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Solos Marion Achard

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El presente documento tiene como finalidad impulsar la lectura hacia

aquellas regiones de habla hispana en las cuales son escasas o nulas las

publicaciones, cabe destacar que dicho documento fue elaborado sin fines de

lucro, así que se le agradece a todas las colaboradoras que aportaron su

esfuerzo, dedicación y admiración para con el libro original para sacar

adelante este proyecto.

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Staff

Moderadora de traducción

Dark Juliet

Traductoras

Vickyra

Mr. Andrew

Claryvslove

Eni

Dark Juliet

Noebearomero

Lorena Tucholke

Corrección

Francatemartu

Revisión Final

Vickyra

Diseño

Ivi04

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5

Indice

Staff ............................................................................................................................ 4

Sinopsis ......................................................................................................................6

Uno ..............................................................................................................................7

Dos ............................................................................................................................. 11

Tres ............................................................................................................................ 19

Cuatro ....................................................................................................................... 24

Cinco ......................................................................................................................... 39

Seis ........................................................................................................................... 43

Siete .......................................................................................................................... 52

Ocho ..........................................................................................................................57

Nueve ......................................................................................................................... 67

Diez ..........................................................................................................................78

Once .......................................................................................................................... 84

Doce ..........................................................................................................................95

Trece ........................................................................................................................ 100

Catorce ..................................................................................................................... 106

Biografía del autor ................................................................................................. 109

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Sinopsis

Malo creció repentinamente. Comprendió que la cabeza de mula de

su hermana sólo tenía diez años. Sabía también que jamás había

tenido una madre y no tenía sus recuerdos de lo preciosa y frágil que

era que le daba su fuerza. Y aveces su rebelión Comprendió sobre todo que

sólo lo tenía a él para ver por de ella y no tenía derecho a equivocarse.

Accidentes y el miedo a la separación los pusieron en el camino.

En fuga, en carrera. El camino es largo, ellos lo saben, hacia el sur y su

madre. Malo y Siloa caminan lado a lado. Solos, pero juntos.

Y

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7

Uno

ensándolo, se dijo Malo, debería dar media vuelta e ir a ver.

Pensándolo, debería dar media vuelta.

E ir a ver.

Andaba deprisa, inclinado por los violentos calambres, buscando su aliento

bajo el sol del verano.

Miró a su alrededor. Los árboles parecían borrosos y se preguntó si la

violencia del choque había afectado sus ojos. Hizo parpadear sus ojos y

recuperó la vista mientras que sus lágrimas rodaban por sus mejillas. Con

un golpe de lengua se las tragó. Tenían gusto a sal y a sangre.

Ir a ver.

Saber.

Dudó, tentado, luego el pánico lo sumergió con el pensamiento del auto

accidentado en el arcén y retomó su andar espasmódico.

¿Qué debería hacer? Su cerebro funcionaba a toda velocidad.

¿Qué es lo que él podía hacer?

¿Qué hacer cuando se tiene trece años en estas circunstancias?

Volvió a ver el rostro inerte de su padre reposando contra el volante y

sacudió la cabeza.

¡No debería haber huido, está claro! Debería haberse sentado en el borde de

la carretera y esperar a que los servicios de socorro llegaran y que ellos

pensaran en su lugar.

Pero huir… ¡seguro que no!

Y contra más sus pensamientos lo empujaban a volver atrás, más sus

zapatillas lo llevaban lejos, lo más lejos posible de esta macabra visión.

—Siloa —pensó Malo—. Tengo que ir a buscar a Siloa.

P

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A lo lejos, una sirena de bomberos lo avisó de que el socorro llegaba. Se puso

a correr, despacio, intentando controlar esta angustia sorda y profunda que

le decía de abandonar toda resistencia, de dejarse caer en el borde del

camino y de llorar todo su dolor y su miedo.

Correr le sentó bien. Se enderezó despacio y se concentró en sus zancadas.

Oía su corazón resonar y su cuerpo vibrar cuando sus pies chocaban contra

el pavimento.

El pensamiento de ir a buscar a su hermana le infundió valor.

Quizás no fuera tan grave, después de todo…

Malo giró a la izquierda. Su respiración era rápida, pero no se paró,

temiendo llegar demasiado tarde. Demasiado tarde para hacer como si todo

fuera normal, como si su padre los esperara en el auto, con el motor en

marcha y que hubiera que darse prisa.

No tendría ningún problema en recuperarla.

El gran edificio de piedra blanca apareció delante de él. Era una antigua

abadía, transformada en escuela de música durante el verano. Su padre

había insistido en inscribir a Siloa en este lugar majestuoso, porque los

profesores eran muy renombrados.

Subió corriendo los cuatro escalones de la gran escalinata y vio su reflejo en

el cristal de la recepción. De la impresión se paró de golpe. Miró un largo

segundo la imagen que le enviaba. Su cara estaba sucia, llena de tierra,

sangre y lágrimas. Su ropa estaba manchada y una manga de su camisa

estaba rasgada a lo largo. Se escapó hacia los lavabos del establecimiento.

Los baños daban al patio central, un pequeño patio con árboles que los

padres seguían para ir a buscar sus hijos. Las primeras mamás llegaban ya.

Se precipitó bajo el arco de piedra y se dejó caer contra una pila.

De pronto, tuvo ganas de vomitar. Apoyado contra la fría cerámica, dejó salir

un sollozo, ruidoso, salvador. Luego apretó la perilla negra y el agua salió.

Malo se quitó su camisa sucia, quedándose solo con su camiseta. Su

apariencia era un poco dejada, pero levantaría menos sospechas. Y de todas

formas no tenía elección. Ya escuchaba llegar a los otros padres. Frotó otra

vez su cara y limpió los chorretones grises a lo largo de su cuello. Echó una

última mirada al espejo y se pasó una mano por el cabello.

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Cuando salió del baño, tiró su camisa en una papelera.

Siloa salió de la clase, con la mochila y el violín en las manos. La señora

Bertrand, la directora, la siguió hasta el rellano de la puerta y le hizo signo a

Malo de acercarse.

—Buenos días, Malo.

Abrió la boca para contestar pero su voz se atascó y se dio cuenta que

ningún sonido había salido de su garganta desde que le dijo a su padre…

¿Qué fue? Intentó vagamente recordar las últimas palabras intercambiadas

después se recuperó y dirigió a la directora una sonrisa arrepentida como

saludo.

—Me gustaría que le pasaras un mensaje a tu papá: Siloa será solista para el

concierto del jueves y si ella puede quedarse mañana después del solfeo, yo

querría…

Su mirada se congeló y miró fijamente el brazo de Malo.

—Pero ¿estás sangrando?

Sus miradas convergieron hacia la herida y Malo improvisó:

—Me he caído de la bicicleta viniendo hacia aquí, no es nada, ya no me

duele.

—Ven a la enfermería, vamos a…

—¡No! Gracias…

Buscó desesperadamente las palabras para acortar la conversación

educadamente y marcharse rápidamente. Tenía que hablar con Siloa, pero

antes de eso, pensar, y aún antes, irse.

—Papá nos espera en el auto y tenemos que darnos prisa. Le diré para

mañana, no hay problema…

La señora Bertrand parecía sospechar y frunció las cejas. Miró de arriba

abajo a Malo:

—Pero ¿has venido en bicicleta o en auto?

Malo se espantó. Aprender a mentir. Aún no sabía lo que iba a hacer

saliendo del edificio pero se prometió en su interior aprender a mentir antes

del final del día.

Su vacilación acabó sembrando la duda de la directora que abría la boca,

cuando la madre de Jane llegó, con grandes zancadas. Parecía afectada. Su

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falda estrecha le impedía andar todo lo deprisa que hubiera querido y sus

rodillas se tropezaban con la tela estampada, dándole un andar extraño.

Malo aprovechó la distracción para tender la mano a su hermana quien

cargó su mochila en la espalda, cogió su violín y le tendió la suya.

Antes mismo de llegar al alcance de la señora Bertrand, la madre asustada

explicó, a toda velocidad:

—Un accidente… En el cruce, justo a la entrada del bosquecillo. Los

bomberos están allí, no hemos podido saber nada. ¡Solo hay un auto,

aparentemente! Es increíble que se pueda salir de la carretera de ese modo.

La carrocería estaba toda doblada. Estaba sobre el techo. A debido ser

violento porque…

La noticia era suficientemente importante para que se olvidaran de Malo.

Tiró de su hermana para ponerse en marcha. Huir, los dos debían huir. La

cabeza de Malo zumbaba y su cerebro enardecido le gritaba de tener una

idea luminosa. Se alejó con un paso rápido, escuchando aún algunas

palabras.

—…Un hombre, no he visto si vivía, pero no se movía. No quería parecer una

curiosa, pero bueno, quería ver si lo conocía, y además la policía hacia ya

circular entonces…

Malo estaba demasiado lejos para oír la continuación. Sus oídos silbaban.

Antes de volver a pasar bajo la pesada puerta de piedra y dejar la frescura

del patio, echó una última ojeada a la directora. Bien derecha delante de su

clase, lo miraba con un aire pensativa y parecía escuchar a la charlatana

distraídamente. Sostuvo su mirada unos segundos luego, como inspirada,

dio media vuelta y entró en su clase rápidamente.

—¡Ven, Siloa, corre!

—Pero, ¿no has venido en bicicleta?

—Corre, ya te lo explicaré.

Le cogió el violín de las manos y se puso a correr de nuevo. Dócil, ella alineó

su paso con el de él. Agarrando con las dos manos las correas de su

mochila.

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Dos

e habían sentado los dos en la hierba del borde del canal, detrás de

un bosquecillo, a cubierto de las miradas. Malo se había nuevamente

lavado las manos y el brazo luego, acostado sobre su vientre había

sumergido su cara en el agua. Había ligeramente esperado que la frescura le

diera una idea pero nada vino. Se giró sobre su espalda, cerró los ojos y dejo

a sus últimos temblores difuminarse.

—¿Malo?

La voz de Siloa traicionaba su inquietud. Hasta ahora, ella había aceptado

todo, correr, esperar, no preguntar, dejarlo reflexionar.

Ahora ella quería saber.

—Espera, debo reflexionar.

Reflexionar, solo hacia eso. Sin tregua, sin paz… sin respuesta tampoco.

Cada pregunta, traía otras, y luego otras aún.

¿Qué iban a hacer de ellos? La primera idea que le vino a la mente fue una

colocación en institución. Un día había visto una película sobre una familia

de siete hijos, todos institucionalizados o adoptados. En todo caso, nadie los

dejaría vivir en su casa solos. Por tanto, podrían probablemente hacerlo:

quedarse en casa, prepararse las comidas e ir al colegio. Pero ¿esperando a

qué?

Antes que nada, había que saber. Saber como estaba su padre, saber si

estaba vivo. Y después actuar.

—¿Malo?

—Hemos tenido un accidente, en la carretera hacia el colegio. Los bomberos

han venido, se han llevado a papá, entonces he venido a buscarte.

Era solamente una mentira a medias. Ya había ido a buscarla cuando los

bomberos llegaron. O mismo, para ser exactos, se había ido primero,

después había pensado en ir a buscarla y ahí los bomberos habían llegado.

S

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La voz de Siloa lo sacó de nuevo de su reflexión:

—La mamá… la mamá de Jane…

Se levantó de golpe, pálida, los ojos abiertos de par en par. La cara

descompuesta de Malo le confirmó sus temores. Se quedó de pie, sin

moverse, después él asintió.

—Ella hablaba de nuestro auto.

Suavemente Siloa cogió el asa de la funda de su violín colocado a sus pies.

Tanta dulzura estremeció a Malo. Ella murmuró:

—Hay que ir a verlo.

Ella ya había recuperado la cara testaruda que su hermano conocía tan

bien. Desde hacia diez años, es el adjetivo que la caracterizaba mejor:

testaruda. Y dotada.

Ella añadió:

—¡Inmediatamente!

Ninguna lágrima, ninguna queja. Solo una petición.

Ella quería saber.

Él no.

—No podemos —susurró.

—Lo que no podemos hacer, es no ir.

—Lo que quiero decir, es que no podemos, porque si está tan mal, no

sabemos lo que harán con nosotros.

—Lo que no sabemos, es si está mal. ¿Eh? ¿Tú lo sabes?

Malo dudó. Él lo sabía en el fondo. Con la certeza del recuerdo del

parabrisas estrellado. Pero dejó caer:

—No, no lo sé.

Siloa se puso ya en camino.

—Espera. Espera, tengo que reflexionar. Aún un poco.

Sorprendiéndolo, su hermanita dejó caer su equipaje y se volvió a sentar.

Ella esperó sin una palabra, la vista perdida en el agua. Una mariposa

revoloteaba justo por encima de la superficie límpida y mientras más Siloa

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admiraba su ligereza, más sentía su cuerpo volverse pesado. Un inquietante

silencio se había instalado, pero ella no se atrevía a romperlo. No se atrevía

ni tan siquiera a girar la cabeza para mirar a su hermano, acostado sobre la

hierba una mano sobre sus ojos. Por tanto hubiera querido hablar con él.

Decir cosas, lo que sea. Volver a ver a la maestra y llorar en sus brazos.

Dejarse ir…

¿Sobre qué estaba reflexionando Malo?

Habrían podido volver a casa y esperar las noticias allí. O todavía… ¿todavía

qué? El hospital, la escuela de música o la casa. No había muchas

soluciones.

El sol aún estaba ahí, pero empezaba a jugar con las sombras, Siloa sabía

que el tiempo pasaba. ¿Qué hora podía ser? Se giró hacia Malo para mirar

en su reloj.

Las ocho. Ya hacia tres horas que había salido de la clase de música. ¿Y si el

hospital cerraba? ¿Si era demasiado tarde para ir? Se acercó a su hermano y

lo sacudió suavemente. Una pequeña brisa jugaba con su cabello castaño

contra su mejilla rasguñada. Dormía.

Abrió su mochila, sacó un bolígrafo de su estuche y una hoja de papel para

escribir algunas palabras. “He ido a telefonear, ahora vuelvo”. Colocó la hoja

sobre el vientre de Malo después, sintiendo el viento, le puso suavemente

una piedra encima.

Del bolsillo de la funda de su violín cogió dinero y dejó el escondite.

En pocos minutos, Siloa alcanzó la carretera cercana a la ciudad y entró en

un bar-tienda. Observó la gran sala, los diarios en el soporte giratorio

metálico, las decenas de paquetes de cigarrillos impecablemente alineados

detrás de una mujer joven, el hombre detrás de la barra, otro apoyado en la

barra. Decidió dirigirse a la mujer y avanzó hacia la caja, bien determinada a

no dejar ver su indecisión.

—¿Tiene usted tarjetas telefónicas?

La mujer sacó una tarjeta del cajón de su caja registradora, embalada en

plástico. La puso delante de ella.

—Siete euros con cincuenta.

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—No tengo tanto.

—En ese caso…

Volvió a coger la tarjeta y la colocó con las otras en el interior del cajón. Siloa

especificó:

—Es solo para una llamada.

Como no obtenía una respuesta, Siloa insistió:

—Por favor, lo necesito verdaderamente.

Con su pulgar, la mujer señaló al hombre que servia una cerveza, a unos

pasos de ella.

—Pídele su teléfono.

Siloa se acercó, la mano apretada en su dinero.

—Buenos días —susurró.

El hombre colocó el vaso espumoso sobre un posa-vasos y resbaló una

ojeada sobre ella.

—¿Hum? —respondió.

—La señora me ha dicho que le pida su teléfono. Es para una llamada.

Lanzó una mirada a la mujer detrás de la caja, suspiró y sacó su teléfono de

su bolsillo. Se lo tendió a Siloa:

—No durante una hora, ¿eh?

—Se lo prometo. ¿Conoce usted el número del hospital?

Era arriesgado, pero no tenía elección, y al hombre enfrente de ella parecía

darle igual completamente. Sacó una guía telefónica y la puso delante de

ella.

—Busca en las paginas amarillas ¿Sabes por lo menos leer?

Siloa se enderezó, ofendida, y le dio una mirada oscura. El hombre se rió y

volvió hacia su cliente. Siloa miró la guía y concluyó que las páginas

amarillas debían ser aquellas en las que el papel estaba tintado de amarillo.

Sus ojos recorrieron el registro, las ciudades, las profesiones. El hombre

miraba de vez en cuando en su dirección, pareciendo divertirse de la

situación.

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Ella dudó después localizó en un cuadro el numero de los bomberos.

Compuso el 18. Al otro lado alguien descolgó.

—Servicio de intervención y de socorro, le escucho.

—Buenas… quisiera tener noticias del señor que ha tenido un accidente de

auto hace un momento.

—¿Perdón?

—Quería tener noticias suyas. Un señor… Señor Fréjart —se lanzó.

Hubo una pequeña pausa al otro lado de la línea, luego la voz respondió:

—Ha sido directamente transferido al hospital de Dijon.

—Y… —vaciló un momento para encontrar las palabras que le faltaban—. ¿Y

a qué sitio?

—A las urgencias.

Colgó. A Dijon… Siloa sabía que la noticia no era nada tranquilizadora. ¡No

se transporta a alguien que está bien a un gran hospital! Tenia que llamar,

pero antes debía saber que decir y como decirlo. El hospital de Dijon era un

gran establecimiento. Debía de haber una gran cantidad de edificios y

mucha gente que no sabía lo que le había ocurrido a su padre. Encontró por

fin una lista de números que correspondían al hospital y compuso el número

de las urgencias.

—¡Urgencias, buenos días!

—Buenos días señora, llamaba para tener noticias del señor Fréjart.

Hubo un largo silencio, y después la mujer zanjó:

—No podemos dar noticias por teléfono. ¿Quién pregunta? ¿Es usted de la

familia?

El pánico invadió a Siloa, pero ella tomó el riesgo de contestar:

—Su hija.

—¿Su hija?

Siloa oyó un alboroto detrás de la mujer.

—¿Dónde estás? ¡Todo el mundo te busca! Debes venir con tu hermano,

¡inmediatamente! Preséntate a la comisaría con él. ¿Está contigo? Los

bomberos piensan que él debía estar en el auto. Estaba en el auto, ¿no?

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Tiene que venir a urgencias, ¿me oyes? Entonces vallan a la comisaría y ellos

los traerán aquí.

Siloa no tenía tiempo para contestar. La voz imperiosa de la mujer y su

insistencia le dieron pánico. Apretó el teléfono cada vez más fuerte, lista a

soltarlo para escaparse a toda prisa.

—Puede ser que tu hermano esté herido. ¿Me oyes? ¿Pequeña, me oyes?

—Sí —susurró.

—Comprendes, si ha tenido un golpe en la cabeza por ejemplo, puede creer

que está bien, pero puede ser muy grave. Es necesario que vengan para una

consulta, y tiene que hablar con la policía…

—Señora… ¿es que ha muerto?

—¿Quién?

—Mi padre.

—No. No, no está muerto.

No diría nada más, eso parecía evidente. Su voz era de nuevo severa.

—¿Dónde estás? Hay un agente de policía aquí, puede venir a…

Siloa colgó. De golpe. Se acercó al hombre y le tendió el teléfono y su dinero.

—No vale la pena, va.

Salió del bar-tienda despacio. No estaba muerto. El alivio no era grande

finalmente. En el fondo de ella misma, lo había sabido. Pero esperaba saber

algo más. Quizás habría debido insistir, prometer venir a cambio de

información al teléfono. Y después se congeló. ¿Qué había dicho la mujer

también? ¿Qué Malo estaba quizás herido? No había pensado en preguntar a

su hermano como estaba, él.

Recordó un folleto que había leído en la escuela, sobre el porte del casco de

bicicleta y sobre el riesgo de los golpes en la cabeza. Si un hematoma se

formaba, podíamos sentirnos mal y desvanecernos. Llamaban a eso un

traumatismo craneal. Lo recordaba ahora. Pensó en su hermano acostado en

la hierba. ¿Dormía realmente? ¿Se duerme cuando se ha tenido un accidente

y su padre está en el hospital?

De pronto, comprendió que estaba equivocada. Equivocada por no

despertarlo, por no dar información a la policía. Se preparaba para volver al

bar, pero la angustia la sumergió y se lanzó a la carretera y luego al camino.

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Saltó en los arbustos, se arañó un brazo con los espinos y saltó sobre el

camino de sirga.

Malo estaba ahí, de pie, su papel en la mano, furioso.

Ella se dejó caer al suelo para recobrar el aliento. Estaba tan aliviada, que

estaba preparada para afrontar cualquier furor.

Se sentaron juntos los dos, y Siloa le contó a su hermano de lo que se había

enterado. Su padre no había muerto, estaba hospitalizado en Dijon y la

policía los esperaba. Le habló también del traumatismo craneal, observando

disimuladamente a su hermano. Él afirmó que se encontraba bien, que

estaba bien. Sus únicas heridas, se las había hecho saliendo del auto. El

espacio detrás era muy pequeño y se había cortado con el metal de la

carrocería cuando se extrajo del auto, después arañado subiendo por la

zanja en la cual había caído dos veces antes de conseguir llegar al asfalto. Le

ocultó que su pecho le dolía.

La separación de unos minutos los había asustado y se prometieron estar

juntos pasara lo que pasara.

Cuando la noche empezó a caer, Malo pensó en encender una hoguera, pero

no tenia nada para hacerlo. Pensó en ir al bar-tienda donde podría haber

comprado algo de comer, pero temía hacerse notar. Daba igual el fuego. Miró

a su hermana. Su silueta se recortaba en una sombra de luna. Había soltado

su cabello y rodeaban su suave rostro. Tenía los ojos tan tristes…

Malo intentó:

—Siloa… ¡podríamos decir que tenemos una hoguera!

Como cuando eran pequeños. Podríamos decir que estamos en un castillo,

podríamos decir que soy un caballero, podríamos decir…

—Sí —respondió gravemente—, podríamos decir que todo está bien.

Siloa se durmió contra la cadera de Malo y Malo esperó largas horas

contemplando la noche. Toda la violencia que lo había habitado durante

horas había desaparecido. No padre no estaba muerto. Probablemente no

muy bien, pero no muerto. Aún les quedaba alguien.

Malo respiró y sintió el aire húmedo. Podía soltar la presión, dejar el

entorpecimiento invadirlo, esperar la mañana siguiente para ir al hospital. Ir

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a verlo y a lo peor pasar algunos días en un hogar de acogida en espera de

su recuperación.

Tocó su pecho en la oscuridad, ahí donde le dolía, y se acostó con cuidado

de no mover la pierna en la cual su hermana reposaba. Deslizó la mochila

bajo su cabeza como una almohada e intentó localizar las constelaciones que

conocía. Ahí, la Osa Mayor, y allí un pedazo de la Osa Menor que las ramas

de los árboles escondían a medias.

Observó, escrutó, buscó, hasta que las estrellas se nublaron y que sus ojos

ardientes se cerraron, incapaces de contemplarlas por más tiempo. En el

momento de deslizarse en el sueño, sintió el calor de sus lágrimas rodar por

sus mejillas.

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Tres

l alba los sorprendió, acurrucados el uno contra el otro. Malo se

incorporó sobre un codo y sintió sus agujetas. Y su mala suerte. Miró el

reloj. Apenas las seis. Demasiado pronto para cualquier cosa. Demasiado

temprano para ir a la panadería a comprar pan, demasiado pronto para

despertar a Siloa e ir a la comisaría. Se levantó lentamente. Su ropa estaba

húmeda del lado donde había dormido y sus brazos desnudos estaban

manchados por las hierbas. Se acercó al canal y vio las escaleras que

desaparecían en el agua. Se quitó sus tenis y la camisa y deslizó sus pies en

el agua helada. Durante la noche, su torso fue cambiando desde un color

rosado a un rojo purpura que probablemente se volverá negro en los

próximos días. La marca sobre el pecho en diagonal, justo donde el cinturón

de seguridad lo había detenido en seco. Lentamente bajó su cuerpo

entumecido, hundió las manos en el agua y se salpicó. Frotó sus brazos, sus

heridas, se quitó la tierra de la noche, los últimos rastros del accidente. Sólo

el hematoma del torso, el corte del brazo y la mejilla mostraban el drama de

la noche anterior. Subió las perneras de sus pantalones y dio un paso más.

Se frotó cuidadosamente los pies y las pantorrillas.

Su decisión estaba tomada: de todos modos, no tenían otra opción. Sólo el

miedo a la orfandad había puesto en duda la acción a tomar. Ahora sabía

que las prioridades eran conocer la naturaleza exacta de las lesiones de su

padre e ir a cambiarse para sentirse menos sucio.

—Quiero ir al baño.

Siloa, el pelo alborotado y los ojos medio cerrados, miraba a su hermano. Él

subió a la orilla.

—Ve a los arbustos.

—Tengo hambre.

—Iremos a comprar algo de comer.

—Estoy demasiado hambrienta para volver allí.

—Siloa...

E

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—Tengo dolor en las piernas, no puedo caminar.

—¡Siloa!

¡Se atrevía a quejarse! La miró por un momento y pensó ir solo, pero alejarse

de ella lo angustiaba. Sin indulgencia, insistió:

—Siloa, levántate, vamos. Tan pronto como lleguemos a la tienda de

comestibles, comerás y beberás algo, una botella de leche, por ejemplo, pero

dije que no nos separaríamos más. Luego vamos al hospital...

Dejó su frase sin terminar. Su hermana se había levantando para

obedecerle. La vio estirarse, recoger sus cosas de la tierra, cargar su mochila

a la espalda, como si comenzara un día típico y saliera para sus clases de

música. Tomó su estuche del violín y quitó unas briznas de hierba que

quedaron pegadas con el rocío.

Pensó en el concierto del jueves y esperaba que Siloa pudiera ir a tocar.

¡Vamos, razonó, no te hagas ilusiones mi muchacho! La frase le hizo sonreír.

Era una réplica típica de su padre. Cortante y seca, pero llena de realismo.

Su sonrisa se desvaneció tan rápido como había llegado y comenzaron a

correr, subiendo la pequeña colina hasta la carretera.

Antes incluso de encontrar una tienda de comestibles, se detuvieron en la

tienda de tabaco. En el panel estaba inscrito depósito de pan y Malo fue a

comprar una baguette. Estaba a punto de darse la vuelta cuando una

fotografía en el expositor de periódicos le llamó la atención. Antes de que

realmente entendiera lo que estaba pasando, su corazón se aceleró.

Extendió la mano para el diario y lo rodó antes de balbucear:

—Me quedo con el periódico también.

—¡Un euro con veinte!

La joven no pareció notar su malestar. Ordenó a sus piernas volverse, pero

no se movió. Todo su cuerpo se sacudió, tenía que sentarse.

—¿Todavía quieres algo?

—¡No! No gracias.

Pasó la puerta y desapareció rápidamente. Siloa se le reunió en silencio. La

arrastró un poco más lejos, fuera de la vista de los comerciantes. Se

sentaron y Malo extendió el periódico.

—La foto.

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Siloa no entendió inmediatamente. La primera página estaba cubierta por la

foto de los jugadores de baloncesto y el título proclamaba su victoria. Luego

miró a los cuadros de la parte izquierda que reenviaban a las páginas

interiores. Su coche —o lo que quedaba— estaba allí. Carcasa gris estrellada

contra las malas hierbas. La niña preguntó:

—¿No lo quieres ver?

—Sí...

Pero no hizo nada. Los ojos fijos en el suelo, buscaba, como antes, recordar

sus últimas palabras. Discutían, tan a menudo, y el teléfono celular de su

padre había sonado.

Siloa hojeó el periódico y encontró el artículo. Leyó en silencio. Dijo dos

veces: Oh, y entonces miró la cara cerrada de Malo y su aire ausente.

—Está en estado de coma. Dicen que coma profundo. No entiendo muy bien

lo que eso significa, pero también dicen que otras funciones vitales no están

afectadas. Piensan que no estaba solo en el coche, que tenías que estar con

él. Nos buscan a los dos. ¡Incluso llegaron a poner nuestra foto, mira!

Pero Malo, no miró.

—No saben cuándo va a despertar, no dicen nada sobre el coma. No dicen

nada en absoluto en realidad. Sólo eso, y que tienen que encontrarnos.

—¿Encontrarnos? ¿Para qué?

—No lo sé, no lo dicen. ¡Probablemente porque están preocupados!

—¿Pero quién? ¿Quién, Siloa, quién, se preocupa?

Esta vez plantó sus ojos en los de ella. Insistió:

—Nadie nos conoce, nadie viene a casa. ¡Nadie se preocupa por nosotros! ¡La

gente está preocupada, por... por principios!

—Tal vez, pero nos buscan de todos modos.

Él cambió de tema:

—Es necesario que obtengamos información. De este coma.

Se quedaron en silencio por un momento.

La ira abrumó a Malo. Llegó en oleadas y le impedía hablar. Ya los veía

compadecerse, interesarse, acercarse, para formar parte del drama. Pero no

iba a durar y no sería sincero. ¡Como cuando su madre se había ido! Fue

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consolado por un montón de gente. Había odiado su curiosidad. Y luego

habían desaparecido. Todos. ¿Después de qué, una semana? ¿Un mes para

los más obstinados? Todo finalmente se habían convertido en lo que eran

antes: indiferentes. Ya imaginaba la madre de Jane invitar a Siloa a su casa:

La pobrecita... ya su madre desaparece, su padre ahora... ¡Ah! ¡Cuando se

tiene la mala suerte en la familia!

Ya la veía relatarle los eventos a la maestra, a sus vecinos, a todas las

madres que nunca habían estado interesados en ellos, que sólo habían

notado con sonrisas tensas que Siloa notablemente tocaba el violín.

—Podríamos ir a la biblioteca a buscar en un libro.

Miró a su hermana. El deseo de actuar lo ayudó a calmarse. Suspiró:

—No. Allí, nos conocen. Corremos el riesgo de cruzarnos con la gente.

Vayamos a la librería, buscaremos en un diccionario.

Media hora más tarde, Malo entró solo en la tienda. Habían decidido que

Siloa esperaría en el callejón de al lado para despertar menos sospechas.

Malo rebuscó en los estantes y encontró lo que buscaba en un diccionario

médico. Leyó la página sobre los comas, y luego lo leyó por segunda vez. La

vendedora absorta en sus cuentas no prestaba atención. Trató de agarrar lo

mejor posible los diferentes datos.

Había varios tipos de coma, o más bien fases, pero ninguno llamado coma

profundo como dijo Siloa. ¿Tal vez era una deformación del lenguaje?

Todavía recorrió las líneas, tratando de descifrar el vocabulario científico.

El estado de coma significaba muerte cerebral del paciente, ahora la mujer en

el hospital le dijo a Siloa que no estaba muerto. El carus coma con el tiempo

podía causar la muerte. ¿La mujer dijo no muerto o no muerto todavía? De

repente se arrepintió de no haber preguntado. Retrocedió, con más

esperanza que certeza, la etapa dos del coma, lo que significa la desaparición

de la capacidad de despertar. Esta es la definición que parecía coincidir más

con lo que sabía del coma. O lo que se imaginaba.

Salió de la tienda sin comprar nada y fue a buscar a Siloa. Estaba

decepcionado. Decepcionado de no estar seguro de nada. Decepcionado de

encontrar, en lugar de una frase corta que lo explicaría todo, un montón de

párrafos echando un nuevo enfoque. Malo vio a su hermana se le unió

corriendo. Parecía llena de expectativas y esperanza. Atacó de golpe:

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—No podemos saber. El coma... es muy complicado. No creo que nadie sepa

lo que pasa cuando uno está en un estado de coma.

Se detuvo, miró sus palabras y dijo:

—No podemos saber cuánto tiempo va durar, o cuando despertará.

—Ah.

Ah. Eso fue todo. Con el rostro hacia el suelo, parecía tan decepcionada

como él.

Decidió contárselo todo:

—De hecho, no podemos saber si va a despertar.

Con las pestañas brillantes de lágrimas, susurró:

—Había entendido.

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Cuatro

aminaban uno al lado del otro.

La tristeza los había invadido y caminaban en silencio. La mirada baja sobre

el asfalto, miraban la gravilla, los zapatos, las rayas blancas. El camino era

largo. Ellos lo sabían. Una larga discusión siguió a la lectura del diccionario.

Malo tenía la última palabra. Él sabía que hacer. Siloa solo pensaba que

tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Luego se fueron. Tan lejos como

hiciera falta para que las fotos del periódico no los siguieran.

—Por lo tanto —concluyó Malo—, nos iremos fuera del Département.

En un principio, fueron andado para acercarse a su barrio. Nadie se había

dado cuenta, pero Malo estaba seguro de que su casa estaba vigilada. Si

realmente los estaban buscando, los vecinos habían sido advertidos. Habían

analizado cuidadosamente todas las ventanas y jardines que rodeaban las

casas y se habían colado en casa por la puerta de atrás.

Al entrar en la habitación, Malo fue cubierto con un estremecimiento. Sin luz

y vida, parecía aún más austero de lo habitual. Sin alfombras, no había

ninguna mesa, sin color, su casa era algo triste y deshabitada. ¿Tal vez

porque no había ninguna mujer para alegrar el lugar? ¿O porque su padre se

negó el más mínimo toque de excentricidad?

Avanzando en la habitación, Malo notó a primera vista que fue registrada. La

oficina de su padre —sagrada entre todas las habitaciones— estaba siempre

impecablemente ordenada. Pero aquí, algunos papeles esparcidos sobre la

mesa y un cajón que no estaba cerrado.

—Nuestras fotos en el periódico —pensó—, tuvieron que recogerlas de aquí.

Ellos subieron a su habitación sin hacer ruido y habían llenado una mochila

para cada uno.

—Lo mínimo —dijo Malo. Se negaron el derecho a contemplar sus

habitaciones con la sensación de ser ladrones saqueando su casa, mirando a

toda velocidad lo que podría serles necesario.

C

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25

Mientras Siloa acababa, Malo había bajado en la oficina y había hurgado en

los cajones en busca de dinero. Él había vaciado cada uno de los expedientes

y tropezó con el libro de familia. Había acariciado un momento la tapa de

terciopelo azul y lo había metido en el bolsillo delantero de su bolsa. Ese

libro era la prueba de que eran una familia. Su madre, padre, hermana y él,

los cuatro juntos en unas cuantas hojas de papel. Ellos viajarían juntos.

Reanudó su búsqueda, rápida y eficiente. Luego, en el fondo de un armario,

encontró una foto de su madre. Luminosa.

Confundido, él también la había puesto con el resto, al tiempo que evitaba

pensar en ella, y había continuado su búsqueda con más frenesí. Tal vez

habria alguna carta, algo de ella todavía.

¿Tal vez su padre tuvo finalmente noticias? Tenía esta foto.

Siloa llegó en ese momento y sobre una observación de Malo regresó a

buscar a su hucha, un pequeña pera de madera con una hendidura y una

base que se desenroscaba para recuperar el dinero. Propuso poner su dinero

con el suyo, pero su hermana se negó y lo colocó en su propia bolsa, dejando

abierta la alcancía en el piso. Malo había añadido un atlas de carreteras en

su equipaje ya lleno, entonces se fueron, tan discretamente como llegaron.

Por la puerta de atrás.

Y ahora estaban caminando, sudando bajo el peso de sus cosas.

Malo había decidido tomar un camino rural que los llevaría hacia el sur. Una

idea germinó en su cabeza, todavía no estaba claro, pero era su manera. Se

negó a la esperanza. Se negó incluso a pensar en ello seriamente. En el

momento en que entró.

El hambre llegó de repente en forma de una larga queja en la boca del

estómago. Lamentó no haber pensado en tomar queso o fruta de la nevera.

Parecía que gastaba su tiempo arrepintiéndose de haber hecho mal las

cosas.

No había pensado en decirle a Siloa de cambiar sus zapatos de la escuela

por tenis. No tenía una cantimplora y tenía sed. Incluso se había olvidado de

las cerillas para esta noche. Y sospechaba que esto era sólo el comienzo. La

carga de los olvidos se sumó al peso de su bolsa.

A lo lejos, un grupo de árboles proporcionaban un rincón sombreado.

Pusieron sus cosas y se dividieron el resto del pan comprado en la mañana.

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Siloa fue la primera en romper el silencio:

—Realmente tenemos que comprar comida.

—En el próximo pueblo, compraremos lo que necesitemos y buscaremos un

rincon, donde pasar la noche.

—¿Ya sabes dónde estamos?

Malo abrió el atlas.

—Mas o menos aquí. Desde casa, fuimos hacia el sur y ahora estamos en

este camino.

Malo la había elegido a pesar de los kilómetros extra, simplemente porque

pensaba que habría menos tráfico. El dedo, caminó a lo largo de la línea

para indicar el camino y se detuvo.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. El viaje a casa nos llevó tiempo. De hecho, no hemos hecho

más que seis kilómetros.

—¡Pero Malo, hace horas que andamos! —Se erizó.

—Dentro de diez kilómetros llegaremos a Arnay. Dado el tamaño de la

ciudad en el mapa, tiene que haber tiendas. Nos detendremos allí.

Terminaron su pan y tomaron el camino. Las bolsas les parecían más

engorrosas que antes del descanso. Malo decidió que vaciaría todo el

contenido para comprobar. Probablemente habría cosas innecesarias o

duplicadas de las que podrían deshacerse. De todos modos, no podían seguir

con este peso sobre sus hombros. Malo miraba su reloj, veía que el tiempo

pasaba y que sus pasos cada vez eran más lentos. A las seis de la tarde, vio

un hito kilometrico en el borde de la cuneta y completó su resentimiento. Le

indicó que solo habían viajado apenas tres kilómetros en una hora. Tiró su

bolsa al suelo y se sentó apoyandose contra ella. Él dejó caer la cabeza hacia

atrás y cerró los ojos para no ser molestado por el sol. Su pecho lo hacia

sufrir más que nada, pero le dolia todo. Debido a las agujetas, pero también

ahora debido a sus pies maltratados y a las correas de la bolsa que le

serraban sus hombros. Y tenía sed y hambre. Y él se sentía mal.

Él pensó en la palabra que correspondía a su condición y la encontró.

Sencillamente.

Él era desdichado.

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Siloa estoicamente esperaba a unos pasos, ni siquiera había posado su

bolsa.

—Olvídalo, Siloa, no vamos a llegar antes de que las tiendas cierren.

—Pero tengo hambre.

Se levantó y cargó su mochila.

—Vamos a encontrar un lugar para pasar la noche. Después puedo hacer la

ida y vuelta corriendo, sin mi bolsa.

No se lo creía ni él mismo. Ante el aire escéptico de su hermana, se justificó:

—No puedo más Siloa, me duele todo, necesito descansar.

—De acuerdo, busquemos un lugar.

Ella parecía dispuesta para cualquier cosa. Lista para andar, dispuesta a

parar, lista para seguirlo hasta el fin del mundo, pero su rostro cerrado

claramente indicaba que no era de buena gana. Ambos se enfrentarían

pronto. Malo lo sentía y lo temía.

El mapa les mostró el río, la Solonge. Media hora más tarde, un rastro los

hizo llegar a un pequeño claro, apenas tres metros de ancho por cuatro de

largo. Se sintieron de inmediato a salvo. Malo se dio quince minutos de

descanso antes de salir en busca de comida. Siloa tiraba piedras en el agua,

su bolsa justo al lado de ella.

—¿No estás cansada? —preguntó, poniéndose de pie.

—Sí

—Cuando hayamos cenado, tendremos que ordenar nuestras cosas, nos

desharemos de algunas de ellas.

Su hermana le dirigió una mirada negra.

—No vamos a ser capaces de caminar mucho si está demasiado pesada.

Debemos aligerarla.

En respuesta, Siloa se desabrochó los zapatos y se quitó los calcetines. Ella

metió los pies en el agua.

—¡Deberías probarlo, Malo!

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Su sonrisa estaba de vuelta. Malo metió la mano en su bolsa y se puso una

camisa. Se fue por el camino por el que habían venido. Calculó el tiempo que

se tardaría en recorrer los siete kilómetros que lo separaban del pueblo. Sin

su bolsa, pensó que podía hacer cinco kilómetros por hora, tal vez seis

trotando de vez en cuando. Haría dos o tres horas con retorno.

Probablemente llegaría demasiado tarde para una tienda de comestibles,

pero esperaba encontrar un bocadillo en un bar. En caso de llegar justo.

Buscar un lugar para escapar por si fuera reconocido.

Se paro sin poder creerlo, contempló el campo delante de él. ¿Cómo podían

haber pasado por delante sin darse cuenta hace un momento?

En frente de él se encontraban decenas de plantas de tomates. No del todo

maduros, algunos de ellos estaban naranja y otros ya rojos. Avanzó

prudentemente entre las plantas verdosas, se agachó y cogió un fruto.

Cuando llegó al claro, con los brazos cargados con el botín, al principio no

complació a Siloa. Ella inmediatamente decretó que tomarlo de un campo

era como robar en una tienda. Ella pensó en la palabra más apropiada y se

lo dijo a Malo con un dejo de desdén:

—Hurtar.

Malo argumentó:

—¡No tiene nada que ver, nadie se dará cuenta de que faltan algunos

tomates!

—Incluso si no lo ven, no está bien.

Malo se encogió de hombros. ¡Como si se tratara de hacerlo bien cuando

tienes hambre! ¡Haría lo que querría, para él, estaba bien!

Él respondió:

—Tienes dos soluciones, Siloa, o tienes hambre, o comes.

Ella pesó el argumento un buen momento, con el rostro obstinado. Malo ya

mordía en los tomates. El jugo le corría por la barbilla y terminó de disipar la

terquedad de su hermana. Ella se unió a él, se sentó junto a él, y cogió uno,

luego un segundo, y luego otro, todos pequeños, redondos y rojos.

Después de esta comida frutal, se acostaron, demasiado cansados para

intercambiar una palabra. Sin embargo, hacia falta que hablaran ambos.

Malo sabía que tenía que informar a Siloa, de sus planes de escapada. Al

mismo tiempo, parecían tan locos que estaba esperando verla desmontar

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todos sus argumentos uno a uno. Desde que salió, no proponía nada, pero

refutaba todo lo que proponía.

Miró el agua y respiró hondo. Quería rechazar ese sentimiento de

nerviosismo permanente y con éxito reemplazarlo con algo constructivo. Pasó

la mano por el bolsillo de su bolsa y sintió a través de la esquina de la tela el

espesor del papel. Por un momento, cerró los ojos y tocó con las puntas de

los dedos la foto.

Su madre. Había pasado los primeros años de su vida con ella. No podía

recordar su voz pero guardaba en su memoria la brillantez de su risa.

Cascada de risas. También recordaba sus manos. Grandes manos de

grandes abrazos. Su madre era hermosa. Siempre lo había sabido, pero con

esta foto, ahora tenía la prueba. Su madre estaba viva. Alegre.

Pensó en la extraña pareja que habían formado sus padres. ¿Cómo habían

hecho para conocerse, estos dos? ¿Cómo habían hecho para enamorarse?

Malo no conocía dos seres más opuestos.

Sus primeros años de existencia, Malo había vivido en algodón. Sus primeros

pasos, el olor de su madre, los colores brillantes de un juguete...

No sabía por qué todo se había deteriorado. Era demasiado pequeño para

recordar nada con precisión, apenas tenía tres años, y aún hoy en día, se

preguntó si había vivido realmente de esa manera o si interpretaba sus

recuerdos.

Comenzó con palabras, entre ella y su padre. Y él, para aliviar la tensión en

la casa, la llamaba mi querida madre. Cada gesto tenía la intención de

demostrar su amor y necesidad de ella.

Malo había sido un niño agradable, sonriente. Vivaz cuando su madre

estaba muy animada, sabía cuando necesitaba tranquilidad. Sensible a su

cara que se ensombrecía, una palabra, una voz. Interpretaba sus miradas.

Tenía toda la atención que los niños tienen a veces. Probablemente esperaba

retenerla.

Las disputas se habían detenido en seco cuando el vientre de su madre

comenzó a hincharse. Y un extraño silencio se había instalado en casa. Y

cuanto más su madre engordaba, el silencio se hacia más pesado. Hasta que

fue total.

Malo siguió desempeñando su papel. Juguetón y tierno con su madre, sabio

e inteligente con su padre.

Y Siloa llegó. Pequeña y encantadora. Llena de vida y llantos.

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Unos meses más tarde, su madre había desaparecido. Sin decirle nada a

Malo que pudiera prepararlo para esta partida.

El silencio de su padre se hizo aún más pesado.

Los dos primeros años, ella les había escrito por su cumpleaños. Postales

con pequeñas palabras y dibujos divertidos. A continuación, las cartas

fueron espaciadas y los años habían pasado.

Cuando su padre había entendido que la partida era definitiva, comenzó a

comunicarse con ellos. En primer lugar, por las obligaciones de la vida

cotidiana y para el resto, pero siempre con moderación, pasando noches

enteras sin pronunciar sonido alguno. Estos silencios abominables, Malo no

los quería revivir con Siloa. Para él, el silencio era como una ausencia, como

un muro que corta la vida en dos.

Al crecer, Malo había aprendido a contentarse con lo que su padre les había

dado. Pero el niño perfecto se había ido para siempre. Malo estaba enojado.

Una rabia interna lo atragantaba constantemente.

No le pidió nada durante años, mordiendo el freno, callando su pena y

guardando su rabia en la parte inferior de su vientre. Se había vuelto

independiente, voluntarioso, diferente. Diferente de la imagen estudiosa,

obediente y transparente que su padre se hacía de los niños.

El dia de sus diez años, una disputa tuvo lugar. Recogiendo el correo, Malo

vio un sobre enviado por su madre. Estaba seguro, porque la tarjeta postal

que recibió para sus seis años estaba en su mesita de noche y —de tanto

leerla— conocía de memoria las líneas curvas de su escritura. Le entregó el

correo a su padre. Había leído en silencio, de pie en medio de la habitación y

se fue sin hacer comentarios. En la cena Malo había querido tener

información. Su padre se negó a hablar de ella y Malo se había declarado en

huelga de hambre. Se quedó delante de su plato. Desde la cena hasta el

desayuno. Cuando su padre lo había encontrado por la mañana en el mismo

lugar, se sentó frente a él, se había quitado las gafas y las había limpiado,

entonces plantó sus ojos en los de su hijo.

Dos testarudos por encima de un plato.

Después de unos minutos, su padre dijo:

—Está en Marruecos. Trabaja para una asociación de pintores marroquíes.

Ella no dijo nada más.

Se puso de nuevo las gafas, se levantó y se fue a su oficina.

Nada más.

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Pero para Malo que saboreaba su victoria, se sintió enorme. Nada más, pero

sabía que ella estaba viva. Todavía existía, estaba en alguna parte. Y, en

efecto, para un niño de diez años, nada más ya era un tesoro.

Esto es lo que Malo le explicó a Siloa esa noche. Habló del silencio que se

había roto, y su madre en algún lugar de Marruecos.

—¿En Marruecos? —Siloa repitió con incredulidad—, ¿y es allí donde quieres

ir?

—Sí, no es tan lejos. Ya sabes, Marruecos se encuentra justo debajo de

España después de todo.

—¡Sé dónde está Marruecos! —replicó ella.

—Pensé que podríamos seguir caminando hasta Chalon. Son unos sesenta

kilómetros. Esta es una gran ciudad, estoy seguro de que encontraremos un

tren a España desde allí.

—¿Y para ir a Marruecos?

—Ya lo veremos cuando lleguemos allí.

—¿Y para encontrarla?

—¡Si somos capaces de ir allá, encontraremos su rastro!

—Sí...

No fue un sí muy satisfecho, pero no era un no.

—¿Siloa, tienes otra idea?

Ella suspiró y no dijo nada.

Malo fue por el segundo punto sensible que quería abordar:

—Ahora vaciamos las bolsas y haremos eso.

Su tono no dejaba lugar a discusión. Para mostrar su determinación, se

levantó, fue a buscar su equipaje y comenzó a vaciarlo, con cuidado. Alineó

sus cosas en el suelo, separadas entre sí para verlas. Siloa se unió a él.

Vació los bolsillos laterales primero, abrió las correas delanteras y sacó su

estuche de violín. Malo se detuvo, incapaz de hacer un comentario. Se

abstuvo de rebelarse y finalmente entendió por qué ella no se quejaba ni una

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vez por el peso de su bolsa. No iba a dejar su violín y estaba dispuesta a

hacer cualquier cosa en lugar de darse por vencida.

Para Malo el violín no era parte de la maleta, para ella era indispensable.

Miró la pila. Todo estaba allí. Y los dos sabían que tenían que sacrificar

algunas cosas.

Malo entonces atacó lo que parecía más fácil:

—Los cubiertos, realmente no valen la pena, hasta ahora no los necesitamos.

—¡Hasta ahora no hemos comido, Malo!

Dejaron de lado el tenedor y la selección se volvió un juego. Cada turno,

sacaban algunas cosas. Tomaron una muda de ropa, un suéter cada uno, y

se comprometió a comprar algo para lavar la ropa. Malo arrancó las páginas

del atlas de carreteras para mantener sólo las hojas que indicaban el camino

a España. Admiraba la organización de Siloa que había pensado muchas

cosas, creyendo que a menudo había hecho sus maletas. Un cepillo de

dientes. Un champú que también serviría como jabón. Un estuche, que

sacrificaron para finalmente guardar un bolígrafo. Un pequeño cuaderno.

—Tu violín, digo que no, pero la caja...

—Sin caja, voy a estropearlo.

—¡Pero eso duplica el volumen!

—Con un violín dañado, no puedo hacer nada.

—Tienes que dejar tu repertorio.

—Sin repertorio, no puedo tocar.

—Siloa es pesado, ocupan lugar, no necesitas todas, las partituras podemos

encontrarlas en todas partes.

—Me las llevaré.

—Si las llevas, eso significa que dejaré otra cosa en su lugar, es lo mismo.

—Mantengo la colección.

—Mantienes la mitad del libro, hay que tirar los que sabes de memoria y eso

es muy duro. Guarda el mínimo.

Encontraron que carecían de muchas cosas, una botella de agua, un

encendedor, deportivas para Siloa, calcetines extra... Siempre podían

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comprarlo en el comercio próximo. Malo sacó una pequeña bolsa de cuero y

contó su dinero:

—Ciento sesenta y cinco euros —él anunció.

Él sabía que no llegarían muy lejos con ello. No a España de todos modos, y

mucho menos a Marruecos. Pero tenía que aferrarse a algo. Siloa dejó su

fortuna, y dijo:

—Cuatrocientos cincuenta.

—¡Cuatrocientos cincuenta euros! Pero Siloa, ¿cómo hiciste para conseguir

tanto dinero?

—¡Yo no compré una bicicleta!

Acusó al golpe. Su bicicleta... Eso es lo que debería haber tenido. ¡Con una

bicicleta irían dos, tal vez hasta tres veces más rápido! Él habría podido

poner sus cosas en una bolsa y llevar a Siloa en el marco.

—Te equivocaste de nuevo —se dijo, para añadir a la larga lista de errores y

fracasos. Pero aprendería. Ellos aprenderían ambos. Y un día, Malo estaba

seguro de eso, que no habría más errores.

Entonces no habría más razones para lamentarse o estar enojado.

Esa noche, el frío se hizo más penetrante. Malo se levantó para ponerse su

suéter y cubrió a su hermana con el de ella. Entonces otra vez, miró a las

estrellas y vaciló al dejarse caer en el sueño. Cuando se quedó dormido, oyó

un chirrido de frenos y el sonido de un choque. Vio un gran destello blanco

seguido de la oscuridad total. Y cada vez, en un grito ahogado y pánico,

abrió los ojos al cielo y miró el espacio, tratando de calmarse, luchando por

no unirse a sus pesadillas.

Por la mañana, se encontró con Siloa tratando de arreglarse, con las páginas

que había arrancado de los atlas, una reconstrucción gigante de carreteras

de Francia. Se frotó los ojos y se incorporó dolorosamente. Siloa se le acercó:

—De hecho, en realidad no puedo trabajar porque tengo un solo lado.

Él la miró sin comprender. Su desconcierto la hizo sonreír:

—Sí, las páginas se imprimen en ambos lados, cuando en realidad, sólo

tengo la mitad del mapa, por lo que tengo la mitad de Francia. Vienes,

vamos, tengo hambre.

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Tomaron la carretera —igual que ayer— dejando atrás su pequeño montón

de cosas. Una vez más, intercambiaron algunas palabras. Sus bolsos

parecían aliviados por lo tanto más ligeros, pero se volvieron pesados

durante las horas.

A media mañana, hicieron una parada en Arnay-le-Duc. Un supermercado

que acogió Malo. Contenía sólo tres secciones y un bote productos frescos en

la parte inferior. La vendedora estaba inmersa en una revista y dijo con los

labios un Hola a Malo. ¡Aquí hay al menos uno que no le causaría

problemas!

Él compró una barra de pan, queso, un paquete de galletas, cuatro yogures.

Él fue tentado por las cajas y un abrelatas, pero quería ahorrar. La carne y el

jamón eran demasiado caros, una botella de leche demasiado pesada.

Añadió a su canasta aún dos plátanos, una caja de cerillas, un paquete de

pañuelos, dos botellitas de agua y un lote de tres pares de calcetines para

niño que encontró a la venta en el expositor.

Puso todo delante de la cajera. La cuenta ascendió a once euros. Demasiado,

pensó. Al mismo tiempo, en realidad no tenía elección. Siloa se encontraba a

pocos metros de distancia, sentada detrás de la fuente.

—¿Crees que podemos comer allí? —preguntó, mirando la bolsa de plástico.

—Creo que si. Nadie parece preocuparse por nosotros.

Se sentaron a cubierto de las miradas, en el hueco formado por el

monumento. Las calles estaban desiertas de todos modos.

Siloa se quitó los zapatos. Sus talones estaban llenos de ampollas y

vesículas. Algunas sangraban. Ella fue a sumergir sus pies en el depósito de

agua fría. Malo cortó grandes rebanadas de pan y las colocó delante de él en

la bolsa de plástico que utilizaban como mantel.

—¡Sería mejor que fuera descalza! —comentó Siloa.

—Tenemos que comprarte un buen calzado.

—Y vendajes.

Tan pronto como comió la primera rebanada, Malo se sintió revivir. Se comió

su yogur lo más suavemente posible. Ellos dudaron en volverse a servir.

Comer les había abierto el apetito, pero Malo propuso más bien una

merienda en la tarde, después de caminar dos o tres horas.

Bajo la mirada decepcionada de Siloa, cerró la bolsa de plástico y se levantó

para ir a la farmacia.

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La pequeña campana sonó y un rostro severo de mujer salió de la trastienda.

Ella puso sus manos en su mostrador de cristal y lo miró fijamente:

—¿Qué quieres?

—Vendajes, por favor.

—¿De qué tamaño?

—No lo sé, para ampollas. En los pies.

Dejó dos cajas se puso delante de él y le explicó:

—Estos son vendajes clásicos, y los de segunda piel, que se alejan del

extremo de la ampolla. Estos son mejores si tienes que caminar o trabajar

cuando duele.

Miró furtivamente las etiquetas. A ocho euros contra dos cincuenta, señaló

los clásicos.

—¿Y usted tiene algo contra los moretones?

—¿Contra los moretones? No, una vez que el hematoma está ahí, hay que

esperar que pase. Te puedo dar una crema con árnica.

Ella lo miró con los ojos pequeños y brillantes. Él mismo no se dio tiempo a

pensar en el precio y asintió para ocultar su vacilación.

Mientras tecleaba los números en la caja registradora, le preguntó:

—¿Y para los ampollas, con que desinfectarlas?

—Sí, en casa.

—Bueno.

Apretó un botón y la caja sonó. Malo le dio un billete.

—¿Vives por aquí?

Parecía que era una pregunta retórica, pero Malo se preguntó por qué lo

estaba viendo en ese momento. Él respondió sin inmutarse:

—Sí. A pocos kilómetros de aquí.

Lo que era cierto después de todo. Ella le devolvió el dinero, la bolsa y no

dejo de mirarlo hasta que llegó a la puerta.

Por encima de todo, no corras, pensó Malo. Ordenó a sus piernas que se

calmaran, pero llegando ante Siloa, balbuceó:

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—¡Vamos, rápido!

Siloa cargó su mochila a toda velocidad sin ningún tipo de preguntas y tomó

sus zapatos en la mano libre.

Corrieron.

Lejos del pueblo y lejos de la carretera, en medio de un pequeño camino

transversal, se detuvieron para su tratamiento. Malo se encargó de Siloa que

heredó una constelación de esparadrapos en cada pie, un par de calcetines

nuevos y una sonrisa de placer.

Malo a continuación, se quitó la camisa y Siloa aplicó la crema en la

contusión gigante. Ella frotó tan suavemente como fue posible con la palma

de su mano.

—Es enorme, Malo.

—Lo sé.

—¡Puede ser serio!

—¡Si fuera serio, no sería capaz de caminar con los kilos en la espalda!

Hizo una pausa y terminó su masaje con la aplicación. Entonces,

valientemente, retomaron el camino.

Malo quería salir del pueblo. Si esta mujer no lo había reconocido, nada

queria decir que no vería su foto en el periódico más tarde. Luego haría el

enlace, y un coche de policía tardaría sólo unos minutos para cruzar los

kilómetros que ellos habían andado en varias horas. Hallarlos no era muy

difícil.

Aprovechó la pausa para mirar el mapa. Si cambiaran de itinerario con

regularidad, tomaran caminos en lugar de carreteras, podrían perderles la

pista. Pero eso implicaría un importante número de días de caminar de más.

Renunció.

Hicieron dos descansos en el día. Cada salida les parecía más difícil y ponían

más tiempo para cubrir la distancia esperada, de modo que, finalmente,

Malo dio la señal de final del día.

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Una vez más, Malo vio un río para pasar la noche. Encontrar un lugar

tranquilo al borde del Ouche no fue fácil y terminaron por encontrar una

orilla aislada, pero llena de maleza. Estaban agotados, se dejaron caer y

descansaron allí.

Ellos hicieron veintidós kilometros. Ciertamente, a la escala de su proyecto,

era minúscula e incluso en el mapa, por tanto detallada, el camino recorrido

parecía muy pequeño. Pero Malo aún se sentía orgulloso. Llevaron este día a

cabo en adelante y se las habían arreglado bien: tenían lo suficiente para

comer y una área protegida para dormir. Terminaron su comida, sólo

manteniendo para la mañana siguiente, un pedazo de pan.

Mientras que aún era de día, Malo extendió de nuevo el mapa ante él. Si

caminaban bien, podrían llegar a la ciudad de Beaune al día siguiente por la

tarde. Allí, sería más fácil ir de compras. Tenía que haber un gran

supermercado. Eso es lo que necesitaban, la gente, los transeúntes. Serían

capaces de entrar en un comercio sin nadie particularmente interesado en

ellos, cruzar las miradas sin temor.

Tenían que encontrar unas deportivas para Siloa, igualmente tal vez un

pantalón de algodon o algo práctico para reemplazar la ropa de escuela. ¿Y

por qué no una verdadera cantimplora y ponchos o mantas para la noche?

Lo mejor sería llegar a la ciudad temprano y pasar parte de la mañana. Para

ello, debían pararse una última vez en el campo mañana por la noche. ¡Era

difícil encontrar algo para dormir en el centro de la ciudad!

Para Chalon, aún tendrían dos o tres días de marcha. Allí, ellos podrían

enterarse sobre los trenes. Los kilómetros no representarían entonces lo

mismo...

Él levantó la vista del mapa, satisfecho con su programa.

Siloa había sacado fuera su violin y frotaba las cuerdas, tocando lo más

suavemente posible. Poco a poco, olvidando la precaución, tomó su arco con

mayor fuerza. La melodía llenando el aire, girando en el viento, mezclándose

con el ruido del río. Cuando la última nota se desvaneció, Malo levantó los

ojos. Siloa aún sostenía el violín contra su barbilla, pero su mano derecha y

su arco descansaban sobre la tierra.

—Fue hermoso —dijo.

—Esta es la pieza que tenía que tocar en el final del curso.

—Lo sé.

—Hoy es jueves.

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—Eso también lo sé.

Él la miró, sentada inmóvil en un triangulo de luna.

Al cabo de un largo rato, se levantó y colocó su instrumento en el estuche.

Era un hermoso violín, un regalo excepcional, dijo su padre cuando le dio el

instrumento. Malo no sabía lo que esa madera tenía de excepcional, pero él

sabía lo que Siloa podía hacer con él.

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39

Cinco

alo despertó temblando. El aire era húmedo, apenas se estaba

haciendo de día. Buscó en su bolso las cerillas y rasgó uno para

encender el fuego en un pequeño montón de ramitas que recogió el día

anterior. La madera crepitó, echó humo, vaciló, luego las llamas ardieron y

comenzaron a bailar. Malo rompió las ramas pequeñas para ponerlas en

medio de la fogata y el fuego comenzó a crecer aún más, reconfortando.

Cuando Siloa abrió los ojos, el resto del pan estaba en pedazos sobre palitos

de madera y asándose en la parilla tranquilamente. El olor definitivamente la

había despertado. Se levantó y se sentó al lado de su hermano. Deslizó sus

rodillas bajo su suéter y las envolvió bajo sus brazos. Dejó que su mirada se

sumergiera en las llamas. El fuego crepitó y Malo agarró un pedazo que le

entregó a su hermana. Ella lo tomó, soplando el pan caliente y lo mordió con

ganas.

Cuando las últimas migajas fueron tragadas, apagaron el fuego cubriéndolo

con tierra, después por prudencia, vertieron agua del río con las botellas de

plástico. Las llenaron una vez más y las metieron en los bolsillos de sus

bolsos.

El consuelo del pan caliente se desvaneció después del primer kilómetro.

Caminaron, en silencio. Sin entusiasmo. Siloa tenía los pies cada vez más

doloridos y no lo quería decir.

De vez en cuando, ella se quitaba los zapatos para seguir con los pies

desnudos. Las pausas se hacían cada más y más cercanas, y más y más

largas, Siloa pedía clemencia cada vez, pero Malo se mantenía firme. Él no se

dejaba convencer, la motivaba, animaba y en última instancia cargó su

propio bolso de asuntos suplementarios.

Para el almuerzo, compraron lo suficiente para hacer dos sándwiches y Malo

tomó una lata de Raviolis para la cena, y para darse el valor de volver a salir,

se comieron un helado. La cuenta ascendió a siete euros. Esta vez, no

tomaron el riesgo de detenerse en el pueblo para comer. Siloa cambió las

banditas adhesivas que se despegaron a medida que se frotaban en sus

zapatos. Desde hace un tiempo, cojeaba a cada paso.

M

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Hablaban poco y Malo sentía que era incorrecto pensar, como si el esfuerzo

para avanzar fuera tan intenso que no había energía para nada más.

Les tomó un largo tiempo, encontrar un lugar donde detenerse para dormir.

A simple vista los campos vitícolas no permitían ningún tipo de privacidad.

Finalmente vieron un pequeño bosque en lo alto de un viñedo y se dirigieron

con decisión hacia el. No querían tomar el riesgo de encender el fuego,

debido a las propiedades vecinas donde alguien podía ver el resplandor de

las llamas. Ninguno de los dos hizo comentarios al comer los ravioles fríos,

de la misma lata.

Se pusieron sus suéteres, tomaron sus bolsos como almohadas y se

durmieron.

Malo abrió los ojos bruscamente. Alrededor de él, todo estaba oscuro. Sólo la

luna iluminaba un poco el espesor de la noche a través de las ramas. Había

un ruido. Oh, no era un ruido fuerte que se pudiera distinguir fácilmente,

pero era un pequeño ruido. Un susurro. Preocupado, aguzó el oído. El ruido

se había detenido y reanudado. Pensó que era un jabalí o un zorro. Dudó por

un momento, trató de razonar, de calmar su miedo, después optó por

despertar a Siloa para irse si el peligro se cernía. Se puso a cuatro patas y

avanzó con cautela hacia su hermana. El ruido se acercaba. Cuando tocó el

brazo de Siloa, se dio cuenta de que ella era quien se sorbía los mocos.

Estaba llorando.

—¿Siloa?

Ella se sentó con rapidez. Sus caras estaban a centímetros la una de la otra.

—¡Oh, Malo! —murmuró con una voz rota por el dolor.

Malo se quedó mudo, sin saber cómo reaccionar. Su padre siempre ocultaba

sus emociones y habría dicho algo como Vamos, vamos con una voz molesta.

Luego se habría ido para mostrar su desaprobación.

En el mismo tono, Malo tuvo ganas de decir:

—Vuelve a dormir, mañana el camino será largo.

Pero no pudo. Ante la angustia de su hermana, el recuerdo de las caricias y

el perfume de su madre se acercó con rapidez. Con vacilación, extendió su

mano hacia su cabellera marrón y tiro de ella hacia él. Siloa se dejo caer

contra su camisa y comenzó a sollozar. Y Malo maduró de golpe. Se dio

cuenta de que la testaruda de su hermana sólo tenía diez años. Comprendió

que ella nunca había tenido una madre y no tenía como él, el recuerdo

precioso y frágil que le daba su fuerza y a veces su rebelión. Comprendió que

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no había más nadie a parte de él para velar por ella y que no tenía derecho a

equivocarse. Por ella. Por esa confianza que ella le dio desde el principio.

Una pequeña voz murmuró contra él:

—No puedo hacerlo.

—Claro que lo harás, estoy contigo. Lo haremos juntos.

—Me duelen los pies. Tengo hambre, me duele la espalda.

—¿Eso es todo? —respondió él con una sonrisa forzada, porque yo, tengo

lastimados los muslos y el cuello, sueño con tener una almohada de verdad,

ya sabes con plumas y una funda muy suave.

Ella lo miró con dulzura a través de sus lágrimas y dijo:

—Sueño con tocar el violín. Todos los días. Sin miedo a ser escuchada.

Sueño también con un libro. Para poder leerlo por las noches, para pensar

en otra cosa…

—Sueño con una banana split, con un montón de crema batida. Con lo

único que no sueño realmente, es con regresar a la escuela.

—¡Pero si son las vacaciones!¡ De todos modos no irías.

Malo sonrió. Ella había vuelto a usar su pequeña voz incisiva y su lógica

irrefutable. Se acostaron uno al lado del otro, casi tocándose para no romper

la frágil unión.

—Ves esa constelación —dijo Malo—, es la Osa Mayor. Es la más conocida

de todas, porque se puede localizar fácilmente.

—¿Dónde?

—¡Allí!

Él señaló a través de las ramas y continuó:

—¿Ves esa estrella? Y la otra al lado, forman parte de ella. Mira, parece una

gran cacerola.

Él mantuvo los ojos fijos en el punto de luz y se preguntó si, en Marruecos,

el cielo era el mismo.

—Cuando estemos en Chalon, vamos a tomar un descanso. Podemos ir al

cine por ejemplo…

—Y después, Malo…has pensado…es decir... si la encontramos. Y que ella no

nos quiera…

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No, no lo había pensado. Eso no hacía parte de las posibilidades. Era

demasiado doloroso y reducía a la nada todos sus proyectos, todos sus

esfuerzos. Era una idea totalmente inconcebible que no entendía porque

Siloa la trajo a colación. O más bien sí, Malo comprendía. Siloa no conocía a

su madre. No tanto como él en todo caso, ella no se alimentaba de los

mismos sueños.

—Sabes, Siloa, nuestra madre es alguien muy dulce, muy agradable.

Cuando yo era pequeño, invitaba a todo el mundo a la casa, reía, ella…

Se atragantó con los recuerdos.

—Ella nos llevará a su lado porque somos sus hijos. Una vez que nos vea,

ella se dará cuenta que la necesitamos, y que nos necesita. Nos reconocerá y

nos cuidará. No te preocupes por eso, una mamá es para toda la vida, pase

lo que pase. Lo que necesitamos, es encontrar un medio para llegar allí.

Después, sé que todo estará bien.

—¿Pero por qué? ¿Por qué todo estará bien?

—¡Porque nos lo merecemos!

No estaba seguro de que su diatriba hubiera sido convincente pero al

parecer fue suficiente para apaciguar a Siloa. Ella se volteó hacia un lado, y

unos momentos más tarde, una respiración ligera y regular le dejó saber a

Malo que ella se había vuelto a dormir.

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Seis

eaune los recibió al mediodía.

Como era de esperar encontraron una tienda a la entrada de la ciudad donde

se perdieron más de una hora, viendo secciones, metódicamente buscando lo

más útil y lo menos costoso. Tomaron unas deportivas y unos pantalones a

precio de saldo para Siloa, vendas y desinfectante, una botella de zumo, una

gran hogaza de pan en promoción, dos quesos, yogur, sardinas, un paquete

de donuts, plátanos, un tubo de detergente para lavar a mano. En la sección

de librería Malo rebuscó en los libros de bolsillo para niños. ¡El título de uno

de ellos, En camino!, lo dejo soñador y lo llevó para su hermana. Todavía

encontraron una cantimplora de material aislante cuyo precio —dos euros—

convenció a Malo y dos mantas de supervivencia. El papel plateado y ligero

parecía exactamente de acuerdo con su necesidad para las noches frescas.

Después de una cuidadosa consideración, equilibrando su presupuesto y

moral, Malo añadió una gran barra de chocolate y un cartón de leche.

La nota —cuarenta y ocho euros— era difícil de digerir, pero tenían lo que

necesitaban para varios días.

Malo concedió medio día de descanso. Se sentaron en un jardincito, niños

entre niños. Siloa, pies descalzos en el banquillo, se hundió en su libro,

levantando su cabeza sólo para comer.

Malo observó a los pequeños sobre los torniquetes y en los columpios,

pensando en el camino a seguir y el presupuesto.

Por la tarde, salieron de la ciudad y se alejaron. Las últimas urbanizaciones

no tardaron en desaparecer y cuando por fin decidieron parar, ya era de

noche.

Como medida de precaución, prefirieron no hacer fuego, sin saber realmente

lo que estaba a su alrededor. Comieron y acabaron el cartón de leche.

Siempre hay que traer esto por lo menos, pensó Malo.

Desplegando la manta, Siloa preguntó:

—¿Estás seguro de que funciona, esto?

B

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Se encogió de hombros y se envolvió, en el crujiente papel de aluminio.

—¡No sé si sirve de algo, pero en cualquier caso, si te escapas, te escucharé!

Malo se despertó una primera vez con la luz del día. En medio del sueño, se

volvió para tratar de ahorrar unos pocos minutos antes de levantarse,

cuando el sonido de un motor acercándose a gran velocidad lo despertó

definitivamente. El tiempo de comprender que el vehículo se dirigía hacia

ellos, fue demasiado tarde. El gran 4 x 4 se detuvo a pocos metros de su

campamento improvisado y un joven salió dando un portazo. Su cara roja de

ira les hizo entender la situación, incluso antes de que abriera la boca. Malo

se puso de pie, listo para enfrentarlo o salir corriendo.

A su alrededor, los viñedos se extendían fuera de la vista y el hombre

plantado frente a ellos, bloqueó el camino con toda su ira:

—Hey chicos, ¿qué están haciendo aquí? ¡Fuera, están en propiedad privada!

Siloa, pragmática, ya estaba guardando todas las cosas en las bolsas. Malo

intentó una respuesta:

—No sabíamos, lo siento...

—¿No sabían qué? ¡No se entra en casa de la gente así! ¡Les doy diez

segundos para irse! Diez, nueve...

Se puso de pie delante de ellos firmemente en sus dos piernas en su mono

de trabajo. En sus manos sostenía un par de tijeras de podar que blandía en

el aire con cada cuenta.

—Ocho, siete, seis...

De todos modos, finalmente guardaron sus trastos.

—¡Dos, uno, cero! ¡Ahora llamo a la policía!

Sacó un móvil de su bolsillo cuando Malo y Siloa emprendieron tropezando

el camino que conducía a la carretera, medio empujandolo. No tardaron

mucho en llegar al asfalto y se sentaron para recuperar el aliento.

—¡Hablando de un despertar! —Siloa murmuró.

Se miraron y se rieron.

—Aun así, si llama a la policía...

—Tendríamos que escondernos y observarlo, pero no creo que lo haga.

Observaron las filas alineadas de viñas que los rodeaban.

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—Tendríamos que hacer autostop. Sólo por esta vez.

Malo estudió esta propuesta. ¿Si el hombre ejecutaba su amenaza, la policía

se trasladaría por una denuncia contra dos niños? ¿Y si lo hacía?

Obviamente, no podían correr el riesgo de estar aquí. Pero hacer autostop no

carecía de peligro. Él decidió:

—¡Está bien, pero sólo por esta vez, pero te advierto, no abras la boca!

Se puso de pie en el borde de la carretera, Siloa cerca de él. Agitó la mano al

primer coche que pasaba. Para su sorpresa, se detuvo. La ventana se abrió

sobre la cara de una mujer bonita con las mejillas rojas del calor. Ella no les

dio tiempo para hablar y preguntó, sacudiendo sus rizos:

—¿Están perdidos mis peques?

Era una conclusión inevitable.

—Sí, bueno, en realidad no. Debemos reunirnos con nuestro padre, pero mi

hermana ha perdido el dinero del autobús, así que tenemos miedo de ser

regañados...

Dejó su frase sin terminar. Siloa lo fulminó con la mirada, pero no soltó ni

una palabra. La mujer dudó sobre qué hacer. Se pasó la lengua por los

labios.

Malo replicó:

—De hecho, pensamos recorrer el camino, pero nos dimos cuenta de que es

demasiado largo. Tenemos miedo de que papá se inquiete...

La mujer negó mientras reflexionaba sobre su decisión, sus bucles

temblaban con ritmo y miró a Siloa, como si estuviera esperando a que ella

hablara a su vez. Siloa lanzó una mirada a su hermano. Sus ojos burlones

dijeron a Malo que quería estrangularlo. Ella sonrió:

—Fui yo quien tuvo la idea de hacer autostop. De hecho, Malo tenía miedo

de toparse con un hombre extraño, así que estamos muy contentos de que

fuiste tú quien se detuvo. ¿Entiendes?

La Mujer comprendió. Sonrió a Siloa y abrió la puerta. Poniendo su bolsa en

el asiento, Siloa envió una sonrisa ganadora a Malo. Entraron en el vehículo,

en la parte trasera. Ataron los cinturones, como ella les pidió. Cuando Malo

oyó el metálico clic del clip, de pronto recordó el último clic que había oído:

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que él había hecho alejándose después del accidente. Un nudo en la

garganta, mientras el vehículo arrancó. Siloa, enérgica, daba explicaciones a

la mujer que respondía lanzando miradas cómplices por el retrovisor.

Casi le pide que detenga el vehículo. No quería forzarse a poner buena cara

para ganar unos pocos kilómetros. Necesitaba aire, para escapar y gritar. Se

sentó sobre el asiento y compuso un rostro indescifrable dejando que sus

ojos vagaran sobre el paisaje.

Mientras Siloa continuaba hablando, trató de concentrarse en otra cosa,

pero todo se reducía a ese momento —terriblemente largo— cuando se dio

cuenta de que habían dejado el camino y ese momento suspendido, justo

antes del choque. Dejó las náuseas invadirlo.

Malo sintió una manita descansando sobre su rodilla. Abrió los ojos, el coche

se detuvo y Siloa dijo:

—¡Llegamos!

Parecía haberse divertido un montón. Descendieron. Cuando arrancó el

vehículo, Siloa agitó la mano despidiéndose. A través de la ventana trasera,

vieron a la mujer agitando la suya.

Las piernas temblorosas, Malo se sentó en su bolsa. Siloa se sentó cerca de

él.

—Estás todo pálido.

—¡Estás completamente loca!

Siloa no apreció la observación:

—No estoy loca, Malo, hice lo correcto para que nos llevara lo más lejos

posible. Incluso casi nos llevó hasta Chalon, pero tenía una cita...

Él no respondió.

—Te das cuenta del número de horas de caminata que nos evitamos!

—¡Es una casualidad, Siloa, podríamos caer con alguien completamente

torcido, o alguien más curioso!

—Mouaih...

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—¡Me has llamado Malo delante de ella! ¡Nunca debemos dar nuestros

verdaderos nombres a las personas!

Siloa no respondió. Estaba molesta. Sin embargo, era cierto que gracias a

ella habían salido bien. Él estuvo de acuerdo:

—Bueno, está bien. Saliste bien y no te dije nada por los nombres...

—¡En ese caso, tenemos que buscar nombres falsos! Podrías llamarte... Hugo

o Marco, Charlie, Antoine...

Se prestó al juego más para divertirla que por ganas. No quería romper su

bello ánimo.

—Paul, Pierre, Peter...

—¡Peter Pan! —Se echó a reír—, ¡y yo Wendy!

—¡O Campanita y yo Garfio!

—¡Tarzán y Jane!

—¡Zorro y Sabueso!

Esta vez, ella se echó a reír.

Cerca de Chalon —su primera victoria— les dio el impulso y caminaron

enérgicamente. Sólo tenían una docena de kilómetros, caso de tres horas

máximo. Después aún tendrían tiempo para ir a la estación para preguntar

antes de buscar un lugar para quedarse por la noche. La escala en Beaune

les había enseñado que salir de una ciudad no era fácil. Ya habían

encontrado la dirección correcta, luego, las últimas casas a menudo se

extendían por kilómetros.

En el peor de los casos, podrían posiblemente quedarse en un parque o

incluso en el jardín de una casa que pareciera vacía...

Malo esperaba encontrar un tren que los llevara hasta el sur de España.

Probablemente había trenes nocturnos. Dormirse por todos esos kilómetros

debía ser mágico. Y si un tren salía de inmediato, eso sería lo ideal, no se

tendrían que romper la cabeza para encontrar donde dormir.

La entrada a la ciudad era como Malo había temido: larga, con un montón

de caminos que se cruzaban y zonas comerciales sin fin. Caminaron por un

lado de la carretera durante mucho tiempo tratando de darse prisa para no

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quedarse demasiado tiempo tan cerca de vehículos que iban a toda

velocidad.

Un montón de desviaciones impedían a los coches entrar en las principales

calles y creaban una cacofonía de ruidos de motor salpicados por bocinazos

impacientes. Malo varias veces preguntó el camino a la estación.

A pesar de esta llegada desagradable, un canto festivo estaba en su corazón.

¡Lo habían logrado!

¡Qué victoria! Seis días de caminata...

La estación finalmente se mostraba ante ellos. Un estacionamiento alojaba

los vehículos que dejaban y luego retiraban sin descanso a los viajeros. Un

gran número de jóvenes esperaba de pie delante de las puertas de entrada o

sentados en los bancos, sus bolsas en sus pies.

La efervescencia era sorprendente, dado el tamaño del edificio.

Ambos niños entraron y miraron alrededor de la gran pantalla, la plataforma

a través de las puertas transparentes, las pantallas que daban las horas de

llegada. Decididamente Malo se dirigió a las ventanillas, seguido por su

hermana. En la cola, reflexionó la forma más sutil de hacer las preguntas

con el fin de obtener la máxima información. Una ventanilla finalmente

estuvo libre. Ambos se adelantaron y pusieron su bolsa en el suelo. El

hombre detrás del vidrio levantó una cara de interrogación hacia ellos.

—Hola, señor, quiero saber los horarios de los trenes que van al sur de

España.

—¿Para cuándo?

—Tan pronto como sea posible por favor.

El hombre tamborileó en su teclado y volvió a preguntar:

—¿Qué ciudad?

—La ciudad más cercana a Marruecos.

El hombre levantó la cabeza y miró con sorpresa a Malo.

—¿No conoces la ciudad a dónde vas?

—No. De hecho, me pareció que tal vez había varias pero que todos los

trenes no iban allá... Mis padres querían un tren nocturno.

El hombre se rascó la barbilla. Tamborileó en el teclado de nuevo, y de nuevo

se rascó la barbilla.

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—Te puedo ofrecer un París-Madrid. Allí encontrarás las conexiones que

necesitan para toda España.

—Sí, está bien... —confirmó Malo preguntándose dónde estaba exactamente

Madrid.

Siloa debía saber, si no irían a una librería a buscar en un libro.

Ya, el hombre continuó:

—Entonces... Chalon-Dijon, 2:52-3:26, cambiando a París a las 4:11,

llegando a las 5:53, desde París a Madrid en tren nocturno a las 7:43,

llegando a las 9:13 de la mañana. Pero el de París-Madrid está lleno para

mañana.

—¿Oh, no hay otros trenes?

—No, sólo hay un viaje por día. Así que mañana... no, el 24... no, todavía hay

lugares del 25.

—¿Y el precio?

—¿Para cuántas personas?

—Nosotros dos.

—¿Ustedes dos? ¿Pero qué edad tienen?

—Once y quince años —mintió con aplomo.

Una vez más, los dedos del hombre se ocupaban en el teclado y se centraron

en la pantalla. Imprimió un calendario con tiempos y se lo dio a Malo.

—Cuatrocientos treinta y nueve euros y noventa céntimos.

Malo vio el papel preocupado:

—¿Pero viajan sin un guía? ¿Cómo van hacer los cambios de tren? ¿Y la

frontera?

Malo balbuceó:

—Oh... yo... no lo sabemos todavía, pero me desenvuelvo muy bien.

El hombre entrecerró los ojos:

—¿Tus padres les concedieron un permiso para salir del territorio a la

ciudad?

Malo volvió a dudar y fue Siloa quien respondió con voz tranquila:

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—De todos modos, este es un plan de vacaciones, venimos para informar a

nuestra madre.

El hombre suspiró:

—Bueno, dile que venga conmigo para comprar los boletos. Preferiría

vendérselos a ella directamente. Sin olvidar la autorización y sus

documentos de identidad.

El hombre hizo un gesto a las siguientes personas para que se acercaran.

Malo retrocedió.

En resumen, el de la ventanilla había destruido todos sus sueños.

Saliendo de la estación, los zapatos pesaban toneladas. Se dejó caer en un

banco de piedra cerca de él. Todo lo que hicieron, terminado, desgarrado. Su

viaje se detenía aquí, en la estación de Chalon, sin siquiera haber puesto un

pie en un tren.

Todo se derrumbaba a su alrededor. Sintió que le picaban los ojos. ¡No, no

iba a llorar, no aquí en frente de toda esta gente de todos modos!

Apretó los párpados con su puño, con ganas de contener las lágrimas que

intentaban deslizarse.

¿Cómo había sido capaz de equivocarse a este punto sobre lo que era capaz

de lograr? ¿Cómo podía haber pensado que iba a encontrar a su madre,

cuando había perdido contacto con ella desde hace años?

¿Cómo podía ser tan ingenuo?

¡Así de estúpido!

Sólo el precio estaba gritando. Si gastaban tanto, se quedarían con casi nada

para el resto del camino. ¡Imposible ir al sur de España con ese dinero, y

mucho menos a Marruecos!

¡Pero lo peor —el golpe de gracia— era comprender que habían caminado

seis días hacia el sur, cuando tenían que ir a París!

Una vocecita cínica le recordó que la primer parada del tren era Dijon,

estaba tan cerca de su casa.

Chalon, Dijon treinta y cuatro minutos en tren.

Seis días de caminata.

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¡Había de qué reírse! Deberían haber tomado el tren en el primer día. Antes

de que su imagen estuviera en el periódico y el pánico lo hiciera elegir el

camino equivocado.

Pensó mal.

Una vez más.

—Malo...

La mano de Siloa se posó en su brazo.

—Malo no te preocupes, vamos a llegar allí.

Ni siquiera se molestó en responder.

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Siete

stoy segura de que hay alguna solución —insistió—, cosas en

las que no hemos pensado, pero que encontraremos.

Él levantó la cabeza y la miró. ¿Para qué molestarse? estuvo a punto de

preguntar. Esta trampa era sólo la continuación de una larga serie que

nunca se iba a detener. Eran niños y eso era suficiente para que nada fuera

posible.

Aunque hasta el momento, no habían estado tan mal. Siloa podía no estar

equivocada. La solución del tren era la más simple, la más obvia. Si eso no

funcionaba, eso no significaba necesariamente que todo estaba arruinado.

—Mira, por ejemplo, ese camping-car —continuó.

Levantó la vista hacia el estacionamiento en frente de ellos.

—¡Estoy segura de que podríamos meternos en la caja grande sobre el techo

y ocultarnos!

La idea hizo sonreír a Malo. Era un poco de cualquier cosa, pero hacía un

esfuerzo para demostrarle su determinación. Encontró un poco de coraje:

—Vamos a un rincón tranquilo a sentarnos. Vamos a comer y hablar. De

todos modos, el próximo tren con capacidad para Madrid sale en cuatro días.

Fue entonces cuando se dio cuenta Siloa del cartel.

Estaba pegado a su alrededor en las lámparas, en los escaparates, en las

vallas publicitarias. El cartel anunciaba un festival. Colorido y alegre,

representaba un ave que brillaba intensamente sobre una multitud atónita.

Siloa exclamó:

—¡Malo, un espectáculo! ¡Sí! ¡Vayamos a ver un espectáculo!

Su entusiasmo lo sorprendió. Parecía haberse olvidado de todo. Por poco

habría aplaudido. ¿Un espectáculo? ¡Pero él quería pensar, pensar

tranquilamente, no ver un espectáculo!

Al mismo tiempo, si Siloa podía encontrar allí consuelo, bien merecía un

descanso. Para complacerla, él asintió. Comenzaron a moverse hacia el

—E

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centro de la ciudad. Aquí y allá, vieron a grupos instalando los decorados,

los caballetes. Un mercado de artesanía se colocaba también.

Preguntó varias veces donde podían ver un espectáculo. Un transeúnte llegó

a señalar a un hombre que gritaba:

—¡Revista del festival, programa de dentro, programa de fuera!

Malo se le acercó y pidió:

—¡Me gustaría tener un programa, por favor!

—¡Es un euro!

¡Un euro! No, ciertamente no tenía para el periódico.

—No tengo dinero.

—¡Oh, lo siento, pero eso es parte de los beneficios, no puedo dártelo!

Malo se dio la vuelta. El hombre recordó:

—¡Sin embargo, nada te impide sentarte junto a mí, para verlo y

luego devolvérmelo!

Intercambiaron una sonrisa. Malo tomó el papel y lo consultó. Había

docenas de actuaciones en decenas de lugares en la ciudad.

—¿Cuál es el mejor en su opinión? —preguntó, devolviendo el programa al

vendedor.

—¿El mejor? No sé, mejor es guiarse, pasear y detenerse cuando algo te

llame la atención o el oído. Si no te agrada, te vas, si te gusta, pagas.

—¿Es obligatorio?

El hombre se echó a reír

—¿Cuál, salir o pagar? ¡No te preocupes, vamos, nada es obligatorio aquí!

Malo respondió agradeciendo vagamente. ¿Qué quiso decir exactamente? Se

movieron y caminaron por las calles.

Durante mucho tiempo, Malo observaba esa mano. Colocada cerca de él,

justo al lado de su rodilla, estaba llena de pequeñas cicatrices en los nudillos

de los dedos, las muñecas. Estaba fascinado por la piel morena comida por

el tiempo. ¿Qué pudo haber causado tantas marcas?

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Estaban ambos detenidos en una colina, frente a una estructura de metal.

Muchas personas ya se habían instalado allí, y estaban sentados en medio

de la multitud en la hierba. El desnivel permitía a un impresionante número

de espectadores admirar a los artistas y creaba el efecto de un teatro

romano con toda la vegetación. El espectáculo comenzó unos minutos más

tarde, un grupo de una docena de acróbatas habían investido el espacio

antes de subir al trapecio para ofrecer a los espectadores acrobacias

impresionantes.

Siloa estaba inmersa contemplando a los dos músicos y cantantes que

apoyaban los actos aéreos. Malo había observado un buen rato al público y

sus reacciones espontáneas, el mismo entusiasmo como si comúnmente les

gustara o admiraban el mismo detalle, al mismo tiempo. Ese lenguaje era

desconocido para él. No podía reaccionar de esa manera tan rápidamente.

Debía observar y reflexionar. Siloa sonreía todo el tiempo. Tan pronto como

el hombre abrió la boca para cantar, abrió la suya para respirar, como si

vibrara en su lugar. Pero Siloa tenía la música en ella.

—¿El espectáculo no te gusta...?

Malo se sobresaltó. Avergonzado, miró hacia arriba y se detuvo a observar

las cicatrices. El dueño de la mano, un anciano sonriendo, parecía esperar

una respuesta.

—Sí...

Malo volvió su mirada sobre la estructura y al público. No, el espectáculo no

le gustaba. No tenía el ánimo para dejarse seducir. Él parecía un poco en el

vacío, observando los movimientos, siguiendo admirando la destreza.

¿Gustarle? ¿Qué quería decir con eso, exactamente? ¿Un espectáculo debe

gustar? ¡Un espectáculo es como es, nunca se habría permitido juzgarlo!

Probablemente él no entendía el significado de la pregunta. Malo trató de

concentrarse, pero sus ojos se dirigieron una vez más a la mano misteriosa.

Los artistas avanzaron al trapecio y saludaron. Un gran alboroto se oyó a su

alrededor. Por mutuo acuerdo, todo el mundo se puso de pie y dispersó en

pequeños grupos. Muchos de los espectadores se dirigieron a la escena. Malo

se preguntó lo que todos hacían, entonces se dio cuenta de que estaban

tirando monedas en el sombrero en el suelo. Qué vida tan penosa cuando

todavía tenían que esperar la generosidad de la gente.

Siloa descendió hacia él:

—¡Vamos, vamos a darles dinero!

—¡Imposible!

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—¡Malo, te lo dijo! ¡El hombre del periódico! Dijo que si te gustaba, era

necesario pagar. ¡Y a mí me gustó!

—Siloa, no podemos. ¡Qué no!

—¡Podemos! —ella respondió parada—, ¡es sólo una cuestión de elección!

Se examinaron entre sí por un momento. Siloa se puso delante de él, la

mirada negra.

Y he aquí, allí estaban. Esta famosa disputa estallaría allí ahora, y él no

podía desactivarla sin ceder. El conflicto era inevitable y Malo sabía por qué.

No tenían nada que hacer allí, deben salir a la carretera tan pronto como

supieron que el tren no los llevaría donde esperaban. Malo resolvió irse.

Rápidamente.

Una voz se elevó al lado de ellos:

—Al mismo tiempo, no es para que los niños les paguen a los grandes.

Los dos se volvieron hacia el anciano que no se había perdido nada de su

pelea. Con la ayuda de su mano, se enderezó y les dio una pequeña señal

antes de comenzar a caminar por el campo, y luego se dio la vuelta y miró a

Siloa:

—Si realmente lo disfrutaste, vuelve a las ocho, repetirán y será un placer

verte.

—Vendré —le prometió.

Se fue de allí y se unió al grupo. Se dirigió a cada uno de los artistas y les

dio unas palabras.

Entonces toda la compañía comenzó a recoger el material que estaba

tumbado alrededor y comenzó a organizarlo en camiones estacionados al

lado.

Malo se alejó. Lo que contemplaba allí no le concernía.

Se tendieron a pasar la noche en la colina donde habían observado a los

trapecistas temprano en la tarde y de nuevo a las ocho en punto, como Siloa

había prometido. Por un momento, Malo había pensado en dejar la ciudad

para volver al día siguiente, pero pequeños grupos de festivaleros

establecieron sus tiendas de campaña aquí y allá, o estirados en el suelo.

Decidieron hacer lo mismo. No se atrevía a salir de su cubierta de aluminio

para no hacer demasiado ruido. Sin embargo, pasó la correa de su bolso en

su mano y aconsejó a Siloa hacer lo mismo. Sólo sentía confianza

moderadamente. Si sus maletas desaparecían, se quedarían sin nada.

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El ruido se desvaneció gradualmente. De vez en cuando, en lo profundo de

su sueño, oía un susurro más cerca, entonces dos personas hablando y

finalmente la voz alejándose.

Entonces sintió algo cálido envolviéndolo completamente. Algo así como una

gran manta. Se sentó rápidamente. Una mano se posó en su hombro y una

voz llena de dulzura, dijo:

—Me la devuelves mañana por la mañana.

Era el viejo que, como una sombra, descendía por la pendiente para llegar al

camión. Siloa también estaba cubierta por una manta de color marrón. Malo

se echó hacia atrás y se acurrucó bajo el calor reconfortante. Se durmió de

nuevo.

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57

Ocho

o sabiendo bien cómo abordarlos. Las mantas bien dobladas en sus

brazos, habían esperado primero a que la tropa despertara. ¡Y esto les

tomó tiempo! Uno tras otro, los artistas fueron saliendo de los vehículos y

habían terminado por reunirse alrededor de unas tazas y un enorme pan.

Una joven sacó una cantina metálica del que todos sacaban azúcar,

mermelada, una cuchara...

El anciano aún no había aparecido, pero finalmente se decidió Malo.

Avanzaron e intentaron un pequeño hola. Cinco pares de ojos miraron hacia

ellos.

—Venimos a traer las mantas... ¡A agradecer!

No sabía dónde poner su carga. El más grande de los hombres dijo:

—¡Ponlo ahí, ve!

Señaló a otro comedor un poco más lejos. Malo obedeció.

—¿Quieres un café? —preguntó la joven.

—No, gracias —se apresuró a responder Malo, mientras Siloa respondía:

—¡Sí, gracias!

Ambos heredaron un tazón humeante y se sentaron. El café estaba caliente,

dulce y bebieron a sorbos para hacerlo durar. Uno de los acróbatas se

levantó y se fue a su caravana, otro llegó y se sirvió una taza humeante

bostezando.

Malo se preguntó si debería enjuagar su tazón, pero al no ver ningún punto

de agua, lo colocó en la cantina cerrada, donde otros habían puesto el suyo,

y se fueron.

El segundo día de la fiesta se pareció al anterior. Siloa estaba encantada,

Malo reservado. Calculaba. Había pensado en varias soluciones, más o

menos arriesgadas. Pero la que dominaba era tomar el tren hasta el sur de

N

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Francia y luego cruzar la frontera a pie, rodeando las aduanas. En España,

podían caminar o encontrar un tren, según su presupuesto. Era difícil de

saber. El tren era caro, pero al mismo tiempo permitía ahorrar días de

comida de las carreteras. ¿Con cuánto podíamos vivir al día? ¿Dos euros,

tres euros comiendo sólo pan y queso? No, más...

Por la tarde, Siloa insistió en volver al espectáculo del trapecio y Malo se

encontró admirando la destreza de los trapecistas.

Un grito rasgó la noche, Malo se enderezó, aterrorizado. Todo estaba en

silencio, el silencio envolviendo a los durmientes. Asustado, el corazón

todavía latiendo, se dio cuenta de que era él quien había gritado. Estaba

sudando. Una vez más, una mano benévola había puesto una manta sobre

ellos.

Justo al lado de él, el anciano estaba sentado y miraba al frente a la

estructura metálica que se destacaba en la noche. Se veía como un viejo

sabio indio.

—Lo siento —tartamudeó Malo.

El sabio anciano lo miró, sonrió y se levantó.

A algunos, les daría mucho miedo, pensó Malo observando la sombra

alejarse.

De hecho, la atmósfera aquí le gustaba solo la mitad. Estaba demasiado lejos

de todo lo que conocía, de los discursos que su padre tenía sobre los gitanos.

Se preguntó cómo Siloa podría dejarse distraer de esta manera. Ella siempre

había sido primera de clase y pasaba sus veranos en clases magistrales de

música. ¿A qué era sensible aquí? ¿Por qué deseaba tanto quedarse día tras

día para ver estos espectáculos?

Mañana se irían de nuevo. Tenían que hacerlo. La pausa fue lo

suficientemente larga.

Llevaron las mantas. El anciano se puso de pie y les dio una pequeña

muestra de saludo levantando su taza de café en su dirección.

—¿Así que, dormiste bien? ¿Los demonios te dejaron tranquilo?

Malo asintió. Siloa ya tomaba la taza que le ofrecía:

—¡Ten, te calentará!

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Se sentó y comenzó a beber mientras el viejo le servía a Malo. Un hombre

salió de una caravana. Rechoncho, fornido, Malo lo reconoció como el

portador del trapecio.

—Aquí Pierrot —presentó el viejo.

—Hola —lanzó el hombre con una gran sonrisa.

Se sentó sobre la cantina y llenó un vaso, luego se levantó para tomar el

azúcar —debajo de él— y se sentó.

—¿Y ustedes? —preguntó Pierrot—, ¿cómo se llaman?

Siloa y Malo se echaron una rápida mirada por encima de su café.

—Sabueso —respondió Siloa—, y él es Zorro.

Malo, casi dejó caer su tazón. Se atragantó al tragar, quemándose la

garganta. Siloa rió.

—No, soy Siloa. Y él es Malo.

—¡Oh! nombres bonitos. ¡Tienen suerte de permanecer en este festival!

—¡Sí —aventuró Malo—, nuestros padres son cool!

—¿Son de los alrededores?

—No muy lejos, sí.

Hundió la nariz en su café para cortar las breves preguntas. Pierrot pareció

entender el mensaje y se detuvo.

—Y tú —Siloa preguntó al anciano—, ¿cómo te llamas?

Se tomó el tiempo para sonreír y pensar antes de responder:

—Puedes llamarme Opap.

Pierrot rió. Malo los observó a los tres, Siloa, Pierrot y el viejo. El ambiente

era alegre. Siloa era como un camaleón. Se adaptaba a todas las situaciones.

Nadie la asustaba y parecía sentir un verdadero placer en hablar con los

adultos mientras que él tenía hacia ellos una confianza muy mediana. Los

temía, sopesaba sus palabras, observaba. Los adultos revolvían y decidían,

sin tomarse el tiempo para saber quién eras en tu interior. Su padre siempre

le había impuesto una línea de acción. Los maestros también. Nadie le dio la

opción de dirigir su vida a su antojo.

Salvo... salvo desde el accidente. En los últimos días, él era dueño de su

propia vida. Cada error era suyo. Cada victoria también.

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El anciano replicó:

—¿Llegaron desde hace tiempo?

Malo sopló sobre el líquido negro.

—Desde hace dos días.

A pesar de que era agradable estar sentado aquí con un tazón caliente en

sus manos, era claro que debían irse rápidamente antes de que el

interrogatorio se hiciera demasiado agudo. Le preguntó a su vez, antes de

ser interrogado de nuevo:

—¿Y usted, cuando llegó?

—Hace cuatro días —Pierrot respondió—, el tiempo para montar la

estructura y orientarnos antes de actuar.

Los cuatro miraron el conjunto constituido por tres grandes portales: una

plataforma que les permitía a los trapecistas lanzarse, un trapecio y un

marco aéreo donde se colgaban de rodillas capturando a los trapecistas

antes del reinicio en el trapecio para que regresen a la plataforma. Las

correas iban ensanchándose desde lo alto de los postes y eran plantadas con

abrazaderas al suelo. El conjunto era majestuoso, parecía un barco.

—¿Qué dices de un pequeño bautismo?

Malo miró a Pierrot sin comprender.

—¿Un bautismo?

—Un bautismo de trapecio. Sígueme.

De pie en la plataforma, un cinturón alrededor de la cintura, Malo se sostuvo

del poste y miraba el mundo de manera diferente. Veía a lo lejos a la gente

que se congregaban para disfrutar de las primeras representaciones de la

mañana, los coches que intentan aparcar en los estacionamientos y Pierrot,

justo debajo, sosteniendo la cuerda del cabestro. Puso sus manos en el

trapecio y se lanzó, dejándose vencer por la sensación de vacío.

Una voz cálida lo trajo de vuelta a la realidad. Pierrot explicó:

—Ahora ayúdate con tus piernas, ponlas por delante, azotando fuerte atrás,

adelante...

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Malo trató de controlar su cuerpo. Después de un largo minuto de esfuerzo,

la soltó y cayó en la gran alfombra debajo de él, limitado por las ataduras.

Sonrió a Pierrot y desató el cinturón.

Diversión. ¡Fue puro placer!

Miró a Siloa allá arriba esperando para tratar su vuelta.

Se acomodó cerca de Pierrot. Sus ojos se perdieron en la contemplación del

trapecio y se dio cuenta con una punzada en el corazón, que había olvidado

todo, al momento de colgarse.

El día pasó. Comieron un sándwich compuesto —zanahorias ralladas y

jamón— y Siloa se entusiasmó frente a un espectáculo de marionetas.

Malo pensó en el trapecio. Ensayar. Ensayar de nuevo y controlar el

movimiento. Pero él sabía que nunca se atrevería a pedir hacerlo de nuevo.

Cuando cayó la noche, sus pasos naturalmente lo llevaron de vuelta a la

estructura. De lejos, Opap les hizo señas de que se acercaran. Los acróbatas

habían preparado sillas y cajas redondas y estaban todos allí reunidos.

Bebían un té o una cerveza hablando.

En silencio, Siloa y Malo se acercaron al anciano. Pusieron sus bolsas y se

sentaron a sus pies. Malo recorrió los rostros. Él sabía el nombre de todos

ahora. Pierrot y Opap ya, la más joven llamada Manuelle y la mayor Justine.

Ambos hombres trapecistas llamados Günter y Greg. Y luego estaba Philippe

el cantante. Por el acento de Günter y la construcción de sus frases a veces

recargadas, Malo se dio cuenta que no era francés. Alemán, tal vez.

Hablaron del trapecio y Malo se concentró en la conversación. Pierrot

hablaba con otros, usando las manos para imitar los movimientos. Los

artistas, uno después de otro, volvían a lo que habían experimentado

durante el espectáculo. También hablaron de un programador que había

venido a ver el festival, de un periodo de prácticas la próxima semana y un

montón de pequeños detalles técnicos sobre la estructura y las mejoras a

realizar para mejorar la eficiencia.

Cuando todo el mundo estaba harto de palabras, se dispersaron. Sólo se

quedaron Pierrot, Opap y Manuelle.

Todo estaba tranquilo en el círculo de los camiones y Malo tenía la sensación

de ser completamente tolerado.

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Las notas de violín lo trajeron de vuelta a la realidad. Levantó la vista a

Siloa. De pie en la sombra en las sillas medias desiertas, ella estaba

inclinada sobre su instrumento. Tocaba la melodía y le hizo estremecerse.

Nadie dijo una palabra hasta el final de la canción admirando la profundidad

de timbre.

Opap aplaudió suavemente.

—Toca otra cosa —le pidió.

Frotó suavemente su arco con su pedazo de resina y obedeció. Entonces el

anciano se levantó y trajo un estuche. Se sentó para abrirlo y sacó un

clarinete. Siloa tomó el pedazo que había comenzado y el viejo improvisó,

acompañó al violín con un sonido grave y dulce. Malo vibró, sacudido por la

música, por ese tiempo de paz y felicidad de estar allí, justo al lado del

trapecio con Opap, Pierrot, Manuelle. Cerró los ojos un momento para

disfrutar de la armonía y prometió que siempre iba a recordar ese momento.

Durmieron allí, en grandes mantas, entre las sillas y tazas colgantes. Nada

más se dijo o se intercambió durante la noche. Siloa hizo una parte de su

repertorio, acompañada por el anciano y; luego, cuando habían guardado

sus instrumentos, se levantaron para ir a acostarse. Manuelle les llevó

colchones, ya que se entendía que permanecerían allí durante la noche.

Brillaban los ojos de Siloa y se quedó dormida sonriendo.

La luz de la aurora del amanecer los despertó, y como un ritual ya instalado,

los artistas de la compañía salieron de sus vehículos uno tras otro. Malo se

puso al lado de Pierrot cuando oyó una voz detrás de él:

—¿Así que vas a Marruecos?

Él saltó y volvió la cabeza hacia el hombre que se acercaba a ellos

rápidamente. ¿Cómo lo sabía? Todos sus sentidos alerta, Malo presintió

peligro. El hombre sonrió a unos centímetros de él. Malo abrió la boca para

balbucear una respuesta cuando la alegre voz de Pierrot respondió por él:

—¡Sí! Se trata de la Alianza francesa de Agadir que nos contactó, es

divertido, ¿verdad?

Malo no le escuchaba, todavía abrumado por el pánico. El hombre no estaba

dirigiéndose a él.

Entonces se dio cuenta de que la información era de suma importancia. Iban

a Marruecos.

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Malo ofreció su ayuda en el desmantelamiento de la estructura. Reunió y

cerró todos los trinquetes, pinzas, alineó todas las correas enrolladas.

Günter entonces le pidió verificar el cierre del mosquetón para que ninguno

se perdiera. El equipo ocupado, eficiente; unieron sus fuerzas para bajar los

portales imponentes, y cada uno se fue por su lado, desmontando postes

metálicos y los cargaban. Apenas una hora más tarde, solo quedaba esas

gruesas alfombras apiladas una encima de otra. Manuelle y Justine se

comprometió a recoger toda la suciedad que había en su espacio de juego y

Malo fue a ayudarles.

Siloa se sentó cerca de Opap y observó la pequeña tropa quejándose. El

festival comenzaba a salir de la ciudad. Plazas y espacios públicos ya habían

reanudado sus funciones originales. Las señales de desvío se retiraron y los

coches circulaban de nuevo. Siloa se volvió hacia Opap:

—Estoy muy feliz de haberte conocido.

Los ojos del anciano se posaron en ella:

—Yo también soy feliz.

—Gracias por los consejos para el violín. Me encantó tocar con usted. Ha

pasado bastante tiempo desde que no había tocado y me hizo bien.

—Fue un placer. Tocas bien, Siloa. Tienes un don y tienes que tocar. ¡Todos

los días!

Ella asintió, lo sabía desde hace tres años que le repetían lo mismo en la

escuela.

Incluso añadió:

—Espero que nos encontremos de nuevo...

Opap no dijo nada y se puso a pensar. Malo se acercó a ellos. El sol le había

dibujado rastros de sudor en su frente. Sonrió. Se dejó caer a su lado y le

preguntó Opap:

—¿Por que no vienen al curso de prácticas con nosotros? Malo, tú podrías

funcionar en el trapecio y Siloa con el violín.

Fue inesperado. Malo levantó la vista para asegurarse de que no era una

broma. Pero el anciano parecía muy serio. Hasta parecía contento con su

idea.

—¿Unas prácticas? ¿Cómo es eso? —preguntó Malo.

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—¡Günter! —Opap llamó—. ¿Cómo se hace para las prácticas?

El joven se acercó a ellos.

—¿Para las prácticas? ¡Pero ellos son muy jóvenes!

Ante las caras de decepción de los tres compañeros, continuó:

—Empieza el lunes, hasta el sábado, son ciento cincuenta euros por

participante, en la granja. Es en Ardèche, cerca de Annonay. Hay unos

papeles de inscripción en la caravana de Pierrot. Debemos ver esto con él.

Malo se puso de pie:

—Tengo que ir a llamar a mis padres para ver si están de acuerdo. ¡Ven

Siloa!

Ambos se alejaron, de prisa. Cuando estuvieron fuera de la vista, se

detuvieron a charlar.

Malo quería beneficiarse de las prácticas para recabar información sobre su

gira en Marruecos y, en el momento de partida, encontrar una manera de

esconderse en un vehículo detrás de una alfombra o una de las maletas de

material. Siloa prefería trabajar su violín en lugar de caminar. Considerar

una posibilidad tan simple como esa era una solución inesperada. Por una

vez, los dos estaban de acuerdo.

Malo regresó a la caravana enganchada al camión. Dudó. Pierrot era el único

que les hacía preguntas a veces inquietantes, probablemente porque era el

único realmente interesado en ellos. Levantó el puño, respiró hondo y llamó.

La puerta se abrió y apareció Pierrot en el marco. Dio un paso atrás para

permitir el paso:

—¡Adelante, vamos a estar mejor dentro!

Malo dio dos pasos y entró en la caravana. Inmediatamente sus ojos

recorrieron el lugar.

Una cama levantada en la parte inferior, un lavabo y una cocina a la derecha

de la puerta, una tabla a la izquierda. El banco que rodeaba con la forma del

vehículo. ¡Era bueno tener en torno a seis de tales tablas! Pierrot le pidió que

se sentara y se sentó frente a él.

—Opap me habló de las prácticas que harás la próxima semana. Hablé con

mis padres por teléfono, parecen estar de acuerdo.

Pierrot perdió su sonrisa y miró al niño frente a él. Pensó entonces le

preguntó:

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—¿Parecen?

—Es decir... que no saben dónde está y quieren más detalles, pero en

principio, piensan que es una buena idea.

Pierrot adelantó sus labios y mordió uno de ellos en una mueca divertida.

Malo palideció. Parecía obvio que Pierrot no estaba dispuesto a creerle tan

fácilmente.

—Escucha, Malo... Yo también creo que es una buena idea que vengas y creo

que este curso te gustará. Pero quiero hablar con tus padres y discutirlo con

ellos.

—¡Imposible!

Malo se había levantado, pero enseguida se sentó. Él tamborileó con los

dedos sobre la mesa y luego comenzó:

—Va a ser difícil. Nuestros padres están... muy ocupados con su trabajo.

Quiero decir, nos permiten una gran libertad con Siloa y siempre es bien

invertida. Me dijeron que estaban de acuerdo con las prácticas y que tenía

que enviarles los documentos para obtener la información.

No funcionó. Malo lo sentía, y cuanto más hablaba, más parecía hundirse.

Sin embargo, para esta victoria, tenía que obtener el consentimiento de

Pierrot.

—Son las vacaciones, Pierrot. Ellos trabajan como locos y quieren pasar un

buen rato. Puedes llamar... pero te aseguro que no es un problema si vamos.

—De acuerdo, dame el número.

Le entregó un bloc y una pluma y Malo anotó diez dígitos. Pierrot tomó su

celular, marcó, esperó, sus ojos color avellana en Malo. Después de un largo

momento, colgó.

—No hay nadie, sin contestador, nada.

—Te aseguro que...

Pierrot le miró de nuevo, el celular en la mano, que parecía estar pensando a

toda velocidad, y luego dijo:

—De acuerdo.

Se puso de pie, imitando a Malo, luego plantó sus ojos en los suyos, y

advirtió:

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—¡Malo, confío en ti!

El espíritu de Malo se vació otra vez. Por una vez que le daban su confianza,

era una mentira. No era justo. Él tartamudeó:

—Gracias.

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Nueve

alo, de pie en el estudio, miró a su alrededor. La habitación era

grande, llena de baratijas y herramientas, bancos y piezas de

chatarra.

Después de la salida de la tropa, tomaron los horarios del tren y hallaron

una casa en construcción donde se habían refugiado para dormir bajo el

cenador. No era cuestión de quedarse en la ciudad, ahora que el festival se

había ido. Al amanecer, se habían fugado antes de que alguien los

descubriera. Un tren entonces los había llevado de Chalon a Lyon y luego un

autobús de Lyon a Annonay.

Malo y Siloa habían hablado poco durante su viaje. Se habían dejado acunar

por el vehículo rodando, mirando desfilar las millas, calculando cada quince

minutos, el número de días de marcha que habían evitado.

Al llegar a la estación de autobuses, habían telefoneado según lo acordado

con Manuelle, y Opap había ido a buscarlos en un viejo coche azul que se

había detenido traqueteando cerca de ellos.

Él los gratificó con un Hola jóvenes, y elevó la puerta del maletero para que

pusieran sus bolsas. Siloa preguntó:

—¿Qué es este auto?

—Un 4L.

—¡Nunca había visto algo así, debe ser bastante viejo!

Opap había echado una mirada divertida sobre ella y había arrancado sin

responder.

Al llegar a la granja, Justine se había encargado de ellos. Les ofreció

instalarse en el taller. Les explicó que todos llegaban ahí buscando lo que les

faltaba, pero nunca nadie se tomaba el tiempo para arreglarlo. Por lo tanto,

era un verdadero desastre.

Al fondo, una puerta daba a una pequeña habitación de dos por dos metros.

Una ventana ofrecía una vista magnífica de las montañas boscosas. Eligieron

esta pieza y colocaron dos colchones directamente en el suelo, y luego se

M

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fueron a la lavandería a recuperar dos pares de sábanas y dos mantas. Con

las mochilas entre las camas, había más espacio para moverse.

Malo había solicitado de inmediato pagar por la semana de entrenamiento.

Había seguido a Justine al Algéco que hacia las veces de una oficina. Había

completado un formulario y le dio otro para enviar a sus padres. El precio

del periodo de prácticas añadido al del tren agravaba su presupuesto, pero

puso sus bolsas con una sonrisa.

Ahora Malo contemplaba la habitación preguntándose cómo hacer para

arreglarla un poco, o al menos despejar el camino a su dormitorio y sin

trampas. Oyó pasos sobre la grava de fuera y voces llamándose. Los alumnos

llegaban, uno tras otro, y luego Siloa mostró su nariz por la puerta:

—¿Vienes? Vamos a comer.

—Ya voy, quería ordenar un poco.

Ella insistió:

—Comer, Malo, una comida real con auténticos platos, vasos, cubiertos y tal

vez incluso el postre.

Él abandonó toda idea de organización y la siguió a las largas mesas de

madera bajo los pinos.

El lunes, el curso comenzó.

Dos horas de trapecio en la mañana y de nuevo dos horas por la tarde.

Los estudiantes —tres hombres y cuatro mujeres— se conocían todos y Malo

comprendió que venían regularmente durante sus vacaciones. Todos los

aficionados, ya tenían un nivel avanzado.

El día comenzó con un largo calentamiento y ejercicios en el trapecio. Malo

trabajó los tiempos de su suspensión. Los otros trataban diferentes trucos

aéreos. No perdió una migaja de la sesión, deleitándose con el vocabulario

técnico. Nadie lo interrogaba. Se enfocaban en el trapecio, atentos a lanzarlo

en el momento adecuado. Y eso le venía muy bien.

Terminó el primer día poniendo en marcha el arreglo del taller. Empezó por

ordenar las cosas arrastradas en el suelo y en las mesas. Herramientas de

un lado, las chatarras del otro, la madera alineada contra la pared. Siloa

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había encontrado un montón de latas que le permitieron separar los tornillos

de los pernos y de los clavos.

Cuando ambos se encontraban en su cama, Malo describió a su hermana

esta nueva sensación y el placer de revolotear.

Siloa, ella, le habló de Opap y del violín. Había tocado más de cuatro horas

con él. Le habló con entusiasmo acerca de la canción que había aprendido,

una música tradicional gitana. Rápida, desigual. Cálida.

Antes de dormirse, Siloa también le informó de una conversación que había

oído entre Justine y Manuelle. La salida a Marruecos parecía estar prevista

para finales del mes de agosto. Esto dejó a Malo pensativo. ¿Por qué Siloa no

le dijo esto enseguida?

Por la mañana, molido de cansancio y hambriento, Malo se dirigió a la

cocina.

Pierrot ya estaba allí, de pie delante de la nevera, y le dio una gran sonrisa

cuando lo vio entrar.

Malo tomó un pedazo de pan y cortó un pedazo grande de queso. Pierrot

cortó una rebanada a su vez y comieron ambos, lado a lado, de pie contra la

mesa. Cuando habían tragado la última miga, Pierrot anunció:

—Tengo grandes planes para ti hoy.

Malo atendió.

—Te tomaré en el marco.

La cara de Malo se iluminó.

—¿Quieres decir... que me llevas y haré acrobacias?

Una sesión de marco se añadió al curso de trapecio. A Pierrot le gustaba

trabajar con Malo. Él era vivaracho, ligero, atento.

Al cabo de la semana, Malo sintió sus músculos sobresalir.

Antes de su salida apresurada, salía a correr con regularidad y su cuerpo

estaba acostumbrado al trabajo duro. Comenzó cuando quería inscribirse en

el baloncesto y su padre había dicho que no, porque esto habría forzado a

Siloa a volver sola de la escuela y esperar en casa. Malo se había tragado su

decepción, pero se lo había pasado en el horario de deportes del colegio. Y

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ese trimestre, se trataba de resistencia. Extrañamente, dar la vuelta al

estadio estúpidamente sudando le había gustado. Entonces se había echado

a correr. Todas las tardes después de la escuela, se ponía un chándal en el

baño de la escuela, comprobando que el autobús llevaba a Siloa bien y hacía

de una tirada los seis kilómetros que lo separaban de la casa. Podía oír los

latidos de su corazón y su cuerpo vibrar cuando sus pies tocaban el suelo.

Le encantaba el invierno porque la noche caía justo en ese momento. Los

puños cerrados, la nariz metida en su chaqueta para protegerse del frío,

luchaba por encontrar el ritmo adecuado y alargaba la zancada, ganando

segundos en el curso de las semanas. Correr era su única pausa entre la

escuela y el hogar. Su cabeza se vaciaba para centrarse sólo en su aliento.

El marco aéreo le daba la misma sensación. No pensar en otra cosa que

disparar sus brazos, sostener fuertemente las muñecas de su compañero y

obedecer las órdenes lo más perfectamente posible. Dispara, alarga, eje,

dispara, alarga, al fondo.

Por encima de todo, le gustaba el ritual antes de la sesión. Una vez

terminado de calentarse, salía del estudio a buscar dos pares de tiras de

algodón. Una para Pierrot, una para él. Desplegaba las largas piezas de tela

y los hacía pasar encima de un cable. Tirando hacia un lado y luego el otro

los desarrugaba estirándolos sobre la redondez del metal.

Luego las envolvía alrededor de sus muñecas. Poco a poco para no crear

pliegues. Era su momento favorito, su momento de concentración justo

antes de un esfuerzo físico. Pierrot ponía también sus bandas. Ellas

impedían que la transpiración los hiciera resbalar y les aseguraba un agarre

seguro. Después de eso, podrían comenzar.

Durante varios días, Malo recogió el correo del buzón al final del camino. El

jueves, resbaló sobre el escritorio de Justine entre otras cartas su formulario

de inscripción con una firma que recordaba vagamente a la que podría haber

sido de su padre. Anunció que sus padres habían escrito y que estaban

encantados de que todo marchara bien. El mismo día, le pidió el boletín para

inscribirse en el curso de la semana siguiente y le entregó la suma necesaria.

Justine lo miró un buen rato, obviamente sin saber qué decir, y entonces le

pidió que esperara y salió del Algéco. A través de la ventana, Malo la vio

hablar con agitación a Pierrot. Ambos levantaron la cabeza para mirarlo y

bajaron la mirada a los papeles en el escritorio. Al parecer, discutiendo su

caso... Cuando la mujer regresó, ella estaba sonriendo de nuevo y le

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concedió un descuento. Malo vio sus billetes desaparecer en una caja de

metal.

Cuando se unió a Siloa esa noche en el estudio, le dijo que se quedarían una

semana más y Siloa lo aprobó. Luego, juntos, contaron su fortuna.

—Setenta y cuatro euros —anunció Siloa.

—Esto todavía va.

Después del entrenamiento, Malo regresó al Algéco. Justine estaba hablando

por teléfono y aprovechó la oportunidad para mirar las cartas y afiches en la

pared. Un mapa de Europa, colocado con tachuelas, mostraba todos los

lugares donde había actuado la tropa. Malo se divirtió por ver el camino que

habían recorrido desde el accidente. ¡En este vasto mapa, el viaje parecía

diminuto! Siguió con los ojos los caminos que conducían al sur de España.

¡España era... enorme para cruzar!

Justine colgó y volvió la cabeza hacia él:

—¿Necesitas algo Malo?

—No. No, pero... me preguntaba... cuando van a Marruecos, ¿vas con todos

los camiones y los remolques?

—No. Sólo con dos camiones y remolques. Estaremos alojados en el mismo

lugar. ¿Por qué?

—Oh, así, sólo para saber, por lo que comentas de vez en cuando, me

preguntaba cómo lo hacían...

—Sí, este es un proyecto importante para nosotros.

Giró su asiento hasta Malo y miró el mapa con él. Comentó:

—Eso es un montón de kilómetros para ir a presentar un espectáculo.

—No, no mucho, tomamos el barco a Sète.

—Ah...

—¿Conoces Sète?

—No.

Siloa debía conocerlo.

Justine señaló con el dedo hacia adelante y palmeó en una ciudad en el sur

de Francia. ¿El barco iba a Marruecos de ese punto? ¿En Francia? ¿Qué...

doscientos o trescientos kilómetros de aquí? Era imposible.

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Luego tartamudeó:

—¿Hay barcos que salen de allí a Marruecos?

—Sí.

—Es una locura...

—¡Locura no sé, ella se echó a reír, pero la práctica es segura!

Luego quedó asombrado con el punto negro representando la ciudad de Sète

por unos momentos.

Justine se había sumido de nuevo en sus papeles y sin prestarle atención a

él. Por reflejo, colocó las ciudades en su cabeza: Annonay, Valence Orange,

Nimes, Montpellier, Sète...

Menos de cinco centímetros brillantes lo separaban de un barco con destino

a Marruecos.

Cuando le dijera a su hermana...

Viernes sonó el último día del curso. En una euforia agradable, todo el

mundo se abrazó y los aprendices doblaron su equipaje, dejando el

campamento. Manuelle y Justine salieron por la noche a Lyon, llevándose

con ellas zancos y disfraces para un vagabundeo artístico.

Sólo quedaron Pierrot, Günter, Opap, Siloa y Malo.

Por un largo tiempo, Malo hizo la limpieza. Cogió la basura, rascó las mesas

en la cocina, lavó la última cacerola que se remojaba e hizo varios viajes por

todo el lugar. No, sin duda, no había nada para ser ordenado y todo

efectivamente estaba vacío y silencioso.

Se hizo un sándwich y miró a través de las ventanas la noche que caía. Su

mirada se detuvo. Luego le pareció ver una silueta. Se acercó a la ventana y

vio a Siloa, en la sombra de la puerta de la cocina.

Luego se unió a ella. Miraba al cielo y no reaccionó a su presencia. Malo

exclamó alegremente:

—¡No sabía que estabas viendo las estrellas también!

Vio un atisbo de sonrisa en los labios de su hermana. Ella no bajó la cabeza,

no lo miró.

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Sus ojos miraban la noche. En un hilo de voz, le preguntó:

—Es extraño estar aquí, ¿no crees?

Se sentó a su lado, apoyado contra la puerta y dijo:

—Sí

El silencio se instaló entre ellos. Quería añadir algo, abrió la boca, pero fue

ella quien habló primero:

—Es raro, porque es diferente a todo lo que conocemos y al mismo tiempo,

todo está muy bien también.

—¿Cómo es eso?

—Mira, por ejemplo a Opap...

Ella se aseguró de que estaban solos y susurró:

—... ¡Ni siquiera sabe leer las notas! Sin embargo, cuando toca... es increíble.

Me dan ganas de reír o llorar. No habla de partituras o metrónomo como mis

maestros, pero el corazón, el alma del violín. Es música, también es fuerte.

Pero esto es diferente.

—Personalmente me parece agradable.

—A mí también... Pero antes, yo no conocía otra forma de hacerlo existir. Así

que estoy un poco perdida.

Parecía triste. Ya se había dado cuenta de que la noche traía pensamientos

melancólicos. Un día, él había leído la frase entre el perro y el lobo. Indicó

que era la hora del crepúsculo, cuando todo cambia en un ambiente

diferente, una época en que los bebés lloran.

Siloa, mirando hacia el cielo, susurró:

—¿Piensas en él alguna vez?

Malo dejó de respirar. Su corazón en su pecho presa del pánico.

Se incorporó observando las estrellas. Eran las mismas que el día de su

salida, pero él sabía que él no las veía como antes.

Respondió:

—Por supuesto. Pienso en él todos los días.

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Al día siguiente, Malo se despertó triste. Fue a la cocina a buscar un tazón

de café con leche. Siloa, ya levantada, poniendo en el desayuno las cosas en

orden. Con una gran sonrisa, le dijo:

—Manuelle compró lo suficiente como para hacer pasteles para esta noche.

¡Pasteles de chocolate!

—¿Es el cumpleaños de alguien?

—¡No, solo así, por diversión ¿Quieres ayudarnos?

Malo fue relegado a la fregada. Las manos en agua tibia y espuma, meditaba.

Sentía que Pierrot lo observaba, lo probaba y varias veces había captado su

mirada de asombro sobre él. Sus mentiras no se sostendrían mucho tiempo.

Sabía que esta semana era un descanso en su jornada, un momento para

respirar —sin conflictos, sin hambre, sin ansiedades.

Pero ahora tenía que hacer avanzar las cosas.

Las respuestas a estas preguntas llegaron el domingo en la forma de una

llamada telefónica. Siloa, había preparado para la cena ensalada de tomate

que había decorado con albahaca, recogido en pequeñas hierbas cuadradas.

Manuelle trabajaba con Justine. Estaban encerrados ambas en su espacio

de la oficina y enviando correos electrónicos.

Todos los demás estaban sentados alrededor de la mesa al aire libre. Pierrot

había traído unas cuantas cajas de pizza. Günter había sacado botellas de la

reserva.

Siloa, estaba instalada como siempre al lado Opap y Malo a veces se

preguntaba lo que se decian, sus cabezas inclinadas el uno hacia el otro.

Incluso si no decía mucho, el viejo siempre era contundente en sus

reflexiones. Malo empezó a preguntarse si su hermana no había estado en

camino de contarle su verdadera historia.

Manuelle llegó en ese momento, al parecer llevando una noticia importante.

Se puso de pie frente a la mesa y puso sus manos en la parte posterior de la

silla más cercana a ella. Miró a todos, pero se enfrentó a Pierrot anunciando:

—No funciona.

Malo sintió su nudo en la garganta ante la angustia que había en su voz. No

podía dejar de admirar sus ojos ribeteados con pestañas negras y las manos

con lazos delgados, agarrando la silla.

Alrededor de la mesa, todo el mundo esperaba más.

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—No funciona. —Ella tembló—. Estoy muy decepcionada. Agadir me llamó,

no tienen la autorización de la Embajada de transportar el trapecio. Volverán

a lanzarse el año que viene... a falta de cancelar.

El silencio era total.

Malo se concentró en lo que acababa de decir.

Agadir... en Marruecos.

Oh, en el fondo, había entendido, pero se prohibió poner palabras a su

sensación.

Sin embargo, tenía que hacerlo. Debía admitirlo de nuevo.

El sonido de cristales rotos lo sobresaltó.

Siloa se levantó, pálida... Su boca era una línea delgada y sus ojos se

abrieron lentamente, se oscurecieron. El vaso a sus pies se estrelló neto y se

agitó temblorosa.

Opap levantó la mano, pero no tuvo tiempo de tocar su brazo. Se dio la

vuelta y salió corriendo.

Más tarde en la noche, Pierrot vino a unirse a ellos en su escondite en la

parte trasera del taller. Se sentó junto a ellos y esperó en silencio por un

largo tiempo. Luego se volvió hacia Malo y había dicho con una voz profunda

y pidió:

—Tenemos que hablar los dos.

Malo se levantó y lo siguió en la noche hasta su caravana. Se sentó en el

banco, recto, y había dejado sus ojos apartarse de las imágenes, carteles,

pequeñas palabras que salpicaban las paredes.

Pierrot se preparó primero un café. Le dio la espalda y este momento de

tregua le permitió recuperarse un poco y perseguir su consternación. Cada

gesto, pensó Malo, Pierrot comienza con un café y mi padre hace brillar sus

gafas...

Pierrot había añadido una dosis en la cafetera y la máquina, con grandes

quejas de locomotora escupió enojada su jugo negro. Le entregó una taza a

Malo, el azúcar, la cuchara y Malo se había movido lentamente.

Él realmente no quería este café demasiado fuerte, pero necesitaba

desesperadamente ocupar las manos.

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La señal fue dada por Pierrot. Cuando estaba sentado justo en frente de él,

había bebido su primer sorbo, Malo sabía que tenía que hablar. Hundió sus

ojos color avellana en los ojos color avellana. Y en un hilo de voz, anunció:

—Vas a enfadarte...

—No lo creo. Hay cosas que no se engañan, Malo. Las cosas que no me

dijiste pero que ya sé.

Malo levantó la vista, sorprendido. Pierrot sonrió, luego como Malo no

reanudó, añadió:

—Ahora, es a vosotros dos que todo les pertenece. Y es a ti de saber si tienes

ganas de decirme. O no. Y si quieres que te ayude. O no.

Malo puso sus brazos sobre la mesa de madera, y apoyó la cabeza en sus

brazos. Respiró, buscando las palabras.

Era tentador. Intentar dejarse ir. ¿Qué diría Pierrot?

Malo sabía lo que significaba la verdad: jamás los dejarían continuar.

A pesar de toda la comprensión que podía mostrar Pierrot no les permitiría

continuar el camino. ¿Qué podía hacer para ayudarles? ¿Llamar allí, a

Marruecos, a preguntar? ¿Recibir la negativa de una madre ya ausente?

¿Sentir lástima por ellos?

No, no funcionaría bien así. Tenían que ir para hacerse aceptar. Nunca

podría cerrar sus brazos viéndolos, conociendo todos los problemas que

habían tenido para encontrarla.

Jamás podría resistir la alegria de Siloa. Su madre debía verlos.

Por lo tanto Malo sabía lo que tenía que hacer: dejar la caravana sin

preocupar demasiado a Pierrot, y desaparecer con Siloa en medio de la

noche, cuando todo estuviera en silencio.

Reemprender su viaje, ponerse sus deportivas.

Caminar.

Levantó la mirada y afrontó al adulto frente a él:

—No puedo, Pierrot... no ahora. Necesito tiempo para... para encontrar las

palabras. Sé que necesitamos ayuda. Quiero que me des tiempo... para

poder... decir las cosas. Tal vez, con Opap... cuando despierte mañana. Con

él será más fácil. Con él y contigo...

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La vergüenza lo invadió. Él mentía a la única persona que se preocupaba por

ellos, usando al viejo como pretexto para su mentira.

—No lo sé...

Bajó la mirada a sus manos y miró los moretones en las muñecas. A fuerza

de hacer la estructura, las marcas de los pulgares de Pierrot se había

incrustado en su piel muy bien donde las venas azules trazaban su camino.

Cuando Pierrot sostenía sus muñecas para balancearse, apretaba con

fuerza, sus grandes manos callosas y musculosas. Y Malo tenía confianza.

Esta experiencia había sido increíble. Ahora lo comprendía al rascarse la piel

seca con la punta de sus uñas. Volar. Había aprendido a volar. Una pequeña

sonrisa apareció en sus labios. No sabía cómo darle las gracias.

Él preguntó:

—¿Estás enojado?

—No.

La sonrisa de Pierrot lo desconcertó.

—Propongo una sesión de marco. Ya habrá tiempo para hablar mañana.

Pierrot se levantó y tendió el brazo hacia el hombro de Malo:

—Vamos, conviértelo en energía. Y muéstrame lo que sabes hacer.

Instalaron dos proyectores, uno a cada lado de la estructura, y Günter vino a

ayudar a sostener la cuerda de seguridad. La sesión fue tan larga como Malo

logró hacerla durar. Se detuvieron sudorosos, agotados, encantados. Sus

ojos brillaban con la complicidad en la luz.

—Es bueno, ¿eh?

Malo asintió. Entonces sintió que su cuerpo cansado se descompuso y se

echó a llorar. Pierrot lo atrajo hacia sí. Sintió su mano en su cuello y su

reconfortante voz cálida:

—Llora, muchacho, llora. No sé lo que te pasa, pero prefiero que sepas que

irás con nosotros a cualquier lugar.

Saboreó el placer de dejarse llevar, unos momentos, y luego dio un paso

atrás, un poco avergonzado.

Günter y Pierrot le sonrieron.

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Diez

mbos se arrastraron fuera del taller. Malo no había empujado

completamente la pesada puerta de madera para que no rozara

contra la grava.

Su corazón latía tan fuerte que tenía la impresión de que todo el

campamento podía escucharlo.

El cielo estaba despejado, estrellado y la luna brillaba con reflejos rojos.

Huyeron sin ningún enfrentamiento.

Entonces vaciló al cruzar la distancia demasiada brillante que lo separaba de

la salida de la granja, Siloa se acercó a él y le susurró al oído:

—Ellos se van a preocupar por nosotros…

El comentario de su hermana tocó su corazón e hizo que se decidiera. Su

camino estaba por delante. Cruzó los últimos metros que los separaban de la

carretera a un buen ritmo. Siloa lo siguió trotando detrás de él.

—De todos modos, deberíamos dejar algo, no sé, una nota, un… algo que…

Malo se volteó y susurró:

—¡Pero cállate un poco!

Luego añadió con más suavidad:

—Nos podrían escuchar.

Se prometió a sí mismo que harían algo. Podrían llamar o enviar una carta.

Pero más tarde. Lo más urgente era irse, caminar, olvidar esos días difíciles,

esos días perdidos.

En la penumbra de la pequeña carretera que extendía la granja, Malo por fin

aminoró el paso. De todos modos, no podían seguir con ese ritmo durante

mucho tiempo. Al menos la experiencia le había enseñado esto: caminar a

un ritmo constante permitía caminar por mucho más tiempo.

El camino por recorrer para llegar al condado era de apenas tres kilómetros.

A

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Después, se podrían alejar y poner la mayor distancia posible entre ellos y la

pequeña tropa.

Para no pensar más en los que abandonaron, sobre todo, no correr el riesgo

de arrepentirse.

Se dio la vuelta para esperar a su hermana. Habría podido dejarla aquí.

Opap la hubiera cuidado, claro, durante el verano. Habría podido inventar

algo e irse solo.

Siloa lo alcanzó.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella le sonrío, una pequeña sonrisa triste.

—Estoy bien, es agradable caminar por la noche.

Y de repente, lo escucharon. El ruido peculiar y brusco del 4L de Opap.

Entonces, se quedaron paralizados por el pánico, y Malo ordenó:

—¡En la zanja, rápido!

Se metieron juntos, enredaron sus pies en los arbustos y las tiras de sus

mochilas.

En cuclillas, esperaron. El ruido del motor se acercó a lo largo de la curva,

luego la luz de los faros ilumino la noche. El viejo cacharro pasó delante de

ellos sin disminuir la velocidad y distinguieron la silueta de un hombre viejo

al volante.

—¡Es él, Malo, es Opap!

—Lo sé —susurró.

Se agachó, haciéndose más pequeño detrás de las plantas.

—Pero Malo —lloró Siloa—, es Opap. Se preocupa por nosotros.

Su voz se ahogó, miserablemente. Pero Malo se mantuvo firme.

No se movió, no habló, esperó. Entonces, cuando sintió que el auto estaba lo

suficientemente lejos, retomaron el camino.

El pasado los alcanzó de golpe y Malo se dio cuenta de la oportunidad que

habían tenido durante esa semana de poder dejarse ir. Habían olvidado un

poco. Olvidado como caminar le hacía daño a sus pies.

Olvidar como las jornadas se extendían a lo largo de kilómetros

interminables. Caminaron hasta Tain-l’Hermitage ya que le indicaron que

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80

era la estación más cercana, a unos cincuenta kilómetros. Los tres días

siguientes fueron iguales: recorrer los kilómetros. Esperar. Hacer algunos

comentarios sobre los carteles de señalización. Luego permanecer en silencio

durante horas.

El segundo día, Siloa hizo un resumen:

—Tengo la moral en el mismo estado que mis zapatillas de deporte. —

Entonces Malo saca, empuja, lleva su bolso, argumenta y el día pasa.

Malo tenía un plan que se llamaba Sète. Al llegar allí, al sur del sur, él sabría

que hacer. Entretanto treinta… después veinte… luego diez kilómetros los

separaban todavía de la próxima etapa.

Malo puso su bolso en la sombra y se estiró por un largo momento. Luego se

volteó hacia su hermana.

—Cuando caminamos… ¿En qué piensas?

—No sé, en nada en especial.

Se volteó de nuevo hacia ella e insistió.

—Debes que pensar en algunas cosas. Esto ha durado horas. Hace días que

caminamos…

Ella suspiró.

—Pienso en la música, rehago mis canciones en mi cabeza, vuelvo a ver mi

digitación….

—Ah… —Estaba decepcionado. Entonces preguntó—: ¿A veces piensas en

ella?

—No, un poco, pero no mucho. Pienso en papá. Pero no mucho tampoco. De

todos modos, la mayor parte del tiempo, no pienso en nada.

—Oh…

Nada en concreto en todo caso. Él, desde el primer kilómetro, había

comenzado a contar de nuevo.

A contar el número de kilómetros que los separaban de la estación y de Sète,

el número de días de caminata por ese número de kilómetros, la cantidad de

dinero necesario para ese número de días.

Las posibilidades y las variantes eran infinitas y el tiempo pasaba muy

rápido. Él se tranquilizaba o se preocupaba por las cifras. Tenía algo sobre

que contar.

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—¿Estás preocupada?

Una vez más, ella se tomó el tiempo para responder.

—Siendo sincera. En realidad no. Pero lo que me pregunto a veces, es: ¿Y si

él estaba despierto?

—Oh… no, no lo creo.

Él no le dio tiempo de discutir y añadió:

—Sí, lo sé, no podemos estar seguros. Entonces verificaremos.

Ella estuvo de acuerdo.

En Tain, fueron directamente a la estación y pusieron sobre el mostrador

casi todo el dinero que les quedaba. El próximo tren tardaba dos horas y

media en llegar a Sète. Con los boletos en la manos y la sonrisa en los labios,

Malo preguntó dónde podía encontrar internet. Alguien le señaló un

cibercafé a pocas calles de allí.

Dejó a Siloa con el equipaje, entró en el cibercafé y se acomodó frente a un

computador. No escribía muy rápido, pero sabía lo suficiente de internet

para tener una pequeña idea de como proceder. Abrió el buscador y tuvo

dudas sobre las palabras claves. ¿Qué le había dicho su padre exactamente?

“Ella está en Marruecos, trabaja en una asociación de pintores marroquíes” O

algo parecido. Así que entonces escribió “asociación de pintores Marruecos” y

dio clic en “buscar”.

La espiral multicolor dio vueltas, después docenas de enlaces aparecieron.

Contempló la lista, eliminando los titulares tan rápido como era capaz de

leerlos. Miró el reloj que estaba en el muro en frente de él. El gerente le

había dicho que una hora eran cuatro euros, pero necesitaba tiempo. En el

peor de los casos, pagaría una segunda hora de internet. Con los ojos

perdidos en la luz de la pantalla, reflexionaba. Debía encontrar una manera

más rápida, porque nunca iba a ser capaz de abrir todos los enlaces en

búsqueda de una fotografía que mostrara a su madre, suspiró ante la

cantidad de trabajo…

Su apellido… ¿Quién sabe? Escribió “Odile Fréjart” y lo que indicó la página

de resultados era decepcionante. Se mordió el labio de desesperación.

Malo salió del cibercafé y se unió a Siloa. Cuando ella lo vio aproximarse,

muy lúcido, se levantó.

—¿Y?

Pero ya el ceño fruncido de su hermano le anunciaba la respuesta.

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—¿No encontraste nada?

Decepcionada por su parte, se volvió a sentar.

—Busqué por todas partes…. consulté en un montón de sitios. ¡No te

imaginas todos los pintores que hay en Marruecos!

Y entonces, Siloa alegó:

—No encontraste los que tienen un sitio web.

Malo suspiró.

—Gracias por animarme… Busqué fotos, sobre todo fotos de inauguración,

busqué con su apellido.

—¿Cuál apellido?

La miró, escéptico.

—¿Qué? ¿Cuál apellido? Su apellido… Odile Fréjart.

Siloa sonrió, con su sonrisa orgullosa.

—¿Qué?

—Es el apellido de papá… Fréjart. Tal vez cuando se fue, retomó su nombre

de soltera. La mamá de Myriam retomó su nombre de soltera cuando se

divorció.

La idea parecía buena, Malo preguntó:

—Pero entonces, ¿cuál es su nombre de soltera?

—Castrelan.

Malo murmuró, pensativo:

—¿Odile Castrelan?

Siloa se rió entre dientes.

—¡No, Castrelan, es el apellido de la mamá de Myriam!

Permanecieron un momento en silencio, buscando en el fondo de su

memoria un apellido que hubiesen oído cuando eran niños.

Malo no comprendía cómo había podido permanecer —siete años para ser

exactos— sin hacerse más preguntas… No sabía el apellido de su madre…

No, en serio, no debió haber pensado con claridad…

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Entonces recordó la foto de su madre y se preguntó si habría una pista en la

parte de atrás, un apellido, un lugar, algo. Buscó en el bolsillo de su bolso y

sacó el papel satinado, miró la foto, la volteó y miró la parte posterior blanca.

Nada.

¡Era demasiado estúpido! Quería gritar con ira. Apretó los dientes.

¿Qué más? ¿Qué otra cosa para encontrarla?

Se sentó con rabia, la espalda contra su bolso. Una pequeña punta lo tallaba

de un lado. Se volteó, abriendo el bolsillo y acarició el terciopelo azul. El libro

de la familia. Lo abrió y en la segunda página, encontró lo que buscaba:

Odile Fréjart nació con el nombre de Odile Vaillant.

Quedaba poco tiempo antes de que el tren llegara, así que Malo corrió para

regresar al cibercafé. El gerente lo recibió con una sonrisa alegre.

—Bienvenido de nuevo muchacho.

Malo se acomodó en frente de la computadora, repitiendo en su cabeza

“Odile Vaillant, Odile Vaillant” como si el apellido se le fuera a olvidar.

Una vez más, encendió, esperó, dio clic, esperó, escribió algunas palabras,

espero otra vez. Y su corazón dejó de latir.

Era un artículo del Joven Africano. Y el nombre estaba allí. Con todas sus

letras. Odile Vaillant encargada de la asociación “Pintores en Tierra Ocre”.

Malo respiró profundo antes de leer el artículo. Su mano temblaba tanto que

creía que era incapaz de mover el ratón hasta el prometedor enlace.

Cuando apareció el artículo del periódico, sabía a dónde ir.

Casablanca, distrito de Anfa, calle de la Corniche.

Cerró los ojos por un momento, registrando la información en el fondo de su

memoria.

Su corazón se llenó de esperanza. Sonrió al leer el artículo, ya en otro lugar,

ya en el camino.

La noche cayó en el tren que dejaba la ciudad.

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Once

ncontrar un lugar para dormir al llegar a Sète era difícil. La zona

del puerto se extendía por el este de la ciudad y las casas en el lado

oeste. Tenían que seguir la carretera a lo largo del mar varios kilómetros

antes de descubrir una pequeña ensenada que les permitiera encubrir las

viviendas. La noche estaba muy avanzada cuando se derrumbaron en la

arena, en el hueco de una roca.

Por la mañana, se dirigieron al puerto. Detrás de un gran espacio de vallas,

a la espera de un ferry en el muelle. Un prometedor nombre estaba escrito

en letras grandes en la parte frontal: Marrakech Express.

Malo trató de guardar todo en unos pocos minutos. Él no perdió demasiado

tiempo para no ser detectado.

A la espera para embarcar, los vehículos y sus pasajeros fueron conducidos

a una amplia zona pavimentada. Una única barrera roja automática limitaba

el acceso al estacionamiento.

Para acceder a la embarcación, tuvimos que pasar las cabinas de aduanas,

donde los pasajeros tenían sus papeles, y luego por un camino de unas

pocas decenas de metros a la gran bodega abierta.

Sobre el enorme aparcamiento, Malo vio diferentes colas de vehículos.

Coches, equipaje sumamente sobrecargado, ocupando las dos primeras filas,

luego vinieron los camiones y, finalmente, autocaravanas y vehículos con

remolques.

A la izquierda del puerto, un pequeño restaurant se encontraba debajo de

una escalera. En la terraza, algunos hombres bebían café o té a la menta.

En la parte superior de las escaleras, la compañía naviera vendía sus

entradas.

Malo se dio la vuelta:

—Vamos, está bien.

Siloa lo siguió. Compraron pan y queso y consiguieron una plaza un poco

más lejos en la ciudad. Una vez dieron curso a los sándwiches, Malo

propuso:

E

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—Aún podemos ir a pedir un billete. Nunca se sabe, tal vez con la tarjeta de

la familia, una falsa autorización y un montón de mentiras, nos venden un...

—No lo creo —respondió Siloa.

—Yo tampoco, pero tenemos que estar seguros. De lo contrario, encontrar

una idea...

—¿Si subimos a escondidas a la embarcación?

—¿Con toda la distancia para ir, la aduana y la seguridad del puerto?

Imposible. Demasiado reservado. En todos lados.

Siloa suspiró:

—¿Y?

—Así que no sé... Vamos cerca del puerto. Algunos detalles han sido difíciles

de alcanzar.

La idea para embarcar con el tiempo se encontrará.

Observaron el muelle del ferry, pero ningún vehículo descendía. Estaban

esperando familiares o amigos, un pequeño grupo se había reunido bajo la

sombra de un árbol y hablaban.

¿Qué están haciendo? No es posible...

Uno de ellos fue en la búsqueda de información a un empleado del puerto y

regresó con el rostro cansado:

—Incluso encontraron un clandestino. La policía está a bordo y deben

sacarlo antes de aterrizar.

Los dos niños se miraron.

—Los vi una vez en Tánger: se movían entre los camiones y ganchos bajo los

vehículos!

—Treinta y seis horas en la bodega finalmente capturados y repatriados!

Justo en ese momento, Siloa susurró:

—Malo, mira.

Levantó la vista hacia las siluetas que le mostraba su hermana. Dos

hombres uniformados enmarcan a un joven esposado, con la cabeza hacia

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abajo. El joven marroquí miró por encima del puerto a las casas al otro lado

de la calle, luego se metió en la camioneta de la policía.

Momentos más tarde, los primeros vehículos descendieron de la

embarcación.

—Es horrible —susurró Siloa—. ¿Has visto su cara?

Malo asintió:

—Vas a ver las nuestras cuando seamos atrapados...

Conocieron a Majken una noche. Se habían establecido en una franja de

arena entre dos rocas y había aparecido una cabeza melenuda, a

continuación, un cuerpo grande y flaco. La silueta estaba cerca y Malo había

decretado que parecía inofensiva. Él respondió a su ¡Hola! y su sonrisa

encantadora.

—Vengo andando desde Noruega, y me paré aquí por esta noche, porque

pensé que esto era hermoso. ¿Y ustedes?

Su acento se asemejaba al de Günter pero ella era mejor que él en francés.

Malo estuvo a punto de responder que ellos caminaban desde Dijon, pero se

contuvo y se mantuvo en el discurso habitual:

—Nos paseamos, estamos de vacaciones.

—Oh, eso es bueno. Entonces vamos a pasar la noche juntos, el rincón es

muy lindo para ir a otra parte. Yo tengo fruta.

—Tenemos pan y queso —añadió Siloa.

Siloa y Malo desempacaron sus proviciones, pusieron las piedras para el

fuego y fueron en busca de pequeñas ramas.

La noche caía lentamente. A la luz de las llamas, con la barriga llena, todo se

hizo más íntimo, más simple. Siloa preguntó:

—Pero, ¿qué haces exactamente?

—Yo camino —dijo.

—Caminas, pero ¿para qué?

—Para caminar.

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Malo pareció extrañado. Caminar por caminar cuando tiene una opción...

Siloa intentó compreder:

—¿Es un desafío que tienes?

Majken sonrió.

Una especie de desafío, sí. Es más complicado que eso. Ya hace cinco meses

que partí y voy a descubrir los pueblos del mundo.

—¿Pero por qué ? —insistió Siloa.

—¿Por qué no? El mundo está cambiando, y quiero verlo como está ahora.

Quiero ver las nieves del Kilimanjaro. Ya sabes que se derriten, y en cinco

años se habrán ido, entonces quiero admirarlos mientras se mantienen

vigentes.

Se levantó y sacó de su bolsa microscópica un colchón inflable. Si ella se

sorprendió de que Siloa y Malo durmieran en el suelo, no dijo nada.

Los tres estirados bajo un cielo despejado. Las estrellas fugaces cruzaban el

infinito, desapareciendo tan rápido como habían aparecido. Malo admiraba

la Vía Láctea:

—Mira allí, la Cabellera de Berenice. Y esa que está ahí es Hércules.

—¡Es increíble lo que sabes!

—Cuando estuve en la escuela, participé en talleres con Siloa. Ella siempre

optó por la música. Yo regresaba a la escuela todos los días de vacaciones,

pero nunca me atrajo. Excepto el año que ofrecieron astronomía.

Francamente, incluso los cursos de astronomía le habían pesado. Él no

había comprendido realmente la importancia de conocer las distancias que

separan a las constelaciones de la Tierra o de su composición química. El

profesor lo había prometido una noche a finales de verano, pero los permisos

eran demasiado difíciles de obtener. Las estrellas, las reales, las había

descubierto desde el techo de su habitación a escondidas a través de la

pequeña ventana con una silla en su escritorio. Y hasta que el frío se hacía

demasiado penetrante, él se paraba allí y contemplaba en la oscuridad de

noche una parte. La luz a través del cielo.

—Tenemos que hacer un voto —anunció Malo.

—¿En serio? ¿Con cada estrella fugaz?

—Siempre, sí.

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La pequeña voz soñolienta Siloa surgió:

—De hecho, no son estrellas, son meteoritos.

Malo chasqueó la lengua:

—Siloa, duerme y soñemos.

Majken no se había movido durante mucho tiempo y Malo se preguntó si ella

estaba dormida cuando la oyó preguntar:

—Te escapaste, ¿verdad?

La pregunta lo tomó por sorpresa. Y terminó diciendo:

—No, estamos solos. Vamos a Marruecos para encontrar a mi madre.

—¿Y tu padre?

—Está en estado de coma.

Majken se incorporó sobre un codo y se volvió hacia él. Por una vez, ella no

se rió de todo:

—¡Esto es terrible! ¡Debes de extrañarlo!

—Sí. No. No sé. Porque yo no me llevo bien con él. Ya sabes, justo antes del

accidente, hablamos... en fin, yo hablé... siempre vivíamos hablando lo

mínimo: algunos días ni siquiera decíamos una palabra en la mesa. Ese día,

estaba en el auto y yo estaba hablando sobre un descubrimiento que había

leído en una revista, porque yo quería intercambiar algo más que silencio. Y

él me dijo: ¡No puedes callarte cinco minutos! Inmediatamente después, el

teléfono sonó y tuvimos el accidente. Así que a veces lo pienso y creo que lo

último que mi padre me dijo fue: No puedes callarte cinco minutos.

—Pero al mismo tiempo, él te falta.

—Al mismo tiempo, espero que vaya a mejorar, sí. —Hizo una pausa, pero

Majken continuó:

—Quiero contarte una historia. Una historia que me pertenece. ¿Te parece

bien?

Malo miró el mar y el blanco resplandor de la espuma a la luz de la luna. El

viento se había llevado el velo de frescura. Él no quería oír hablar de la

historia. Él sabía que esta historia, en ese contexto era molesta. Sin

embargo, él respondió:

—De acuerdo.

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Ella tomó el tiempo para un largo suspiro antes de empezar:

—Yo tenía quince años, vivía en Noruega con mis padres y mi hermana. Todo

estaba bien, excepto que estaba en constante conflicto con mi madre. Yo le

echaba la culpa de todo, del lugar que ella me dio, lo que era... Siempre

estaba gritando. Un verano, fui a un campamento de verano. Nunca escribí a

mi madre, jamás la llamé. Después de dos días, mi tío vino a buscarme. Él

no me dijo nada en todo el viaje, me dijo que mi madre tenía un problema.

Cuando llegué a casa, toda mi familia estaba allí, mi hermana, mi padre, mis

tíos y tías... Mi madre había tenido un aneurisma cerebral. Fue enterrada

dos días después de mi regreso.

Malo se alarmó. ¿Por qué contaba ella eso?, ¿qué podía hacer? ¿Compartir el

dolor con él? Ella dejó que el silencio se instalara y el vientre de Malo se

tensó.

—Sinceramente, espero que tu padre se despierte, Malo. Lo que quiero decir

es que yo perdí a mi madre estando enojada. Ahora que me hice mayor, me

arrepiento de no haber hablado con ella, cuando aún todavía tenía tiempo

para poder desentrañar las cosas. Desearía recordar su sonrisa y su lado

más tierno… Y especialmente desearía que ella supiera que a pesar de mi

rebeldía, yo la amaba. —Malo comprendió. Al mismo tiempo, no veía la

manera de volver, y aunque fuera posible, ¿Cómo iba a decirselo a su padre

que era tan inaccesible? ¿Cómo hablar con alguien que no quiere oír? Sin

embargo, él dejó que las palabras de Majken hicieran su camino.

—¿Majken, llamarías por nosotros? ¿Para obtener más información?

—¿Llamar a quién?

—Al Hospital de Dijon. No tenemos novedades desde hace un mes... y

necesitamos saber.

Ella asintió.

Malo volvió de nuevo a la arena. Incapaz de dormir. Un barco salía por la

noche. Eso es lo que necesitaban. Esconderse en las sombras y colarse en el

momento adecuado. Cerró los ojos y la cara del joven clandestino vino a su

mente.

De todos modos, no tenían otra opción.

Esperar ya era inútil.

Tenían que tener coraje.

Y suerte.

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Cuando Malo abrió los ojos a la mañana siguiente, Majken había

desaparecido, llevando todas sus cosas.

Decepcionado, él sacudió sus ropas para sacarse la arena y despertó a Siloa

que se levantó con un suspiro.

—Vamos...

Pero justo cuando iban alrededor de la roca para llegar a la carretera, una

voz les saludó:

—¡Tengo el desayuno!

Majken blandió un carton de zumo de frutas y una bolsa de papel que

contenían croissants.

Inmediatamente Siloa encontró la sonrisa.

Se sentaron. Majken compartió los croissants y anunció entonces:

—Llamé al hospital.

Malo fue incapaz de tragar. La pelota que atravesó su garganta se lo impidió,

casi se ahoga.

—No he tenido verdaderamente noticias... El hospital no dice nada por

teléfono. Pero entendí que la condición de tu padre estaba estable...

Siloa preguntó:

—¿Significa que nada ha cambiado?

—Sí, no es una buena noticia... Ni mala a fin de cuentas. Por lo que sé del

coma, podría despertar en cualquier momento y, a priori, llevar una vida

normal.

—¿A priori?

Majken titubeó antes de responder:

—Sé que algunas personas después de un coma pueden tener

consecuencias... como convertirse en amnésicas por ejemplo.

Ella los miraba fijo. Siloa preguntó de nuevo:

—Hay más cosas a tener en cuenta?

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—Las cosas o personas... que podría tener como recuerdo su vida anterior, y

por lo tanto no saben quién eres. O recordar todo excepto los minutos antes

del accidente...

—¿Y cuánto tiempo pasará antes de que se despierte? —preguntó Siloa.

—Nadie lo sabe... El coma es como un largo túnel negro. Tu padre avanza

hacia adelante y mira hacia afuera. Un día verá la luz y se despertará. Pero

nadie sabe qué tan rápido se mueve.

—Sí, pero... —insistió ella—, generalmente el coma dura mucho tiempo, me

refiero a su estado de coma...

Majken se encogió de hombros:

—Una semana, un mes... diecisiete años...

Siloa cogió un puñado de arena y dejó que fluyera a través de sus dedos.

Ella preguntó con un hilo de voz:

—¿Quieres decir que podría pasar toda su vida de esta manera y morir de

viejo en su cama?

Malo rara vez se había sentido tan impotente.

Pero la joven ya había considerado su estado de ánimo y se puso de pie:

—Vamos, necesito un café de verdad. Encontraremos un restaurante.

Los tres se sentaron alrededor de una mesa, y bebieron su bebida caliente.

Majken, que había decidido no dejar que las penas ganaran a su pequeño

equipo, continuó:

—Esta es Francia, bebemos el mejor café. Por supuesto, yo no fui a Italia,

por lo que no estoy diciendo que estos son los mejores cafés en Europa, pero

casi. Eso y los croissants... ¡Va a ser difícil salir de vuestro país!

Tomó otro sorbo. Dados los limitados resultados de sus esfuerzos, ella atacó

con otro tema:

—Bueno, ¿cómo os sentís?

Dos cabezas alicaídas se levantaron. Siloa respondió:

—Está bien.

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—¿Eso es todo? Está bien, y ¿eso es todo?

—De acuerdo, Majken —replicó Siloa—. No esperábamos ilusionarnos...

Majken rió:

—Siloa, ¡tendrás que decirme cómo lo haces! ¡A veces me da la impresión de

hablar con un viejo sabio! Malo ¿y tú?

Malo suspiró. Estaba lejos de la tranquilidad y las confidencias de ayer. Siloa

se levantó:

—Voy a mirar las vitrinas de enfrente.

Su discreción sorprendió a Malo. Ella dejó la taza vacía y salió del bar. Malo

no pudo comprobar a través de la ventana si cruzó en el momento adecuado.

Majken sonrió

—Vaya con la hermanita, ¿eh?

—Pues si —dijo Malo.

Majken pidió otro café. Cuando estaba servido, suspiró:

—Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—Continuamos nuestro viaje, y tú continuas el tuyo.

—No es tan sencillo...

El insistió:

—Sí, de hecho, es tan simple como eso. Lo hemos logrado hasta ahora. ¡Sin

ti!

—No os conocía... No me sentía responsable.

—Ya casi llegamos... Déjanos continuar. Por favor.

Para apoyar sus palabras, se levantó y tomó su bolso.

—Adiós, Majken. Y gracias a ti... por tu historia. Y la llamada de teléfono.

Se dio la vuelta, esperando que ella lo retuviera, pero no hizo nada. En la

calle, se unió a Siloa absteniéndose de dar vuelta.

Malo dejó a Siloa en la plaza. Tenía cosas que hacer, afirmó, e iría más

rápido solo. Ella tomó un libro y se sentó en un banco a esperar, las bolsas

ocultas bajo un seto. Cuando él regresó varias horas después, estaba

preocupado. Siloa quería preguntarle, pero él sólo dijo: Más tarde. Ellos

cargaron sus mochilas y caminaron hasta llegar al mar.

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Se sentaron en la arena. El sol se estaba poniendo y los remolinos oscuros

del mar mojaban sus pies. Siloa subió a ponerse un suéter entonces ella ya

no pudo esperar más y le preguntó:

—¿Y?

—Fui al puerto para tratar de conseguir los billetes. Por supuesto que no fue

posible, entonces la única solución que tenemos es entrar en un vehículo de

manera ilegal. Un camión o camioneta. Lo más fácil es cuando el vehículo se

pone en fila antes de pasar por la aduana. Hay un contenedor sobre el

muelle y mucho va y viene. Los conductores siempre bajan para confirmar

su billete, tomar aire fresco o fumar un cigarrillo. Nosotros esperaremos el

momento para subir y escondernos.

—¿Dónde?

—En cualquier lugar.

—Es una tonteria.

Él no se levantó y continuó:

—Una vez en el vehículo, sólo tendremos que esperar. Treinta y seis horas.

—Súper...

—He encontrado otra información para continuar. Estuve en un sitio web.

Cuando lleguemos a Marruecos, estaremos en Tánger. Hay trenes hacia

Casablanca. ¡Todos los días, cada dos horas!

Siloa miró hacia arriba, de repente interesada. Él vio que iba a ganar el

juego. Ella había creído en su historia.

—Siloa, esa es la buena noticia. Apenas cinco horas después, ¡estaremos en

Casablanca! La estación se llama Casa-Voyageurs. Nos queda muy bien,

¿verdad? Casa-Voyageurs...

Él escuchó las olas esperando que Siloa le dijera lo que pensaba.

Ella suspiró:

—Es peligroso, Malo. Subir así, ocultarnos...

—Es peligroso, pero no tenemos otra opción. Es... es un riesgo a tomar. No

tengo otra idea. Parece simple.

Como él no dijo nada, Siloa preguntó:

—¿Cuándo nos vamos?

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—Mañana por la noche hay un barco que sale a las veintidós horas.

Efectivamente, se quedó pensando... Siloa se mordió el labio. No le gustaba

en absoluto. Al mismo tiempo, ese barco, tenían que cogerlo. Ella se dijo que

aún podrían esperar en el puerto de embarque, identificar si jovenes

franceses embarcaban, inventar una mentira. Quedaba el problema de los

pasaportes...

En la oscuridad, ella observó que Malo la miraba. Ella sentía que todavía

tenía información, pero extrañamente, él parecía que quería que ella se

planteara preguntas y que no entendía por qué. ¿Qué había que saber?

¡Ah, ahí está, lo sabía! —ella preguntó con suspicacia—: ¿Es caro, el tren a

Casablanca?

Miró al suelo y la arena entre sus dedos.

—No mucho. Sobre treinta euros. Después hay que pagar el taxi. Todo el

mundo se mueve en taxi allí. Más algo de comida... no tenemos lo suficiente,

pero casi.

Él todavía no enderezaba la cara y Siloa se sentía como estrangulada. Ella

dijo:

—¿Hay otro problema?

—Sí.

Ella ordenó:

—¡Bueno, dime!

Su malestar era visible, pero él comenzó:

—No podemos llevar nada. Quiero decir, ya escondernos, no va a ser fácil, el

lugar va a ser muy pequeño. Entonces, los bolsos, la ropa...

Ella lo miró fijamente y no lo soltó hasta que él tuviera que decir lo que tenía

que decir.

Cuando habló, ella sabía por qué estaba enfermo:

—Encontré un lugar donde puedes vender tu violín.

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Doce

u hermano no mentía cuando decía que era un hermoso

instrumento.

El hombre miró el violín en su estuche de cuero. Le acarició la madera,

agarró la manija y lo levantó para ver de cerca. Inspeccionó cada detalle,

admiraba el puente, levantó las cejas dos veces y luego descansó. Siloa

observaba, para evitar dejar que sus ojos se pierden en los objetos curiosos

de la tienda de antigüedades.

El hombre cambio de actitud, como si de pronto, el caso ya no le interesara:

—Puedo darte cien euros.

Siloa observaba, tragándose su ira. En los ojos del hombre que ella vio que

ya calculaba el beneficio que iba a conseguir. Nunca lo malvendería. Ella no

sabía cómo tenía que venderlo, pero no lo habría hecho. Un regalo

excepcional. Todavía podía oír la voz de su padre y de su mensaje a través de

estas palabras: Vale la pena. ¿Cuánto se considera un regalo excepcional?

—No, es poco.

En lugar de dárselo a este ladrón ella prefería lanzarlo al mar. Ella se acercó

al mostrador y trató de cogerlo de nuevo, pero el anticuario la detuvo:

—Tu hermano me dijo que necesitabas dinero.

—Sí.

—Para hacerle un regalo a tu madre que está en el hospital.

—Así es.

No digas demasiado. No te contradigas. Todavía podía escuchar las

instrucciones de Malo, haciéndole repetir la misma historia durante más de

una hora, como si ella fuera demasiado estúpida para retenerlo o lo

suficientemente estúpida como para hacerlo mal.

—¿Y cuánto es este regalo?

—T

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—Caro.

Se mordió el labio y añadió:

—Es un viaje.

—Ya veo.

La mano del hombre aterrizó en el instrumento y sus dedos se deslizaron

sobre las cuerdas. Era como si él ya lo poseyera. Propuso:

—Ciento cincuenta euros. No más.

Siloa insistió:

—Es un viaje muy largo.

Por una vez, el hombre sonrió.

—Dime, ¿Cuánto esperabas obtener?

—Es un instrumento hermoso —dijo—. La caja de resonancia es perfecta y el

tono es profundo.

Él la miró con curiosidad:

—¿Tocas?

—No.

Siloa arrugó los billetes entre sus dedos. Mientras le preguntó:

—Si el viaje no se realiza. ¿Puedo volver?

—Claro, claro —murmuró el hombre que llevaba su tesoro en la trastienda.

Pero cuando oyó el sonido de la puerta cerrarse, su corazón dio un vuelco:

una pequeña voz susurró que ella no volvería a verlo.

Escondidos detrás de un contenedor en el puerto, ambos esperaban en las

sombras. Los camping-cars llegaban uno tras otro, alineándose por decenas

en el gran estacionamiento pavimentado. Como Malo había dicho, los

conductores discutían mientras esperaban su turno.

Los dos chicos se asomaron. Ellos necesitaban un vehículo grande, con una

sola pareja y desde luego ningún perro.

La cola se extendía y ahora estaba acercándose a donde estaban escondidos.

Malo vigilaba. La pequeña brisa fresca lo hizo estremecerse. Un anciano bajó

del vehículo, una cartera en la mano, y se dirigió hacia el puesto de control.

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En la parte trasera, la puerta de la cabina se abrió y una mujer se bajó.

Caminó alrededor del vehículo y desapareció de la vista de los niños. ¡Ella no

había cerrado con llave detrás de ella! Malo no se tomó tiempo para pensar.

¿Qué si la mujer volvía de inmediato? ¿Había alguien más en el vehículo? Le

susurró:

—¡Ahora!

Y ambos surgieron de las sombras. Malo giró el pestillo de la puerta blanca,

se precipitó en la oscura cabina y cerró la puerta a toda velocidad detrás de

su hermana, al igual que se aseguró de que el cierre no hiciera ruido.

—¡Rápido! —susurró.

Observaron lo que los rodeaba a toda velocidad: había dos bancos y una

mesa en la parte delantera y una cama doble en la parte trasera. Una

puerta. La abrieron para descubrir un pequeño cuarto de baño. Demasiado a

la vista. Demasiado fácil.

Eso fue todo. No hay escondite. Observaron la nevera, los armarios de

altura. Eran demasiados pequeños. Malo oyó el sonido de pasos que se

acercaban. Se había acabado.

Una voz desde fuera exclamó:

—¡Jacqueline! ¿Qué tal? ¿Lo volveís a hacer?

Un respiro, pensó, pero su cabeza se negaba a pensar.

—¡Aquí! —Siloa susurró.

Ella levantó el asiento de la banqueta rodeando la mesa, revelando un

compartimiento de almacenamiento. A toda prisa, Malo levantó el asiento de

la banqueta frente a él, descubriendo otro compartimento, medio ocupado

por un tanque de agua.

—Toma el pequeño.

La vio colarse en el reducido espacio, encogiéndose hacia arriba, doblando la

cabeza y apretando sus brazos en su contra. Le echó el tablón de madera por

encima de la cabeza, encerrándola en ese espacio reducido.

Luego se inclinó a su vez. ¡Él nunca podría a entrar ahí! Se encogió, tirando

de sus rodillas hasta tocar su vientre y dejó caer la tapa y los cojines del

asiento sobre él. Se aseguró con una mano que pudiera abrir el escondite. La

puerta de la furgoneta se abrió y alguien subió a bordo, por lo que la cabina

ligeramente se balanceó.

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Solo había que esperar. Y tener esperanza.

En cada parada del vehículo, Malo temblaba. Temía que escucharan su

respiración y alguien abriera los cofres. Ya imaginaba la mano que lo cogiera

y lo sacara de su escondite. Temía que Siloa tuviera miedo y finalmente,

saliera de su escondite antes de su señal. El motor arrancó de nuevo y sintió

al vehículo subir sobre algo. Ya estaban en el barco. Voces gritaban:

Retrocede, de nuevo, zid zid zid. La efervescencia del exterior no se le

escapaba ni el olor de los tubos de escape. Ellos terminarían asfixiados.

Luego, a medida que su cuerpo rígido le gritaba para estirarse el ruido de los

motores se detuvieron, uno tras otro. Oyó otra vez las voces de la pareja a

unos centímetros de él:

—Toma los artículos de tocador. Toma el dinero y los papeles también,

nunca se sabe. Toma el ordenador. ¿Pones mi libro en la maleta?

Entonces la puerta se cerró de golpe y emitió su ruido metálico del cierre

automático. Las voces del exterior también desaparecieron.

Malo esperó de nuevo. Su cuerpo plegado se derrumbó gritando de dolor en

todas las articulaciones. Su cuello que descansaba en una barra de madera

lo estaba lastimando más que cualquier otra cosa. Él esperó.

El sonido de un motor de gran alcance partió. Pocos gritos a su alrededor

aún se escuchaban: ¡Correa a éste añádele una cuña!

Él esperó.

Luego se dijo da igual. Su mano empujó la tabla de madera y él sacó la

cabeza, respirando una gran bocanada de aire. Estaba oscuro. A través de

las ventanas del vehículo vio las pequeñas salidas de luz de emergencia

verde.

—Siloa —susurró.

Un poco de ruido y su hermana apareció.

—¿Estás bien?

Ella tenía un pequeño mohín gracioso:

—Me compadezco de las sardinas...

Se extirparon en silencio de su escondite.

—¡Estamos en camino, hemos salido...!

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Se sentaron y Malo miró por la ventana, todos los vehículos que estaban allí

en la tumba oscura del barco. En la pared, había números y signos para

llegar a las cabinas, así como grandes carteles: Cierra con llave los vehículos

y Se prohíbe quedarse en los vehículos durante la travesía.

Él constata:

—No tenemos nada que temer durante treinta y seis horas. Ellos no van a

volver.

—¿Sabes lo que eso significa? —preguntó Siloa.

Malo negó con la cabeza.

—¡Eso quiere decir que podemos comer lo que tienen en su nevera, porque la

próxima vez que estemos al aire libre, será en Marruecos!

Si bien los propietarios de los vehículos no podían estar en ellos, sin

embargo, Malo y Siloa constataron pronto que una ronda de agentes de

seguridad pasaba seguido. Revisaban regularmente los vehículos o

chequeaban las correas. Ambos permanecieron en el suelo para comer a fin

de no ser vistos a través del parabrisas. Cuando terminaron el saqueo

sistemático de la nevera y armarios, se arrastraron hasta la cama doble en la

parte inferior del vehículo.

Malo dejó escapar un suspiro de alivio acostándose sobre el colchón. Una

cama de verdad por un día y dos noches.

Pensó que el granero de colchones en Opap y Pierrot. Su última cama.

Como medida de precaución, decidieron dormir por turnos. Pero nada

interrumpió su paz y se deslizó en el sueño con el balanceo del barco.

Por la mañana, Siloa sacudió a su hermano:

—Tengo que ir al baño.

Suspiró y se obligó a abrir un ojo.

—Esta es inteligente...

Utilizaron el inodoro del vehículo y Malo vigilo para largar el agua en el

momento adecuado.

¿Es posible aún comer y dormir y comer?

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Trece

a segunda mañana muy temprano, la agitación continuó. El barco se

había detenido.

—Llegamos...

Vieron a pasajeros que con sus llaves en mano invadieron la bodega en

busca de su vehículo.

Con un suspiro de desolación, Malo y Siloa entraron en los baúles,

esperando hasta el último momento para cerrar su escondite. Y a una señal

de Malo, la negrura los envolvió de nuevo.

Lo primero que se escuchó fue el sonido de todos los motores arrancando al

mismo tiempo y casi de inmediato el olor violento de gasolina que los puso

enfermos. El motor del camping-car zumbaba, también, pero no se movió, a

continuación, después de unos minutos, Malo sintió que se movían, a

continuación, cambio ligeramente hacia adelante para bajar en el muelle.

Listo y yendo, pensó.

En varias ocasiones, el vehículo se detuvo, al parecer, por una serie de

controles.

La pareja hizo comentarios exasperados, pero Malo no podía comprender

exactamente lo que dijeron.

Por último, el vehículo comenzó a moverse más rápido, a continuación,

redujo la velocidad, a continuación, volvió a coger velocidad y luego frenó de

nuevo. Cruzaron la ciudad.

Ahora estaba esperando a que la pareja bajara. Aunque las puertas

estuvieran cerradas, Malo había descubierto que la puerta del pasajero se

abría desde el interior.

Finalmente el motor paró. Malo dejó de respirar para oír mejor. El hombre

dijo:

—Échale combustible, por favor.

—No hay problema, dame las llaves.

L

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Diez minutos más tarde, el coche tomó el camino de nuevo. ¡Así que nunca

terminarían!

Unas vueltas más tarde, el vehículo desacelera y la voz de la mujer se

levantó:

—Aquí está, no ¿para el desayuno? Mira, se puede aparcar allí. Incluso hay

un guardia en el estacionamiento...

Finalmente se detuvieron. Malo continuó esperanzado. Su calvario pronto

acabaría. Oyó dos puertas que se cierran y él sacó la cabeza. Llamó a la

puerta en el baúl de Siloa que a su vez apareció.

Ellos ni siquiera tuvieron tiempo para hablar cuando la puerta de la cabina

se abrió y una mujer apareció. Se congelaron. La boca de la mujer abrió y se

cerró, la abrió de nuevo y ella balbuceó...

—¿Qué...?

Pero ya Malo la había empujado fuera del camino. Saltaron del vehículo.

Inmediatamente un hombre se volvió hacia ellos y gritó:

—¡Oye, tú!

Malo reconoció al conductor de la caravana. Le dio la espalda y huyó, con

Siloa siguiendo su paso.

—¡Atrápenlos! —ladró el hombre corriendo detrás de ellos.

Pero Malo ya estaba en las escaleras de piedra, escondido entre las

máquinas, saltando por encima de las escaleras y piedras dañadas en el

medio de la carretera. Algunos transeúntes miraban y el hombre seguía

gritando, pero nadie se acercó para detenerlos. Un niño moreno con sonrisa

desdentada gritó ¡Hoda! y corrió con ellos, riendo.

Malo lanzó una mirada por encima del hombro. El hombre se había ido por

las escaleras para continuar. Ellos se separaron en un lugar y se fueron a

otro callejón antes de perder velocidad. Un porche les dio la bienvenida,

apoyados contra la fría piedra, tomaron aliento..

—Nos las arreglamos.

—Es una locura ¿no?

—No me digas...

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Estaban en una calle peatonal llena de gente. Todas las puertas estaban

abiertas en la calle y las tiendas pequeñas exhibían sus tesoros en las

aceras, zapatillas, bolsos, lámparas, collares de algodón, pulseras de plata...

aceitunas. Otros que ofrecen, almendras y semillas en grandes bolsas de

arpillera…

Siloa empujó a Malo con el codo:

—¡Mira!

Desde un contenedor lleno de raíces, colgaba un erizo seco.

—Beuh...

Se fundieron en la multitud de turistas extranjeros agrupados alrededor de

los puestos. Un poco más tarde, vieron panes planos y redondos. Se

detuvieron frente a la campana de cristal los que protegía de las moscas:

—¿Cuánto cuesta el pan?

El hombre sacó una mano del bolsillo de su guardapolvo marrón y señaló

dos dedos hacia ellos.

—Veinte dirhams dos panes.

Malo abrió los ojos y balbuceó:

—Lo siento, sólo euros.

El comerciante desestimó el problema con un gesto de la mano:.

—Está bien, euros. Dos euros.

Malo buscó en su bolsillo y encontró las piezas. Se lo entregó al hombre que

les dio el pan. Al salir, él les preguntó:

—¿Quieres cambiar?

—¿Cambiar qué?

—Para ir a comprar recuerdos. Dame tus euros, te doy Dirhams.

La idea parecía buena y Malo intercambió una porción de su dinero. Como el

comerciante ahora tenía una sonrisa, Malo se atrevió preguntar:

—¿Cómo podemos ir a la estación?

—¿A la estación?

—Sí, la estación de tren de Tánger, debemos encontrarnos con nuestros

padres allí.

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El comerciante se volvió y gritó un nombre en la puerta de su tienda. Un

muchacho joven que apareció por la parte de atrás de la tienda. El hombre le

dio su pan y dijo a Malo y Siloa que lo siguieran. Los condujo a través de las

calles y pronto llegamos a un lugar lleno de gente y vehículos y taxis azules.

—Pueden tomar un pequeño taxi allí.

Levantó el brazo a un auto. Frenó delante de ellos y abrió la puerta de atrás

para que suban. Luego se inclinó por la ventana abierta y habló con el

conductor. La conversación en árabe duró un poco, y, finalmente, el

mercader, tocando el hombro del conductor en un gesto fraternal, volvió la

cabeza hacia Malo:

—Él pone el contador. Tú ves el contador.

El taxi los llevó a través de la ciudad. Edificios y calles anchas siguieron un

tras otra, completamente diferente del ambiente turístico típico de la medina.

La Estación de Tánger no se parecía a lo que imaginaban. Con sus dos torres

de mosaicos de mármol cuadrados, grandes y blancas, era increíble. Una

bandera roja con una media luna verde flotaba en la cima.

—La bandera marroquí —afirmó Siloa.

Se fueron, feliz de escapar del sol que se levantó lentamente y se

encontraron en la frescura del edificio. La gente caminaba rápido, hablado

en voz alta. Malo vio las taquillas.

—Salam alaikum, hola, muchacho, ¿cómo estás?

—Bien, me gustaría dos boletos a Casablanca. Con la tarifa de niños.

—Ah, sí, la tarifa para niños es más barato. Venga, aquí, dos boletos para ti,

¡buen viaje, buena ruta!

Avanzaron hacia los paneles para ver la hora del próximo tren. Siloa

preguntó:

—¿Por qué casi todo el mundo habla francés?

Malo se volvió hacia ella, fingiendo shock:

—¿Tu no sabes eso?

Pensó y entonces confesó:

—No...

—Pues vaya...

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—Bueno, ¡dimelo!

Pero ya Malo se alejaba para ocultar su ignorancia, sonriendo.

—Malo, Malo, espera... ¡respóndeme!

Se detuvo y empujó a Siloa:

—¡Mira, ahí!

Ella se inclinó para mirar. En un pequeño torniquete de metal, se

organizaban una serie de postales. Y la que Malo apuntaba era una vieja foto

del circo Amar. Un hombre árabe de edad estaba tocando una especie de

cítara, justo al lado de un cartel del circo y sus tigres.

—Parece Opap —sopló Siloa.

—Sí. Más bronceado.

—Y sin clarinete.

—Y aún más arrugado.

Se rieron.

—Cómprala —propuso Siloa—, y envíala.

Antes de deslizar la tarjeta en los buzones del correo de la estación, Malo

miró una vez que la imagen. Los recuerdos fluyeron. Dio la vuelta la tarjeta y

leyó las palabras de Siloa:

Tu piel es vieja y arrugada.

Y en los surcos de tu mano

La riqueza de tu vida se lee.

Has sabido leer en mi corazón.

Has sabido tomar mi mano

Para llevarme un poco más lejos.

Y los suyas: Estamos bien.

La tarjeta se deslizó y desapareció.

Volvieron cerca de los muelles. Esta vez, estaban casi en la meta.

Un tren. Y un taxi. Malo no olvidaría de pedir que pusiera el contador.

Es como si estuvieran allí.

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La impaciencia lo hizo estremecerse.

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Catorce

iloa tocó. Su dedo descansó un rato largo en el carillón. Esperaron, y

luego oyó una caminata y el sonido de un portazo. El portal se abrió

y apareció un niño con ojos oscuros pero brillantes.

—¡Hola! —exclamó—, ¿qué quieren?

Un chasquido siguió al niño y gritó una voz de mujer:

—Amin, ¡se amable!

Vieron a la señora llegar en un gran jilbab de algodón verde. Una bufanda

blanca estaba atada alrededor de su cabeza. Era tan enorme que Siloa no

encontró a sus palabras y se la quedó mirando con la boca abierta.

—¿Qué quieres? —repitió el niño.

Él debe haber tenido siete u ocho años a lo sumo. Detrás de él se extendía

un jardín y juegos de algunos niños. Malo también notó una mesa de hierro

forjado, un par de sillas en la terraza de cemento blanco y una pantalla con

macetas de cerámica. ¡Que bien se debería estar, sentado en esa mesa a la

sombra de la palmera!

—Buscamos a la Sra. Vaillant —dijo Malo.

—Odile —precisa Siloa que había preferido apartar la mirada de la mujer

para hablar con el chico.

Sin embargo, fue la señora quien contestó:

—Ella no ha vuelto aún de los talleres.

—Vuelve a las cinco de la tarde —agregó el niño.

—¿Quieren esperar en el interior? —ofreció a la mujer.

Malo respondería Con mucho gusto, esperando por un vaso de agua, pero

Siloa fue más rápida y declaró:

—No, gracias, volveremos después.

Ella ya había dado la vuelta y cruzó la puerta de regreso. Malo balbuceó un

Adiós, gracias. Tiró de la puerta detrás de él y trató de preguntar el por qué

de su prisa a Siloa, cuando escuchó la voz del niño preguntando:

S

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—¿Por qué ellos buscan a mamá?

Mamá...

Malo sintió una masa fundida de huracanes en el pecho.

Mamá. Esperaba que Siloa no lo hubiera oído, pero el pequeño rostro

desolado apretó aún más su corazón.

Se mordió el labio para que dejara de temblar.

Mamá...

Por un momento, Malo se preguntó si su padre sabía. Si hubiera recibido la

noticia del día del nacimiento ¿También se guardó esta información?

Zozobró su corazón al pensar en su padre acostado solo en su cama en el

profundo silencio del hospital.

¿Estaría con el rostro severo, incluso en su sueño? ¿O estaba relajado, la

cabeza descansando cómodamente en la almohada blanca?

La pequeña voz molesta hizo eco en su cabeza: ¿Por qué están buscando a

mamá?

Él dio un pequeño suspiro de cansancio. ¿Qué cambiaba eso al fin y al cabo?

Todo...

Su madre tenía una nueva vida. Sin ellos, lejos de ellos.

Siloa se agazapó en la lengua de sombra formada por el muro de piedra que

rodeaba la casa. ¿Qué estaba pensando? Miraba a la acera arenosa, pero

sabía que ella realmente no lo veía. Parecía tan lejos, como ausente.

Un ciclomotor pasó, luego un caballo, tirando con gran trabajo de su carrito

lleno de latas y chatarra.

Y Siloa todavía no se movía, congelada. Malo observó los pequeños brazos

bronceados y musculosos de su hermana, con el pelo alborotado y sus

pantalones de lona deshilachados. El mismo que había comprado en oferta

en Beaune, los primeros días de su viaje. Desgastado. Todo polvoriento. Él

quería susurrar: Lo siento, lo siento, lo siento.

Podía haberse ido solo desde el principio, llevarla con la madre de Jane.

Podía dejarla con Opap. Él podría haber evitado su camino y sus

decepciones. Pero se sentía tan fuerte cuando ella estaba a su lado.

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Un taxi amarillo apareció al final de la calle. Dio la vuelta hacia ellos y se

detuvo a pocos metros de la casa. Malo se enderezó. Miró el coche y sabía

que era ella. Ella estaba allí. A sólo unos pasos.

Ella se bajó del coche y el conductor le entregó paquetes delante de su

rostro. Llevaba una falda azul impresa con grandes flores blancas y una

blusa ligera. Su moño suelto, un mechón de pelo se escapó y ella empujó

detrás de la oreja. De lejos Malo notó los dibujos de henné en sus manos

bronceadas.

Sintió a Siloa contra él. Se levantó en silencio y esperó, frágil justo a su lado.

Poco a poco, él la tomó de la mano y la sostuvo fuertemente.

La mujer subió a la acera y se los quedó mirando. Uno tras otro.

Largo rato.

Su pecho se movía en una respiración lenta, pero ninguna expresión cruzó

su rostro.

Malo nada podía descifrar.

A pesar del calor sofocante, sintió a Siloa temblar a su lado. Con frío o

miedo. No, Siloa temblando por dentro, por lo que le estrechó la mano más

fuerte y ella se aferró a él.

Y mientras caminaba hacia ellos. Si Malo extendía el brazo, él podría tocarla.

Ella se volvió y miró a Siloa. A Malo le pareció ver un destello de dulzura en

sus ojos, luego se volvió hacia su hermana, las lágrimas rodaban por sus

mejillas. Quería decir algo, cualquier cosa para apaciguarla, pero el nudo en

su pecho explotó, ahogandolo con sus astillas.

Estamos aquí, pensó, volviéndose hacia su madre. Estamos aquí ahora.

Junto a ellos, la puerta se abrió, pero nadie se movió. Entonces la voz de la

mujer en jilbab verde preguntó:

—¿Odile, preparo el té para tus jóvenes invitados?

Ella respondió, antes de pasarlos y unirse al portal:

—Sí, un gran té, tenemos que hablar.

FIN

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109

Biografía del autor

arion Achard es un artista de circo y escritora francesa, nacida el

23 de diciembre de 1976 en Dijon.

Estudiante en la escuela Fratellinis y en Palacy, Marion Achard crea y realiza

sus espectáculos con la compañía Tour de Cirque. Se presenta en teatros en

Francia y en el extranjero.

Además de sus actividades de circo, Marion Achard escribe cuentos y

novelas que le valieron para ser la ganadora del premio joven escritor

organizado por Le Monde en 1993 y 1994, del premio Marguerite Audoux en

2013 por su novela Solos.

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