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SACRIFICIOS Georges Bataille Yo, existo -suspendido en un vacío realizado completamente, suspendido en mi propia angustia-, diferente de cualquier otro ser y de tal forma que los diversos acontecimientos que le pueden ocurrir a cualquier otro y no a rechazan cruelmente ese yo fuera de una existencia total. Pero, al mismo tiempo, examino mi venida al mundo -que ha dependido del nacimiento y de la unión de tal hombre y tal mujer, y luego del momento de esa unión- existe, en efecto, un momento único en relación con mi posibilidad -y así aparece la infinita improbabilidad de esa venida al mundo. Pues si la más ínfima diferencia hubiera sobrevenido en el curso de los acontecimientos sucesivos de los que yo soy un término, en el lugar de ese yo integralmente ávido de ser yo, habría "otro". El inmenso vacío realizado es esta probabilidad infinita a través de la cual se juega la existencia imperativa que yo soy, porque una simple presencia suspendida por encima de una inmensidad semejante es comparable con el ejercicio de un imperio, como si el vacío mismo en medio del cual me encuentro exigiera que yo sea: yo y la angustia de ese yo. La exigencia inmediata de la nada implicaría así no al ser indiferenciado sino a la dolorosa improbabilidad del yo único. El conocimiento empírico de la comunidad de estructura de ese yo con los otros yo se convierte en ese vacío donde se ejerce mi imperio en un sinsentido, ya que la esencia misma del yo que soy consiste en que ninguna existencia puede reemplazarlo: la improbabilidad total de mi venida al mundo plantea de modo imperativo una heterogeneidad total. A fortiori una representación histórica de la formación del yo (considerado 1 como parte de todo lo que es objeto de conocimiento) y de sus modos imperativos o impersonales se disipa y no deja subsistir más que la violencia y la avidez del imperio 1 ? El texto impreso dice: considerada.

Sacrific Ios

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SACRIFICIOS

Georges Bataille

Yo, existo -suspendido en un vacío realizado completamente, suspendido en mi propia angustia-, diferente de cualquier otro ser y de tal forma que los diversos acontecimientos que le pueden ocurrir a cualquier otro y no a mí rechazan cruelmente ese yo fuera de una existencia total. Pero, al mismo tiempo, examino mi venida al mundo -que ha dependido del nacimiento y de la unión de tal hombre y tal mujer, y luego del momento de esa unión- existe, en efecto, un momento único en relación con mi posibilidad -y así aparece la infinita improbabilidad de esa venida al mundo. Pues si la más ínfima diferencia hubiera sobrevenido en el curso de los acontecimientos sucesivos de los que yo soy un término, en el lugar de ese yo integralmente ávido de ser yo, habría "otro".

El inmenso vacío realizado es esta probabilidad infinita a través de la cual se juega la existencia imperativa que yo soy, porque una simple presencia suspendida por encima de una inmensidad semejante es comparable con el ejercicio de un imperio, como si el vacío mismo en medio del cual me encuentro exigiera que yo sea: yo y la angustia de ese yo. La exigencia inmediata de la nada implicaría así no al ser indiferenciado sino a la dolorosa improbabilidad del yo único.

El conocimiento empírico de la comunidad de estructura de ese yo con los otros yo se convierte en ese vacío donde se ejerce mi imperio en un sinsentido, ya que la esencia misma del yo que soy consiste en que ninguna existencia puede reemplazarlo: la improbabilidad total de mi venida al mundo plantea de modo imperativo una heterogeneidad total.

A fortiori una representación histórica de la formación del yo (considerado1 como parte de todo lo que es objeto de conocimiento) y de sus modos imperativos o impersonales se disipa y no deja subsistir más que la violencia y la avidez del imperio del yo sobre el vacío en que está suspendido: a su gusto, hasta en una prisión, el yo que soy realiza todo lo que le ha precedido o le rodea, ya exista como vida o como simple ser, en tanto que vacío sometido a su ansioso imperio.

El hecho de suponer la existencia desde un punto de vista posible e incluso necesario, exigiendo la inexactitud de una revelación semejante (esta suposición está implicada por el recurso a la expresión) no invalida en nada la realidad inmediata de la experiencia vivida por la presencia en el mundo imperativo del yo: ésta experiencia vivida constituye igualmente un punto de vista inevitable, una dirección del ser exigida por la avidez de su propio movimiento.

1     ?El texto impreso dice: considerada.

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II

Una opción entre representaciones opuestas debería estar ligada a la solución inconcebible del problema de lo que existe: qué existe en tanto existencia profunda liberada de las formas de la apariencia? Generalmente se da una respuesta apresurada e inconsiderada como si la pregunta qué hay de imperativo (cuál es el valor moral) se hubiera planteado en vez de qué existe. En los demás casos -donde el objeto de la filosofía se frustra -la respuesta, no menos apresurada, es la elisión perfecta e incomprensible (y no la destrucción) del problema: si se da una representación de la materia como existencia profunda.

Más es posible partiendo de esto percibir -en los límites dados, relativamente claros, más allá de los cuales la duda misma desaparece con las otras posibilidades- que la significación de cualquier juicio positivo sobre la existencia profunda al no distinguirse de un juicio de valor fundamental, el pensamiento sigue siendo libre, en cambio, de constituir el yo como fundamento de todo valor sin confundir ese yo (el valor) con la existencia profunda; e incluso sin inscribirlo en los marcos de una realidad manifiesta sino disimulada a la evidencia.

El yo, distinto, por el hecho de su improbabilidad constitutiva, ha sido rechazado en el curso de la investigación normal de "lo que existe", como imagen arbitraria, pero eminente, de la no-existencia: sólo como ilusión responde a la exigencia extrema de la vida. En otros términos, el yo, como un callejón sin salida fuera de "lo que existe", en el que se encuentran reunidos sin posibilidad de una salida distinta todos los valores extremos de la vida, aunque esté constituido en presencia de la realidad, no pertenece en ningún sentido a esta realidad que trasciende y se neutraliza (deja de ser distinto) en la medida en que deja de tener conciencia de la improbabilidad perfecta de su venida a mundo, y partiendo de su fundamental ausencia de relaciones con este mundo (en tanto que explícitamente concocido -representado como interdependencia y sucesión cronológica de objetos- el mundo, como desarrollo íntegro de lo que existe, debe aparecer en efecto como necesario o probable).

En un orden arbitrario donde cada elemento de la conciencia de sí escapa al mundo (absorbido en la proyección convulsiva del yo), en la medida en que la filosofía, renunciando a toda esperanza de construcción lógica, accede como a un fin a una representación de relaciones definidas como improbables (y que no son más que los términos medios de la improbabilidad última), es posible representar ese yo con lágrimas o ansioso; puede igualmente ser repelido, en el caso de una elección erótica dolorosa, hacia un yo distinto de él, verdaderamente distinto de cualquier otro, y así acrecentar, hasta perderla de vista, su dolorosa conciencia de la huída del yo fuera del mundo -pero es solamente en el límite de la muerte como se revela con violencia el desgarramiento que constituye la naturaleza misma del yo inmensamente libre y trascendiendo "lo que existe".

En la venida de la muerte aparece una estructura del yo completamente diferente del "yo abstracto" (descubierto, no por una reflexión activa que reaccionara2 a todo límite opuesto, sino por una investigación lógica que por anticipado se da la forma de su

2     ?Es la lectura del texto impreso y manuscrito. Quizás habría que corregir por "réagissant a toute limite" en lugar de "réagissant toute limite".

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objeto). Esta estructura específica del yo es igualmente distinta de los momentos de la existencia personal encerrados y neutralizados, en razón de la actividad practica, en las apariencias lógicas de "lo que existe". El yo sólo accede a su especificidad y a su trascendencia integral bajo la forma del "yo que muere".

Pero esta revelación del yo que muere no se produce cada vez que la simple muerte se revela a la angustia3. Supone la perfección imperativa y la soberanía del ser en el momento en que éste es proyectado en el tiempo irreal de la muerte. Suponen la exigencia, al mismo tiempo que el desfallecimiento sin límites de la vida imperativa, consecuencia de la seducción pura y de la forma heróica del yo: ella accede así a la subversión desgarradora del dios que muere.

La muerte del dios no se produce como alteración metafísica (que tenga por objeto la común medida del ser) sino como absorción de una vida ávida de alegría imperativa dentro de la pesada animalidad de la muerte4. Los aspectos fangosos del cuerpo desgarrado responden por la integridad del asco en el que la vida se hunde5.

En esta revelación de la libre naturaleza divina, la obstinada dirección de avidez de la vida hacia la muerte (tal y como se da en cada forma de juego o de sueño) ya no aparece como una necesidad de anulación sino como la pura avidez de ser yo, no siendo la muerte o el vacío más que el dominio en el que infinitamente se levanta -por su mismo desfallecimiento- un imperio del yo que debe ser representado como un vertigo. Ese yo y ese imperio acceden a la pureza de su naturaleza desesperada y así realizan la esperanza pura del yo que muere: esperanza6 de hombre ebrio, que hace retroceder los límites del sueño más allá de todo límite concebible.

Al mismo tiempo desaparece, no exactamente como vana apariencia, sino como dependencia de un mundo negado, fundado sobre la dependencia recíproca de sus partes, la sombra cargada de amores de la persona divina.

La voluntad de purificar el amor de toda condición previa planteó la existencia incondicional de Dios como objeto supremo del éxtasis fuera de sí. Pero la con-trapartida condicional de la majestad divina, principio de la autoridad política, lleva consigo el movimiento afectivo en el encadenamiento de existencias oprimidas y de imperativos morales: lo rechaza en la simpleza de la vida aplicada donde languidece el yo en tanto yo.

Cuando el hombre-dios aparece y muere a la vez como podredumbre y como redención de la persona suprema, revelando que la vida no responderá a la avidez más que con la condición de ser vivida bajo el modo del yo que muere, elude sin embargo el imperativo puro de ese yo y lo somete al imperativo aplicado (moral) de

3     ?En el manuscrito: la angustia terminal.

4     ?En el manuscrito: en la pesada animalidad de la muerte y en un barro de sangre.

5     ?En el manuscrito: se hunde como ahogada en el fondo de una fosa pegajosa.6     ?En el manuscrito: esperanza idealmente ebria.

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Dios, de este modo presenta al yo como existencia para otro, para Dios, y a la moral sola como existencia para sí.

En un infinito idealmente brillante y vacío, caos hasta el punto de revelar la ausencia de caos, se abre la pérdida ansiosa de la vida pero la vida no se pierde -en el límite7

del último soplo- sino para ese vacío infinito. El yo elevandose a imperativo puro, viviente-moribundo a causa de un abismo sin paredes y sin fondo, este imperativo se formula "muere como un perro" en la parte más extraña del ser. Se aparta de toda apli -cación al mundo.

Por el hecho de que vida y muerte estén apasionadamente condenadas al desplome del vacío, ya no se revelan las relaciones subordinadas del esclavo con el señor sino que vida y vacío se confunden y se mezclan como amantes en los movimientos convulsivos del final. La ardiente pasión tampoco es aceptación y realización de la nada: lo que se llama nada todavía es cadáver; lo que se llama brillante es la sangre que corre y se coagula.

Y lo mismo que la naturaleza8 obscena de sus órganos, liberada, une más apa-sionadamente uno con otro a los amantes abrazados, así mismo el horror próximo del cadáver y el horror presente de la sangre ligan más oscuramente al yo, que muere, con un infinito vacío: y este infinito vacío se proyecta él mismo como cadáver y como sangre.

III

En esa revelación rápida y todavía confusa de una última región del ser, a la cual la filosofía, lo mismo que toda determinación humana común, sólo accede a su pesar (como un cadáver9 maltratado), el problema fundamental del ser mismo se suspende cuando la subversión agresiva del yo acepta la ilusión como descripción adecuada de su naturaleza. Y también por eso se encontraba rechazada toda posible mística, es decir, toda revelación particular a la que el respeto hubiera podido volver fuerte. De la misma manera, la avidez imperativa de la vida al no aceptar más como su dominio el círculo estrecho de las apariencias ordenadas lógicamente, no tenía más en la cima de su ávida elevación que una muerte ignorada y el reflejo de esa muerte en la noche desierta como objeto.

La meditación cristiana ante la cruz ya no se rechazaba con la simple hostilidad sino que se asumía con la hostilidad total que exige el abrazo cuerpo a cuerpo con la cruz. Y es así como debe y puede ser vivida en tanto muerte del yo, no como adoración

7     ?En el manuscrito: en el límite del estertor.

8     ?En el manuscrito: la naturaleza fangosa.

9     ?En el manuscrito: un cadáver accede a una alcantarilla.

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respetuosa sino con la avidez de un éxtasis sádico, el élan de una locura ciega10 que sólo accede a la pasión del imperativo puro.

A lo largo de la visión extatica, en el límite de la muerte sobre la cruz y del lamna sabachtani ciegamente vividos, se descubre por fin el objeto como catástrofe, en un caos de luz y sombra, y no como Dios ni tampoco como nada: el objeto que el amor, incapaz de liberarse de otro modo que fuera de sí mismo, exige para lanzar el grito de la existencia desgarrada.

En esta posición del objeto como catástrofe el pensamiento vive el aniquilamiento que lo constituye como una caída vertiginosa e infinita; de esta manera no tiene solamente a la catástrofe en tanto objeto sino que su estructura misma es la catástrofe; es absorción en la nada que la soporta y al mismo tiempo se oculta. Algo inmenso se libera de todas partes con la amplitud de una catarata, surge de las regiones irreales del infinito y sin embargo perece ahí en un movimiento de fuerza inconcebible. El vidrio que, en el estrépito de los trenes chocados corta súbitamente la garganta es la expresión de esa venida imperativa -implacable- y sin embargo aniquilada de antemano.

En circunstancias comunes, el tiempo aparece encerrado -prácticamente anulado- en cada forma permanente y en cada sucesión que pueda captarse como permanencia. Cada movimiento susceptible de inscribirse dentro de un orden anula el tiempo absorbido en un sistema de medidas y de equivalencia: así el tiempo, hecho virtualmente reversible, languidece y con el tiempo toda existencia.

Sin embargo, el amor ardiente -consumiendo la existencia exhalada a grandes gritos- no tiene más horizonte que una catástrofe, una escena de miedo que libera al tiempo de sus ligaduras.

La catástrofe -el tiempo vivido- debe representarse extáticamente no bajo la forma de anciano sino de esqueleto armado de una guadaña: esqueleto glacial y resplandeciente a cuyos dientes se adhieren los labios de una cabeza cortada. En tanto esqueleto es destrucción perfecta pero también destrucción armada que se eleva hasta la pureza imperativa.

La destrucción corroe profundamente y así purifica a la soberanía misma. La pureza imperativa del tiempo se opone a Dios cuyo esqueleto se disimula entre ropajes dorados bajo una tiara y una máscara: máscara y suavidad divinas expresan la aplicación de una forma imperativa a la gerencia de la opresión política, y presentándose como providencia. Pero en el amor divino se descubre infinitamente el resplandor glacial de un esqueleto sádico.

La rebelión -el rostro descompuesto por el éxtasis amoroso- le arranca a Dios su máscara ingenua y así la opresión se derrumba en el fragor del tiempo. La catástrofe es aquello por lo que un horizonte nocturno está rodeado, aquello por lo que la existencia desgarrada entró en trance -es la Revolución-, ella es el tiempo liberado de toda cadena y cambio puro, es esqueleto sacado de un cadaver como de un capullo y que vive sadicamente la existencia real de la muerte.

10     ?En el manuscrito: una locura ciega -cínica y lacrimosa- que...

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IV

Así la naturaleza del tiempo, en tanto objeto de un éxtasis, se revela conforme a la naturaleza estática del yo que muere. Pues ambas son puro cambio y ambas tienen lugar en el plano de una existencia ilusoria.

Pero si la pregunta ávida y obstinada de "qué existe?" atraviesa todavía el inmenso desorden del pensamiento vivo, bajo el modo del yo que muere, catástrofe del tiempo, cuál será entonces en ese momento el significado de la respuesta "el tiempo no es más que un infinito vacío"? o de cualquier otra respuesta que rechazara el ser en el tiempo?

O cuál será el significado de la respuesta contraria: "el ser es tiempo"?

De manera más clara que en un orden limitado a las estrechas realizaciones del orden, el problema del ser del tiempo se puede dilucidar en un desorden que abarca el conjunto de formas concebibles. Ante todo, como toma de partido para eludir el alcance desgarrador de todo problema, se descarta la tentativa de una construcción dialéctica de respuestas contradictorias.

El tiempo no es síntesis del ser y la nada si ser o nada no se encuentran más que en el tiempo y no son más que nociones arbitrariamente separadas. No puede haber ahí, en efecto, ni ser ni nada aislados, lo que hay es el tiempo. Pero afirmar la existencia del tiempo es una afirmación vacía en el sentido en que proporciona menos el vago atributo de la existencia en el tiempo que la naturaleza del tiempo a la existencia: es decir, que vacía la noción de existencia de su contenido vago y sin límites y al mismo tiempo la vacía infinitamente de todo contenido.

La existencia del tiempo ni siquiera exige posición objetiva del tiempo en cuanto tal: esta existencia, afirmada en el extasis, no significa más que la huída y la ruina de todo objeto que el entendimiento tratara de representarse a la vez como valor y como objeto fijo. Existencia del tiempo, proyectada arbitrariamente en una región objetiva, no es más que la visión extasiada de una catástrofe que destruye lo que funda esa región. No es que la región de los objetos necesariamente, como el yo, tenga que ser destruída infinitamente por el tiempo mismo sino que la existencia fundada en el yo surge destruída en él y la existencia de las cosas en relación con la del yo no es más que una existencia empobrecida.

La existencia de las cosas, tal como asume para el yo el valor de preparativos de una ejecución capital -proyectando11 una sombra absurda-, la existencia de las cosas no puede encerrar la muerte que ella trae sino que ella misma se proyecta en esa muerte que la encierra.

Afirmar la existencia ilusoria del yo y del tiempo (que no es solamente estructura del yo sino también objeto de su éxtasis erótico) no significa, por lo tanto, que la ilusión deba

11     ?En el manuscrito: proyectando un vacío lúgubre.

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someterse al juicio de las cosas cuya existencia es profunda sino que la existencia profunda debe proyectarse en la ilusión que la encierra.

El ser, que bajo un nombre humano, es yo y cuya venida al mundo -a través de un espacio poblado de estrellas12- ha sido infinitamente improbable, encierra, sin embargo el mundo del conjunto de cosas en razón misma de su fundamental improbabilidad (opuesta a la estructura de lo real que se representa como tal). La muerte que me libera del mundo que me mata ha encerrado ese mundo real en la irrealidad del yo que muere13.

12     ?En el manuscrito: estrellas gigantes.

13     ?En el manuscrito: (una fecha está indicada): Verano de 1933.