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¿Hacia un nuevo Derecho Internacional?1

José Iturmendi MoralesCatedrático de Derecho Natural y Filosofía del Derecho yDecano de la Facultad de Derecho de la UniversidadComplutense de Madrid

I. Me propongo abordar, con el debido rigor, pero nomenos con la decidida voluntad de evitar, en la medida delos posible, incurrir en cualquier tipo de lo que en estasede constituirían innecesarios academicismos (que, porotra parte, y como es notorio, tienen suficientemente reco-nocido su propio espacio), las características y las grandestransformaciones que en nuestro tiempo presentan o pa-decen tanto el Derecho internacional, como la disciplinavarias veces centenaria que se ocupa de su tratamiento yanálisis.

En el entendimiento de que en la actualidad el Derechointernacional se presenta como un heterogéneo, a la parque interdependiente, conjunto que se encuentra en proceso

1 Este material es parte del preparado con la finalidad de desarrollar la con-ferencia pronunciada en el Casino de Madrid, el día veinticuatro de mayo de dosmil, dentro del ciclo interdisciplinar «Algunas cuestiones clave para el sigloXXI», que se desarrolló entre los meses de abril y junio del año 2000, auspiciadopor la referida institución, en el marco de su «Foro de opinión». La transcripciónliteral de la grabación de la exposición oral, de extensión obligada y notablemen-te más reducida que la que aquí se ofrece, ha sido recogida en el volumen colec-tivo «Algunas cuestiones clave para el siglo XXI», que fue cuidado por el Secreta-rio General de la Fundación Cultural «Cánovas del Castillo», Director de la Re-vista de Pensamiento y Cultura «Veintiuno» y profesor de la Universidad SanPablo-CEU de Madrid, Doctor Francisco Sanabria Martín. Volumen coeditado,dentro de la «Colección Veintiuno», por la Fundación Cultural Cánovas del Cas-tillo, el Casino de Madrid y la Librería Rubiños, en Madrid, en el mes de diciem-bre del año 2000. El texto ocupa las pp. 99-124, junto con la presentación a car-go del propio Francisco Sanabria Martín. La modificación del título, que ahoraaparece entre interrogantes, no deja de ser sino un guiño al poeta argentinoSantiago Sylvester, ya que siempre creí, con él y con algunos otros, que «las cer-tezas suenan más verdaderas entre signos de interrogación» (Santiago Sylves-ter, «El punto más lejano», 1996).

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de cambio continuo; no en vano y dada la historicidad inhe-rente de lo jurídico, de la misma forma que la Constituciónes «Constitución en el tiempo» (Konrad Hesse «dixit»), todoDerecho nunca deja de ser «Derecho en el tiempo».

Conjunto que integra instituciones, reglas de juego,principios sociales, definiciones, normas, convenciones,decisiones y políticas públicas, costumbres y prácticas co-munes mediante las que se regulan, y se hace que resul-ten en cierta medida previsibles, las relaciones jurídicasinterestatales y transnacionales (reduciendo, en parte, laincertidumbre en que normalmente se encuentran, y au-mentando en su caso la predictibilidad y la continuidadde los comportamientos de los sujetos internacionales),así como la conducta intersubjetiva de los distintos acto-res o sujetos agentes de la política y del sistema interna-cional, que se hallan insertas en una organización mul-ticéntrica de gobierno. Organización que a su vez refleja,tanto lo que en línea de principios sería una soberaníaparitaria de sus distintos componentes, como la notoria yextrema desigual capacidad que de hecho existe y tiene,con bastante frecuencia, ocasión de manifestarse en la ex-periencia jurídica.

Derecho que con la práctica de esta serie de funciones,previene (o al menos mitiga) los potenciales conflictos deintereses y competencias; a la vez que elimina, evita (o almenos reduce) el recurso legítimo a la violencia en las re-laciones internacionales, favorece y estimula la coopera-ción, refuerza la conformidad (al encarecer los costes delas conductas desviadas) y define el orden de la sociedadinternacional, esto es, su estructura asimétrica de poder,así como los valores sociales consensuados o compartidos.

Entendiendo a su vez que en su condición de disciplinaacadémico-doctrinal, o de aproximación intelectual, el De-recho internacional consiste en un saber de innegable uti-lidad, aún cuando de tenue valor científico, cuyo objetoformal está constituido por el tratamiento, desde una de-terminada perspectiva o punto de vista selectivo, de esapolimorfa realidad que constituye el Derecho. Realidadperteneciente al vasto campo de los productos humanos o

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culturales, tan extremadamente cambiante y compleja y, ala vez, tan profundamente versátil, que se manifiesta endistintos planos del ser, en conexiones distintas cada vez.Derecho que se ofrece como el «objeto material» de estudiocompartido por diferentes modos de conocimiento, que handado lugar a variadas disciplinas científicas, cada una delas cuales elabora los conceptos abstractos específicos desu saber y contempla el «objeto material» bajo un aspectodiferente y, por tanto, de manera diferente. Si bien, los lí-mites de sus diversas modalidades de análisis son perme-ables, al no carecer de relaciones significativas entre sí, apesar de que cada una de ellas —tal y como destacara enotro contexto el profesor de Derecho civil y Filosofía jurídi-ca de la Universidad de Munich Karl Larenz (1903-1993)— ha desarrollado y aplicado sus propios métodos afin de contestar a las cuestiones por ellas planteadas, ypoder de este modo abordar en mejores condiciones laperspectiva científica objeto de consideración.

Derecho «en puissance» —al decir del filósofo francés,de origen rumano, de orientación fenomenológica, Ale-xandre Kojève (Kojevnikoff, 1902-1968)— al que la mayorparte de sus intérpretes y analistas consideran dotado deun sello inequívocamente peculiar, al configurarse, al de-cir del teórico del Derecho italiano de inspiración fenome-nológica y estructuralista, Vittorio Frosini (n. 1922), comoun «desorden» en el sentido de redundancia o de excesode órdenes.

Derecho sobre el que, en definitiva, pesa un destino tansingular, que hace que sea, en sí mismo, como tal, pro-blemático, y al que con frecuencia insólita se le ha negadocarácter jurídico; toda vez que poseería, como es suficien-temente notorio, una menor capacidad efectiva de obligara su cumplimiento de la que el orden jurídico interno, ymás en concreto, el orden jurídico del Estado moderno,convertido en prototipo del Derecho, de ordinario disponeen sus respectivos contextos político-sociales.

Derecho internacional que ya en plena década de los se-senta, el tratadista japonés de la disciplina, y por aquelentonces magistrado de la Corte Internacional de Justicia

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de La Haya, Kotaro Tanaka, al haber constatado las pro-fundas y aceleradas transformaciones operadas en la so-ciedad internacional tras las dos guerras mundiales, pro-puso integrar en un complejo normativo e institucionalmás ambicioso: «le droit mondial».

Entendiendo por tal, el Derecho que regula las relacio-nes jurídicas en el marco de lo que Kotaro Tanaka su-gería denominar la comunidad universal de la humani-dad o la «civitas maxima» («Du droit international audroit mondial», «Del Derecho internacional al Derechomundial», París, 1964), sobre la base de una concepciónde la unidad del género humano con la correspondienteconcepción de pertenencia a la gran familia de la Huma-nidad, y una corriente de universalismo y «de los princi-pios del Derecho natural que dimanan de una naturalezahumana común» que, sin solución de continuidad, compa-recieron y han seguido formando parte sustantiva de latradición y el acervo cultural de Occidente, por lo menosdesde que la filosofía estoica introdujera en el discursopúblico el principio de la igualdad esencial de los hom-bres, fundada en su común patrimonio racional, y la ca-pacidad de reconocer y vivir como propios una serie de va-lores y principios que se califican —no sin controversia—de universalmente válidos.

Concepción que cobra renovada actualidad y nuevafuerza de seducción ahora, cuando la humanidad por pri-mera vez está experimentando una historia común en unescenario plenamente global de conexiones. Hecho que seha convertido en una evidencia con múltiples manifesta-ciones externas que nos permiten hablar de la existenciade una red de relaciones afectivas de alguna clase, asícomo de una emergente conciencia de pertenencia a unacomunidad cosmopolita, que se manifiesta en la constata-ción empírica de la existencia de una serie de valores co-munes que las más de las veces son asumidos de maneratácita.

Ahora cuando los derechos humanos, al menos «in sta-tu morali vel critico», en su condición de realidad moral, sehan convertido para nosotros en una evidencia, sin haber

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perdido por ello su inicial potente fuerza transformadorade la realidad social y política, ni su más que acreditadacapacidad para la construcción de una utopía global.

Capacidad que tempranamente toma cuerpo en la ex-presión del filósofo-rey Marco Annio Vero —Marco AurelioAntonino (121-180)—: «en tanto que Antonino» «mi ciudades Roma», mientras que «en tanto que hombre» «mi ciudades el mundo», y se hace nítida, con excepcional fuerza, enla hermosa frase de Paulus Osorius (Paulo Orosio, princi-pios del siglo V de nuestra era), historiador y teólogo cris-tiano, romano de formación y de convicciones, originariode «los últimos confines de Hispania», que compuso en añoy medio, entre el 417 y el 418, sus «Historiarum adversumpaganos libri septem» («Siete libros de las historias contralos paganos»), en los que se ofrece una historia del mundoantiguo desde los orígenes más remotos hasta sus propiosdías, de tono inequívocamente providencialista, como his-toria del desenvolvimiento y la manifestación en el reinoterrenal de la providencia divina, que se muestra en todoslos acontecimientos: «yo soy romano entre los romanos,cristiano entre los cristianos, hombre entre los hombres».

Se trataría de identificar en el presente, «el conjunto dereglas generales por el que se rige la conducta de las na-ciones unas respecto de otras en sus diversas relaciones»en una política interior mundial. Por decirlo con los mis-mos términos que en plena «Gran Guerra» utilizara Leo-nard S. Woolf en su entonces influyente «International Go-vernment» («Gobierno Internacional», Fabian Society-G.Allen and Unwin, London, 1916).

En este momento específico, cuando hemos cruzado unumbral tras del cual se encuentra una nueva etapa dondemuy probablemente el cambio llegará a ser una de las po-cas, sino la única constante, con el riesgo añadido de quese nos quede estrecho el traje categorial con que estamosacostumbrados a tratar la realidad. En un momento comoel presente, con la universalización del mercado, la mun-dialización comunicativa y del desarrollo (eso sí, con unaenorme diversidad de formas sociales y de regímenes polí-ticos), con la ilusión de una sociedad que se sostiene bási-

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camente a través de los mercados, en la que quedaríanexcluidas una posible economía y sociedad alternativas(Robert Cox «dixit»), donde el consumo parece que ha asu-mido la función de satisfacer las necesidades de la produc-ción, creando la «industria de producción de consumido-res», y todo ello siempre en el ámbito de una sociedad enla que se habría producido la anulación, o flexibilización,de las fronteras entre, al menos, la economía y la política,y donde se diría que es preciso buscar una nueva orien-tación en el remolino de cambios e inestabilidad que nosengullen.

La Política parece atravesar hoy un prolongado eclipseque da lugar a que comparezca en una posición subalternacon respecto a sus tantas veces competidoras, la Religión,la Economía e incluso el Derecho. Desde unas estructuraspolíticas que han perdido buena parte de sus presupuestoshistóricos y normativos originarios, y que han visto comose vaciaban progresivamente sus categorías y sus concep-tos, cuando el Estado-nación, en su condición de formaprincipal de organización de la vida colectiva que de losseres humanos se ha dado en los últimos siglos, muestraseñales bien visibles de estar necesitado de redefinición,de redimensionamiento imparable, y abocado a la deca-dencia y al achatamiento de sus competencias, y por ellode reajuste del rango que le corresponde en la escena in-ternacional, así como de su relación con los mercados, a fa-vor de otros sujetos colectivos y actores participantes enconcurrencia.

Conjunto de circunstancias que determina que la políti-ca exhiba ahora condiciones notablemente diferentes res-pecto a las características que presentaba en el más inme-diato pasado, lo que nos confirma así, en cierta medida,las previsiones expresadas por Hannah Arendt (1906-1975) en el capítulo quinto de su obra «The Origins of To-talitarianism», que encabeza con el significativo título de«El ocaso del Estado-nación y el fin de los derechos delhombre».

En un contexto en el que el Estado-nación, que ya no seconcibe como algo indivisible, sino compartido, se ve com-

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pelido a aceptar, y a su vez exigir, en su ámbito territorial,rigurosos códigos de comportamiento, mediante los queautolimita su capacidad de intervención y sus posibilida-des de acción, impuestos por agentes externos, en los quese contienen complejas reglas, que de hecho funcionan a lamanera de lo que la mejor doctrina ha dado en llamar unauténtico «dogal de oro» («Golden straightjacket»), de oro,sí, pero en definitiva dogal. Contexto en el que el ordeneconómico vigente ha atado todo a su fortuna, sin que pue-da hablarse propiamente de la existencia ni de una demo-cracia planetaria, ni de una democracia a escala mundial.

A este respecto no se olvide la provocadora conclusión ala que llegó el ejecutivo del Banco Central Europeo Tom-maso Padoa Schioppa, al afirmar que, en la situación ac-tual, la mayor parte de las veces los gobiernos legítimosno son suficientemente eficaces, mientras que las fuerzaso actores que en apariencia se muestran eficaces no sonlegítimos; en un momento en el que están adoptándoseuna serie de decisiones y acuerdos vitales para todos encontextos y en reuniones que, o bien se encuentran fueradel control de los ciudadanos concernidos, o en las que, almenos estos últimos, no siempre se consideran auténtica-mente representados.

Conjunto que, bien es cierto, todavía no ha permitidoconfigurar plenamente una comunidad de tipo mundialque recupere lo político en el ámbito planetario («cosmopo-lis», «one world», «communitas totius orbis», o «civitas ma-xima»), encontrándonos como nos encontramos ante lo quepropiamente es un «ordo orbis» sin «Estado soberano», ouna sociedad mundial sin Estado y sin gobierno mundial.Circunstancia que, además de no permitirnos establecerla quizás deseable «nueva arquitectura mundial para el si-glo XXI» —que habría sido requerida de manera urgente eimperativa en el «Informe sobre el Desarrollo Humano»correspondiente al año 1999 del «Programa de las Nacio-nes Unidas para el Desarrollo», y que se encuentra impul-sada por «la preocupación por la gente», expresión de ungrado casi insuperable de vaguedad deliberadamente bus-cada—, ha determinado que tampoco se haya conseguido

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configurar ni un procedimiento institucionalizado de for-mación de una voluntad política transnacional, ni un mar-co unitario de instituciones soberanas con autoridad sufi-ciente para la resolución de conflictos que ostenten todo elpoder coercitivo existente en el sistema internacional, ba-sado en un pacto, o en un cuasi-pacto, que incorpore o vin-cule a todo el «humanum genus», como una alternativa decarácter cosmopolita e igualitaria al sistema de Estadossoberanos, y a la vez, consecuente con la universalidad dela razón. Marco unitario que acaso supondría —al menosasí lo entendió la filósofa de origen alemán, naturalizadanorteamericana, Hannah Arendt —la erradicación de lavida política tal y como la hemos conocido. Y marco unita-rio que tal vez —de acuerdo con las tesis del penalista yfilósofo alemán del Derecho de la Escuela neokantiana deBaden, Max Ernst Mayer (1862-1932)— sólo sería posible,más allá de la realidad, en la «idea del Derecho». En unaidea que tiene que ser pensada, aún cuando nunca puedallegar a ser realizada por completo.

Conjunto que, con todo, sí que ha terminado por consti-tuir una sociedad cerrada, finita e interdependiente, cu-yos límites geográficos coinciden con los propios límitesdel planeta, y donde la explotación de los recursos natu-rales choca con los propios límites físicos de la Natura-leza. Una sociedad dotada de un sistema de reglas e ins-tituciones que organizan y otorgan continuidad y regu-laridad a las formas en que los Estados y otros sujetossignificativos del sistema mundial, individuales y colecti-vos institucionales, organizados o no, regulan sus relacio-nes y disciplinan el uso de los bienes y valores comunes, yel conjunto de actividades que delimitan la modalidad desoberanía conocida como «soberanía interdependiente»;fenómeno al que Anthony Giddens se refiere e identificacon la denominación «soberanía difusa»: Soberanía inter-dependiente con la que se hace referencia, justamente, ala limitada capacidad de la que en la actualidad disponenlos poderes políticos estatales para controlar los movi-mientos transfronterizos, esto es: el flujo de la informa-ción, de la gente, de las ideas, de los bienes, de las sus-

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tancias contaminantes, de las enfermedades o de las mer-cancías, del dinero y los capitales, a través de las fronte-ras de los Estados territoriales que poseen o tienen reco-nocida una independencia jurídico-formal.

No es necesario participar de una exaltación «panglos-siana» del mundo para reconocer como evidente que trasel derrumbamiento a escala planetaria tanto de la arqui-tectura política edificada con posterioridad a la SegundaGuerra Mundial, como de sus correspondientes mecanis-mos, que reposaban sobre el equilibrio del terror a unaeventual destrucción mutua, tomados como momentos no-dales, la práctica totalidad de los indicadores disponibles,al igual que la mayor parte de los analistas, confirman, yparece que con razón, que en las actuales condiciones, enun mundo de amplios mercados abiertos, las antiguasfronteras nacionales se han ido desvaneciendo hasta la de-saparición práctica en múltiples y heterogéneos campos:la ciencia, la información, la cultura, la tecnología, las co-municaciones, la economía, el comercio...

Un mundo en el que por obra de las innovaciones y eldesarrollo tecnológico se han reducido de manera notablelos costes, las dificultades de los transportes y de las co-municaciones, y las distancias temporales y espaciales, ge-nerándose la posibilidad de una transmisión instantáneade mensajes. Un mundo que hace posible una rapidezinsólita para el desplazamiento y la movilidad física, asícomo un crecimiento del intercambio económico y permea-bilidad de los Estados a los flujos de las comunicaciones yde los transportes. Un mundo en el que la mayor parte delos nuevos o transformados problemas y dilemas (la ges-tión de los flujos migratorios causados por motivos econó-micos y la reubicación de ingentes masas de exiliados y re-fugiados por motivos étnicos, religiosos y políticos; la pro-tección del medio ambiente, la defensa y conservación dela biosfera, y la regulación del uso de los recursos natura-les comunes —espacio, atmósfera, océanos—; la lucha con-tra la criminalidad internacional organizada y los varia-dos tráficos ilícitos —blanqueo de dinero, tráfico de droga,tráfico de armamentos, trata de blancas y menores—; las

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emergencias sanitarias producidas por los contagios epidé-micos y las grandes enfermedades; la lucha contra lashambrunas; la autodeterminación, la democratización y laprotección y garantía de los derechos y libertades de losgrupos minoritarios...) son en gran medida producto, obien de la interdependencia —que conspira fundamental-mente contra la vieja idea del Estado-nación y su prerro-gativas tradicionales—, o bien de las nuevas tecnologías, yse constituyen en retos que ofrecen un carácter más pro-piamente transnacional que nacional, en un marco en elque las fronteras nacionales resultan ser porosas. Si bien,es preciso reconocerlo, la interdependencia no se presentadel mismo modo, ni con la misma intensidad, ni con lamisma velocidad de desarrollo, para todos los Estados, nipara todas las poblaciones, ni para todos los sectores deactividad.

Retos que presentan la doble condición de constituirproblemas y hasta dilemas que con el transcurso del tiem-po desbordan ampliamente los límites de cada uno de losdistintos Estados-nación soberanos, y de generar progresi-vamente efectos de todo tipo en el interior de Estados dife-rentes al (o a los) de su punto de origen; por lo que, a me-dida que pasa el tiempo, son menores las posibilidades deque disponen los Estados-nación a la hora de ejercer uncontrol suficientemente efectivo en dichos terrenos y se re-ducen cada vez más las posibilidades de trasladar o des-viar a otros los costos y riesgos de nuestras acciones.

Estos vectores han determinado una evidente mermade los espacios territoriales y materiales en los que los dis-tintos Estados-nación soberanos despliegan sus competen-cias en su condición de titulares de una soberanía que, contodo, aún continúa configurando una de las señas de iden-tidad más destacadas del actual orden jurídico político,pero que hoy se presenta cada vez de una manera másacuciante, a la manera de una «soberanía interdependien-te» o una «soberanía compartida», en el sentido más plenoy radical de la expresión.

Sin duda puede hablarse de una cierta conclusión de lasoberanía; recuérdese al respecto el emblemático título de

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la obra de J. A. Mamilleri y U. Falk, «The end of Sove-reignty» («El fin de la soberanía», Edward Elgar Publis-hing, Aldershot, 1992); no deja de ser evidente que hoy lasoberanía ha perdido dos de los rasgos significativos pre-sentes en la originaria y premoderna versión del poder so-berano: su supremacía o independencia, y su legitimidad.De hecho, hoy la soberanía del Estado-nación resulta sercompartida, enajenable y divisible, en el proceso de cons-trucción progresiva de un auténtico Estado real, en el quelos Estados nacionales se topan con instituciones suprana-cionales a la hora de tener que adoptar decisiones de for-ma conjunta sobre un mundo globalizado, y en parte aje-no, o al menos lejano, a los espacios nacionales de repre-sentación democrática.

El referido conjunto también ha conseguido ya fijarbastantes de los elementos que de ordinario se consideraque deberían integrar idealmente el «quasi-order» jurídicoy moral de la humanidad. La «societas quasi política etmoralis» de la que nos hablara en el tránsito del dieciséisal diecisiete, con su característica lucidez, el «Doctor Exi-mio», Francisco Suárez (1548-1617), cuya obra, como porotra parte es notorio, supone la culminación de la Escolás-tica renacentista y barroca, en un celebrado pasaje del Li-bro II, capítulo XIX del «Tractatus de Legibus ac Deo Le-gislatore in X Libros Distributus» («Tratado de las leyes ydel Dios legislador distribuido en diez libros», cuya prime-ra edición vio la luz en Coimbra el año 1612, y donde serecogen y refunden sus lecciones en la Cátedra «Prima» dela Facultad de Artes de la Universidad coimbricense de laque fuera titular entre 1597 y 1615).

Orden que se vería irremediablemente abocado a unacontinua adaptación a los distintos y siempre cambiantesdesafíos de un complejo entorno, configurado por la tecno-logía, la economía y la cultura, que está produciendo unametamorfosis que revierte en la naturaleza misma del«homo sapiens». Orden en el que se manifiestan de mane-ra desigual las dos lógicas de actuación política y socialque James Gardner March y Johan P. Olsen identificaronen un celebrado texto de 1989, «Rediscovering Institu-

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tions. The Organizational Basis of Politics» («Redescubrirlas instituciones. La base organizativa de la política», TheFree Press, New York) y proyectaron específicamente so-bre la dinámica del orden internacional en un esclarece-dor artículo aparecido el año 1998 en el volumen cincuen-ta y dos de la revista «International Organizations», conel título «The Institutional Dynamics of International Po-litical Orders»: la denominada «lógica de las consecuen-cias esperadas» —esto es, la lógica de actuación que en-tiende la acción política y sus resultados como productosde una conducta calculadora racional diseñada para ma-ximizar un conjunto dado de preferencias—, y la denomi-nada «lógica de la pertinencia» —esto es, la lógica de ac-tuación que contempla la acción política y sus resultadoscomo producto de principios, «roles», e identidades que es-tipulan la práctica de una cierta conducta que se estimapertinente o conveniente en determinados contextos y si-tuaciones. Tal parece que en la actual arquitectura del or-den internacional primaría y dominaría en la mayor par-te de las ocasiones la primera de las lógicas, la «lógica dela consecuencia esperada», sobre su alternativa, la «lógicade la pertinencia».

Bien cierto es que el orden internacional se encuentraaún en fase embrionaria de desarrollo, con la emergenciaincipiente de una sociedad mundial, que ciertamente ni esunitaria, ni es homogénea. Disponemos todavía de un sis-tema internacional caracterizado por la existencia de evi-dentes situaciones de asimetría de poder, que ponen demanifiesto la existencia de una sociedad mundial estratifi-cada con interdependencias y asimetrías entre países de-sarrollados, países en vías de desarrollo y países subdesa-rrollados

Sistema internacional que se configura como un siste-ma en el que la sociedad internacional sigue siendo, enparte más que considerable, un sistema dotado de un or-den que en lo sustancial resulta ser anárquico y desorga-nizado, basado en la dispersión del poder y en la autode-fensa de los sujetos, causa determinante de la incertidum-bre y la rivalidad característica del sistema internacional,

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que ciertamente continua sin corresponder por completo aun orden efectivamente establecido del «Weltbürgerrecht».Siendo todo esto cierto, no es menos verdad que el ordeninternacional expresa la medida en que, al darse por pri-mera vez las condiciones técnicas que hacen posible unacomunicación universal, y al contar por su parte, tambiénpor primera vez,con el sistema efectivo de transferenciasque ha establecido, con las imperfecciones que se quiera,el mercado mundial, el mundo parece encaminarse con ra-pidez, según el análisis que de la democratización del sis-tema global realizó, ya hace cinco años, Richard Falk(«One Humane Governance. Toward a New Global Poli-tics», Polity Press, Cambridge, 1995), hacia una altísimaintegración económica, cultural y política que acaso, con eltranscurso del tiempo, dará lugar a la emergencia de lascondiciones idóneas de una auténtica geogobernación. O,lo que es lo mismo, al surgimiento de las condiciones perti-nentes para que el conjunto del planeta terrestre se en-cuentre sometido a las mismas actividades y a los mismosactos de gobierno, y constituya una comunidad en el senti-do postulado por el fundador de la socioeconomía como pa-radigma autónomo y, a la vez, alternativo al paradigma dela economía neoclásica, Amitai Etzioni; esto es, no en elsentido de un cuerpo homogéneo, sino en el que resultapropio de una comunidad de naturaleza plural compuestapor otros subgrupos o comunidades, en la que los valorescompartidos voluntariamente dejan el espacio pertinentea la diferencia, una diferencia que se entiende y vive comoplenamente solidaria con la identidad comunitaria.

Por ello, incluso aquí y ahora, el orden internacionalparece que está desplegando unas posibilidades que paracualesquiera de las anteriores generaciones habían resul-tado, o de todo punto desconocidas, o fuera de cualquierposibilidad de realización. En la actual configuración delmundo como «unitas multiplex» compleja, precaria y nohomogénea (atravesada por enormes variedades, práctica-mente en todas sus regiones y esferas de control), cuandoel destino de todos los pueblos se encuentra estrechamen-te vinculado y todos dependemos unos de otros, aunque

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con razón las diferentes naciones reivindican —como reco-nociera quien fue Director General de la «Organización delas Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y laCultura», Amado Mohtar M’Bow en «Los desafíos del año2000»— cada una de ellas su propia especificidad, y supropia historia hacia el futuro.

Ante una globalización que además de haber pasado apersonalizar la «cabeza de turco» de las crisis financierasy de sus contagios, tiene al menos dos caras: la de la uni-formización y la de la diferencia. Circunstancia que impli-cará la necesidad de una coexistencia pacífica, lo másarmónica posible, entre sistemas culturales y sociales dife-rentes, y hasta contradictorios, así como la aceptación sinreservas de esas diferencias; en un mundo ciertamentemuy diverso, pero en el cual gran parte de los problemasson interdependientes, y en el que la globalización generaconstantemente el llamado «efecto contagio» tanto de lascondiciones desfavorables como de las condiciones favora-bles, actuando a la manera de un virus que propaga lasinfecciones económicas al conjunto del planeta.

II. Tan importante trasformación se ha producido me-diante un proceso de expansión horizontal de la sociedadinternacional que ha conducido a una coyuntura más quesólo germinal de universalidad, al reconocimiento mutuo,así como a la existencia de una serie importante de expec-tativas compartidas.

Tras la complejidad que ha venido a introducir la emer-gencia de un sistema político global que, al decir del profe-sor de «Relaciones Internacionales» de la Facultad deCiencias Políticas de la Universidad de Catania Fulvio At-tinà, en parte habría dado al traste con una regla, hastahace bien poco nuclear, de la Ciencia política internacio-nal, según la cual el mundo se encontraba dividido por losEstados soberanos, en el ámbito de un sistema en el quecada Estado aparecía delimitado geográficamente porunas frontera claras que marcaban el territorio, que se ha-llaba a su vez sometido al control de su gobierno, existeahora ya una cierta estructura, si bien todavía tan sólo

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emergente, de instituciones y de procedimientos capacestanto de asumir como de hacerse con el control de algunosde los más acuciantes problemas globales.

Tal y como observara el profesor emérito de Sociologíade la Universidad de Leeds (Reino Unido), Zygmunt Bau-man, el fenómeno multidimensional de la mundializacióndesigual de los flujos e intercambios, de las actividadeseconómicas, políticas, tecnológicas, delictivas, comunica-cionales y sociales, permitido por las nuevas tecnologíasde la información y la comunicación, y favorecido por ladesregulación y liberalización de dichas actividades,además de ser en este agónico siglo «aquello que de hechopasa» (esto es, un proceso objetivo, y no una ideología,aunque de hecho se presta a ser utilizado como argumentoeminentemente ideológico), y de haber producido el des-plazamiento del paradigma societario que regía en la se-gunda mitad del Siglo XX, ha terminado siendo «lo quenos pasa»(«Globalization: the Human Consequences» «Lasconsecuencias humanas de la globalización», Polity Press,Cambridge, 1998). Estaríamos ante una sociedad mun-dial, autopercibida y reflexiva, que supone un entramadode relaciones sociales que en gran medida discurren almargen de las estructuras propias de los marcos estatales,y que, a su vez, no pueden ser controladas por completo, nireguladas exhaustivamente y con eficacia, desde lo quehasta hace bien poco constituía convencionalmente ennuestra cultura el ámbito estatal-nacional.

Cambio tan rápido y tan profundo que a veces no pode-mos o no sabemos valorar en su auténtico significado, niestamos en las condiciones adecuadas que nos permitanaprehender todas sus variadas consecuencias y efectos, alintentar aplicar al estudio de la nueva dimensión globallas categorías utilizadas para analizar espacios y socieda-des estatal-nacionales, tal y como viene denunciando conoportunidad el sociólogo brasileño Octavio Ianni.

Por ello, cuando hablamos de orden internacional no lohacemos exactamente en el sentido que atribuye a esta ex-presión la conocida como «escuela del orden internacio-nal», cuya principal idea-fuerza radica en considerar que

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la guerra constituye el momento fundamental de juicio en-tre sujetos soberanos, en tanto que sujetos que puedenperseguir la realización de sus intereses y derechos recu-rriendo, si fuera preciso hacerlo, al uso de la fuerza mili-tar por parte de los distintos Estados-nación que, a su vez,se encuentran dotados de un poder que de hecho es ine-quívocamente desigual.

Escuela doctrinal que ha tenido un especial desarrolloen la década de los noventa, y que probablemente hayaencontrado su expresión privilegiada en la obra colectiva,producto de la colaboración de tres de los primeros espa-das de la disciplina en Italia, Luigi Bonenate, F. Armao yF. Tuccari, «Le relazioni internazionali. Cinqueme secoli distoria, 1521-1989», «Las relaciones internacionales. Cincosiglos de historia: 1521-1989» (Ed. Bruno Mondadori, Mi-lano, 1997), o en el volumen primero, «Elementi di Rela-zioni Internazionali. Principi di analisis e teoria», («Ele-mentos de relaciones internacionales. Principios de análi-sis y teoría», Ed. Giappichelli, Torino, 1994).

Escuela que entiende que en el pasado las estructurasde la sociedad internacional se habrían singularizado porsu naturaleza fuertemente estática, acusadamente reaciaa los cambios. Lo cierto es que hoy en día, y como una delas consecuencias más evidentes de la caída del poder so-viético y del orden bipolar sin necesidad de recurrir a lafuerza militar, tanto el orden internacional como sus me-canismos de organización han sufrido una auténtica mu-tación, de tal entidad que, para que pueda ser explicada,requiere la toma en consideración de los nuevos datos quedeterminan y caracterizan al actual sistema mundial, enel que los Estados Unidos han pasado a ser la única su-perpotencia, cuya supremacía político-militar es indiscuti-ble, sin que por ello haya llenado la totalidad del espaciogeoestratégico evacuado por la «débâcle» de la Unión So-viética.

Acaso constituya éste uno de los temas más acuciantese inquietantes del actual debate político, hasta el punto dehaberse convertido en una de las cuestiones más recurren-tes de la reflexión intelectual del presente y que mayor in-

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terés mediático ha despertado. Tema que, a su vez, y sinembargo, parece prestarse con harta frecuencia ya sea a latrivialización o banalización, ya sea a la descripción visio-naria, o a la autocomplacencia, en esta era especialmentecalidoscópica, que marca uno de los puntos de inflexión delos estados de conciencia cultural más acusados desde losorígenes del universo simbólico que hace único al hombre(como «animal simbólico» o mejor, al decir de Pedro Laín,«animal simbolizante» o «animal loquax») entre los prima-tes, y lo distingue radicalmente de cualquier otra especiede ser viviente.

III. Período que ha sido identificado y etiquetado porlos analistas y los grupos de especialistas para el estudio einvestigación de problemas específicos («think-tanks»), ypor los numerosos rastreadores de innovadoras modas ytendencias («trend spotters»), sucesiva, y alternativamen-te, mediante variados conceptos-comodín, cuyo sentido yreferencia no siempre aparecen suficiente y claramentedelimitados, o a través de diversas metáforas que ofrecendistintas y hasta encontradas visiones de la contempora-neidad, a veces con el exclusivo ánimo de provocar, de lla-mar la atención, mediante su craso sensacionalismo. Vi-siones que forman parte de la ingeniería social de los ex-pertos internacionales y de los «vigilantes intelectuales», o«intelectuales de guardia», de la ética personal y colectiva.Conceptos y metáforas que, a su vez, no han tardado enpopularizarse hasta constituirse en lugares comunes endisputa por el reconocimiento, y hasta por el estrellatomediático; ejerciendo funciones, ora prescriptivas, ora des-criptivas, y cuya fecundidad explicativa en el momento deabordar el mundo social y cultural del presente es objetode un debate que, por ahora y sin muchos visos de cambio,permanece abierto.

A la hora de analizar, calificar y captar el estilo diferen-cial del panorama que presenta la sociedad en nuestra en-crucijada histórica, y de las mudanzas que se están gene-rando en nuestras actitudes humanas básicas, se produceuna cierta competencia entre las diversas formas de perci-

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birla, entre la multiplicidad de interpretaciones y versio-nes explicativas de carácter pretendidamente global quese ofrecen de las certidumbres que se han venido abajodesde el final de la «guerra fría», así como de las nuevascertidumbres que pugnan por abrirse paso y sustituir alas anteriores, en el alud de una literatura de urgenciaque confirma la intuición de Bouman cuando apuntaraque, después de la era de los legisladores y los críticos, lle-ga la época de los intérpretes. Valoraciones que se extien-den desde la euforia sin matices, hasta los auténticos sal-mos funerarios de lo que, sin lugar a dudas, constituyeuna situación confusa en la que han entrado en crisis lascondiciones de representación y que se hace patente en lacada vez más creciente literatura que, desde cuando me-nos los primeros setenta, tiene por objeto ofrecer un«diagnóstico del tiempo». Interpretaciones que cubren des-de explicaciones catastrofistas por crepusculares, pero a lavez optimistas y esperanzadoras, hasta explicaciones biendiferentes, por ser simultáneamente catastrofistas y pesi-mistas; cada cual, si cabe, más pegadiza y de mayor im-pacto. De hecho, se trata de auténticos comodines, cadauno de los cuales estaría a su vez dotado de casi tantossignificados variopintos como bocas hay para formularlos,y cuya acogida ha sido, en más de una ocasión, tan rápidacomo especialmente fugaz.

Se habla así —entre otros rótulos o nomenclaturas devoluntad definitoria en disputa, que dan nombre a argu-mentos heterogéneos— de «la era de la globalización». Enun momento en que la propia globalización —palabra demucilaginoso significado, que en estos tiempos sirve paracasi todo—, ocupa las primeras páginas de los medios decomunicación. Principalmente con ocasión de las manifes-taciones y protestas de las plataformas antiglobalizacióncontrarias ya sea a la mundialización, ya sea a la formaespecífica de globalización representada por la globaliza-ción financiera, que habría terminado por convertir en ne-gocio todas las actividades humanas y por imponer la con-dición de mercancía al conjunto de los componentes de larealidad —Red Mundial de Descontentos, Asociación para

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la imposición de una tasa que grave las transacciones fi-nancieras especulativas (A.T.T.A.C), Vía Campesina, Mo-vimiento de los contrarios a la mundialización, ComisiónInternacional de Ecologistas en Acción, Bloque Negro, Ma-nos Blancas, Movimiento de Resistencia Global...—, pro-testas airadas con las que se pretende producir un efectocatártico de puesta en escena, o reventar distintas confe-rencias internacionales, y muy señaladamente, las de la«Organización Mundial del Comercio», el Fondo MonetarioInternacional, el Banco Mundial, el Foro Económico deDavos, o las «cumbres» («Seven and One party») de los paí-ses más industrializados junto con Rusia (G. 8), a travésde las respectivas «contracumbres». También se dice quevivimos actualmente en una fase nueva de la «casacomún» que constituye el planeta Tierra, en la interpreta-ción del teólogo brasileño Leonardo Boff (n. 1931); o de «laaldea global» —«the global village», expresión acuñada en«Understanding Media. The Extensions of Man» («La com-prensión de los medios como extensiones del hombre», McGraw Hill, New York, 1964) por el comunicólogo canadien-se, catedrático que fuera de la «Fordham University», Her-bert Marshall M. McLuhan (1921-1980) para quien la épo-ca actual («era electrónica») ha convertido al mundo enuna «aldea global electrónica» o en un «happening» si-multáneo en el que el nuevo «ciudadano global», «carentede sentido de lugar», se considera en sí mismo de cual-quier parte y en principio parece que está dispuesto aabrazar e identificarse con cualquier causa, de la natura-leza que sea y con independencia del lugar donde pudieragenerarse.

Se invoca un, supuesto o real, regreso a una «nuevaEdad Media», caracterizada al menos por tres notas: a) laausencia de sistemas organizados, b) el policentrismo yc) las solidaridades fluidas y evanescentes (Alain Minc«dixit»). Se habla de «la sociedad burocrática» —concep-ción popularizada por Giovanni Sartori (n. 1924)—, o de la«sociedad corporativa» (en la que las corporaciones media-tizan de una manera determinante las relaciones huma-nas); de la «sociedad de la información y la comunicación»

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(cuyos mitos y utopías ha denunciado Lucien Sfez), y de«la era del conocimiento y de la información». Especie decoalescencia que «identifica un nuevo principio axial de or-ganización social» sobre la que se explayaron a finales delos sesenta y principios de los setenta el profesor de «So-ciología» de la Universidad de Columbia (New York), Da-niel Bell (n. 1919) y el sociólogo francés y Director de Es-tudios de la «Escuela de Altos Estudios de Ciencias Socia-les» de París, Alain Touraine. Era en la que predominaríael «saber hacer» (el «know how»), así como el valor-conoci-miento sobre el valor-trabajo, sobre el «tener».

Se discursea acerca de la «sociedad red» (en el esclare-cedor análisis que de la sociedad de nuestro tiempo realizaManuel Castells, Catedrático de «Sociología y planifica-ción Urbana y Regional» de la Universidad de Berkeley enCalifornia), o de la era de la «Big Science» o tecnociencia(términos con los que se designa a la ciencia contemporá-nea, y mediante los que se radicalizan y hasta exageransus contrastes y diferencias, tanto con el proyecto logoteó-rico puro de la ciencia antigua —una ciencia que se diríaen principio indiferente a la acción y a la producción—,como con la representación todavía dominante de la cien-cia moderna, que continúa asimilándola a una empresafundamentalmente teórica y por ello igualmente indepen-diente de las circunstancias atenientes a la producción y ala acción, al decir del profesor de la Universidad de Bruse-las Gilbert Hottois; por el contrario, la tecnociencia seríafundamentalmente activa y productiva, e implicaría deuna forma deliberada y consciente la constante interac-ción entre teoría y tecnología, hasta el punto que el pro-greso de una condicionaría el progreso o el avance de laotra, y recíprocamente; tendencia que a la vez se encuen-tra en constante interacción con el medio simbólico en elque se desarrolla; según las propuestas de Ian Hacking latecnociencia que modifica de manera sustancial el viejoproyecto ilustrado de la razón, surgido en el Siglo de lasLuces, del progreso y de la ciencia en la emancipación dela humanidad por el desarrollo de los conocimientos, no selimita a describir, explicar o predecir lo que sucede o suce-

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derá en el mundo, sino que interviene en el mismo, y sepropone generar modificaciones en los ámbitos físico,biológico, social y simbólico. Reto que determina la fácilcaída, ya sea en la tentación de la tecnolatría, ya sea en lade la tecnofobia.

Se escribe con notable profusión acerca de la era de «lamundialización desigual» (por no uniforme, ni suficiente-mente solidaria) y «multipolar» (agrupada en torno a dis-tintos centros de referencia); o de la era de la integraciónno lineal. De este modo se apunta toda una línea interpre-tativa en torno a la llamada «economía-mundo capitalista»(concepto sistematizado por el Director del «Centro Fer-nand Braudel para el Estudio de la Economía, los Siste-mas Históricos y la Civilización» de la Universidad del Es-tado de New York, Immanuel Wallerstein, y con el que sehace referencia a la existencia cada vez más generalizadade un sistema social dotado de una extensa división deltrabajo, con fronteras mucho más extensas que las de unaunidad política cualquiera, y en el que no existe entidadpolítica alguna que ejerza propiamente una autoridad to-tal en el conjunto de los Estados que integra).

En más de una circunstancia, y abusando del prefijo«post», se concluye que nos encontramos en un tiempopostliterario y, por ello, posthumanista (Peter Sloterdijk),en una era «postmercado» y «postlaboral» (Jeremy Rifkin«dixit»), en una época «postsocialista», «postcomunista»,«postnacional» (o más allá del Estado nacional, al decir deMichael Zürn), «postpensamiento», «postpolítica» o «post-histórica» —neologismo acuñado por uno de los principa-les representantes de la antropología filosófica contem-poránea, el profesor de la Universidad de Leipzig, ArnoldGehlen (1904-1976), y retomado por Gianni Vattimo (n.1936) en su interpretación de la postmodernidad—; comodijera el profesor emérito de las Universidades italiana deFirenze y norteamericana de Columbia (New York), Gio-vanni Sartori, en su estudio sobre la revolución multime-dia, que está transformando al «homo sapiens» —productode la cultura escrita—, que debe todo su saber y todo elavance de su entendimiento a su capacidad de abstraerse,

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en un «homo videns» —para el cual la palabra ha sido des-plazada por la imagen, hasta el punto de que todo acabesiendo visualizado con la consiguiente preponderancia delo visible sobre lo inteligible y el empobrecimiento de lacapacidad de entender—, que publicara con el titulo«Homo videns» hace tres años en el sello editorial Gius-Laterza-Figli Spa de Roma-Bari: «estamos siempre su-perándolo todo, y por ello siempre disponemos de un“post” que viene a desdecir al “post” existente con anterio-ridad».

La jerigonza no concluye con el amplísimo elenco des-plegado, hasta el punto que se conjetura, además, acercade una supuesta era de la «segunda modernidad», o de la«modernidad reflexiva», o de la «postilustración» (la «nachder Aufklärung» de Hermann Lübbe, en la que ya sehabrían realizado plenamente los ideales del viejo proyec-to de la modernidad y se habría hecho realidad, en suslíneas maestras, el ambicioso programa definido por laIlustración, que no sería otro sino, como apuntara Lich-tenberg, «hablar en conceptos correctos de nuestras nece-sidades esenciales). También se habla del «postmodernis-mo» —concepto que se autoconcibe no en términos de loque es o afirma, sino de lo que se propone, ofreciendo unaautodescripción en negativo de sí mismo, lo que ha deter-minado que se concluya interpretando que carece de unaidentidad bien definida y acaso de suficiente consistencia,lo que no ha impedido que se haya impuesto su uso obsesi-vo. Movimiento postmodernista que se originó en la déca-da de los setenta en el dominio de la arquitectura («Mo-dern Movements in Architecture», «Modernas corrientesarquitectónicas», 1977) por obra del norteamericano Char-les Jencks (n. 1939) con el deliberado propósito de marcarla oposición a la época y al mito de la modernidad, asícomo al tipo de racionalidad operativo durante siglos deintensa construcción civilizadora. Postmodernidad que,tanto los analistas angloamericanos Andreas Huyssen (n.1942) y Frederic Jameson, como el catedrático de «Filo-sofía del Derecho» de la Universidad de Valencia JesúsBallesteros Llompart, a quienes más de uno califican de

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eficaces exorcizadores del concepto de postmodernidad,consideran que en realidad constituye más bien una tar-domodernidad, fruto del desencanto y el escepticismo ge-neralizado respecto de las posibilidades de cambiar elmundo que se produjo tras el doble fracaso en el sesenta yocho del mayo francés y de la «primavera de Praga», con laconsiguiente renuncia a toda posible utopía de unidad, re-conciliación y armonía universales.

En ocasiones se habla de la época del «Estado comercialabierto», o del «Estado ambiental» (según denominaciónpropuesta por Francesco Lettera); o del «pensamiento úni-co», que, al decir del director de la influyente revista fran-cesa «Le Monde Diplomatique» y profesor de «Teoría de laComunicación Audiovisual» en la Universidad Denis Dide-rot —París VII—, Ignacio Ramonet («Un mundo sin rum-bo: Crisis de fin de siglo», 1997), desarrolla un discurso ex-cluyente y totalitario que ni se aviene a razones ajenas, nidialoga, ni debate, ni contrasta su razón con lógicas dife-rentes a la propia.

No faltan textos en los que se identifica, como carac-terística determinante de nuestro tiempo la «civilizaciónde la época industrial tardía» (o «postmodernidad»), de la«tercera revolución industrial» (o nueva revolución cientí-fico-técnica que, a su vez, cristaliza en un complejo proce-so de integración generalizada de la economía en el propioproceso productivo, con la consiguiente cibernetización einformatización de la producción industrial y de los servi-cios), o el «postmercado». Más de un autor entiende estarante una etapa de exuberante «financiarización del siste-ma económico y de la conciencia social» —sobre la que sonpertinentes las atinadas y clarividentes reflexiones al res-pecto de Alan Greenspan, incombustible presidente de laReserva Federal de los Estados Unidos, a pesar de que elmismo A. Greenspan ha reconocido que tuvo que declarar-se hasta tres veces a la que hoy es su esposa, ya que en lasdos primeras ocasiones ésta no consiguió entender lo quequería decirle.

No deja de insistirse en una supuesta «internacionali-zación del Derecho»; o en una etapa caracterizada por la

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emergencia de la «empresa real» o «empresa post-fordista»(que al decir de A. Amin —«Post-Fordism. A Reader», Sage,London-Thousand Oaks-New Delhi, 1996— habría despla-zado al anterior modelo dominante de la gran fábrica for-dista; generando la transición hacia nuevas estructuras,denominadas postfordistas, en la producción y la adminis-tración, que a través de sus nuevas y extremadamente fle-xibles concepciones acerca de la organización y la gestión,habrían revolucionado las demandas y exigencias labora-les. Tal y como ha puesto de manifiesto el profesor de laUniversidad de Catania, Pietro Barcellona, el postfordis-mo ha restablecido modalidades de trabajo frágil, flexible,precario e inestable, ha disuelto además los lugares tradi-cionales del conflicto entre trabajo y capital, y ha modifi-cado sustancialmente las representaciones del trabajadorque, lejos de ser ya un sujeto que forma parte de un colec-tivo, es hoy más bien un individuo singular y aislado; elpost-fordismo caracterizaría así la organización del traba-jo en las economías tardocapitalistas de este fin de siglo;por su intermediación se estaría implantando un nuevomodelo de producción que genera una serie de impactos enlos ámbitos más dispares de la sociedades occidentales, aldeterminar el «status» de las relaciones de empleo, de lossectores de la producción, de la prestación de servicios yde la administración —Thomas Blanke, W. Daübler, U.Mückenberger, Claus Offe, E. Peters, S. Raasch, «e tuttiquanti»—).

Hay quien prefiere explayarse acerca de la «ecologiza-ción del Derecho» y de su desbordamiento tanto por lastecnologías, como por los efectos de todo tipo generadospor la «tercera revolución industrial». No deja de discutir-se acerca del «turbocapitalismo» o del «capitalismo enfuga» —«Runaway capitalism», en la expresión con la queEdward Nicolae Luttwak (n. 1942), identifica al capitalis-mo característico de la sociedad global—. O de la «épocadel riesgo y del corto plazo». O de «las grandes concentra-ciones continentales», o de «la nueva Babel», o de la «terce-ra ola», o de la «sociedad amébica». O del «tiempo postlite-rario» y, por ello «posthumanista» (denunciado por Peter

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Sloterdijk), y hasta, sin que con ello, ni mucho menos, seagote el catálogo, de una apremiante era «del acceso» a lasredes de comunicación y a los bienes públicos (de la quebien recientemente se ha ocupado, y no siempre con acier-to, el ya citado presidente de la «Foundation on EconomicTrends» de Washington D.C., Jeremy Rifkin).

Una vez más parece que tiene sentido recordar la ase-veración acerca de la manera con la que cada época, cadacultura y cada tradición intelectual, así como su corres-pondiente imaginería y los contextos de acción social enque han sido empleadas, se revelan a través de los concep-tos a que preferentemente acuden, y que muestra el co-rrespondiente cambio de agujas producido mediante el vo-cabulario, el repertorio terminológico, las locuciones o losgiros retóricos y juegos lingüísticos, el tono y el estilo deque con preferencia se sirve su discurso, expresado por elhistoriador del pensamiento político Quentin Skinner,autor situado inequívocamente en la posición teórica «in-tencionalista» —una variante de la corriente o escuela his-toriográfica contextualista, propia de la «New History» o«Escuela de Cambridge», cuyas mayores aportaciones sehan producido en el ámbito de la historiografía intelectualy la teoría política de la primera modernidad europea—John Dunn (n. 1940), Knud Haakonssen, G. Hawthorn,Richard Tuc, Anthony Pagden, James Tully y John Grevi-lle Agard Pocock (n. 1924)—, en el primero de los dos volú-menes de «The Foundations of Modern Political Thought»(«Los fundamentos del pensamiento político moderno»,Cambridge University Press, Cambridge, 1980): «El indi-cio más certero de que una sociedad ha entrado a tomarposesión firme de un nuevo concepto, se produce cuandose desarrolla un nuevo vocabulario, en función del cual sepodrá, a partir de entonces, articular y debatir pública-mente con consistencia acerca del concepto en cuestión».Sentencia que Quentin Skinner vuelve a expresar en«Language and Social Change» («Lenguaje y cambio so-cial»), contribución al volumen colectivo que la corrientehistográfica central da en el estudio de los lenguajes polí-ticos, que con el título «Meaning and Context» («Significa-

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do y contexto») recopilará y cuidará de su edición en Prin-ceton el historiador James Tully el año 1988, en el selloeditorial de la propia Universidad, que radica en el Estadode New Jersey.

IV. A fin de dar cumplimiento a la voluntad de pros-pectiva y al sentido de futuro que inspiran este ciclo mul-tidisciplinario que, con la ambición de reducir las distan-cias entre «las dos culturas», de las que nos hablara en1959 el físico, publicista y novelista inglés Charles PeirceSnow (n. 1905), se ha propuesto promover un espacio másde reflexión, comunicación y debate sobre los principalesretos, interrogantes y problemas de nuestro tiempo, yapuntar posibles esquemas de integración y de síntesisque dominen la incertidumbre del entorno —sin los quecareceríamos de cualquier tipo de capacidad de orienta-ción, de decisión y de anticipación de la posible historiapendiente, ni produciríamos conocimientos dotados de laesencial relevancia normativa—, no dejaré de pronunciar-me acerca de los rasgos distintivos que, sobre la base delconocimiento disponible concerniente a las circunstanciasy tendencias actuales, y en la identificación prospectiva delas venideras, previsiblemente caractericen, en un futuromás o menos inmediato, el horizonte jurídico y los escena-rios internacionales.

Abordaré pues los que, en el análisis del Premio Nobelde Economía 1986 y catedrático de Economía de la «Geor-ge Mason University» de Fairfax (Vancouver), James Bu-chanan, constituyeran las dos partes ineliminables detodo empeño científico inclusivo: el estudio de «lo que es»,y el estudio de «lo que puede ser».

En definitiva, trataré de desarrollar una reflexióninterpretativa tanto sobre «el espacio de experiencia» delorden jurídico internacional y de las relaciones interna-cionales (esto es, sobre los rasgos característicos y las pro-piedades que, según los datos disponibles y las interpreta-ciones más acreditadas, presentan ambos en el siglo queahora concluye), como acerca de su «horizonte de expecta-tivas», o lo que es lo mismo, sobre aquellos desafíos a los

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que con alta probabilidad deberá enfrentarse perentoria-mente el orden internacional en el siglo venidero, de per-sistir las que creemos son sus tendencias actuales más ca-racterísticas, con la finalidad de detectar y definir tenden-cias de futuro. Por decirlo con los mismos términos de quecon acierto se sirven, entre otros, el filósofo francés PaulRicoeur —(n. 1913), en su ambiciosa critica del «panlin-güismo» de la cultura contemporánea, su «magnum opus»en tres volúmenes, «Temps et récit», «Tiempo y narra-ción», Seuil, París, 1983-1985—, y uno de los pioneros dela investigación de la historia conceptual, Reinhart Kose-lleck (n. 1923).

Espero saber hacerlo orientado siempre por la ambiciónde conseguir superar —tal y como sugería Gaston Berger(1896-1960), filósofo francés que fundara en 1950 el «Cen-tro Internacional de Prospectiva» y la publicación periódi-ca «Prospectiva», a fin de avanzar en la fundamentaciónfilosófica de las investigaciones futurológicas, medianteuna renovadora actitud de «espera-creativa»— la excesiva-mente estrecha concepción del positivismo filosófico «naif»acerca de la previsión. Concepción que, al parecer, y encontra de la que aquí postulamos como adecuada, se satis-facía con prolongar o proyectar en el porvenir ya sea el pa-sado, ya sea el presente.

Toda vez que, tal y como apuntase el filósofo checo, Zd-nek Kourim en «Prospectiva del pensamiento filosófico»(1969), en el mundo actual, cuya rápida evolución con-tinúa acelerándose de manera progresiva, se revelan detodo punto deficientes los procedimientos clásicos de pre-visión a fin de discernir los cursos de acción abiertos antenosotros en un futuro preñado de incertidumbres. Procedi-mientos que sustancialmente se limitaban a invocar uno ovarios precedentes, apoyándose sobre una o varias ana-logías, a fin de intentar con ello realizar proyecciones o ex-trapolaciones. Con frecuencia el futuro era representado ala manera de un presente prolongado y, en su caso, mejo-rado. Un futuro situado al final de unas curvas tendencia-les prolongadas a partir de los datos recibidos del pasadoy del presente.

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Hoy parece que más bien sería preciso tratar de antici-parse al propio futuro, transformar la realidad, pasar delmétodo tendencial a la hoy dominante concepción norma-tiva que aconseja «mirar hacia adelante», realizar ejerci-cios de tipo prospectivo que, en la medida de lo posible,nos permiten intentar condicionar y orientar el sentido delcambio, y dirigirnos hacia el futuro sobre la base de lo quedebe y puede ser y que, sin embargo, aún no ha sido o to-davía no ha acaecido, buscando los medios que requierenlos objetivos fijados (Miguel Ángel Escofet, «Aprenderpara el futuro», Alianza Editorial, Madrid, 1992). Sóloquien busca encuentra y únicamente quien ensaya com-prueba.

Tengo la convicción, con el historiador alemán y estu-dioso del pensamiento y el léxico político Reinhart Kose-lleck, de que en nuestra tradición intelectual, a partir dela modernidad, se han acentuado de manera creciente lasdiferencias existentes entre los espacios de experiencia delpasado («Erfahrungsraum») y los horizontes de posibilida-des o de expectativas venideras («Erwantungshorizont»).«Terra incognita», ésta última, en la que siempre dispone-mos de insuficientes señales para guiarnos. De la mismamanera que estoy convencido con y por el filósofo crítico dela historia y de la conciencia histórica Raymond Aron(1905-1983) de que «il n’est pas de présent historique sanssouvenirs et sans pressentiments». La historia no es unsimple recordar, y el propio pensamiento histórico dependede problemas de orientación de la vida actual. El primerfactor determinante del pensamiento histórico esta consti-tuido por los intereses prácticos dirigidos a orientar lavida humana cara a un cambio temporal.

Como ha venido sosteniendo de manera reiterada, apartir de su «Historische Vernunft. Grundzüge einer His-torik», vol. I, «Die Grundlagen der Geschichtswissens-chaft», («Teoría de la historia. Fundamentos para un estu-dio de la historia», vol. I, «La fundamentación de la cienciade la historia», Göttingen, 1983) el profesor de la Univer-sidad alemana de Bielefeld, Jörn Russen, los estudioshistóricos como disciplina académica se basan en la vida

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práctica, y en última instancia reciben sus impulsos, susoportunidades y sus principales problemas, no sólo de símismos, sino del contexto y de las experiencias de la vidaactual. Su principal finalidad, la dirección característicade su fuerza cognitiva, se ve estimulada ante todo por lapercepción y la experiencia actual del cambio temporal.Experiencia que los historiadores comparten con sus con-temporáneos. Este interés en orientar la vida práctica seprolonga hacia el pasado, que por ello se encuentra en unproceso nunca concluso de redefinición. Se trata de un in-terés por recordar el pasado con la finalidad de compren-der mejor la vida de hoy en día, y no tanto, o no sólo, comodecía Jorge Santayana, la ilusión de los vivos de poder vi-vir de nuevo la vida de los muertos. Y no es sino esta ca-racterística lo que define a la historia como una actividadcultural específica, en la que, con harta frecuencia, lasafirmaciones sobre el pasado son en realidad, en parte nopequeña, auténticas expresiones o manifestaciones sobreel presente.

De este modo la historia se confirma como una combi-nación, y a la vez una síntesis, de pasado y presente, queincluye al mismo tiempo una cierta perspectiva futura.Con frecuencia, como mostrara Michael Fischer en «Ethni-city and the Post-Modern Arts of Memory» («Etnicidad y elarte postmoderno de la memoria», University of CaliforniaPress, Berkeley, 1986), se producen procesos generales dereinvención cultural, de búsqueda personal identitaria yde apropiaciones de la tradición, procesos que se encuen-tran orientados de forma inequívoca al futuro.

De tal manera que más de una vez la historia se nospresenta como comprensión de la actualidad y como expec-tativa del futuro a través de una interpretación del pasa-do. Con ello la propia historia traduce el pasado en pre-sente y en su perspectiva futura, de tal forma que la histo-ria se ofrece como una entidad actual de cambio temporal,que comprende y combina internamente el pasado, el pre-sente y el futuro en un curso comprensivo de tiempo, quetiene la función de suministrar orientaciones a la vidapráctica. Función que, a su vez, se proyecta en una doble

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dimensión: externa e interna. La dimensión externa se re-laciona con los modelos culturales de la actividad práctica.La historia proporciona este bagaje de significación através de una idea de cambio temporal, capacitando a lagente a vivir sus valores en el marco de un concepto detiempo pleno de significado. Por su parte, la llamada di-mensión interna de reorientación de la vida humana es loque de ordinario se conoce como identidad histórica. Eneste ámbito la historia provee a las gentes de identidadespersonales o modos de ser moralmente arraigados, quepermanecen en el curso del cambio temporal, una identi-dad que el agente humano debería poder elaborar en elcurso de su conversión en adulto y seguir redefiniendo a lolargo de su vida, como horizonte moral que nos permitediscernir lo que importa y atañe profundamente de lo queno, haciendo posible que los individuos mantengan estableuna cierta identidad coherente, o al menos no del todocontradictoria, modelada en el curso de los cambios ytransformaciones de su vida, en la que de hecho simultá-neamente, y al parecer de manera inevitable, terminarándesempeñando papeles cambiantes, y hasta papeles dis-tintos, sin dejar de ser ellos mismos, lo que nos permitereconocer una identidad biográfica, y al mismo tiempohace posible que percibamos mutaciones de nuestra perso-nalidad a lo largo de nuestra vida; al mismo tiempo la his-toria provee a los distintos grupos de las identidades nece-sarias a fin de que se puedan establecer, y arraiguen, loslazos de cooperación.

La historia es también, en cierta medida, un fabulosoafán por intentar aclarar, interpretar, explicar y definir elpasado de tal manera que se nos haga lúcido el tránsitopor nuestra actualidad, por nuestra propia situación, que,como concluye el más significativo heredero de la EscuelaCrítica de Frankfurt, Jürgen Habermas, (n. 1929), por es-tar inserta en la historia, queda, si se nos permite la ex-presión, irradiada, tanto por el pasado, como por el futuro.

V. No se me escapan, a) ni las considerables dificulta-des expositivas y metodológicas que presenta cualquier in-

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tento de configurar el problemático mapa de la actual si-tuación del Derecho internacional público a los fines deofrecer una visión integradora —que como ha sostenido elcatedrático de Economía de la Universidad «George Ma-son» de Fairfax, y Premio Nobel de Economía de 1986, Ja-mes M. Buchanan, es el sello identificativo tanto de unprograma de investigación omnicomprensiva, como de unavisión explicativa—, ni tampoco se me escapan los b) espe-ciales riesgos a los que se enfrenta en este fin de siglo, yparticularmente en este ámbito, cualquier análisis de ge-nuina prospectiva que prevea el desarrollo esperable dadala situación inicial, que como tal no se satisfaga a travésde la realización de lo que sólo sería una mera prolonga-ción o proyección, ya sea del pasado, ya sea del presente.

Las distintas conmociones tan cercanas que se han ve-nido produciendo como consecuencia del desmoronamientode los sistemas del «socialismo real» en la Europa delEste, de la globalización y del desarrollo de las nuevas tec-nologías, cogieron tan a contrapié a la práctica totalidadde los futurólogos del momento, censados o no, a tiempoparcial o a tiempo completo, que estas fueron incapaces deprever tanto la llegada de la «sociedad de la información»,como la forma en que se produjo la caída del muro deBerlín, —¿y qué decir de quienes llegaron a conjeturar quelas radicales diferencias y contrastes entre la Unión Sovié-tica y los Estados Unidos de América terminarían por re-solverse mediante una especie de convergencia o aproxi-mación de sus respectivos sistemas?; creencia que, comoapunta Marvin Harris, fue muy popular en Occidentedurante la década de los sesenta (William Form, JohnKenneth Galbraith, Clark Kerr, P.A. Sorokin) y en menorgrado en el Este (Andrei Sajarov)— con el consiguiente de-terioro de la credibilidad de los analistas, lo que ha deter-minado que no resulte especialmente difícil mostrarse unpunto irónico con los practicantes de estas habilidades ymodalidades del saber en los que se materializa el ances-tral ejercicio dirigido a imaginar el porvenir, e incluso queparezca obligado acumular todo tipo de cautelas y reser-vas frente a cualquier intento que se aventure a extrapo-

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lar tendencias ante un mundo en cambio del que con altaprobabilidad bien pueden continuar emergiendo los mayo-res imprevistos.

En un mundo en el que lo que está ocurriendo es algomás que una mera serie de acontecimientos aislados degran novedad, al haber desaparecido la práctica totalidadde los elementos, técnicas, formas de autoridad y orienta-ciones morales y culturales que se entendía eran compar-tidas en el pasado, y al estar surgiendo toda una nueva so-ciedad que se diría que carece de un plan de vida y por ellono cuenta aún con el correspondiente libro de instruccio-nes de uso, casi nada cuadra con bastantes de los cálculoseconómicos, sociales y políticos realizados en base a los da-tos de los que disponíamos.

En este fin de siglo y de milenio cuando, por los nume-rosos síntomas disponibles se presiente que el tiempo estáen trance de cambiar de naturaleza (Jean Guitton «dixit»),como en las épocas donde todo apunta a que se acerca unumbral que parece abocado a marcar un punto de infle-xión («turning point»), o una divisoria hacia situacionestan desconocidas por su tamaño e índole como novedosas,y en el que (por ponernos en plan apocalíptico o catastro-fista) la ausencia de futuro acaso sea uno de los futurosmás verosímiles.

Bien pueden recordarse al respecto las palabras con lasque el más grande filósofo español del siglo, José Ortega yGasset (1883-1955), en su «Prospecto para un Instituto deHumanidades» (1948), postula una «teoría del decir», almismo tiempo que ofrece un ambicioso proyecto de nuevalectura filológica —«que obligue a los textos a decir muchomás y más rigurosamente controlable de lo que se ha he-cho hasta ahora»—, y explica su propósito de rechazar lavanidad del saber, aceptando por el contrario el «ascetismoen las pretensiones, esa realidad un poco ruda con que sereconocen los límites de lo asequible».

De nuevo ahora, al igual que casi siempre, en una so-ciedad tan pretendidamente racionalista y tecnificadacomo la occidental, a causa, sin duda, del mediático impe-rio asfixiante de la magia de la cifra, de los números y de

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las efemérides, vuelve a mandar la «cronodependencia» o«cronoadicción» que, al decir del politólogo y constituciona-lista Rodrigo Fernández-Carvajal (1924-1997), irremedia-blemente padecemos. A su ambivalente conjuro se conci-tan los temores y se alumbran el fulgor de lo simbólico ylas esperanzas de nuestras sociedades en crisis.

Todo ello, en medio de las habituales, desmesuradas yempalagosas ceremonias y eventos conmemorativos indus-triales, publicitarios y periodísticos que, a toque de cente-nario, presiden el actual imaginario de la cultura oficial einstitucional y llenan su espacio. Una cultura de propósitoeminentemente conmemorativo o «retrocultural», en elque la arbitrariedad y coyuntura del recordatorio ahoga laposible dimensión crítica, que el pasado guarda para tiem-pos que sean más propicios. Un escenario tan fascinado, ya la vez tan deseoso, de celebrar el cambio y «el tiemponuevo» —«natura hominun novitatis avida»—, «por natu-raleza los hombres son ávidos de novedades» (C. PliniusSecundus —Gayo Plinio Segundo (circa 23/24-79), Plinioel Viejo o «el naturalista»—, «Historia Natural», «Natura-lis Historia», 12-5) —que lo hicieron ya, prematuramente,y con notable sobreexposición mediática, con ocasión de ladespedida del año mil novecientos noventa y nueve.

Resulta evidente que, en nuestros días, las efeméridesse han convertido en una de las mejores excusas para quelos tecnócratas de la cultura burocratizada —al decir delprofesor del «College de France» y estudioso del teatro clá-sico francés, Marc Fumaroli— o los «productores cultura-les» —así denomina a los intelectuales el sociólogo francésPierre Bourdieu, desde la práctica de una ciencia social«comprometida», cargada de apelaciones y vigilante—puedan vender, alquilar y generar cultura, o lo que pasapor ser tal (resulta innecesario llamar la atención o exten-derse sobre la notoria ambivalencia que caracteriza a laidea de cultura), y justificar el desembolso de partidaspresupuestarias dedicadas a «actividades culturales»deconsumo y de gran espectáculo de masas.

Situación que tal vez resulta fácilmente explicable porencontrarnos, como nos encontramos, en un período domi-

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nado por una concepción de la cultura como fasto y efemé-ride, como pura imagen y representación. Difícilmente sepuede identificar, en lo que hoy pasa o aspira a pasar porser propiamente la cultura, algo semejante al orteguiano«sistema vital de las ideas de cada tiempo», de aprendizajepor definición tan lento como fatigoso, o un conjunto devalores universalmente asumibles. De un tiempo a estaparte la cultura ha pasado a ser, en buena medida, publi-cidad, mercado, medios de comunicación y escenario de unconflicto, cuando no la mejor expresión de una crisis. Cul-tura trivializada, fragmentada y extraplana (en la medidaen que cabe en cualquier mente por estrecha que éstasea), una cultura vinculada a la efímera e inmediata acti-vidad, y exhibida a la manera de un espectáculo cuya fun-ción primordial no es otra sino mostrar enfáticamente enel mercado de la representación la imagen que es (o quepretende ser) y ofrece como tal. La cultura se encuentrahoy despojada de la condición sustantiva que al parecermostraba hace décadas, y carente de valor propio, asícomo de cualquier posible sentido transitivo.

En este terreno de juego estamos, y en él se desarrollalo que socialmente se nos muestra como constitutivo de lacultura. En un período fronterizo entre dos épocas, en elque pesa sin duda lo que uno de los tres «maîtres a pen-ser» vivientes al concluir el siglo, el presidente del Comitéde Ciencias y Ciudadanía del C.N.R.S (Centro Nacional deInvestigaciones Científicas) de Francia, Edgar Morin—Edgar Nahoun (n. 1921)— llamara la «angustia del tri-ple cero» que nos invita a poner el segundo milenio comolimite final y conclusivo de una época.

Período en el que nos enfrentamos a una crisis de inte-ligibilidad, de ausencia de proyecto colectivo, y hasta talpunto cargado de incertidumbres de todo tipo —«La findes certitudes. Temps, chaos et les lois de la nature» («Elfin de las certidumbres. Tiempo, caos y las leyes de la na-turaleza») es el título de uno de los últimos libros (enerode 1996) del Premio Nobel de Química de 1977, humanis-ta y científico belga Ilya Prigogine, en colaboración conIsabelle Stenger, profesora e investigadora de la Universi-

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dad Libre de Bruselas, sobre la evolución de nuestras có-modas y «seguras» ideas acerca de la naturaleza, pero laconclusión de la etapa segura de las certezas tiene un al-cance inmenso, y mucho más amplio del que pudiera pen-sarse, al punto que supone el desplazamiento irreversibledesde «un mundo de certidumbres a un mundo de probabi-lidades»— que, al decir de Natalino Irti, profesor de Dere-cho Civil en la Universidad de Roma, se encontraría bajoel signo de la transición, donde cambio y continuidad con-viven, y todos los síntomas anuncian que de nada sirve yaaferrarse al pasado, en el actual sistema-mundo de turbu-lencias y de transformaciones globales que ha acompaña-do y seguido a la caída del muro de Berlín, y en el que to-dos los sistemas sociales e instituciones de interacción hu-mana, y tantas otras cosas, y desde luego no menos lasociedad internacional, las relaciones internacionales, lapolítica mundial y el Derecho internacional público, a lavez protagonizan y se hayan sometidos a una auténtica,acelerada y permanente mutación de sus condiciones fun-damentales de existencia.

Circunstancia que acaso explique porqué cada vez, alestar dominados como estamos por la fugaz excitación delmomento, encuentran un eco menor los inevitables here-deros y celadores de lo antiguo que ofician con gusto de«laudatores temporis acti» o de «elogiadores del tiempo pa-sado», a los que se refiere el poeta latino Quintus HoratiusFlacus (Horacio, 65-8 antes de J.C.) en su «Ars poetica»(»De arte poética», 173). Especie, sin embargo, bien fre-cuente entre aquellos que aún continúan soñando, desdesu correspondiente milenarismo, con la restitución, el re-torno o la recuperación de una inexistente y supuestamen-te perdida «Edad de Oro».

Crisis de cambio o cesura, de tal alcance y tan fuerte-mente marcada por una considerable discontinuidad res-pecto al pasado, que, al mismo tiempo que requiere, a finde poder tomarla en consideración y esclarecerla, transfor-mar la comprensión al uso y no ceder al encanto de los lu-gares comunes, nos demuestra, con el abrumador excesode la información de que disponemos, en medio de lo que

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los profesores de las Facultés Universitaires Saint-Louis(Bruxelles), Philippe Gérard, François Ost y Michel vande Kerchove, junto con tantos otros, han dado en calificarde «aceleración del tiempo jurídico» —consecuencia natu-ral del propio progreso civil («Kulturfortschritt») de quehablara, ya en 1886, el empresario e ingeniero, Wernervon Siemens, categoría postcristiana del tiempo históri-co— que nos encontramos inmersos en un proceso evoluti-vo de larga duración que afecta, aun cuando sea de formadesigual, a todas las zonas del mundo, a todos los Estadosy a todos los actores políticos, como si formasen parte unosy otros de un común sistema político que se encuentramuy próximo a la condición de sistema plenamente global(Fluvio Attinà).

Para su correcta comprensión y entendimiento, a fin depoder superar la crisis de nuestra época y salir de la situa-ción de «nueva ininteligibilidad» («neue Unübersichtlich-keit»), coyuntura en la que, según Jürgen Habermas, pa-recería que nos encontramos instalados, acaso precisaría-mos disponer de modelos innovadores y que fueran almismo tiempo capaces de recoger el testigo de quienes an-tes lo portaban, sin extraer al hacerlo precipitadas conse-cuencias de este «novum» histórico, a fin de poder dar asíuna adecuada respuesta a los permanentemente renova-dos desafíos a los que hemos de enfrentarnos ante la inmi-nencia, en muy breves espacios de tiempo, de continuas,asombrosas, aceleradas, y radicales transformaciones enlas condiciones científicas, económicas, políticas, estéticasy textuales que gobiernan la representación transculturalde un mundo ya de por sí especialmente complejo y queparece estar caracterizado, entre otras notas:

a) Por la apremiante interdependencia global en todoslos ámbitos. Vivimos en un mundo que «se ha hecho uno»,y donde toda nuestra existencia se caracteriza por la in-terdependencia. Una interdependencia compleja y a la vezllena de paradojas. Compleja puesto que de hecho conta-mos con una pluralidad de canales de relación entre losEstados nacionales soberanos y sus sociedades; y porque,

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al mismo tiempo, las relaciones internacionales, en múlti-ples ocasiones, son también relaciones de tipo trasnacio-nal, esto es relaciones en la que son parte sujetos o actoresprivados, o sujetos o actores no necesariamente estatales.

Tal y como apuntara el funcionario de la «División deCiencias Sociales de la Investigación y Políticas» de laUNESCO, Carlos Milani, en su artículo «El medio ambien-te y las nuevas relaciones internacionales» (publicado enel volumen XX de la revista «Contexto Internacional», deRío de Janeiro, correspondiente al año 1998), la compleji-dad proteiforme de los fenómenos de la globalización secaracteriza, entre otras notas, por la dialéctica de unifica-ción y de fragmentarización, de orden y de desorden. Eneste único mundo que es hoy el planeta conviven siglos di-ferentes.

Interdependencia paradójica, provocada por la simultá-nea generación de tendencias que favorecen el desarrollode modalidades de particularismo y fragmentarización,junto con otras tendencias que favorecen no menos lamundialización, en el marco de una serie de apremiantesdemandas a favor de una mayor descentralización de losocial y de la política. Descentralización que pone en evi-dencia la medida en que se conjuga el avance en la unidady en la homogeneidad, con el desarrollo de procesos defragmentación y crecimiento de la disparidad: la globaliza-ción y la localización o fragmentación serían así los dos as-pectos ineliminables de las transformaciones planetarias.

La desestructuración del Estado-nación territorial yconstitucional se constituye de este modo en el auténticopar dialéctico de la globalización. Lo global y lo local(acompañado éste último del actual incremento de lo quese ha denominado «conciencia de fragmentación»), lejos deexcluirse, más bien se compenetran mutuamente en unproceso contingente y dialéctico, que requiere que cual-quier intento de comprender el presente migre entre lasprospectivas global y local.

Tal y como sostiene Jacques Derrida en «Ecografias dela televisión» (Ed. Galilée, INA, París, 1996), en la actuali-dad la desidentificación, la singularidad, la ruptura con la

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solidez identitaria, o la desconexión parece que son tannecesarias como su respectivo contrario. No es por tantorazonable, ni desable, tener que elegir («tertium non da-tur») entre la identificación y la diferenciación.

Bastaría con recordar en qué medida las identidades lo-cales, las diferencias y las singularidades terminan porglobalizarse al servirse para ello de los mismos nuevosmedios y cauces de comunicación con la sociedad de losque se sirven quienes deciden y postulan la globalización,como pueden ser Internet o la televisión por cable, en losque una imagen vale y es más eficaz que cientos de mono-grafías. Medios que contribuyen, tanto a generalizar launiformización, como a favorecer y divulgar la tribaliza-ción o la pertenencia a distintas tribus, ya sean virtuales oreales.

Ambivalente porque la relación entre la globalización yel poder de los Estados-nación no se produce tan sólo en elsentido de reducir este último, ya que en algunos ámbitoslos Estados-nación están viendo crecer y desarrollarse supoder y sus competencias. Ambivalencia, además, puestoque, si bien gran parte de las disputas y controversias en-tre empresas mercantiles se dirimen hoy mediante acuer-dos o arbitrajes privados, no deja de ser cierto que la justi-cia internacional conoce en la actualidad un crecimiento yun desarrollo en el campo de los derechos humanos quecarece de precedentes en el pasado inmediato, por no ha-blar del remoto.

b) Por la cosmopolitización inevitable de la vida polí-tica, cultural, social y mediática, así como por la patenteausencia de algo semejante a un gobierno democráticomundial. Nuestro planeta se encuentra cada vez más co-nectado, aunque no unificado, y ha ido evolucionandoprogresivamente hacia una situación en la que las nacio-nes y las regiones de cualquier punto del globo no sóloejercen entre sí una influencia recíproca, sino que depen-den en grado sumo unas de otras. Por decirlo con las pa-labras del jurista argelino Mohammed Bedjaoni (n. 1927)«lo que caracteriza al Derecho internacional del presente

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no es su crisis, sino más bien su transformación rápidaen el marco de un mundo que se encuentra en crisis. Lacaracterística dominante de este Derecho es hoy su pluri-dimensionalidad. El actual Derecho internacional es alDerecho internacional clásico lo que la geometría del es-pacio es a la geometría plana; las fronteras del Derechointernacional han quedado hoy considerablemente am-pliadas hasta el punto de haberlo convertido en el Dere-cho de lo universal»

Como tuvieron oportunidad de señalar en su «informe-memoria» presentado en octubre de 1974, en Berlín, en lasesión anual del Club de Roma, los profesores Mihajlo Me-sarovic, de la Universidad «Case Western Reserve»de Cle-veland (Ohio), y Edward Pestel, de la Universidad alema-na de Hannover, titulado «A Mankind at the TurningPoint» («La humanidad en la encrucijada», que se conocecomúnmente como el «Segundo Informe del Club deRoma»), la comunidad mundial constituye hoy un sistema,entendiendo como tal una pluralidad de elementos o par-tes integrantes entre los que existe un cierto orden, que asu vez posibilita la existencia del todo o conjunto. Elemen-tos que, en la medida en que presentan relaciones de in-terdependencia, aparecen ordenados en un todo bajo loque constituye el principio común de unidad.

c) Por la extraordinaria capacidad de difusión intersti-cial de la que parecen estar dotados los cambios y las in-novaciones en curso: la apertura e internacionalización delos mercados financieros, del capital, del trabajo o de laproducción, así como por la drástica expansión de la movi-lidad (turismo, trabajo migratorio, emigración, crecimien-to urbano...). Si desde sus albores la especie humana haido evolucionado con crecientes y más complejas formas dedisponer de información y de comunicarla a los demás,hoy, y gracias a una compleja serie de mecanismos e insti-tuciones, los componentes del entramado global se han ex-tendido por todo el mundo, contribuyendo a tal expansiónsu condición de ser, como de hecho son, susceptibles de re-producción en cualquier lugar del globo terráqueo, y como

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una de las consecuencias del aumento de forma vertigino-sa de su velocidad de transformación.

d) Por el crecimiento exponencial de la sociedad de lainformación, que se manifiesta como una de las conse-cuencias más evidentes de los cambios cualitativos en lastelecomunicaciones. Cambios que, a su vez, han proyecta-do numerosos efectos sobre la educación, el empleo, laciencia y la tecnología, los procesos de creación cultural, lagestión del conocimiento y la estructura misma de la so-ciedad, hasta producir auténticos nuevos modelos de acti-vidad humana y acaso hasta generando un nuevo tipo deser humano y modificando aceleradamente los paisajes ylos tiempos de lo cotidiano.

No siendo cierto, como no lo es, que la globalización en-gendre de forma incontrolada e inevitable un crecimientogeométrico de la desigualdad y de la pobreza, la globaliza-ción no favorece la extensión de ambas, pero sí las convier-te, cuando se dan, (y no es infrecuente que suceda) en másperceptibles y por ello en más insoportables.

La presencia de estos hechos en los medios, estímuloque provoca respuesta, aunque efímera, instantánea y di-latada, a nivel planetario, contribuye a crear una concien-cia de rechazo y una demanda de respuesta. Bien es ver-dad que la videodependencia y la fuerza de la televisión enla política, y en general en la cultura, denunciada por Gio-vanni Sartori en «Homo videns», determina que las políti-cas cada vez tengan menos relación con acontecimientosgenuinos, y cada vez se relacionen más con «acontecimien-tos mediáticos», esto es, con acontecimientos seleccionadospor la video-visibilidad, que hace que la realidad exista asu imagen y semejanza, que los agranda o achica segúnconveniencia, y que al hacerlo no sólo establece los marcosde referencia («framing») y los temas que serán discutidoso comentados, sino que los distorsiona, lo que proyectaconsecuencias especialmente graves en la política interna-cional. Los media al definir el horizonte cognoscitivo son«reality constructors» o, si se prefiere, co-productivos derealidad, en la medida en que deciden sobre qué temas,

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objetos o argumentos debe tenerse una opinión. En la co-municación, y en la medida en que la información es pro-ducción de sentido, no siempre se genera, como se creía enel pasado, la ordenada secuencia estímulo-respuesta, sinoque, en multitud de ocasiones, antes de que la respuestallegue se dispone de la interpretación del estímulo; de talmanera que la comunicación no se limita a emitir mensa-jes, sino que modifica las propias condiciones de su trans-misión, con la finalidad de estimular y anticipar las res-puestas de los destinatarios. A estos efectos, como sostieneGiovani Sartori, «el caso de Somalia resulta emblemático.¿Por qué intervenir precisamente en Somalia y no en otrospaíses africanos en los que también se pasa hambre y don-de se padecen conflictos tribales y sanguinarios por culpade los correspondientes «señores de la guerra»? Somaliaha sido una gran battage televisiva; una vez concluida sehan apagado los focos que la alumbraban y de Somalia yano se acuerda nadie, ni nadie nos cuenta que allí todo si-gue estando igual que antes de la intervención».

Sabíamos, o al menos deberíamos saber, que si nos en-frentamos a una organización de bandidos, o bien conse-guimos eliminarlos, o, en caso contrario, el enfrentamientohabrá resultado inútil. Pero la televisión (que ha llegado aser la autoridad cognitiva más importante de los grandespúblicos) montó una intervención sólo humanitaria, cuyafinalidad parecía ser exclusivamente la lucha contra elhambre. Somalia sólo podría ser, por tanto, un fracaso,fracaso que por otra parte la televisión no ha terminadonunca de explicar, ni nunca nos ha ayudado a entender.Los «media» pues no se limitan a reflejar y a expresar laopinión pública, sino que contribuyen de una forma a ve-ces determinante a producirla y a amoldarla. Los «media»viven de la exigencia de novedades, de la necesidad deproducir constantemente algo nuevo, sorprendente, exci-tante, lo que crea una dinámica de cambio perpetuamenteactivado, una excitación por lo nuevo y lo extravagante enel menos profundo de los sentidos, alimentando una acti-tud generalizada en la que la gente sólo se interesa por loúltimo, por lo inmediato.

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Un mundo de más de seis mil cien millones de habitan-tes, en el que la sucesión calidoscópica y sin tregua de inu-sitados acontecimientos reales o virtuales, de resultados yposibilidades que constantemente se están abriendo y pre-sentan una cambiante disposición (sin que haya razón al-guna que nos permita suponer que se aminorarán o ralen-tizarán en el inmediato futuro), se produce de tal maneraque parece que con el curso de su trayectoria estuviesetrazando una línea por completo errática y quebrada, li-brada a una deriva sin rumbo, que se niega a dejarse cali-ficar y clasificar, y que rebasa lo dado, al mismo tiempoque lo niega.

El curso de los hechos trazará así una línea tan erráticaque, además de generarnos la sensación de que nos hemossubido a un coche de «fórmula uno» en marcha que carecede conductor y de dirección —tal y como en un contextomuy semejante afirmara el Profesor de la Universidad deHarvard y del «Centro de Estudios Internacionales» de laUniversidad de Princeton, Richard J. Barnet, en «The Leanyears», 1980— desafía nuestra memoria, nuestra atención,nuestra capacidad de asimilación y nuestra intuición.

Hasta el punto que para poder seguir, caracterizar yatribuir sentido a un conjunto tan apabullantementeabrumador, como fragmentado y heterogéneo de datos (aveces menos que triviales), e introducir orden en el cursodel movimiento continuo del cambiante caos generado porlas repentinas e incesantes mutaciones que se suceden conuna celeridad vertiginosa, sería preciso disponer comoguía de algo semejante al ovillo de hilo de Ariadna, que,como a modernos Teseos, nos permita hallar la salida delsingular laberinto en que nos encontramos, y de este«mare mágnum» y confusión que nos invaden, así como, deuna capacidad de orientación, y de proyección y análisisde tendencias a medio y largo plazo que nos hagan supe-rar la «Fly Bottle» de la que nos hablara el filósofo aus-triaco naturalizado inglés Ludwig (Josef Johann) Witt-genstein (1889-1951), y nos faciliten discernir la realidadde lo pensado o imaginado del cambio, de su velocidad yde sus direcciones, así como tener una cierta idea global

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de la constantemente renovada complejidad del mundo.Capacidades de las que nunca he creído estar especial-mente pertrechado.

Ahora bien, no es menos cierta la necesidad que elhombre «a nativitate» tiene de orientación, de autoenten-dimiento ético-político, de saber a qué atenerse, reducien-do a márgenes razonables la incertidumbre e inseguridadque caracteriza su entorno —«todo entre los mortales tie-ne el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso», diría JorgeLuis Borges (1899-1986)— en un mundo que siempre harequerido la comprensión de sus claves para poder mane-jarse en él y adoptar así las decisiones pertinentes con unmínimo de discernimiento.

Constituyendo, como de siempre han constituido, laplanificación y la previsión del futuro, una de las másapremiantes y naturales necesidades del individuo, tal pa-rece que ahora se requiera practicarlas con una mayor exi-gencia y una superior radicalidad, ante la sensación dedesbordamiento con el nuevo escenario de potencialesriesgos de todo tipo (nucleares, químicos y biológicos),como consecuencia de los avances de la ciencia y de la tec-nología. Riesgos dotados de un alcance tan catastróficoque incluso no hay que descartar que lleguen hasta a hi-potecar el propio futuro de la humanidad.

Se habla así hoy del «Risk Analysis», del análisis deriesgos dotados de un enorme potencial de producción deuna serie de consecuencias en principio no deseadas,además de adversas para la vida humana, la salud, laprosperidad y el medio ambiente. No es razonable dejar detener presente la posibilidad de que en un futuro próximose produzcan acontecimientos no deseados, como resultadode un determinado curso de la acción humana. Circuns-tancia que nos compele a investigar con el debido rigor lasrelaciones causales entre nuestras acciones y sus posiblesresultados, a fin de modificar o eliminar las causas, y deevitar las consecuencias no deseadas, ya que, si no, se con-firmará el aserto del político y filósofo inglés Sir FrancisBacon (1561-1626) «el que no aplique remedios, deberá es-perar nuevos males».

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Esta nueva situación supone que, si ya en su «Medita-ción de la técnica» (1939) José Ortega y Gasset pudo afir-mar que «la vida humana y todo en ella es un constante yabsoluto riesgo», con el concepto de «riesgo» se hace ahorareferencia a un futuro calculable; a un futuro para el cual,en principio, es posible determinar lo que con alta proba-bilidad sucedería si se opta por favorecer un determinadocurso de acción o si por el contrario decidimos propiciarotro. En el marco actual las llamadas «apuestas de deci-sión» («decisión staken») pueden llegar a alcanzar un costetan elevado e indeseable que cabe la posibilidad de que hi-potequen el propio futuro de la humanidad.

Siendo importantes, como sin duda lo son, los nuevosretos que para el estudio del futuro inmediato y no tan in-mediato (si lo hay) suscita el análisis de los riesgos y delas posibilidades catastróficas, bien cierto es que todavíase hace más acuciante si cabe la investigación del futuro,en el contexto del presente y en virtud del marco de la mo-dernidad y de nuestro «Zeitgeist», en lo que tiene de men-talidad predominante de una época que por muchos títu-los se encuentra abocada con preferencia al futuro, y decorriente cultural que de manera constante se interrogasobre el propio futuro, al que concibe como posibilidad di-ferente y acaso mejor que el presente y el pasado, y queatiende al presente con preferencia en lo que este tiene deanuncio y momento ligado al tiempo «que ha de venir»(Göran Therborn, «Europa hacia el siglo XXI. Especifici-dad y futuro de la modernidad europea», Editorial SigloXXI, Madrid, 1999).

Tal y como argumentara Reinhart Koselleck en «Acele-ración y secularización» (1989), la aceleración postcristia-na del tiempo histórico que caracteriza desde hace más dedoscientos años nuestro mundo vital transformado en sen-tido técnico-industrial ha determinado que la cuestiónconcerniente a la aceleración citada coincida «tout court»con la cuestión del futuro en la modernidad. Una época enla que, como sostuvo el miembro de la Academia francesaJean Guitton en «Ce que je crois» («Lo que creo», EditionsGrasset, París, 1973), «el futuro se encuentra en la sustan-

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cia del tiempo presente, en una medida superior a lo quelo estuvo en cualquier otra época anterior».

Este conjunto de circunstancias han determinado laemergencia y el desarrollo progresivo de dos notables gé-neros de profetas que practican los dos tipos de determi-nismo al uso en la historia de los individuos y las socieda-des. Determinismos que pueden ser, y de hecho han encon-trado con frecuencia acogida en numerosos estudiosos quedesarrollan su actividad en el campo de la investigaciónhistórica, tal y como ha puesto en evidencia en su análisisdel determinismo el pensador finés Georg Henrik vonWright (n. 1916), miembro fundador de una fecunda es-cuela escandinava de filosofía analítica, que en la décadade los cincuenta había contribuido decisivamente comopionero al desarrollo inicial de la lógica deóntica (esto esde la lógica que estudia y formaliza los enunciados que in-dican prohibiciones, prescripciones y autorizaciones) y dela lógica de la acción, en analogía con la lógica modal pro-posicional.

Así se manifestaba Von Wright en el volumen «Expla-nation and Understanding», «Explicación y comprensión»,editado por el sello editorial Cornell University Press—Cornell (Ithaca), Cornell University Press, New York—,en 1971, a cuya «Alma Mater» estuvo vinculado como«Andrew D. White Profesor at Large». Texto con el queVon Wright interviene en el debate sobre la historia y lahistoriografía desde la perspectiva de la filosofía analíti-ca. A partir de las premisas de William H. Dray («Lawand Explanation in History, Oxford, 1957), que reafirma-ron con las concepciones de la tradición historicista queentiende que la comprensión histórica difiere profunda-mente de la explicación científica, al tratar de objetos dis-tintos, ya que versa —la comprensión histórica— sobreacciones de seres como nosotros, lo que determina que elcomportamiento humano sea irreductible a las leyes de laexplicación científica, al no poder prescindir para su com-prensión de los objetivos específicos que el agente se asig-na a sí mismo, ni de las normas y ciencias específicas queorientan dichas asignaciones, por lo que W. D. Dray sos-

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tiene que la lógica de la comprensión histórica difiere dela lógica de la explicación causal, no obstante Von Wrightse distancia de W.D. Dray al identificar un elemento tele-ológico en la lógica propia de la explicación histórica, ele-mento teleológico en el que se valora y prefigura el fin olos fines globales a partir de los cuales se orienta la ac-ción. Obra en la que, al mantener el punto de vista inten-cionalista causalista, expresa su reconocido interés porevitar cualquier tipo de reduccionismo, y por eludir el fre-cuente dualismo de nociones en apariencia contrapuestas,pero dotadas de vínculos conceptuales que las relacionan.Preocupaciones que se proyectan en la investigación so-bre las relaciones entre las nociones de comprensión y ex-plicación, por una parte, y las nociones de causalidad y li-bertad (o acto libre), por otra, que le llevan a identificarlas dos variantes de profetas:

a) el abundante grupo de los profetas que anticipan elfuturo o se arriesgan a conjeturar sus líneas genera-les, y

b) el de los, por otra parte no menos numerosos, profe-tas retrospectivos, expertos en predecir los rasgosdel pasado «post-festum», y que, «ex post facto»,nunca manifiestan sorpresa de ningún tipo sobrenada de lo que haya podido acontecer, sin que conanterioridad a su acaecimiento hubieran sabido nitan siquiera atisbar la más minúscula de sus carac-terísticas.

El primero dice relación al punto de la «predecibilidad». Elsegundo dice relación al punto de la «inteligibilidad» de losprocesos históricos y sociales. Aún cuando se consideraplausible denominarlos respectivamente predetermina-ción y postdeterminación. Siempre en el entendimiento deque la inteligibilidad de la historia de hecho no es sinouna forma de determinismo «ex post facto».

Tampoco es menos verdad que entre nosotros se en-cuentra en extremo arraigada la idea de organizar el pa-sado en siglos históricos que nos faciliten o permitan tra-bar un discurso que atribuya determinada forma a las dis-

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tintas épocas, y efectúe retrospectivamente cisuras o cor-tes en el calendario, trace balances o arqueos de lo que hadado de sí un conjunto que parece dotado, las más de lasveces, de «textura abierta» («open texture»), y que atribu-ya cierta significación congruente a períodos que con granfrecuencia se diría que eluden con éxito cualquier intentode identificación.

Siglos que operan como indicadores temporales o subdi-visiones en el curso continuo de la historia, de la vida dela humanidad en el tiempo. Cisuras que cobran a menudoun sentido orientador de la acción, en parte análogo al queen el ámbito de la geografía ejercen los cuatro puntos car-dinales, que dividen el horizonte en otras tantas partesiguales.

Instrumento de cómputo que, entre otras cosas, pertre-cha a los individuos de sistemas estables y ciertos de rela-cionarse o situarse respecto al tiempo. Instrumento dotadode valor vital, y que muy pronto se erigió en una gran con-quista en materia de unidad del calendario superior alaño, al decir del historiador francés, Jacques Le Goff—uno de los más caracterizados exponentes de la corrien-te historiográfica heredera de la tradición de la «Escuelade los Annales», que a finales de la década de los setentase autopresentó como «La nouvelle histoire» («Nueva his-toria»), en la que se inserta la obra de Roger Chantier, (re-presentante de la cuarta generación de los Annales, elmás reputado especialista en la historia del libro y de lalectura), François Furet (1927-1997), Jacques Revel (n.1942), Jean-Claude Schmitt, que procedió a consagrar ycanonizar la aportación original de quien durante más deveinte años dirigiera la revista, Ferdinand Braudel (1902-1985), cuya postura ante la filosofía de la historia tomacuerpo en la colección de artículos sobre el tema publicadaen 1969 con el titulo «Ecrits sur l’histoire», «Escritos sobrela historia», en la que se reagrupan textos redactados apartir del año de su tesis, «Le Méditerranée et le mondeméditterranée à l’époque de Philippe II» («El Mediterrá-neo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II»,París, 1949), la ilustración más célebre del espíritu de los

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«Annales», corriente innovadora que da la espalda a latradición positivista y a la llamada, no sin cierta ironía,historia «historizante» que tenía en la «Revue historique»su órgano de expresión más característico.

Novedad que quizá fuera preparada en la Baja EdadMedia a partir de la celebración del primer jubileo en elaño 1300, por iniciativa del papa Bonifacio VIII —Bene-detto Gaetani (circa 1235-1303), que por los mismos años(1296-1303) libraba con Felipe IV, el Hermoso (1268-1314),de Francia un conflicto inicialmente surgido en torno a lajurisdicción sobre los bienes eclesiásticos, que generó elenfrentamiento doctrinal entre los llamados «curialistas»(partidarios del Pontífice y exponentes de una teoría delpoder directo del sacerdocio en lo temporal) y los conocidoscomo «legistas» (defensores de los derechos de la coro-na)—. Jubileo que en sus primeras conmemoraciones eraperiódicamente anunciado cada cincuenta años. Jubileoque, ya desde sus inicios, favoreció toda una práctica reno-vada y continuada de celebraciones, los centenarios, quepueden a su vez tener, como es notorio, múltiplos.

Siglos históricos que ni al corresponder a los nudostemporales que los propios acontecimientos tejen, no nece-sariamente coinciden siempre con absoluta precisión conlos objetivados siglos cronológicos-aritméticos, producto deuna mera división del calendario, ni se ciñen al corsé delas fechas redondas. Se impone traer así a colación, unavez más, la sugerente tesis central del innovador opúsculoque sobre el tiempo («Uber die Zeit») publicara el sociólogojudío alemán, naturalizado inglés con ocasión de la diás-pora, y que terminará siendo profesor de la Universidadbritánica de Leicester, Norbert Elias (1897-1990).

Opúsculo en el que quien a principios de los años veintefuera ayudante del profesor Karl Mannheim (1893-1947)en la cátedra de «Sociología» de la Universidad de Frank-furt, sostiene que el tiempo es más propiamente una insti-tución social que se encuentra vinculada al individuo deun modo indisoluble, desde el momento en que este crece yse desarrolla en el ámbito de una sociedad a la que perte-nece esa precisa concepción e institución del tiempo. Lo

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que supone tanto como descartar que el tiempo sea propia-mente un fenómeno, esto es, un hecho objetivo de la crea-ción natural, o una percepción, o experiencia psíquica (o loque es lo mismo, una singular manera de contemplar loseventos que se fundamentan en la peculiaridad de la con-ciencia humana y que, en consecuencia, subyace como con-dición y posibilidad de cualquier tipo de experiencia).

Tiempo que, así concebido, vendría a sumarse a laamplísima relación de cosas, objetos, teorías o ideas quetienen la condición de auténticos «constructos sociales»,que ha sido propuesta por el catedrático de «Filosofía» dela Universidad canadiense de Toronto y destacado miem-bro del «Instituto de Historia y Filosofía de la Ciencia y dela Tecnología» de dicha «Alma mater», Ian Hacking, en sucontribución-participación al combate y disputa, sin tre-gua hasta la fecha, que sobre la materia se viene desarro-llando en la mayor parte de los «campus» norteame-ricanos, y que tiene por título «The Social Constructionof What?» —«¿La construcción social de qué?», HarvardUniversity Press, Cambridge (Massachusetts)-London,1998—.

Los «saecula», constructo atribuido a los historiadores yeruditos humanistas, mediante la correspondiente deriva-ción de la palabra latina «saeculum» —que había sidoaplicada en la cultura romana a períodos de duración va-riable (que a menudo aparecían ligados más bien a la ideade una generación humana), y que en el vocabulario de laPatrística, al decir de R.A. Mask, emerge con la finalidadde identificar secuencias temporales visibles para la per-cepción humana—, han dejado de ser lo que en el pasadofueron: esto es, meros auxiliares aditivos o simples ayudasde clasificación temporal que subdividen convencional yestipulativamente períodos de tiempo, en fracciones decien años. Períodos que acotan o suspenden ficticiamenteel curso del tiempo, y que, al hacerlo, nos permiten orde-nar diacrónicamente las diversas materias simultáneas, ynos facilitan así la orientación en el incesante flujo delacontecer y en la sucesión de los procesos sociales y natu-rales en que nos encontramos inmersos.

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En ocasiones los siglos, sin perder, por ello, del todo esafunción originaria, han terminado adquiriendo de formaprogresiva un significado histórico propio y característico,en la condición de unidades coherentes y cargadas de sen-tido, que nos permiten elevarnos por encima de la azarosacontingencia de los sucesos singulares, reducir la compleji-dad, reencontrar algún tipo de sistematicidad o unidad, alo que se presenta fragmentario o atomizado, y establecergradaciones, normas y preferencias.

Hasta tal punto es así que, incluso en ocasiones, los si-glos han terminado condicionando y encorsetando, de for-ma no deseable, el trabajo de algunos historiadores, quese han convertido de este modo en prisioneros o rehenesde un tipo de subdivisión temporal, de un molde artificial,que, con su canonización, a veces ha impuesto una pecu-liar forma de tiranía a la historia, como si los siglos estu-viesen dotados de una existencia propia, o presentasenuna unidad cerrada, a la manera de compartimientos es-tancos, y como si las cosas cambiasen de forma inevitabley sincronizada en fecha fija, con el transcurso de ese lapsode tiempo y el mero tránsito de un siglo a otro.

Actitud expresada con toda su radicalidad por HolcombB. Noble con las palabras mediante las que abre su «Intro-ducción» al volumen colectivo «Next. The Coming Era inScience» (New York, 1986): «Cuando se levante el telónpara dar paso al siglo XXI se iniciará el proceso de revolu-ción de un mundo científico y tecnológico jamás soñado,jamás imaginado siquiera en el ancho reino de la fantas-magoría». Reafirmadas en el capítulo noveno, conclusivode la obra, con el título «Más allá de lo que conocemos»cuando manifiesta: «En muchos aspectos importantes elsiglo XXI promete llegar a explicar lo inexplicado. No re-sulta difícil imaginar al siglo XX como un punto arbitra-riamente elegido, a partir del cual el siglo XXI se desple-gará prácticamente en todas las direcciones y dimensio-nes, elaborando lo conocido y explorando lo desconocido».De nuevo pensadores dotados de un juicio en aparienciamás que equilibrado, incurren en la innoble fantasía deproclamar a su tiempo, desde la contemplación pasiva y

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satisfecha, como «la más grande ocasión que hubieran co-nocido los siglos».

El desarrollo de este proceso de derivación de lo quefuera un adecuado instrumento de periodificación históri-ca en un rígido y asfixiante corsé, ya fue denunciado aprincipios de los años cuarenta por el especialista en his-toria medieval Marc Bloch (1886-1944) en su inconclusareflexión-manifiesto sobre el método de la historia a partirde la crítica de la concepción de la historia como simple re-gistro de acontecimientos apoyado en documentos escritos,«Apologie pour l’histoire ou métier d’historien» («Apologíaa favor de la historia u oficio de historiador») redactada ensu refugio en la Creuse a partir de 1941, y de cuyo arregloy edición en 1949, en el sello editorial «Librairie ArmandColin» de París, como tercer volumen de los «Cahiers desAnnales», cuidó con atención fraternal su colega de la Uni-versidad de Strasbourg, con quien había fundado en 1929,el año de la «gran crisis», la revista «Les Annales d’His-toire Economique et Sociale», el profesor Lucien Febvre(1878-1956).

Por expresarlo con los precisos términos de que se sirveel profesor de la «Ruhr Universität» de Bochum, ReinhartKoselleck, en su fundamental obra sobre la comprensiónhistórica, que ha sido interpretada por alguno de sus críti-cos (Karl-Georg Faber) como la contribución alemana másimportante de las últimas décadas a una teoría de la his-toria, las experiencias y los distintos tiempos históricos,que en poco tiempo parece haberse convertido en un clási-co absoluto: «Los siglos... se convierten en precursores dela reflexión temporal... adquieren cada vez más una pre-tensión histórica autónoma. Se comprenden como unida-des coherentes y cargadas de sentido. El siglo de la Ilus-tración es pensado por los contemporáneos de esa forma yse sabe, por ejemplo en el filósofo y escritor francés Voltai-re (François Marie Arouet, 1694-1778), diferente al «Sièclede Louis XIV» («El siglo de Luis XIV», monografía históri-ca cuya redacción iniciara Voltaire en 1732, se encontrabacasi acabada en 1739, y se publicó en Berlín el año 1751).El «genius saeculi» es un concepto precursor del espíritu

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del siglo. De este modo, los siglos han terminado por con-vertirse en conceptos temporales de experiencia históricaque, en tal condición, proclaman la imposibilidad de inter-cambiar su singularidad como unidades del acontecer»(«Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zei-ten»-«Futuro pasado. Para una semántica de los tiemposhistóricos», Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1979).

VI. Si, como parece de hecho, cada época, además dedefinirse por sus peculiares obsesiones, rutinas, fascina-ciones y problemas, y de tener una percepción del tiemporadicalmente suya, a fin de traer el pasado hacia el pre-sente para que, tal y como postulara uno de los más im-portantes intelectuales y filósofos de la tradición críticadel siglo XX, Walter Benjamin (1892-1940), la representa-ción existencial correspondiente genere conceptos, cate-gorías del pensamiento, maneras de pensar y sentir, y uti-llajes mentales propios (en el sentido manejado por LucienFebvre), y contenga acontecimientos que no menos «le sonpropios» —por decirlo con la afortunada expresión de quese sirvieron al redactar la voz «Historische Erkenntnis»(«Conocimiento histórico») de la «Deutsche Enzyklopädie,oder Allgemeines Real-Wörterbuch aller Künste und Wis-senschaft» (Frankfurt am Main, 1787) el filósofo de la his-toria alemán Heinrich M. G. Köster—, hasta el punto queen la práctica ha alcanzado la condición de axioma la ideade la relativa unidad e irrepetibilidad de cada siglo, pare-ce que se impone la conveniencia —que para más de unosería propiamente una auténtica necesidad—, de recompo-ner todo tras la cisura que se supone vendrá a introducirde hecho, o sólo en apariencia, en nuestro imaginario co-lectivo el inminente cambio de siglo.

Ruptura que se constituirá, de este modo, en la em-blemática y paradigmática plataforma de ilusiones y de-sesperanzas, hasta el punto de llegar a generar (de hechoya está ocurriendo) en la sociedad de la información riadasde tinta impresa y de palabras habladas, destiladas dia-riamente por los distintos medios de comunicación y desti-nadas a su tratamiento. Conjunto que, por su temática

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común y cantidad, acaso constituya ya un auténtico sub-género literario que, como no podía ser menos, conoce unmayor desarrollo y encuentra un desproporcionado ecomediático en sus vísperas más próximas.

Nuevo siglo pasa a ser pretexto, y a la vez motivo, dela intensificación de la memoria del inmediato pasado.Se abre así una apresurada competición a fin de ofreceruna, lo más diáfana posible, interpretación de conjuntode esa supuesta unidad que constituiría la que acaba depasar a ser centuria pasada. Nada tiene de extraño queasí suceda, puesto que, como apuntara el filósofo y ensa-yista alemán Peter Sloterdijk, para poder pensar el futu-ro, que en parte ya se encuentra activo entre nosotros, serequiere, antes que nada, pensar de manera diferente elpasado.

Mucho más cuando el actual siglo, tiempo de progresoprometedor sobre el que hace bien poco se encabalgaroncon entusiasmo movimientos que en su día anunciaron sinespecial éxito una vida mejor, o una vida constructora demás, ha sido presentado hasta la perversidad por algunosintelectuales pletóricos de optimismo, como el siglo del«fin de la historia» (Francis Fukuyama) con la llegada deuna civilización en cuyo seno ya no cabría esperar ningu-na transformación histórica importante. Entendiendo portal fin de la historia «el punto conclusivo de la evoluciónideológica de la humanidad» mediante «la universaliza-ción de la democracia liberal occidental como forma defini-tiva de gobierno humano», y principio de legitimación polí-tica dotado de valor universal, en la pretensión de haberconvertido el progreso en algo más allá de una perspectivade futuro, en una tradición que, sobreimpuesta a la cultu-ra, acabe por desplazar y arruinar la memoria histórica,desligando el ser de la herencia en un mundo aferrado a lasuperioridad de la conciencia actual, que preludia el arri-bo de lo que parecen ser conquistas «todavía más asom-brosas, que auguran para el hombre un porvenir de prodi-gio» —Salvador de Madariaga (1886-1978) «dixit»—, sobreun pasado tejido en gran parte de prejuicios, exclusiones ocrímenes, lo que cada vez hace más difícil que podamos

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conseguir aprender, y servirnos de él, como una fecundafuente de conocimiento.

De aquí que tal vez no se pueda ni analizar, ni entenderel presente del Derecho internacional público, de las rela-ciones internacionales, y de la sociedad internacional, ni eldespliegue de posibilidades de desarrollo y de nuevos rum-bos que alumbra en su ámbito el cambio social y tecnológi-co de las postrimerías del siglo XX, sin contrastarlos deuna manera empírico-teórico-política con escenarios de fu-turos alternativos, con nuevos marcos teóricos, conceptua-les y hermenéuticos que, además de romper de una vezpor todas con los lugares comunes que han venido rigiendonuestra percepción de la experiencia y de orillar, por tan-to, los mecanismos necesarios de la convención, redefinanlos viejos conceptos en un sistema de referencia cosmopo-lita, en el que cada vez se impone en mayor medida la rea-lización de lo universal (en los niveles físico, político,económico, comunicacional y científico) e impidan que lasnuevas y poliédricas realidades, motivo de constante per-plejidad, que están transformando y desplazando de unmodo tan radical las anteriores constelaciones históricas,sean despachadas con la simplificadora calificación desimples anomalías o de meras excepciones, o se nos ocul-ten más bien (como por otra parte tantas veces ha sucedi-do) debajo de la gran alfombra de lo institucionalizado, ode lo normal, o tras la ilusión de que en lo fundamentallos datos básicos perduran por la propia persistencia delas categorías mentales, paradigmas, estrategias cogniti-vas, tipologías, registros, instrumentos y esquemas teóri-cos de análisis mediante los cuales, según parece, todacultura pondera y sustenta en sus respectivos libretos yguiones pautados la creencia en lo que entiende constituti-vo de su propia obviedad.

Dadas las importantes analogías existentes entre lascircunstancias que ofrecen en el presente las profundas yaceleradas reorientaciones que se están produciendo tantodel orden internacional como del orden económico, no con-sidero que resulte ocioso acoger, en el ámbito del primero,los análisis que sobre las transformaciones de carácter ra-

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dical de los órdenes económicos y la concepción del procesode cambo económico, han venido siendo ofrecidos por lamejor doctrina económica desde la acaso más remota deleminente moralista, historiador y filósofo de la política,una de las figuras más sobresalientes del siglo XVIII,Adam Ferguson (1723-1816) en su «An Essay on the His-tory of Civil Society» —«Un ensayo sobre la historia de lasociedad civil», London, 1767, un texto del que bien podríadecirse que fue y aún hoy continúa siendo, a la vez, céle-bre y poco leido. «La primera historia natural de la socie-dad humana» al decir del sociólogo de origen polaco Lud-wik (Ludwig, Luís) Gumplowicz (1838-1909)—, pasandopor el economista y filósofo austro-británico, Premio Nobelde Economía en 1974, Friedrich August von Hayek (1899-1992), hasta nuestros más próximos en el tiempo, los tra-tadistas E.U. Cichy, G. Gäfgen, Norbert Kloten, B. Kruggo H. Leipold.

Tras la conclusión en el orden internacional de la etapaque desde la óptica de la seguridad nacional se ha identifi-cado como de predominio de la bipolaridad rígida Este-Oeste, con el subsiguiente establecimiento de un demen-cial equilibrio del terror y de la disuasión reciproca, fun-dada en la «certeza de la destrucción mutua asegurada encaso de guerra directa» («mutually assured destruction»),nos encontramos hoy ante un no menos convulso períodode cambio de la realidad internacional y del orden mun-dial, que desafía el orden político y social surgido de la se-gunda postguerra, así como de modificaciones sustantivas,tanto de los «roles» dominantes como de los subalternosdel sistema.

Cambio de alcance y significado genuinamente epocal,que no puede presentarse como si en realidad se trataratan sólo de la continuación o de la nueva fase del períodoprecedente, o de un mero producto del despliegue de losprocesos evolutivos ordinarios en los que lo cotidiano, alplantear nuevos problemas, hubiera determinado el desdi-bujamiento o la evaporación de una concepción que habíasido asumida y no era discutida en las últimas décadas.Por el contrario, más bien nos encontramos ante lo que

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puede calificarse, con la novelista francesa Viviane Forres-ter, sin incurrir al hacerlo en exageración alguna, deauténtica mutación estructural de la civilización.

Mutación que ha transformado de manera radical el or-den internacional y las relaciones internacionales, al ha-berse producido una auténtica ruptura, con «la llegadaprematura del futuro», en el que los factores internaciona-les se han convertido en elementos constitutivos de la his-toria interna de cada Estado, tal y como ha puesto en evi-dencia el profesor de la «London School of Economics»,Fred Holliday.

Como apuntaran B. Badie y Marie-Claude Smouts, lospropios términos más en boga en el discurso que se ha ge-nerado al respecto parecen confirmar el diagnóstico: se ha-bla así, y con una reiteración que a veces llega a resultarirritante, de «turbulencias», «transición», «hundimiento»,«caos», «anomalías», «islotes» o «estabilidad», palabras es-peciales indispensables que constituyen el «vocabulario mí-nimo del relato» («Le retournement du monde. Sociologiede la scène internationale», Dalloz-F.N.S.P., París, 1992).

Trasformación que en buena parte refleja una defini-ción innovadora y plenamente consciente de sus priorida-des, con la intención deliberada de formular y constituirun sistema nuevo y alternativo. Nos encontraríamos portanto ante lo que en cierta medida sería la expresión deun proyecto, de una voluntad y de unas acciones políticasdotadas de claros objetivos que, según todas las eviden-cias, parece que nos están conduciendo a un salto decarácter cualitativo. En definitiva, a la sustitución del vie-jo sistema por otro sistema bien diferente. Cambio quehace necesario relativizar, o al menos, poner en tela de jui-cio, todo —o casi todo— aquello que en el pasado se teníapor asentado. Cuestionando así el llamado mundo de lasevidencias colectivas, el mundo de lo «dado por supuesto»,del «taken-for-granted», del «ça-va-de soi»,o lo que es lomismo, el mundo de lo que hace prácticamente nada seconsideraba, en la convicción más común y extendida,exento de cualquier indagatoria, o se entendía que estabaeximido de todo proceso de análisis.

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Tal y como concluyera el catedrático de la «LondonSchool of Economics» y Director del Instituto de Sociologíade la «Ludwig-Maximillians Universitat» de München, Ul-rich Beck en «Schöne neue Arbeitswelt» (1999), en una so-ciedad como la del presente, en la que la economía mun-dial se sitúa frente al Estado como metapoder, en la quelos poderes e influencias de los actores de la economía glo-bal se expanden a través de la extraterritorialidad, ha-biendo crecido entre 1986 y 1995 más de seís veces lastransacciones de los mercados internacionales, y en la seencarece de forma privilegiada la celeridad, en la que seha disgregado todo aquello que hasta hace bien poco senos mostraba o parecía ser homogéneo en el análisis, y enla que todavía sobreabundan arriesgadas propuestas tota-lizantes de comprensión, es preciso descifrar el futuro me-diante nuevas categorías que se encuentran por completoliberadas de las anticuadas gangas del pasado que aún co-lonizan nuestras conciencias, minan la percepción de losproblemas y embotan y determinan el enmudecimiento delas alarmas que nos aconsejarían hacer las cosas de otromodo, ya que no parece razonable pretender realizar unalectura del futuro y de sus insólitos desafíos sin prescindiral hacerlo de una serie de presupuestos que se encuentrananclados en nuestros prejuicios pretéritos, en los hábitosheredados, o en las ideas recibidas, y en todo aquello denuestra forma de abordar y aceptar la realidad que no noscuestionamos, y que, en más de una circunstancia, nos lle-va inevitablemente a un achatamiento de las miradas y delas percepciones, y nos suministra interpretaciones delmundo y de sus trasformaciones que con preferencia noestán en disposición de explicárnoslo y que, por el contra-rio, más bien sirven para impedir que lo comprendamos, yaún más, y sobre todo, para dificultar cualquier intento decambiarlo (Annie Lebrun, «dixit»): «Leer el futuro —argu-menta Ulrich Beck— a partir de las tendencias y los datosactuales resulta tan problemático como tratar de determi-narlo con exactitud a través del escrutinio de los posos decafé en la taza. Deberíamos exagerar todas las interrogan-tes sobre la configuración del futuro, y no por mero prurito

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de radicalismo, sino para acabar con la apariencia de ob-viedad, naturalidad y eternidad, en las que de ordinario seatrinchera el «statu quo» a fin de poder resistir mejor fren-te a su cuestionamiento».

Bien puede traerse aquí la feliz metáfora de J. P. Henryen su tantas veces celebrado artículo «La fin du rêve pro-methéen? Le marché contre l’Etat» («¿El fin del sueño pro-meteico? El mercado contra el Estado», 1991) cuando nosanima a adaptar nuestros tradicionales modelos teóricosde análisis a la nueva situación existente, en la que laEconomía ha desplazado en gran parte al Derecho y a laPolítica, en la que los comportamientos humanos tiendena ser regulados progresivamente por los mercados, en laque las instituciones y organizaciones transnacionales seconvierten en algo semejante a auténticos Estados priva-dos que adoptan decisiones que vinculan a muchas colecti-vidades, lo que ha favorecido el actual «repliegue del Esta-do», si bien el Estado —quizá la forma política más perfec-ta al decir de Carl Schmitt— continúa desarrollando unaactividad normativa importante, llegando a sostenerseque esto es así únicamente con vistas a que se pueda ges-tionar mejor el mercado mediante una serie de normasque, lejos de imponerle a éste una dirección heterónoma,reflejen y acojan con notable fidelidad sus propias exigen-cias, y donde la guerra económica es hoy quizá una de lasformas más virulentas en las que se manifiesta el enfren-tamiento entre los grandes países, así como una de lasmodalidades más características de expresión actual de sutodavía no del todo desaparecida voluntad de dominio, ode su nunca enmudecida ambición de reconocimiento y derelevancia exterior.

De no proceder así, podría ocurrir que los viejos clichésestereotipados interfieran en la claridad de ideas, no tantopor lo que exageran, cuanto por lo que ocultan, y continua-ríamos difundiendo ideas cuyo plazo de caducidad ha tras-currido con creces. Ideas que tan sólo son una tardía voz, oun demorado destello, que nos llega de lejanas estrellasque de hecho se han extinguido hace ya mucho tiempo (ypido excusas por el recurso a tan manidas metáforas).

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Como nos recordara el historiador y geógrafo norteame-ricano David Lowenthal (n. 1929) en el primer capítulo,«Revisad el pasado. Sueños y pesadillas», de «The Past is aForeing Country» —«El pasado es un país extraño», Cam-bridge University Press, Cambridge (Massachusetts),1993—, hace apenas una generación había una serie deplanificadores visionarios que pretendían que era posiblepercibir los vagos contornos del futuro de la misma formacon que podemos percibir los países, o acercarnos al futurode la misma forma con que nos aproximamos a Italia, o acualquier otro territorio o Estado; o que incluso pensabanque no era difícil tratar de recrear el futuro por la media-ción de una réplica.

Hoy, por el contrario, tal y como apunta David Lowent-hal, «ese futuro ya no es más que un recuerdo nostálgico.Lo que se nos aparece como espléndido, horrendo, o sim-plemente ordinario, es un panorama que cambia con cadaespectador y en cada circunstancia de tiempo o de lugar.No sabemos con certeza lo que vendrá en el futuro. Los de-seos se incumplen de una manera notoria». En todo casono puedo dejar de admitir, al igual que lo hiciera un civi-lista en contexto análogo, que tampoco me veo asistidopara la práctica de tales indagaciones por el don de la pro-fecía, o de la premonición en grado suficiente, ni por elarte de formular presagios, vaticinios, augurios o previsio-nes en cualesquiera de sus tantísimas modalidades.

Tal parece que no sea disparatado admitir al respectoel testimonio W. Warren Wagar en «A short of History ofFuture» (1989), cuando asegura que en la actualidad elnúmero de perspectivas y variables disponibles es dema-siado amplio, la velocidad de cambio es aceleradamentecreciente, y nuestro conocimiento se diría que resulta ex-cesivamente imperfecto, como para que sea posible reali-zar algo semejante a una auténtica predicción científicadel futuro —cuyas puertas, conforme a lo que nos dejaradicho el filósofo espiritualista francés Henri Bergson(1859-1941), «se encuentran completamente abiertas»—, ycomo para que me atreva a diseñar, aquí y ahora, el Dere-cho internacional que será. Pese a lo que sostuvo el filóso-

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fo, economista y revolucionario alemán Karl Marx (1818-1883) al entender que el futuro constituye el verdadero ob-jeto del conocimiento social, y al identificar las que su-ponían eran inevitables fases sucesivas del proceso de de-sarrollo social.

Aún cuando, como ha esclarecido hasta la evidencia elprofesor de las «Facultés Universitaires Saint-Louis»(Bruxelles) François Ost (n. 1952) en la «Oberture» a unade sus obras de arquitectura más compleja, «Le temps dudroit» (Editions Odile Jacob, París, 1999), la tentación deldeterminismo sea uno de los rasgos que caracterizan estaépoca, en la que la cultura con demasiada frecuencia seencuentra marcada por el instantaneísmo, la sobrevalora-ción del presente y la incapacidad de articular pasado yporvenir, memoria y proyecto, no por ello es menos obvioque nada en el pasado determina por completo el futuro.

Al decir del catedrático de «Teología» de la «Facultad deTeología» de la Universidad de Münster, Johannes BaptistMetz (n. 1928), el futuro es en un sentido esencial, en suradicalidad una realidad aun no consistente, incluso unarealidad que «jamás ha sido u ocurrido todavía». O, lo quees lo mismo, lo «nuevo» en un sentido propio. Hasta elpunto que «la relación para con semejante futuro es másbien una relación de carácter operativo, y la propia teoríade dicha relación se encuentra acentuadamente referida ala acción».

Futuro que, en ningún caso, tiene la condición de puradeterminación, ya que, conforme al «locus classicus» aris-totélico sobre el problema de la estructura y el valor deverdad de los enunciados sobre los futuros contingentes(«De la interpretación», Capítulo IX, 18 a 27) latinizadocomo lema del arte del cálculo de oportunidad y conve-niencia —en un momento en que el concepto de tiempoemergía como expresión de la capacidad de la concienciahumana para entender la vida y explicar la experien-cia—, desde el realismo político y el humanismo cívico(republicanismo) por el patricio florentino FrancescoGuicciardini (1483-1540), en sus «Ricordi politici e civile»(«Recuerdos políticos y civiles», París, 1576), el futuro no

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se encuentra unívocamente determinado («De futuris con-tingentibus non est determinata veritas», «No está deter-minada la verdad de los acontecimientos futuros»). A es-tos efectos bien podríamos decir con Oswald Spengler(1880-1936) en su morfología de la historia universal,«Astra inclinant, non trahunt» («Los astros inducen, noarrastran»).

Al ser el futuro contingente, no se encuentra escrito deuna vez por todas, ni desarrolla una recurrencia cíclica,por lo que no deberíamos permitirnos darnos por vencidos,ya que —tal y como sostuvieran con tantos otros, peroellos de forma egregia, los historiadores de las ideas y filó-sofos de la política sir Isaiah Berlin (1909-1998) y MichaelJoseph Oakeshott (1901-1990)— permanece abierto a muyvariadas contingencias, como un barco navegando en «unmar sin fondo e infinito, en el que no hay abrigo ni fondopara el anclaje; ni un lugar de partida, ni un destino de-signado» («Rationalism in Politics»; 1962), que se encuen-tra abierto al «juego de lo contingente», de lo inesperado yde lo imprevisto, y al depender del entre-juego de la cir-cunstancia, el azar (tyché, es decir, «fortuna») y el carácter,tal y como sostuvo Oakeshott en su obra editada postuma-mente en 1996 por Timothy Fuller, «The Politics of Faithand the Politics of Scepticism» («La política de la fé y lapolítica del escepticismo», escrita acaso entre la conclusiónde la Segunda Guerra Mundial y el año 1952). Sólo sepuede identificar en la historia una línea homogenea dedesarrollo «si se hace de ella un muñeco para practicar lashabilidades del ventrílocuo».

Tal es la historia, proceso abierto y ajeno a toda formade concepción univoca o de dirección única, sostiene AlbertCamus en el segundo de los volumenes de la edición desus «Carnets»: «Malgré les illusions rationalistes, mêmemarxistes, toute l’histoire du monde est l’histoire de la li-berté. Comment les chemins de la liberté pourraient-ilsêtre determinés? ... Dieu lui-même, s’il existait, ne pou-rrait modifier le passé. Mais l’avenir ne lui appartient niplus, ni moins qu’à l’homme» («Carnets», vol II, Gallimard,París, 1964, p. 141).

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En parecida línea argumental se expresó el filósofo ycientífico belga de origen ruso Ilya Prigogine (n. 1917), alapuntar en su discurso de apertura «La pluralidad de fu-turos y el fin de las certidumbres», pronunciado el dieci-nueve de septiembre de 1998, en las jornadas organizadaspor la UNESCO en su sede de París bajo el lema «Diálogosdel siglo XX», y cuando al observar con Armand Mattelardla medida en que hoy desaparecen antiguas certidumbresy emergen nuevas incertidumbres, recuerda «la necesidadde encontrar el estrecho desfiladero que nos permita nocaer ni en el determinismo alienante, ni en el universo do-minado por el puro azar, y que en tal condición resultaríainaccesible para nuestra razón».

Con todo, la prospectiva puede contribuir a liberarnostanto del indeseable fatalismo o determinismo histórico,como de la concepción de la vida social como un caos, tanquerido para muchos postmodernos e idealistas, mediantela preparación y anticipación consciente del porvenir, in-tentando controlar los destinos personales y construir unorden social progresivo, tratando de constituirlo tal y comoquisiéramos que fuera, a fin de evitar tener que vernosobligados a soportarlo a la manera de un «fatum ineludi-ble», «como si (de manera inevitable) debiera proceder yser dirigido por el pasado» (Maurice Papon, «Vers un nove-au discours de la méthode», París, 1965). En principio, elcambio social se encuentra lleno de posibilidades, y puedeser dirigido y orientado con eficacia. A su vez la conduc-ción política a largo plazo se encuentra llena de incerti-dumbres; pero, con todo y con eso, se trata de una activi-dad a la que no deberíamos renunciar, en la medida enque resulta, si bien difícil, al mismo tiempo plenamentefactible, siempre que no se haga caso omiso de ciertos con-ceptos deterministas de la vida social, y se tenga en cuen-ta nuestra acreditada incapacidad para comprender lasauténticas causas de la evolución sociocultural; incapaci-dad de comprensión que, tal y como ha manifestado de for-ma reiterada Marvin Harris, desde su apasionada reivin-dicación del materialismo cultural y desde su opción a fa-vor del «determinismo probabilístico», ha impedido que

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podamos mejorar consciente e inteligentemente nuestrobienestar.

Por mucho que, tal y como gustaba afirmar a MauriceGuerner, cualquier pronóstico, del tipo que sea, se sabevinculado a un determinado imaginario y a una precisa si-tuación político-social, no puede ser nunca «per definitio-nem» objeto de una consciencia meramente contemplativa,sino que exige una consciencia operativa, una nueva y ori-ginal imbricación de teoría y praxis, y constituye un mo-mento característico de la acción política, referido a acon-tecimientos cuya novedad alumbra, no por ello deberíamoslimitarnos a esperar acomodaticiamente la llegada delmañana, sino que podría exigírsenos algo más, y tal veztendríamos incluso que aspirar a inventarlo, a construirloy hasta a conformarlo.

Con este procedimiento tal vez llegaríamos a alcanzar«la segunda visión» («Das zweite Gesicht») con la que sub-tituló su libro de aforismos de extraordinario virtuosismoverbal, («Los cien aforismos», que se ha constituido parala posteridad, sin que él pudiera llegar a saberlo, en suinvoluntario testamento filosófico) el pintor alemánFranz Marc (1880-1916), muerto prematuramente en elfrente de Verdún durante la Gran Guerra —y a quien lapoetisa alemana de origen judio, que tanto cultivó laamistad y el trato con escritores y pintores vinculados alexpresionismo germano en los ambientes de la bohemiaberlinesa de su tiempo, Else Lasker Schüler (1869-1945)dedicó el por tantos títulos estremecedor poema «Cuandoel jinete azúl cayó».

Segunda mirada o visión que en el texto de este pintorexpresionista, vinculado al grupo artístico muniqués «DerBlaue Reiter» («El Jinete Azul»), tenía el significado de ca-pacidad de escrutar el porvenir anticipándolo. Se trataría,tal y como en otro contexto propuso el ensayista, novelistay poeta inglés Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), desobrepasar la inercia mental de los seres humanos, que lesconduce constantemente a la situación peculiar de ver y almismo tiempo no ver una misma cosa, tal y como dijera alrespecto Hugh Kenner, cuando las percepciones de las per-

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sonas se encuentran en una situación de esta naturaleza,entonces estarían obligadas, en el más estricto sentido delos términos, a «hacer lo posible para renovar sus relacio-nes con las cosas. Deben verlas de nuevo, como si fuera laprimera vez que lo hicieran». («Paradox in Chesterton»,Sheed and Wach, London, 1948).

En parecidos términos se expresa el catedrático de «Fi-losofía» de la «Escuela Normal Superior» de la Universi-dad de Pisa, Remo Bodei (n. 1938), en «Il Noi diviso. Ethose idee dell’Italia republicana» (Einaudi, Torino, 1998): «elfuturo no continúa en general el pasado con líneas rasga-das, ni revela lo que es implícito desde siempre, sino queexige elecciones que introduzcan novedades en el mundo,que dejen filtrar lo real, condenando al olvido las cosasque posiblemente han sido dejadas de lado».

Según todas las evidencias disponibles, la obsesión porel futuro es una de las maneras distintivas y más densa-mente cargadas de significación de nuestro presente, mu-cho más cuando nos gustaría creer, con el erudito, filósofoy místico griego Pitágoras (circa 570 c. J.C - circa 500 a.J.C), que lo posible habita cerca de lo necesario. Esta cir-cunstancia explica el hecho de que —si bien en un pasadomuy próximo cuando comenzaron a apuntarse y a formu-larse tímidos cálculos de previsión, estos suscitaban oraescepticismo, ora burlas, y en todo caso la mayoría los con-sideraban afirmaciones más o menos extravagantes o, ensu caso, meros productos de praxis calificadas de irreflexi-vas, aún a pesar de los numerosos y a veces asombrosa-mente correctos pronósticos que pueden recordarse al res-pecto, en las sociedades industriales avanzadas, y aún apesar de la ausencia de un modelo de provenir compartidomayoritariamente, la previsión del futuro, la superposi-ción de los diferentes modos de anticipación, así como larealización de predicciones, pronósticos y conjeturas acer-ca del provenir han terminado por constituirse en centrosde atención importantes de numerosos campos de activi-dad de las diferentes esferas del conocimiento tanto de lashumanidades o de las ciencias sociales, como del conoci-miento del mundo físico-natural tomando carta de natura-

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leza académica, especialmente en el análisis que tiene porobjeto los escenarios climáticos, demográficos, geológicos,económicos, empresariales, sociales y políticos.

Predicción de futuro que expresa, al mismo tiempo, unaimperiosa exigencia a fin de que los hombres puedan viviry desarrollarse, con plena conciencia de las mutaciones dela realidad, y con el propósito de controlar, en la medidaen que sea posible hacerlo, la dirección y el ritmo del cam-bio. Tarea en la que se vuelca el modelo o ideal-typus de«intelectual profeta», comprometido con el utopismo, quediseña alternativas más felices a lo que existe y las funda-menta en la ciencia histórica y en la emancipación, o ensoportes ideológicos de distinta naturaleza.

Tal y como sostuviera el sociólogo y filósofo francésRaymond Aron en la «Introducción» a su conocida mono-grafía «Progress and Disillusion. The Dialectics of ModernSociety» («Progreso y desilusión. La dialéctica de la socie-dad moderna», editada por el sello Frederick A. Praeger,Inc. Publisher en New York-Washington-London, el año1968), publicada dentro de la serie «Perspectiva Británi-ca», destinada a conmemorar el doscientos aniversario delinicio de la edición de la «Enciclopedia Británica», todo pa-rece indicar que la sociedad de tipo industrial solo es sus-ceptible de ser entendida en el curso de su devenir. Estoes, a través de la acción decisiva del hombre, frente a losvanos intentos y prácticas que se han ido sucediendo, diri-gidos a aliviar la nostalgia por el perdido sueño de la uni-dad de la sociedad humana, mediante algún sistema ide-ológico que, a través de amplias síntesis, simultáneamen-te fuera capaz de reducir la complejidad de la realidad yde pronosticar un futuro más acorde con los deseos y lasaspiraciones de los hombres, en el que se realizase de ma-nera progresiva un orden que, a su vez, expresase la natu-raleza eterna del hombre y de la sociedad.

Como escribiera el propio Raymond Aron a propósito deAlexis de Tocqueville (1805-1859) y de Montesquieu (1689-1755) en «Les etapes de la pensée sociologique» («Las eta-pas del pensamiento sociológico», París, 1967) intentar re-conocer la historia antes de que se realice es tanto como

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privarla de su dimensión más propiamente humana, «cellede l’action et de l’imprévisibilité». Ni la historia pasada es-taba condenada a producirse tal y como en el pretérito seprodujo, por leyes inexplicables, ni los acontecimientos fu-turos se encuentran predeterminados de una forma insu-perable por tales leyes; quienes por el contrario entiendenque así sucedió, sucede y sucederá, realizan una amputa-ción de la historia de tal naturaleza que en vez de hacerlainteligible terminan por negarla o suprimirla.

Así se manifiesta Raymond Aron en «Progress and Di-silusion» cuando parece parafrasear al filósofo griego deAsia Menor Heráclito de Éfeso (circa 567-circa 480 a. deJ.C), primer filósofo de la vida, y su «lo único permanentees el cambio»: «la sociedad no tiene un orden fijo: su únicoorden perceptible es el orden del cambio. Pero este cambio,a su vez, no puede ser reducido a una mera progresión ha-cia un fin predeterminado, ni hacia una evolución parejacuyas leyes y resultados podamos conocer anticipadamen-te. Ni en la ciencia, ni en la técnica, se puede predecir elfuturo como una mera extensión del presente, sino que tie-ne que considerarse más bien como un calidoscopio denuevas creaciones y mutaciones que en gran medida re-sultan ser impredecibles. Aún así partimos de la presun-ción de estar en condiciones de estimar no sólo el número,sino también el conocimiento y el poder de nuestros des-cendientes, aunque no podemos formular con certeza cualserá propiamente el orden social del mañana. Las aspira-ciones humanas a la igualdad, a la individualidad y a launidad nacieron mucho antes de que la especie humanadispusiera de los medios que le permitieran satisfacerlas.Nadie está en condiciones de determinar si en el porvenirel hombre se conformará con aquello que la sociedad pue-da depararle; y caso de no conformarse tampoco existepersona alguna que pueda saber con certeza la forma conla que se pueda llegar a expresar su insatisfacción. La his-toria no está concluyendo. Las sociedades del presente seencuentran divididas entre las convicciones espontáneas—sin las que terminarían por desintegrarse— y la auto-conciencia objetiva, que ha finalizado por convertirse en

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algo inseparable de sus naturalezas. Las sociedades delpresente vacilan a la hora de tratar de definirse a sí mis-mas tomando en consideración un solo objetivo o un soloideal característico. Y por ello dirigen de manera constan-te una serie de interrogantes al futuro, y esperan de éluna respuesta a sus preguntas. Aunque lo cierto es que elfuturo no contesta, o mejor aún, lo que hace más bien elfuturo es devolvernos reformuladas las mismas preguntasque le habíamos planteado».

En puridad la función propia de la conjetura no es tan-to predecir, sino más propiamente explicar. Todo parececonfirmar que, en la hipótesis de que no fuera factibleefectuar ningún género de conjeturas mediante las que sepudieran identificar aunque sólo fuese de una maneraaproximativa o tendencial, un conjunto de predicados fu-turos, dotados de cierta capacidad predictiva fiable, que asu vez nos permitiesen anticipar el futuro o apropiarnos loque ha de venir, y cuya aparición en principio debiera serexplicable en teoría, en definitiva, si no fuese posible per-cibir algunos de sus posibles escenarios, o no se nos permi-tiese tener bajo determinado control la situaciones incier-tas, o no se nos mostrasen las tendencias de previsible de-sarrollo —recuérdese el celebrado «dictum» del escritor ycrítico norteamericano Lewis Mumford (n. 1895) «tenden-cia no es destino»— la vida social resultaría prácticamenteimposible, o al menos ofrecería rasgos muy diferentes, ysin duda mucho más difíciles de entender y bastante másinquietantes a los que hoy de hecho presenta, lo que su-pondría reconocer que nos encontraríamos instalados en loque no dejaría de ser sino una indeseable y acaso parali-zante situación de plena incertidumbre.

José Ortega y Gasset en «El tema de nuestro tiempo»,texto publicado en 1923, precisamente el año que muchosde sus intérpretes identifican como conclusivo de su perío-do perspectivista, desde el que evoluciona hacia una filo-sofía más personal, que toma por objeto la vida compren-dida en su condición de «realidad radical», apuntaba, enparecida línea argumental, que «la ciencia histórica sóloes posible en la medida en que es posible la profecía». Bien

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cierto es que ni la historia, ni ninguna otra ciencia o mo-dalidad de saber o de conocimiento aplicada al mundo so-cial, se encuentra en disposición de eliminar por completo,y ni siquiera de disminuir radicalmente las probabilidadesde error de nuestro conocimiento. En definitiva, la historianos proporciona, sustancialmente, un conocimiento útil,sin que por ello elimine en términos absolutos la posibili-dad de hacernos incurrir en errores.

Con notable anticipación uno de los teóricos de la ac-ción social más sobresalientes de la Norteamérica de nues-tro siglo, cuya obra rupturista y a contracorriente se en-frentó sin contemplaciones con los modelos del organicis-mo positivista y del crudo empirismo que tenían lacondición de concepciones hegemónicas en la sociología es-tadounidense del primer tercio de siglo, con su propuestadirigida a asentar la sociología sobre un fundamento libe-ral y neoidealista, el sociólogo, politólogo, filosofo social yhumanista de origen escocés, que durante más de veinteaños desempeñó la «Cátedra Lieber» de «Filosofía Políticay Sociología» de la Universidad de Columbia (New York),Robert Morrison MacIver (n. 1882) sostuvo que todas lasrelaciones cotidianas que mantenemos con nuestros seme-jantes se fundamentan en algún tipo de predicción de susacciones, e incluso que «todo conocimiento es una manifes-tación predictiva», puesto que conocemos las cosas y laspersonas, e identificamos sus leyes y sus regularidades, noen sus apariciones fugaces o singulares, sino a través desu continuada ocurrencia y repetición en el tiempo («So-cial Causation», «Causación social», Ginn, Boston, 1942).

De tal manera que difícilmente podríamos mantenerrazonables relaciones o nexos de la vida orgánica, ni nosresultaría posible entrar en relaciones efectivas con otraspersonas si no fuéramos capaces de reconstruir de algunaforma el oculto sistema de pensamientos, actitudes, dese-os y motivaciones humanas mediante una «valoracióndinámica de cada situación». Afirmaciones que se encuen-tran en plena congruencia con el conocido «dictum» deMacIver, que ha sido repetidamente citado y simplificadoposteriormente en la condición de aforismo: «En cualquier

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área de investigación científica dependemos a menudo degrados de probabilidad, de aproximaciones, de enfoques ométodos indirectos, y tales procedimientos pueden propor-cionarnos resultados de considerable importancia. Hayuna amplia gama de puntos intermedios entre la certi-dumbre y la ignorancia, y la práctica totalidad de lo quesabemos acerca de los seres humanos y de las actividadeshumanas, se encuentra situado entre esos dos límites ex-ternos» («Disturbed Youth and the Agencies», en «Journalof Social Issues» de New York, vol. XVIII, núm 2, 1962).En actitud bien propia de quien, como el profesor MacIver,supo asumir la por él llamada «paradoja del conocimien-to», en cuya virtud «las únicas cosas sobre las que lle-gamos a tener un conocimiento que tiene la condición deconocimiento de verdades inmutables, son cosas que noentendemos», mientras que «las únicas cosas que propia-mente entendemos son mutables, y nunca conseguimosllegar a conocerlas en su plenitud» («The Social Sciences»,«Las ciencias sociales», Oxford University Press, London-New York, 1938).

Paradoja del conocimiento que en parte nos recuerda elpor otra parte no menos celebrado «dictum» del filósofodanés Sören Aabye Kierkegaard (1813-1855): «la vida sólopuede ser comprendida hacia atrás; aún cuando debe servivida hacia adelante».

Al poco de concluir la Segunda Guerra Mundial pudoconfirmar el profesor de la Universidad alemana de Kiel,Erich Schneider en su «Einführung in die Wirtschaftsthe-orie» («Introducción a la teoría económica», J. C. B. Mohr(Paul Siebeck), Tübingen, 1947), que las decisiones de lasunidades económicas individuales operantes en el procesoeconómico responden tanto a una serie de datos objetivoscomo a un conjunto heterogéneo de expectativas, si bien eltiempo terminará determinando en que medida el aconte-cer efectivo resultante de las decisiones individuales difie-re o no finalmente de las expectativas sobre cuya base seadoptaron dichas decisiones. No en vano, tres de los másgrandes economistas de la historia, Karl Marx (1818-1883), John Maynard Keynes (1883-1946) y Joseph Alois

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Schumpeter (1883-1950) propusieron teorías acerca de losmecanismos que determinan los distintos cambios econó-micos y sus vectores dominantes; teorías que les abocarona tener que hacer previsiones sobre el devenir de la socie-dad humana, teorías en cuyo ámbito situaron los rasgos ymecanismos de los sucesivos ciclos y vicisitudes de la eco-nomía. Bien cierto es que muchos analistas de la «nuevaeconomía», tal vez deslumbrados por algunos de los rasgosde naturaleza positiva que ésta presenta, y muy principal-mente por el fuerte, y en principio constante, crecimientoeconómico, compatible con el equilibrio macroeconómico,la baja inflación, el equilibrio de cuentas públicas, y el ple-no empleo, anunciaron, sin duda precipitadamente, quelos ciclos económicos habían muerto.

Por su parte, en su tantas veces reeditado «Lerbuch desVerwanltungsrechts» («Tratado de Derecho administrati-vo», cuya primera edición en München-Berlín se remontaa 1950), el controvertido politólogo, administrativista yconstitucionalista alemán Ernst Forsthoff (1902-1974), cu-yos conceptos materiales de «la administración como so-porte de prestación» («Die Verwaltung als Leistugsträger»,apuntado en un texto de igual título aparecido en Stutt-gart, el año 1938, dentro de los «Königsberger Rechtswis-senschaftliche Forschung»), y de «procura de la existencia»o «procura existencial» («Daseinsvorsorge») han encontra-do acogida en la mayor parte de la doctrina iuspublicistaposterior y encaje jurídico constitucional, aborda el proble-ma de la planificación en la sociedad de nuestra época, asícomo el deber que se atribuye al Estado regulador deadoptar las medidas necesarias que aseguren a la genera-lidad de los ciudadanos las posibilidades de existencia alas que no puede hacer frente por sí mismo.

Concepto clave que ha penetrado de forma determinan-te, y acaso sin posibilidad de retirada, en la concienciacomún en los últimos años, una vez que se ha producido elgeneralizado reconocimiento, hasta alcanzar la condiciónde evidencia y obviedad, de que el Estado moderno no tie-ne por qué aceptar sin más las condiciones que presenta lavida social, renunciando a su transformación, como si

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aquellas constituyeran un orden que le viene ya preconfor-mado de una forma definitiva e irreversible, mucho menossi cabe en un tiempo que considera que la sociedad moder-na no puede permitirse dejar que los acontecimientostranscurran a la merced incontrolada del azar y las con-tingencias, sino en el que, sobre la base de la experienciaadquirida y los datos disponibles, se ambiciona o pretendepoder llegar a guiarlos y dirigirlos a fin de facilitar la pro-yectada realización de un determinado orden racional quetutele de modo efectivo las condiciones de existencia delindividuo, y facilite el libre desarrollo de su personalidad,pretensión ésta última constitucionalizada por la LeyFundamental de Bonn de 1949.

Tras las experiencias acumuladas en la primera mitadde nuestro siglo, bajo las favorables condiciones de la post-guerra, parecía aceptarse que la elaboración y el manteni-miento de un orden social adecuado, mediante la aplica-ción de técnicas y prácticas dirigidas a planificar, comouno de los medios más idóneos para poder «inventar el fu-turo» —en feliz frase de Dennis Gabor—, habría termina-do por convertirse en la tarea más acuciante del «Estadomovilizador», en una de sus ocupaciones que más esfuer-zos e instrumentos requeriría a fin de crear y llevar a caboun proyecto a la vez económico, social y nacional, que per-mitió evolucionar al Estado nacional hasta convertirlo enEstado social, a través de una regulación de la economíaque no pone en discusión sus mecanismos internos de au-torregulación. Circunstancia que determinó que la admi-nistración contemporánea del Estado social nunca se hayadado por satisfecha limitándose a ejercer el circunscritopapel de mero regulador, garante de la seguridad y del or-den, o a desempeñar resignadamente la función carac-terística del «vigilante nocturno», de la que nos hablara eltaumatúrgico economista y político alemán, vinculado a laEscuela neoliberal u ordoliberal de Freiburg y a la revista«Jahrbuch für die Ordnung del Wirtschaft und Gesell-chaft», que tuvieron en Walter Eucken sus más reconoci-dos exponentes, por aquel entonces «Bundeswirtschafts-minister» («Ministro Federal de Economía»), gestor y gran

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artífice de la recuperación de la República Federal alema-na tras la Segunda Guerra Mundial, Ludwig Erhard(1897-1977), en «El Estado como vigilante nocturno escosa del pasado», exponente de la estrategia ambigua ytransnacional de la «economía social de mercado», y hayaderivado a realizar funciones conformadoras en sentidoamplio y a asumir otros cometidos mediante el incrementode las competencias reguladoras del Estado y la extensiónde las políticas sociales y el desarrollo cualitativo del capi-talismo: «la moderna realidad social, que se encuentra de-terminada de forma decisiva por la técnica, la economía yla masificación consecuente, obliga al Estado a tener queplanificar y dirigir en una medida amplia, a reprimir aquíy a fomentar allá, a compatibilizar lo fuerte y lo débil enórdenes con vocación de permanencia, a crear y conservarcondiciones de existencia para millones de personas, a dis-tribuir, controlar o realizar directamente funciones decarácter social; en definitiva, a actuar en medio de unmundo que se ha convertido en fácilmente vulnerable, enel que el propio Estado se propone influir a través de pro-cedimientos que ambicionan la confirmación, la estabili-zación y la compensación», sin tener por ello que llegar aincurrir en lo que consideraba la «disonancia de una eco-nomía centralizada y dirigida». Aún cuando la Adminis-tración continúa siendo garante del orden y de la seguri-dad, puede efectivamente ampliar su actuación a fin dedesarrollar de modo directo actividades que se reclamanen pro del servicio de prestaciones vitales.

Tal y como concluyera a principios de la década de lossetenta el entonces presidente del «Bundeskartellamt»,Eberhard Günther, en la actualidad la política económicade un Estado moderno y responsable ya no puede reducir-se meramente a tratar de combatir las dificultades, los re-tos o los problemas que puedan suscitarse. Esto es, el Es-tado ya no puede continuar centrándose en el ejercicio deun papel de mera respuesta a los sucesivos retos y necesi-dades que vayan generándose, sino que más bien, y conpreferencia, debiera orientarse a tratar de influir de unamanera activa en los acontecimientos venideros, o a conse-

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guir configurar con anterioridad a su acaecimiento, en lamedida de lo posible, la realidad económica conforme a undeterminado plan que anticipe y trate de predeterminarlas condiciones cuya emergencia él mismo se proponía pro-piciar e incentivar.

Bien cierto es que a partir de los años setenta con la se-gunda crisis del petroleo y con la subsiguiente coyunturade enfriamiento y estanflación simultaneos de las eco-nomías, comenzó a darse por concluido este período de lahistoria de la humanidad, una vez que parecía haber lle-gado a término la prolongada etapa de expansión económi-ca que siguió a la última conflagración mundial, que fuecelebrada como «Golden Age» por Eric J. Hobsbaum, deno-minada «edad de oro del Estado de Bienestar» (Ian Gough)o «años gloriosos del capitalismo», en la que las condicio-nes favorables, tanto económicas como de estabilidad, con-tribuyeron a su espectacular éxito y estructuración, quepermitió llevar a cabo una efectiva política social, de infra-estructura y de empleo. Aún cuando resulta altamentediscutible que se pueda hablar con propiedad de una evo-lución de la economía en una determinada y única direc-ción, o que se pueda ofrecer una interpretación monocau-sal del curso de su evolución, todos los indicadores mues-tran de manera inequívoca que se está imponiendo demanera generalizada la convicción de que solamentequien sea capaz de cambiar puede seguir siendo propia-mente él mismo.

La práctica totalidad de los datos y signos disponiblesapuntan a que los futuros escenarios del desarrollo laboraly social parece que se encontrarán marcados por la conclu-sión del Estado de bienestar, «Estado de servicio social» o«Wolfahrstant», o al menos por lo que sería su continuo«reajuste a la baja» de las prestaciones sociales, de reajus-te, reestructuración y reducción del Estado social, asícomo por la crisis creciente de los que fueron anterioressólidos sistemas de integración social y de seguridad so-cial, estando en trance de desaparecer con el agotamientodel modelo estatal —al menos así lo cree quien es recono-cido como uno de los «gurus» en la materia, Alain Tourai-

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ne— gran parte de los instrumentos e instituciones que nosin esfuerzo condujeron a la creación de un Estado movili-zador que determinó el establecimiento de los «derechossociales» como un exponente de la ciudadanía, con el «ago-tamiento del modelo estatal de bienestar» que tan funcio-nal terminó resultando en orden al crecimiento de las eco-nomias de mercado en proceso de expansión económicasostenida y de acumulación generalizado de capital.

En la «lectio» que pronunciara en 1995 en la «Universi-dad Literaria» de Valencia con ocasión de la ceremonia deconcesión del título de doctor «honoris causa» por dicha«Alma mater», editada posteriormente con el título «Estu-dios sobre la racionalidad», el director del «Instituto parala Investigación Social de Oslo», profesor de «Ciencia Polí-tica» de la Universidad de Columbia (New York) y destaca-do defensor del individualismo metodológico en las cien-cias sociales, Jon Elster (n. 1940), argumentó que «enprincipio, cualquier teoría puede fracasar en las explica-ciones que ofrece acerca de algunos fenómenos por distin-tas razones. Por una parte bien puede ocurrir que la teoríano aporte predicciones puntuales. En otras palabras, laspredicciones sugeridas por la teoría pueden ser prediccio-nes de carácter indeterminado en alguna medida. Por otraparte, también puede suceder que las predicciones pro-puestas por la teoría fallen, esto es, que la gente, de he-cho, termine comportándose en contradicción con las pre-dicciones anticipadas por la teoría. En otras palabras, elsujeto de la teoría puede ser que actúe de manera irracio-nal, en vez de funcionar ateniéndose a criterios de racio-nalidad». Todo ello confirma que la indeterminación queofrece la teoría de la elección racional se encuentra «rela-cionada con el fenómeno de la incertidumbre. Con frecuen-cia las personas no son capaces de elegir racionalmenteentre varias acciones alternativas, a causa de que les re-sulta imposible de todo punto identificar de alguna formacuales pueden ser las consecuencias que produzcan dichasopciones».

Una significativa parte de la tarea de la ciencia socialdel presente, cuando la sociedad se ha transformado en

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una sociedad que, en lo fundamental, parece «orientadahacia el futuro», consiste justamente en formular predic-ciones razonables acerca de las posibilidades futuras, pon-derando ya sea la probabilidad de que determinados suce-sos vayan a suceder, ya sea la probabilidad de que dejende producirse; analizando, en la medida en que sea posiblehacerlo, para cada clase de fenómenos las distintas direc-ciones en las que son susceptibles de manifestarse.

Prognosis que, tal y como apuntara el profesor de laUniversidad de Stuttgart, Ossip K. Flechteim, resulten ca-paces de preestablecer el desarrollo en el futuro, y en par-ticular la actitud venidera de los hombres, aún cuando, sino con absoluta seguridad, sí al menos con una mayor omenor verosimilitud. Prognosis que al mismo tiempo esti-mulan el desarrollo de lo que se conoce como «eficaciaadaptativa». Esto es, la capacidad de comportarse ante si-tuaciones de crisis de un modo flexible y adecuado, lo quenos permite afrontar con cierta eficacia los cambios y con-tingencias que se producen en la realidad.

Ya en su «Testamento político» («Testament Politique»)André-Jean du Plassis —quien fuera conocido por su doblecondición de Cardenal y Duque de Richelieu (1585-1642)— concluía que no existe nada más necesario paracualquier gobierno que la previsión del futuro; sólo así sepodrán prevenir males y daños que, de producirse, suarreglo supondría unos costes y ofrecería unas dificultadesmuy elevadas, siendo en cualquier caso más importantereflexionar sobre el futuro que hacerlo sobre el presente.En la convicción de que para la vida colectiva no es tanimportante la cuestión concerniente al «de donde venimos»(esto es, la identidad en términos de conciencia histórica),como el conocimiento de «hacia dónde nos dirigimos» (estoes la identidad en términos de proyecto de futuro).

No es difícil aportar textos de reconocida autoridad enlos que se pone de relieve el primado del futuro en la vidahumana; puesto que es inevitable que actuemos movidospor la idea de libertad, nos empeñamos en deliberar comosi dispusiéramos de un futuro abierto y porque, tal y comosugiere François Jacob (n. 1920), historiador francés de la

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biología, profesor del «Collège de France» y Premio Nobelde Medicina de 1965, junto a André Lwoff y el bioquímicofrancés Jacques Monod (1915-1976), en «La logique du vi-vant. Une histoire de l’héréditè» («La lógica de lo viviente.Una historia de la herencia«, París, 1970), todo pareceapuntar a que «es parte ineliminable de nuestra naturale-za producir futuro».

Así, por ejemplo, en el volumen tercero («Das Kögni-tum, die Republik, und die Souveränität der französischenGesellschaft seit der Frebuarrevolution 1848», «La monar-quía, la República y la soberanía de la sociedad francesadesde la Revolución de Febrero de 1848») y conclusivo deuna de sus más ambiciosas y monumentales obras, «Ges-chichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1789 bisauf unsere Tage» («Historia del movimiento social enFrancia desde 1789 a nuestros días», publicado en 1850),el filósofo de la política, y teórico de la historia, profesor de«Teoría del Estado» («Staatswissenschaft») en la Universi-dad de Viena durante más de treinta años, Lorenz Jacobvon Stein (1815-1890), aventuró que «es posible predecirel porvenir, con tal de que no se quiera llegar a profetizarlo particular concreto».

Pocos años antes, a finales de la primera década del si-glo XIX, el fundador de la «Fraternidad de Plymouth» (In-glaterra), y exponente de la llamada doctrina «dispensalis-ta», John Nelson Darbin, con el propósito de mantenerviva la creencia milenarista, propuso nuevas vías, menoscomprometidas con las coyunturas locales y las expectati-vas momentáneas, que de hecho habían fracasado de unaforma harto evidente, prefería anunciar un Milenio quecada vez se encontraría más cercano, pero cuya fecha con-creta de materialización, al mismo tiempo, resultaba detodo punto impredecible, y lo expresaba al manifestar queDios habría atribuido a los profetas la capacidad de ilumi-nar con certeza el pasado y el futuro, pero no el presente.

Casi cien años después Samuel Lilley, divulgador detantas ideas-fuerza que se han terminado imponiendocomo bienes mostrencos a la cultura contemporánea, rei-teraba el argumento: «la moraleja para los pronosticado-

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res no es otra sino la de abstenerse de tratar de predeciren detalle invenciones individuales, ya que intentar ha-cerlo no deja de ser, en la mayor parte de los casos, unaauténtica pérdida de tiempo» («Can Prediction Become aScience?», en la revista «Discovery», del mes de noviem-bre de 1976).

A este respecto no estaría de más ofrecer un testimoniomás próximo en el tiempo: preguntado Friedrich Augustvon Hayek (1899-1992), fiel seguidor de la obra de su ma-estro en la Universidad de Viena Ludwig von Mises(1881-1973), y destacado componente de la Escuela Aus-triaca de Economía, con ocasión de su visita a Madrid elaño 1986, casi octogenario, y en relación con la que iba aser la última de sus monografías, y que por ello ha sidoconsiderada como su testamento intelectual, «La previ-sión fatal. Los errores del socialismo» («The Fatal Con-ceit. The Error of Socialism», publicada en 1968, concebi-da inicialmente como un manifiesto en el que se debíanfijar los principales argumentos a favor de la libertad demercado, cuya redacción estaba ultimando por aquel en-tonces, y publicaría tres años después la editorial de laUniversidad de Chicago), sobre si la economía y las cien-cias sociales están en condiciones de predecir las condicio-nes futuras de la experiencia, Von Hayek no dudó en afir-mar que «cuando pasamos de la toma en consideración defenómenos simples a fenómenos más complejos... lo quepropiamente podemos hacer es predicciones-modelo («pat-tern predictions»). En la medida en que en este ámbitonunca llegamos a conocer por completo los factores causa-les, jamás estaremos en condiciones de elaborar prediccio-nes específicas sobre esto o sobre aquello, sino prediccio-nes del tipo «predicciones-modelo», aplicables a algunosde los factores emergentes. En todo caso se llega a poderpredecir sólo ciertos perfiles, el desarrollo de ciertas es-tructuras, pero nada más. La pretensión, derivada de laciencia newtoniana de que debemos ser capaces de prede-cir con exactitud lo que vaya a ocurrir, no puede ser satis-fecha cuando tratamos argumentos complejos. Y nada pa-rece que gane en complejidad a la sociedad humana». La

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inteligencia humana tiene la capacidad de relacionar en-tre sí los distintos fenómenos que aprehende hasta el ex-tremo de poder llegar a extraer de ellos la existencia derelaciones humanas, pero el conocimiento científico noconsiste, en contra de una extendida creencia, en la cap-tación de una serie de hechos concretos».

Ya en el primer volumen de su obra «Law, Legislationand Liberty» («Derecho, Legislación y Libertad»), que pu-blica con el título «Rules and Order» («Normas y ordenes»,University of Chicago Press, 1973) el propio premio Nobelde Economía 1974, Friedrich August von Hayek, herederode la tradición neoclásica y crítico del constructivismo ydel pensamiento holista, insiste: «En el análisis de fenó-menos de alta complejidad el alcance de la ciencia se en-cuentra también limitado por la imposibilidad de descu-brir cuantos hechos sería necesario conocer para que el co-rrespondiente modelo teórico nos permitiese predecirdeterminado conocimiento». Se produciría así un contrastecon lo que sucede cuando se trata de estudiar fenómenosrelativamente sencillos correspondientes al mundo físico,en cuyo «ámbito se ha comprobado la posibilidad de quelas relaciones determinantes puedan ser enunciadas enfunción de unas pocas variables en cada caso facilmenteidentificables, y donde, en consecuencia, ha resultado po-sible el asombroso avance de las correspondientes discipli-nas, que ha generado la ilusión de que terminaría suce-diendo lo mismo con el estudio de fenómenos dotados deuna mayor complejidad».

Pero lo cierto es que muchos de los parametros que hanacreditado su pertinencia e idoneidad para el estudio delas ciencias naturales, no sirven en cambio para el estudiode múltiples interacciones de una complejidad extremacomo las que se despliegan en la sociedad humana, fenó-menos y situaciones en cuyo conocimiento se entremezclanlas ideas que los propios seres humanos tienen acerca desí mismos y acerca del mundo que les rodea, demasiadocomplejas para que la razón humana pueda captar todossus aspectos y matices. Su propia complejidad determinaque, si bien se puede constatar su existencia, no se puede

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conocer todas y cada una de las leyes que los rigen. Talescircunstancias concurren en el estudio, escrutinio e inves-tigación de cualquiera de los fenómenos en los que inter-viene la acción humana, y de los que se ocupan las cien-cias sociales, modalidades de conocimiento dotadas de unobjeto formal y de un método propios, puesto que, como yahabía adelantado F.A. von Hayek en uno de los textos enlos que ofrece el marco sistemático de teoría del conoci-miento que inspira el conjunto de su obra, «The CounterRevolution of Science. Studies on the Abuse of Reason»(«La contrarrevolución científica. Estudios sobre el abusode la razón», The Free Press, Glencoe-Illinois, 1952), setrata de ciencias que «se refieren no a las relaciones quese desarrollan entre personas y cosas, en las que partici-pan sólo personas. Ciencias que tienen que ver con las ac-ciones del hombre, y que pretenden explicar, entre otros,los efectos no diseñados de dichas acciones». De tal mane-ra que en el estudio de la sociedad no tiene tanta relevan-cia dilucidar si las leyes de la naturaleza son verdaderasen un sentido objetivo, como si son percibidas como verda-deras por el común de la gente, y si de hecho, de ordinario,se obra de confomidad con ellas. Puesto que, al margen dela verdad o falsedad intrínsecas de una creencia, ésta tie-ne consecuencias reales para quienes la poseen. «Así porejemplo, si el conocimiento «científico» común de la socie-dad objeto de estudio incluye la aceptación como creenciacolectiva de que el «soie» no producirá fruto alguno mien-tras se proceda a la práctica de ciertos ritos y encanta-mientos, a la hora de entender dicha sociedad la asunciónde tal creencia cobrará para nosotros la misma importan-cia que si se tratara de una cualesquiera de las leyes de lanaturaleza que consideramos correcta».

El propio análisis del curso de la historia realizado porLorenz Jacob von Stein, como una perpetua tensión entrelo social y el Estado, sus tesis y conclusiones a la vista delas revoluciones de 1830 y 1848, así como a través de laatenta consideración y percepción de la década transfor-madora que se abre en Francia en 1789, como la irrupciónde un futuro verdaderamente nuevo y sin precedentes,

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según la cual la tendencia a la revolución política conduceinevitablemente al estallido de la revolución social, asícomo el conjunto de prognosis históricas y diagnósticos so-ciales de las condiciones del posible futuro sobre las líneasde desarrollo de la historia moderna que formula a lo lar-go de su amplia producción bibliográfica, parecen ratificarel acierto de sus palabras casi inaugurales que, siglo y me-dio después, siguen presentando la condición de lo que,habiendo sido aceptado como saber común, no por ello haperdido su originaria cualidad de clarividencia.

Ya en el conjunto de la obra del «primer Heidegger», re-presentada las más de las veces por la monografía inaca-bada «Sein und Zeit» («El ser y el tiempo», cuya primeraparte, en edición separada del volumen VIII del «Jahrbuchfür Philosophie und Phänomenologische Forschung» quedirigiera por aquel entonces el filósofo alemán EdmundHusserl (1859-1938), se publicó en 1927) y por la conferen-cia «Was ist Metaphysik» («¿Qué es metafísica?») del en-tonces titular de la cátedra de Filosofía de la Universidadalemana de Marburg, éste, al plantearse la pregunta porel ser, insistiendo en el «Dasein» (existencia o realidad hu-mana) y en su «estar en el mundo», desarrolla la idea deun vivir desde el futuro, de un vivir anticipado, en el queel «Dasein» se temporaliza permanentemente como antici-pación de sí mismo; de aquí el indiscutible primado ontoló-gico que en el «Dasein» se atribuye al futuro, o a la posibi-lidad sobre la necesidad.

Un vivir anticipado en el que el tiempo no es tanto laantítesis del ser, sino que más bien el ser es ya devenir. Enun texto en el que la interpretación de la existencia con re-lación a la temporalidad, así como la explicación del tiem-po en la condición de su horizonte trascendental, le permi-tirán a Martín Heidegger (1889-1976) reelaborar de formaadecuada y de manera radicalmente innovadora, la cues-tión del ser como temporalidad, así como la concepción dela temporalidad del «Dasein», como historia en un sentidoontológico-existenciario, que se propone destacar los pro-blemas ontológicos por encima de los problemas lógicos ygnoseológicos. La analítica del «Dasein» es precisamente

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ontológica, y los análisis existentes tienen una dimensiónontológica inexcusable, orientada hacia la interrogación delos fundamentos del ser. Historicidad sí, pero no en el sen-tido que reconoce que el «Dasein» está dotado de una his-toria propia, sino en el sentido de que éste se encuentraconstituido por la mismísima historicidad («Geschichtlich-keit»): De tal manera que el «Dasein» no aparece dotadode temporalidad por el hecho de estar situado en la histo-ria, sino que existe históricamente por su condición tem-poral. Circunstancia que determina que su historicidad,en cuanto capacidad para constituir una historia, en puri-dad constituya el modo que tiene el «Dasein» de asumir supropio futuro. El «Dasein» se encuentra determinado ensu ser por la historicidad. Una historicidad previa a las«res gestae» (esto es, a la «Geschichte»), y a su vez plena-mente arraigada en la temporalidad («Zeitlichkeit»), quepor su parte constituye la condición de la posibilidad de lahistoricidad.

VII. No creo que pueda dejar de invocarse aquí el es-clarecedor testimonio de nuestro gran clásico de la refle-xión filosófica, José Ortega y Gasset, para cuyo pensa-miento tardío, que le llevará «a la posesión de su filosofía»en una segunda navegación, muy probablemente la citadaobra heideggeriana constituye el más importante referen-te que le encamina hacia la fundamentación y desarrollode una ontología de la vida humana, y determina su inten-sa y ambivalente relación de admiración-rechazo hacia elpensador germano, en la que no puede por menos que aco-ger algunas de sus concepciones, así como confesar queMartin Heidegger le había permitido ver en todo su alcan-ce su propia doctrina.

A este respecto resulta inevitable citar el volumen en elque se recogieron tanto el curso-ciclo de conferencias enonce lecciones, que ante un público tan numeroso como he-terogéneo impartiera José Ortega y Gasset sucesivamenteen distintos recintos de Madrid: Aula Grande de la Facul-tad de Filosofía (Pabellón Valdecilla), Paraninfo de la Uni-versidad Central, Sala Rex y «Teatro Infanta Beatriz» de

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Madrid en 1929 —tras su renuncia a la Cátedra de «Me-tafísica» de la «Facultad de Filosofía y Letras» de la enton-ces denominada «Universidad Central de Madrid», comogesto de protesta contra el Directorio Militar, tras los gra-ves incidentes estudiantiles del mes de marzo del mismoaño, que motivaron el cierre de la mayor parte de las Uni-versidades españolas, y la pérdida de matrícula y porende, del año académico, por parte de sus escolares—,como los ciclos de cuatro y cinco lecciones respectivamenteimpartidos por el propio Ortega y Gasset en la sociedadbonaerense «Amigos del Arte» y en la Facultad de Filosofíade la Universidad Nacional de Buenos Aires entre 1930 y1931, en su segundo viaje a la República argentina, encuyo curso llegó a anticipar algunas de las ideas-fuerzaque terminaría desarrollando en «La rebelión de las ma-sas», acaso su libro más lúcido e innovador.

Curso plenamente raciovitalista, cuya condición porcompleto inaugural fue puesta de manifiesto expresamen-te cuando, en la sesión de catorce de mayo de 1929 delmismo, y en el marco de «la profanidad de un teatro»,Orte-ga y Gasset anunció, no sin una elevada dosis de solemni-dad, a los asistentes al ciclo: «Señores, nos cabe la suertede estrenar conceptos. Por eso, desde nuestra presente si-tuación, comprendemos muy bien la delicia que debieronsentir los griegos».

Curso que, al decir del aventajado estudioso de la rela-ción entre Martin Heidegger y José Ortega y Gasset, elprofesor Antonio Regalado García, marcaría el inicio de ungiro sustancial intelectual en las investigaciones orteguia-nas acerca del problema del Ser. Curso que con el título«¿Qué es filosofía?», sería editado póstumamente en 1957,y en el que parece inevitable identificar la elevada medidaen que se encontraba orientado por Martin Heidegger ypor las concepciones de éste acerca del futuro como fenó-meno primario de la temporalidad originaria y propia, asícomo por la percepción del alemán acerca del tiempo y porsu afirmación de la «posibilidad como existencial».

Ortega, al igual que le sucediera al psiquiatra y psicoa-nalista francés Jacques Lacan (1901.-1981), que capitane-

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ara la «Escuela freudiana de París» e introdujera en la psi-quiatría y en la interpretación de la obra del neurólogo ypsiquiatra austriaco Sigmund Freud (1856-1939) la revo-lución estructuralista que puso de manifiesto el estrecholazo que vincula al psicoanálisis con la lingüística, «re-quiere» el pensamiento de Heidegger, sin que por ello seconvierta propiamente en un heideggeriano. Bien cierto esque ambos ofrecen una lectura absolutamente distinta dela obra del profesor alemán.

No en vano Ortega sostiene que vivir consiste siempreen tomar una decisión entre las limitadas posibilidades deser que en cada instante se abren ante nosotros, porque elmundo se compone de una pluralidad de posibilidades queni nos vienen dadas como regladas, ni se nos presentancomo tales, sino que tenemos que inventárnoslas. Y lo ar-gumenta cuando explica que ya que nuestra vida «consisteen decidir lo que vamos a ser (la conocida «Entsschlossen-heit» heideggeriana) quiere decirse que en la raíz mismade nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo quevamos a ser, decidir por tanto el futuro. Y, sin parar, reci-bimos ahora, una tras otra, toda una fértil cosecha de ave-riguaciones. La primera, que nuestra vida es ante todo to-parse con el futuro. He aquí otra paradoja. No es el pre-sente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es unentramado que se ejecuta hacia adelante (el participio«vorlaufende» de Martin Heidegger), y el presente o el pa-sado se descubre después, en relación con ese futuro. Lavida es futurición, es lo que aún no es».

Con ello Ortega adopta, de manera deliberada, el tér-mino futurición de los «Essais de Théodicée sur la bontéde Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal» (I, pará-grafo 37), —«La Teodicea o Tratado sobre la libertad delhombre y el origen del mal», (1710)—, del filósofo, histo-riador, jurista y científico alemán Gottfried Wilhelm Leib-niz (1646-1716) —sin duda el más importante de los librospublicados en vida de este autor, obra que sin embargo ensu génesis no dejaba de ser un texto de circunstancias,movido por el propósito de polemizar con el historiador,crítico y filósofo francés Pierre Bayle (1647-1706) en lo que

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se conoció como «la querella sobre el optimismo»—. Ensa-yos en los que Leibniz se propuso evidenciar la inevitableorientación de la vida humana hacia el futuro; texto en elque, como es notorio, no renuncia ni a la libertad humanay el libre albedrío, ni a la providencia.

En este vivir orientado primariamente hacia el futuro,el hombre aparece como «un ser que consiste más que en loque es, en lo que aún no es». Por su parte, las posibilidadesde que disponemos no serían, de ninguna manera, posibili-dades absolutamente ilimitadas, ya que en tal caso estaría-mos no ante unas posibilidades concretas, sino ante lapura indeterminación, y para poder adoptar decisiones ensentido propio parece necesario disponer a la par de «hol-gura y (de) limitación», o lo que es lo mismo, estar anteuna situación del tipo de las que Ortega y Gasset propusodenominar situaciones de «determinación relativa». Frenteal entendimiento que del hombre postulan las tendenciascosificadoras y materialistas, la concepción orteguiana dela persona humana no la entiende ni como cosa, ni comorealidad físico-química, sino como realidad personal, en laconvicción de que la propia vida humana es siempre crea-ción personal. De no ser así el hombre sería un mero sujetopasivo sometido a fuerzas sociales o ambientales que se leimpondrían, de manera indefectible, negando la libertad ycon ello la propia responsabilidad moral.

Pese a todo no dejaríamos de incurrir en un lamentableerror de análisis, si, acuciados por el énfasis que incorporaOrtega y Gasset en sus textos, prescindiéramos de las cau-telas de las que el propio maestro complutense tiene lacautela de no prescindir. Ciertamente José Ortega y Gas-set, al igual que lo hiciese Martin Heidegger, distingue en-tre el concepto vulgar de pasado, presente y futuro, y elconcepto propiamente ontológico de estos tres momentosdel tiempo, así como entre el «tiempo cósmico» y el tiempodel «ser ahí», o tiempo de «mi vida». De tal manera que, sien el tiempo cósmico, «el futuro todavía no es, y el pasadoya no es», por el contrario en la experiencia de la vida unosiempre se está anticipando, esto es, uno siempre se estáproyectando en el futuro.

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En 1969 el entonces profesor de «Política Internacional»de la Universidad de Texas, David D. Edwards, en su ex-cepcionalmente divulgado curso, «International PoliticalAnálisis» («Análisis de la política internacional», The Dry-den Press, New York) abría el capítulo XIV («La predic-ción») de la «Quinta Parte» («Aplicaciones») afirmando queen la política internacional con frecuencia se hace necesa-rio vaticinar los efectos posibles de determinadas acciones,así como las diversas alternativas imaginables, emplean-do para ello el conocimiento disponible acerca de la situa-ción existente, así como las informaciones y las valoracio-nes que al respecto podría suministrarnos la propia teoría.

El objeto de la predicción trasciende a la mera satisfac-ción de la curiosidad y al deseo explicable de eliminar losvagos terrores o ansiedades que siempre se pueden engen-drar o activar frente a lo desconocido y lo inesperado, opor el temor a los efectos o secuelas no deseados de la ac-ción humana (la heteroletia). La predicción se propone nosólo identificar las líneas generales de la evolución de lasociedad en su incesante devenir, mediante una serie deproyecciones, sino promoverlas, acelerarlas o ralentizarlassegún proceda, y, en su caso, corregirlas, a fin de tratar decontrolar, en la medida en que sea posible hacerlo, losacontecimientos, sirviéndonos para ello del conocimiento yde la información disponible, con la ambición de poder lle-gar así a afectar al propio discurrir de los sucesos futuros,determinándolos en la medida de lo posible en un determi-nado sentido o en una precisa dirección: «Pero la capaci-dad de controlar depende en grado sumo de la capacidadde pronosticar. La predicción y el control son las dos apli-caciones principales de nuestro conocimiento y de nuestracomprensión de la política internacional (...). Necesitamosque la predicción sea creíble. La predicción más exactaque pudiéramos imaginarnos llega a resultar de escasautilidad si no nos merece la suficiente confianza para pro-vocar en nosotros la práctica de una conducta adecuada ala misma».

No en vano, tal y como afirmara uno de los principalescultivadores en el último tercio del siglo XX del género utó-

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pico, Alvin Toffler (n. 1928), en «Future Shock» («El choquedel futuro», London-New York, 1970), con la fuerza induda-ble de la divulgación y el peso que atribuye a una obra desimplicidad desarmante e intelectualmente aterradora (aldecir del maestro de generaciones enteras de politólogos yanalistas constitucionales Giovanni Sartori, quien no dudaen denominar «profetilla» al ensayista) el éxito editorial,toda sociedad se enfrenta no solamente con una sucesiónde futuros preferibles en su repaso de la estructura y la di-rección de los cambios, sino también con una serie de futu-ros probables, y hasta con un conflicto entre los futurospreferibles. El llamado «gobierno del cambio», si quiere al-canzar con éxito sus objetivos, deberá ocuparse de conver-tir ciertos posibles futuros en futuros probables, con vistasa la obtención de los que se estiman preferibles, y que porello han sido previamente aceptados.

Mucho más en un tiempo como el presente, a medidaque ya está aquí el siglo XXI y se anuncia el alba de lanueva sociedad que habrá de surgir de la revolución mul-timedia de los ordenadores y de las comunicaciones en laque nos encontramos plenamente instalados: la llamada«sociedad de la información».

Sociedad cuya fase más elevada, al decir de Yoneji (Jo-nehi) Masuda —uno de los principales expertos en ordena-dores, responsable del plan japonés para convertir, a par-tir de la década de los ochenta, a la sociedad nipona en laprimera de las sociedades que dispusiera de una informa-ción por completo computerizada—, estaría constituidapor el acceso a la «computopía», esto es por la completa eideal sociedad de la «futurización global». Una sociedadcuya existencia resulta indeterminada en el tiempo, peroque terminará sobrepasando con creces a aquella sociedaduniversal opulenta que en su tiempo había sido anunciadapor el filósofo y economista escocés Adam Smith (1723-1790). Sociedad que una vez llegue a materializarse, ter-minará aportando lo que se entiende constituirá propia-mente «un estado general de florecimiento de la creativi-dad intelectual humana, en lugar del opulento consumomaterial».

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Sociedad de la futurización global en la que el visionariojaponés entiende que se producirá una simbiosis plena-mente armónica del hombre y la naturaleza. Simbiosis quesupone un abierto contraste con otros modelos o tipos desociedades, como los que en la nomenclatura más usual sedenominan la «sociedad controlada» y la «sociedad de lacompetición»; ya que la sociedad de la futurización global,frente a éstas, se constituirá en una sociedad plenamentesinérgica y de auténtica cooperación. Una sociedad en laque cada cual, y todos simultáneamente, perseguirán dehecho las posibilidades de su propio futuro. Al ampliarse eltiempo libre disponible, éste desplazará a «la acumulaciónmaterial» de la condición que hasta entonces se le atribuíade valor más relevante, lo que determinará una revoluciónradical de la sociedad al reconocer a los seres humanos lalibertad para poder determinar a su arbitrio el uso de supropio futuro («The Information Society as Post-IndustrialSociety», «La sociedad informatizada como sociedad post-industrial», Fundesco-Editorial Tecnos, Madrid, 1984).

Y aunque tampoco el futuro se manifieste en algo quelo haría semejante a la pura indeterminación, ni se mate-rialice en la más absoluta de las incertidumbres, puestoque de ser así estaríamos abocados con el escritor, memo-rialista, jurista y sociólogo Francisco Ayala y García Duar-te (n. 1906) a considerarlo absolutamente impredecible y aentender que hay que renunciar a hacer cualquier tipo depronósticos, de tal manera que «con respecto al futuro loshumanos sólo tendríamos el recurso de expresar los mejo-res deseos», o hablar a toro pasado, cuando ya ha transcu-rrido, y pronunciarse en uno u otro sentido ha dejado decomportar el riesgo de equivocarse o de comprometerse;bien cierto es que si la preocupación por el porvenir hasido una actitud permanente del hombre desde tiempo in-memorial, es ahora, de cara al tercer milenio, cuando elfuturo parece que posee, o al menos se le atribuye, unasignificación quizá más decisiva de la que pudo habérselereconocido en el pasado.

En todo caso difícilmente se le puede discutir a nuestraépoca y a nuestro tiempo —el «time of troubles» que pre-

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veía Arnold Joseph Toynbee (1899-1975) en sus «Reconsi-derations» («Retractaciones» 1961) a los once volúmenesde su ambicioso «A Study of History» («Estudio de la histo-ria», 1934-1959)— la característica de encontrarse dotadosde más numerosos, y al mismo tiempo mejores, mediosque ninguna otra del pasado a la hora de tratar de contro-lar el futuro e intentar reducir a su propia medida el por-venir indeterminado, aplicando a la prospección del tiem-po, las cada vez más desarrolladas ciencias y técnicas.Tampoco se le puede negar a nuestra época el hecho dedisponer de conocimientos más desarrollados y más nume-rosos, y de mejores instrumentos para sobrevivir y adap-tarse a los peligros imprevistos, así como para la anticipa-ción de los tan difícilmente anticipables efectos de carác-ter perverso que pudiera generar el espontáneo y azarosodesorden, o para tratar de encerrar el futuro en el presen-te (nada diferente es el intento de orientar a las generacio-nes que han de vivir en el futuro a través de decisiones ac-tuales de manipulación y modificación de los genomas hu-mano, animal y vegetal). Si fuéramos tan sólo seresirracionales, nada podría predecirse con seguridad sobrenosotros, salvo en lo que tenemos de especie animal. Fren-te al neonihilismo de las actitudes relativistas, hay que re-cuperar, con Salvador Giner, la hipótesis de la naturalezahumana y conjugar los asertos básicos de la racionalidadde los individuos en la toma de decisiones con el análisisde la actuación objetiva de personas, grupos y colectivida-des. El supuesto de la racionalidad compartida por toda laraza humana, además de entrañar un elevado grado depredicción, no excluye que seamos también presa de temo-res, pasiones y vanidades a veces irracionales.

Tal y como, desde el liberalismo crítico, sostuviera elfilósofo y sociólogo francés Raymond Aron en el capituloIV, «La ilusión de la necesidad», de uno de los libros másimprescindibles de la ensayística del siglo que concluye,«L’opium des intellectuels» («El opio de los intelectuales»,Calman-Lévy Editeurs, París, 1955) mientras que el desti-no histórico que se encuentra detrás de nosotros es tansólo la cristalización que se encuentra consolidada para

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siempre de nuestros actos, por el contrario el destinohistórico que se encuentra en el horizonte futuro, «antenosotros, nunca está fijado», y no porque nuestra libertadsea de todo punto ilimitada, total o absoluta, ya que másbien se encuentra sometida a límites y restricciones que levienen dados tanto por la herencia del pasado, como porlas pasiones humanas, las necesidades y las servidumbrescolectivas, a pesar de cuyos condicionamiento no nos ve-mos abocados de antemano a aceptar sin más lo existente,o a plegarnos resignadamente y sin ofrecer resistencia aun cierto estado de cosas, o a un orden determinado.

El texto de Raymond Aron recuerda la distinción delfilósofo y economista inglés John Stuart Mill (1806-1873),discípulo aventajado y amigo de Jeremy Bentham, en suprimera gran obra «A System of Logic. Ratiocinative andInductive: Being a Connected View of the Principles ofEvidence and the Methods of Scientific Investigation»(1843) entre, de un lado, el fatalismo («irresistibleness»)que implicaría una absoluta determinación, y por ello laimposibilidad humana de modificar la historia por mediode las acciones de los hombres, y de otro la necesidad,cuyo condicionamiento sí que puede ser modificado me-diante la acción humana, lo que en principio la hace com-patible con la libertad. Distinción que recuerda el dilemaentre la libertad y la necesidad: «No hay fatalidad global—sostiene Raymond Aron—. La trascendencia del porve-nir es para el hombre, en el tiempo, una incitación a que-rer, y una garantía de que, en cualquier estado, la espe-ranza nunca perecerá». De aquí que «todo acto humanoconstituya un elemento entre posibles», a la manera deuna respuesta solicitada, pero no el allanamiento a unainevitable exigencia. La correlación de los actos es inteligi-ble, sin que sea por ello necesaria. En este plano, y con es-tos condicionamientos y limitaciones, resulta posible ylegítimo ofrecer previsiones acerca de acontecimientos fu-turos. Sin prescindir nunca de la evidencia de la que tam-bién gustaba hablar al filósofo del arte y de la historia Ro-bin George Collingwood, (1889-1943) en cuya virtud elcampo de experiencia de la historia no termina en el futu-

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ro, sino en el presente, y el futuro no puede nunca ser ob-jeto de pleno conocimiento, sino sólo depositario de terro-res y esperanzas.

VIII. Previsiones que en principio se encuentran do-tadas del mismo carácter probabilístico que presentancualquiera de las explicaciones que se vean afectadas poralgún tipo de coeficiente de incertidumbre; y entre las quedestacan sin duda las practicadas en el ámbito del Dere-cho y la experiencia jurídica. Conocido es el proyecto ca-racterístico de la burguesía ilustrada de juridificar todaslas relaciones sociales imaginables, a fin de volverlas pre-visibles y sobre todo calculables de antemano, respondien-do así a las exigencias de seguridad del capitalismo concu-rrencial.

En la reflexión acerca del Estado y del Derecho contem-poráneos con el título «Fruta prohibida. Una aproximaciónhistórica al estudio del derecho y del estado» (EditorialTrotta, Madrid, 1997) el filósofo del Derecho y de la políti-ca de la Universidad Central de Barcelona, Juan RamónCapella Hernández insiste en la existencia de una acredi-tada y singular vocación del Derecho de las sociedades delcapitalismo concurrencial a desarrollar todo un proyectode sistematicidad, de exactitud, de fiabilidad e incluso de«completud», que, sin embargo, habría faltado en el Dere-cho premoderno: «Un principio de calculabilidad, o, dichode otro modo, la pretensión frenética de librar al tráfico demercancías de motivos de incertidumbre, ha presidido laconstrucción de una juridicidad omnivora que trata decualificar jurídicamente cualquier cosa imaginable. Lapretensión de preverlo todo no pierde fuerza en la socie-dad capitalista madura, sino todo lo contrario». Hasta elpunto que la pretensión regulativa del Derecho lo abarcatodo. Si bien cabría distinguir desde el punto de vista jurí-dico entre la zona protegida por el Derecho (a la que el De-recho da cobertura, ampara y asegura) y la zona impuestapor el Derecho (en la que el Derecho exige, castiga e impo-ne). Esto es, entre lo que constituyen dos territorios de larealidad al ser contemplados desde la óptica del Derecho,

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el territorio protegido jurídicamente —que no deja de sersino el ámbito de la libre interacción, donde prevalece lavoluntad individual—, y el ámbito regulado jurídicamente—que se encuentra dotado de una condición eminente-mente coercitiva—.

No menos sabido es que en la cultura jurídica nortea-mericana se desarrolló, a lo largo del primer tercio denuestro siglo, toda una corriente doctrinal de netas in-fluencias utilitaristas, evolucionistas, pragmatistas y fun-cionalistas, frente al formalismo jurisprudencial, cuya pri-mera versión cristalizó en la llamada «sociological juris-prudence» («jurisprudencia sociológica») y su vocación deconstituirse en auténtica «ingenieria social». Corrienteque tuvo continuidad en el movimiento (que no escuela)del realismo jurídico judicialista, que postuló una concep-ción acerca del Derecho y una explícita Teoría del Derechocomo predicción. Concepción que entendía que la funciónsocial propia de la jurisprudencia, como modalidad de co-nocimiento acerca del Derecho, debería consistir en ayu-darnos a predecir acontecimientos dotados de relevanciajurídica, y, por tanto, a controlar u orientar nuestra con-ducta. Una jurisprudencia que se proponía mantener encondiciones de funcionamiento fluido y predecible el siste-ma legal; y que, al mismo tiempo, consciente del continuoproceso de cambio y ajuste del derecho, ambicionaba evi-tar la discordancia de éste con los inevitables cambios,tanto de nuestros valores, percepciones y creencias mora-les, como de las contingentes exigencias sociales. Posturaen la que destacaron sin duda los argumentos del letradoy magistrado, jurista en todas las estaciones, BenjaminNathan Cardozo (1870-1938).

En efecto, Cardozo desarrolló con congruencia, y lleván-dola hasta sus últimas consecuencias, la pionera argu-mentación de Oliver Wendell Holmes hijo (1841-1935),acerca del primado de la decisión sobre la regla, o su con-cepción que entiende a la regla más que como modelo dejustificación de una decisión, como un instrumento de pre-visión de ésta, al estudio de cuya obra contribuyó partici-pando en el importante volumen colectivo que dirigiera

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Felix Frakfurter en 1931 con el título «Mr. Justice Hol-mes» (Cowart McCam, New York), ocupándose del exameny valoración de las teorías de Holmes en cuya virtud lasnormas no son propiamente el Derecho, sino medios parasu estudio y conocimiento. Esto es, instrumentos de acre-ditada utilidad, idóneos a los fines de poder prever comoactuarán, o decidirán, llegado el caso, los tribunales dejusticia. También se extendió Cardozo sobre la condicióndel Derecho como complejo de previsiones, diseñado porHolmes en el artículo «The path or law», («La senda delderecho»), que vio la luz en el volumen décimo de la «Har-vard Law Review», correspondiente al año 1897, o su con-cepción acerca del Derecho orientado a la eficacia y de laque participa toda la corriente del «instrumentalismopragmatico»: «Las previsiones de aquello que los tribuna-les efectivamente harán, y ninguna otra cosa más preten-ciosa, es lo que yo entiendo por Derecho» («The propheciesof what the courts will do infact, and nothing more preten-tious are what I mean by the law»): Concepciones del De-recho y del saber acerca del Derecho menos como descrip-ción de un deber ser que como predicción de lo que proba-blemente ocurrirá en el futuro, que encontraron acogida,entre otros textos, en «The Brumble Bush. On Our Lawand its Study» («La mata de zarzas. Acerca del Derecho ysu estudio», Columbia Law School, 1930), de Karl N. Lle-wellyn (1893-1963), quien fuera profesor de Jurisprudenceen las universidades de Columbia y Chicago, presidentede la Academia de la «American Law School», y principalinspirador del «Uniform Commercial Code»: «The real ru-les... are the predictions» («Las reglas jurídicas reales—«real rules»... son, pues, predicciones»), en contraste conlas «paper rules», lo que suponía tanto como atribuir a lasprimeras —así lo entiende Rafael Hernández Marín— lacondición de entidades proposicionales asertivas o descrip-tivas, no prescriptivas, referentes a futuras regularidadesde comportamiento de los jueces y de otras instancias quetienen atribuida competencia para la resolución de conflic-tos sociales; o, lo que es lo mismo, calificar a las normas depredicciones o de profecías. Afirmación de la que deri-

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varía, según la profesora de la Universidad de Genova, yuna de las analistas y traductoras más rigurosas del rea-lismo jurídico, Silvana Castignone, la impactante conclu-sión de que propiamente no existe un Derecho o un con-junto de reglas jurídicas preconstituidas a las decisionesde los tribunales, lo que determina la apertura del delica-do problema de tratar de identificar en qué medida dichasdecisiones pueden llegar a ser previsibles o profetizables.

Entre nosotros un análisis próximo, ciertamente que conmatices, al de los tratadistas de la jurisprudencia sociológi-ca y del realismo jurídico conductista norteamericano lo en-contramos sin duda en el maestro Alvaro D’Ors: «Entoncessí no hay más Derecho que el que los jueces aprueban (opueden aprobar) ¿qué sentido tiene que uno que no es juezdiga esto es justo o injusto, tienes derecho o no tienes dere-cho? Tales declaraciones, que son muy frecuentes, tanto enboca de consejeros, abogados o no, son pronósticos de la pro-bable decisión judicial, es decir, pronósticos de Derecho. Esmás, todo el Derecho es, antes que nada pronóstico, unpronóstico de la conducta judicial previsible» («Derecho es loque aprueban los jueces», publicado en la revista «Atlántidavol XLV, aparecido en el año 1970).

En el discurso y en la argumentación de Cardozo casitodo en el mundo del Derecho haría referencia a lo previsi-ble. De tal manera que la llamada lógica de la probabili-dad sería la que propiamente rige en este ámbito de la ex-periencia y la cultura humana, con acusada preferenciasobre la llamada lógica de la certeza. Bastará al respectocon una consulta, por somera que pueda ser, a la más co-nocida de sus tres obras mayores, «The Growth of theLaw», («El desarrollo del Derecho», Yale University Press,New Haven, segunda edición, 1931). No se olvide quequien fuera durante bastantes años magistrado del Tribu-nal de Apelación del Estado de New York —que por aquelentonces gozaba de la fama de ser el mejor «Tribunal deCommon Law» de los Estados Unidos, cuya presidenciadesempeñó Cardozo durante cinco años—, promovido conposterioridad a la condición de magistrado de la Corte Su-prema norteamericana como sucesor del que había llegado

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a ser considerado «gran disidente», Oliver Wendell Holmeshijo, presenta bastantes y significativos rasgos comunescon la vida y la obra de su predecesor: antiformalista comoéste, especialmente notorio, al igual que lo fuera Holmes,por la alta calidad y la especial fuerza argumental de sus«dissenting opinions» («votos particulares») en la CorteSuprema, bastantes de los cuales determinaron con eltiempo radicales modificaciones de la orientación jurispru-dencial del alto tribunal, más acorde con lo que se en-tendía eran las exigencias reales de una sociedad como lanorteamericana, profundamente diferente de la existentecuando fue aprobado su bicentenario texto constitucional,y tan eficaz impulsor como aquél de la «jurisprudencia so-ciológica» y de la creencia en que, mediante el ejercicio dela función judicial, se puede adaptar progresivamente elderecho a las cambiantes necesidades, requerimientos yexigencias de un sistema social cuya rápida y radicaltransformación era más que evidente, como pudiera ha-berlo sido el autor de la concisa, pero extremadamente efi-caz arma en la batalla contra el formalismo que supuso lapublicación de «The Common Law» («El common law»,Boston, 1881).

Aún así hay muchos futuros posibles. Futuros que seencuentran sometidos a la misteriosa trama del azar, eldestino, las circunstancias accidentales, el «enchevêtre-ment des causes secondes» —del que se ocupara Alexis deTocqueville (1808-1859) desde su concepto de libertadcomo sinónimo de independencia en sus «Souvenirs»,«Recuerdos de la revolución de 1848») editados postuma-mente—, la voluntad, la libre resolución humana y la ne-cesidad, por lo que acaso debiéramos conformarnos si delfuturo se trata, con intentar ofrecer un diagnóstico apro-ximativo de nuestro tiempo y una previsión, o un pronós-tico que inexorablemente tendrían que terminar porsometerse —o al menos tomar en consideración— a la ra-cionalidad instrumental que ordena los medios a la satis-facción de los fines, analizando una pluralidad de alter-nativas, o lo que es lo mismo, una imagen más o menosplausible del futuro, que se sitúe entre la fe voluntarista

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y el escepticismo intelectual, y que no se deje seducir, nidistraer, ni por la superficialidad, ni por las sucesivas yespasmódicas modas interpretativas, o por las cambian-tes imágenes, sin incurrir tampoco al hacerlo, ni en el ca-tastrofismo y la desalentadora desesperanza («Los límitesdel crecimiento», 1972), ni en el augurio del advenimientoinevitable de una nueva era y de un desarrollo sin límitede las potencialidades humanas —Herman Kahn (n.1922) y Anthony J. Wiener, «The Year 2000. A Frame-work for Speculation on the Next Thirty-Three Years»(«El año 2000. Un armazón para la especulación sobre lospróximos treinta y tres años», Collier-Macmillan Limited,New York-London, 1967).

Salvando las distancias, y reconociendo, ¿cómo podría-mos dejar de hacerlo?, la correspondiente autoría, bienpuedo acoger como si fuera propio el «dictum» del maestrocomplutense que continúa siendo, a todas luces, nuestroarabista por antonomasia, Emilio García Gómez (1905-1995): «nunca he sentido tiznados mis labios por el ardien-te tizón de la profecía, y jamás he mojado las puntas de mipluma con la tinta simpática de lo futurible».

Tengo para mí, por otro lado, que parece razonable sus-cribir en sus propios términos la convicción expresada porel sociólogo germano-británico Karl Mannheim (1893-1947), en su breve ensayo de 1943, cuando era catedráticode «Sociología» en la «London School of Economics», sobreel papel de las creencias religiosas en la sociedad seculari-zada y planificada del futuro, en un momento en el que lasimágenes que habían guiado las experiencias humanas através de los tiempos se habían desvanecido, sin que to-davía hubiesen sido sustituidas por otras, «Towards aNew Social Philosophy. A Challenge To Christian Thin-kers by a Sociologist», (que sería incorporado a la anto-logía de 1950, «Diagnosis of our Time: Wartime Essays ofa Sociologist»): un diagnóstico no es una profecía, y su va-lor parece que no reside únicamente en el pronóstico en sí,sino también, y de manera muy importante, en las razo-nes que justifican y permiten sostener las afirmacionesque se ofrecen.

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Convicción de la que participa de forma inequívoca JoséOrtega y Gasset en un texto dos años posterior al de KarlMannheim, que tiene por título, «Apuntes para el proyectode Universidad en Aspen (Estado de Colorado)», y en elque sostiene que si la Universidad, como forma de vida, noquiere renunciar al cumplimiento de su elevada misión,debería suministrar a los jóvenes estudiantes, en su condi-ción de representantes cualificados de la sociedad futura,conocimientos desde una óptica filosófica acerca de la so-ciedad del presente, a fin de que los jóvenes puedan «ser»plenamente, y no sólo «estar», en la sociedad futura: «¿Noes ineludible sentirse en posesión de una idea clara sobrecual va a ser, en sus líneas generales, la estructura dentrode la cuál van a hallarse estas generaciones? ... Pero la re-alidad es que el mismo presente nos es problemático. Estonos obliga a estudiarlo de la manera más honda que seaposible, porque el porvenir fermenta ya en el presente, demodo que, si se hace un diagnóstico serio de la hora enque vivimos, hay grandes posibilidades de que podamosformar un pronóstico acertado».

Sea como fuere, y puesto que se trata de explorar yanalizar los principales efectos de todo tipo que en el ám-bito del orden internacional contemporáneo y de las rela-ciones internacionales del presente han producido, y pre-visiblemente producirán, los fenómenos recientes y aún endesarrollo de la globalización y de la integración todavíaen curso, «porque el porvenir fermenta ya en el presente»,todas las cautelas que se adopten para realizar un estudioreflexivo serán pocas a la hora de evitar incurrir en gene-ralizaciones precipitadas, o en la banalidad y la imposturaexpansivas, o bien en conclusiones que tengan la preten-sión de dar definitiva cuenta de lo que continúa estandoen pleno proceso de diferenciación y conformación y que,en tal condición, revela una situación todavía no plena-mente afianzada.

IX. Tampoco se me oculta lo especialmente difícil quepuede resultar la empresa prospectiva en este concretoámbito disciplinar y en este preciso tiempo presente. Pues

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si bien, y al parecer de siempre, se ha predicado del Dere-cho internacional, una especial fluidez, una permanentesituación de transición y desarrollo, en la medida en quese ha entendido que se trataba de una modalidad jurídicadeterminada y condicionada de manera sustancial por lapermanente acción de la sociedad, lo que al decir del ma-estro complutense, referencia indispensable, aunque seapolémica, de todo nuestro pensamiento internacionalista,Mariano Aguilar Navarro (1916-1992) haría de él, en loque tiene de Derecho de la comunidad internacional, dota-do de «una auténtica vida societaria en la que se relacio-nan estados, pueblos, corporaciones e individuos», el máshistórico de todos los Derechos, al ser extrema su depen-dencia del conjunto de tensiones y circunstancias socialesque se desencadenan en la vida social, y al encontrarse so-metido a una auténtica servidumbre con relación a losacontecimientos históricos, a una serie de variables decomportamiento y del entorno («La sociedad internacionales una sociedad en formación; el Derecho internacional esun Derecho en proceso de gestación»), así como a las con-tingentes necesidades y demandas de una comunidadmundial que se encuentra aún en fase de desarrollo, aúncuando cada vez más integrada.

Todo parece indicar que, con el trascurso del tiempo,en sus trazos fundamentales, el acierto del diagnósticodel decano Aguilar Navarro no ha hecho sino acentuarsey es absolutamente revelador de la actual situación. Enefecto, la estructura del Derecho internacional públicotras la discontinuidad histórica que ha introducido laruptura o la liquidación del orden impuesto por la «Gue-rra Fría», ha agudizado este conjunto de característicasque determinan su peculiar identidad evolutiva y su obli-gada adaptación sin solución de continuidad a las cir-cunstancias emergentes de tipo político, tecnológico,científico, social y económico, en el marco de una dinámi-ca de transformaciones de la configuración espacio-tem-poral homogénea del mundo, que ha adquirido proporcio-nes de vértigo en el sistema internacional que se estáabriendo progresivamente paso tras la conclusión del en-

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frentamiento de bloques, y del obligado equilibrio bipolardel terror entre el Este y el Oeste.

La propensión «dromológica» que según Giacomo Ma-rramao («Minima temporalis. Tempo. Spazio. Esperien-za», Il Saggiatore, Milano, 1990) y el profesor de «Arqui-tectura y Urbanismo» en la «Escuela Especial de Arqui-tectura» de París Paul Virilio (n. 1932) caracterizaría atodos, o a la mayoría (de), los esquemas o modelos utiliza-dos en nuestro tiempo con el propósito de diagnosticar lasituación de la sociedad contemporánea. Esquemas en losque se destacan como temas recurrentes la velocidad, laaceleración, la variación y la dictadura implacable de loefímero, la fugacidad y el corto plazo. Cuestiones que sin-gularizan en todos los planos a lo que vendría a ser algoasí como el «estilo propio de la época», y que se proyectany se confirman adecuada y hasta espléndidamente sobreel ámbito propio del Derecho, las relaciones y la sociedadinternacionales.

En este contexto resulta muy difícil realizar algo másque un mero inventario, y no sé si exhaustivo, de los de-safíos suscitados a causa de la sustancial alteración delmarco de referencia de este orden jurídico en evolución,que nos sirva de prólogo para proceder, a continuación, acentrar nuestra atención en los reflejos prematuros y yadisponibles de estas transformaciones. Toda vez que elDerecho internacional, tanto o incluso más que cualquierotro orden jurídico, ni puede, ni debe, explicarse desgaja-do de las condiciones y de los contextos en que se desen-vuelve.

A este respecto, el magistrado e internacionalista Phili-pe C. Jessup, parafraseando al hacerlo, un «dictum», sinduda premonitorio, de Benjamín Nathan Cardozo, nos su-giere una buena guía de uso: «si nuestras nociones precon-cebidas acerca del Derecho internacional no concordasencon los hechos de la vida internacional, tanto peor para lasviejas nociones. Estas deberán ser revisadas a fin de po-nerlas en sintonía con la realidad».

Observando todas y cada una de estas cautelas y sinperder de vista la celebrada afirmación del filósofo alemán

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Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) en su poema fi-losófico «Also sprach Zarathusta; Ein Buch für Alle undKeinen» («Así habló Zaratustra. Un libro para todos ypara nadie», 1883-1885) —cuya génesis fue enteramenteexplicitada por el solitario de Sils-Marie—: «los grandesacontecimientos son silenciosos», lo que a su vez explicaríaelocuentemente por qué, con tanta frecuencia, lo esencial,el «porro unum», ha solido pasar inadvertido a nuestraatención cuando se estaba produciendo —bien podemosidentificar hasta seis desafíos o megatendencias (tenden-cias generales o grandes tendencias) que, al parecer, es-tarían contribuyendo a configurar, en la actualidad, un re-novado modelo de orden internacional:

a) El resurgimiento y el auge espectacular en los pue-blos del antiguo ámbito de influencia soviética, con todoslos rasgos más genuinos y terribles al uso, de variadasmodalidades del nacionalismo postimperial secesionista,que invocan una supuesta o real identidad colectiva, o unapersonalidad política originaria, que habría estado forza-damente sometida hasta entonces a la más absoluta de lashibernaciones. Resurgimiento que vino a coincidir con elfin del comunismo autoritario de Estado «a la soviética» yel subsiguiente desmoronamiento del bloque del Este y la«débâcle» generalizada de la estructura del sistema del«socialismo real», que a su vez explicaría en no pequeñamedida la oleada nacionalista y separatista.

Resurgimiento que se materializa en la comprobadaexistencia de grupos de individuos o de minorías que, enun mismo espacio de soberanía, se reclaman pertenecien-tes a, o dotadas de, diferentes identidades, que legitima-rían la aspiración, articulada —ya sea en partidos polí-ticos, ya sea en movimientos y organizaciones sociales,más o menos estructurados— a construir un marco estatalpropio.

Resurgimiento que además se inscribe en un «revival»de la relevancia política del sentimiento y de la fragmen-tación étnica, y al abrigo de una creciente sensibilidad pú-blica y oficial sobre la legitimidad de la perseverancia en

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«la diferencia», que en parte comparece como unas de lasmás llamativas y alarmantes consecuencias del proceso deliquidación por derribo de las estructuras de poder y de losregímenes que se ha propuesto identificar con la expresión«socialismo real» o «socialismo de dirección administrati-va»—, por decirlo con la precisa expresión acuñada porVlàdimir Alekseevich Borodaev, Director del «Centro deEstudios Ibéricos» del «Instituto de América Latina» de laAcademia de Ciencias de Rusia. Regímenes que tras la Se-gunda Guerra Mundial habían determinado que los dis-tintos Estados-nación de la Europa Central y de la Europadel Este se cayeran del escenario político internacional enel que, dada su condición de «aliados» del Kremlim, dis-ponían tan sólo de una «soberanía limitada». Resurgi-miento y auge que comparece en parte como una de lasmanifestaciones más características de la llamada «políti-ca de la división» o «política de la fractura», y de la onto-logía monista, que parece moverse siempre a la búsquedade la activación de las conocidas posibilidades movilizado-ras y legitimadoras que, al parecer, ofrece un discurso deesta naturaleza.

Discurso en el que las preocupaciones pivotan en tornoa los temas de la identidad y la diferencia, de la autoafir-mación de una subjetividad que se define en términos depertenencia a una raza, a una cultura, o a una lengua, atodo «lo que no se escoge» voluntariamente, que no se con-tenta con existir, sino que necesita proclamarse y exterio-rizarse —acaso por la liberación que puede aportar su ma-nifestación pública. Discurso que algunos analistas consi-deran la nueva ideología de sustitución del marxismo.

Marxismo en el que las formas de identidad colectiva, olos criterios de reconocimiento colectivo que no se enten-diese estaban directamente vinculados a las relaciones deproducción, o no encontraban acomodo, o eran objeto deun tratamiento secundario, por estimarlos de todo puntoirrelevantes, o de una relevancia menor, en la medida enque, como es notorio, el materialismo dialéctico no se en-contraba especialmente sensibilizado ni predispuesto alestudio de la dimensión cultural de la acción social.

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Devociones de adscripción cuyas implicaciones simbóli-cas y políticas, como principio básico y elemento de movi-lización social, han sido, y continúan siendo, inmensas, ya las que, no sin argumentos, se las considera responsa-bles, tanto en el pasado como en el presente, de habercontribuido en ocasiones, con sus prejuicios «primitivis-tas» y con sus llamadas a la particularidad étnica, a laruptura de la homogeneidad social, a la fractura del sen-timiento de identidad cívica y de respeto mutuo, con susecuela de innumerables catástrofes, masacres, miseriasmorales, desvertebraciones sociales y violencias, que pe-riódicamente degenera en una serie de errores teóricos yprácticos que parece que resultan a todas luces notorios,del tipo del culto de la acción por la acción en sí misma,del valor positivo atribuido a la fuerza, de la sobrestima-ción de la comunión nacional o de la integración en elgrupo comunitario y de la elevación del llamado «derechoa la diferencia» y a la identidad secundaria, local, comu-nitaria y relativa, por encima de la universalidad queiguala a unos hombres con otros.

La publicación en diciembre de 1991 de la edición co-rregida y aumentada del precursor ensayo de la académi-ca francesa Hélène Carrère d’Encausse, «La gloire des na-tions ou la fin de l’Empire soviétique» («La gloria de lasnaciones o el fin del Imperio soviético», Fayard, París),acerca del espectacular proceso de voladura del Imperiosoviético que se estaba comenzando a llevar a cabo en elBáltico, el Cáucaso y los distintos territorios asiáticos, su-pone el levantamiento del acta donde se documenta enqué medida las identidades, con preferencia, suelen encon-trarse fundamentadas, en «el otoño de los pueblos» de1989 («Polonia diez años; Hungría diez meses; RepúblicaDemocrática alemana diez días; Rumanía diez horas»),por los vínculos de sangre y el territorio, y sólo aparecenprotagonizadas de una manera subalterna o subsidiariapor las distintas ideologías, las religiones terrenales opolíticas —en el preciso sentido que atribuía a la expre-sión el politólogo germano naturalizado norteamericano,Eric Voegelin (1901-1985)—, o por las concretas condicio-

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nes de clase, o por el sistema de creencias en que se arti-culan las distintas convicciones.

Ya en la primera mitad de la década de los setenta lapropia Hélène Carrère d’Encausse en un artículo publica-do en una revista especializada, había hecho notar en quémedida las contradicciones sociales dentro de la URSS yen toda la órbita del «socialismo real», lejos de haber sidosuperadas progresivamente desde la Revolución de Octu-bre, con el transcurso de los años se habían agravado: «Unsiglo más tarde, cuando el socialismo ha triunfado en unaparte del mundo, el hecho nacional se presenta muchomás vivo de lo que habían creido los primeros marxistas, yes claro que esta supervivencia plantea un problema realal mundo socialista» («Comunisme et Nationalisme», en«Revue Française de Sciences Politiques», nº 3, vol. XV).

Eclosión nacionalista, o «retorno de las patrias» y de lastribus que ha determinado que la ideología nacionalistarecupere, contra casi todos los pronósticos y augurios, unprotagonismo relevante en la doctrina y la práctica políti-ca de este fin de siglo. Eclosión nacionalista que se presen-ta con un alcance más dramático precisamente allí donde,como nos recuerda el comunitarista angloamericano y pro-fesor del «Institute for Advanced Study» de la Universidadde Princeton (New Jersey), Michael Walzer, su represiónanterior a fin de conseguir someterla a la invisibilidad pú-blica, o de eliminarla, fue más severa.

Reivindicación de identidades que se manifiesta comola expresión de un importante desajuste que, sirviéndosede la oportuna o inoportuna agitación de muchos fantas-mas, así como de bastantes realidades que presenta lasiempre complejísima coexistencia de pueblos y culturas,han puesto en evidencia el frecuente carácter relativo, yhasta arbitrario, de numerosas fronteras internacionales.Fronteras que, sin embargo, antes eran consideradas«como si» («als ob») fueran indiscutibles, y hoy han pasadoa ser, y con harta frecuencia, cuestionadas. Cuestiona-miento que sin duda favorece la reviviscencia de variadosprocesos de desintegración de distintos Estados-naciónque, en apariencia, se encontraban sólidamente integra-

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dos, tan pronto como o han desaparecido, o al menos sehan atenuado, en su eficacia y operatividad, los diferenteselementos y mecanismos coercitivos que mantenían y re-forzaban su artificiosa homogeneidad y unidad, así comosu peculiar universo simbólico.

Resurgimiento que ha generado además la emergen-cia de una nueva modalidad de nacionalismos, aquellosque se ha dado en llamar «nacionalismos de última gene-ración». Fuerzas ideológicas creadoras de nuevas esferaspúblicas de integración política, de nuevos marcos de re-ferencia y conjuntos de creencias con perfiles propios decierta consistencia, que atribuyen sentido a las concep-ciones que los individuos tienen acerca del espacio, deltiempo, de la totalidad, o de la identidad, y que simultá-neamente forjan no menos nuevas modalidades de iden-tidad pública, mediante las que se cuestiona la anteriorgeografía del poder político, cristalizando en pautas an-tropológicas de identidad, que permiten identificar unacomunidad caracterizada por su limitación espacial y porsu aspiración a la soberanía política y el autogobiernonacional.

Como apuntara en «The Lean Years» («Los años de pe-nuria», 1980), obra que centra su atención en la crisis derecursos a escala mundial, «el separatismo es hoy un pro-blema mundial, con el resurgimiento del «tribalismo y labalkanización». La nación-estado se encuentra atrapadaentre dos fuegos. «No es lo bastante grande para poderplanificar a escala local donde sea necesario hacerlo—como sucede con los controles del medio ambiente y laasignación de recursos—, ni es tampoco lo bastante pe-queña como para llegar a responsabilizarse directamentede los problemas de la gente»

Hasta hace bien poco la geografía del poder político pa-recía que estaba dotada de unas nítidas, bien definidas yno discutidas líneas fronterizas que delimitaban las res-pectivas áreas territoriales de los distintos Estados sobe-ranos, indivisibles, ilimitables y exclusivos, con fronterasinternacionales que se diría gozaban de un generalizadoreconocimiento. Proceso que se presenta convenientemen-

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te adobado por las más o menos pertinentes mixtificacio-nes, invenciones y manipulaciones «ad hoc»de la memoriahistórica colectiva, mediante hagiografías de la etnia res-pectiva, y distintos rituales patrióticos y rememoracionestradicionales con los que se favorece la dignificación y has-ta la exaltación de la correspondiente identidad colectiva,y se generan unas más o menos potentes agregaciones devoluntades.

No en vano no deja de ser cierto que la lectura de lahistoria nunca es del todo estática. Disponiendo como dis-ponemos hoy de miles de testimonios que lo reconocen, talvez bastará con recordar el feliz aforismo del político, his-toriógrafo, crítico literario y filósofo italiano BenedettoCroce (1866-1952) en el cuarto volumen de su «Filosofiadello spirito» («Filosofía del espíritu»), que con el título«Teoria e storia della storiografia» («Teoría e historia de lahistoriografía» ve la luz de la edición en 1917 (existe edi-ción anterior en lengua alemana, «Zur Theorie und Ges-chichte der Historiographie», «Contribución a la teoría y lahistoria de la historiografía», Tübingen, 1915) de que todahistoria —que contrapone a la mera crónica—, es historiacontemporánea y vive del interés que los documentos sus-citan actualmente en el ánimo del historiador, en contras-te con la crónica, que sería una mera recopilación de datoscon fines meramente prácticos y documentales. De la mis-ma forma que no es menos cierto que donde sin duda haobtenido sus mayores éxitos y su mayor aceptación la co-nocida cruzada de la doctrina y de las prácticas de la «co-rrección política»(de lo «politically correct»), que persigueuna profunda reinterpretación y relativización de las na-rraciones culturales dominantes, así como la reformula-ción del discurso político y del metadiscurso acerca deéste, ha sido precisamente en el ámbito de la interpreta-ción del pasado, y en la fijación de la memoria histórica co-lectiva oficial, en lo que tiene de confirmación deliberada ysistematizada la «memoria colectiva» en sentido propio o«memoria del grupo social», de la que se ocupara con todoacierto y rigor el medievalista y metodólogo de la historiafrancés Jacques Le Goaf.

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Conclusiones de este tenor bien pueden ser suscritas,sin tener por ello que ratificar en toda su aventurada radi-calidad las tesis del movimiento arqueológico contemporá-neo postmodernista que, desde la neooscurantista impug-nación de cualquier forma de certeza fundamentada en elconocimiento, reclama para sí la denominación de «post-procesualista», y tiene en el profesor de Arqueología de laUniversidad de Cambridge Ian Hodder su representantemás destacado, como una de las expresiones más influyen-tes del postmodernismo y de las tesis deconstruccionistasen este ámbito del conocimiento, cuyo atractivo mengua,pero no cesa, que sostienen, desafiando a la razón y al sen-tido común, que no hay nada equivalente a lo que por locomún se suele llamar un pasado objetivo, hasta el puntoque las formas con las que nos representamos el pasadono son sino textos que generamos en función de nuestrospuntos de vista sociopolíticos, lo que supone en puridadentender a la verdad como un subproducto social, porquesocial es el proceso de creación de ciencia, sus resultados,y en gran medida el consenso que se obtiene acerca de loque posee validez científica; y concluir que no existiríanada equivalente al mundo objetivo, que como mucho con-sistiría más bien en un texto producido por los propios se-res humanos: «Las culturas son arbitrarias en el sentidode que su forma y contenidos no se encuentran determina-dos por nada exterior a ellas» («Archeology as a LongTerm History», Cambridge University Press, Cambridge,Massachusetts, 1986).

Argumentación que viene a reiterar la añeja concep-ción que sostiene que la realidad es fruto de una simpleconstrucción humana, y que cuando nos referimos a ellasólo estamos constatando lo que en puridad es tan sólo unproducto generado por las mismas prácticas culturales,producto del que nos servimos a fin de poder describir larealidad.

La conversión de la historia en una modalidad prácticade la propaganda, promoción y control, a través de la crea-ción de «verdades» sobre el pasado, y de la llamada «con-quista de la historia propia» mediante la articulación na-

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rrativa de un pasado común y diferenciado, han determi-nado con frecuencia la negativa a reconocer la ocurrenciade acontecimientos reales que se encuentran suficiente-mente acreditados por los distintos sistemas probatorios,de la misma forma que han favorecido la atribución delcarácter de hechos ocurridos a «acontecimientos» cuya ine-xistencia en la práctica resulta también harto probada.

Acaso habría que recordar la punzante conclusión delhistoriador Albert Mousset acerca de los fascinantes pro-cesos de tergiversaciones históricas que suelen acompañarlas argumentaciones y los discursos nacionalistas, cuyafuerza se asienta en parte sobre la usurpación y el mono-polio de la memoria, cuando sostiene que una nación es«una agrupación de hombres reunidos por un mismo erroracerca de su origen; o invocar los versos de José Angel Va-lente (n. 1929-2000): «Lo peor es creer/ que se tiene razónpor haberla tenido,/ o esperar que la historia devane losrelojes».

Estas mutilaciones, desfiguraciones y distorsiones de lahistoria han hecho posible que sus respectivos públicosterminen por llegar a interiorizar una interpretación de larealidad humana en la que ésta se ve esencialmente escin-dida en identidades colectivas diferentes y rivales.Además han permitido que los inventores de los naciona-lismos puedan presentarse como portavoces de un Dere-cho o de una cultura nacional o de las exigencias de «auto-determinación de los pueblos», y, en todo caso, en múlti-ples ocasiones han favorecido y reforzado tanto lasdistintas modalidades de substancialización de la identi-dad cultural, como el omnipresente recurso al resenti-miento, la crispación y hasta a formas variadas de victi-mismo.

Con frecuencia estas visiones sesgadas de la historiahan reforzado las llamadas «esencias identitarias», que lasmás de las veces suelen desconocer su, por otra parte ine-vitable, condición de variables que se encuentran irremisi-blemente articuladas con procesos históricos globales —ypor tanto no «originarias», sino producto de la historia—, ymediadas por dinámicas de estratificación y de desigual-

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dad social e ignoran que los rasgos comunes con el restode los seres humanos dominan siempre sobre los rasgosdistintivos o privativos del grupo o etnia correspondiente.De hecho, aún cuando el nacionalismo cultural o etnico yel historicismo no se encuentren en una relación de identi-dad, lo cierto es que la mayor parte de las veces han apa-recido estrechamente vinculados en el discurso y en lapráctica política y cultural, en lo que constituye de mane-ra ejemplar una situación de franca complementaridad.

La preocupación por dar respuesta a éstas y otras cues-tiones se ha materializado en una serie de organizacionesy foros internacionales. Así, a escala regional, en Europa,cristaliza la que se denominó en sus primeras convocato-rias «Conferencia para la Seguridad y la Cooperación enEuropa» (C.S.C.E), foro de diálogo abierto en Helsinki eltres de julio del año 1973, que tomó cuerpo en el «Acta Fi-nal» —instrumento de importancia moral y política quedefine los intereses comunes de los Estados signatarios,concebido en el lenguaje característico de los tratados sinserlo, al no crear condiciones jurídicamente vinculantes—,firmada el primero de agosto de 1975 por treinta y un Es-tados europeos —la totalidad de los por aquel entoncesexistentes, con la excepción de la que por aquel entoncesse identificaba como la «República Popular de Albania»,gobernada por Enver Hoxha (n. 1908)— así como por losEstados Unidos de América y Canadá—. Acta final redac-tada tras unas trabajosas negociaciones y conversacionespreparatorias multilaterales que se prolongaron durantetres años. «Acta» que se concibió inicialmente como la do-cumentación de un acuerdo-contrato entre los bloques oc-cidental y soviético mediante el que Occidente reconocía elcarácter inviolable e indiscutible de las fronteras de Euro-pa oriental y se comprometía a favorecer la cooperación ylos intercambios en los campos humanitario, cultural yeducativo, de la información y de la economía, y por suparte los países del Este aceptaban una serie de cláusulasy disposiciones sobre los derechos humanos, proclamadosen el Principio General VII del Acta y en la tercera de lasque vulgarmente se ha dado en denominar «cestas» («bas-

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kets»), en cuya virtud el comportamiento de cualesquierade los Estados signatarios concerniente a estos derechosno se considera cuestión inherente a la jurisdicción inter-na de ese Estado, y la pacifica reacción a las transgresio-nes de estas disposiciones sobre derechos humanos noconstituyen propiamente ni intervención, ni ningún tipode injerencia ilegal respecto del Estado transgresor. Dispo-siciones que —para sorpresa de sus dirigentes— termi-narían por alterar el comportamiento de diferentes y biensignificativos grupos de la sociedad civil de la Europaoriental, produciendo efectos de alto alcance.

Como es notorio, cuando en mil novecientos noventa, enel ámbito de una convocatoria extraordinaria de laC.S.C.E., se produce el reconocimiento formal de la conclu-sión de la Guerra Fría, y por ello, de la anterior configura-ción de las relaciones de fuerza militar y diplomática in-ternacionales en un sistema bipolar y heterogéneo, losproblemas relativos a los derechos de las minorías, quehabían sido dejados deliberadamente al margen durantela precedente etapa de tensión bipolar, cobraron una inu-sitada relevancia, hasta terminar por convertirse en unode los más importantes asuntos que ocupan cada vez másamplio espacio en las sucesivas agendas de las distintasreuniones de la «Conferencia para la Seguridad y Coope-ración en Europa». Así, la Convención de 1990, desarrolla-da en Copenhague, determinó el reconocimiento de unaserie de derechos de las minorías nacionales, incluyendoentre éstos el derecho al libre uso de la lengua materna enpúblico y en privado, la incorporación de la historia y de lacultura propia a los «curricula» escolares, la condena delantisemitismo, así como de distintas modalidades de dis-criminación. Del año 1990, por ejemplo, data la creaciónde una «Oficina para las Elecciones Libres», que sería de-nominada con posterioridad «Oficina para las Institucio-nes Democráticas y los Derechos Humanos».

Por su parte la llamada «Carta de París para una nue-va Europa», aprobada por los jefes de Estado y de Gobier-no en la Conferencia correspondiente al año 1990, contem-pla una extensa serie de cláusulas concernientes a los de-

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rechos de las minorías. Desarrollo que tendría continuidaden la Cumbre de Helsinki celebrada el año siguiente, en laque se establece la institución de «Alto Comisionado paralas Minorías Nacionales», cuyo primer titular sería desig-nado en enero de 1993. A los acuerdos alcanzados en elcontexto de la organización regional de seguridad, que hoyya se denomina «Organización para la Seguridad y Coope-ración en Europa» (O.S.C.E.), habrá que añadir con un al-cance universal, la aprobación por consenso, en 1972, porla Asamblea General de la Organización de las NacionesUnidas, de la denominada «Declaración de los derechos delas personas pertenecientes a minorías nacionales o étni-cas, religiosas y lingüísticas».

Las distintas manifestaciones del nacionalismo a su vezse mueven, desarrollan y proliferan hoy en el ámbito deun conjunto variopinto de nuevas tendencias que, en cier-ta medida, tratan de ocupar (en ocasiones con innegableéxito) el centro emocional de la vida colectiva.

Tendencias claramente favorecedoras y reivindicadorasde la llamada cultura política del localismo, o de la autoes-tima, o de la conciencia de la particularidad, y de las dife-rencias culturales, étnicas y de género, que si bien con-vierten al yo en la nueva «vaca sagrada» de la cultura polí-tica, y simultáneamente elevan a la reiteradamenteinvocada autoestima a la condición de valor sacrosanto eindiscutido, de hecho sustituyen con frecuencia el recursoal pensamiento y al juicio racional por un moralismo fácil,de tono terapeútico que rehuye el análisis, y que, además,parece haberse aficionado en exceso a las etiquetas, los ca-lificativos, los estereotipos y las visiones monocausales ysimplificadoras. Tendencias reforzadas por un emergentecomunitarismo exacerbado que reclama una especie de de-recho humano de los grupos a preservar su identidad, in-curriendo en el desconocimiento, o en el olvido, de que nohay propiamente derechos humanos de los grupos, de lamisma forma que el derecho a la diferencia en tanto quederecho humano no es propiamente un derecho del grupo,sino de los miembros que lo componen, ya que el derecho apreservar la identidad de una raza, de una nacionalidad,

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de una cultura, de una peculiaridad biológica o física, nun-ca podrá estar por encima, ni mucho menos desplazar, alos derechos humanos personales, que son los únicos dere-chos universalizables, y que se concretan en el derecho detoda persona al respeto debido a su identidad personal bá-sica, a su vida, a su conciencia, a su albedrío y a su digni-dad humana.

No en vano el derecho a la diferencia es también y si-multánemente el derecho a no diferenciarse, ya que lasidentidades comunitarias no son identidades esenciales,sino relativas, cada miembro de una comunidad de esa es-pecie tiene tanto derecho a que se le respete su adhesión aesa identidad, como un derecho a que se respete su volun-tad de segregarse de ella

Corrientes que consagran el auge cobrado en la retóricapolítica y académica de los últimos años por el multicultu-ralismo y la «política de la identidad», tan de moda y contan elevado predicamento en el mundo universitario y me-diático de América del Norte, que nos sume indefectible-mente en el autismo, pues en parte nos obliga a negarnuestra capacidad de entender cualquier otra comunidadque no sea la propia o cualquier otro ser humano que nocomparta nuestro mundo.

Multiculturalismo que ha supuesto el cuestionamientogeneralizado de las distintas formas hegemónicas de iden-tidad sobre las que se construyeron las estructuras políti-cas nacionales, y que han determinado la emergencia denumerosas interrogantes en torno a las políticas de identi-dad en general, y de modo muy particular con respecto alas expectativas crecientes y alimentadas por el multicul-turalismo, que está proveyendo a la práctica política deuna nueva técnica de control social, así como suministran-do numerosas bazas para el éxito en procesos electorales.

Política de identidad cuyo papel actual en ocasiones noes tanto, y en contra de lo que pudiera pensarse, ni el desucesora de la «política de clases», ni el de una supuestaetapa superior del pluralismo, sino como la acaso última openúltima perversión del relativismo y del separatismocultural, a través de una serie variopinta de subculturas

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que se sienten hostiles e incompatibles entre sí, y queademás articulan un discurso político con propósito de ín-dole indudablemente terapéutica, mediante los que se per-sigue crear, o en su caso recrear, la autoestima de los gru-pos que tienen atribuido un «status» notoriamente minori-tario, a través de la afirmación, y hasta de la jactancia, desu reclamada identidad colectiva.

Reivindicaciones del derecho al «terruño», o a la identi-dad diferenciada, o al propio «ethos», y a la especificidademotiva y cultural, de la autonomía, del postnacionalismoétnico y subnacional, y de las identidades particularistasque, según los casos y circunstancias, han recobrado o hanadquirido actualidad, en lo que parece ser la otra cara, elreverso, de la moneda única de la globalización en curso, yque expresa la actual dualidad —ambivalencia, miedo/fas-cinación, entre la perspectiva universal, que a la vez ilu-siona y suscita la mayor de las angustias, y la perspectivade los singular y local. Reivindicaciones que presentan,con la radicalidad propia del caso, sus exigencias políticas,sus reclamaciones de recursos y cuotas de influencia y dereconocimiento público, en los términos de una pretendidaidentidad singularizadora y de un «originario» derecho ala autonomía cultural.

Todo ello en un marco que se encuentra configuradoconjuntamente por las nuevas idolatrías nacidas a la som-bra de la descomposición de las grandes religiones moder-nas (que con cierta frecuencia no son sino representacio-nes enmascaradas del monoteísmo de la mente), y la rebe-lión —cada vez más intensa y extensa— de las «políticasde la diferencia» reivindicadas en su inconmensurable in-dividualidad por los distintos grupos en el ámbito de lallamada, entre otros, por uno de los más prestigiosos críti-cos de arte en los Estados Unidos, de origen australiano, ycolaborador desde hace treinta años de distintas cadenasde televisión —bastará con recordar al respecto la serie te-levisiva en ocho capítulos centrada en la historia del artedel siglo XX y producida en 1989 por la BBC («The shockof the New», «El impacto de lo nuevo»)— así como de lasmás prestigiosas publicaciones periodicas del Imperio,

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señaladamente el «Time», en las que ha acreditado de for-ma suficiente su voluntad constante de hacer ver la reali-dad de las cosas, Robert Hughes (n. 1938), «Culture ofComplaint («Cultura de la queja»), que da título a su cele-brada obra «Culture of Complaint. The Fraying of Ameri-ca» («La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas».Oxford University Press, New York, 1993). Cultura de laqueja que anima a las minorías «a recuperar su herenciaancestral y sus rituales olvidados, así como a celebrar unsupuesto pasado mítico en nombre de la historia» y de lamemoria colectiva.

Cultura de la queja pertrechada del subsiguiente po-der de chantaje o soborno intelectual, que en los EstadosUnidos parece que habría acompañado y sucedido a unsupuesto o real declive de los «valores genuinamenteamericanos», y a la generación de inéditos niveles de cul-pabilidad social («declárate inocente y te la ganas»), fren-te a la realidad, difícilmente discutible, de una identidadde hecho plural, frente a la pluralización de los mundosde sentido, y en oposición a la primacía de la razón cos-mopolita universal y al modelo universalista occidental(Giacomo Marramao «dixit») que había fijado como hori-zonte inevitable del proceso moderno el (luego no confir-mado) declive de las patrias, en una confiada visión cos-mopolita de la historia en la que el «ciudadano del mun-do» terminaría por superar aquello que en más de unacircunstancia se presentaba como manifestaciones, notanto de «diferencias culturales», sino de los distintos ata-vismos particularistas, o de vestigios de un pasado que secreía clausurado por la modernidad, una modernidad do-tada de una más que acreditada vocación homogeneizado-ra y secularizadora.

Arcaicas pugnas religiosas y hasta chaladuras raciales,pero que, de la misma forma que sucede con las esporas enla tierra, siempre terminan emergiendo del estado latenteen el que permanecen, al estar dotadas de una innegablecapacidad para florecer de la noche a la mañana, con talde que encuentren o se produzcan las condiciones adecua-das o favorecedoras de su desarrollo. Bien puede traerse

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aquí la observación de Sir Thomas Brown acerca de lasherejías que recoge su fundamental texto «Religio Medici»:«Las herejias no perecen con la desaparición de sus auto-res, sino que, al igual que sucedía con el rio Arethusa,aunque oculten su corriente en algún lugar, su curso rena-ce de nuevo en otro. Un concilio general no puede extirparni tan siquiera una sola herejía; puede, eso sí, conseguirsuprimirla en un momento dado, de manera temporal,pero el propio transcurrir del tiempo, junto con las in-fluencias similares del Cielo, terminarán reconstruyéndo-la de tal manera que vuelve a arraigar, hasta que sea con-denada de nuevo».

Con frecuencia las reivindicaciones de la patria y delas diferencias se manifiestan en actitudes cerradas queno dejan de favorecer la construcción de trincheras y demurallas en apariencia infranqueables, allí donde el re-brote continuo de los nacionalismos supone renegar delideal cosmopolita y de las previsiones kantianas segúnlas cuales el hombre finalmente terminaría por reencon-trarse en la especie puesto que somos universalmenteiguales sólo si se considera que cada individualidad per-sonal se integra igualmente en la comunidad universal delos seres humanos.

En contra de lo que creyera el padre de la filosofía críti-ca, la realidad más bien parece confirmar el apunte delnovelista, dramaturgo, periodista, moralista y ensayistafrancés, premio Nobel de Literatura 1957, Marcel Camus(1913-1960) en el volumen tercero y último de sus «Car-nets», diarios en nueve cuadernos cuya escritura ocupó asu autor entre mayo de 1935 y diciembre de 1959, en losque se ofrece la verdadera medida de su cultura intelec-tual y creadora, y que comenzaron a publicarse en ediciónpóstuma en el prestigioso sello editorial Gallimard deParís, a partir de 1962: «La desmesura en el amor, únicadeseable, es propia de los santos. En cuanto a las socieda-des, jamás secretaron ningún tipo de desmesura que nofuera la desmesura del odio». («Carnets», III, 257). En con-gruencia con la tesis del más importante de los pensado-res «pied-noirs» (había nacido en Mondovi) en cuya virtud

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los nacionalismos no eran otra cosa sino «signos de dis-gregación» («Carnets», vol. I, 370); y en sintonía con ladeclaración expresada en sus cuatro «Lettres à un amiallemand» («Cartas a un amigo alemán», 1945): «Amo de-masiado a mi país para ser nacionalista», tanto que mani-fiesta el giro de su pensamiento hacia una rebelión contrael nihilismo, en nombre de la humanidad y en apoyo de lacoherencia moral.

Esta eclosión ha venido a suponer una de las más evi-dentes manifestaciones de la actual crisis de los ideales dela modernidad, con la emergencia de un discurso cuyosrasgos intelectuales en gran medida hoy recuerdan a losque fermentaron en el siglo XIX con ocasión del proceso deconstrucción de los Estados-nación, momento en el que lasnaciones pasaron a desempeñar un papel determinante,tanto en el plano político, de la acción política, como en elde las mitologías colectivas, hasta el punto de terminarpor constituirse en la principal fuente de solidaridad y le-altad políticas, a través del imaginario del Romanticismo,la invención de la tradición respectiva (una de las indus-trias culturales de la época, tal y como demostraron EricJ. Hobsbawm, Terence Ranger y otros en «The Inventionof Tradition» («La invención de la tradición», Cambridge,1983), y la crítica a la Ilustración por parte de las concep-ciones organicistas de la sociedad, que alimentan la reac-ción restauracionista y conservadora frente a las revolu-ciones burguesas del último tercio del siglo XVIII. Reac-ciones restauracionistas que sostuvieron con énfasis queno parecía que fuese ni adecuado, ni correcto, desmembrarlas instituciones del Antiguo Régimen, o someterlas al jui-cio crítico de una racionalidad ahistórica.

Romanticismo que, al decir del maestro complutenseJosé Luis López Aranguren (1909-1996), creyó identificarel protagonismo de la acción política en las naciones, a lasque siempre supo rodear de un cierto halo cuasireligiosode soberanía y protagonismo, a las que consideraba másque como sujetos políticos, «stricto sensu», como realida-des de tipo orgánico, o seres vivos e históricos enraizadosde una forma determinante en una concreta tradición en

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la que se encontrarían condensadas el alma, la memoria yla vida espiritual de la nación. Sujetos políticos a quienesel romanticismo consideraba poseedores, precisamente porello, de una bien precisa identidad diferenciadora, que re-clama disponer a su vez de los instrumentos burocráticos,culturales, militares y simbólicos pertinentes a fin de po-der realizar con éxito su nueva función histórica.

Este proceso de eclosión nacionalista o de «retorno delas patrias» habría alcanzado su máxima expresión y viru-lencia en determinados Estados multinacionales, en cuyoámbito hasta entonces habían venido coexistiendo, conmayor o menor dificultad, todo un mosaico de grupos étni-cos diferenciados, que en el pasado histórico habrían sidoobjeto de fusiones e integraciones coercitivas, mediante eluso de una eficaz y centralizadora fuerza política y militar,con la que se había procedido a descabezar las comunida-des étnicas («naciones cautivas») a través de la persua-sión, o de la asimilación forzosa, o la traición, o el sobornomás o menos complaciente o dispuesto de sus élites cultu-rales, o con el concurso de varios de estos elementos.

Esta situación, además de impregnar hoy a una «Euro-pa de las comunidades», y de arraigar en la cultura jurídi-ca profana de los Estados Unidos a través de la recepciónde la llamada «retórica de los derechos», que según la ju-rista norteamericana Mary Ann Glendon caracterizaría eldiscurso público en su país a partir de la piedra angularque fue la «Ley de Derechos civiles» de 1964, y de la con-versión de la etnicidad en el auténtico punto de referenciaobligada, ha contribuido de manera importante a instau-rar una dinámica de atomización social, de «zairización» yde aldeanización generalizada (acaso como reacción encierto modo explicable, ante el vacío creado por el hecho deque el Estado ya no puede, ni tal vez quiera, facilitar certi-ficados de identidad cultural colectiva), en el contexto ge-neralizado de merma de los resortes públicos generadoresde integración social, que nos evocan (o remiten) a aque-llas naciones de tribus, o de «personas que se relacionanúnicamente con afiliados con los que se está de acuerdo ocon los que se siente una cierta identificación, y que al

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mismo tiempo no toman en consideración «y permanecencompletamente ignorantes de la múltiple realidad queconstituyen quienes son ajenos al grupo, e integran lo quese constituye en los otros», de la que nos hablaran hace yadiecisiete años Dan D. Nimmo y James E. Comb en su im-portante monografía «Mediated Political Realities», edita-da en New York por la casa Longman.

Dinámica de disolución del sentido de la ciudadaníacomún, de sustitución de la lealtad jurídica y personal ha-cia la comunidad a causa de la total identificación con elpertinente grupo identitario, cuyo error de fondo radica enconfundir los derechos de las personas con los derechos delgrupo, etnia o nación, desligados de los derechos de cadauno de sus componentes, que ha favorecido el desarrollode actividades etnocéntricas al margen de las institucio-nes y a cargo de grupos no convencionales, grupos de «in-tereses públicos», «movimientos ciudadanos», o «movi-mientos sociales», así como de iniciativas sociales que sedefinen por distintos objetivos monotemáticos (los llama-dos «single issue groups»), que han llegado a constituiruno de los fenómenos socio-políticos culturales más inno-vadores o novedosos de los últimos años, y que a su vez seidentifican mediante distintas formas de intolerancia ha-cia las características diferenciales.

Situación que, según el antropólogo estadounidensemás influyente, de inequívoca inspiración materialista, di-rector que fuera del Departamento de Antropología de laUniversidad de Columbia (New York), Marvin Harris,habría anegado a Norteamérica bajo un mundo virtual eimaginario de sanguinidad, antepasados y raíces, quepasa por ser real, en el que domina la etnomanía, hablán-dose sin cesar sobre la preservación de culturas que pro-piamente no habían existido nunca. Por doquier se hablade identidad étnica y racial (una identidad indisociable delas ficciones prehistóricas inventadas para dar coherenciaa los grupos sociales humanos), de orgullo nacional y étni-co, como las claves de la personalidad, la madurez mental,la autoestima sana y la justicia social. En la política racialy étnica, cada grupo tiende a prestar mucha más atención

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a sus propios orígenes, historia, heroísmo, sufrimiento ylogros que a los de los demás grupos raciales y étnicos(«Theories of Culture in Postmodern Times», «Teoría sobrela cultura en los tiempos postmodernos», Alta Mira Press,California, 1999).

Circunstancia que ha favorecido el incremento de dis-tintas modalidades de movilización, así como de fórmulasmás o menos artificiosas y autoimpuestas de segregacio-nismo cultural, cuyo objetivo no es tanto la autonomíapolítica, cuanto la autoexclusión del grueso de la sociedad(Recuérdese al respecto que Eric J. Hobsbawn, proponecalificar a estas corrientes de «movimientos ghetto»). Acti-vidades que han propiciado la progresiva adopción de pos-turas irreductibles acerca de cuestiones menores, que deesta manera se magnifican, y que cuando así sucede, des-plazan e impiden el oportuno tratamiento y la toma enconsideración de cuestiones de mayor calado y relevancia.Y todo ello sin que nunca parezcan estar dispuestas a so-meterse al juicio de «la gente imparcial» («let Facts be sub-mited to a candid World») como lo hicieran en un revolu-cionario párrafo de «The Unanimous Declaration of theThirteen United States of the America» (la llamada «De-claración de Filadelfia» de cuatro de julio de 1776) los «Pa-dres Fundadores» de los Estados Unidos de Norteamerica,los cinco miembros del Comité designado al efecto por el«Segundo Congreso Continental» —Thomas Jefferson,John Adams, Roger Sherman, Robert R. Livingston y Ben-jamin Franklin—, que redactaron el texto que constituyeuno de los documentos más relevantes de la historia delconstitucionalismo occidental, que inaugura el modeloamericano de derechos, en la medida que con la Declara-ción se produce una ruptura en el modelo historicistainglés apoyado en la constitución tradicional británica, ytiene por primera vez entrada la legitimidad jurídico-polí-tica racionalista.

Esta situación a su vez ha conducido a una auténticadesresponsabilización de los individuos con respecto a susauténticos problemas colectivos (Mary Ann Glendon,«Rights Talk. The Improverishment of Political Discour-

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se», The Free Press, New York-Toronto, 1993), que acom-paña a la crisis del sistema clásico de Estados nacionaleseuropeos (cuya viabilidad futura es puesta en duda), y a lamerma de alguna de sus funciones más tradicionalmentecaracterísticas.

De las condiciones existentes en el nuevo orden post-hobbesiano, que se está abriendo paso en el mundo actual,se han ocupado una legión de estudiosos, de los que bienpueden ser muestra clarificadora, entre otros, el catedrá-tico de «Sociología de las Relaciones Internacionales» dela Universidad italiana de Trento, Riccardo Scartezzini; elprofesor de «Relaciones Internacionales» y destacadomiembro del «Instituto de Estudios Internacionales» de laUniversidad de Stanford (California), Stephen D. Kras-ner, en su contribución al siempre abierto debate sobre laactual relevancia, tras las radicales transformaciones pro-ducidas en el sistema de intercambios internaciones, delas cuatro diferentes maneras-tipo de concebir la sobe-ranía (soberanía legal internacional, soberanía westfalia-na, soberanía interna, y soberanía interdependiente), pu-blicada por la Universidad de Princeton (New Jersey) elaño 1999; con el provocador título «Sovereignty. Organi-zed Hypocresy» («Soberanía. Hipocresía organizada»); o elarqueólogo y periodista británico Neal Ascherson cuandonos habla del surgimiento, a partir de la década de los no-venta, en las costas del Mar Negro de una suerte de «granbazar» del nacionalismo étnico y lingüístico, en el que portodo el litoral se pusieron simultáneamente «a la venta»distintas tradiciones» e «identidades rápidas» de «prêt àporter».

Todo este conjunto de circunstancias han determinadouna evidente contaminación de la actualidad, de la que sehacen eco los «media», así como de la cultura y la retóricapolítica por el nacionalismo y la etnomanía, con una acu-sada tendencia a construir las diversas identidades a par-tir de los agravios comparativos o las querellas históricasde un pasado real, imaginario o inventado, adscribiendode este modo categorías culturales diferenciadas a expe-riencias comunes de exclusión o de discriminación, lo que

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determina que cada grupo tienda a prestar una despropor-cionada atención a sus propios orígenes, a sus particularesheroísmos, sufrimientos y logros, hasta tal extremo que,aún cuando el concepto de nación como fundamento últi-mo de la percepción de la realidad social se creía quehabía entrado en crisis a principios de los años sesenta,contra todo pronóstico hoy vivimos en tiempos de emer-gencia de renovadas y distintas formas de patriotismo, nosolo nacionales, regionales o de aldea, sino también degrupos sociales, y hasta de clubes de fútbol, de baloncesto,de rugby, o de cualquier otra manifestación, práctica o es-pectáculo deportivos, en congruencia con la innegable con-dición de dimensión esencial de nuestro imaginario colec-tivo que tiene reconocido hoy el deporte como metáfora denuestro tiempo.

Tal y como sostiene Robert Hughes en «La cultura y elfin de un modo de gobernar», primera de la serie de confe-rencias que pronunciara en New York bajo los auspicios dela «Oxford University Press» y de la «New York Public Li-brary», en el mes de enero de 1992, la polarización pareceque ha terminado por constituir un hábito aditivo en eldiscurso y en la práctica políticas.

Tan es así que la bipolarización funciona en el ámbitode la política a la manera de un auténtico estimulante,como si fuera una especie de «crack» de la política, conmás que acreditados efectos aditivos. Puesto que en esteámbito se diría que existe un deseo, al que según múlti-ples evidencias resulta muy dificil resistirse, y hasta unanecesidad psicológica universal por parte de los individuosde identificarse con grupos más amplios, de sentirse en-globados y hasta fagocitados en grupos comunitarios enlos que quepa establecer una nítida diferenciación entrequienes integran el «nosotros», y quienes, por el contrario,constituyen el «ellos». Tendencia que toma cuerpo en loque a veces se presenta como una necesidad desproporcio-nada de experimentar divisiones exacerbadas, e inconteni-bles hostilidades «hacia el otro», que nos lleva a tomarpartido, con razón o sin ella, a favor de unos supuesos«nuestros» en un momento en el que la complejidad y con-

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fusión existente en más de una ocasión hace que ponga-mos en duda si somos «de los nuestros».

En la historia de los seres humanos las estructuras bi-narias cuentan con una larga y casi nunca noble tradición.El Bien se explica por el Mal, y las propuestas alternati-vas se disputan («tertium non datur») la captura de lasconciencias.

A este respecto hay un texto que parece reflejar con sin-gular belleza y fidelidad el fenómeno, debido al poeta de lacontemporanea Alejandría, Constantino Peter Kavafis-Ca-vafis (1863-1933), una de las voces más intensas de la po-esía griega contemporánea que mayor influencia ha ejerci-do en las letras universales, y sobre cuyo texto realizó unabien personal versión nuestro José Ángel Valente —en supoema, de hace ya noventa años, «Esperando a los bárba-ros»: «¿por qué se ha levantado de pronto esa inseguridady confusión? / ¡Qué serios esos rostros! / ¿Por qué se hanvaciado las calles y las plazas, / y han vuelto a casa todostaciturnos? / Por qué la noche cae y los bárbaros no hanllegado; / y algunas gentes recién venidas de las fronteras/afirman que no hay bárbaros./ ¿Y ahora qué será de noso-tros sin los bárbaros? / Esos hombres, después de todo,traían alguna solución». Según muchos de los mejores tes-timonios en la controversia política, la polarización emer-ge, aparece y desaparece de forma cíclica, y precisamenteésta tan acreditada con especial y poco alentadora tenaci-dad, contribuye a menguar en gran parte cualquier génerode optimismo que se pudiera albergar sobre el progresomoral.

En el convencimiento de que la nación se dibuja en elhorizonte mental del hombre moderno como un horizonteinsoslayable, algunos analistas del hecho nacional han po-dido afirmar, con el irlandés Connor Cruise O’Brien («An-cestral Voices. Religion and Nationalism in Ireland», «Vo-ces ancestrales. Religión y nacionalismo en Irlanda», Pool-ber, Dublín, 1994), en la que sin duda es una previsiónexcesivamente prematura, que «el nacionalismo es la ideo-logía del siglo XXI», o que la nación como grupo de identi-dad privilegiado, sea lo que fuere propiamente ésta (la

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verdad, no siempre es fácil saberlo, dada su endeblez con-ceptual), tiene o se le atribuye la condición de unidad polí-tica «natural», de tal manera que no parece que sea posi-ble concebir ninguna sociedad políticamente organizada ypertinentemente estructurada, si prescindimos al hacerlode la toma en consideración del nacionalismo.

De ordinario la ideología nacionalista de inspiración et-nicista manifiesta una muy acentuada propensión a recu-rrir al pasado con la finalidad de configurar, o en su casoafianzar y presentar como sí realmente correspondiera auna sustantividad característica, a una realidad objetiva yobjetivable, a una esencia, lo que en realidad, sin dejar deser un dato, es también, y principalmente, un proyecto defuturo (como es sabido, la nación más bien se «hace»). Me-diante este rechazable procedimiento se oculta la esencialcontingencia e historicidad de la nación y de la nacionali-dad, su condición de resultado de un proceso interactivoen el que intervienen tanto factores de carácter moral,como factores de carácter emocional. No en vano la nacióntiene la condición de representación simbólica e imagina-ria, pertenece al mundo de la conciencia de los actores so-ciales, se basa en la relatividad cultural, en la comunidadsimbólica y en la solidez de una serie de actos emociona-les. Puesto que, tal y como apuntara Alberto Melucci (n.1943), «no hay conocimiento sin sentimiento, de la mismamanera que no existe significado sin emoción» («Challen-ging Codes. Collective Action in the Information Age»,«Cambio de códigos. Acción colectiva en la era de la infor-mación», Cambridge University Press, Cambridge, 1996).

b) Nos encontramos ante uno de los más importantesdilemas que, de siempre, han caracterizado al sistema-mundo capitalista, y que hoy parece haberse radicalizado,al decir de Immanuel Wallerstein en su tantas veces cita-da conferencia «Perspectivas de futuro para el capitalismohumano» pronunciada en la Universidad de Hong-Kong enel año de 1991. Se trataría de un dilema de la agenda geo-cultural que se expresa en la explosiva combinación queconoce la cultura del presente, que oscila entre las impe-

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riosas tendencias a la homogeneización moral y culturalde toda la humanidad, y el no menos inevitable «tirón» delparticularismo —esto es, la inclinación a favorecer laconstitución de identidades excluyentes, y en parte des-tructoras de la unidad política, que expresa la lealtad auna comunidad moral y política específica. En el obvio en-tendimiento de que la socialización moral de los indivi-duos se produce siempre en el seno de una concreta comu-nidad política—.

Dilema cuya superación acaso se alcanzase medianteun orden cosmopolita más democrático y a la vez muy des-centralizado, que parece encontrarse aún lejos de nuestrasposibilidades. Mas bien, por el contrario, lo común es hoydenunciar la forma en que, con la globalización, el orga-nismo productivo se ha erigido en autócrata global, que haescapado a todo tipo de controles.

Una buena parte, tanto de los conflictos en curso quehoy amenazan la paz, la seguridad y la estabilidad inter-nacionales, como de los potenciales conflictos que en sucaso podrían terminar sustanciándose entre los tres mil ycinco mil sujetos titulares hipotéticos de un derecho de au-todeterminación (esto es, los de tres mil a cinco mil «pue-blos», grupos étnicos o naciones de signo cultural existen-tes, según el Informe preparado en 1992 por el relator es-pecial de la Organización de las Naciones Unidas, AsjbornEide) deriva de la contraposición, que en más de una cir-cunstancias se materializa como un auténtico dilema en-tre el principio de soberanía de los Estados-nación, de unlado, y, de otro, el principio y el derecho de autodetermina-ción de los pueblos, cuyo asentamiento no siempre coinci-de con el diseño de fronteras existente.

Contraposición que se materializa en un marco en elque no resulta infrecuente la identificación de la aspira-ción a la autodeterminación de los pueblos, con la ambi-ción o demanda de su independencia, o, en su caso, con lapretensión secesionista de partes integrantes de un Esta-do soberano e independiente miembro reconocido de la Co-munidad internacional. En congruencia con el silogismoque alimentan los idearios nacionalistas, y en cuya virtud

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a cada identidad nacional o comunidad de vínculos étnicosdebería corresponderle una identidad política indepen-diente reconocida.

Como ya en 1960 argumentara Rupert Emerson, «me-diante el recurso a la ayuda de un toque de prestidigita-ción, lo que en origen se presentaba como la pretensión deque los individuos tienen derecho a prestar consentimien-to o a establecer consensuadamente su gobierno, se trans-muta así en una especie de derecho natural de las nacio-nes a su propia estatalidad» («From Empire to Nation»,«Desde el Imperio a la nación», Harvard University Press,Cambridge, Massachusetts).

c) La indiscutible dilatación del ámbito disciplinar. Sediría que el Derecho internacional se encuentra en unperíodo especialmente crítico de crecimiento: su dilata-ción, hasta el punto de que los límites del sistema interna-cional han llegado a coincidir con los límites mismos denuestro planeta, habría venido a solaparse con la simultá-nea reducción, angostamiento o estrechamiento del mun-do, ya que nuestro globo terráqueo, al igual que como pro-verbialmente se dice que le sucede a la piel de zapa, se nosencoge un poco más cada día.

Con todo, la transformación del mundo en un solo mun-do, y de la humanidad en un todo simultáneo, no es algoabsolutamente novedoso de aquí y ahora, sino que se tratade un proceso que viene de lejos. Si bien ahora se ha uni-versalizado su percepción, cuando, tal y como apuntaraPaul Virilio en «El tercer intervalo. Una tradición critica»(1990), «a finales de este siglo no quedará mucho de la ex-tensión de nuestro planeta, que no solamente se encuen-tra contaminado y disminuido, sino también estrechado,reducido a la nada por las tecnologías de la generalizadainteractividad». De hecho, cada vez es más evidente en lasconciencias la dimensión planetaria de la actual existen-cia humana.

Es fácil suscribir la afirmación de uno de los más repu-tados especialistas franceses en el estudio de las relacio-nes internacionales, el profesor Marcel Merle, cuando sos-

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tiene que el sistema internacional, que se ha convertido enun sistema global, aparece al mismo tiempo cerrado en símismo por su extensión hasta los límites topográficos delespacio terrestre, y desde el momento en que, por hipóte-sis, engloba la totalidad de las relaciones y funciona en unespacio cerrado, que se encuentra desprovisto de cualquierentorno exterior.

Circunstancia que, además de reafirmar la renovadavigencia de la exclamación atribuida al navegante y pri-mer almirante de Castilla y del Océano, Cristóbal Colón,«il mondo è poco», o el valor también premonitorio de laocurrencia del poeta y escritor francés Paul Valery (1871-1995) —«Le temps du monde fini commence»— nos permi-te sostener, con toda la plenitud de su significado, que lahumanidad ha pasado a ser una e interdependiente en lapráctica totalidad de los ámbitos y sentidos.

Desde que se produjera lo que, tras la celebración en1992 del «Quinto Centenario», ya casi no nos atrevemos allamar «el descubrimiento», «el encuentro de dos mundos»,o «la conquista de América», acontecimientos que, al cam-biar la forma y la configuración física del mundo, abrieronla Era Moderna, se ha desarrollado un proceso de planeta-rización, de internacionalización y de estrecha comunica-ción e intercambio entre las diversas partes del planeta,que además de generar el fenómeno que el antropólogo,sociólogo y filósofo de la ciencia francés Edgar Morin, des-de su reconocida actividad intelectual y multidisciplinardenomina en «Pour sortir du XXè Siècle» («Para salir delSiglo XX», ed. Seuil, París, 1984), «una dimensión radical-mente nueva en la historia, con la emergencia de la huma-nidad, o la emergencia de la humanidad planetaria», hadeterminado, una conciencia generalizada de que existeuna entidad propiamente planetaria a la que todos, querá-moslo o no, pertenecemos, así como a la plena toma deconciencia de la existencia de una serie de problemas quetienen la condición y el alcance de auténticos problemasde carácter mundial: «Al antiguo substrato biológico-an-tropológico que constituye la unidad de la especie humanase añade ahora un tejido comunicacional, civilizacional,

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cultural, económico, tecnológico e ideológico. La especiehumana se nos aparece ahora en la condición de humani-dad. En adelante, la humanidad y el planeta pueden reve-larse en su unidad. Unidad que ya no es sólo física ybiosférica, sino también histórica: la era planetaria» («Te-rre-Patrie», «Tierra-Patria», publicada por la EditorialSeuil de París, el año 1993, monografía que Edgar Morinpreparó en colaboración con Anne-Brigitte Kern) en laque, tal y como enfatizase el catedrático de Filosofía delDerecho de la Universidad «La Sapienza» de Roma, SergioCotta, la propia subsistencia del género humano dependede la asunción de una responsabilidad y, por tanto, de unasolidaridad de tipo planetaria por parte de todos (Estados,organizaciones y personas).

El planeta se encuentra interconectado comunicacional,cultural y tecnológicamente. Esta circunstancia genera,como no podía ser menos, una serie de cambios de alcanceen la cultura mental (tecnología, transportes, comunica-ción), que aún cuando proyectan también sus efectos sobrela cultura profunda de las formas de pensamiento, nosiempre determinan que se produzcan en ésta modificacio-nes de alcance apreciables.

Por su parte el espacio y el tiempo constituyen hoy yaun espacio-tiempo que se presenta como un espacio-tiem-po mundializado por completo; y la única cultura que seincorpora prácticamente en todas partes en la era de In-ternet —ventana electrónica a un mundo nuevo— es, des-de hace ya algún tiempo, la cultura de masas global, la«World Culture», presente «ad nauseam» en los llamados«mapas culturales del mundo», una cultura de evidente ydifícilmente discutible impronta norteamericana, que di-funde con preferencia y notable éxito, digno de mejor cau-sa, modelos y gustos de consumo, imaginerias y visionesde la historia y prácticas culturales que son fundamental-mente las propias de los Estados Unidos de América, almenos en sus aspectos más epidérmicos o menos profun-dos; no en vano se habla de la progresiva «macdonaliza-ción del mundo», marcada por un estilo de ciudad domina-do por el consumo globalizado, un estilo arquitectónico y

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de construcción que gira en torno al automóvil, la publici-dad y un concepto difuso de espacio público. De hecho hoyse puede viajar sin especiales obstáculos de un continentea otro sin tener que intercambiar una sola palabra, deján-dose guiar por el código internacional de mensajes de los«no lugares», lugares contingentes o lugares del espectácu-lo identificados por Marc Augé.

Se ha repetido hasta de «ritornello» que el mundo, aúna pesar de su complejidad creciente y de sus innumerablesconflictos y desequilibrios, se ha convertido en el más pro-pio de los sentidos en una «aldea global». De tal maneraque, tanto la comunidad internacional, como las relacionesinternacionales han dejado definitivamente atrás la etapaen la que éstas se desarrollaban en el limitado ámbito del«exclusivo club de las naciones cristianas occidentales».Marco que durante siglos había monopolizado y protagoni-zado el curso de su existencia.

A este respecto resulta esclarecedora la emergencia y eleco alcanzado por el concepto de «glocalización» propuestopor Roland Robertson como expresión de la característicaúltima que parece informar el actual sistema. La globali-zación entendida como fusión de la llamada globalizacióny de la localización. Aspectos ambos que, a la manera dela dos caras de la misma moneda, explicarían la compati-bilidad constante en nuestro tiempo de binomios tan pa-radójicos como el constituido por el universalismo y el par-ticularismo, o la universalidad y la defensa de las identi-dades. En un marco en el que ya no hay «terra incognita»alguna, para desesperación de los compradores de la cade-na «Coronel Tapioca».

Cada vez parecen encontrar una mayor confirmaciónlas palabras con las que el catedrático de Sociología de laUniversidad de München, Alois Dempf concluyera su con-ferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el veintiséisde febrero de 1961, con el título «Sociología de la crísis»:«El mundo es, por fin, limitado en número, medida y peso,en el que a medida que se impone la realización del pro-yecto de vocación universal que apunta, directa o indirec-tamente, a unificar el mundo, mayor desarrollo tienen las

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corrientes fragmentaristas e identitarias que trazan line-as que quisiéramos indiscutidas de partición y de diferen-ciación».

d) Al igual que sucede hoy en la práctica totalidad delas disciplinas que han encontrado una consolidaciónacadémica, entre los internacionalistas se están desarro-llando de manera progresiva una serie de pautas de eleva-da especialización y competencia técnica que resultan par-ticularmente adecuadas a las nuevas expectativas, exigen-cias y experiencias que se abren con la actual etapa delDerecho internacional, y que explican lo que en otras áre-as de conocimiento se ha sugerido denominar la «cientifi-zación» de la disciplina o su «tecnificación».

Pero, y de manera simultanea, la mutación profundaque se está generando en este ámbito de estudio exige untratamiento renovado de los problemas en toda su comple-jidad. Un tratamiento que no se limite, como por otro ladoes una práctica bastante extendida en la mayor parte delos saberes o modalidades de conocimiento social, a reco-nocer en el plano de las declaraciones retóricas de inten-ciones, tan frecuentes en actos y fastos académicos, la per-tinencia del pluralismo teórico y metodológico, y la con-venciencia de practicar la interdisciplinariedad, y luegocompartimentar el tratamiento de los problemas, sino quevaya más allá e incorpore sin timideces elementos quetrasciendan las fronteras y las divisiones disciplinares clá-sicas, a fin de que no se produzca la disolución del sentidomediante la fragmentación del saber, permitiendo que sematerialice y haga efectiva la voluntad de enlace e inte-gración de los conocimientos, y aventurándose a situar lostemas complejos de que se ocupa bajo el signo de lo queKlaus-Gerrd Gerd ha propuesto llamar «mestizaje de dis-ciplinas» en su monografía «L’ethique de l’espace politiquemondial. Metissages disciplinaires», («La ética del espaciopolítico mundial. Mestizajes disciplinarios»), obra con laque cierra y actualiza su texto de 1992, «L’ethique des re-lations internationales», («La ética de las relaciones inter-nacionales», Editions Emile Bruylant, Bruxelles, 1997).

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De nuevo cobra actualidad un pasaje frecuentamenteevocado de la «Meditación de la técnica» (1939) de JoséOrtega y Gasset: «Es preciso estar alerta y salir del propiooficio; otear bien el paisaje de la vida que siempre es total.La facultad suprema para vivir no la da ningún oficio nininguna ciencia: es la sinopsis de todos los oficios y todaslas ciencias y muchas otras cosas además».

Se impone, ciertamente, superar las insularidades ygremialismos disciplinares, tan frecuentes entre las diver-sas modalidades de conocimiento en el ámbito de las cien-cias sociales, no rehusar las ventajas y los atractivos de lahibridez, pero sin socavar por ello distinciones disciplina-res de probada eficiencia, o tratar de abolir las estructurasdisciplinarias del conocimiento racional o el contraste me-todológico de las diferencias entre espacios bien funda-mentados que poseen un propio y distinto perfil. No se tra-ta de favorecer más la total desedificación entre discipli-nas y su deconstrucción que las más de las veces hanconducido, como ha puesto de manifiesto el sociólogo Sal-vador Giner, al caos, el relativismo sin fundamento y eldesorden mental.

e) Parece que existen suficientes razones que nos per-mitirían confiar en que pueda llegar a verse materializadala añeja aspiración a que «el lenguaje del Derecho cobremayor presencia en las relaciones internacionales». De serasí se haría posible que alcanzase una mayor proyecciónpráctica el célebre «mot d’ordre» de treinta de octubre de1956 del trigésimo cuarto presidente norteamericano,Dwight David Eisenhower, (1890-1960): «No hay paz sinDerecho». Postulado al que podríamos añadir, sin especialesfuerzo, otras muchas formulaciones suceptibles de sercitadas y archiconocidas para todo el que tenga un mínimocaudal de lecturas de la historia política inmediata en sumemoria.

Aspiración que ha cristalizado recientemente en unarelativa recuperación del discurso iusirenista o discursocaracterístico del pacifismo jurídico, que hace bandera dela búsqueda de la paz a través del Derecho. Desideratum o

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consigna que, sin duda, resulta ser de difícil cumplimientoo realización, pero que bien puede ejercer las funciones ca-racterísticas de una «idea regulativa» en el sentido kantia-no de la expresión. Esto es, nos puede permitir actuar«como si fuera posible su realización» práctica, sirviéndo-nos a la manera de pauta de orientación para nuestras ac-ciones y de sistema de enjuiciamiento a la hora de entrara valorar las distintas situaciones sociales.

En 1993 aparece «The Law of Peoples» del filósofo mo-ral y político estadounidense John Rawls (n. 1921), quiencon su «A theory of justice» («Una teoría de la justicia».Cambridge. Mass. 1971) había relanzado la ética sustanti-va y la política normativa. «The Law of Peoples» es un in-tento de proyectar en la esfera de las relaciones interna-cionales su teoría de la justicia, argumentando en favor delos derechos humanos como neutrales y expresivos de unjusto mínimo de instituciones políticas bien ordenadaspara todos los pueblos. El objetivo de esta traslación es fa-vorecer la gestión del inevitable pluralismo en la esfera in-ternacional mediante un conjunto mínimamente racionaly compatible de reglas y procedimientos para dirimir dis-putas y establecer indices de negación, compromiso y, ensu caso, consenso.

Siempre en el entendimiento de que propiamente noexisten auténticas alternativas al Derecho como instru-mento de paz y de garantía de los derechos subjetivos. Di-cho lo cual no puede desconocerse la advertencia de J.J.Mearsheimer en «The False Promise of Institutions»(1994-1995) cuando nos recordaba que si las institucionesinternacionales se conciben exclusivamente como un con-junto de reglas y se aspira a que por sí solas puedan modi-ficar de una manera radical y auténtica el comportamien-to de los Estados, nos encontraremos abocados a tener queconsagrar su irrelevancia.

f) El «cambio de estructura» de que nos hablara el ju-rista y filósofo alemán, por aquel entonces profesor de laUniversidad de Berlín, Carl Schmitt (1888-1985), en el«Instituto de Estudios Políticos» de Madrid en el curso

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1943, según todas las apariencias cobraría en nuestro en-torno una renovada actualidad, quizás tanto por la propia«naturaleza de la cosa», como por la aceleración de la his-toria en este «fin de siècle», en el que tanto nuestros mar-cos de referencia, como el propio universo político se hanhecho añicos, y donde comparecen nuevas situaciones in-ternacionales originadas por los profundos cambios delmapa geoestratégico mundial tras la desaparición del pla-neta soviético y de sus satélites, que ha determinado quenos encontremos ya ante una sociedad planetariamenteestatuida, por el achicamiento del nivel de la estatalidaden el plano internacional, y la merma de la soberanía es-tatal entendida como capacidad de decisión última que semanifiesta de forma especial mediante la facultad de noreconocer la vigencia de ningún otro ordenamiento que elpropio dentro de los límites de un determinado territorio.

De manera muy especial despierta ecos y resonanciasla apostilla de Carl Schmitt a la posición panintervencio-nista del jurista y político norteamericano Henry LewisStimson (1867-1950). Stimson, —tras haber desempeñadola Secretaría de Estado (1929 a 1933, etapa en la queaportó a la teoría y la práctica de las relaciones interna-cionales la conocida como «Doctrina Stimson» o «DoctrinaHoover» acerca de la irrelevancia que debería atribuirse alas situaciones de hecho establecidas mediante un ilegiti-mo uso de la fuerza, con merma de cualquier Estado encuanto tal, y, por tanto, la negativa a reconocer validez atoda situación territorial que hubiera sido creada por me-dios contrarios al Pacto Briand-Kellogg)— se hizo cargo dela Secretaría de Guerra (1940-1945) en la última adminis-tración del presidente norteamericano Franklin DelanoRoosevelt (1882-1945). La actitud de Stimson, a favor dela intervención sin limitaciones encontró lo que sería suformulación más acabada y especialmente radical, en unaconferencia pronunciada el nueve de junio de 1941 antelos cadetes de la Academia Militar de West-Point, trecedías antes de que se produjera el ataque, invasión sin ad-vertencia previa («Operación Barbarroja») de las divisio-nes acorazadas del Tercer Reich contra la Unión Soviética,

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y casi cuatro meses antes de que los Estados Unidos parti-cipasen activamente en la guerra tras el sorpresivo bom-bardeo de la base aeronaval norteamericana de Pearl Har-bour en las islas Hawai (siete de diciembre de 1941), delas Filipinas, Guam, Midway, Hong-Kong y Malasia.

Actitud en la que Stimson anticipa el papel de actorprincipal que hoy desempeñan los Estados Unidos en la or-ganización global de la política internacional, y se pone demanifiesto hasta qué punto los estadistas norteamericanosorientaron su conducta durante la Segunda Guerra Mun-dial al objetivo de poder terminar ejerciendo el rol de pro-tagonista hegemónico en la reorganización del sistema in-ternacional que inevitablemente debería producirse en lapostguerra. La tesis, que parece resumirse en el «dictum»:«La tierra es demasiado pequeña para dos sistemas contra-puestos», encontró oportuna réplica en el iuspublicistaalemán: cuando este concluye de manera desafiante «la tie-rra seguirá siendo más grande que los Estados Unidos deAmérica y (...) todavía hoy tiene cabida para alojar a varios«grandes espacios», en cuyo ámbito puedan los hombresamantes de la libertad defender su propia sustancia y suspeculiaridades históricas, económicas y espirituales».

X. Pese a que en la pretensión de Kotaro Tanaka, el«droit mondial» —de la misma forma que el «Volkerrecht»en la expresión germánica, o el «Law of nations» de quenos hablara el jurista inglés Sir William Blackstone(1723-1780) en sus «Commentaries on the Laws of En-gland» (1765-1769) y el tratadista estadounidense FrancisWharton (1820-1889) en sus«Commentaires on Law» (Keyand Brother, Philadelphia, 1884), o el «International Law»del profesor de la Universidad de Edimburgo James Lori-mer, en su celebrado «The Institutes of the Law of Na-tions» en dos volumenes (W. Blackwood and Sons, Edim-burgh-London, 1883-1884)—, integraría tanto al Derechouniforme como al Derecho internacional privado y al Dere-cho internacional público, el objeto de estudio que aquíabordamos es mucho más limitado y se centra exclusiva-mente en esta última modalidad de Derecho.

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Acaso por tratarse del único Derecho internacional ensentido propio, toda vez que el llamado Derecho interna-cional privado, que se ocuparía del conflicto de distintoscontenidos jurídicos nacionales, es internacional tan sóloen la finalidad, en el propósito o en la intención, o por elmedio en que se desenvuelve, al tratarse en realidad deun Derecho en el que la práctica totalidad de sus normasson propiamente normas estatales, esto es, Derecho inter-no de cada Estado en particular, mediante el que se regu-lan las relaciones y situaciones jurídicas de Derecho pri-vado, en las que concurre, al menos, un elemento de ex-tranjería, cualesquiera que fuese su naturaleza (sujeto,bien, o acto).

Derecho que se constituye así en la respuesta jurídica einstitucional, a través de una serie de instrumentos pro-piamente nacionales, que hace posible la vida jurídica in-ternacional, el tráfico jurídico externo. Un Derecho defuente nacional que intenta ordenar las relaciones jurídi-cas civiles de los particulares más allá de las fronteras na-cionales, o en las que concurre o se da algún o algunos ele-mentos extranjeros.

Esta circunstancia ha determinado la práctica «commu-nis opinio» doctrinal acerca de la inadecuación relativa dela expresión Derecho internacional privado —frente a ex-presiones más clásicas del tipo «conflicto de leyes» («con-flict of laws»), que hasta entonces eran de uso mucho máscorriente en la cultura y en la práctica jurídica angloame-ricana, y que contaban en todo caso con un más que dignoprecedente en la obra del jurista holandés, y destacado re-presentante de la Escuela estatutaria de los Países Bajos,Ulrich Huber (1636-1694), «De conflictu legum» (1689), yque expresaban fielmente hasta qué punto en el centro delDerecho internacional privado fundamental se encuentrael conflicto de leyes, que con harta frecuencia determinalos rasgos que confieren particularidad a la disciplina.

La expresión de «Derecho internacional privado», comoes notorio, fue construida simétricamente respecto de laexpresión Derecho internacional público, lo que engañosa-mente puede (y de hecho así ocurre con cierta frecuencia)

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inducirnos a entender, de manera errónea, que las normasde aquél forman parte del Derecho internacional creadopor el consenso de los Estados, cuando de lo que propia-mente se ocupa es de normas establecidas predominante-mente por cada legislación estatal a fin de contribuir a laresolución de las controversias que se suscitan en el tráfi-co jurídico en las que resulten potencialmente aplicableslos diferentes, contradictorios y a veces incompatibles porantinómicos dictados de dos o más ordenes jurídicos nacio-nales, lo que determina que la mayoría de la mejor doctri-na destaque su condición plena de Derecho «interno».

Así lo hace, con muchos otros, el eminente y polifacéticopenalista y iusfilósofo alemán, vinculado a la Escuela neo-kantiana sudoccidental o Escuela de Baden, Gustav Lam-bert Radbruch (1878-1949): el llamado Derecho interna-cional privado «es siempre un ingrediente de la ordenaciónjurídica nacional ... Una parte del orden jurídico nacio-nal». Bien cierto es que, desde que Radbruch se pronun-ciara en este sentido, no han dejado de experimentar unespectacular desarrollo y de producirse modificaciones dealcance tanto de las normas internacionales que regulanamplios sectores del Derecho internacional privado —ex-presión de los esfuerzos de la Organización de las Nacio-nes Unidas a favor de la progresiva unificación y armoni-zación del Derecho mercantil internacional—, como de losusos internaciones (contratos-tipo, condiciones generalesde contratación) en materia de comercio internacional, ode la nueva «lex mercatoria». Con todo la mayor parte delas normas de Derecho internacional privado continúansiendo hoy normas estatales, esto es, normas de Derechointerno.

Por expresarlo con los mismos términos de que se sir-viera en 1858 el catedrático de la Universidad de Cam-bridge John Westlake (1828-1913): «el Derecho internacio-nal privado es aquella parte del Derecho nacional que tie-ne causa en la existencia en el mundo de diferentesjurisdicciones territoriales dotadas de distintas, plurales yen ocasiones hasta contradictorias normas jurídicas» («ATreatrise on Private International Law», «Un tratado de

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Derecho internacional privado», Maxwell, London, 1858).Todo apunta pues a que no debe suponerse que el Derechointernacional público y el Derecho internacional privado,esferas diferenciadas de regulación jurídica, posean sus-tancialmente las mismas características por el simple(aunque no del todo irrelevante) hecho de que ambas in-corporen a su rótulo la expresión «Derecho internacional».

Parece acreditado que la denominación «Derecho inter-nacional privado» —«Private international law»— comosubespecie del Derecho internacional general o del Dere-cho internacional sin adjetivos, expresión hoy universal-mente utilizada para identificar una disciplina jurídica enla que se ponen en contacto varios ordenamientos inter-nos, fue acuñada por Joseph Story (1779-1845). Este pres-tigioso magistrado de la Corte Suprema norteamericana yno menos celebrado catedrático de la Escuela de Derechode la Universidad de Harvard, en el año 1834, y con oca-sión de la publicación de la primera edición de sus esplén-didos «Commentaries on the Conflict of Laws, Foreign andDomestic in Regard to Contracts, Rights, and Remedies,and Especially in Regard to Marriages, Divorces, Wills,Successions and Jugdements», a fin de poner de manifies-to que las normas de esta rama jurídica, en principio dis-posiciones particulares de cada orden jurídico positivo es-tatal, eran aplicables a las relaciones y a los negocios jurí-dicos comunes de los particulares, esto es, a las relacionesy situaciones privadas entre personas de diversa naciona-lidad, o a estas mismas relaciones a través de territoriosdependientes de distintas soberanías, y no a los negocios,controversias y relaciones entre comunidades soberanas.

La feliz innovación terminológica apareció en el léxicojurídico angloamericano como una construcción simétricade la que representaba la expresión Derecho internacionalpúblico, que se dice que en puridad constituye el genuinoDerecho internacional sin adjetivos («Droit international»,«International Law», «Drept international», «Dret interna-tional», «Diritto internazionale», «ZwischenstalichenRecht», ...), según la innovación terminológica que habíaacuñado, a su vez, el jurista reformador y filósofo utilita-

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rista inglés Jeremy Bentham (1748-1832). Prolífico autor,frecuente y feliz introductor de una serie de vocablos, afa-mado inventor de palabras dirigidas a acuñar y expresarnuevos conceptos, muchas de las cuales con el transcursode los años han llegado a gozar de evidente fortuna, al ha-berse incorporado al léxico del Derecho y de las cienciassociales, traduciéndose literalmente a bastantes lenguas:«codification», «nomography», «deontology», «maximiza-tion», «minimization», «responsability», «utilitarian» ...).

Jeremy Bentham habla ya de «International law» o «In-ternational Jurisprudence», en «An Introduction to thePrinciples of Morals and Legislation» («Una introducción alos principios de la moral y de la legislación», XVII, sec.25, 1780), terminología que encontraría muy tempranaacogida en la lengua francesa, como «Droit international»,por decisión de su editor, compilador y «traductor» singu-lar de gran parte de su obra —no siempre se tiene sufi-cientemente presente hasta que punto de ordinario tradu-ciría más las ideas de Bentham que los propios textos ensu literalidad, si bien su traducción nunca dejó de recibirel aval y el reconocimiento de éste— el francés PierreEtienne Louis Dumont (1739-1829), pastor protestante,jurista y profesor de la Facultad de Derecho de la Univer-sidad de Ginebra, en sus celebrados «Traités de legislationcivile et pènale précedés des principes gènèraux de legis-lation et d’un corps complet de droit» («Tratados de legis-lación civil y penal precedidos de los principios generalesde legislación y de un cuerpo completo de Derecho», Bos-sange Frères, Masson y Besson, París-Genève, 1802).

Todo parece apuntar a que en esta circunstancia, unavez más, en congruencia con su característica búsqueda deconceptos claros, la novedad terminológica postulada porBentham tenía como finalidad permitir que se identificaracon una mayor precisión técnica, y sin las indeseables ymistificadoras resonancias emocionales que parecía queconnotaban las expresiones clásicas de «ius gentium», «De-recho de gentes», «ius inter gentes», «law of nations» o «lawof peoples», aquella rama jurídica que concierne a las rela-ciones existentes entre entidades estatales soberanas en su

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condición de tales. Un mérito especial del vocablo y concep-to «internacional» acuñado por Jeremy Bentham, según elcriterio del catedrático de la Universidad de Columbia Art-hur Nussbaum, en su «A Concise History of the Law of Na-tions» («Una breve historia del Derecho internacional». TheMacMillan Company, New York, 1947), consiste en la am-plitud, pues incluye todas las relaciones —sean o no rela-ciones de Derecho internacional— entre las naciones. Nofue producto de una mera coincidencia el que el nuevo tér-mino «Derecho internacional» fuera inventado por un con-sumado detractor del Derecho natural como sin duda fueJeremy Bentham desde que tempranamente —«A com-ment on the Commentaries. A Criticism of Blackstone’sCommentaries on the Laws of England» (circa 1774-1775)— sometiera a crítica los cuatro volúmenes de los«Commentaries on the Laws of England» de su profesor enla Universidad de Oxford, Sir William Blackstone.

Un Derecho del que en puridad no puede hablarse,pues no existen ni legislador, ni juez, ni sanciones obliga-torias más allá del consentimiento libremente prestadopor parte de los Estados concernidos: «Es preciso recono-cer que la palabra internacional es nueva, aunque espera-mos —afirmaba Jeremy Bentham— que bastante análogae inteligible. Se aspira a que exprese de un modo más sig-nificativo aquella rama del Derecho que hasta ahora, porlo común, circula con la denominación de Derecho de lasnaciones».

Ya en el manuscrito de Jeremy Bentham «Principles ofInternational Law» («Principios de Derecho Internacio-nal», de 1785, y en el que se incluye «A Plea for an Univer-sal and Perpetual Peace», («Un alegato a favor de una pazuniversal y perpetua»), editado en 1843 por su discípulo yagente literario John Bowring en Edimburgh (casa edito-rial Willian Tait), dentro de la primera edición en lenguainglesa del «The works of Jeremy Bentham» (publicadosentre 1838 y 1843), se atribuye a la nueva disciplinatardíamente llegada a la empresa histórica de configura-ción de las disciplinas jurídicas positivas de la moderni-dad, como la principal de sus funciones, la de regular las

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relaciones jurídicas entre los distintos Estados soberanos.La nueva denominación se consolidó pronto como acreditael hecho de que los «Commentaries upon InternationalLaw», en cuatro volúmenes, (1854-1861) de R. Phillimore(1810-1885), la obra inglesa más representativa del siglosobre la materia, acogiera el rótulo.

Desde entonces, y en la medida en que el Estado nacio-nal se ha afianzado en el ejercicio del papel de sistemauniversalizado de organización de la sociedad civil y haconsolidado su condición de principal fuente de legitima-ción del poder y del ejercicio de la soberanía, el Derechointernacional ha sido, y aún hoy continúa siendo, esencial-mente un Derecho entre y para los Estados, en abiertocontraste con el Derecho interno de los Estados o Derechonacional.

Derecho internacional público que, en ningún caso, haconseguido llegar a constituirse en un auténtico Derechode carácter o condición supranacional, ni transnacional(Jessup), a pesar de las manifestaciones a favor de tal con-dición por parte de distintos traductores vinculados a con-cepciones cosmopolitas o universalistas, y de la cada vezmayor presencia y actividad en la sociedad internacionalde una amplia gama de entidades transnacionales y de lasque daba cumplida cuenta ya en 1963 J. J. Lador Lederer,en «International Non Governmental Organizations andEconomic Entities» («Organizaciones internacionales nogubernamentales y entidades económicas», editado por elsello Sythoff, en la ciudad holandesa de Leyden). Contodo, el Derecho internacional público tradicionalmente seha visto cautivo de una interpretación contractualista, asícomo de una valoración estricta y limitadamente estataldel fenómeno internacional, en la que eran exclusivamen-te los Estados quienes, en su caso, daban vida y efectivi-dad al propio ordenamiento internacional.

No en vano autores tan reconocidos en el tratamientode la materia como el iusfilósofo italiano Giorgio Del Vec-chio (1878-1970) todavía en mil novecientos cincuenta yseis sostenían que el Derecho internacional debería deno-minarse, si queremos expresarnos con propiedad «Dere-

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cho interestatal». Por entender que se trata de un Dere-cho que regula propiamente las relaciones entre Estadosiguales en el plano jurídico formal («Il Diritto internazio-nale e il problema della pace». «El Derecho internacionaly el problema de la paz»). Derecho interestatal que tantorecuerda a la propuesta kantiana dirigida a denominarlo«Staatenrecht» («Derecho de los Estados») o «ius publi-cum civitatum».

En uno de los más importantes textos que el propio Je-remy Bentham dedicara a la codificación, entendida a lavez como instrumento privilegiado de la gran reforma uti-litaria del Derecho y como expresión de la ambición deuna ciencia jurídica completamente renovada, texto quecomo tantos otros vertiera al francés, corrigiera, sistemati-zara y editara el ginebrino P. E. L. Dumont, con el título«Vue genérale d’un corps complet de législation» («A Gene-ral View of a Complete Code of Laws», Coster, Bruxelles,1839), expresa su convicción de que un vocablo neutral,firmemente establecido, es condición necesaria del progre-so científico en cualquier ámbito del conocimiento; de aquíla extensión que dedicó en el conjunto de su obra a redefi-nir el lenguaje de la Política, la Moral y el Derecho, len-guaje que consideraba cargado de emotividad, al mismotiempo que gramaticalmente ambiguo. De tal manera que,si bien se insiste en la necesidad de evitar el recurso a lajerga supuestamente docta de los juristas, mediante susustitución por un lenguaje simple y familiar («Es precisorehacer todo en este ámbito, ya que hay que desaprenderuna lengua a la que se reputa la condición de culta, y en-señar otra lengua, que en este caso es una lengua simple yfamiliar ...». Métodos que harían posible que los códigos seredactasen de tal manera que sería innecesaria tanto laexistencia de centros especializados para su explicación,como su redacción mediante el recurso a términos casuís-ticos con los que desentrañar sus sutilezas; bastaría conservirnos a estos efectos de un lenguaje que resulte fami-liar a todo el mundo y que permita su lectura y consultapor cualquiera de acuerdo con sus necesidades, lo que ter-minaría por producir un texto, que se diferenciaría del

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resto de los libros por su mayor simplicidad, claridad ycerteza), no por ello deja de insistir en la conveniencia deque el Derecho disponga de un repertorio de términos do-tados de absoluta precisión: «El padre de familia —afirmaa este respecto Jeremy Bentham— podrá tomarlo en susmanos —el texto— y comentarlo a sus hijos sin ayuda omediación del especialista, y dar con ello a los preceptosde la moral privada la fuerza característica de la moralpública...». Tal parece que Bentham se encontraba persua-dido, como posteriormente lo estaría el entusiasta feuer-bachiano Ludwig Knap (1821-1858) en su «System derRechtsphilosophie» (Verlag Enke, Erlanyen, 1857), de que«el cometido de la jurisprudencia consiste en consagrar lacerteza del Derecho. Consagración en la que se procede arevisar e interpretar, es decir, a desarrollar una tareasiempre lingüística. De aquí que la realización de la juris-prudencia sea siempre verbal... la precisión verbal es la fi-nalidad de la jurisprudencia», y de que su actividad se di-rige tan sólo a fijar la significación del Derecho con certe-za y de una manera inequívoca, a fin de que puedagarantizarse a las partes, sin lugar a dudas, en cualquierrelación jurídica, las respectivas, además de recíprocas,esferas del obrar.

Pese a todo, Bentham no deja de admitir la necesidadque tiene el Derecho, al igual que cualquier otra ciencia omodalidad de conocimiento, de disponer de un cierto nú-mero de términos técnicos que resultan indispensables, ycuyo papel sería plenamente parangonable a las exhausti-vas nomenclaturas, clasificaciones y registros que sumi-nistraron respectivamente a la química Antoine-LaurentLavoisier (1743-1794) (en «Métodos de nomenclatura quí-mica», 1787) y al conocimiento organizado de la naturale-za el erudito, botánico, naturalista y médico sueco Carlvon Linne —Linneo, Carolus Linnaeus, (1707-1778) en«Systema naturae, sive Regina tria naturae systematiceproposita per classis, ordines, genera et speciaes»— («Sis-temas de la naturaleza o los tres reinos de la naturalezapresentados de manera sistemática por clases, ordenes yespecies», 1735), descripción organizada de la estructura

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de los tres reinos de la naturaleza (mineral, vegetal y ani-mal), e identificación precisa de los distintos organismos através de los conocidos parámetros de especie y género—.

Términos técnicos a los que Jeremy Bentham se propu-so atribuir una precisión de carácter algebraico. Para ellosomete a un detallado examen las reglas aplicables a laformación de neologismos en el ámbito de la Ciencia delDerecho y del arte de la legislación. Tales afanes se ins-cribían sin duda en una empresa mucho más ambiciosa,movida por su pasión reformadora, y a la que finalmenteterminaría por renunciar, consistente en la trabajosa re-dacción de una acabada y precisa gramática universal,ambicionado monumento y pasión de la razón utilitarista,en la que Bentham pretende fijar, sobre unas bases abso-lutamente racionales, las reglas y los conceptos de cual-quier lenguaje posible (y de la que han llegado hasta noso-tros tan sólo los inconclusos «Fragments on UniversalGrammar», «Fragmentos acerca de la gramática univer-sal», que fueron puntualmente editados por John Bowring.

XI. Desde el comienzo de la «época de la estatalidad»que discurre desde el siglo XVI al XX, lo común había sidoconfigurar a la sociedad internacional, y esta situación pa-rece que se ha mantenido inmodificada hasta hace apenasunas décadas, como una modalidad asociativa que estabaespecialmente condicionada por los rasgos que le conferíanla intrínseca heterogeneidad y diversidad de sus miem-bros componentes, su fuerte individualismo, la carencia dearraigados lazos de cohesión comunitaria como argamasadel vínculo, y la amplia descentralización y dispersión delpoder político en lo que parecería ser un compuesto socialde diversas soberanías particulares, en principio parita-rias, que se habrían formado a partir de una disposiciónexcluyente, y en no pocas ocasiones arbitraria, del espaciogeográfico.

Conocido resulta, y ha venido diciéndose y repitiéndo-se hasta la saciedad, que el Derecho internacional produ-ce una incertidumbre muy superior a la que se puede ori-ginar en el ámbito del Derecho interno de los distintos

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Estados, circunstancia que acredita la existencia de unasupuesta anarquía al conjunto del orden jurídico interna-cional.

Tipo asociativo que, como modalidad de integración so-cial, se hallaba muy alejado de constituir una modalidadde integración con lazos reales que abarquen a sus miem-bros en una dimensión profunda de su ser, conforme alprototipo de la «comunidad» («Gemeinschaft») contempla-da en 1887 por el filósofo y sociólogo alemán FerdinandTönnies (1855-1936), y mucho más próximo al conceptocontrapuesto a aquél por el propio F. Tönnies en su fórmu-la de clasificación binaria de los entes sociales, de «socie-dad» o de «asociación» («Gesellschaft»), como un agregadomecánico que no se basa en un inmediato «idem sentire»(sentir común), en donde las relaciones son vividas y sen-tidas participativamente y la forma de agrupación implicala existencia en sus componentes de una «Wesenwille»(«voluntad esencial»), sino en mediaciones de mero inter-cambio y de contrato, en base a motivaciones intelectualesy utilitarias cuya existencia se debe a una mera «Kürwill»(«voluntad de arbitrio»).

Forma de integración social pues de la que difícilmentepodía llegar a predicarse con propiedad la condición cons-titutiva de un sistema, toda vez que su existencia estaríasiempre en función de la cooperación limitada y condicio-nal de sus miembros, cuya primera fidelidad se dirige alos pactos constituyentes y no al proyecto global. Consti-tuía, a lo más, una mera yuxtaposición informe de sus su-jetos primordiales (si no exclusivos), los Estados naciona-les soberanos, independientes y jurídicamente iguales(«diversum in diversis nationibus»), que sólo admitía la re-ducida brecha de la conllevancia en un equilibrio precario(Ludwig Dehio), y en todo caso, equilibrio de poderes en elque, tal y como reconociese Jeremy Bentham, «la injusti-cia, la opresión, el fraude, el engaño, todo lo que es cri-men, todo lo que es vicio, cuando se manifiesta en el ámbi-to de la obtención de un interés de carácter personal, sesublima y transforma en virtud, cuando se manifiesta enaras de la consecución del interés nacional», lo que explica

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la pervivencia entre los comunitaristas que hacen de laidentidad cultural y colectiva, de su respeto y reconoci-miento un dato básico de la reflexión y de la organizaciónpolítica, de posturas como la del director de la revista«Dissent», Michaud Walzer, en «Just an Unjust Wars: AMoral Argument Whit Historical Illustrations» (Basic Bo-oks, New York, 1977) y «The Moral Standing of States: AResponse to Four Critics» (vol IX de la revista «Philosophyand Public Affairs», correspondiente al año 1980), paraquien los derechos morales de las comunidades políticaspueden ser defendidos recurriendo a cualesquiera mediosfueran precisos, incluyendo entre éstos el recurso a mediosque fuera de un contexto circunstancial de emergencia su-prema serían considerados ilegales.

En cualquier caso no debe olvidarse que, en atención ala excepcional homogeneidad cultural que presentabaaquel Derecho internacional de la Europa de los Estadoscristianos y la propia república cristiana centralizada, al-gunos tratadistas, como Brierly, han entendido que consti-tuía una verdadera comunidad, con rasgos identificadorespropios frente a los que ofrecen el Derecho, la comunidady el orden internacional del presente, que al haberse ex-pandido a escala planetaria, con la incorporación de nue-vos pueblos y de nuevas culturas al orden internacional,ha terminado perdiendo dicha condición comunitaria y loscorrespondientes rasgos homogéneos, así como la cohesiónsubsiguiente que en origen presentaba, confirmando, unavez más, y en contra de una creencia tan errónea como ex-tendida y recurrente, que no es el Derecho quien crea elorden, sino el orden quien hace posible el Derecho.

Una de las características consustanciales a la socie-dad internacional, que revela su singular fisonomía, pare-ce radicar en la existencia de al menos tantos centros depoder político como Estados soberanos componentes, con-cebidos como entidades aisladas y dotadas de autonomía.En el entendimiento de que los factores internos en prin-cipio carecen en absoluto de relevancia a efectos interna-cionales, circunstancia que explica la prolongación duran-te siglos de la vigencia del aforismo «asuntos internos» (en

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el sentido de asuntos de los Estados nación, y no en elsentido que el léxico policiaco atribuye a la expresión. Taly como concluyera H. Waldock en el curso que impartieraen la Academia de Derecho Internacional de La Haya, eneste período el gobierno del mundo se sustentaba en granparte en la acción independiente de los diversos Estadossoberanos. Estados soberanos que únicamente coordina-ban su actuación y sus conductas «en atención a los dicta-dos y las exigencias de sus intereses mutuos». Téngasepresente que en el caso de que hubiera una sola y cosmo-polita «civitas máxima», o si los Estados estuvieran aisla-dos o tibetizados y no mantuviesen ningún tipo de rela-ción entre sí, constituirían unidades de decisión que coe-xistirían, sin que pudiera hablarse propiamente de unDerecho internacional.

Así, y no en vano, el iuspublicista y politólogo austro-alemán Hermann Héller (1891-1933) sostuvo reiterada-mente que sin Estados soberanos es imposible la existen-cia de ningún tipo de Derecho internacional. La soberaníatiene, pues, carácter fundacional de las relaciones interna-cionales, como unidad estructural básica de la sociedad in-ternacional. La soberanía es, de este modo, la base mismadel Derecho internacional, para cuya existencia es condi-ción «sine qua non» siempre que haya una pluralidad deEstados. Del mismo modo que para que exista el Derecho«tout court», se precisa de la existencia de varios sujetosde derecho relacionados intersubjetivamente en un planoformalista igualitario, puesto que el Derecho es, de mane-ra ineliminable, un orden de alteridad. Tal y como el filó-sofo del Derecho italiano Francesco D’Agostino ha sosteni-do, el Derecho es esencialmente relación interpersonal, unmodo de estructurar la coexistencia humana y más en con-creto, una relación entre sujetos formalmente iguales, quese reconocen la condición de partes, y que con su recíprocorelacionarse quieren garantizar o, por utilizar un términomás fuerte aún, salvar la viabilidad misma de la relación.

El propio Immanuel Kant (1724-1804) del opúsculo«Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf» («So-bre la paz perpetua. Un esbozo filosófico», verano de 1795)

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y poco antes el David Hume (1711-1776) de «Of the Ba-lance of Powers» («Del equilibrio de poderes», 1752), apre-miados por la realizabilidad del ideal de un Derecho cos-mopolita que actúe como principio regulador del espaciointernacional, afirmaban que la propia idea de Derecho in-ternacional presupone la existencia separada de una serieplural de Estados relacionados e independientes, persua-didos como estaban de lo inconveniente que resultaríaconfigurar un Estado mundial unificado, en el que seamalgamase a la totalidad de los Estados bajo un podersuperior, que con alta probabilidad podría derivar hacia el«despotismo desalmado» característico de una monarquíao de un Imperio universal, o hacia la continua emergenciade luchas, como consecuencia de la ambición de autonomíapolítica de los distintos pueblos y regiones sometidas.

El perfeccionamiento de la sociedad internacional no sealcanza mediante su transformación en un macroestado,sino más bien mediante el deseable establecimiento de unaasociación cooperativa de diversas naciones, sobre la queKant dio en denominar «foedus pacificum» (confederaciónpacífica de Estados), en la que el llamado «Derecho de gen-tes» se fundamente en la existencia de una federación deauténticos Estados libres; federación en cuyo marco cual-quier Estado, por insignificante que fuese, podría esperarver reconocida su seguridad y sus derechos no mediante supropio poder o propio fallo jurídico, sino de esta gran Socie-dad de Naciones..., de una potencia unida, y de la decisiónde acuerdo con las leyes que procedan de una unión de vo-luntades» ... (un Derecho cosmopolita o mundial) «no es unamanera fantástica o utópica —escribió I. Kant— de consoli-dar el Derecho, sino la conclusión del código no escrito deDerecho constitucional e internacional, que haga de éste unauténtico Derecho público de la humanidad, en el que lapaz perpetua será el reino por venir del Derecho público enel que se producirá la reconciliación moral y política».

Por decirlo con los mismos términos de que se sirve elmaestro complutense Antonio Truyol Serra (n. 1913) «unasociedad es internacional cuando el poder está descentrali-zado, distribuido entre grupos que lo monopolizan en sus

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respectivos territorios... Hay un orden jurídico internacio-nal en cuanto surgen una pluralidad de sociedades políti-cas diferenciadas e independientes, que mantienen entresí relaciones mínimamente estables, fundadas en unaigualdad de principio entre las partes». Circunstancia queexplicaría la generalizada tendencia de los Estados-nacióntanto a determinar de manera discrecional y unilateral lasnormas que recíprocamente les vinculan, como el alcancede sus obligaciones jurídicas internacionales, y que permi-te entender la pretendida condición ilimitada que los Es-tados-nación reclaman para su soberanía interna.

Durante los dos siglos y medio posteriores a la «Guerrade los Treinta Años» los poderes soberanos habían venidoconstituyendo la parte determinante del Derecho interna-cional positivo, en la condición de elementos característi-cos del clásico sistema internacional que era explicado me-diante el establecimiento de una discutible analogía entrelos individuos (en su condición de personas jurídicas en elámbito del Derecho interno) y los Estados nacionales mo-dernos (en su condición de personas jurídicas, titulares dederechos y obligaciones en el ámbito internacional). Esta-dos nacionales que se configuran como singulares formaspolítico-jurídicas. El orden internacional tenía en los Esta-dos soberanos su centro constitutivo.

Estaríamos por ello ante una forma societaria que, entérminos políticos, se presta a ser calificada como sociedadno suficientemente estructurada o no suficientemente in-tegrada; en la medida en que carecía de la precisa cohe-sión comunitaria, toda vez que en su ámbito el poder polí-tico se encontraba repartido, atomizado individualmenteentre sus distintos sujetos, que no eran otros sino los Es-tados-nación surgidos en la modernidad en oposición tantoal pluralismo feudal con sus tendencias centrífugas, comoa las posiciones imperalistas de la Iglesia y del Sacro Im-perio Romano-Germánico con sus correspondientes ten-dencias centrípetas.

Los Estados-nación reivindicaban como legítimo el De-recho al recurso de la fuerza en los supuestos en que seprecisara hacerlo a fin de poder afirmar y ver reconocidos

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los derechos propios. Recurso a la fuerza que se convierteasí en un elemento de regulación.

Estados-nación que, en todo caso, difícilmente se so-metían de buen grado a un poder superior, o a cualesquie-ra otro orden jurídico, político supraordenado o coordinadoal propio en su correspondiente espacio territorial, en lamedida en que pretendían constituir «comunitates supe-riorem auctoritatem non recognoscentes», (comunidadesque no reconocian autoridad superior alguna), comunida-des dotadas de sus respectivas identidades colectivas queencontraban su expresión a través del uso de una lenguacomún, o de la práctica de una misma religión, o de la po-sesión de un complejo de costumbres y prácticas, o del co-lor de la piel, o de los usos en el comer y en el vestir, o delos gustos estéticos, por decirlo de una forma ciertamentecaricaturesca y hasta abusiva pero que, sin embargo, dehecho, en múltiples ocasiones resulta superada en sus gro-tescas manifestaciones por la propia fenomenología de al-gunos de los actuales nacionalismos identitarios.

La prolongada continuidad durante siglos de esta expe-riencia, evocada con irritante reiteración por el «TribunalPermanente de Justicia Internacional» de La Haya, me-diante la estereotipada fórmula «en el estado actual delDerecho internacional», ha determinado que se hable deuna etapa del orden jurídico internacional, identificadacon la categoría historiográfica de «Derecho internacionalpúblico clásico», o de «Derecho internacional de formación»(en la expresión del iusfilósofo e internacionalista alemánAugusto Freiherr von der Heydte), en la que el Derechointernacional de formación, y en la medida en que era laexpresión normativa y relacional de una sociedad de Esta-dos yuxtapuestos, tenía la condición de un Derecho de efi-cacia limitada, movediza e, incluso, con gran frecuencia,precaria, que funcionaba sobre la base de los principios decoordinación y de reciprocidad analizados por el mejor Ge-org Schwarzenberger, principios que determinan su carác-ter individualista y societario.

Entonces y ahora la sociedad internacional y el Derechointernacional se implican y explican recíprocamente, de

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tal manera que a distintas formas de sociedad internacio-nal han solido corresponder diversos tipos de Derecho in-ternacional. Aún cuando en la actual tesitura tal vez no sepueda continuar postulando la existencia de una conexiónnecesaria entre el Derecho internacional y la sociedad in-ternacional. Bastará con consultar al respecto las atina-das reflexiones de Terry Nardin sobre las ideas de Dere-cho, de moralidad y de sociedad en las relaciones entre Es-tados («Law, Moral and the Relations of States», «Derecho,moral y las relaciones entre Estados», Princeton Univer-sity Press, Princeton, New Jersey, 1985).

Derecho internacional que respondía entonces funda-mentalmente a preocupaciones de naturaleza competen-cialista, al atribuírsele de forma primordial una funcióncompetencial y relacional de distribución y delimitación delas respectivas competencias estatales en sus relacionescon el mundo exterior, lo que René-Jean Dupuy ha resuel-to denominar «Derecho de la sociedad relacional» o «Thelaw obteining between nations» de que nos hablara el pa-dre de la jurisprudencia analítica, («analytical school of ju-risprudence») John Austin (1790-1859) en sus lecciones de«Jurisprudencia» impartidas en la Universidad de Lon-dres y en el «Inner Temple».

A esta circunstancia habría que sumarle su difícilmen-te discutible condición de Derecho de ámbito regional,toda vez que, si bien en toda sociedad internacional, ytambién en la de entonces, en la medida en que tiene sufundamento filosófico último en la idea de unidad del gé-nero humano, y en la sociabilidad natural, se manifiestauna tendencia, una ambición, o una vocación latente haciala universalidad, lo cierto es que en sus albores este Dere-cho internacional presentaba las condiciones propias deun conjunto normativo eurocéntrico, y por tanto, dotadode un ámbito de validez espacial limitado y reducido, loque atribuía al orden jurídico internacional un tono plenay exclusivamente occidental.

Esta etapa cubrió un amplísimo período de la historiaeuropea que, a su vez, sucede al largo período de desarro-llo del Derecho de gentes prewestfaliano —que habría

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transcurrido entre la desaparición física del rey de losfranceses y emperador de Occidente Carlomagno (742-814) y la Paz de Westfalia— que le había precedido segúnel análisis de quien fuera Director del «Instituto de AltosEstudios Internaciones» de la Universidad de la Sorbona(París), Marcel Sibert.

Período westfaliano que a su vez se extiende a partirdel veinticuatro de octubre de 1648 con ocasión de la firmade los tratados (de Münster y de Osnabrück), de ordinarioidentificados en singular como «Tratado de Westfalia»,«Congreso de Westfalia» —el primer congreso europeo— o«Paz de Westfalia», mediante los que se pone término a la«Guerra de los Treinta Años» (1618-1648). Conflicto que,si bien se había iniciado como una revuelta protestante enBohemia —la llamada «defenestración de Praga»—, ter-minó por extenderse hasta implicar a la mayoría de lospaíses de Europa en la última de las guerras de religiónde la Edad Moderna, con sus correspondientes horrores,de los que levantaron elocuente acta los grabados del di-bujante y aguafortista lorenés Jacques Callot (1592-1635),hasta el punto de haber merecido la consideración por par-te de Arthur Nussbaum de la más devastadora de las gue-rras desde la invasión de los pueblos bárbaros.

Fecha que marca la divisoria del desarrollo del Derechointernacional y de la historia de las relaciones internacio-nales, al constituirse en el «rito de paso» de la antigua si-tuación a la nueva; que se constituye en lo que por conven-ción se considera como el punto de partida del sistema in-terestatal de carácter multiestatal que pone las bases del«ius publicum Europeum» («Derecho público europeo) o«europäisches Völkerrecht («Derecho de Gentes europeo»),que asienta y atribuye el preciso carácter jurídico a una si-tuación de hecho ya existente, al extender al conjunto deEuropa la práctica de los Estados orgánicamente sobera-nos e independientes, con representaciones diplomáticaspermanentes, y al fijar una ordenación y una estructuraeclesiástica, política y territorial que configura una nuevaEuropa asentada en un auténtico sistema de Estados so-beranos nacionales.

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A la conclusión de la Guerra de los Treinta Años, tal ycomo sostuvo E. J. Aiton, muchos gobernantes ansiosos deevitarse los horrores y las devastaciones que pudiera pro-ducir un conflicto análogo al que durante tres decenioshabía asolado la mayor parte de Europa, adoptaron unapolítica exterior tendente a preservar la estabilidad obte-nida de las fuerzas en presencia, emprendiendo acciones afin de conseguirlo frente a cualquier principe o gobernanteque por su cuenta pudiese suponer una amenaza de rup-tura o de alteración del equilibrio de fuerzas o poderes. Detal manera que la propia preservación del sistema de Es-tados terminó por convertirse en el primer objetivo del or-den internacional, con el propósito de asegurar su conti-nuidad como forma predominante de organización política,haciendo frente a cualquier intento expansionista, o deconquista, o de construcción imperial, limitando el uso dela fuerza, favoreciendo el cumplimiento de las promesas,pactos y compromisos, y estabilizando las demarcacionesterritoriales existentes (H. Bull, «The Anarchical Society»,«La sociedad anárquica», Columbia University Press, NewYork, 1977).

El periodo westfaliano se cerrará para la mayor partede los intérpretes el primero de agosto de 1914, fecha en laque se inicia la «Gran Guerra», conflicto bélico queademás de a) precipitar la crisis terminal de la multisecu-lar égida británica, etapa en la que Inglaterra había sido«el verdadero ombligo del mundo y la libra esterlina subase», con el hundimiento del sistema mundial centradoen Gran Bretaña, la consiguiente ruptura del espacio eco-nómico y el trastorno de los circuitos económicos y de lastransacciones que hasta entonces se regulaban en la ma-yor parte de las circunstancias en la capital inglesa, yb) de determinar la confirmación de la pérdida por partede Europa de la condición de centro político del mundo, asícomo de la autonomía política del viejo continente, marcasin duda c) el punto de inflexión que quiebra el ordeneuropeo establecido por el «Concierto de Potencias», einaugura así un modelo diferente de Derecho y de las rela-ciones internacionales.

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Un modelo dotado de rasgos y pautas propios, y bien di-versos a los anteriormente vigentes tras la caída y eldescrédito del «Derecho público de Europa» y del llamado«Concierto Europeo». Momento en el que se cierra aquellaetapa que ha merecido ser calificada por James E. Doug-herty y Robert L. Pfaltzgraff con la feliz fórmula de «edadde oro del Derecho internacional, de la diplomacia, delequilibrio de poder y de las alianzas». Época de conflictosy guerras limitadas, de gabinete, entre Estados individua-les y alianzas, como un medio legítimo de solución de con-flictos, sistema en el que arraigaron formas de equilibriode fuerzas («iustum potentiae equilibrium»), que, no sindificultades, dieron su juego y contribuyeron con relativoéxito al mantenimiento y prolongación del «statu quo».

En la «societé des nations» —sociedad universal de Es-tados, que no de individuos, con la que se articula «unarreglo de los asuntos de tal manera que ningún Estadollegara a tener un predominio absoluto, ni a prevalecer so-bre los restantes— que al decir del jurista suizo Emerl(Emmerich, Emerico) de Vattel (1714-1767) en su princi-pal obra, «Le droit de gens», escrita en plena Guerra de losSiete Años (1758), reflejaba fielmente la realidad políticainternacional de la modernidad, en la que los sujetos de lahistoria, quienes ocupan el escenario social y político, noeran otros sino la pluralidad de Estados soberanos comounidades políticas independientes y territorialmente defi-nidas, dotados de gobierno propio, autonomía e indepen-dencia, tal y como les correspondía en su condición de titu-lares de unas unidades diferenciadas de poder y decisión,que constituían el dato esencial del modelo político indis-cutible del momento, en el que la guerra limitada se consi-deraba un hecho difícilmente eludible, a la vez que un ins-trumento ordinario de la vida y de la práctica políticas.

Los Estados en principio se concebían, en lo que consti-tuía el sistema clásico interestatal, a la manera de titula-res de una soberanía formalmente absoluta, como compar-timentos estancos o comunidades políticas separadas quese diferenciaban, al decir de Hermann Heller, «de todos losotros grupos territoriales de dominación por su carácter de

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unidades soberanas de acción y de decisión, situadas porencima de todas las demás unidades de poder asentadasen sus correspondientes territorios». Comunidades políti-cas separadas y dotadas de unidad de poder sobre un te-rritorio y una población determinados, para dar satisfac-ción a la necesidad de seguridad y certeza jurídicas. Co-munidades políticas que tan sólo de forma ocasional ytransitoria precisaban de la acción exterior para la reali-zación de sus objetivos o propósitos, y que en ningún casollegaban a admitir la posibilidad siquiera de competidoreso concurrentes de cara al interior, en cuyo ámbito, frenteal Estado soberano dotado de la capacidad tanto jurídicacomo real de decidir de manera definitiva y eficaz en todoconflicto que alterase la unidad de cooperación social terri-torial, únicamente podían existir relaciones de sujeción,pues de lo contrario se hubiera puesto en cuestión la sobe-ranía y el Estado —la más poderosa de todas las formasde vida, titular de un poder supremo exclusivo, irresistibley sustantivo, la última «ratio» de poder—, habría dejadode ser políticamente el «todo» para, de manera inevitable,pasar a ser meramente una parte del conjunto.

A su vez, y como apunta Dietrich Gerhard en «Old Eu-rope. A Study of Continuity, 1000-1800» («La Vieja Euro-pa. Factores de continuidad en la historia europea (1000-1800)», Academic Press, 1981) la aproximación racional enel seno de una civilización común se convirtió en la basereconocida para las relaciones de coexistencia y toleranciamutua entre Estados, en el marco de un sistema de Esta-dos europeos que por parte de algunos intérpretes ha sidodesignado como «Corpus Christianum secularizado». Cor-pus instalado dentro de una tradición social relativamentehomogénea, con intereses, valores y creencias comparti-dos, y del probado arraigo del concepto de equilibrio de po-der que dotó de una conveniente mesura y sentido de suslímites a la política exterior de la época.

Los Estados, constituidos a partir de una disposiciónexcluyente del espacio geográfico sobre un ámbito territo-rial determinado, expresado en una o varias líneas fronte-rizas de separación, sobre la que se asentaban los elemen-

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tos de la estatalidad (monopolio del poder, autonomía le-gislativa, identidad cultural y autonomía moral), y legiti-mados como instrumentos de pacificación interna y deunificación nacional, se vieron impelidos a tener que anu-lar a sus antagonistas del interior, y a presentarse, desdela perspectiva externa, como auténticas fortalezas cerra-das, protegidas por el principio de no intervención o de noinjerencia en el conjunto de asuntos que encajan propia-mente dentro del ámbito de la jurisdicción exclusiva delEstado.

Tal y como ha probado H. Quaritsch en la principalmonografía dedicada a la emergencia del uso del conceptode soberanía desde su surgimiento en el siglo XIII, dichotérmino expresaba un superlativo, lo que determinó quepasara a identificarse como soberano a todo aquel que tie-ne, en su respectiva esfera de dominación, capacidad dedecisión con independencia de cualquier otro. Así, los po-deres de soberanía terminaron por incluir tanto el dere-cho a hacer la guerra en desarrollo de las respectivaspolíticas estatales, como el derecho a disponer a su antojoy sin limitaciones de las poblaciones asentadas dentro desus fronteras (en el entendimiendo de que esta ausenciade límites constituye la expresión más acabada de laautonomía y supremacía internas), lo que, por una partehace que cada Estado gozara de cierto derecho a perma-necer inmune al escrutinio o a la intervención de otrosEstados, sin que se pudiesen establecer legítimas restric-ciones jurídicas y morales de la soberanía estatal, en arasa proteger la libertad individual del ejercicio del poder degobierno, y por otra, determina que la soberanía estatalen principio bien podría ser plenamente compatible con laausencia de libertades individuales en el ámbito internodel Estado-nación.

El control sobre el territorio era la condición suficientetanto para que el Estado, al ser una comunidad políticaindependiente, pudiera ejercer el monopolio político, comopara que pudiera desplegar el conjunto de sus poderes so-beranos, o viera reconocida su condición de miembro de laSociedad de Estados y, en consecuencia, se le atribuyera

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una posición de igualdad o de paridad con los componen-tes de ésta.

Bien puede sostenerse, con el profesor de la Universi-dad de Bari, el filósofo y sociólogo del Derecho, EligioResta, que la forma política diseñada que encuentra ma-yor acogida en la cultura occidental ha sido fundamental-mente aquella que configura los contornos de Estados so-beranos sobre la base territorial, mucho más que las quelo configuran ya sea por la pertenencia a una determina-da etnia, ya sea por la identificación con una concreta fereligiosa.

Por decirlo con los adecuados términos que utilizara El-mer de Vattel en su excepcionalmente difundida obra, queconstituye en puridad el primer tratado de la disciplina ensentido moderno: «Toute nation qui se gouverne elle-mêmesous quelque forme que ce soit, sans dependance d’aucunétranger est un État souverain» —«Cualquier nación quese gobierne a sí misma bajo la forma que fuere, sin depen-der de ningún (poder) extranjero es un Estado sobera-no»— («Le droit de gens ou Principes de la loi appliqués àla conduite et aux affaires des nations et des souverains»,Londres, 1758, vol. I, parágrafo 4).

De aquí que, en este marco, de manera congruente y taly como expresara Sir Alfred E. Zimmern, el Derecho inter-nacional se desarrolló de forma preferente como «un modode regulación de las constantes controversias sustentadasentre los Estados nacionales soberanos, y no como la ex-presión de algo que pudiese ser entendido como una vidaauténticamente societaria». En plena armonía con las for-mas características de manifestación y organización delpoder político en la modernidad a través de una plurali-dad de Estados-nación, entidades jurídico-políticas autó-nomas —esto es, no sometidas a autoridad superior, conplena autonomía para modificar sus propias normas ypara determinar el tipo de relaciones con otras comunida-des políticas—, y estancas, que tienen como soporte la uni-dad de una población definida históricamente por su asen-tamiento en los territorios en los que se genera y rige lanormatividad jurídico-política estatal. Estados-nación que

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reclaman para sí la condición de independientes y sobera-nos, y cuyas relaciones se definen sustancialmente tantoen términos de poder, como de equilibrio de poderes.

Tal y como asegura Boaventura de Sousa Santos, ca-tedrático de la Facultad de Economía de la Universidadde Coimbra, en «A reinvençao solidaría e participativa doEstado» (1999), en la modernidad el Estado-nación —ex-presión del principio de organización territorial de la polí-tica y la sociedad, y al mismo tiempo modelo de la unidadpolítica— junto con el Derecho y la educación cívica,tenían la condición de garantes del discurrir pacífico y de-mocrático de la tensión dialéctica existente entre la regu-lación social y la emancipación social, entre la consagra-ción y la superación de la realidad, sobre la que pareceasentarse la obligación política moderna, que halla en lasteorías del contrato social unos persuasivos meta-relatosjustificatorios y unos eficaces sistemas de argumentaciónlegitimadora.

En la constitución histórica de la modernidad, Estado,nación, sociedad y economía se consideraban coextensivasdentro de las mismas fronteras nacionales. Como apuntael profesor de «Ciencia política» de la Universidad Federalde Parà, (Brasil), Alex Fiuza da Mello, la teoría política dela modernidad que ha diseñado la arquitectura de mayorenvergadura de nuestra cultura política contemporánea,cuyas doctrinas pueblan e inspiran todavía hoy los corazo-nes, las mentes, las ideologías y las utopías, la ciencia y elsentido común, nos había habituado a pensar la sociedad,su dinámica y su organización, en los horizontes de la te-rritorialidad (social, económica y política) predominante-mente nacional.

Todos los conceptos consagrados como fundamentalesen el léxico jurídico político del mundo o en aquello que elconstitucionalista italiano Gustavo Zagrebelsky (n. 1943)en su «Prefacio» a la obra de Norberto Bobbio «Egualianzae Libertá» («Igualdad y libertad», Giulio Einaudi editor,Torino, 1995) propuso denominar «lessico civile» (sobera-nía, soberanía popular, Estado, gobierno, formas de con-tratación, leyes e instituciones, libertad, dominación, ciu-

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dadanía...), se forjaron en un muy preciso contexto histó-rico y cultural que hoy ha variado de forma sustancial.Conceptos que aparecieron referidos a los contornos y a laégida de la idea de nación, que se ofrecía como el marcoreferencial límite de las posibilidades imaginables de untipo de vida social plausible, viable y progresista.

El Estado se constituyó de este modo en el marco idó-neo de la acción económica y de la acción política. El «idealtypus» maxweberiano que marca los contornos de la iden-tidad nacional en la versión específicamente europea mo-derna, la entendía como una particular forma de identi-dad colectiva que garantizaba una base de solidaridad eintegración social, compartida de forma general y al mis-mo tiempo proporcionaba modos de identificación y deautocomprensión ético-política suficientemente fuertespara los distintos actores sociales. Identidad colectiva enla que el pueblo compartía mayoritariamente una lenguao un dialecto comunes, habitaba un territorio definido, ex-perimentaba emocionalmente el ecosistema propio, parti-cipaba de su pasado histórico que era vivido, con la ayudade su memoria colectiva, consecuentemente en el presentebajo la forma de orgullo por las gestas nacionales, partici-paba, cuando era preciso que así ocurriese, de la obliga-ción de sentirse responsable de los errores nacionales(John Keane y Philip Schlesinger), y proyectaba en dichomarco las perspectivas del deseado futuro.

A su vez, al espacio-tiempo estatal-nacional, en su con-dición de principio regulador, se le atribuía la función deconstituirse en el espacio-tiempo privilegiado, ya que,además de permitir alcanzar la máxima agregación de in-tereses, hacía posible la definición adecuada de los pará-metros y perspectivas de observación y medición de lasacciones de carácter no interestatal y no nacional. No eraproducto de la casualidad que fuese precisamente en suámbito donde la economía alcanzaba el máximo nivel deintegración existente, el término donde las familias orga-nizaban su vida y establecían tanto el horizonte de susexpectativas, como, en su caso, el horizonte de la carenciade éstas.

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El espacio-tiempo nacional, además de constituirse enla perspectiva y la escala que trazaba la divisoria entre laeconomía interna y las relaciones comerciales internacio-nales, identificaba un ritmo, una duración y una tempora-lidad propias, y se presentaba finalmente como el dominiocaracterístico de la cultura, en lo que ésta tiene de varia-dos dispositivos unitarios y de mecanismos identificativosmediante los que se establece un régimen singular de per-tenencia e identidad autoidentificadora que forja las mo-dalidades del autorreconocimiento colectivo, los contextosy los mundos de vida característicos, y al hacerlo marcalas ilusiones de una cultura propia «pura» que capacita alos ciudadanos para descifrar los signos de la vida intelec-tual y cotidiana en que se cifra la identidad del grupo pro-pio, y que además dota a los Estados emergentes o en cri-sis de la legitimidad necesaria configurando una precisaidentidad —en no pequeña parte no acontecida, sino in-ventada o imaginada cultural y políticamente (BenedictAnderson, Ernst Gellner, A.D. Smith)— y a su vez legiti-ma el cuerpo complejo de normas, símbolos, mitos e imá-genes, que sirven de referente a todas las relaciones socia-les, memorias heredadas, prácticas, representaciones eimaginarios colectivos que, con la finalidad de obtener yaumentar la cohesión social en la política, reforzar lealta-des, y favorecer el necesario «encantamiento» de la accióncolectiva, se despliegan en el ámbito del territorio nacio-nal como fuentes emocionales —en el sentido de irruptivasy poco sometidas a control voluntario— de la cohesión ydel consenso (Peter Häberle) a través de un conjunto ex-cepcionalmente heterogéneo de dispositivos de «member-ship» (membrecía) que cubren un amplísimo espectro quese extiende desde el canon de cada cultura nacional, o desu sistema educativo, a la historia nacional, pasando porlas ceremonias tradicionales, o la determinación de losdías festivos. Elementos mitológicos comunicacionales quedisponen de una potencia noológica superior en tanto nose les reconozca como tales.

Ámbito en el que, de un modo privilegiado, se manifies-ta la conocida capacidad de la que se encuentran dotadas

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las distintas formas políticas, y muy especialmente los Es-tados-nación —como forma específicamente moderna deidentidad colectiva política del orden social, que hizo suaparición en Europa en la segunda mitad del sigloXVIII—, para generar una cultura política compartida,crear y recrear la realidad propia, ofrecer una perspectivade futuro común e inventar y reelaborar, si fuera precisohacerlo, su pasado y sus tradiciones (Eric.J. Hobsbawm yT. Ranger), a fin de producir las precisas identidades co-lectivas, así como los oportunos mitos y las imágenesseñalizadoras de lo propio, del otro, del extraño y del ene-migo, que se constituyen de este modo en uno de los aspec-tos que más característicamente sirven para dotarlos desingularidad.

Con todo ello, sin duda, los Estados, además de refor-zar debidamente su soberanía y su autocomprensión, sa-tisfacían la necesidad que parece que tenemos todos devehicular los nuevos sentimientos primordiales y el in-trincado entramado de las señales y de los signos de iden-tificación, así como el deseo de ver reafirmado el senti-miento de la propia coexistencia nacional o de grupo, elreconocimiento y la identificación con una determinadaentidad colectiva, las demandas de identificación y depertenencia y los deseos característicos de todo ser huma-no de integrarse en una determinada comunidad culturalo nacional definida por una herencia histórica que preten-de ser común —ya sea real o imaginaria—, un patrimonioartístico y lingüístico, unos estilos o mundos de vida pro-pios, unas orientaciones compartidas, unos paisajes, unastradiciónes unitarias comunes, que ofrecían unos valoresde referencia en los que todos puedan o crean participarde alguna manera...

En congruencia con este conjunto de parámetros defini-dores que diseñaban la geografía del poder en los ámbitoslocal, regional, nacional e internacional, a cuyo desarrolloy configuración contribuyeron muy activamente tanto elformalismo europeo como el racionalismo occidental, y conel hecho de que el Estado se presentaba como la formahistórica más característica de organización del ejercicio

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del poder que se abre paso con los siglos modernos, el De-recho internacional público de la primera modernidad seentendía que estaba constituido por un conjunto de nor-mas en las que se establecían los límites máximos exter-nos de las respectivas competencias estatales.

La nación parecía constituirse en la instancia máxima,en la fuente primordial y última de toda soberanía. De talmanera que, entre las distintas soberanías estatalespodían producirse «ad extra», o bien situaciones de coexis-tencia, que tomaban cuerpo con el desarrollo de relacioneshorizontales y paritarias, de comercio y diplomacia inter-nacionales, reguladas por normas (ya sea de tipo tratadosinternacionales —o de la modalidad de las costumbres in-ternacionales—, en cuya formación participaban libérri-mamente los propios Estados) o bien generarse enfrenta-mientos entre las distintas soberanías, esto es, guerras yconflictos de todo tipo, eventualidad que estaba reguladapor el propio Derecho internacional.

En todo caso se excluía que fuera posible el estableci-miento de mandatos o de prescripciones vinculantes paralos Estados soberanos procedentes de autoridades que pre-tenden situarse en un plano de superioridad y a cuya vo-luntad tuvieran que someterse. No en vano, tal y comosostuviera el Catedrático de Derecho Internacional de la«Universidad de Derecho, Economía y Ciencias Sociales»de París (París II, Panthéon Assas) y profesor del «Institu-to Universitario de Estudios Superiores Internacionales»de Ginebra, Michel Virally (1922-1989), en «Relaciones en-tre Derecho Internacional y Derechos Internos: Una difi-cultad insalvable» (1969), «todo orden estatal es autocrea-dor y se desarrolla a partir de fuentes originarias que leson propias y que no necesitan para afirmar su validez in-vocar o referirse a ninguna norma suprema».

Todos y cada uno de los Estados en su condición depersonas jurídicas artificiales, y sobre la base de la sobe-ranía nacional, como «potestas legibus soluta», que atri-buía a los distintos Estados la titularidad del monopoliode la decisión política en su correspondiente territorio,eran en principio absolutamente libres para disponer en

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su ámbito propio de los mecanismos que estimaren perti-nentes a los fines de su funcionamiento, de conformidadcon sus propias normas de Derecho interno, que constitu-yen al Estado-nación en la fuente material de Derechopor antonomasia.

El alcance de la autonomía estatal cubría el reconoci-miento de competencia a los fines de establecer un controlterritorial sobre el empleo legítimo de la fuerza física en elterritorio propio, que no sería sino la expresión de su, enprincipio ilimitado, derecho a disponer de la poblaciónasentada dentro de sus fronteras, de imponer su derechoal ejercicio del monopolio de la violencia legítima a fin demantener la paz y el orden en el propio país, sin que alDerecho internacional le cupiera en este ámbito otra capa-cidad normativa que la de regular las acciones externas delos Estados soberanos, mediante el establecimiento de lossupuestos en que concurren las circunstancias que justifi-carían un derecho al recurso de la guerra, («ius ad bellum»o «derecho a la guerra», que en puridad no era estricta-mente un derecho, sino la expresión del libre arbitrio quecorrespondería a los sujetos del Derecho internacional enel estado de naturaleza), así como las modalidades y con-diciones («ius in bello», o «Derecho de la guerra propia-mente dicho) bajo las cuales deberían desarrollarse lashostilidades, lo que los profesores Priscille Cohn y MichaelWalzer denominan «reglas de conducta de la guerra reco-nocidas».

Recuérdense a este respecto las palabras de NapoleónBonaparte (1769-1821), que fuera calificado de agente deun imperialismo racionalizado en términos universales»:«Une armée c´est l´Etat qui voyage» («Un ejercito es el Es-tado viajando»). Si bien no es del todo seguro que en estecaso pueda o deba concluirse, como afirmara Miguel deCervantes Saavedra (1547-1616), en el prólogo de su obrapostrera «Los trabajos de Persiles y Segismunda» (1616),que «viajar hace a los hombres discretos».

Aquel Derecho internacional, en la medida en que fun-cionaba como un límite externo de las competencias de losdistintos Estados sobre sus propios espacios y sobre las

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personas y bienes asentados en éstos, con la finalidad ex-clusiva de evitar, reducir o prevenir, el surgimiento de con-flictos de competencias, reclamaba ser caracterizado comoun Derecho internacional público de tipo competencialista,el tipo más acabado de un orden de coordinación de losdistintos ordenes jurídicos estatales soberanos (Michel Vi-rally), o lo que se ha dado en denominar, entre otros, por elprofesor de Derecho internacional de la Facultad de Dere-cho de la Universidad Católica de Louvain-la Neuve,François Rigaux, «orden jurídico de coordinación de las so-beranías divididas», que institucionalizaba la guerra limi-tada como un medio legítimo de solución de controversias,y a la vez como un instrumento para la realización, en sucaso, del derecho propio. En plena congruencia con la ideade soberanía característica de la época que, al decir deGustavo Zagrebelsky, en «Il diritto Mitte» («El derechodúctil», Giulio Einaudi, Torino,1992) además de ser enten-dida originariamente como situación eficiente de una fuer-za material empeñada en construir y garantizar su supre-macía y unicidad en la esfera política, llevaba implícito «innuce» el principio de exclusión y beligerancia frente a loajeno.

Durante siglos el sistema internacional descansaría asíen este «equilibrio entre las potencias». No en vano enaquellos supuestos en los que, en virtud de desencuentrosentre las distintas soberanías, terminaban por desencade-narse conflictos, las normas internacionales tan solo esta-blecían una serie de mecanismos dotados de una peculiarsimplicidad, que tenían el propósito de regular el curso delas hostilidades entre las diferentes potencias (Estados in-dividuales y Alianzas).

En el Estado-nación se asociaba la práctica de la violen-cia con la diferenciación entre lo interno y lo externo: en-tre, de un lado, el mundo interno de la política nacional te-rritorialmente delimitada, y de otro, el mundo externo delos asuntos militares, diplomáticos y de seguridad. Entre elDerecho público interno (el Derecho del Estado en su ver-tiente interna) y el Derecho público externo o Derecho in-ternacional (el Derecho del Estado en su versión externa).

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Se anticipaba de este modo la distinción llamada a sercanónica, que tanto contribuyó a fijar el filósofo de la histo-ria, sociólogo y escritor político galo Raymond Aron en ladécada de los sesenta en el que sin duda es, si no el único,sí al menos su «livre par excellence» sobre la materia, «Paixet guerre entre les nations» («Paz y guerra entre las nacio-nes», París, 1962), entre política interna y política interna-cional. Distinción presentada las más de las veces como elcontraste entre el orden que se supone característico de laprimera, y la anarquía que se predica comúnmente de lasegunda (ya sea en el sentido de ausencia de orden, de De-recho, o de gobierno, ya sea para sugerir la falta de seguri-dad y de certeza de normas comunes de conducta interna-cional, o la ausencia de un gobierno internacional).

Contraste en parte proximo al que diferenciaba un «de-recho de subordinación» (el derecho interno que generó elnacimiento de un orden jurídico unitario cuyos sujetos seencuentran sometidos al poder del Estado en su triple fun-ción legislativa, ejecutiva y judicial) y un «derecho de coor-dinación entre Estados soberanos», que sólo conoce legisla-dores, jueces y sanciones obligatorias en la medida en quea estos efectos se cuente de manera constitutiva con elpertinente consentimiento de los Estados concernidos (elDerecho internacional público).

De un tiempo a esta parte se ha convertido en un lugarcomún afirmar que en la era de la globalización la eco-nomía, el mercado y la sociedad como un todo, escapanprogresivamente al control directo de la política centradaen el Estado nacional soberano, lo que determina de unaparte el cuestionamiento del papel de la política como acti-vidad mediadora —sin violencia innecesaria— de los con-flictos de la sociedad, y de otra la evidente generalizaciónde la desterritorialización de los espacios públicos, con elcorrespondiente debilitamiento del vínculo entre los ciuda-danos y la acción pública, la desactivación del Estado de-mocrático y de sus ciudadanos, la colonización de la políti-ca por los imperativos del sistema económico y la «ilusióneconómica», de la que se hacen eco legión de estudiosos, ymuy señaladamente Emmanuel Todd (n. 1951).

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El Estado-nación, sobrecargado de responsabilidades ya la vez debilitado, hoy parece que se encuentra relativa-mente desbordado, al estar siendo despojado en una dobledirección: en lo local y en lo supranacional, tanto a nivelinterno como internacional. A nivel interno en la medidaen que su actividad reguladora se ve sometida a restriccio-nes cada vez más frecuentes y de mayor alcance, con laaparición de procesos centrífugos en los que se produceuna dispersión de competencias y poderes. A nivel externoante el auténtico proceso de transnacionalización y de au-torregulación de los mercados que se ha abierto.

El abandono parcial de ciertas funciones que hastahace bien poco se consideraban características del Esta-do-nación ha venido a coincidir, y no por azar, con la in-tensificación de otras identidades que reclaman encon-trarse en condiciones que les permiten cumplir en condi-ciones más adecuadas estas mismas funciones que en sudía asumió el Estado en su pretensión de integrar en suseno un grupo homogéneo y excluyente, dotado de sobe-ranía política.

El problema radica en que en el ámbito de «la constela-ción postnacional emergente, que está generando la pro-gresiva conclusión del anterior sistema, en el que dentrode los bordes de los Estados territoriales la política y elsistema legal se entrelazaban armónicamente y de formaconstructiva con los circuitos económicos y las tradicionesnacionales, no parece que dispongamos, más allá de los lí-mites de la nación-Estado, a un nivel supranacional y glo-bal, de un sustitutivo equivalente de ésta, que pueda con-trolar con éxito la probada capacidad del mercado paraproducir estragos de carácter ecológico, social, y cultural,así como los efectos de un sistema económico que, pese atodo, no deja de ser altamente productivo.

En este sentido se ha comenzado a discutir hasta quépunto sigue siendo razonable considerar al Estado-nacióncomo la unidad óptima de la geopolítica, y en qué medidacontinúa estando justificado mantener como nítida la fron-tera que en los análisis tradicionales acostumbraba a tra-zarse entre la dimensión «interna» de la política (identifi-

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cada con el ámbito estatal), y la dimensión «externa» (ex-clusivamente limitada a las relaciones interestatales).

Todo parece confirmar que bastantes de los ámbitosque hasta ahora venían siendo considerados propios o ca-racterísticos de la «política exterior», cada vez se inscribenmás dentro del ámbito de la política «interior»; al mismotiempo mucho de lo que se había venido entendiendo queposeía unas condiciones exclusivamente internas, odomésticas, comienza a cobrar cierta relevancia en el ám-bito externo.

Las propias relaciones entre tan distintos sistemas jurí-dicos se han ido transformando de una manera considera-ble. Tres circunstancias, de las que se hace eco FrançoisRigaux, prueban hasta qué punto la vieja querella que es-cindía a los internacionalistas en monistas y dualistas re-clama hoy una nueva lectura: 1) La mayor frecuencia conla que una regla de Derecho internacional es directamenteaplicada en el orden interno. 2) La cooperación progresivapor parte del Estado a la preponderancia relativa de lanorma internacional. 3) La toma en consideración a su vezpor el orden jurídico internacional de fuentes del Derechonacional, lo que ilustra la frecuencia con la que en el Dere-cho internacional se condiciona la validez de un tratado auna referencia en las leyes nacionales.

XII. En marzo de 1941, el más relevante de los teóri-cos y científicos del Derecho del siglo que ahora concluyó,Hans Kelsen (1881-1973) —en el ámbito de las «Conferen-cias Oliver Wendell Holmes», que se vienen celebrandocon una periodicidad anual en la Escuela de Derecho de laUniversidad de Harvard, a la que hacía decenios había es-tado vinculado «el gran disidente», cuyo nombre honran yrecuerdan—, abría así su discurso, desarrollado en seis se-siones, publicadas bajo el rotulo «Law and Peace in Inter-national Relations» («Derecho y paz en las relaciones in-ternacionales») en el sello editorial de la Universidad deHarvard (Cambridge, Massachusetts, 1943): «El Derechoes, en esencia, un orden para promover la paz. Tiene porobjeto que un grupo de individuos pueda convivir de tal

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manera que los conflictos que se susciten entre ellos pue-dan solucionarse de una forma pacífica; esto es, sin recu-rrir a la fuerza, y de conformidad con un orden normativode validez general. Este orden normativo es el Derecho.Cabe preguntarse en qué medida el Derecho internacionales propiamente un orden de tal naturaleza, y si no lo es,¿cómo conseguir se convierta en un orden que de hechosirva para promover la paz? O, por decirlo con otro giromás realista a la vez que modesto, ¿cómo puede una comu-nidad internacional, que integra en su seno al mayor nú-mero de Estados, organizarse dentro de los límites del De-recho internacional de acuerdo con la técnica especial deéste, a fin de formar una comunidad que de manera efecti-va fomente la paz entre las naciones?». En diciembre delmismo año Hans Kelsen publicó en la Revista de Derechode la Escuela de la Universidad de Chicago un breve ar-tículo, «The Law as a Specific Social Technique» («El Dere-cho como técnica social específica»), uno de cuyos epígrafesno puede ser más expresivo: «El Derecho como orden coer-citivo que monopoliza el uso de la fuerza».

A partir de entonces no fueron escasos los textos delcreador de la «Reine Rechtslehre» («Teoría pura del Dere-cho») en los que éste, al desarrollar su concepción acercade la fuerza como objeto y no como instrumento del Dere-cho («el Derecho aparece así como una organización de lafuerza. El Derecho fija en qué condiciones y de qué mane-ra un individuo puede hacer uso de la fuerza»), abordó larelación del Derecho con la paz, entendiendo por paz notanto la ausencia de fuerza, sino un estado en el que exis-te un monopolio legal de utilización de la fuerza o, lo quesería lo mismo, una situación de seguridad colectiva: «Lapaz es el estado en el que no se hace uso de la violencia.En este acepción de la expresión el Derecho procura sólouna paz relativa, no absoluta, ya que priva al individuodel derecho de emplear la fuerza, pero reserva en exclusi-va a la comunidad el ejercicio de tal derecho. La paz delderecho no es una condición de absoluta ausencia de fuer-za, un estado de anarquía, sino una condición de monopo-lio de la fuerza, un monopolio de ésta a favor de la comu-

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nidad... El Derecho es el orden de acuerdo con el cual eluso de la fuerza se halla generalmente prohibido, aúncuando esté permitido como sanción bajo ciertas circuns-tancias y para ciertos individuos. Mientras no exista unmonopolio de la comunidad para la interferencia coactivaen la esfera de los intereses del individuo, esto es, mien-tras el orden social no estipule que tal interferencia tansólo se puede efectuar en ciertas condiciones claramentedefinidas (a saber, como sanción contra la interferenciailegal en la esfera de esos mismos intereses, y sólo porparte de los individuos señalados al efecto), no cabe hablarde una esfera de intereses protegidos por el orden social.En otras palabras, no hay —en el sentido que aquí hemosexpresado— una situación de Derecho, que es, esencial-mente, una situación de paz...» «El Derecho es indudable-mente un ordenamiento para la promoción de la paz... ase-gura la paz de la comunidad», sostiene en la «GeneralTheory of Law and State» («Teoría General del Derecho ydel Estado»), redactada en los primeros años de su forzadaemigración a los Estados Unidos y publicada en Cambrid-ge (Massachusetts), por el sello editorial de la Universidadde Harvard, traducida al inglés por Anders Wodberg elaño 1945.

El propio Hans Kelsen en sus «Principles of Internatio-nal Law» («Principios de Derecho Internacional Público»,Rinehart and Company, New York, 1952), redactados en laUniversidad californiana de Berkeley, insiste: «el Derechoes un orden coercitivo. Dispone sanciones socialmente or-ganizadas y, de ese modo, puede ser claramente diferen-ciado del orden religioso, por un lado, y del ordenamientomoral, por el otro. Como orden coercitivo, el Derecho esaquella técnica social específica que consiste en el intentode lograr la deseada conducta social de los hombres pormedio de la amenaza de una medida coercitiva que seadoptaría en el caso de que se produzca una conducta con-traria, esto es, una conducta jurídicamente clásica... Al re-servar el uso de la fuerza a la comunidad, es decir, al de-terminar las condiciones según las cuales ciertos indivi-duos —y solamente estos individuos— están facultados

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como órgano de la comunidad jurídica para intervenir porla fuerza en la esfera de intereses de quienes se encuen-tran sometidos al orden jurídico, el Derecho garantiza lapaz. Si la paz se concibe como la condición de ausencia dela fuerza, el Derecho sólo crea una paz relativa». Bien cier-to es que en la segunda edición en lengua alemana de la«Reine Rechtslehre», («Teoría pura del Derecho», FranzDeuticke Verlag, Wien, 1960), de hechura y volumen muydiferente a la primera «Reine Rechtslehre. Einleitung indie Rechtswissenschaftliche Problematik» («Teoría puradel Derecho: Introducción a la problemática científica delDerecho», publicada el año 1934 en el mismo sello edito-rial) matiza sus anteriores afirmaciones: «no se puedepensar con razón que el Estado de Derecho sea necesaria-mente un Estado de paz, ni que asegurar la paz sea unafunción esencial del Derecho».

Con todo, en la comunidad internacional únicamenteen los albores del siglo que concluye, cuando vean la luzestas páginas, comenzaron a desarrollarse de manera deli-berada en su orden jurídico una serie de intentos destina-dos a eliminar, o al menos a reducir o atenuar, el recurso ala utilización de la fuerza como medida conducente a laaplicación y ejecución del derecho propio, con los que seinaugura el proceso de edificación del «ius in bello» con-temporáneo.

Así, y con ocasión de la «Primera Conferencia Interna-cional de La Haya para el arreglo pacífico de los conflictosinternacionales» de 1899, en la que por primera vez inter-vinieron en una Conferencia Internacional de estas carac-terísticas cuatro Estados de Asia (China, Japón, Persia ySiam, circunstancia que expresa uno de los cambios mássignificativos que estaba empezando a experimentar la so-ciedad internacional), comienza a delimitarse una obliga-ción jurídica general con vistas a «evitar», «en la medidade lo posible», el recurso a la fuerza en las relaciones entrelos Estados.

A estos efectos las potencias signatarias acordaron em-plear todos los esfuerzos que fueran precisos a fin de ase-gurar el arreglo pacífico de las diferencias internaciona-

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les» y reconocieron el arbitraje como el modo más eficaz, ala par que el más equitativo, para la resolución de losconflictos que pudieran suscitarse «en las cuestiones deorden jurídico, y en primer término las cuestiones de in-terpretación o de aplicación de los convenios internacio-nales que no hubiesen podido ser resueltos por medios di-plomáticos» (art. 4).

La Convención de La Haya creó a estos efectos la «Cor-te Permanente de Arbitraje» que vería confirmada su es-tructura en el Convenio de 1907, rechazándose, sin em-bargo, la propuesta norteamericana a favor de la creaciónde un «Tribunal de Justicia Arbitral».

En cualquier caso la obligación de someterse al arreglopacífico se atenuaba y hasta hipotecaba irremisiblementeen el texto del articulado de la Convención para la solu-ción pacífica de los conflictos adoptada el veintinueve dejulio de 1899, al entenderla condicionada a que las cir-cunstancias concurrentes en cada caso lo permitiesen, yen la medida en que los Estados lo considerasen posible.Términos que se reiteran en el Convenio para la soluciónpacífica de los conflictos internacionales aprobado en lasegunda Conferencia de Paz de La Haya el dieciocho de oc-tubre de 1927. Hasta entonces, si bien es cierto que en lapraxis internacional se conocían la mayor parte de los dis-tintos procedimientos que hoy se practican comúnmentepara el arreglo pacífico de controversias, salvo los Tribu-nales Internacionales institucionalizados, no podía hablar-se propiamente de una obligatoriedad de tales procedi-mientos, y las más de las veces se optaba por el recurso ala fuerza sin otra limitación que el debido establecimientode causa justificatoria suficiente.

Va a ser en el «Tratado de renuncia a la guerra» deveintiuno de agosto de 1928, (Pacto de Paz de Kellogg-Briand o Pacto de Paz de París), que marcó el apogeo de la«ola pacifista en las ideas, mentalidades y sentimientoscolectivos sacudidos por la experiencia de la «Gran Gue-rra», y que se había propuesto como tema recurrente la«mise hors la loi de la guerre», expresión del generalizadorechazo existente en la conciencia pública al uso de la

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fuerza, donde las diez potencias inicialmente signatarias(las adhesiones finalmente llegaron a sumar cincuenta ycinco Estados, prácticamente la totalidad de los miembrosde la Sociedad de Naciones), condenaron el recurso a laguerra como instrumento para resolver las controversiasentre Estados, renunciaron a la guerra como medio depolítica nacional, y concertaron el arreglo pacífico de lascontroversias internacionales, comprometiéndose las prin-cipales potencias a someter sus diferencias al arbitraje yla conciliación.

Se trata del primer texto convencional que declara ile-gal, y por ende ilícito internacional, cualquier guerra deagresión. En el intercambio de notas que precedió a la fir-ma de este tratado, que vió la luz al margen de la Socie-dad de Naciones, el entonces Secretario de Estado nortea-mericano, Frank Billings Kellogg —(1853-1933), jurista,diplomático y político, Premio Nobel de la Paz en la convo-catoria de 1929 y Magistrado del Tribunal Permanente deJusticia Internacional desde 1930, con cuyo nombre se co-noce parecidamente el citado Pacto de proscripción de laguerra en memoria agradecida al protagonismo que tuvo,tanto en su iniciativa dirigida a superar la bilateralidadfranco-norteamericana del acuerdo inicialmente propuestopor Francia en la persona del también Premio Nobel(1926) y entonces Ministro de Asuntos Exteriores, AristideBriand (1862-1932), como «Proyecto de Paz Perpetua» en-tre Francia y los Estados Unidos de Norteamérica, comoen su desarrollo posterior —no dejó de manifestarse ex-presamente que el derecho a «la legítima defensa» («rightof self defence») es un derecho natural o un derecho inhe-rente («inherent right», «droit naturel») de todo Estado so-berano, y como tal, debe darse por presupuesto en cual-quier tratado internacional.

Renuncia a la guerra que terminará incorporándose alarticulado de distintos textos constitucionales posteriores,como la Constitución de la Segunda República española,de nueve de diciembre de 1931 (artículo sexto), lo que su-puso dar acogida a una tendencia política y jurídica de su-peditación del Derecho interno al Derecho internacional

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mediante el reconocimiento de la fuerza vinculante de ésteúltimo, con lo que ello tenía —tal y como con oportunidaddestaca Hyman Ezra Cohen en 1937— de autolimitaciónde la soberanía estatal al limitar la libertad de acción delEstado y de la subsiguiente consagración normativa delprincipio de unidad del Derecho público de que hablara aprincipios de la década de los treinta («Les Constitutionset la paix», 1931; «La nouvelle Constitution espagnole»,1932, y «Les nouvelles tendences de Droit constituionnel»,1933) el constitucionalista ruso, naturalizado francés, Bo-ris Mirkine-Guetzévitch.

Circunstancia que supuso que, por primera vez en lahistoria constitucional del periodo de entreguerras, se tra-taban de armonizar completamente las reglas del Derechopúblico interno y las del Pacto de la Sociedad de Naciones,subordinando la declaración de guerra al arbitraje obliga-torio, a los tratados de conciliación y al procedimiento pre-visto en el artículo doce del aludido Pacto. Aún así, el fra-caso que siguió a los diferentes intentos de arreglo del con-flicto de Manchuria, desatado con ocasión de la ocupaciónjaponesa de este territorio en 1931, y la declaración de in-dependencia con el nombre de Mandchoukouo en 1932,puso de manifiesto hasta qué punto para que se consigaimpedir con eficacia el desencadenamiento de una guerrase precisa disponer de algo más que de un mero acuerdointernacional y de la confianza en la fuerza de la regla«pacta sunt servanda». Parangonando el texto con el queconcluye Alvaro D’Ors su controvertido artículo «El nacio-nalismo, entre la patria y el Estado» (1966), frente al or-den internacional westfaliano que procuraba la paz, aun-que preveía excepcionalmente la guerra, el nuevo ordenestatal del mundo va a negar la guerra, pero sin que porello se consagre la paz.

Con la firma en Ginebra el veintiséis de septiembre de1928 del «Acta General para el Arreglo Pacífico de lasControversias Internacionales», único Tratado General dearreglo pacífico en vigor con vocación universal y en el quese compilaron las normas anteriormente vigentes, cuyotexto fue renovado por la Asamblea General de las Nacio-

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nes Unidas en virtud de su Resolución 268 (III) de vein-tidós de abril de 1949, cuya vigencia formal se mantiene,al menos entre un grupo de ocho Estados, hace entrada enel Derecho convencional internacional la diferenciaciónentre controversias jurídicas y no jurídicas, disponiéndosela sumisión obligatoria a la Corte de La Haya para las pri-meras, salvo que los interesados convinieran acudir a unTribunal de arbitraje, y se establecen tres procedimientos:la conciliación, el arbitraje y el procedimiento judicial. Enel momento de iniciarse las hostilidades en Europa, quedarían lugar a lo que se dio en llamar con el tiempo «Se-gunda Guerra Mundial» (septiembre de 1939) habían sus-crito esta «Acta General» veintitrés Estados

En atención a todas estas consideraciones, no deberíasorprendernos que el Derecho internacional del pasado seexhibiera como un conjunto normativo cuya función pri-maria consistía en la coordinación de la sociedad interna-cional de su tiempo. Una sociedad internacional formadapor una pluralidad de Estados-nación soberanos, descen-tralizada y con una escasa integración, fundamentada enel principio de coordinación, que desconocía, o no admitía,ningún principio de subordinación, y donde, de maneraconsecuente, la concreción de la obligación jurídica dearreglar pacíficamente las controversias en la Comunidadinternacional se atribuía a los propios Estados partes,quienes, acogiéndose al principio de la libre elección demedios, procedían a concretar los pertinentes procedi-mientos del arreglo. La comunidad internacional presen-taba de este modo la estructura propia de una sociedadfundada sobre la paridad, sobre la igualdad y sobre laautonomía de los diversos sujetos jurídicos internacionalesque formaban parte de ella, al tratarse de una sociedad deconstrucción horizontal, en el sentido de que no tenía sinoun solo plano estructural, igualmente elevado y extensopara todos sus miembros.

Todavía en plena Segunda Guerra Mundial (1944) en«The Outlook for International Law», J. L. Brierly, que conel tiempo sería autor de un continuamente reeditado «TheLaw of Nation» (1963), afirmaba que la función primaria

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del Derecho internacional radicaba en «definir o delimitarlas respectivas esferas dentro de las que tienen derecho aejercer su autoridad cada uno de los sesenta y tantos Es-tados en que, a efectos políticos, se encontraba entoncesdividido el mundo.

Veinte años después, en su participación al volúmen dehomenaje al internacionalista Henri Rolin, el profesor Mi-chel Virally, si bien considera indiscutible la existencia yla supremacía del Derecho internacional, no puede pormenos que reconocer que el Derecho internacional se desa-rrolla en una sociedad caracterizada por el pluralismo delos órdenes jurídicos autónomos que lo instituyen, que sonlos únicos que disponen propiamente de los medios perti-nentes para asegurar la ejecución forzosa del Derecho.

Esta concepción se verá reforzada por una serie de re-soluciones emanadas de la «Corte Permanente de JusticiaInternacional» de La Haya, que vinieron a marcar todauna línea jurisprudencial uniforme, al reiterar que las li-mitaciones a las competencias estatales no podían nuncadarse por supuestas, y que, en cualquier caso, su númeroera especialmente reducido.

A pesar de todo, con el transcurso del tiempo, se ibana modificar considerablemente los escenarios, derivandolo que hasta entonces había sido meramente una socie-dad internacional de coordinación o de yuxtaposición ha-cia lo que se presenta como una sociedad internacionalde cooperación que se acomodaría mejor a la mayor pro-ximidad de hombres y culturas característica de nuestrotiempo, en razón del auge que han experimentado losmedios de comunicación y de transporte, la interrelacióny la progresiva integración entre las distintas economíasa escala mundial, así como la generalizada aproximaciónde los distintos modelos económicos, políticos, jurídicos ysociales.

Una sociedad internacional en la que progresivamenteestamos asistiendo a la despotenciación del papel sobera-no del Estado, y que, entre otras circunstancias, ha vistocomo la Carta de la Organización de las Naciones Unidasal proscribir la guerra como ilícita ha suprimido este clási-

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co atributo de la soberanía estatal externa, y, como se afir-maban a través de la «Declaración Universal de DerechosHumanos» en 1948, el carácter supraestatal de éstos dere-chos. Despotenciación debida a su sobrepasamiento poruna política cada vez más desterritorializada, mundializa-da o globalizada, y que, al mismo tiempo, parece alejarseprogresivamente de los ciudadanos, acaso como uno de losefectos directos del aumento de la complejidad del siste-ma. Despotenciación de los Estados que, si bien ha modifi-cado el alcance del poder político estatal, en ningún casoha llegado a poner en riesgo de desaparición inminente elderecho de los distintos Estados al autogobierno dentro deunos delimitados territorios y ámbitos materiales en losque aquellos ejercen su soberanía.

En efecto, con el tiempo ha terminado por producirseuna innegable y tal vez imparable expansión de la socie-dad internacional, con la intensificación y el adensamientode los vínculos de interdependencia entre los pueblos y losmercados. La propia lógica del desarrollo de la sociedadinternacional de yuxtaposición, en la que el Derecho inter-nacional era propiamente un «ius inter gentes», junto conlas consecuencias inherentes a la ambición de seguridadque parece caracterizar a todo orden jurídico, así comouna serie de hechos de civilización que determinan la per-cepción de la interdependencia progresiva de las distintassociedades nacionales y el incremento de los medios dispo-nibles tanto para la cooperación como para los conflictos,condujeron al reconocimiento de la necesidad que tienenlos Estados de diseñar formas de cooperación, y en su casohasta de administración conjunta, a partir del momentoque se hace evidente la existencia de intereses comunes,sobre el fondo de una situación en la que la suerte y lasperspectivas de las diversas comunidades políticas presen-tan cada vez más una mayor interdependencia.

Todo ello ha determinado que, con el nuevo orden inter-nacional, la sociedad internacional tienda a desplegarsecomo una sociedad institucionalizada, en la que los distin-tos Estados parece que están abocados a cooperar tantopara la realización de fines comunes, como con vistas a la

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conciliación de diferentes intereses; lo que hace posible eldespliegue de variadas formas de asociación cooperativaen las que los sujetos concuerdan en consideraciones ra-cionales ajustadas a fines, con el objeto de obtener la recí-proca maximización del provecho individual, y en las queparece estar alboreando un derecho de la comunidad in-ternacional que abarcaría a «la comunidad de todos lospueblos del orbe terrestre», de la que nos hablara el filóso-fo alemán de la cultura Alois Dempf (1891-1982), como ex-presión del vínculo de la común naturaleza humana, quetiene su más evidente signo precursor en las normas del«Acta final» del «Congreso de Viena» de nueve de junio de1815 mediante las que se condena la trata de esclavos.Disposiciones que cristalizarían de modo efectivo muytardíamente, tan sólo mediante el «Protocolo de enmiendaa la Convención sobre la esclavitud» de 1926, adoptadopor la Resolución 198 (VIII) de la Asamblea General delas Naciones Unidas en su sesión de veintitrés de octubrede 1953, y la «Convención suplementaria sobre la aboli-ción de la esclavitud, la trata de esclavos y las institucio-nes y prácticas análogas a la esclavitud» adoptada, a esca-la mundial, por la Organización de las Naciones Unidas elsiete de septiembre de 1956.

Como concluye en su análisis de la cuestión el profesorde «Filosofía del Derecho y Teoría del Derecho» de la Fa-cultad de Jurisprudencia de la Universidad italiana deCamerino, Luigi Ferrajoli (n. 1940), el sistema de relacio-nes internacionales fundado en tratados bilaterales («pac-ta associationis») se ha transformado en orden jurídico(como «pactum subiectiones»).

XIII. Las primeras expresiones de tales transforma-ciones en el marco del sistema de Estados se produjeronrelativamente tarde. En efecto, habrá que esperar al de-sarrollo de las conferencias diplomáticas que siguieron alas guerras napoleónicas para poder contemplar la emer-gencia de una nueva configuración del sistema interna-cional que favorece el establecimiento de organismos yagencias públicas interestatales o intergubernamentales

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(terminología consagrada pero discutible y discutida), cu-yas actividades y marcos de acción se diversificarán pro-gresivamente.

Acaso la primera organización internacional se remon-ta sólo al año 1815, con ocasión del Congreso de Viena,que marcó la línea divisoria del desarrollo de la organiza-ción internacional en el primer tercio del siglo XIX. El de-terminante último de la primera organización internacio-nal en la Europa del siglo XIX fue el intento de disponerde un instrumento adecuado para regular la navegaciónfluvial en distintos ríos europeos que atravesaban diferen-tes Estados soberanos, garantizando tanto como fuera po-sible la armonización de las políticas y de los comporta-mientos, y la igualdad de trato.

Con la invocación del principio de libertad de navega-ción sobre el curso completo de los ríos internacionales,que durante mucho tiempo había constituido materia deimportantes controversias entre Estados ribereños y no ri-bereños, principio que había sido acogido por las revolucio-nes burguesas del último tercio del siglo XVIII como reac-ción frente a la invocación de la soberanía exclusiva de losdistintos Estados ribereños en relación con las partes delos ríos internacionales cuyo cauce atravesaba sus territo-rios, se trataba de asegurar tanto la igualdad de todos losEstados ribereños, como la libertad de navegación para elconjunto de los restantes Estados.

El «Protocolo final» del Congreso de Viena de nueve dejunio de 1815, que reglamenta la navegación fluvial de losrios internacionales en los artículos 108 y 116, supone elprimer intento de internacionalización de los cursos deagua internacionales a los fines de la navegación fluvial,al comprometer a los Estados partes a regularla. Así se re-conoció, en su artículo 105, que la navegación y el derechoa comerciar a lo largo de todo el recorrido de los ríos desdeel punto en que comienzan a ser navegables hasta su de-sembocadura es libre y abierto para todos, respetando, esosí, las normativas reguladoras de las operaciones necesa-rias para su cuidado y mantenimiento, siempre que éstasno fueran discriminatorias para ningún país, aboliéndose

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toda forma discriminatoria y cualquier tipo de impedi-mentos u obstáculos a las escalas forzosas.

El principio de libre navegación del «Protocolo Final» seaplicó, entre otros, a los ríos centroeuropeos Rhin, Neckary Main. A estos efectos se constituyó la «Comisión Centralpara la Navegación del Rhin», que tuvo continuidad en lacomisión internacional correspondiente al río Danubio, envirtud del Tratado de París de 1856, que por enarbolar pa-bellón propio fue calificado de «Estado fluvial» por algunostratadistas.

Otras expresiones de la cooperación internacional semanifestaron en la segunda mitad del siglo XIX, en elmarco del sistema de Estados, y como respuesta a una se-rie de necesidades y exigencias derivadas de la Revoluciónindustrial, que se materializan en formas de cooperacióninstitucionalizada entre los Estados en los ámbitos técnico(especialmente en el campo de la comunicación) y econó-mico, determinan la configuración de una auténtica y com-plejísima red de organismos y agencias públicas intergu-bernamentales, que fueron identificadas inicialmentecomo «uniones administrativas» y «uniones técnicas» o«uniones internacionales», que se dotaron de estructurasorganizativas excepcionalmente simples, y cuyos ámbitoscompetenciales se limitaron a las precisas y puntuales fi-nalidades de las que informan y que anticipan sus respec-tivas denominaciones.

En su inquietante texto «Función del Derecho en la Co-munidad Internacional» (1968), el Profesor Clive Parry (n.1917), por aquel entonces Director del «Centro de EstudiosInternacionales» de la Universidad Cambridge, no dudóen postular que la segunda mitad del siglo XIX, desde elpunto de vista del Derecho y las relaciones internaciona-les, debería ser denominada como «el medio siglo de la co-operación internacional en las esferas de las técnicas».

En puridad se trató de un periodo en el que se produjola expansión funcional del Derecho internacional, así comode una parcial institucionalización de la constitución polí-tica del mundo, que toma cuerpo en una serie de tratadosque suscriben los distintos Estados a fin de facilitar las co-

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municaciones internacionales, tanto postales como te-legráficas, la administración internacional de las medidasy la gestión de prácticas relacionadas con la salud pública,y para una mejor coordinación (al menos sobre una baseregional o en relación con determinados artículos de co-mercio) de los asuntos y de las políticas económicas.

Aún así, estos marcos de cooperación entre los Estados,en la medida en que, junto con la previsión de conferen-cias o reuniones periódicas de los representantes de losEstados miembros, establecieron entidades dotadas de ór-ganos y secretariados comunes de carácter permanente,suministraron el modelo operativo de las organizacionesinternacionales que han terminado por desplegarse demanera abrumadora en el siglo XX, y al mismo tiempo fa-miliarizaron a los Estados con la concepción de una socie-dad mundial organizada, con instituciones centrales y conprocedimientos homologados para la realización de nego-ciaciones internacionales.

La organización pionera de este tipo fue la «Unión Te-legráfica Internacional», establecida por la «ConvenciónInternacional Telegráfica» de París de diecisiete de mayode 1865, y consolidada con el establecimiento en 1868 dela «Oficina Central Internacional de Administraciones Te-legráficas» que, tras su transformación en la «Unión Inter-nacional de Telecomunicaciones», en virtud del Conveniode nueve de diciembre de 1932, subsiste hasta nuestrosdías con el «status» que hoy se atribuye a las institucionesespecializadas de las Naciones Unidas («specializedagency»), al igual que ha sucedido con la mayor parte delas restantes organizaciones de este tipo, que nacieroncomo uniones administrativas a las que se confío la tareade coordinar las actividades de las distintas administra-ciones nacionales, («Instituto Internacional de Pesas y Me-didas», «Oficina Central del Transporte por Ferrocarril»,«Unión Internacional para la Protección de la PropiedadIntelectual», «Instituto Internacional Agrícola», «OficinaInternacional de la Salud»).

Mientras que en el pasado las organizaciones interna-cionales eran claramente periféricas para las relaciones

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internacionales y la política mundial, y todavía en 1945,uno de los más reconocidos internacionalistas británicos,Clarence Wilfred Jenks, pudo sostener que la personali-dad jurídica de las organizaciones internacionales era unacuestión sobre la que apenas disponíamos de Derecho po-sitivo que la regulase, y contabamos incluso si cabe con untodavía más reducido tratamiento doctrinal por parte dela dogmática iusinternacionalista, por el contrario hoy seha podido afirmar que quizás uno de los fenómenos máscaracterísticos de nuestro tiempo sea la proliferación y elamplio desarrollo que están experimentando las institu-ciones y las organizaciones internacionales de todo tipo(intergubernamentales, no gubernamentales, entidadesprivadas de carácter mundial, profesional, religioso, hu-manista, cultural, social...) como agentes de integración ycooperación que no dejan de ser sino un reflejo de la pro-gresiva interdependencia de los Estados a nivel social,científico, cultural, humanitario, político y económico; detal manera que en muchos de los ámbitos de actuacióntradicionalmente atribuidos a los Estados, las tareas yano se pueden realizar sin el recurso a distintas formacio-nes internacionales de cooperación, como una evidenciamás de las numerosas limitaciones, incapacidades e insu-ficiencias que presenta y padece hoy la institución estatal.Hoy se contabilizan del orden de dos mil organizacionesintergubernamentales cuya actividad supone sin duda unimportante condicionamiento y una notoria limitación delas posibilidades de actuación de los poderes estatales.

En un ambiente definido por una sociedad global y unaeconomía no menos global, por efecto de la llamada «revo-lución espacial intensiva», fruto del espectacular avancede los medios de transporte y comunicación, con el inevita-ble estrechamiento de las fronteras, en este fin de centu-ria y milenio en el que, como señalara el más desconcer-tante urbanista y estudioso francés de los impactos detodo tipo producidos por la creciente aceleración de la ve-locidad en la sociedad y en la política, Paul Virilio (n.1932), las nuevas tecnologías de la información son tecno-logías de la puesta en red de las relaciones y de la infor-

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mación y, como tales, «vehiculan» una visión del mundoespecífica que acaba proyectando efectos y teniendo conse-cuencias tanto en la relación con el otro, como en las rela-ciones con la realidad, y dotándonos de la percepción deuna humanidad progresivamente unida, pero también deuna humanidad cada vez más reducida a la uniformidad(«Cybermonde: la politique du pire?», «Cibermundo y lapolítica de lo peor»; Les Editions Textuels, París, 1996)—donde el mundo es un hecho indirecto que produce unanueva realidad y una topología (la teletopia)— el númeroy las funciones de las organizaciones internacionales nocesan de multiplicarse, habiéndose expandido en la actua-lidad al conjunto de los sectores de las actividades huma-nas, hasta tal punto que, con razón, se ha afirmado quedesde mediados del siglo pasado la sociedad internacionalno sería realmente comprensible si no se las analiza ytoma en consideración. No sin un punto de exageración seha sostenido por P. Gebert que, si quisieramos fijar la ca-racterística distintiva del Derecho internacional en el sigloXX, bien podría decirse que, desde el punto de vista delDerecho internacional, es el siglo de las organizaciones in-ternacionales.

Los problemas jurídicos vinculados con la existencia yel funcionamiento de las organizaciones internacionaleshan determinado la constitución de toda una nueva ramao especialidad del Derecho Internacional Público: el «Dere-cho de las organizaciones internacionales». Ámbito inter-disciplinar en innegable expansión como consecuenciatanto de la multiplicación cuantitativa de las organizacio-nes internacionales, como de la innegable utilidad prácti-ca que poseen.

Las organizaciones internacionales se han configuradode este modo como uno de los elementos más representati-vos de la sociedad internacional contemporánea, en la me-dida en que son un importante reflejo del punto de vistade la colectividad universal de los Estados, entre los queejercen una especie de mediación permanente, al mismotiempo que contribuyen de manera progresiva al fortaleci-miento del orden jurídico universal; además de modelar la

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morfología, estructura y dinámica propias de la comuni-dad y del Derecho internacional vigente, desde el momen-to en que se vienen produciendo abundantes transferen-cias de gran parte de las funciones, que en el pasado origi-naron el nacimiento y desarrollo de los Estados nacionalessoberanos a diferentes instancias supranacionales o extra-estatales como la Unión Europea, la OTAN, las NacionesUnidas, así como a numerosas organizaciones internacio-nales a las que se les atribuyen funciones especializadasen materias asistenciales, financieras, de comunicaciones,metereológicas...

Es más, en este último decenio del siglo XX, el acelera-do proceso de creación y expansión de las organizacionesinternacionales ha acompañado al no menos acelerado,multidimensional y multifacético, proceso de integraciónfuncional, de globalización y de regionalización del siste-ma internacional, que ha alcanzado tal carácter global queha terminado por concernirnos directa o indirectamente,voluntaria o involuntariamente, a todos.

A su vez, la nueva situación en la que no es difícil iden-tificar la existencia de múltiples vínculos e interconexio-nes entre los distintos Estados y las sociedades que confi-guran el actual sistema mundial (Anthony Mc Graw), asícomo la ampliación e interdependencia de las relacionessociales, económicas y culturales a través de regiones ycontinentes que determina que estemos asistiendo a unproceso de cosmopolitización, presentada como inevitable,de la vida en todos sus sectores, y los impulsos dirigidos ala explicitación de la legalidad internacional, han determi-nado que el Derecho internacional esté dejando de ser unDerecho de naturaleza exclusivamente competencialista, ycomience a desplegarse como un Derecho de tipo atribucio-nista. Esto es, un Derecho que se propone establecer losderechos y las obligaciones recíprocas entre los Estados,sin que ello suponga la merma total de las respectivas so-beranías, ya que en esencia las bases del Derecho interna-cional continúan manteniéndose inmodificadas, toda vezque las reglas jurídicas internacionales han seguido pre-sentando una estructura fundamentalmente recomendato-

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ria, y en la mayor parte de las ocasiones, no son suscepti-bles de aplicación mediante el recurso a mecanismos cen-tralizados eficaces.

Como expresara Antonio Cassese, catedrático de «Dere-cho internacional público» de la Facultad de Jurispruden-cia de la Universidad de Bolonia, al menos en la serie quesin duda constituyen cuatro de sus seis monografías —«Idiritti umani nel mundo contemporaneo», (1988), «Humanrights in a changing world», (1990), «Violence and Law inthe Modern Law» (1986) y «Self determination of peoples alegal reappraisal», (1995)—, aún cuando en la actualidadcualquier actitud que suponga dar prevalencia al principiode la soberanía nacional sobre el respeto a la dignidad hu-mana se entiende radicalmente contraria a los más ele-mentales principios de justicia, y si bien otros muchos en-tes han terminado adquiriendo un claro «status» en la co-munidad internacional, los Estados siguen haciéndose conla parte del león de todo el sistema internacional contem-poráneo y es apresurada cualquier conclusión o análisis dela situación existente que considere desguazado, o en pro-ceso de desguace, al Estado-nación, que más bien, comomucho, se encuentra, si bien en una estancia prolongada,en el taller de reparaciones.

A pesar del innegable efecto transformador y disgrega-dor que sobre las estructuras políticoinstitucionales y so-bre el tipo de orden jurídico forjado por el Estado-naciónsobre la base de los principios de territorialidad y de sobe-ranía ha producido la transnacionalización de los merca-dos, de la tecnología, de las posibilidades y de los riesgosestratégicos, ecológicos y de la criminalidad, lo cierto esque el Estado-nación todavía continúa siendo, además delprincipal punto de referencia, la piedra angular y el actortipo sin el cual el sistema internacional no podría ser cali-ficado, sino con muchas reservas y precauciones, de «socie-dad internacional», así como el marco obligado de regula-ción social e intervención correctora.

Sólo en el tipo histórico del Estado-nación surgido en elOeste y en el Norte de Europa, y transmutado por las re-voluciones burguesas del último tercio del siglo XVIII, y

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en sus instancias políticas, parece posible la legitimacióndemocrática de las decisiones políticas, sin que se vislum-bre en el horizonte ninguna realidad plenamente cosmopo-lita que pudiera desplazarle; la sociedad mundial continúaarticulándose hoy en Estados nacionales que se reconocenmutuamente como sujetos de Derecho internacional.

De acuerdo con las fundamentadas tesis de Michel Vi-rally, los Estados ni han perdido su especial aura, ni hansido despojados de su tradicional condición de actores pri-meros o principales de la sociedad internacional, que lesatribuye su constitución a partir de una concreta comuni-dad humana instalada en un determinado territorio, a laque confieren una precisa existencia política.

El Estado y los gobiernos nacionales se han transfor-mado, a partir de la progresiva desterritorialización de lasdeliberaciones y las decisiones políticas, lo que sin dudaimpide seguir considerándole como el único centro de laactividad política ciudadana, pero no parece que por ellohaya dejado de tener un peso específico decisivo, siendoaún indispensable el papel que todavía hoy desempeña lasoberanía estatal como «idea-fuerza», fundamentalmentepor la inexistencia de auténticos centros de decisión insti-tucionalmente internacionales.

De la misma manera, si tras la conclusión de la prime-ra Guerra Mundial el «Pacto de la Sociedad de Naciones»de 1919 supuso un intento de organizar, sobre una baseinstitucional, la comunidad universal de naciones en líneacon el proceso que había abierto el Tratado de París de1856 al incorporar a la «Sublime Puerta» (Bab-i-Aali) alsistema de concierto de Estados del Derecho público euro-peo, y con la participación activa en la Segunda Conferen-cia de La Haya (1907) de una serie de potencias extraeu-ropeas, puede darse por finiquitado el limitado sistema deEstados europeos que desde el siglo XVI había venido con-figurando la historia de una parte del mundo, y que en-tendía que el Derecho internacional continuaba siendo bá-sicamente un Derecho regional, un Derecho dotado funda-mentalmente de una validez limitada en el espacio; locierto es que tras la Segunda Guerra Mundial, con la efec-

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tiva universalización de la historia y con la sucesiva incor-poración de los numerosos Estados al escenario interna-cional, la sociedad internacional se ha trasformado progre-sivamente en el sentido de universalizarse, hasta superarel «charmed circle» de las naciones civilizadas o cristianasde que nos hablara Sir Thomas Holland (1835-1926), unode los más destacados elementos de la «Analytical Schoolof Jurisprudence», que prosigue y desarrolla la obra ante-rior del primer profesor de «Jurisprudence» de la Univer-sidad de Londres, John Austin, (1790-1859) y del padredel utilitarismo y el radicalismo británico, Jeremy Bent-ham, en su tantas veces reeditada «The Elements of Juris-prudence» (Oxford, 1890 y siguientes) y en sus «Lectureson International Law» («Lecciones de Derecho Internacio-nal Público»), editadas postumamente por T.A.Walker yW.L.Walker, en Londres el año 1933.

Universalización que acaso se haya alcanzado median-te la aparente permeabilización de la civilización occiden-tal al resto del mundo. A este respecto podemos evocar laforma en la que en «Les chances de l’Europe» («Las opor-tunidades de Europa», Neuchâtel, 1962), Denis de Rouge-mont recuerda que «la retirada política de Europa coincidecon la adopción acelerada de su civilización por el TercerMundo». La sociedad internacional habría dejado de ser laanterior «sociedad europea de Estados civilizados», o la fa-milia cristiana de naciones del Occidente europeo y elAtlántico Norte, que en una elevada proporción participa-ban de una conciencia jurídica común basada en la comu-nidad de civilización y de intereses, para pasar a consti-tuir hoy un grupo social universal excepcionalmente com-plejo, que expresa la realidad de una sociedad mundialpluralista.

Al concluir el proceso descolonizador, y con la progresi-va multiplicación de las relaciones entre los hombres, hatenido lugar un cambio revolucionario en el escenario polí-tico mundial, como efecto conjunto del desarrollo de losflujos económicos y comerciales, del desarrollo de los me-dios de transporte y de las comunicaciones, y de la emer-gencia de organismos transversales y supranacionales.

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Circunstancias que han determinado el despliegue de unacompleja trama o tejido de relaciones que abarca el con-junto del planeta, y no sólo en toda su extensión, sino tam-bién, y principalmente, con una progresiva profundidad,aún cuando, a poco que se profundice en el análisis de larealidad, podrá advertirse, tal y como apunta Antonio Re-miro Brotóns, «cuán diferentes son los conceptos esencia-les de las distintas civilizaciones, así como qué tipo de re-acciones provoca el esfuerzo occidental por proclamar susvalores como valores universales».

Hoy bien puede constatarse la medida en que la socie-dad internacional ha dejado de circunscribirse a lo que losgeógrafos Philipson, Neumann y MacKinder denominarona principios del siglo XX el «hemisferio privilegiado», e in-tegra ya a la totalidad de los pueblos del planeta, a la uni-dad de «la entera familia humana» de que nos hablara la«Constitución Pastoral» sobre la Iglesia en el Mundo Ac-tual («Gaudium et Spes»,1965), y el «Preámbulo» de la«Declaración Universal de Derechos Humanos» aprobadapor la Asamblea General de las Naciones Unidas el diezde diciembre de 1948 —«atrio del templo» que constituyela Declaración, según afirmara René Cassin (1887-1976)en el correspondiente curso impartido en la Academia deDerecho Internacional de La Haya el año 1951 por quien,en aquel entonces, era delegado de Francia ante la Asam-blea General, y que con el tiempo presidiría la Comisiónde los Derechos Humanos de las Naciones Unidas y severía reconocido con la concesión en 1968 del Premio No-bel de la Paz por sus afanes y empeños en defensa de losderechos del hombre—.

De esta forma se ha modificado, tanto el escenario,como el número y el tipo de actores de la comunidad inter-nacional, de tal manera que puede afirmarse, sin incurriral hacerlo en exageración, que nos encontramos ante elprimer sistema mundial, en el que el terreno diplomáticoabarca la totalidad del planeta: la sociedad internacionalde ámbito mundial.

La historia humana se desarrolla ahora, y muy proba-blemente seguirá representándose en el futuro, en un tea-

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tro mucho más amplio y bastante más cosmopolita que elanterior. En concordancia con lo que considera el profesorde Sociología de la Universidad de Harvard, de origenruso, atento observador y estudioso de la evolución, su-pervivencia e inflexiones históricas y estructurales de lasculturas, Pitirim Alekxandrovich Sorokin (1889-1968), en«The Basic Trends of our Times» («Tendencias básicas denuestro tiempo», New Haven, Connecticut, 1968) cuandoreconocía la forma en la que en el presente el liderazgoexclusivamente europeo en las esferas científicas, técnica,artístico-sensitiva, política y económica, como liderazgocreador del mundo, cuya antorcha han portado los distin-tos pueblos occidentales en las últimas cinco o seis centu-rias, puede considerarse ya prácticamente concluido. Biencierto es que en el análisis de Sorokin, crítico vigilante delas tendencias de la sociedad moderna, se diagnosticangraves trastornos en el sistema sociocultural de la socie-dad occidental, se sostiene que la rica cultura sensorialde Europa occidental habría dejado atrás su anteriorpunto de creatividad, y se anuncia el final de la «épocasensorial», cuyos valores parecen ser antitéticos respectoa los que resultarían apropiados a las nuevas formasemergentes.

A su vez la organización internacional se ha adaptadoal sistema de Estados, y ha pasado de ser una coaliciónparcial para la guerra, a constituirse en una organizaciónuniversal general, lo que sin duda contribuye en no pe-queña medida a reforzar la conciencia planetaria de la es-pecie humana.

Tal y como se concluyera en la Conferencia desarrolla-da en Hannover en diciembre de 1993, con ocasión de las«bodas de plata» del inicio de las actividades del Club deRoma, al universalizarse la humanidad y planetarizarsebastantes de las pautas culturales como consecuencia dela llamada mundialización, ya nadie dispone, como su-cedía en el pasado, de «sus bárbaros», de la misma maneraque ha dejado de existir un mundo externo al que transfe-rir las tensiones de éste con el objeto de lograr el apaci-guamiento en el interior, o imputar las responsabilidades,

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lo que acaso explicaría la ahora cada vez más frecuenteaparición de «bárbaros del interior».

Este cúmulo de circunstancias nos permiten, segúnClarence Wilfred Jenks, disponer por primera vez de la es-tructura formal de un orden mundial universal, sin queello suponga que se haya logrado crear una genuina reali-dad política dentro de tal estructura: «En el ámbito jurídi-co poseemos por primera vez, los elementos de un ordenjurídico universal; el problema radica en conseguir fundirestos elementos en un sistema jurídico que exprese y pro-teja los intereses de la comunidad universal».

Por fortuna o por desgracia, lo cierto es que simultá-neamente, y a causa de la globalización de la economía,con la consiguiente transnacionalización de los merca-dos y la movilidad prácticamente ilimitada que ha al-canzado la circulación de los capitales, así como de lamundialización de las tecnologías, de la cultura, y de lasnuevas formas de comprensión del tiempo por obra delos avances espectaculares de la informática, de los sis-temas de transporte, de las técnicas de información y delas telecomunicaciones, la sociedad mundial actual, con-cebida en términos planetarios —en la que el espacio yel tiempo se han comprimido, las distancias se han rela-tivizado y las barreras espaciales se han suavizado— hapasado a funcionar de hecho como unidad en tiemporeal, y la mayor parte de los problemas básicos (de-mográficos, alimentarios, lingüísticos, comunicaciona-les, medioambientales, sanitarios, de seguridad...) a losque se enfrenta la humanidad nos afectan en cuanto po-blación del planeta y no sólo, ni principalmente, ennuestra condición de pobladores de cada uno de los Es-tados soberanos, de tal manera que determinadas deci-siones y acontecimientos distantes llegan a producirefectos directos e inmediatos en lugares muy distancia-dos geográficamente de donde se produjeron o fueronadoptados, y todo ello de una forma desconocida con an-terioridad, con la consiguiente merma de la soberanía delos distintos Estados-nación a la hora de determinar susrespectivas políticas, en lo que se presenta como una

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fase avanzada del proceso abierto de unificación de lahumanidad en un solo tejido social

XIV. En la nueva situación, condicionada de manerasustancial por el deslumbrante y revolucionario progresoen la investigación y el desarrollo tecno-científicos, ha lle-gado a cobrar un papel determinante la responsabilidaddel hombre. Responsabilidad que se extiende al ámbito delo no humano, ámbito al que se confiere un valor en símismo y por ello una inviolabilidad ante la que deberíadetenerse la voluntad y la capacidad humana de hacer ydeshacer. Responsabilidad moral que se extiende al medioambiente y que requiere un replanteamiento global de laforma en que se ha venido entendiendo la relación delhombre con la naturaleza, hasta hace poco interpretadaen función de los intereses del hombre. Se postula la nece-sidad de abandonar la perspectiva antropocéntrica y derenunciar a la arrogancia prometeica, reclamando la nece-sidad de que los hombres, en beneficio propio y de las ge-neraciones futuras, dejen de tratar a la naturaleza hacien-do un uso abusivo de ella.

Responsabilidad que, además, trasciende a la ya de porsí amplia, aunque ciertamente más limitada y propia so-ciedad nacional e internacional, y se extiende al conjuntodel género humano en consideración de sus condicionesactuales y próximas de supervivencia y de existencia.

Más allá del imperativo categórico de Kant, piedra debóveda de la tesis kantiana de la dignidad moral del hom-bre (que tan sólo remitiría a la razón y la voluntad huma-nas), se hace preciso afirmar hoy otro imperativo, en estacircunstancia fundamentado en la propia naturaleza delas cosas, y que es aplicable no sólo a nuestro mundo con-temporáneo en su correcta medida, sino incluso al futuromundo del que, en su caso, dispondrán las futuras gene-raciones que han de sucedernos. Nuevo imperativo queha sido enunciado por el filósofo de origen judío, discípuloque fuera de Martin Heidegger (1889-1976) y RudolfBultmann (1884-1976) e importante estudioso de la gno-sis de la antigüedad tardía, Hans Jonas, (1903-1993) en

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el innovador texto donde se ocupa de los interrogantes,riesgos y problemas nuevos que suscita a la filosofía de lavida y de la naturaleza el reciente desarrollo de las cien-cias y de las técnicas, que determinan la constante nece-sidad de construir un futuro viable, de soluciones de unaamenaza tangible y hasta susceptible de ser fechada: laextinción de la vida en el planeta. Texto en el que,además, despliega toda una ética ecológica o medioam-biental de la civilización tecnológica, atenta a la necesi-dad de una reflexión moral, así como una ética planetariade la previsión y de la responsabilidad que pondera lasconsecuencias que potencialmente llegarán a generar lasnuevas formas y las nuevas posibilidades del obrar huma-no. («Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik fürdie technologischen Zivilisation» —«El principio de res-ponsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tec-nológica», Insel, Frankfurt am Main, 1979). Imperativoque bien puede sintetizarse en su celebrado «dictum»,«obra de tal manera que las consecuencias de tu actua-ción sean compatibles con la permanencia de una auténti-ca vida humana sobre la tierra»; es decir, con el derechode la humanidad a su propia supervivencia por tiempo ili-mitado: «Actúa de tal manera que los efectos de tu acciónno sean destructivos para las posibilidades futuras de esavida, o más sencillamente que dejen darse las condicionesnecesarias para la permanencia indefinida de la humani-dad sobre la tierra, o, utilizando de nuevo una formula-ción positiva, toma en consideración en tus opciones pre-sentes la integridad futura del ser humano como objetopara el acto de tu volición».

La creciente interdependencia de las sociedades, asícomo la progresiva transformación del mundo en un solomundo, han conducido a un notable desarrollo de la coope-ración internacional de los Estados, cooperación de natu-raleza tanto política, como económica o técnica, que hatransformado profundamente la sociedad internacional.Una sociedad sustancialmente diferente a la del pasado,hasta el punto que se asemeja ahora cada vez más a unared, y no a un sistema en el sentido propio de la expresión.

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La actual cooperación, en abierto contraste con lo quesucedía en el pasado, es ya una realidad, y no una meraalternativa, y presenta aquí y ahora un carácter más per-manente que ocasional, lo que ha generado la creación demúltiples organizaciones internacionales de alcance uni-versal, continental o regional. Organizaciones internacio-nales que ya no es posible seguir ignorando si pretende-mos trazar una cartografía fidedigna de la comunidad in-ternacional que refleje con la mayor fidelidad posible surealidad presente.

A su vez, el progreso y la expansión de la microelectró-nica, de la informática, de los nuevos materiales de la bio-tecnología y de las telecomunicaciones, de las redes y sis-temas a escala mundial y de los transportes, expresiónacabada de la revolución tecnológica en marcha, así comolos procedimientos de transformación social y política desociedades complejas del tipo de la occidental, favorecien-do las tendencias hacia la integración política, social yeconómica en sociedades que trascienden la fragmentaciónexcluyente, han determinado que nos dirijamos progresi-vamente hacia una economía en la que miles de iniciati-vas están conectadas en la pluralista red de telecomunica-ciones, y han forzado el adensamiento de las relacionessimbólicas y sociales, reduciendo significativamente lasbarreras geográficas y de comunicación existentes en elpasado.

Se afirma, y no sin argumentos, que al encontrarnosirremediablemente inmersos en la comunidad internacio-nal, en el infocosmos, con nuestras acciones u omisiones,de hecho podemos afectar a la dignidad y las condicionesde vida de cualquier persona por remota que se encuentre,ya sea en el tiempo o en el espacio. Formamos parte,querámoslo o no, de una gran red de información; de unsistema de comunicaciones que ignora las fronteras, ante-riormente ineludibles, de tipo geográfico y político y que,de hecho, puede modificar de manera determinante el de-sarrollo de los acontecimientos internacionales.

Con acreditada sutileza Robert B. Reich ha sostenidoque en este marco nuestras mutuas obligaciones como ciu-

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dadanos se extienden mucho más allá del ámbito estrictode nuestra propia y mera utilidad económica. Se está ge-neralizando un alto grado de conciencia de la común per-tenencia a un sistema social que trasciende las fronteras eintereses inmediatos que pudieran tener aquí y ahora in-dividuos, grupos, clases y comunidades étnico-culturales.

A su vez, la creciente internacionalización de los cam-bios económicos, así como la desnacionalización de la eco-nomía y, muy especialmente, la mundialización de losmercados de finanzas, han contribuido, en no menor medi-da, a una progresiva institucionalización de la comunidadinternacional, que ha visto como se modificaba de estemodo su estructura tradicional. Diríase que nos hallamosinstalados en un tiempo en el que la sociedad internacio-nal evoluciona hacia una comunidad internacional y pre-senta, cada vez en mayor número, los rasgos que caracte-rizan propiamente a una comunidad, en la que las relacio-nes están presididas en gran medida por la solidaridad.

Todos las indicadores muestran, pues, hasta qué puntola interdependencia, al margen de cuales pudieran ser lasdistancias (por otra parte infinitamente menores), hoy haconducido al reconocimiento de ciertos objetivos comunesy de importantes problemas que se materializan a escalaglobal (la paz y la seguridad, la protección del medio am-biente —el cambio climático, la polución industrial, la des-trucción de la capa de ozono y el efecto invernadero, laprevención del cambio climático, el peligro de una catás-trofe nuclear...— la reducción planetaria de la diversidadbiológica, la lucha contra el hambre y a favor del pleno de-sarrollo económico y social de los Estados, el exceso de po-blación, los desequilibrios y las miserias en un sistema-mundo desigual, las migraciones masivas), así como a ladefensa de ciertos valores o ideales jurídicos generalmentecompartidos (la protección de los derechos y las libertadesfundamentales, y el derecho de los pueblos a su autodeter-minación).

Tal y como con acierto sostiene Celestino del Arenal, enla actualidad, al acoger la expresión «política mundial»como alternativa a la denominación anteriormente consa-

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grada de «política internacional», se trataría de reflejar dela forma más adecuada que quepa hacerlo «una realidadinternacional que se presenta como global, y en la que, portanto, no cabe ya la separación estanca entre el medio in-terno y el medio internacional, dada su profunda interpe-netración».

Bien cierto es que todavía continúa echándose en faltatanto la disposición de efectivas capacidades supranacio-nales de acción a cargo de instituciones internacionalesque operen sobre el sistema global, y que lo hagan deacuerdo con «la lógica de una política interior mundial co-ordinada», como la no existencia de un constitucionalismomundial, cuya elaboración progresiva constituirá uno delos grandes retos del próximo siglo.

XV. Los dos modelos de sociedad internacional esbo-zados no son, sin embargo, rigurosamente sucesivos en eltiempo, hasta el punto que incluso en la actualidad siguensolapándose y coexistiendo elementos de ambos, con lapervivencia de continuas situaciones características delpasado, a la vez que hacen acto de presencia otras comple-tamente nuevas. En este caso, una vez más, «bajo aparien-cias recién encaladas», el muro continúa siendo viejo; conrazón sostuvo el director del «Centro de Historia de la Fi-losofía Moderna» del C.N.R.S. francés, Yves Charles Zar-ka, desmarcándose de la moneda corriente con que traficael grueso de los analistas, que transformación significatanto «conservación» o continuidad como cambio.

En determinadas materias, sobre todo en aquellas quehacen referencia a lo que los Estados continúan conside-rando «intereses vitales» o «intereses fundamentales», to-davía subsiste el modelo clásico de yuxtaposición, lo queexplicaría que ocasionalmente, y pese a su ilicitud en elactual orden jurídico internacional, que impone a sus suje-tos la obligación de arreglar por medios exclusivamentepacíficos las controversias, —bien cierto es que la activa-ción «in casu» de este imperativo queda a expensas delconsentimiento de los Estados implicados en la controver-sia—, continúan produciéndose periódicamente conflictos

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en los que se recurre a la violencia, e incluso al abierto usode la fuerza armada.

Ciertamente se trata de conflictos limitados, localiza-dos o conflictos controlados del tipo de los conflictos llama-dos de «baja intensidad» («low - intensity conflict») en elextremo menos elevado posible del espectro del conflicto,lo que no quiere decir por ello que de hecho no lleguen aser especialmente sangrientos y costosos.

Más bien, por el contrario, dada su condición de con-flictos, luchas o guerras internos (que integran fenómenosde violencia de muy diversa índole que varían en conside-ración a su gravedad creciente, desde las crisis y manifes-taciones esporádicas y aisladas de violencia —disturbios,revueltas y actos análogos—, pasando por las «situacionesde violencia interna», hasta llegar a las guerras civiles o«conflictos armados internos en regla», que hoy se deno-minan eufemísticamente «conflictos armados sin carácterinternacional» que merecen el grado mayor de conflictointerno), en buen número de Estados de reciente indepen-dencia y en desarrollo, que cuentan con estructuras esta-tales muy débiles, cada vez se estarían generando y mate-rializándose en un número mayor fenómenos de violenciay hostilidad organizados, intensos y duraderos que re-quieren el empleo de fuerzas armadas, fenómenos dirigi-dos a la destrucción de las bases materiales y morales delpoder adversario, que tienen lugar —como señalara CarlSchmitt— en el seno mismo de una unidad política co-mún y, en la medida que esto suceda, se tratará propia-mente de guerras totales y permanentes que incorporan alos mitos y al folklore de los respectivos universos socia-les, condicionados por las elevadas expectativas de violen-cia real o imaginaria que soporta directa o indirectamen-te, una cosmología de la guerra, convirtiendo a la violen-cia en un componente necesario de las representacionescolectivas. Disputas civiles en las que ambas partes en lu-cha colocan absoluta e incondicionalmente al adversarioen el «no dereho», puesto que ambas «arrebatan» simulta-neamente «el derecho al adversario» en nombre del propioderecho,

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Precisamente por las singulares características que con-curren en este tipo de conflictos armados, que compitencon las prácticas clásicas del genocidio, M.J. Domestico-Med ha acuñado una nueva y feliz expresión para denomi-narlos: «conflictos de tercera generación», transfiriendo asíal campo de los estudios de la violencia una categoría teóri-ca que se había consagrado en el ámbito del estudio y tra-tamiento de los derechos humanos, a fin de detectar yseñalar las relaciones existentes entre las distintas etapasde la regulación y reconocimiento de los derechos humanosy sus formas igualmente diversas, de legitimación, quehabrían evolucionado manteniendo cierta simetría con laevolución producida por las tres formas de Estado de Dere-cho. El Estado liberal, primera fase del Estado de Derecho,sería el marco en el que se afirman los derechos fundamen-tales de la primera generación —esto es, las libertades designo individual—. El Estado social, que encarna la segun-da fase del Estado de Derecho, ofrece el ámbito jurídicopolítico en el que postularán los derechos económicos, so-ciales y culturales o los derechos de la segunda generación;y el Estado constitucional, en lo que tiene de Estado de De-recho, delimita el medio espacial y temporal del reconoci-miento político de los llamados derechos humanos de terce-ra generación, derechos humanos de respuesta a la «liber-tie’s pollution» («contaminación de las libertades»).

A este respecto hay que destacar que cada vez pareceque resultan más improbables los conflictos militares di-rectos entre las grandes potencias, que son sin duda losactores privilegiados en el plano internacional, e inclusolos conflictos entre Estados subalternos; como escribiráEnzensberger, en «Perspectivas de guerra civil», los con-flictos cada vez son menos entre Estados y más entre tri-bus, bandos o facciones dentro del Megaestado global en elque ya vivimos, aún cuando carezcamos todavía de nor-mas comunes y tribunales a los que recurrir.

Acaso la percepción de los costosos riesgos que pudieseacarrear una confrontación de este tipo como consecuenciadel evidente desarrollo de las tecnologías aplicadas a ladestrucción, de la masiva introducción de material, así

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como de medios científicos nuevos y su evolución continua,obligan a pensar la guerra de modo diferente; y al hacerlobloquean, disuaden e inhiben el uso de la fuerza, estable-ciendo lo que tantas veces se ha denominado el equilibriodel terror, por entender que si se produjera y reconocierala existencia de conflictos globales y abiertos se abriría laposibilidad de enfrentamientos que adoptarían la formade indeseables guerras totales, geográfica y tecnológica-mente ilimitadas, que podrían amenazar la propia exis-tencia de la civilización.

Con alta probabilidad ningún desastre registrado en lahistoria pasada podría asemejarse a la catastrófica des-trucción potencial que acarrearía hoy una guerra mundialilimitada, en la que, como afirma Ernst Tugendhat, en«Rationalität und Irrationaliat der Friedensbewegungund ihrer fegner. Versuch einer Dialogs» (Berlin 1983), laalternativa entre «ser y no ser» afectaría a toda la huma-nidad con un radicalismo absoluto.

De aquí que algunos conflictos bélicos permanentemen-te abiertos, y prolongados de una manera que cabría deno-minar de «no definida», como el de la antigua colonia por-tuguesa de Angola, que continúa, sin solución de conti-nuidad, desde el acceso a la independencia de este paísafricano el once de noviembre de 1975 y en el que origina-riamente se enfrentaban el gobierno angoleño y los movi-mientos guerrilleros, la «Unión Nacional para la indepen-dencia total de Angola» (U.N.I.T.A.) de Jonas Sawimbi y el«Frente Nacional para la liberación de Angola», (F.N.L.A)haya sido más bien, desde el principio, y hasta la desapa-rición del sistema bipolar, una forma de guerra por pode-res, o a través de terceros interpuestos, entre los EEUU yla Unión Soviética. Cuando concluyó el conflicto Este-Oes-te, el efecto determinante en Angola fue la desvalorizaciónconceptual del anterior conflicto. Sawinbi, presentado has-ta entonces por la propaganda occidental como «comba-tiente de la libertad» frente al régimen prosoviético deLuanda, recuperó su genuina condición de jefe de un gru-po étnico, que algunos interpretes asimilaron al más purobandolerismo clásico.

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Al mismo tiempo cada vez tienen mayor extensión, yproliferan más, las crisis y enfrentamientos que se man-tienen sin que se atisbe una sólida solución política, y quesalpican el mapa geopolítico del planeta de zonas «grises»en las que se producen disturbios y enfrentamientos, peroque tienen una limitada capacidad de trascender negati-vamente a escala internacional, al prevalecer en éstas lascrisis étnicas locales características, y al no tratarse dealgo facilmente exportable, pese a que las guerras civilesde siempre han sido más destructivas para el tejido socialque los conflictos externos y aun cuando, si hace un sigloel número de bajas militares en los conflictos superaban alde las víctimas en una proporción de ocho a uno, en lasnuevas guerras la proporción es justamente la inversa.

Millones de kilómetros cuadrados cubren estas zonasgrises que los analistas han propuesto denominar como el«mundo inútil» o el «mundo irrelevante», en donde se suce-den sin solución de continuidad los conflictos con inumera-bles víctimas, pero si bien se trata de conflictos dotados deun escaso potencial desestabilizador y con una inexistentecapacidad de generar el tan temido en otro tiempo «efectodominó». Conflictos que se producen bien lejos de las cá-maras, de las fotos y del interés del mundo civilizado, y seprolongan hasta el punto de que en sus respectivos territo-rios ya son varias las generaciones que sólo han conocidola guerra.

Téngase presente que la década de los noventa,además de continuar asistiendo a la emergencia de moda-lidades de guerra irregular (guerra de guerrillas, luchacontrainsurgente, terrorismo insurgente, terrorismo con-trainsurgente...), que nos permiten comprobar una vezmás hasta qué punto la violencia aparece como un ele-mento casí consustancial a la condición humana, haalumbrado cruentas modalidades de conflictos cívicos yfronterizos y, de manera especialmente llamativa, ha co-nocido un nuevo tipo de conflicto armado más intranacio-nal que interestatal, toda vez que pasa a producirse en elinterior de los Estados, pese a que, por sus característicasy por el juego del fenómeno globalizador, en ocasiones

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concluyan por adquirir una dimensión internacional difí-cilmente discutible, con la consiguiente participación deuna variedad de agencias transnacionales. Basta con re-cordar a fines ilustrativos los importantes textos sobre lacuestión debidos a Michael Brown («The International Di-mensions of International Conflict», «Las dimensiones in-ternacionales del conflicto internacional», MIT. Press,Boston, Massachusetts, 1996) y MichaeI Ignatieff («TheWarror’s Honor: Ethnic War and The Modern Conviven-ce» (Metropolitan Books, New York, 1998).

Simultáneamente, y aunque todavía nos encontremosen una sociedad internacional de coordinación, y pese aque el propio orden jurídico continúe siendo en gran medi-da un orden más de coordinación que de integración (Mi-chel Virally), se ha producido un desarrollo progresivo deformas de legislación transnacional, que priman sobre lalegislación producida por cada Estado, que se ve así despo-seído parcialmente de su poder de autodeterminación, alceder dominios, así como una serie de competencias —enbeneficio de órganos transnacionales—, que comúnmentevenían siendo considerados esenciales para la «Staatlich-keit», como es el caso de las políticas monetarias, de cam-bios y de regulación de fronteras (H. Dumont), las funcio-nes de defensa, la lucha contra la gran criminalidad orga-nizada, etc.

De este modo comienzan a desarrollarse una serie denormas e instituciones que suponen una relativa mermade la soberanía de los Estados, de su anterior autonomíay capacidad de decisión, entre las que parece pertinentedestacar:

a) La delegación o cesión de soberanía a favor de orga-nizaciones supranacionales (ya sean de ámbito mul-tilateral, regional o mundial), así como de instru-mentos de gobierno y de las competencias de deci-sión sobre sectores económicos que antes erancontrolados por los Derechos nacionales.

b) La autorregulación mediante una serie de instru-mentos normativos no estatales del Derecho de los

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mercados internacionales, que ha generado una se-rie de medidas contractuales uniformes, en la mayorparte de las ocasiones del género de los contratos atí-picos, modelados por las prácticas comerciales deempresas transnacionales, o con la emergencia deuna nueva «lex mercatoria» que, frente a la antigua,cuya génesis precede al nacimiento de los Estadosnacionales de la Modernidad, opera en una realidadque se caracteriza por la dimensión política de losmercados, y se propone superar la discontinuidadjurídica que en estos generan las fronteras naciona-les. Auténtico derecho de ámbito trasnacional, crea-do por grupos comerciales sin la mediación del poderlegislativo estatal, y con una evidente vocación diri-gida a regular de manera uniforme, y por encima delos propios Estados, las relaciones comerciales quese desarrollan en la unidad económica que en la ac-tualidad, y de hecho, constituyen ya los mercados.

c) Los procesos de adhesión e integración político-económica mediante transferencias de soberanía ainstancias internacionales o supranacionales, que seconstituyen de este modo en formas asociativas y deintegración. Procesos de los que sin duda constituyeuna manifestación emblemática el proceso dinámicode construcción europea, en el que numerosas y muyimportantes materias han sido transferidas por par-te de los Estados de la Unión Europea.

Se trata de un proceso abierto, tanto hacia fuera comohacia adentro, que hace buena la declaración pronunciadael nueve de mayo de 1950 por el entonces ministro francésde Asuntos Exteriores Robert Schuman, según la cualEuropa no se haría «de una vez, ni a través de una cons-trucción global, sino que se haría mediante realizacionesconcretas», y que permite asegurar que las materiastransferidas hasta la fecha constituyen tan sólo una partede las susceptibles de ser transferidas en un futuro próxi-mo, si bien, aún no determinado por completo. Un procesoen permanente estado de dinámica gestación, con sus ace-

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leraciones y retrasos, que sin duda se constituye en una delas iniciativas más apasionantes y esperanzadoras del si-glo XX, que avanza desde hace ya mucho siglo sin prisa ycon pausas, y cuya trabajosa realización parece que haconvertido a la Europa unida en una especie de lienzo dePenélope.

Sinfonía inacabada que se habría iniciado con la firmadel Tratado de Roma, que crea la «Comunidad EconómicaEuropea» (CEE), por parte de seís Estados soberanos, elveinticinco de marzo de 1957 y habría sido precedido,acompañado y seguido, según los casos, por la creación, enla década de los cincuenta, de las Comunidades Europeasdel Carbón y del Acero, (dieciocho de abril de 1951), de laEnergía Atómica (instituida por otro Tratado de Romasuscrito en la misma fecha que el que instituyó la CEE) yla frustrada Comunidad de Defensa Unificada (veintisietede mayo de 1952). Tres Comunidades distintas fundadasen cartas constitutivas propias, y que configuran una or-ganización internacional de integración «sui generis» quese presenta como una «comunidad de Derecho».

Proceso que transita por la firma del Acta única (1986),y que se consagra, (sin que ello suponga, ni mucho menos,la conclusión del proceso), y toma cuerpo en el Tratado dela Unión Europea (1992), verdadera constitución políticaque institucionaliza de forma expresa el proceso de supra-nacionalidad, adoptado por el Consejo Europeo en la ciu-dad holandesa de Maastricht, el siete de febrero de 1992,que entró en vigor, tras las ratificaciones debidas por losEstados miembros, el primero de noviembre de 1993.

Tratado que, a su vez, transforma aquellas Comunida-des de carácter eminentemente económico que se pro-ponían minimizar los efectos del proteccionismo y de losriesgos y los costes de la investigación tecnológica, en unaUnión Europea y una Comunidad Europea de naturalezapolítica, en la que cristalizasen los esfuerzos de conviven-cia comunitaria de los Estados socios mediante una sólidaformación de instituciones comunitarias y ambiciosos pro-yectos de armonización social, económica y política, entrelos que no está de menos destacar, por su singularidad, la

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puesta en marcha del proceso de unificación monetaria(Unión Monetaria Europea), que hasta hace poco no erasino un ambicioso proyecto de ingeniería política. Lo queha determinado que autores tan reputados como J. P.Kunzler y C. Manziel interpreten que se trata propiamen-te de la primera experiencia concreta en la historia políti-ca, económica y social en la que un grupo de países dota-dos de plena democracia y soberanía pactan políticamen-te la constitución de una Unión, haciendo posible así quela nueva Europa actúe como un actor internacional único,con objetivos comunes y con plena capacidad de acción,universalizando la proyección internacional de la Uniónque se constituye en una Unión internacional institucio-nal que se ha dotado, como ha puesto de manifiesto elTribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, de unnuevo ordenamiento jurídico homogéneo, con un alto gra-do de institucionalización de sus mecanismos de produc-ción normativa y de aplicación, y con marcados rasgos desupranacionalidad. Ordenamiento jurídico «a favor delcual los Estados han limitado, en ámbitos cada vez másamplios, sus derechos de soberanía, y cuyos sujetos noson únicamente los Estados miembros sino también susnacionales».

Ordenamiento jurídico cuyos rasgos más esenciales son«su primacía con respecto a los derechos de los Estadosmiembros, así como el efecto directo en el Derecho internode las normas de Derecho comunitario que deben surtirplenos efectos de manera uniforme en todos los Estadosmiembros, a partir de su entrada en vigor y durante todoel período de vigencia; de tal manera que estas disposicio-nes son una fuente inmediata de derechos y obligacionespara todos aquellos que estipula, se trate de Estadosmiembros o de particulares, sean parte de relaciones jurí-dicas reguladas por el Derecho comunitario» (SentenciaSimmental, de nueve de marzo de 1978).

La eficacia directa del Derecho Comunitario, su pri-macía frente al Derecho interno, suelen interpretarseerróneamente como rasgos inspirados en el modelo estatalde Derecho, cuando más bien deberían ser considerados

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como expresión de los principios del Derecho internacio-nal, ya que la eficacia directa del Derecho Comunitario sefundamenta en la voluntad de las partes concretizada enlos Tratados constitutivos, de la misma manera que sepuede asimilar el principio de primacía del Derecho comu-nitario frente al Derecho interno a la primacía del Dere-cho internacional sobre el Derecho estatal.

En su condición de proceso de construcción unitariaabierto que ha tenido continuidad con el Tratado de Ams-terdam, adoptado en junio de 1997, firmado el dos de octu-bre del mismo año y que tras su ratificación por los quinceEstados miembros ha entrado en vigor el primero de mayode 1999.

Pese a todo, y aún cuando ya exista un conjunto defragmentos constitucionales en sentido material formula-do en los principios del CEDH y en la jurisprudencia delTribunal Europeo de Derechos humanos y hasta una seriede elementos estructurales con Estados constitucionaleseuropeos (ciudadano de la Unión, derecho de sufragio enlas elecciones municipales y derecho de petición al Parla-mento Europeo, Jurisprudencia del Tribunal Comunitarioy del Tribunal de Estrasburgo), aún no es posible —comopropugna Peter Häberle— hablar con pleno sentido de undefinitivo asentamiento y consolidación de una auténticaesfera pública paneuropea, ni de un espacio público pa-neuropeo. Tampoco, por supuesto, de un «demos» paneuro-peo; ni siquiera puede sostenerse, sin forzar al hacerlo larealidad de las cosas, que la Unión Europea se haya cons-tituido en el «locus principal» que ha desplazado y absorbi-do el papel político que hasta ahora venían ejerciendo losEstados nacionales miembros.

Aún continúa sin considerarse pacífica la cuestión acer-ca de cual pueda ser la naturaleza jurídica de la construc-ción europea, a medio camino entre la organización inter-nacional clásica, la forma moderna de Confederación (An-tonio La Pergola y Murray Forsyth) y el Estado federal, yen la que se ha producido una peculiar mixtura de ele-mentos de las distintas categorías de Derecho Público in-terno y de Derecho internacional. Lo que la dota de una

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condición plenamente «sui generis», caracterizada por losnumerosos factores de diferenciación funcional. Tantos,que en el ámbito de lo que se ha dado comúnmente en lla-mar «los segundos y terceros pilares», basados fundamen-talmente en la cooperación intergubernamental, se hablacon frecuencia de una «Europa a la carta», de una «Europade diferentes velocidades», o de una «Europa de geo-metrías variables». Hasta el punto que algunos estudio-sos, y no sin razón, se permiten hablar, con M. Uyttendale,de un sistema institucional paradójico (federal por su am-bición; supranacional, por los modos de decisión y por elprimado de su derecho, que han funcionado como un ele-mento determinante de la integración, gracias a la juris-prudencia voluntarista del Tribunal Europeo de Justicia;y confederal por la condición soberana que aún conservanlos Estados miembros, los cuales han limitado en beneficiodel orden jurídico comunitario, bien cierto que sólo en sec-tores circunscritos, sus derechos soberanos).

Es más, de hecho coexisten muchas especies jurídicaseuropeas que interfieren con las regulaciones nacionales.Especies jurídicas variadas tanto en su circunscripciónterritorial, como diversas en sus objetivos y en la impe-ratividad de la que se encuentran dotadas sus reglas(Mireille Delmas-Marty, «Pour un droit commun», Seuil,París, 1994).

En un período como el actual, en el que se ha producidouna generalizada y progresiva mundialización de la eco-nomía, y de disminución no menos generalizada del costede la distancia, la afirmación en el contexto internacionalde la identidad de estas formas societarias y de integra-ción ha generado todo un ámbito normativo y disciplinarautónomo al que ya se conoce como «Derecho de integra-ción». Nueva rama del Derecho internacional que se ocupade los organigramas internacionales de integración, en losque se procede a la reconsideración y puesta a veces ensolfa de las nociones clásicas de Estado, territorio, ciuda-danía, soberanía y autonomía.

Tal y como sostienen los profesores de las Facultés Uni-versitaires Saint-Louis (Bruxelles), François Ost y Michel

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van de Kerchove (n. 1944), en «De la pyramide au réseau?Vers un nouveau mode de production du droit» (»¿De lapirámide a la red? Hacia una nueva forma de produccióndel Derecho», Bruxelles, 2000), en la actualidad el Estadoha dejado de ser la única instancia pública de integración,y a su vez el territorio ya no constituye el único espaciopolíticamente pertinente. La ciudadanía nacional puedehoy ser compartida con otras ciudadanías, de la mismamanera que en la actualidad la soberanía puede relativi-zarse sin que por ello desaparezca, y del mismo modo queen el presente la autonomía puede conciliarse con la inter-dependencia.

Todo ello exige abordar el problema de la crisis parcialy progresiva de la soberanía de la ley como expresión dela voluntad nacional, mucho más cuando de hecho se haproducido una multiplicación de normas internacionalesmediante las que se imponen obligaciones al legisladornacional. Normas que se encuentran dotadas de efecto di-recto en el Derecho interno, y que, en caso de conflicto conlas normas de éste último, ven reconocida su primacía enlos ámbitos de su competencia. Situación que exige un ur-gente análisis tanto de la validez como de la eficacia deeste nuevo y emergente Derecho surgido de una fuentematerial diversa de las propias de los ordenamientos in-ternos de los Estados. Derecho dotado de valor vinculan-te, a la vez que de primacía sobre los sistemas jurídicosestatales, compuesto de normas que producen efecto di-recto («self executory») cuando crean derechos y obligacio-nes, y que revela una elevada tasa de uniformidad en suaplicación, interpretación y desarrollo homogéneo porparte de los distintos órganos jurisdiccionales de la UniónEuropea.

XVI. Bien puede afirmarse que no es sino el complejo«ethos» de creencias políticas, convicciones jurídicas, ide-as, valores e intereses colectivos que conforman la reali-dad en unas determinadas coordenadas espacio-tempora-les quien marca la orientación y atribuye sentido a loscambios jurídicos y al desarrollo del Derecho.

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Sin pretender competir en lucidez con el análisis reali-zado en 1964 por Wolfgang G. Friedmann, figura indis-pensable del pensamiento iusinternacionalista y del análi-sis de las actuales relaciones internacionales, en «TheChanging Structure of International Law», («El cambio deestructura del Derecho Internacional», Columbia Univer-sity Press, New York) que se insertaba en pleno período decoexistencia de sistemas, en los mismos años en que se re-conocía estar asistiendo a una verdadera mutación del De-recho internacional, cuyas consecuencias se considerabaque todavía no podían ser evaluadas (Michel Virally), noconsidero descabellado, sino más bien adecuado a la vezque urgente, tratar de identificar una serie de transforma-ciones del Derecho internacional público de este final desiglo que alcanzan a una todavía más amplia gama de as-pectos, que a su vez no dejan de estar dotados de una pro-funda significación y trascendencia política.

Transformaciones que confirman la condición contex-tual de todo el Derecho, así como la insuficiencia y las li-mitaciones de su desarrollo, y que expresan, tal y comoanticiparan Richard A. Falk, en «What New System ofWorld Order» (Boulder, 1982) y en «Explorations at theEdge of Time: the Prospects for World Order» (TempleUniversity Press, Philadelphie, 1992), y el maestro com-plutense Angel Sánchez de la Torre (n. 1929) en su «Socio-logía de las transformaciones jurídicas en la sociedad eu-ropea» (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1985), lamedida en que el mayor peso relativo de las instancias in-ternacionales y mundiales del orden social efectivo, en lanueva fase geopolítica multipolar, y las nuevas realidadesterminarán por generar a su vez la transformación sus-tancial, el cambio sin precedentes (que no el mero tránsi-to) de los valores, intereses y expectativas dependientes delos individuos y de los países aisladamente considerados,y exigirán una nueva legalidad internacional.

Circunstancia ésta que, de algún modo, ha llegado a po-ner en cuestión dos de los principales presupuestos delDerecho internacional clásico: la soberanía ilimitada delos Estados nacionales, y la nítida distinción entre los ám-

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bitos respectivos de política interna y política exterior delos distintos Estados.

En un mundo tan dinámico como el del presente, en elque, aún cuando coexistan varios modos de vida y muchagente pertenezca a más de uno, por primera vez, se diríaque contamos con una única sociedad humana sobre la tie-rra con problemas de dimensión global, a los que se ha dehacer frente no menos globalmente; por lo que ya no parecerazonable seguir postulando a favor de una interpretaciónextensiva de los principios de soberanía y de no interven-ción. Mucho menos tras las actuaciones colectivas llevadasa cabo por el Consejo de Seguridad de la Organización delas Naciones Unidas a partir de 1990 y las nuevas condi-ciones existentes, sobre la base de que las exigencias y de-mandas inesquivables de la seguridad, de la lucha contrala criminalidad organizada y el imperio de la droga, delmantenimiento de la paz, de la necesidad de enfriar nume-rosos conflictos regionales que se prolongan sin que se atis-be su término, con el riesgo de exacerbarse con efectos su-prarregionales, del desarme, de la protección del medioambiente, de la respuesta a los desastres industriales (Mi-namalia, Centralia, Seveso, Bophal, Chernobyl, Exxon Val-dez...) del desarrollo y de la solidaridad, y del respeto a losderechos humanos, obligarían a restringir el alcance ilimi-tado de aquellos principios. Ya no es posible «pensar global-mente y actuar localmente», se hace necesario contar coninstituciones comunes en las que distintas formas de vidapueden coexistir; instituciones que tengan capacidad paraactuar globalmente con un sentido pleno de responsabili-dad cosmopolita. El volumen colectivo «Regards sur lacomplexité sociale et l’ordre legal à la fin de XXème: siècle»,cuidado por Dimitri Kalogeropoulos (Bruylant, Bruxelles,1997), en el que se recogen las posiciones que Niklas Luh-mann, Vincenzo Ferrari, Ian Taylor y el propio Kalogero-poulos, desarrollado con ocasión de los encuentros «Des-tructuration et restructuration en Droit», organizados en1995 para conmemorar el primer centenario de la funda-ción del «Instituto de Sociología» de la Universidad Librede Bruselas, ofrece un análisis difícilmente prescindible

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acerca de los efectos de la globalización y de la mundializa-ción en la Sociedad y el Derecho del presente.

1. Se ha producido una transformación en la identifica-ción de los sujetos del orden jurídico internacional, asícomo en la consideración atribuida a ellos, esto es, en laimportancia relativa que les correspondería a cada uno deéstos en dicho orden. Transformaciones que han seguidola estela de la que nos hablara H. Mosler en su estudio de1962 sobre el ensanchamiento del círculo de los sujetos delDerecho internacional. Tranformaciones que inducen a re-considerar no sólo el Derecho internacional, sino incluso lapropia relación entre sociedad y política.

2. Se han modificado las fuentes normativas del ordeninternacional, así como la relevancia respectiva de cadauna de ellas, llegando a hablarse de una nueva jerarqui-zación de las fuentes formales del Derecho internacionalpúblico o de los métodos de creación y modificación delmismo. En este ámbito se ha manifiestado una de lastransformaciones que atañen a la propia estructura delDerecho internacional, si bien las normas internacionalescontinúan teniendo esencialmente un origen convencional,al estar principalmente representadas o en los tratadosinternacionales suscritos por los distintos Estados, queconstituyen, al decir de W.G. Friedmann el más cercanosustituto de algo equivalente a una legislación internacio-nal, o en las costumbres internacionales generadas, asi-mismo, por la propia práctica prolongadamente estableci-da de los Estados.

3. Sabido es que recientemente la igualdad ha sufridoel ataque de las diferencias, que son asumidas a vecescomo valor a conservar, y parece haber sido cuestionadapor la propia complejidad del mundo y por las grandestendencias de los procesos sociales y políticos en curso. Dela misma manera que con frecuencia se manifiesta un an-tagonismo irreductible entre la libertad y la igualdad en elámbito de las relaciones contractuales, en donde la igual-dald puede abrir una vía para un control extremo suscep-

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tible de destruir la esencia misma de la autonomía priva-da. Sabido es que uno de los corolarios de la idea de un Es-tado soberano e independiente es el principio de la igual-dad formal de los distintos Estados de la comunidad inter-nacional. Igualdad formal que los tratadistas del Derechonatural y de gentes racionalista de la modernidad explica-ban estableciendo una analogía entre la situación en laque los individuos se encontraban en el «estado de natura-leza», a quienes se presumía y se consideraba iguales encuanto a la libertad común de buscar la propia seguridad,y la situación en la que se hallaban los distintos Estados-nación. Si por su naturaleza todos los hombres son igualesante el Derecho, de manera análoga también todos las na-ciones serían formalmente iguales ante el Derecho inter-nacional.

La exigencia de la igualdad de trato es la base de la jus-ticia, que, en principio, se niega a los arreglos del tipo «dospesos», «dos medidas», o «dobles criterios», tan frecuentesde siempre, por otra parte, en el ámbito de las relacionesinternacionales, pero que no son menos frecuentes en suactual escenario, donde más de una vez se trata de casti-gar los crímenes de los enemigos y recompensar los críme-nes de los amigos.

Bastará con traer a colación una de las obras más lúci-das del jurista argelino Mohammed Bedjaoni (n. 1927),Presidente que fuera del Tribunal Internacional de Justi-cia de La Haya desde febrero de 1994 a febrero de 1997,«Pour un Nouvel Ordre Economique International» («Ha-cia un nuevo orden económico internacional», publicada en1979 por la UNESCO) y su interpretación del actual «or-den internacional» como «un orden de la miseria» así comode «la miseria del orden internacional oligárquico», regidopor mecanismos sin piedad, que convierten nuestro mun-do en una auténtica jungla; orden internacional que sepresenta como un orden de dominación por exclusión de lacomunidad internacional, frente al que postula como alter-nativa la construcción de un nuevo orden «en el cual todoslos Estados y todos los pueblos alcancen la plenitud gra-cias a un desarrollo equilibrado».

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En efecto, las situaciones de flagrante exclusión y dedesigualdad «de substantia» entre las distintas naciones,regiones y Estados continúan perpetuándose, en nuestrosdías, e incluso se agravan, muy a pesar del principio de laigualdad entre los sujetos de derecho, tradicionalmenteacogido en todos los ámbitos del Derecho como uno de losprincipios y categorías fundamentales de la cultura jurídi-ca, y también en éste; principio en cuya virtud se reconocela igualdad formal «en droits» de los distintos Estados so-beranos como uno de sus derechos fundamentales, cuyodesconocimiento sería de una gravedad tal que no puedeser subestimada.

Se trataría del primero de los principios establecidospor la Carta de las Naciones Unidas como base de la orga-nización internacional, proclamado en el párrafo 1º del ar-tículo 2: «La Organización se basa en el principio de laigualdad soberana de todos sus miembros», y que a su vezencontró acogida y expresión en términos inequívocos enla Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General de lasNaciones Unidas mediante la que se recogen y desarrollanlas normas de Derecho internacional general: «todos losEstados gozan de igualdad soberana, tienen iguales dere-chos e iguales deberes y son por igual miembros de la co-munidad internacional, pese a sus diferencias de ordeneconómico, social, político o de otra índole».

Principio que, sin embargo, actualmente es puesto encuestión con harta frecuencia. Como en tantas otras oca-siones, una vez más la igualdad en los derechos es igual-dad formal que contribuye a hacer opacas y a velar las de-sigualdades que son calificadas en función de los distintosautores y doctrinas, ora como naturales, ora como mate-riales, o como sustanciales. Una prueba más, si fuera ne-cesario aportarla, de la forma en que muchos Estados des-precian en la práctica un Derecho internacional que se ve-nera y reconoce de «dientes afuera» cuando aceptarlosupondría limitar su libertad de acción.

Bien cierto es que una de las manifestaciones de la«Grundaporie» («aporía fundamental») del Derecho es queéste inevitablemente se debate entre el trato igual y la

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producción o el reconocimiento de diferencias de hecho,que es tanto como decir entre la igualdad y la desigual-dad. Sin especiales esfuerzos, y a la luz de las actualestransformaciones de «facto» y de «iure» en las relacionesinternacionales, podríamos identificar al menos cinco mo-dalidades o manifestaciones de una desigual distribucióndel poder político internacional, de los derechos y los debe-res políticos entre los Estados que forman parte de la co-munidad internacional:

a) Se están consagrando diferentes modalidades de de-sigualdad en las relaciones entre los distintos Esta-dos, ya que algunos de éstos padecen agresiones decarácter militar —operaciones calificadas de «ata-ques quirúrgicos» (Sudán, Afganistan, Yugoslavia)—y/o económico, sin que se desencadenen como res-puesta las debidas reacciones, y sin que se produz-can consecuencias especialmente relevantes en la so-ciedad internacional, que suele reaccionar a estosepisodios, y no casualmente, de forma muy selectivay con diferentes pesos, medidas o raseros, a la horade valorar y replicar a situaciones que, pese a todo,en puridad no dejan de ser objetivamente similares ohasta idénticas. Cada vez es más frecuente ante si-tuaciones de tensión entre Estados soberanos que seproduzcan acciones militares por parte de determi-nados Estados, sin que quienes las practiquen dis-pongan para hacerlo de la suficiente cobertura legalinternacional. Acciones que son presentadas comoreacciones de respuesta o de represalia militar aagresiones previas, y ante las que la Organización deNaciones Unidas queda relegada a mantener una ac-titud que ha sido calificada por los analistas de«pura técnica»

b) Con frecuencia los Estados Unidos, potencia sin pa-rangón tras la desaparición del orden bipolar establede la Guerra Fría, viene practicando una sutil moda-lidad de discriminación. La discriminación que, sinduda, supone servirse de la práctica de una conducta

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que Paula J. Dobriansky, Vicesecretaria de EstadoAdjunta para los Derechos Humanos en las adminis-traciones republicanas de los Presidentes norteame-ricanos Ronald Reagan (n. 1911) y George Bush (n.1924), calificó en 1989 dirigida a desarrollar «enfo-ques diferenciados a la hora de incluir o de excluiren los informes y recomendaciones de la Comisión deDerechos Humanos a determinados Estados», aten-diendo a la hora de asignar a los distintos estados yasea «al sector de fumadores», ya sea al sector de «nofumadores» a meras consideraciones de interés o deestrategia propia, y no de principios ni de justicia.

c) De hecho las grandes potencias vienen protagonizan-do posiciones de predominio, ya sea a escala global oregional, sin perder por ello su condición de Estados.Situaciones en las que las grandes potencias se en-cuentran exentas tanto de la aplicación neutral delas normas de solución pacífica de controversias,como del aparato sancionador institucionalizado. Seconfirma de este modo el aserto de Inis L. Claude Jr.:«la Carta de la O.N.U. no se propuso crear un meca-nismo coercitivo y de acción directa susceptible deser empleado para controlar a las grandes potenciaso a los Estados protegidos por éstas».

d) De manera reiterada se manifiestan distintas situa-ciones de hecho —fruto inevitable, o en todo caso noevitado, de la «ley del más fuerte»—, que muestranla consolidación de diferentes modalidades de supe-rioridad o de preeminencia política por parte de al-gunos Estados. Situaciones que llegan a adquirir talalcance que, en algunas circunstancias, podría ha-blarse incluso de auténticas posiciones de domina-ción por parte de las grandes potencias con respectoa las potencias subalternas o «no potencias», en lasque aquellas consiguen establecer y mantener «defacto», a su favor, una serie de zonas o esferas reser-vadas o de influencia, donde se consolidan la depen-dencia o la subordinación de uno o varios Estados o«satélites» clientelares respecto de un Estado o gru-

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pos de Estados hegemónicos a cuyo interés y conve-niencias geopolíticas y geoeconómicas se encuentransometidos. Bien podrían evocarse al respecto las elo-cuentes páginas que Octavio Paz (1914-1998) dedicaal tema en «Tiempo nublado» (Seix Barral, Barcelo-na, 1983). Estados hegemónicos que en su comporta-miento no dejan de tener bien presente, con todaslas consecuencias que de ello se derivan, la distin-ción entre «Estados amigos», «Estados enemigos» y«terceros Estados».Con harta frecuencia se materializa de nuevo la si-tuación que fuera identificada hace ya treinta y dosaños por Rüdiger Griepenburg en el volúmen colecti-vo «Einfhürung in die Wissenschaft Politik» («Intro-ducción a la Ciencia Política», Francke und Verlag,Bern-München, 1968), preparado conjuntamente porlos Institutos de Sociología y de Ciencias Políticas dela Universidad de Marburg bajo la dirección de Wolf-gang Abendroth y Kurt Lenk: cuando una potencialogra situarse en una posición hegemónica estable yduradera frente a otros Estados soberanos menores,éstos no sólo se ven obligados a renunciar a desple-gar una política exterior propia y autónoma, sinoque incluso se ven compelidos a permitir que la po-tencia hegemónica intervenga en su propia políticainterior; circunstancia a la que se suma un repartodesigual de los derechos y las obligaciones entre losEstados; este conjunto de situaciones determina laexistencia de diferentes modalidades de soberanías.Es facil comprobar en que medida son hoy muchomás numerosos los Estados titulares de soberaníaslimitadas, dominadas, dependientes y endeudadas.Esta serie de determinantes nos exige concluir, sir-viéndonos de la celebrada frase del escritor inglésGeorge Orwell —Eric Arthur Blair (1903-1950)— ensu breve novela satírica «Animal Farm. A FairyStory» («La granja de los animales», 1945, cuya re-dacción se inicia en 1937 para concluir en 1943) enla rectificación final de los «siete mandamientos del

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animalismo» o «siete principios orgánicos de la revo-lución de la granja», que marca el momento del co-mienzo de la contrarrevolución: «todos los animalesson iguales pero algunos animales son más igualesque otros», para afirmar que, si bien todos los Esta-dos son iguales ante el Derecho internacional, sediría que, de hecho, algunos parece que fueran másiguales que otros. Cualquier analista de las relacio-nes internacionales puede apreciar en qué medida lasituación presente ofrece un sistema de soberaníasdesiguales, en el que las relaciones entre los paísesricos y los países pobres resultan ser cada vez másasimétricas.

e) También, y de manera análogamente progresiva, pa-rece que se está afianzando la invocación y puesta enpráctica de un denominado «derecho de injerencia»por consideraciones humanitarias, en detrimento delprincipio de «no intervención» en los asuntos inter-nos de los Estados y del debido respeto a la sobe-ranía e independencia del Estado. Injerencias quesuelen materializarse bajo la forma de intervencio-nes de los Estados postmodernos en los premoder-nos. Derecho de injerencia cuya definición se haceprogresivamente más imprecisa, y cuya titularidadse asigna o transfiere a distintos órganos o institu-ciones en función del caso de que se trate, con la sub-siguiente inseguridad jurídica, que supone materia-lizar lo que metafóricamente bien puede calificarse,con Antonio Remiro Brotons, de «privatización de losusos más intensos de la fuerza armada», dejándo enmayor o menor medida su realización en manos delos Estados, o autorizando a éstos, como titulares deuna especie de franquicia, a activar su utilización enaras de la imposición de la paz.

Siempre en el entendimiento de que no debe confundir-se, ni mucho menos identificarse, el derecho-deber a laasistencia humanitaria, o lo que es lo mismo, el derecho-deber a acudir en ayuda y socorro a las víctimas de las

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catástrofes naturales y otras situaciones de urgencia (porutilizar la expresión acogida en la Resolución 1311 de laXLIII Asamblea General de las Naciones Unidas, de ochode diciembre de 1988), con lo que más bien sería la inje-rencia, que supone el uso de la fuerza armada supuesta-mente al servicio de una asistencia humanitaria, que a lapostre las más de las veces provoca efectos dramáticos enlos «grupos vulnerables», y en más de una circunstanciagenera «daños o efectos colaterales» desproporcionados yen ocasiones iguales o hasta superiores a los que se trata-ba de evitar o poner coto.

Con frecuencia a la hora de justificar o maquillar inter-venciones unilaterales de un Estado en los asuntos de otroEstado, y de configurar la actitud de las opiniones públi-cas de los países occidentales, se alega de modo espúreo laurgente necesidad de proteger a la población civil víctimade los conflictos de exclusión y de la violencia generalizaday degenerada (Martin Shaw), población civil que se en-cuentra desprovista de la protección debida de sus respec-tivos gobiernos, y padece los efectos de las nuevas guerrasen las que se rehuye el combate convencional y se provo-can muchas más bajas y daños entre la población civil queentre los propios combatientes organizados.

A este respecto se ha producido una extensión de hechodel mandato del Alto Comisionado de Naciones Unidaspara los Refugiados (ACNUR) a los «desplazados inter-nos», a fin de favorecer el acceso de la ayuda humanitariaa la población civil. Otras veces se invoca la libre determi-nación de los pueblos, con vistas a dotar a los llamados«pueblos sin Estado» de una subjetividad internacional noterritorial, en la medida en que su reconocimiento consti-tuiría la dimensión colectiva del respeto a los derechos hu-manos y libertades fundamentales. Derechos cuyo valor deuniversalidad, según Yves Michaud, «pone profundamenteen duda las soberanías nacionales, en beneficio de un go-bierno de funcionarios de lo universal y jueces transnacio-nales que, sin embargo, no terminan institucionalizándosenunca de un modo suficientemente eficaz, con la consi-guiente sensación de vacío político.

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En todo caso lo que resulta incontestable en el actualDerecho internacional público «vivo» —en el sentido queatribuyera a la expresión «Derecho vivo» el jurista austro-alemán, Eugen Ehrlich (1862-1922)— o en el Derecho in-ternacional público «en acción» («the law in action») —enel sentido que atribuyera a tal expresión el decano de Har-vard, Roscoe Pound (1870-1974)— es la desigualdad bási-ca existente de hecho entre los distintos Estados, en fran-co contraste con el dogma y el postulado de su igualdadjurídica consagrado por el Derecho internacional públicoformalmente válido («the law in the books»), que configuraa la sociedad internacional como una sociedad paritaria yen principio descentralizada, que las más de las veces re-sulta tan ilusoria como un espejismo.

Tal y como señala Jürgen Habermas (n. 1929) en«Kants Idee des Ewigen Friedens aus dem historischenAbstand von 200 Jahren» («La idea kantiana de paz per-petua desde la distancia histórica de doscientos años»,1995), durante décadas las cinco superpotencias han veni-do bloqueándose recíprocamente en el Consejo de Seguri-dad de la Organización de las Naciones Unidas, que lesacoge como miembros permanentes y les atribuye el para-lizante derecho de veto (artículo 27.3 de la Carta de lasNaciones Unidas). Mecanismo habilitado por el marco ins-titucional que atribuye a los miembros permanentes lacondición de actores con los que resulta inevitable contarpara modificar el «statu quo». En las mismas fechas en lasque se pronunciara Jürgen Habermas lo hizo, y de formaelocuente, el Copresidente de la «Comisión sobre el Go-bierno Global» Inver Carlsson: «Ha llegado ya el momentode eliminar el derecho de veto».

Derecho de veto cuyo ejercicio ha propiciado la práctica,en principio contraria a Derecho, de servirse de un doble cri-terio a la hora de reconocer o de tomar en consideración lasviolaciones o transgresiones del orden internacional. Dere-cho de veto que, tal y como apunta la teoría de los «vets pla-yers», en ocasiones ha operado de hecho como un límite pro-cedimental específico al poder discrecional del Consejo deSeguridad de las Naciones Unidas en la toma de decisiones.

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Parece que se encuentra plenamente confirmado que laatribución del derecho de veto a los cinco miembros per-manentes del Consejo de Seguridad ha imposibilitado dehecho la práctica de cualquier operación de seguridad co-lectiva frente a las grandes potencias. Las sucesivas crisisde Hungría en 1956, Checoslovaquia en agosto de 1968,Afganistán en 1979 y del estado de Granada (en las pe-queñas Antillas) en octubre de 1983, constituyen supues-tos en los que no se pudo invocar con éxito la seguridad co-lectiva por encontrarse directamente implicado en cadauna de ellas como agresor alguno de los cinco miembrospermanentes. Con ocasión de la rebelión húngara y la su-cesiva invasión soviética de Hungria, el entonces Secreta-rio de Estado norteamericano de la administración Eisen-hower John Fuster Dulles (1888-1959), que tuvo queafrontar algunas de las situaciones internacionales máscomprometidas de la segunda postguerra (armisticio core-ano, acuerdos de alto al fuego en Indochina, estableci-miento de la S.E.A.T.O., agresión a Formosa, nacionaliza-ción del Canal de Suez, amenazas soviéticas a Berlín), nopudo dejar de preguntarse «¿Acaso existe alguien que, enpleno uso de sus facultades mentales, pueda pretenderque iniciemos una guerra nuclear por Hungria?».

Aún así, la disposición del parágrafo tercero del artícu-lo 27 de la Carta en la que se establece que «las decisionesdel Consejo de Seguridad sobre todos los demás asuntos(esto es, sobre las cuestiones que no sean de procedimien-to) serán adoptadas por el voto afirmativo de nueve miem-bros, incluyendo los votos afirmativos de todos los miem-bros permanentes», ha sido interpretada de modo reitera-do, convirtiendo este criterio interpretativo en prácticaconsuetudinaria, en el sentido de que bastará disponer dela mayoría de votos afirmativos, aunque esta mayoría noincluya a algunos de los miembros permanentes, siemprey cuando éstos se hayan abstenido.

Criterio que ha sido ratificado por el «Tribunal Interna-cional de Justicia» de La Haya, en su Dictamen de veinti-cinco de junio de 1971. Esta serie de circunstancias deter-minan que cuando el referido Consejo de Seguridad decide

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adoptar iniciativas en relación con la prohibición de lasguerras ofensivas, suela hacerlo mediante un uso alta-mente selectivo de su espacio de discrecionalidad, con todolo que esto supone ya sea de desprecio, ya sea de ignoran-cia al principio de igual trato a todos los Estados-nación.Aún cuando todos los Estados sean formalmente igualesante el Derecho internacional, sin embargo, no todos tie-nen las mismas posibilidades de ejercer de manera efecti-va las competencias que formalmente se reconoce que lescorresponden.

4. Se han experimentando cambios fundamentales enlas funciones que tradicionalmente le venían siendo asig-nadas al Derecho internacional, lo que supone una reo-rientación de los que hasta hace bien poco eran sus objeti-vos característicos.

5. Finalmente, pero no por ello menos importante, sehan producido modificaciones de alcance en los procedi-mientos de control del cumplimiento de las reglas de Dere-cho internacional, que permitirían, parangonando el títulode una de las obras más centrales del profesor primero del«Balliol College» de Oxford y hoy del «University College»de Londres y de la Universidad Estatal de New York, Ro-nald Dworkin (1931), o el título de una de las coleccionesde ensayos y artículos del combativo y polemista escritoraustriaco Karl Kraus (1874-1931), que se designó a sí mis-mo como «el inventor de la literatura», «tomar en serio» elDerecho internacional.

La ya añeja aspiración de crear un sistema multilateralde seguridad colectiva de las relaciones internacionales,en el empeño de encontrar y asegurar un nuevo y estableorden internacional, tras haberse enfrentado al riesgo delas armas y las guerras totales, a las ideologías totalita-rias, y a las amenazas a la supervivencia de la propia es-pecie humana, ha cobrado nueva actualidad una vez pro-ducido el reconocimiento formal de la conclusión de laGuerra Fría en el ámbito de la sesión extraordinaria cele-brada en París en 1991 de la «Conferencia de Seguridad y

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Cooperación en Europa», que daría lugar en 1995 a la «Or-ganización para la Seguridad y la Cooperación en Europa»(OSCE), que cuenta con cincuenta y cinco miembros (entrelos cuales se incluyen los Estados Unidos y Canada), consede en Viena.

Circunstancia ésta altamente relevante puesto que lossingulares procedimientos de control del cumplimiento desus reglas, así como la ausencia de garantías adecuadascontra la violación por parte de los Estados, han venidoconstituyendo algunas de las características que de siem-pre han hecho del estudio de este precario Derecho unadisciplina jurídica especialmente problemática, peculiar ycuestionada, generando a los iusinternacionalistas la ne-cesidad de afrontar la cuestión de la fundamentación delDerecho internacional en medida no comparable conningún otro gremio de especialistas en las diferentes ra-mas de los Derechos estatales, y favoreciendo el extendi-do escepticismo sobre la existencia y valor del Derecho in-ternacional, o sobre sus grados de certeza y de eficaciapositiva (en definitiva sobre su juridicidad) con que reac-cionan los estudiantes de Derecho y muchos jurístas, asícomo el público en general, cuando se les habla de este or-den jurídico hacia el que se cree que los distintos Estadossoberanos sienten escaso respeto y al que se le atribuyeuna palmaria carencia de los instrumentos suficientespara estimular su observancia y cumplimiento, en la me-dida en que no dispone de un poder coercitivo central do-tado de un sistema supranacional centralizado de sancio-nes que pueda imponer al infractor, circunstancia quejustifica que se autorice a los distintos Estados a hacervaler sus derechos por medio de la autotutela, y singula-riza al Derecho internacional frente al «hard law» queconstituirían los Derechos internos de los distintos Esta-dos soberanos.

La falta de la adecuada división del trabajo en este ám-bito jurídico, así como la carencia del consiguiente estable-cimiento de órganos específicos, que hacen que no existaen el orden internacional nada completamente equivalen-te (aunque sí semejante) a lo que es una legislatura, una

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jurisdicción, o una policía en el ámbito del Estado nacio-nal, han determinado, por ejemplo, que el mismo órganoque ejerce las funciones legisladoras sea a la vez órganojurisdiccional y ejecutivo, lo que determina que los Esta-dos nacionales independientes formen una sociedad decarácter tan singular como elemental.

Bien cierto es que las concepciones negadoras tanto delcarácter jurídico del Derecho internacional, como de unsistema jurídico universal, expresan un juicio que en partesuele sostenerse o, a) en el hecho de compartir una defini-ción del Derecho del tipo de la propuesta por el antropólo-go norteamericano Edward Adamson Hoebel en «The Lawof Primitive Man. A Study in Comparative Dynamics»(Harvard University Press, 1954, el primer estudio mo-nográfico que aborda globalmente los problemas de la or-ganización jurídica de las sociedades primitivas no occi-dentales), que entiende que constituye un elemento ineli-minable de la misma «el uso legítimo de la coerción físicapor parte de un agente» o, b) en la acogida de la creenciaen una especie de necesidad ontológica del Estado para elDerecho, que, a partir de la relación privilegiada existenteentre Estado y Derecho, termina por identificar erronea-mente el Derecho con el Derecho estatal, con el orden jurí-dico propio de un Estado, y por tanto, diverso en cuanto asus fuentes y relevancia normativa de Estado a Estado.Pero la verdad es que, tal como señalara con certeza elprofesor de Filosofía del Derecho de la Universidad «LaSapienza» de Roma, Sergio Cotta, esta concepción moder-na y estatal del Derecho, que hace depender del Estado lacualidad jurídica del Derecho, se corresponde sólo con unafase histórica de la experiencia jurídica, la fase de la ac-tual cultura jurídica, que habría venido a interrumpir ellarguísimo periodo precedente, en el cual se participabamás bien de una concepción universal, y por tanto, supra-estatal del Derecho. En definitiva la concepción estatal delDerecho entiende que si todo Derecho ha de ser Derechoestatal, o bien el Derecho internacional es propiamente unDerecho estatal, o en caso contrario no sería en puridadDerecho de ningún tipo, lo que supone tanto como postu-

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lar la identificación sin más del Derecho, de todo el Dere-cho, con el Derecho del Estado.

Circunstancia de la que, entre otros, se hace eco Micha-el Akehurst, en lo que fue en la década de los sesenta unode los textos más utilizados por los alumnos de la discipli-na en bastantes universidades europeas, que se abre coneste cliché que parece mantenerse todavía activo, aúncuando sólo sea a efectos retóricos, y que reflejaría unaforma de discurso público representativo de un sentidocomún reificado cuyo equivalente al nivel del lenguaje esel estereotipo, que más bien parece un viejo prejuicio quese alimenta del pasado y cuya actual perpetuación es so-bre injusta, inexacta. El hecho de que la inmensa mayoría,por no decir la totalidad, de los Estados intente justificarsus decisiones y conductas, por cuestionables o intolera-bles que puedan ser, como decisiones y conductas confor-mes al Derecho internacional pone en evidencia el valorencomiástico de éste, la primaria carga emotiva favorableque connota el referido Derecho que, sin embargo, no hapodido evitar que se le considere «en un cierto sentido, elpunto de evanescencia del Derecho», esto es, una fina redque sólo de una manera muy limitada opone restriccionesa la actividad militar de los Estados, tal y como afirmaraSir Hersch Lauterpacht (1897-1960) en su contribución,«The Revision of the Law of War» («La revisión del dere-cho de guerra»), al volumen XXIX del «British Yearbook ofInternational Law» correspondiente al año 1952.

Acaso debiera tenerse presente la afirmación que desdeel relativismo axiológico hiciera el historiador, penalista yfilósofo del Derecho alemán, naturalizado inglés, Her-mann Ulrich Kantorowicz (1877-1940) en «Sobre el Dere-cho y la Ciencia Jurídica». Texto que en la condición deprimera parte de la «Introducción» al primer volumen dela obra programada en tres volúmenes, «Oxford History ofLegal Science», había redactado en 1939, en las más inme-diatas vísperas de la gran tragedia europea de nuestro si-glo, cuando Kantorowicz tenía la doble condición de Direc-tor adjunto para la Investigación jurídica de la Universi-dad de Cambridge y de Lector del «All Souls College» y de

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la Universidad de Oxford. Obra cuya publicación se vio in-terrumpida a causa del inicio, el primero de septiembre de1939, de la Segunda Guerra Mundial.

Texto que verá la luz de la edición sólo en 1958, con eltítulo «The Definition of Law», en el sello editorial de laUniversidad de Cambridge, por obra de la colaboraciónconjunta del editor y del autor del «Prefacio», D.H. Camp-bell, y del autor de la «Introducción», A.L. Goodhart.

Para una correcta interpretación del pasaje no es irrele-vante el hecho de que en 1933 Herman Ulrich Kantoro-wicz, que se había ocupado tras la conclusión de la GranGuerra de cuestiones propias de Derecho InternacionalPúblico, así como de los distintos aspectos de las relacio-nes internacionales y de la idea de la paz mundial —«Ger-many and the League of Nations» («Alemania y la Liga delas Naciones», 1924) y «The Spirit of British Policy and theMyth of the Encirclement of Germany» («El espíritu de lapolítica británica y el mito del cerco de Alemania»,1929)— se hubiera visto obligado a abandonar su cátedrade la Facultad de Derecho de la Universidad de Kiel, emi-grando primero a los Estados Unidos como Profesor de la«New School for Social Research» de New York y de la pro-pia Universidad de New York, desplazándose luego a la«London School of Economics» de Londres y a las Univer-sidades de Oxford y Cambridge. Tampoco es indiferente elhecho de que Kantorowicz postule de manera deliberadacomo adecuada una definición del Derecho tendencialmen-te lo más amplia posible («el Derecho es un cuerpo de nor-mas que tienen como finalidad la prevención o la ordena-da solución de conflictos») ya que consideraba inadecuadacualquier definición del Derecho que supusiera negar lacondición de tal al Derecho internacional público o al De-recho de las etapas previas a la formación de los Estados.Por otro lado —argumenta Kantorowicz— resultaría exa-gerado decir que, al no depender las discusiones en tornoa una definición de su verdad o falseadad, se encontraríannecesariamente desprovistas de importancia teórica opráctica, por tratarse de meras sutilezas terminológicas.Muchos juristas, por ejemplo, han sostenido, y continúan

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sosteniendo hoy, que lo que se llama Derecho internacio-nal público no constituye, o todavía no ha llegado a consti-tuir propiamente Derecho, toda vez que está integrado porpostulados políticos o morales, o en el mejor de los casos,constituirá algo a lo que sólo de una manera no rigurosase denomina Derecho. Sí la opinión pública —concluyeKantorowicz—, la práctica de los Estados y las escuelasjurídicas aceptaran esta definición, las consecuenciasprácticas de tipo jurídico, así como las de tipo político, opsicológico o literario o de cualquier otro tipo serían incal-culables: la base sobre la que se asienta este punto de vis-ta, a saber, que la creencia según la cual las normas deDerecho internacional carecen de sanciones suficientes,son frecuentemente transgredidas, no tienen su origen enla voluntad soberana, etc, se vería notablemente fortaleci-da y la de por sí precaria validez del Derecho de Gentesdel que depende la propia existencia de las naciones y has-ta de la misma civilización se haría todavía, si cabe, másprecaria en el caso de que se sustituyera el término Dere-cho internacional por cualquier otro. Suponiendo que exis-tiera un «verdadero» concepto del Derecho, y si se admitie-ra que el Derecho Internacional carece de alguno de suselementos «esenciales», no habría otro remedio que acep-tar las consecuencias de esta conclusión, y tratar de salvartodas las cosas sirviéndonos de medios diferentes a los quenos proporcionan las normas jurídicas. No se puede eximirde la temeridad en que incurren a quienes nos situanfrente a tan aterrador peligro, tan sólo porque no han sa-bido familiarizarse con una teoría conveniente acerca dela interpretación de las definiciones y, por tanto, no hanpodido llegar a una provechosa definición del Derecho.

XVII. Desde su constitución histórica los Estados na-cionales soberanos, independientes y jurídicamente igua-les, han venido siendo, además de las unidades básicas derelación, los sujetos principales, si no los exclusivos, delDerecho internacional público entendido como un ordenjurídico de y para los Estados, lo que determinó que seatribuyera comúnmente a la disciplina que se ocupa de su

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estudio un inequívoco carácter estatocéntrico, y que seconsiderase pertinente en los esquemas de pensamiento yde acción política una representación del orden del mundode tipo interestatal.

Nos encontramos ante una concepción cuya crisis vienesiendo señalada por los analistas con insistencia, peroque, sin embargo, se encuentra ampliamente interiorizadapor y entre los analistas y los juristas internacionales.Concepción que durante varios siglos ha sido hegemónica,hasta el punto que con frecuencia aún prevalece en el pen-samiento jurídico, y en las interpretaciones de los estudio-sos de las relaciones internacionales, aún cuando —esosí—, ha sido revestida de formas de expresión y presenta-ción de lo más diversas.

Durante el siglo XIX resultaba común entender que tansólo los Estados-nación gozaban de personalidad jurídicaen el ámbito del orden internacional, que había elevado lasoberanía estatal a una especie de constitución de las rela-ciones internacionales (Daniel Philpott),y aún a finales dela primera década de nuestro siglo Dionisio Anzilotti, pro-fesor de la disciplina en la Universidad de Roma y primerPresidente de la Corte Permanente de Justicia Internacio-nal, sostenía que era inconcebible la existencia de sujetosde derechos y deberes internacionales distintos de los Es-tados soberanos, cuya voluntad soberana en todo caso pre-valece, y a quienes se presenta como fines en sí mismos.Los estados soberanos encontraban de este modo en el De-recho Internacional un instrumento a su exclusivo servi-cio. Un instrumento nacido de la necesidad de regular lasrelaciones de coexistencia y de cooperación entre los dis-tintos Estados-nación soberanos. El panorama presentabaasí un escenario delimitado y único que estaba dominado,sin competencia posible, por el protagonismo desplegadopor los distintos Estados-nación soberanos.

Todavía, con ocasión de la sentencia relativa al asuntodel «Lotus» dictada el siete de septiembre de 1927 (S.S.Lo-tus. C.P.J.I. Serie A, nº 10, 1927), en el que se resuelveacerca de la legalidad del procesamiento por parte de lasautoridades turcas de un capitán francés por un abordaje

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ocurrido en alta mar, la Corte Permanente de Justicia In-ternacional, presidida por el profesor Anzilotti, afirmabala subjetividad internacional exclusiva de los Estados so-beranos independientes.

A este respecto, en un celebrado «obiter dictum» de lamisma sentencia, refiriéndose al Derecho internacionalcomo el Derecho que rige las relaciones entre Estados in-dependientes, la Corte argumentaba acerca de la capitalrelevancia que se atribuye a la voluntad y al consenti-miento del Estado soberano en el proceso de elaboraciónde las normas jurídicas internacionales: El Derecho inter-nacional regula las relaciones entre Estados independien-tes. Las normas jurídicas que obligan a los Estados pro-vienen de la voluntad de éstos, voluntad manifestada enlos convenios, o en los usos aceptados generalmente comoexpresión que consagra principios jurídicos establecidoscon la finalidad de regular la coexistencia de estas comu-nidades independientes, o con el propósito de alcanzar fi-nes comunes; «Las limitaciones de los Estados no se pre-sumen».

En la misma fecha el jurista Nicolas Politis, destacadomiembro del Instituto de Estudios Internacionales de Gi-nebra, al referirse a la precaria posición en la que se en-contraba la persona humana ante el orden internacional,pudo afirmar que «el Estado soberano era para sus súbdi-tos una jaula de hierro desde la que sólo podían comuni-carse jurídicamente con el exterior a través de muy estre-chos barrotes», en su monografía «Les nouvelles tendencesdu Droit international», («Las nuevas tendencias del Dere-cho internacional, París, 1927), cuya lectura reclama sercompletada con la apretada síntesis que, en plena Segun-da Guerra Mundial (1943), realizó para la colección «L’evo-lution de l’humanité» de la editorial «La Baconnière deNeuchâtel» (Suiza), con el título «La morale internationa-le» («La moral internacional»).

Aún en 1958, el internacionalista alemán y filósofo delDerecho de la Universidad de Würzbürg, vinculado de ma-nera inequívoca con la causa y los argumentos del iusna-turalismo, Friedrich August Freiheir von der Heydte, en

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el volumen primero de su «Volkerrecht. Ein Lehrbuch»(«Derecho Internacional». Köln, 1958) entendía plenamen-te factible seguir considerando a los Estados como los úni-cos sujetos propiamente dichos del Derecho Internacional,o los sujetos originarios del mismo, atribuyendo a losdemás sujetos la condición o bien de «personas jurídicasinternacionales» (denominación postulada por Fedozzi), obien de «personas jurídicas de Derecho internacional», (enel sentido de que su personalidad jurídica internacional secreaba en virtud del reconocimiento por parte de la comu-nidad internacional a través de un tratado internacional,o mediante negocios jurídicos unilaterales).

Bien cierto es que, ni el Derecho internacional, ni lasrelaciones internacionales, ni la política externa o internade un Estado, pueden analizarse con rigor, o esclarecersede forma adecuada si nos situamos en un supuesto «toposuranos», sino desde (y en) sus «formas concretas de mani-festación», en un planeta que padece una crisis de civiliza-ción profunda, y cuyas condiciones biológica, económica, ypolítica de supremacía se encuentran actualmente puestasen cuestión.

Así las nuevas concepciones del Derecho de Gentes hancontribuido a modificar las condiciones del Derecho inter-nacional, que es entendido ahora como un Derecho de con-tenido progresivamente institucionalizado, democrático,humanista y social; como un Derecho que ambiciona incor-porar a las tradicionales funciones de tipo relacional ycompetencial, la irrenunciable función de procurar el de-sarrollo integral de los individuos y de los pueblos sin dis-tinción alguna. Derecho que manifiesta un interés apre-ciable por la protección de los derechos fundamentales delhombre y la suerte de los pueblos, articulando su trata-miento a través de instrumentos de diverso carácter y dedistinto alcance, que suponen todo un esfuerzo codificadorrealizado a través de trabajo de tipo convencional (Con-venciones y Pactos internacionales), y de una serie de De-claraciones de la Asamblea General dotadas de valorpragmático, que han contribuido a crear una concienciainternacional a favor de la protección de los derechos del

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hombre, y de la puesta en funcionamiento de una seriecompleja de mecanismos institucionales de garantía.

Recuérdese en relación con el tema, y siguiendo sustan-cialmente el análisis de la cuestión por parte de quien fue-ra vicepresidente del «Instituto de Derecho Internacional»,Clarence Wilfred Jenks (1909-1973) en su «The CommonLaw of Mankind» («El Derecho común de la humanidad»,London, 1958), el acento que el «Preámbulo» de la «Cartade las Naciones Unidas», en contraste con lo que al respec-to contemplaba el texto del «Pacto de la Sociedad de Na-ciones», puso a la hora de concebir a la nueva Organiza-ción Internacional como una organización destinada «acrear las condiciones bajo las cuales puedan mantenersela justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de lostratados y de otras fuentes del Derecho Internacional». Esmás, los derechos fundamentales, así como la dignidad, elvalor de la persona humana y la igualdad de derechos dehombres y mujeres, que en el «Preámbulo» de la «Carta delas Naciones Unidas» —tratado-ley o tratado normativotipo («Vereinbarungen»)—, tenían la condición de propósi-tos de la nueva organización internacional, que encuen-tran desarrollo en su articulado (artículos 1, 55-c, 56 y62-2), se están transformando de manera progresiva enprincipios constitutivos de la comunidad internacional,que obligan a los Estados miembros a adoptar medidas enel plano interno, de tal forma que las nuevas circunstan-cias parecen estar trabajando a favor de una estructura-ción jurídica y política progresivamente más compleja delDerecho internacional.

Todo ello ha determinado la inclusión de nuevas cate-gorías de sujetos internacionales, acentuando el polimor-fismo de la subjetividad internacional en el marco de la co-munidad internacional: individuos y agrupaciones de indi-viduos, colectividades humanas no constituidas comoEstado, Estados soberanos y organizaciones internaciona-les, organizaciones no gubernamentales, ... Se ha produci-do de este modo tanto a) el reconocimiento de la subjetivi-dad internacional activa (la posibilidad tanto de reclamar,como de acceder directamente a las jurisdicciones interna-

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cionales en defensa de sus derechos) y pasiva (la responsa-bilidad internacional por los delitos internacionales ensentido estricto, si bien con carácter excepcional por los«delicta iuris gentium») de la persona humana individual,que ha dejado de ser considerada como un mero objeto delorden internacional, aún cuando todavía se trata de unasubjetividad limitada y en el ámbito de marcos convencio-nales; como b) en alguna medida la atribución a «los pue-blos» de manera progresiva de la condición de actores so-ciales para quienes se reclama una especie de subjetividadinternacional.

A estos efectos en los últimos tiempos con harta fre-cuencia se considera y reconoce a los pueblos como titula-res de un derecho a la autodeterminación y hasta se lesanticipa el «status» característico de la estatalidad, en elmarco de una supuesta relativización del Estado como ac-tor internacional, cuya condición «fragmentada» ha sidopuesta de manifiesto, en uno de los más clarividentes aná-lisis de la materia, por Robert O. Keohane, padre del para-digma transnacional y exponente del vocabulario neorrea-lista en los estudios de las relaciones internacionales y delos regímenes internacionales, cuyas obras, en parte revi-sionistas del realismo, se han convertido en puntos de re-ferencia inevitables para la disciplina, y hasta el puntoque algunas de ellas constituyen, pese a su condición rela-tivamente reciente, un auténtico «locus classicus» de lamateria; y, finalmente c) está cristalizando, en conexión yen relación a la utilización de los espacios ultraterrestresla atribución a la humanidad de la condición de sujeto deDerecho internacional; circunstancia de la que se ocupó,con el rigor que caracteriza al conjunto de su obra, el ma-estro complutense Luís Legaz y Lacambra (1906-1980) enel artículo «La humanidad, sujeto de Derecho», con el queel entonces Director del «Instituto de Estudios Políticos»de Madrid colaboró en el volumen colectivo «Estudios deDerecho Internacional Público y Privado en homenaje alProfesor Luis Sela Sampil, editado por la Universidad deOviedo, con motivo de su jubilación, el año 1970. En defi-nitiva, los Estados han dejado de ser actores exclusivos de

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las relaciones internacionales, en las que participan conotros actores legítimos, que compiten y cooperan con ellosen la esfera internacional.

En un mundo de alternativas imperfectas, el protago-nismo de las relaciones internacionales estaría dejando,progresivamente, pues, de ser exclusivo de los Estados yde los organismos intergubernamentales. El propio Estadocomo forma de organización social basada en una concep-ción territorial pretendidamente exclusiva y hermética dela soberanía, ve como se redefinen sus funciones y com-parte hoy los papeles protagonistas del reparto en el esce-nario internacional con otros tipos de organizaciones decarácter más bien funcional, que no se encuentran tanvinculadas como siempre parece que se hallaba el Estadocon determinantes y circunscritos espacios geográficos.Esta es una de las circunstancias que más radicalmentehan puesto en crisis el tantas veces invocado modelo tradi-cional, que parecía basarse en una identificación insosla-yable entre la Nación y el Estado.

Pese a todo, tal y como insiste el estudioso de los distin-tos modelos de democracia y teórico de los puntos de vistaglobalistas del Derecho y la Política, David Held (n.1951),en «Democracy and the Global Order: From the ModernState to Cosmopolitan Governance» («Democracia y ordenglobal. Desde el Estado moderno al gobierno cosmopolita»,Polity Press, Cambridge, 1995) y en el volumen colectivodel que es editor con el título «Global Transformations: Po-litics, Economics and Culture» («Transformaciones globa-les de la política, la economía y la cultura», Polity Press,Oxford, 1999), no se debería exagerar, como de hecho confrecuencia se hace, el alcance que a estos efectos cobranlos procesos objetivos de globalización presentándoloscomo una de las causas, ya sea del eclipse total del siste-ma de Estados, ya sea de la emergencia de una sociedadmundial integral. Tampoco es razonable dejarse engatusarpor los «cantos de sirena» globalizadores que ponen encuestión el papel del Estado en la sociedad planetaria in-ternacional del presente, ya que aún cuando se estánasentando progresivamente las bases de la construcción

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de un Estado constitucional mundial y de una democraciatransnacional, lo cierto es que todavía continúa siendodifícil disputar al Estado una cierta (sin duda enorme)preeminencia en el Derecho internacional y aún está porver que seamos capaces de crear los nuevos tipos de comu-nidad moral que exigen los nuevos contextos y que no pa-rece que tengan que estar en abierta contradicción con elEstado.

El Derecho internacional contemporáneo sigue respon-diendo básicamente a una estructura institucional de yux-taposición, y los Estados-nación soberanos continúan sien-do sus sujetos por excelencia, titulares de una subjetividadprimera y plena, frente a la subjetividad segunda y funcio-nal propia de «los otros sujetos». Se ha consolidado en elconjunto del planeta el Estado-nación como forma de go-bierno y de organización política asentada en una concep-ción territorial de la soberanía. El estado-nación como for-ma política se ha vuelto pues casi universal, al haberse ex-portado al planeta entero la idea occidental de Estado y denación, que alcanza hoy a pueblos y culturas del resto delmundo, que no habían conocido o habían estado privadosen el pasado de esta forma de organización política. Losnuevos Estados en la mayor parte de los casos han sido re-conocidos como tales por la comunidad internacional, peroen más de una circunstancia todavía les quedaba un largocamino de construcción; se trataba de Estados jurídicos,pero no de Estados empíricos. Estados que llevan apareja-da la construcción forzada de una nación artificial. El nú-mero y la variedad de condiciones que presentan los distin-tos Estados ha crecido en el último cuarto de siglo de formaespectacular, hasta alcanzar hoy a escala mundial las dos-cientas veintiuna unidades, cerca de ciento noventa de lascuales tienen la condición de miembros de pleno derecho dela Organización de las Naciones Unidas, si bien se trata deentidades bastante heterogeneas en atención a sus cultu-ras, credos, legitimidad de sus fronteras, dimensiones, ca-pacidades y riqueza de sus poblaciones.

Se había anunciado hasta la saciedad que en la conclu-sión del siglo XX estábamos arribando a un momento

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postnacional, hasta el punto que para el historiadoringlés Eric J. Hobsbawm el nacionalismo había dejado deser «un vector importante del desarrollo histórico», dota-do como estaba de atavíos llamativamente arcaicos, quese diría que tenía la condición de producto caducado. Todoparecía apuntar a que terminaríamos teniendo un mundoplenamente postmultinacional, y para confirmarlo bastaráal respecto con remitirnos al provocador texto de RogersBrubaker «Nationalism reframed: nationhood and the na-tional question in the New Europe» (1997). Pese a talesaugurios las condiciones actuales parece que confirman el«dictum» de quien fuera titular entre 1931 y 1947 de laprestigiosa «cátedra Woodrow Wilson de Política Interna-cional» del «University College» de Gales, Aberystwyth, en«Nationalism and After» (London, 1945), «la nación consu consolidación renovada y popular había llegado paraquedarse».

A su vez y por su parte, la concepción comunitaria ypersonalista del Derecho internacional, que se abre cami-no de forma progresiva en nuestro siglo, ha desarrolladouna conciencia de las dificultades que presenta, frente alos actuales desafios y exigencias, el mantenimiento deun marco de un sistema estrictamente relacional, lo queha determinado el fortalecimiento del papel atribuido alas organizaciones internacionales, en cuya densa red deorganizaciónes universales y regionales participan todoslos Estados, y ha abierto el franco reconocimiento de supersonalidad jurídica. Con ello se ha podido reducir, enalguna medida, la imagen anárquica y descentralizada delas relaciones internacionales, al socavar, al menos enparte, la soberanía formal de los Estados nacionales y seha contribuido, en fin, a un cierto arreglo pacífico de lascontroversias internacionales, así como a la previsión deuna serie de mecanismos institucionalizados para la solu-ción de litigios.

Bien cierto es que en un primer momento se recurrió ala ficción de considerar a las organizaciones internaciona-les como si («als ob», «quasi», «wie wemm», «comme si»,«come se», «sicut» o «que si») se trataran propiamente de

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Estados. Una vez más la «fictio iuris», percepción coopera-tiva que tantas veces ha operado de forma activa en laconformación de la mentalidad y el discurso jurídicos, seutilizaba por los juristas al servicio de las necesidades téc-nicas de la legislación y la dogmática. El uso, por parte deéstos, de la «fictio iuris» se realiza dotada de plena cons-ciencia de su «falsedad», o al menos de su «relativa inade-cuación», —en contraste con la «praesumptio» de caráctermeramente conjetural— y por tanto susceptible de prueba—ya que se trata de una suposición conscientemente fal-sa, a la vez que con cierta conciencia de su fecundidad,esto es, de su utilidad instrumental, ya que por ficción seentiende un artificio que nos permite formular pensa-mientos correctos acerca de la realidad sobre la base de re-presentaciones conscientemente falsas. Ficciones a cuyouso debería renunciarse en el supuesto de que no pudieraacreditarse su valor de utilitario. En línea con el ficciona-lismo («fiktionalism») y la lógica del «como sí» de HansVaihinger (1852-1933), filósofo austríaco cuya notoriedadsuele asociarse a su condición de fundador de la publica-ción jurídica «Kantstudien» (1897) así como de la Sociedadde Estudios Kantianos «Kant Gesellschaft» (1905), profe-sor de la Universidad de Halle (desde 1884 a 1906) y autorde «Die Philosophie des als Ob. System der theoretischespraktischen und religiösen Fiktionen der Menscheit aufGrund eines idealistischen Positivismus» («La filosofía delcomo sí. Sistema de las ficciones teóricas, prácticas y reli-giosas de la humanidad a base de un positivismo realista»,Leipzig, 1911).

En la década de los noventa se ha puesto en cuestióndesde diferentes frentes el modelo de Estado-nación comoforma de organización política, acaso como una más de lasconsecuencias de la dependencia mutua de todos los paí-ses del mundo, cuyos gobiernos no siempre están en condi-ciones de poder controlar individualmente y por sí solossus problemas y sus destinos, así como de la mundializa-ción y de la transnacionalización de las relaciones interna-cionales, con la consiguiente integración a escala mundial

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de gran parte de los sistemas productivo, comunicacionaly financiero.

No es infrecuente toparse con afirmaciones recurrentesque destacan hasta qué punto tanto la naturaleza de la co-munidad política, como el sistema tradicional de los Esta-dos nacionales soberanos han entrado en crisis a causa deestas nuevas situaciones que se han dado en llamar situa-ciones de «interdependencia compleja», en las que se apre-cia una progresiva pérdida de autonomía por parte de losEstados a la hora de fijar sus actuaciones decisorias y deformular sus políticas en nombre del interés general.

Esta serie de circunstancias han determinado que sereclame por teóricos y polemistas tan reputados comoJürgen Habermas la necesidad de desarrollar lo que ya sedenomina «el orden o la constelación post-nacional» enEuropa y en el mundo. Toda vez que, si permanecemos li-mitados a los distintos ámbitos de cada una de las sobe-ranías estatales, parece que resulta harto difícil, si no im-posible, resolver los problemas que suscitan hoy las diver-sas manifestaciones de la globalización, ya que cada vezson mayores los obstáculos y dificultades que se oponen ala realización de una política económica propia dentro delmarco del Estado nacional, que pretende situarse absolu-tamente al margen de los imperativos y las exigenciasque de manera sistemática prescribe el mercado mundial,dotado como está de una especialmente delicada sensibili-dad que le permite reaccionar rápidamente a las altera-ciones o perturbaciones detectadas por cualesquiera delos indicadores políticos o económicos, que vienen a con-firmar las limitaciones crecientes de toda política estato-céntrica, así como las cada vez más importantes y nume-rosas insuficiencias que presenta la capacidad reguladorade los Estados-nación.

La ineludible necesidad de hacer frente a numerososproblemas que ya no están tan acotados, ni se encuentrantan ligados a los estrictos límites geográficos de los Esta-dos nacionales, ha determinado la emergencia hegemónicade estructuras de poder y de seguridad supranacionales,así como la internacionalización del «political-decision-ma-

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king», que permite distinguir abiertamente en el escenariointernacional entre Estados de gran clase, Estados de cla-se preferente y Estados de clase turista.

El modelo del Estado-nación soberano, sin restriccionessobre los acontecimientos ocurridos en su propio territorio,parece que está comenzando a quebrarse, abriéndose pasoel llamado «Estado comercial abierto» como consecuenciade la acción simultánea tanto de las actividades de las or-ganizaciones internacionales, multinacionales y suprana-cionales en los espacios supraestatales, como de las activi-dades realizadas por instituciones y agentes transnaciona-les y subnacionales o por distintos soberanos privadossupraestatales de carácter difuso, entre los que no es me-nor el papel que vienen desarrollando las empresas multi-nacionales o transversales (cuya relevancia en el Derechointernacional económico se manifestó ya en la crisis que laeconomía mundial experimentó a partir de 1970. Empre-sas cuyas actividades no sometidas a control desde el pun-to de vista del bien común pueden generar —y de hechocon harta frecuencia generan— formas abusivas de coloni-zación económica, denunciadas, entre otros, por el PapaPablo VI en su Encíclica «Octogessima Adviens»), y cuyaregulación, reglamentación, supervisión y fiscalizaciónhan sido abordadas por distintas Resoluciones de laAsamblea General de Naciones Unidas, que operan en elámbito de diferentes demarcaciones espaciales y debilitany relativizan de forma extraordinaria algunos de los prin-cipios básicos, hasta hace bien poco incontestados, de lasupuestamente irreductible soberanía del Estado-nación.

A todo ello habría que añadir el surgimiento y desarro-llo, en la «sociedad civil global», de una variada serie deactores no estatales y no gubernamentales: organizacio-nes-redes de incidencia y naturaleza transnacional(«Transnational advocatory networks»), grupos de base,oxfan y agentes sociales no gubernamentales e iniciativasciudadanas, que cubren la práctica totalidad de los asun-tos humanos relacionados con el bienestar, que resultanser las nuevas realidades que se manifiestan como unaelocuente expresión de la emergencia de una sociedad

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transnacional, como una de las consecuencias de la inten-sificación literalmente transformadora de las relaciones ylos intercambios internacionales. Organizaciones que, sibien se encuentran todavía en fase de constitución, no porello debe ignorarse que de hecho han llegado a alcanzarenorme protagonismo, habiendo conseguido ejercer unainfluencia política real, al estar hoy dotadas de un crecien-te potencial de poder, en base al generalizado reconoci-miento de una cierta «auctoritas» por parte de la opiniónpública, con lo que de hecho ejercen una influencia real enlos medios de comunicación y en los espacios extraciuda-danos, así como en la confección de las agendas y hasta enlos resultados y condiciones de las distintas conferenciasmundiales de las Naciones Unidas.

Bastaría con recordar al respecto, renunciando por su-puesto a la exhaustividad: al Comité Internacional de laCruz Roja y la Media Luna Roja (C.I.C.R.), Consejo Mun-dial de las Iglesias, Greenpeace, Amnistía Internacional,grupos de base, Friends of The Earth, Urgewald, Ecolo-gist, Sierra Club, Intermón Oxfom, ALOP, APRODEV,CIDSE, el Fondo para la Protección de la Infancia, la Or-ganización Médicos sin Fronteras («Medecins du Monde»),«America Watch», «Human Rights Watch» ... Manifestacio-nes asociativas carentes del estatuto jurídico propio de lasorganizaciones internacionales, pero que, al decir de M.Merle constituyen la expresión de una solidaridad inter-nacional creciente en todos los ámbitos en los que se ejercela actividad no lucrativa de los particulares y de los gru-pos privados. Organizaciones que configuran un avanceinnegable hacia la «sociedad civil global», propiciada porun conjunto de actividades, movimientos y asociacionesvoluntarias que se han desarrollado a escala internacio-nal, y cuyo activismo se inspira en ideologías globalistasde carácter humanitario, ecológico o religioso.

Ante la creciente implicación y penetración mutua delas políticas internacionales y domésticas, la progresivaintegración a escala mundial de los sistemas productivos yfinancieros, la expansión de fuerzas e interacciones trans-nacionales y la fragmentación —atomización de los espa-

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cios geopolíticos, todo parece contribuir a que el «locus»del poder político efectivo esté en parte dejando de ser elgobierno nacional, lo que supone que el marco conceptualde la soberanía del Estado nacional y asistencial se estáviendo difuminado de manera progresiva.

El Derecho internacional y las relaciones internaciona-les ya no pueden ser comprendidos exclusivamente en fun-ción de los Estados nacionales, habiéndose pasado de unarígida y hermética estatalización de las relaciones inter-nacionales, a una enriquecedora segmentación de éstas,tanto en su dimensión territorial como en su dimensiónfuncional.

Hasta tal punto es así que Daniel Bell, (n. 1919), Gunt-her Teubner y Helmunt Winke, entre otros, han podidosostener que el Estado-nación se encuentra hoy ante uncierto «impasse», ya que parece ser simultáneamente de-masiado pequeño para llegar a solucionar los grandes pro-blemas, así como excesivamente grande para poder resol-ver los problemas pequeños.

Por expresarlo con los precisos términos de que se sirveLuigi Ferrajoli en la ponencia presentada al XIX Congresode la Sociedad Italiana de Filosofía del Derecho que se de-sarrolló en la Universidad de Trento del veinticinco altreinta de septiembre de 1999, sobre el tema «Crisi e me-tamorfosi della sovranità esterna degli Stati» («Crisis ymetamorfosis de la soberanía externa de los Estados») lainmensa mayoría de los indicadores de que disponemosparecen apuntar a que el poder y la capacidad del Estadonacional para determinar aspectos fundamentales de laactividad política tanto interna como internacional, conti-núan siendo, si no exclusivos, puesto que la acción colecti-va se escapa progresivamente de su jurisdicción, sí al me-nos de importancia considerable.

A finales de la década de los setenta, y en el contextodel análisis de la formación y el desarrollo de las corpora-ciones transnacionales, comenzó a hablarse de una globa-lización de la economía a escala planetaria. Una globaliza-ción de las fuerzas del mercado sin apenas ninguna de lasrestricciones, constreñimientos y obstáculos que genera la

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intervención pública. Globalización que iba a estar llama-da a destruir las divisiones culturales y socioeconómicasque han servido para definir los modelos políticos carac-terísticos de la era moderna.

El término globalización, que concluirá por convertirseen una de las palabras clave de nuestro tiempo, consti-tuyéndose en un concepto omnipresente que define un ám-bito de estudio y reflexión crucial para comprender la am-bivalencia y multidimensionalidad de las transformacio-nes sociales contemporaneas, así como en un desafío a latradición intelectual de las ciencias humanas, en origenfué un término que afloró en relación con el restringidoámbito de las corporaciones transnacionales y que aca-baría por extenderse a otros múltiples procesos políticos,jurídicos, estéticos, tecnológicos, axiológicos, ecológicos eideológicos.

Si bien todavía puede sostenerse que ha dado lugar aun enfoque en el que continúa primando la consideraciónde la globalización del comercio de mercancías, capitales,empresas y actividades productivas, y servicios, con elconsiguiente incremento de la actividad económica inter-nacional y de la percepción del sistema internacional comoun sistema interdependiente e intermodulado, en el que alos agentes del mercado se les atribuye un papel predomi-nante y predeterminado sobre las economías nacionales yel Estado-nación, que se dice habría sido miniaturizado.

Proceso en el que se ha desarrollado una nueva formade sociedad, la sociedad-red, en la que las actividadeseconómicas se encuentran organizadas en forma de redes,y en el que la producción se deslocaliza por la caida de loscostes del transporte. Proceso que propicia la aparición ydesarrollo de corporaciones transnacionales, la liberaliza-ción del sistema financiero, con la consiguiente reducciónde las trabas a la libre circulación de capitales. Proceso deglobalización integral y de desarrollo, en el que la funciónde las organizaciones internacionales está siendo funda-mental. En ocasiones mediante el impulso directo, tal vezde las organizaciones internacionales han surgido proce-sos de cooperación, que, al intensificarse, han dado lugar a

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auténticos procesos de integración. En otras circunstan-cias las organizaciones internacionales se han limitado acrear la superestructura de los procesos de cooperación eintegración.

En este último decenio se ha generado un debate queenfrenta cuatro diferentes maneras de percibir y explicarlos procesos conocidos con el nombre de globalización:

a) la postulada por los globalistas,b) la propia de los movimientos de resistencia contra-

rios a esta deriva del capitalismo,c) la patrocinada por los escépticos yd) la sustentada por los transformacionalistas.

Los primeros, entre quienes a su vez es posible distin-guir una visión neoliberal, y una visión marxista o post-marxista, la de los globalizadores alternativos o neointer-nacionalistas —que reclaman un nuevo tipo de solidaridady por ello otras modalidades de globalización que cubranel vacio de la política de la globalización «neoliberal», a finde poder maximizar las consecuencias positivas de la glo-balización y a la vez limitar sus efectos menos afortuna-dos— consideran a la globalización, en la medida en queconfigura un mercado global que se superpone a los Esta-dos-nación, como la fase admonitoria del desarrollo del ca-pitalismo, y ofrecen una imagen del universo vinculada alconcepto de «sociedad mundial», que operaría a la manerade principio regulativo o meta-final hacia la cual, o seríamoralmente obligatorio tender (al igual que sucediera conla idea de paz perpetua trazada, con el acreditado rigoris-mo argumentativo de su ética práctica basada en el princi-pio de adhesión al deber, por Immanuel Kant en «Zumewigen Friegen» «Sobre la paz perpetua», 1795), o resultaen todo caso inevitable hacerlo, en la medida en que obe-dece a lo que Ricardo Petrella denominó las «nuevas ta-blas de la ley» del capitalismo de mercado.

Es claro que quienes se identifican como globalistas otransnacionalistas, consideran que nos encontramos anteun proceso de carácter no sólo, pero sí básicamente, econó-mico, cuyo nucleo central sería el avance imparable de la

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cultura del mercado. Ha terminado por hacerse frecuentela utilización abusiva del término globalización al que seacude a fin de describir cualquier proceso o relación quede alguna manera atraviese los límites de un Estado,cuando lo más adecuado en gran número de circunstan-cias sería hablar de transnacionalización, tal y como su-giere el antropólogo sueco Ulf Hannerz.

Quienes así proceden enfatizan el hecho evidente deque hoy en día, y como resultado de la globalización del co-mercio, del incremento de la movilidad humana y del de-sarrollo de las instituciones internacionales y de los me-dios de comunicación, la gente parece vivir en lo que bienpodríamos definir como un «calidoscopio de culturas», encuyo marco se mueven libremente, optando entre las di-versas posibilidades que les ofrecen las distintas tradicio-nes culturales, y entienden que los flujos económicos o tec-nológicos, así como el ensanchamiento de los espacioseconómicos y sociales en los que venía desarrollándose laexistencia han terminado por romper con la lógica del sis-tema de Estados, cuyas estructuras y contornos se hanvisto sustancialmente alterados y hasta desvertebrados, yhan sido desplazados por la lógica de la red o de la tela-raña, lo que ha determinado la necesidad de reconocer laexistencia de una pluralidad de actores en el sistema in-ternacional (organizaciones internacionales-gubernamen-tales o no—, empresas multinacionales, la humanidad ensu conjunto, unidades políticas sub-estatales o infraesta-tales, como el individuo y los grupos, o pueblos), y los hallevado a considerar que resulta anacrónico seguir soste-niendo que la garantía del orden mundial y de la paz de-berían continuar basándose en el añejo modelo de Westfa-lia, que configuraba las relaciones internacionales en tér-minos de puro equilibrio mecanicista de coexistencia entreEstados soberanos. Modelo que ahora se entiende anacró-nico, y por ello inadecuado para afrontar las múltiples en-crucijadas de un mundo cada vez más global y a la vezmás fragmentado, y los más acuciantes problemas inter-nacionales de la actualidad, en lo que éstos tienen deauténticos problemas transfronterizos que han puesto en

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evidencia la vulnerabilidad de todos y han sometido a dis-cusión la nítida diferenciación que el pasado parecía haberconsagrado entre asuntos domésticos y asuntos fronterizos(la paz y la seguridad, la transnacionalización de una grancantidad de programas de defensa y logística, la protec-ción de los derechos humanos, la regulación y protecciónefectiva del medio ambiente, el uso de recursos no renova-bles, la reducción de la capa de ozono, el calentamiento delglobo, la administración y almacenamiento de residuosnucleares, las crisis ecológicas, el equilibrio demográfico,el desarrollo económico, la regulación del poder de lasgrandes corporaciones mercantiles, las hambrunas, la re-presión del terrorismo y de las formas de criminalidad in-ternacional organizada, la necesidad de evitar que con-tinúen existiendo espacios de impunidad, la lucha contrala corrupción y el soborno en las transacciones económicasinternacionales...), propiciando en consecuencia la puestaen marcha de una serie de reformas radicales de las Orga-nizaciones internacionales y, muy especialmente, de la Or-ganización de las Naciones Unidas, que permitirían sutransformación en un auténtico poder supranacional ca-paz de situarse por encima de las soberanías nacionales yde limitar la jurisdicción interna de los Estados, recupe-rando a una escala planetaria los espacios políticos, jurídi-cos y éticos perdidos, cedidos o transferidos por el ámbitoestatal, y que permiten abordar la crisis del planeta, cu-yas condiciones biológicas, políticas y económicas de su-pervivencía se encuentran hoy seriamente cuestionadas.

El segundo enfoque estaría constituido de manera pre-dominante por quienes, desde actitudes inequívocamentecomunitaristas en el ámbito angloamericano, y nacionalis-tas en los medios europeos, adoptan posiciones antigloba-listas y denuncian lo erroneo que resulta identificar el«mundialismo» con el «cosmopolitismo» que ha venido aprolongar las aspiraciones del proyecto ilustrado, al soste-ner que la convivencia verdaderamente humana solo esposible en lo universal. Antiglobalistas que insisten enuna defensa de alternativas a lo real, a lo existente, recla-mando como posible, además de necesario, avanzar hacia

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otro mundo y otras pautas, insistiendo en que resulta ur-gente un cambio de marcha basado en la cooperación y enla solidaridad, en la estela de un mundo mejor, en el quedeberían tener cabida otros mundos.

Entre éstos figuran además grupos de intereses y secto-res que pretenden mantener distintas modalidades de pro-teccionismo y barreras arancelarias destinadas a penali-zar los productos agricolas importados, como es el caso deuna de las estrellas mediáticas del movimiento antigloba-lización, el francés Joseph Bové.

Bien cierto es que gran parte de los tratadistas de lospaíses francófonos prefieren utilizar, o bien los dos térmi-nos («globalisation» y «mondialisation»), ya sea indis-tintamente, ya sea atribuyendo preferencia relativa alsegundo, o bien se diferencia la mundialización de la glo-balización, asignando a la primera el constituir la prolon-gación de una serie de tendencias que se habían manifes-tado con anterioridad y que se aceleran en el último ter-cio del siglo XX (tendencias que en ningún caso tienen unsentido negativo), y a la segunda la condición de procesorechazable en el que los Estados han vaciado una parteconsiderable de sus competencias y se han visto desplaza-dos en medida significativa por el mercado. Con el térmi-no mundialización los analistas del tema en este ámbitolingüístico cultural suelen hacer una referencia más es-pecífica a la dimensión geográfica planetaria del procesode globalización.

En palabras de Pascal Bruckner: «El mundialismo encualquier caso es menos cosmopolita. Si de hecho puedeengullir, clasificar y digerir todo, es porque previamenteha procedido a anular todas las culturas, vaciándolas des-de su interior, despedazándolas y descarnándolas, pararestituirlas luego embalsamadas, al igual que las momiasen su sarcófago, consumiendo simultaneamente lo queconstituye su singularidad. El mundialismo es como unabomba aspiradora que engulle ritos, folklores, leyendas,como si la trama hollywoodiana o dysneyana fuera la con-dición y el final de toda la historia del planeta. El mun-dialismo actual niega las diferencias existentes entre las

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culturas, invocando al hacerlo una pobre universalidad,la de los ocios y el comercio ¿Y si esta manía por lo pluralocultase en realidad una alergia a la diversidad? ¿Y sinuestros pseudocosmopolitas tuvieran hacia el foráneo lamisma fobia que los nacionalistas, con la salvedad de queprefieren desarmarle de su diferencia e individualidad,mientras que los xenofobos la excluyen? («Le vestige deBabel, cosmopolitisme o mondialisme» «El vestigio de Ba-bel. Cosmopolitismo o mundialismo», Arleá, París, 1944).La clave de su discrepancia con la globalización acaso ra-dique en entender que no sólo resulta imposible, o alta-mente improbable, producir a escala planetaria auténti-cos espacios públicos, en los que se haga viable un ordenmundial cosmopolita, sino que, además, resulta indesea-ble de todo punto establecer una concentración del poderpolítico en una estructura de poder global que pretendaconstituirse en alternativa a la guerra y a la anarquía in-ternacionales.

Desde este discurso, los antiglobalistas proponen, por elcontrario, revalorizar las identidades étnico-nacionales ennombre del pluralismo, de la complejidad y de la diferen-ciación cultural, en la creencia de que sólo podemos com-prendernos como protagonistas de una narración y comoreceptores de una tradición que, a su vez, nos encargamosde transmitir.

Persuadidos de que la soberanía de los Estados nacio-nales, y hasta de las naciones sin Estado, constituye unpunto de partida insustituible, en la medida en que tienenla condición de entidades políticas y formas de organiza-ción de la convivencia naturales o cuasinaturales, pues laspropias sociedades son diversas y la especie humana sedesarrolla a través de modos extraordinariamente diversi-ficados; lo que determina que postulen un llamado «dere-cho supranacional mínimo», capaz de coordinar a los suje-tos de la política internacional, ateniéndose para ello auna lógica de la subsidiaridad normativa respecto de lacompetencia de los ordenamientos jurídicos estatales.

En la convicción, tan querida a Jean-Jacques Rousseau(1812-1778), de que la idea de un supuesto contrato social

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universal y de un subsiguiente espacio político mundial,no sólo es una idea de dudosa viabilidad en las condicionesdel pasado, sino que más bien es una propuesta escasa-mente deseable, en lo que tiene de idea preocupante y que,en consecuencia, no debería propiciarse.

En todo caso la impugnación de la globalización cuentacon la convergencia de tres corrientes:

a) la constituida por quienes se oponen al declive real ypotencial de las víctimas de las desigualdades socia-les y de la fragmentarización social, que provea «elnuevo orden mundial», persuadidos de que una glo-balización sin reglas conduce inevitablemente a de-sequilibrios peligroso y a injusticias perpetuadas; oal deterioro de los estándares morales y culturales;

b) la integrada por quienes se resisten a predicar yasumir la pauperización de la idea de Estado, o aaceptar que el Estado-nación se vea privado de susfunciones y márgenes de maniobra, en un momentoen el que todavía no se cuenta a nivel supranacionalcon ninguna institución que cubra funciones análo-gas a las que desarrollaban, ateniéndose a procedi-mientos sometidos a control democrático, los Esta-dos-nación, en cuyo ámbito era posible exigir respon-sabilidades; y

c) la que aglutina a quienes estiman que las identida-des culturales diferenciadoras constituyen elementosbásicos e irrenunciables de resistencia frente al Es-tado totalizador y al pensamiento único de la socie-dad de consumo de masas que favorece la globaliza-ción en lo que ésta tiene de norteamericanizaciónideológica, tecnológica, militar, cultural y económicade la sociedad planetaria contemporanea, y por ellode desprecio a las culturas locales.

En este sentido resulta representativa la frase del etólogoIrenäus Eibl-Ecbesfeldt en «The Biology of Peace andWar» («La biología de la paz y la guerra», Thames andHudson, London, 1979); «La uniformización de las cultu-ras podrá entrar en contradicción con la evolución del gé-

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nero humano. Ahí reside el mayor peligro de cualquiertipo de evolución planeada y guiada por nosotros. Tanpronto como la orientamos a un objetivo definido, corre-mos el riesgo de restringir el espectro de posibilidades y,por tanto, de iniciar un proceso de involución. La diferen-ciación, la multilateralidad y la apertura al mundo son ca-racterísticas humanas que han de ser conservadas.

El tercer punto de vista acerca del proceso de globaliza-ción en marcha estaría representado por quienes conside-ran que no existe propiamente tal globalización, sino quese trata más bien de una ficción, o de un mito ante la di-versidad cultural y multipolaridad reales. En el entendi-miento de que lo que se ha producido es, por encima decualquier otra circunstancia, un significativo proceso deinternacionalización y regionalización de la economía, delcomercio y de los flujos internacionales. Proceso que haterminado generando un evidente incremento de las inte-racciones de las distintas economías nacionales, en la quetodos participan y de manera más palmaria los más pode-rosos, quienes continúan siendo hegemónicos y determi-nando en sus grandes lineas maestras la dinámica del co-mercio y de la economía mundial, y el funcionamiento deorganizaciones multilaterales del tipo del Fondo Moneta-rio Internacional, el Banco Mundial o la OrganizaciónMundial del Comercio. Quizá el más caracterizado de losescépticos que califican a la globalización como un mito, yque sostiene que la economía mundial todavía continúacaracterizándose por una división del poder y del trabajo,es Aldo Ferrero.

La cuarta, y última, aunque no por ello menos relevan-te, de las actitudes frente a la globalización estaría repre-sentada por aquellos que son conocidos como transforma-cionalistas, y que tienden a presentar la globalizacióncomo un proceso que, por su multidimensionalismo, carecede precedentes en la historia de la humanidad. Procesoque se genera en el marco de la complejidad del sistemainternacional en el que se han acelerado todas las muta-ciones, en donde se aprecia la emergencia de signos tantode fragmentación y aumento de la complejidad, como de

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homogeneización y de reducción de aquella (ambos con susrespectivas carencias) y en el que los distintos actoreseconómicos han generado la emergencia de una nueva so-ciedad civil global en el ámbito de la heterogeneidad (porlas múltiples interrelaciones de las que procede y genera)y de la complejidad (no avanza al mismo ritmo, ni ofrecesimilar nivel) características de un sistema internacionalmulticéntrico.

Más de una vez se ha puesto en evidencia por distintosautores de esta corriente transformacionalista que la glo-balización, generada por los Estados-nación y los actoresdel mercado internacional, ha desarrollado una serie decondiciones que han terminado favoreciendo a su vez, sinhaber pretendido que así sucediera, la emergencia de unacierta «globalización desde abajo». Globalización desdeabajo que toma cuerpo en «la sociedad global» y se desplie-ga y articula a través de distintas Organizaciones no gu-bernamentales. Circunstancia de la que ofrece un acabadoy riguroso testimonio Richard Falk en «The World Orderbetween Intus State Law and The Law of Humanity: TheRole of Civil Survey Institution», que fuera editada por elsello Polity Press, en Cambridge, el año 1995.

XVIII. Por lo que concierne a la transformación de lasfuentes de producción normativa del Derecho internacio-nal, circula entre nosotros sin peaje cierto lugar comúnque asegura que se ha invertido la respectiva relevanciaatribuida a la costumbre y los tratados dentro del cuadrogeneral de las diversas fuentes formales de expresión delDerecho internacional en el sentido de que en este ámbitose estaría produciendo una cierta desclasificación u obso-lecencia del Derecho consuetudinario, por su condición deDerecho de formación lenta y difusa, resultante de la prác-tica internacional, que estaría perdiendo importancia delmismo modo que se habría ido perdiendo la virtualidad dela costumbre como fuente del Derecho en todos los ámbi-tos de los sistemas jurídicos contemporáneos, en los que seimpone la prioridad del Derecho escrito. Si bien no pode-mos dejar de tener presente el característico efecto consti-

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tutivo o generador que en el proceso de formación y cam-bio de las normas internacionales produce la interacciónnormativa entre las prácticas consuetudinarias y los tra-tados, y entre estas mismas prácticas y las resoluciones dela Asamblea General de la Organización de las NacionesUnidas.

Los tratados, en la medida en que constituyen la mani-festación privilegiada de la sociedad internacional institu-cionalizada, habrían venido a convertirse, según la inter-pretación más extendida, en la forma más generalizada deelaboración del Derecho internacional del presente, mien-tras que las normas de formación consuetudinaria, encuanto expresión característica de la dimensión relacionalde la sociedad internacional, parecerían estar abocadashoy a una cierta perdida del protagonismo que se leshabía reconocido en el pasado, pese a tratarse, como setrata, de la fuente autónoma más antigua del Derecho in-ternacional común, y aún cuando en la actualidad presen-tan un más que notable grado de certeza y claridad, a par-tir de la publicación sistemática y la fijación por escrito dela práctica internacional tanto de las distintas organiza-ciones internacionales, como de los Estados.

En la medida en que, como ha sostenido Terry Nardin,la sociedad internacional, como sociedad de comunidadespolíticas unidas por la autoridad de normas comunes,cuya lógica normativa procede de la razón que regulan susrelaciones, carece del tipo de instituciones por medio delas cuales normalmente se establecen y aplican las nor-mas de las comunidades políticas nacionales, en lugar dela legislación se ha visto obligada a que sus reglas depen-dan de un desarrollo esporádico, sin orden ni concierto, ocon un orden y un concierto singulares, del Derecho con-suetudinario.

Es más, la regla de Derecho internacional consuetudi-naria «pacta sunt servanda», en cuya virtud se declaraobligatorio el respeto a lo acordado, constituye el principiobásico de la misma institución del Derecho de los tratadosinternacionales. No en vano Hans Kelsen en su «Allgemei-ne Staatslehre» («Teoría General del Estado», Julius

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Springer Verlag, Berlin, 1925) sostiene que el sentido sub-jetivo del texto de muchos tratados internacionales consis-te seguramente en proponer la norma «pacta sunt servan-da» como norma jurídica de un sistema superior a las par-tes contratantes, coordinadas; hasta el punto que laproposición jurídica «pacta sunt servanda», que se inscribeentre las normas del Derecho internacional general, seríala constitución del Derecho internacional, al hacer posiblela existencia de órganos con competencia para establecernormas de Derecho internacional particular. El principio«pacta sunt servanda» aplicado a las relaciones internacio-nales presupone, al decir de Luis Legaz, que la comunidadinternacional en su fundamento es anterior propiamente atodos los pactos posibles, y que éstos sólo son una de lasformas posibles de desarrollar y realizar la relación quelos Estados mantienen «dentro» de la comunidad interna-cional a la que «ya» pertenecen.

Sabido es, y lo recuerda el profesor de la Universidadde París X (Nanterre), Serge Sur, en su «La coutume inter-nationale. Sa vie et son oeuvre» (1986), la manifiesta ori-ginalidad de los técnicas propias del Derecho internacio-nal frente a las técnicas características de los sistemas deDerecho interno.

En este sentido una de sus peculiaridades, que ha per-mitido calificarlo de «soft law», «derecho ductil», o «droitmou», se manifiesta en el excepcional valor que en su ám-bito de ordenación se ha venido atribuyéndo a la costum-bre como fuente del Derecho. Aunque en menor grado queen el pasado, toda vez que se le considera como un Dere-cho menos apropiado y peor adaptado a las exigencias de«aceleración de la historia», y del nuevo «Derecho interna-cional de la cooperación o del bienestar». Derecho que re-quiere disponer de una regulación positiva que tome cuer-po en una formulación y una promulgación específicas.Con todo, aún hoy sigue hablándose con harta frecuenciadel Derecho internacional como un Derecho en gran medi-da consuetudinario, lo que sin duda de siempre ha consti-tuido una fuente importante de perplejidad, cuando se

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afirmaba que éste era un Derecho que en última instanciase basaba en las prácticas de quienes lo usan.

Sí bien hoy ya no podría sostenerse, como sucedía en elDerecho internacional clásico, la condición que éste teníade «Derecho de coexistencia», que la costumbre internacio-nal («international customary law» o «general internatio-nal customary law»), resultado de la cristalización de unapráctica conocida y generalmente aceptada de forma ex-presa o tácita como Derecho por los Estados en su relacióncon otros sujetos de Derecho internacional, continúa man-teniendo la condición de fuente normativa por excelencia,en importancia y cantidad, en el ámbito jurídico, «comoprueba de una práctica uniforme generalmente aceptadacomo derecho» (por decirlo con la escasamente feliz fórmu-la utilizada en el prefacio primero del artículo 38 del Esta-tuto del Tribunal Internacional de Justicia) a la que seatribuía incluso virtud o fuerza derogatoria cuando los Es-tados dejasen de realizar o de practicar determinados ac-tos en atención a consideraciones jurídicas (no uso),o prac-ticasen habitualmente comportamientos contrarios comoexpresión de una voluntad negadora de su obligatoriedad,en perfecta sintonía con la condición que comunmente seimputaba a ese Derecho internacional clásico de Derechocaracterísticamente competencial y relacional, y que re-sultaba explicable en una sociedad como la internacional,apenas institucionalizada.

En la actualidad, por el contrario, los tratados cobranuna mayor importancia relativa, como manifestación delDerecho objetivo, relegando a un plano subalterno a lacostumbre internacional, en el ámbito de una experien-cia jurídica internacionl protagonizada cada vez más porun Derecho internacional de cooperación, por obra tantode las transformaciones del poder y de la progresiva in-tensidad y complejidad que presentan las relaciones in-ternacionales, como una de las consecuencias del retoque para el Derecho internacional supone su universali-zación, con la incorporación de numerosos nuevos miem-bros a la comunidad internacional de Estados soberanos,que cuestionan, en ocasiones con radicalidad, las prácti-

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cas consuetudinarias de los componentes originarios dela comunidad internacional cuando ésta venía a coincidircon los linderos de la Cristiandad Occidental o «res pu-blica christiana».

Para que podamos atribuir a la práctica reiterada deuna conducta la condición de costumbre internacional yano sería suficiente con que aquella contara con usos reite-rados en la Europa occidental y el Atlántico Norte, en cuyoámbito hasta hace pocas décadas se asentaba la culturasuministradora casi en exclusiva de las costumbres tradi-cionales de Derecho internacional.

Bien cierto es que en las organizaciones internacionalesde participación universal los nuevos Estados han compro-bado hasta qué punto las normas consuetudinarias pue-den jugar a favor de sus intereses, lo que ha contribuidopoderosamente a renovar el papel de la costumbre en elmarco de las fuentes del Derecho internacional, y que per-mite afirmar que la costumbre internacional se ha amol-dado con éxito creciente a las exigencias de la sociedad in-ternacional de nuestro tiempo, hasta el punto que lasgrandes potencias han perdido la influencia preponderan-te que en su formación tuvieron en el pasado.

Tal parece que el tratamiento en sede jurídica del Dere-cho consuetudinario como modo de creación o de produc-ción de Derecho extremadamente democrático apenas hadespertado la atención teorética de los juristas en el pasa-do, o que su relevancia ha venido siendo minimizada en elámbito de un pensamiento preponderantemente formalis-ta, en principio ciego a la naturaleza del Derecho como re-alidad social. Incluso suele observarse que su estudio ytoma en consideración se suele evitar hoy, por entenderque se trata de un tema colateral para la Teoría del Dere-cho. A su olvido contribuye el que con frecuencia se afirmeque en concreto la costumbre internacional parece habercaido en un profundo letargo. Sin embargo, todo apunta aque se esté produciendo una revalorización del papel de lacostumbre jurídica internacional bajo nuevas formas y así,como una confirmación más del celebrado aserto de NiklasLühmann (1927-1998), según el cual «la paradoja es la or-

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todoxia de nuestro tiempo», se habla hoy de «costumbresinstantáneas». Modalidad de Derecho consuetudinario querecibe una denominación en principio paradójica, contra-dictoria o meramente chocante, que refleja la atenuación opérdida de la importancia relativa de la exigencia del ele-mento temporal, de la prolongada repetición de una prác-tica constante en el tiempo, como uno de los requisitos dela costumbre, y la contrarresta sobre la base de la singu-lar intensidad de los precedentes en presencia, la genera-lidad en su ejercicio y la uniformidad de las conductas queen estos casos expresan las prácticas estatales.

Bien cierto es que la mayor parte de la doctrina recelade esta nueva modalidad de regla consuetudinaria, que sehabría desarrollado fundamentalmente en el ámbito de losprincipios y reglas que disciplinan la libertad de explora-ción del espacio ultraterrestre y la no-militarización, niapropiación, de los cuerpos celestes.

Esta nueva modalidad de norma consuetudinaria, for-mada acoplándose a un ritmo realmente acelerado, y en elque el factor determinante se ha desplazado de las exigen-cias en cuanto a la antigüedad de la práctica, o elementomaterial, al elemento espiritual de la costumbre, esto es ala convicción predominante en la comunidad jurídica deque una práctica reiterada es propiamente Derecho y obli-ga como tal, se ha desarrollado también de una maneradestacada en el ámbito del nuevo Derecho del mar, y den-tro de éste, de forma muy especial en relación a las llama-das «zonas económicas exclusivas».

Zonas marítimas en las que los Estados ribereños rei-vindican derechos soberanos a los fines de la exploración yla explotación de los diferentes recursos marinos, ya seanvivos o no, renovables o no renovables, en el espacio marí-timo más allá del mar territorial. Reivindicación que haencontrado consagración normativa en la tercera Conven-ción de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de1982. Quienes rechazan atribuir a éstas prácticas la con-dición de novedosa regla consuetudinaria arguyen queningún otro elemento sino la duración considerable de unapráctica, su uso largo e ininterrumpido (la «larga consue-

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tudo»), la frecuencia y generalización de la práctica de de-terminados actos, que constituye la evidencia externa o lasustancia de la costumbre (elemento material) hace madu-rar una mera práctica reiterada de comportamientos ypermite transformarla en costumbre jurídica; de tal mane-ra que la prolongada repetición en el tiempo de una prác-tica («diuturmitas») seguiría constituyendo un elementoóntico del Derecho consuetudinario, un requisito inelimi-nable para el asentamiento y consolidación del uso o con-ducta observada regularmente y su conversión en costum-bre internacional, cuando a este elemento objetivo o mate-rial se le suma el elemento intelectual o subjetivo del«animus» o convicción de quienes la realizan de que, al ha-cerlo, están conformándose a un deber jurídico («opinio iu-ris seu necessitatis» u «opinio iuris» sin más, o «tacitusconsensus omnium» o «tacita civium convenium», esto es,la aceptación como Derecho de la práctica). Lo que suponeadmitir un cerrado y consecuente voluntarismo según elcual lo que propiamente daría lugar a la existencia de unaregla consuetudinaria sería la convicción de conformarse alo que equivale a una obligación jurídico-ética, la acepta-ción o la conciencia de su obligatoriedad, siendo la prácti-ca espontaneamente reiterada, constante y uniforme deun determinado comportamiento tan sólo el instrumentoque prueba o testimonia su aparición y presencia reitera-da, o el signo o medio cognoscitivo, al que la «opinio juris»insuflaría sentido normativo.

La relevancia que ha cobrado la «opinio iuris» como ele-mento de la costumbre no es sino una consecuencia de laprogresiva concepción del Derecho internacional contem-poraneo como un Derecho que, frente al Derecho interna-cional clásico, concebido como Derecho oligocrático, deter-minado en función fundamentalmente de los intereses delas grandes potencias, ambiciona tener hoy rasgos de-mocráticos, al entender que, frente a la influencia prepon-derante de las grandes potencias a la hora de constituir lanorma consuetudinaria característica del pasado, hoydebe ponderarse la «opinio iuris» expresada por todos losEstados. Circunstancia de la que levantara acta en la

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«Convención sobre el Derecho del Mar», de 1982, el enton-ces Secretario General de las Naciones Unidas, Javier Pé-rez de Cuellar: «El nuevo Derecho del Mar ya no es sim-plemente el resultado de un juego de acción y reacción delos paises más fuertes, sino el fruto de la voluntad de unaabrumadora mayoría de naciones de todas las partes delmundo, con diferentes grados de desarrollo y con carac-terísticas geográficas diversas respecto del espacio oceáni-co, que convergen en una corriente de cambios a nivel glo-bal». Bien cierto que se trata no de una realidad plena-mente constituida, sino, más bien, de una aspiración, de laque tenemos algunos reflejos prácticos.

En la misma línea argumental se expresa D. Lévy en«De l’idée de coutume constitutional á l’esquisse d’unethèorie de source de droit constitutionnel et de leurs sanc-tion», que constituye su contribución al volumen colectivoque recoge los estudios en homenaje al iuspublicistafrancés Charles Eisenmann, que con el título «Recueil d’E-tudes en Hommage à Charles Eisenmann» viera la luz enParís, el año 1977.

Para D. Lévy, lo determinante en la costumbre jurídicacomo forma de vida social sería el elemento psicológico, la«opinio iuris». Mientras que, por el contrario, la mera re-petición, el llamado elemento material u objetivo de la cos-tumbre jurídica, sólo tendría el valor indirecto de venir aconfirmar con la práctica reiterada de una determinadaconducta el carácter obligatorio de la regla consuetudina-ria y no constituiría propiamente una condición suficiente(«conditio per quam») de su validez, en el entendimientode que si la práctica reiterada no fuera acompañada delrequisito de la «opinio iuris», dicha práctica o uso resul-taría de todo punto irrelevante jurídicamente, y careceríapor ello de cualquier eficacia normativa en el ámbito delDerecho.

La «opinio iuris» como elemento diferenciador de la cos-tumbre ha sido negada o discutida por la civilística másreciente en base a la hipertrofia y la desnaturalización deeste elemento. Con todo, en una linea argumental análogaa la propiciada por D. Lévy, se expresaba el iusprivatista y

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comparativista francés Edouard Lambert a principios delsiglo XX, en el primer volumen de sus celebrados «Etudesde Droit Commun Legislatif et de Droit Civil Comparé»(«Estudios de Derecho Común legislativo y de Derecho Ci-vil comparado: (Giard et Brière, París, 1903): «El tránsitode la costumbre entendida como mera regularidad de he-cho a la condición de Derecho consuetudinario se opera asímediante la intervención de un agente del sistema jurídicoque metamorfosea los simples usos en auténticas costum-bres jurídicas sancionadas por la orden de ejecución. Sibien más de un intérprete del Derecho consuetudinario hapreferido ver en este elemento, que le insufla obligatorie-dad, la manifestación de su carácter autárquico, condiciónautárquica que para Legaz y Lacambra es inherente a lajuridicidad.

En cualquier caso, no es menos cierto que la propiaCorte Internacional de Justicia, con ocasión de su senten-cia de veinte de febrero de 1969, concerniente a la plata-forma continental del Mar del Norte, atenuó y relativizó laradicalidad con que hasta entonces venía requiriéndose elelemento material de la costumbre internacional. «Los ac-tos considerados no sólo deben representar una prácticaconstatada, sino que además deben atestiguar, por su na-turaleza o por la manera de realizarlos, la convicción deque esta práctica se ha convertido en obligatoria por laexistencia de una regla de Derecho. La necesidad de «se-mejante convicción», es decir, la existencia de un elementosubjetivo, está implícita en la noción misma de la «opiniojuris sive necessitatis». Los Estados interesados deben,pues, tener el sentimiento de que con su conducta se atie-nen a lo que equivale a una obligación». «El transcurso deun periodo reducido de tiempo no es necesariamente, o noconstituye en sí mismo, un impedimento para la forma-ción de una nueva norma de Derecho consuetudinario apartir de lo que originariamente sólo era una norma con-vencional. Los Estados deben tener el conocimiento deestas conformidades a una obligación jurídica. Ni la fre-cuencia, ni incluso el carácter habitual de los actos son su-ficientes. Existen numerosos actos internacionales en el

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campo del protocolo, por ejemplo, que se realizan de formainvariable pero cuya motivación responde a simples consi-deraciones de cortesía, de oportunidad o de tradición, y nopor el convencimiento de que exista una auténtica obliga-ción jurídica».

Todo parece apuntar a que en el Derecho internacionalde la segunda mitad del siglo XX, y como consecuencia delas modificaciones experimentadas por la sociedad inter-nacional, el elemento espiritual de la costumbre ha cobra-do una mayor relevancia, correlativa a la disminución ope-rada en la importancia del elemento relativo a la antigüe-dad de la práctica o pauta de comportamiento. Cambio enplena armonía con el postulado que al respecto, e invocan-do la sociología de los valores, en fecundo apoyo a la Te-oría del Derecho desde la teoría egológica del filósofo ar-gentino Carlos Cossio, en «La plenitud del orden jurídico»(1939), defendida a partir del principio de que «a mayoraltura del valor realizado por la costumbre, menor númerode casos y de tiempo es preciso para que ésta se considereexistente.

IX. Acerca de los cambios que, en esta época de indi-gente opulencia, se están produciendo en las funcionesque en principio se entendía deberían atribuírse al Dere-cho internacional, así como en los medios requeridos parala realización de sus ahora ampliados objetivos —reflejoen el plano normativo de la mutación social y política de lasociedad internacional contemporánea y de su proceso deexpansión— bien se puede afirmar, sin incurrir al hacerloen exageración alguna, que es en este ámbito donde se po-nen de manifiesto las más llamativas luces y sombras quepresenta el actual Derecho internacional público.

Un Derecho para el que progresivamente se reclamanfunciones expandidas respecto a las que tuviera en el pa-sado, que demanda competencias que otrora le estabanasignadas en exclusiva a los Estados, pero para cuyo cum-plimiento y realización, sin embargo, en la mayor parte delas ocasiones no parece que disponga de los instrumentosoperativos idóneos que le permitirían poder estar a la al-

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tura de las nuevas tareas de la hora actual y dar la res-puesta adecuada a sus exigencias. Un Derecho que precisaabordar la, con toda probabilidad inevitable, mayor recu-rrencia de situaciones cuya prolongación sería susceptiblede poner en riesgo la paz y la seguridad internacionales, ode perjudicar el bienestar general o las relaciones econó-micas entre las naciones, así como la previsible multipli-cación de todo tipo de divergencias, conflictos o controver-sias en torno al mantenimiento o la impugnación de undeterminado «statu quo», pero que se encuentra incapaci-tado por la naturaleza e inadecuación de los medios deque dispone para hacerlo con la eficacia y la eficiencia queserían precisas, al carecer tanto de las normas regulado-ras, como de las instituciones y de los instrumentos que seentiende serían pertinentes.

Si el individualista Derecho internacional clásico secentraba en el reparto de competencias entre Estados so-beranos, celosos de su independencia en su condición degrupos territorialmente organizados de poder, que poseíanel monopolio de lo que el sociólogo ruso exiliado, y natura-lizado francés, Georgii Davidovich Gurvitch (1894-1965)diera en denominar «la contrainte inconditionèe», hoy endía con las exigencias de cooperación que resultan cadavez más intensas, debidas a la creciente interdependenciade los pueblos, parecen manifestarse con mayor fuerzaque en el pasado las tendencias centrípetas, hasta el pun-to que cada vez parece que estaría ganando mayor acogidala convicción de que es preciso subordinar los particularesintereses estatales —manifestación privilegiada de lastendencias centrífugas en presencia— a la consecución deintereses comunitarios, lo que requiere un cierto estrecha-miento del ámbito de las llamadas competencias internasexclusivas de los Estados, con vistas a reforzar la consecu-ción de intereses generales de la, cada vez más amplia, co-munidad internacional, y ha determinado al mismo tiem-po una modificación de alcance en la naturaleza dominan-te de las normas de Derecho internacional.

Siempre en el entendimiento de que la limitación de lasoberanía del Estado, su sujeción al Derecho Internacio-

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nal, es una condición necesaria, cuando no suficiente, parael progreso de la organización internacional; al igual quelo es la aceptación del principio de imparcialidad judicial yla limitación de un derecho tan esencial en el ámbito delDerecho interno y del Derecho internacional como es el de-recho de legítima defensa. Un orden jurídico que ha deja-do de estar exclusivamente constituido por normas de tipodispositivo, para dar progresivamente acogida a la modali-dad de normas de tipo imperativo, que se adecuan mejor ala exigible estrategia cooperativa y a la prosecución con-junta de toda suerte de intereses comunes, ya sean de ín-dole económica, política, religiosa, cultural o ideal.

A todo ello habría que añadir la progresiva conversiónde ciertas obligaciones de Estado a Estado en obligacionesque aparecen dotadas de plenos efectos «erga omnes», ymediante las que se trata de asegurar en medida suficien-te las condiciones de funcionamiento de la sociedad inter-nacional. Aun cuando mucho se ha escrito en el pasado, ytodavía continúe escribiéndose en el presente, sobre el altocoeficiente de anarquía que caracteriza el fenómeno inter-nacional, o acerca del estado de anarquía en que se en-cuentra instalada la praxis de la sociedad internacional, ypese a que careciendo el Derecho internacional de fuentesnormativas centralizadas, esto es, de instituciones legisla-tivas cosmopolitas de carácter centralizado, no deja de sercierto también que muchas y bien importantes muestras,como sin duda lo son la pesca oceánica, la investigaciónespacial, el comercio internacional o los sistemas de cam-bio, aparecen hoy reguladas conjuntamente y de manerauniforme por la mayor parte de los actores internacionalesque, de hecho, y al menos en estos ámbitos, operan ate-niéndose a una elogiable lógica de subsidiaridad normati-va respecto a las competencias estrictamente estatales.

En la misma línea argumental bien cierto es que el De-recho internacional todavía se halla en un estado relativa-mente primitivo de desarrollo si lo comparamos con el De-recho interno, dados los imperfectos mecanismos de ga-rantía con que cuenta, y porque, tal y como reconocieraHermann Heller, uno de los más prestigiosos iuspublicis-

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tas y politólogos de este siglo en su «Staatslehre» («Teoríadel Estado», Leiden, 1934), si bien es problematica en mu-chos casos su certidumbre de sentido, lo es siempre y demanera necesaria su certidumbre de ejecución.

Es más, de hecho y en la medida en que la sociedad in-ternacional no dispone de órganos e instrumentos plena-mente desarrollados, los distintos Estados continúan ejer-ciendo la doble función de ser simultáneamente sujetos yórganos del Derecho internacional, de tal manera que, seles encomiende o no su realización, de hecho continuánejerciendo la misión de velar por el cumplimiento de lasobligaciones internacionales, que son tuteladas en la ma-yoría de las ocasiones no tanto por órganos o institucionesinternacionales «ad hoc» (por otra parte en muchos casosinexistentes, o al menos bien escasos), sino mediante laactividad del propio titular de los derechos a través de laautoayuda o autotutela. Dicho esto, no es menos verdadque de una manera progresiva tal control comienza a serasumido también por instituciones objetivadas, al mar-gen de la voluntad de los propios Estados; institucionesque además de verificar y controlar el cumplimiento delas obligaciones internacionales, en su caso sancionan lasconductas contrarias a Derecho. Circunstancia que, sinduda, constituye una manifestación más de que estamosavanzando en lo que Antonio Truyol y Serra calificara,con ocasión del curso que impartiera en el verano de 1965en la Academia de Derecho Internacional de La Haya,una fase evolutiva del paulatino progreso de la organiza-ción internacional, que supone un cierto cuestionamientodel sistema de Estados soberanos como estructura carac-terística del sistema internacional. Situación condiciona-da en los últimos tiempos a causa de los perentorios de-safíos suscitados por el proceso de globalización en curso,que han determinado que cada vez resulte más difícil se-guir considerando al Estado como el único centro de la ac-tividad política.

En el pasado, la mayor parte de las veces, la asunciónde obligaciones internacionales por parte de los Estados selimitaba a la aceptación del contenido obligacional en abs-

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tracto, sin que éste fuera seguido del establecimiento de lacorrespondiente serie de mecanismos propios de control,verificación y sanción, hasta tal punto que los numerososintérpretes y analistas, que reducían el Derecho interna-cional a una especie de moral internacional o «comitasgentium», veían en la opinión pública su sanción más es-pecífica y característica.

En la actualidad, y por el contrario, los mecanismos in-ternacionales de control, verificación y sanción, cada veztienen mayor presencia, aún cuando en ocasiones se limi-ten a obligar a los Estados a suministrar información pe-riódica acerca de las medidas que hubieran adoptado convistas a su realización.

Si bien en algunas circunstancias la verificación delcumplimiento de las obligaciones internacionales ha expe-rimentado una progresiva judicialización mediante la cre-ación de órganos judiciales específicos, organos jurisdiccio-nales «ad hoc» de control y garantía, para dirimir contro-versias entre Estados, lo que, frente a algunas de lasprevisiones de los analistas, en más de una circunstanciaha contribuido a confirmar de nuevo lo atinado que resul-ta el aserto del historiador y estadista francés FrançoisGuizot (1787-1874): «cuando se judicializa la política, lapolítica nada tiene que ganar, mientras que la justicia tie-ne todo que perder».

No será ocioso traer a este respecto la frase con la queHans Kelsen, tras presentar al orden jurídico internacio-nal como un Derecho constitutivo y radicalmente descen-tralizado, en la medida en que se sirve de una técnica quepresenta todas las propiedades características del Derechode las sociedades primitivas (la creación mediante la cos-tumbre de las normas válidas para todo el ámbito de la co-munidad legal, la inexistencia de órganos especializadosen la función técnica de aplicar las normas generales a ca-sos concretos, y, en su lugar, la autodefensa por parte delEstado cuyos derechos hayan sido perjudicados), a conse-cuencia de lo cual la comunidad de Estados constituye unaorganización con vínculos bastante relajados, cierra el yacitado artículo «El Derecho como técnica social específica»

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(publicado en «The University of Chicago Law Review» endiciembre de 1941): «Podemos considerar que la evolucióntécnica del Derecho internacional sigue las pautas de de-sarrollo de los ordenamientos jurídicos estatales. Presentaun alto interés comprobar en qué medida en el Derecho in-ternacional la centralización se ha incrementado a travésdel establecimiento de órganos jurisdiccionales. Se tratade sus primeros órganos relativamente centralizados. Enla medida en que crecen las obligaciones y derechos de losindividuos, también aumenta la centralización en el Dere-cho internacional. La frontera entre el Derecho nacional yel internacional tiende a desaparecer, y la organizaciónjurídica de la humanidad se acerca cada vez más a la ideade un Estado mundial». Acaso sea preferible evocar la pro-puesta habermasiana a favor de una transformación ensentido cosmopolita del estado de naturaleza entre los Es-tados-nación en un auténtico orden jurídico en el que nonecesariamente (y en contra de lo que afirmara GeorgesRenard —1876-1943—) deberían primar las consideracio-nes de seguridad sobre las consideraciones de justicia.Bien lo dijo el maestro Legaz y Lacambra: «en el orden in-ternacional, como en cualquier sector del orden jurídico, lajusticia sólo puede realizarse en el orden y la seguridad;pero sólo la justicia es la condición de una seguridad y unorden duraderos».

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