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LA CRÍTICA * Luisa Santamaría y María Jesús Cassals Aproximación al concepto de cultura «Durante la convalecencia, me concentré en la obra de algunos de los pensadores más eximios de Occidente —una pila de libros que yo había seleccionado para eventualidades como ésta—. No presté atención al orden cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente a Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como me había temido; en cambio, me fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la moral, el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una observación típicamente luminosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se relaciona con su propio ser (es decir, un ser), debe haberse constituido a sí misma, o ha sido cons- tituida por otra». El concepto me arrancó lágrimas de los ojos. ¡Dios santo pensé, ser tan inteligente! (Soy un hombre con dificultades para escribir dos frases coherentes sobre «Un día en el zoo».) La verdad es que el pasaje me resultó totalmente incomprensible, ¿pero qué más da si Kierkegaard se lo había pasado bien?». WOODY ALLEN: Cómo Acabar De Una Vez Por todas Con La Cultura. El concepto de cultura es complejo, con múltiples definiciones según sea un antropólogo, un literato, un sociólogo, un político, etc., quien intente su de- finición. Nos perderíamos en este campo semántico que logra un gran vacío, no porque impida que el concepto sea inequívoco, sino por la parcelación obtusa de la que es objeto. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define cultura como el «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social, etc.». Incluye también el concepto de cultura popular: «conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo». A partir de aquí las interpretaciones del término cultura van a depender de múltiples factores, y entre las más importantes por su traducción en apoyos o reconocimientos serán aquellas que provengan de la ideología y de la política de una sociedad en un momento dado. El zaragozano Rafael Conté, uno de los críticos más representativos de España, con más de treinta años de ejercicio profesional a sus espaldas, curado ya quizá de ciertos «espantos», reflexionó — no podía ser de otro modo — sobre el concepto de cultura y nos ofrece esta insuperable lección (1990:11). «Cuando oigo la palabra «cultura», saco la tarjeta de crédito. La situación ha cambiado bastante con relación a lo que antes se contaba del general Millán Astray o del doctor Goebbels. El primero gritó aquello de «¡abajo la inteligencia!» cuando * Selección del apartado “5.3 La crítica” (pp. 312-359) del libro La opinión periodística. Argumentos y géneros para la persuasión (Fragua Editorial, 2000).

Santamaria - La Crítica (Seleccion)

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Libro sobre géneros periodísticos de opinión, argumentación, ensayo, crítica, etcétera.

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LA CRÍTICA*

Luisa Santamaría y María Jesús Cassals

Aproximación al concepto de cultura

«Durante la convalecencia, me concentré en la obra de algunos de los pensadores más eximios de Occidente —una pila de libros que yo había seleccionado para eventualidades

como ésta—. No presté atención al orden cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente a Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como me

había temido; en cambio, me fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la moral, el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una observación típicamente luminosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se relaciona con su propio ser (es decir, un ser), debe haberse constituido a sí misma, o ha sido cons-

tituida por otra». El concepto me arrancó lágrimas de los ojos. ¡Dios santo pensé, ser tan inteligente! (Soy un hombre con dificultades para escribir dos frases coherentes sobre «Un

día en el zoo».) La verdad es que el pasaje me resultó totalmente incomprensible, ¿pero qué más da si Kierkegaard se lo había pasado bien?».

WOODY ALLEN: Cómo Acabar De Una Vez Por todas Con La Cultura.

El concepto de cultura es complejo, con múltiples definiciones según sea un antropólogo, un literato, un sociólogo, un político, etc., quien intente su de-finición. Nos perderíamos en este campo semántico que logra un gran vacío, no porque impida que el concepto sea inequívoco, sino por la parcelación obtusa de la que es objeto. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define cultura como el «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social, etc.». Incluye también el concepto de cultura popular: «conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo». A partir de aquí las interpretaciones del término cultura van a depender de múltiples factores, y entre las más importantes por su traducción en apoyos o reconocimientos serán aquellas que provengan de la ideología y de la política de una sociedad en un momento dado. El zaragozano Rafael Conté, uno de los críticos más representativos de España, con más de treinta años de ejercicio profesional a sus espaldas, curado ya quizá de ciertos «espantos», reflexionó — no podía ser de otro modo — sobre el concepto de cultura y nos ofrece esta insuperable lección (1990:11).

«Cuando oigo la palabra «cultura», saco la tarjeta de crédito. La situación ha cambiado bastante con relación a lo que antes se contaba del general Millán Astray o del doctor Goebbels. El primero gritó aquello de «¡abajo la inteligencia!» cuando

* Selección del apartado “5.3 La crítica” (pp. 312-359) del libro La opinión periodística. Argumentos y géneros para la persuasión (Fragua Editorial, 2000).

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don Miguel de Unamuno, nada más empezar la guerra civil española, se permitió disentir de la actitud de las fuerzas franquistas a las que en un principio había dado su apoyo. El segundo fue más gráfico: «Cuando oigo la palabra cultura saco el revólver». Y sin embargo, esta palabra, que ya no se sabe bien qué es ni qué significa, es una de las más hermosas de nuestra lengua, pues es una de las pocas que religa al hombre con sus orígenes, que indica que todos venimos de la tierra y al final nos convertimos en nuestro propio origen. La palabra «cultura» es de origen latino, e indica desde el principio una actividad terrestre o agrícola. La cultura es la acción de hacer fructificar la tierra, de cultivarla, de volverla fértil. El hombre culto era el hombre cultivado, el que más frutos sabía dar, el más fructífero. Ese mismo hombre había nacido del barro, según la obra y gracia de Jehová, nombre que indica la divinidad o la materia que alternativamente se reemplazan a lo largo de la Historia».

«Luego llegó Darwin y nos enseñó la verdad, esto es, que el hombre descendía del mono. Entre la metáfora de lo real, y la realidad convertida a su vez en metáfora, ya no sabemos a qué carta quedarnos. ¿Cómo elegir entre el mono y la tierra? Con el transcurso del tiempo, la cultura se confundió con lo que llamamos civilización, aunque tampoco sepamos muy bien de qué se trata. Antes estaba todo más claro: por un lado estaba lo real, la naturaleza, el barro, el mundo que por ser natural —y a lo mejor por serlo — dejaba de ser hostil. Y la cultura era todo lo demás, la obra del hombre, esto es, lo que era natural, aunque fuera —o no — a su favor. La cultura era lo artificial, lo antinatural, lo humano en resumidas cuentas: lo que nos definía. Pero, a través de múltiples definiciones e interpretaciones — Tomás Moro, Francis Bacón — la palabra «cultura» se independizó en el siglo XVII, gracias al filósofo de derecho natural Samuel Püdendorf, que fue el primero que la opuso del todo a la naturaleza. Luego vinieron Kant y Hegel, y al final, Herder, que fue quien la relacionó con la civilización. Pues en realidad, por muy convencional y artificial que sea, la cultura siempre actúa en favor de lo natural, para revelarlo mejor, para que el hombre se una lo más perfectamente posible a la tierra que le ha dado origen y sustento».

«Y así las cosas, fue el arte, el extremo cultural por excelencia durante siglos, quien lo midió y lo definió de una vez por todas. Tampoco sabemos sin embargo qué sea eso del arte, cuál es esa unión entre la belleza y el conocimiento que, al resultar ser más natural que lo natural, proclamaba el triunfo de le dulce sobre lo útil — como dijo Horacio a los Pisones —, esto es, el de la estética sobre la ética, de la que no podría sin embargo separarse jamás. La cultura se media por la suma de conocimientos y perfeccionamientos adquiridos, por la sabiduría acumulada, y, más aún, por la sensibilidad cronometrada por la cantidad y calidad del arte producido. Ya estábamos al final y todo se complicaba, pues, ¿quién mide la calidad final de lo producido, aun en contra de quienes propiciaban, pagaban o perseguían esa producción?»

«En este maldito llamado XX, todo pudo aclararse al final por encima de múltiples guerras, genocidios y masacres, o de tantas revoluciones industriales, científicas o tecnológicas. Después de tantos siglos de cultura y civilización, de tantas religiones, de tantas filosofías y saberes científicos, el mundo era capaz de matar más

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y mejor que nunca, y jamás la humanidad se había mostrado más cruel, victimaría e irracional a lo largo de toda su historia. Conclusión: después de tantas y tantas luces, la cultura no sirve para nada, pues ha sido incapaz de hacernos mejores. Y fue también en este momento cuando la humanidad se convirtió en heredera de sí misma, cuando el hombre, a través de los sucesivos inventos, de las transformaciones tecnológicas, se convirtió en el heredero que tenía en su mano toda la cultura universal y podía hacer uso de ella. ¿Cabe mejor sueño cumplido?

Otro crítico, Eduardo Haro Tecglen, que ha hecho del teatro su pasión cultural, se asoma al concepto de cultura desde el muy real punto de vista de lo político (1995:161):

«Reivindicación popular permanente. Se acusa a las clases poderosas de conservar para sí mismas la cultura y no dar al pueblo más que aquella que es imprescindible para su mayor rendimiento laboral. Los ateneos libertarios, los ateneos populares, las casas del pueblo fueron creaciones de la izquierda en España para su propia cultura: de ellas dependían escuelas infantiles y para adultos, y realizaban ediciones de libros para el pueblo a precios asequibles. Si la cultura no está discriminada oficialmente, su precio elevado es discriminatorio en sí. Los actuales ministerios de Cultura son resultado de una metamorfosis de los que fueron de la Prensa y Propaganda y luego de Información; al democratizarse algunos poderes, han preferido este término, que significa la capacidad del Estado de otorgar —conceder, entregar— cultura al pueblo, y aun de producirla mediante subvenciones y estímulos a los profesionales: la capacidad de elección de esos profesionales es suya. La cultura ministerial, unida a algunos otros departamentos como puede ser el de Comunicaciones, o aquel del que dependa la televisión y los satélites, administra los medios por los cuales se transmite la cultura, y generalmente los eleva de precio para el usuario, de modo que solamente con su contribución se puedan utilizar. Es un sistema enteramente repudiable».

Parece incuestionable el hecho de que siempre se ha asociado el concepto de cultura con el del ser humano; sin embargo, el filósofo español José Ferrater Mora observó lo siguiente (1990, I): »se ha abierto paso recientemente la idea de que si la cultura consiste, entre otras cosas, en poseer algún lenguaje para la comunicación, usar instrumentos, organizarse socialmente, etc., no hay razón para restringir la cultura al mundo humano. En muchas especies animales pueden observarse rasgos culturales».

Con estos tres ejemplos finiseculares del concepto de cultura tenemos un muestreo de algo que parece inmediatamente comprensible y sin embargo poco definible. A pesar de la tesis naturalista de que cultura es todo modo de vivir de los seres vivientes, la cultura es a fin de cuentas algo que tiene sentido para el ser humano y sólo para el ser humano. La cultura está impregnada de los valores que el ser humano le concede en un momento dado de la historia y según los

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cánones de una sociedad concreta. Según Ortega y Gasset, la cultura es como «un movimiento natatorio», un bracear del hombre en el mar sin fondo de su existencia con el fin de no hundirse. Una tabla de salvación por la cual la inseguridad propia de la existencia puede convertirse provisionalmente en firmeza y seguridad. Por eso, Ortega ve la cultura como aquello que salva al hombre de su naufragio y en ese ejercicio de sobrevivencia se crean valores.

Pero todavía no se han dicho más que generalidades de la cultura. No define los campos. Mario Bunge ha propuesto una noción de cultura que consiste en considerar que las actividades culturales son actividades sociales llevadas a cabo por individuos, ya sea solos o en relación y cooperación con otros. La cultura constituye entonces un subsistema de la sociedad, en la cual hay que tener en cuenta los subsistemas de la economía y de la política. El hecho de que ninguna actividad social sea puramente económica o puramente política, o puramente cultural, no impide introducir las distinciones necesarias destinadas a poner de manifiesto la relación entre el subsistema llamado cultura y el sistema llamado sociedad, el subsistema llamado cultura no es autónomo, sino que se halla integrado con los otros sistemas indicados, pero puede distinguirse de ellos y puede constituir a su vez otros subsistemas (como el arte, la ideología, la tecnología, las humanidades, la ciencia, la matemática).

Ferrater Mora apoyó la idea de Bunge matizando que si se refina de este modo la noción de cultura como subsistema social se eluden las ambigüedades hasta ahora afectas a dicha noción:

«se evitan, desde luego, las vastas y vagas generalidades comunes en muchas de las «filosofías de la cultura». Puede así comprenderse el sentido de la expresión «cultura de una sociedad», a diferencia de la dudosa expresión «cultura de una cultura». Sobre todo puede comprenderse por qué la cultura no puede tener la pretensión de absorber los subsistemas de la economía y de la política, no obstante la interacción constante de estos sistemas con el subsistema cultural. Finalmente, y sobre todo, permite comprender por qué, o hasta qué punto, es posible hablar de «cultura» en sociedades no humanas, en cuanto por lo menos se ha probado que muchas de estas sociedades, por ser justamente sociedades, despliegan actividades que pueden llamarse «culturales».

Estas consideraciones no son baladíes. El concepto de cultura, tan usado, tan socorrido, tan tópico, ha sido, en cierto modo, vaciado de contenido. Y no significa lo mismo para todo el mundo. El irónico y perplejo Woody Allen, con la insolencia aguda y perspicaz que le caracteriza, reunió en un libro una serie de artículos escritos por él y publicados en la revista The New Yorker. Dicho libro lo tituló Cómo acabar de una vez por todas con la cultura y es una sátira sobre varios aspectos que forman parte hoy de ese gran todo inaprensible que es la cultura.

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Ortega y Gasset a lo largo de sus Obras Completas redefine varias veces lo que para él significa el concepto de cultura. Dice, en síntesis, que el concepto y la palabra cultura, como ocupación del hombre con las letras, las artes, la filosofía y las ciencias, surgió con el humanismo y fue Luis Vives el primero que creó la imagen parabólica del cultivo del campo. Pero esta cultura del campo es más bien jardinería. Se consideraba entonces que las letras y las ciencias — incipientes— tenían el valor de un valioso ornamento. La cultura era un añadido a la vida que la engalanaba sin duda, que la enriquecía. A esta interpretación de la cultura sucedió otra en el siglo XVIII: la de que ésta ha llenado el vacío que Dios ha dejado. Se pensó que el hombre logra su propia dignidad, que participa en el valor supremo, cuando se pone al servicio de la cultura divinizada. Esta fue la actitud de Kant. En las minorías más caracterizadas de Europa, al cristianismo sucede el culturalismo.

Para Malinowski, un antropólogo que hizo el estudio de la cultura el eje de su vida, la cultura es un todo funcional que está al servicio de las necesidades humanas. Cada necesidad suscita un tipo de respuesta cultural, a fin de satisfacerla. Las necesidades son universales, como las respuestas. Necesidad es un sistema de condiciones que se manifiestan en el organismo humano, suficientes para la supervivencia del grupo y del organismo. Hay siete necesidades biológicas: el metabolismo, la reproducción, el bienestar corporal, la seguridad, el movimiento, el crecimiento y la salud. Cada una ha encontrado en cualquier sociedad una respuesta cultural. Junto a las necesidades biológicas existen otras necesidades que se consideran como «derivadas»: poseen una naturaleza cultural y son fruto de la existencia del ser humano en sociedad. Estas necesidades han dado configuración a las formas más elaboradas y complejas de la cultura.

Rafael Conté matizó que si se parte de la base de un concepto tradicional de cultura como la herencia de las obras del pasado, es evidente que la industria cultural de la sociedad de consumo, con su cultivo de la repetición, atenta contra los más altos valores de nuestro legado histórico. Los medios de comunicación de masas y, por lo tanto, el periodismo como actividad, supondrían la negación de la más alta cultura, del auténtico arte y de la más rigurosa literatura. Lo cierto es que sin ese enfoque elitista se pueden descubrir cuatro niveles: información, formación, aplicación y creación. Estos niveles se mueven en dos planos, uno que es previo a la acción y otro el de la acción misma. Puede decirse que la cultura es hoy un todo, del mismo modo que todo es política o que todo es ideología; y al decirlo no caemos en generalizaciones pero sí caemos en otro imperialismo, el de los sociólogos y los antropólogos. De acuerdo con Rafael Conté, si la cultura no es asimilable a su concepto elitista ni al falso imperialismo de «todo es cultura», sólo queda el difícil camino de la exigencia media, del equilibrio entre el patrimonio hereditario de obras de arte, pensamiento y tradiciones, y todo ello pasado continuamente por el tamiz de una reflexión teórica y crítica. Los problemas se centrarán entonces en los tres niveles de la información (de la enseñanza a la comunicación de masas), de la formación o concepción del mundo y de la aplicación.

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Cuando en último término surja la creatividad, el fenómeno de la aparición de la obra objetiva, tanto en el arte como en el pensamiento, estaremos en presencia de la cultura. La cultura es, al mismo tiempo, un instrumento y un fin, un conocimiento y una creación. La creación es también conocimiento y objetivación de ese mismo conocer. Y la mejor manera de comunicar con la cultura es hacerla, ponerla en práctica. De ese modo, desaparece la sensación de gratuidad que pudiera originarse al considerarla como un fin en sí mismo.

La comunicación de la cultura en la prensa escrita debe desbordar los límites mismos de la información para constituirse en creación cultural. La información debe asumir el riesgo y la responsabilidad de ser un diálogo con la cultura, con la producción de cultura. Pues, además, el arte y la cultura manejan dos niveles de conocimiento, el científico y el poético, es decir, el que da lugar al conocimiento estético. Informar, en la prensa escrita, es al mismo tiempo establecer un doble diálogo, uno con el mundo de la cultura y otro con el lector. De esta manera, este diálogo se convierte en creación de cultura.

La necesidad de la crítica y el problema de los valores

«Para sobrevivir, la literatura se ha vuelto «light», noción que es un error traducirla por «ligera», pues en verdad, quiere decir irresponsable, y, a menudo, idiota. Por eso, distinguidos críticos, como George Steiner, creen que la literatura ya ha muerto y

excelentes novelistas, como V.S. Naipaul, proclaman que no volverán a escribir una novela pues el género novelesco les da ahora asco».

MARIO VARGAS LLOSA: Dinosaurios en tiempos difíciles

(El País, 20 de octubre de 1996)

Quejas como la expresada por el escritor Mario Vargas Llosa son muy frecuentes entre los críticos y los creadores. Pueden extenderse a todos los otros ámbitos culturales: cine, teatro, televisión, artes plásticas. La degeneración que se denuncia es en parte producto de la llamada cultura de masas. Cultura, como hemos visto, indefinible pero que ha trastocado los valores que se tenían —y se tienen— de lo que debe ser la cultura y el arte. Y ese es uno de los máximos problemas cuando hablamos de la crítica, palabra que proviene del término griego Kriticós: que juzga. Ya hemos visto a lo largo de este estudio sobre la opinión que el juicio es posterior al método racional de la argumentación y posterior también a toda creencia. Es cierto que la creencia condiciona el juicio pero si lo tiraniza por encima de cualquier intento dialéctico ya no es juicio sino prejuicio. De modo que para juzgar no queda más remedio que interesarse por el asunto que se juzga, intentar conocerlo, escuchar otras voces, otros criterios, ser capaz de exponer las razones en las que se apoya el juicio y saber o reconocer los valores en los que se basa dicho juicio. Todo ello acarrea una necesaria introspección que, sabemos, no siempre se cumple. Pero

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en el crítico profesional es exigible; no podría ser de otra manera.

El problema con el que se encuentra el crítico y el receptor de la crítica es precisamente el reconocimiento compartido —o no— de los valores que explícita o implícitamente se proponen. Dichos valores van a remolque de la realidad, es decir, cambian más lentamente que los objetos de crítica. Las razones pueden ser múltiples, desde la imposición de modas —un éxito sorprendente siempre tiene emuladores a cientos— hasta la presión que puedan ejercer las nuevas tecnologías o la evidencia de enriquecimiento rápido con los productos culturales, cuestión propia de nuestro tiempo. Los críticos son los primeros que asisten a veces perplejos o desconcertados al inexplicable éxito de una obra literaria o teatral o cinematográfica que no cumple con ninguno de los valores que ellos tienen por necesarios. A menudo da la impresión de que tantas quejas de tantos críticos y creadores se deben a esa perplejidad de no entender por dónde camina el arte, por qué se hallan perdidos en un laberinto en el que se encuentran asfixiados por la inseguridad de ese totum revolotum que ya no controlan. Después de la publicación del Ulises de James Joyce hubo críticos agoreros — siempre los hay— que vieron cumplidos de forma máxima todos los valores que esperaban de una novela, de modo que escribieron que después de esa obra literaria ya no podía escribirse más: la novela se daba por concluida. A pesar de ello, nuestro ya agotado siglo XX siguió la herencia del XIX y las novelas, junto al cine, son definitorias de la creación cultural.

Ese es otro problema: el que surge de la constante oposición que se realiza en el mundo de los valores. El cine y la novela caminan juntos y ni escritores ni críticos han digerido aún el hecho. Trasladan los valores de la novela al cine y, por oposición, el séptimo arte se torna culpable del empobrecimiento de las novelas. Este es el caso de Mario Vargas Llosa quien exige al cine la misma capacidad de reflexión y riqueza interpretativa que proporciona una obra literaria:

«Digo esto sin el menor ánimo beligerante contra los medios audiovisuales y desde mi confesable condición de adicto al cine — veo dos o tres películas a la semana —, que también disfruta con un buen programa de televisión (esa rareza). Pero, por eso mismo, con el conocimiento de causa necesario para afirmar que todas las buenas películas que he visto y que me divirtieron tanto, no me ayudaron a entender el laberinto de la psicología humana como las novelas de Dostoievski, o los mecanismos de la vida social como las de Tolstoi y Balzac, o los abismos y las cimas que pueden coexistir en el ser humano como me lo enseñaron la sagas literarias de un Thomas Mann, un Faulkner, un Kafka, un Joyce o un Proust. Las ficciones de las pantallas son intensas por su inmediatez y efímeras por sus resultados; nos apresan y nos excarcelan casi de inmediato; de las literarias, somos prisioneros de por vida. Decir que los libros de aquellos autores entretienen, sería injuriarlos, porque, aunque es imposible no leerlos en estado de trance, lo importante de las buenas lecturas es siempre posterior a la lectura, un efecto que deflagra en la memoria y en el tiempo».

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Los valores de la literatura se traspasan al mundo del cine. Pero habría que cuestionarse si para juzgar el cine es necesario acudir a esos valores oponentes. Quizá sería preferible de una vez por todas asumir lo que es el cine en sí mismo, su capacidad plástica, su huella en los espíritus por la creación de mundos imaginados en imágenes y palabras: es una realidad indiscutible aunque a muchos aún les parezca superficial y escasamente intelectual. El crítico Miguel García-Posada juzga habitualmente literatura en sus páginas de El País. A veces, no muchas, critica alguna película. Cuando lo hizo de la obra cinematográfica Los puentes de Madison, sabiamente juzgó el cine que vio y ni siquiera mencionó la obra literaria convertida en best-seller en la que se basó esta película. Los juicios de García-Posada (El País, 16 de noviembre de 1995) hacían referencia a lo que el cine aporta en sí mismo como hecho cultural:

«Una arrasadora historia de amor que pone en la picota a la santa y civil institución del matrimonio, el «terrible petrefacto» aún incrustado en nuestra civilización» del que habló Ortega en memorable carta desde el destierro (5 de mayo de 1944) al, hay que imaginar, incrédulo doctor Marañón. (...) Pasarán los años y recordaremos a Humprey Bogart en «Casablanca» bajo la lluvia a punto de tomar el tren que se lo llevaba de París y esperando inútilmente la llegada de Ingrid Bergman. La escena de las camionetas bajo la lluvia vulgar y tediosa de lowa no es una escena para las lágrimas en el patio de butacas, aunque Streep-Francesca llore; es una escena para proyectar luego sobre nuestro alrededor, para escuchar el crecido y oculto río de sollozos por tantos picaportes que la cobardía no quiso abrir que suena y fluye a nuestro lado. Los Puentes de Madison son los puentes de la felicidad y de la moral convencional destruida. (...) Son también los puentes de la infelicidad, de la cobardía, del triunfo al fin del «terrible petrefacto». (...) Ortega habría aplaudido «Los puentes de Madison», bello ácido de imágenes para su execrado petrefacto. Yo me sumo a esos aplausos que el maestro no pudo dar y recomiendo su visión, aunque sólo sea por higiene. Higiene del alma y de los ojos limpios por tanta belleza acumulada. Y la belleza, la poesía, es siempre verdad, como dijo alguien muy sabio».

La crítica de García-Posada nos revela los valores del cine y los valores de toda obra de creación sobre los que en todo caso será necesario juzgar: la belleza, la poesía, son siempre verdad. Y en el caso de la literatura, además, la pervivencia de unos personajes de ficción que se tornan reales, viven, así como los mundos imaginados por un buen novelista. Esa será fundamentalmente la búsqueda del crítico cuando tenga que enfrentarse al juicio de cualquier obra. De poco vale estar reclamando lo que se suponen «valores perdidos» y oponiendo las diferentes realidades artísticas como si unas defenestrasen a las otras.

El problema de la crítica es el problema de las siempre existentes voces

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apocalípticas: el fin de la historia, el fin de las ideologías, el fin del periodismo, el fin de la crítica... que todo acaba es una evidencia, pero ningún profeta ha sido capaz de poner fecha y hora con exactitud al fin de ninguna realidad. Milán Kundera (1994:25) apuntó algo muy revelador de esta actitud que él intenta desvelar en su auténtico significado:

«(...) Las palabras «el fin de la historia» nunca provocaron en mí ni angustia ni disgusto. «¡Cuán delicioso sería olvidarla, la que ha agolado la savia de nuestras cortas vidas para someterla a inútiles tareas, cuán hermoso sería olvidar la historia!» («La vida está en otra parte»). Si debe terminar (aunque no consiga imaginar «in concreto» ese fin del que tanto les gusta hablar a los filósofos) ¡que se dé prisa! Pero la misma fórmula, «el fin de la historia», aplicada al arte me duele en el alma; consigo demasiado bien imaginar este fin porque la mayoría de la producción novelesca de hoy está hecha de novelas fuera de la historia de la novela: confesiones noveladas, reportajes novelados, ajustes de cuentas novelados, autobiografías noveladas, indiscreciones noveladas, lecciones políticas noveladas, agonías de la madre noveladas, novelas ad infinitum, hasta el fin de los tiempos, que no dicen nada nuevo, no tienen ambición estética alguna, no aportan cambio alguno ni a nuestra comprensión del hombre ni a la forma novelesca, se parecen entre sí, son perfectamente consumibles por la mañana y perfectamente desechables por la noche. A mi entender, las grandes obras sólo pueden nacer dentro de la historia de su arte y participando de esta historia. En el interior de la historia es donde puede captarse lo que es nuevo y lo que es repetitivo, lo que es descubrimiento y lo que es imitación, dicho de otra manera, en el interior de la historia es donde una obra puede existir como valor que puede discernirse y apreciarse. Nada me parece, pues, más espantoso para el arte que la caída fuera de su historia, porque es la caída en un caos en el que los valores estéticos ya no son perceptibles».

Kundera ha marcado las pautas con claridad sobre los criterios que deben desarrollar los críticos en sus juicios: captar lo que es nuevo, reconocer la imi-tación, la repetición. Valorar la aportación estética, la aportación para el conoci-miento de los seres humanos. Detectar la voluntad de cambio, de originalidad. Medir la capacidad de despertar sentimientos y emociones —que no emocionalismo sentimentaloide— Kundera no lamenta la situación de la crítica en nuestro ámbito occidental; se limita a hablar sobre ella desde su particular punto de vista respecto de las funciones que ésta debe realizar, perspectiva que nos es muy útil (1994:32):

«Nunca hablaré mal de la crítica literaria. Porque nada es peor para un escritor que enfrentarse a su ausencia. Hablo de la crítica literaria como meditación, como análisis; de la crítica literaria que sabe leer varias veces el mismo libro del que quiere hablar (al igual que una gran música que puede escucharse sin fin una y otra vez, también las grandes novelas están hechas para reiteradas lecturas); de la crítica literaria que, sorda al implacable reloj de la actualidad, está dispuesta a debatir obras

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nacidas hace un año, treinta años, trescientos años; de la crítica literaria que intenta captar la novedad de una obra para inscribirla así en la memoria histórica. Si semejante meditación no acompañara la historia de la novela, nada sabríamos hoy de Dostoievski, Joyce, Proust. Ya que sin ella toda obra queda en manos de juicios arbitrarios y del fácil olvido. La crítica literaria, imperceptible e inocentemente, por la fuerza de las cosas y el desarrollo de la sociedad, de la prensa, se ha convertido en una simple (muchas veces inteligente, aunque siempre demasiado apresurada) información sobre la actualidad literaria».

El artículo de crítica: estructura y composición

La crítica es un discurso expresivo que, según la clasificación aristotélica, se encuentra entre el demostrativo y el deliberativo: su función es elogiar o reprobar, aconsejar o desaconsejar, examinar, instruir. Como artículo acabado en toda su expresión literaria, optará por la inducción o la deducción; si es inductivo partirá de la propia obra que juzga, o de un retazo ejemplar de esa obra, para ir desgranando la argumentación que se justificará gracias a unos criterios generales aplicables a obras del género que trate. Si es deductivo hará lo contrario: partirá de los principios que el crítico defiende para argumentar aplicándolos a la obra en cuestión. Lo que sí debe contener toda crítica es un juicio, juicio que queda bien explicado por los razonamientos que esta clase de artículos requieren. Si el juicio permanece implícito, obligando al lector a interpretar a través de los datos y argumentos empleados en la crítica, entonces podría deducirse que el crítico ha preferido no comprometerse en un juicio negativo que prefiere evitar. Esto se hace a menudo, con más frecuencia de lo que sería deseable. El temor a la equivocación es quizá uno de los motivos más imperiosos para dejar incompleto un artículo de crítica que necesita el diagnóstico como razón última de ser. Estos discursos expresivos son todos expositivos valorativos.

El esquema de la estructura sería el siguiente: título, ficha técnica y texto. El título ha de ser breve, como en los demás artículos de opinión, y debe saber condensar en pocas palabras la valoración de la obra criticada. Normalmente puede recurrirse a las opciones del antetítulo o subtítulo que la tipografía del periódico permita para poder dar ya en el propio titular una información bastante concreta al lector de aquello que se le ofrece para leer.

La ficha técnica es, en realidad, un cómodo recurso para dar toda la información pertinente de la obra objeto de crítica, separándola así del texto al que, de otro modo, interrumpiría, y sirviendo al lector como referencia informa-tiva de inmediata localización. Consta del título del libro, película, obra teatral. Autor, editorial, lugar y fecha de publicación (los mismos datos pertinentes para el cine o el teatro), número de páginas y precio de venta al público.

El texto variará según la fórmula elegida para su elaboración, aunque ello no

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obsta para que contenga los siguientes puntos que son esenciales para que la crítica cumpla su función orientadora, informativa y enjuiciativa: presentación del autor, trayectoria, relación con otras obras, influencias, situación dentro del mundo cultural que representa, etc. Texto y contexto de la obra objeto de crítica: Mary Luz Vallejo, siguiendo a Gerard Genette, lo denomina descripción del paratexto y descripción del texto. Del paratexto forman parte el título de la obra y los títulos de los capítulos, el prólogo, el epílogo, ilustraciones y fotografías, las características de la edición, las interpretaciones de las que ha sido objeto antes de su reedición, las entrevistas que se hayan publicado del autor, el diseño de la portada, etc. De todo ello el crítico elegirá aquello que le parezca relevante y es una decisión que nadie toma por él: nada significativo en la estructura y presentación de un libro pasa inadvertido para un buen crítico.

Del texto, naturalmente, forma parte el propio contenido de la obra criticada y del análisis que de ella se haga la crítica obtendrá su calidad o su falta de calidad. Aquí es imposible andarse con consejos y recetas: la sensibilidad del crítico, sus conocimientos, el interés y cuidado con el que ha leído la obra, su capacidad de interrelación con otros autores y con el propio autor analizado respecto de otras obras publicadas, su capacidad para juzgar la estructura, el lenguaje, la creación de los personajes, para juzgar lo que en definitiva aporta o deja de aportar la obra analizada será lo que constituya el verdadero núcleo de la crítica y de ahí su interés comunicativo o su falta de interés. En esta parte el crítico también señala el grueso del argumento, es decir, de qué habla el libro que se critica.

Al tratarse de un artículo que necesita ir desbrozando poco a poco el objeto de su crítica, la valoración salpicará todo el texto. Para ello es muy recomendable acudir a ejemplos concretos extraídos de la obra en cuestión que, además de poner en evidencia que se ha leído con cuidado, sirve para que los juicios queden debidamente prendidos a aquello a lo que se refieran. Así, las frases o párrafos escogidos irán indicados por su situación exacta en la obra comentada (número de página, capítulo). También se situará la obra en el género que el crítico crea que le corresponde: «además de su utilidad didáctica —señala Mary Luz Vallejo (1993:48)— la aproximación al género ayuda a comprender la vigencia de ciertos procedimientos narrativos, la aparición de nuevas formas, su evolución histórica y la recepción, puesto que el género da sentido al llamado «pacto de lectura» entre el autor y el lector». El texto de una crítica debe ser todo lo creativo e instructivo que pueda dar de sí la imaginación y la cultura de su autor. Por tanto no debe conformarse con la rigidez de afrontar unas formulaciones o de cumplir con los requisitos hasta aquí expuestos. Todo lo que el autor de la crítica pueda añadir para el enriquecimiento del texto crítico es necesario. Aquí se encuentra por ejemplo la necesidad de contribuir a aumentar los conocimientos del lector echando mano de las fuentes y referencias artísticas y literarias que el crítico siempre debe tener como elementos de su propio saber y como elementos de conexión para situar la obra criticada en el mejor contexto posible. Los procedimientos narrativos, los personajes, las

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creaciones de los tiempos y los espacios, el punto de vista, son cuestiones que definen una obra, el estilo de un autor, las influencias recibidas, la conexión con su tiempo, los valores artísticos que propone. Todo ello debe estar valorado por el crítico.

Normalmente, el último párrafo se reserva para la conclusión enjuiciativa de la obra que funciona como la síntesis justificativa de todo lo que se ha ido exponiendo y juzgando en el texto. Es la parte más comprometida porque una buena crítica necesita de un veredicto final contundente —lo cual no significa ni agresivo ni apologético—, seguro —que de ningún modo es prepotencia del crítico— y responsable —porque se ha llegado a esa conclusión con toda la garantía que ofrece el propio conocimiento y el estudio respetuoso de la obra comentada—.

La crítica como género periodístico debe poseer unas características propias que la diferencien de la clásica crítica literaria. Ha de ser breve, pero no ligera; rápida, pero no irreflexiva; ágil, pero no inconsistente. Y en todo caso será de fácil inteligencia, ya que la gran mayoría de los lectores carecen de formación especializada. Pero en la crítica periodística es esencial su carácter ocasional y su referencia a producciones o situaciones concretas. Es necesaria una buena aportación de buen sentido, ya que la extravagancia no tiene justificación en su actividad. Como dice Gracián en el Criticón: «Gran juicio se requiere para medir lo ajeno». Debe mostrar aquella mesura que defendía Erasmo de Rotterdam: «Admonire voluimus, non mordere; prodesse, non laedere; consulere moribus hominum, non officere».

En definitiva, la crítica debe de ser un artículo que informe, interprete y juzgue. Reúne todas las características sintetizadas de todos los géneros periodís-ticos y exige una responsabilidad y una honradez tales que pueden ser extrañas a la propia condición humana. De ahí su dificultad y su curiosa realidad de ser el género periodístico más denostado e, incluso, denunciado por su posible ejercicio despótico de poder en el ámbito cultural. Pero, a pesar de su presunta degeneración, la crítica sigue siendo un artículo muy representativo del género de opinión, necesario, digno y respetable. Seguro que su ausencia la lamentaríamos profundamente tantos y tantos mortales para quienes la lectura, el cine, el teatro o el arte forman parte inseparable de nuestras vidas.