un muy humilde margen fi nisecular). Poetas de un romanticismo tardío y enteramente importado, Bécquer y Rosalía no pudie-ron crear un núcleo lo bastante fuerte del que derivara una nueva poesía, nueva en todos los sentidos, es decir, renovada. Los cincuenta últimos años del siglo XIX eran un solar poético, una ruina donde no se había refor-mado ni construido nada de valor perdurable, pues en

2 José Ángel VALENTE, Las palabras de la tribu, Tusquets Edito-res, Barcelona 2002, p. 75.

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verdad nuestro romanticismo fue inferior en interés a nuestro período ilustrado y neoclásico, y no digamos ya al siglo barroco.

Sí, fue necesario Darío y su segunda visita a Madrid en 1899 (la primera había sido en 1892), como fue ne-cesario el oído y la sensibilidad única de Garcilaso de la Vega para llevar a cabo la renovación del verso cas-tellano que Juan Boscán se propuso y que explicó en la célebre carta a la duquesa de Soma. Pero, al igual que Juan Boscán necesitó hablar en los jardines de La Alhambra con Andrea Navagiero, Rubén Darío precisó conocer a Paul Verlaine en el París de 1893 y fortalecer en él, quizá en exceso, a un Víctor Hugo al que ya había comenzado a leer en la adolescencia (recordemos el fa-moso verso «con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo», que recuerda que en su alma estaban estos dos poetas tan distintos entre sí) para convertirse en el abanderado y en el maestro indiscutible de toda una nueva genera-ción poética que en los primeros años del siglo XX pu-blicaban sus obras iniciales, como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado; aunque es verdad que Machado tomaría muy pronto su propio camino, y así lo escribe en el prólogo a la 1ª edición de Soledades (1903): «Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría. Yo también admiraba al autor de Prosas Profanas, al maes-tro incomparable de la forma y de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de vida

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y esperanza. Pero yo pretendía —y reparad que no me jacto de éxitos, sino de propósitos— seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, como voz propia en res-puesta animada al contacto del mundo. Y aún pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes»3. Tal vez, Machado pensó que algo de iner-te había en los ecos que Darío traía a España; pero esto es sólo una conjetura.

Rubén Darío llegó a Madrid por primera vez en 1892 y no regresó hasta 1899. La primera estancia del poeta en España sólo duró unos meses y en noviembre ya ha-bía regresado a Nicaragua. Es en 1899 cuando estrecha su relación personal con Juan Ramón Jiménez, Manuel Machado, Jacinto Benavente, Ramón María del Valle Inclán o Francisco Villaespesa, y quizás es a partir de ese momento cuando comienza a infl uir rápida y decisiva-mente en los nuevos poetas: Juan Ramón Jiménez tiene por entonces apenas 18 años. En esa época Darío, con 32 años, ya era consciente de su destino errante, de su peregrinaje interminable por países como el Salvador,

3 Antonio MACHADO, prólogo a «Páginas escogidas» [1917], Sole-dades, en Soledades. Galerías. Otros poemas, edición de Geoffrey Ribbans, Cátedra, Madrid 1983, p. 271.

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Guatemala, Costa Rica —donde nació su hijo Rubén Da-río Contreras—, Nueva York, París o Buenos Aires, que se prolongaría el resto de su vida. También era conscien-te de sus problemas con el alcohol, problemas y abusos que nunca pudo dejar atrás y que arrastraba desde 1882; sería precisamente el alcohol quien llevaría al poeta a la muerte. Jiménez lo recordaba en su texto «Ramón del Valle Inclán (Castillo de quema)»4 pidiendo constante-mente «whisky con soda», y en su Libro de retratos escribe el poeta andaluz: «Lo vi mucho tomando, con su whisky, mariscos. Él mismo tenía algo de gran marisco náufrago. Y, sin duda, su instrumento sonoro favorito era el cara-col»5. Es interesante la apreciación de Jiménez sobre ese caracol: el mismo animal que utilizará luego el poeta cu-bano José Lezama Lima en una de sus más conocidas e irónicas defi niciones imposibles de la poesía («un caracol nocturno en un rectángulo de agua»6) pues ya sabemos que para Lezama, defi nir es cenizar.

Trece años más tarde, en 1912, cuando Darío redacta su Vida de Rubén Darío escrita por él mismo —ese mismo año publica Historia de mis libros— contaba cuarenta y cuatro

4 Juan Ramón JIMÉNEZ, «Ramón del VALLE INCLÁN (Castillo de quema)» en Pájinas Escojidas (Prosa), Editorial Gredos, Ma-drid 1970, p. 133.5 Juan Ramón JIMÉNEZ, Libro de retratos, en el II volumen (obra en prosa), Espasa Calpe (Biblioteca de literatura universal), Madrid 2005, p. 76.6 José Lezama Lima, Interrogando a Lezama Lima, Editorial Anagrama (cuadernos), Barcelona 1971, p. 20.

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años, como declara en la primera línea del libro. Vive entonces uno de sus peores momentos. Enfermo y con graves necesidades económicas, sale de París en abril y, tras pasar por Barcelona, Madrid, Lisboa, Río de Janei-ro y Montevideo, llega a Buenos Aires tremendamente cansado y con una cirrosis hepática cada vez más agu-da. El poeta necesitaba dinero para mantener el hogar que compartía con Francisca Sánchez y, así, en 1910 había aceptado la dirección de la revista Mundial por cuya pro-moción había realizado este agotador itinerario. Además, por un cambio político en el gobierno de su país, había visto suprimidos sus honorarios como embajador de Ni-caragua en España. Es en la capital argentina donde dic-ta su biografía, con el propósito de que se publique en la revista Caras y Caretas. Hay que tener en cuenta que escribe este libro autobiográfi co por encargo y quizás de modo prematuro: posiblemente el poeta intuye que no le quedan muchos años de vida (apenas cuatro) y, como un improvisado Marcel Proust sudamericano, hace inventa-rio de su memoria; pero, eso sí, de manera más concisa y bastante menos minuciosa —minucioso y proustiano son términos prácticamente análogos—. Darío hace el recuento existencial de un poeta que ya se había soñado en sus poemas y en sus cuentos como ese ser exquisito y voluptuoso que era o que quiso ser y que ahora, como Pablo Neruda en «Yo soy»7, vuelve a sus orígenes y cuen-

7 Pablo NERUDA, Canto General, Editorial Seix Barral (Biblio-teca breve), Barcelona 1978.

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